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VILCAPASA»

Texto original de la obra de Juan José Vega.


Edición póstuma en su homenaje.
c. Juan José Vega (+)
c. De la edición Editorial Aswan Qhari
Gregorio Paredes 214 - Lima, Perú
Edición a cargo de Bruno Medina Enríquez
Impreso en PC Servicios Gráficos
Arnaldo Marquez 1210 Jesús María
2003
CONTENIDO
Presentación del Editor Bruno Medina Enriquez

Prólogo de César Anibal Vera

PRIMERA PARTE:

VILCAPAZA
SEGUNDA PARTE:

OTROS HEROES PUNEÑOS TUPACAMARISTAS

TERCERA PARTE:

EL TUERTO OBAYA

Colofón a cargo de Omár Aramayo Cordero

Datos Biográficos del Autor

Poema de Manuel Scorza

Carta de Manuel Scorza a Juan José Vega

ANEXOS:
"La Verdad sobre el Héroe Legendario" (Severo Castillo Figueroa)
presentación
La posibilidad de participar en la publicación de este libro me inquietó
de sobremanera, dado que trata acerca de un grán héroe, de quien
tuve conocimiento de su existencia desde muy niño, a quien supe
conocer con aprecio por la identidad vilcapasina que se me ha sabido
formar, la inquietud creció en mi mente al saber que el autor que se
ocupa de Pedro Vilcapaza es Juan José Vega, un insigne historiador,
que se dedicó en vida a revalorar a los caudillos tupacamaristas del
siglo XVIII.

Este trabajo es consecuencia del estudio que le ha dedicado Juan


José Vega a eso hasta entonces anónimos héroes de la gesta
tupacamaristas, donde Vilcapaza lleva el papel protagónico, este
trabajo es la conclusión de otros dos trabajos que previamente había
publicado por intermedio de la Universidad Nacional de Educación y
de la Universidad Nacional del Altiplano, así como otros materiales que
el autor publicara en diarios y revistas.

Todo este material llega a mis manos por intermedio de la tremenda


inquietud que al tema y al autor le debe el poeta puneño Omar
Aramayo, quien por la amistad con él y despertada mi inquietud al
comunicarme que los originales estaba en su poder, de manos del
mismo autor a quien le había prometido la posibilidad de su
publicación como un libro en conjunto, me inquietaron también cumplir
esa promesa, por lo que nos pusimos manos a la obra en esta tarea,
lamentablemente en el camino devino lo no deseado, el fallecimiento
de Juan José Vega, lamentablemente cierto, sin embargo el
ofrecimiento debe ser cumplido.

Razones mayores nos la que motivan esta opción: Pedro Vilcapaza es


un conocido prócer por muy pocos de los que estamos entre sus
admiradores, pero su valentía y decisión por la libertad del yugo
colonial, lo hace participar en la gesta revolucionaria iniciada por José
Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru II, en 1780. Una forma de valorar
a los héroes es haciéndolos que los conozcan, es que fue un héroe
jamás vencido, muy a pesar de los 8 caballos que se pusieron para
descuartizarlo, sin haber logrado despedazarlo, ni el olvido de la
historia oficial, que no valora a los verdaderos protagonistas de la
emancipación americana, hecho que ha reclamado por siempre Juan
José Vega, desde la «Guerra de los Viracochas».
Finalmente la promesa se cumple con esta publicación.

La preedición estuvo a mi cargo, la revisión final de las pruebas, estuvo


a cargo de Omar Aramayo, ha colaborado no solo en la inquietud, sino
en la prensa, Pablo Condori, las fotos que incluimos de Juan José
Vega son de la carátula de su primer folleto (Universidad Nacional de
Educación), así como pertenecen a la Viuda de J.J. Vega, la foto de
en la que está en Azángaro durante la celebración del Bicentenario de
la inmolación de Vilcapaza pertenece a Consuelo Nuñez.

Agradecimiento final a todos ellos a Omar, por compartir esta realidad


de contar finalmente con la publicación de este libro que estará al
alcance de las nuevas generaciones, que deben conocer más acerca
de tan ínclico Prócer Azangarino en breve ya universal.

Lima, junio del 2003

Bruno I. Medina Enríquez


PROLOGO
Como bien se sabe; la insurrección iniciada por José Gabriel Túpac
Amaru habría de extenderse por espacio de veinte meses, sobre
territorios que pertenecen, ahora, a seis repúblicas americanas.

De todas las regiones remecidas por la sublevación en área principal


-desde la cuzqueña Calca hasta Tucumán- fue Puno la tierra que
mantuvo ininterrumpidamente la lucha. a lo largo del tiempo arriba
señalado; el Último combate se libró en Amutara contra un cacique tan
modesto que la historia desgraciadamente no registró su nombre, el 6
de julio de 1782.

Puno fue el escenario constante del alzamiento y puneña la sangre


que más corrió. Hora es de reivindicar este honor rindiendo homenaje
a quienes lucharon en las más desfavorables circunstancias y sobre
todo a aquellos a quienes precisamente se dedican estas páginas, A
Vilcapaza sus compañeros de lucha, esto es a quienes, trizadas ,:va
las esperanzas de victoria, siguieron en pie de guerra .v gritaron al pie
del patíbulo «preferimos morir que ser indultados»; a quienes,
quebradas ya las posibilidades del frente unido contra España sólo
atinaron a defender con heroísmo su propia raza, pensando, sintiendo
.:v peleando como indios, como miembros del sector más oprimido del
Perú Virreynal.

Es en la conmemoración de un Bicentenario. En estas páginas, por


eso, no figuran tantísimos puneños que dieron sus vidas en casi dos
años de guerra, bajo las banderas del Inca José Gabriel y luego el Inca
Diego Cristóbal Túpac Amaru. No están los puneños que murieron
combatiendo en esa etapa, ni los que fueron ejecutados, ni los
asesinados, ni los desaparecidos en las luchas montoneras.. ni los
que, engañados por las autoridades coloniales pactaron la paz en
Sicuani. No están acá pese a lo gloriosos de su lucha. Sólo están
quienes guerrearon en la última fase, en 1782, quienes tras haber
sobrevivido en medio de batallas, matanzas, represiones, siguieron
empuñando las banderas de la insurrección en el periodo postrero,
etapa a la cual Vilcapaza simboliza mejor que nadie. Ese período
puesto en primera fila a puneños y cuzqueños que rechazaron el
indulto, tregua y paz, rechazaron cualquier entendimiento con el
sistema virreynal.
Estas páginas debidas al insigne historiador Juan José Vega, quien
me concede el honor de prologar este notable ensayo, por ser puneño
y talvez, también, por la constancia con que le pedí se ocupase de
esta historia olvidada de Puno, tiene el atractivo de reivindicar a varios
próceres que se encontraban en injusto olvido, ,especialmente Apaza,
Calisaya, Laura y, sobre todo, Andrés Ingaricona, verdadero caudillo
puneño cuya acción revolucionaria lo coloca entre los grandes héroes
de América.

Lima, 4 de enero de 1982

César Aníbal Vera Pineda


PRIMERA PARTE
PEDRO VILCAPAZA

Pedro Vilcapaza debió ser de los primeros conspiradores que


urdieron la gran rebelión andina de 1780, a juzgar por los
cargos que ocupó durante su desenvolvimiento medio y final,
así como por el rol protagónico que le cupo desempeñar en
varias de las más difíciles circunstancias.
Pero no figura Vilcapaza en los momentos iniciales, ni siquiera
cuando José Gabriel Túpac Amaru hizo su ingreso triunfal a
Azángaro el 13 de diciembre de 1780, ni se le ve actuando en
las sangrientas campañas rebeldes contra el corregidor
Joaquín Orellana de Puno. Es probable que en esas semanas
hubiese estado en el Alto Perú, de Potosí a La Paz,
estimulando un coordinado estallido de la sublevación en
todas las comarcas altiplánicas; o también actuando entre
Juliaca y Azángaro en un plano menor o -caso contrario- tal
vez en un nivel extremadamente reservado por la
trascendencia que revestía su gestión.

Algo después insurgiría a la luz pública y habrían de ser


notables sus proezas.

El Mariscal Joseph del Valle, el más importante jefe español


durante el alzamiento lo calificó de “uno de los caudillos de
más nombre, brío y máximas”, quien -acusaron los
virreynales- sublevó Azángaro, Carabaya, Larecaja y
Omasuyos, actuando sobre dos Virreinatos, “tras haber jurado
solemnemente” ante el Inca Túpac Amaru.

Era Vilcapaza -según informes de aquel tiempo- “hombre


ladino en lengua española” y personaje de mucho temple y
fuerzas; la tradición oral que recogió Modesto Basadre hace
más de un siglo lo señala como de unos 45 años al momento
de la insurrección, alto, corpulento, hábil y astuto.

Vilcapaza insurge a plenitud en la historia documentada


cuando en marzo de 1781 pasó a comandar “los valientes
indios de la provincia del Collao”, tal como los calificaron los
integrantes del Cabildo del Cuzco y sublevó la orilla norte del
Lago Titicaca. Siguiendo la línea del Inca, quemó los obrajes
de Muñani -centros de explotación e injusticia- y pasó a
saquear las minas de Arapa, con el objeto de obtener
recursos; luego taló las comarcas de Huancané y de
Vilquechico, marchando luego sobre Apolobamba, Larecaja y
Omasuyos. De la represión no escaparon los mineros de
Aporoma, Poto y Tipuani, varios de los cuales fueron
degollados por sus injusticias.

La lucha de Vilcapaza fue particularmente enconada contra los


representantes del cacique pro-español Choquehuanca,
cuyas haciendas, como Picotani y Puscallani, taló.

Sin duda, fue un error del Inca José Gabriel Túpac Amaru
dispersar sus fuerzas en varios frentes, pues mientras
Vilcapaza combatía en comarcas puneñas, Diego Verdejo se
enfrentaba en Cailloma y Condesuyos a las tropas
arequipeñas y Felipe Bermúdez con Tomás Parvina a las del
Cuzco en Chumbivilcas y Kanas , él mismo resistía al grueso
de las huestes virreynales del Mariscal del Valle. No obstante,
debemos también pensar que la sublevación se produjo en
muchos sitios en forma autónoma, inconexa, por la cual se
hacía necesaria vertebrar en un todo el heterogéneo
movimiento. La situación era aún mucho más compleja si
recordamos que, a mediados de marzo, ya Túpac Catari
iniciaba el asedio de la ciudad de la Paz y si meditamos en
que innumerables focos de rebelión se abrían en el vasto
altiplano collavino, hasta tierras argentinas actuales; en medio
de no pocos brotes tupacataristas.

Un enorme esfuerzo se realizó el 9 y el 10 de abril para tomar


Puno; el ataque fracaso esencialmente, porque los de Acora
entregaron a Isidro Mamani, rompiéndose así el anillo de los
sitiadores.
Los asedios de Sorata y Puno, ubicada la primera ciudad en
la Bolivia de hoy, aparecen como una necesidad estratégica
de la rebelión, tanto para conducir a las masas puneñas
levantiscas, cuanto para contener la excesiva influencia que
empezaba a adquirir Túpac Catari; hombre cuyas ideas iban
mucho más allá de lo planeado por los dirigentes “incas” del
Cuzco.
PRIMER CERCO DE SORATA
Así, mientras el Inca José Gabriel trataba de contener al
Mariscal del Valle en la cuenca del río Vilcanota, su sobrino
Andrés Mendiguri Escalera (sobrino del Inca y conocido por
tanto como Andrés Túpac Amaru y como el “inca mozo”)
pasaba al ataque de Sorata, seguido de Pedro Vilcapaza y de
Miguel Bastidas, joven coronel sobrino de Micaela.
El cerco se tendió el 1ro de abril de ese año de 1781; fueron
unos cuatro o cinco mil los atacantes. Defendía la plaza
Manuel Asturizaga, con un ejército pequeño pero
aceptablemente equipado, de ochocientos soldados, casi
todos criollos y mestizos. Tras furiosos combates en las
afueras de la ciudad -en los cuales perecieron unos tres mil
rebeldes- Andrés Túpac Amaru, el joven jefe rebelde del
altiplano, dio la orden de retirada.

La causa era grave: acababan de llegar chasquis de a caballo


anunciando la derrota y prisión del Inca José Gabriel y de un
buen número de sus capitanes. Y los sobrevivientes de las
últimas batallas del río Vilcanota habían acordado realizar un
esfuerzo para recapturar al Inca y, entre tanto, proponer como
jefe al primo–hermano, Diego Cristóbal Túpac Amaru. La
operación militar fracasó al contener los virreynales en duras
batallas de Langui y Layo a los sublevados y el Inca José
Gabriel fue llevado preso al Cuzco. Andrés, Vilcapaza y todos
los demás, tras enterarse de las catastróficas consecuencias
del desastre del Inca en Sallca -junto a Combapata- no
tuvieron más que reconocer como nuevo líder a Diego
Cristóbal.
Se aprestaron luego a la defensa del Collao, porque el
Mariscal del Valle decidió continuar su ofensiva, a fin de
romper los cercos de Puno, la Paz y Sorata, para lo cual
movilizó unos siete mil soldados, toda la tropa negra de Lima
y Callao entre ellos. Urgía a los rebeldes cortar el proyectado
avance de Del Valle.
BATALLA DE QUEQUERANA
Para tal finalidad, se hizo necesario contener antes la
impetuosa ofensiva virreynal dirigida desde La Paz; tropas
comandados por el Coronel Joseph Pinedo, tras reconquistar
Sorata la asediada, marchaban sobre Huancané.
La historiadora boliviana María Eugenia Siles, en su trabajo
sobre Túpac Catari recuerda la derrota que esa vez sufrieron
las huestes del Rey en Quequerana, cerca de Moho, a manos
de los jefes tupacamarístas “más avezados en la lucha y con
mayor disciplina”. Estás huestes rebeldes, pésimamente
equipadas, tropas indígenas casi en su totalidad, se
impusieron al ejército paceño, gracias a la conducción de
Vilcapaza, que era el coronel rebelde que tenía a su cargo
aquella región; derrota de los virreynales que habría de
recoger el propio Corregidor de Puno Joaquín de Orellana,
quien seguía resistiendo denodadamente en ese abril
sangriento de 1781.

Pinedo, vencido, se replegó a Sorata, donde mejoró el


atrincheramiento de la ciudad, previendo la inminencia de un
nuevo ataque a la ciudad.

Vilcapaza estuvo entre los que se trasladaron de inmediato al


altiplano a fin de organizar la defensa contra el poderoso
ejército virreynal.

Primero luchó el Jefe Indio Guamán Tapara, pero no pudo


contener la arremetida de los victoriosos soldados virreynales
en el cerro Gacsili y en Santa Rosa.

Allí “mandaba el campo de los rebeldes don Pedro Vilcapaza”,


cuenta el gran cronista anónimo de la guerra tupacamarista y
agrega que era “comandante nombrado por el caudillo Diego
Cristóbal Túpac Amaru y que tenía en el ejército todos los
indios de las provincias de Azángaro y Carabaya”.
En el comando se hallaba también Tito Atauchi, a quien se
conocía con el mote de “Terciopelo”, capitán fogueado desde
los primeros días de la rebelión.
BATALLA DE CONDORCUYO: 7 DE MAYO DE 1781
El Mariscal Del Valle intimó rendición a los rebeldes; Vilcapaza
contestó con altivez que “preferían morir antes que ser
indultados”. En medio de gran vocerío y sones de pututos de
guerra, voces Indias estentóreas, anunciaron que marcharían
sobre el Cuzco a fin de liberar al “idolatrado Inca”, a José
Gabriel Túpac Amaru.

El primer encuentro fue ganado por los rebeldes. Veamos


cómo informa el Mariscal Del Valle los momentos iniciales de
esta enconada lucha:

“... Hallé el monte referido coronado de enemigos, con


banderas, cajas, clarines y con un rumor ten extraordinario de
confusas voces, todas dirigidas a injuriarnos, que parecía
ocupada por cien mil hombres. Había también en el llano otro
considerable número de rebeldes, que a toda diligencia
retiraban sus tiendas, muebles y ganados al monte expresado.
Mis batidores los acometieron al galope contraviniendo mis
órdenes (y lo hicieron) tan precipitadas y desunidas que
ocasionaron cayesen sobre cada uno de ellos más de veinte
enemigos, y que dejándose matar los primeros, acabacen los
restantes con quince Dragones de la tropa de Lima (negros),
sin que hubiese arbitrio para, que la vanguardia que a la sazón
se iba aproximando pudiese remediar ente sensibilísimo
suceso”.
Prosigue el Mariscal Del Valle su narración diciendo que
“cuando nos acercamos a la falda del citado monte, vocearon
los indios auxiliares de Anta y Chincheros a los rebeldes
situados en él, que si bajaban a dar obediencia a su Majestad
(Carlos III de España) serían perdonados; y éstos (los
rebeldes) les respondieron que su objeto era dirigirse al Cuzco
a poner en libertad a su Inca”.

“Con estas noticias -prosigue el informe español- determiné


atacarlos a la mañana siguiente, no obstante su ventajosa
situación que consideraban Inexpugnable”.

Del Valle atacó “con cuatro divisiones. La que tenía que dar la
vuelta a la espalda del monte, que hacía frente a mi campo
(destinada a los enemigos que bajasen perseguidos de los
demás), se puso en marcha dos horas antes, y las otras se
colocaron en los sitios que las previne, hasta el punto de
ataque».
«Cuando conceptué que estaban todas en la disposición que
había proyectado, hice disparar los tiros de cañón, a cuya
señal avanzaron a viva fuerza. Los enemigos hicieron una
resistencia increíble, favorecidos de unos corralones
fortificados desde el año 40 ó 41, que ahora habían puesto en
estado de la mayor defensa. Al Teniente Coronel de los
Reales Ejércitos don Juan Manuel Campero que los atacó por
la izquierda con una columna de mil y quinientos hombres, lo
rechazaron tres veces, con un fuego muy vivo de fusil,
sosteniéndose obstinadamente en un paso estrecho, por
donde precisamente debía subir. Nuestras tropas acreditaron
al mayor tesón y brío, y las de los enemigos hicieron acciones
de mayor valor, porque hubo indio que atravesado con una
lanza, se la sacó del pecho, y siguió con ella a su contrario,
cinco o seis pasos hasta que cayó muerto; y otro a quien de
un golpe de lanza, se le sacó un ojo, que siguió con tanto
empeño al que lo había herido, que si otro soldado no acaba
con él, hubiera dado fin de su vida”.

“Duró la resistencia como una hora y tres cuartos, hasta que


el vigor de nuestras tropas y también el de los indios auxiliares
de Anta y Chincheros que en este día estuvieron muy bizarros,
los desalojó, puso en fuga y escarmentó, con la pérdida de
más de seiscientos muertos, quedándome muy corto; porque
los corralones, piedras y cañadas del referido monte no
permitieron contarlos, ni hacer cómputo cierto de los que
perecieron. Sus heridos, puedo afirmar también que fueron
muchos; porque el crecido fuego que hicimos, casi siempre a
la distancia de medio tiro de fusil, y el número de los nuestros,
que explica la adjunta relación, justifica que el suyo sería
exorbitante. Les quitamos muchos ganados, caballos, mulas y
cuantos víveres y efectos tenían acopiados para algunos
meses”.
Leamos ahora cómo narró esta cruenta batalla, Don Mateo
Pumacahua, el joven Cacique virreynal:

«Todas las tropas virreynales reunidas marcharon juntas


hasta el cerro Condorcuyo “que los insurgentes, bajo el mando
de su capitán Pedro Vilcapaza, y el indio Terciopelo, habían
fortificado de tiempo atrás, como sitio de la primera
importancia. Aquí encontraron pasados a cuchillo trece
Dragones de Carabayllo, que iban de batidores de entrada.
Sentaron el campo y se tomaron en un Consejo de Guerra
que se formó todas las medidas conducentes al ataque de
Condorcuyo; y quedó resuelto sé hiciese este por tres partes,
señalándose el del medio al General Avilés, con quien subió
el exponente, desalojando a los indios de diversas trincheras
que tenían en medio del cerro, desde las cuales precipitaban
piedras de enorme corpulencia que abrían claros en las tropas
de V.M. conforme abandonaban los puestos inferiores se
retiraban a la eminencia guarnecida de un muro bien alto. Aquí
el General Avilés con espada en mano y lleno de ardor, los
exhortaba con un ejemplo a la firmeza de ánimo y constancia
queriendo ser el primero en la escalada del muro: Mas viendo
el exponente cuanto se aventuraba con esta precipitada
deliberación, le representó el peligro, y lo que se perdía con
su muerte tal vez inevitable en el asalto; tomando a su cargo
la escalada, que la logró, rompiendo después el muro, para
que entrasen las tropas formadas. En este punto se reunieron
las otras dos columnas que atacaban por diversas partes”.
El hecho que las tropas insurgentes fuesen cogidas por los
virreynales desde tres partes distintas explica aquella frase
que resume la derrota: “...la mortandad de los traidores fue tan
grande, que por más de dos leguas no se encontraban sino
cadáveres de éstos”.

No obstante la derrota, Vilcapaza logró reorganizar sus


huestes a fin de volver a trabar pelea con el enemigo, tratando
de ver con más cuidado la barrera de fuego de fusilería con
que éste contaba. Entre tanto, los Coroneles de Diego
Cristóbal Túpac Amaru, Ramón Ponce, Pedro Vargas, Nicolás
Sanca e Ignacio Ingaricona proseguían el sitio de Puno,
tratando de tomarlo antes que el Mariscal Del Valle se
aproximase más al Lago Titijaja; lo mismo procuraba Andrés
Huera por el sur, acatando las órdenes de Túpac Catari. Por
su lado el Mariscal, con Pumacahua y Avilés, prosiguieron su
avance, mientras Diego Cristóbal Túpac Amaru pasaba a
Carabaya a traer más gente y Vilcapaza trataba de trazar una
nueva línea defensiva, lo cual hizo en Puquinacancari, camino
de Puno.

Mientras tanto, otras urgencias se presentaban: la situación


exigía el reinicio del cerco de Sorata bajo mando cuzqueño;
en esos días miles de hombres, de Carabaya esencialmente,
se desplazaban con destino a Sorata, bajo el mando del
Coronel Diego Quispe, «el Mayor», montonero autónomo, con
gran dominio sobre su gente, y de quien se recelaban algunas
vinculaciones con el aimara Túpac Catari.
EL COMBATE DE PUQUINACANCARI. 19 de Mayo de 1781
Mientras Vilcapaza efectuaba los enlaces correspondientes
para la pelea en un triple frente (Puno, Sorata y Azángaro) el
Mariscal del Valle avanzó con sus numerosas fuerzas,
llevando como vanguardia a las tropas negras.
Se percibe la falta de un comando único en esos días. Al
parecer Diego Cristóbal prestó excesiva importancia a los
asuntos de Carabaya y se presenta una confusa situación.

Probablemente Vilcapaza aconsejó un repliegue, con el objeto


de concentrar, todas las fuerzas rebeldes en un ataque más
sobre la ciudad de Puno -donde resistía el corregidor Joaquín
de Orellana -pero su idea de una arremetida así no habría sido
aceptada: otros jefes rebeldes, tan anárquicos como valientes,
anhelaban enfrentarse otra vez con el Mariscal del Valle y se
atrincheraron en el Cerro Puquinacancarí.

El choque armado se libró el 19 mayo y fue extremadamente


violento, rememorándose escenas de heroísmo como las de
Masadá y Sagunto, puesto que muchos de los defensores
prefirieron el suicidio a la derrota o a la rendición. Vilcapaza
estuvo entre quienes alcanzaron a salvar a los escasos
sobrevivientes del combate.

El propio Mariscal del Valle resumió así este encuentro


espartano:
«Al pasar por el cerro de Puquinacancarí, que es muy alto y
todo peñas, sito en medio de una pampa en el que vimos
algunas Indios que por su corto número se despreciaron; pero
al pasar la columna de Cotabambas que venía a la
retaguardia, avisó de que le habían apedreado desde él, por
lo que su Comandante pidió permiso de atacarlos, lo que se
ejecutó con un pequeño destacamento y sin embargo de no
llegar a 100 los enemigos hicieron una obstinada y bárbara
defensa; y viéndose ya sin recurso, algunos se despeñaron
voluntariamente, y entre los otros una mujer con un niño a las
espaldas. Los pocos que se cogieron vivos se ajusticiaron a
una mujer prisionera se tendió voluntariamente sobra un
cadáver y viendo que tardaban en matarla, levantó la cabeza
y dijo por qué no la mataban», heroísmo que no dejó de
comentarse en el Palacio de Lima, ente Agustín de Jáuregui.
Los documentos militares precisan que para someter a los que
resistían a ultranza

«se destinaron ochenta fusileros para que castigasen este


atrevimiento, a la verdad no esperado, a la vista de todo el
ejército y mandando suspender la marcha retrocedió el mismo
General con el regimiento de Caballería del Cuzco para rodear
el monte por su falda a impedir escapase ninguno de aquellos
atrevidos sediciosos. Pero ellos lejos de intimidarse con la
inmediación de las tropas que se dirigían al ataque, se
mantuvieron obstinados, sin pensar más que en morir o
defender el puesto que ocupaban, con la mayor intrepidez y
osadía, favorecidos por unas piedras muy altas que los ponían
a cubierto, sin hacer caso de las ofertas del perdón que les
hacía un oficial de las tropas de Cotabambas, a quien con furor
respondían que antes querían morir que ser insultados». Y
luego del encarnizado ataque virreynal, considerando los
soldados rebeldes -hombres y mujeres- que era ya imposible
escapar de las manos de sus contrarios, eligieron muchos el
desesperado partido de despeñarse para hacerse pedazos.
«Nada fue bastante - precisan los documentos virreynales-
para disminuir aquella ferocidad y de este modo murieron
todos… despreciaron sus vidas por sostener tan horrible
sedición”.
Gabriel de Avilés, entonces un joven Coronel virreynal,
escribió: “A vista mía y de todo el ejercito se despeñaron
muchos de ambos sexos con sus hijos, desde el escarpado
cerro de Puquinacancari, por no entregarse como se les
ofreció”.
Vilcapaza, esa vez, consiguió retirarse a tiempo antes de ser
rodeado por el enemigo; y pasó a organizar núcleos
combatientes.
Tras su triunfo sobre las huestes rebeldes en Puquinacancari,
el ejército virreynal del Mariscal Joseph del Valle continuó su
progresión sobre la ciudad de Puno, cercada por los
tupacamarístas desde mediados de diciembre de 1780.
Fue una marcha relativamente lenta, por las privaciones y los
fuertes hielos de mayo, que afectaban especialmente a las
tropas de negros de Lima y Callao, desafectos a las regiones
altiplánicas; con todo, tomaron Calapuja, Juliaca y Buena
Vista, puntos mencionados en los diarios militares virreinales.
Mientras se libraban escaramuzas contra las fuerzas
virreynales por las montoneras de Vilcapaza, Ingaricona,
Laura, Calisaya y otros rebeldes, una grave crisis política
tendía a estallar en las altas esferas revolucionarias; a raíz de
la prisión del Inca José Gabriel Túpac Amaru la división se
había acentuado. Por un lado, estaban los llamados “Incas”
del Cuzco, Diego Cristóbal y Andrés, esencialmente, quienes
reclamaban la dirección del movimiento; por el otro se hallaba
Túpac Cátari el aymara que había insurgido ya a la acción, a
través de buen número de caudillos de aldea en las orillas
Titijaja.
Quechuas y aymaras tuvieron así una confrontación interna,
de la cual no estaban ausentes algunos factores sociales, en
especial la pugna entre la alta aristocracia incaica y los
dirigentes plebeyos, a quienes parecía apoyar una parte de la
nobleza menor del altiplano.

El avance de Diego Cristóbal al altiplano respondía también a


una necesidad perentoria. Contener los desmanes de los
capitanes tupacataristas y de uno que otro jefe tupacamarista;
sobre todo, resultaba prioritario contener e inclusive aplastar a
los líderes que en nombre de Túpac Amaru proyectaban
arrasar con todo.
PRIMER ATAQUE A PUNO. Por Diego Cristóbal Túpac
Amaru - 10 de marzo
Diego Cristóbal fue el hombre escogido por el Inca tanto para
organizar la sublevación en tierras puneñas como para frenar
los intentos expansionistas de Túpac Catari, el nuevo definitivo
nombre de Julián Apaza.

Para entonces, el joven caudillo habría ya recibido un gran


elogio de labios virreynales: «es mucho peor que su (primo)
hermano José Gabriel»

Una vez en el altiplano Diego Cristóbal organizó la guerra con


tal vigor que pudo lanzar el ataque a Puno el día 10 de marzo
con Andrés Ingaricona, Ramón Ponce y Pedro Vargas;
mientras tanto por el sureste la ciudad empezaba a ser
amagada por gruesos contingentes aimaras que al parecer
sólo aceptaban órdenes del aludido Túpac Catari. Todos, sin
embargo, pelearon con ejemplar coraje, pero no consiguieron
doblegar la férrea resistencia del Corregidor Joaquín de
Orellana, quien para el efecto hasta había eregido fortines con
varios cañones en los arrabales de la ciudad y tenía sólida
alianza con el cacique virreynal Anselmo Buztinza, quien lanzó
a toda su gente a la primera línea de combate.

Puno resistió el aluvión de dieciocho mil patriotas, no sólo a


causa de las excepcionales condiciones del defensor de la
ciudad, sino gracias a la alianza con un sector nativo; pero
fundamentalmente combatieron con desesperación al conocer
el sesgo racista y sanguinario que, la lucha había adquirido en
zonas altiplánicas. Los quechuas y los aimaras anhelaban,
además, vengar los recientes desastres de Oruro y
Chuquisaca. Así, como los alrededores de la ciudad de Puno
se empaparon de sangre. Pero no se la pudo tomar; Diego
Cristóbal tuvo que contentarse con estrechar un nuevo anillo
sobre la urbe, mientras buscaba con urgencia contactos al otro
lado, en el camino de La Paz, con jerarcas aymaras.

El avance de los Tupacamaristas sobre Puno habría, sin


embargo, de precipitar una consecuencia imprevisible a
escasos días: la agudización de las ambiciones del nuevo líder
Túpac Catari. Aun cuando no se conoce con certeza los
impulsos que lo llevaron a agravar la escisión, es un hecho
que había decidido aplicar un proyecto propio, separado del
que se trazó el grupo de conjurados de Tungasuca.
Aprovechándose de que Diego Cristóbal no logró conquistar
Puno y teniendo éste que retornar del Collao a Kanas, a fin de
reclutar nuevas levas y concurrir con socorros al Inca, Túpac
Catari se lanzó al ataque de la ciudad de La Paz. Así, mientras,
en aquel convulsionado mes de marzo, Diego Cristóbal se
estrellaba contra los fortines puneños, Túpac Catari se
deshacía de Marcelo Calle, que era el principal delegado
tupacamarista en las tierras de Sicasica y llegado el caso, el
hombre de los Túpac Amaru llamado a cercar La Paz en el
momento oportuno, en diálogo con los criollos paceños
comprometidos; plan que se maduraba cuidadosamente por la
envergadura de la acción.

Orellana logró emboscar con su fusilería a un grueso


contingente tupacamarista, lo cual desanimó a Ramón Ponce,
el que suspendió el ataque y, aun cuando manteniendo el
asedio a través de Ingaricona, retornó a Tinta, donde fue
censurado por el Inca por su falta de una mayor acometividad.
La guerra continuó en todas las tierras puneñas, aumentando
la violencia conforme se iban integrando contingentes de
aymaras y de uros tupacamaristas en la orilla sur del Lago
Titijaja.
En un ambiente caldeado por las rivalidades entre
tupacamaristas y tupacataristas Y entre quechuas y aymaras,
las comarcas puneñas fueron escenario de las más
enconadas luchas contra los españoles; algunos capitanes
patriotas actuaban ya por su cuenta, con gran crueldad.
Este período de abril en Puno lo subdividiremos en escalones
para apreciarlo con más claridad: las luchas en distintas áreas
puneñas, el segundo ataque a la ciudad de Puno, la ofensiva
sobre Arequipa y la derrota de las fuerzas virreynales
arequipeñas en Lampa.

Los finales de marzo y los principios de abril fueron el período


más cruentos en la región; con vesanica furia combatieron
jefes tupacataristas y algunos capitanes autónomos, como
Nicolás Sanca.

La floreciente Chucuito, principal ciudad de la región, fue


borrada del mapa por los jefes aymaras, al matarse a sus dos
mil vecinos criollos, mestizos y pocos españoles, «de todo
sexo y edad”.

Pascual Alarapita e lsidro Mamani fueron los responsables


principales de la espantosa carnicería; ambos obedecían a
Túpac Catari.

Niños, ancianos y mujeres que escapaban de las piedras, de


las balas y de los incendios fueron arrojados a las aguas del
Lago, para que pereciesen ahogados; los «indios leales»
resultaron igualmente exterminados.

Unos pocos sobrevivientes, mientras huían, alcanzaron a ver


la matanza desde lo alto de los cerros que rodean la ciudad.
El 3 de abril en pleno combate por Chucuito, fueron quemados
vivos los oficiales virreinales Nicolás de Mendiola y José
Roselló.
No menos violentas fueron las acciones de Juli, donde se llegó
a contar setentiún cadáveres también «de todo sexo y edad»,
en las calles del pueblo arrasado; muchas mujeres y hasta
niños fueron sacados de las iglesias, donde se cogían de las
imágenes; y no faltaron escenas terribles de sangre humana
chupada de heridos y muertos por los fanatizados vencedores,
entre ellos muchos uros, seguramente.

Los desordenes al parecer se habían iniciado el 22 de marzo


en la comarca de Carabaya, pero pronto se extendieron a todo
el altiplano: sufrieron los excesos Capachica, Acora, Ilave,
Coata, Yunguyo y otras más, aparte de las ya nombradas
Chucuito, Juli y Pichacani. Era frecuente oír en esos trances
que los rebeldes proclamaban “Rey a Katari”, aludiendo sin
duda a Túpac Catari, el sanguinario caudillo aymara que
conducía el cerco de La Paz.

En Ilave le fue harto clara la proclamación de rey a Túpac


Catari lo cual tuvo que causar justificado pesar.
Los documentos de la época están llenos de referencias a los
excesos en toda la comarca.

Un enfrentamiento cerca de Acora, en Manquesqueña acabó


en desastre para los virreinales, cuyas tropas nativas
principalmente se dispersaban; otro encuentro en las
cercanías tuvo resultados parecidos, así como una incursión
de Orellana, tratando de restablecer el orden desde Puno.
Además en el altiplano la lucha hubo de ser más sangrienta
que en ningún otro teatro de operaciones, presentándose casi
un ciclo de “todos contra todos». En efecto, si bien el 10 de
abril los virreinales habían quebrado el asedio a la ciudad de
Puno, ello no se debió a un éxito militar, sino al caos en la
retaguardia rebelde, porque aterrados gran parte de los
aymaras, lupacas de Acora con las atrocidades de Isidro
Mamani su jefe regional, lo entregaron más allá de Chucuito a
las avanzadas del Corregidor Orellana; el suceso provocó
recriminaciones y matanzas entre aymaras de la zona,
mientras que, no lejos, quechuas y aymaras empezaban a
pelear entre sí por razones similares. Entre tanto, arrepentido
de cuanto había hecho, también se entregó al Corregidor el
cruel Mateo Condori. Pero no obstante el desorden, Diego
Cristóbal logró restaurar un mínimo de coordinación y,
auxiliado por Mariano Túpac Amaru y Andrés Ingaricona, se
volvió a cercar la ciudad, por tierra y agua.

Por esos días la situación política rebelde empeoraría en las


esferas de la dirigencia insurrecional, porque al enterarse
Túpac Catari de la prisión del Inca José Gabriel, trató con más
fuerza aún de capturar y conducir el movimiento. Para ello el
destacado líder contaba con la terca adhesión de sus
seguidores y con un extraño carisma, no exento -como vimos-
de elementos mágicos. Diego Cristóbal -al igual que su
antecesor- no había tenido más remedio que tolerarlo durante
ese difícil abril, en la común lucha contra los virreinales; pero
tal actitud de concordia no consiguió las metas que le
inspiraban. Por el contrario Túpac Catari continuó remitiendo
al asedio de Puno, por el lado sur, tropas aymaras de refresco
conducidas por jefes que mostraban tanto valor como crueldad
e indisciplina, cual el caso de Pascual Alarapita e Isidro
Mamani. Numerosos pueblos volvieron a sufrir una violencia
inenarrable, lejos de los principios doctrinarios de la rebelión y
de los preceptos cristianos que todos los Túpac Amaru
enarbolaban.
SEGUNDO GRAN ATAQUE A PUNO:
del 10 al 12 de abril.
Desde Azángaro, Diego Cristóbal organizó el segundo ataque
a la ciudad, de Puno.

Lanzó contra la ciudad a Andrés Ingarícona y Pedro Vilcapaza,


pero mientras éstos avanzaban, él mismo tuvo que replegarse
rumbo al norte al recibir noticias del desastre del Inca en
Sallca.
El ataque se desorganizó el día 13, al confirmarse la prisión
del inca, ocurrida en Langui el 6 de abril.
Más adelante tendremos ocasión de volver sobre este asunto,
con motivo de la llegada de los refuerzos españoles.
Mientras se libraban escaramuzas contra las fuerzas
virreinales por las montoneras de Laura, Calisaya y otros
rebeldes, una grave crisis política tendía a estallar en las altas
esferas revolucionarias. Como era de suponerse, a raíz de la
prisión del Inca José Gabriel Túpac Amaru la división se había
acentuado. Por un lado, estaban los llamados «Incas» del
Cusco, Diego Cristóbal y Andrés, esencialmente, quienes
reclamaban la dirección del movimiento; por el otro se hallaba
Túpac Catari el aimara que había vuelto a la acción
vigorosamente, secundado otra vez por un buen número de
caudillos de aldea.

Quechuas y aimaras zanjaban así una confrontación interna,


de la cual no estaban ausentes algunos factores sociales, en
especial la pugna entre la alta aristocracia incaica y los
dirigentes plebeyos a quienes parecía apoyar una parte de la
nobleza menor del altiplano.
TERCER ATAQUE A PUNO
Entre tanto, Diego Cristóbal había tratado de capturar Puno,
lanzando sobre la ciudad las tropas comandadas por Andrés
Ingaricona y Pedro Vargas, las que no pudieron doblegar la
resistencia del tenaz Corregidor Orellana, quien había tenido
la prudencia de construir dos nuevos improvisados bastiones,
con fosos y trincheras, y se valía además de un artillero corso
de suma habilidad, llamado Francisco Vícentello.

A principios de mayo Diego Cristóbal había acampado por


varios días en Lampa organizando la guerra en los dos frentes
inmediatos, el de la ciudad de Puno (a su cargo) y el abierto
por la ofensiva del Mariscal. El día 7 había asomado a los
cerros lindantes con Puno, «con grande ostentación y
estrépito de los (cañones) pedreros que traía para batirla». Eje
de la defensa de Puno era el fuerte y dos fortines que dirigía
el artillero Vicentelio, con cuatro cañones y 44 artilleros. El
ejército de Diego Cristóbal arrolló a los indios virreinales que
defendían la urbe, empujándolos más allá del cerro del
Azogue hasta llegar a poner en peligro el propio fuerte que
cubría a los puneños, pero los referidos cañones contuvieron
la acometida Tupacamarista, pese a su «bravura y ferocidad»
como informaron los partes militares del Corregidor. Tomados
los fortines, el día más sangriento fue el 9 en que Diego
Cristóbal atacó por dos lados a la ciudad, llegándose en un
momento a combatir en las mismas calles, por el lado de la
parroquia de San Juan. Estalló el polvorín de Puno pero el
episodio no amenguó el ánimo de los defensores. El nutrido
fuego de fusilería que sostuvo en persona el Corregidor
Orellana impidió en aquel día la captura de Puno; las víctimas
fueron numerosas en ambos bandos y el asedio continuó en
los días siguientes, desde lejos, porque se consideró oportuno
aumentar el hostilizamiento a las huestes del Mariscal Del
Valle que habían logrado -como vimos- traspasar las defensas
rebeldes en diversas batallas.

Testigos cercanos de los hechos describieron así la situación:


«A quien contemplamos en fuertes fatigas es al Corregidor de
Puno, Orellana, pues aunque ha resistido con un valor
indecible a más de diez ataques, se cree que al fin se rinda si
no es socorrido en tiempo, como lo ha solicitado con las
mayores instancias. Se sabe que los días 10, 11 y 12 del
corriente le presentaron batalla los indios de Chucuito y Diego
Túpac Amaru con más de cuarenta mil indios, tres (cañones)
pedreros y como treinta fusiles, en que le mataron más de cien
españoles y quedaron heridos como cincuenta y éstos de
cuidado, y muchos descalabrados y golpeados de las piedras,
en que se vio bien confuso el dicho Orellana que salió herido
de una pedrada en la boca, que escapó de milagro y le
rompieron una trinchera y se le entraron hasta la dicha villa.»
A lo largo de mayo , las guerrillas desgastaron al cuerpo del
ejército que cobnducía Del Valle, pero no pudieron impedir su
progresión sobre Puno, ciudad que recibió a esas huestes el
25 de mayo, en medio de gran algazara virreinal.

A la verdad, tras Puquinacancari, las huestes virreinales


continuaron su progresión dificultosamente. Pocos pensaban
ya en los planes iniciales de socorrer La Paz; la mayoría de
los jefes apenas anhelaba guarecerse en Puno.
Puno, la ciudad a la cual se aproximaban las tropas del
Mariscal Del Valle, había venido soportando sangriento asedio
desde el 10 de marzo, frente a las tropas del mestizo Ramón
Ponce y de varios jefes indios. Resultó una guerra muy
encarnizada; pueblos y aún ciudades de los alrededores
desaparecieron casi del todo (como Juli, Pomata, Ilave,
Chucuito). Fue el defensor de Puno un criollo, Joaquín de
Orellana, quien armó y equipó casi exclusivamente a criollos y
mestizos, con acierto de ordenar la construcción de un fortín
en los extramuros. disponía de cuatro cañones y de ciento
ochenta fusiles y escopetas, pero sus tropas, a fines de junio,
se encontraban exhautas, tras cuatro meses y medio de cerco
y de combates, puesto que había construido «una pequeña
isla de felicidad en medio de un mar de rebelión», tal como tan
descriptivamente se definió la situación militar. Mucho alivio
hubo allí cuando llegaron versiones confusas en torno a la
aproximación de la tropa virreinal y la parcial ruptura del
asedio.
PUNO: FUGAZ ÉXITO VIRREINAL
El cerco de Puno fue levantado por los sitiadores; el Mariscal
ordenó entonces a sus avanzadas que tomasen Puno, un
Puno destrozado en cincomeses de asedio. Felicitó al
Corregidor Joaquín de Orellana por la defensa. Pero de
inmediato todos repararon en lo precario de la situación de la
ciudad: hambre, enfermedades, carencia de armas
suficientes, deseciones, frio intenso y ultitudes, quechuas y
aimaras rodeando nuevamente la plaza, unos por el norte
otros por el sur.

No fueron tranquilizadores los informes recibidos en la ciudad.


Allí supieron cómo se habian visto acosados desde el 10 de
marzo, fecha en que se inició el segundo cerco; supieron cómo
el «leal» cacique virreinal Anselmo Bustinza había sido escudo
de la ciudad, con sus indios de Mañazo y otros lugares, pese
a las acometidas de sucesivos capitanes como el mestizo
Ramón Ponce y los coroneles Pedro Vargas, Andrés
Ingaricona, Nicolás Sanca, Pascual Alarapita y otros que, junto
o sucesivamente, habían atacado la ciudad, llegando a
combatirse en los arrabales; y supieron también cómo -
actuando por encargo de Túpac Catari- Andrés Guara había
también amagado la ciudad por el Este. Y tan sangriento
asedio de quechuas y aymaras proseguía a lo lejos, sólo se
había perforado en un punto la marea humana que rodeaba la
ciudad.
En definitiva, lo que predominaba en Puno era hambre,
enfermedades, carencia de armas y de municiones
suficientes, deserciones, frio intenso, etc.

La operación no iba ha ser fácil para el Mariscal, sobre todo


considerando que habían desterrado casi todas sus tropas
indígenas, con excepción de los Chincheros que comandaba
el más disciplinado de todos los jefes virreinales; Pumacahua;
además, al trascender la orden de retirada, la situación se
agravó, porque desertaron varios caciques puneños hasta ese
momento leales y aliados. Viendo segura una derrota en la
puna abierta, prefirieron acogerse bajo las banderas de Diego
Cristobal.
Mayor era aún el riesgo de amotinamiento de los ochocientos
fusileros negros de Lima y el Callao, deseosos de emprender
cuanto antes la retirada.

La retirada virreinal de la ciudad fue el 26 y 27; tras juntarse,


partieron todos del campamento de Del Valle, ubicado en las
afueras. Grandes burlas hacían a los patriotas desde los
cerros, especialmente los indios, mofansode de los vencidos.

Eran ocho mil, esos vecinos de Puno -ancianos, mujeres y


niños entre ellos- empezaron la odisea hacia el Cusco,a pie
casi todos, al amparo de los ochocientos fusileros de Del Valle
y los ciento treintiseis de Orellana.
LA TOMA DE PUNO POR LOS TUPACAMARISTAS: 28 de
mayo
Las fuerzas rebeldes ocuparon Puno apenas los rivales
evacuaron la ciudad. Esta etapa marca quizá el momento más
alto de todo el ciclo tupacamarista, auncuando ya había sido
ejecutado el principal jefe, José Gabriel Túpac Amaru.

Durante aquel periodo Diego Cristobal desde Azángaro


prosiguió la ofensiva en todos los frentes; Vilcapaza habría de
ser enviado a la toma de Sorata, cuyo asedio había sido
suspendido en tiempo atrás.

Así fue como a fines de ese mes, Diego Cristobal y sus


coroneles vieron desde las alturas de los cerros circundantres
la retirada de las tropas virreinales, con rumbo a Sicuani, de
donde habían partido orgullosamente un mes antes, tras la
victoria sobre el Inca José Gabriel; a ese ejército lo seguía
toda la población civil del lugar y, a regañadientes, el propio
Corregidor Orellana. Diego Cristobal ocupó de inmediato ese
Puno vacio, cuidandose de usar gente segura, del bando
tupacamarista. Por su parte el Mariscal Del Valle tuvo que
abrirse paso en medio de múltiples escaramuzas contra las
montoneras de diversos caudillos como Ticona, Mamani,
Calisaya, Laura, Apaza y el temible Ingaricona, que realizaban
en valor mientras los fusileros negros abrían brecha para el
paso del grueso del triste cortejo en retirada. en toda esta
campaña se halló Diego Cristobal tan cerca de la línea de
fuego que en una oportunidad casi lo captura una partida
virreinal, salvandose apretadamente.

La capital de los territorios liberados se reintaló en Azángaro


poco después.

La deserción de muchos soldados nativos y hasta de un


cuerpo íntegro (que, acabó masacrado por los alzados en
Ayaviri, días después) condujo a la celebración urgente de un
Consejo de Guerra, inspirado por el propio Mariscal Del Valle,
el cual arribaría el siguiente acuerdo:

«El Ejército que llegó hasta Puno con el piadoso fin de libertar
la vida de sus vecinos que ya no tenían modo de subsistir, ni
de retirarse por estar sitiado de enemigos, sin esperanza de
otro socorro que el nuestro, conseguido el intento se va en la
precisión de tomar Cuarteles de Invierno, llevando consigo a
su honrado vecindario por las razones siguientes- El ejército
sólo consta de ochocientos hombres del cual casi el todo
consiste en las tropas de Lima. Estas, acostumbradas al clima
dulce de aquella capital, no son capaces de sufrir por más
tiempo la aspereza de los hielos que cada día son mayores,
cuya incomodidad se hace más insoportable por estar
descalzos y hechos pedazos sus vestidos: faltos de pan a que
por estar acostumbrados les es de mucha molestia su falta, y
con las tiendas hechas pedazos».

«Siendo pues indispensable tomar cuarteles, no queda más


arbitrio que ejecutarlo en Arequipa, La Paz o el Cusco para
que reforzado allí el ejército pasada la rigidez de la estación,
se puedan continuar las operaciones».

Las huestes procedentes de Lima también debieron


horrorizarse al escuchar los relatos en torno a la violencia
criminal que la guerra habla adquirido por ambos lados, Los
sobrevivientes, escasos, narrarían las pavorosas matanzas
racistas al sur de Puno.

Con todo, el valeroso Orellana insistió en marchar en auxilio


de La Paz; luego los reclamos de los puneños virreinales se
limitaron a rescatar Chucuito; finalmente sólo demandaron
permanecer acantonados en Puno. Todo fue inútil, las órdenes
de Del Valle fueron terminantes: la evacuación.

Es justo reconocer que al momento de tan grave decisión. Del


Valle contaba –en efecto- con sólo mil cincuenta soldados de
los cuales doscientos eran de nombre; dos mil de sus
integrantes habían sido aniquilados o desertaron durante el
penoso avance hacia Puno. Aún más, al llegar a Puno
acababa de defeccionar la Compañía de Cotabambas con su
teniente José, Cornejo, guiada por el absurdo empeño de
alcanzar salvación; la aniquilaron por Ayaviri y nadie
sobrevivió para contarlo. Seguramente jefes y tropas
virreinales se amedrentaron al oír que el Consejo de Guerra
iba a discutir un avance a La Paz como en efecto sucedió ese
25 de mayo de 1781. En todo caso, la decisión de la retirada
se justifica por el quebrantamiento de la disciplina en esas
soledades. Rumores corrían sobre que el resto de la tropa
(con muchos mulatos de Lima y Callao) exigía el retorno al
Cuzco, so riesgo de una deserción masiva

No fue fácil convencer al tenaz Orellana y su valerosa tropa.


Al fin, -narraría un jefe militar- ese mismo 26 de mayo todos
«emprendimos la marcha, con grande lentitud, para seguir el
paso de las mujeres y los niños de Puno”
Así se llegó a Yanarico; en esa retirada ciertos grupos sin darlo
a conocer al Mariscal, optaron por un retroceso buscando el
camino de Arequipa. Fueron exterminados.

El día 13, siempre hostigados por partidas de rebeldes, se


produjeron choques serios en Pocochuma, no lejos de
Umachiri. Luego se realizaron escaramuzas más serias en
Hulloma o Hullulloma, el 15, al incursionar partidas de
caballería. Asimismo, el 17 en Santa Rosa se realizaron
encuentros que obligaron a emplazar la artillería y a pedir
refuerzos de la infantería.

Entre penurias sin fin, los restos del ejército virreinal cruzaron
dificultosamente La Raya, alcanzando Sicuani el 23, donde se
reintegró la columna de Cuéllar que, un mes atrás, había
partido hacia Carabaya. Los jefes de este ejercito virreinal se
vanagloriaban de tres victorias, pero la verdad es que apenas
desfilaron trescientos de los tres mil soldados que partieron y
dejaban Puno en manos de Diego Cristóbal Túpac Amaru,
Los sufrimientos de ese ejército acabaron solamente el 4 de
Julio; por lo menos para la vanguardia que aquel día hizo su
ingreso al Cuzco comandado por el propio Mariscal.

No aguardaban buenas noticias; nuevas tropas quechuas


rondaban las comarcas de los alrededores del valle del Cuzco
y festejaban la debacle del gran ejercito que, aunque vencedor
del Inca José Gabriel, retornaba vencido por el nuevo Inca
Diego Cristóbal. Sus fuerzas habían ocupado Puno apenas los
virreinales evacuaron la ciudad, pero la capital de la revolución
continuó en Azángaro.

Durante aquellas semanas, Diego Cristóbal prosiguió la


ofensiva en todos los frentes; Sorata seria conquistada y en
las sierras de Arica, Tarapacá se respaldaron también la
insurrección.
La casa de Vilcapaza fue esos días el centro de reunión de los
jefes rebeldes para trazar nuevos planes y también el refugio
discreto de la bella mestiza Angelina Sevilla Choquehuanca,
compañera del “Inca mozo”, Andrés Mendiguri Túpac Amaru.

SEGUNDO CERCO DE SORATA


Con sus montoneras, Vilcapaza se incorporó al segundo
asedio de Sorata -a las tres semanas de iniciado- a fines de
mayo; así lo habría dispuesto el nuevo Inca Diego Cristóbal,
reconocido como tal tras la ejecución del Inca José Gabriel en
el Cuzco, el 18 de ese mes de 1781.
Calculamos que en días anteriores estuvo tratando de
contener a las vanguardias del Mariscal del Valle, que
marchaban sobre la ciudad de Puno, a las cuales desgastó de
tal modo que los fugaces vencedores tendrían -como vimos-
que abandonar esa ciudad a los pocos días de reconquistada.
En las afueras de Sorata Vilcapaza se juntó con Andrés Túpac
Amaru, a quien debió hallar cargado de rencores por la
crudelísima muerte de su tío el Inca, sentimiento de odio que
parecían compartir muchos de quienes rodeaban a ese joven
General de diecisiete años de edad, a quien su linaje había
llevado a tan alto cargo. Asimismo, debió encontrar a Diego
Quispe incontrolable.
Con la mucha gente fanática que lo seguía desde Carabaya,
de Sandia en especial. Cierto número de delincuentes fugados
de cárceles y obrajes destruidos, se habían sumado a filas
insurrectas. Debió notar que la situación se volvía más
incontrolable que nunca.

El nuevo cerco había empezado el 4 de ese mes de mayo;


anárquicos dirigentes regionales a los cuales no importó la
guerra contra el Mariscal del Valle, precipitaron los hechos,
rompiendo aún más la precaria unidad reinante. La tarea de
Vilcapaza hubo de ser allí la de tratar de consolidar fuerzas y
moderar a los que solo buscaban venganza.

La parte principal de la defensa la tuvo un ejército de dos mil


criollos y mestizos, integrado por sorateños y refugiados de los
alrededores, inclusive con gente de las distantes Lampa y
Azángaro. Fue jefe de estas improvisadas tropas virreynales
el Coronel Anastacio Suárez de Varela; y justo es
reconocerles que pelearon con denuedo contra los
tupacamaristas, soportando hambruna, enfermedades y toda
clase de privaciones, sin rendirse.

El asedio fue al final tan estrecho que el pueblo sorateño se


redujo a “vivir atrincherado en el recinto o centro de la plaza”.
“Así nos mantuvimos -relata uno de los defensores- con el
bloqueo de poste a poste, sin que cesase al continuo tesón del
fuego de noche ni de día, por espacio de tres meses, hasta el
5 de agosto”.

Resumamos lo principal de aquel cerco.

Dos meses se llevaba ya de encuentros sangrientos; ninguna


facción parecía dispuesto a ceder. Fue entonces que
surgieron intentos de un arreglo, una parte de los sorateños
debió ser influido por los mensajes de fraternidad que Andrés
“el Inca Mozo” -Jefe del sitio- lanzó a los criollos, siguiendo el
mandato oído tantas veces del Inca difunto, de José Gabriel y
del nuevo Inca, Diego Cristóbal. Pero las negociaciones
acabaron mal, pese a los empeños de Vilcapaza y de otros
jefes y caciques.

Desde diferentes puntos de vista -y quizás de fuentes


documentales- Lillian Estelle Fisher y Eulogio Zudaire han
contado el episodio que deterioró gravemente el ánimo de los
sitiadores, enconado desde entonces las razones expuestas.
Parece que hubo tentativas de paz entre los dos bandos; en
una de las reuniones, fueron parlamentarios de los de Sorata,
Gregorio Santalla y José Pinedo, jefe este último de la defensa
de la plaza. Pinedo habría llevado la secreta consigna de
asesinar a Andrés y al momento de sacar sus pistolas para
victimar al “Inca mozo” fue descubierto y luego masacrado con
toda la comitiva. La guerra arreció más que nunca.
LA DESTRUCCION DE SORATA
Por entonces vino el proyecto de construir una represa con las
aguas del río Tipuani, las que una vez contenidas se lanzarían
sobre la ciudad cercada. La idea, la trajo un criollo azangarino
y Tomás Inga Lipe (“Thomas Inga Lípe, el menor, dirigió la
maniobra del río en compañía de un hombre blando remitido
de Azángaro por (Diego) Túpac Amaro, cuyo nombre ignora
pero que hablaba castellano y quichua”, según declararía el
secretario de Túpac Catari, Basilio Angulo).

Pedro Vilcapaza debió hallarse entre los más activos para el


acarreo de materiales y poner orden en esas muchedumbres
a las que hubo de transformar de soldados en obreros;
terminada la represa, se soltó las aguas con el resultado que
se aguardaba. Roto el dique, lanzado el torrente de golpe,
rompió las defensas sorateñas y por allí ingresaron las
huestes rebeldes.

“Ese fue el día lamentable en que dio fin este pirata con el
pueblo y sus habitantes”, habría de expresar un informante
virreynal, de los pocos que sobrevivieron el encuentro
definitivo.
Para entonces el joven Andrés había olvidado ya, los consejos
de Angelina Sevilla Choquehuanca, la bella mestiza de
Azángaro y si llegaron sus cartas a los campamentos de
Sorata, ni las leería. Vivía en el asedio un romance nada
menos que con Gregoria Apaza, hermana de Túpac Catari, el
aymara sitiador de La Paz, mujer vengativa como éste. Siendo
casada, no le importaba lucirse con el joven líder Inca; mujer
que además, -como lo anota María Eugenia Siles-, contaba
con diez años más que él. Es probable que su inspiración
fuese nefasta sobre Andrés, quien en su mocedad no previó
todas las responsabilidades que significaban un gobierno
regional revolucionario ni una operación militar de esa
envergadura.
Pero hubo un factor aún más grave en ese muchacho indio,
jefe de decenas de miles de insurrectos: quince días atrás
habían ahorcado a Pedro Mendigure, su padre, en la plaza del
Cuzco; a su madre -activa tupacamarista- la sometieron ese
día a diversos vejámenes; esto sucedió el 17 de julio, en que
también se ahorcó a Ramón Ponce, el antiguo jefe militar de
la rebelión en Puno, así como a otros destacados dirigentes
indios y mestizos (1).

Todas estas ejecuciones, unidas al recuerdo del martirio del


Inca, de Micaela Bastidas y de Hipólito Túpac Amaru, atizaron
los odios de Andrés, se apoderó un afán de venganza contra
quienes nada tenían que ver con esos hechos. Justos
sorateños pagaron por pecadores cuzqueños. De nada
sirvieron los consejos de maduración que Andrés pudo recibir
de gente mayor como Vilcapaza.

Barridas las defensas con las aguas del río, irrumpieron las
tropas rebeldes, unos veinte mil hombres. Con la tolerancia de
Andrés y de varios de los demás dirigentes, se excedieron, sin
respeto por los vencidos.

Fueron masacrados, destrozados, colgados, sin distinción de


sexo ni de edad. Entre las víctimas hubo miles de criollos, con
lo cual los vencedores de Sorata rompían los principios
ideológicos del Inca difunto, José Gabriel, y las órdenes
precisas del nuevo Inca, Diego Cristóbal.
Aquel mismo día se produjeron innumerables violaciones de
mujeres españolas, criollas y mestizas, a la mayor parte de las
cuales mataron después, tal como lo acreditan documentos
publicados por Lewin y otros estudiosos. Las Choquehuancas,
Indias nobles de Azángaro fueron todas vejadas y colgadas,
como “renegadas”. De la matanza sólo salvaron “algunas
mujeres blancas”, de seguro al precio de su honra.

Sobre la captura de Sorata Melchor de Paz, el Secretario del


Virrey habría de anotar que “se asoló Sorata, pueblo muy rico
y de mucha gente; a esta la (pasaron) a cuchillo y (se) robó
ricos tesoros”.

¿Cuántos murieron masacrados en Sorata? No lo sabremos


nunca. Sir Clement Markham, -viajero por esas comarcas
altiplánicas promediando el siglo pasado- tomó cifras sin duda
exageradas por la tradición oral criolla. La verdad es que
perecieron varios miles, quizás ocho mil; y sobrevivieron
apenas ochentaisiete personas, por que la orden fue entrar
“sin dar cuartel sino a los indios y algunas mujeres blancas”
como lo señaló «la Verdad Desnuda»; y así mientras la
enorme mayoría de los indios sorateños se dispersaba,
criollos, españoles y mestizos sufrían la masacre, aunque
hubo un criollo que salvó sirviendo de secretario. Salvaron
también algunos sacerdotes y otros que fingieron serlo: «no
dejaron en vida a los criollos pues a todos degollaron y
mataron con inhumanidades, sin perdonar aun a los
eclesiástico» reza no obstante un Informe colonial, porque
hubo también curas despedazados. Pero un documento
paralelo aclara que sólo se mató a los clérigos “que
resistieron”. De un modo u otro, fue un día de horror,
especialmente “por las mujeres que, fueron entregadas en
carnes al festival de la indiada”.

Sin duda la cruel muerte dada al Inca y a sus familiares fue


uno de los detonantes de la extrema violencia, encendiendo
un odio vengativo cruel que cogió a los propios jefes. El Virrey
Jáuregui reconocería que tras las ejecuciones “parece que se
empeñaron más en las atrocidades» resumiendo situaciones
en un Informe del 16 de diciembre de 1782.

Pero así como se perciben en ese día, terribles odios


acumulados de dos siglos y medio y la acción de numerosos
delincuentes indígenas evadidos al amparo de la revolución,
del mismo modo se nota la acción señera de quienes no se
mancharan ese día con sangre de inocentes, ni hicieran pagar
a los sorateños, mujeres, niños y ancianos inclusive, culpas
que les eran ajenas como la ejecución del Inca José Gabriel
(2).
Y los hechos fueran tales que como “el Azote de Dios” habría
de ser conocido desde entonces el irreflexible muchacho,
Andrés Mendigure Túpac Amaru, quien con las atrocidades
que permitió cometer causó un daño irreparable a la
sublevación, el mayor de los cuales, habría de ser ¡qué duda
cabe! que el nuevo Inca, Diego Cristóbal repudiase tales actos
y empezase a vacilar sobre si procedía continuar la guerra
dentro de semejantes métodos. Las dudas que Diego
Cristóbal –que lo conducirían meses después a la rendición-
empezaron con su disgusto y pesadumbre por las atrocidades
de Sorata y para paliarlas no bastaron las excusas a los
remordimientos de su joven sobrino, quien argüiría que le fue
imposible contener los desmanes.
A SANDIA Y AZANGARO
Ocupado la ciudad de Sorata -o mejor dicho lo que de ella
quedó tras las inundaciones, los incendios, los saqueos y las
matanzas- los jefes rebeldes marcharon a cumplir distintos
objetivos llevando cada uno su parte del botín de guerra.
Andrés “el Inca Mozo”, salió el 18 de agosto, con rumbo a La
Paz, donde la situación se encontraba más tensa que nunca
debido a los afanes autonomistas de Túpac Catari, quien
había reiniciado el asedioa la Plaza, retiradas las tropas de
Brunos Aires que le dieron fugáz respiro.

Vilcapaza pasó a Sandia con grandes tesoros, un cajón de


diamantes y cuarenticuatro arrobas de oro y plata, entre otras
cargas, las cuales quedaron en custodia; asimismo, Martín
Vilcapaza, hermano del jefe indio, llevó parte del botín de
Sorata a Azángaro. A esta ciudad marcho luego el propio líder,
llevándose varias cargas en mulos que contenían parte de la
de Sorata y de la de Tipuani.

Diego Chuquicallata, vio asimismo que el famoso Coronel


Diego Quispe partió llevando seis mulas cargadas de oro y
plata, desde el campamento de Andrés Túpac Amaru, el “Inca
mozo», el cual se hallaba instalado a tres cuartos de legua de
la ciudad vencida.

En estos días nacerían las leyendas sobra «los tesoros de


Vilcapaza”. En verdad, fueron ascendentes a unos cuatro
millones de pesos. Que los guardase se justifica dentro de las
usos de la guerra en aquel tiempo puesto que en esas
apremiantes circunstancias, de esa riqueza emanó el medio
de sostener las exhaustas líneas logísticas de la rebelión.
Este período marcó el apogeo de Vilcapaza; por entonces
ejerciendo gran dominio sobre parte considerable del
altiplano, vivía en una residencia colonial que había
pertenecido a los opulentos caciques Choquehuanca. Pero no
permaneció muchos días en calma. Como siempre, parecía
estar en todos lados.

En agosto de 1781 Diego Cristóbal Túpac Amaru líder


absoluto del movimiento, expidió un decreto en Azángaro
ordenando respetar las vidas de las mujeres, niños y
sacerdotes, según las versiones que Sir Clement Markham
recogió en esa ciudad, de labios del anciano Luis Quiñones;
pero fue inútil. Un vendaval racista sacudía el altiplano.
Numerosos líderes locales resultaron incontrolables y
parecían dispuestos a extirpar a quienes no fuesen indios. No
solamente los criollos, sino también los mestizos, los zambos
y las mulatos sufrieron tan sanguinaria tendencia, explicable
por el odio acumulado a la largo de dos siglos y medio. Pronto
surgirían graves tensiones entre los propios indígenas,
oponiéndose los quechuas a los aymaras.
AL CERCO DE LA PAZ
En medio de tales indeciciones fue necesaria continuar la
guerra. Como las tendencias autonomistas se acentuaron,
Diego Cristóbal Túpac Amaru, dispuso que los vencedores de
Sorata pasasen a controlar mejor la situación política en la
Paz; y así envió a su sobrino Andrés Túpac Amaru, a
Vilcapaza (por unas días) y a otros dirigentes como Tito
Atauchi.
No sin algunas resistencias se consiguió una vez unificar el
movimiento rebelde; Túpac Catari caudillo plebeyo cuya
verdadero nombre era Julian Apaza terminó acatando la
supremacía de las Incas del Cuzco y la de los emisarios
azangarinos.
Pero las tensiones siguieron; las matanzas aumentaban; de la
ideología inicial de la rebelión (al frente único peruano
antiespañol) nada casi quedaba; Túpac Catari siendo bastante
radical frente a quienes no eran indios, su aymarismo lo
conducía a ratos hasta el extremo de mostrarse antiquechua.

La sublevación cubría entonces hasta tierras de Salta y


Tucumán. Pronto huestes del Río de la Plata pasaron al
contraataque. El sangriento cerco de La Paz (murieron unas
catorce mil personas) acabó en derrota pues los alzados no
consiguieron tomar la ciudad y el 17 de octubre de ese año de
1781, ingresaban las tropas de Buenos Aires, esta vez
definitivamente. Mientras tanto se extendía por todas las
cordilleras el ofrecimiento del Indulto por parte de las
autoridades virreynales, asunto que fue largamente debatido,
manifestando muchos rebeldes un criterio totalmente opuesto
al de acogerse a la paz que ofrecían los Virreyes de Lima y
Río de La Plata.

Para entonces, el Inca Diego Cristóbal había recobrado cierto


nivel de diálogo con los criollos progresistas del Cuzco,
contactos reiniciados a través de uno de sus capellanes de
guerra; y aunque tal vez el máximo jefe indio receloso de las
tratativas, la verdad es que parece que se hallaba hastiado de
tanta muerte y desolación; le repugnaban muchos crímenes
impunes cometidos sopretexto de la insurrección.

El 17 de octubre inició enlaces epistolares a fin de establecer


las condiciones mínimas para un entendimiento; mientras
tanto dispuso la suspensión de actividades bélicas, lo cual no
fue obedecido por todos sus capitanes. Vilcapaza, fiel a su
Inca, si se entregó, tal sucedió el 3 de noviembre según se ha
sostenido.
En esos días, conducentes el Tratado de Paz en Lampa, que
se celebraría el 11 de diciembre, Vilcapaza, dándose cuenta
de la real marcha de los acontecimientos, alertó a su rey de lo
que sobrevendría.
EL INDULTO
Diego Cristóbal Túpac Amaru, no obstante se mantuvo
partidario del pacto, actitud a la cual se opuso tenazmente
Vilcapaza, quien llegó a advertir sobre una posible traición
virreynal, como a la postre ocurrió. Se afirma que en tan
delicado trance, el azangarino habría sugerido la posibilidad
de un repliegue a los valles tropicales puneños de San Gabán,
por Carabaya, donde el difunto Inca poesía cocales.
Carabaya era además comarca rica en coca, peces, frutas y
maderas; aún mas, cerca existían lavaderos de oro y las
espléndidas minas de plata de Ucuntia. En suma, al amparo
de esa ceja de selva se podría subsistir, un tanto al estilo del
primer Túpac Amaru en Vilcabamba.

“En aquellos lugares -habría expresado Vilcapaza- estaremos


seguros de la persecución y de la muerte y nos
conservaremos en la aptitud de recobrar nuestras pueblos y
vengar la sangre de nuestros hermanos”. “No fiemos -argüía-
de dolosas promesas». Pero sus argumentos, sus intuiciones,
resultaron Inútiles.

“El obstinado General que resistió hasta el final el partido del


indulto” – así lo calificaron sus enemigos - reiteró la
conveniencia de replegarse a Carabaya, una vez más, “a cuya
puerta se hallaba”, pero fue en vano; nada más sabemos de
esos dolorosas diálogos.

También Marcela Castro, heroína, madre de Diego Cristóbal,


advirtió a su hijo contra la firma del arreglo de paz, según el
cronista indio virreynal Sahuaraucara pero fue en vano. El
joven Inca miraba con horror le devastación racista en
innumerables comarcas; le repugnaba que se actuase así,
pero carecía de posibilidades de restablecer la que podría
calificarse de “orden revolucionario”. Lo angustiaban
matanzas racistas que no había previsto ni dispuesto. Por otra
porte, desde el Cuzco se le ofrecía las más altas condiciones
de paz y hasta la supresión de los Corregimientos en las
comarcas bajo su mando.

Las negociaciones de paz tuvieron su origen en el indulto


ofrecido por el Virrey Jáuregui el 11 de septiembre,
ampliamente difundido en cartelones. La verdad es que el
Virrey había visto imposible acabar la guerra sin destrozar lo
que aún quedaba en los comarcas surandinas e influido por
las círculos más progresistas de Lima optó por una amnistía
que fue mal recibida en las esferas superiores del Cuzco y
otros lugares. A mediados de octubre, Diego Cristóbal recibió
oficialmente el texto del indulto y el 18 aceptó su texto, en
principio.
Entre tanto, seguía fortaleciendo sus huestas por lo que
pudiese ocurrir con su persona, pero todo indica que ya no
estaba dispuesto a proseguir en la sublevación.
En esos días se percibían en el campamento rebelde las
presiones de las diversas tendencias y las marchas y
contramarchas respectivas en las conversaciones. El 11 de
diciembre el Coronel Ramón de Arias, jefe del ejército de
Arequipa, obtuvo -como dijimos- una tregua con Diego
Cristóbal, pactada en la ciudad de Lampa; es un momento en
que parece que los virreynales, hondamente influidos por los
grupos progresistas del Cuzco, aceptaron la idea de suprimir
a los Corregidores en las tierras que se hallaban bajo el
dominio del Inca; posición- que pudo haber sido del agrado de
varios de los jefes rebeldes, Vilcapaza entre ellos.
Entre tanto, seguían su marcha sobre Azángaro distintas
columnas virreynales; reclamaban los Corregidores contra
cualquier infidelidad al Rey de España (así veían la eventual
supresión de los Corregimientos en el altiplano); y se apresaba
a varios destacados Coroneles rebeldes, de quienes se sabía
su ninguna propensión a soluciones pacíficas. El peligro
crecía. Los virreynales exigían devolver armas y tierras.
EL RETORNO A LA LUCHA
“Aquel temerario” de Vilcapaza, como lo calificaban los propios
españoles, volvió entonces a la acción.

Debió ser a los pocos días del pacto de Lampa y no poco


trabajo le costaría ganar los primeros adeptos para la causa
que resurgía; cabe recordar el enorme Influjo que poseía el
título de Inca en las cordilleras y también el temor a las crueles
represiones virreynales. Fresco estaba el recuerdo del
descuartizamiento de varios dirigentes, Túpac Catari entre
ellos. Los virreynales aplicaban la táctica de “tierra arrasada”
en las zonas rebeldes.

De lejos, y con pena, debió ver las arreglos que culminaran en


la Paz de Sicuani, suscrita entre Diego Cristóbal Túpac Amaru
-recibido, no obstante, con todos los honores de Inca-, y el
Mariscal del Valle.

Y prosiguió en la lucha, olvidando su juramento en Pucarani.


Por tan gallarda actitud postrera, cierto historiador español, tan
apasionado como conservador lo ha llamado “el cacique
felón”. Violó en efecto un juramento de fidelidad, pero lo hizo
por su pueblo, por su raza, por su patria; fue un héroe que
tercamente se negó a la derrota, como allá en España, los de
Sagunto y Numancia, empeñados todos, cada uno en su
tierra, en la defensa de sus lares hasta le muerte, aun dejando
de lado toda esperanza de victoria final.

El primer acto de Vilcapaza en esta nueva etapa fue el de


oponerse al afianzamiento virreynalicio en Azángaro para lo
cual atacó a la comitiva que ocupaba esa plaza. Logró
salvarse aquel cortejo oficial apenas por la arrojada
intervención del Coronel Fernando Huamán, un tupacamarista
indultado que sable en mano cargó con su gente sobre la
montonera de Vilcapaza.

Pero esta derrota no lo amilanó; decidió Vilcapaza salir a las


punas abiertas a proseguir su desigual lid libertaria, por su
raza, por su pueblo. Y el bien le había sido imposible pactar
una línea homogénea de lucha con otros líderes rebeldes
como él (Apaza, Laura, Ingaricona, Surpo, Calisaya, todos
ellos autónomos en sus respectivas áreas, anárquicos,
indisciplinados), en cambio tenía logrado un suficiente número
de enlaces para reiniciar la guerra por su cuenta, al norte del
Lago Titicaca especialmente.

Quien mejor ha seguido sus proezas en esta etapa de la vida


de Vilcapaza fue Melchor de Paz, el Secretario del Virrey; es
el quien nos relata en su crónica que por un lado enviaba
bandos y proclamas a distintos pueblos y simultáneamente
“reclutaba gente por la parte de Putina, con el designio de
unirse con Carlos Apaza, que lo conocen los indios por Puma
Catari Inga; del mismo modo practicaba las mismas diligencias
por las inmediaciones de Mocoraya, Italaque y Huaycho”.
Fue entonces que para vencer a los “infames insurgentes de
Vilcapaza” marchó el Coronel virreynal Fernando del Piélago,
con las huestes de Arequipa.

Vilcapaza -pese a su trágica inferioridad de armamento-


habría de alcanzar una nueva victoria sobre las huestes
represivas.
COMBATE DE HUAYCHO
Cerca de Huaycho, los vírreynales vieron los carros llenos de
indios; el intimar rendición el jefe virreynal tuvo por respuesta
“insultos con ignominia al augusto nombre de nuestro Católico
Monarca.» Cargaron, entonces los virreynales avanzando con
su fusileria hacia «cierta eminencia corta (de) que se habían
apoderado los indios, los que escarmentados con la muerte de
algunos de sus compañeros se retiraron hasta la cumbre del
cerro” desde donde continuaron amenazando con sus hondas.
Pero este triunfo parcial de los virreynales fue anulado por la
derrota de la otra ala del ejército porque “habiendo cargado la
multitud en circunstancias de estar bastantemente avanzados
en la falda del cerro, fue preciso disponer retirarse del modo
posible, porque los corralones piedras y barrancas no
permitían verificarlo con orden”

Del Piélago entonces, ante el desbande, no tuvo más camino


que ordenar la retirada hacia Moho, con mucha gente
malherida por las intensas pedreas; en esas circunstancias
fueron rodeados por los de Vilcapaza:

“la gritería con que seguían los indios por los cerros, laderas y
algunos desfiladeros era insufrible; pero el fruto fue ninguno
porque nuestros fusileros hacían fuego sobre ellos con
bastante acierto y no permitían que se arrimasen mucho”,
según los informes militares de esta campaña. (A
consecuencia de esta derrota virreynal desertaron algunos
contingentes moqueguanos).

Eran unos ocho mil los que perseguían a Del Piélago, con
Vilcapaza al frente; entre ellos se veía a «doce a catorce
fusileros.»
COMBATE Y CERCO DE MOHO
Acosando al enemigo, Vilcapaza decidió dar el golpe final en
Moho, donde se habían atrincherado los virreynales de Del
Piélago quien, sagazmente, dispuso la artillería, la caballería
y sus fusileros a fin de contener las cargas de los hombres de
Vilcapaza que -como dijo- “bajaron con un aire de confianza
de acabar aquella tarde con nosotros”, por tres frentes
distintos. Fue recia la batalla, pues los rebelde “se introdujeron
con osadía dentro de nuestro mismo campo” y “no paraban ya
el juicio sobre las muertes de sus compañeros que veían caer
por todos partes”.

Los fusileros virreynales restablecieron el equilibrio


parcialmente y luego cargas de caballería. Esta “hacía sus
salidas y peleaba con valor.» Pero la victoria esta vez,
solamente fue ganada por los virreynales las gracias a la
artillería “al lograr algunas descargas que con el estrago que
sufrieron se adelanto al amedrentarlos de alguna manera”.
La lucha siguió ese 30 de marzo (1782) hasta la noche y se
restableció al día siguiente, cuando los “obstinados enemigos”
volvieron a la carga, para ser recibidos con “el estrago que
hicieron algunas descargas de metralla”.

Los de Vilcapaza sufrieron en ese encuentro de Moho más de


dos mil muertos “fuera de los heridos que debemos conjeturar
infinitos según el fuego vivo que se hizo aquel día”.
El esfuerzo de Vilcapaza en esta campaña se aprecia mejor
sabiendo que según los propios informes virreynales, los
rebeldes apenas contaban con escasas armas de fuego,
mientras que ellos contaban con un cañón y “hasta ciento
diecisiete bocas de fuego servibles”.

Habiendo desertado varios de sus contingentes en la


emergencia, Vilcapaza optó entonces por retiraran con sus
hombres más seguros, mientras otros se rendían al perdón
ofrecido por los del Virrey.
SIGUE LA LUCHA
Vilcapaza marchó luego a otras zonas del lago Titijaja a fin de
levantar pueblos contra la paz firmada en Sicuani; y consiguió
la adhesión de nuevos núcleos combatientes con los cuales
volvió a la pelea en los riscos más apartados, atacado en dos
frentes y por fuerzas de dos Virreynatos, las de Lima y las de
Buenos Aires.

El poeta Dante Nava cantó estos momentos de gloria:


“Un huracán de pechos, un torrente de brazos,
y un roquedal templado de pétreos corazones”.
Pero el desaliento cundía en aquellas regiones a causa de las
bárbaras represiones virreynales y a la paz pactada por Diego
Cristóbal Túpac Amaru en Sicuani.

En esa etapa final de lucha gloriosa, Vilcapaza compartió


honores con otros jefes rebeldes como Andrés Ingaricona,
Alejandro Calisaya, Melchor Laura, Carlos Apaza y Antonio
Surpo, quienes, cada uno en su comarca, hicieron frente a los
virreynales en circunstancias dramáticas, mientras a la vez
trataban de convencer a Diego Cristóbal Túpac Amaru que
rompiera la paz que se le había brindado en Sicuani.
Quizá en esos días Vilcapaza proyectaba descender a la ceja
de selva, a la de San Gabán o a la de Sandia, para resistir
desde allí a las tropas del Virrey; era el proyecto que planteara
a Diego Cristóbal en noviembre del año anterior y que
deprimido el Inca no quiso asumir. Ya en el verano de 1782,
tampoco pudo conseguir la unión con otros jefes de
montoneras para operación de tanta envergadura, en región
muy distinta; y menos en medio de feroces represiones y en
territorio ocupado.

Asimismo, ha sido factible acreditar que Vilcapaza también


sublevó buena parte de Bolivia actual en febrero y marzo de
1782:
“Omasuyos y Laracaja, de que se dirigía a fomentar otros
iguales alborotos en la de Carabaya y sus contiguos”. “Con
este informe –indica el Mariscal Joseph del Valle- me puse
aceleradamente en marcha el día 30 de marzo último, al frente
de una columna respetable”.

Algo después –siempre según el parte militar de Del Valle- sé


logró “dar fin de los caudillos que fomentaban el alzamiento,
Carlos Puma Catari, Alejandro Calisaya y de un crecido
número de sus inicuos coroneles consiguiendo al mismo
tiempo congelar a la afligida ciudad de La Paz que se hallaba
sumamente consternada y llena de recelo”.

El avance del infatigable Corregidor de Puno, Joaquín de


Orellana, iniciado el 31 de marzo desde Puno, contribuyó a
romper el cerco de Vilcapaza a las fuerzas de Del Piélago;
esta vez los de Vilcapaza se dispersaron abandonando a su
caudillo. Ya no eran muchos.

El Mariscal dará cuenta de todos estas sucesos y de otros más


en el informe que elevó el Virrey de Buenos Aires el 14 de julio
de 1782.
PASION Y MUERTE
Contra Vilcapaza se coligaron las huestes del Mariscal del
Valle y las del Corregidor Orellana. Tomó la vanguardia el
Coronel Fernando del Piélago. Este último rival de Vilcapaza,
resumió así los acontecimientos.

“Las derrotas que acaban de experimentar los rebeldes, y la


reunión de nuestras fuerzas, causaron un efecto que no se
imaginó, porque los Indios haciendo la estimación que se
debía de ella, no queriendo obedecer a Vilcapaza, le
abandonaron, de que resultó que los mismos indios se
hubiesen apoderado de su persona viéndole sólo en su
estancia situada en las inmediaciones de Putina y lo hubiesen
pasado preso a Azángaro, en cuya cárcel sabemos se halla
con bastantes prisioneros”.

La represión fue crudelísima; se capturó a la mayor parte de


los líderes quechuas y aimaras y también a los dirigentes
mestizos. En sólo dos meses -registraría Melchor de Paz, el
citado secretario del Virrey se ejecutó a “doscientos Coroneles
o Comandantes»; y este funcionario anotaba sobre la base de
los partes militares de los jefes virreynales del sur, por lo cual
la cifra debe ser correcta.

Como tantos otros jefes tupacamaristas, Vilcapaza cayó a


traición, tal cual vimos; y fue un criollo de Lampa quien lo
condujo preso. Como se negase confesar el sitio donde
enterró sus tesoros, Toribio Vilcapaza, un sobrino devolvió
veintiún cofres con riquezas que habrían sido suficientes para
organizar la resistencia en Sandia. Enterado de los hechos el
Mariscal Del Valle dispuso que le remitieran al cautivo hasta
Azángaro escoltado nada menos que por “trescientos jinetes”,
porque, como lo ha recordado un historiador español, el gran
caudillo azangarino gozaba de “fama de invencible entre sus
incondicionales”.
Lo entregaron maniatado al Mariscal. Una vez en Azángaro
varias fueron las versiones que corrieron sobre la forma como
se descubrió su guarida. Alguien dijo que Vilcapaza delató su
presencia al caérsele unos papeles en la pampa de Sullca
(que no ha sido ubicada) o por el cercano cerro de Kimsa-
Sullca, por Tapa-tapa. Habría sido un pariente, un tal Julián,
quien lo denunció, pero nada de esto es encuentra
confirmado.
Los virreynales no perdieron tiempo con tan buena presa. Tras
un sumarísimo proceso oral lo condenaron al
descuartizamiento, sentencia que se cumplió el 8 de abril de
aquel año de 1782, según parece al lado de otros importantes
prisioneros.
Marchó al suplicio con singular estoicismo y con mucho pesar
debió ver en el cortejo virreynal a varios de sus antiguos
compañeros ahora a favor de España.

Según la tradición azangarina, en ese momento postrero


Vilcapaza gritó a sus verdugos.

“¡Por este sol, aprended a morir como yo!».


No cuenta la tradición si la pronunció en castellano o si la dijo
en quechua, impetrando a todos los suyos: «Llactamasíycuna:
cay intiraycu ñoqa hina huañuyta yachaychis». En cualquier
forma, a todos los rincones del Collao llegó su invocación y se
repitió también en aimara hasta en las lejanas Sorata y La Paz,
escenarios de sus glorias.

Ese 8 de abril fue atado de pies y manos para el


descuartizamiento. Pero los cuatro caballos no consiguieron
romperlo. Varias veces, inútilmente, espolearon los jinetes.
Entonces los verdugos sumaron cuatro bestias más. Dieciséis
espuelas se clavaron a la vez, sangrando ancas. Fue en vano.
Nuestro indio parecía hecho de piedra. Descoyuntado, seguía
vivo. Fue entonces que, exánime ya, los esbirros encargados
de matarlo se precipitaron a despedazarlo con hachas y
cuchillos, a fin de que la sentencia fuese cumplida en todas
sus partes.

Fue el momento que Alberto Valcárcel cantó en su Coral a


Vilcapaza:
«Insurrecto/descubridor de la fuente donde canto la piedra/la
vida misma, que ya nació el futuro”.
La tierra collavina se tiñó con su sangre, ganando el Perú,
América toda, un héroe, un auténtico defensor de su raza.
MÁS SOBRE LA TRADICION ORAL.
Se sostiene que el cuerpo de Vilcapaza fue dispersado por
lugares como Cancari, Macaya, Vilcacunga y Cairahuiri; y que
su cabeza se elevó en una lanza en la plaza de Azángaro.
Cuando menos esto último perece que fue cierto y existen
huellas referenciales desde los mediados de la centuria
pasada. Lo más interesante al respecto es que esa cabeza fue
robada; y quien tal sostiene es nadie menos que al historiador
Modesto Basadre, pariente cercano de don Jorge, quien hace
más de un siglo visitó Azángaro y varios de sus rincones. Era
común creer que la sustrajeron partidarios del héroe, pero
nadie conocía a donde la llevaron.

El hacho tal vez contribuyó a fortalecer la leyenda del Incarrí


que sobrevive en diversas comarcas de los Andes. Pero al
respecto conviene aclarar que le fama de la cabeza perdura
hasta nuestros días y que los campesinos de Moro-orco
afirman que fue una hermana del prócer quien le guardó y
señalan también una gran piedra la que habría sido escogida
por el propio Vilcapaza para que la colocasen encima de su
sepultura; pedido que habría formulado a los suyos cuando,
acosado por las tropas virreynales, casi no le quedaba opción
da vida.

Muchas cosas son las que cuentan los labriegos y pastores


quechuas y mestizos agrupados a orillas del riachuelo
Tapatapa, desde Oqra aguas arriba; y sus versiones resultan
de interés por la circunstancia que existen entre ellos varios
Vilcapazas. Fue en pos de sus declaraciones que realizamos
un largo viaje desde Puno con un buen conocedor de la región,
Máximo Mello Ancusi.

El primer objetivo de la visita fue precisar el lugar de


nacimiento del prócer. El derrotero la dio antes que nadie el
gran -sabio- a historiador Inglés Sir Clement Markham, hace
ciento treinta años, en su bello libro "Travels in Perú and India”,
obra en la cual apunto que Vilcapaza vino al mundo en
“Tapatapa, dieciocho millas el oriente de la ciudad de
Azángaro”. La informaci6n era respetable por venir de quien
venia y de quien recorrió gran parte de los Andes a mula y a
pie, inclusive el altiplano; aún más, Markham indicaba que "los
descendientes de Vilcapaza aún viven en Tapatapa", con la
cual lo información del insigne peruanista cobraba un sabor de
incontrastable verosimilitud. En 1961 Lisandro Luna -quién
tuvo la gentileza de obsequiarme dedicados sus “Bronces
conmemorativos”- me dijo que conocía una versión parecida y
tuvo frases encomiásticas en torno a Markham. Hacia 1975
hablé del caso con Samuel Frisancho Pineda, con similar
resultado. En 1978 - en Arequipa- Fortunato Turpo me Indicó
la ubicación aproximada de Tapatapa, "más allá de Muñani”.
Finalmente,
fueron más precisos las datos de Pompeyo Aragón, quien en
su infancia, allá por 1915, fue amigo y vecino de los Vilcapaza
da Tapatapa, tal como lo precisa en su reciente libro. En fin,
no contaba con todos los testimonios, para si con los
necesarios para confirmar una hipótesis y, de paso, verificar el
escenario geográfico fuente imprescindible de información e
interpretación.
Varias conclusiones se desprenden de este viaje, no por breve
menos ilustrativo; y no se trate sólo de noticias sobre la cabeza
del héroe o la tumba que deseó. La primera definición resulta,
podría afirmarse de Perogrullo: es una zona puramente
quechua, sin ningún enclave aimara, lo cual se hace inevitable
repetir acá porque hemos escuchado numerosas veces la
severación de que Vilcapaza fue aimara y hasta de que su
nombre fue Huilaca Apaza. No es verdad. La comarca es
absolutamente quechua y quechua-hablantes los de esos
parajes, incluyendo los varios Vilcapazas que pudimos ubicar,
indios y mestizos según casos. Quechua es asimismo todo el
conjunto geográfico de la comarca, todos los parajes, que
abarcan a San Francisco Javier de Muñani, probable lugar de
nacimiento de la madre del prócer. Así mismo, esos Vilcapaza
se llaman así (un sola apellido) y no Vilca Apaza ni Huilaca
Apaza. Entre ellos ninguno mencionó que al héroe, su
antepasado, fuese de extracción aborigen aristocrática; ni
tampoco que se hubiese educado en el Colegio de Caciques
del Cuzco, como alguien ha pretendido en alguna ocasión, sin
acreditar las pruebas documentales pertinentes. De tal suerte
que la tradición oral concuerda en la presente oportunidad con
las fuentes escritas existentes que, pese a ser abundantes,
jamás aluden a esas posibilidades.

Que Vilcapaza nació sobre el riachuelo y pampa de Tapatapa,


junto a Moro-orco parece indubitable: sus descendientes y los
campesinos lugareños tal dicen unánimemente y
unánimemente señalan también una enterrada hilera de
piedras como cimiento da su casa que -creemos- tuvo en
efecto que ser arrasada conforma a las leyes especiales
represivas de los españoles al tiempo de la gran sublevación
tupacamarista. Al respecto resulta relevante anotar que varias
casas antiguas de zonas vecinas más apartadas están
construidas exclusivamente de piedras sin adobes; y al techo
es de ichu seco.

Moro-orco es una aldea de varias decenas de pobladores, a


mucho más de cuatro mil metros de altura. La tradición oral de
sus pobladores concede el nombre de Tapatapa a tres sitios
muy próximos: uno junto el cerro; donde habrían vivido los
padres de Vilcapaza; otra a la vera del riachuelo (también
llamado Tapatapa) donde él tuvo su vivienda, destruida hace
dos siglos; y adentro, en la misma aldea donde -según
cuentan- se refugió un tiempo y desde donde habría dirigido
algunas operaciones. No más de dos kilómetros separan estos
sitios, ubicados todos en Moro-orco, “cerro manchado" en
quechua.
Lugares próximos son Huilina, Ordiga, Arcopunco, Ocra,
Laguna Quesuillani, el bello Lago Quearía, los cerros
Vizcachani y San Francisco Javier de Muñani. Por allí
transitaría y también por el camino de Azángaro.
En el lugar no Pudimos confirmar la versión de Pompeyo
Aragon en el sentido que el prócer casó con una tal Rosario
que le dio una hija Leonarda, las cuales se perdieron por
Cuyo-Cuyo en la vorágine represiva española; pero deben ser
datos veraces pues este autor trató de niño o varios de
Vilcapazas allá por 1915.

Menos probable es la versión dada por otro autor, de que casó


con Manuela Capacondori y que tuvo como compadres a Cleto
Vilcapaza y a Juan Alarcón; nadie hasta ahora la confirma.
Es posible -como se quiere- que naciese hacia 1740 y que
estuviese mucho tiempo fuera de su lugar de nacimiento.
Eso sí, el mensaje de la geografía deviene claro. Viviendo en
tan apartadas soledades, Vilcapaza tuvo que haber sido
arriero. De otro modo jamás habría podido conectarse con las
corrientes conspirativas de su épocas. En sus trajines debió
conocer a otros hombres de igual oficio, entre ellos a los Túpac
Amaru, quienes, por otra parte, eran viajeros frecuentes por al
Callao, hasta Potosí. Quizá llegó hasta Arequipa, puesto que
ciñéndonos a la estadística de Azángaro elaborada por J.D.
Choquehuanca hacia 1830, podríamos inducir que traía a las
punas coca y ají de las altas selvas carabaínas de San Gaban
y del Alto Inambari y aguardientes y chancacas de los valles
arequipeños; de Azángaro llevaría ocas, quinua y frazadas,
lanas, charqui y chuño, entre otros productos. Seguramente
más da una vez llevó lanas del Collao a los obrajes cuzqueños
de Quispicanchis, que eran los mayores centros textiles de los
comarcas sur-andinos.

En 81 marco teórico, Vilcapaza representó el sector radical de


la sublevación, dentro del territorio actualmente peruano y,
hasta donde es dable percibirlo, militó entre los más
avanzados representantes de quienes anhelaba
transformaciones sociales, aunque desgraciadamente
carecemos de documentos firmados, rubricados o dictados
por el. Quizá fue iletrado, como la mayor parte de la dirigencia
tupacamarista, factor que, en todo caso, no mermo su clara
inteligencia. Juzgando sus acciones podemos tipificarlo como
representante de un indigenismo combativo que, al final de la
gran epopeya andina, tendió a ser opuesto a otros sectores de
la surgente peruanidad: criollos, mestizos y negros; derivación
postrera que no mengua una extraordinaria capacidad de
lucha ni condiciones carismáticas de dirigente.

La posteridad no siempre ha sabido ser grata con héroe de


tanta prestancia como Vilcapaza. Actualmente solo un distrito
y un colegio ostentan su nombre. Así sucede pese a los
elogios de J.D. Choquehuanca y a que el Mariscal José de la
Mar, Jefe del Estado, alguna vez aludió a Azángaro como
"heroico pueblo de Vilcapaza". No obstante, varios
historiadores, especialmente regionales se han esforzado en
enaltecer sus hazañas. Asimismo, los artistas han recogido el
legado del gran adalid; y varios poemas se han inspirado en
sus hazañas como los de Dante Nava, Alberto Valcárcel y
Francisco Pacoricona. Edgar Valcárcel le ha compuesto una
sinfonía con su nombre. En pintura, han tratado de reconstruir
su perdida imagen Mariano Fuentes Lira, Teadoro Núñez
Rebaza, Moshó Francisco Goyzueta y Francisco Tacora. Pero
en general, poco es lo que se ha hecho y el Perú no conoce
aún la dimensión soberbia de Vilcapaza ni la de otros héroes
puneños tupacamaristas.

Por esta causa se acrecienta la importancia del gesto del


Consejo Directivo de la Universidad Nacional del Altiplano, en
este año del Bicentenario de la inmolación del prócer. Bajo la
conducción de su Rector, Dr. Julio Bustinza Menendez, al
auspiciar este publicación, empieza a cubrir el vacío existente
en el "país oficial", con empeño similar el que guía a la
comisión Nacional que preside don Atilio Sivirichi. Recoge la
Universidad el clamor del departamento y de los grupos más
ilustrados del país para que se empiece a difundir la imagen
del héroe, tarea magna en la cual estas páginas no
constituyen sino un primer paso. Otras obras, mejores y más
amplías, habrán seguramente de continuarla.
NOTAS ADICIONALES DEL AUTOR
Ha sido tema Polémico de la fecha de la ejecución de
Vilcapaza; y lo sigue siendo de hecho, ocurrió en el primer
tercio de abril de 1782, pero ningún documento publicado
registra el día 3, error que seguramente provino de una falla
de transcripción, del maestro Boleslao Lewin, quien no publicó
el documento probatorio sino que hizo una mención al paso.
Este hierro, si lo es, lo siguieron luego otros historiadores y
mucho se lo ha repetido. Pero la documentación publicada es
dispar en torno al asunto. Por un lado dos documentos, que
habría hallado Francisco Loayza, registran el día 9 de abril y
han sido reproducidos por Francisco Pineda y Ramos
Zambrano. Por otra parte, existe un documento harto
minucioso en torno a las campañas finales del altiplano contra
los últimos seguidores de Túpac Amaru y allí se señala el día
8 como el de la ejecución. Este documento está fechado en
Azángaro el día 11 del mismo mes y año y se halla incluido en
la crónica de Melchor de Paz, el Secretario del Virrey Jaoregui,
que fue el de la represión. La crónica fue publicada con
extenso prólogo y bajo la cuidadosa vigilancia del polígrafo
Luis A. Eguiguren (Lima, 1952). La referencia consta en el
tomo II, pág. 214 y s sin duda la mas segura. Eulogio Zudaire
que ha revisado miles de documentos en archivos españoles
y americanos, da el 8.
La toma de Puno por los tupacamaristas: 28 de mayo
Las fuerzas rebeldes ocuparon Puno apenas los rivales
evacuaron la ciudad. Esta etapa marca quizá el momento más
alto de todo el ciclo tupacamarista, aun cuando ya había sido
ejecutado el principal jefe, José Gabriel Túpac Amaru.

Durante aquel período Diego Cristóbal desde Azángaro


prosiguió la ofensiva en todos los frentes; Vilcapaza habría de
ser enviado a la toma de Sorata, cuyo asedio había sido
suspendido un tiempo atrás.

Así fue como fines de ese mes, Diego Cristóbal y sus


coroneles vieron desde las alturas de los cerros circundantes
la retirada de las tropas virreinales, con rumbo a Sicuani, de
donde habían partido orgullosamente un mes antes, tras la
victoria sobre el Inca José Gabriel; a ese ejército lo seguía
toda la población civil del lugar y, a regañadientas, el propio
Corregidor Orellana. Diego Cristóbal ocupó de inmediato ese
Puno vacío, cuidándose de usar gente segura, uno del bando
tupacatarista. Por su parte el Mariscal Del Valle tuvo que
abrirse paso en medio de múltiples escaramuzas contra las
montoneras de diversos caudillos como Ticona, Mamani,
Calisaya, Laura, Apaza y el temible Ingaricona, que rivalizaban
en valor mientras los fusilemos negros abrían brecha para el
paso del grueso del triste cortejo en retirada. En toda esta
campaña se halló Diego Cristóbal tan cerca de la línea de
fuego que en una oportunidad casi lo captura una partida
virreinal, salvándose apretadamente.

SEGUNDA PARTE
OTROS HEROES PUNEÑOS TUPACAMARISTAS
APAZA,Carlos.
No sabemos en que momento es plegó a la sublevación, pero de su
radicalismo tenemos noticia por su apodo “el maldito” con que los
zahirieron los virreynales estuvo en el primer cerco de Sorata, el lado
da Andrés Túpac Amaru, Pedro Vilcapaza y Miguel Bastidas, tal como
lo narra la crónica de Melchor de Paz; más tarde tomaría la ciudad, junto
a los demás en el segundo asedios tras una lucha de tres meses.
Sabemos que destacó en los alzamientos de pueblos de todo el
altiplano puneño, tal como lo denuncia el informe del Cabildo del Cuzco
de 1784. Vinculado al Inca Diego Cristóbal, combatió a su lado por
espacio de varios meses pero no lo siguió en su decisión de acogerse
al indulto virreynalicio. Habría de luchar por lo menos hasta mayo de
1782, con montoneras propias, en diversos parajes del Lago Titijaja,
como lo revela el citado cronista Paz. Al final se refugió en el cerro
Quillina, donde perece que fue asesinado el 14 de junio de ese mismo
año, tras sus correrías en Larecaja y Achacachi.

La versión oficial que la descerrajaron un balazo de sorpresa, en su


refugio; y que luego lo destrozaron, sablazos. Su cabeza fue clavada
en una pica en Achacachi, ciudad a la cual intentó cercar.
Sus proezas a veces se confunden con las de otros caudillos
altiplánicos que adoptaron las nombres de Catari (muchísimos) y de
Puma. A veces también Carlos Apaza fue llamado Carlos Catari.
Carlos Apaza actuó casi siempre, con su nombre de combate, Carlos
Puma Catari; por esta rezón se confunde a veces su vida con la de los
varios Catari de este período y con uno que otro montonero que adoptó
el mote de Puma.

APAZA, Dionicio Valentín.

Fue uno de los más destacados Coroneles del Inca Diego Criatóbal
durante, los períodos más difíciles de la rebelión. Mas tarde lo apoyo
en las gestiones de paz, pero recelando de la sinceridad de los
virreynales se retractó y volvió a la guerra en noviembre da 1781, quizá
conmovido por las crueles ejecuciones de varios líderes contumaces.
No sabemos más de este dirigente y lo poco que se conoce a través de
la obra del historiador fray Eulogio Zudaire. A través de este Apaza es
posible también percibir en la obra de Zudaire las vacilaciones y dudas
tremendas del Inca Diego Cristóbal.

Hay otro Apaza, Damián, ubicado como agitador y organizador en


Carabaya durante al mes de diciembre de 1780. María leticia Cáceres
ha estudiado el personaje no lo incluimos en estas páginas porque no
nos consta que llegase vivo hasta octubre de 1781. También pudo
ocurrir que es retirase de la lucha.

CALISAYA, Alejandro, Fueron tres por lo menos los Colisaya


participantes en la gran rebelión tupacamarista y no sabemos si eran
parientes a deudos. El que más nos interesa ahora, Alejandro, es inició
en la lucha combatiendo en el primer asedio a la ciudad de Puno, bajo
el mando de caudillos como Andrés Ingaricona, Nicolás Sanca y José
Mamani, tal como asegura Sir Clament Markham, ese notable
paruanista inglés que recerrió paso a paso gran parte del altiplano hace
casi siglo y medio, recogiendo todo tipo de
Informaciones nativas y, naturalmente, datos de lo acaecido entre 1780
y 1782.

Markham sostiene asimismo que Calisaya, fue oriundo da Carabaya


aunque por desgracia no consiguió el sitio de su nacimiento.
Resulta altamente probable que Calisaya combatiese contra
Pumacahua y el Mariscal del Valle al momento de la ofensiva sobre el
Lago Titijaja; y más tarde en la atroz retirada de las deshechas huestes
virreynales, acciones bélicas que se desenvolvieron bajo el Incazgo de
Diego Criatóbel Túpac Amaru, sucesor en el mando de José Gabriel.
Así mismo por sus condiciones militares, Calisaya debió concurrir a
otras acciones da importancia, como la toma de Sorata el lado de Pedro
Vilcapaza y Miguel Bastidas, todos a ordenes de Andrés Túpac Amaru
“el inca mozo", sobrino de Jose Gabriel y de Diego Criatóbel. Por último
Calisaya bien pudo haber ido a reforzar el asedio a la ciudad de La Paz
y tal deducimos porque en aquella ocasión al Inca Diego Criatóbel
buscó también disciplinar al turbulento Túpac Catari, jefe de esa
operación y para esta finalidad política quizá nuestra personaje era útil
dado que los otros dos Calisaya que conocemos, Tomás y Pascual, -
probablemente sus parientes- gozaban de la confianza del gran líder
aimara.
Todo Inca que Calisaya estuvo entre quienes rechazaron el Indulto del
Virrey Agustín de Jauregui y las negociaciones que finalizaron en le
tregua de Lampa, debió respaldar a Vilcapaza en su negativa e
negociar con los virreynales. Por ello debió estar entre quienes se
opusieron decididamente a la firma del Tratado de Paz en cicuani en
enero de 1781. Así, proseguiría combatiendo, el melchor de otros jefes
puneños valerosos como Melchor Laura, Carlos Catari, Carlos Apaza,
Antonio Surpo y Andrés Guargua , formando montoneras aisladas,
aunque bajo la orientación general de Vilcapaza.

La presencia de Calisaya se ilumina documentalmente en esos meses


de posprera resistencia el poder virreinal, cuando tuvo que luchar contra
la columna del Mariscal Joseph del Valle, el vencedor de los Túpac
Amaru y contra las huestes del temido Corregidor de Puno, Joaquín de
Orellana. Es precisamente, a través de un extenso porte Militar de este
último que conocemos muchas de las hazañas de esos líderes de la
hora final, Calisaya entre ellos.

Para esa época, Calisaya habría retornado a ciertas prácticas pre-


cristianas, dentro de un original sincretismo religioso. Tal deducimos del
informe elevado por el Mariscal Del Valle en la siguiente forma:
“...de tránsito por el lugar de Paca, pudo divisar “a un indio" arrimado a
un rancho en ademán de adorar alguna efigie; encaminéme para aquel
lugar dejando pasar la tropa y averiguando el caso era que una india
moza de no mal perecer tenía una piedra con un cierto bosquejo de
bulto y algunas ramas nada extraordinarias, de cualquiera otra piedra
bruta. Esta se adoraba por los indios de aquella comarca intitulándola
santuario. Se la atribuían algunos milagros y tantos cuantos se
figuraban los tenían numerados con algunos palos clavados por de
fuera. Luego que me presencié concibieran todos ellos que iba a adorar
la piedra del milagro, como ellos la llamaban y apartando con brevedad
en un tiesto un poco de candela y echándole algún incienso sacaron
con mucha veneración la consabida piedra, que la tenían envuelta en
algunos paños y con muchas velas. Sorprendióme más la veneración
con que la trataban, cuando me explicaron que en aquel lugar es
celebraba la Pascua de Pentecostés y que unas cimientos que es iban
levantado es fabricaban de orden de Calisaya quien, reconocido e
algunos milagros que había recibido de le piedra, quería manifestar su
reconocimiento con aquel obsequio religiosa"

Este cristianismo insurreccional no la impedía a Calisaya actuar contra


los sacerdotes, aun cuando no en la actitud de barbarie que adoptaron
otros en el altiplano. Así, conociendo que cierta falla predicaba contra
los rebeldes (aun cuando entes había sido capellán de Diego Cristóbal
Túpac Amaru) señaló tajantemente que "no debiendo los frailes
mezclarse en asuntos puramente civiles, procurasen retirarse a su
convento".
No menos cortante fue respecto el Mariscal del Valle de quien dijo que
"debía transportarse a España”; y en cuento al Virrey Jáuregui que "su
indulto no (lo) había menester para nada"

Para entonces Calisaya libraba una “guerra a muerte” contra todos los
españoles y aun contra los criollos y los iba ejecutando conforme se
desplegaba en las punas collavinas; muy probablemente mataba
también indios y mestizos colaboracionistas. En cierta ocasión "mató a
diez” españoles juntos.

Replegándose hacia Carabaya, se llevó consigo a buen número de


mujeres españolas y mestizas, pues a éstas no mataba. En los
alrededores de Sandia instaló sus líneas defensivas, especialmente en
Yanahuaya, Poto, Moco- Moco, Paco y Chuma. Para entonces, las
huestes virreynales habían recibido refuerzos dirigidos por el veterano
Coronel Francisco Laysequilla. Por esos días amagó Moho, cerca de
Huencane. Para entonces había declarado la guerra a Diego Cristóbal,
a quien amenazó de muerte.

Pese a la Captura y descuartizamiento de Vilcapaza, Calisaya en la


cordillera del Ananaes resistió auxiliado por el Coronel Felipe Nina, uno
de sus lugartenientes; incluso los documentos virreynales aluden a una
estratagema de colocar grandes piedras en los cerros que a lo lejos
parecian soldados; y asimismo se registra el uso de galgas. Al tomar
Ayapata, las fuerzas represivas procedieron a numerosas ejecuciones
de prisioneros; lo mismo se hizo después en Conasta, Pilcopata y
Yanahuaya.
Pero como no se conseguía capturar a los jefes indios, el comando
virreynal dispuso que se armase más gente nativa esta vez del lugar, la
cual fue puesta a las Ordenes del Coronel pro-virreynal Juan de Dios
Ticona, antiguo tupacamarista.

La expedición consiguió todo el éxito que se deseaba, porque Calisaya,


con la noticia de que tropas se acercaban hacia aquella parte, se
replegó hacia la selva, diciendo a la gente que iba a incitar a la lucha a
los chunchos de aquellas comarcas, “que están a cargo de los padres
agustinos"; pero unos indios Lecos lo capturaron y lo hicieron ahorcar,
temerosos quizá de la represión del ejército del Virrey.
Esto debió suceder en los primeros días del mes de junio de 1782. De
inmediato, Juan de Dios Ticona pasó a perseguir a Felipe Nina y Andrés
Guargua, otros coroneles rebeldes, a quienes hizo dar muerte, con lo
cual es sofoco casi definitivamente la insurrección en aquellos parajes.
En cuanto a Calisaya apenas sabemos que tenía ciertas propiedades
en Moco-moco (de donde tal vez fue originario) y que tenía tres hijos en
su mujer.

CONDORI,Francisca.
Parece que fue cacique de Orurillo. Acosado por los virreynales tuvo
que combatir en tierras de Carabaya. Su última hazaña fue haber
vencido en un lugar que perece se llamo Fara, donde perdieron la vida
once españoles. Al final fue capturado, tardíamente, a mediados de
1782. Murió ahorcado; era muy sanguinario.

CONDORI, Mateo

Radical jefe de montoneras. Había servido con Andrés Túpac Amaru.


Se entregó el Corregidor de Puno, Joaquín de Orellana, en abril de
1782. Ignoramos si fue hermano o deudo de otros Condori de la misma
zona y época.

CONDORI, Matías.

Coronel de José Gabriel y de Diego Cristóbal Túpac Amaru. Sirvió en


Chucuito. vaciló al momento del Indulto como casi todos, pero luego se
adhirió a quienes proclamaron la continuidad de la lucha.

CUTIPA, Pablo.

Uno de los últimos héroes en las regiones del Ananea en Carábaya.


Fue ahorcado en los mediados de l782.

CHAVEZ, Pascual.

Fue lugarteniente de Alejandro Calisaya. Sobrevivió a su jefe y continuó


la brega en abruptas zonas del Ananea. Acabó ahorcado a mediados
de 1782.

GUAMANSULCA, Pablo.
Cacique de las frígidas comarcas carabaínas de Crucero. Era de noble
sangre, descendiente del Inca Túpac Yupanqui. Debió ser de los que
se formaron en el Colegio de Caciques del Cuzco, a juzgar por su
preparación. Le obsequió a Túpac Amaru los Comentarios Reales da
Garcilazo. Su rastro se perdió en los finales de 1781.

GUARGUA, Andrés.

Belicoso jefe rebelde de comarcas azangarinas y carabaínas. Tenía


título de "Coronel Cañarei”, lo cual le daba facultad para "matar a palos
y ahorcar". Fue de quienes se plegó a Alejandro Calisaya para
consolidar la resistencia. Al final cayó preso y fue ahorcado.

HUACO TUPA INGA, Lucas.

“Cabeza de la rebelión, que se hallaba en la provincia de Chucuito”,


según el secretario de Túpac Catari. Presumimos que siguió en la
lucha.

HUANCA, Lorenzo.

Líder de Huancané, desde que se plegó con gente de esta ciudad en


mayo de 1751. No hemos podido confirmar documentalmente esta
aseveración leída en una monografía local.

INGARICONA, Andrés.

Cuando José Gabriel Túpac Amaru cruzó la raya el 4 de diciembre de


1780, penetrando a tierras puneñas, marchaba con la confianza que le
otorgaba la acción previa de lugartenientes collavinos muy esforzados.
Andrés Ingaricona fue sin duda el principal de todo el grupo
p
de conjurados que hicieron factible la exitosa campaña altiplánica del
Inca; otros que colaboraron decididamente fueron Nicolás Sanca, Juan
Cahuapase y Digo Verdejo el criollo que actuaba como Capitán General
del Inca desde Macari.

De todos ellos, solamente Ingaricona llegaría actuar en la etapa final, la


de 1782; razón por la cual el figura en estas páginas. Asimismo, lo que
la diferencia de las demás líderes de este periodo puneños la alta
notariedad que adquirió desde un principio. Se deduce que tuvo que
haber figurado en el estrecho círculo de conspirados que preparó
pacientemente la insurreción.

Debió gozar de espléndidas condiciones personales para que se lo


escogiese para dirigir el movimiento en Puno y alrededores, desde la
etapa de la conjura. Resultó “comisionado para reclutar gente" y luego
actuaría desde "la estancia de Chingora, que dista solo dos leguas de
Juliaca”. Coordinaba las acciones con el cacique de Juliaca, Juan
Cabuapasa, quien precisamente habría de ser nombrado Justicia
Mayor de Azángaro por el Inca, tres semanas más tarde. Con el y con
otros confabulados -caciques- pobres y arrieros en su mayoría trazó el
plan de tomar la ciudad de Puna, ciudad que habría de ser defendida
por el Corregidor Joaquín de Orellana, un criollo notable por sus
condiciones bélicas quien sin amedrentarse lanzo una ofensiva con un
ejército relativamente pequeño pero muy bien equipado y con sólida
disciplina.
Esto acaecía en los mediados de noviembre de 1780. Orellana logro
ganar un primer, encuentro en Samán, pero en la batalla de Cerro
Catacora, Ingaricona y Sanca cobraron el desquite y hasta consiguieron
herir el Corregidor de una pedrada en el rostro; corría el 30 del mes
citado. Maltrecho, Orellana retrocedió en buen orden hasta Lampa, que
Sanca acababa de incendiar parcialmente. Seguido de cerca por los
rebeldes siguió retrocediendo hasta balsas de Juliaca por Chingora,
donde casi acabó victimado durante un sorpresivo ataque
tupacamarista.
Fue por esos días que Túpac Amaru avanzó hacia tierras puneñas a fin
de consolidar éxitos y culminar la contiendo contra Arellana; este es
replegó. Entonces Ingericona debió hallarse entre quienes -todos
victoriosos- concurrieron a rendirle homenaje en Lampa y en Azángaro.
Fue entonces cuando llegaron a esta última ciudad “unos pliegos"
cuzqueños urgentes, instándolo a retornar a Tungasuca (Tinta), capital
rebelde. Desconocemos cuál fue el criterio de Ingaricona en torno a la
grave decisión del Inca de volver riendas y regresar al norte a fin de
iniciar el ataque al Cuzco (para lo cual era permanentemente apremiado
por la mayoría de sus más altos colaboradores cuzqueños). Tal vez
Ingaricona fue de quienes pidieron a Túpac Amaru que no cometiera tal
error y que más bien continuase la lucha en Puno, por que aquí las
condiciones humanos eran harto favorables, lo cual no ocurría en el
Cuzco, donde las alianzas con los criollos se habían resquebrajado y
numerosas caciques -Pumacahua entre ellos- concedían un franco
apoyo al sistema virreynal.

Hubiese sido de uno u otro modo, lo que consta es que, ido el Inca,
Ingaricona retornó de inmediato a la lucha contra Orallana, a quien
había dejado en precarias posiciones. Luego, procediendo con
habilidad, intentó cortarle la retirada destrozando el puente de bolsas
del lugar, pero la traición y denuncia del cacique encargado de ejecutar
dicha orden el de Caracoto, frustro el proyecto. Entre tanto, viendo la
creciente arremetida de los rebeldes, Orellana se atrincheró en
posiciones bien escogidas que el mismo calificó de inexpugnables,
en Mananchili, donde lucharía protegido por el lago y un río, en
retaguardia y flanco el 16 de ese sangriento mes de diciembre.

Desde sus posiciones, Orellana batió a las huestes rebeldes, unos


cinco mil hombres, dirigidos por ingaricona, Sanca y el cacique de
Carabaya, que acababa de incorporarse a la sublevación en medio de
algazara general. Fue la victoria virreynal a orillas del río Coata (llamado
también de Juliaca) pero consta que Sanca no mostró mucho empeño
en librar aquel día el encuentro, decidiendo tal inacción el triunfo del
adversario; esta fué por la menos la creencia de Orellana el triunfador.

Aprovechando el desconcierto rebelde, Orellana retrocedió a


guarecerse en la villa de Puno, el día 19, donde había ordenado
construir fosos trincheras y hasta un pequeño castillo. Allí empezaría
una desesperada resistencia que llevaría a Antonio de Areche a calificar
a Puno como “la Sagunto da América", recordando el heroísmo con que
se batieron antiguos españoles contra las legiones romanas, veinte
siglos antes. Pero es justiciero recordar que tan denodada defensa
debió bastante a la pericia da Francisco Vicentelli, un artillero corse
residente por entonces en la ciudad, quien erigió al fuerte con pericia
técnica y fundió los cañones necesarios.

Sin amedrentarse por las medidas defensivas adoptadas por Orellanas


ni con el respaldo que otorgaban mies de "indios fieles al monarca
Carlos III", Ingericona y otros caudillos pasaron al ataque de la ciudad
y allí los vemos, bajo el mando del mestizo Ramón Ponse en el gran
ataque del 11 de marzo de 1781, cuando dieciochomil tupacamaristas
se lanzaron al asalto de Puno. Al sureste otros treinta mil rebeldes se
aprestaban a iniciar el ataque a la Paz, comandados por Túpac Catari,
operación que es inició tres días después.

Ingaricona estuvo en primera fila en el violento ataque sobre la ciudad


de Puno, pero tuvo que retirarse pronto con el objeto de coordinar, a
fines de ese mismo marzo, las acciones destinadas a impedir el avance
de las columnas virreynales arequipeñas que comandaba el Coronel
Ramón de Arias la cual consiguió solo parcialmente, pues esas tropas
llegaron hasta Lampa, donde se capturó a Nicolás Sanca, entregado
por algunos de sus propios hombres. Pero Arias no pudo sostenerse en
este sitio porque Ingaricona avanzo incontenible desde Juliaca donde
se había informado de la toma de Lampa recién el día 30 de marzo; en
castigo por lo sucedido con su cofrada Sanca, en Lampa “como dueño
absoluto mató con toda su gente no solamente a los españoles sino
también a los caciques e indios que entregaron a Sanca y redujo a su
bando a todos los que habían querido seguir nuestro partido”, según
informó el parte militar del Corregidor Orellana, atrincherado En la
ciudad da Puno; entre tanto las tropas de Arias retrocedían rumbo a
Arequipa hostigadas de lejos por los sublevados. Ingaricona mostró su
radicalismo al masacrar a varios españoles criollos virreynales
refugiados en la iglesia, para lo cual no vaciló en matar a un sacerdote
y herir a otro. No obstante se proclamaba muy cristiano en las propias
calles lampeñas.

Retiradas las tropas coloniales arequipeñas del altiplano, los jefes


rebeldes decidieron estrechar más el cerco de Puno para la cuál
pasaron al ataque de las tierras de Chucuito; dirigió las operaciones en
esta comarca este vez don Ramón Ponse, llevando como
lugartenientes a Andrés Ingaricona y a Pedro Vargas; terribles
matanzas caracterizaron esta campaña, dada la brava resistencia
opuesta por muchos de los del lugar; los excesos fueron tantos en estas
semanas que los Túpac Amaru hicieron llegar su preocupación por el
carácter cada vez más sanguinario que iba adquiriendo la lucha
respecto a criollos, mestizos y aun Indios virreynales. Los abusos
fueron cometidos en su mayor parte por los comisionados de Túpac
Catari, el caudillo aímara, que deseaba controlar esta provincia, igual
que otras del Alto Perú. Entre ellos habían destacado Andrés Guara y
Pascual Alarapita, jefes que -si juzgamos los hechos- eran tan
enemigos de españoles como de criollos. La prisión del Inca José
Gabriel, ocurrida en esta etapa, ahondó diferencias ideológicas,
deteriorando la imprescindible unidad de mando.

De todos modos, superando divergencias, pronto se aprestaron para


organizar un definitivo ataque sobre la ciudad de Puno.
Con esta finalidad, se hicieron presentes nuevas tropas cuzqueñas y
azangarinas, dirigidas personalmente por Diego Cristóbal Túpac
Amaru, el nuevo Inca en vista de la prisión de José Gabriel; y de Hipólito
Túpac Amaru, hijo mayor del cautivo. El avance fue el 7 da mayo, pero
Orellana contraataco, cercando a Ingaricona en el corra Ilpa. Los
sitiados “con la resolución que inspira una situación desesperada,
hicieron sus refuerzos y rompieron de manera que pudo escapar la
mayor parte, y entre ellos al malvado Ingaricona, uno de los principales
instrumentos de todas estas revoluciones”, según relación de los
propios virreynales.

Por esos días firmó un documento que debió convencer a muchos


vacilantes: “Mañana llega el Inca. Si no hicieran lo mandado se verán
sacrificados en horcas, cuchillos fuego y sangre, en una noche se
asolarán los rebeldes".

Pero tanto radicalismo verbal escondía en el fondo su indecisión. A los


pocos días se decidió.

El 8 de diciembre contestó despectivamente el Corregidor Vicente Oré


de Lampa, quien lo había instado varías veces para que se entregase:
"Indios y criollos bien pueden quedarse en sus pueblos, de lo contrario
Vuestras Mercedes se acaban o nosotros. Por fuerza nos han buscado
de robar, de los miserables naturales todos sus ganados, casas ... y
dicen que vienen a hacer paces. No más a robar, comer la sangre y el
alma, piensa Vuestra Merced que hemos negado el Monarca? nosotros
estamos defendiendo tantos robos que han hecho con nombre de su
Majestad, no más para tragar. Y yo de mi parte digo esto: ya está aquí
el Inca, con el pueden perdonarse y no mas”.

Palabras todas que constituían un programa político nacido en ten


precarios circunstancias (“indios y criollos bien pueden quedarse en sus
pueblos", este es no concurrir a demandar el indulto a los jefes
españoles). Pero lo más lasivo para los Virreynales era la frase
constantemente repetida por Ingaricona: "Ya está aquí el Inca: con el
pueden perdonarse y no más” la cual consolidaba la autonomía de
Diego Cristóbal. Por último, en sus mensajes remarcaba el carácter
depredatario (robe, crimen) que caracterizaba a la dominación colonial.

La respuesta del Corregidor Oré debió ser igualmente ácida, o


sencillamente fue el ataque sobre Ingaricoma.

Por su lado Ingaricona, pasando a los hechos, incendió el pueblo de


Miraflores en Cabanillas, donde iba a hospederas el ejército virreynal
que subía de Arequipa, con la cual abrió hostilidades, rechazando la
tregua que ese mismo día 11 de diciembre, es firmaba en la ciudad de
Lampa entre los dos bandos.

Que lo devolvió a la lucha? Tal vez la ejecución de Túpac Catari; quizá


las reflexiones de antiguos compañeros de armas. O sencillamente le
disgustó el papel de represor que tenía que desempeñar frente a sus
antiguos camaradas de lucha. Además, no se había resuelto
satisfactoriamente la demanda presentado por Diego Cristóbal y sus
lugartenientes a las autoridades españolas pidiendo la supresión de los
corregidores en las tierras surandinas y que los campesinos
permaneciesen en las tierras tomadas a los hacendados usurpadores.

En este período de guerras muy crudas se dejaría sentir con mayor


vigor la presión tupacatarista. El peligro de encisión rebelde se acentuó
día a día dado que Túpac Catari, desde su campamento ubicado en los
altos de la Paz, no mostraba disposición de ánimo para reconocer, y
acatar el nueva Inca, Diego Cristóbal Túpac Amaru. La situación en su
conjunto era delicada porque desde el norte avanzaba el Mariscal Del
Valle con las tropas negras de Lima y Callao y las del Cuzco y otras
regiones, gran ejército virreynal que había conseguido vencer a
Vilcapaza en sangrientas batallas, de las cuales Condorcuyo había sido
la más importante.

Del Valle rompió el cerco de Puno en los finales de mayo de 1781, pero
tuvo que abandonar la ciudad pocos días, no sin altercados con el
Corregidor Orella quien se mostró empeñado en la defensa a como
diera lugar, agrios debates en las cuales participó el Coronel Gabriel de
Avilés, futuro Virrey del Perú. Al final Del Valle impuso su jerarquía
militar y todos evacuaron la plaza, con destino el lejano Sicuani; marcha
terrible en la cual Ingaricona fue de quienes más hostilizó mediante
guerrillas al ejército virreynal; éste quedaría reducido a una quinta parte
de sus efectivos. Las jefes que lo condujeron jamás es libraron del
oprobio de la derrota.

Las semanas que siguieron marcaron el punto mas alto de la


insurrección tupacamarista; bajo lo conducción general de Diego
Cristóbal Túpac Amaru, los rebeldes controlaron un enorme territorio
que se extendía desde Kanas y Kanchis hasta Charcas, salvo escasos
puntos adversos.
Los excesos racistas de numerosas lugartenientes del nueve Inca -
hombre de no tanta autoridad como su difunto primo hermane José
Gobriel- melleron el movimiento destrozando la imprescindible unidad
entre tódos los nacidas en suelo andino: indios, criollos, mestizos
En octubre se conocieron las ofertas de paz y de indulto remitida por
las Virreyes de Lima y da Buenos Aires. Hastiado de matanzas, el Inca
Diego Cristóbal buscaba la paz, al amparo de los ofrecimientos de
algunos criollos cuzqueños en el sentido que mantendría el virtual
dominio del Callao, su rango aristocrático sobre los Indios y que habrían
de ser suprimidos los Corregimientos en estas vastas áreas andinas.
Siempre respetuoso de su Inca, Ingaricona lo ayudó. Pero al avanzar
las negociaciones, -al igual que otros Coroneles rebeldes- debió reparar
en que la promesa de eliminar los Corregimientos quedaría en palabras,
como otros ofrecimientos de respeto a formas de vida de la colectividad
india surandina.

Por lealtad, Ingaricona aceptó servir a su inca un tiempo más, pero


elartandolo de los riesgos que se corrían. Paralelamente dispuso el
fortalecimiento de su autoridad, como un contrapeso al avance de los
tres ejércitos virreynales que convergían lentamente sobre Azángaro,
tomada ya La Paz. Por último, se negó a licenciar sus tropas. Ingaricona
sostenía, asimismo, que el indulto solo podría ser otorgado por el Inca.
El 4 de diciembre aún se hallaba en campaña en pro de Diego Cristóbal,
tratando de consolidar su decaída autoridad.

Eso si, debió retornar a la acción con su conocida ferocidad. Por eso
llama la atención el silencio que se abre sobre su persona algo
después. Quizá fue asesinado por sicarios de los Corregidores. Tal vez
cayó en alguna celada y fue una de los varios prisioneros importantes
que guardaba en su poder el Coronel Ramón de Aries, de las huestes
Arequipeñas y por los cuales intercedió inútilmente Diego Cristóbal
Túpac Amaru, virtual cautivo de los virreynales desde el 27 de enero de
1782. En todo caso, si fue así, tendría asidero la hipótesis que fue
ahorcado o descuartizado en Azángaro el 3 de abril, al lado de
Vilcapaza y otros dirigentes más Sobre tan destacado caudillo podemos
también decir que, pese a su coraje, y aun a su crueldad, parece haber
sido de finos rasgos. Dijeron sus enemigos que era "un Indio con cara
de palla y de edad como de veintiocho a treinta años, vestido de Paño
de segunda, galones de oro, sombrero de castor blanca, buena mula y
mejor jaez ... jefe principal”.

Se afirma que en los últimos tiempos ejercía como cacique de


Quelloquello, pero carecemos de certeza y además son muchos los
lugares de este nombre en las tierras surandinas; asimismo, no
sabemos desde cuando había poseído el cargo, o si nació con El. De
cualquier modo, la posteridad ha sido muy ingrata con él. Unía coraje
sin par con extraordinarias calidades de táctico y estratega intuitivo.
Basta recordar que ganó varios encuentros. Puno le debe un
reconocimiento, al igual que a los demás héroes altiplánicos de la gesta
de 1780- 1782. Al lado de Diego Cristóbal Túpac Amaru promovió
reformas sociales; al lado de Vilcapaza y otros caudillos de fines de
1781, organizó la resistencia final.

Innovó en armamento ofensivo y en el defensivo fue el único -que se


sepa- en dotar a sus tropas de corazas. Fue el propio Corregidor de
Puno, el Coronel Joaquín de Orellana quien anotó en su Diario que tras
las batallas contra Ingaricona tenía que proveer a sus soldados de
nuevas "lanzas para suplir el defecto de las que se rompieron o se
torcieron al herir a los Indios que traían sus cuerpos como forrados de
pieles duras y gruesas para resistir a estas armas".

LAURA, Melchor.

A juzgar por la verticalidad de sus respuestas a los verdugos debió ser


de los primeros en lanzarse a la lucha cuando José Gabriel Túpac
Amaru invadió el Altiplano a principios de Diciembre de 1780.
Su nombre figura ligado a las campañas de Puno, Pomata, y Chucuito
y durante el interrogatorio judicial declaró que “el amor que profesaba a
Túpac Amaru y su deseo por que fuese dueño de estas provincias no
le dejaron libertad para rendirse y valerse del perdón que se le
concedía”...”aspirando sólo a conquistar la provincia de Chucuito para
Túpac Amaru”.

Fue de quienes siguieron en la lucha cuando la prisión del Inca José


Gabriel y por eso figura como “Indio de Azangaro, comisionado de
Diego Cristóbal” desde mediados de 1781.

No parece haber sido de los jefes rebeldes sanguinarios, sí en cambio


militó entre los radicales. Por eso cuando Diego Cristóbal Túpac Amaru
abrió negociaciones con los Virreynales, el se opuso a esa línea,
tratando de mantener la insurrección a plenitud y en lo posible la alsiza
con los pocos criollos que aún seguían militando. En tal sentido habría
escrito cierta vez una carta al Obispo de La Paz, que fechó en Quiabaya
el 12 de setiembre de 1781, firmando, “Gobernador Inca”.
Ligado estrechamente a Diego Cristóbal Túpac Amaru, “fue
comisionado después del indulto” por este Inca. Pero duró poco en su
función pues se lanzó a la rebelión contra los virreynales de Chucuito.
Con el título de “Gobernador Inca” procedió luego a reclutar y organizar
nuevas fuerzas a orillas del Lago Titijaja, procediendo sin duda por su
cuenta. Rechazó la tregua pactada en Lampa el 11 de diciembre de
1781.
Una de la razones que movieron a Diego Cristóbal Túpac Amaru a
negociar la paz con los virreynales fue la concurrencia de tres ejércitos
cobre los núcleos rebeldes del Altiplano Puneño, los últimos que aún
quedaban en pie. Uno de esos tres contingentes era de Arequipa; a
estas tropas las mandaba el Coronel Ramón de Aries, quien ganaría a
Melchor Laura la sangrienta batalla de Juli en las vísperas de la paz de
Sicuani.
Este encuentro se libró el 20 de enero de 1781. Escribió el jefe vencedor
que desde el día anterior “indios de varios pueblos mandados por
Melchor Luara y otras cabezas principales de su partido se presentaron
en número crecido sobre el alto del cerro domina esta población en la
que esta una cruz y en ella tenían colocada una bandera colorada. Con
gritería y algazara, estuvieron toda la tarde deciendonos vituperios”.
Arias dispuso el 20 un ataque sorpresivo en dos columnas, tomando
consigo la mayor compañías de fucileros, 6 de caballerías y 150 “indios
fieles”; a las 3 de la madrugada exactamente – debía haber buena luna-
dispuso el ataque, tras haberse aproximado el silencia. Los rebeldes,
sorprendidos empezaron a gritar y tirar piedras. Mande hacerles fuego
conforme iban entrando las compañías de fucileros y viendo sobre sí
un garnizo de vales empezaron a retroceder tirando piedras, no
obstante los muchos muertos y heridos que dejaban atrás”, tras algunos
choques con la caballería rebelde, la victoria virreynal fue lograda
plenamente. Luego, tras violentas refriegas con la caballería rebelde, la
victoria virreynal fue lograda a plenitud.

Satisfecho el jefe virreynal pondría en su informe: “me aseguran que


mataron a Melchor Laura. Lo cierto de esto el tiempo lo acreditará. Aquí
se trajo su mula con toda su guarnición chapeada de plata; se
recogieron muchos papeles”.

Pero Laura no había muerto; logró retirarse. En su repliegue alcanzó a


revisar como la otra columna destrozada a los aquellos de los suyos
que se hallaban en la puna abierta, retirándose, “en los que hicieron tal
carnicería que es admiración”.

Al parecer todavía Laura intentó resistir con indios de la parte del Lago
Titijaja, junto a Juli, pero fueron aplastados.

Tuvo entonces que marcharse a fin de reorganizar sus mermadas


huestes. Se cree que llegó hasta las cercanías de La Paz en pos de
nuevos contingentes, pero si ocurrió así, retorno rápido a su zona de
acción donde fue denunciado por indios de Pomata el 4 de febrero de
aquel año de 1782. se hallaba allí reclutando nueva gente. Se a dicho
que ejecutado el 3 de abril en Azangaro, esto es, al lado de Pedro
Vialcapaza. Era Laura, para entonces, jefe indiscutido de todo el
sudeste del lago Titijaja.

MAMANI, Pascual.

Lugarteniente de Vilcapaza y Calisaya. Peleo en Carabaya hasta


mediados de 1782. todo indica que acabó ahorcado. Varios fueron los
Mamani que actuaron en la gran rebelión andina.

NINA, Felipe.

Uno de los lugartenientes de Alejandro Calisaya; cayo preso a poco de


ser vencido aquel. Fue ejecutado. Breves datos constan en el anexo
documental de Boleslao Lewin. Fue cogido en tierras de Larecaja de la
actual Bolivia.
PALERO, Felipe.

Jefe de montoneras que actuó en el Altiplano al lado de Carlos Apaza;


ambos atacaron a Chacachi, “con gran partida de secuaces”. Luchó
hasta mediados de 1782, según los documento publicados por Boleslao
lewin. Lo extraño de su apellido nos hace pensar que tal vez exista un
error en la transcripción paleografica.

PUMA CATARI, Carlos.

Llamado también Puma Catari Inga, es Carlos Apaza. También cabe


no confundido con Julian Puma Catari, nombre con el cual firmo
documentos algunas veces el famoso Túpac Catari, quien murió poco
antes del inicio del periodo que es materia estas páginas.
QUISPE, Diego, “El Mayor”.

Caudillo indio de Sandia, con larga trayectoria. Aquí lo mencionamos


solo porque al momento de la rendición en el santuario de las peñas
escribió a Inga Lipe para que no se entregara a los españoles. Peleo
hasta febrero de 1782. luego se rindió al Mariscal del Valle y a Diego
Cristóbal.

QUISPE, Silverio.

Se ha dicho que uno de los lugartenientes de Pedro Vilcapaza y que


peleó en Asillo, pero estas afirmaciones no nos constan
documentalmente.

SURPO, Antonio.

Destacado líder rebelde altiplánico, de probable origen azangarino.


Estuvo en lucha hasta el mes de junio de 1782, guerreando contra el
corregidor de Puno Don Joaquín de Orellana y contra Sebastián de
Seguro la, cuyas huestes rodearon le Lago Titijaja a fin de aplastar los
últimos brotes de la sublevación tupacamarista.
Fue una gran conmoción su victoria sobre las tropas del Coronel
Fernando del Piélago, en un momento en que se lo suponía derrotado;
en verdad contuvo a esas huestes virreynales y logró consolidar un
nuevo frente temporal de lucha de montoneras. En realidad,
consolidaba su fama puesto que de el se decía que era “uno de los mas
sangrientos coroneles de las tropas rebeldes”, comentando su triunfo
en Moco- Moco sobre “los pacificadores” de La Paz y el Cuzco, así
como su campaña contra Del Piélago.

Fue cogido por sorpresa, gracias a unas mujeres que alteradamente lo


ataron a fin de entregarlo. De su activa participación en el movimiento
desde el tiempo inicial de la conjura hablan las varias cartas de los
Túpac Amaru que guardaba consigo. Surpo era “bien formado, de un
espíritu despojado y el mas racional que he conocido entre todos los
caudillos de la rebelión”, al decir de su encarnizado opositor, Orellana.
Como todos los caudillos de esta hora final, debió ser ahorcado de
inmediato y quizás descuartizado.
En algunos documentos, este líder puneño figura como Surco.
Un heroe popular

TERCERA PARTE
EL TUERTO OBAYA
Pedro Obaya fue uno de los próceres de las luchas precursoras por la
Independencia del Perú y de América; sin embargo, es un
desconocido en la Historia oficial de nuestra patria.
Nació en lampa, Puno. Era mestizo y seguramente arriero, a juzgar
por sus costumbres y conocimientos. Y si consideramos la confianza
que le fue mostrada por los Tupac Amaru en marzo y abril de 1781,
Obaya (a quien le decían “el tuerto”, por faltarle un ojo) debió ser de
los conspiradores iniciales al lado del “Inca” José Gabriel en los días
de Tungasuca.

El alto grado de confianza a que aludimos es el que permitió que se le


encargara la debelación de la peligrosa escisión dispuesta en el Alto
Perú por el líder aimara Túpac Catari; fue el propio José Gabriel
TupacAmaru quien encomendó la delicada misión. Obaya se llamaba
a sí mismo “soldado de Tupac Amaru”. Como esa lealtad sólo se
adquiere en la lucha, estimamos muy probable la presencia de Obaya
desde el inicio de los acontecimientos en el altiplano, en los principios
de diciembre de 1780.
La doble rebelión de Túpac Catari

Obaya pasó a un primerísimo plano a raíz del doble levantamiento de


Túpac Catari: contra España y, en la práctica, contra los Túpac Amaru,
porque a estos les restaba cuantiosas fuerzas bélicas y arrebataba un
control general de la situación. Lo cual se explica, en parte, porque era
plebeyo y pertenecía a la nación aimara, que mantenía divergencias
con los quechuas. Agréguese que simpatizaba tal vez con la
sanguinaria secta de los cataris y estará todo dicho.
Túpac Catari (cuyo verdadero nombre era Julian Apaza) había
además iniciado el ataque a la ciudad de La Paz aplicando medidas
muy violentas. Confundía venganza con justicia. Lo más grave era el
racismo desde abajo que parecía practicar. Constituía un delito tener
el rostro blanco, o negro y los mestizos eran vistos con recelo.

Así las cosas, hacía peligrar todo el alzamiento.


Por estas razones a los sublevados cuzqueños se les hizo urgente
sofrenar a Túpac Catari, porque el radicalismo que mostraba ponía en
peligro la unidad del movimiento. Su oposición a criollos y hasta
mestizos y negros, a los cuales mataba muy frecuentemente, rompía
los principios ideológicos de la sublevación. No obstante, era seguido
de muchísima gente, indígena casi toda. Para contener a tan revoltoso
lugarteniente fue enviado Obaya desde Azángaro, con órdenes
concretas, que amparaba su reconocido coraje.

Entre tanto, el Inca hacía frente con dificultad a los diecisiete mil
soldados del Mariscal Joseph del Valle, en Vilcanota, librando varios
encuentros.
Al marchar por la orilla sur del Lago Titijaja, Obaya debió reparar en la
hecatombe desatada por los seguidores de Túpac Catari. Llegó a La
Paz en los primeros días de abril. Consciente más que nunca en el
ascendiente del apellido Túpac Amaru, se fingió mañosamente, su
sobrino, con lo cual pudo evitar que se desatara la violencia contra su
persona, porque era grande el ascendente del líder aimara sobre las
masas que lo seguían, integradas por gente de su propia colectividad
collavina, sin quechuas casi.
Los dos caudillos: Obaya y TúpacCatari, se entrevistaron a solas y no
debió serle fácil a Obaya marginar al belicoso caudillo que, por si
mismo, se había autonominado Virrey en nombre del Inca, sin ningún
derecho.
Mientras negociaba con Túpac Catari, Obaya remitía cartas a
destacados paceños, criollos pero patriotas. Lo hizo con la firma de
Túpac Amaru, y presionó con éxito para que túpac Catari hiciese lo
propio. Los destinatarios de las misivas de los dos dirigentes eran
criollos de influencia y, seguramente, se tenia la mira de que la
significación de esas cartas –que marcaban un viraje en el sesgo
racista que se había venido dando al alzamiento en el altiplano-
llegase a los antiguos conjurados tupacamaristas de La Paz, que no
debían ser de escaso número a quienes convenía rescatar para la
causa patriota.

Las misivas lograron el fruto de una entrevista entre dirigentes de los


dos grandes bandos; sublevados y virreinales. En ella, Obaya actuó
ya como jefe máximo de las fuerzas sitiadoras de la Paz ausente
Túpac Catari. Las condiciones fueron claras:
1) el reconocimiento del inca Túpac Amaru como rey 2) la entrega de
los cuatro corregidores virreinales; 3) la entrega de los hacendados y
aduaneros; 4) la entrega de las armas de fuego; 5) la destrucción de
los atrincheramientos.

La negociación fracasó. Varias versiones han quedado del bravo


Obaya en ese momento, con su poncho terciado y un hablar altanero,
pues trataba de “tu” aún a los altos dignatarios coloniales.
Los combates por la ciudad se reanudaron luego con más furia. Entre
tanto, Obaya desarrollaba con el destituido TúpacCatari una doble
actitud de firmeza y de inevitables festines estilo indígena. Se lucia
tocando el charango. Al fin, Túpac catari optó por retirarse del todo del
asedio, lo cual otorgó a nuestro personaje más libertad de acción. Se
libraron entonces los más furiosos choques por La Paz. Jamás se
habían peleado con tanta rabia, pero la resistencia virreinal era
igualmente valerosa y se amparaba en una neta superioridad en
armamento, fusiles y cañones marcadamente.
Convencido de la inutilidad de un ataque frontal. Obaya ideo una
estratagema a fin de obtener que los paceños saliesen de sus
trincheras y fortines. Falsificó una carta anunciando la llegada de
refuerzos virreinales rioplatenses del sur. Poco después visitó a todos
los que pudo con uniformes de los coloniales y les puso banderas
españolas al frente. Este engañoso socorro apareció por las alturas de
La Paz, en medio de la alegría de los paceños coloniales que creían
ver a sus libertadores. Una falla organizativa permitió, sin embargo,
que la treta patriota se descubriese al último momento. Pero creyendo
Obaya que vacilaban los sitiados en abrirles paso, todavía quiso
animarlos con un combate falso, tan reñido como aparente, que
dispuso entre los disfrazados virreinales y otras fuerzas patriotas, en
el cual menudearon disparos, cargas y fingidos heridos y muertos.

Esto sucedía el 27 de abril

La Captura

Fue entonces cuando Obaya en un alarde de valor, se acercó


demasiado a las trincheras virreinales, retándolo a la pelea,
tropezando su caballo, rodo por el suelo.

Conducido Obaya preso a la ciudad de La Paz Túpac Catari recuperó


su posición en el ejército, sitiador, que era básicamente de su nación.
Por su lado, el cautivo Obaya, viendo frustrada toda opción de
restaurar la precaria alianza antiespañola entre indios y criollos, se
dedicó a confundir al enemigo mediante diversas declaraciones, unas
veces reales y otras fraguadas, sembrando la incertidumbre en esa
gente cercada, que pasaba por una gravísima hambruna y que no veía
solución a la guerra. Para esto contó Obaya con la circunstancia que
varios criollos de nivel estaban de un modo u otro comprometidos con
la sublevación, desde la época de la conjura (cuando se proyectó el
frente indio-criollo). Apellidos destacados de La paz salieron entonces
a relucir con tan hábiles intrigas, agudizando las nunca apagadas
rivalidades entre españoles y criollos. Pero era demasiado tarde; de
todos modos de las sospechas no escaparon el importante Juez
Tadeo Ruiz de Medina, ni el coronel Ignacio Flores, quien se acercaba
con refuerzos rioplatenses, orureños y cochabambinos, dispuesto ya
a romper el asedio visto el viraje social y racial de la situación.
Como es conocido, los virreinales paceños tuvieron un respiro cuando
Flores ingresó a la ciudad tras romper el cerco con sus huestes, pero
este intervalo duró poco, pues se vio obligado a retirarse por el
apremiante de su situación militar, agobiado como se hallaba por el
hambre y las deserciones. Contramarcha que le valió, no pocas
criticas, entre ellas las del propio Corregidor Sebastián de Segurota.

Ejecución de pedro Obaya

Antes de replegarse a oruro Flores ahorcó a Obaya el 4 de agosto del


mismo año de 1781 A su lado fueron ejecutados otros prisioneros,
como Bonifacio Chuquimamani, mestizo que había sido el principal
secretario de Túpac Catari. También Bartola sisa, mujer de Túpac
Catari.
El ataque a la ciudad de La Paz se reanudaría de inmediato, primero
bajo Tupac Catari y sus aimaras y luego bajo el comando general
cuzqueño de andrés Túpac Amaru, sobrino del Inca José Gabriel y de
Faustino Tito Atauchi, quienes tuvieron que destituir al empecinado
Túpac Catari, nuevamente, a fin de tratar de ajustar el movimiento a
las pautas ideológicas de los conjurados de Tungasuca.
Sobre aquel gran peruano que fue Obaya, hijo de la tierra puneña, se
han emitido varias opiniones. Rescatamos la de quien fue, en la
practica, su obligado rival, Túpac Catari.- Dijo éste que “el tuerto Pedro
Obaya era hombre muy caviloso y apreciado de valor” y quien “dio la
idea de las invasiones nocturnas a la ciudad (de La Paz) y el combate
fingido entre los mismos alzados.

Reunió así Obaya las dos prendas esenciales de todo verdadero jefe
militar: coraje e inteligencia. Pero estos factores no bastaron para
enderezar la revolución en La Paz ni en muchos lugares de los Andes
que había ido adquiriendo características de guerra de razas, sin que
los esfuerzos que había realizado Túpac Amaru para evitarlo hubiesen
dado mayores resultados..
Fin de la Obra de Juan José Vega
Que es una recopilación de sus trabajos editados previamente
por la Universidad Nacional de Educación como la Universidad
Nacional del Altiplano, a los que se suman algunos articulos
adicionales que fueran publicados en el Diario "Expreso" y en la
Edición Nº 1 de la Revista de la A.C. Brisas del Titicaca
Gracias por su atención y su interés por Pedro Vilcapasa
Atte.
Bruno Medina Enriquez

HOMENAJE Al maestro Juan José Vega

Por GRÓVER PANGO VILDOSO (*).-

Hay silencios que pueden parecerse mucho a los clamores, a las


ovaciones. Desde nuestras gargantas quisieran salir miles de voces
para expresar lo que nos ocurre en estas horas. Tantas cosas
quisiéramos referir, contar, testimoniar, y no siendo ello posible, nuestro
silencio se convierte en una voz más potente y más honda. Somos uno
entre los miles de alumnos tuyos que cruzamos el umbral de tus aulas
para quedarnos para siempre como tus amigos, querido Juan José.
Miles por todas partes de esta tierraque amaste tanto y nos enseñaste
a querer más. Miles que te admiran, te recuerdan, te agradecen y te
acompañan con nosotros en este día tan distinto.

Llegaste como Rector a nuestra vieja y amada Cantuta, y te quedaste


en ella como uno más, como si esa casa hubiera sido tuya siempre y
nosotros tus más antiguos compañeros. Yo te recuerdo, Rector, al frente
del Consejo Universitario exhibiendo ponderación y respeto por todos;
te recuerdo, Historiador, en contagiante entusiasmo haciendo de tu
seminario de historia una experiencia grata e inolvidable; te recuerdo,
Maestro, desarrollando clases sentado a la sombra de un árbol porque
un aula no hace falta cuando hay verdaderos profesores; te recuerdo
mucho, Amigo, porque cada ocasión de vernos fue siempre momento
propicio para animarnos en nuestros respectivos compromisos.
Para muchos de nosotros, que dejamos la vida universitaria cantuteña
en 1967, aquel año permanecerá imborrable por los muchos
acontecimientos que entonces se sucedieron. Era nuestro año de
graduandos, el último, con toda su intensa carga de responsabilidades
y expectativas. Era, también, nuestro primer año como estudiantes de
la Universidad Nacional de Educación "Enrique Guzmán y Valle", que
reemplazaba a nuestra querida Escuela Normal Superior. Año difícil
aquel, porque una nueva institucionalidad se instalaba en nuestras
vidas, y en aquella transición no faltaron desencuentros que es mejor
olvidar. En medio de estas tensiones, la conducción institucional de
Juan José Vega ofreció el punto de estabilidad que las circunstancias
requerían.

Los verdaderos maestros dejan huella por razones que van más allá del
tiempo de su ejercicio profesional. Si extenso ha sido el ejercicio
docente de Juan José Vega, más extenso y profundo ha sido su aporte
a la historia del Perú, desde una perspectiva distinta que los expertos
reconocen y elogian por su originalidad y pertinencia. El Perú entero es
testigo, y muy especialmente los profesores, del infatigable magisterio
de Juan José en libros, conferencias, entrevistas, artículos y sus
incontables viajes, escenarios siempre nuevos y complementarios a la
especialidad de esta cátedra universitaria. No pocos son los lauros de
reconocimiento recibidos por esta trayectoria vasta y ejemplar, aunque
sin duda uno, el más distinguido y el más profundo para Juan José, debe
ser el del cariño y la gratitud de quienes lo conocimos y apreciamos.

Precisamente hace pocos meses, cuando la Derrama Magisterial tuvo


el fino gesto de conferirle la presea "José Antonio Encinas", sentimos
que era necesario decirle por escrito cuánta satisfacción nos daba dicho
reconocimiento. Le dijimos entonces que sentíamos no sólo afecto por
él, sino sereno orgullo por ser sus amigos y gratitud por lo que había
puesto en nuestras vidas en lo profesional y humano. Su respuesta fue
breve y en sus líneas hay una imborrable lección de humildad y
grandeza. Escribe Juan José:"Lo que dices de mí, no es cierto sino en
parte; en todo caso no he hecho sino cumplir con mi tarea de maestro,
como tú señalas muy bien. Llevaré siempre en el corazón tus líneas que
me obligarán a ser aún mejor en el porvenir".
En esta hora de difícil separación, acompañando a tu familia que sentirá
más hondamente tu ausencia, venimos en romería para saludar tu
existencia e inaugurar la perennidad de tu memoria. Lo hacemos para
que sepas que cumpliste y que nosotros damos testimonio de ello. Lo
hacemos para ratificar al pie de tu tumba y en la acongojada solemnidad
de esta ceremonia, nuestro nuevo compromiso con la educación
nacional, como lo hicimos aquella mañana de diciembre de 1967,
recibiendo de tus manos el título de maestros que la nación nos
confería. En pocos meses más, cuando conmemoremos el
cincuentenario de nuestra Cantuta chosicana, tu ausencia será más
grande y nuestra alegría menos completa. Pero estarás entre nosotros
siempre, Juan José, convertido en una de las más hermosas lecciones
que la vida nos ha dado. Descansa en paz, querido profesor Juan José
Vega Bello.

(*) Discurso pronunciado en la tumba de Juan José Vega.

JUAN JOSÉ VEGA: EL REBELDE HISTORIADOR

Por EDMUNDO GUILLÉN GUILLÉN.-

Estuvimos ausentes cuando, hace exactamente un año, ocurrió el


infortunado fallecimiento del distinguido historiador Juan José, como
familiarmente lo llamábamos sus amigos y colegas. Si bien desde
entonces extrañamos su ausencia física, tenemos presente siempre su
pensamiento histórico revolucionario y renovador; y es bajo su égida
que continuamos en la brega por consolidar una nueva y auténtica
historia del Perú, sin mitos ni discriminaciones.
En 1963, con su primer y valioso libro La guerra de los Viracochas, Juan
José, impulsado por un afán innovador, rompió lanzas contra la versión
hispanista de la conquista del Perú, versión no solamente contraria a
nuestra integración nacional, sino además plagada de falsedades. Y con
su otro libro auroral, Manco Inca, el Gran Rebelde, acabó con el mito de
que la toma de Cajamarca terminó con el Tahuantinsuyo. Juan José
demostró que ese crepúsculo sangriento marcó más bien el inicio de la
Gran Guerra de Resistencia Incaica y que recién 40 años después, en
1572, sucumbió esa terca y heroica lucha, más que por el poder de las
armas europeas, por las contradicciones internas que derrumbaron el
Estado autónomo.
Fueron muchos los trabajos de investigación de Juan José. Para
nosotros, su pensamiento medular apareció compendiado en el tomo III
de la Historia General del Ejército, publicado en 1981 con el título El
ejército durante la dominación española del Perú. En esta obra señera
de más de 500 páginas demostró que el Perú es una continuidad
histórica en el espacio y en el tiempo, probando que la dominación
extranjera fue nada más que un infausto paréntesis en la historia
milenaria del Perú Andino.
Sus documentados capítulos pusieron de relieve el papel desempeñado
por los peruanos en la lucha por la independencia, desde Manco Inca
hasta los Angulo, pasando por las trascendentales gestas de Juan
Santos Atahuallpa y Túpac Amaru. Nos convencimos así de que ningún
pueblo como el peruanoderramó tanta sangre en la lucha por su
libertad, pues aunque derrotado en varias batallas, jamás fue del todo
vencido, persistiendo en la épica búsqueda de su perdida autonomía.
Para reconocer, aunque póstumamente, la obra de Juan José, no
bastan las medallas ni los laudatorios. Si queremos ser consecuentes
con su legado, el mejor homenaje que el país tribute a su ilustre
memoria debe ser la inclusión de sus tesis en los textos escolares, sobre
todo en la actualidad ya que nuestra historia injustamente aparece
soslayada en los programas curriculares, lo cual es más que lesivo a
nuestro sentimiento patriótico y a nuestra identidad. Nos tomamos la
libertad de decir que así lo creía firmemente Juan José.
Y bien haría el Estado o la institución universitaria en publicar sus Obras
Completas, en las que con la pasión propia de un historiador
comprometido reivindicó a los peruanos que, con las ideas y con las
armas, vivieron y murieron por la libertad y la soberanía del Perú.
Por sus innovadores trabajos históricos comprometidos con las luchas
de nuestro pueblo, por su pensamiento nacionalista y renovador, Juan
José ha entrado a la inmortalidad y por la puerta grande a los anales de
la historia del Perú.

LA GUERRA SILENCIADA / MANCO INCA / POR JUAN JOSÉ VEGA

La guerra silenciada
Por Juan José Vega
....La bravísima lucha dada por Manco Inca a los conquistadores
españoles fue, sin ápice de duda, la mayor contienda que éstos
sufrieron en la conquista de América durante el siglo XVI. Basta recordar
los dos mil muertos que les costó, según los propios documentos
castellanos de la época.
Sin embargo, en el Perú todavía los rezagos de un hispanismo ñoño
han impedido ver con claridad un proceso de resistencia que, en su
inicio, afrontó la desventaja de enfrentar la revolución contra el Cuzco
dirigida por los yana-Generales de Ataohualpa: 1529-1534.
El período más relevante fue el de Manco Inca, el joven emperador que
desde 1536 se propuso reconquistar su reino luchando a la vez contra
los invasores y contra varias aristocracias indígenas poderosas. Estas
habían optado por apoyar a los españoles a fin de conservar privilegios
dentro de un nuevo sistema y recobrar su autonomía preincásica. Lo
mismo los yanas, una especie de "esclavos".
Intentemos un resumen de esa lucha en la cual Manco se irguió desde
su brillante calcolítico para oponerse a la primera potencia del mundo.

Los hechos

En primer lugar, Manco Inca es el personaje indio más importante de la


etapa de la Conquista de América. Sobrepasa de lejos cuanto hicieron
los caudillos aztecas, araucanos y piel rojas en el siglo XVI, a pesar de
enfrentar él tantos factores contrarios.
Fue Manco de pura sangre cuzqueña, esto es, un miembro de la etnia
de los Cuzcos, en alto nivel nobiliario, como hijo del emperador Huaina
Cápac y de Chimpu Runtu, una de las principales esposas secundarias
del gobernante. Nació el héroe hacia 1518, junto a Tiahuanacu durante
la gran visita que su padre efectuaba a lo largo del Collasuyu. Era
cuzqueño, pues como en todo Imperio de la época la "nación" estaba
dada por la sangre, no por el lugar en que se nacía.

La insurrección

Empecemos diciendo que Manco Inca dirigió diecisiete campañas,


perfectamente diferenciadas. Las batallas y combates pasaron del
centenar, considerando en este número sólo las ubicables con sus
nombres y circunstancias.
La acción, iniciada en abril de 1536, cubrió vastas extensiones del
Imperio de los Incas, a lo largo de ocho años de ininterrumpido batallar.
Abarcó desde las costas guayaquileñas hasta la distante frontera con
Arauco; se levantaron minorías de los collas de las jalcas, los antis de
la amazonía, parte de los yungas costeños; principalmente la guerra se
sostuvo con los quechuas cordilleranos.

Esta lucha constituyó el movimiento americano de mayor envergadura


frente a España durante el siglo XVI. Las ciudades de Cuzco y Lima
fueron sitiadas. Jauja fue barrida. Trujillo sufrió el amago de los alzados.
Aparecieron grupos insurgentes en todo el país. Dos de los Pizarro
(Juan y Diego), dos mil conquistadores, decenas de miles de indios
aliados de los españoles conducidos por sus caciques y crecida
cantidad de esclavos africanos pagaron con su vida el enfrentarse a las
huestes cuzqueñas. La situación llegó a tal punto que de varias partes
del continente, y aun de la misma España, se enviaron refuerzos al
Perú. Enorgullece saber que, de la selva al mar, vastos sectores de los
antiguos peruanoscombatieron heroica y tenazmente en defensa de su
soberanía; pese a las bárbaras represiones punitivas hispánicas, a la
anarquía interna y a la inferioridad de armamento.

Victorias y derrotas

De las mencionadas batallas nueve fueron ganadas por los ejércitos del
Inca. Manco en persona venció en Sacsahuaman a Juan Pizarro
(1536); en Ollantaytambo a Hernando Pizarro (1537); en Chuquillushca
a Gonzalo Pizarro (1539); en Orongoy a Francisco de Villadiego (1538);
y en Jauja, a una coalición hispano-huanca, dirigida por el curaca
Guacrapáucar (1538). Más tarde alcanzaría un estrecho triunfo sobre
los españoles de Guamanga en Mayomarca (1540). Su mejor hombre
de guerra fue Quisu Yupanqui, quien se impuso a Diego Pizarro en
Parcos, a Gonzalo de Tapia en Pampas, a Mogrovejo de Quiñones en
Angoyacu y a Alonso de Gaete en Jauja. Luego pondría en fuga a
Francisco de Godoy, entre Pariajaja y Huarochirí. Todo esto cuando la
ofensiva sobre Lima en 1536. Otros eximios guerreros fueron Illa Túpac
y Tisoc Inca.

Los Incas, sin embargo, podían ganar muchas batallas más, pero al final
tenían que perder la guerra: era el calcolítico enfrentándose al
Renacimiento Europeo. El destino jugaba en contra.

El primero en América

Es sumamente remarcable el hecho de que Manco iba con frecuencia a


caballo, por lo menos desde los principios de 1537; en que también
usaba casco y coraza españoles, esgrimiendo una espada. En los
mejores momentos condujo un pequeño grupo de jinetes cuzqueños,
con los cuales, precisamente, ganó la citada batalla de Orongoy. Al final,
en Vilcabamba, llegó a equipar quechuas arcabuceros, aunque de
número escaso.

Cronistas de la talla de Cieza de León y de Pedro Pizarro, entre otros,


dan fe de esta capacidad de Manco, con lo cual se convierte en el primer
indio que montó caballo en América; quizá también fue el primero que
usó armas de fuego contra los conquistadores europeos. En suma,
innovó la guerra.

Por entonces unos ocho mil españoles combatían en diversas regiones


del Imperio, con ayuda de más de mil "negros de guerra", así como no
pocos moros; todos los cuales alineaban al lado demiles de guerreros
indígenas que los caciques seguían poniendo a órdenes del
invasor. Los caciques eran seguidos por sus vasallos con obediencia
casi religiosa.

A partir de 1540 Manco se vio obligado a limitar sus acciones a la guerra


de guerrillas.

Machu Pichiu fue uno de sus baluartes.

En 1541, convencido de que los enemigos principales eran los


encomenderos pizarristas, Manco apoyó a los rebeldes que
acompañaban al joven caudillo mestizo (hijo de panameña) Diego de
Almagro el Mozo, dándoles muchas armas españolas que conservaban
como botín de guerra. Más tarde, a raíz de las Nuevas Leyes y de ciertas
posibilidades de restitución, estableció enlace con el Virrey Blasco
Núñez de Vela, hombre muy recto que pagó con su vida el tratar de
aplicar una política de protección a los indios que eran explotados y
exterminados por los encomenderos y por los españoles en general.
Se había iniciado ya una sublevación de Gonzalo Pizarro contra el
Virrey cuando Manco fue asesinado ingratamente por españoles
almagristas a quienes había dado asilo en Vitcos. Por entonces
planeaba un nuevo ataque al Cuzco. Corrían los finales de 1544.
Manco murió creyendo en sus dioses; nunca se convirtió al
Cristianismo.
Sin embargo, a pesar de todo, habiendo sido protagonista de la mayor
epopeya de la América India, la Historia Oficial no lo recuerda. Escasos
historiadores enaltecen su memoria.

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