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Gilead se puso en pie, vacilante.

La deslucida espada cayó de su


mano y repicó sobre el suelo.
—¿Te atreves a hablarme de eso? —siseó—. ¡Galeth era mi
hermano, mi gemelo! ¡Éramos un alma en dos cuerpos! ¿Lo
recuerdas?
—Lo recuerdo, señor —respondió Fithvael, al mismo tiempo que
inclinaba la cabeza—. Eso decían de ambos…
—¡Y cuando murió, yo quedé partido en dos! ¡La muerte entró en mi
alma! ¡Diez años! ¡Durante diez años perseguí al asesino! ¡Busqué
venganza! ¡Y cuando la obtuve, ni siquiera ese placer mitigó el dolor
de mi corazón!
La venganza de Gilead narra la saga de Gilead Lothain, el alto elfo.
Junto con su fiel sirviente Fithvael, Gilead, guerrero veloz como la
sombra y último de la estirpe de Tor Anrok, viaja por el mundo de
Warhammer en busca de venganza contra los siervos del Mal.
Dan Abnett & Nick Vincent

La venganza de Gilead
Warhammer » Gilead - 1

ePub r2.0
diegoan 13.05.2018
Título original: Gilead’s Blood
Dan Abnett & Nick Vincent, 2001
Traducción: Diana Falcón
Ilustraciones: Paul Dainton

Editor digital: diegoan


Primer editor: epublector (r1.0)
ePub base r1.2
UNO
El rastro de Gilead

Yo lo era todo y cualquier cosa.


Yo era una leyenda.
Soy un pobre don nadie que ha doblado la espalda sobre el arado
durante cincuenta años, y no ha hecho nada más heroico que criar cinco
hijas y un hijo. Todo mi mundo está formado por esta aldea insignificante
situada en un rincón mediocre de la periferia del Imperio. En mí no hay
nada que valga un ardite, excepto, tal vez, las historias que cuento.
En momentos como este, cuando cae la noche y asciende la luna de
invierno, todos acudís a mi hogar —los jóvenes, los viejos, los desdeñosos,
los curiosos— y volvéis a pedirme que os cuente mis historias.
Las llamáis leyendas, de las que llena esta tierra; pero mis relatos no son
leyendas. Son algo completamente raro. ¿Cuántos narradores conocéis que
puedan atestiguar la veracidad de lo que cuentan? Tal vez yo sea un pobre
don nadie, pero he conocido a grandes hombres.
La historia más antigua que puedo narrar comienza cerca de su final,
con un guerrero solitario sentado con la espalda contra el tronco de un árbol
e intentando dormir. Su nombre, en la lengua antigua, era Gilead te tuin
Lothaln ut Tor Anrok. Llamadlo Gilead, si os place.

***
Diez amargos años lo habían llevado hasta aquel lugar.
Intentaba dormir, pero el sueño no acudía a sus ojos. Durante los diez
inviernos y veranos transcurridos hasta entonces, su ligero sueño había sido
inquieto y alterado, plagado del recuerdo de roncos alaridos y olor a sangre.
Permanecía sentado contra el tronco del árbol en la oscuridad, al borde
del friego de campamento, y miraba hacia el fondo de un largo valle alpino.
Allá abajo, ardían las hogueras de la empalizada de una fortificación. Parecía
un lugar demasiado insignificante como para constituir la meta de una
búsqueda de diez años.
Gilead suspiró.
Aquel lugar salvaje era solitario y remoto. Hacía varios días que había
pasado por el último asentamiento, una aldea humana cuyo nombre ni
siquiera se había molestado en averiguar mientras la recorría a caballo.
Había visto una taberna donde los humanos se reunían a beber y contarse
historias los unos a los otros, y se preguntó qué relatos narrarían esa noche.
Tal vez en ese preciso momento, un borracho desgraciado estaría
farfullando un cuento sobre la Casa de Lothain, sobre el guerrero inmortal y
la década de sangriento antagonismo con el Oscuro. Por supuesto, algunos
de los que estuvieran junto al fuego se burlarían y afirmarían que se trataba
de una leyenda, porque las leyendas no son más que eso, leyendas, y la tierra
está llena de ellas. Con sonrisa burlona, dirían que ninguna venganza había
sido jamás tan pura, que ningún dolor había sido tan agudo, ni siquiera
aquella maldición nacida de la particular aflicción de Gilead Lothain.
Y se equivocarían.
La mente de Gilead se colmó de tinieblas, tinieblas ardientes que
entraron como un torrente y encendieron frágiles recuerdos dentro de la
cabeza. Su memoria se remontó hasta una noche mucho más oscura y
profunda, diez años atrás, y le retrajo la luz de las llamas que oscilaban en el
exterior de la herrumbrosa puerta de una jaula.
Con antorchas sujetas en alto, dos figuras regresaron con paso perezoso
por el corredor hacia la jaula.
¿Ha llegado el momento de morir?, se preguntó Gilead. De ser así, tal
vez constituiría un alivio. Llevaba tres días sin siguiera agua, encadenado a
un peldaño de hierro y suspendido como una marioneta rota en la fría
cueva sin aire situada en lo más profundo de los yernos. Su pálida piel —
pues los captores le habían hecho de todo menos desollarlo— estaba azul a
causa de los cardenales que las palizas regulares que le propinaban con
alegría le habían producido. Sentía un dolor fantasmal en el sitio en que
había tenido el cuarto dedo de la mano derecha.
Los captores se encontraban ya ante la puerta de la jaula, y alzaban hacia
él brutales rostros humanos, sonrientes y relajados por el vino. Tenían el
mismo aspecto que la primera noche, cuando acudieron a cortarle el dedo.
—Un dulce —lo había llamado uno de ellos.
—Para refrescar la memoria y abrir las bolsas de tus parientes —había
añadido el otro.
Luego, rieron, le escupieron al rostro y abrieron las herrumbrosas tijeras
de podar.
—¡Van a pagar, escoria elfa! —gruñó en ese momento uno de los
captores a través de los barrotes de la jaula—. Acabamos de recibir noticias.
¡Van a pagar muy bien por tu miserable pellejo!
—¡Tu hermano traerá esta noche el dinero del rescate! —dijo el otro con
una risa entre dientes.
Por primera vez en tres días, Gilead sonrió, aunque al hacerlo sintió
dolor. Sabía que su hermano no iba a hacer nada parecido. Tal vez les
hubiesen dicho a aquellas alimañas que les enviaban el rescate, pero lo que
iba de camino era una sorpresa muy diferente.
Al secuestrar a Gilead, aquella Banda de Carroñeros había cometido el
último error de su vida.
Galeth acudiría. Vendrían Galeth y otros cinco guerreros, lo más selecto
de la guarnición que pudiera reunir la plaza fuerte de Tor Anrok. Incluso en
ese mismo momento descendían por las chimeneas de ladrillo situadas al
oeste de la entrada principal de los Yermos, cañones recubiertos de hollín
que en otros tiempos habían dado salida a los humos de una antigua forja
que, según algunos, los hombres rata habían construido bajo tierra en
épocas remotas. Gilead podía oler el aire que respiraban Galeth y los otros;
podía sentir el áspero roce de la cuerda que desenrollaban y dejaban caer
verticalmente hacia la oscuridad azulada.
Galeth Lothain era su hermano, su gemelo. Había nacido un minuto
después del toque de medianoche que había señalado el primer momento de
la vida de Gilead. Había nacido bajo un par de lunas crecientes, al cabo de
una semana de la aparición de una estrella fugaz; habían nacido con las
primeras nieves, marcadas sólo por las huellas de un zorro y las de una
liebre. Todos eran buenos signos: buenos augurios que señalaban vidas
largas, orgullosas y valientes. Gilead y Galeth eran la derecha y la izquierda
de un espejo, la derecha y la izquierda de Cothor Lothain, Señor de la Torre
de Tor Anrok.
Los hermanos gemelos siempre están muy unidos; comparten
muchísimas cosas, y tener el mismo rostro no es la de menor importancia.
Pero Galeth y Gilead estaban aún más unidos, hecho que fue advertido
primero por su nodriza y luego por el anciano sabio que Cothor Lothain
había llamado para que los educara en física y sabiduría general. Sus mentes
trabajaban como una sola, como si entre ellos existiese una comunicación de
pensamiento. Si, en una habitación, Gilead se hacía un corte en un dedo con
un cuchillo de desollar, en otra zona de la torre Galeth gritaba. Si, mientras
cabalgaba por el exterior, Galeth caía en un arroyo de aguas heladas y se
empapaba hasta los huesos, en casa, junto al friego, Gilead se echaba a
temblar. «Sus espíritus están unidos», decía el consejero de Cothor,
Taladryel. Eran un solo hijo en dos cuerpos.
Y así fue como, veintisiete inviernos después de la medianoche que les
dio la bienvenida a la vida, Gilead supo que su hermano se aproximaba.
Podía percibir el hedor a moho en la oscuridad, las cisternas medio
llenas por las que avanzaban en ese momento Galeth y sus guerreros, las
espadas oscurecidas con carbón que sujetaban en las manos, listas para el
ataque. Podía oír el chapoteo en las espesas aguas estancadas, el arañar de las
patas de las alimañas, el suave rumor de la mecha que crepitaba dentro de la
linterna sorda.
Y a la vez, sabía que Galeth compartía su experiencia. Galeth podía
sentir el mordisco de las cadenas, el dolor de los cardenales, los latidos del
muñón del dedo cercenado. Era ese brillante faro de dolor el que lo
conducía.
La ciudad amurallada de Munzig se encuentra situada en el
rompecabezas de los Reinos Fronterizos del sur del Imperio. Puede ser que
sepáis de ella. Rodeada de profundos bosques y a la sombra del dentado
perfil de las Montañas Negras, es una ciudad comercial, situada sobre el río
Durich, y constituye una etapa para los viajeros que ascienden por los
bosques hasta el paso del Fuego Negro. Prosperó durante más de un siglo,
pero en la época de mi relato se había convertido en un lugar que
intimidaba.
En la población, la gente hablaba con ansiedad de la Banda de
Carroñeros. Nadie conocía los rostros de sus integrantes ni el número de
ellos, e ignoraban qué villanía los alentaba, como no fuesen, en iguales
proporciones, la codicia de oro y el deseo de causar dolor. Los rumores de
taberna decían que habían establecido su plaza fuerte en los Yermos, un
ruinoso laberinto de túneles y bóvedas subterráneas, situado al pie de las
Montañas Negras, a pocas leguas de la ciudad.
Nadie sabía quién había construido aquellos túneles, ni hasta dónde
llegaban. Las viejas leyendas decían que eran obra de los hombres rata, los
skavens, pero las leyendas no eran más que leyendas, y la tierra está llena de
ellas. Había, por ejemplo, una bonita historia, de las que se cuentan junto al
fuego, que hablaba de cómo los colonos que fundaron Munzig habían sido
protegidos por elfos del bosque, elfos que habían reunido a sus contingentes
de guerra para expulsar a los skavens y lograr que el territorio fuese seguro.
A los niños les gustaba especialmente esa historia, y proferían agudas
exclamaciones de deleite cuando los adultos imitaban las chillonas voces de
los hombres rata. Otras historias decían que aún había elfos en los bosques y
que vivían en una hermosa torre que sólo aparecía con la luna llena y que
jamás podía ser hallada por los humanos. No obstante, se afirmaba que los
elfos reaparecerían para proteger la tierra si los hombres rata regresaban
alguna vez a ella. A menos que se narraran a la hora de dormir ante niños de
ojos como platos, tales relatos eran recibidos con sincera cordialidad y
solicitud de más bebidas.
Luego, había llegado la Banda de Carroñeros, que había atacado por
primera vez el verano anterior. Tras tenderle una emboscada a una carreta
en el camino del bosque, se había apoderado de la hija de un comerciante. Se
envió desesperadamente un rescate; la hija fue devuelta, muerta, por la
crecida de otoño del río Durich, y el dinero se perdió para siempre.
Siguieron otros ocho crímenes como ese, y la férrea zarpa del miedo se
apoderó de Munzig. Se llevaban a los seres queridos, exigían dinero y
derramaban su sangre con crueldad. Ninguna de las familias se había
atrevido a no pagar, aunque sabían que había muy pocas probabilidades de
que volviesen a ver a sus parientes. En la taberna se aventuraban
estimaciones de la fortuna perdida hasta entonces.
—Treinta mil piezas de oro —decían unos.
—Y más —añadían otros.
El príncipe Horgan, Elector de Munzig, convocó reuniones de
ciudadanos y declaró el estado de emergencia. El comercio, fuente de vida
de la ciudad, casi se había extinguido. La atemorizada clase dirigente trazó
planes, se dobló la guardia, se ampliaron los circuitos de patrulla y se
hicieron rejas para cerrar los canales del río que pasaban por debajo de la
muralla de la ciudad. A esas alturas, los Yermos parecían ser el escondrijo
más probable de la Banda de Carroñeros, y el mito popular hablaba de
pasajes subterráneos que desembocaban en el sistema de alcantarillado de la
población. Nadie estaba a salvo.
Bakhezor Hergmund, un comerciante cuya esposa había sido la tercera
víctima de los bandidos, había ofrecido una recompensa y había animado al
consejo de la ciudad a que emprendiera una limpieza de los Yermos para
expulsar y exterminar a los asesinos, pero incluso los mejor dispuestos
tuvieron que reconocer la futilidad de un acto semejante: los Yermos eran
enormes, no existían mapas y nadie los conocía, y la milicia de la ciudad
ascendía a sólo cuatro veintenas de infantería regular y la caballería del
propio Horgan, una unidad uniformada, más apropiada para los desfiles que
para el combate.
—¿Y qué hay de los elfos, los elfos del bosque? —sugirió, sin duda,
alguien—. ¿Qué hay del viejo pacto, la antigua leyenda? ¿No nos ayudarán?
Risas, nerviosas pero condenatorias, y después otra ronda de bebidas.
Así pues, el miedo fue en aumento, ascendió el coste en vidas y oro, y la
sanguinaria carrera de la Banda de Carroñeros continuó sin impedimentos.
Lo extraño —e irónico por lo que respectaba a cualquiera de los
habitantes de Munzig— era que, en efecto, había una torre en el bosque
situado fuera de las murallas de la ciudad. Se trataba de una torre hermosa,
que jamás habían atisbado siquiera los ojos humanos, pues se encontraba
mágicamente oculta en las profundidades forestales.
Llamada la Torre de Tor Anrok en recuerdo de la ciudad hundida, había
sido desde hacía largo tiempo el hogar de la Casa de Lothain, un linaje en
proceso de desaparición, cuya sangre se remontaba al lejano reino de
Tiranoc.
Entonces sólo había unos pocos habitantes en la torre oculta: el viejo
Cothor, demasiado anciano para tenerse en pie; los hijos gemelos de Cothor,
Galeth y Gilead; un puñado de guerreros leales; los criados de la casa, y las
mujeres. Era cierto que sus ancestros habían expulsado a los skavens de las
catacumbas conocidas en ese momento como los Yermos, pero eso había
sido en tiempos antiguos, cuando eran más fuertes.
Un día la noticia de las correrías de la Banda de Carroñeros llegó a la
torre, y Galeth quiso enviar un mensaje al príncipe y ofrecerle ayuda en
secreto; anhelaba comenzar su etapa de guerrero con una victoria digna. El
anciano Cothor, sin embargo, se negó. El patriarca concluyó que, siendo
ellos tan pocos, su sangre resultaba demasiado preciosa para derramarla en
lo que claramente era una disputa humana. Atacantes humanos, presas
humanas. Los elfos evitan la compañía de los humanos, pues saben que los
miran con miedo y suspicacia. Con independencia de lo que hubiese
sucedido en el pasado, la Casa de Lothain no se levantaría entonces en
armas.
Galeth se sintió decepcionado, pero Gilead, al percibir la angustia de su
padre, intervino en la discusión y, finalmente, disuadió a Galeth de
continuar adelante. Como hermano mayor, Gilead se tomaba con
solemnidad sus responsabilidades en relación con la casa y el linaje.
En una fría tarde de invierno, tres días después de esa discusión, Gilead
salió a cabalgar por el bosque con un solo compañero, Nekhion, el anciano
caballerizo mayor de la torre que había educado a ambos jóvenes en el arte
de la equitación Gilead dijo que iban a llevar los caballos a hacer ejercicio,
pero en realidad quería despejarse la cabeza con una buena carrera al galope
por los bosques escarchados.
Gilead no supo nunca si había sido casual o planeado; si la Banda de
Carroñeros los había oído por casualidad cuando cabalgaban por las
inmediaciones y se había puesto a cubierto, o si habían vigilado
deliberadamente la torre y habían observado a los que salían y entraban.
Una docena de ellos los atacó de súbito, dejándose caer desde los árboles o
saliendo de debajo de la nieve. Eran todos humanos, excepto un par de feas
blasfemias híbridas.
Una hoz derribó a Nelthion de la silla, y cayeron sobre él con azotes. La
nieve se tiñó de sangre roja. Gilead se volvió al mismo tiempo que asestaba
estocadas con su espada de empuñadura de oro; sin embargo, eran
demasiados y estaban preparados para defenderse. Una porra lo golpeó de
lado, pero él permaneció sobre la montura y la espoleó para que se apartara
de un salto. Entonces, otro de los atacantes mató al caballo con una pica y se
le aproximaron con cachiporras y sacos.
Así fue como Gilead Lothain cayó prisionero de la Banda de Carroñeros,
y fue encadenado en las profundidades de los Yermos. Y así, también, se
convirtió en el primer error de sus captores, que no contaron con el hecho
de que, a diferencia de los otros a los que habían secuestrado —los humanos
—, él podía llevar la cólera de sus parientes hasta el interior mismo del
escondite que los cobijaba.

***
Galeth y sus hombres rodearon el borde de un charco sucio y avanzaron con
agilidad, como si fueran gatos, por un saliente deformado por el lento y
antiguo paso de raíces. Gilead olía a tierra mojada y sentía el peso de la
espada de Galeth en su propia mano.
La Banda de Carroñeros no había apostado centinelas, pues tenían todas
las razones del mundo para pensar que aquel húmedo rincón de los Yermos
jamás sería localizado por las partidas de búsqueda. Su única concesión a un
posible descubrimiento casual era una serie de alambres tendidos cerca del
suelo, a lo largo de las estrechas cuevas naturales adyacentes a las bóvedas
que ellos usaban como salón de fumar y dormitorio.
El viejo Fithvael, veterano maestro de esgrima de Tor Anrok, se arrodilló
y cortó los alambres uno a uno con el estilete. Luego, los soltó con lentitud,
para que las campanillas descendieran sin sonar.
Al ver aquello a través de los ojos de su hermano, Gílead sonrió.
Cinco flechas de plumas rojas fueron colocadas en cinco arcos tensos, al
mismo tiempo que los hombres miraban a Galeth a la espera de una orden.
Galeth les hizo con la cabeza un gesto para que entraran pasando por debajo
del musgoso arco ornamentado, donde los rasgos de un titán en bajorrelieve
habían quedado casi borrados por el agua que resbalaba por la superficie.
Percibieron una mezcla de olores —fogones, sudor, sangre y bebida—, que
procedía del lugar en que habían sacrificado un cerdo, y el hedor a orines de
una letrina. Oyeron risas y voces alborotadoras, y un violín mal tocado que
jadeaba la tosca música de una canción de taberna.
Galeth entró en el círculo de luz de la fogata, y Gilead contuvo la
respiración. Ambos vieron los sudorosos rostros desconcertados que se
volvieron a mirar. El violín se interrumpió en mitad de una nota, y comenzó
la matanza.
Como un breve redoble de tambor, cinco sonidos huecos en rápida
sucesión señalaron los cinco impactos de las flechas elfas. Tres bandidos
murieron en los bancos, y uno de ellos se desplomó sobre la hoguera. Otro
cayó girando sobre la mesa con una saeta clavada en un hombro, y allí
quedó, sobre las destrozadas jarras de cerveza robada. Un quinto acabó
clavado contra el respaldo de su silla por una flecha que le atravesó el
vientre, y se puso a gritar mientras la sangre que le salía a borbotones por la
boca le cubría los labios. Los alaridos aumentaron de volumen, hasta que,
junto con sus atemorizadores ecos, llenaron la bóveda y las cámaras como
una música monstruosa que acompañara la matanza.
Tras pasar al otro lado de la mesa de un salto, con la capa escarlata
ondeando tras él, Galeth se enfrentó a los dos primeros bandidos que
lograron armarse. En total, quedaban doce con vida en el salón de fumar,
todos corrían para coger sus armas y chillaban como cerdos acorralados.
Gilead sabía que había al menos otra media docena durmiendo en las
bodegas que estaban situadas detrás de ese salón, así que también lo sabía
Galeth.
Los elfos dejaron los arcos y se lanzaron al combate cuerpo a cuerpo tras
su joven señor, el cual ya había cortado un cuello con su espada larga y había
partido el azote de su segundo enemigo. Algunos elfos llevaban espadas
largas y rodelas, además de un cuchillo en el puño del brazo que sostenía el
escudo. Los demás blandían hachas de mango largo. Todos iban ataviados
con capas escarlata y destellantes cotas de malla de Ithilmar de color negro
azulado. Su piel y sus cabellos eran blancos como el hielo, y tenían los ojos
oscurecidos por la furia. En el aire húmedo flotaban el humo y una niebla de
saliva y sangre. El estruendo de la lucha hacía estremecer la bóveda
subterránea.
Fithvael blandió el hacha e hirió en el vientre a un espadachín con casco
y visera, y fue el primero que se internó por el túnel hacia la celda de Gilead.
Mientras la lucha continuaba a sus espaldas, descolgó el anillo de llaves de
un clavo que había en la pared y abrió la puerta de la jaula. El noble
Taladryel, consejero de Cothor, empapado en sangre de otros, llegó junto a
él un momento más tarde, y entre ambos soltaron a Gilead de las cadenas, lo
bajaron y lo envolvieron en una capa.
—¡Lo tenemos! ¡Está vivo! —bramó Taladryel; pero Galeth ya lo sabía.
Él y los otros tres guerreros de Tor Anrok acabaron con lo que quedaba de la
derrotada Banda de Carroñeros. Unos pocos supervivientes, no más de
cuatro o cinco, habían huido hacia el interior de los Yermos.
Fithvael y Taladryel condujeron a Gilead hasta la bóveda, donde fueron
recibidos con vítores por los ensangrentados elfos. Galeth se arrodilló junto
a su hermano gemelo y lo abrazó, al mismo tiempo que las lágrimas
manaban abundantemente de los ojos de ambos hermanos. Gilead reparó en
la marca roja que rodeaba el cuarto dedo de la mano derecha de Galeth.
Fithvael prendió fuego al lugar, y luego formaron para salir por donde
habían entrado, prevenidos contra cualquier posible ataque de los bandidos
que habían logrado escapar.
Nadie se dio cuenta de que el desgraciado al que una flecha había
lanzado sobre la mesa aún respiraba. Nadie lo vio moverse tras ellos entre el
arremolinado humo y las llamas cuando traspasaban el arco del titán.
La ballesta emitió un ligero chasquido al ser disparada.
El grito de Gilead heló el alma a sus compañeros, y Galeth cayó con una
flecha de acero clavada en el corazón.

***
Cuando Gilead despertó, la luna lo miraba desde el cielo, llena y pálida
como un fantasma. En alguna parte del bosque, un lobo aulló, y se oyó la
respuesta de otro. El tronco del árbol en el que apoyaba la espalda era duro y
frío como el hierro. En el valle de allá abajo, los fuegos de la empalizada se
habían apagado.
Gilead se estremeció. Incluso después de diez años, los sueños acudían a
él durante la noche y se le echaban encima como ladrones para impedir que
durmiera.
Se puso de pie y se inclinó para avivar el mortecino fuego. Las piñas
habían sido el combustible principal, y un espeso perfume penetrante le
colmó las fosas nasales al remover las brasas.
El olor a pino, astringente y purificador, siempre le recordaba a la
enfermería de la torre, donde el veterano Fithvael lo había cuidado hasta que
se recuperó. Fithvael preparaba agua de pino y hoja de bruja para limpiar las
heridas de Gilead y para calmar el dolor de sus cardenales, valiéndose de las
antiguas habilidades de Ukhuan. Su destreza para curar era sólo superada
por su talento como soldado y explorador, pero no tenía nada que pudiera
sanar las heridas de la mente de Gilead.
Gilead había compartido la muerte de su hermano, un dolor que
desafiaba la cordura, y después había sobrevivido al vacío dejado en su
mente. Algunos decían que también él estaba muriendo, que la conexión de
pensamiento que había tenido con Galeth estaba permitiendo que la lenta y
fría mácula de la muerte penetrara en su cuerpo desde el otro mundo.
Si eso era verdad, Gilead Lothain llevaba mucho tiempo muriendo.
Había transcurrido una década de lento dolor desde que Galeth había caído,
víctima de la traición y el rencor, en el interior de los Yermos. Habían sido
diez años de vagabundeos y sangre.
Cuando Gilead abandonó la Torre de Tor Anrok, hubo lamentos. El
anciano Cothor lloraba la pérdida de ambos hijos a causa de un solo disparo
de ballesta. ¿Iba a quedarse sin herederos? ¿Caería, al fin, la antigua Casa de
Lothain, que había existido desde que su raza había llegado al Viejo Mundo
procedente de Tiranoc?
Gilead no había respondido, y se había puesto en marcha. «Un día
regresaré —se dijo—, cuando haya concluido mi labor». Pero al cabo de
cinco años le llegó la noticia de que su padre estaba aquejado por una
enfermedad de consunción y no regresó. Tampoco lo hizo al cabo de nueve,
cuando un mensajero le comunicó la muerte de Cothor. Su heredad
esperaba. Ni siquiera entonces volvió sobre sus pasos.
Fithvael salió de la tienda y encontró a Gilead junto al fuego. Los cinco
guerreros que habían formado la partida de Galeth siguieron
voluntariamente a Gilead en su misión. En ese momento, sólo quedaba el
veterano Fithvael. Gilead pensó en los lugares solitarios e impíos donde
habían enterrado a los otros, a cada uno por turno.
Fithvael miró al cielo.
—Amanecerá dentro de dos horas —dijo—. Mañana… será el día, al fin.
¿No es cierto?
Gilead respiró profundamente antes de responder.
—Si los espíritus así lo quieren.
Fithvael se acuclilló junto a Gilead. Incluso entonces, después de diez
años, le dolía ver el rostro de su señor, pálido y frío como el alabastro; los
ojos, muertos, hundidos como destellantes trozos de antracita en profundas
órbitas huecas; los cabellos, plateados como la escarcha. «Gilead el Muerto»,
lo llamaban los que se encontraban con él por el camino y luego hablaban en
las tabernas. Lo decían con un estremecimiento. Gilead el Aparecido, el
muerto ambulante, cuya mente estaba unida al más allá.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —murmuró Fithvael, y Gilead asintió
con la cabeza—. Nunca he dicho esto antes, y sólo ahora lo siento. Diez años
llevamos, diez años persiguiendo al hediondo enemigo. Diez años, y cada
segundo de ellos lo merece tu pobre hermano. Pero ¿será suficiente?
Gilead se volvió con brusquedad para mirarlo.
—Cuando llegue mañana y atravieses con tu espada la piel del hombre
rata…, ¿será suficiente?
Gilead sonrió, aunque no fue una sonrisa que a Fithvael le gustara.
—Tendrá que serlo, viejo amigo.
El enemigo. No conocían su rostro, y tenía muchos nombres: Gibbetath,
el Oscuro, Escurridizo. Había llamado por primera vez la atención de
Gilead, alrededor de uno o dos meses después de que Galeth fuese llevado a
su descanso eterno en el soto sagrado, cuando Taladryel y Fithvael
capturaron a uno de los fugitivos de la Banda de Carroñeros que se ocultaba
en los bosques. El humano fue interrogado y les habló del Oscuro y su
imperio secreto.
Gibbetath era un skaven. Al hombre rata, con una mente aguda como
una daga, no se le veía nunca; pero su dinero, sus ideas y sus
confabulaciones orquestaban docenas de operaciones clandestinas que
plagaban la zona meridional del Imperio. Las especias del mercado negro se
vendían a través de su red, y los ingresos fraudulentos llenaban sus arcas.
Disponía de mercenarios y espías, y vendía la información al mejor postor.
Se decía que había iniciado dos guerras y que había impedido otras tres. Sus
casas de placer situadas en las poblaciones fronterizas tenían mujeres
espléndidas y se llevaban los beneficios más cuantiosos. Toda una cofradía
de ladrones lo servía, y sus asesinos, sigilosos como sombras, eran los
mejores que podía conseguir el oro. Se trataba de un imperio de inmundicia,
una empresa de alimañas, una fraternidad oculta de ladrones, asesinos y
pecadores, que se dedicaban al fraude y los actos delictivos en una docena
de ciudades del Viejo Mundo para aprovisionar los bolsillos del Oscuro, la
mente que estaba detrás de todo aquello.
La Banda de Carroñeros y su implacable ciclo de crímenes habían
constituido uno de los provechosos planes de Gibbetath. Había equipado a
los hombres, les había proporcionado suministros, les había dado
información acerca de los posibles objetivos y se había llevado el noventa
por ciento de los rescates. Fue decisión suya que no se devolviera con vida a
ninguno de los secuestrados, porque eso habría hecho vulnerable a la banda.
Se decía que el Oscuro se había sentido de lo más irritado cuando los
soldados de Galeth exterminaron a la Banda de Carroñeros.
«Así que sólo piensa en lo irritado que va a sentirse —se había dicho
Gilead más de una vez— cuando el afilado acero elfo le abra la cabeza en
dos».
El Oscuro era su objetivo, su presa. Le había seguido la pista durante
diez años. El hombre rata era el máximo responsable de la muerte de Galeth,
y Gilead había jurado que no descansaría hasta que aquel bastardo skaven
también estuviese muerto. Ejecutaba con retraso —y su pesar por ello era
indescriptible— precisamente la empresa que Galeth había deseado llevar a
cabo: expulsar el mal de los Yermos y destruir el origen del mismo. Si
entonces lo hubiese escuchado, si hubiese consentido…
En diez años, había seguido cada uno de los rastros referentes al
paradero del Oscuro, y había destruido cada una de las operaciones skavens
que había descubierto mientras cerraba lentamente el nudo corredizo en
torno a su presa.
Durante los últimos tres años, el enemigo se había defendido y había
enviado asesinos y partidas de guerra para detener al implacable vengador
elfo; pero de nada había servido.
Tras diez largos y sangrientos años, Gilead se encontraba ante sus
puertas.

***
Llegó el alba, y Gilead atacó. En realidad, no había sabido muy bien qué
esperar, pero la fortificación de madera que halló en el bosque no era del
todo la plaza fuerte que habría imaginado para el Oscuro. Pensó que una
fortificación de superficie parecía impropia de una criatura que moraba bajo
tierra, pero había sido siempre un personaje tan misterioso, tan
contradictorio… Nadie lo había visto ni lo conocía; nadie sabía siquiera qué
anhelos infernales impulsaban la implacable construcción de su imperio.
Un tubo de pólvora negra de enanos derribó un tramo de diez metros de
la muralla de madera, y Fithvael, a cubierto, eliminó a los centinelas con el
arco.
Picadores ataviados con cota de malla cargaron contra Gilead cuando
este traspasó la humeante brecha, pero su larga espada se movió con una
velocidad que la hacía invisible. Luchó como había luchado Galeth. Al morir
Galeth, las habilidades de este con el arco y la espada habían fluido por el
puente mental, ya frío, hasta la mente de Gilead, donde se habían mezclado
con sus propias destrezas.
«Un hijo en dos cuerpos», había dicho Taladryel. Entonces, sin duda, los
dos hijos estaban en un solo cuerpo.
La sangre salpicó la cota de malla de Ithilmar del vengador, que se movía
con la velocidad de una sombra, como un fantasma asesino que hendía y
cortaba a los defensores sin misericordia ni descanso.
Los guardias humanos —los que aún no estaban hechos pedazos—
comenzaron a romper filas y huir, pero dos ogros se abrieron paso entre
ellos para acometer a Gilead. De dos metros setenta de alto, la gran
corpulencia de los ogros se irguió como una mole para cerrarle el paso,
echando espuma por sus dilatadas fosas nasales. Uno tenía un hacha, y el
otro, un mangual de aspecto terrible.
El ogro del hacha avanzó al mismo tiempo que blandía su enorme arma
de hoja plana hacia Gilead. El hijo de Cothor saltó a un lado y antes de que
pudiese lanzarle otro golpe, la pesada bestia retrocedió, tambaleándose y
chillando, con una flecha de plumas rojas alojada en el ojo izquierdo. A
cubierto y desde la entrada de la brecha de la empalizada, Fithvael disparó
otras dos flechas, que acabaron con la vida de la criatura. El otro rugió e hizo
girar su mangual en dirección a Gilead, que, en lugar de retroceder,
continuó con el ataque y se acercó más al enemigo para luego dejar que el
peso e impulso de la carga de este hiciera el trabajo y lo ensartara en su
espada.
Silencio. El humo se deslizaba por el aire a través de la empalizada
destruida y los cadáveres retorcidos. En alguna parte gemía un hombre
herido. Con el arco preparado, Fithvael se reunió con Gilead, y ambos
recorrieron el entorno con los ojos mientras sus capas rojas ondeaban al
viento. Las defensas habían caído, y las puertas del blocao los llamaban
como un faro. Fithvael comenzó a avanzar, pero Gilead lo detuvo.
—Este es el último acto —le dijo—. Me enfrentaré yo solo con él,
Fithvael te tuin. Si yo caigo aquí, alguien tiene que llevar la noticia a casa de
mi padre.
Su compañero tragó con dificultad, pero asintió con un gesto de cabeza,
y Gilead avanzó en solitario.
El blocao estaba formado por una sala larga, y el humo de leña flotaba en
torno a los cabrios. El interior era oscuro, profundo, y estaba poblado por
sombras danzantes que proyectaban las antorchas colocadas en las
abrazaderas de la pared.
Gilead se detuvo durante un segundo, y luego entró con la espada a
punto.
Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, vio sacos y cofres vacíos
tirados en desorden por el suelo de la sala. ¿Era aquello, realmente, el
corazón del imperio del Oscuro?
—No es gran cosa, ¿verdad? —dijo una voz, como si hubiese leído sus
pensamientos.
Gilead avanzó hacia la oscuridad y, por fin, vio al delgado hombre de
aspecto miserable que se encontraba sentado, encorvado, en una silla de
respaldo alto situada en el otro extremo del salón.
—¿Eres Gilead, el elfo?
Gilead no respondió.
—Mi guardia me dijo que erais sólo dos: tú y un arquero. ¿Derribasteis
vosotros solos la empalizada?
—Sí —respondió Gilead tras un largo silencio. Habló en el torpe idioma
humano con que le habían dirigido la palabra—. ¿Quién eres?
—¿De verdad que no lo sabes? —El hombre andrajoso y de aspecto
enfermizo lo miró directamente a los ojos—. Yo soy… comoquiera que me
llames: el Oscuro, Escurridizo, Gibbetath…
—Pero… —comenzó a decir Gilead.
—¿No soy el monstruo hombre rata al que crees haber estado
persiguiendo? ¡Por supuesto que no! Rumores…, leyendas… han
contribuido a mantenerme a salvo, a mí y a la verdad. O acaso no…
El hombre miró a su alrededor con aire pensativo.
—En algunas poblaciones era un hombre rata, en otras una bestia del
Caos, y aun en otras un hechicero. Cualquier cosa que se ajustara a las
supersticiones locales. Yo lo era todo y cualquier cosa. Yo era una leyenda.
—Una leyenda…
—La tierra está llena de ellos. —El hombre sonrió.
Gilead deseaba que la sangre afluyera a su cabeza, que lo invadiera la
cólera para lanzarse hacia adelante y…
Pero no había nada. Se sentía vacío. Era el triste final de aquella
desgraciada deuda de sangre. ¿Había intentado Fithvael hablarle de eso la
noche anterior, junto al fuego del campamento?
El insignificante hombrecillo se puso de pie, y Gilead pudo ver cómo el
desgraciado temblaba a causa de la perlesía o de alguna fiebre. Era frágil y
delgado, y sus cabellos lacios encanecían. Tenía zonas calvas en la cabeza y
llagas en la piel, y avanzó con los reumáticos ojos fijos en Gilead.
—Era más rico que los reyes, Gilead Lothain. Mi nombre no era más que
un susurro en los callejones, pero durante tres décadas fui más poderoso que
los monarcas. Tuve palacios, mansiones, cofres de oro, un ejército a mis
órdenes… —Hizo una pausa—. Y luego cometí el error de matar a tu
hermano.
La mano de Gilead aferró con más fuerza la empuñadura de la espada.
El hombre se sentó en un taburete, y sus frágiles articulaciones crujieron.
—Nos encontramos por primera vez, pero tú ya me has destruido.
Cuando oí que venías tras mis pasos, hace años, no le di ninguna
importancia al asunto. ¿Qué tenía que temer yo de una partida de
vengadores elfos? Acabaríais muertos u os cansaríais de la búsqueda mucho
antes de acercaros siquiera a mí.
»Pero no renunciaste. Comencé a gastar dinero y esfuerzos para
contratar hombres que te liquidaran, ponerte trampas, lanzarte tras pistas
falsas. Lo evitaste todo. Continuabas aproximándote. Mi salud comenzó a
resentirse: pesadillas…, nervios…
—No esperes que sienta compasión por ti —respondió Gilead con tono
gélido.
El hombre alzó las finas manos con desánimo.
—No lo espero. Sólo pensaba que te gustaría saber hasta qué punto me
has destruido. Uno a uno, quemaste mis palacios y casas, saqueaste mis
reservas, pasaste a espada a mis secuaces. Mi imperio se ha derrumbado. He
huido de una plaza fuerte a otra y he derrochado mis riquezas para
conservar la lealtad de mis guerreros, que estaban desertando. Y tú has
continuado persiguiéndome y dejando destrucción a tu paso.
Hizo un gesto para abarcar el miserable blocao.
—Esto es cuanto queda, Gilead Lothain. Este último puesto avanzado y
esos últimos soldados que acabas de matar. He dedicado la mitad de la vida
a planificar mi fortuna, y luego he gastado hasta la última moneda de lo que
tenía en el intento de protegerme de ti.
Irguió la cabeza y el curvado cuello para dejar al descubierto la garganta
arrugada.
—Bastardo elfo, da el golpe, acaba con mi desdicha.
Gilead tembló y, de pronto, la espada de acero azul se hizo muy pesada.
—¡Hazlo! —dijo el enemigo con voz ronca, y se inclinó más hacia él—.
¡Acaba con tu venganza, y que te lleven los demonios! ¡Concédeme la paz!
Gilead se enjugó la frente con el reverso de una mano.
—¿Quieres que acabe con tu desdicha? El hecho de cortarte el cuello no
acabará con la mía, aunque hace diez años pensaba que sí.
Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Detrás de él, el Oscuro
gimoteó.
—¡Acaba conmigo! ¡No me queda nada!
—A mí tampoco me queda nada —respondió sencillamente Gilead—, y
vivir con eso es lo que más cuesta.
Afuera, el frío sol de la montaña brillaba a través de los entablados de
pino. Gilead clavó la espada en la tierra, una vez en el exterior de la
fortificación, y se sentó sobre un madero inclinado.
—¿Se acabó? —preguntó Fithvael, y Gilead asintió—. ¿El enemigo está
muerto?
Cuando Gilead sacudió la cabeza Fithvael frunció el entrecejo, pero
sabía que era mejor no formular más preguntas.
Se oyó el canto de una alondra de los prados. En algún rincón de las
profundidades de la mente de Gilead, persistía un dolor que se negaba a
desaparecer.

***
Sé con total seguridad que la Torre de Tor Anrok continúa en pie, oculta
entre los bosques que rodean la ciudad de Munzig, aunque nadie la ha
encontrado jamás. Sus terrenos están descuidados y cubiertos de maleza, y
las ventanas se hallan vacías como las cuencas de una calavera. No es más
que otra pila de piedras muertas en medio de la naturaleza.
Algunos dicen que queda vivo un último Lothain, el hijo perdido de
Cothor, que un día regresará para abrir las antiguas puertas del salón. Dicen
que vaga por los más remotos confines del Viejo Mundo como un demonio
inmortal con una espada insomne, aullándole su dolor a la luna y
guerreando con las tribus que siguen los oscuros caminos del Caos. Hay
quien dice que la muerte está en Sus ojos.
Tal vez no sea más que una leyenda. La tierra está llena de ellas.
DOS
El destino de Gilead

No me moveré de aquí hasta que muerte venga a buscarme.


¿Así que queréis oír otras de mis historias?
Bueno, esta tierra está llena de historias, pero a buen seguro que la
mayoría de ellas no son más que estúpido parloteo. En Munzig se cuenta
que, en los bosques, hay un pájaro mágico que recorre los calveros de las
tierras boscosas y canta el futuro con lastimeros trinos mientras va de un
claro a otro. Si ya es de noche, se dice también que una sombra oscura
merodea agachada por el campo santo y devora el tuétano de los huesos de
vivos y muertos. Nodrizas y niñeras, viejos capitanes de la guardia y
posaderos, son todos iguales. Disponen de gran variedad de cuentos para
entretener a los niños, asombrar a los viajeros de paso e inquietar a los
pobladores locales durante las horas nocturnas.

***
Lilanna fue el ama de cría de la familia Ziegler, ricos comerciantes de
Munzig. Era una mujer regordeta, con el cabello gris cogido en un moño y
ropa negra almidonada, que les contaba historias a los hijos de Ziegler
cuando los bañaba o a la hora de dormir. Regocijados, ellos se removían en
la cama e imploraban «sólo una más». Las mejores eran las de elfos, los
pálidos vigilantes del bosque que rondaban por calveros y cascadas.
Lilanna conocía dos buenas historias sobre ese pueblo. La primera
hablaba de una torre, la Torre de Tor Anrok, que era más antigua que el
tiempo y se hallaba en las profundidades del bosque que había más allá de la
población, fuera del alcance de los hombres. Ella insistía en que la torre sólo
se hacía visible cuando la luz de las lunas caía sobre ella. Aunque para ser
sincera no sabía muy bien por qué era así, tal circunstancia le confería
encanto a la historia.
El otro relato hablaba de un estanque. No se conocía con precisión el
emplazamiento del mismo, lo cual hacía que le resultase más fácil añadir
detalles a la trama del cuento. El estanque se llamaba Eionthay, según juraba
ella, y sus aguas eran quietas y transparentes como el cristal. La anciana
contaba que, en tiempos de necesidad, los habitantes de Munzig podían
acudir al estanque y pedirles un deseo a los elfos de Tor Anrok, los cuales
estaban obligados a ayudarlos; al menos, según ella. Los moradores de la
torre del claro de luna habían cuidado de la gente de Munzig durante siglos,
y responderían a cualquier petición que se les formulase honradamente. Era
su costumbre.
Los chiquillos reían. En aquella casa había cuatro niños: Russ, el mayor,
más fuerte y decidido; Roder, el bromista; Emilon, la niña de cabellos
dorados, y la pequeña Betsen. Lilanna conocía muchas historias, y los
pequeños la adoraban.
Según se dice, el destino de aquellos niños fue más terrible de lo que
podría haber inventado cualquier posadero o nodriza, aun en sus momentos
más salaces. A Russ lo encontraron clavado a la viga de roble del techo, junto
con los demás adultos de la familia. Roder fue asado en la chimenea. Lo
único que pudieron hallar de Emilon fueron algunos mechones
ensangrentados de sus cabellos de oro. Lilanna, la nodriza, apareció cortada
en cinco trozos, al igual que los demás sirvientes de la casa, y todos juntos
fueron dispensados, de modo indiscriminado, por el estercolero. Sólo
sobrevivió Betsen, que por entonces tenía trece años de edad y se encontraba
en la corte de Middenheim, preparándose para ser una de las camareras al
servicio de la esposa de Graf.
Regreso para los funerales Era un fantasma pálido y silencioso, a quien
cuidaba el príncipe Horgan en su palacio, y no hablaba con nadie.
Fue en una noche de verano cuando, por fin, encontró el estanque.
Habían pasado dos años y, a despecho de las repetidas protestas de su
guardián, había cabalgado casi todas las tardes y anocheceres hacia los
calveros verde esmeralda del bosque. Siempre había creído en las historias
que les contaba la anciana nodriza, y entonces eran lo único que le quedaba.
El estanque era profundo y transparente. Se hallaba situado en un claro
muy alejado de los senderos más recorridos y estaba rodeado por veinte
alerces solemnes. Supo que se trataba de Eilonthay en cuando llegó a él.
Betsen desmontó y se envolvió apretadamente con su vestido de
terciopelo, tras lo cual se encaminó a la orilla del agua y se arrodilló.
—Pueblo de Tor Anrok, ayudadme ahora. Busco venganza para mi
familia, cruelmente asesinada por diversión. No me volváis la espalda.
Sabía que sólo era una leyenda, pero eso no le impidió acudir al bosque
noche tras noche.
Dejó en el suelo el hacha de leñador y se arrodilló. Sentía el corazón
apesadumbrado. Allí estaba otra vez aquella muchacha humana, arrodillada
junto al estanque de claras aguas, sollozando sus deseos. ¿Cuántas veces
había acudido allí? ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Cuántas veces había percibido antes
su presencia?
Se enroscó dentro del árbol para que no lo viera y se mordió el labio
para no responderle como exigía el honor.
Finalmente, ella volvió a ponerse de pie y regresó junto al caballo que la
aguardaba. Un momento más tarde se perdió cabalgando en el claro de luna.
Fithvael, último guerrero de la Torre de Tor Anrok, suspiró. Aquello no
estaba bien. Si al menos él fuera más joven y fuerte… Pero era viejo y estaba
cansado. Hacía muchos muchos años, antes de la búsqueda de una década y
de los desdichados años pasados desde entonces, tal vez habría actuado de
modo diferente. Pero entonces no era más que un leñador anciano, que
recorría los calveros, atendía los árboles y cortaba leños para alimentar su
hogar mientras aguardaba una muerte tranquila.
La Torre de Tor Anrok estaba tan silenciosa y oculta como siempre. La
luz diurna, teñida de verde por el dosel de hojas, bañaba sus altas murallas
sin par. Vista desde lejos, aún conservaba la belleza, pero de cerca se hacía
evidente su decadencia.
Desde la muerte de Cothor, se había convertido en una ruina. Las zarzas
cubrían las murallas exteriores y los líquenes manchaban la pálida piedra.
Las ventanas se habían podrido y se habían desmoronado hacia adentro, y
los pájaros anidaban en los agujeros abiertos entre las pizarras del tejado.
Algunas secciones de la muralla se habían hundido, y trozos de translúcidas
piedras de talla exquisita habían quedado esparcidos sobre la marga.
Fithvael se acercó a ella con aprensión. Los muchos trucos, trampas y
custodias mágicas que protegían los claros de la torre continuaban activos
aunque el lugar estuviese muerto, pero no representaban amenaza ninguna
para Fithvael. Había morado allí durante la mayor parte de su vida, y como
maestro de esgrima se había hecho cargo de mantener esas mismísimas
defensas. Sus pies sabían dónde pisar, qué piedras y sendas evitar; sus manos
sabían qué glifos debía hacer para anular los encantamientos.
Su aprensión se originaba en lo que podría encontrar allí. Recordaba
demasiado bien el día en que él y Gilead habían regresado a la Torre de Tor
Anrok tras la larga misión de venganza: la habían hallado abandonada. La
desdicha de ese día jamás lo había abandonado. Cothor había muerto —
vieron su sepultura en el soto sagrado—, y daba la impresión de que todo
resto de vida se había desvanecido de la torre de un día para otro. Los
sirvientes de la casa, los guardias, los mozos de cuadra y la vida misma,
simplemente, habían desaparecido. El y Gilead buscaron durante un rato,
presas de la desdicha, pero no hallaron ni el más mínimo rastro de nadie. La
Torre de Tor Anrok había sido invadida por la maleza y estaba deshabitada.
Fithvael no había regresado en mucho tiempo.
Puso en el arco una flecha de plumas rojas y avanzó con cautela por el
lúgubre patio. El elfo era casi invisible. Mucho rato antes había guardado su
capa color escarlata y se había puesto otra de cazador, de color verde
apagado. Su cota de malla de Ithilmar estaba cubierta por una casaca de piel
de topo. Recorrió con mirada triste el patio abandonado, donde zarzas y
raíces espinosas habían partido las losas del piso. Evocó los días pasados
hacía mucho tiempo, cuando los guerreros se entrenaban allí; grandes
hombres como Taladryel, Nithrom y el propio Cothor. Y los muchachos, los
herederos gemelos.
—¿Gilead? —llamó con voz queda—. ¿Mi señor? —añadió con
precaución.
Sólo se oyó silencio, pero él no esperaba obtener una respuesta. Halló a
Gilead en la sala del trono, encorvado en la grandiosa silla dorada que había
pertenecido a Cothor Lothain. El guerrero elfo, delgado y poderoso, se
encontraba dormido con la larga espada colgando de sus manos laxas. El
acero de color blanco azulado tenía manchas, y el dorado dragón de la
empuñadura había perdido brillo. Cerca se veían bandejas de frutas y carnes
pasadas, así como botellas de vino vacías.
—¿Gilead?
Gilead Lothain despertó y se sacudió para librarse de algún sueño
terrible.
—¿Fithvael? ¿Viejo amigo?
—Señor.
—Ha pasado mucho tiempo —murmuró Gilead, que tendió una mano
hacia una botella que tenía cerca y, al darse cuenta de que estaba vacía,
volvió a desplomarse en el asiento.
—Doce lunas desde la última visita que te hice —admitió Fithvael.
—¿Y qué tal va tu vida —inquirió Gilead con aire ausente— en tu
pequeña cabaña del bosque? Ya sabes que siempre hay sitio para ti aquí, en
la torre.
—No desearía vivir nunca más aquí —respondió Fithvad con amargura.
Miró aquel lugar ruinoso y vio que la gris luz diurna se filtraba a través
de espacios abiertos entre las tejas y las paredes. Debajo de cada ventana
había cristales rotos. La estancia olía a podredumbre y moho.
—Y sin embargo ¿has venido? ¿Por qué?
—Fiel a nuestro antiguo pacto, el pacto que se estableció con los
humanos de la población cercana. Alguien ha acudido al estanque a solicitar
nuestra ayuda. Se trata de una muchacha humana. Su situación es grave.
—Esos días han pasado… —dijo Gilead al mismo tiempo que sacudía la
cabeza.
—Así parece —replicó Fithvael con acritud.
Gilead, que captó el tono de la voz del otro, alzó la cabeza con expresión
feroz.
—¿Qué quieres decir?
—Deberíamos ayudarla, señor. Era nuestra costumbre, la costumbre del
viejo pacto que se estableció mucho antes de los tiempos de tu difunto
padre…
Gilead profirió una imprecación en voz baja y le hizo a Fithvael un gesto
para que se marchara.
—Yo ya he hecho mi trabajo. Diez años he pasado vengando a mi
hermano. No me moveré de aquí hasta que la muerte venga a buscarme.
—Tu hermano la habría ayudado. Galeth la habría socorrido.
Incluso antes de que esas palabras hubiesen salido de su boca, Fithvael
supo que había abierto la vieja herida. Se quedó petrificado, preparado para
la acometida.
Gilead se puso de pie, vacilante. La espada deslucida cayó de su mano y
repicó sobre el suelo.
—¿Te atreves a hablarme de eso? —siseó, y el siseo se transformó en tos.
Gilead tardó un momento en recobrar la voz—. ¡Galeth era uno conmigo,
mi hermano, mi gemelo! ¡Éramos un alma en dos cuerpos! ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo, señor —respondió Fithvael a la vez que inclinaba la
cabeza—. Eso decían de vosotros…
—¡Y cuando él murió, quedé cortado en dos! ¡La muerte entró en mi
alma! ¡Diez años! ¡Durante diez años perseguí al asesino! ¡Busqué venganza!
¡Y cuando lo encontré, ni siquiera ese placer mitigó el dolor de mi corazón!
Fithvael dio media vuelta con la intención de marcharse porque no
podía enfrentarse con eso.
Luego, sin embargo, se detuvo. El corazón le latía con fuerza en el pecho.
Lo sorprendió, pero había enojo en su sangre. Se volvió con brusquedad,
temeroso de lo que vería. Gilead permanecía de pie e inmóvil. Era mucho
más alto que él, y los oscuros ojos hundidos lo miraban con expresión
funesta desde el rostro delgado y macilento.
—¡Yo también estaba allí! —le gruñó Fithvael a su señor—. ¡Durante
diez años permanecí contigo, hasta el final! ¡Fui el único de tus seguidores
que sobrevivió a la empresa! ¿Acaso no sufrí también yo? ¿Acaso no te lo di
todo? ¿Los demás murieron por nada?
—Quería decir que… —tartamudeó Gilead.
—¡Y mira en qué se convirtió esta orgullosa casa durante tu ausencia!
¡Todos muertos! ¡Todo convertido en polvo! ¡El orgullo de Tor Anrok se
marchitó porque el hijo y heredero estaba perdido en ninguna parte,
buscando su propio dolor! ¡La estirpe de Lothain echada a rodar pata tu
consuelo!
Fithvael estaba seguro de que Gilead lo golpearía, pero no le importaba.
El joven se estremeció; los ojos le ardían de cólera. Fithvael avanzó hacia él,
gruñendo.
—¡Me das lástima, señor! ¡Siempre me has dado lástima y he llorado tu
pérdida! ¡Pero ahora…, ahora te revuelcas en esa lástima y esperas una
muerte que podría no llegar! ¿Un guerrero de tu temple, indolente y
perdiéndose cuando otros podrían beneficiarse de tu destreza? Puede ser
que ansíes la muerte, pero ¿por qué no usar lo que te quede de vida para
ayudar a otros? ¡Esa ha sido siempre nuestra forma de proceder! ¡Siempre!
—¡Fuera! —chilló Gilead, que temblaba de furia. Pared con saña los
platos y botellas que había desparramados por el suelo, alrededor del trono
—. ¡Fuera! —Y se inclinó para recoger una botella y arrojársela a su más
viejo amigo.
La botella erró por un metro y se hizo añicos, pero Fithvael no se agachó
ni dio un solo respingo mientras salía del salón a grandes zancadas.

***
Pasaron cuatro días. Gilead Lothain tuvo poca conciencia de ellos. Dormía o
bebía, y lanzaba las botellas vacías a través de las ventanas rotas de la sala del
trono para observar cómo se hacían pedazos y destellaban en el patio de
afuera. El dolor le latía dentro del cráneo, un dolor que no podía aliviar ni
detener. De vez en cuando, le aullaba al cielo por la noche.
Llegó el alba y lo despertó. Yacía al pie del trono dorado de su padre,
sucio y con frío. El dolor de su mente era tan tremendo que necesitó unos
momentos para darse cuenta de que no era la pálida luz que lo había
despertado, sino el frenético graznido de los cuervos.
Con paso tambaleante, salió al parto de la torre. Los oscuros cuervos se
encontraban alineados sobre las murallas, donde aleteaban y graznaban.
Muchos otros describían círculos en lo alto. Ocasionalmente, uno se
precipitaba para picar a la forma acurrucada que yacía sobre las losas de la
entrada.
—¡Por los Reyes Fénix! —tartamudeó Gilead al darse cuenta de qué era
aquella forma.
Fithvael estaba casi muerto. Había recibido heridas terribles al haber
sido atravesada la antigua armadura, y la sangre seca le cubría el cuerpo y
los brazos. Gilead alejó las aves carroñeras y lo tomó entre los brazos.
Entonces, los ojos del veterano maestro de esgrima se abrieron con un
estremecimiento.
—¿Quién te ha hecho esto? —murmuró Cucad—. ¿Qué has hecho, viejo
amigo?
Fithvael parecía incapaz de hablar.
—¿Me has…, me has avergonzado, Fithvael? ¿Has ido a ayudar a la
muchacha humana?
Fithvael asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Eres un estúpido viejo testarudo! —imprecó Gilead.
—¿Y… yo, señor? ¿Te… testarudo? —logró decir Fithvael. Gilead lo
tomó en brazos y lo llevó al interior de la torre.

***
La población amurallada de Muuzig como tal vez he dicho ya, está situada
en el rompecabezas de los Reinos Fronterizos del sur del Imperio, en los
bosques que hay al pie de las Montañas Negras. Es de casas de madera con
tejado a dos aguas y está rodeada por murallas altas. Altivo y orgulloso, el
palacio del príncipe de Munzig se alza en un promontorio de roca que
domina la ciudad comercial, con buena vista sobre el río Durich y los
senderos que ascienden allende este, hacia el paso del Fuego Negro.
Betsen Ziegler había vivido en ese palacio durante los dos años pasados
desde su regreso para los funerales. Tenía sus habitaciones en el ala oeste,
donde no había hecho otra cosa durante meses que dormitar con sueño
inquieto y llorar. Los criados del palacio estaban preocupados por ella. Sólo
tenía quince años, pero su mente y la postura de su cuerpo eran de alguien
mucho mayor. El dolor hace eso con las personas. El dolor y la aflicción.
Tras pasar el primer año en el palacio, comenzó a pedir que le llevaran
libros y a salir por la ciudad para renovar amistades con aquellos que habían
conocido a sus familiares perdidos. Al anochecer, le gustaba sentarse en la
hierba del jardín del palacio para leer.
Aquel atardecer en concreto, los aromas del jardín que la rodeaba eran
fuertes y embriagadores, y el libro permanecía sin abrir sobre el banco, junto
a ella. El antiguo, el extraño leñador elfo de ojos bondadosos y voz dulce que
se le había aparecido junto al estanque, le había prometido muchas cosas,
pero, no obstante, no había tenido noticia ninguna. Comenzaba a creer que
el encuentro no había sido más que un sueño. Una noche mis, y luego se
escabulliría del palacio al anochecer y regresaría al estanque.
La brisa movió los dulces aromas del espliego y la mejorana que la
envolvían. Comenzaba a refrescar. Estaba a punto de levantarse para entrar
en el palacio cuando se dio cuenta de que había alguien detrás de ella. Una
silueta alta y delgada, como una sombra, la estaba observando. La muchacha
profirió una exclamación ahogada y se sobresaltó.
—¿Quién…?
La silueta avanzó hasta la luz, y al principio ella pensó que el elfo
anciano había regresado. Pero no era él. Mientras que su misterioso
guardián parecía bondadoso y nada tenía de amenazador, este era delgado y
poderoso, y su noble semblante pálido tenía un aspecto casi cruel. Su mirada
extraña la atravesó como un hierro candente. Llevaba una capa de color
escarlata y, debajo, se adivinaba una complicada armadura. En verdad,
parecía una criatura del mundo de los sueños.
Le habló en un idioma musical que la muchacha no comprendió, y luego
volvió a hablar, tras chasquear la lengua suavemente para sí.
—Por supuesto. Debo emplear el pesado idioma humano. ¿Eres Betsen
Ziegler?
A pesar de sí misma, la muchacha asintió con la cabeza.
—¿Quién eres tú?
—Soy Gilead Lothain, el último de mi estirpe. Me han dicho que
acudiste a Eilonthay para pedir que mi pueblo te ayudara.
Ella volvió a asentir.
—Otro guerrero respondió a mi ruego y dijo que me prestaría auxilio —
comenzó ella—. No comprendo por qué…
Él la hizo callar.
—Fithvael es un alma valiente, pero sus años de lucha han pasado ya. Me
ha pedido que me haga cargo de tu ruego y lo lleve a término.
—Yo… te doy las gracias por ello —replicó Betsen, aún nerviosa.
—Recoge tus cosas y una montura, y escabúllete del palacio cuando haya
caído la noche. Te esperaré al otro lado de la puerta de la ciudad.
—¿Por qué? No puedes simplemente…
—Tu misión tiene que ver con la venganza, según me han dicho. Yo lo sé
todo sobre la venganza. Debes acompañarme.
Ella parpadeó y se esforzó por formularle otra pregunta, pero él había
desaparecido.

***
Entre los árboles oscuros que había a cien metros de la puerta de la ciudad,
Gilead esperaba a la muchacha montado en un esbelto corcel de guerra.
Betsen cabalgó hasta él se reunieron bajo las ramas de un viejo olmo, que,
movido por la brisa nocturna, susurraba.
—¿Estoy soñando todo esto? —preguntó la joven.
—Los humanos, a menudo, soñáis con mi pueblo porque no creéis en
nuestra existencia. Pero yo existo. Estoy vivo. De eso, al menos, estoy seguro.
Comencemos.
La muchacha era inteligente y de ingenio rápido, y eso sorprendió a
Gilead, que nunca se había sentido muy impresionado por la destreza
mental de los humanos, aunque no había tenido muchos tratos con ellos a lo
largo de los años. Cuando Betsen le habló del crimen cometido contra su
familia, del terrible asesinato perpetrado, él experimentó una dolorosa
punzada de compasión, que también lo sorprendió. Una vez que acabó de
darle cuenta de los asesinatos, Betsen guardó silencio durante largo rato.
Gilead se sorprendió observándola. Tenía quince años; era joven, incluso
según la escala temporal desdichadamente corta de los humanos. También
era bonita, al estilo común de los humanos.
Luego, Betsen comenzó a explicarle lo que había descubierto a lo largo
de los dos años pasados desde el asesinato, y él se sintió impresionado por
tercera vez. Se habría necesitado una gran cantidad de agudeza e ingenio,
por no hablar de valentía, para burlar aquella inteligencia. Allí estaban los
hechos como ella los conocía y como se los había contado a Fithvael, los
hechos que habían lanzado al veterano elfo hacia su desdichada derrota. En
ese momento, se los repitió a Gilead.
Había un señor comerciante, llamado Lugos, que moraba en una antigua
mansión fortificada, a unos quince kilómetros de Munzig. Era viejo y muy
rico, algunos decían que tan rico como el propio príncipe, y otros, que lo era
más aún. De hecha, nadie podía explicarse de qué modo un comerciante,
aunque fuese un hombre tan próspero y con tanto éxito como Lugos, había
logrado amasar una fortuna tan enorme. Y también tenía ambiciones de
corte. Los Reinos Fronterizos siempre tenían sitio para otro conde, otro
duque.
Los rumores más extendidos decían que Lugos se había pasado al bando
de la Oscuridad, que se había puesto a manejar fuerzas que no comprendía y
que no debería haber dejado en libertad. Aunque probablemente se trataba
de un hechicero casado con el mal, no había pruebas de ello. Nadie, excepto
tal vez la propia Betsen, se había atrevido jamás a buscarlas. Lugos era un
hombre respetado y poderoso. Tenía una milicia privada que rivalizaba con
las guarniciones de algunas poblaciones pequeñas. Su mansión era una
fortaleza, y contaba con el favor de poderosos hombres de la corte.
Betsen sabía que su padre, que había sido un comerciante joven y
prometedor, había entrado en tratos con Lugos en un intento de expandir su
negocio. Lugos le había dado formación, como todos los buenos señores
comerciantes hacen cuando encuentran un socio ansioso por aprender y
prosperar. Betsen creía que, en el curso de aquellos tratos comerciales, su
padre se había enterado de demasiadas cosas acerca de Lugos, y este último
había decidido silenciarlo. Y lo había hecho de la manera brutal que habían
decidido sus atroces señores.
La mansión era, en efecto, una fortaleza; un gran edificio de piedra negra
con buenas murallas y torres de vigilancia en torno al perímetro.
Gilead la observó mientras permanecía oculto por la línea de árboles.
No necesitaba pruebas materiales del mal que la habitaba, al menos no como
parecían necesitarlas los humanos. Podía percibir cómo la vil inmundicia
del lugar rezumaba hacia él. De haber encontrado aquella construcción en
circunstancias diferentes, no habría precisado las instancias de la muchacha
para experimentar la necesidad de destruirla. Era una afrenta contra la
naturaleza del mundo.
—Quédate aquí —le indicó a la joven humana al mismo tiempo que le
entregaba una ballesta ligera—. Te mandaré llamar cuando llegue el
momento. Esta arma está cargada. En caso de necesidad, apunta con
cuidado y aprieta aquí. Aunque no creo que vayan a molestarte. Los
mantendré ocupados.
—¿A solas? —inquirió ella.
—A solas —asintió el elfo, cuyos ojos se veían oscuros en las sombras—.
Les ajustaré las cuentas en solitario.
—Me refería a mí —le contestó ella, furiosa.
—Estarás a salvo —repitió Gilead, sorprendido por el tono de la voz de
ella. Hablaba de manera cortante, mucho más de lo que habría esperado de
un mero ser humano.
Se dispuso a avanzar con el caballo, pero ella lo detuvo.
—Tu…, el otro… ¿Fithvael? Él me habló de ti. De tu dolor y pérdida y…
de todo lo que has pasado.
—No debería haberlo hecho —replicó Gilead, cuyos rasgados ojos eran
oscuros e insondables—. No es cosa de humanos.
—Me lo contó para que yo comprendiera por qué era él quien se hacía
cargo de esta misión y no su señor, el gran guerrero.
Gilead permaneció en silencio.
—Lo entiendo —se apresuró a decir ella—. Entiendo que tu dolor fuese
tan enorme que no desearas involucrarte en el dolor de otro. ¿Que…, qué te
hizo cambiar de idea?
—Se me recordó el antiguo deber que los míos decidieron asumir. Eso
me hizo cambiar de idea.
—Él dijo que sólo querías morir.
—Y es verdad.
—Pero también dijo que pensaba que deberías dedicar tu vida a ayudar a
otros hasta que llegara la muerte.
—Dijo muchísimas cosas.
—Supongo que sí —replicó ella, sonriendo—. ¿Te sientes incómodo?
—No —mintió él, que aprovechó el tosco idioma humano para ocultar
sus sentimientos.
—En cualquier caso, creo que tenía razón. Ni siquiera una vida de dolor
puede desperdiciarse. ¿No te parece?
—Tal vez… Estoy aquí, ¿no? —respondió Gilead tras una pausa.
—¿Y qué vas a hacer con tu vida cuando esto haya acabado?
Gilead espoleó el caballo.
—En primer lugar —respondió—, veré si habrá una vida cuando esto
haya acabado.

***
Había ensuciado con ceniza la hoja del cuchillo para que no se reflejara en
ella el claro de luna. Cortó cuatro gargantas y se deslizó entre las placas
traseras de tres armaduras mientras su mano izquierda acallaba los gritos.
Hacia medianoche se encontraba ya al otro lado de la muralla; su sombra
corría a lo largo del foso en dirección a la mansión.
Había una ventana alta situada directamente encima del foso interior.
Tras detenerse para ocultarse de otro guardia que pasaba, Gilead cogió una
cuerda de seda que llevaba colgada y, con un lanzamiento diestro, enlazó un
canalón de agua. La piedra de la pared era negra, completamente vertical, y
estaba húmeda a causa del fango y el musgo. Sin embargo, sus pies
encontraban apoyos para las puntas mientras los brazos lo izaban.
En el antepecho de la ventana, volvió a enroscar la cuerda y sacó la larga
espada. Desde el salón que había debajo de él, le llegaban canciones y
algarabía festiva, llanto de violines y flautas, y tintineo de copas.
—Ahora —jadeó para sí.
Se dejó caer hacia el interior y aterrizó en medio de la mesa principal,
donde el leve golpe sordo bastó para detener la fiesta de manera súbita.
Había treinta personas presentes en el salón: nobles, mujeres, sirvientes,
guerreros y músicos, y todos contemplaban con aire consternado al guerrero
armado que había aparecido entre ellos.
A la cabecera de la mesa se encontraba sentado Lugos, un viejo humano
apergaminado y vestido con ropas de color amarillo, que sonrió.
—¿Otro elfo? —preguntó con una risa entre dientes—. Dos en una
semana. Me siento honrado.
Les hizo un gesto con la cabeza a sus hombres, que ya estaban
avanzando y desenvainando las espadas. Los sirvientes y las mujeres
retrocedieron con temor.
—A ver si podemos matar del todo a este. Detestaría que lograra escapar
y se desangrara en los bosques, como el otro.
Gilead se sintió atónito por la cruel alegría que había en el semblante de
Lugos.
Lo acometieron, pero no se puede embestir a alguien que, de repente, se
mueve con la velocidad de una sombra. Gilead estaba, bruscamente, en una
docena de lugares a la vez, y su espada silbaba al asestar velocísimos tajos.
Dos cayeron, y luego otros cuatro. Se oían alaridos y gritos, el estrépito de las
armas que caían, el goteo de la sangre.
Lugos frunció el entrecejo al observar la matanza que se desarrollaba
ante él. Se volvió hacia un ayudante, que se encontraba de pie, tembloroso, a
su lado.
—Despierta a Siddroc.
—Pero, señor…
—¡Despiértalo, he dicho! ¡Este es un demonio, mucho más que el
estúpido anterior! ¡Despierta a Siddroc, o estamos todos acabados!
Gilead asestaba un golpe a izquierda y una estocada a derecha. Cercenó
un brazo que blandía una espada y decapitó a otro guerrero que estaba
detrás de él. Las espadas volaban alrededor del elfo como gansos espantados
que alzaran el vuelo, y algunas se hacían trizas contra su larga espada como
si hieran espejos. Otras rebotaban; él las paraba, y entonces la antigua
espada lanzaba una estocada por debajo de la guardia del enemigo.
Gilead se regocijaba. Había pasado tanto tiempo, tanto desde la última
vez que había sentido el ardor de la determinación… El brazo con el que
blandía el arma y su alma de guerrero habían estado durmiendo. Giró otra
vez, lanzó golpes y estocadas, y acabó con todos.
El elfo se volvió con los ojos brillantes y la espada teñida de rojo, y se
encaró con Lugos desde el otro extremo de la larga mesa. Los únicos sonidos
que se oían eran el crepitar de los leños en el fuego, los gemidos de los que
aún no habían muerto y el goteo de una botella de vino derribada, cuyo
contenido aún estaba vaciándose.
—¿Eres Lugos? —preguntó Gilead.
—Eso espero —replicó el humano con calma—, ya que de lo contrario
habrías hecho una matanza terrible en el salón de otra persona…, elfo. —
Pronunció la última palabra como si fuese una imprecación.
Gilead avanzó.
—Habla antes de morir. Confiesa la naturaleza de tus crímenes.
—¿Crímenes? ¿Qué pruebas tienes? Créeme, elfo, los mejores del
Imperio te perseguirán por esta afrenta contra mi hacienda. Los Caballeros
del Lobo Blanco, los Caballeros Pantera…, te perseguirán y te harán pedazos
como a un asesino.
—Esas cosas no me asustan. Puedo oler el mal en este lugar. Sé que eres
un adicto a los caminos oscuros. Conozco tus crímenes. ¿Los confesarás
antes de que te haga pagar por ello?
Lugos alzó su copa y bebió. A Gilead le parecía que estaba casi
sobrenaturalmente sereno para tratarse de alguien de una frenética raza de
corta vida.
—¡Hummm!, veamos… Cuando era mercader viajé hasta lugares muy
lejanos y traté con numerosos comerciantes para comprarles muchos objetos
valiosos. Un día llegó a mis manos un collar. Estaba finamente labrado y era
muy viejo, obra de algún lugar antiguo. ¡Dado que me gustó su aspecto, me
lo puse en torno al cuello! —El rostro de Lugos se ensombreció—. Estaba
maldito, maldito por los Poderes Oscuros del Caos. De inmediato, me
convertí en su esclavo.
Se abrió la blusa y le enseñó a Gilead los eslabones metálicos enterrados
en tejido cicatricial alrededor, del cuello. Gilead guardó silencio.
—Como ves, no tengo elección. Merezco un poco de compasión, ¿no te
parece?
Gilead continuó sin hablar.
—Hay más. Desde que quedé maldito, he ordenado incontables
sacrificios humanos, ha asesinado a docenas de inocentes, he dispuesto una
muerte espantosa para cualquiera que se interpusiese en mi camino…
—¡Eres un monstruo! —dijo Gilead, sin más.
—En efecto, ¡lo soy! —asintió Lugos con una vigorosa carcajada—. Y lo
que es más, soy un monstruo que te ha mantenido distraído con la charla…
Las puertas del otro extremo del salón, que estaban situadas detrás del
comerciante, se abrieron con brusquedad, y entró un gigante que resollaba y
arrastraba los pies. Era una cosa enorme e inhumana, recubierta totalmente
por una armadura provista de puas, del color verde de los charcos
estancados.
Gilead se quedó petrificado. El mal en estado puro emanaba de la
criatura. Tenía la visera echada hacia atrás y parecía estar comiendo,
masticando trozos de carne sanguinolenta con sus grandes mandíbulas. Un
hedor repugnante, colmó la estancia.
—¡Este es Siddroc! —dijo Lugos—. Es mi amigo. Mi guardián. Los
Señores Oscuros me lo proporcionaron para mantenerme a salvo. —Se
volvió para mirar a la descomunal criatura y chasqueó la lengua con aire
melodramático—. ¡Ay, Siddroc! ¿Te has comido a otro de mis ayudantes? ¡Ya
te he hablado de eso! —La criatura volvió su enorme cabeza y gruñó—. Muy
bien… Este intruso me ha causado muchísimos problemas. Deshazte de el y
te daré toda la carne que puedas comer.
Con un gruñido reverberante, la criatura avanzó arrastrando los pies al
mismo tiempo que arrojaba a un lado los últimos despojos del
desafortunado ayudante. Con la mano derecha hacía girar una cadena en
cuyo extremo había una bola provista de pinchos, del tamaño de la cabeza
de Gilead. En la izquierda tenía una cuchilla curva que rodeaba sus carnosos
nudillos con púas.
Gilead se apartó de un salto cuando el primer golpe descendió y
destrozó la mesa. Al aterrizar, rodó a un lado con gran rapidez en el
momento en que otro golpe hacía pedazos las losas de piedra donde él había
caído. A despecho de su tamaño descomunal, aquella cosa abominable era
veloz. El elfo se desplazó a un lado para esquivar otro golpe y atacó con su
propia arma, pero la larga espada rebotó sobre el hombro acorazado de la
criatura y produjo un agudo tintineo.
El ser llamado Siddroc hizo perder el equilibrio a Gilead con un golpe
lateral, y luego la parte plana de la cuchilla lo lanzó por el aire mientras la
sangre manaba de un tajo abierto en la línea de la mandíbula. Aterrizó sobre
el hogar, destrozando dos violines que los músicos habían dejado allí en su
prisa por huir. Apenas tuvo tiempo de levantarse y apartarse antes de que la
bola de púas destrozara un banco y el guardafuego de hierro.
Gilead volvió a lanzarse hacia adelante una vez más en un intento de
encontrar una abertura en la guardia del enemigo. Esa vez, su amada espada
de acero azul chocó contra la cuchilla y se partió; Gilead se quedó con unos
treinta centímetros de hoja dentada. La criatura comenzó a aullar —tal vez
reía; era imposible saberlo— y cargó contra el elfo.
Gilead pensó con celeridad. Se enfrentaba con una muerte segura a
menos que intentara huir, pero la muerte… ¡La muerte era lo que él deseaba!
En ese momento, podía hacer cualquier cosa, ya que, aun en el caso de que
fracasara, se vería recompensado con aquello que más ansiaba. La calma se
apoderó de él.
Gilead hizo lo que Siddroc menos esperaba. Se enfrentó a la carga,
lanzándose de cabeza. El extremo desigual de la hoja partida penetró a
través de la rendija de la visera de Siddroc. Se oyó una detonación neumática
y el ruido del hueso al partirse, y un icor maloliente manó por las junturas
del cuello. Con un alarido monstruoso, la enorme criatura se desplomó.
Gilead se levantó para apartarse del gran corpachón que se estremecía.
«Una vez más —advirtió con fastidio—, la muerte ha decidido ponerse
de mi parte».
Cuando miró a su alrededor, Lugos había desaparecido.
Gilead le dio alcance en el patio principal de la mansión. Las puertas
estaban abiertas, y los sirvientes, presas del pánico, huían llevándose lo que
podían. Gilead hizo caso omiso de los humanos, como lo habría hecho de
un rebaño de ovejas.
Lugos estaba boca abajo sobre la tierra, ensartado por una flecha de
ballesta, y Betsen se erguía junto a él.
—Es él, ¿verdad? —le preguntó al elfo, temblando de pies a cabeza.
—Sí —fue la simple respuesta de Gilead—. Y aquí tienes tu venganza
cumplida.
Ella alzó la mirada hacia él, con los ojos inundados de lágrimas.
—Gracias…, pero en absoluto me parece suficiente.
—Nunca lo parece —replicó Gilead Lothain.

***
Y para Gilead, en realidad, nunca lo parecería, aunque, durante un corto
tiempo, la determinación de la muchacha humana, Betsen, lo había sacado
de su oscura desesperación. Posó los ojos por última vez en el trono dorado
de su padre. Minutos antes había depositado una guirnalda de rosas
silvestres, de un tono tan escarlata como la antigua librea de la Casa de
Lothain, sobre la sepultura de Cothor.
Se llevó pocas cosas de la torre: unos cuantos abalorios y recuerdos, tres
o cuatro de los libros más antiguos de la ruinosa biblioteca de Taladryel y las
últimas botellas del raro vino añejo de los elfos que había en la bodega. Sus
propios objetos personales eran pocos.
La larga espada de su padre era un objeto regio; la guarda de platino
tenía incrustaciones de rubíes. Pero no era para él y la dejó cerrada con llave
en su cofre, en la habitación de Cothor, donde aún permanece, según creo.
Gilead escogió un arma más adecuada para reemplazar a la preciosa espada
larga que quedó, rota, en el salón de Lugos: la espada de Galeth. Era gemela
de la suya propia: un arma larga y delgada, hecha de acero azul y con picos
de dragón que radiaban de la empuñadura, donde se engarzaba un rubí
solitario.
Gilead hizo un último gesto silencioso con la cabeza para despedirse de
Tor Anrok, salió al patio de la casa y avanzó hasta su caballo.
Fithvael, ya montado en su corcel, lo observaba desde un extremo del
patio. Se le veía inclinado sobre un costado para mitigar el dolor de las
heridas en proceso de curación.
—Nunca pensé… —comenzó.
Gilead subió con agilidad a la silla del caballo y tomó una mano del
anciano elfo.
—El pasado está muerto, Fithvael. Ya no existe. Eso me lo enseñaste tú.
No sé qué me espera en el futuro, pero continuaré adelante…, hasta que, por
fin, halle la muerte.
—En ese caso, déjame cabalgar contigo hasta que llegue ese día —pidió
Fithvael con voz queda.
Espolearon los caballos y se alejaron internándose en la bruma matinal.
Detrás de ellos, la Torre de Tor Anrok quedó abandonada. Guardada por sus
antiguos encantamientos y protecciones, envuelta en el misterioso bosque
que sólo podría penetrar la destreza de un elfo, nunca más volvería a ser
contemplada por ojos humanos.
TRES
La decisión de Gilead

¡Hay demasiada magia en este lugar!


¿Que adonde fueron después de eso?
Veo que he despertado vuestra curiosidad. Pasadme la bota de vino y
dejadme pensar. Las historias han permanecido en mi mente durante
cincuenta años, y antes de eso ya eran antiguas. Aletean en torno a la seca
buhardilla de mi cráneo, a la espera de que las deje salir otra vez. Sólo
recuerdo algunos fragmentos. Perdonadme.
Tras marcharse de Tor Anrok por última vez, Gilead y Fithvael iniciaron
un viaje casi sin destino, adentrándose en el mundo. Hubo algún incidente
con una grandiosa bestia cornuda que se hallaba en los territorios salvajes
que hay al este de Marienbeg, pero he olvidado los detalles. Y también hubo
un encuentro con bandoleros, según recuerdo; se dedicaban al bandidaje en
los altos pasos que hay a este lado de Parravon. No vivieron lo bastante
como para lamentar el error de haber detenido a dos jinetes solitarios.
¿Qué más? ¡Maldita sea mi memoria, que se ha vuelto rancia! Esperad…,
esperad… ¿Dos estaciones enteras bajo tierra? ¡Sí, en catacumbas oscuras
para guerrear contra los hombres rata! ¡Qué hechos sucedieron allí! ¡Qué
historia! Pero he jurado no contarla jamás en su totalidad. Algunos relatos
contienen una maldición, y ese es uno de ellos.
Por lo que cuentan las historias, esa fue una época mejor para Gilead
Lothain, a despecho de los peligros. Pensad que la suya era una vida herida
la muerte de su gemelo, la desolación de los diez años pasados en busca de
venganza, la desdicha y el abatimiento que siguieron. Pero su compañero,
Fithvael, le había proporcionado la salvación de un rey: primero, al incitarlo
a dar caza al comerciante maldito Lugos, y después al persuadirlo para que
abandonara su ruinosa casa natal, donde nada había, excepto fantasmas. El
vagar de ambos le dio un propósito a Gilead, ya fuera luchando contra
bandidos, bestias o los inmundos skavens. En su misión había suficiente
valor, combate y justicia para conjurar a la fría mano de la muerte que se
tendía hacia él desde el otro lado del abismo, aquella estrecha y antigua
conexión que tenía con Galeth y que entonces persistía y tocaba su alma de
muerte.
Los dos compañeros compartían un cierto grado de felicidad,
camaradería, empeño. Fue una época digna. No obstante, el corazón de
Gilead aún estaba manchado y oscurecido, y la desdicha que acosaba su vida
no permanecería alejada por siempre. ¡Ay, sí, fue una época digna! No
duraría, y una vez que concluyera, jamás se repetiría. ¡Dioses
misericordiosos, sabía que estaba en mi cabeza! Ahora recuerdo lo que
aconteció después. Llenad vuestro vaso, poneos cómodos y os contaré la
historia de lo que sucedió. Pero os advierto: no tiene un final feliz.
Primero debo hablaros de la voz.

***
La voz había comenzado a llamarlo poco después de que Gilead volviese la
espalda a Tor Anrok. Al principio, era tenue como una gasa, y él la oía
fugazmente, sólo una vez, y no volvía a llamarlo durante varios meses; era
un muy infrecuente susurro reprobatorio en lo más profundo de la noche. A
lo largo de los meses y los años, no obstante, creció y se hizo más fuerte y
frecuente. Al principio, parecía ser la voz de su padre; luego, la de su
hermano. Después, se transformó en una única entonación ligera como el
cristal dentro de su mente: la voz de una mujer elfa. Llegado un momento, se
convirtió en una voz que Gilead tenía la sensación de haber conocido desde
siempre, una voz del pasado y del futuro.
Para entonces, Gilead había decidido buscar a los que quedaran de su
raza. El veterano Fithvael, a su lado día y noche, creía en secreto que aquella
sería una búsqueda estúpida. La raza antigua había abandonado aquellas
orillas; sus espacios habían sido usurpados por la tosca humanidad de corta
vida y por las repugnantes razas subhumanas. Pero le siguió la corriente a su
compañero porque la idea de la búsqueda calmaba a Gilead y lo tornaba
anhelante, curioso y decidido. Le devolvía la vida, y Fithvael se sentía
profundamente agradecido por ese pequeño consuelo. Como creo haber
dicho ya, fue una buena época para ambos.
Cuando comenzó a oír la voz con mayor frecuencia, Gilead descubrió
que encaminaba sus pasos en dirección a ella. Acompañado por Fithvael,
llegaron a una enmarañada región de las profundidades de Drakwald, en la
que nadie vivía por temor a los hombres bestia. Sólo entonces dudó Fithvael,
pero Gilead estaba decidido. En alguna parte de las proximidades había
alguien de su raza, alguien con el poder de entrar en su mente y guiarlo.
Seguiría esa voz hasta la muerte si era necesario.
En ese momento, la voz femenina colmaba los sueños de Gilead durante
las largas y oscuras noches. Cuando llegaba a su mente, él le daba la
bienvenida con alegría. Desde que la promesa de su joven vida le había sido
arrebatada, no había visto nada en su futuro. Tenía la impresión de que
había pasado mucho tiempo desde la última vez que había soñado como lo
hacen los jóvenes: sueños de deseo, de una amante, de una esposa, incluso
de un heredero. La voz que entraba en su mente le hacía sentir de nuevo que
eso era posible.
Avanzando por el enmarañado bosque, cada día se concentraba sólo en
seguir la voz con el fin de dar con su dueña. Ni una vez pensó en lo que
podría suceder después de que encontrara a la mujer elfa que lo llamaba.
—¿Hoy aún continuaremos hacia el este? —se atrevió a preguntar
Fithvael una mañana mientras levantaban el campamento y se preparaban
para marchar.
—Iremos hacia el este hasta que me indiquen lo contrario —replicó
Gilead.
—¿Y qué buscamos al este?
—Una vida —replicó Gilead al mismo tiempo que montaba sobre el
corcel y hacía girar la cabeza del animal hacia la ruta escogida.
Fithvael no siguió con aquella conversación, al igual que no lo había
hecho con las entabladas durante las semanas anteriores. Había comenzado
a desconfiar del ansioso propósito que animaba a su amigo Durante mucho
tiempo se habían limitado a vagar ociosamente, a veces avanzando un poco,
otras describiendo enormes círculos en un área remota. Entonces, Gilead
parecía saber con precisión hacia dónde iba, pero no le había proporcionado
a Fithvael ninguna información. El viejo guerrero conocía bien las
extravagancias de la mente de su compañero cuando esta estaba alterada. Sin
embargo, en ese momento Gilead mostraba una especie de serenidad
aparejada con una energía bien canalizada, muy diferente del frenesí asesino
que Fithvael, a menudo, había temido que apareciera en el elfo más joven.
Así pues, el veterano guerrero siguió a Gilead y dejó para mejor
momento las preguntas.
Dos días más tarde, en la hora en que los colores del bosque se
transforman en un único tono de gris apagado y uniforme al disminuir la
luz, Gilead se volvió hacia su compañero. No podían ver el rostro del otro en
medio de la oscuridad, pero Fithvael percibió la emoción que recorría el
cuerpo del joven.
—Ya estarnos muy cerca —comentó Gilead, como si eso lo explicase
todo.
—¿Cerca de qué? —inquirió Fithvael.
—No de qué —replicó su amigo—, ¡sino de quién! ¡La voz que nos
llama!
Dicho eso, espoleó el caballo y se lanzó a través de las profundas
sombras grises de las boscosas tierras vírgenes. Fithvael percibió el aroma de
la marga levantada por los cascos del caballo, el musgo, la podredumbre de
la corteza de los árboles. Oyó el crujido de la madera vieja, el resuello de los
jabalíes a unos cien pasos de distancia, el rumor de los lustrosos escarabajos
entre las hojas del suelo. Pero no oyó ninguna voz, excepto la de su propio
corazón, que le decía: «Da media vuelta ahora mismo y deja que el joven
estúpido siga con su búsqueda».
Fithvael acarició la crin de su caballo, dejó suelta la espada dentro de la
vaina y, sabiendo que probablemente lo lamentaría, se lanzó al trote tras
Gilead.

***
Su nombre era Níobe. Se encogió todo lo posible dentro de la sucia y
hedionda habitación donde la habían arrojado.
No se atrevía a abrir los ojos por temor a lo que pudiese ver a su
alrededor. Se concentró todo lo posible en el intento de no oír los gritos de
sus compañeros de cautiverio, los alaridos y aullidos inhumanos que le
colmaban los oídos y resonaban dentro de su cabeza. Intentó aislarse de los
profundos gruñidos de sus bestiales guardias. Cerró su mente a todo lo que
había visto y hecho.
No le sirvió de nada. Los hipnóticos y carismáticos encantos de Iré
corrían por su alma como veneno en la sangre. Sabía qué estaba haciendo el
y por qué la había llevado allí…, a ella y a los otros.
No podía hacer nada más que encogerse todo lo posible, cerrar los ojos,
aislarse de los sonidos… y llamar.
Cuando Iré y su raza de abominables hombres bestia la habían
arrastrado por primera vez hasta aquel lugar, con aquella arquitectura que
confundía los sentidos y aquel hedor espantoso, había separado una parte de
su mente. La había encerrado herméticamente y había dedicado todas las
energías que había sido capaz de reunir al aislamiento de la misma.
Sabía que Iré estaba usando la magia de ella, cosechándola y dedicándola
a algún oscuro propósito. Y sabía que si él lograba absorberle todos sus
poderes arcanos, no le quedaría nada con lo que luchar ni con lo que lanzar
una llamada al mundo.
Su magia mental siempre había sido potente, incluso cuando aún era un
bebé. Eso había hecho que fuese un ser bendecido y especial en la torre de
su padre. Por ello, había sido capaz de apartar una porción diminuta de esa
magia y la había usado para enviar un ruego de auxilio. Si había alguien de
su raza en un radio de mil leguas del punto en que se hallaba, cualquiera de
la raza antigua dispuesto a escuchar, el ruego le llegaría y, tal vez, lo
conduciría a su rescate. Ya había pasado demasiado tiempo —meses, años
incluso— a solas en la oscuridad, mientras su magia continuaba mermando
al ser drenada por el enemigo. Sin embargo, volvió a llamar, pues sabía que
no pasaría mucho antes de que se viese incapacitada para continuar
haciéndolo.

***
La voz resonó en la mente de Gilead una vez más.
Conforme avanzaban, los árboles de Drakwald crecían más juntos.
Entonces se encontraban en la zona más antigua de la vasta maraña de
árboles añosos, una tierra oscura y formidable, que había sido así desde la
aurora de los tiempos. Era un bosque eterno, cuyos calveros prehistóricos
habían permanecido intactos durante cien mil generaciones. Oscuro y
deforme, olía a rancio, y retorcidos troncos y ramas caían al ser tocados,
esponjosos y putrefactos. Con su denso sotobosque, las profundidades sin
sendas de aquellas tierras podrían hacer que el más diestro explorador se
perdiera y quedase perplejo, y en el aire había un constante olor a miedo
subhumano.
Y a pesar de todo, Gilead se sentía lleno de energía, vigoroso y
preparado para cualquier cosa, pues la hermosa voz de la mujer elfa lo
animaba a continuar.
Hacía mucho que el cielo había quedado oculto por el dosel de hojas que
formaban un manto opresivo y espeso muy en lo alto. Las ramas se
arqueaban como una bóveda por encima de sus cabezas, y la atmósfera era
oscura y húmeda. El olor a vegetación mojada y los crujidos del bosque
colmaban el aire. Los dos jinetes se detuvieron y prestaron atención para ver
si oían los familiares sonidos de los pájaros y las criaturas que normalmente
poblaban el sotobosque. Pero esa parte de Drakwald estaba muerta; allí no
podía sobrevivir nada que no fuese la vida más primitiva.
Fithvael se sobresaltó cuando los corceles se pusieron nerviosos de
pronto, atiesaron las orejas y se les dilataron las fosas nasales. El olor dulzón
del sudor de los caballos ascendió desde los estremecidos flancos, y
comenzaron a patear el suelo, ansiosos por continuar adelante.
Los jinetes habían llegado a una alta muralla de denso follaje, una espesa
barrera de retorcidas ramas negras con hojas lustrosas de color verde oscuro,
que olía a cadáveres en descomposición. Desmontaron y se aproximaron al
obstáculo; la brisa lo estremecía como a un ser vivo y parecía extenderse
hacia ellos casi como si intentara rodearlos. El susurro de las hojas y las
ramas se transformó en un estruendo de crujidos al esforzarse la vegetación
de la barrera por crecer para hacerse más espesa y alta alrededor de ambos.
—Aquí hay demasiada magia —dijo Fithvael al mismo tiempo que
intentaba librarse de la inquietud que sentía.
—Y en mi mente hay magia elfa. No tenemos nada que temer —replicó
Gilead mientras se armaba con el par de armas que siempre llevaba a los
lados.
Gilead descargó golpes sobre la barrera vegetal, y ambas armas
zumbaron en el aire y penetraron en las hojas y las ramas que tenía delante.
Al morir, las hojas se elevaron y quedaron flotando, donde agonizaron, se
tornaron marrones y se marchitaron antes de convertirse en polvo y
desaparecer. Las ramas cortadas gritaron y se retorcieron en estertores de
muerte a la vez que escupían una savia pegajosa y marrón, que quemaba la
garganta de ambos compañeros.
Fithvael tosió y jadeó mientras arrancaba una tira de tela de su camisa
para cubrirse la boca con ella. Pero Gilead continuó luchando sin hacer caso
de la trabajosa respiración que le raspaba la garganta ni de los puntos de su
atuendo que ardían sin llama donde la savia ácida había comenzado a
corroer la tela.
Fithvael pudo respirar con mayor facilidad a través de la improvisada
máscara y, tras armarse, se agachó bajo el brazo de la espada de Gilçad, que
cortaba como una guadaña, para unirse a la refriega. Mientras los dos
continuaban cortando la oscura muralla, esta se retorcía y crecía alrededor
de ellos, hasta que llegó un momento en que pudieran sentir que las nuevas
ramas les rozaban la parte posterior de las piernas.
—¡Más deprisa! —gritó Gilead sin dejar de cortar pese al estrecho
espacio que les quedaba.
Al trabajar ambos guerreros de forma coordinada, comenzaron a
destruir la barrera a una velocidad superior a la que esta podía crecer.
Fithvael asestaba golpes rápidos y potentes junto a su amigo, intentando
cortar los brotes nuevos que aparecían en las ramas cercenadas.
Acometían al follaje con sus armas elfas como si se tratara de un ejército
de pieles verdes, sin piedad. Los pequeños brotes de vegetación nueva
parecían negros contra las hojas más antiguas de color verde oscuro, pero ya
había muchos puntos en los que las ramas cortadas y partidas permanecían
desnudas.
—¡Está funcionando! —bramó Gilead con tono triunfante.
Redoblando sus esfuerzos, penetró más profundamente con la espada en
la barrera espinosa. Avanzó hacia el interior de la brecha abierta en la
vegetación, sin dejar de asestar golpes para continuar abriéndose camino.
Con su espalda contra la de Gilead, Fithvael hacía todo lo posible por
mantener a raya a la vegetación nueva. Se encontraban envueltos en la densa
muralla vegetal, que no paraba de crecer, y apenas tenían espacio para
moverse, aunque continuaban avanzando.
Fithvael luchó contra el pensamiento de que serían ahogados por la
maligna planta, emparedados por la acción de la magia oscura que de alguna
forma había creado aquella barrera. Pero poco después, diminutos hilos de
luz comenzaron a aparecer entre la densa vegetación que había delante de
ellos, y luego rayos de luz solar más potentes motearon la capa escarlata de
Gilead, estropeada por la savia ácida.
—Ya estamos —jadeó Gilead.
Repitió las mismas palabras una y otra vez al ritmo de los golpes dé
espada y daga con los que cortaba el resto de la barrera. Finalmente, esta se
desmoronó y se quebró detrás de ellos, derrotada, seca y muerta. Momentos
después de atravesarla, mientras aún respiraban trabajosamente a causa del
esfuerzo, Fithvael y Gilead se volvieron a mirarla. No vieron nada más que
sus propias débiles huellas, que retrocedían a través de los penumbrosos
claros del bosque, y a sus caballos en las proximidades.
—¡No era real! —exclamó Fithvael—. Esa monstruosa barrera… no era
más que una ilusión.
—¡Nuestro sudor y miedo eran muy reales! —respondió Gilead.
Le volvió la espalda al lugar donde hacía tan poco tiempo había estado la
vegetación que les impedía el paso. No había nada más que el olor
cadavérico, agridulce, que los había seguido desde el momento en que
entraron en Drakwald. Entonces resultaba más penetrante que nunca.
Gilead dio un paso…, y luego cayó de rodillas. Fithvael se apresuró a
acudir junto a él.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Estamos muy cerca, Fithvael te tuin. Nuestra guía nos aguarda…
Acaba de decirme su nombre.
—¿Su nombre?
—Se llama Níobe —explicó Gilead al mismo tiempo que se arropaba con
la capa y se levantaba sobre piernas inseguras—. Es tan hermosa…
—Por supuesto que lo es, pero…
Gilead lo hizo callar de manera brusca con un dedo alzado.
—Estamos muy cerca. Ella está mostrándome visiones. Un sendero.

***
En el compartimentado espacio de su mente, Níobe había almacenado
muchísimas imágenes de su prisión. Algunas se habían reunido allí de modo
espontáneo, y otras las había recogido deliberadamente con la esperanza de
que pudiesen servirle para lograr su propia libertad y la de sus camaradas.
Entonces, podía sentir cerca a aquel hasta cuya mente había logrado
llegar con su voz. Él había seguido su llamada, la había ido a buscar, y ya
comenzaba a percibir la mente del elfo y a juzgar sus fortalezas. Sondeó su
psique, donde encontró muchas sendas bloqueadas y puertas cerradas. Era
como si estuviese herido por dentro, lesionado, cerrado al exterior. ¿Qué
dolor había colmado su vida para hacer que fuese así?
Lo vio dentro de su propia mente. Era bello, alto y grácil, y blandía la
espada con mano fuerte y veloz. En las melancólicas profundidades de su
alma, Níobe encontró tanto la derrota como el triunfo, y se sintió satisfecha.
A despecho del dolor, a pesar de las profundas heridas que plagaban su
alma, sería el adecuado.
La mente de ella se encendió repentinamente con la brillante imagen del
monstruoso matorral viviente, del que brotaban nuevas ramas espinosas.
Níobe supo de inmediato que Ire también había detectado la presencia del
intruso, el entrometido indeseado, en las tierras que había anexionado con
su oscura brujería del Caos. Tenía que advertir a su rescatador.

***
—Manténte en guardia, Fithvael. La tienen encerrada unas bestias, y una
magia poderosa que no le pertenece la rodea. Está advirtiéndome que este
sitio es maligno.
—¿Ah, sí? —inquirió Fithvael con tono sarcástico. Hacía días que sabía
eso. Se tragó el cinismo, y se detuvo con brusquedad—. ¿Oyes eso? —
preguntó.
—Oigo gruñidos y bufidos de bestias —replicó Gilead.
Fithvael desenvainó el arma y se echó el borde de su capa verde musgo
por encima del hombro para dejar libre de los pliegues el brazo con que
blandía la espada.
—Sí, gruñidos y bufidos de bestias, cuando antes oíamos sólo el crepitar
y los gemidos de viles ramas retorcidas —asintió el veterano.
Pero Gilead no acusó recibo. Había desenvainado la espada en el preciso
instante en que vio que Fithvael tendía la mano hacia la suya. Se situaron el
uno de espaldas al otro, y Gilead interrumpió el torrente de imágenes que
entonces afluían al interior de su cabeza: imágenes de un hombre enorme,
rielante y sin rostro, ataviado con ropas negras y grises propias de la nobleza,
y adornos de peltre y plata; imágenes de una vasta fortaleza etérea; imágenes
de máquinas de guerra mágicas, que vomitaban rayos globulares al exterior,
sobre el bosque; imágenes que, sin duda, enviaba Níobe a su mente para
advertirlo del peligro que corría.
—Cuando diga ya —jadeó Gilead, dirigiéndose a Fithvael en el
momento en que las capas de ambos se rozaron al aproximarse.
Precavidos, fijaron la vista en la penumbra forestal en busca de
movimiento.
Cuando se produjo, fue sin cautela ni ceremonia. Se escuchó un
profundo bramido aullante, y una marea de hombres bestia que
espumajeaban por la boca y sonreían malignamente se les echó encima.
Eran bestias deformes, contrahechas, con cráneos aplanados y dislocadas
mandíbulas distendidas. Muchas tenían cuernos y colmillos apiñados entre
dientes torcidos y fosas nasales dilatadas. Sus flancos estaban desnudos y
eran lampiños, y el pellejo correoso era del color de la piedra pómez, lo que
les confería la palidez de la muerte. Fithvael vio lomos cubiertos con pieles y
coronas de pelo grueso. Observó los ojos blanco grisáceo, aparentemente
ciegos, de la bestia que tenía más cerca, y cargó al mismo tiempo que
profería un grito de guerra.
Gilead le lanzó una estocada a la criatura gris de espalda jorobada que se
encumbraba sobre él. Superaba en estatura al elfo por medio cuerpo, y era
tres veces más ancha, con enormes articulaciones abultadas en sus robustos
miembros, y gigantescas manos de amplios nudillos con las que blandía un
hacha de doble filo y mango corto. El metal azul de la espada de Gilead
chocó contra la hoja toscamente curva del hacha de la bestia. El elfo
describió un repentino arco descendente con la espada para deslizarla a lo
largo de la curva del arma del monstruo y aprovechar la debilidad. Descansó
la hoja durante un momento en la curva, y luego asestó una estocada
ascendente. La bestia estaba girando sobre sí, y recibió una profunda herida
en lo alto de una extremidad superior, que se parecía más a una porra
viviente que a un brazo.
La bestia gritó a través de la boca agarrotada, cuya mandíbula era
demasiado deforme para abrirla del todo. Durante lo que parecieron
minutos, Gilead vio gotas de saliva que volaban por el aire. El tiempo se
había detenido para él cuando, con la velocidad de una sombra, se lanzó
hacia adelante y dividió en dos la cara de la bestia a la altura de la
mandíbula, cercenándole la quijada. Los dientes desnudos destellaron a
través del nauseabundo icor que salía a borbotones por la herida. Gilead
lanzó una segunda estocada, que atravesó el cuello de la bestia cuando esta
estaba en mitad de un aullido, y cayó muerta sobre la tierra.
Fithvael acometía con ahínco a su atacante, evitando la mirada fija de
ojos inexpresivos y asestándole golpes con la espada. La abominación paraba
los ataques con una cachiporra rematada en hierro que blandía con una sola
mano, pero Fithvael se agachaba y giraba para evitar los potentes
mamporros. No obstante, el hombre bestia se mantenía en pie; el arma
zumbó en el aire al pasar junto a la cabeza de Fithvael cuando este dobló las
rodillas y le asestó una estocada ascendente. La espada encontró el cuello de
buey del monstruo, de donde rebanó un buen trozo y cercenó las arterias,
pero la criatura continuaba resistiendo. Fithvael la miró una vez a los ojos y
descubrió su objetivo. Tras levantar la espada muy en alto, la clavó en uno de
los ojos del aullador adversario.
—¡A la izquierda! —gritó Gilead cuando una maza provista de púas
descendía para impactar en la parte trasera del cráneo de Fithvael.
El veterano guerrero hizo lo que el otro le indicaba, y ladeó el cuerpo
para evitar el arma. Gilead atravesó un costillar con la espada, y cayó otra
bestia.
Gilead y Fithvael luchaban juntos con la coordinación perfecta de la
práctica, y tenían poca necesidad de palabras o señales. Esquivaban y
asestaban golpes, se agachaban y hacían fintas; herían a una bestia en las
rodillas, a otra en el pecho y a una tercera en el vientre.
Mientras el día iba oscureciendo y el dosel de hojas se ennegrecía sobre
ellos, los guerreros continuaron luchando y mataron a tres docenas de
hombres bestia de piel gris y ojos blancos.
Gilead habría continuado aquella misma noche, pero ambos estaban
cansados, y Fithvael persuadió a su amigo para que descansaran y
reemprendieran la búsqueda al día siguiente. Gilead se sentía inquieto, casi
frenético. Sabía que se encontraba cerca de Níobe. Percibía cómo la mente
de ella sondeaba la suya, y veía las imágenes que ella le enviaba. No obstante,
respetó el consejo de Fithvael: descansaría si debía hacerlo.
***
Ire, Paladín del Caos, se encontraba en lo alto de una amplia escalera
empinada, hecha de destellante obsidiana negra, que había sido pulida hasta
tener el acabado de un espejo. Gilead alzó los ojos hacia el hombre, que
parecía mucho más alto que el elfo; una figura escultural, de proporciones
sobrenaturalmente perfectas. Iba vestido de pies a cabeza con un millón de
matices de negro y gris. Su armadura y cuchilla parecían hechas de pizarra
pulida, y el broche de su capa, las hebillas y los adornos eran de peltre y
plata. Se encontraba de perfil y presentaba el lado derecho del rostro. Gilead
se concentró en ese perfil, maravillado ante la perfecta coleta de cabello
negro azulado que le caía en cascada sobre un hombro.
Gilead continuó mirando, sin parpadear, con la vista clavada en aquel
gigante humano que tenía ante sí, allá arriba, en espera de que el hombre se
volviera para encararlo. Aguardaba para mirarlo a los ojos y ver qué
horrores acechaban dentro de ellos.
Cuando Gilead hizo el gesto de desenvainar la espada, el hombre,
finalmente, volvió su cuerpo hacia el elfo. El giro fue lento. La cabeza de Ire
dio la impresión de continuar de perfil durante unos instantes. Gilead
observó cómo el hombre rotaba; sabía, por las imágenes que le había
transmitido Níobe y por su voz, que aquel era el cruel Señor de las Bestias
que la tenía cautiva. Ire volvió, por fin, la cabeza para encararse con su
futuro atacante, y descendió el primer escalón de la larga escalera.
Gilead concentró hasta el último gramo de su voluntad en posar la mano
sobre la empuñadura de la espada y desenvainarla, pero no pudo hacerlo.
Tenía los ojos fijos en aquella figura y aquel rostro que se le acercaba cada
vez más, e intentaba ahogar el horror que invadía su mente.
De perfil, el rostro del Señor de las Bestias Ire era pálido y elegante. La
larga nariz recta y un labio superior fino sobre una mandíbula fuerte que le
confería un aspecto más de elfo que de humano, aunque era humano sin
duda. Iba totalmente afeitado, y el arco perfecto de la mitad de la frente que
quedaba a la vista era una obra de arte por derecho propio.
Sin embargo, de frente, no guardaba ninguna simetría. El lado izquierdo
del rostro de Ire constituía un tipo de arte muy distinto. El cabello que le
crecía desde muy abajo sobre la frente estaba sujeto hacia atrás por una
abrazadera de plata que le dividía la cabeza de arriba abajo y de izquierda a
derecha. El cuadrante superior estaba bien cubierto de cabello negro,
lustroso y aceitado. Donde debería haber brillado un ojo entre agitados
párpados orlados de pestañas, había una serie de rendijas en la máscara de
plata batida, y esos espacios mostraban un único orbe sin párpados, duro y
blanco como mármol, que miraba sin parpadear y ciego. La parte inferior
del rostro estaba también cubierta por el mismo pelo negro, lacio y lustroso,
dividido de través por una boca púrpura que brillaba con saliva
sanguinolenta.
Mientras el elfo clavaba la vista en el humano, el ojo vidente del Señor de
las Bestias Ire se posó sobre él, y la mitad perfecta de su boca se contorsionó
en una sonrisa torcida.
Gilead apartó la vista del monstruoso semblante y se inclinó para
examinar la empuñadura de su espada. Se concentró durante un momento,
la aferró y, finalmente, logró sacarla de la vaina. Al hacerlo, volvió a alzar la
mirada hacia el Señor del Caos, que descendía la escalera. Vio que bajaba un
pie, y luego nada más. Ire desapareció ante sus ojos.
Gilead oyó después las zancadas regulares de un hombre enorme por
encima de su cabeza, pero al mirar hacia arriba no vio techo alguno, sino
niebla.
Sobresaltado, Gilead bajó los ojos. Su hermosa espada de acero azul, la
espada de Galeth con la ornamentada empuñadura y runas elfas talladas,
había desaparecido. En su mano había lo que parecía ser un tosco objeto de
madera, hecho de dos listones cruzados. Se trataba del tipo de juguete que
había aprendido a blandir antes de dar sus primeros pasos, cuando era niño;
el tipo de objeto con que él y Galeth habían jugado a luchar en el patio
principal de Tor Anrok, bajo la tutela de Taladryel y Nithrom, hacía tantos
años. Pero no podía ser.
Gilead corrió hacia la escalera al mismo tiempo que arrojaba lejos la
espada de juguete. Al llegar al primer escalón, vio que la escalera descendía
en lugar de subir…, y sin embargo, Ire había estado situado más arriba que
él y había bajado por esos mismos escalones.
Al volverse bruscamente, semiagachado en una postura de defensa,
Gilead se encontró junto a una segunda escalera. Esta era recta y los
ascendentes escalones de pizarra no tenían ningún soporte visible.
Simplemente, flotaban en el aire. Gilead subió el primer escalón con
cuidado, pero, al encontrarse con que era firme y resistente, ascendió los tres
siguientes a paso normal para luego comenzar a correr y subirlos de dos en
dos y de tres en tres hasta llegar al final.
De repente, ante él había una pared que no había visto mientras subía. Y
entonces, los escalones se inclinaron hasta adoptar una posición diferente y
se unieron para formar una pendiente empinada e implacable. Él se deslizó
con desesperación por ella hasta llegar al final de la pendiente, y cayó por un
borde.
Aterrizó de pie ante la abertura de un largo túnel arqueado.
Aquel lugar no era real. No podía serlo.
Avanzó y se encontró dentro de un arsenal gigantesco. Tras penetrar por
la enorme puerta situada en el extremo norte, el hijo guerrero de Cothor
Lothain no pudo ver las paredes sur, este u oeste, aunque sabía que tenían
que existir. En lo alto, a unos ochocientos metros, vio que el techo era
abovedado, formado por una serie de cúpulas monumentales conectadas
entre sí.
Gilead profirió un horrorizado jadeo cuando sus ojos se posaron sobre
lo que se extendía ante él. Amontonadas en la construcción ultraterrena,
había más máquinas de guerra de las que jamás había pensado que vería en
toda su vida. Complejos onagros de varios brazos se encontraban alineados
junto a enormes cañones de guerra iridiscentes, cuyo cañón se encumbraba
muy arriba. Gigantescas balistas con ornamentados manubrios, armadas
con proyectiles hechos con troncos de árbol enteros, formaban al lado de
catapultas descomunales que parecían extrañamente frágiles y etéreas, como
meras sombras.
Mientras Gilead las contemplaba con horrorizado asombro, las
máquinas comenzaron a palpitar y a sacudirse como si las hubiesen
despertado de un profundo sueño. Gilead cerró los ojos y se llenó el pecho
de aire. Una segunda inspiración despejó su mente elfa, y una tercera
lentificó la descarga de adrenalina que había entrado en su sangre ante la
vista de un armamento tan fabuloso.
Abrió los ojos y, por un breve instante, se vio otra vez rodeado por las
imágenes y olores de Drakwald. Suspiró con alivio.
Luego, el arsenal volvió a aparecer en torno a él, tan vasto y
aparentemente real como cuando había atravesado la entrada por primera
vez. Gilead huyó; dio media vuelta y emprendió una desesperada carrera de
kilómetros para llegar a la puerta que apenas unos momentos antes había
estado justo detrás de él.
La piedra, la madera, el metal y el mortero carecían de significado en
aquel lugar. Allí el espacio era algo maleable. Las reglas de la arquitectura,
las reglas de la realidad no tenían sentido. Los principios elementales habían
sido deformados hasta quedar tan rotos y distorsionados que ya no existían.

***
Fithvael despertó al romper el alba sobre el bosque, y encontró a Gilead, ya
de pie, junto a los restos del fuego de campamento. Su amigo se encontraba
completamente armado y vestido, pero estaba pálido y demacrado.
—Debemos marcharnos —dijo Gilead—. Tenemos que sacar de allí a la
dama Níobe, y debemos hacerlo ahora.
—Hay tiempo, viejo amigo —respondió Fithvael con el tono
tranquilizador que empleaba cuando Gilead se mostraba malhumorado y
obsesivo.
—¡No! —insistió Gílead en un tono que no aceptaba concesiones—.
Tengo la mente tan llena de ella, tan llena de las imágenes que ella me
transmite, que ya no sé qué es real y qué es ilusión. Sólo sé que debo luchar
por ella.
—Ya he luchado antes junto a ti, Gilead te tuin —le recordó Fithvael—, y
no dudaré en luchar a tu lado otra vez. Pero si voy a seguirte, debes
contarme lo que sabes.
—Sólo que Níobe necesita nuestra ayuda. Se encuentra en mortal
peligro.
—¿La voz y las imágenes de tu mente proceden de ella? Pero ¿quién es
ella?
—Mi futuro y mi pasado —respondió Gilead al mismo tiempo que se
pasaba una mano por la fruncida frente.
—¿Conoces a esa mujer?
—Siempre la he conocido —fue la respuesta de Gilead.
—¿De Tor Anrok? —inquirió Fithvael, emocionado. Gilead, sin
embargo, dejó caer la cabeza.
—¡No lo sé! ¡Sólo sé que debo luchar por ella!
Fithvael se echó la capa sobre los hombros con aire de resignación.
—Supongo que con eso me basta —concluyó.
Gilead se detuvo e inspiró profundamente al apartar el sotobosque que
tenía delante. Lo que se alzaba en el espacio árido allende este era enorme.
Sólo podía ver la fachada del edificio, y lo que observaba a izquierda y
derecha no le permitió hacerse una idea de la anchura porque era incapaz de
distinguir las esquinas. Echó la cabeza hacia atrás y vio que el edificio se
curvaba en dirección a la parte posterior, y se encumbraba tan arriba que no
lograba distinguir el borde del tejado, sólo enormes murallas de granito y
pedernal que quedaban interrumpidas en lo alto por unas nubes negras.
Fithvael se detuvo en seco detrás de Gilead, y al mirar por encima del
hombro de su amigo vio por qué se habían parado de modo tan repentino.
Retrocedió dos pasos con profundo asombro, y estuvo a punto de caer al
tropezar con unas raíces de árbol que sobresalían de la tierra, detrás de él.
—¿Cómo…, cómo no hemos visto esto desde cien leguas de distancia?
—preguntó el veterano guerrero.
Gilead no respondió, sino que pasó más allá del sotobosque. La
gigantesca y horrenda estructura se encontraba a apenas un centenar de
metros de ellos, pero la vegetación forestal se interrumpía de modo brusco
ante los pies de los elfos, y nada crecía a la sombra del edificio. Avanzaron
por una tierra de nadie que parecía antinaturalmente dura, negra y plana.
De pronto, Gilead levantó un pie de la superficie líquida, y Fithvael profirió
una exclamación cuando sus propios pies se hundieron en un pantano
caliente y negro.
De repente, un oscuro géiser, de unos trescientos metros de alto, hizo
erupción a unos cien metros a la derecha y roció a los elfos con inmundicia
oscura y caliente. En ese momento, toda la tierra desolada se transformó en
un tremedal burbujeante.
Gilead desenvainó la espada y comenzó a avanzar por el cenagal; quedó
hundido en él hasta la cadera. Llevaba la capa envuelta en bandolera sobre el
hombro, a salvo del maloliente calor y la suciedad del fango. Fithvael se
calzó bien las botas, se ajustó el cinturón, metió la capa en el hatillo que
llevaba a la espalda y siguió al elfo más joven.
—¡Desenvaina tu arma! —advirtió Gilead al mismo tiempo que se volvía
a mirar a su amigo—. ¡Date prisa! —gritó mientras regresaba a toda
velocidad hacia Fithvael.
Detrás del veterano guerrero, alzándose desde el fango como si acabaran
de despertarlo de un sueño profundo, apareció un ser monstruoso. Enormes
cuernos retorcidos descendían desde ambos lados de una cabeza plana y
picada de viruelas, y sus ojos rojos parpadearon mientras el fango del
pantano bajaba en regueros por su rostro verde marcado por cicatrices y
cubierto por llagas supurantes. El monstruo flexionó la mandíbula y lanzó
hacia adelante su cuerpo sumergido a medias, a la vez que gritaba y sus
extremidades superiores en forma de remo salían del fango.
Fithvael se volvió en el momento en que Gilead lanzaba su daga
cogiéndola por la punta. El arma silbó por el aire al girar sobre sus extremos
y dibujar un grácil arco, y se clavó en la garganta desnuda de la enorme
bestia del pantano.
La criatura alzó una larga mano palmeada para coger la empuñadura de
la daga, pero Fitbvael fue más rápido, aunque aún estaba desarmado. Lanzó
todo su peso contra la daga, la cual se clavó más profundamente y más
abajo, hacia el interior del pecho de la bestia. Luego, el elfo tiró de la
empuñadura cubierta de sangre para arrancarla y clavarla por segunda vez
en la garganta del monstruo, entonces más abajo.
Las enormes manos fangosas de la bestia rodearon los hombros de
Fjthvael, lo abrazaron y lo arrastraron, haciéndole perder pie sobre el lecho
del pantano. Al desequilibrarse, el veterano guerrero sintió que la
empuñadura de la daga de Gilead se le clavaba en el pecho. El monstruo alzó
a Fithvael con facilidad, pero el elfo levantó los pies con tanta rapidez como
le permitía la acción absorbente del fango y, tras recoger las rodillas contra
su cuerpo, apoyó con firmeza las enlodadas botas contra el vientre de la
bestia y empujó con todas sus fuerzas.
El veterano guerrero cayó pesadamente de espaldas y provocó una lenta
ola de barro. El enorme monstruo se encumbraba sobre él.
Gilead no había podido hacer otra cosa que quedarse quieto y observar
la acción, porque Fithvael se interponía entre él y el enemigo, pero en cuanto
tuvo ante sí el enorme cuerpo de la criatura, atacó.
El joven elfo asestó estocadas en la abultada superficie callosa del lomo
de la bestia con la espada; cortó la gruesa piel verde hasta dejar a la vista el
costillar de huesos marrones muy contorsionados. La criatura comenzó a
sufrir convulsiones, y una de las extremidades palmeadas traseras ascendió a
la superficie y quedó flotando. Entonces, Gilead hundió la mano izquierda
en el pantano, encontró un asidero en el justillo de Fithvael y sacó a su
amigo del limo. El veterano guerrero tosió, escupió e inspiró larga y
ansiosamente, mientras observaba cómo el ser al que habían matado volvía a
deslizarse bajo las aguas que serían su sepultura.
Cuando Fithvael se hubo recuperado, Gilead buscó a Níobe en su mente,
conectando con la persistente urgencia de la llamada. Ella los había llevado
hasta allí y confiaba en que los conduciría a salvo hasta donde estaba.
Tras ponerse otra vez en marcha, caminando a medias ya medias
nadando mientras sus manos remaban en la superficie del pantano que
ondulaba en torno a ellos, los dos guerreros avanzaron a buen paso y pronto
tuvieron las altísimas y lisas paredes del castillo a la distancia del brazo.
—¿Lo ves? —preguntó Fithvael en tanto examinaba la superficie cercana
de la muralla.
—No hay junturas —respondió Gilead—. Las murallas son monolíticas.
Gilead retrocedió un poco y miró más arriba en busca de pautas que
pudiesen aportarle algún indicio referente a la estructura de las
impenetrables murallas. En la superficie del fango que lo rodeaba podía ver
reflejos que formaban oblicuos rectángulos de luz. Alzó otra vez los ojos
hacia la enorme muralla y vio que los reflejos procedían de algunas
ventanas. Se encontraban muy en lo alto, pero eran enormes. Los cristales de
las ventanas tenían un denso lustre, como espejos negros, y estaban
colocados a ras de la piedra; no se veían ni marcos ni antepechos. Gilead
recordó el imposible edificio de su sueño, y cerró los ojos para concentrarse
otra vez en la voz de Níobe.
Fithvael y su compañero avanzaron por el fango a lo largo de la base de
la pared, que parecía curvarse suavemente. Gilead buscaba algo, pero fue
Fithvael quien lo vio primero.
—¡Allí! —exclamó el veterano guerrero—. ¿Podría ser eso?
Gilead no veía nada delante de él, aunque examinó la muralla con gran
atención.
—A medio metro a tu derecha, a medio palmo por encima de tu hombro
—lo dirigió Fithvael.
—No veo nada —respondió Gilead, y retrocedió hacia Fithvael.
Al ocupar el sitio del veterano guerrero, también él pudo ver la abertura
que había en la muralla: una especie de desagüe de lluvia cubierto por una
reja, arqueado y amenazante. El fango del pantano parecía saltar hasta la
obra de pizarra de la reja, pero no penetraba a través de ella.
«Es todo una ilusión. ¡Recuérdalo!», se dijo Gilead, y luego regresó al
lugar donde debería haber estado el desagüe, pero este había vuelto a
desaparecer. Fithvael se encontraba entonces junto a su amigo, pero la
abertura era invisible también para él.
El veterano guerrero volvió sobre sus pasos hasta el sitio por el que había
estado caminando cuando vio el desagüe por primera vez. Necesitó varios
minutos para encontrar el lugar correcto, pero, al fin, lo logró. Siguiendo las
explícitas instrucciones de Fithvael, Gilead se izó, aferrándose a los barrotes
de una reja que era invisible para él.
Intentó mirar hacia dentro, pero no se veía nada. Una corriente de aire
frío pilló desprevenido al último hijo de Tor Anrok. Se protegió el rostro por
un momento, y cuando volvió a abrir los ojos se encontraba otra vez sobre
terreno sólido. El fango y la suciedad del pantano habían desaparecido de
sus ropas.
—¡Fithvael, ya estamos en el interior! —dijo Gilead, y se volvió para
mirar a través de la rejilla, pero detrás de él sólo había muralla sólida.
Como un cuadro vivo que pintara en su mente despierta, Níobe tendió
una mano y le cubrió los ojos.
Gilead cerró los ojos y palpó la muralla que se alzaba ante él. Al mirarla,
había parecido dura y lustrosa, pero tenía un tacto arenoso y se
desmenuzaba al tocarla. No había ninguna abertura.
Gilead se quitó la capa que llevaba envuelta alrededor del cuerpo y rasgó
una estrecha tira de densa tela del ruedo de la prenda. Con ella se envolvió el
rostro para protegerse los ojos con varias capas de tela bien apretada. A
pesar de que estaba cegado por completo, Gilead cerró los ojos una vez más
y tendió las manos.
Pudo palpar la reja ante sí, y pasó las manos a través de los barrotes.
Fithvael estaba seguro de no haber parpadeado siquiera, y sin embargo
su amigo había desaparecido a través de la reja sin que él viese cómo
sucedía. Sabía que entonces debía intentarlo él mismo.
A ojo, midió con cuidado la distancia a lo largo de la muralla y avanzó
lentamente hacia la abertura. En cuanto se desplazó, la reja volvió a quedar
invisible, pero confiaba en el cálculo mental hecho y midió la pared con el
ancho de las manos, poniéndolas sucesivamente una junto a otra, al mismo
tiempo que contaba. Tras alcanzar su aparente destino, Fithvael pasó las
manos sobre la sólida superficie de la muralla para palparla, pero no notó ni
reja ni abertura alguna, y comenzó a desesperarse.
Desde unos pocos metros de distancia, el desagüe de lluvia parecía muy
grande, y sin embargo no podía encontrarlo ni siquiera cuando lo buscaba al
tacto.
Fithvael se desplazó un paso a la izquierda y alzó las manos más que la
vez anterior, para luego palpar un área más grande de la muralla, con las
palmas planas.
Nada. Bajó los brazos un momento para concentrarse, y luego clavó la
mirada en la muralla, como si intentara ver el interior o a través de ella.
El veterano guerrero elfo sintió las manos sobre los hombros antes de
verlas, y se tensó por un momento, dispuesto a luchar contra otro enemigo.
Luego, vio las largas manos delgadas de Gilead, que reconoció por el dedo
que le faltaba en la izquierda. Los brazos del joven sobresalían de la sólida
muralla de roca.
Al instante siguiente, Fithvael se encontraba de pie junto a su amigo,
limpio de fango pero más que un poco confuso. Buscó la mirada de Gilead.
—Debes habituarte a estas cosas —le dijo el joven elfo—. Ya he visto
demasiadas por el estilo en este lugar, y es todo igual. Ya no estamos en
nuestro mundo, Fithvael te tuin.
—Puedo percibirlo —replicó el veterano—. Puedo olerlo y sentir su
sabor. Me pone la carne de gallina y me penetra el cuerpo ¡Corrupción!
—Entonces, lucha contra ella —replicó Gilead—, como siempre hemos
luchado contra el mal…, pero pelea sólo para defenderte. El mal y la magia
de este lugar son demasiado enormes para que luchemos en solitario contra
ellos. Nuestro propósito es liberar a Níobe, y luego salir de este vil mundo
extraño.
Gilead fijó la mirada en su amigo para que este pudiera recordar la
advertencia que acababa de hacerle, y después se alejó con paso majestuoso
por un largo corredor curvo que se adentraba en el extraño territorio de
aquella descomunal fortaleza de piedra.
Níobe los guio bien, aunque ellos continuaban estando confusos a causa
de los engaños arquitectónicos y las ilusiones ópticas del entorno.
Los espacios que parecían gigantescos desde lejos eran estrechos una vez
que se hallaban dentro de ellos. Los suelos y los techos se inclinaban hacia
abajo y hacia arriba, respectivamente, alargando la perspectiva, o se
hinchaban y aplanaban, y cambiaban de forma y dimensión ante sus propios
ojos. Se golpeaban contra paredes que no podían ver, parecían caminar por
techos y ascendían escaleras que aparentaban ser superficies planas.
Fithvael miró a través de una de las ventanas de vidrio negro, que era
transparente como el cristal desde dentro. Sólo lo hizo una vez, porque
atisbó un panorama infinito de agitado desierto, cuyas dunas de arena negra
volcánica eran movidas por un abominable siroco en el horizonte. Nada
crecía allí, pero el territorio cambiaba de manera constante. El veterano vio
que una descomunal tormenta de arena se encumbraba a lo lejos, se
convertía en un tornado de ocho kilómetros de alto, y luego desaparecía en
un instante. No tenía explicación alguna para lo que veía, salvo que aquel
fuese de verdad un territorio que estaba bajo el dominio de los Poderes
Oscuros.

***
Níobe podía percibir a Gilead y ver a través de sus ojos. Contempló al
anciano guerrero, más pequeño, que seguía a su señor, y observó la
confusión que había en el rostro de Fithvael al enfrentarse con las pruebas
que le planteaba el entorno. Fithvael. Su nombre era Fithvael. Lo
compadeció.
Estaban ya tan cerca que casi podía extender un brazo y tocarlos. Hacía
muchísimo tiempo que no tocaba a otro ser.
No sabía si habían pasado días o años. El tiempo, al igual que el tejido
material de aquel sitio, estaba retorcido y distorsionado para adecuarlo al
gusto del Señor de las Bestias Ire, que moraba en el Caos.
Níobe se arrodilló sobre la plataforma porque era demasiado alta para
ponerse de pie, y tenía las manos atadas a una fina, casi invisible, cadena de
plata perfecta, ligera y de aspecto frágil, pero que presentaba la resistencia de
los eslabones forjados por los enanos. El plinto era una estrecha columna de
no más de un metro de diámetro y perfectamente circular. Flotaba a menos
de un tercio de la altura de la descomunal sala como una catedral que
alojaba a todos los esclavos hechiceros que el Señor de las Bestias Ire había
reunido con gran satisfacción.
Cada día, a veces a cada hora que pasaba, la distribución de las columnas
cambiaba. Ella temía esos movimientos. La forma en que la columna flotaba
por el enorme espacio de la catedral sin fin la mareaba y descomponía… ¿O
era el conocimiento de que cuanto más ascendía más se aproximaba a su
destino final?
Si llegaba a lo más alto, ¿qué sentiría allí? ¿Cómo moriría? Había dejado
de mirar las formas esqueléticas que continuaban adheridas a las columnas
más altas, que cuando habían ascendido llevaban sobre sí criaturas vivas:
humanos, enanos, elfos. Todas las razas y especies se hallaban representadas,
y todas estaban vivas durante el ascenso. No todas las columnas descendían
con su carga intacta. Muchas se limitaban a desplomarse, pasando entre las
otras que flotaban, y dejaban caer los cuerpos disecados que quedaban sobre
ellas. Los cuerpos se convertían en polvo, y luego desaparecían en la nada,
antes de llegar siquiera al fondo.
Las columnas que descendían con lentitud y que llevaban encima
esqueletos y, a veces, cuerpos en estado de putrefacción lo hacían así sólo
debido a que aún quedaba una pizca de magia en los cadáveres después de
que hubiesen exhalado el último aliento. Esas columnas flotaban y
languidecían, y daba la impresión de que no se movían con tanta frecuencia
ni tan lejos como las demás.
Níobe no podía soportar la idea de que pronto podría ser una de ellos. Si
debía morir allí, quería tener un final limpio y rápido. Para ella, no podía
haber magia sin conciencia, ni conciencia sin vida.
Había dejado de mirar a los otros seres mágicos que la rodeaban, a los
vivos y a los muertos. Había intentado contarlos al principio, cuando la
encadenaron a la plataforma, pero eran incontables; ascendían a decenas de
miles hasta donde pudo ver, y no sabía cuántos más había en lo más alto de
la catedral. Había dejado de mirar a los recién llegados, a los que
encadenaban a los plintos que los muertos desocupaban, o a nuevas
columnas de mármol blanco, acabadas de tallar, que con el tiempo se
oscurecerían y envejecerían como las otras.
Pero, más que nada, Níobe había dejado de mirar hacia el altar, pues
tenía un efecto hipnótico sobre todos los que posaban los ojos en él.
El altar era un gran bloque de roca sólida cubierto por cambiantes runas
negras y grises que periódicamente siseaban al iluminarse y, en ocasiones,
rezumaban un líquido viscoso de color negro azulado. Ocupaba una
posición central en el espacio elíptico donde debería haber estado el piso, en
caso de que hubiese habido un piso visible. Níobe no podía ver nada debajo
del altar, que parecía flotar en el aire de modo semejante a las columnas.
Entre las runas del Caos que se contorsionaban y recorrían la superficie
del altar, cada centímetro del espacio disponible estaba ocupado por
conectores finos como alfilerazos, donde se fijaban hilos de plata de
sujeción, decenas de miles de ellos. Muchos eran de plata; algunos brillaban
con los colores cambiantes de un arco iris inverosímil; otros eran de color
cobre, o negros y erosionados por la corrosión.
Sobre el altar vivía el Cipher, un ser que no se alimentaba de nada que
no fuese lo que absorbía del propio altar. No tenía rasgos distintivos, ni
extremidades, ni ojos, ni orejas, ni voz. Era enorme e inmóvil, palpitaba
lentamente de vez en cuando y latía con espasmódico ritmo propio. No
cambiaba, carecía de edad y de forma, aunque Níobe sabía que se trataba del
elemento más poderoso de todos ellos. Era el altar el que drenaba a los
esclavos de su magia al mismo tiempo que mantenía su forma física. Las
ataduras como hilos que conectaban a los esclavos con el altar eran como
cordones umbilicales que los sometían a todos a la voluntad de aquel lugar y
de aquella cosa oscura.

***
Fithvael y Gilead avanzaban a través de la estructura que no tenía estructura,
conscientes sólo de que seguían el camino trazado por Níobe. Miraban
constantemente a su alrededor por si aparecía algún enemigo: hombre
bestia, monstruo del Caos, incluso el abominablemente hermoso Señor de
las Bestias que Gilead había visto en su sueño.
Ansiaban sentir un arma en las manos; algo sólido, real, inalterable en
aquel lugar de pesadilla. Deseaban concentrar la mente en la única forma de
verdad satisfactoria que conocían; anhelaban luchar, derramar sangre e icor,
cortar, desgarrar y hender carne, cualquier carne.
—¿Dónde están? —preguntó Fithvael—. ¿Dónde están las hordas
enemigas?
—También a mí se me va la mano a la espada —respondió Gilead con
brusquedad mientras sus dedos se flexionaban a menos de dos centímetros
de la empuñadura del arma.
Cada centímetro de aquel lugar que hedía a maligna corrupción, y cada
inspiración, ponía a los elfos tan tensos que estaban a punto de gritar.
—¿Dónde estamos? —quiso saber Fithvael.
—Limítate a seguirme —le contestó Gilead, que volvió a flexionar la
mano cerca de la espada y miró a su compañero con ferocidad.
A cada paso que daba Gilead, el corazón de Níobe respondía con un
latido. Y a medida que se acercaba, los pies de él resonaban con más rapidez
y fuerza sobre los suelos, las escaleras y los techos que recorría. Ella ya casi
llenaba su mente por completo. El elfo había olvidado al enemigo ausente
que Fithvael aún esperaba encontrar a cada paso, y sentía sólo a Níobe.
Avanzaba con tal rapidez que el veterano guerrero apenas podía seguirle el
paso sin lanzarse a una dolorosa carrera.
El corazón agitado de Níobe latía cada vez más rápidamente y jadeaba
para respirar; arrodillada, intentó llevarse las palmas al pecho, pero tuvo que
inclinarse más limitarse a apoyar la cabeza sobre las manos atadas. En su
desesperación por mantener el contacto mental con el elfo, había unido su
propio ser muy estrechamente al de él, y entonces debía pagar el precio de
sus actos. Desesperado por encontrarla, Gilead avanzaba casi a la velocidad
de una sombra. Ella estaba débil, al limite de su resistencia. Su cuerpo, su
mente y su alma corrían, sin que pudiera evitarlo, al ritmo que él marcaba,
incapaces de lentificar la marcha, incapaces siquiera de interrumpir la
conexión. La magia mental que había obrado para lograr la huida estaba
matándola. Su corazón se agitó una vez más y se paró. Ella cayó sobre la
plataforma.
La voz guardó silencio, y Gilead se estremeció ante el vacío repentino.
Dio unos últimos pasos y entró en una estancia más vasta que cualquier
catedral.
Se detuvo con los pies sobre el borde de roca que dominaba la abismal
bóveda de la inmensa cámara. Por encima, debajo y en torno a él, las
numerosas columnas flotaban en el aire frío. Vio a los desdichados seres
encadenados a cada una de ellas, los vivos y los muertos. Oyó los gemidos y
lejanos lamentos de los cautivos. A lo lejos, a través de la multitud de plintos
flotantes, vio el pálido destello del altar.
—¡Níobe! —gritó.
No había eco. El espacio era aire muerto.
El hedor había desaparecido. El repulsivo olor a corrupción estaba por
completo ausente de aquel vasto espacio. No olía a nada. A los esclavos
mágicos se les extraía hasta la última gota de poder; nada escapaba a las
ataduras —ni olores, ni energía—, nada en absoluto.
Gilead se quedó allí, impotente, al borde del abismo. Fithvael se le acercó
por la espalda.
—Por todos los dioses de Ukhuan… —tartamudeó el veterano guerrero,
cuya voz también estaba amortecida.
—Ella está aquí, en alguna parte —balbuceó Gilead.
—¿Dónde?
—No lo sé. Ya no puedo oírla.
Gilead temía lo peor. Se esforzó por captar algún indicio de ella. Nada.
La voz y el corazón de Níobe habían callado para siempre cinco minutos
antes.
—Tenemos que encontrarla… —comenzó a decir.
Fithvael miró hacia el espacio que se abría ante él. No tenía color ni
matices. Parecía no haber ninguna fuente de luz, ni tampoco sombras. No
podía ver pared alguna, sólo sentía que tenían que estar allende los millares
de plataformas flotantes que lo rodeaban por todas partes. Miró hacia abajo.
No había piso.
—¡En ese caso, encontrémosla! —gruñó.
Saltó desde el borde del umbral sobre el plinto más cercano, que se
bamboleó ligeramente cuando cayó sobre él. El ser humano demacrado y
consumido que estaba encadenado al mismo gimió.
Fithvael saltó a la siguiente plataforma, y recorrió con la mirada las
columnas flotantes que lo rodeaban y los seres atados sobre las mismas. Allí
había especies y razas que jamás había visto, de las que nunca había oído
hablar, ni siquiera en las leyendas. Se encontraban de pie, arrodillados,
agachados, o yacían muertos sobre un perfecto disco de roca flotante.
Náufragos, aprisionados sobre diminutas islas en la oscuridad. Nunca había
visto una variedad tan enorme de seres pensantes en un mismo sitio, ni un
lugar tan vasto como aquel, aunque tan claustrofóbico… y tan cruel.
Inundado por una repentina cólera arrasadora, Fithvael comenzó a
moverse otra vez, saltando de una plataforma a la siguiente, sin hacer caso
del abismo que se abría debajo. Comenzó a tironear de los seres para
intentar que despertaran. Ninguno se movía; ni siquiera parecían darse
cuenta de su presencia. Cuando no pudo despertarlos, el anciano elfo
intentó liberarlos. Sacó la espada cogiéndola con tal fuerza que se le
pusieron blancos los nudillos rugosos y delgados, y enseñó los dientes al
apoderarse de él un frenesí por cortar y destruir las delicadas ataduras. No
pudo romper ni una sola.
La visión de su amigo pasando de una columna a otra hizo que Gilead
Lothain entrara en acción. También él saltó sobre el plinto más cercano,
donde un enano yacía atado en posición fetal. Intentó apartar el
pensamiento que entonces se repetía en su mente: ella ya estaba perdida.
Continuó avanzando con otro salto, y luego otro y otro más. Fithvael
estaba mucho más abajo que él, casi fuera de la vista.
—¡Níobe!
Algo hizo que mirara el cuerpo que había sobre la columna que tenía
debajo, a la derecha. Estaba desplomado y enroscado como un ovillo. El
largo cabello caía por un lado del plinto y colgaba una mano. El rostro
estaba gris, pero lo reconoció por las imágenes de su mente.
Gilead saltó al vacío. Estuvo a punto de errar, pero se aferró al borde y se
izó sobre la plataforma, junto a ella.
Níobe realizó dos inspiraciones cortas, jadeantes y separadas entre sí por
varios segundos, y apenas se movió. Gilead podía oír la voz interior de ella,
lejana y frágil, en el fondo de su mente.
El guerrero se inclinó para recoger a la doncella elfa. Era ligera, casi
insustancial. Sólo pudo alzarla a un metro por encima del plinto antes de
que las ataduras se tensaran y se negaran a ceder. Gilead miró los finísimos
hilos de plata que retenían juntas las delgadas muñecas de Níobe;
desaparecían en el interior de la columna sobre la cual la habían colocado.
Los cogió con ambas manos con el fin de romperlos, pero no pudo sentirlos
al tacto, y se miró las palmas abiertas para asegurarse de que estaban allí.
Dio un brusco tirón con las manos en direcciones opuestas; sin embargo, no
logró romperlos.
—No podrás hacerlo —dijo la voz de Fithvael. Se encontraba sobre una
plataforma que flotaba por encima y a la izquierda de la de Níebe. La
compartía con un joven varón humano atado, que permanecía sentado en
silencio y no reaccionaba—. Nada puede liberar a estas pobres criaturas —
dijo al mismo tiempo que abarcaba el vasto espacio con un gesto—. Nada
cortará esas malditas ataduras.
—¡No! ¡Eso no puede ser verdad! —declaró Gilead—. ¡Ella está viva!
¡Muy débil, pero viva!
Sacó la espada y rodeó con el delgado hilo dos veces el ancho de la hoja.
Luego dio un tirón hacia arriba, pero el arma se detuvo antes de describir el
elegante arco que él esperaba. Los hilos no se cortaron.
—Te he dicho… —comenzó Fithvael, cuya voz sonaba átona en el
espacio amortecedor.
—¡Silencio!
Gilead intentaba pensar. Tenía que haber una forma de romper el hilo
físico que retenía la mente de ella y la drenaba de su magia.
La voz de Níobe, quebrada y frágil, habló dentro de su mente.
—No… cortes los hilos —dijo—. Destruye la plataforma.
Gilead apoyó con firmeza los pies, un poco más afuera de la línea de los
hombros y, tras coger la espada a dos manos, la hundió en la roca.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Fithvael.
El acero azul de la hoja penetró en la piedra entre una nube de chispas
blancas, frías. Gilead volvió a clavarla. La espada comenzó a adoptar la
misma oscuridad incolora de todo lo que había en aquel espacio, y el elfo se
miró por un instante. Su capa no conservaba ni rastro de su color rojo, y la
empuñadura de la espada ya no era dorada y brillante. La bóveda los estaba
drenando también a ellos.
Gilead realizó una profunda inspiración vigorizadora, y el pecho de
Níobe se elevó y descendió por simpatía. El volvió a golpear, y se abrió una
grieta en la superficie de la plataforma al mismo tiempo que esquirlas de
piedra caían al vacío.
—¡En el nombre de Ulthuan, Gilead! ¡Caerás y te matarás!
—Si eso es lo único que puedes decir, guárdatelo para ti mismo.
Tras proferir una imprecación desesperada, Fithvael se puso de pie y
desenvolvió el largo rollo de cuerda elfa que llevaba en torno a la cintura.
Sus manos expertas la envolvieron dos veces alrededor de la plataforma a la
vez que él se desplazaba rodeando al joven inmóvil. Luego, llamó a Gilead y
le lanzó el otro extremo de la cuerda.
El joven guerrero elfo la atrapó, asintió apenas para darle las gracias, y la
ató en torno al cuerpo de Níobe, por debajo de los brazos de la joven. A
continuación, prosiguió con los golpes demoledores.
En sus manos, la espada de Galeth comenzó a recobrar tímidamente sus
colores originales. Gilead estaba debilitando a aquel poder. Solo allí, solo en
aquel diminuto lugar, estaba hendiendo el frío que todo lo absorbía y
reanimando la vida y el color.
Los golpes se hicieron más veloces. Al adquirir la rapidez de la sombra,
el acero azul de su espada comenzó a relumbrar, y el oro de la empuñadura
se tomó brillante e iridiscente.
Fithvael lo observaba con creciente alarma. Las manos, tensas, sujetaban
la cuerda; estaba preparado para resistir el tirón. Incluso desde allí arriba
podía ver que el pecho de Níobe se estremecía y se agitaba como las alas de
una mariposa. Tenía convulsiones, agónicos espasmos producidos por su
corazón, que latía a un ritmo muy superior a cualquier cosa que hubiese
presenciado Fithvael; mucho más. El esfuerzo la mataría.
De la rajada plataforma de Níobe comenzaron a desprenderse trozos de
roca, que se convertían en bolas de niebla y se alejaban flotando en la
atmósfera muerta de la cámara.
La plataforma se partió. El cuerpo laxo de Níobe salió despedido de la
roca y cayó de modo brusco, pues los hilos quedaron libres del punto de
anclaje. Con un grito gutural a causa del esfuerzo, Fithvael clavó los talones
y tiró de la cuerda, con lo que detuvo la caída, y ella quedó balanceándose
como un péndulo debajo de la columna sobre la que se encontraba él.
Fithvael tenía los dientes apretados; el veterano guerrero había estado a
punto de caer de la plataforma.
Gilead se precipitó al vacío. Abrió los brazos y cayó por el frío aire,
dando vueltas sobre sí mismo como un salmón que salta del agua. Casi logró
aterrizar en una plataforma situada doce metros más abajo, pero el impacto
la hizo girar sobre los extremos como un témpano de hielo en aguas rápidas,
y el joven elfo volvió a caer.
Parecía que la oscuridad ascendía hacia él. Por fin, aterrizó de pleno y
con un fuerte golpe sobre una plataforma ennegrecida, donde destrozó los
huesos que se desintegraban, atados, sobre ella.
Fithvael subió a Níobe a su columna, y luego miró hacia abajo.
—¡Gilead! ¡Gilead!
Tras un momento de silencio, la voz de Gilead ascendió hacia él.
—Estoy vivo. Coge a la doncella y avanza hacia la salida.
En la helada oscuridad de la bóveda, destellaron chispas de luz. Al
liberar a Níobe, habían roto un eslabón de la cadena mágica,
interrumpiendo los trabajos del vasto mecanismo arcano construido por el
Señor de las Bestias Ire.
Se oyó un grave atronar. Los gritos comenzaron a estremecer el vasto
espacio cuando algunos de los esclavos despertaron y se dieron cuenta de
que las pesadillas eran reales.
Con Níobe echada sobre un hombro, Fithvael desanduvo el camino
saltando de un balanceante plinto a otro, hacia la puerta. Entonces casi
podía oler la magia, desgarrada, rota. Respiraba trabajosamente, y cada salto
constituía un esfuerzo.
Llegó a la solidez del umbral y depositó a Níobe, profundamente
dormida, sobre el suelo; ella gimió. Fithvael volvió la mirada hacia la bóveda;
no había ni rastro de Gilead. Las luces continuaban chisporroteando en la
oscuridad y, del lejano altar, ascendían vapores incandescentes.
—¿Gilead?
—¡Dame la mano!
Fithvael miró hacia abajo y vio que su compañero escalaba la pared de
roca despareja situada por debajo del umbral, aferrándose a todos los
resquicios que hallaba. El veterano guerrero bajó una mano e izó al elfo más
joven.
Con las espadas desenvainadas, los camaradas volvieron sobre sus pasos
a través de los imposibles pasillos y las salas de la fortaleza. Gilead llevaba a
Níobe. Con los corazones en la boca, esperaban ser descubiertos en
cualquier momento, pero el lugar parecía despoblado. Nadie trató de
detenerlos.

***
En el exterior, rugía una tormenta que azotaba el bosque antiguo. Los elfos
no pudieron deducir si era de día o de noche, pero el cielo tenía un color
negro espejado y se agitaba con bucles y torbellinos de nubes. Lanzas de
rayo se precipitaban hacia las altas murallas del bastión del Señor de las
Bestias Ire, y la lluvia era tan abundante que parecía un velo. Avanzaron
dando traspiés bajo el aguacero, con las botas cubiertas por el repulsivo
fango, hasta que encontraron a los aterrorizados caballos atados en el calvero
que se hallaba más allá de la fortaleza.
Gilead sujetó amorosamente el delgado cuerpo de Níobe contra su
pecho, mientras Fithvael le preparaba un lecho bajo el dosel de los árboles.
Cuando estuvo listo, buscó hierbas frescas con las que tratarla, pero no pudo
hallar ninguna; las plantas de salud y curación no podían crecer en aquel
sitio, así que tuvo que arreglárselas con la provisión de plantas secas
empaquetadas algunos meses antes.
Pasadas algunas horas, la lluvia comenzó a disminuir y un gris pálido
inundó el cielo. Fithvael encendió un fuego y revivió las hierbas secas en un
poco de vino elfo que guardaban en el único odre que les quedaba de los que
se habían llevado al marchar de Tor Anrok.
—Podrías haberla matado —dijo Fithvael.
—Yo, no —contestó Gilead—. Ese lugar terrible, sí.
Escupió con asco al volver a sentir, de pronto, el sabor y el olor de la
residencia de Ire.
—En efecto, Gilead te tuin —lo aplacó Fithvael—. Sin duda, habría
perecido de haber permanecido en ese lugar, pero me temo que debo
advertirte que nosotros podríamos… haber apresurado su fin, de todas
formas.
—¿Cómo? —preguntó Gilead mientras observaba cómo Fithvael
preparaba sus pociones en el mortero que siempre llevaba consigo.
—La dama Níobe te buscó y te atrajo hacia ella. Su voz, decías tú. Como
un anzuelo en la boca de un pez. Te atrajo, primero, a través de este lóbrego
bosque y, luego, a través de la demente arquitectura de esa fortaleza.
Fithvael mojó unos trapos limpios con un poco más de vino y envolvió
en ellos la mixtura de hierbas para hacer con ellas una cataplasma que
colocó sobre el pecho de Níobe antes de poner agua a hervir para hacer una
infusión reanimadora. Luego, alzó la mirada hacia su compañero.
—Tú y ella os habéis convertido en uno solo de una manera muy
profunda. Debido al lazo que ella forjó contigo, vuestras almas se
superponen. Lo que ella siente lo sientes tú, y viceversa. Tus acciones afectan
a la fuerza vital de ella.
—¿Eso la mataría? —preguntó Gilead.
—Está débil, y sin embargo su cuerpo no tuvo otra alternativa que imitar
al tuyo cuando adquiriste la velocidad de la sombra —respondió Fithvael—.
Puede ser que haya sido demasiado para ella. No sé si su cuerpo podrá
sobrevivir a un asalto tan feroz.
Gilead se dejó caer sobre la tierra, indiferente al sitio en el que se
sentaba, y hundió la cabeza entre las manos.
—¿Estoy tan maldito —dijo— que pierdo a un gemelo y después mato a
otra persona que se ha unido a mí?
Luego, alzó la cabeza con brusquedad, y Fithvael quedó sorprendido al
ver una sonrisa en su rostro manchado por la lluvia.
—No —se respondió Gilead a sí mismo—. Si mi unión con ella es tan
grande que mi fuerza la perjudica… ¡entonces también puede disponer de
esa fuerza para curarse!
Fithvael asintió ante la lógica del razonamiento.
—Tal vez…
—¡Maldito sea tu tal vez, Fithvael! ¡Sabes que tengo razón! Si
permanezco sereno, descansado, si me fortalezco, entonces ella, debido a
nuestra unión, no tendrá más alternativa que recuperarse también.
—¿No tendrá más alternativa? —Fithvael sonrió—. ¿Vas a ordenarle que
recupere la salud?
Gilead le dijo a Fithvael lo que pensaba de eso con palabras nada
ambiguas. Se levantó y se puso a caminar con paso lento y seguro a través
del bosque, describiendo círculos en torno al campamento que Fithvael
había construido. Respiraba con regularidad, no hacía ningún movimiento
brusco y se concentraba en su propia salud. Se sentía fuerte. Era fuerte.
Retuvo esa sensación y observó cómo el día se encaminaba hacia la noche
mientras él dirigía sus pensamientos hacia Níobe e intentaba llevarla de
vuelta a la salubridad.
Durante tres días, Fithvael atendió a la doncella elfa, que continuaba
débil, y no dejó de vigilar su estado. Gilead lo asombró con su
determinación de desempeñar el papel que le tocaba en el proceso de
curación. Observó que su amigo se mostraba más ansioso de alimentarse
con regularidad y hacer ejercicio suave, aunque no logró convencer al
guerrero elfo de que durmiera.
Al final del tercer día, Gilead casi había logrado ponerse en trance a
fuerza de caminar. Intentaba no pensar en el sitio en que habían estado ni en
lo, que se había hecho allí, por temor a que eso afectara a Níobe.
Intentaba pensar sólo en Tor Anrok, en la época en que él vivía allí con
su familia, cuando Galeth estaba a su lado y su padre gobernaba la hacienda;
cuando Fithvael era un joven y leal guardia; cuando el chambelán Taladryel
aconsejaba y entrenaba a los herederos gemelos de Lothain; cuando
Nithrom, aquel gran guerrero elfo, jugaba a esgrima con él en el patio.
Volvió a narrar mentalmente las viejas historias de familia para dejar que
Níobe conociera las mejores partes de su pasado. Podía sentirla en las
profundidades de algún rincón de su mente, escuchándolo.
Mientras comían junto al fuego al final del tercer día, de repente Gilead
volvió a oír una suave voz dentro de su cabeza. Apartó a un lado el plato y se
encaminó hacia donde yacía Níobe, sobre una cama de helechos, cubierta
con la capa roja de él.
Cuando despertó, Gilead estaba haciendo guardia junto a ella. La
doncella lo miró y sonrió.
—Te conozco, Gilead te tuín Lothain, último Señor de la Torre de Tor
Anrok —dijo, y volvió a cerrar los ojos.
Aquella noche, Gilead durmió como no había dormido en años. Durmió
como lo hacía en otros tiempos, tras un largo día de jugar y luchar con su
hermano. Durmió como un niño cansado y feliz.
Pasaron cinco días enteros desde el rescate antes de que Níobe
permaneciera despierta durante algún tiempo. Comía poco, hablaba menos
y dormía mucho. Aceptaba los cuidados de Fithvael con decoro y gratitud
mientras observaba cada movimiento de Gilead con ojos cansados y
deleitados.
Diez días y diez inhóspitas noches pasaron sin incidentes. Fithvael
comenzaba a preocuparse porque su buena suerte no podía durar mucho
más. Se encontraban en el oscuro corazón de Drakwald, la más peligrosa e
impredecible región de las tierras que los humanos llamaban el Imperio.
¿Por qué no había aparecido ningún hombre bestia? ¿Por qué no se había
producido ningún vengativo ataque del Señor del Caos? El veterano elfo
estaba ansioso por ponerse en marcha, y comenzó a levantar el campamento
en la mañana del undécimo día.
—Está lo bastante bien como para viajar con nosotros —le explicó
Fithvael a Gilead—. Y en este lugar, viajar es más seguro que quedarse
demasiado tiempo en un mismo sitio.
—¿De qué estás hablando?
Ambos se volvieron con sorpresa al oír los alegres tonos femeninos, y
vieron que Níobe estaba sentada y los miraba.
—De marcharnos de este sitio e ir a otro —replicó Fithvael—. Aquí ya
no estamos seguros. Nos hemos quedado tanto como podíamos.
—Entonces, ya está hecho —dijo ella al mismo tiempo que sonreía y
volvía a tenderse de espaldas—. El Señor de las Bestias Ire ha sido destruido.
Fithvael miró a Gilead, y este sacudió la cabeza y se alejó. El anciano elfo
se ocupó de la comodidad de Níobe, y luego siguió a su amigo hasta un poco
más lejos, bosque adentro. Gilead no quería decir lo que tenía que decir
delante de la doncella.
—Níobe me llamó, y yo respondí a su llamada. Ella ha sido rescatada de
aquel repugnante lugar, y no regresaremos a él.
—Entonces, la engañarás —respondió Fithvael—. Pero ella te conoce,
Gilead te tuin. Está aquí dentro —añadió a la vez que daba unos golpecitos
en la frente de Gilead—. Si te conoce, descubrirá el engaño.
Gilead sacudió la cabeza.
—Si su propósito era destruir a ese Ire, se llevará una decepción.
—¿Dónde está tu sensatez, amigo mío? —se mofó Fithvael—. Creí oírte
decir que conocías a esa doncella, que la conocías por ese lazo íntimo que
ella forjó. No te llamó por razones egoístas, ni habría puesto en peligro
nuestras vidas simplemente por salvar la suya propia.
—¿Y eso quiere decir…?
—Que cree que eres un gran héroe, tonto. ¡Te llamó para que acabaras
con el Señor de las Bestias Ire por el bien de todos esos esclavos! ¡Está tan
claro como una runa sobre una piedra blanca! Rescatarla a ella, sólo a ella,
no era la finalidad de todo esto.

***
Cabalgaron a través del aire matinal y se detuvieron en la orilla de un lago
forestal, donde, entre juncos blancos como el hueso, volaban libélulas de
color verde botella. Níobe se sentó sobre la hierba y se puso a trenzar
ramitas secas para hacer una corona mientras les contaba, por fin, su
historia.
Gilead apenas si necesitaba oírla, pues las imágenes mentales que la
doncella había compartido con él se la habían dado a conocer del modo más
vívido. Experimentaba la revulsión que Níobe sentía por Ire como si fuese
suya; sentía el dolor de la joven cuando ella explicaba el designio del atroz
Señor Oscuro.
—Ire, que llegó al poder en algún innombrable reino que cayó en manos
del Caos, y donde gobierna como un semidiós a los engendros subhumanos
que allí acechan, hace tiempo que mira con envidia este mundo cálido y
luminoso. Creo que tal vez fue humano en otros tiempos, hace muchas eras,
antes de que se enredara con la brujería y el conocimiento nigromante
prohibido, y fuera desterrado a los implacables Desiertos del Caos, situados
muy al norte de aquí. Le resta algún vestigio de su condición humana, lo que
hace que anhele este mundo que dejó atrás. Sólo tiene un propósito.
Mientras la doncella hablaba, las imágenes del hombre alto con su
melena de lustrosos cabellos y sus atuendos grises aparecieron con gran
nitidez en la mente de Gilead, que se estremeció.
—Ire tiene la intención de invadir este cálido mundo. Ha reunido
grandiosas fuerzas de destrucción en su condenado reino y ha construido
máquinas de guerra. Ha hecho pactos, según creo, con los auténticos
Señores de la Destrucción, los abominables demonios que colman el vacío
exterior con sus dementes aullidos. Es el instrumento de ellos. El plan de Ire
los complace y le han conferido poder para abrir una entrada, una puerta
entre este mundo mortal y su propio reino enfermo. Pero se necesita energía
para mantenerla abierta, enormes recursos mágicos.
—De ahí, los esclavos —murmuró Fithvael.
—Exactamente, Fithvael te tuin. —Níobe sonrió con dulzura, aunque su
semblante aún estaba pálido y demacrado—. Criaturas que tengan magia
dentro de sí, tanto si lo saben como si no; seres de todas las razas, castas y
especies; criaturas como yo. Nos arrancó de nuestras vidas, a menudo
mediante sangrientas incursiones realizadas por sus guerreros bestiales, y
nos conectó a esa puerta. A través de las ligaduras, nuestra magia era
drenada para alimentar al Cipher.
—¿Qué es eso? —preguntó Gilead, de pronto, pero ya lo sabía: el ser
monstruoso situado sobre el altar era una imagen vívida dentro de su
cabeza.
—¿Su mimado, su sirviente? Lo ignoro. Sólo sé que, hinchado de magia
robada, mantiene la puerta abierta. Y a través de esa puerta llegará el ejército
invasor.
—Pero nada de eso es auténticamente real, ¿verdad? —inquirió Fithvael
con incertidumbre—. Su bastión, todo lo demás, era como un lugar onírico,
una ilusión.
—Es muy real… en su reino de sombras. Lo que vosotros visteis, el sitio
a través del que os abristeis camino, era… como un fantasma de ese reino,
un eco de su fortaleza proyectado al interior de este mundo a través de la
puerta. Se vuelve más real con cada día que pasa. Pronto estará más aquí que
allí, sólido, con consistencia física, inexpugnable. Entonces, las puertas de la
fortaleza se abrirán.
Gilead se aclaró la garganta. Lo que estaba a punto de proponer era
como una bofetada para todo su ser.
—Podríamos…, podríamos advertir a los humanos. Darles la noticia a
los gobernantes de ese…, ese Imperio de hombres que reclama estas tierras.
—¿Y van a creer las palabras de un elfo? ¿Un ser salido de las sombras de
sus leyendas folclóricas?
Fithvael estuvo a punto de reír entre dientes al oír las palabras de Níobe.
—¡Ya han rechazado antes a otros invasores! —le espetó Gilead—. Sus
ejércitos no carecen de poder…
—Muchas invasiones, en efecto —replicó Níobe al mismo tiempo que
asentía con un movimiento de cabeza—. Pero en todas y cada una de ellas
los territorios humanos fueron asaltados desde el exterior, desde los límites
o las fronteras. Esta procede del interior. Imagina durante cuánto tiempo
habría resistido la orgullosa Tor Anrok si el Caos hubiese manado dentro de
la mismísima sala del trono.
—Así pues —intervino Fithvael, con un suspiro—, ¿estás diciendo que
debemos regresar… y cerrar la puerta?
—Sí, maestro Fithvael. Eso es. Regresar y cerrar la puerta.
Gilead se puso de pie a la vez que sacudía la cabeza. Recordaba lo
duramente que había luchado para destruir sólo un plinto de los cientos de
miles que había en aquel lugar. Sabía que no podría liberar a tantos seres
aunque tuviese el tiempo de diez vidas para realizar la tarea.
—No podemos liberarlos a todos —fue su breve respuesta.
—No, en efecto —dijo Níobe—, pero podemos cerrar la puerta.
La fuerza que puso en la palabra podemos hizo que ambos guerreros
experimentaran un escalofrío.
La joven alisó con las manos las arrugas de su vestido sucio.
—En Talthos Elios, mi padre me educó para que hiciese honor a la
antigua promesa; la promesa que nuestra raza hizo en sus últimos años,
cuando el número de los nuestros comenzó a mermar y nos retiramos del
mundo que había sido nuestro. Es probable que los consideremos una raza
infantil, tosca e ignorante, pero los humanos han heredado este mundo de
nosotros. Mi padre me enseñó a honrar a la humanidad, con mi vida en caso
de ser necesario. Nuestro tiempo ha pasado ya, amigos míos. El mundo es
más nuevo y está más vacío que en las épocas de nuestros ancestros.
»Hay una expresión que emplean los señores de Bretonia: Noblese oblige.
Por vuestro gesto, veo que sabéis lo que significa. Tenemos una deuda con
nuestros herederos. Mi magia fue robada y utilizada para poner en práctica
las abominables estrategias de los Poderes Malignos. Daría gustosamente la
vida para destruir esa puerta.
—Suicidio —murmuró Gilead.
—No, mi señor: honor. Debemos honrar nuestro legado. Y para
honrarlo, no liberamos a un esclavo solamente, sino que permitimos que un
millar muera si eso significa que la disforme puerta de Ire desaparezca con
ellos.
Fithvael alzó la mirada hacia Gilead, pero el joven guerrero elfo nada
dijo.
—¿Quieres que los matemos a todos? ¿Todos los esclavos? —preguntó
Fithvael.
—No lo sé —respondió Níobe al mismo tiempo que los miraba a ambos
—. Pero sé que el Señor de las Bestias Ire tiene una sola debilidad.
—Entonces, dinos cuál es —pidió Gilead con tono seco.
—Vi algo en la mente de Ire, pero no me atreví a permanecer en ella
mucho tiempo por temor a que la inmundicia del Caos me infectara. No
tengo otra respuesta que la seguridad de que él sabía que había una
debilidad, y que esa debilidad es su hijo.
—¿Su hijo?
—Tiene un hijo. Es su único punto vulnerable.
Sobre los tres cayó un largo silencio desolador.
—¿Me ayudaréis? ¿Lo haréis? —preguntó Níobe pasado un rato.
Gilead inclinó la cabeza porque no quería mirarla a los ojos.
—Creo que no —replicó.
Gilead se levantó del lado de su amigo y de la mujer a la que creía amar,
y se alejó de ellos. Fithvael se puso trabajosamente de pie y lo siguió,
llamándolo mientras se alejaba.
—¡Gilead! ¡Señor! ¿Incumplirás tu deber? —dijo, pero el joven elfo no se
volvió.
Fithvael apresuró el paso hasta encontrarse justo detrás de Gilead,
momento en que extendió un brazo, lo cogió por un hombro e hizo que se
diera la vuelta con brusquedad.
—¡Dímelo a la cara! Dime que vas a darle la espalda a esto. ¿No
recuerdas ya a Galeth, ni los diez años de búsqueda que te llevaron hasta su
asesino? ¿No recuerdas los años que permaneciste bebiendo en las ruinas de
Tor Anrok, desdichado hasta lo más hondo de ti? Fue tu sentido del deber lo
que te salvó de la perdición, tu deber hacia un ser humano. ¡La hija de
Ziegler! ¿La recuerdas? ¡Tuve que metértelo a golpes en la cabeza para hacer
que te dieras cuenta…! ¡Dioses, tuve que llegar hasta el extremo de estar a
punto de perder mi propia vida! Pero pronto lo comprendiste. Nuestra
época llegó y pasó, Gilead Lothain. Es doloroso, pero es así. Este es tu
destino, amigo mío; nuestro destino. No le vuelvas ahora la espalda.
—¿Y si perdiéramos a Níobe? —preguntó Gilead.
—Amigo mío, si no haces esto, la perderás sin remedio, ¡de todas
formas! Y si no puedes soportar la idea de destruir al Señor de las Bestias Ire
por el bien de la humanidad, hazlo entonces por el de Níobe y el tuyo
propio.
—¿Y tú? —inquirió Gilead.
—Yo iré de todas maneras, aunque estaré mejor si te tengo a mi lado. Tú,
Gilead, fuiste criado para luchar. Así te crio Cothor, y por eso te entrenó
Nithrom, un guerrero de Tor Anrok, de la antigua raza que está
desapareciendo. Es tu esencia vital. Aunque negaras todo lo demás, eso no
podrías negarlo.
Gilead clavó los ojos en su compañero. Durante un largo momento,
Fithvael pensó que iba a golpearlo porque un furioso orgullo contrajo el
rostro de Gilead. El último Señor de la Torre de Tor Anrok desvió la mirada
hacia Níobe, que los observaba desde la orilla del agua, y luego volvió a
posar la vista sobre Fithvael.
—Vayamos a hacer eso —dijo, al fin—. Pero mi señora se queda aquí.
—Pero la necesitamos, Gilead. Sólo ella puede guiamos allí dentro, sólo
ella puede llevarnos hasta el hijo de Ire. Si vamos…, cuando nos
marchemos, ella vendrá con nosotros, sin duda.
Cayó la noche, fría y húmeda bajo los árboles de ramas vencidas.
Fithvael comprobó sus armas y el zurrón de campo que siempre llevaba
consigo, reemplazó lo que pudo y se aseguró de que todo estuviese limpio y
seco. También empaquetó hierbas fortalecedoras para Níobe, pues sabía que
aún estaba débil.

***
Gilead comprobó sus armas, y se aseguró de que la aljaba estuviese llena y la
cuerda del arco bien tensada. Más importante aún: le dedicó un tiempo
mayor a la espada y a la daga, las cuales limpió y amoló hasta que tuvieron
duros filos brillantes. Posó los dedos un momento sobre las runas elfas que
decoraban el acero, y pensó en Tor Anrok y en los ideales que siempre
habían gobernado la vida de su familia. Limpió el fango de su largo y
estrecho escudo de guerra; luego, se sujetó la armadura de cuero con las
hebillas y se colgó aljaba y escudo cruzados sobre la espalda.
Había llegado el momento. Níobe estaba preparada. Se había atado hacia
atrás los largos cabellos y había cortado la falda del vestido por encima de la
rodilla para correr y moverse sin impedimentos. Era tan hermosa que a
Gilead se le contrajo la garganta.
¿—Por qué estás tan triste? —preguntó ella al devolverle a Gilead el
cuchillo de larga hoja que le había prestado para cortarse el vestido.
—No estoy triste, sólo…, preparado. Quédatelo.
—Me educaron con muchas habilidades, Gilead, pero la guerra no fue
una de ellas. Coge tu daga.
—No, Níobe. Métela en tu cinturón. Puede ser que esta noche tengas
necesidad de ella. Asesta estocadas, no golpes. Y no dudes en hacerlo.
Ella deslizó el arma bajo su cinturón de cuero.
—Como quieras, Gilead. Estás enseñándome, ¿no?
—Si eso te salva la vida, al menos yo daré las gracias por hacerlo.
Guardó silencio. Había salido una luna de color enfermizo, y los árboles
proyectaban sobre ellos largas sobras tristes.
—¿Qué? —preguntó ella.
—¿Qué pasa con nosotros… después? —susurró él.
—¿Después? —Una vivaz sonrisa iluminó el rostro de la doncella, que lo
empujó con gesto juguetón—. Recemos para que haya un después.
—Lo habrá.
—¡Qué optimista, Gilead!
—Es una de mis mejores cualidades —mintió él. Fithvael, que estaba
cerca, profirió un bufido, y Níobe se echó a reír.
—Cothor Lothain engendró un hijo hermoso…, incluso cuando miente.
—No has respondido a mi pregunta —insistió él.
Ella extendió un brazo y le tocó con suavidad la sien.
—Ya he permanecido aquí dentro durante bastante tiempo. Estamos
unidos, Gilead. Con independencia de lo que suceda esta noche, la unión
persistirá. Te lo juro.
Tembloroso, él la tomó entre los brazos y, mientras duró aquel precioso
beso, el peligro pareció hallarse muy lejos.
Fithvael apartó la mirada y se dispuso a preparar los caballos en las
proximidades. Estaban cargados y listos para la larga cabalgata de salida del
bosque. Los dejaría atados con largas cuerdas, en previsión de una huida
precipitada.
Los tres se cogieron de las manos en el calvero iluminado por la luna. Un
pacto silencioso a la vieja usanza. Luego, lado a lado, los elfos se alejaron
hacia el interior del bosque susurrante, en dirección al grandioso bastión
fantasmal de su enemigo.
Pasó una hora y no encontraron nada. Durante la mayor parte de ese
tiempo, los tres habían avanzado codo con codo. En una o dos ocasiones,
tuvieron que caminar en fila india, y cuando esto sucedía, Gilead
desenvainaba la espada y marchaba en cabeza, con Fithvael a la retaguardia
del grupo. No obstante, incluso en aquellos estrechos senderos todo estaba
en calma.
—Debemos detenernos —dijo Fithvael, de repente—. Algo no va bien.
—No oigo ninguna amenaza —respondió Gilead, tras volverse para
mirarlo—. Todo está tranquilo; todo va bien. Fithvael, te inquietas por nada.
—No —insistió Fithvael al mismo tiempo que se descolgaba el arco de la
espalda y lo tensaba—. ¿No te preocupa que no haya nada por lo que
inquietarse? Esto es Drakwald, un lugar de terror, de bestias, y sin embargo
caminamos por él como si fuese el parque de juegos de nuestra infancia.
Gilead miró a su alrededor y hacia el cielo nocturno a través del dosel
que los cubría, y se tensó al darse cuenta de que Fithvael estaba en lo cierto.
—¿Percibes algo? —le preguntó a Níobe.
—El bosque está cargado de amenazas, pero un poco de magia mental
puede alejar a una legión de criaturas ignorantes —replicó Níobe con una
sonrisa sabia.
Gilead y Fithvael fijaron la mirada en ella. Entonces resultaba obvio: el
avance sin peligros había sido garantizado por la doncella, que usaba todo el
poder de su magia para buscar a las bestias y monstruos del bosque e
implantar en sus débiles mentes imágenes que los distraían del rastro de
ellos tres.
—¿Estamos a salvo debido a ti? —preguntó Fithvael.
—Por el momento —replicó Níobe con dulzura—. Cuando lleguemos al
portal, mis poderes quedarán agotados y confundidos por la corrupción que
hay allí.
—Bloquea tu magia —le pidió Gilead a Níobe, con ternura—. No
permitas que Ire la perciba. Podemos enfrentarnos con lo que encontremos
aquí. —A continuación, desenvainó su espada de acero azul.
—Como quieras —asintió ella.
Los rodeaba una noche sin estrellas, fría y tenebrosa. Se sobresaltaban
ante cualquier crujido, chasquido y susurro del espeso sotobosque que los
envolvía. Habían recorrido casi un kilómetro cuando ella se quedó inmóvil
de modo repentino.
—¡A la izquierda! Es…, es…
Mientras ella tartamudeaba, Gilead desenvainó la espada con un solo
movimiento elegante, pues el hedor a podrido del Caos inundó, de pronto, el
aire.
Una bestia enorme cargó hacia el estrecho claro. En el momento de salir
al descubierto, había dejado un rastro de madera procedente de los árboles y
arbustos partidos. La criatura era del tamaño y la altura de un venado, y
estaba recubierta por un grueso pelaje de manchas grises y negras. Sus
pezuñas, de unos treinta centímetros de diámetro, remataban gruesos y
fuertes tobillos y se dividían en romos dedos óseos. Las patas traseras del
animal eran más cortas que las delanteras, y la cola resultaba apenas un
vestigio, como la de una cabra. El monstruo rascó el suelo, donde abrió un
profundo surco en la tierra putrefacta, al mismo tiempo que alzaba un par
de poderosos brazos humanoides situados a ambos lados de un pecho
grueso como un barril.
Gilead vio al instante que los brazos de la bestia estaban rematados por
manos musculosas, cada una provista de dos dedos de una sola articulación,
parecidos a los que tenía en las pezuñas hendidas. Un pulgar negro y calloso
completaba las manos, que sujetaban una ballesta tosca pero enorme, ya
cargada con una flecha que era casi tan grande como un antebrazo de
Gilead.
El cuello del venado era tan grueso como el pecho de un hombre, y
sobre el mismo se alzaba una cabeza medio humana, colocada allí como una
incongruencia, más estrecha que el cuello y rematada por un solo cuerno
curvo y ancho.
La bestia gruñó en el momento en que iba a disparar la flecha hacia
Gilead, que se movía haciendo fintas, primero a la derecha y luego a la
izquierda. La enorme flecha silbó con sonido agudo al hender el aire, pero
erró por pocos centímetros, pues Gilead rodó y se protegió el cuerpo con el
escudo.
La cabeza barbuda de la bestia del Caos pareció reír entre dientes con un
rebuzno gutural mientras deslizaba otra flecha en la ranura de la ballesta.
La vista que Gilead tenía de la bestia era frontal y desde corta distancia.
No veía nada por encima del cuello erguido y la cabeza, así que se
concentraba sólo en la amenaza inmediata.
Fithvael, a unos pocos metros a la derecha de Gilead, tenía otra
perspectiva, y durante una fracción de segundo quedó hipnotizado por lo
que vio.
Sobre el lomo de aquella especie de venado, había una segunda
monstruosidad. El hombre bestia iba montado en la criatura sobre una
voluminosa silla hecha con cuero verde lleno de agujeros. Unos estribos
grandes y planos del mismo material colgaban a los lados de la silla y
sujetaban los pies enormes, parecidos a patas, del jinete. Las piernas eran
cortas y deformes, y los huesos del muslo se torcían para formar rodillas
hinchadas.
El cuerpo del jinete también parecía demasiado corto y ancho, y
consistía sólo en un torso sin cintura ni abdomen. Por el contrario, sus
brazos eran largos y fuertes, y sus hombros altos y poderosos. La cabeza del
monstruo tenía forma humana, pero era fea y bulbosa, cubierta de verrugas
y casi desdentada, y descansaba sobre los enormes hombros sin un cuello
entre ambos. El jinete llevaba una cuchilla en una mano descomunal, y un
azote en la otra. Su rostro mostraba una sonrisa sin dientes mientras
balanceaba las dos armas en pequeños círculos entrelazados ante su cuerpo.
Estaba preparándose para golpearlos y desgarrarlos a los tres, miembro a
miembro.
Gilead esquivó la segunda flecha, que se clavó de pleno en el tronco de
un árbol situado detrás de él, y dos tercios de la misma quedaron
sobresaliendo por el otro lado. El elfo saltó hacia adelante, muy agazapado, y
asestó una estocada ascendente por debajo del pecho del venado; usó el
impulso de la corta carga para clavar la hoja en el corazón de la criatura. La
espada penetró unos quince centímetros y luego chocó contra hueso; la
fuerza del impacto hizo que se detuviera en seco. El guerrero elfo intentó
liberar el arma de la herida que no sangraba, pero estaba atascada.
La bestia parecida a un venado dejó caer la ballesta y tendió las enormes
manos deformes hacia el cuello del elfo.
Mientras continuaba sujetando la empuñadura de la espada con una
mano, Gilead buscó a tientas su daga, pero la vaina estaba vacía. Se la había
dado a Níobe. Se lanzó al suelo y rodó para evitar que el enemigo lo
pisoteara con las pezuñas.
—¡Gilead! —gritó Níobe, que, adivinando lo que necesitaba el elfo, le
lanzó la daga a través del claro.
Él la atrapó y lanzó una cuchillada al brazo que se extendía hacia él.
Cortó músculos y tendones, y dejó a la vista los huesos. No manó sangre, ni
icor, ni ningún otro fluido corporal.
Fithvael sacó dos armas y también se lanzó a atacar a la criatura impía
que montaba al venado monstruoso. Primero, golpeó con la punta de la
espada, que recorrió un muslo del hombre bestia y abrió en él una herida
dentada; el corte se llenó rápidamente con un líquido negro amarillento. El
hecho de que fuese un tajo descendente le permitió inclinar cabeza y
hombros para esquivar el látigo provisto de tachones de la criatura, que salía
disparado hacia su rostro.
A Fithvael lo animó el hecho de que la bestia fuese indisciplinada en el
manejo del látigo, y mantuvo su posición para luego erguirse con el fin de
hender con la espada el pecho del monstruo. El látigo volvió una vez más, y
su tosca cadena negra se envolvió en torno a la hoja del arma de Fithvael.
Con un movimiento seco y brusco, el veterano elfo liberó lá espada y lanzó
al látigo de vuelta hacia su dueño, contra cuyo pecho impactó con un
potente golpe sordo; pero la criatura no pareció advertirlo y volvió a alzarlo
por encima del hombro para asestar otro golpe.
Fithvael cortó otro buen pedazo de la pierna del monstruo, al que le
hendió la rodilla y casi le cercenó por completo el pie. La bestia respondió
girando el cuerpo sobre la silla y descargando un fuerte golpe con una
pesada cuchilla en un arco preciso que tomó a Fithvael por sorpresa. El elfo
cayó de rodillas para esquivar la afilada hoja, y se puso de pie con rapidez,
antes de que la bestia pudiese volver a atacarlo con el arma.
Gilead liberó su espada y rodó hasta quedar de espaldas en el suelo,
debajo de las pataleantes pezuñas del ser con forma de venado. Desde esa
posición, lanzó otra estocada con la espada y hendió la articulación donde la
pata se unía al cuerpo. La herida seca quedó como una boca abierta ante el
elfo, pero el ritmo del pisoteo del monstruo no cambió.
Esa vez, Gilead impulsó la larga espada hacia el pecho en línea oblicua al
mismo tiempo que dirigía la daga hacia la garganta. Encontró espacio entre
el gran costillar de barril, donde hundió la espada hasta la empuñadura, y
luego la movió de izquierda a derecha, hasta que le fue posible retirarla.
Asimismo, clavó la daga en la garganta de la bestia, con lo cual cortó en seco
su bramante aullido y le abrió un agujero dentado en las vías respiratorias.
Concluido esto, Gilead retrocedió y observó cómo el monstruo
intentaba respirar a través del agujero que tenía en la garganta. El tejido que
rodeaba el tajo se pegaba y volvía a separarse. La monstruosidad intentó
levantar la ballesta una vez más, pero la mano perteneciente al brazo herido
tembló y no pudo encontrar el sitio para colocar la flecha.
Fithvael se irguió en toda su estatura y lanzó una estocada hacia el torso
de la criatura montada. La hoja de la cuchilla paró la estocada del veterano
elfo, y el brazo de este recibió una fuerte sacudida antes de que lograra
cambiar la espada de posición. Fithvael imprecó, giró sobre sí mismo y
ensartó al jinete con la espada en un solo movimiento ininterrumpido.
El venado carente de sangre cayó de rodillas con lentitud, y luego se
desplomó de cabeza, con la ballesta aún sujeta en la mano sana. Al inclinarse
hacia adelante, el jinete fue lanzado sobre el cuello de su cabalgadura, y
Fithvael logró retirar la espada y volver a clavarla. El monstruo cayó de su
montura y soltó las armas, tras lo cual se irguió sobre los puños, de los que
se valió, como si fueran pies, para escapar.
Gilead cargó el arco cuando el objetivo estaba ya a unos quince o veinte
metros de distancia, y mató al hombre bestia con una sola flecha certera, que
le atravesó la cabeza.
Fithvael se sacudió el polvo y envainó la espada con un suspiro de alivio.
Los dos elfos regresaron adonde estaba Níobe y dejaron los cadáveres a su
espalda, tirados en el bosque.
El trío había avanzado sólo unos pocos centenares de metros cuando
Níobe los hizo detenerse.
—Ya hemos llegado —declaró al mismo tiempo que se volvía para mirar
a Gilead y Fithvael—. ¿Cómo queréis que procedamos?
Fithvael miró por encima del hombro de la joven elfa, que se encontraba
ante ellos.
—Yo no veo nada —dijo el veterano elfo—. ¿Dónde está el castillo del
Señor de las Bestias Ire?
Níobe se volvió con lentitud hasta encarar la misma dirección que sus
compañeros, y Fithvael y Gilead vieron que tomaba forma el vasto contorno
del castillo del Paladín del Caos, imagen que rieló y apareció a la vista
envuelta por la niebla nocturna del bosque.
—Sólo lo veis a través de mis ojos —explicó Níobe—, pero no dudéis de
que está allí.
A treinta pasos de la monumental fachada del castillo, comenzaba a
ascender una larga rampa desde el terreno pantanoso, la cual llevaba a un
pórtico situado en el centro de la muralla.
—Una buena recepción —comentó Gilead con frialdad—. Es más de lo
que nos concedieron la vez anterior.
—No es más que una entrada oculta a los ojos de todos los que no
tengan la magia necesaria para verla —respondió Níobe, cuyos modales
alegres y confiados intentaban ocultar el miedo que sentía.

***
El rancio hedor del Caos impregnaba el aire que respiraban y la tierra que
pisaban, y ella lo percibía más nítidamente que sus compañeros. Pero
contaba con la fuerza de Gilead para alimentar la suya, y a cambio, él podía
experimentar, al menos, algo de los poderes mágicos de la joven elfa.
Al acercarse al pórtico, Níobe se adelantó hasta la vanguardia del grupo
y se detuvo a apenas unos metros de la entrada cubierta por una pesada reja.
Los espacios cuadrados que había en la estructura, por lo demás sólida,
comenzaron a deformarse y a latir, hasta que se abrió una brecha lo bastante
ancha como para que la atravesaran los tres elfos.
—¿Cómo haces para cambiar la realidad de ese modo? —preguntó
Fithvael, maravillado.
—Porque no es realidad —fue la sencilla respuesta de Níobe—; no,
todavía, en todo caso. Está haciéndose cada vez más sólida, pero aún
constituye una ilusión, un reflejo proyectado aquí del auténtico bastión en
que se encuentran los dominios de Ire. Yo puedo dejarlo a la vista,
mostrároslo. Mientras sea insustancial y no esté realmente ni aquí ni allá,
puedo obrar sobre las ilusiones y conformarlas de acuerdo con nuestros
propósitos.
—Pero este lugar es maligno —dijo Fithvael mientras se esforzaba por
comprender las habilidades de ella y la forma en que podían utilizarlas.
—Maligno, sí —asintió Níobe—. Este lugar está completamente
corrompido debido a que la magia es manipulada por el mal más tenebroso,
pero créeme si te digo que el poder mágico por sí mismo no es maligno.
Entraron en un espacio ancho y largo, que podría definirse como un
gran corredor. A lo largo de las paredes, había puertas cerradas con pestillo,
de diferentes alturas, que Gilead supuso que conducirían a habitaciones. Los
corredores que se alejaban en otras direcciones y las escaleras que ascendían
y descendían en vectores imposibles parecían añadir otra dimensión insana
a las tres que existían de manera natural en aquel sitio.
Níobe realizó el más breve examen de la topografía antes de conducir a
Gilead y a Fithvael a través del espacioso corredor y ascender por una
escalera que un momento antes daba la impresión de precipitarse hacia las
entrañas del castillo.
Unos instantes más tarde llegaron a una enorme zona en forma de cubo
que parecía haber sido forjada en algún metal, peltre tal vez. Donde las
paredes se unían al techo y el piso, las junturas eran invisibles. Los muros
tenían un acabado mate, había huellas de golpes y carecían de puertas,
ventanas o cualquier otra entrada o salida visible. La luz que bañaba aquel
espacio era uniforme y no proyectaba sombras. Lo más preocupante era que
no se veía ninguna fuente de luz.
Gilead y Fithvael alzaron las espadas cuando un hedor nauseabundo
comenzó a filtrarse en la estancia procedente de ninguna parte.
—Ire… —jadeó Níobe.
Una figura salió de las sombras y pareció aumentar de estatura a medida
que avanzaba hacia ellos. Llenaba el espacio, y el espacio se expandía para
dar cabida a la creciente estatura del hombre. La cámara cúbica de metal
había tenido tal vez unos diez pasos en todas las direcciones, pero entonces
medía unos trescientos metros de lado.
—Más espacio para obrar —dijo Gilead en voz alta mientras clavaba la
mirada en el insondable rostro dividido del Señor de las Bestias Ire.
Los dos guerreros elfos se agazaparon ligeramente y adoptaron una
postura agresiva.
Como si se burlase de la imagen misma que presentaban, Ire echó hacia
atrás la cabeza y profirió un sonido que podría haber sido risa, pero que
pareció resonar dentro de todo el cuerpo antes de escapar por la boca
dividida.
—¡Ahora! —gritó Gilead, cuya voz sonó como música después del
extraordinario bramido del Señor de las Bestias Ire.
Gilead y Fithvael describieron un rodeo en torno a Ire y arremetieron
contra él desde distintas direcciones, pero en ese momento la habitación
comenzó a moverse sobre un eje invisible, y el suelo se inclinó al mismo
tiempo que las paredes giraban. Los elfos quedaron desorientados, y sus pies
trastabillaron. Buscaban alguna superficie plana y sólida cercana, pero no la
había.
Gilead ya no podía ver a Níobe, aunque oía su dulce voz dentro de la
mente.
—¡Deshazte de la ilusión! Está dentro de tu cabeza. ¡El posee este lugar y
lo usará en su propio beneficio, pero no le servirá de nada si tú lo niegas! —
le dijo.
Observó que Fithvael caía sobre una rodilla mientras la habitación se
balanceaba y giraba.
—¡Es una mera ilusión, Fithvael! —le chilló—. ¡Bloquéala!
Los guerreros volvieron a lanzarse hacia el Señor de las Bestias Ire. La
habitación volvió a girar e inclinarse, pero esa vez Gilead y Fithvael se
mantuvieron en pie.
Ire desenvainó la espada, que era larga y ancha, aunque el Señor del Caos
la sujetaba con una sola mano y la movía despreocupadamente, trazando
formas de ocho en torno a su cuerpo.
Fithvael avanzó para parar la primera estocada de la terrible arma, pero
el golpe lo derribó como si estuviese hecho de papel. Ire volvió a lanzarle un
golpe a Fithvael, y el elfo se dejó caer al suelo y rodó. La enorme espada hizo
impacto sobre la superficie de peltre, de la que arrancó chispas de color
blanco azulado.
Gilead atacó al Señor de las Bestias Ire y le asestó una estocada tras otra,
pero la armadura de pizarra del monstruo lo protegía con facilidad de todos
los golpes.
Mientras los tres luchaban con mayor velocidad y ahínco, la habitación
giraba más violentamente, pivotaba y rotaba sobre un conjunto de ejes
invisibles. Gilead y Fithvael se mantenían en pie a pesar de todo, y entonces
ambos luchaban arremetiendo con todas sus fuerzas contra Ire. El Señor del
Caos se zafó de los atacantes y descargó su espada contra Fithvael, a quien le
hizo un tajo en el hombro derecho antes de que Gilead pudiese parar el
golpe.
Tras desplomarse de rodillas, Fithvael perdió la concentración y
comenzó a rodar, indefenso, por el cubo que giraba. Gilead observó cómo su
fiel amigo caía y vio que era lanzado sin remedio de un lado a otro por los
movimientos del cubo metálico.
—¡Ilusión! ¡Es una ilusión! —chilló Gilead, pero Fithvael continuaba
dándose implacables golpes contra las paredes de peltre.
—¡Fithvael!
El elfo había desaparecido.
—¿Dónde está? ¿Qué le has hecho, escoria corrupta? —gritó Gilead al
mismo tiempo que se lanzaba contra la pesadilla que reía entre dientes.
El Señor de las Bestias Ire lo arrojó a un lado.
Pero Gilead no iba a dejarse desanimar. De pronto, veloz como la
sombra, se transformó en un borrón en movimiento, que lanzaba estocadas,
cortaba y golpeaba con su arma. La habitación giraba y corcoveaba, pero
Gilead, inconscientemente, hacía lo que Níobe le había aconsejado: no
prestaba atención a la ilusión y se concentraba sólo en Ire.

***
Níobe aguardaba en un pequeño espacio oscuro con Fithvael. Se trataba de
una antecámara, aunque aparte de ese pequeño hecho, la joven no tenía ni
idea de dónde estaba. Por pura fuerza de voluntad, se había llevado a
Fithvael fuera del cubo metálico que se balanceaba.
—Quédate quieto —le siseó.
—¡Duele! —protestó Fithvael mientras ella le vendaba la herida.
—¡Claro que duele! ¡Estáte quieto!
—¿Dónde está Gilead?
***
El Señor de las Bestias Ire concentró un resonante bramido en sus entrañas y
lo dejó escapar como un largo y retumbante sonido, que llenó el espacio en
torno a Gilead. El último hijo de Tor Anrok acababa de clavar su espada a
través de la guarda de metal que cubría el ojo muerto del lado subhumano
de la deforme cabeza de Ire.
Gilead aprovechó la oportunidad y volvió a la carga. Entonces se movía a
tal velocidad que la habitación parecía haberse detenido y vibrar sólo
ligeramente. Ya fuese por la velocidad que Gilead había desarrollado o por la
terrible herida que acababa de recibir Ire, el caso es que el guerrero elfo
comenzó a ver algo muy diferente ante él. El Campeón Oscuro comenzó a
perder su forma y a desdibujarse en los bordes. Durante una fracción de
segundo, su silueta se transformó en una palpitante masa amorfa, antes de
estabilizarse en su anterior figura humanoide.

***
Níobe se sobresaltó. Acababa de ver al Señor de las Bestias Ire como lo había
visto Gilead, y la verdad revelada le hizo proferir un grito.
—¿Qué sucede? —preguntó Fithvael, cuya voz estaba amortecida por el
dolor.
—El hijo… He visto al hijo…
Níobe condujo a Fithvael por un laberinto de pasillos de pesadilla, hasta
que al fin llegaron, una vez más, a la vasta cámara en la que estaban atados
los esclavos.
—¿Por qué me has traído aquí? —inquirió Fithvael mientras Níobe
recorría el entorno con la mirada.
—No llores la muerte de estos esclavos, Fíthvael te tuin —comenzó ella
con voz serena—. Agradecerán la muerte si les libera de esta existencia.
Tanto si viven como si mueren, tú los habrás salvado. Y vivas o mueras,
habrás salvado a la humanidad de un destino mucho peor que este.
La joven creía lo que decía, y también lo creía el guerrero elfo, pero, a
pesar de todo, una lágrima resbaló por el perfecto contorno de la mejilla de
Níobe.
—Dime, ¿cuál de estas pobres almas es el hijo de Ire? —preguntó
Fithvael mientras se preparaba para la misión más desagradable de su
carrera.
Había matado a muchos en batalla, pero destruir a una pobre alma
inerte que había sido atada a un yugo con el único fin de extraerle la energía
mágica, eso era asesinato y sólo le causaba revulsión.
—Ninguna de ellas —replicó Níobe.
—Entonces, lo preguntaré otra vez —dijo Fithvael con severidad—. ¿Por
qué me has traído aquí?
Níobe se volvió y posó los ojos sobre el altar que estaba situado más
abajo que ellos, sobre las innumerables hebras conectadas al gran cubo de
roca y sobre los cambiantes dibujos de las runas del Caos que se retorcían
encima de la superficie del altar. Lo señaló, pues la muchacha apenas podía
hablar.
—El altar. La cosa que hay sobre el altar —jadeó, luego.
—¿Qué cosa? —preguntó Fithvael al mismo tiempo que volvía la cabeza
con brusquedad para echarle otra mirada a la abominación que flotaba allá
abajo.
Y entonces, lo vio. Por primera vez se dio cuenta de que había algo sobre
el altar. La vista de las hipnóticas runas y los millares de destellantes hebras
habían apartado su atención de la opaca e informe superficie del altar, pero
en ese momento la veía con claridad: una masa inanimada, amorfa e
incolora, que carecía por completo de forma. La vio porque Níobe la había
visto.
—¿Eso es… el hijo de Ire? —preguntó Fithvael con incredulidad.
—El Cipher —respondió Níobe con voz débil—. Reúne y controla la
magia.
Tenía la voz quebrada y la boca seca. Intentó hablar otra vez, y Fithvael
se inclinó para oírla.
—Se parece a Ire… —susurró la joven.
—¿Ese aspecto tiene Ire cuando la ilusión desaparece? —concluyó
Fithvael, que ya alzaba la espada.

***
La grandiosa arma de Ire hendió el aire, y Gilead retrocedió a la velocidad
del rayo. La caja de metal dentro de la que se encontraban continuaba
girando y balanceándose. Gilead volvió a lanzar una estocada, pero la punta
de la espada del monstruo llegó hasta su mejilla, donde le hizo un profundo
corte sangrante. Gilead cayó y comenzó a temblar mientras la habitación se
zarandeaba. Entonces era real, todo era demasiado real.

***
Saltando de un plinto a otro, Fithvael avanzaba hacia el altar. Sabía que tenía
poco tiempo.
Saltó sobre el saliente de roca que rodeaba a la monstruosidad, y
apareció el primero de los guardias de esclavos. Eran cuatro en total, que
blandían armas diversas. Su piel era de piedra, con grietas en las
articulaciones, sobre la que se veían arañazos y trozos que faltaban por obra
de un millar de espadas y proyectiles. Cuando las criaturas flexionaban el
cuerpo, la piel de piedra acompañaba el movimiento como la capa que se
endurece sobre lava candente que fluye.
Los mutados engendros infernales formaron codo con codo ante el altar,
armados sólo con varas y látigos. Eran los guardias de los esclavos y nunca
habían necesitado más que esas armas ligeras para controlar a sus
prisioneros.
Fithvael no vaciló, y se lanzó hacia ellos al mismo tiempo que blandía la
espada de un lado a otro.
Pero su hoja sólo arrancó chispas al rebotar sobre la impenetrable piel de
las bestias del Caos.

***
Dentro de la girante caja de peltre, Gilead se deslizó hacia abajo por una
pared que ascendía y apenas se apartó antes de que la enorme espada de Ire
hiciera una grieta sobre la superficie metálica, justo donde él había estado.
Intentó recobrar la concentración. Plañidera y lejana, la musical voz de
Níobe aún le hablaba.
—Es una ilusión, Gilead…, una ilusión…
Alzó la espada, que chocó contra la de Ire en una chisporroteante lluvia
de luz purpúrea. Otra vez un desvío, una parada. La destreza del Señor de
las Bestias Ire con la espada era magistral.
Pero Gilead había sido entrenado por Nithrom, y el arma que blandía
había sido de su hermano. No perdería esa lucha.

***
Fithvael abrió de un golpe la piel pétrea del guardia que tenía más cerca y
retrocedió con revulsión. Debajo de la armadura de pizarra, la pierna del
monstruo era una enorme herida pútrida. No había ni piel ni hueso, sólo
carne negra putrefacta y un ejército de gusanos y parásitos que se
alimentaban del cuerpo corrupto.
Fithvael se lanzó hacia adelante y volvió a atacar la zona debilitada; los
golpes rociaron su arma y a él con icor y trozos de carne hediondos. El
guardia cayó y se partió por las junturas, por donde salió disparada una
hueste de cosas que se retorcían junto con la materia putrefacta que habían
sido sus entrañas.
Fithvael pasó de un salto por encima de los repugnantes restos,
moviéndose como un bailarín entre las armas de los otros guardias. Arriba,
sobre el altar, el Cipher se removió un poco, como si estuviese incómodo.

***
Gilead volvió a lanzarse al ataque y su espada abrió una grieta en la
hombrera de Ire.
—¿No te duele todavía? —lo aguijoneó Gilead, pero él no respondió—.
No importa… Creo que te he mantenido entretenido el tiempo suficiente.
De pronto, el Señor de las Bestias Ire se quedó inmóvil y volvió la mirada
hacia algo que Gilead no podía ver.
—Sí, creo que lo he logrado… —Gilead sonrió.

***
Fithvael alzó la espada y clavó una estocada en el repugnante saco amorfo
que era el Cipher. Un maloliente fluido viscoso lo salpicó de pies a cabeza y
cayó en chorretones por los lados del altar. El hedor a cadáver era
abrumador.
—¡Señor de las Bestias Ire! —gritó Fithvael, desafiante, mientras sus
manos aún aferraban el arma victoriosa—. ¡Tu hijo ha muerto!

***
La habitación de peltre había desaparecido. Perdido en una fortaleza
construida sólo de magia oscura, Gilead murmuraba el nombre de Níobe e
intentaba no perder los últimos rastros de su voz.
La realidad se rasgó. Huían en medio de la ilusión que se deshacía,
mientras las torres se derrumbaban y una tormenta de pesadilla estallaba en
el cielo desolado que dominaba el bastión. Chorros de energía mágica salían
disparados hacia el cielo y hacían saltar trozos de la muralla que sólo era real
a medias.
Cuando se encaminaba hacia la torre de la entrada, Fithvael casi
colisionó con Gilead.
—¿Y Níobe? ¿Dónde está? —bramó Gilead.
Las vejadas y frustradas fuerzas del Caos estaban haciendo pedazos la
construcción que los rodeaba.
—¿Es que no regresó junto a ti? —jadeó Fithvael.
En ese momento, en medio del torbellino, vieron su delicada silueta que
corría hacia ellos al mismo tiempo que esquivaba objetos a través de la
tormenta de estallidos de energía mágica.
Pero la tormenta se había concentrado y había adquirido una
monstruosa forma de veinte metros de largo, con una cola como la de un
cometa, que partía de ella hacia el infinito. Era el Señor de las Bestias Ire: en
parte, humano angélico, como una obra maestra; en parte, masa gelatinosa
hirviente; en parte, viento; en parte, ruido grotesco. El Paladín del Caos, con
ánimos de venganza, se retorcía e intentaba destrozar con sus garras.
Gilead extendió un brazo para aferrar a la joven y arrastraría hacia ellos.
La cogió de la mano y tiró de ella con todas las fuerzas que le restaban.
Níobe se estremeció y convulsionó bajo la fuerza del huracán brujo…, y
luego se encontró con que era limpiamente arrebatada de los brazos de
Gilead. Ascendió y giró en la corriente de aire que la aferraba con firmeza en
un mortal abrazo.
Fithvael miraba la escena, apenas unos metros más lejos, pero aun así
fuera del alcance. Observó cómo la descomunal fuerza furibunda arrancaba
a Níobe de la desesperada presa de Gilead y, con ella abrazada, se
transformaba en un tornado de energía que retrocedía hacia un infinito
espacio negro, y desaparecía.
Luego, la noche misma cayó y consumió las ruinas del bastión del Señor
de las Bestias Ire en una vasta explosión de ondas expansivas y humo.
***
Fithvael recobró el sentido y abrió los ojos. Era medianoche y se encontraba
de pie en el último campamento que habían plantado, entre los árboles, en lo
más profundo de Drakwald. Cerca había dos caballos, que, con el cuello
inclinado, se alimentaban con la poca vegetación fresca que podían
encontrar.
Fithvael depositó delicadamente a Gilead sobre el suelo y, con todas sus
energías exhaustas y toda la voluntad agotada, el leal elfo se tendió junto a su
amigo.

***
Así acaba, ya lo veis. Es mi relato más amargo. Os lo advertí. No tiene final
feliz. A pesar de todo, tengo historias más heroicas en la manga, más
triunfantes.
Pero la importante es esta. Él la perdió. Gilead perdió a Níobe. Ella se
había unido a la mente de él, y él dejó que se la arrebataran.
Pocos superan la muerte de un gemelo, pero esto…
No encuentro las palabras. Sí, eso es. Llenad mi maldito vaso hasta el
borde. Estoy cansado de estas historias. Me agotan.
¿Qué dices? ¿Que si la encontró alguna vez?
Me temo que no lo sé. Espero que sí. Lo único que sé es lo que sucedió a
continuación.
CUATRO
La senda de Gilead

Tus sueños me dan miedo.


Temo que seamos demasiado viejos.
Así pues, queréis conocer el resto, ¿verdad? ¿Los tiempos oscuros que
siguieron a la derrota del Señor de las Bestias Iré y la pérdida que eso
acarreó? ¡Dioses! Bueno, pues, tal vez una más. Hasta ahí puedo. Escuchad
bien…

***
Desde el lago humeante que fue cuanto quedó del bastión ilusorio de Iré,
cabalgaron durante días, meses.
Cada jornada despertaban con el resplandor amarillento del alba y se
encaminaban en la dirección en que se proyectaban sus sombras cada vez
más cortas. A mediodía, la luz era blanca y clara, y las sombras eran más
tibias y manchadas, y con la luz las esperanzas de Fithvael aumentaban. Pero
entonces veía la cabeza gacha de su amigo y los nudillos blancos de tanto
apretar las riendas del corcel lustrosas por el uso, y sabía que la luz pronto
mermaría y las sombras volverían a alargarse, hasta que otra vez no habría
nada más que oscuridad.
Cada anochecer, la luz mermante convertía todos los colores y matices
en un monótono gris uniforme, un gris que tenía su reflejo en la palidez del
semblante de Gilead. En él no había otra expresión que no fuese la oscura
tristeza hermética a la que Fithvael se había acostumbrado tiempo atrás,
hacía mucho, cuando era el recuerdo de Galeth lo que impulsaba a Gilead.
Pero en los negros ojos de su amigo había entonces un dolor y un anhelo
nuevos.
Fithvael avanzaba al paso del joven, observándolo mientras el pesado
manto del cielo del anochecer viraba con rapidez para convertirse en una
noche purpúrea que los llevaba a un nuevo campamento y a la tortura de
otra pesadilla insomne.
Pasaron semanas, y los gastados y cansados cascos de sus corceles
recorrieron muchos kilómetros de negro bosque, que fue clareando, y
sendas de lozanas tierras verdes de pastoreo. Rozaban el borde del mundo
humano. Gilead detestaba el tosco rastro dejado por los hombres en los
árboles talados, los campos cultivados y la construcción de sus despreciables
ciudades. Odiaba a los humanos por sus rostros carentes de gracilidad y sus
mentes obtusas. Los odiaba por sus vidas cortas y sus duros corazones. Los
odiaba a todos.
Por encima de todo, se odiaba a sí mismo por acercarse a ellos y
mezclarse con ellos. Él los había salvado, aunque ellos poco sabían del
asunto. Los había salvado, y eso le había costado todo lo que tenía.
Sin embargo, cada día continuaban avanzando hacia el sur.
Al principio, se habían ocultado en las profundidades de los bosques
para evitar a los humanos, y cabalgaban en silencio, mirando sólo el paisaje.
—Tor Anrok sobrevivió…
Fithvael había oído a Gilead murmurar esa misma frase un centenar de
veces al día.
—Tor Anrok sobrevivió todos estos años. ¿Cuántas otras fortalezas y
refugios de nuestra raza puede haber en el mundo? Níobe habló de su
hogar… Takhos Elios. Lo encontraremos, si aún permanece en pie.
La frente de Fithvael se arrugaba por el dolor de ver a su amigo en
aquella búsqueda desesperanzada dentro de aquel desierto humano. Allí no
había elfos. No los había habido desde hacía siglos. Ese lugar era humano,
tan humano que el elfo era casi un mito, una historia que los ancianos les
contaban a los bardos errantes, y que los bardos narraban en las tabernas
llenas de incrédulos hombres y mujeres con ojos abiertos de asombro.
Durante las semanas inmediatamente posteriores a la pérdida de Níobe,
Gilead hablaba de buscarla él mismo.
Fithvael apenas tuvo corazón para señalar la futilidad de ese intento. En
cambio, se pusieron a buscar cualquier signo posible de vida elfa. Gilead veía
en el paisaje grietas que de alguna forma le recordaban el rastro de Ulthuan.
En sus ojos, se encendía un suave fuego oscilante, y entonces desmontaba,
dejando que Fithvael se encargara de atar a su caballo, concentrado sólo en
lo que había visto o creía haber visto. Caminaba entre el espeso sotobosque y
se arañaba las botas y los guantes con las espinas de las plantas que lo
formaban. Avanzaba, hundido hasta los muslos, por espesas aguas salobres,
cubiertas por espuma maloliente de color verde o azul. Estudiaba cada
piedra y roca que sobresalía del paisaje en busca de signos de su raza, en
busca de signos que no existían y que tal vez nunca habían existido allí.
Y luego, Fithvael observaba cómo la luz de sus ojos se apagaba, y la
expresión negra y vacua regresaba al semblante de su amigo.
Gilead se alimentaba sólo cuando Fithvael preparaba comida y lo
obligaba a tomarla. No bebía más que cuando su amigo le ofrecía una botella
llena. No dormía y, si Fithvael dormía, al despertar encontraba a Gilead con
la mirada perdida en la noche purpúrea, viviendo sus pesadillas de vigilia,
deseoso sólo de la muerte o el amor, deseoso sólo de un final. Era como si
volviesen a estar en las ruinas de Tor Anrok justo antes de que la causa de
Betsen Ziegler sacara a Gilead de su agotada desdicha.
No encontraron nada. Con cada día que pasaba, con cada nuevo
territorio que investigaban, la desesperación de Gilead iba en aumento. Ya
no se limitaba a examinar los arroyos, las rocas y los cambios en la
conformación del terreno. Desgarraba, destrozaba y profanaba la tierra en
busca de alguna pista. Se hería las manos y rasgaba las ropas, se cubría de
inmundicia y hedor, y una vez y otra caía de rodillas con los cabellos lacios,
apelmazados y sucios de sudor sobre el rostro, y el cuerpo destrozado de
fatiga.
—¡Galeth!
Fithvael lo oía gritar ese nombre, y un puño frío le aferraba las entrañas.
Gilead gritaba en su delirio. El veterano observaba y aguardaba el momento
en que el elfo más joven abriría los ojos y la mente, y se daría cuenta de que
no había nada que pudiesen encontrar allí. No había reliquias elfas ni
hogares elfos, y no había elfos. Aquel no era un lugar en el que pudieran
encontrar una casa con gentes de su propia raza. Aquel no era lugar para
ellos.
Fithvael ya había visto antes ese desmoronamiento. Después de Galeth,
después de la búsqueda de una década, Gilead había regresado a casa para
encontrarse con que era el último de su familia. No sólo había perdido a su
hermano y diez años de su propia vida; había perdido también un poco de sí
mismo, un poco de su cordura, y el resto la había enterrado en un millar de
días indolentes, absorto en sí mismo y en muchos centenares de botellas de
licor. Tor Anrok se había desmoronado en torno a él, se había desmoronado
con él y se había perdido.
Pero con la pérdida, la situación había dado un vuelco. Gilead había
encontrado una lucha que librar, y luego otra, y con cada nueva causa que
defendía llegaba la posibilidad de la muerte, que pondría fin al dolor que
sentía. Gilead había abandonado Tor Anrok y era el último de su estirpe.
Todo había desaparecido.
Fithvael se daba cuenta de que la búsqueda de Gilead era un vano
intento de restablecer lo que él se negaba a aceptar que se había perdido para
siempre. Pero mientras lo observaba debilitarse y avanzar hacia la locura,
destruir su mente y cuerpo en aquella lucha fútil, Fithvael sabía que no había
forma de apartarse de esa senda.
Pasó el vigésimo día, y el trigésimo, y los lozanos verdes y dorados de los
días cambiaron a los profundos y aburridos tonos de la estación otoñal.
Gilead no veía nada, pero Fithvael reconocía aquellos fenómenos con tanta
claridad como las arrugas que aparecían en su propio rostro. Las noches
caían antes y eran mis largas, pero eso no le importaba a Gilead, cuya
oscuridad personal lo envolvía más con cada día que pasaba.
Fithvael calculaba que se acercaban con rapidez al cuadragésimo día
desde la salida de la fortaleza de Ire. De pronto, mientras cabalgaban otra
vez como lo habían hecho cada día, Gilead hizo girar con brusquedad su
corcel en el umbroso claro al que acababan de llegar. Fithvael pensó que iban
a detenerse, que por una vez Gilead tal vez pediría comida, bebida o algún
otro sustento. El elfo más joven hizo girar el caballo otra vez…, y otra.
Fithvael observaba cómo su amigo describía pequeños círculos, arrancando
del claro la fina alfombra de salvia y camomila que lo cubría. Los círculos se
hicieron cada vez más pequeños, hasta que Gilead obligó al corcel a girar
sobre las patas traseras, como un caballo de escuela en un desfile.
—¡Galeth!
El suelo temblaba con los pesados pataleos del confuso caballo. El aire
tembló con el angustiado bramido. Al caballo, que ya espumajeaba por la
boca, comenzaron a caerle largos regueros de sudor por los flancos y el
cuello.
Fithvael se acercó mientras su corcel pateaba la tierra y sacudía la cabeza
con un relincho atemorizado.
El veterano guerrero y amigo leal desmontó y, tras dejar que su caballo
trotara hasta una distancia segura entre los árboles, encogió el cuerpo para
hacerse pequeño e inofensivo, y avanzó con cuidado hacia la doble criatura
aterrorizada y obsesionada que conformaba Gilead sobre su corcel.
Tras agacharse bajo el cuello del caballo, Fithvael tendió con gesto
inseguro una mano sin guante y comenzó a emitir sonidos suaves y
tranquilizadores, que no iban dirigidos a Gilead, sino al caballo.
—Chsss, vamos. Tranquilo, tranquilo.
Mientras deslizaba los pies con lentitud hacia adelante, Fithvael posó con
suavidad la mano sobre el cuello mojado y frío del animal, que se retorcía,
apartándose de él, en su incesante intento de estrechar el círculo que
describía pataleando sobre la tierra.
Fithvael se agachaba al pasar el caballo, y volvía a alzar la mano una y
otra vez para tocar al animal. La respiración del elfo era suave y regular, y
casi parecía no respirar en comparación con la angustiada bestia que bufaba
con las fosas nasales dilatadas y calientes.
Por último, tras unas doce vueltas o más, el tiempo comenzó a
ralentizarse para Fithvael, concentrado en la tarea que tenía entre manos.
Con cada pasada, dejaba la mano durante más tiempo sobre la paletilla o el
flanco del caballo, hasta que la mano mantuvo un contacto constante y se
deslizó sobre los temblorosos músculos del animal, que se contraían
espasmódicamente. Con cada giro, las sacudidas de la cabeza del corcel se
hacían más suaves, la tensión del cuello comenzó a desaparecer y,
finalmente, Fithvael logró asir las riendas caídas y hacer que el agotado
animal caminara a paso lento y acabara por detenerse.
Gilead se encontraba sobre la silla, completamente erguido, y las
manchas de su propio sudor se agrandaban en las gruesas ropas y formaban
una Y en la parte de atrás de la capa de color escarlata, la cual iba
oscureciéndose. El sudor le caía también en largos regueros por las mejillas y
descendía en gruesas gotas desde los lóbulos de sus orejas puntiagudas. En
ese momento, todo lo que hacía que Gilead fuese quien era quedó en el
olvido para Fithvael. Avanzó hasta situarse ante la inclinada cabeza del
corcel que Gilead aún montaba y miró a un rostro que ya no conocía, a unos
ojos que ya no entendía. Gilead no superó la prueba. No miró a su amigo a
los ojos. Fracasó.
Sin soltar las riendas que aún sujetaba con firmeza en una mano por
temor a que Gilead repitiera aquella locura o encontrara algún nuevo horror
que infligirle a su leal corcel, Fithvael avanzó hasta un lado del caballo,
donde aferró con firmeza una bota de Gilead y tiró de ella con fuerza para
soltarla del estribo de cuero. A continuación, tras flexionar las rodillas y
separar las piernas a la distancia del ancho de los hombros, se afianzó bien
sobre el terreno.
Fithvael inspiró profundamente, retuvo el aire y apoyó la bota de Gilead
en ambas manos. Gilead no se movió. Al mismo tiempo que exhalaba el aire
con un enorme suspiro sonoro, Fithvael lanzó a Gilead de la silla y lo hizo
caer al suelo por el otro lado del caballo, donde impactó con un pesado
sonido sordo y se quedó sin aliento. Tras erguirse y limpiarse las manos en
los flancos de la blusa, Fithvael se tomó unos instantes para recobrar el
aliento.
—Eso ha sido por el caballo —dijo, luego.
Fithvael arrancó puñados de las largas hierbas finas que crecían en torno
a la base de los árboles del otro lado del calvero. Cuando tuvo un generoso
puñado, plegó las hierbas por la mitad dentro de la mano para formar un
cepillo suave, pero firme. Acarició el largo hocico delgado del corcel de
Gilead con una mano mientras le frotaba el cuello y las paletillas con el
cepillo improvisado. El caballo relinchó con suavidad y metió el morro bajo
la axila de Fithvael, respirando entonces con regularidad, después de la dura
experiencia. Tras frotar minuciosamente ambos flancos del cuello y las
paletillas, el elfo desechó las hierbas usadas, ya húmedas y de color marrón,
y recomenzó el proceso con un puñado nuevo. Con la hierba fresca, el
veterano maestro de esgrima frotó las delgadas patas delanteras del corcel,
moviéndose con lentitud y con una mano tranquilizadora apoyada
constantemente sobre el animal, a la vez que le susurraba con voz suave.
La bestia estaba exhausta y no protestó cuando Fithvael comenzó a
aflojar correas para quitarle la silla y las riendas. Podía percibir el dulce olor
del sudor elfo de su compañero mezclado con d acre aroma a miedo del
caballo. Al levantar la silla, Fithvael profirió un suspiro de pesar. En torno a
las gruesas marcas blancuzcas de sudor, vio abrasiones profundas y
enrojecidas. El olor de la piel desollada y en carne viva colmó el aire, y
gordas moscas comenzaron a volar hacia las áreas contusas y ensangrentadas
del lomo del caballo.
Con dos cortos chasquidos de la lengua, Fithvael llamó a su caballo, que
se encontraba a la sombra de los árboles y que trotó hacia el elfo y el animal
herido sin hacer caso del montón de carne, armadura y harapos que aún
yacía, catatónico y enroscado en posición fetal, en medio del claro.
De las alforjas del caballo, Fithvael sacó cajas y frascos de ceras y aceites
de olor acre. Se sentó sobre la esponjosa tierra cubierta de musgo, bajo el
extenso dosel de los árboles, y se puso a trabajar; molió y golpeó con el puño
de la daga sobre una piedra grande y plana que había encontrado entre la
vegetación. Los dos caballos permanecían cerca, tocándose con el morro el
uno al otro y solazándose en la nueva tranquilidad. Fithvael reunió hojas del
suelo y raspó con su daga la fina corteza roja de un árbol joven. El aire se
llenó de un olor fresco a savia, mezclado con el almizcle aromático de los
aceites bien preparados. Cuando Fithvael avanzó por el claro con el
preparado para curar al corcel de Gilead, las moscas zumbaron y huyeron
del pequeño cuenco de madera que llevaba en las manos.
Fithvael extendió el ungüento sobre las heridas dejadas por la silla al
mismo tiempo que les rezaba a sus antiguos dioses lejanos de Tiranoc para
que la curación se extendiera a elfo y bestia por igual.
El pensamiento lo hizo vacilar, y dirigió una mirada ceñuda hacia la
silueta del que en otros tiempos había sido su amigo y señor, y que aún yacía
desmadejado en el suelo.
Fithvael pasó el resto de la tarde atendiendo a los dos caballos; buscó
agua limpia para ellos y para llenar de nuevo las botellas, y los dejó pastar
entre los árboles. Libres de arreos y jinetes, ambos caballos pacían en el
sotobosque o caminaban tranquilamente juntos. Durante semanas habían
descansado sólo después de oscurecer, y se sentían aliviados por el cambio
en la monotonía cotidiana. No obstante, a Fithvael le parecían animales
solemnes al mirarlos desde cierta distancia.
El guerrero elfo plantó campamento, buscó comida y las hierbas que iba
a necesitar, limpió superficialmente sus ropas con un poco del agua recogida
y, cuando el purpúreo anochecer oscureció el cielo, hizo un fuego.
Gilead continuaba sin moverse. Los únicos sonidos que se oían eran los
del bosque que los rodeaba y los que hacían los caballos que descansaban en
las proximidades. Fithvael saboreaba aún más la soledad al saber que pronto
tendría que abandonarla.
Pasaron las horas y la luz diurna avanzó con lentitud mientras Fithvael
comía y meditaba su próximo movimiento. No podía continuar soportando
la demencia de Gilead. Necesitaba trazar un plan propio. El veterano
maestro de esgrima dudaba aún que el hogar de Níobe, Taithos Elios,
pudiese encontrarse en el sur, donde hacía tanto tiempo que vivían y
reinaban los humanos. No obstante, no podía negar que Gilead tenía causa
suficiente, en un principio al menos, para hacer ese viaje que se adentraba en
las profundidades del territorio humano. Si tenía razón, entonces
continuarían hacia el sur, pero debían hallar nuevas formas de seguir el
rastro de sus viejos ancestros. El paisaje no les había aportado otra cosa que
pesar y desesperación. El paisaje había despertado la locura de Gilead; el
infortunio consumía su cordura, y la demencia nunca estaba muy lejos de la
superficie del señor elfo austero y melancólico. Antes, durante el amanecer
de color malva, Fithvael había pensado en abandonar a su señor, el cual ya
no merecía su afecto, confianza ni obediencia. Pero apartó el pensamiento
de su mente. La historia de ambos era demasiado larga, estaba demasiado
entrelazada, y Gilead no podría sobrevivir allí en solitario; no, entonces.
En las últimas sombras color añil del atardecer, Fithvael decidió que
despertaría a su compañero, pero la paz era demasiado completa, demasiado
dulce sin él.
Llegó la noche, y el claro se sumió en negra oscuridad; sólo brillaba la
opaca luz amarilla del fuego. Fithvael se levantó y avanzó para mirar a
Gilead, que aún se encontraba acurrucado y sin moverse, pero con los
inexpresivos ojos abiertos de par en par. Los viejos hábitos y la lealtad
profundamente arraigada hicieron que el viejo maestro de esgrima echara
una manta de caballo sobre su amigo semiconsciente, aunque con todo lo
que había sucedido no hubo sentimiento de compañerismo suficiente como
para que renunciara a su relajada soledad, y Fithvael dejó a Gilead donde
estaba durante un rato mas.
El elfo permaneció sentado en la oscuridad durante toda la larga noche,
contemplando el fuego y mirando de vez en cuando a su amigo. Al
amanecer, empezó a preparar las pociones y las cataplasmas que sacarían a
Gilead de su extraño trance y restablecerían su conciencia. Fíthvael sólo
podía rezar para que su mente no estuviese perturbada por el
comportamiento obsesivo y delirante que había ido en aumento y había
madurado a lo largo de las semanas pasadas desde la pérdida de Níobe.
Cuando los primeros rayos de luz diurna iluminaban el horizonte con
una caliza color ocre, Fithvael se levantó y avanzó por el claro hasta donde
estaba Gilead. Tocó la alta, suave frente de su amigo y le echó hacia atrás la
cabeza. Pasó el cuenco de poción reconstituyente ante los ojos de Gilead,
que no veían, y luego lo inclinó para acercárselo a los labios. Una gran parte
de la espesa infusión de hierbas corrió a lo largo de las mandíbulas cerradas
como una prensa, y Fithvael inclinó aún más la cabeza de Gilead; para que la
poción hiciese efecto, debía beberla. Dos o tres cucharadas lograron
atravesar los labios resecos de Gilead, pero el preparado volvió a salir a
borbotones, cálido, claro y pardo. No había reflejo de deglución.
Fithvael volvió a comenzar. Inclinó la cabeza para curvar el cuello rígido,
y masajeó la garganta con el fin de fomentar la acción de tragar. Tal vez
había esperado demasiado.
Pasados varios minutos, justo cuando Fithvael temía que iba a tener que
preparar más poción, Gilead, por fin, jadeó y se atragantó. La garganta
cerrada gorgoteó, y el cuello se estiró en un espasmo reflejo, que, de pronto,
se manifestó en su mirada. Aparecieron lágrimas en los cantos de aquellos
lánguidos ojos que se pusieron en blanco.
Al acabar el ataque de tos, Gilead se puso en pie de un salto sin decir una
palabra y miró a su alrededor con ojos sorprendidos al ver el entorno que no
recordaba.
—Estás a salvo, viejo amigo —dijo Fithvael con voz suave—. Un
episodio menor, nada que no puedan solucionar unas cuantas hierbas.
Gilead no dijo nada, pero desplazó cabeza y cuerpo con brusquedad en
círculos, con los pies separados en una agresiva posición de ataque. Sus
manos buscaron la empuñadura de la larga espada de acero azul que, gracias
a Ulthuan, se encontraba a salvo en la vaina de la silla de montar. Fithvael se
levantó y se acercó a su amigo desquiciado.
—Tranquilízate, Gilead. Sólo necesitas descansar un poco. Siéntate
conmigo un rato.
Gilead le lanzó golpes, agitando los brazos. Echó una pierna hacia
adelante en un intento de patear a Fithvall, pero la falta de coordinación
estuvo a punto de hacer que cayera.
—¡No tengas miedo! Soy yo, Fithvael, tu fiel amigo y compañero. No te
haré ningún daño.
Se erguía en toda su estatura y avanzaba con lentitud, pues sabía que no
tenía nada que temer del exhausto cuerpo de Gilead, y sólo desconfiaba de
su mente perturbada. La poción había hecho efecto sobre el cuerpo del elfo,
pero tal vez no mucho sobre su espíritu.
—¡GaIeth!
Con el regreso del lúgubre grito, el rostro de Fithvael se endureció como
la piedra, y una mirada acerada cambió la expresión de sus ojos. Ya había
tenido suficiente.
Fithvael desenvainó la daga corta que llevaba en el cinturón y que había
usado para recoger hierbas y raspar corteza, y con ambas manos en alto y
alejadas del cuerpo, cargó contra el que había sido su amigo en otros
tiempos.
—¡Galeth está muerto!
—¿Galeth está muerto?
—¡Tú estás muerto!
—¿Gilead está muerto?
Fithvael acometió a Gilead con una mano abierta y vacía, más para
mantener a distancia a su amigo que para atacarlo. Gilead se puso frenético.
Le lanzó una patada a la mano abierta de Fithvael y giró para acercarse
más al viejo elfo. Su mano de cuatro dedos salió disparada para aferrar la
muñeca de Fithvael, pero se quedó corto o lo hizo con torpeza, porque
aferró con fuerza la hoja del cuchillo. Fithvael miró cómo los regueros de
sangre, aparentemente negros en la luz del alba, caían de la mano de Gilead.
Pero este no sentía nada.
Fithvael soltó la empuñadura de hueso torneado de la daga, llevó el
brazo atrás y, con un corto pero poderoso movimiento, estrelló los
protuberantes nudillos contra la mandíbula de Gilead. Se oyó un rechinar de
dientes que se deslizaban, demasiado apretados entre sí, y el sonido áspero
del hueso al chocar contra hueso. Fithvael sacudió la mano a causa del dolor
del golpe, pero Gilead permaneció de pie, girando como un derviche
maníaco.
—No me obligues a golpearte otra vez, Gilead. —Fithvael hablaba casi
para sí mismo—. Porque lo haré si es necesario.
Fithvael no tuvo necesidad de acercarse otra vez a Gilead, porque esa vez
fue el otro quien cargó con la cabeza gacha, como un proyectil
descontrolado, y casi perdió pie en el suelo empapado de rocío. Fithvael se
volvió justo antes de que la coronilla de Gilead impactara contra su vientre.
El veterano maestro de esgrima rodeó el cuello de Gilead con el brazo
flexionado, luchó con él y lo hizo girar, para luego derribarlo y hacer que
cayera de espaldas sobre la jugosa hierba. Fithvael percibió el aroma de la
camomila deshecha en el momento en que Gilead tendía una mano hacia las
piernas del viejo elfo.
—¡Basta! —gritó Fithvael al encontrarse de repente tendido de espaldas.
Pero Gilead no tenía bastante ni por asomo. Luchaba como si de ello
dependiera su mismísima alma, de una manera salvaje y demoníaca que
hizo que Fithvael se encogiera. Aliviado por el hecho de que Gilead estuviera
débil y tuviera problemas de coordinación, se limitaba a parar los golpes ya
defenderse de los agitados brazos y las piernas del elfo más joven. No
obstante, cuando hacía apenas unos segundos que había comenzado aquel
ataque, se dio cuenta de que Gilead continuaría hasta que el agotamiento lo
venciera…, o hasta que Fithvael lo derrotara. A Gilead le faltaba mucho para
recobrar la salud física y mental, y en ese momento el agotamiento podría
matarlo. Sin embargo, Fithvael temía que, con un solo golpe más, pudiera
matar él mismo al elfo.
Mientras Gilead manoteaba la capa de Fithvael en un intento de aferrarla
con el fin de estrangularlo, su compañero se acurrucó, tendido sobre un
lado, y recogió las rodillas contra el pecho. Posó los pies con suavidad en el
esternón de Gilead, donde sintió el tamborileo como de pájaro de su
corazón y, tras encontrar el punto correcto, empujó con las dos piernas,
estirándolas al máximo, a la vez que exhalaba con un gruñido.
El cuerpo de Gilead se enroscó al salir de su interior todo el aire. Sin
aliento, jadeaba para respirar con los ojos abultados y la mandíbula, por fin,
laxa. Fithvael aguardó mientras varios segundos vacíos flotaban en el aire.
Luego, todo acabó. Gilead rodó hasta quedar de lado y se rodeó las rodillas
con los brazos. Fithvael oyó el primer sollozo y vio la primera sacudida de
los hombros curvados cuando el cuerpo del guerrero elfo era devastado por
el sufrimiento de la conciencia.
Gilead estaba despierto. Por primera vez en días, tal vez en semanas,
Gilead estaba de vuelta allí.
—Ahora empieza realmente mi trabajo —le murmuró Fithvael mientras
la luz del cielo iba tomándose blanca.
Gilead se sacudía y mecía mientras su amigo lo observaba hacia mas
pociones y entibiaba las cataplasmas preparadas el día anterior. Por ultimo,
Gilead quedo inmóvil y, por primera vez desde que había perdido a Níobe,
durmió de verdad en lugar de desmayarse. Continuó durmiendo mientras
Fithvael se aseguraba de que estuviese cómodo y le aplicaba cataplasmas
tibias en la nuca y un bálsamo refrescante en la frente y las muñecas.
En tanto Gilead dormía, Fithvael preparó una comida sencilla: ensalada
de hierbas curativas, varias tortitas de pan sin levadura y, para sí, un par de
percas pequeñas pero gordas, sacadas con las manos desnudas de un oscuro
arroyo cercano. Cuando los alimentos estuvieron listos y servidos en los
pequeños platos limpios que Fithvael llevaba en su equipaje, el elfo llamó a
Gilead por segunda vez, sabedor de que en esa ocasión su antiguo señor
despertaría desconcertado, pero dócil y receptivo.
Ambos permanecieron en el claro durante casi una semana. Comieron,
hablaron y descansaron mientras los corceles también se relajaban y se
recuperaban. El caballo de Gilead se curó con rapidez, mucho antes que su
dueño. Al tercer día, Fithvael le relató el incidente del claro, porque Gilead
no lo había vivido de verdad y no podía recordarlo.
—Cumpliste con tu deber hacia mí y hacia el caballo —dijo Gilead con
tristeza—. No podría pedirte nada más.
Eran las primeras, titubeantes palabras de Gilead. Una disculpa, tal vez
una forma de dar las gracias; poco importaba para Fithvael, que había
llegado a no esperar nada en absoluto.
—Te arrojé del caballo por lo que le hiciste a la bestia. Y volvería a
hacerlo —respondió con malhumor.
Al cuarto día, Gilead ya era capaz de caminar por el claro sin que lo
ayudaran. Tras completar el primer círculo, lo recorrió otra vez a la carrera,
y luego una tercera, regocijado.
—Siéntate, Gilead —ordenó Fithvael, y el elfo mis joven volvió a
instalarse sobre el cálido suelo sin hacer preguntas.
—Esta empresa, la búsqueda de Níobe, de los antiguos parientes, de tu
salvación…, llámala como quieras, la búsqueda: eso tiene que acabar.
Gilead miró fijamente al elfo veterano.
—O…, si continúa, deberás atender a razones. Debes comenzar de
nuevo y dejarte guiar por mí.
Así pues, Fithvael expuso su plan con firmeza, sin la más mínima
intención de ceder ante el entonces dócil Gilead. Continuarían, pero
buscarían una pista real. Recorrerían la periferia de las aldeas y las ciudades
humanas y escucharían, desde los rincones más oscuros de las cervecerías y
tabernas, las historias que contaba la gente. Se basarían en los mitos y
leyendas que se contaban o cantaban en aquellos extraños lugares. Y si no
encontraban nada, la búsqueda debería cesar.
Gilead, ya con la mente más fuerte y el cuerpo más sano, hizo lo que le
decían. Ambos pasaron los días siguientes comiendo, durmiendo y haciendo
ejercicio. Fíthvael hablaba, hasta muy entrada la noche, de razón, de justicia
y de la posibilidad de que la búsqueda fuese fútil. Hizo todo lo que estuvo en
su poder para preparar a Gilead, pues sabía que esa podría ser la última
oportunidad que tendría para salvar a su señor de la locura de su mente
torturada, tal vez incluso de la muerte por algún insensato anhelo suicida de
enderezar las cosas, de hacer que el tiempo diera marcha atrás, de
restablecer a los nobles elfos en aquellas tierras.
Al octavo día, Fithvael y Gilead limpiaron todo rastro de su
campamento, ensillaron los caballos y se marcharon del claro. Buscaban
señales de vida humana, y las encontraron sin dificultad una hora después
de partir.
Al principio, se movían con gran precaución y entraban en las periferias
de aldeas pequeñas sólo después de caer la noche. Se sentaban en los más
oscuros rincones de diminutas trastiendas, donde un barril de cerveza con
espita bastaba para que todos bebieran durante una semana o más, y donde
la comida era escasa o inexistente. Se cubrían la cabeza o la inclinaban y
escuchaban a los humanos, afinando su oído a los duros y entrecortados
acentos del sur, y extraían tanta información del tono y la cadencia como de
las mismas palabras. Escuchaban sin hablar, bebían un único vaso de
cerveza cada uno y se marchaban, distinguiéndose sólo como forasteros. En
aquella zona nadie había visto un elfo en cien años, y como nadie esperaba
ver un elfo, nadie lo veía.
Poco a poco, a medida que recorrían una aldea tras otra y entraban en
ciudades de mayor tamaño, comenzaron a encontrar una pista. A los
humanos les encantaba escuchar historias, y a menudo se contentaban con
un mismo relato repetido una y otra vez. Fithvael y Gilead empezaron a
comprender las pautas que animaban las tramas de los cuentos humanos.
Continuaron adelante mientras su oído se afinaba mejor para captar los
sonidos humanos y su mente se hacía más diestra en la traducción del
áspero idioma rápido. Los relatos de torres elfas, grandiosos guerreros y
nobles elfos que habían contribuido a evitar tragedias humanas se
entretejían para crear un paisaje cada vez más rico de población elfa en
aquella tierra. Y Gilead había estado en lo cierto: cuanto más se adentraban
en el sur, más claras y regulares eran las historias.
Apenas dos semanas más tarde, Gilead y Fithvael llegaron a la que tal vez
era la vigésima taberna que visitaban. Era un poco más grande que la
anterior, pues habían ido adquiriendo cada vez más confianza en su
invisibilidad para los tontos habitantes humanos. Fithvael avanzó hasta la
estructura de barriles con una tabla de madera que servía de barra, mientras
Gilead, detrás de él, miraba en torno para buscar un rincón seguro y oscuro
donde sentarse.
Al volverse, casi se golpeó la cabeza contra una viga que cruzaba el techo
de la sala baja pintada de color ocre, y por instinto retrocedió medio paso y
se interpuso en el camino de una camarera. Inclinó la cabeza por reflejo
cuando la muchacha giró la suya para disculparse, al pensar que había sido
ella la culpable. A pocos centímetros de distancia, los ojos de Gilead se
posaron sobre el lozano escote y los pechos que sobresalían del corpiño
demasiado estrecho de la joven. Pensó en apartar la mirada de aquel bulto
vulgar, la antítesis misma de la belleza elfa, pero no pudo.
Dos o tres centímetros de la hendidura que mediaba entre los
descocados pechos humanos quedaron nítidamente enfocados mientras
Gilead observaba una gota de sudor que se desprendía y descendía por la
ladera de piel cremosa, antes de enredarse en el perfecto torneado de los
eslabones de una pesada cadena de oro bellamente forjada. El delgado
reguero de sudor volvió a reunirse y formó otra gota, rechoncha y
destellante en el eslabón de la cadena, antes de caer al siguiente, donde
quedó prendida, creció y volvió a caer. El tiempo se detuvo en ese instante
en que la mirada de Gilead siguió la caída del sudor por la cadena hasta que
llegó al disco medio oculto que se alojaba entre las protuberancias del
cuerpo de la muchacha y las tensas cintas que atravesaban la hendidura
donde el corpiño no podía cerrarse.
—Pe…, perdón, señor —dijo ella al mismo tiempo que intentaba
volverse en el estrecho espacio que mediaba entre los taburetes y las mesas.
Se rompió el hechizo, y de repente Fithvael se encontraba junto a Gilead.
—¿Una mesa, moza? —preguntó Fithvael a la vez que amortecía y hacía
más grave el timbre de su voz, y usaba el mínimo necesario de extrañas
palabras humanas.
—Claro, señor —replicó ella. Tras posar una mano sobre el brazo de
Gilead, que se tensó, añadió—: Le pido disculpas. Debería de haber mirado
por dónde iba.
Gilead masculló algo incoherente con voz cantarina, y la mujer frunció
el entrecejo. Apartó la mano, lo miró una vez más mientras él giraba e hizo
un gesto hacia una mesa cercana mientras se marchaba a ocuparse de sus
asuntos.
—¿Has visto eso? —preguntó Gilead, que habló antes de que se hubiesen
sentado siquiera—. ¿Lo has visto?
—Sólo he visto que te interponías en su camino y le hablabas. ¡A una
humana! Debemos ser circunspectos. En estos sitios tenemos que pasar
inadvertidos.
—¡La fortuna nos favorece ahora, Fithvael! ¿Lo has visto?
Fithvael se sentía nervioso por el encuentro; esperaba que no hubiese
sido demasiado largo y que Gilead no hubiese hecho nada que denunciara
su identidad. Estaba ansioso por abandonar la taberna a la primera
oportunidad. Aquel era su plan, un plan adoptado bajo coacción, un plan
que debía ser seguido al pie de la letra, lo cual significaba el menor contacto
posible con los humanos. Miró en torno mientras bebía un sorbo de la
cerveza de sabor amargo, pero unos pocos minutos de vigilancia
tranquilizaron al viejo guerrero respecto a que no había sucedido nada que
hubiese que lamentar. Con cautela, se volvió a mirar a Gilead.
—¿Qué viste, viejo amigo? —preguntó.
—Alrededor del cuello de la camarera. Primero fue la cadena lo que
atrajo mi atención, ¡una artesanía tan perfecta! Pero lo vi, sé que lo vi.
—No entiendo lo que dices. Cuéntame despacio qué viste.
Gilead inspiró profundamente y miró a Fithvael con aire solemne. Se
inclinó hacia él por encima de la mesa a la que estaban unidos los bancos,
como si le fuera a contar un secreto o la parte más espeluznante de alguna
historia de terror, como hacían los cuentistas itinerantes.
—Me interpuse en el camino de la camarera, y cuando ella se volvió, se
encontraba muy cerca de mí. Bajé los ojos por temor a que reconociera mi
raza o me hiciera alguna pregunta. Y entonces la vi. Hace muchos años que
no veo nada parecido. Muchas veces he pensado que nunca más volvería a
ver una cosa parecida.
Gilead hablaba en serio. Fithvael se daba cuenta de ello y no parecía
haber ni rastro de locura en sus ojos, sólo decisión.
—La cadena era como las que llevarían mi madre o mi hermana, de
finos eslabones de oro torneados con hilos de oro y cuentas entretejidas con
ellos, intrincada como un rompecabezas. Sólo alguien de nuestra raza
llevaría una joya tan hermosa. Ningún humano haría algo semejante ni
podría hacer un objeto como ese.
—Las joyas de ese tipo eran comunes entre nosotros, pero todas tenían
un propósito o contenían una promesa —dijo Fithvael—. La cadena podría
ser una copia de un antiguo diseño. Carece de significado sin su sello o
talismán.
—¡Y ahí está la cosa! —gritó Gilead al mismo tiempo que su puño
descendía con entusiasmo, aunque en el último segundo recordó que no
debía golpear la mesa.
Fithvael volvió bruscamente la cabeza en busca de la muchacha, pero no
pudo verla en la taberna, que entonces estaba llena de humo y palpitaba de
vida.
—¿Tiene un talismán?
—Lo lleva contra su maloliente seno, maculando su significado como si
no fuese nada…; pero eso no importa —prosiguió Gilead, tras calmarse—.
Sin duda, ella sabe algo de nosotros, de nuestra raza. Puede ayudarnos en
nuestra búsqueda.
Puesto que no quería atraer la atención sobre sí ni sobre su ansioso
amigo, Fithvael se llevó a Gilead de la taberna. En el callejón lateral del viejo
y tosco edificio, hablaron en voz baja sobre lo que podrían hacer para
averiguar de dónde procedía el talismán de la muchacha; pero no tuvieron
tiempo de decidir. Habían pasado apenas unos momentos cuando una figura
delgada, con la cabeza inclinada y cubierta por un chal ligero, entró en el
callejón, casi se estrelló contra los dos guerreros elfos y, luego, saltó hacia
atrás, alarmada. El chal cayó hasta los hombros regordetes, y Fithvael captó
un atisbo de la cadena que rodeaba el cuello corto y blanco de la muchacha.
—¡Sigmar! —exclamó la joven—. Me habéis dado un buen susto.
—No te haremos daño —le dijo Fithvael, que olvidó hacer más grave su
voz.
La muchacha frunció el entrecejo de nuevo y miró con más atención a
los personajes que tenía delante.
—¿Quiénes sois? —preguntó al mismo tiempo que retrocedía un paso y
se ajustaba el chal alrededor del cuello, un gesto que hizo que volviera a
quedar oculto el talismán que llevaba.
—No somos lo que parecemos —respondió Gilead a la vez que
avanzaba.
No hizo ningún intento por ocultar la cadencia de su voz ni su acento
extraño al pronunciar las palabras humanas que no tenía costumbre de usar.
—Buscamos a nuestro pueblo y deseamos tu ayuda en nuestro propósito.
La sobresaltada muchacha intentó retroceder hasta salir del callejón,
pero Gilead era demasiado rápido para ella y la sujetó con delicadeza, pero
firmemente, por los brazos. El chal volvió a caer. Fithvael lo recogió del
polvoriento suelo del callejón y envolvió con él los temblorosos hombros de
la joven. Después, con delicadeza, tomó la cadena con una de sus delgadas
manos.
—¿Dónde encontraste esto, niña? —preguntó Fithvael mientras
acariciaba la delicada cadena.
La muchacha metió los dedos en su seno y sacó el grueso disco plano
que se alojaba debajo del corpiño. Comenzó a blandirlo hasta que los
nudillos se le pusieron de color blanco azulado.
—No lo encontré. Me protege de los que son como vosotros. ¡Me
protegerá de todo mal!
—Ya lo sé, niña —respondió Fitbvael al a vez que soltaba la cadena y
retrocedía un poco—. En otra época, hace mucho tiempo, perteneció a
alguien de mi raza. Fue hecho por mi raza y llevado por ella. Es un poderoso
talismán y una gran protección, como tú dices…
—No obstante, si no lo has encontrado, ¿de dónde ha salido? —Gilead
clavó sus ojos en los de la muchacha y apretó un poco más la mano con que
la sujetaba.
—¡Ah! Me haces daño —gritó ella, e intentó deshacerse de la presa, que
para ella era férrea.
—Déjala libre, Gilead —dijo Fithvael en el único idioma que su amigo
obedecería.
Gilead dejó caer las manos a los lados, y la muchacha se quedó allí,
mirándolos fijamente a ambos, antes de bajar los ojos hacia el disco que aún
tenía en la mano.
Temblorosa y con el semblante blanco, la camarera dudó sólo un
momento antes de alzarse el cabello por detrás con sus cortas manos rollizas
y abrir el broche de la cadena para quitársela del cuello, junto con el
amuleto.
—E…, esto de…, debe perteneceros a…, a… vosotros —tartamudeó,
con la cabeza gacha.
Tendió el talismán hacia adelante, con el brazo estirado al máximo, para
que Fithvael lo cogiera de sus temblorosos dedos.
Fithvael miró larga y atentamente el disco que pendía de la hermosa
cadena a la vez que lo volvía entre las manos y memorizaba las múltiples
inscripciones en letra antigua que había en él. Luego, volvió a depositar el
talismán en la mano de la muchacha y le cerró los dedos con delicadeza en
torno al mismo, envolviendo la mano de ella con un solo movimiento de la
suya, estrecha y larga, y de dedos elegantes.
—No. Ahora te pertenece a ti —le dijo al tiempo que adelantaba una
mano hacia Gilead para que guardase silencio—. Sólo dinos de dónde lo
sacaste y qué sabes de él.
—Y nunca hables de nosotros con nadie —añadió Gilead.
—Nadie me creería —respondió la joven mientras miraba a Fithvael a
los ojos. Entonces, pareció que había tomado una decisión—. Seguidme,
nobles señores. Conozco un sitio tranquilo donde podré contaros todo lo
que sé.
Era ya muy tarde aquella noche cuando Gilead y Fithvael regresaron
junto a los caballos que habían dejado en el campamento. Las ascuas negro
grisáceo del fuego que habían cubierto enrojecieron cuando Fithvael las
removió para avivarlas y, a la pálida luz de las llamas, anotó la inscripción
que había visto en el talismán.
Era la primera prueba concreta que podría llevarlos a una verdadera
pista. Con las inscripciones y la historia que la muchacha les había contado
de buena gana, aunque un poco adornada y toscamente embellecida aquí y
allá según el común estilo humano de contar historias, los elfos sabían
cuanto necesitaban para continuar la búsqueda con renovado vigor y
determinación.
En aquella zona del Imperio, todos los caminos conducen a Nuln. Veo
que asentís, que Nuln os resulta conocida.
Siempre por los senderos forestales que hay al norte de la ruta comercial
que une Averheim con esa vieja ciudad, Fithvael y Gilead avanzaron con
rapidez sin ser vistos por el tráfico humano que aumentaba a medida que se
aproximaban a NuIn. Cuando la ciudad apareció a la vista en el horizonte,
los compañeros giraron al oeste y siguieron el curso del río Reik hasta
descubrir lo que estaban buscando.
Desde el principio, los elfos se vieron rodeados de cosas que les
recordaron a su hogar. No hubo necesidad de remover la vegetación para
hallar la más pequeña señal; no hubo búsqueda desesperada de una sola
piedra o planta que pudiese indicar la presencia de elfos. El paisaje estaba
lleno de diseños y esculturas de elfos. Las plantas eran las apropiadas, las
ondulaciones del terreno eran las correctas, y cuando se encontraron con el
edificio de Ottryke Manor, les resultó evidente que cada piedra de los
cimientos había sido tallada y colocada por elfos. Fithvael desmontó y
condujo su caballo hasta una distancia prudencial entre los árboles. Lo
único que Gilead podía hacer era mirar con ojos fijos.
Al observarlo desde el cobijo de los árboles, Fithvael chasqueó la lengua
dos veces. El caballo de Gilead alzó la nariz, relinchó con suavidad y se
volvió a mirar al veterano guerrero elfo. Momentos después, el elfo más
joven giró la cabeza y respondió al gesto que hizo Fithvael para llamarlo.
—Hemos llegado —dijo Gilead al mismo tiempo que desmontaba—. ¿Es
que no lo ves? Aquí ha habido elfos antes de que llegáramos nosotros. En
otros tiempos, esto fue una grandiosa morada elfa.
—Ya lo creo —replicó Fithvael, y en sus ojos había una mirada ansiosa
—. La doncella humana dijo la verdad.
«Yo heredé el talismán. Veréis, fue un regalo que le hicieron a mi abuela.
Mi familia trabajaba en la hacienda de Ottryke, primo del Elector de NuIn.
Mi abuela era una mujer muy hermosa y fue la favorita de su señoría. Le
regaló el talismán como recuerdo cuando ella se casó y abandonó el servicio
de la casa. A cambio, ella envió a mi madre a trabajar para él en la casa
grande. Y allí trabaja aún».
—Debemos encontrar a la madre de la camarera —dijo Gilead, cuyos
ojos brillaban de expectación.
—Menos prisas, señor. Primero reconozcamos la zona. Es posible que
estos humanos no sientan ninguna simpatía por nuestra raza, después de
tanto tiempo.
Gilead consintió, pues aún tenía fresco el recuerdo vergonzoso y
culpable de su crisis mental.
Pasaron dos noches sin novedad, explorando cada centímetro de la
hacienda, pero todo lo que hallaron sólo sirvió para convencerlos de que era
verdad lo que ya pensaban. Los humanos habían construido su gran casa
solariega sobre lo que en otros tiempos había sido una extensa hacienda elfa.
La casa estaba orientada según la tradición, e incluso los corrales de ganado
y campos de cultivo seguían las clásicas pautas elfas, por no hablar de parte
de la arquitectura: los cimientos de la mayoría de los edificios grandes, las
murallas exteriores y algunas vallas antiguas eran de diseño y construcción
elfos. Las señales, semiocultas debajo y detrás de construcciones humanas
más toscas y recientes, estaban allí para que las descubriera cualquier ojo
capaz de distinguirlas por lo que eran.
«La casa solariega fue construida sobre ruinas elfas hace varias
generaciones. Se decía que todas las joyas de la familia habían sido hechas
por elfos, descubiertas en los terrenos años antes. Mi abuela siempre llevaba
este talismán para que la protegiera contra el mal. Yo no sabía si esas
historias eran ciertas».
—¿Cómo están nuestros visitantes? —le preguntó el señor al hombre que
se encontraba de pie ante él y que no dejaba de estrujar su sombrero de tela
entre las manos.
—Hace dos días que el fuego está tibio, señor. No los he visto aún. No
están allí después de oscurecer ni antes del alba, y no me atrevo a buscarlos a
la luz del día.
La entrevista se estaba celebrando en el salón de la planta baja de
Ottryke Manor. El Señor de Ottryke solía ser muy duro con los intrusos,
pero el explorador había despertado su interés. No se trataba de cazadores
furtivos, pues no habían matado ningún animal, y su campamento estaba
demasiado bien organizado para pertenecer a vagabundos. Había pruebas de
caballos bien cuidados y comidas metódicas con elegantes utensilios de
cocina. «Extraños y maravillosos», había dicho el explorador para
describirlos.
—Muy bien. Puedes marcharte —dijo el Señor de Ottryke—. No le digas
nada a nadie.
Y con un gesto de la mano enjoyada, despidió al explorador.
—Alguien ha estado otra vez aquí; un humano, sin duda —dijo Fithvael
mientras avivaba el fuego poco después del amanecer del tercer día—.
Tenemos que levantar campamento. Aquí nos ponemos en peligro.
—No, Fithvael; nos quedaremos. Aquí ha estado un humano, pero
ninguno nos ha perseguido ni atacado. No les importa que estemos aquí.
—Tal vez nos vigilan, como nosotros a ellos.
—Y si lo hacen, quizá podamos ayudarnos unos a otros. Sólo deseo
encontrar a Níobe o rastros de cualquier otro de nuestra raza. Tenemos un
deber, tú y yo, Fithvael. Hace demasiado tiempo que no sabemos lo que es
formar parte de algo más grande, tener una familia o nuestra propia gente
alrededor. ¿Qué no darías por volver a tener algo así?
—Tus sueños me dan miedo. Temo que seamos demasiado viejos y
hayamos permanecido solos durante demasiado tiempo para comportarnos
ahora de manera justa con las mujeres y los niños —dijo Fithvael en voz tan
baja que su compañero no lo oyó.
En esa época, Gilead dormía incluso a la luz del día, pese a que durante
meses no había sido capaz de dormir ni en las noches más oscuras.
Entonces, le había tocado a Fithvael el turno de desvelarse. Los estaban
observando, y había visto signos de que alguien había visitado su
campamento; no obstante, Gilead no parecía sentir ningún temor de
aquellos humanos. Era un carácter de extremos, el elfo sentía miedo de todo
o de nada, amor a la vida o pasión de muerte, se movía con la velocidad de
la sombra o se quedaba en estado comatoso.
Fithvael permanecía sentado junto al fuego de campamento, que
mantenía bajo por temor a que el humo los delatara, y vigilaba. Dedicaba el
día a prepararse para la noche siguiente, aunque no sabía qué más había por
descubrir en aquella hacienda. Cuando se sentaba, dejaba su espada corta al
alcance de la mano, y la llevaba al cinturón cuando se desplazaba. Vivía con
miedo constante, aunque no de lo que los humanos pudiesen hacer, porque
tenían que hacer algo, ni del momento en que los humanos acudieran a su
encuentro, lo que sin duda harían. En el corazón tenía miedo de Gilead y de
lo que les sucediera a ambos por lo que él pudiera hacer.
El ocaso se aproximaba con colores turquesa y ámbar. Gilead despertaría
pronto, así que Fithvael preparó la comida, avivó el fuego hasta que se
encendió y se repantigó contra el cómodo nido de raíces y corteza que le
proporcionaba el árbol más grande del pequeño calvero. Al mirar hacia el
cielo que se oscurecía, Fithvael contempló jirones de nubes de color gris
azulado que atravesaban las brechas que quedaban entre las hojas de lo alto.
Cuando acudieron a su encuentro, como Fithvael sabía lo que harían, era
el momento del crepúsculo, ese instante en que un hilo negro y otra blanco
sostenidos contra la luz parecen ambos grises.
Fithvael se encontraba semisentado contra el árbol; sus párpados se
agitaban y sus pies se movían en un sueño intranquilo. Gilead yacía de lado
dentro del refugio, bien descansado y a punto de despertar.
Cuando llegaron, no irrumpieron en el claro a lomos de caballo,
pisoteando el suelo, haciendo que los corceles se pusieran a dos patas y
golpeando las espadas contra los escudos.
Fithvael estaba reclinado, adormilado, y sus fosas nasales se dilataron al
percibir un olor nuevo, desconocido durante las horas de sueño. Gilead rodó
instintivamente hasta quedar de espaldas para que sus sentidos aletargados
pudiesen oír mejor los sonidos nuevos que se aproximaban al calvero.
Cuando llegaron, lo hicieron con sigilo, apartando las hojas y ramas de
los árboles, avanzando con lentitud y pasos casi silenciosos hacia el interior
del claro. No llevaban armaduras para no hacer ruido y lucían sólo la
insignia de su señor bordada en la parte delantera de los justillos.
Fithvael tomó conciencia del peso de su cuerpo, realizó una larga y lenta
inspiración para aclararse la cabeza y abrió los ojos a medias. Gilead se
incorporó en cuclillas para mantenerse a cubierto, con los ojos abiertos de
par en par y una mano vacilante en medio del aire, a pocos centímetros del
puño de la daga.
Pensaban que tomarían por sorpresa a los desconocidos, pero el olor
humano es fuerte para el olfato elfo, y sus pasos resultaban muy sonoros
para los oídos de la raza antigua. Los elfos oyen, huelen y sienten incluso
mientras duermen, y Gilead y Fithvael ya no estaban dormidos.
En medio parpadeo de ojo, Fithvael había visto a los cinco hombres que
merodeaban por el claro, se acercaban al fuego y examinaban la comida que
en él se cocía. Buscaban el refugio, que se parecía a las formas de la fronda
de los árboles inmaduros y resultaba invisible en el crepúsculo. Sabía que
Gilead estaba con él; podía sentir su presencia, aguda como el filo de una
espada elfa. Fithvael podía acabar con los dos hombres que se encontraban
en el lado oeste del claro. Gilead se encargaría del resto.
En cuestión de dos segundos, Gilead identificó cinco pares de pies
pesados al alcance del oído. Dos en el lado oeste del claro, dos más en el
centro, y uno que se le aproximaba cada vez más, por el lado este. Podía
derrotar con facilidad a los tres humanos que tenía más cerca; sabía que
Fithvael estaría a mano para encargarse de los restantes.
Ninguno de los hombres vio la silueta del guerrero elfo recostado contra
el árbol, ni pudo ver el refugio dentro del cual se hallaba Gilead. Los cinco
hombres pensaban esperar a sus presas mientras recorrían la zona de
terreno abierto y se maravillaban ante la construcción de un fuego tan
perfecto y la elegante preparación de semejante comida. Por todo ello,
supusieron que los hombres del campamento serían personas sofisticadas y
cívicas; serían reservadas, lentas a la hora de luchar…, así que los recién
llegados no esperaban nada más.
Gilead tomó la delantera al emerger del refugio invisible y lanzarse hacia
adelante para atacar, con el cuerpo agazapado. La espada de Galeth le pesaba
en la vaina, a un lado, y aún tenía la daga envainada en el cinturón. El
guerrero elfo aferró al hombre bajo y fornido a la altura de las caderas, por
debajo de su centro de gravedad, y lo arrojó al suelo de espaldas, donde el
golpe lo dejó sin respiración. Un puñetazo bien dirigido a la mandíbula hizo
que perdiera el conocimiento. A su derecha, Gilead oyó que Fithvael entraba
en el claro.
—¡No los mates! —ordenó.
Fithvael envainó la espada de modo automática, siempre habituado a
obedecer las órdenes de su compañero, más rápido que él en el campo de
batalla.
Cuando Fithvael derribaba a su primer oponente con un golpe en el
esternón, potente aunque dado con la mano plana, Gilead atacaba al
segundo de los suyos, un joven desconcertado, que dejó caer
inmediatamente el palo que llevaba y agitó los brazos hacia delante con
gesto de alarma.
—¡No! ¡No! —gritó con voz potente y vacilante.
Gilead se agachó con rapidez y cogió con una mano un extremo del
palo, con el cual asestó un golpe ligero en las corvas del muchacho, al que
derribó sin miramientos sobre las posaderas.
Fithvael luchaba con el hombre más corpulento de todos, que a pesar de
su corpachón era también rápido y, tras ver la suerte corrida por sus
compañeros, estaba preparado para la carga del elfo. El guardia alzó su
hacha y describió con ella un arco, pero Fithvael, que era aún ágil a pesar de
ser un viejo guerrero, se agachó, aferró el largo mango del hacha por debajo
de la hoja y se puso a rotar sobre sí mismo. La fuerza del giro levantó al
hombre del suelo y lo estrelló contra el tronco del árbol en el que Fithvael
había estado durmiendo apenas momentos antes.
Cuando alzó la mirada, caía el último atacante. Se trataba del más alto de
todos, casi de la misma estatura que Gilead, con quien de momento
describía cautelosos círculos. El elfo fue el primero en atacar; aferró una
mano de su oponente, se irguió y giró arrastrando el cuerpo del hombre.
Tras casi levantarlo del suelo, Gilead se agachó bajo las manos unidas y
lanzó al humano por encima de su hombro. El hombre cayó de espaldas, su
cabeza rebotó y perdió el conocimiento como los demás antes de saber
siquiera contra qué se había golpeado.
—¿Cómo…, cómo has hecho eso…, señor? —preguntó una vocecilla
desde el centro del calvero sembrado de cuerpos.
Fithvael y Gilead se detuvieron junto al único humano consciente que
quedaba en el claro.
—¿Cómo? Son todos hombres de guerra con armas. Yo sólo estoy
comenzando…, pero ellos…
El asustado muchacho tartamudeaba y parloteaba mientras los elfos se
erguían sobre él, silenciosos.
Gilead señaló la insignia. La runa elfa senthoi, que significaba «unidad»,
había sido recientemente cosida en la parte frontal de la blusa almidonada y
limpia del joven.
«Mi abuela me dijo que el señor aún utiliza uno de estos símbolos
antiguos en su cimera, aunque nadie recuerda ya lo que significa. A mí me
parece hermoso».
Aún de pie ante el farfullante muchacho, Fithvael y Gilead se
descubrieron el rostro.
—Por Ulthuan… —dijo Fithvael en su idioma natal.
El muchacho no oyó nada mis. Los dos rostros y aquella singular voz
extraña despojaron a su cabeza de cualquier sentido que le restase, y cayó de
espaldas, desmayado.
Desmontaron en el patio de la casa solariega y, dado que el guardia
habitual de aquella hora iba sobre la grupa del caballo de Fithvael, nadie se
atrevió a impedirles el paso. El muchacho, Lyonen, estaba blanco a causa de
la conmoción y parecía aturdido cuando el veterano elfo lo ayudó
amablemente a desmontar del caballo que habían compartido.
Seguido por los dos elfos, Lyonen avanzó con paso ligero y asustado
hacia el interior del salón inferior de la casa solariega, pues sentía las puntas
de las botas de Gilead pegadas a sus talones. Los dos compañeros elfos no
hicieron intento alguno de ocultar su identidad, y cuando una docena de
rostros se volvieron a mirarlos, el silencio que se hizo fue más absoluto y
completo que nunca antes en aquella estancia.
—¡Guardias! —gritó un hombre bajo y fornido con cara de halcón y
oscuros cabellos en los que se veían listas plateadas—. ¡Los demás marchaos,
ahora!
—¿Querías hablar con nosotros? —le preguntó Gilead al hombre que se
había levantado a causa de la incredulidad y confusión que sentía, aunque,
como señor de la casa, tenía derecho a permanecer sentado, como no fuese
en presencia de los visitantes de más alto rango.
Pasados unos momentos de bullicio, la estancia quedó vacía, excepto por
los guardias que los contemplaban, unos pálidos, y otros boquiabiertos ante
los míticos desconocidos.
—Yo… —comenzó el Señor de Ottryke, que volvió la cabeza para
asegurarse del lugar exacto en que estaba su asiento para sentarse en él con
un poco de tranquilidad, al menos— simplemente quería saber quién había
entrado en mis tierras sin permiso.
—Enviaste a cinco guardias armados en una misión furtiva —observó
Gilead, cuyos labios casi se inclinaban en una sonrisa torcida, aunque
mantuvo la expresión de seriedad en los ojos.
—Y vosotros regresáis con uno solo, y el más débil de los cinco —replicó
el señor, que iba recobrando la compostura—. ¿Debo creer que habéis
matado a los otros?
—Dado que no tenían ni la más mínima posibilidad de apoderarse de mí
ni de mi compañero, vivos o muertos, nos pareció un poco exagerado
matarlos sin más. Sin duda, regresarán cuando hayan atendido sus doloridas
cabezas y hayan recobrado el sentido de la orientación —contestó Gilead,
que estaba disfrutando con el duelo verbal.
Por lo general, cuando un elfo se encontraba con un humano era porque
se trataba de alguien necesitado y presa de pasmo reverente ante «el pueblo
mágico», o alguien intimidado e incrédulo, como parecían estarlo los
guardias del señor. Este humano, sin embargo, tras tomarse un momento
para recobrar la compostura, no parecía ni asustado ni reverente.
—Veo qué sois elfos, pero ¿qué os trae a mi hacienda? —preguntó el
Señor de Ottryke sin más rodeos.
Gilead, sin embargo, necesitaba un poco más de duelo verbal.
—Si conoces la historia de tu heredad, entonces sabes por qué estamos
aquí —respondió el elfo más joven al mismo tiempo que hacía un gesto leve
hacia la blusa de Lyonen.
—En ese caso, parece que ambos conocemos la leyenda que rodea este
lugar —contestó el señor—. Tal vez la razón por la que estáis aquí coincide
con la que tuve yo para enviar una partida furtiva a buscaros, en lugar de
enviar asesinos para que os mataran.
»Por favor, deponed vuestras armas y sentaos.
Gilead le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Fithvael, y ambos
le entregaron, las armas al muchacho que los había acompañado, aunque se
aseguraron de que continuase dentro de la habitación. Luego, ocuparon los
asientos. Y así comenzó la entrevista.
«Según me contó mi abuela, los últimos elfos que vivieron en Ottryke, al
darse cuenta de que su época había concluido, llevaron la mayoría de sus
tesoros a las tumbas familiares y los enterraron. Pero ese es un cuento de
viejas».
No invitaron a Fithvael y Gilead a quedarse en la casa esa noche, pero les
devolvieron sus armas, y Lyonen regresó al campamento con ellos. A fin de
cuentas, era él quien había llevado a los elfos a presencia del Señor de
Ottryke, y este último tenía necesidad de las habilidades de los visitantes.
Cuando volvieron al campamento, no hallaron humanos en él, y nadie
había tocado nada. Fithvael y Gilead hablaron hasta muy avanzada la noche
mientras su joven guardián los contemplaba con aire solemne, sin entender
nada de lo que decían. Debatieron la corrección de lo que iban a hacer.
Fithvael estaba horrorizado porque Gilead se atreviese a aprobar el
saqueo de una antigua tumba elfa. Pero Gilead, por su parte, argumentaba
que no cabía duda de que los fines justificaban los medios. Si podía entrar en
posesión de los tesoros documentales de aquella rama de una familia elfa, el
precio era razonable.
Pasó otro día, que Fithvael dedicó a recoger hierbas, llenar los odres de
agua y atender a los caballos. Lyonen lo seguía a todas partes y observaba
con asombro y curiosidad cada una de las tareas que realizaba mientras
formulaba un centenar de preguntas. Fithvael comenzaba a aficionarse a la
ansiosa inocencia del muchacho, y sus lacónicas respuestas se transformaron
pronto en comentarios sobre lo que hacía, para pasar luego a establecerse un
diálogo como el que puede existir entre un mentor y su discípulo. Incluso en
cosas tan prosaicas y domésticas, la forma de obrar de los elfos era por
completo diferente del tosco afán que caracterizaba las tareas humanas
cotidianas.
Al otro, a Gilead, el muchacho sólo lo observaba desde lejos. Le
atemorizaba, no porque el guerrero fuese elfo, sino porque mantenía a todo
el mundo a distancia, incluso al compañero de su propia raza. Las lealtades
del muchacho ya se encontraban en conflicto entre el Señor de Ottryke a
quien le habían enseñado a alabar y obedecer, y aquellos maravillosos elfos,
que sabían tanto y parecían tan completos.
Dos días después de la visita a la casa solariega, Fithvael y Gilead
recibieron al Señor de Ottryke y su séquito en el campamento que habían
plantado en aquellas tierras menos de una semana antes. Fithvael oyó cascos
de caballo antes del amanecer, cuando Lyonen lo ayudaba a cargar los
caballos y comprobar los arreos. Gilead se mantuvo firme en el centro del
claro mientras era rodeado por el Señor de Ottry ke, ataviado con una
especie de traje de caza, y cinco de sus guardias vestidos con ropas y capas
grises, que no llevaban la insignia del noble humano. Los hombres armados
no engañaban a nadie, y ambos elfos los reconocieron al instante como
soldados que estaban allí para proteger los intereses del Señor de Ottryke
contra cualquiera, incluidos Fithvael y Gilead.
—Bienvenido, señor —declaró Gilead con tono formal, aunque sin
mostrar signos de reverencia ante aquel estúpido humano avaricioso—.
¿Entendemos todos el propósito que nos ha reunido? —No esperó a que le
respondieran—. Os conduciré a las tumbas de mis ancestros a cambio de
cualquier documento que en ellas encontremos, y toda otra propiedad os
pertenece como actual Señor de Ottryke.
—Estamos plenamente de acuerdo —replicó el Señor de Ottryke—.
Todos los objetos de valor material que se encuentren durante esta misión
nos pertenecen sólo a mí y mi familia.
—En ese caso, no hay disputa. Partamos —concluyó Gilead al mismo
tiempo que montaba en su caballo y Fithvael lo seguía.
Momentos más tarde, Lyonen, con un jadeante y torpe esfuerzo, también
logró subir a la silla de su montura, acompañado por una mirada feroz de
Gilead y uno o dos chasquidos de lengua de los seguidores del noble
humano.
El primer día de camino transcurrió sin novedad. El terreno era plano y
fácil de transitar, y los caballos avanzaban con paso seguro y confiado. Si los
guardias de Ottryke estaban un poco nerviosos, se debía sólo a la compañía
de los elfos; sabían que tales criaturas podían haber existido en la más
remota aurora de los tiempos, pero jamás habían creído que pudiesen existir
allí y en ese momento. Mientras Gilead y Fithvael cabalgaban un poco más
adelante que el resto, seis pares de ojos furtivos y precavidos los observaban
constantemente.
Lyonen, que no sabía muy bien cuál era su sitio, cabalgaba detrás del
grupo de guardias, incapaz de conversar con hombres que días antes lo
habían considerado indigno y entonces sólo le temían a causa de su relación
con aquellos nobles elfos. Cuando olvidaba quién era y a quién debía lealtad,
cabalgaba junto a Fithvael, lo que provocaba desaprobadoras sacudidas de
cabeza e incluso consternación entre su propia gente.
Tras una noche tranquila bajo las estrellas, la segunda jornada los llevó
hasta las bajas pendientes que señalaban el pie de las montañas que
constituían su destino, así como las primeras posibilidades de peligro. El jefe
de la guardia habló con los temidos elfos por mediación de Lyonen, que
nada tradujo ni nada interpretó, sino que se limitó a repetir las palabras de
advertencia de su sargento. Y había peligro, en efecto.
Gilead se detuvo en seco, y Fithvael lo imitó a apenas unos pasos de él. El
elfo más joven alzó una mano para detener al grupo, pero eran meros
humanos y lo mejor que pudieron hacer fue lograr que los caballos
arrastraran las patas, vacilaran y se movieran aún un poco más. Cuando
consiguieron detenerse y mantenerse en silencio era demasiado tarde. El
control que tenían de sus corceles era chapucero, y eso les costó caro.
La bestia descomunal arremetió como salida de la nada, atraída por el
aroma de la carne humana y el sudor de los animales, contra la retaguardia
del grupo. Cuando Gilead se volvió para amonestar a los toscos humanos, la
vio venir, bamboleante; tenía hinchadas y curvadas patas, y enormes zarpas
delanteras, lampiñas, que le llegaban al suelo. Los hombres de Ottryke
manotearon las empuñaduras y mangos de sus variadas armas mientras
Gilead daba media vuelta y salía al galope para pasar junto a ellos. Con la
espada ya en la mano y dejando un rastro en el aire que los humanos casi
pudieron ver, el guerrero elfo bramó un grito de furia y ataque. Los guardias
que habían logrado armarse, comenzaron a alzar las armas para enfrentarse
con el elfo.
Detrás de ellos, el último guardia ya estaba medio fuera de la silla y, con
el único pie que aún tenía metido en el estribo, pateaba furiosamente el
ancho cuerpo del monstruo, desnudo y cubierto de cicatrices. El pecho
bestial era del tamaño de un barril y tan duro como una roca, y el guardia
no le hizo ni un arañazo a su atacante. El puño con garras de hueso se tendió
hacia él y lo atrapó por el cuello, que rodeó con facilidad para arrebatarlo de
la aterrorizada montura.
Gilead hizo girar en redondo a su caballo, y la elegante espada elfa
descendió con fuerza hendiendo el lomo de la bestia en el preciso instante
en que oía el sobresaltado grito de un soldado detrás de él, el cual cortó las
bramadas órdenes del sargento, que quedaron flotando en el aire sin que
nadie las obedeciera. El primer tajo abrió una profunda zanja en el lomo
antinaturalmente curvado del bruto, e hizo que el enorme hombre bestia se
volviera, chillándole a Gilead al mismo tiempo que escupía saliva
amarillenta entre los grises labios costrosos y las hileras de dientes rotos y
aguzados. La bestia echó la cabeza atrás y miró la desnuda pierna izquierda
de Gilead, pero antes de que los dientes pudiesen entrar en contacto con el
tejido de los músculos finamente torneados, el elfo había clavado la daga en
la depresión de la garganta de la bestia, más ancha que su estrecho cráneo
aplanado. La sangre negra manó como una fuente por la herida letal, entró a
borbotones en la boca que la bestia inclinaba y la hizo retorcerse en
sofocados estertores de muerte.
En el pasmado silencio que siguió, el noble humano y sus guardias se
reunieron en torno a la monstruosidad caída, que se contraía de vez en
cuando. Sólo Fithvael avanzó para atender al conmocionado, aunque sólo
ligeramente herido, objeto del hambre devoradora de la bestia. La boca de
Lyonen quedó abierta durante varios instantes, y cuando por fin logró
rehacerse estuvo a punto de aplaudir al guerrero elfo, aunque logró
contenerse justo a tiempo.
Gilead desmontó y ajustó las riendas de su corcel. El Seflor de Ottryke
permaneció sobre el caballo, mirándolo con altanería desde arriba. Cuando
el elfo alzó la mirada, sus ojos se encontraron, y los guardias inspiraron
profundamente, como un solo hombre, y contuvieron el aire. Pasaron breves
segundos, que parecieron siglos.
—No me debes nada —dijo Gilead, al fin.
—En efecto —respondió el noble humano, y alzó el mentón mientras
hacía girar el caballo.
—Ese… podría haber sido yo —le susurró Lyonen a Fithvael en tono de
conspiración cuando volvieron a formar y prosiguieron la marcha— si justo
entonces no hubiese estado cabalgando a tu lado.
—Entonces, continúa cabalgando conmigo —respondió Fithvael de
manera bondadosa—. No preveo que las cosas vayan a mejorar.
Gilead marchaba en vanguardia cuando el terreno ascendió hasta unas
rocosas planicies, cuya vegetación arbustiva de brezos color anaranjado y
malva marcaba la ruta. Tras volver a detenerse junto a una fuente que
manaba entre destellantes rocas grises recorridas por brillantes vetas de
cobre, Gilead hizo un gesto para que la partida se agrupase.
—Aquí es donde comienza —dijo al mismo tiempo que posaba los ojos
sobre el estrecho caudal de agua.
Un salto bastaría para atravesar la borboteante agua limpia. El grupo
desmontó y se quedó junto a la corriente, con aspecto perplejo. La roca
situada por encima de la fuente tenía grabada una inscripción desgastada
por los elementos y apenas visible. Sólo el noble humano permaneció
montado, mirando a Gilead con burlona sonrisa.
—¿Es esto algún tipo de chiste elfo? —preguntó con tono
despreocupado, y miró a sus hombres como si esperase que lo aplaudieran.
—Cruza la corriente en ese caballo tuyo, y sin duda lo descubrirás.
—¡Sargento! —dijo el Señor de Ottryke—, ¿cuál es tu opinión?
Antes de que el sargento pudiese responder, Gilead se situó ante el
caballo del noble humano y aferró con firmeza las bridas.
—Me pagas a mí para que sea tu explorador, y al sargento para que te
proteja de mí —resumió el elfo con tono inquietante—. ¿Me permitirás
hacer lo que quieres que haga, o prefieres que te deje aquí para que se dé un
festín contigo el próximo hombre bestia?
El Señor de Ottryke desmontó mientras Gilead continuaba reteniendo
las riendas de la cabalgadura.
Cuando los últimos del grupo ataban los caballos, un corpulento joven
que se hallaba en medio de los demás —Fithvael pensaba que debía ser el
cabo y sabía que se llamaba Groulle— movió las piernas sin avanzar durante
un momento, y luego se lanzó hacia la corriente de agua antes de que los
elfos pudiesen detenerlo. Con el impulso que adquirió podría haber
franqueado un pequeño arroyo de dos metros y medio de ancho o más. Era
un hombre popular, que durante el viaje había hecho una enorme cantidad
de chistes y observaciones, sobre todo a expensas de los elfos. Su risa era un
bramido resonante y sonoro, que había hecho saltar a Lyonen de la silla en
más de una ocasión y que provocaba una mueca de dolor en Gilead ante la
falta de sutileza del humano.
—¡No! —gritó Fithvael al mismo tiempo que se lanzaba tras el enorme
cabo.
Pero era demasiado tarde: el pie izquierdo de Groulle había golpeado ya
la orilla del arroyo.
Groulle continuó y se lanzó al aire, agitando las piernas a modo de un
movimiento de carrera destinado a llevarlo algunos metros más allá. Los
demás sólo pudieron mirar, atónitos, cuando el ojo de la fuente se
transformó en un géiser de ardiente fuego amarillo. La ribera del arroyo
tembló mientras los otros contemplaban la huella que Groulle había dejado
en la tierra blanda. El suelo se agrietó y derrumbó hacia adentro, tragándose
la huella a través de fisuras negras que se extendían con rapidez en torno a
ellos. Se oyó un profundo atronar dentro de la tierra cuando el resto del
grupo retrocedía sin dejar de mirar a Groulle, que pareció flotar en el aire
durante muchos minutos.
Mientras se hallaba allí, suspendido, pudo ver cómo la ribera del arroyo
se desplazaba hacia afuera y el agua situada debajo de él se volvía brillante y
luminosa, a la vez que el géiser le escupía gotitas de ardiente fluido. Por
mucho que Groulle avanzara en el aire, la orilla opuesta del arroyo se movía
más rápidamente, alejándose del hombre, hasta que ni siquiera él creyó que
pudiera atravesarlo.
Groulle se inclinó y estiró hacia adelante los brazos y los hombros tanto
como pudo, de manera estúpida, asustado, mientras le rezaba a su dios con
voz chillona, que los otros oían sólo como alaridos de terror. Por fin, sus
dedos entraron en contacto con la entonces empinada y agrietada orilla
opuesta. La tierra estaba caliente y seca, pero el humano se impulsaba contra
ella para sacar de la burbujeante agua unas piernas que ya no podía sentir. Y
luego, todo acabó. Cuando los pies de Groulle salieron del torrentoso líquido
viscoso, el cabo perdió el sentido.
Grouile despertó, aparentemente sólo momentos más tarde.
La fuente volvía, entonces, a formar un bonito hilo de agua transparente,
que se deslizaba, inofensivo, entre las rocas.
Gilead le hizo un asentimiento de cabeza a Fithvael, y luego miró al resto
del grupo. Vio rostros de color ceniza a causa del miedo, y reparó en que el
Señor de Ottryke había retrocedido hasta la retaguardia y estaba otra vez
montado en su caballo.
—¿Quién será el siguiente? —preguntó el elfo, mientras sus labios
dibujaban una sonrisa torcida.
Seis hombres y dos elfos pasaron el resto del día dedicados a salvar los
afloramientos rocosos y cruzar por encima del ojo de la fuente y su gastada
inscripción de la runa elfa sariour.
Anochecía ya cuando se reunieron otra vez con Groulle, que volvía a
estar inconsciente. Sus largas botas y calzones de cuero se veían
completamente quemados y consumidos, al igual que el cuarto inferior de la
vaina de su espada, también de cuero. El extremo del arma estaba
ennegrecido y deslustrado, y sus piernas, hasta la rodilla, eran una masa de
ampollas negras y úlceras rojas, bajo cuya piel ya se formaba pus que
hinchaba las llagas. Lyonen apartó la vista ante aquel espectáculo, y un
guardia de más edad avanzó. Lucía una pulcra barba gris y largas patillas, y
sólo llevaba una ballesta para protegerse, cuando el resto de los guardias
tenían al menos dos armas y posiblemente una plétora de otras escondidas
entre las ropas. Una tira de cuero que pasaba por encima del hombro del
veterano sujetaba un zurrón contra su cuerpo, que colgaba sobre el flanco
izquierdo, sujeto a la cintura y también al muslo. El zurrón contenía una
serie de saquitos y bolsitas de diferentes tamaños y formas. Freuden, pues
ese era su nombre, se quitó el zurrón y comenzó a disponer vendas e
instrumentos médicos sobre un paño limpio, que extendió en el suelo.
—La medicina humana no servirá aquí —dijo Fithvael al mismo tiempo
que posaba una mano sobre los encorvados hombros del humano.
Freuden dio un respingo.
—¿Y qué sugieres, entonces? —preguntó.
—¿Tenéis un par de botas de más unos calzones limpios entre vosotros?
—inquirió Fithvael sin alzar los ojos de las piernas de Groulle, que estaba
examinando.
Freuden asintió, dubitativo.
—Entonces, tráelos.
Gilead se reunió con Fithvael, que estaba junto a Groulle, cuando el
veterano comenzaba a abrir las ampollas que dejaban salir un hedor fuerte y
dulce, y pus negro manchado de sangre. Gilead recogió una suave bota de
vino pequeña que se encontraba en el suelo, al lado de Fithvael, y la sopesó
en la mano.
—¿Piensas ungir a un humano con esto? —preguntó Gilead con voz
cortante.
—Es la única manera, Gilead, y lo sabes. La runa ha demostrado que
nuestra gente controlaba la naturaleza en este lugar.
—También sé que este hombre es un estúpido, indigno huma…
—Y puede ser que aún lo necesitemos —lo interrumpió Fithvael—. Tú
acaba con la vida si tienes que hacerlo. Yo la preservaré si puedo. Y este es el
único alcohol decente que tenemos. Limpiaré sus heridas y comenzaré la
curación.
Y dicho esto, Fithvael cogió una de las últimas reservas de raro vino de
Tor Anrok que Gilead tenía en la mano, y comenzó a verterlo, unas pocas
gotas por vez, en las heridas de Groulle.
—Es el último de la cosecha —comentó Gilead con dureza.
—En ese caso, debe ser usado para el bien.
Al día siguiente, las heridas de Groulle estaban un poco mejor, y él
decidió continuar adelante con los demás. Avanzaban con lentitud mientras
ascendían por la ladera de la montaña en busca de una entrada. Gilead y
Fithvael tenían que detenerse una y otra vez para esperar a los humanos,
más lentos y torpes. Los guardias rodeaban a su noble señor, lo guiaban y
ayudaban, pues era el más lento de todos en el ascenso de la ladera cada vez
más abrupta.
A media tarde, cuando sólo habían recorrido unos pocos centenares de
metros, Gilead comenzaba a impacientarse. De haber viajado en solitario,
habría hecho el recorrido con más rapidez y seguridad, pero todo tenía su
precio, y hoy el precio era una tumba llena de antiguos tesoros elfos… y de
conocimiento.
Apartó el pensamiento de su mente y se concentró en la tarea que tenía
entre manos. Al llegar a una roca cobriza que sobresalía a la altura del
hombro de su cuerpo acuclillado, Gilead saltó sobre ella y, dado que podía
ponerse de pie encima, sondeó con la mirada la ladera de la montaña. Un
poco más abajo de donde estaba y a su derecha, encontró lo que buscaba. Al
mirarla con atención, la roca parecía excesivamente lisa, y Gilead pudo ver
una ligera niebla rojiza en torno a ella, así como el más ligero rastro de otra
runa elfa, arhain, que significaba «secretos». Esa era la entrada. Esperó a que
el resto del abigarrado grupo se reuniera debajo de él.
—Entraremos por aquí —declaró al mismo tiempo que señalaba las
rocas planas de color gris cobrizo situadas más abajo.
—¿Por dónde? —preguntó el sargento—. Yo no veo más que roca.
—Entonces, sígueme y lo verás todo —respondió Gilead mientras bajaba
de la roca con movimientos gráciles y pisaba con levedad un plegamiento
somero del terreno, en dirección a su objetivo.
—¡Espera! —ordenó el Señor de Ottryke—. Si tú entras primero, ¿cómo
sabremos que podemos seguirte? Nosotros no vemos la entrada.
—En ese caso, tendréis que confiar en mí —replicó Gilead, con la mirada
clavada en los ojos del noble.
—¡No! —discutió el humano—. Si hay una entrada, debemos enviar
primero a uno de mis hombres al interior.
—¿S…, Señor? —tartamudeó el sargento.
—¿Qué sucede, hombre? —le espetó el noble, exasperado.
—Dos de mis hombres ya han resultado heridos… y no sabemos qué
hay detrás de las rocas. Tal vez sea más… prudente que el elfo tome la
delantera.
—La apuesta es alta, sargento —gruñó el Señor de Ottryke—.
Perderemos hombres, pero, si lo prefieres, enviaremos al muchacho. Tiene
poco valor como guerrero y dudo de su lealtad. Sí —continuó con tono
malicioso—, pongamos a prueba al muchacho.
Lyonen le echó una última mirada de ojos muy abiertos a Fithvael, el
cual asintió con gravedad, y luego tendió ante sí las manos para tocar la roca
que no existía. Los ojos del muchacho se abrieron aún más y sintió que el
sudor le chorreaba por el interior de la blusa, los flancos y la espalda.
Arrastró los pies hasta tenerlos sobre el diminuto, sólido borde que precedía
a la ilusión, y se encontró con que los primeros centímetros de sus botas se
volvían invisibles. Al cabo de otro momento habían desaparecido sus dos
brazos, y luego su cabeza y su torso. Un segundo más tarde, los guardias
observaron, con horror y asombro, cómo se desvanecía tras la superficie de
piedra el pie que Lyonen tenía más atrás, lo último que podían ver de él.
Pasaron varios momentos de silencio.
—Está dentro —decidió el noble—. ¡Adelante!
Pero todos se detuvieron en seco al oír un agudo grito etéreo,
amortiguado por la ladera de la montaña, y profirieron una exclamación
ahogada cuando una mano flaca que surgía de la piedra, arañaba el aire ante
ellos.
Fithvael fue el primero en lanzarse hacia el interior de la roca, donde
desapareció casi antes de que lo hubiesen visto moverse. Luego, la mitad de
su cuerpo volvió a surgir a la luz del día y pidió ayuda a gritos, para
desaparecer una vez más en la ladera de la montaña.
Fithvael estaba arrodillado en la oscuridad, rodeado por una neblinosa
luz roja y en medio de un túnel tallado toscamente, del que goteaba limo
oscuro. Podía ver al muchacho sólo como matices de gris sobre gris en las
tinieblas casi absolutas. Adelantó las manos y las deslizó sobre su cuerpo,
que se retorcía en el suelo, ante él, hasta que un desgarrador alarido de dolor
resonó por el túnel, y el joven se quedó inmóvil. Respiraba con jadeos cortos
y someros.
Fithvael encontró la gruesa asta de una flecha que sobresalía sólo tres
centímetros del esternón de Lyonen. Había penetrado demasiado
profundamente. Fithvael palpó la pulida, sedosa textura del extremo de la
flecha, que le habló como sólo un proyectil hecho por los elfos podría
hablarle a un guerrero elfo. Una mano de Fithvael cubrió los ojos del
muchacho humano mientras la otra presionaba fuerte y repentinamente
sobre el extremo de la flecha elfa de bella factura. El muchacho ya había
hallado el fin en la punta de un arma elfa. Lo único que el veterano guerrero
podía hacer entonces por él era poner fin a su sufrimiento.
Fithvael avanzó hasta el borde de la entrada y sacó cabeza y manos a
través de la roca ilusoria, de modo que el resto sólo pudiesen ver su
expresión airada y sus manos manchadas de sangre.
—¡Está muerto! —dijo—. El primero de tus hombres se ha perdido,
señor, y no había nadie más leal en tu guardia, aunque tú no lo supieras.
—Pero ¿podemos entrar sin peligro, elfo? —preguntó el Señor de
Ottryke.
Fithvael dejó caer las manos que volvieron a desaparecer en la roca, con
una expresión de asco en el rostro.
—¿Quién sabe cuántas otras trampas antiguas puede haber aún en esta
tumba? Yo, no —contestó antes de desaparecer.
Con lentitud y gran precaución, los hombres de Ottryke siguieron a
Fithvael a través de la entrada oculta que conducía al interior de la tumba
elfa. Encendieron pequeñas lámparas y se reunieron en torno al cuerpo de
Lyonen. En la claridad, pudieron ver el alambre con el que había tropezado,
y la ballesta que había disparado la flecha que había acabado con su vida.
Era tosca, según las pautas elfas, y cualquier buen explorador humano la
habría visto, pero había sido demasiado para el valiente joven novato. El
médico, Freuden, examinó el cadáver.
—¡Qué desperdicio! —murmuró.
—El muchacho murió en el cumplimiento del deber —declaró el Señor
de Ottryke con pomposidad.
—Se llamaba Lyonen —dijo Fithvael con voz gélida al mismo tiempo
que clavaba sus ojos en los del noble humano.
La tensión aumentaba a medida que avanzaban hacia el interior de la
montaña. Fithvael guardaba silencio, apenado por la muerte de Lyonen, un
muchacho inocente, que ni siquiera debería haber estado allí.
Los guardias habían comenzado a murmurar entre sí. Se les hacía
evidente que el Señor de Ottryke no era un buen líder y que tendrían que
hacer caso de Gilead, el guerrero elfo, si querían sobrevivir. No encontraron
más trampas en el túnel, pero los guardias permanecían detrás de Gilead y
observaban cada uno de sus movimientos. Cuando el túnel se abrió para
formar una cámara abovedada más amplia, se volvieron a mirar al elfo, y
ninguno se atrevió a salir al espacio abierto antes que él.
Gilead cogió una lámpara, alargó la mecha para que diese más luz y la
colgó de la punta de una alabarda que le prestó el sargento. Balanceó la
lámpara por encima del piso de la caverna, que se reveló como una serie de
baldosas entrecruzadas y gastadas, y luego hacia las paredes, donde vio
cinco aberturas oscuras en la roca. Las baldosas eran de dos formas
distintas: las grandes y octogonales se intercalaban a intervalos con otras
cuadradas y pequeñas. Aunque estaba gastado, el piso se veía lustroso e
intacto en algunos sitios, y del mismo modo que las baldosas se
intercalaban, también lo hacía el intrincado dibujo formado por las runas
grabadas en ellas.
—¿Ves la pauta? —le preguntó Gilead a Fithvael.
—Es bastante sencilla —replicó el veterano guerrero—. Yo pasaré
primero. —Había leído el pensamiento de Gilead.
El elfo más joven avanzó hasta el final del grupo para dar instrucciones a
los guardias que esperaban en fila.
—Sigue los pasos del hombre que tengas delante —fue cuanto dijo al
llegar al Señor de Ottryke—, a menos que yo te diga lo contrario. —A
continuación, se situó detrás del noble humano.
Fithvael comenzó a avanzar por el piso. Las puntas de sus botas caían
con precisión y levedad: dos pasos cortos a la derecha y, luego, media
zancada hacia atrás. Mantenía los ojos en el suelo que lo rodeaba y cuidaba
cada paso. Groulle lo seguía y se esforzaba con ahínco para no dar un traspié
con sus piernas quemadas mientras Fithvael iba de un lado a otro. Luego,
siguió Freuden, el apotecario. Cuando hubo conducido a los dos primeros
hombres hasta aproximadamente un tercio de la distancia total, Fithvael se
volvió y llamó al sargento, que en ese momento estaba a punto de comenzar
a avanzar por las baldosas.
—Ya no puedes seguir mis pasos —le dijo—. Escucha —y le dio al
sargento una serie de instrucciones nuevas que parecían conducirlo hacia la
izquierda de la caverna y apartarlo del primer grupo.
De repente, el sargento se detuvo con dos dedos de un pie apoyados, casi
a punto de pisar una de las diminutas baldosas cuadradas de piedra. Tenía
ganas de secarse el sudor de las manos en los calzones, pero no se atrevió
por temor a perder el equilibrio al hacerlo.
—¿Adónde me estás enviando? —gritó hacia la oscuridad casi total, pues
se daba cuenta de que se alejaba del grupo de vanguardia.
—Debes confiar en mí —replicó Fithvael con voz grave y
tranquilizadora.
El sargento volvió apenas la cabeza, vio a los otros dos hombres restantes
que le seguían los pasos, y decidió que no los defraudaría. Tras inspirar lenta
y profundamente y aquietar sus pensamientos, el sargento volvió a llamar a
Fithvael.
—Continúa guiándome —dijo.
Durante la hora siguiente, Fithvael condujo a su grupo por el vacío y
guio al sargento. Sólo quedaban Gilead y el Señor de Ottryke.
—¿Por qué los conducís como si fuesen niños jugando a monstruos? A
mí, el piso me parece bastante sólido —declaró el noble humano al mismo
tiempo que sorbía por la nariz con desdén.
Gilead miró a Ottryke y, luego, al mortecino gris de la luz que tenía ante
sí. Sacó una flecha de la aljaba que llevaba a la espalda, la partió dos veces
sobre una rodilla y la envolvió apretadamente en un jirón de tela.
—Sargento —llamó Gilead—. Coge esto.
Lanzó el pequeño hatillo por encima del piso. La mano del sargento,
tendida para coger la tela, se vio repentinamente iluminada en oscuro
naranja fluorescente. La flecha rota había caído al suelo y entonces una zona
del piso se había iluminado y latía a su alrededor. Al cabo de un instante, la
flecha ardía sin llama, con luz verde, y lanzaba chispas blancas que volaban
en todas direcciones. A continuación, el piso se volvió fluido como
burbujeante melaza caliente que corría, y el paquete hecho con la flecha rota
y el jirón de tela fue tragado por el líquido viscoso. Al lado de la primera
baldosa que se había disuelto, una segunda comenzó a fundirse, y luego una
tercera.
—Ve tú delante —le dijo Gílead al noble de aspecto sobresaltado—. Y
pisa sólo donde yo te diga.
Sólo Fithvael y Gilead sabían que con cada nuevo grupo que atravesaba
el piso, la magia elfa se tornaba menos magnánima. Fithvael y su grupo
necesitaron una hora para atravesar la cámara, pero el sargento y sus dos
hombres invirtieron más de dos horas en hacerlo. Ottryke y Gilead no
llegaron al otro lado de la cueva hasta pasadas cinco penosas horas. El viaje
fue más largo y más traicionero, y en torno a ellos las baldosas se fundían
como melaza que borboteaba y eructaba con asco. Cuando finalmente
llegaron al otro lado, Ottryke estaba pálido y temblaba violentamente. El
apotecario acudió a atenderlo, pero el noble lo despidió con un agotado
gesto de la mano.
—Dame un poco de tu licor —le dijo a Gilead.
—El vino elfo no es para consumo humano —respondió el elfo con
sequedad.
El Señor de Ottryke insistió en descansar en la oscura y estrecha salida
de la caverna. Fithvael cambió los vendajes de Groulle, y el sargento fue de
un guardia a otro para darles unos golpecitos en la espalda. Tras decirle unas
palabras de aliento a Groulle, el hombre posó las manos sobre los hombros
de Fithvael y le sostuvo la mirada durante un momento. No se dijeron una
sola palabra.
Fithvael se reunió con Gilead en el oscuro fondo de la caverna, lo más
lejos posible de los humanos que refunfuñaban.
—¿Es prudente esto, Gilead? —preguntó, pero no obtuvo respuesta—.
Los hombres están desaprovechados por un hombre que no los lidera,
confundidos respecto a cuál es su deber. ¿Cómo acabará todo?
—Los humanos son indignos y traicioneros, sin excepción —fue la única
respuesta de Gilead.
—Lyonen era un muchacho digno, y el sargento parece un tipo reflexivo
para ser humano. Creo que está resuelto a seguirte.
—No importa —dijo Gilead—. El final será el mismo.
Y le volvió la espalda a su viejo amigo para sumirse en sus propios
pensamientos con una expresión hosca en la cara.
La luz no cambió en el interior de la caverna, aunque en el exterior
rompía el alba con rapidez. Gilead y Fithvael estaban preparándose para
continuar el viaje subterráneo y, tras observarlos durante unos momentos, el
sargento comenzó a reunir a sus hombres. Habían dormido poco y habían
comido menos, y sólo el aliento de su superior logró ponerlos en pie. El
noble continuaba durmiendo, repantigado en una postura indigna; en una
de sus sucias mejillas, la baba dejaba regueros limpios.
A despecho de algunas respetuosas sacudidas suaves, el sargento no
logró despertarlo y se volvió hacia Gilead para que le diera instrucciones. El
elfo suspiró, desenvainó la espada y la hizo sonar con fuerza contra la roca
situada junto a cabeza del hombre. Farfullando y gritando, el Señor de
Ottryke abrió los ojos con un sobresalto, aunque nada dijo al ver que era
Gilead quien lo había despertado.
Fithvael condujo el grupo a través de una de las aberturas que había en la
pared de la caverna hacia el interior de un corredor estrecho y sin luz,
mientras Gilead volvía a ocupar su puesto en retaguardia, justo detrás del
noble humano. El pasaje era empinado y alto, pero su ancho era justo el
suficiente para que pasaran por él los estrechos hombros de un elfo. Cuando,
al cabo de poco, Fithvael se dio cuenta de que Groulle tenía dificultades para
avanzar, le aconsejó que se quitara las armas y las arrastrara detrás de él;
luego, apenas unos metros más adelante, tuvo que hacer lo mismo con sus
gruesas ropas externas. A pesar de la estrechez del espacio, Groulle obedeció
sin protestar; no obstante, cuando le tocó el turno al noble humano, este se
le quejó vocingleramente a Gilead, que podía caminar con soltura en aquel
lugar.
—¡Buscad otra ruta! —exigió Ottryke—. Este no era el único túnel que
había.
—Entonces, vete por otro —le respondió Gilead—. Pero date por
advertido: las inscripciones elfas contienen intrincados hechizos, y Fithvael
ha podido conducirnos por camino seguro sólo después de estudiarlas
durante horas.
Gilead hablaba con serenidad, pero cuando al Señor de Ottryke se le
puso rojo el rostro y empezó a bramar protestas, el elfo desenvainó la espada
en el estrecho túnel y le cerró la retirada al noble humano. En aquel espacio
ya esa distancia, el hombre era por completo incapaz de defenderse o de
llamar a sus guardias para que lo protegieran; no le quedó alternativa.
Mientras se esforzaba por volverle la espalda al elfo y continuar avanzando
por el estrecho pasillo, el Señor de Ottryke maldijo al inmundo monstruo
inhumano para sus adentros. Nunca antes había sido humillado por un
hombre, y menos aún por un elfo como Gilead.
A medida que el túnel se adentraba más en la montaña, las paredes se
volvieron más suaves y aparecieron cubiertas por grabados nítidos, que
tenían el mismo aspecto que el día en que fueron hechos. El avance era muy
lento; todos los humanos se veían obligados a caminar de lado, con la
espalda y los codos contra una pared.
Groulle proseguía sin quejas, a pesar de que sus rodillas y codos se
raspaban a cada paso y dejaban un rastro de sangre fresca, que era enjugado
por las blusas de los hombres que lo seguían. El dolor no importaba, pero
detestaba el hecho de estar en contacto con aquellas horribles runas elfas, las
runas que casi lo habían sentenciado a muerte.
Fithvael, que iba uno o dos pasos delante de él, pasaba las manos
distraídamente por las runas, maravillado por su belleza y sonriendo ante la
bienvenida que en ellas se leía.
En la retaguardia del grupo, Gilead comenzaba a sentirse esperanzado,
aunque, al mismo tiempo, se impacientaba con el noble humano. Ottryke
parecía detenerse e inspeccionar cada abrasión y arañazo que hallaba,
resoplando de enojo y chupándose los dientes para no decir nada que
pudiese hacer que Gilead se volviese contra él por segunda vez. Se negó a
quitarse incluso las prendas exteriores y mantuvo sujeta el arma, aunque no
le habría servido de mucho, ya que sus guardias se habían despojado de las
suyas hacía mucho. Por la expresión de su rostro, resultaba evidente que sólo
la codicia lograba que continuase avanzando.
Ottryke olvidó todas las quejas en un abrir y cerrar de ojos cuando
llegaron bruscamente al final del túnel. Al mirar desde lo alto de una
pendiente de profundas terrazas, pudo verlo todo: su recién hallada riqueza
estaba esparcida allá abajo, formando una destellante montaña de hermosos
objetos elfos. Sus hombres estaban dispersos sobre la terraza superior,
vestidos a medias y vapuleados, y contemplaban con reverencia y maravilla
el espectáculo que se extendía ante ellos. El semblante de Groulle se veía
pálido y grisáceo a la escasa luz de la extraña penumbra interior de la
caverna, y no parpadeaba; tenía los ojos salidos de las órbitas. Freuden,
exhausto, miraba con fijeza, y su rostro era la viva imagen de la incredulidad.
El sargento se encontraba junto a Fithvael y sonreía.
—Que también vosotros encontréis aquí vuestra riqueza —le dijo al elfo
en voz baja.
Gilead, que iba a la retaguardia, salió a la terraza en último lugar.
Observó con asco cómo el Señor de Ottryke bajaba dando incoherentes
tropezones por las terrazas con enormes zancadas erráticas al mismo tiempo
que se quitaba el pesado justillo y el casco de cuero, cacareando y dando
chillidos. Para Gilead, el noble humano no presentaba mejor aspecto que un
borracho pendenciero que fuese dando traspiés detrás de una puta
voluptuosa que no tuviese interés en él.
—Los documentos son míos. La historia es mía —le recordó Gilead con
tono firme—. Llévate el oro, pero déjame a mi gente.
El Señor de Ottryke se volvió con aire perplejo.
—¿Qué me importáis a mí tú o tus preciosos muertos? —preguntó
retóricamente y, tras volverse hacia su premio, se lanzó desde la última de las
terrazas y quedó sumergido hasta la cintura en oro, pesado oro.
Fithvael y Gilead avanzaron con cuidado entre los tesoros antiguos. El
aire era seco y de olor dulce, y todo parecía perfecto. Necesitaron un poco de
tiempo, pero, tras buscar metódicamente, los dos elfos hallaron, por fin, una
serie de cofres, cajas y cilindros de cuero, que se encontraban sobre un
repositorio de piedra de tres lados, separados del resto de los objetos.
A su alrededor, oían las frenéticas órdenes del Señor de Ottryke, y el
bullicio de los hombres que se apresuraban a obedecerlo. Todos daban
vueltas intentando valorar el tamaño y el peso de las reliquias para dilucidar
la forma de trasladarlas a la casa solariega del noble.
El propio Ottryke había renunciado a contar las riquezas y ya había
comenzado a gastarlas mentalmente, tal vez para deponer a su primo, el
Elector de Altdorf, de su trono. Riqueza y poder, poder y riqueza;
inextricablemente unidos en la mente de Ottryke, significaban una sola cosa:
codicia.
Gilead posaba una mirada anhelante sobre los verdaderos tesoros que
había encontrado. Se quedó sentado sobre el pulido suelo de piedra durante
lo que pareció una eternidad, examinando el cuero muy labrado, sobre el
que había multitud de runas doradas, que parecían oscilar y cambiar de
forma ante sus ojos. Miraba los grandes cierres y bisagras de oro con volutas.
Absorbía la belleza de la artesanía y la perfección de cada centímetro de las
obras.
Fithvael permanecía de pie detrás de él, sin saber muy bien qué decir,
pero con la esperanza, tal vez por primera vez, de que la larga búsqueda
pudiera dar frutos, al fin. Aplastó la esperanza antes de que fuese demasiado
grande para contenerla en la mente, y la encerró detrás de una puerta
mental, al menos de momento. Sabía que entre ambos, él y Gílead, serían
capaces de transportar toda la historia contenida en aquellos sagrados libros
y pergaminos. No podían regresar por el mismo camino por donde habían
llegado. Los elfos que habían construido aquel lugar que habían llenado de
trampas eran demasiado inteligentes para que pudiese ser así. Comenzó a
buscar respuestas por los alrededores, y pronto las encontró en lo alto, en los
techos elevados y abovedados. Él y Gilead podrían escapar sin problemas,
pero ¿y los humanos? ¿Tendrían la habilidad o el valor necesarios para
lograrlo?
Mientras Fithvael meditaba sobre esta cuestión, sus ojos fueron atraídos
hacia abajo por un grito profundo, contenido y atemorizador. Al posar la
mirada sobre su amigo, vio que Gilead retiraba la mano como si se la
hubiese quemado en un horno, y a continuación una pequeña nubecilla
amarillenta se posó sobre el piso, de un blanco perfecto.
—¡Demasiado tarde! —susurró Gilead, con terror—. ¡Hemos llegado
demasiado tarde!
Con esas palabras, se puso de rodillas, echó atrás la cabeza y profirió un
espantoso alarido de dolor y desesperación.
—¿Qué…, qué pasa? —susurró Fithvael cuando el grito se apagó—.
¿Qué sucede, viejo amigo? —repitió, con las manos flotando unos
centímetros por encima de los hombros de Gilead porque, por mucho que lo
desease, no se atrevía a tocarlos.
Al no recibir respuesta, Fithvael se inclinó sobre el cuerpo doblado de
Gilead para posar una mino encima del rollo de cuero bellamente labrado
que tenía cerca. Las puntas de sus dedos apenas lo habían tocado cuando
desapareció, desmenuzándose en el aire. El segundo alarido de angustia de
Gilead provocó todo el resto de acontecimientos. En torno a ellos, ya fuese
debido a algún hechizo que se había activado a causa de su presencia, o
incluso a causa del aire nuevo que habían dejado entrar en aquel antiguo
lugar, todo se desmenuzaba y desaparecía en la nada. Cualquier precioso
conocimiento que hubiese sido preservado en aquella tumba, se perdió por
completo. Cuando se apagaron los ecos del terrible lamento, los siguió otro
bramido. Una carcajada profunda procedente de las entrañas, casi tan
estridente como aterrorizador había sido el grito del elfo, llenó la cámara. El
Señor de Ottryke señaló a Gilead con un dedo rechoncho, echó atrás la
cabeza y rugió de risa.
—¡Tu raza está muerta! —dijo en tono malicioso, con la boca abierta a
causa de las carcajadas—. ¡Yo lo tengo todo! Y tú…, ¡tú no tienes nada!
¡Nada! —gritó, ya sin reír.
Todo lo que quedaba en el rostro del noble era triunfo y odio.
El Señor de Ottryke alzó los brazos y giró sobre sí mismo para invitar a
su guardia a aclamarlo como el vencedor. Lentamente, también los hombres
comenzaron a reír y señalar. Groulle pareció avergonzado e incómodo
durante un momento, pero se contagió al cabo de poco y comenzó a reír
junto con los demás. Freuden lanzó una sola mirada compasiva a la
expresión perpleja y desolada de Fithvael, y empezó a reír con disimulo, casi
a pesar de sí mismo. En la parte trasera del grupo, el sargento se dejó caer
sentado, sacudió ligeramente la cabeza inclinada y se cubrió la cara con las
manos. Pero el gesto, por sí solo, no fue suficiente para salvarlo, en
comparación con la burla y el desprecio de su compañía.
El viaje al interior de la montaña había sido de varios días. El de salida,
emprendido por dos elfos en solitario, fue meramente de horas.
Se alejaron de la montaña haciendo caso omiso de los débiles, lejanos
gritos que se transformaron en alaridos a sus espaldas, y volvieron al sitio en
que habían dejado los corceles. Gilead no se había llevado nada del interior
de la montaña. Metida dentro del justillo de Fithvael, había un trozo de tela
ensangrentada que tenía bordada una runa elfa, resto de un tabardo nuevo
que había llevado puesto el miembro más joven de la guardia del Señor de
Ottryke. Si Lyonen hubiese sobrevivido, tal vez Fithvael habría encontrado el
medio de salvar a todos los humanos.
Cuando se reunieron con los caballos, Fithvael sacó el trozo de tela que
llevaba sobre el corazón, y lo guardó en la alforja. Gilead lo observó durante
un instante, y luego miró a Fithvael a los ojos.
—No he roto ninguna promesa —le dijo.
—Déjame, al menos, llorar al muchacho —respondió Fithvael.
—Debes llorar a quien tu corazón te diga —asintió Gilead—. Yo hice un
contrato con esa escoria para conducirlo al interior de la tumba, un viaje
sólo de ida. Él ni solicitó ni pagó por el viaje de regreso.
Y dicho esto, Gilead montó sobre su caballo y comenzó a descender la
montaña, alejándose del pasado en ruinas de su pueblo y de Ottryke Manor.
CINCO
La prueba de Gilead

Sólo prométeme esto: que mirarás mis ojos y verás lo que yo vea.
Por ahora, basta. Ya habéis oído bastantes historias por esta noche. Estoy
cansado y el frío cala mis viejos huesos. Quedaos aquí, si gustáis. Bebed mi
vino y disfrutad del calor de mi fuego. La cama está llamándome y me duele
la garganta de tanto contar historias.
Bueno, claro que hay más; más de Gilead y del leal Fithvael; más
historias sanguinarias y tristes del ocaso de su mundo.
Así que sólo son leyendas, ¿verdad? Pensad lo que queráis. Yo sé que no.
Las leyendas cuestan un centavo la decena y la tierra está llena de ellas. Las
historias que guardo en la memoria están hechas de un material diferente.
La verdad, para empezar…
¿Dudáis de mi palabra? Muy bien; pues oíd esta antes de que me retire.

***
Había pasado tiempo desde su aventura en Ottryke Manor; tal vez, un año,
quizá dos, o menos. Y hubo una batalla: sangrienta, devastadora, furiosa.
Las colinas y bosques resonaron con estruendo. Se realizaron grandes
hazañas, pero lo que importa para mi historia tuvo lugar después.
La batalla había concluido. No quedaba nada que no fuese la endecha
que el viento cantaba entre los olmos ennegrecidos que señalaban la senda
que se adentra en Drakwald.
Fithvael comenzó a despertar. Se encontraba tendido a oscuras sobre la
húmeda tierra del campo de batalla, y hacía frío. No obstante, la causa de
que despertara no fue ni el helor ni la humedad. Su sueño había sido
interrumpido por la singular extrañeza de un cuerpo cálido y palpitante que
yacía contra el suyo. Era una sensación que no le gustó especialmente.
Fithvael apartó con cuidado el cuerpo de aquella calidez. Podía percibir
su propia fragilidad, aunque no localizaba ningún dolor definido. Con cada
fibra de su instinto de guerrero, sentía la devastación que lo rodeaba.
Pero no tenía ningún recuerdo de dónde, cómo o cuándo se había
producido.
Se limpió la nariz de cenizas y sangre, y los primeros olores que captó le
trajeron claros recuerdos de la búsqueda de diez años que había emprendido
con Gilead y de la constante lucha librada contra la Oscuridad del mundo.
Era el hedor de la carne antinatural; carne antinatural, muerta. Era el olor
pútrido y áspero del Caos, un hedor que no podía confundirse con nada
más.
Lentamente, el veterano guerrero elfo recobró sus otros sentidos.
Entonces podía sentir la tierra desigual bajo su cuerpo, y los lugares donde
se habían formado charcos de sangre y agua estancada que le empapaban las
ropas exteriores y le hacían sentir las articulaciones rígidas e inútiles. No
deseaba más que moverse, aflojar su cuerpo rígido y agarrotado, y relajar los
músculos que estaban contraídos a causa de la revulsión que le inspiraba el
entorno.
Pero primero escucharía, sintonizaría el oído con aquel lugar y
descubriría si su vida corría peligro inmediato.
El silencio era casi absoluto, excepto por el latir y la respiración del
cuerpo que permanecía por completo inmóvil a su lado. Tenía un sabor
tranquilizador en la boca, el sabor agridulce del sueño y de la última comida
que había tomado hacía mucho. El temido gustó metálico de su propia
sangre y bilis estaba afortunada y absolutamente ausente; al menos, no sufría
ninguna herida grave.
Recobrada la confianza, Fithvael abrió los ojos poco a poco. Había
esperado, contra toda razón, que el cuerpo que había junto al suyo fuese el
de Gilead, herido tal vez, pero vivo y estable, necesitado de sus cuidados.
Pero no lo era, y el guerrero veterano reprimió la decepción.
Fithvael y Gilead nunca podrían estar tan estrechamente unidos como lo
habían estado los gemelos, Gilead y Galeth, pero el maestro de esgrima le
había dedicado su vida a Gilead y a la búsqueda emprendida por este tras la
muerte de Galeth, y su relación se había hecho muy íntima. En el campo de
batalla, luchaban como si fuesen uno solo, y podían comunicarse cualquier
cantidad de información con una mirada breve o un asentimiento de cabeza.
Tenían una meta única y representaban una sola fuerza. Hacía tiempo que
su relación había dejado de ser la de un señor y su servidor, la de un hombre
y un muchacho, o incluso la de compañeros. Eran uno solo tanto como
podían serlo dos seres separados y diferentes como ellos.
Los ojos elfos de Fithvael se adaptaron de modo instantáneo a las
últimas tinieblas de la noche. Sonrió para sí y se movió con libertad por
primera vez en horas. Su yegua volvió la cabeza hacia él, relinchó, y luego se
levantó del lugar en que descansaba, junto a su jinete. La vigilia del animal
había concluido.

***
Al sentir que la guarda de la espada chocaba contra el esternón de su
atacante, Gilead se volvió y recorrió con un rápido vistazo la zona que lo
rodeaba. El tiempo era escaso en el campo de batalla, incluso para un
guerrero de su consumada destreza y velocidad de sombra. Sí, Fithvael
continuaba allí, a unos cien pasos a la derecha, y luchaba con vigor.
Los enemigos los rodeaban por todas partes. Altos, vagamente nobles,
aunque deformes y corruptos. Elfos, y sin embargo extraños; blasfemas
parodias de su raza, pálidos como muertos y ataviados con hediondas
armaduras negras. Los ojos se les pudrían en los cráneos, y respiraciones
inmundas salían por bocas de labios negros. Sus armaduras herrumbrosas
estaban decoradas con dorados que se descascarillaban, sedas desteñidas y
brocados comidos por los gusanos.
El último hijo de Tor Anrok y su maestro de esgrima habían penetrado
en las más oscuras profundidades de Drakwald meridional, en busca de la
Torre de Takhos Elios, el lugar de nacimiento de la perdida Níobe. Habían
descubierto historias recién acuñadas que decían que Tákhos Elios guardaba
un túmulo inmundo, una antigua cripta, que, según la leyenda, descendía
hasta el propio infierno. Allí se habían librado guerras, escaramuzas de la luz
contra la Oscuridad, hasta que la estirpe de Ellos había acabado con los
engendros del Caos y los había enterrado bajo el suelo. A partir de ese día,
su torre se había alzado allí para vigilar la brecha contra futuras incursiones.
Eso decía la leyenda, y la tierra está llena de ellas, pero era un comienzo,
la débil esperanza de una pista, y Gilead se había aferrado a ella con
ansiedad.
Los rumores llegaban hasta ellos con rapidez y abundancia mientras
avanzaban hacia el interior del gran bosque. Se decía que la Oscuridad había
despertado, que la vigilancia había caído hacía mucho tiempo. Y luego, de
modo repentino, tuvieron al enemigo encima. No se trataba de hombres
bestia ni de numerosos clanes de guerreros del Caos.
Eran elfos, elfos deformes; ecos quebrantados, retorcidos, putrefactos, de
nobles guerreros.
Gilead arrancó la espada de un pecho gimoteante. Volvió a blandir la
espada dibujando un arco al mismo tiempo que la acompañaba con el peso
de su propio cuerpo, y la hundió tan profundamente en el cuello del atacante
que tenía detrás que este se quedó allí de pie, con el rostro inexpresivo y
literalmente muerto en posición erguida.
El hedor de los borboteantes fluidos negros como alquitrán que
manaron por la fatal herida abierta habría bastado para derribar a alguien de
constitución más débil. A Gilead le proporcionó un brevísimo respiro para
rehacerse, pues el cuerpo lo protegió de la acometida de otro enemigo, que
tuvo que derribar a su propio camarada para lanzarse de cabeza contra él. El
monstruo le enseñaba hileras de dientes negros, y sus delgados brazos,
rematados por una masa de púas ensangrentadas, se agitaban, frenéticos,
hacia el guerrero elfo.
Gilead aprovechó el hecho de que tenía baja su larga espada, cogida a
dos manos, ante sí. Se limitó a levantarla cuando este último horror se le
echaba encima. Fue fácil matarlo. La punta de la espada entró en la parte
inferior del vientre del enemigo, y la guarda de la misma se estrelló contra la
grotesca bragueta deforme. Gilead comenzó a retirar el arma, pero el
adversario la aferró con sus puños cubiertos por guanteletes con púas. El
guerrero la deslizó hacia arriba, cortó por la mitad las dos manos bestiales y,
por último, la espada se posó sobre la juntura del cuello de la armadura del
enemigo agonizante.
Los ojos del elfo volvieron a recorrer rápidamente los alrededores, una
vez, dos… Fithvael había desaparecido, pero la lucha aún no había
terminado.
Gilead había buscado durante diez largos años para vengar la muerte de
su hermano. El fantasma de Galeth había permanecido con él durante todo
ese tiempo, pero el gemelo que quedaba vivo no parecía pertenecer ni a este
mundo ni al otro. Había pasado diez años de su vida luchando contra las
fuerzas del mal con el fin de acabar con un solo hombre patético. A menudo,
se cuestionaba el valor de su tarea. No había satisfacción en ella.
No obstante, la lucha había continuado, y principalmente a causa de
Fithvael. Al principio, Gilead había estado comprometido en luchar del lado
del bien. Entonces, la lucha se había transformado en su vida, y emplearía
cualquier medio que tuviese a su alcance en la guerra contra la Oscuridad,
hasta que un día llegase su muerte para liberarlo de esa violenta existencia.
Ya no tenía ningún hermano, y pocos preciosos parientes en aquella
época decadente del mundo. Pero lucharía. Continuaría combatiendo contra
la Oscuridad.
Así pues, combatía entonces, clavando duro acero en cuerpos deformes,
cercenando extremidades, dividiendo aquellos torsos y cuellos, vertiendo el
icor y los fluidos mortales y malolientes de aquellos seres. Gilead aborrecía a
sus enemigos, cuerpos corrompidos y retorcidos, contaminados por el mal.
Los conocía por su hedor y sus símbolos: bestiales devotos de la
abominación, de Slaanesh, lascivamente adornados.
Gilead continuaba luchando mientras la tierra que tenía bajo los pies se
transformaba en arcilla empapada en sangre. Un agua oscura se encharcaba
en las huellas de pesados pasos dejados por el enemigo. Los cuerpos caían
en todas direcciones a medida que los alaridos y gritos de guerra de los
oponentes eran cada vez más escasos. Con cada nueva acometida, con cada
respiro que se tomaba después de matar, los ojos de Gilead barrían el campo
de batalla, pero continuaba sin ver a Fithvael por ninguna parte.
Y entonces sucedió. Debió perder momentáneamente la concentración
al pensar en Fithvael, o tal vez en Galeth, en lugar de centrarse en el
enemigo. Fue derribado, derribado por el último enemigo superviviente del
campo de batalla, un enemigo que tenía una herida letal, pero que no estaba
muerto aún. El cuerpo de Gilead se tambaleó como una parodia de sus
propios giros gimnásticos de batalla, y su rostro, sorprendido, observó cómo
el enemigo se desplomaba de rodillas. El semblante cadavérico y demacrado
del monstruo golpeó contra el fango justo antes de que la cabeza de Gilead
cayera sobre la espalda del muerto.

***
Cuando el sol comenzó a salir, Fithvael llevó su montura lejos de la
carnicería, hasta un lugar verde en el que había agua fresca. Ató allí a la
yegua, y ella se puso a desayunar, contenta. Se lo había ganado. Pero Fithvael
necesitaba algo más. Le era preciso encontrar a Gilead.
No recordaba la batalla, ni guardaba memoria de la última vez que había
visto a su compañero. Tenía la intención de seguir el curso de la lucha y
rehacer la acción a medida que caminaba. Avanzó con precaución por el
campo de no más de cien metros de ancho y otros tantos de largo. Contó
unas tres docenas de cadáveres, pero Gilead, gracias a los dioses, no estaba
entre ellos. El par de guerreros elfos había hecho frente a toda una partida de
criaturas inmundas, y las habían destruido por completo. No se veía ningún
corcel, así que, adondequiera que hubiese ido Gilead, el caballo lo había
acompañado. Un segundo buen augurio.
Fithvael comenzó a distinguir a los enemigos que había matado él, de los
que se habían enfrentado con Gilead. No resultaba difícil. Su propia forma
de matar era limpia y bastante precisa, pero los muertos por Gilead eran
dignos de contemplación. Con cada nuevo grupo de cadáveres, Fithvael era
capaz de seguir los movimientos que había hecho el guerrero elfo. En sus
imágenes mentales veía cada pirueta, cada firme postura. Las estocadas, las
paradas y las fintas aparecían con claridad ante él. No sentía más que un
inmenso respeto por la destreza de Gilead. Los había matado a todos de
manera limpia. No había comienzos en falso, ni tajos innecesarios, ni
carnicería. Un golpe, un tajo lateral o una estocada había destruido a cada
monstruo por turno. Fithvael reparó en la gran variedad de golpes que
Gilead había asestado durante la batalla. Casi podía oír el silbido de la
espada en el aire, e incluso podía percibir dónde y cuándo la había cambiado
de mano el elfo. La presa de la mano en que Gilead tenía sólo tres dedos era
tan eficaz como la convencional de cuatro de su mano entera. Había perdido
un dedo, pero Galeth había estado allí para salvarlo en aquella ocasión, hacía
tanto tiempo.
El ejercicio de estudiar minuciosamente el campo de batalla comenzó a
despejar y concentrar la mente de Fithvael. Recordaba acontecimientos del
día anterior, así como de la semana, mes y año precedentes, pero nada
parecía importante, porque Gilead había desaparecido. El veterano guerrero
pasó el resto del día cruzando y volviendo a cruzar el campo de batalla,
dividiéndolo en cuadrados como si se tratara de un enrejado y registrando
cada sector en busca de pistas de su amigo. No encontró huellas, ya que la
tierra era una mezcla de sangre y charcos negros, y los cadáveres putrefactos
de los enemigos cubrían la mayor parte del terreno. Así pues, Fithvael
comenzó a buscar un poco más profundamente.
Sus ojos se veían atraídos de manera constante hacia los cadáveres, tan
parecidos a su propia raza y tan diferentes: formas de elfos corrompidas
desde el interior, con sus armaduras y armas antiguas deslucidas y cubiertas
con los húmedos restos de fajas de satén y chapa de oro batido. ¿Qué les
había acaecido a esas…, esas cosas? ¿Qué desdicha se había apoderado de
sus vidas, las había colmado de pasiones rencorosas y las había destruido?
Apartó aquellas preguntas de su mente.
No pudo hallar jirones ni fragmentos arrancados de las prendas de
Gilead, ni pedazos de su armadura, ni cabellos. El elfo no había dejado nada
de sí en medio de la carnicería. Fithvael consideró que eso era el tercer buen
augurio. Incluso su aroma estaba ausente. Habría resultado difícil de
detectar bajo aquel manto de maloliente Caos, pero si se hubiese derramado
la sangre de Gilead, su viejo amigo habría hallado su rastro.
Con la caída de la segunda noche pasada en el campo de batalla, Fithvael
se retiró al refugio verde donde había dejado a la yegua, contento de saber
que Gilead estaba vivo en alguna parte. Durante todo el día se había valido
de las pruebas físicas para deducir lo sucedido. Durante toda la noche
ejercitó su mente en suposiciones y posibilidades. Sólo podía hacer
conjeturas, pero de lo que estaba seguro era de que algo había hecho que
Gilead abandonara a su amigo, o bien se olvidara de él. Si Gilead hubiese
recorrido el campo de batalla como lo había hecho Fithvael, no habría
tardado en hallar al veterano a pesar de la oscuridad, el frío y la carnicería.
No lo habría dado por muerto, sino que lo habría rescatado y se habría
ocupado de sus necesidades. Por supuesto, la mente del veterano había
sufrido un cierto grado de amnesia, pero en ningún momento perdió de
vista a Gilead. El mal flotaba tan espeso en la atmósfera como el olor de los
engendros del Caos, pero la mente del guerrero elfo era demasiado fuerte
para sucumbir a las influencias oscuras, ¿verdad?
Así pues, Gilead estaba vivo e ileso, al menos físicamente. Sin embargo,
Fithvael sabía que tenía que encontrar a su viejo amigo, porque había algo
que iba muy mal.

***
La cabeza de Gilead ascendió y bajó en el ligero sueño de la semiconsciencia.
Sabía que iba montado y podía sentir las riendas en sus manos, aunque no
se daba cuenta de que una cuerda atada a la brida guiaba al caballo. De
haberlo advertido, habría supuesto sencillamente que era Fithvael quien lo
llevaba, puesto que allí no había nadie más. No podía despertar, no lograba
reunir las energías necesarias para hacerlo, a pesar de que tampoco podía
entender del todo su propio abandono.
Continuó dormitando, sin conciencia del tiempo, el espacio o cualquier
necesidad, deseo o apetito. No cuestionó nada.
Amanecía una vez más. Fithvael había dormido poco, porque su mente
se negaba a quedar inactiva. Se incorporó sobre los codos en la tierra fría y
resolvió emprender una nueva búsqueda. La búsqueda de Gilead, y si
necesitaba diez años para concluirla, como había sucedido con la búsqueda
en memoria de Galeth, pues que así fuera. Rezó para que la desaparición de
Gilead se debiera a algún otro acontecimiento que no fuese la muerte.

***
La habitación estaba suavemente iluminada por la luz de una vela, cuyas
llamas constantes alumbraban tapices de pared que representaban batallas
épicas entre nobles elfos de los Leones Blancos y hombres bestia del Caos.
Las alfombras que cubrían las losas de piedra del piso eran de los colores
apagados del otoño, gruesas y de aspecto cálido, y los pesados muebles de
tosca talla adquirían un aspecto majestuoso a causa de los chales y telas de
oro y plata que los cubrían y les conferían una apariencia acogedora. Sobre
una mesita pequeña situada junto a la cama, había un cántaro de agua y un
cuenco de pétalos de aroma dulce. Los paños suaves destinados a lavarle las
heridas ocultaban a medias un pequeño y ornamentado espejo de mano, con
marco dorado. La suave luz de las velas oscilaba y se reflejaba en la brillante
superficie del espejo, y luego se proyectaba sobre el rostro de Gilead.
El elfo se giró ligeramente en la calidez de una cama limpia y de dulce
aroma, y despertó. De repente, tomó conciencia del tipo de comodidad que
se había negado a sí mismo durante mucho tiempo. Por un momento se
sintió completamente despierto, suspiró y estiró las extremidades en el
lujoso espacio.
—Despierta, guerrero. Tu sueño ha sido tan largo como profundo.
Oyó las bajas, suaves cadencias de su propio pueblo, pronunciadas en los
rítmicos tonos aspirados de una mujer joven. Le resultaban familiares de
alguna manera.
—Ahora despierta y toma algo de alimento, señor.
La voz era tan hermosa y tan familiar que no se atrevía a abrir los ojos
por temor a estar soñando.
—Déjale dormir un poco, hija. Hay tiempo suficiente.
Era la misma voz, pero masculina y más grave, y ligeramente cascada
por la edad. También le resultaba familiar y pertenecía a un elfo… Sonaba
maravillosa a los oídos de Gilead.
Abrió los ojos sin saber durante cuánto tiempo había dormido y cómo
había llegado hasta aquel lugar. La comodidad amortecía su instinto de
formular preguntas. Se sentía limpio y podía percibir los ungüentos
aplicados sobre las contusiones de su cuerpo. No olía al campo de batalla,
sino a jabones y bálsamos fragantes, y a sueño dulce. Alguien lo había
cuidado bien y con bondad.
—¡Padre, ya despierta!
Aquella voz familiar se alzó ligeramente con deleite, y una sonrisa dejó al
descubierto la pulcra hilera de dientes pequeños y blancos enmarcados por
unos labios perfectos. Gilead le devolvió la sonrisa y se ajustó la sábana
alrededor del torso.
—Déjanos, pequeña.
El padre la despidió, y ella salió de la habitación, aunque no sin antes
echarle una última mirada a Gilead. Aquella mirada le mostró a él la
totalidad del rostro femenino en toda su gloria elfa. Los ojos muy separados
y la delgada nariz recta de su raza; la alta frente inteligente y la mandíbula
estrecha. ¡Níobe! ¡Era Níobe!
El padre bajó la mirada hacia él y le sonrió.
—Bienvenido, guerrero. Bienvenido a la Torre de Taithos Elios.
—Entonces…, ¿la he encontrado?
—¿Nos estabas buscando? Somos… tal vez difíciles de encontrar. Nos
hemos escondido en la oscuridad del bosque durante muchos años. Vivimos
tiempos duros y peligrosos.
Gilead alzó la mirada.
—¿A quién debo agradecer mi salvación?
—Yo soy Gadrol Elios, y te doy la bienvenida a esta casa.
—Tu hija…
—Ella me contó cómo la rescataste, hijo de Tor Anrok. Estoy en deuda
contigo. Me alegra haberte rescatado a mi vez.
—Pero ¿cómo escapó ella… de esa escoria del Caos, de Ire?
—Níobe siempre ha tenido mucha inventiva. Escapó de sus ataduras
después de que tú lo debilitaras, y halló el camino a casa.
Gilead permaneció en cama varios días, durante los que recibió visitas
de Gadrol, así como comidas y otras atenciones por parte de los servidores
elfos de la corte. Al segundo día, reapareció Níobe, y con ella llegaron los
tranquilizadores aromas de la madera y las hierbas que había recolectado
para curarlo. Eran las mismas plantas que le aplicaban sobre cortes y
contusiones después de sus escaramuzas con Galeth, cuando era niño; las
mismas que él había empleado para sanar a Fithvael después de que el tonto
hubiese acudido en auxilio de la muchacha humana, Betsen Ziegler, sin la
ayuda de Gilead…
«¿Fithvael?».
Gilead se puso ansioso.
—Tu amigo cayó en el campo de batalla…
—Yo lo vi —interrumpió Gilead a su enfermera—. No, eso no es cierto:
lo perdí de vista. No sé realmente qué sucedió.
Níobe aquietó la mente del guerrero con sus palabras bondadosas y
tonos serenos, relajantes.
—La partida de rescate sólo te halló a ti con vida entre muchos
monstruos. Las bestias carroñeras habían estado en el lugar. Quedaba poco
de los cadáveres. Sin duda, tu querido amigo halló una muerte heroica.
¡Acabar con tantos y triunfar! Vosotros dos a solas luchasteis contra tres
docenas de oscuros y los matasteis.
—¿Y qué son?
—La vieja maldición. Necrófagos a medio formar del túmulo cuya
vigilancia es nuestro deber. El Caos vuelve a alzar la cabeza en estos
tenebrosos bosques.
Gilead guardó silencio, sin escucharla realmente mientras ella
continuaba hablando. Fithvael estaba muerto; Fithvael estaba muerto.
Durante el tercer y el cuarto día, el Señor de la Torre de Talthos Elios
acudió a oír la historia de Gilead. Gadrol también habló, a su vez, de las
cosas muertas que se levantaban de debajo del túmulo; cosas putrefactas y
hediondas, que salían de la tierra para perseguir a los vivos. Eran seres
oscuros del valle inferior. Una vez más, la guarnición de su torre se había
armado para guardar el territorio. Los seres del túmulo tenían el imperio del
miedo en aquella región. Eran corrientes las incursiones, los asesinatos, y
cosas parecidas.
Una de las patrullas de Gadrol había encontrado a Gilead. El guerrero se
había enfrentado en solitario a una partida de incursión del túmulo.
Él… y su amigo muerto, por supuesto.
Gilead estaba triste, pero se mostraba fuerte y resuelto ante el elfo de
más edad. Cuando le hablaba a Níobe mientras ella lo curaba, su voz a
menudo se quebraba, y él lloraba abiertamente al leal Fithvael, el último de
los guerreros que lo habían acompañado en la búsqueda de diez años. Al
anochecer del cuarto día, Níobe cogió el espejito que estaba sobre la mesa
situada junto al lecho de Gilead.
—Mira el espejo —dijo la joven— y observa quién eres, y todo lo que eso
significa para el futuro.
Gilead miró el espejo y le sorprendió lo que vio en él. Tenía la piel clara y
brillante, y estaba completamente afeitado. Parecía el despreocupado joven
guerrero que había practicado el combate con su gemelo, que había reído,
había jugado y había disfrutado de la vida. Pensaba que el tiempo, su
búsqueda y los campos de batalla lo habían avejentado y vuelto escéptico,
pero en su rostro no veía las cicatrices de la vida. Eso le despertó esperanzas
y trajo calma.

***
Al romper el alba, Fithvael despertó con sobresalto. Sus sueños no le habían
causado más que angustia. Estaba exhausto, fatigado por sueños torturados e
inquietas pesadillas; atormentado por los dolores y molestias de un cuerpo
ágil, pero que envejecía, castigado en el campo de batalla; perturbado por el
hedor del Caos siempre presente en el aire, y por la ausencia de Gilead.
Todas sus facultades se hallaban comprometidas, pero no le quedaba la
sensatez suficiente como para darse cuenta de ello. Su cuerpo y su espíritu
estaban quebrantados, y su cansada mente se obsesionaba cada vez más.
Fithvael se contentó con un poco de agua limpia a modo de desayuno.
No recordaba cuándo había tomado la última comida. Desató a la yegua y la
guio en un amplio recorrido por el campo de batalla. Ella relinchó y bufó, y
mantuvo el hocico alejado de la inmunda tierra.
Sólo horas más tarde encontró Fithvael lo que estaba buscando. Con
resolución, había estado describiendo círculos desde el amanecer, y debía
haber pasado ya varias veces ante las huellas de cascos. Él Gilead habían
entrado en el terreno de la batalla y sólo Gilead había salido de él, pero
aquellas eran las únicas huellas halladas por el veterano y las seguiría, ciego
entonces a las probabilidades y la razón.
Fithvael permaneció montado sobre su corcel hora tras hora, siguiendo
las huellas de cascos que encontraba, sin hacer caso de la dirección que
seguían o el número de las mismas. Ya no se sentía inútil. Tenía una misión
que cumplir.

***
La pena de Gilead era grande y pesaba como una losa sobre él. Se hacía más
insoportable aún porque estaba rodeado por los de su raza. Veía la sabiduría
de Fitbvael en el anciano rostro del Señor de la Torre de Taithos Elios, y
reconocía el tono de la voz del viejo guerrero en las palabras de un servidor
de la corte. Su dolor se amortecía sólo a causa de la bondad de Níobe. Sus
suaves palabras eran un sedante tan eficaz como sus tónicos de dulce sabor.
Haberla encontrado otra vez…, era una victoria, una bendición.
Pasaron una semana, dos, un mes. Salió de la cama primero y luego de la
habitación, y al cabo de poco comenzó a tomar las comidas en compañía de
la familia y el séquito de la corte. Lo hicieron sentir bien acogido y
celebraron su recuperación, y también hablaron de la constante amenaza del
túmulo. Gilead, a su vez, les contó las historias de su búsqueda y de la
infalible valentía de sus guerreros. Relató cómo, uno a uno, los había
perdido a todos, y narró la heroica muerte de cada uno de sus compañeros.
Para Níobe reservó las historias de su casa, la torre que había
abandonado antes de emprender la búsqueda de su vida. Le habló de su
gemelo muerto, Galeth, y de que creía haber recibido la fuerza vital de su
hermano para vencer el mal. Habló de Fithvael, de la lealtad del elfo muerto
para con las viejas tradiciones e ideales de la antigua familia de Gilead, una
familia que se extinguiría con su propia muerte.
Níobe permanecía sentada durante muchas horas, con la cabeza
inclinada sobre alguna labor femenina, mientras escuchaba atentamente los
relatos épicos de Gilead. En esos momentos, sus sentimientos a veces lo
pillaban desprevenido y se descubría estudiando el rostro de ella en busca de
alguna señal que indicara que la doncella le correspondía.
Cuando estaba solo, Gilead se miraba el rostro en el espejo y descubría
en él algo nuevo y positivo, al fin, para el futuro. Comenzó a olvidar a
Fithvael y a Galeth, así como la dura lucha y el dolor del pasado.

***
El aire era frío y húmero, y la oscuridad tenía un tono pardo sucio. Fithvael
no podía distinguir la densa nube gris del lóbrego cielo tumultuoso. La
noche caía con lentitud, negra y sin luna. No había estrellas por las cuales
guiarse, aunque el viejo elfo hubiese sabido dónde estaba y hacia dónde
debía ir. Fithvael se encontraba tan cansado que hacía mucho rato que había
dejado caer las riendas de la yegua y permitía que vagara por el bosque, que
se espesaba cada vez más. Todo se transformó en un paisaje sin relieve de
tonalidad gris sepia, y ya no pudo ver los colores ni calcular las distancias.
Los días sin alimento y con poca agua habían afectado a Fithvael y su
montura, y la yegua ralentizó la marcha hasta detenerse, exhausta, para
luego inclinar la cabeza y pastar con lentitud en un claro forestal. Fithvael se
echó sobre su cálido cuello, y después se deslizó pausadamente de su lomo
para aterrizar sobre un dolorido y vacío flanco. Dormir, tenía que dormir.
Tras cubrirse la cabeza con la capa, se dejó vencer por la fatiga, confiado en
que su corcel haría guardia junto a él una vez más.
¿Quién sabe durante cuánto tiempo durmió? Los apagados días oscuros
se transformaban en frías noches lóbregas e indiferenciables. No había sol
que lo despertara. La yegua yacía junto a su dueño mientras el anciano elfo
sudaba, se crispaba y gritaba. Pesadillas delirantes torturaban su sueño. En la
vigilia, su mente había estado completamente ocupada por Gilead, por la
necesidad de seguir sus huellas, encontrarlo, luchar por él. No pensaba en
nada más desde que había despertado en el campo de batalla, pero en
sueños no quedaba ni rastro de su mente racional, y las pesadillas se
desbocaban.
Gilead estaba muerto. Gilead agonizaba. Gilead era hecho pedazos por
una horda de bestias antropófagas. Gilead avanzaba hacia él, con el cuerpo
abierto en canal, derramando sangre putrefacta e intentando decirle algo a
través de los labios rotos y babeantes. Gilead regresaba de la muerte. Gilead
era un monstruo.
Ni siquiera esos sueños despertaban a Fithvael. Luchaba, avanzando a
través de ellos, matando bestias del Caos, y llegaba hasta Gilead cuando ya
era demasiado tarde. Una y otra vez, los sueños se repetían dentro de su
cabeza, y en cada ocasión el veterano guerrero luchaba con más ahínco y de
manera más sangrienta. Necesitaba llegar antes hasta Gilead, y siempre
llegaba demasiado tarde.
Una vez más el aire se colmó del hedor del Caos, y él despertó de modo
brusco. Se puso en pie de un salto, con las rodillas flexionadas y los brazos
separados del cuerpo. Sus ojos, sobresaltados, recorrieron con rapidez el
claro y penetraron el follaje en busca del enemigo. Una sombra se movió, y
el guerrero se lanzó hacia ella con un arma en cada mano al mismo tiempo
que agitaba los brazos y de su garganta seca manaba un aullido. Se arrojó
sobre la espalda del adversario y clavó ambas armas en sus clavículas,
hombros, brazos, apuñalando y arañando de manera indiscriminada a la
cosa que había matado a Gilead. Al fin, el enemigo, eco corrupto de un
guerrero elfo, se quitó de encima al frenético Fithvael, que cayó brutalmente
de espaldas, y se alejó dando traspiés mientras intentaba contener la
hemorragia de una borboteante herida que tenía en el cuello.
Fithvael quedó tendido boca arriba, despierto y jadeante. La luz diurna
se desvanecía. El enemigo había sido real y, encendido por sus propios
sueños, el viejo guerrero lo había herido y lo había dejado marchar. Cansado
y famélico como estaba, Fithvael halló dentro de sí una nueva
determinación. Se sentía débil y falto de aliento, y sabía que debía comer,
pero entonces también tenía una bestia a la que seguirle el rastro, una pista
directa hacia Gilead. Tenía una probabilidad. Tenía esperanza.
La yegua se había llenado el vientre y estaba descansada. El viejo
guerrero recogió algunos suministros y comió unas cuantas de las frutas y
nueces que había encontrado. Se sacudió los polvorientos vestidos y se lavó
la sangre que lo había salpicado cuando hirió al enemigo. Se tomó un poco
de tiempo, pues sabía que la bestia avanzaría con lentitud. No deseaba darle
alcance, ya que no quería tener que matarla antes de haber encontrado a su
amigo. El placer de acabar con ella llegaría después, cuando estuviese en
forma, cuando la hubiese seguido hasta su cubil y hasta Gilead.

***
La Torre de Takhos Elios estaba construida dentro de un patio abierto y
espacioso de cuatro lados. Se alzaba hacia el cielo gris, por encima de las
murallas de color grisáceo amarillento y los árboles de negra copa, como un
dedo de hielo. Era una estructura vidriosa y perfecta, obra ejecutada siglos
antes por los dotados y bienaventurados descendientes de Tiranoc, entonces
desposeídos. Las paredes que miraban al mundo exterior eran gruesas y
sólidas, y carecían de ventanas. Exteriormente, se trataba de una fortaleza,
pero era un refugio en el interior. Las paredes que miraban al patio tenían
muchas ventanas y puertas, e incluso balcones y galerías interiores. Gilead
comenzó a apostarse regularmente en uno de los balcones del primer piso
de la torre para observar cómo los quehaceres cotidianos se desarrollaban
ante él.
Allí era donde los guerreros practicaban su destreza en el combate, se
ejercitaban y hacían esgrima con armas sin filo. Gilead comenzó a anhelar la
compañía de estos y a desear compartir con ellos su destreza.
A última hora de una tarde, Gadrol se reunió con Gilead y se pusieron a
hablar del mundo exterior a la torre y del interminable deber de la estirpe
Elios. El túmulo se encontraba en el estrecho valle profundo que había al
otro lado de las murallas, y los guerreros de la torre patrullaban los bosques.
Sólo ellos guardaban la brecha del túmulo, una antigua herida en el orden
del mundo, la cual había vuelto a abrirse hacía poco. Era un deber duro e
implacable. Gadrol recibía con agradecimiento cualquier ayuda que pudiese
conseguir.
Tres o cuatro meses después de que lo llevaran al castillo, Gilead estaba
en el patio con otros guerreros, disfrutando de los simulacros de batalla y la
camaradería. Su cuerpo había perdido la forma a causa de la convalecencia y
la falta de ejercicio, pero su mente era tan aguda como siempre.
A los seis meses, ya pasaba menos noches de fiesta con el séquito de la
corte y dedicaba los días a ejercitar su cuerpo para que llegase a su antigua
buena forma de combatiente.
En los primeros días, reía a menudo cuando no lograba parar un golpe
de su compañero o se lanzaba demasiado tarde y sus pies tropezaban por el
excesivo impulso. Pero a medida que transcurría el tiempo, volvió a él la
conciencia del valor de su arte guerrero y, con esta, su antigua destreza para
la lucha. Otra vez podía blandir una espada con cada mano, conseguía
moverse con el tipo de gracilidad de danzarín que siempre había
caracterizado su estrategia defensiva y, por fin, una tarde recuperó la
velocidad de la sombra.
Había pasado todo el día practicando en el patio con los guerreros de
Elios, que se habían convertido en sus amigos y aliados. De repente, percibió
un ataque por la espalda, y luego otro desde la izquierda. Era un hábito
regular de los guerreros el atacarse por sorpresa de ese modo, para mantener
la vigilancia necesaria en la batalla o, al final de un largo día, para divertirse.
La adrenalina de Gilead comenzó a afluir a su sangre. Desarmó al elfo
que tenía delante, cuyo bastón de madera ascendió girando por el aire y,
antes de atraparlo diestramente, le asestó al guerrero un resonante golpe
sobre ambas orejas con las manos. Mientras el bastón de entrenamiento aún
estaba en el aire, giró sobre sí mismo y derribó al guerrero que tenía detrás
con un golpe en las piernas. Un segundo golpe en las corvas lanzó al
desprevenido atacante de Gilead, cuan largo era, al otro lado del patio
empedrado, donde aterrizó de cara con un desagradable crujido de la
cabeza. El tercer elfo no tuvo tiempo para defenderse del avance de dos
bastones girantes. No los vio llegar. Uno le rompió el brazo de la espada a la
altura del hombro, y el segundo lo golpeó de punta en el esternón y lo dejó
sin aliento. Luego, el primer bastón le rodeó el cuello. Gilead estuvo a punto
de estrangular al desdichado antes de relajarse y dejarlo caer, agradecido,
sobre el empedrado.
En un momento, Gilead había estado luchando furiosamente contra un
solo compañero, y al siguiente estaba en tres sitios a la vez, defendiéndose
simultáneamente en tres frentes, desarmando y derribando a tres buenos
guerreros en un abrir y cerrar de ojos, sin desplazamiento lineal aparente.
Era tan veloz como la sombra, al igual que antes.
Sobre el suelo yacían tres guerreros agotados, que respiraban
trabajosamente y buscaban con las manos las armas de entrenamiento
hechas de madera, que Gilead había roto o confiscado en su acometida. Los
miró durante un momento, pasmado, y luego echó la cabeza atrás y
comenzó a reír con carcajadas vigorosas como un rugido.
Ya estaba muy cerca de su antiguo grado de habilidad. Ya anhelaba algo
más que práctica. Deseaba enfrentarse a las siempre presentes incursiones de
la Oscuridad procedentes del túmulo, con aquellos bravos guerreros a su
lado.
Entretanto, un poco avergonzado, ayudó a dos de sus combatientes a
levantarse. Al tercero se lo llevaron, inconsciente. Todos tardaron varios días
en recobrarse lo suficiente como para estar en disposición de unirse a Gilead
y el resto de sus compañeros en el patio de entrenamiento.

***
Los cielos nunca se despejaban y el follaje era cada vez más denso en torno a
Fithvael, pero el rastro estaba caliente de sangre e icor, y resultaba fácil
seguir la pista de la bestia.
El enemigo herido tenía un solo propósito: regresar al sitio del que había
partido. No hacía ningún intento por ocultar su rastro o moverse con sigilo.
El camuflaje era innecesario tanto para el perseguidor como para el
perseguido, dado que nada resultaba visible en las profundidades del paisaje
densamente boscoso. No obstante, Fithvael tenía cuidado de que no lo
oyera, y a intervalos regulares comía y descansaba para recuperar fuerzas.
El veterano guerrero encontró el cuerpo herido del enemigo a menos de
una hora de cabalgata tranquila desde la última parada que había hecho.
Con cautela, desmontó y se detuvo junto al cuerpo. Podía percibir su calor y
sentir que su corazón aún latía. Si no estaba muerto, aún podría conducir a
Fithvael hasta su presa.
El viejo elfo volvió a montar, y la yegua retrocedió uno o dos pasos.
Luego, Fithvael la hizo ponerse a dos patas y profirió un feroz grito de
guerra al mismo tiempo que la yegua relinchaba y bufaba a causa de la
sorpresa; después, dejó caer con fuerza las patas delanteras contra el suelo.
El ruido fue tremendo en la quietud y el silencio del bosque, pero la criatura
no despertó. Fithvael hizo que la yegua volviera a ponerse a dos patas,
danzara en círculos alrededor del ser caído y pisoteara el sotobosque a la vez
que él golpeaba la larga espada y la daga entre sí, por encima de la cabeza. El
resuelto elfo no pensó en el riesgo de desatar los infiernos en un área
frecuentada por el Caos. Su único pensamiento era arrastrar hacia la
conciencia a aquel lamentable ser que era casi cadáver.
El ser oscuro gimoteó, y luego gritó en tanto sufría convulsiones entre la
maleza aplastada y la húmeda tierra turbosa que lo rodeaba. Fithvael
desmontó sin dejar de golpear las armas entre sí, y bramó su antiguo grito de
guerra. Pero el ser no podía sentir ni miedo ni motivación. No podía
levantarse, no quería hacerlo. Luego, dejó de retorcerse y miró con ferocidad
a Fithvael mientras el icor aún encontraba una vía de salida a través de las
gruesas costras que se formaban en torno a la docena de heridas o más que
había en su cuerpo. El elfo vio que aquel ser no quería otra cosa excepto
matarlo, pero ni eso podía hacer.
Fithvael le volvió la espalda a la bestia, amargado y furioso porque su
plan había fracasado. Pero entonces la furia apareció en sus ojos y lo
dominó. Su larga espada penetró en el pecho de la criatura caída un segundo
antes de que la daga volviera a abrir la herida letal del cuello. La muerte fue
instantánea, pero a Fithvael no le produjo ningún placer.
El viejo guerrero no tenía más alternativa que continuar con la
búsqueda. Calculó, lo mejor que pudo, la dirección que había estado
siguiendo la bestia, y decidió seguirla. Entonces avanzaba con mayor rapidez
y urgencia. Los sueños no dejaban de pasar por su mente, imágenes de las
criaturas del bosque intercaladas con el conocimiento de que, en sus
pesadillas, había llegado demasiado tarde; demasiado tarde para salvar a su
amigo; demasiado tarde para rescatar a Gilead y renovar su relación de
compañerismo.
Fithvael luchó contra su mente febril…, y perdió. Comenzó a avanzar a
toda velocidad por el bosque, sin hacer caso del ruido que hacía ni del rastro
que dejaba. Olvidando que el bosque era su hogar natural, su aliado natural,
el elfo se abrió paso entre la vegetación, destrozándolo todo a su paso. El
suelo era entonces batido bajo los frenéticos cascos de la asustada yegua, y
todo lo que no fuesen los árboles más grandes era cortado a su paso.
Su mente no veía final para aquella lucha, así que cuando, de pronto, se
encontró en un empinado paso de negras coníferas, transcurrió un
momento antes de que descansara el brazo con que blandía la espada y tirara
de las riendas para detener y calmar la montura.
Su paranoia se transformó en júbilo. A lo lejos, delante de él, Fithvael
podía ver los altos, brillantes laterales de una estructura. Tras refugiarse
entre los árboles, se detuvo y volvió a mirar. Una fortaleza, una torre, un
oscuro lugar del mal; ese era el lugar monstruoso donde encontraría a su
amigo. Hacia allí había intentado dirigirse el enemigo muerto.

***
La Torre de Talthos Eiios resplandecía con magnificencia. En el gran salón
se izaron pendones y estandartes. Telas de oro y plata adornaban los bancos,
y las más espléndidas sillas cortesanas rodeaban la larga mesa, que crujía
bajo el peso de la comida que la cubría. Carnes rojas, aves y caza de todas
clases estaban dispuestas entre amplias bandejas que se posaban sobre largas
patas, cargadas con montañas de especias, frutas y pan.
Se celebraría un gran banquete al día siguiente, y Gadrol y su hermosa
hija Níobe estaban disponiéndolo todo. Se trataba de una ocasión especial, y
Gilead sería el invitado de honor. Había residido en el castillo durante un
año, así que al día siguiente celebrarían el aniversario y su aceptación formal
como miembro de la corte. Se convertiría en uno de ellos, y el hecho de que
un guerrero tan ilustre se uniera a su causa deleitaba a todos los habitantes
del castillo. Tenían todas las razones del mundo para celebrar dicho
acontecimiento.
También Gilead estaba dispuesto a celebrarlo y ansioso por convenirse
en miembro de aquella sociedad. ¡Tenían tanto que ofrecerle!
Compañerismo, una buena causa…, y además estaba Níobe, la razón por la
cual él se encontraba allí. La hermosa doncella elfa le había devuelto la salud
a Gilead, se había ocupado de sus necesidades cuando él estaba de duelo por
Fithvael y había sido su compañera y confidente constante, incluso había
hecho un radiante traje nuevo, dorado y azul, para que Gilead lo llevara en el
día de su festín.
A medida que Fithvael avanzaba por el sendero y se acercaba cada vez
más a la torre, el último resto de precaución abandonó al veterano guerrero.
La torre estaba abandonada, en ruinas. Sus murallas se alzaban altas y
cuadradas ante el mundo exterior, pero cuando levantó los ojos hacia lo más
alto, las piedras parecieron insustanciales. No podía enfocar las piedras por
separado; parecían moverse las unas alrededor de las otras, y podía ver el
cielo a través de ellas. Las paredes más bajas del edificio estaban cubiertas
por una capa negra y viscosa de musgo y líquenes. Fithvael posó una mano
sobre la piedra, pero sólo sintió la blandura del musgo. Allí no había nada
sólido. Tras describir un rodeo en torno a las murallas exteriores, Fithvael
encontró el espacio donde en otros tiempos había estado la puerta. Una
enorme puerta podrida con tachones negros aún colgaba de una bisagra, y la
otra había caído hacia adentro, hacia lo que en otras épocas tuvo que ser un
patio, pero que entonces era un erial de roca y vegetación muerta o
agonizante.
El guerrero elfo se sentía confundido y decepcionado. Había estado
convencido de que era ese el sitio, de que era sin duda allí donde retenían a
Gilead. Sin embargo, no había señal de él ni de nadie más…, hasta que lo
derribó un rápido golpe que no alcanzó a ver, asestado por la espalda.

***
Giiead estaba ejercitándose en el patio, como siempre, cuando llevaron al
interior el cuerpo inconsciente. Las patrullas salían del castillo a intervalos
regulares, pero desde que habían conducido allí a Gilead, no había llegado
nadie nuevo. Se sintió emocionado al ver que la última expedición elfa había
tenido más éxito.
Tras tirar las armas de madera y asentir con la cabeza para darle las
gracias a su compañero de prácticas, Gilead se encaminó hacia los dos
guerreros que llevaban entre ambos a otro elfo andrajoso. Fithvael estaba
inconsciente, con un brazo en torno a los hombros de cada guerrero, sus
pies arrastraban por el patio y la cabeza le colgaba sobre el pecho. Al
principio, Gilead no reconoció a su viejo amigo. Simplemente, deseaba
ayudar al recién llegado, un extraño como él. Se echó el cuerpo sobre un
hombro y lo subió a su dormitorio, la habitación en la que Níobe lo había
atendido hasta que se recuperó.
Sólo cuando hubo depositado con suavidad su carga sobre la cama
limpia, el elfo se dio cuenta de que el rescatado era su más querido amigo.
—¡Fithvael! Fithvael, mi viejo amigo… Pensaba que estabas muerto…
Gilead llamó a Níobe y Gadrol, y los tres velaron junto al lecho del viejo
elfo mientras este recobraba el conocimiento con lentitud. A Gilead no se le
ocurría nada más perfecto que tener a Fithvael consigo en el banquete del
día siguiente, en su nuevo hogar.
Cuando los ojos de Fithvael se abrieron, Gilead se inclinó sobre su viejo
amigo.
El veterano guerrero se sentó con brusquedad y clavó los ojos más allá
del rostro amable y sonriente de Gilead, en la habitación que lo rodeaba. Las
paredes se hallaba cubiertas de vegetación pútrida y piojos. Los muebles
estaban negros de podredumbre, y los alimentos que había junto a su cama
estaban podridos y cubiertos de parásitos que se retorcían. El hedor del Caos
lo rodeaba por todas partes, y sin embargo no cabía duda de que era Gilead
quien se encontraba ante él.
—Fithvael, soy yo, de verdad. Estás vivo. Estás a salvo. Quiero
presentarte a mis grandes amigos y rescatadores, Gadrol y su hija, la dama
Níobe. ¡Dioses, tienes que recordar a Níobe!
Dos… cosas monstruosas salieron de las tinieblas que había detrás de
Gilead y miraron a Fithvael con malevolencia al mismo tiempo que le
enseñaban sus dientes ennegrecidos. Sobresaltado y acobardado, Fithvael
parpadeó con ojos aterrorizados… y vio, en ese parpadeo, una habitación
majestuosa y magnífica, decorada al estilo elfo. Vio a la hermosa joven elfa,
Níobe, y a su viejo padre. Vio frutas y hierbas frescas, y olió dulces pociones
medicinales.
Pero fue sólo un parpadeo, y cuando volvió a abrir los ojos, la habitación
recobró su podrido y repugnante aspecto. Fithvael abrazó a Gilead, cerró los
ojos por un momento y se concentró sólo en su amigo.
Con los ojos bien apretados, Fithvael sintió cómo la espesa magia
rezumaba en torno a ellos. Por un instante, había visto lo que Gilead creía
que era la verdad, pero Fithvael no sucumbiría a la ilusión. Veía al Caos y se
daba cuenta de que aquellos seres no tenían intención de matar a Gilead,
sino de reclutarlo, corromperlo como ellos mismos habían sido
corrompidos. Convertir en malvado a alguien como Gilead sería un deleite
para sus perversas mentes. Las criaturas deseaban utilizar la destreza de
Gilead, su conocimiento, su tenacidad, su valentía. Eran elfos corrompidos
por el inmundo atractivo del Caos. Reclutar a alguien de su propia raza, al
mejor de su raza, era una meta que valía la pena intentar.
Fithvael se tendió de espaldas sobre el lecho y se concentró al máximo
en su misión. Había jurado que salvaría a su amigo, pero entonces ya no
estaba seguro de que pudiera hacerlo. Gilead no veía lo que en verdad lo
rodeaba, y Fithvael no podría derrotar a tantos seres oscuros sin la ayuda de
su viejo amigo.
Inspiró profundamente. Si no podía abrirse paso luchando para salir de
aquella situación, tendría que pensar en un modo de escapar. Tendría que
mostrarle la verdad a Gilead.
Fithvael permanecía tumbado en el lecho, rechazaba los alimentos y las
pociones, y hablaba poco. Dejaba que hablara Gilead, y Gilead no podía
hablar de nada más que del festín del día siguiente, su ingreso en la
comunidad de Talthos Elios y su nueva vida.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí, viejo amigo? —inquirió Fithvael.
—Mañana hará un año, Fithvael. Me hace feliz saber que te sentarás a mi
lado durante el banquete. He estado contento aquí; estas gentes son
buenas…
Gilead continuó hablando mientras Fithvael se sumía en profundas
meditaciones. Él había abandonado el campo de batalla, donde había visto a
Gilead por última vez, hacía tan sólo un mes lunar. Y ahora, el viejo elfo
contaba con un corto día por delante antes de que Gilead se perdiera para
siempre, esclavizado por el Caos mediante cualquiera que fuese la
repugnante ceremonia que le habían preparado.
Al amanecer, la torre tenía un aspecto glorioso a la luz del sol. Los
estandartes ondeaban en el aire ventoso y azul. Las trompetas tocaron notas
claras y agudas desde las almenas, y Gilead despertó con ese sonido y sonrió.
El día estuvo ocupado por torneos, exhibición de destreza y combates
amistosos. Luego, al llegar la noche, se encendieron millares de lámparas y
velas en el gran salón.
Gilead se vistió con el traje hermosamente labrado que le había hecho
Níobe, pero Fithvael sólo vio las viejas, gastadas y sucias prendas de batalla
que constituían el atavío habitual de su amigo. Sólo vio la inmundicia de las
manos y el rostro de su amigo, y el olor le dijo que el guerrero elfo se había
saltado tantos baños como él mismo.
Los habitantes de la torre se reunieron en el gran salón al son de las
notas que tocaban los músicos situados en la galería y ocuparon su sitio en
torno a las largas mesas.
Comenzó el festín. Fithvael experimentaba una creciente sensación de
fatalidad.
Él se había compuesto las ropas y se había sentado a la derecha de Gilead
en la mesa presidencial, y mantenía el rostro contra una manga. Las pilas de
comida podrida y plagada de gusanos bastaban para provocarle náuseas,
pero el hedor de la hueste allí reunida era aún peor. Fithvael tenía que
recurrir a todo su autocontrol cada vez que miraba el entorno. Estaba
asustado ante el gran número de seres oscuros: sesenta o más, todos de
grotesca forma hedionda. Se maravillaba de que pudiesen haber creído que a
él lo tenían engañado.
El veterano observaba cómo Gilead y su grupo saciaban su apetito con
los alimentos podridos. Le sonreía a su amigo, pero toda la comida de su
plato acababa bajo la mesa, en el suelo. Ni siquiera podía soportar la idea de
ensuciarse la ropa si se la metía en los bolsillos.
Luego, comenzaron los discursos. Gilead se puso de pie para brindar a la
salud de sus amigos y por su nuevo hogar, con palabras alegres. Fithvael
miró a los ojos de su compañero y, a la luz de un millar de velas, vio lo que
su amigo veía. Vio la belleza de la estancia suntuosamente decorada y la
gloria del banquete puesto ante ellos. Cuando los ojos de Gilead se
desplazaron por la sala, Fithvael vio, reflejado en ellos, un numeroso grupo
de guerreros elfos, y luego la serenidad de una hermosa mujer elfa al posarse
los ojos de su amigo sobre Níobe.
En ese momento, Fithvael trazó su plan. Sólo rezó para que no fuese
demasiado tarde.
Cuando Gilead volvió a sentarse, su viejo amigo se inclinó hacia él.
—Gilead, mi leal amigo, ha llegado el momento de mi brindis —dijo en
voz baja—. Sólo prométeme esto: que mirarás mis ojos y verás lo que yo vea,
lo que se refleje en ellos. Ahora permanece a mi lado.
Gilead lo miró con curiosidad.
—¡Prométemelo!
Dicho esto, Fithvael se puso de pie y paseó la vista por la estancia. Habló
con lentitud del afecto que sentía por su amigo, pero concentró los ojos
primero en la decoración, luego en la comida, a continuación en la banda de
criaturas del Caos, y por último en el monstruo que era Níobe.
Gilead miró a los ojos de su amigo. Miró… miró…
Cuando Fithvael llegó al final de su discurso, se volvió hacia Gilead. La
sonrisa había abandonado por completo el semblante del otro elfo.
—Ahora pongámonos de pie, amigo, alcemos las espadas y
saludémonos.
Gilead se levantó, inspiró profundamente y alzó la espada ante su viejo
amigo. Tras su rostro inmóvil se arremolinaban las emociones. Furia,
decepción, culpabilidad, horror. Pero la furia era el sentimiento más potente.
Las criaturas sentadas en torno a la mesa, los inmundos, putrefactos
restos de la noble estirpe de Elios, pervertidos y corrompidos por la funesta
influencia del mismísimo túmulo que habían decidido vigilar, alzaron sus
vasos en un burlesco saludo, y los dos elfos auténticos comenzaron su
ataque.
Fithvael atravesó a tres de sus vecinos más cercanos antes de que los
enemigos tuviesen siquiera tiempo de armarse. Gilead, ya veloz como la
sombra, girando y asestando estocadas en varios sitios a la vez, ya había
reducido a una docena de seres oscuros a una pila de cadáveres que
salivaban y vomitaban.
Luego, la batalla comenzó en serio cuando la degenerada corte de
Taithos Elios se puso a luchar.
Fithvael usaba la superioridad numérica de los monstruos contra ellos
mismos. Cuando batallaba contra dos, logró escabullirse y atacar a un
tercero mientras los dos primeros se mataban el uno al otro en su frenesí.
Gilead derribó una mesa y derramó todo lo que había sobre ella en el
regazo de las bestias. Lucharon para ponerse de pie, pero Gilead era
demasiado veloz y los atacó cuando yacían de espaldas entre los restos o
quedaban atrapados por las pesadas fuentes que les llovían encima. Los que
en otros tiempos habían sido elfos no estaban preparados para el ataque, y
los que no tenían armas luchaban con las manos desnudas y perdían
extremidades que cercenaba la larga espada de Gilead.
El joven guerrero elfo estaba de pie sobre las grandes mesas, desde
donde asestaba golpes con la espada y clavaba la daga en todos los
engendros del Caos que podía hallar. Se abrió paso, luchando para acercarse
más a la puerta, y por el camino, sus armas, que se movían a gran velocidad,
acabaron con media docena de engendros del túmulo. Los elfos corruptos se
destrozaban unos a otros en su furor por matarlo.
Fithvael continuaba arremetiendo, con mayor lentitud, pero igual
eficacia. Al asestar primero una estocada con la espada larga y luego una
cuchillada con la daga, cortó la garganta de una de las criaturas del túmulo y
le sacó los ojos a la siguiente. Después cercenó una pierna cuya arteria, al
quedar cortada, le inundó las fosas nasales con el hedor del icor legamoso.
Tenía tanta fuerza como determinación, y las usaba ambas de manera eficaz.
No podía ver a Gilead, pero veía el resultado de sus actos a medida que
más inmundos enemigos caían cerca de él, y sus heridas mortales dejaban
salir más pútrido hedor del Caos.
Con cada tajo, cada muerte, la sala se volvía más oscura, más sucia, más
vieja y ruinosa. Las pilas de comida podrida se convirtieron pronto en
charcos de líquido negro y, luego, desaparecieron. Los cadáveres de los
enemigos dejaban salir su contenido liquido, se corrompían con rapidez
hasta transformarse en feos esqueletos, y acababan por desaparecer tras
convertirse en polvo gris.
Los elfos continuaron luchando mientras los restos de la inmunda horda
se debilitaban y sucumbían. Al cabo de poco rato, Gilead y Fithvael se
encontraban juntos en un extremo de lo que había sido el grandioso salón
elfo, y luego una aterradora reunión del Caos. Entonces, era una ruina.
—Nuestro trabajo aquí ha terminado —dijo Fithvael al mismo tiempo
que enfundaba la daga y se apoyaba sobre la espada.
Gilead inclinó la cabeza; ambos se miraron el uno al otro, y luego
dirigieron los ojos una vez más hacia la estancia, antes de dar media vuelta
para marcharse.
Al volverse, Gilead percibió un movimiento. Desenfundó espada y daga
y regresó al interior del salón, a la vez que rotaba la espada muy arriba y
describía un amplio arco en el aire. Cuando aterrizó, hundió la daga en el
monstruo que se había incorporado ante él.
Fithvael se volvió al oír un golpe sordo. Era la cabeza de Gadrol, que
golpeaba el piso. El cuerpo del Señor de Talthos Elios siguió a su decapitada
cabeza y derribó consigo el cadáver de la criatura que había sido Níobe. La
empuñadura de la daga de Gilead se veía sobresaliendo de la garganta del
segundo ser del túmulo, por la que manaba icor a borbotones.
Fithvael tenía los ojos fijos sobre los últimos dos cuerpos, mientras
Gadrol y Níobe se estremecían a causa de los postreros estertores de la
muerte. Luego, también ellos comenzaron a deshacerse ante los ojos de los
elfos.
—Lo lamento, Gilead —dijo Fithvael, a quien no se le ocurría nada más
que decir.
—Níobe… —dijo su compañero en voz baja.
—No era ella… Níobe continúa perdida, en poder del Señor de las
Bestias Ire. Estos monstruos se aprovecharon de tus sueños, tus esperanzas.
Gilead miró al veterano elfo, y luego se miró a sí mismo. De pronto, se
sentía mortalmente cansado. No lo habían lavado ni le habían curado las
heridas. Estaba andrajoso y sucio, y las contusiones sufridas en el campo de
batalla todavía no habían desaparecido. Se llevó una mano al rostro y le
sorprendió palpar la barba corta que le había crecido.
—El tiempo también estaba corrompido; aún estoy lleno de contusiones
y sucio. Lo he soñado todo, ¿verdad? ¿Cómo me hicieron eso? —En sus ojos
había una extraña mezcla de amargura y profunda tristeza—. Estoy en
deuda contigo por… despertarme.
En el exterior, la tarde era de color gris pizarra sobre el paso de montaña.
Los cuervos graznaban en las abruptas escarpas. Dos camaradas salieron de
una pesadilla hacia la noche que todo lo invadía.
Sus antorchas prendieron fuego a los muros de la torre y se alzaron
llamas oscilantes. El fuego comenzó a retorcerse y a agitarse en torno al
edificio profanado. La Torre de Talthos Elios ardió, y su nobleza y maldición
se alejaron con el hollín hacia la noche.
—Ahora, el túmulo —dijo Gilead, en cuyos cansados Ojos ardía la
ferocidad.
Fithvael lo siguió. Había trabajo que hacer.
SEIS
Las espadas de Gilead

La guerra tiende a limitar la duración de las amistades.


Puede que mis ojos sean viejos y estén nublados, pero sigo viendo la
duda en vuestros rostros, como si lo que os he contado en esta noche de
invierno sólo fuesen fantasías de un narrador. Si queréis que os diga la
verdad, la maldición de algunas almas es haber nacido en la época
equivocada.
Considerad lo siguiente: si Gilead Lothain hubiese llegado a este mundo
un milenio antes, en una época mejor, probablemente su vida y hechos
habrían sido adecuadamente registrados y celebrados en las crónicas de su
bello pueblo, y le habrían conferido la fama de un héroe del que incluso
vosotros habríais oído hablar.
Pero no fue así. Cuando respiró por primera vez con el azote de la
comadrona, en la fría medianoche de un duro invierno, su noble raza
antigua ya estaba desapareciendo. La civilización de ese pueblo, que en otros
tiempos tuvo a la totalidad del mundo como su dominio, se había
transformado en nada más que una sombra que moraba en la frontera de la
vida. Los elfos eran seres de zonas periféricas, reliquias de tiempos más
luminosos. Su sangre corría con más lentitud y se enfriaba, su rastro se
desvanecía de la tierra; eran reemplazados por la tosca tribu más joven de
los hombres. El legado de Ukhuan había sido erosionado por la historia,
desgastado por la fatalidad. Incluso las grandes crónicas elfas eran, por aquel
entonces, fragmentarias e incompletas, y eso en el caso de las que aún se
conservaban.
Así pues, Gilead Lothain, último señor de Tor Anrok, no fue jamás un
héroe famoso. Nunca se convirtió en el tema de canciones narrativas
populares ni de poesías declamadas por poetas cortesanos. Sus hechos jamás
fueron encuadernados en cuero de ante para ocupar un sitio prominente en
una biblioteca palaciega. Su nombre nunca se transformó en proverbial; no
se alude a él en los grandiosos poemas y sagas de nuestro tiempo. Su
maldición es no ser más que un relato; una narración que los ancianos les
cuentan a los jóvenes, sentados junto al fuego; un recuerdo, o el recuerdo de
un recuerdo. Lo único que el mundo tiene ahora de él es una leyenda…, o
en el peor de los casos, un disparate mal recordado; en el mejor, medias
verdades infladas por las sucesivas narraciones de personas imaginativas. El
resto está en blanco; es un rastro fantasmal, como la débil huella de una
mano en el polvo: una vida que se atisba, de vez en cuando, de manera
imperfecta y fugaz, en el penumbroso bosque de los rumores.
Excepto aquí, en esta morada. Aquí hay verdad, la verdad que yo
conozco: unos pocos fragmentos de su larga vida triste. Y podéis confiar en
que son más verdaderos que las leyendas. Os he contado la mayoría de ellos.
El último es el de Maltane o, más correctamente, el de la batalla de
Maltane, también llamada el Cuento de las Trece Espadas, o de las doce, o de
las catorce; depende de quién lo narre. En fin, las que sean.
Así pues, si el mayordomo me trae más vino y la mecha de la lámpara, y
mi voz débil resiste, os contaré esa historia, que os aseguro que será la
última. La tierra está llena de leyendas, pero pocas son más verdaderas o
valiosas que esta.
El invierno se había dulcificado para transformarse en primavera, una
primavera que ya se aproximaba al verano. Gilead y Fithvael, que cabalgaban
como sombras por la periferia de los territorios humanos, habían
continuado siempre hacia el sur, vagando sin rumbo después del criminal
engaño de Talthos Elios. Y ya el verano mismo, abundante y dorado, estaba a
punto de marchitarse y caer bajo el frío toque del otoño.
Es posible saber los triunfos y las derrotas que habían arrostrado y
compartido desde el horror de Talthos Elios.
Pero entonces, en la época de la cosecha, la casualidad, la más mudable y
pequeña de todas las bendiciones divinas, condujo sus vagabundeos hasta
Vinsbrugge, durante los festejos.
La cosecha había sido buena y las torres del grano, gigantes de piedra
blanca con forma de colmenas agrupadas al borde de la ciudad, estaban
llenas. Las serpenteantes calles de Vinsbrugge se hallaban adornadas con
guirnaldas de maíz, serpentinas de lino y dioses de la cosecha hechos con
paja dorada. Los sacerdotes de Sigmar habían organizado procesiones y
ceremonias en la basílica de la ciudad, y los maestros del gremio habían
comprado cohetes de pólvora y fuegos artificiales para iluminar la noche. Se
celebraría una semana de acción de gracias, una excusa para la fiesta y el
desorden; un momento alegre para marcar el final de un duro año.
Los albergues y posadas de Vinsbrugge estaban abarrotados de
forasteros. Muchos eran comerciantes de grano que llegaban antes de
tiempo para asistir a los mercados agrícolas anuales. Otros eran viajeros o
trotamundos, atraídos por la exuberancia de la fiesta.
Dos de ellos no pertenecían a la humanidad. Los siseos y destellos de los
cohetes en aquel anochecer de finales del verano, y el sonido de cantos, los
habían atraído hasta Vinsbrugge desde un camino solitario que iba de norte
a sur. Fithvael había comentado que esos sonidos le recordaban a los
banquetes de victoria celebrados en Tor Anrok hacía una eternidad. No
quedó claro si Gilead estaba de acuerdo con él, pero no se resistió cuando su
viejo camarada dirigió sus pasos hacia las alegres luces de la pequeña
ciudad.
Habían encontrado alojamiento, establos para sus corceles y anonimato
en la bulliciosa muchedumbre, donde no eran más que otros dos viajeros
encapuchados con ropas sucias de la cabalgata. Comían en los asadores que
flanqueaban la plaza central, bebían durante toda la noche en tabernas del
extremo norte de la población y dormían el día entero. Las doloridas y
cansadas extremidades de Fithvael comenzaron a aliviarse por primera vez
en meses; en años, no le cabía duda.
Esperaba —en realidad, les rezaba silenciosamente a los dioses de
Ukhuan que se desvanecían— que el simple hecho de mezclarse en aquel
hospitalario y alegre ambiente mitigaría la desdicha y la fatiga de su viejo
amigo.
Gilead hablaba poco, y Fithvael sabía que las cicatrices de Takhos Elios le
penetraban profundamente en el alma, donde formaban callos sobre los
estragos causados por una existencia desdichada en sí misma. En más de
una ocasión, Fithvael lo oía murmurar el nombre de Níobe en sueños, a
través de la mampara de tela de cáñamo que dividía el dormitorio que
habían alquilado.
No obstante, Gilead parecía dulcificarse. Miraba los fuegos artificiales
nocturnos con ojos interesados, y a veces reía ante las cabriolas de los
bufones de la cosecha que iban en las procesiones callejeras. Eran bufones de
rostro blanco, vestidos con camisas de tejido de maíz: unos iban sobre
zancos y otros daban volteretas, y algunos corrían hacia la multitud y
golpeaban a las risueñas mujeres con bastones de fertilidad.
Fithvael se sentía alegre de ver que había algo de color en el rostro de
Gilead, que su cuerpo consumido había recuperado algo de peso y que había
luz en sus ojos. De momento, bastaría con eso.
En la quinta noche de festejos, se encontraban en una abarrotada posada
de la calle de la Bolsa, donde compartían una botella de vino en una mesa
situada en un rincón. Un prestidigitador había entrado de la calle y estaba
entreteniendo a la muchedumbre con escamoteos de manos. En el ambiente
había risa y mucho asombro.
Fithvael le estaba preguntando a Gilead si había pensado hacia dónde
podrían ir cuando hubiesen acabado con Vinsbrugge y las fiestas, pero se
dio cuenta de que el guerrero no lo escuchaba.
—¿Qué sucede? —preguntó el veterano, y Gilead bajó los ojos hacia su
vaso.
—Nos están observando.
—¿Dónde?
También Fithvael ocultó la mirada mientras escanciaba más vino para
ambos, pero sus ojos fueron de un lado a otro a toda velocidad.
—Desde el bar, en la otra punta. ¡Eh! Que no se te note tanto o se dará
cuenta de que lo hemos visto. Está bebiendo solo y lleva una capa negra.
Fithvael se ajustó una bota y, mientras lo hacía, se fijó en el personaje
descrito por su amigo. Alto, delgado, con la oscura capa envuelta en torno al
cuerpo y la capucha baja para que le ocultara el rostro. La inconfundible
forma de una espada larga abultaba bajo los pliegues de la capa.
—Estoy de acuerdo. En efecto, nos observa.
—Me parece reconocer su aspecto —murmuró Gilead, y luego sacudió
la cabeza—. Acaba la bebida y marchémonos. No estoy de humor para
problemas.
Vaciaron los vasos, se levantaron y se abrieron paso entre la
muchedumbre hasta la puerta.
La calle de la Bolsa estaba oscura y fresca. Les llegaba una música alegre
desde una taberna próxima, y la mayoría de los paseantes reían y caminaban
con paso inseguro.
Se encaminaron hacia el extremo norte de la ciudad, cerca de las torres
de grano, donde el aire olía a salvado y en él flotaba polvillo.
—Nos está siguiendo —susurró Gilead, cosa que Fithvael ya sabía sin
necesidad de volverse a mirar.
A una señal tácita, se separaron y salieron de la calle empedrada en
direcciones opuestas. Fithvael se escabulló dentro de un callejón y rodeó la
tienda de un fabricante de fustas para luego volver sobre sus pasos y
desenvainar la espada.
Gilead se desvaneció en las sombras y desenvainó la espada sin hacer
ruido. Era agradable sentir el peso del arma en la mano. Se dio cuenta de
que había pasado bastante tiempo desde la última vez que la había
empuñado.
La figura encapuchada pasó de largo, y Fithvael salió a la calle por detrás
de ella, dispuesto a…
Había desaparecido. El veterano maestro de esgrima se sintió de pronto
al descubierto y ridículo en medio de la calle y con la espada desenvainada.
—¿De verdad estabas pensando en usar eso contra mí? —le susurró al
oído una voz melíflua.
Fithvael se volvió, veloz como un destello, y alzó la punta de la espada
hasta la garganta de la figura encapuchada que se encontraba detrás de él.
Con serenidad, la figura enhebró algo en la espada, algo que se deslizó por la
larga hoja afilada y se detuvo contra la empuñadura. Era un objeto de plata
atado por un tiento de cuero: era el distintivo heráldico de Tor Anrok.
Fithvael profirió una exclamación ahogada, y la figura rio con suavidad y
se quitó la capucha.
—Fithvael te tuin Anrok. Al instante, supe que eras tú por la manera de
caminar. Ha pasado muchísimo tiempo.
—¡Por Ulthuan! ¿Nithrom?
—El mismo —respondió el sonriente guerrero elfo de la capa negra.
Tenía el largo cabello rubio atado hacia atrás, y bajo la capa llevaba una
armadura que se ajustaba a las formas de su cuerpo, hecha con cuero verde.
Continuaba sonriendo cuando se volvió a gran velocidad y alzó su larga
espada plateada para bloquear la de Gilead. Saltaron chispas al tintinear el
metal.
—¡Gilead! ¡Envaina tu espada! ¡Es Nithrom! Nithrom, ¿me oyes? ¿No lo
conoces?
Fithvael se lanzó hacia adelante para interponerse entre ambos, pero
Gilead lo empujó con la mano libre para apartarlo.
—Algo que tiene su forma, tal vez —gruñó el delgado elfo—; algo que
usa su forma como una máscara destinada a engañarnos.
Gilead giró sobre sí mismo y describió un círculo con su arma de acero
azul, que pasó como un borrón a causa de la velocidad, pero otra vez lo
bloqueó la figura de la capa negra.
—Siempre tan cauto, hijo de Lothain. Eso es bueno; especialmente, en
estos tiempos hostiles.
Gilead y el desconocido danzaron el uno en torno al otro como si fuesen
la sombra del elfo que tenían delante. Gilead flexionó los dedos sobre la
empuñadura del arma.
—Incluso la voz…, lo representas muy bien. Pero el Nithrom que yo
conocía murió hace mucho tiempo.
—¿Estoy muerto? —preguntó el otro, riendo entre dientes—. ¿Cómo fue
mi muerte? Siento curiosidad por saberlo.
—Te marchaste… —Gilead se corrigió—. Él se marchó de Tor Anrok
hace veinticinco inviernos. Nunca se lo volvió a ver; ni una palabra, ni un
mensaje, ni un rastro de su paso.
—Hay un mundo muy grande fuera de la torre, Gilead, hijo de Lothain.
Perderte en él no hace que estés muerto. Dado que tú y Fithvael os
encontráis aquí, en esta ciudad de baja estofa, ocultándoos como bandidos
buscados por la justicia, era de suponer que ya habrías aprendido eso a estas
alturas.
Gilead se lanzó contra el desconocido, y sus espadas chocaron seis veces
en rápida sucesión. Cada impacto se debía a un golpe de Gilead que el otro
paraba. El desconocido no hacía ningún esfuerzo por atacar.
—¡Gilead! —le siseó Fithvael a su viejo camarada—. ¡Te quiero como a
un hermano, pero estás comportándote como un estúpido! ¡Este es Nithrom,
sería capaz de jurarlo! ¡No eras más que un joven cuando él se marchó! Yo lo
conocía bien, cazaba con él, practicaba con él, luchaba a su lado de vez en
cuando.
—Y me enseñaste todo lo que sé de artesanía en madera y arquería —
dijo Nithrom—. Tú eras la columna vertebral de los guerreros, Fithvael te
tuin. ¿Qué triste giro del destino ha hecho que te encuentre siguiendo a este
exaltado hasta los confines del mundo?
Fithvael suspiró, porque a veces él mismo se formulaba tal pregunta.
—No lo sigo… —respondió—. Viajamos juntos como camaradas. —
Daba la impresión de que estaba intentando convencerse a sí mismo de lo
que decía.
—¿Y qué tal van las cosas por Tor Anrok? ¿Y tu valeroso hermano,
Galeth? ¿Y mi anciano señor, santificada sea su sabiduría, Cothoc Lothain?
Se produjo un silencio que sólo perturbaban los cantos ebrios
procedentes de una posada de la calle siguiente. La luna creciente de la
cosecha amenazaba al cielo oscuro como la espada curva de un goblin. La
sonrisa desapareció del rostro de Nithrom.
—¿Gilead?
—Mi padre está muerto. Mi hermano está muerto. Tor Anrok no es más
que una pila de piedras en un calvero invadido por las malas hierbas. —
Gilead bajó la espada—. Como sabrías ya, si hubieses regresado alguna vez.
Fithvael no podía ver el rostro de Nithrom porque, de repente, este bajó
la cabeza y las sombras de la calle se lo ocultaron. Se oyó un choque
amortiguado cuando la espada plateada cayó de la mano de Nithrom, lo cual
hizo que Fithvael diera un salto. Un guerrero como Nithrom sólo dejaba
caer la espada cuando lo vencía la muerte. De lo contrario, o la blandía o la
tenía envainada.
Nithrom se alejó de ambos con la cabeza gacha. Fithvael avanzó, recogió
la espada de plata con delicadeza y se volvió para mirar con enojo al ceñudo
Gilead.
—¿Guardarás ahora la espada, estúpido? —le gruñó.
Gilead metió con lentitud la hoja de acero azul dentro de la vaina de
cuero, y la espada de su hermano perdido susurró suavemente al entrar,
como seda al frotar contra seda.
En la esquina de la calle de la Bolsa, donde se encuentra con la calle del
mercado principal, había una pila de piedras de molino rotas y gastadas,
descartadas por los graneros. Encontraron a Nithrom sentado sobre ellas,
mirando la luna. Fithvael se sentó junto a él, y Gilead permaneció apartado,
a solas, y los observó.
—¿Todo ha desaparecido? —susurró Nithrom, al fin.
—Todo.
—¿Todo? ¿Todo ha perecido?
Fithvael asintió con la cabeza.
—Es propio de este mundo que todos desaparezcamos y seamos
olvidados —dijo Nithrom—. Nuestro tiempo ya ha pasado. Yo…, yo siempre
había esperado, confiado en que Tor Anrok resistiría a la amenaza del
tiempo. Lejos, en el extranjero, mientras seguía la senda que me había
marcado el destino, abrigaba con afecto la idea de que la torre aún se
mantenía en pie como la había conocido, esperándome, aunque yo no
regresara jamás.
Fithvael vio lo arrugado y deteriorado que estaba el rostro de Nitbrom.
El agotamiento y las preocupaciones habían dejado sus marcas en aquella
cara antes hermosa. Tenían más o menos la misma edad, aunque Fithvael
era, tal vez, unas pocas estaciones mayor. Nithrom era de sangre noble, el
hijo del tío abuelo de Lothain. Había nacido en el seno de una familia de
tradición guerrera, lo habían criado como leñador y, finalmente, había
escogido ser explorador en el mundo exterior, para buscar y viajar en
solitario.
Fithvael era de sangre inferior, el mayor de los seis hijos del maestro de
armas de la corte de Tor Anrok. Pero habían sido amigos, y habían crecido
juntos en las oscuras escaleras y aireados pasillos de la torre. El hijo de un
soldado y el de un noble. Obligado por el servicio en las tropas de su señor,
el destino de Fithvael había sido quedarse y servir de por vida en Tor Anrok,
y había echado mucho de menos a su privilegiado amigo cuando este se
marchó. Lo había echado de menos y había envidiado su libertad. Ahora que
él mismo había probado la libertad en seguimiento de Gilead, ya no le
gustaba mucho. No quedaba nada que envidiar. Había salido de Tor Anrok
como respetuoso miembro de la partida de guerra de Gilead, y en ese
momento era el único que quedaba de ella. Se sentía agotado, exhausto. A
despecho de la naturaleza longeva de su antigua raza, Fithvael se sentía viejo.
Le devolvió la grácil espada de plata a Nithrom, con la empuñadura por
delante. El otro la cogió y la colocó atravesada sobre las rodillas.
—Cuando os vi a ti y al hijo de Lothain en la taberna, sentí alegría.
Parecía que este día iba a ser el más feliz de muchos, pero ahora me
encuentro con que es el más triste.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Gilead se encontraba entonces junto a él.
—Lamentarme —replicó Nithrom sin alzar la mirada. Gilead se sentó
sobre las piedras de molino, al lado de Nithrom.
—No…, aquí. En este nido humano, mezclándote con ellos.
—Lo mismo que vosotros.
—Nosotros no tenemos ningún propósito, ninguna razón para estar
aquí. Ninguna causa, nada que nos impulse, ningún… —La voz de Fithvael
se apagó.
—Entonces, no estoy aquí por lo mismo que vosotros —respondió
Nithrom—. Yo tengo una causa. Estoy aquí para comprar suministros,
hacerme con recursos, recoger unas cuantas espadas más que sean buenas, si
puedo.
Volvió el semblante hacia Fithvael, con una sonrisa —aún triste, pero
sonrisa al cabo— formándose en sus labios.
—Quizá los dioses me trajeron hasta aquí, y también a vosotros. Tal vez,
esté bien que nuestros caminos se crucen, a pesar del dolor que traiga el
encuentro.
—¿Por qué? —preguntó Gilead desde el otro lado del veterano guerrero
elfo—. ¿Qué causa te impulsa?
Al amanecer, Nithrom los condujo a una caballeriza situada junto al
templo de Sigmar. El mozo de cuadra estaba abriendo los postigos y
quitando los cerrojos, y la luz del sol penetraba en ella.
Dentro había tres carretas alineadas y cargadas al máximo de su
capacidad. Sacos de grano, rollos de tela blanca de lino, hatos de flechas
acabadas de hacer y tres docenas de arcos largos sin tensar, una caja de
puntas de lanza, dos cajas de tachuelas de hierro, veinte frascos de aceite
para lámparas y veinte de alcohol para masajes, un tambor de brea, un saco
de candados, tres rollos de cuerda de cáñamo, cinco espadas y treinta dagas
completamente nuevas, botes de higos salados y olivas en aceite, tiras de
salchichas especiadas, láminas de tasajo vacuno y pescado seco, tres cajas de
vino, dos barriles de cerveza…, y mas cosas. Cajas, sacos, bultos.
—¿Estás planificando una pequeña guerra? —bromeó Fithvael al ver la
cantidad y naturaleza de la carga.
—Es precisamente lo que está haciendo —respondió Gilead con acritud.
Nithrom volvió la mirada, primero, hacia uno y, luego, hacia el otro, y le
respondió a Fithvael con un triste asentimiento de cabeza.
—Una pequeña guerra… —murmuró.
Gilead dirigió la vista hacia Fithvael. Sus ojos tenían los párpados caídos
y estaban oscuros.
—Nosotros nos marchamos ahora. Buen viaje, Nithrom.
—Gilead… —comenzó Fithvael.
—Ahora, amigo Fithvael. Tu antiguo compañero de esgrima se ha vuelto
loco y no vamos a quedarnos para que nos arrastre en su demencia.
—Hazme un solo favor, hijo de Lothain —pidió Nithrom—. Quédate
hasta que lleguen los demás. Luego, tomad una decisión.
—¿Los demás?
—Deben reunirse aquí conmigo. Vendrán. Al menos, hazme ese favor.
Era aún temprano y el sol naciente apenas asomaba entre inquietas
nubes, cuando llegaron los primeros. El día iba a ser tibio, pero dentro de la
ciudad aún hacía frío y las gotas de rocío destellaban en todas las superficies
exteriores.
Un joven humano apareció en la puerta de las caballerizas, enmarcado
por la luz. Era bajo y delgado, casi delicado, con una piel blanca y suave, que
hasta el momento no se había visto importunada por la navaja del barbero.
Llevaba una sobrevesta de color verde oscuro y calzones negros bajo una
armadura de mala y placas grises y aceitadas, que obviamente había
pertenecido a su padre o su abuelo porque estaba hecha para una
constitución mucho más voluminosa. El espadón que llevaba envainado a la
espalda parecía agobiarlo con su peso. Su cabello era rubio y muy corto, y
Fithvael pensó que tenía aspecto noble, para ser humano. Le recordó al
pobre Lyonen, que los dioses diesen paz a su alma. El joven tenía una
gracilidad frágil, que más recordaba a un elfo que a un tosco y torpe
humano. Sus ojos eran grandes y del color del cobre batido.
—¡Erill! —lo saludó Nithrom con alegría.
—Llego temprano —comentó el joven. Su voz era musical, dulce y
fluida, aunque intentaba que fuese brusca—. No hay nadie. —Pareció que
hacía deliberadamente caso omiso de Fithvael y el melancólico Gilead.
—Yo estoy aquí —protestó Nithrom con una sonrisa y un gesto de
brazos abiertos que abarcaba toda la caballeriza—. Bienvenido, me alegro de
verte.
Maese Erill pareció complacido con eso, y entró para luego sentarse
cerca de las carretas al mismo tiempo que dejaba caer la pesada arma y el
abultado zurrón.
—Este es Erill —fue cuanto dijo Nithrom.
Fithvael intercambió corteses inclinaciones de cabeza con el tímido
joven. Gilead no hizo el más leve movimiento.
Pasó un cuarto de hora, y luego una voz habló desde las profundidades
de la caballeriza.
—Buen resultado, por lo que veo.
Todos se volvieron. Erill se levantó a toda prisa y también Fithvael se
incorporó al ver al recién llegado, mientras Nithrom avanzaba para recibirlo.
Había entrado por la puerta trasera de la caballeriza, como si no se fiara
de las calles de la ciudad, ni siquiera a hora tan temprana. Se trataba de un
humano flaco, con gran poder en sus largas extremidades, ataviado con una
armadura de cuero bien ajustada y un camisote de fino cuero con tachones.
Su cabello era del color de la cebada descolorida por el sol, y llevaba la
espada, el escudo y el casco sujetos a la espalda.
—¡Vinze! —lo saludó Nithrom—. Siempre sigiloso.
Se estrecharon la mano, y el recién llegado recorrió la caballeriza con su
dura mirada azul, deteniéndose en Gilead y Fithvael. Pareció no hacer caso
del joven humano.
—¿Quiénes son estos? —En su acento había un deje Reiksland.
—Compañeros míos —fue la simple respuesta de Nithrom.
—Elfos —dijo Vinze, como si oliera un perfume que flotaba en el aire—.
Por la pinta. A pesar de todo no confio en ellos…, sin ánimo de ofender,
señor.
—No hay ofensa —replicó Nithrom con una ancha sonrisa—. Yo sigo sin
confiar en los ladrones, así que eso nos deja empatados.
—¿Todavía no ha llegado nadie más? —preguntó Vinze después de dejar
su zurrón en el suelo—. ¿Y el de Norsca? ¿Y ese bufón bretoniano?
—Vendrán.
—Apuesto a que todavía estarán durmiendo la nochecita pasada en las
tabernas —comentó Erill, intentando parecer masculino y escéptico, con ese
tono cansado de la vida que a los humanos les resulta tan atractivo.
Vinze continuó haciendo caso omiso de él. El nativo de Reikland avanzó
hasta una pila de sacos y se dejó caer sobre ella.
—Despertadme cuando estéis preparados para marchar.
Pasaron otros treinta minutos, y se agitaron unas sombras en el sol cada
vez más fuerte del exterior del establo. Dos jinetes frenaron a sus
cabalgaduras, desmontaron y entraron en la caballeriza; eran hombres
fornidos y bajos, de las provincias del Imperio, que llevaban pesadas
armaduras color latón, con tabardos negros y blancos. En sus escudos se veía
el toro rojo de Ostland. Cuando se alzaron las viseras, de modo simultáneo,
Fithvael vio rostros cuadrados casi idénticos.
—Dolph, Brom, bienvenidos.
Los de Ostland saludaron a Nithrom con asentimientos de cabeza, y se
ocuparon de entrar a sus caballos para ponerlos a la sombra y llenar sus
odres de agua. Se movían de una manera extraña, como reflejos el uno del
otro; era el tipo de sincronía que sólo podía darse entre hermanos gemelos.
Fithvael vio que, por primera vez, Gilead parecía vagamente atento.
Observaba a los gemelos como si estuviese recordando.
El de Carroburgo apareció pocos minutos después. Alto y de cabello
oscuro, con una barbita de chivo muy corta y rostro cruel, se limitó a entrar
en la caballeriza y a arrojar su casco y espadón a dos manos en la parte
trasera de una carreta, junto con su zurrón de cuero. Llevaba la ropa con
mangas y perneras acuchilladas y abullonadas —de color rojo oscuro—,
propia de los hombres de armas de Carroburgo, y su peto negro estaba
pulido como un espejo.
—Maese Cloden —lo saludó Nithrom con un asentimiento de cabeza.
El hombre del espadón respondió con una inclinación de cabeza y fue a
sentarse en solitario, en un rincón de la caballeriza. A esas alturas, los
guerreros gemelos de Ostland estaban jugando a cartas con Erill, y Vinze
parecía dormir. Gilead continuaba sentado como una estatua, cerca de la
puerta.
—¿Cuándo vas a explicar la…? —comenzó Fithvael.
—Cuando esté preparado —respondió Nithrom.
Una trompeta sonó en el exterior de la caballeriza, una fanfarria más
ruidosa que musical. Todos se movieron, e incluso Vinze despertó.
El caballero bretoniano, montado sobre su enorme caballo de guerra,
pareció llenar la entrada. Llevaba una armadura cromada, que destellaba al
sol, y un enorme penacho de plumas de color rojo amoratado en lo alto del
casco. A su lado, un hosco escudero medio calvo y montado sobre un
palafrén, volvió a tocar la fanfarria en un cuerno penosamente curvado.
—Su más magnífica y alabada señoría, ¡el victorioso guerrero Le Claux!
Dadle la bienvenida, nobles gentes… —La declamación del escudero se
apagó con tono cansado.
Le Claux, enorme y brillante con su armadura, parecía tener problemas
para desmontar, y el escudero tuvo que bajar con rapidez de su cabalgadura,
pequeña y ancha, para ayudarlo. El caballero entró resonando en la
caballeriza como si no hubiese sucedido nada impropio, y estrechó la mano
tendida de Nithrom. Se levantó la pesada visera, imprecó cuando la misma
volvió a cerrarse, y la levantó otra vez. Fithvael vio un rostro apuesto y bien
cincelado, que parecía cansado y abotagado.
—¡Mi querido Nithrom! ¡Estoy dispuesto para cabalgar contigo hasta la
boca del infierno y regresar, por la gloria! ¡Por eso, propongo un cordial
brindis!
Le Claux sacó una bota de vino de su arnés, y se echó una buena
cantidad a la boca. Luego, avanzó hasta donde se encontraban reunidos los
demás, y les ofreció la bota. Vinze, que estaba sentado sobre los sacos, fue el
único que la aceptó. El escudero se acercó a Nithrom.
—No empieces siquiera a preguntarme cómo he logrado traerlo hasta
aquí a hora tan temprana —le susurró—. Y por el bien de todo el mundo, no
le deis nada afilado.
—La Dama rendirá honor a tu cumplimiento del deber, Gaude —sonrió
Nithrom.
El escudero Gaude sugirió alguna obscenidad que la Dama podría hacer,
en lugar de rendirle honor, y se alejó.
—¿Quiénes, en nombre de todo lo sagrado, son estos miserables don
nadie? —preguntaron Fithvael y Gilead, turbados.
Una mujer guerrera kislevita llamada Bruda fue la siguiente en llegar.
Abrió de un sonoro empujón las puertas de las caballerizas, vestida con una
túnica de cota de malla que le llegaba a las rodillas y botas altas, y con la
melena de cabello pelirrojo flotando a su espalda. Era tan alta como
cualquiera de los hombres presentes, y casi igual de ancha y musculosa. El
curvo sable rebotaba contra su cadera, dentro de la vaina. Fithvael sabía que
los humanos solían tener una constitución más corpulenta que los elfos,
pero jamás había visto una mujer de esa estatura. Parecía enorme, como una
diosa que caminara por la tierra. Olía a sudor y casi derribó a Erill con una
palmada en los hombros. Le Claux le ofreció la bota de vino, y ella la vació
con una atronadora carcajada y un sonoro eructo. Luego, se puso a probar la
elasticidad de los nuevos arcos, doblándolos a mano contra su empeine. En
sus brazos se hinchaban unos bíceps como pomelos mientras ella curvaba y
soltaba los arcos de madera. Uno se partió.
—¡No son muy buenos, Níthrom! —bramó con una voz cargada de
fuerte acento—. ¡Muy malos! Creo que tendremos problemas si usamos esto,
sí.
—Servirán, Bruda —respondió Nithrom con calma—. Y sé que tú te
harás el tuyo propio con la madera del lugar, cuando lleguemos.
—¡Aquí llega! —interrumpió Vinze.
Un monstruo de barba negra entró por las puertas de la caballeriza,
dando traspiés. Era el humano más corpulento que Fithvael había visto en
toda su vida, ataviado con sucio cuero y coraza hecha de discos de metal
negro azulado, y arrastraba detrás de él sus armas y un casco que cubría la
totalidad del rostro. Una profunda herida antigua de espada marcaba su
tosco semblante, oculta a medias por la barba. Decididamente, Burda no era
la más grande de la compañía. El recién llegado estaba obviamente
borracho; eructó sin disimulo y se apoyó en el aterrorizado Erill para no
caerse. Se puso el deslustrado casco, que tenía una feroz y gruñente boca.
—Pongámonos a ello, ¿queréis? —ladró.
Era nativo de Norsca. Su hacha era gigantesca, y se le cayó varias veces.
Se llamaba Hargen Hardradasson, pero prefería que lo llamaran Harg.
Madoc, el último en presentarse, llegó a caballo justo antes de mediodía.
Rubio y muy fuerte, llevaba la piel de lobo de Ulric sobre la armadura. El
viejo martillo de guerra se balanceaba colgado de correas, a un lado de la
silla.
Madoc no se disculpó por haberlos hecho esperar, sino que se limitó a
saludarlos con el acento entrecortado y áspero de Middenheim. «En su
actitud, hay algo escéptico —pensó Fithvael—, más aún que en el burlón
Vinze o el desdeñoso Cloden».
Mientras el grupo se reunía y preparaba para marchar, unciendo
animales de tiro a las horcas de las carretas, Nithrom avanzó hacia Gilead.
—¿Lo ves ahora?
—He esperado como me has pedido. He visto quién ha llegado.
—¿Y?
—Si tienes intención de librar una, guerra, aunque sea una guerra
pequeña, con ellos, vas a perder.
—Has dicho bien. ¿Por qué piensas que te pedí que esperaras? ¿Por qué
crees que os necesito?
El grupo salió de Vinsbrugge en la primera hora de la tarde, cuando las
campanas del viejo templo daban un solo tañido. El aire era cálido, quieto y
limpio, y el cielo estaba azul como flor de maíz, sin una sola nube.
Eran nueve jinetes a caballo, tres carretas tiradas por yuntas de caballos
de tiro y caballos de refresco atados a la parte trasera de los vehículos. El
joven Erill, el escudero Gaude y el hombre de Norsca, el bestial Harg,
viajaban en las carretas. Las calles no estaban concurridas, y llegaron hasta el
puente sur sin llamar mucho la atención de los habitantes de la ciudad.
Fithvael fue el último en ponerse en marcha, pues se demoró un poco en
la puerta de la caballeriza.
—Voy a ir con ellos —dijo—. Quiero ir.
—Morirás, y nunca encontraremos a Níobe ni a nuestra gente —gruñó
Gilead.
Se hallaba de pie en la penumbra de la caballeriza vacía, una silueta
oscura como un fantasma.
—Tal vez. Pero prefiero morir con un propósito que continuar
cabalgando en dirección al vacuo final hacia el que nos dirigimos. Nithrom
nos necesita de verdad.
Gilead frunció el entrecejo.
—No es eso lo que necesita Nithrom…
Fithvael le volvió la espalda. Conocía aquel tono, el negro humor que
anunciaba, pues había hecho frente a esos estados de ánimo con demasiada
frecuencia.
—En ese caso, deberás arreglártelas solo, Gilead.
—Lo haré.
Fithvael se subió a la silla de su yegua, y se volvió a mirarlo por última
vez.
—Ven con nosotros.
Le respondió el silencio.
—Pues adiós, Gilead Lothain.
El veterano elfo hizo girar a su corcel y se alejó a medio galope, tras los
otros.
Nithrom, montado sobre un esbelto corcel negro, cabalgaba a la
retaguardia del grupo, en espera de que Fithvael les diese alcance.
—Lo lamento —dijo.
—No lo lamentes, Fithvael te tuin. No puedes fijar su destino por él.
Gilead tiene que recorrer su propia senda.
Continuaron al paso, el uno junto al otro. En vanguardia, Le Claux
estaba intentando conseguir que todos cantaran un canon. Cuando nadie
aceptó la propuesta, se puso a cantarlo él solo, intentando hacer las partes de
voces superpuestas con una sola voz. Bruda y Harg lo abuchearon
estrepitosamente, y algunos de los otros se echaron a reír.
—Sin embargo, me siento culpable, Nithrom. Es casi como si lo
abandonara, después de todo lo que hemos pasado juntos.
—Es comprensible, pero tampoco él puede marcar tu destino. Es un
alma testaruda y melancólica. Le has dado los mejores años de tu vida,
Fithvael, y sin embargo no lo has cambiado. Tal vez, ahora, sea mejor que
sigas tu propio camino.
En ese momento, avanzaban sobre las tablas del puente sur. Destellantes
libélulas zumbaban entre los juncos que se mecían debajo de la barandilla.
—Tal vez… —aventuró Nithróm—, tal vez también te sientes triste
porque sabes que él tiene razón.
—¿Qué? —Fithvael parecía sobresaltado.
—Él considera que esto es una misión estúpida, que estoy conduciendo a
este grupo hacia una batalla que no puede ganar. Tal vez sabes que tiene
razón, y odias el hecho de que la lealtad que te une a un viejo amigo te haga
abandonarlo para cabalgar hacia la muerte.
Fithvael frunció el entrecejo.
—Yo… no lo creo así. —Se produjo una larga pausa—. ¿De verdad
cabalgamos hacia nuestra muerte?
Nithrom se echó a reír.
—Yo no lo creo…, o yo mismo no lo haría. Pero muchos podrían pensar
que tenemos las probabilidades en contra.
Fithvael sacudió la cabeza.
—Estoy contigo en eso, Nithrom te tuin. Parece la cosa más correcta de
hacer.
Nithrom asintió y sonrió.
—Tal vez sólo estaba poniéndote a prueba —dijo.
Fithvael rio entre dientes, y echó una última mirada hacia atrás, más allá
del puente de madera, hacia la periferia de la ciudad de los molinos.
Pero no vio lo que anhelaba ver con todo el corazón: un jinete solitario
que cabalgara tras ellos.
Cuando la compañía se había reunido en la caballeriza, Nithrom había
descrito brevemente la naturaleza de la empresa, aunque el tema ya era
conocido por la mayoría de los reclutados. Debían cabalgar hacia el sur y
ofrecerle protección a un pequeño asentamiento llamado Maltane, que cada
año era atacado por compañías de mercenarios de Tilea que regresaban a
casa tras la temporada de lucha. La mayoría de los años, Maltane había
sobornado a los atacantes con productos agrícolas, provisiones y oro, pero
ese año la cosecha había sido pobre y los cofres de la población estaban casi
vacíos. No tenían nada con que pagar a los soldados mercenarios de Tilea.
Así pues, habían decidido usar el poco oro que les quedaba para
contratar mercenarios que defendieran el asentamiento. Nithrom, que
alquilaba su espada por tal zona, se había hecho cargo de la empresa y había
viajado al norte para reclutar espadachines bien dispuestos. La compañía y
sus magras provisiones eran lo mejor que había conseguido.
—¿Apenas una docena de guerreros contra una compañía de
mercenarios? —había murmurado Gilead después de oír a Nithrom. No dijo
nada más, pero sacudió la cabeza con aire triste.
—¿Es que no tenéis valentía, seres del bosque? —había preguntado
Vinze con aspereza al mismo tiempo que se levantaba del lecho de sacos.
—Tanta como tú; de eso, estoy seguro. No obstante, está claro que tengo
más cerebro.
Durante un terrible momento, Fithvael había pensado que podría
estallar una pelea. Pero Vinze se había limitado a dejarse caer otra vez sobre
los sacos.
—No lo necesitamos, Nithrom —había murmurado.
Otros —como Harg y la diosa kislevita— sólo asintieron con la cabeza.
A Fíthvael le pareció que estaban todos demasiado agotados, como si sólo
fuesen capaces de desenvainar la espada y mostrar enojo si había oro por
medio.
Le Claux, sin embargo, se había puesto de pie y se había pavoneado
mientras las piezas de su armadura chocaban las unas con las otras.
—¡Fanfarrón! ¡Desgraciado! —había declamado mirando al indiferente
Gilead—. ¡Retira el insulto que has lanzado contra este buen compañero, o
te mataré!
Todos, incluso Fithvael, habían, sido incapaces de resistir la risa ante el
desafio del de Bretonia, expresado con palabras tan cortesanas. Le Claux
vaciló ante las carcajadas.
—Siéntate y cállate —le había espetado Gaude con crueldad, y Le Claux
se sentó con un estruendo metálico.
Pero, a pesar de todo, había animosidad. El hombre moreno de
Middenheim, Madoc, y el de Carroburgo habían mirado a Gilead con
manifiesto desprecio. También estaba claro que nadie quería pelearse por el
asunto —su naturaleza mercenaria estaba tan cansada como la de los otros
—, pero el insulto de Gilead les había escocido.
Estaban en camino, ascendiendo entre los campos de cultivo cubiertos
de doradas plantas de maíz y tierra seca. Un dosel de profundo bosque verde
los aguardaba en lo alto de la cuesta. Las mariposas blancas revoloteaban en
torno a ellos y por las flores silvestres que crecían en las cunetas que
bordeaban el camino.
—¿Qué tamaño tiene esa población, Maltane? —preguntó Fithvael.
—Es pequeña. Tiene un molino, una taberna, un templo, cincuenta
familias. Trescientas personas como máximo.
—¿Defensas?
—Tienen un foso exterior en torno al asentamiento, y un montículo
interior con empalizada donde se alza el templo.
—¿Hay pozo de agua dentro del recinto del templo?
Nithrom se encogió de hombros.
—Nunca he tenido motivos para preguntado.
La intranquilidad de Fithvael aumentó. Si llegaban a sitiarlos en la
empalizada interior sin agua…
—¿Cuántos mercenarios componen la partida?
—Varía. El año pasado eran doscientos.
—Doscientos… contra doce, si cuentas a Gaude.
—Puedes volverte cuando quieras —le respondió Nithrom alegremente,
al ver la expresión de su rostro.
Entraron en la linde del bosque formado por piceas, citisos, olmos y
hayas añosos con espeso follaje. Los pájaros cantaban entre las manchas de
sol, bajo el tranquilizador dosel verde. Vieron ciervos varias veces, tímidos,
que desaparecían a gran velocidad de los calveros cercanos al camino.
Bruda sacó un curvo arco y abatió a uno con experta gracilidad veloz.
Esa noche, al menos, comerían.
La senda descendía en espiral a lo largo de varias leguas. Cruzaron
rumorosos arroyos que chapoteaban sobre lechos de piedras musgosas bajo
las curvadas ramas de retorcidos olmos. Dos veces pasaron ante grupos de
antiguas piedras erectas, cubiertas de líquenes y olvidadas en la antigua
tierra forestal. Algunas de las piedras tenían marcas grabadas en ellas, obras
de talla desgastadas hasta casi desaparecer por la lluvia y la escarcha:
espirales, soles, estrellas, diosas.
Fithvael vio que Nithrom inclinaba reverentemente la cabeza al pasar
ante cada piedra. Madcc también lo hacía, aunque presumiblemente por una
razón diferente.
A última hora de la tarde, cuando las sombras comenzaban a alargarse,
llegaron a un arroyo más ancho. Palomas torcaces y cucos trinaban y
arrullaban en el bosque silencioso. Abrevaron los caballos en un vado
cubierto de guijarros. El agua era transparente como cristal líquido, y las
piedras estaban todas pulimentadas; oscuras y brillantes bajo la corriente,
pálidas y opacas fiera de ella.
Las moscas zumbaban en torno a los caballos mientras bebían. La
compañía desmontó para estirar las piernas.
Varios del grupo estaban rellenando odres de agua. Vinze y Cloden se
retiraron ambos para tumbarse sobre la lozana hierba que bordeaba el
arroyo. Harg hundió la enorme cabeza en el agua, y al sacarla y sacudirse
como un perro proyectó al aire una nube de bolitas plateadas.
Le Claux se alejó paseando entre los árboles. Dolph y Brom, los
guerreros gemelos, se sentaron a jugar a dados. Bruda comenzó a destripar
el ciervo que había cazado. Fithvael se encaminó hacia el nervioso Erill.
—Te reemplazará para conducir la carreta, si quieres.
El joven pareció sorprendido ante la oferta, sorprendido incluso por el
hecho de que alguien del grupo le hablase.
—Gracias. Me gustaría cabalgar un rato.
Fithvael asintió con la cabeza y ató la cabalgadura a la parte trasera de la
carreta mientras Erill soltaba su desnutrido caballo.
—¡Cambio de conductores! —anunció Nithrom al ver eso—. ¿Quién
más hará turno?
Brom y Dolph se ofrecieron, y cambiaron puestos con Harg y Gaude.
Fithvael subió, se instaló en el asiento de la carreta y desató las riendas.
—¿Continuamos? —le preguntó a Nithrom.
—Espera —le dijo el viejo explorador con tono misterioso mientras
observaba los árboles que los rodeaban.
Fithvael se retrepó, dejó caer las riendas sobre su regazo y esperó.
Pasaron veinte minutos. El grupo comenzó a reunirse y regresar a las
monturas. Incluso Le Claux reapareció entre los árboles con un aspecto algo
perplejo y restos de hierba metidos en las articulaciones de la armadura.
De repente, Vinze se volvió y desenvainó la espada en un abrir y cerrar
de ojos. Fithvael se sobresaltó. ¿Cómo podía un humano reaccionar con tal
rapidez? ¿Qué había visto? En las manos de Bruda y Madoc también
aparecieron armas de modo súbito, y ambos se pusieron a observar la misma
zona de la línea de árboles.
«¿Estoy haciéndome tan viejo —se preguntó Fithvael— que no veo las
señales?». Entonces podía oír movimiento en el sotobosque, sonidos que al
menos tres integrantes del grupo habían percibido antes que él.
—Envainad las armas —les dijo Nithrom con voz imponente pero
serena, y avanzó hacia el origen del sigiloso movimiento.
Por un momento, por un momento maravilloso, Fithvael pensó que
Gilead se había reunido con ellos.
Pero el guerrero elfo que salió de entre los árboles conduciendo a su
hermoso semental acorazado de acero no era el hijo de Tor Anrok. Era una
inolvidable figura cubierta por la pulida armadura de Ithilmar plateado, con
un penacho rojo y orgulloso, un noble elfo como salido de un mito.
—Bienhallado, Caerdrath Eldirhrar tuin Elondith —dijo Nithrom en el
alto idioma elfo.
—Bienhallado, en efecto, Níthrom te tuin Anrok. Me alegro mucho de
que me hayas esperado. —La voz del elfo recién llegado era musical y suave.
Nithrom miró a la compañía que lo rodeaba, y continuó hablando en el
idioma propio de los humanos.
—Nuestra espada número trece, Caerdrath. Le pareció mejor reunirse
con nosotros aquí. Las ciudades humanas no son para él.
El grupo lo miraba con asombro, y Fithvael sabía por qué. Para él era
raro posar los ojos sobre un auténtico hijo de Ulthuan, y mucho más lo era
para aquella chusma pintoresca.
—En ese caso, cabalga hacia el sitio equivocado —se burló Vinze, de
repente.
Caerdrath alzó los ojos hacia el flaco espadachín humano. Sus ojos,
protegidos tras las ranuras del casco, eran brillantes como el fuego.
—Normalmente, no lo haría por propia voluntad, soldado, pero tengo
una vieja deuda con Nithrom, y por eso estoy aquí con él.
—¡Elfos! —Escupió Vínze, y les volvió la espalda.
Entonces, montaron y continuaron la marcha; atravesaron el vado y se
alejaron con lentitud hacia el bosque del otro lado. Caerdrath cabalgó
durante un momento junto a la carreta de Fithvael.
—Hermano —dijo Caerdrath al mismo tiempo que ladeaba la cabeza.
—Me llamo Fithvael, también de Tor Anrok. Es agradable encontrarse
contigo en este día.
Caerdrath asintió con un movimiento de cabeza, espoleó a su hermoso
corcel y se adelantó por la senda.
La noche de verano cayó tarde y con lentitud, y los vencejos comenzaron
a pasar como dardos contra el cielo cada vez más oscuro, entre las siluetas de
los árboles. El grupo acampó en una hondonada, cerca de un pequeño lago
forestal. Cuando salieron las estrellas, el ciervo de Bruda ya se asaba
espetado sobre un fuego.
Nithrom organizó los turnos de guardia, pero dejó fuera de ellos a Le
Claux, que había estado bebiendo de la bota desde el anochecer y entonces
roncaba junto a la hoguera. Fithvael cayó en un sueño ligero, pero tranquilo,
envuelto en su remendada capa de viaje, muy gastada.
Brom lo despertó de una sacudida en lo más hondo de la noche, para
que hiciera su turno de guardia. Hacía fresco, y el fuego estaba bajo. Fithvael
se levantó, estiró las extremidades, bebió un sorbo de agua de su frasco y
describió un círculo por el campamento dormido, con paso silencioso entre
el sotobosque. Las lechuzas que andaban de caza ululaban en el bosque
oscuro que los rodeaba. El disco del cielo nocturno de lo alto era tan claro y
estaba tan lleno de estrellas que parecía plata batida.
Fithvael flexionó las doloridas extremidades. El aire de la noche estaba
en calma, no soplaba brisa y no se oía más sonido que el de las lechuzas, el
susurro de insectos nocturnos y el crepitar del fuego. Las mariposas
nocturnas revoloteaban en torno a las llamas como copos de nieve llevados
por el viento.
El veterano guerrero reparó en que Caerdrath no estaba. De alguna
forma, eso no lo inquietó, pues no había esperado que el noble elfo
compartiera con ellos el campamento.
Fithvael sabía que tenía que hacer la guardia con el humano de
Carroburgo, Cloden, a quien en ese momento vio acechando en el
bosquecillo de lo alto de la hondonada. Halló un sendero que ascendía hasta
donde estaba el humano a través de helechos altos hasta la rodilla.
Cloden volvió la cabeza al oír que el elfo se aproximaba, un gesto brusco
que se relajó al distinguir el rostro de Fithvael. El hombre se había quitado el
peto negro pulimentado y el justillo de mangas abullonadas, y su espadón
estaba clavado de punta en la tierra, a su derecha, como un pequeño
arbolillo. A despecho de lo agudos que eran sus ojos, Fithvael podía ver muy
poco del rostro de Cloden; apenas una insinuación de su piel pálida entre la
oscuridad del cabello y la perilla. Los ojos de Cloden eran huecos, carentes
de luz y nada cordiales.
Fithvael se detuvo junto a él e intercambiaron inclinaciones de cabeza.
Cloden le ofreció un frasco de schnapps de manzana de Nuln, y un sorbo de
dicho licor, a pesar de ser tosco para las pautas elfas, entibió el vientre del
veterano guerrero.
—¿Algo nuevo?
Cloden negó con la cabeza.
—Dudo que encontremos mucho por aquí fuera.
Un corto grito tartamudeante se alzó detrás de ellos desde el
campamento, y ambos se giraron bruscamente. Le Claux volvió a gritar en
sueños, se retorció con aspecto angustiado, y luego se quedó de nuevo
inmóvil.
—Me preocupa —fue el breve comentario de Cloden cuando se
relajaron.
—¿Te refieres a lo mucho que bebe?
—No tanto el hecho de que beba como el motivo por el que bebe.
Se produjo un largo silencio.
—No esperaba que te unieras a nosotros —comentó Cloden, al cabo—;
no, cuando tu camarada nos hizo un desaire tan grande. Pensaba que te
marcharías con él.
Fithvael alzó los ojos hacia el brillante zodíaco del cielo, como si en él
pudiese leer algún augurio.
—También yo lo pensaba —respondió, al darse cuenta de eso por
primera vez.
—¿Y por qué no lo hiciste? Creía que los…, los de tu raza —era como si
no pudiera pronunciar la palabra— estabais unidos íntimamente por la
tradición.
—Lo estamos. Gilead y yo estamos unidos por muchos años, muchos
problemas. ¿Has tenido alguna vez un camarada así?
—Nunca. Nunca he tenido tiempo para eso. La guerra tiende a limitar la
duración de las amistades.
—Es muy cierto. La guerra… y el tiempo.
Cloden asintió.
—¿Por qué, pues? ¿Por qué lo dejaste en Vinsbrugge y emprendiste este
camino? Después de todos esos años y problemas, quiero decir.
—Creo que precisamente debido a todos esos años y problemas —
reflexionó Fithvael—. En todas las vidas llega un momento en el que tienes
que echar cuentas y preguntarte cuál es el mejor sendero hasta la tumba para
ti. Me pareció que ya había viajado hasta muy lejos con Gilead. Era un
camino vacío. La senda de Nithrom, al menos, tenía un propósito. Además,
tengo una deuda con Nithrom.
Al oír eso, el de Carroburgo se echó a reír con carcajadas roncas y
ásperas.
—¿Hay alguien en esta compañía que no le deba nada? ¿Acaso no es por
eso, en verdad, por lo que todos cabalgamos con él hacia la muerte?
—¿Crees que es eso lo que nos aguarda en Makane?
—Es muy probable —respondió Cloden. El grave timbre nasal de su
acento hacía que las palabras pareciesen aún más amargas—. Y si no nos
espera la muerte, tampoco nos espera la gloria.
Fithvael estaba a punto de responder cuando Cloden se tensó y sacó la
espada de la marga donde estaba clavada. A la luz de las estrellas, el arma
brilló como el hielo. El hombre estaba muy encorvado, como un lobo al
acecho.
Fithvael no necesitaba preguntarle por qué actuaba de ese modo, ya que
también él lo había oído: un sonido bajo y merodeante, que ascendió hasta
ellos desde el bosque del otro lado de la hondonada. En realidad, no era un
sonido en absoluto, sino más bien un temblor en el aire, un suspiro
fantasmal que se estremecía en el límite de la gama auditiva.
Volvió a oírse, y quedó flotando en el quieto aire de la noche. Era tan
sutil y delicado como el sonido de la escarcha al deshelarse, e igual de frío.
Llegaba del pequeño lago.
Los dos descendieron entre los árboles negros. En el aire había un aroma
que Fithvael no lograba identificar del todo, y un helor que aumentaba cada
vez más.
Ante ellos, a través de las siluetas gris oscuro de los árboles, el óvalo del
lago relumbraba como un espejo de plata, brillante a la luz de las estrellas.
Un velo blanco de niebla flotaba alrededor de la orilla y se movía como un
fantasma entre los árboles. Cloden corrió hasta ocultarse detrás del ancho
tronco de un roble para tener una mejor vista, y Fithvael se deslizó hasta
quedar a su lado. Sintió que el humano estaba a punto de proferir una
exclamación, y le tapó diestramente la boca abierta con una mano.
Debajo de ellos, el noble elfo, Caerdrath, se encontraba de pie en el agua,
sumergido hasta los muslos, vestido sólo con una túnica de luminae. Parecía
que la luz estelar confería fosforescencia a su delgado cuerpo. La plata
destelló cuando él alzó la espada antigua del agua y la sostuvo en alto.
Cadenas de brillante agua danzaron a lo largo de la hoja y bajaron por sus
brazos.
Cloden tironeó de Fithvael con el fin de liberarse y avanzar, pero el
veterano guerrero apretó con más fuerza y arrastró al humano de Reikland
hacia atrás para alejarlo del pequeño lago.
Cuando se encontraban ya a una buena distancia, Fithvael soltó al
humano.
—¿Por qué me has detenido? —siseó Cloden.
—Porque no debíamos entrometernos. Caerdrath está bautizando su
espada para la guerra, como se hacía en tiempos antiguos. No sería correcto
que nos entrometiéramos.
Cloden pareció insatisfecho con la explicación, pero no hizo ningún
intento por volver sobre sus pasos.
—¿Y tú no deberías hacer lo mismo? —preguntó con tono de burla.
—Las costumbres de Caerdrath me resultan tan… extrañas como a ti.
Cloden se volvió para echar una última mirada ladera abajo, hacia el
pequeño lago. Una vez más, la rara nota vibró en el aire.
Cloden escupió hacia los helechos y volvió a ascender hasta su puesto de
guardia.
Fithvael lo siguió pasados unos momentos. Sabía que nunca olvidaría lo
que acababa de ver: un atisbo del pasado lejano, de las antiguas costumbres,
de las tradiciones y conocimientos que él y sus parientes occidentales habían
olvidado hacía muchísimo tiempo. Lo hacía sentir honrado y humilde a la
vez. Y lo hacía sentir más viejo y agotado que nunca antes.

***
El amanecer llegó pronto, tan pálido y duro como el acero. Despertaron con
niebla y trinos de pájaros, y cuando el sol ascendió y disipó la niebla, ya se
encontraban otra vez en marcha, con Erill, Gaude y Harg en las carretas. Le
Claux cabalgaba en silencio, inclinado con desgarbo en la silla, como si
tuviese una profunda depresión, dolor de cabeza, o ambas cosas. En varias
ocasiones se retrasó con respecto al grupo. En un recodo del camino, media
hora después de que partieran, Caerdrath se reunió con ellos, nuevamente
acorazado, tan deslumbrante y fresco que los hizo sentir a todos sucios y
desaliñados.
Continuaron adelante a través de praderas bien regadas y hacia planicies
más altas, donde viejas terrazas de viñas, pasturas llenas de florecillas
silvestres y descuidadas plantaciones de limoneros estaban volviendo al
estado silvestre. Las alondras, muy en lo alto e invisibles, cantaban en el cielo
azul pálido.
El sendero rodeaba un grupo de losas donde un niño medio desnudo y
sucio, con veinte cabras de ojos rasgados, los miraron pasar con silenciosa
perplejidad. Una hora más tarde la senda describió un bucle en torno a una
torre redonda amurallada que en otros tiempos defendía aquel escarpado
territorio empobrecido, aunque nadie sabía de quién o de qué lo había
defendido.
Cuando pasaban ante la solitaria ruina con sus desmoronadas piedras
travertinas y matas de malas hierbas, Caerdrath cabalgó hasta situarse junto
a Fithvael, y saludó al elfo de más edad con una inclinación de cabeza.
—Te doy las gracias —dijo con una voz baja y armoniosa, y Fithvael se
encogió de hombros.
—¿Por qué, señor?
—Por respetar mi ritual.
Fithvael estaba a punto de responder, pero Caerdrath había vuelto a
espolear al caballo y corría hacia la vanguardia de la columna.
El territorio era cada vez más alto, seco y despojado de vegetación, con
matorrales de tojo y plantas espinosas, y dispersos sotos de olmos. El sol
continuaba alto y caluroso, pero el cielo era tan pálido que el azul se parecía
más a un tono de gris, y bancos de nubes finas avanzaban por el horizonte.
Las águilas ratoneras y los milanos rojos giraban en el aire y, a veces, se
precipitaban como piedras hacia el interior de los profundos valles. De vez
en cuando, veían alguna liebre corriendo entre los tojos, pero todas estaban
demasiado lejos para que Bruda pudiera cazarlas, y habían desaparecido
hacía mucho cuando el grupo llegaba al lugar en que las habían visto.
La senda se había convertido ya en un camino, sin grava, pero aun así un
camino desgastado, ancho y transitado, abierto por generaciones de
soldados que migraban hacia el norte durante la temporada de lucha, y
regresaban al sur cada invierno. A veces, podían verse los huesos de caballos
y mulas entre los matorrales de la senda. En dos ocasiones vieron tumbas
solitarias marcadas por un montículo de piedras blancas o un casco oxidado
colgado del asta de una lanza partida.
Se encontraban en el traspaís del grandioso y poderoso Imperio, el cruce
donde se acababa un territorio y se convertía en otros: otros reinos;
dispersos reinos fronterizos; territorios poco definidos. Allí la vida era dura
y penosa, y se sostenía mediante incesantes e ingratos afanes. Pasaron por
olivares divididos con muros de piedra, y varias terrazas de viñas ralas pero
decentes, pulcramente cuidadas. Vacas delgadas y cabras flacas pastaban en
las laderas que dominaban el camino, pero los jinetes no vieron pastores ni
vaqueros.
A última hora de la tarde, el sol se deslizaba tras los bancos de nubes del
oeste, rosado e irritado como los ojos de alguien que no hubiese dormido.
La luz caía muy oblicua y baja, y las sombras estiradas marchaban junto a
ellos. Durante una hora más, ascendieron la última línea de pedregosas
colinas y salieron a un espacio amplio, donde el camino se curvaba sobre sí
mismo y volvía a descender. Abajo había un ancho valle cubierto de
bosques. En su centro, a unos cinco kilómetros de donde se hallaban, vieron
un montículo, con empalizada y foso, y un grupo de estructuras de piedra y
madera en la cúspide. Unos caminos desnudos conducían a aquel lugar
desde el norte, el este y el oeste; el septentrional era el final del que ellos
seguían. Nithrom hizo que el grupo se detuviera.
—Makane —dijo sencillamente, con un gesto vago.
Se oyeron murmullos, aunque ninguno elogioso. Todos los guerreros,
incluido Le Claux, posaron los ojos en el valle para tomarle las medidas a la
población. Algunos desmontaron, y otros hicieron visera con las manos para
protegerse los ojos. Vinze sacó un pequeño catalejo y estudió la vista.
Fithvael empleó el tiempo en estudiar el terreno. En lo alto del
montículo había un edificio de piedra de buen tamaño, con buen tejado,
muy probablemente el templo, contiguo a una segunda estructura más
grande, que sin duda era el ayuntamiento. Ocupaban una buena posición y
estaban rodeados por una empalizada de madera erguida al otro lado de un
foso profundo tallado en la cúspide de la elevación. Un puente de madera
atravesaba el foso y unía el recinto principal con las casas y cobertizos
apiñados y construidos sin planificación sobre la ladera. En torno a ellos, en
la base del montículo, había un terraplén y otro foso menos profundo.
Más allá de Maltane, el bosque era espeso y ascendía hasta las colinas
meridionales, de dentadas crestas. Al oeste y al este, se veían más bosques
que reseguían la cuenca del valle. Colinas escabrosas descendían hacia el
foso exterior desde todas las direcciones. Resultaba obvio que el acceso
norte por donde ellos llegaban constituía el terreno despejado más amplio
de los que rodeaban la aldea. Cualquiera que se acercara desde otros puntos
cardinales sería invisible hasta que se encontrara a apenas un estadio de
distancia del foso exterior.
Fithvael no pudo detectar ningún signo de vida en la población; ningún
movimiento, ninguna silueta, ni siquiera un perro descarriado o una cabra
vagabunda.
—Está muerto —murmuró Harg.
—Más que muerto —afirmó Vinze al mismo tiempo que cerraba el
catalejo—. Ni siquiera se ve un poco de humo. El día está acabando y
debería arder fuego en las cocinas.
—Están nerviosos y se ocultan —explicó Nithrom—. Tienen todas las
razones del mundo para hacerlo.
—¿Nos han visto llegar? —preguntó Erill, que por primera vez le
hablaba al grupo desde que habían salido de Vinsbrugge.
—No —respondió Madoc con absoluta certidumbre—. Lo habríamos
sabido.
Nithrom asintió con la cabeza, y Fithvael supo que Madoc tenía razón.
Con gente como Nithrom, Caerdrath y Vinze en el grupo, ningún espía
habría sido pasado por alto, y ciertamente no un sencillo pastor o vinatero.
—Supongamos lo peor…, que llegamos demasiado tarde. —Nithrom se
volvió en la silla para mirarlos a todos—. Debemos describir un rodeo antes
de entrar. Yo conduciré las carretas. Fithvael…, si te parece, cabalga con
Cloden y Madoc en torno al foso hasta el camino del este, y entra por ese
lado. Vinze, llévate a Brom y Dolph, y ve hasta el oeste. Caerdrath, da toda la
vuelta hasta el sur. Puedes moverte más velozmente que la mayoría e irás
más rápido sí vas solo. El resto vendréis conmigo.
—¡Yo debo ir con los exploradores! —exclamó Le Claux al mismo
tiempo que desenvainaba la espada. Había algo parecido a la indignación en
su acento bretoniano—. ¡Exijo ese honor! ¿Acaso no soy un noble campeón
de la Dama, que ha jurado defender el bien? ¿No soy…?
—¡Cállate ya! —le espetó Gaude—. ¡Haz lo que te dicen y deja de
alborotar!
—¡Demonio! —estalló Le Claux, y espoleó al caballo, con ojos brillantes
de furia.
Fithvael había observado que al humilde escudero le encantaba burlarse
de su señor e irritarlo, pero esa vez había ido demasiado lejos. Cerca del
ocaso, antes de haber podido destapar la bota de vino del día, Le Claux
estaba tan sobrio como podría estarlo jamás. Su puño cubierto de malla se
estrelló contra la mejilla del acobardado Gaude, y lo hizo caer de la carreta.
—¡No me hablarás de esa manera, perro carroñero! ¡Comedor de
excrementos! ¡No me faltarás al respeto de ese modo!
Le Claux gruñía y su corcel pateaba la senda, peligrosamente cerca del
aturdido Gaude.
Nithrom avanzó elegantemente con su caballo y apartó a Le Claux y su
caballo con un fuerte tirón de las riendas. Erill y Brom arrastraron al
ensangrentado Gaude fuera del camino para ponerlo a salvo.
—¡Le Claux! ¡Le Claux! —gruñó Nithrom—. Cálmate. ¡Ahora te
necesito conmigo! ¿Por qué crees que no te he destinado al circuito exterior?
¡Voy a llevar estas carretas hacia el corazón de lo que bien podría ser una
plaza fuerte enemiga! ¡Cuando haga eso quiero a un noble caballero justo a
mi lado!
Malhumorado pero más tranquilo, Le Claux se apartó e hizo avanzar a
su caballo sendero abajo, dejándolos atrás.
—¿Estás bien? —le preguntó Nithrom al escudero, que en ese momento
volvía a subir a la carreta. De la nariz le manaba un fino hilo de sangre y
tenía una herida en la mejilla.
—Se pone así, a veces. Yo debería saberlo.
Nithrom asintió con aire triste, y luego los llamó al orden. Caerdrath ya
se había puesto en camino. Vinze se lanzó al galope con los guerreros
gemelos detrás, también hacia el oeste. Las carretas y su escolta se alejaron a
buena velocidad por la senda, en persecución de Le Claux. Fithvael, con
Cloden y Madoc a su lado, se desvió hacia el este y continuó galopando por
el borde de la cuenca del valle.
Ninguno de ellos hablaba mientras cabalgaban hacia el este y descendían
hasta las boscosas laderas. Al cabo de poco rato, el bosque se hizo
demasiado espeso para que Maltane pudiese ser visto. Conducían a los
caballos toma abajo con experta soltura, deslizándose de lado, como
cangrejos, al atravesar zonas de tojos, helechos y ortigas. Cloden
comprobaba su posición con respecto al sol, semioculto por el dosel de
hojas, pero Fithvael ya sabía dónde estaban: otro kilómetro y medio hacia el
sur y el oeste, y llegarían al sendero oriental.
Fithvael vio que Madoc alzaba una mano a modo de advertencia y
frenaba su caballo. Podía oír un arroyo que murmuraba en las
proximidades…, y las descuidadas voces de unos hombres.
El trío hizo avanzar a los caballos en fila a través de los calveros, como
silenciosos fantasmas que flotaran en el aire. Más voces, y más sonoras;
alguna áspera carcajada.
Había siete soldados que abrevaban los caballos en la orilla del arroyo
que atravesaba el siguiente claro. Todos hombres corpulentos, sucios del
camino, que se echaban agua en los polvorientos rostros o bebían de sus
cascos. Los corceles, cansados de una dura cabalgata y sudorosos, bebían a
lo largo de la orilla. Los hombres llevaban corazas ligeras sobre cotas de
malla grises, y sus cascos en forma de cuenco estaban adornados con largos
penachos de harapienta tela azul y blanca. Eran mercenarios de Tuca, una
avanzadilla de exploradores, por su aspecto.
No había tiempo para conferencias. Como uno solo, Fithvael, Cloden y
Madoc irrumpieron desde los árboles y acometieron a los hombres por
detrás. Cloden llevaba el espadón contra el muslo, bajo, como si fuera una
lanza. El martillo de guerra de Madoc giraba en un arco mortal. Fithvael
desenvainó su delgada espada elfa y la levantó.
Pillados por sorpresa, los tileanos apenas tuvieron tiempo para volverse
antes de que Cloden estuviese entre ellos. Uno cayó de espaldas en el arroyo
con la garganta cortada mientras profería un alarido, y otro cayó y rodó por
detrás, aferrándose un hombro. Los caballos tileanos se sobresaltaron y
huyeron en todas direcciones.
Cloden se pasó de largo y acabó en el arroyo, donde hizo girar a su
corcel en medio de nubes de gotas de agua para enfrentarse con otro tileano
que entró en el agua y lo acometió con un espadón. También Madoc
irrumpió en el agua para perseguir a dos enemigos que corrían a toda
velocidad hacia las armas y equipos que habían dejado dispersos en la otra
orilla. El calvero se llenó de gritos e imprecaciones.
Fithvael le dio alcance a otro tileano justo cuando el hombre subía a la
silla de su agitado caballo. El humano hizo girar a su corcel, desenvainó la
espada y dirigió un golpe tremendo contra el veterano elfo. Fithvael se
agachó por debajo de la espada y desarzonó al humano de un revés con el
arma.
Tres tileanos muertos, cuatro después de que Cloden acabó de matar al
hombre del espadón en medio de la corriente. Madoc acabó con otro par; al
primero le asestó un golpe lateral de martillo que lo hizo caer a las
torrentosas aguas, y al otro dejó que lo pisotearan los pataleantes cascos de
su caballo. El séptimo, tras soltar su casco, acometió a Fithvael con una pica.
Erró el golpe, pero el elfo y su caballo cayeron al esquivarlo, porque los
cascos del animal resbalaron sobre la orilla musgosa. Tanto el caballo como
el elfo se levantaron ilesos, pero Fithvael no tuvo tiempo para volver a
montar, y esquivó otro ataque de la pica dirigido contra su vientre. Con la
mano libre, aferró el asta de la pica que pasaba junto a su cuerpo, y la cortó
en dos con la espada. El tileano arrojó a un lado el palo partido y desenvainó
su propia espada, que descargó en un golpe descendente hacia Fithvael.
Las armas chocaron. El tileano no era mal espadachín. Paraba bien, y
con el siguiente ataque consiguió que Fithvael diera un traspiés. La espada
del tíleano cortó un trocito de la hombrera del elfo.
El elfo se preparó, se apartó a la izquierda para esquivarlo y luego hizo
una finta; lo que parecía un golpe se transformó en estocada. Atravesó al
tileano por el vientre y lo levantó en el aire. Fithvael le arrancó el arma, y el
humano se desplomó sin emitir sonido alguno.
Con expresión seria, el veterano elfo miró en torno para ver qué hacían
los otros. Cloden había llegado a la otra orilla y había desmontado para
registrar los zurrones y alforjas de los mercenarios. Madoc permanecía
montado en su caballo en medio de la corriente mientras la sangre tileana
ennegrecía la espuma de las rápidas aguas alrededor de las patas del corcel, y
miraba a Fithvael. En sus ojos había una expresión triunfante, la primera
auténtica vida o pasión que el elfo veía en ellos. A pesar de su aire escéptico
y amargo, daba la impresión de que aquel combate había revitalizado algo en
el de Middenheim. Madoc le sonrió a Fithvael y alzó el martillo en un brutal
gesto victorioso.
Una flecha de plumas azules se le clavó de lleno en la garganta, y lo
derribó limpiamente de la silla al agua. El caballo huyó entre una nube de
gotas, y la forma acorazada de Madoc se meció en la corriente,
semisumergida, pero no se levantó.
Fithvael oyó que Cloden profería un grito mientras corría para ponerse a
cubierto. El aire siseó en torno a ellos, y cayó una lluvia de flechas. Algunas
se clavaron en los troncos o en el suelo del lado del arroyo en que estaba
Cloden. Otras se rompieron o rebotaron contra las piedras del caudal, o se
sumergieron en la corriente. La mayoría cayó con un golpe sordo en el suelo
musgoso que rodeaba a Fithvael, malignamente cerca de él, para clavarse en
la tierra húmeda. Al menos tres se hundieron en los cadáveres de tos
tileanos que estaban esparcidos por las orillas.
Fithvael se metió dentro del sotobosque, pero no lo bastante rápido. Una
flecha de plumas azules clavó el borde de su capa al suelo y la prenda tiró de
él hacia atrás. Se la arrancó tras romper el broche, y se arrojó detrás de un
árbol. Para entonces, la capa ya estaba clavada a la hierba mojada por otras
cuatro flechas. Una quinta impactó contra el árbol que lo protegía.
Los arqueros aparecieron a la vista, atravesando la maleza sobre caballos
de guerra ligeros, que salvaban los helechos con limpios saltos osados. Eran
nueve; exploradores tileanos acorazados de modo muy parecido a los siete
que habían matado en la orilla del arroyo. Todos cabalgaban como expertos,
sujetaban las riendas con los dientes y llevaban los poderosos arcos
compuestos alzados y preparados para volver a disparar. Aljabas de flechas
de plumas azules oscilaban contra sus caderas.
Lanzaron más flechas. Su destreza con el arco era notable. Aunque
cabalgaban a toda velocidad y sin manos para conducir a los corceles,
lograban disparar con puntería letal. Cloden se había puesto a cubierto al
otro lado del arroyo, y las flechas hendían el sotobosque alrededor de él.
Entonces, y sólo entonces, surgía una posibilidad mientras los tileanos
colgaban los arcos del pomo de las sillas para tomar las riendas y frenar los
caballos ante el arroyo. Tres desenvainaron espadas y continuaron
galopando hacia Cloden; los demás describieron un rodeo en torno a
Fithvael.
Un silbido singular atrajo al leal caballo del elfo hacia su dueño. Fithvael
cogió la ballesta a medio tensar de la silla, le dio una palmada a la yegua
para que se alejara y tensó del todo la cuerda del arma. Tenía un tileano casi
encima, pero no permitió que la prisa entorpeciera su destreza. Puso una
flecha corta en la ranura, alzó el arma y clavó el proyectil entre los ojos del
tileano, que cayó derribado de la silla.
No había tiempo para poner otra flecha en la ballesta, así que la arrojó a
un lado y volvió a desenvainar la espada al mismo tiempo que se deslizaba
con rapidez tras un grupo de sauces que lo ocultó a la vista del siguiente
tileano. Salió por el otro lado de los cimbreños árboles y estocó hacia arriba
con la espada, que atravesó el cuello de otro mercenario que cargaba en
torno a los árboles para cortarle el paso. El hombre cayó, chillando, pero la
espada de Fithvael estaba alojada con firmeza en su cuerpo y fue arrebatada
de la mano del elfo.
Algo pesado le golpeó los hombros por detrás, y lo lanzó contra el
tronco de un alerce. Se le nubló la vista y sintió que un líquido caliente caía
por su espalda, bajo la armadura. Se movió, con lentitud e inseguridad, justo
a tiempo para evitar un tajo de la espada que se clavó en la corteza. Luego, la
empuñadura de una espada le golpeó un lado de la cabeza, y se desplomó.
La sangre le atronaba en los oídos como si estuviese bajo el agua. Podía
oír ásperas voces tileanas que gritaban e imprecaban a su alrededor y el
pataleo de los cascos de los caballos.
Entonces, escuchó un grito, el alarido de una voz que conocía tan bien
como la suya propia.
Fithvael parpadeó y miró hacia arriba. Con el acero azul gimiendo en el
pesado aire forestal, Gilead de Tor Anrok acometió a los jinetes tileanos por
detrás mientras su cabello blanco y su capa escarlata flotaban al aire tras él.
El caballo de Gilead espumajeaba por la boca y sus ojos eran feroces y
brillantes, aunque ni la mitad de feroces y brillantes que los Ojos de su
jinete. Era en los momentos como ese cuando Fithvael tenía miedo del alma
de guerrero de Gilead. El miedo casi eclipsó el júbilo que sentía por ver allí a
su viejo amigo en ese momento.
Gilead cortó en dos el torso del tileano que tenía más cerca, y la cadera y
las piernas del hombre se alejaron sobre la montura enloquecida. El hijo de
Lothain corrió para enfrentarse con otros dos, a uno de los cuales le cercenó
los brazos a la altura del codo, y al otro lo decapitó. El cuerpo sin cabeza
cayó de la silla y fue arrastrado por un pie que quedó atrapado en el estribo.
El otro, al que le manaba a chorros la sangre por los muñones, desapareció
bosque adentro al huir su caballo, y sus alaridos resonaron entre los árboles
durante varios minutos más.
En la orilla opuesta, el trío que había ido tras Cloden dio media vuelta y
espoleó a los caballos para acudir a la lucha con furiosos gritos al mismo
tiempo que blandían las espadas.
Cuando se volvían, Cloden salió repentinamente de su escondite y
derribó a uno de la silla con un tremendo barrido de su enorme espada,
cogida a dos manos.
Gílead bloqueó un ataque de espada del tileano que quedaba con vida en
su lado del arroyo, rompió la hoja con la suya y atravesó la clavícula
protegida por una coraza dorada. Luego, se volvió para encararse con la
carga de los dos últimos, que estaban acelerando al salir del arroyo al galope
tendido, entre nubes de agua.
Gilead se convirtió en un borrón veloz como una sombra. Dos caballos
sin jinete pasaron a ambos lados de su corcel y desaparecieron entre los
árboles. Dos cuerpos descuartizados se estrellaron contra el suelo, en medio
de chorros de sangre.
El elfo se retrepó en la silla con la humeante espada baja a un lado, y
miró a Fithvael.
—¿Así que has cambiado de opinión? —preguntó Firhvael con tono
zumbón.
—Justo a tiempo, por lo que parece —replicó Gilead.
El veterano elfo sacudió la cabeza ante la respuesta y se metió en el agua
para acercarse a Madoc. Más o menos al mismo tiempo, Cloden llegó hasta
el hombre de Middenheim, procedente del otro lado.
Madoc estaba vivo, pero la flecha se había clavado profundamente en su
cuello de gruesos músculos, y la sangre teñía las aguas rápidas que lo
rodeaban. Madoc alzó los ojos hacia ellos, parpadeó e intentó hablar, pero de
sus labios no salió nada más inteligible que un gorgoteo.
—Mala cosa… —murmuró Cloden, y dio la impresión de que iba a
acabar con el sufrimiento de Madoc de modo muy parecido a como haría un
hombre con un caballo cojo.
—Ayúdame a levantarlo. ¡Ahora! —ordenó Fithvael, cuya voz no dejaba
lugar al desacuerdo.
Cloden se encogió de hombros, metió el espadón en la vaina que llevaba
a la espalda y ayudó al elfo a levantar a Madoc, que, a causa del agua que lo
saturaba, era un peso muerto. Arrastraron al postrado hombre de
Middenheim hasta la orilla donde aguardaba Gilead montado sobre su
corcel de ojos feroces, que daba patadas de impaciencia.
La orilla estaba sembrada de cadáveres y el musgo empapado en sangre.
Con un gruñido, Cloden depositó a Madoc de espaldas, y Fithvael volvió a
llamar a su caballo con un silbido. En las alforjas tenía hierbas y vendas,
milagros curativos que estaban más allá del conocimiento humano.
—Creí haberte oído decir que habías acabado con él —observó Cloden
al mismo tiempo que señalaba con un movimiento de cabeza a la silenciosa
figura de Gilead.
—Y lo dije —respondió Fithvael con voz queda—, pero no creo que él
haya acabado conmigo, todavía.
***
El grupo de Nithrom estaba reunido en el patio público principal de
Maltane, un pequeño espacio cuadrado de un acre, rodeado por casas
situadas justo antes de la ladera del montículo interior. Caía la noche.
Nithrom se separó del grupo que aguardaba, preocupado, al ver que
Fithvael entraba por la puerta este del pueblo, y que el elfo y Cloden
cabalgaban lentamente y sostenían a Madoc sobre su caballo entre ambos.
Gilead venía tras ellos, a una cierta distancia.
—¡Por los dioses! ¿Qué ha sucedido?
—Tileanos, mercenarios —respondió Cloden, ceñudo—. Nos
encontramos con un puñado y acabamos con ellos, pero luego aparecieron
más que salieron del bosque. Muchos más. Arqueros.
Nithrom se inclinó para examinar la herida de Madoc con ojos
angustiados. El hombre, débil pero consciente, intentó apartarlo con una
mano.
—Eso necesita atención, y deprisa.
Madoc profirió un gorgoteante gruñido que intentaba ser una palabra.
—Lo has curado —le dijo Nithrom a Fithvael, el cual asintió.
—Lo mejor posible. Podré hacer un mejor trabajo si podemos acostarlo
y encender un fuego. No es muy cooperador.
—Madoc siempre ha sido robusto.
—Tiene una flecha atravesada en la garganta. ¡Respira mal, ha perdido
mucha sangre y la punta de la flecha está clavada en el hueso del cuello! No
me importa lo robusto que él crea que es. Estará muerto al llegar el alba a
menos que le extraiga esa punta y detenga la hemorragia. —Fithvael parecía
mucho más enojado de lo justificable.
—Fithvael tiene razón —murmuró Cloden—. Si te meten un cochino
pedazo de hierro como esa punta en el cuerpo, aunque sea una herida leve,
el hierro empezará a llenarte la sangre de veneno.
—Nos encargaremos de sacársela —declaró Nithrom con seriedad—, y
Madoc no se resistirá. —Esta última parte de la frase la dijo al mismo
tiempo que le lanzaba una mirada de advertencia al oscilante, sudoroso
Madoc.
Luego, Nithrom miró más allá de ellos y vio que Gilead se acercaba con
lentitud desde la puerta este.
—Gilead te ruin Lothain… —susurró—; así que has venido después de
todo.
—Él… invirtió las tornas cuando nos superaban en número —explicó
Cloden, a regañadientes—. Nos tenían listos, a mí y al elfo.
Nithrom cabalgó hasta llegar a Gilead, y se quedaron mirándose el uno
al otro por un momento.
—¿Te quedarás?
—Tal vez. Al menos, por un tiempo.
Nithrom asintió con un gesto de cabeza e hizo girar a la montura para
regresar junto al grupo principal, y al hablar alzó la voz con el fin de que
todos pudieran oírlo.
—Vinze no encontró nada hacia el oeste, y Caerdrath informa que la
linde sur también está despejada y no hay rastros. Tenemos señales de ellos
por el este.
—Eran exploradores —sugirió Fithvael al mismo tiempo que se le
acercaba—. Se habían detenido tras una dura cabalgata, así que
probablemente eran una avanzadilla de la unidad principal.
—Es la táctica habitual de la compañía tileana —dijo Brom—. Un grupo
de vanguardia compuesto por arqueros rápidos que reconocen el terreno.
—El cuerpo principal no estará a más de un día de distancia —concluyó
Dolph, aunque pareció la misma voz, ya que las palabras de ambos se
enlazaron como en una frase única.
—¿Sobrevivió alguno de los que encontrasteis? ¿Alguno pudo regresar
para advertir a los demás? —inquirió Harg.
—Ninguno —fue la simple respuesta de Gilead, y todos comprendieron
la verdad.
—En realidad, eso no mejora las cosas en nada —intervino entonces
Vinze mientras se pasaba la palma de una mano por el mentón con barba de
varios días—. Cuando la vanguardia no regrese, se pondrán sobre aviso de
todas formas.
—Muy mala cosa… —gruñó Bruda a la vez que sondeaba con ojos de
cazadora la luz que se desvanecía en las laderas septentrionales.
—¿Y dónde están todos? —preguntó Cloden, que expresó la pregunta
que los demás se formulaban, y abarcó con un gesto el poblado desierto.
Ascendieron juntos por el empinado montículo que dominaba el
asentamiento principal y llegaron al puente de madera que cruzaba el foso
interior. Era hondo y estaba bien hecho, y la luz solar del anochecer no
penetraba en sus tenebrosas profundidades. El puente era sólido y firme, y
había sido construido de tal manera que un tiro de caballos pudiera
levantarlo desde el patio interior en caso de asedio. Pero era viejo, y los
ganchos estaban oxidados y atascados con malas hierbas.
Al otro lado, la empalizada era firme y segura, y se alzaba como una
corona sobre el cráneo de la colina. Los braseros de hierro de lo alto de la
muralla estaban fríos y apagados. La puerta, una plancha de madera dura de
una pieza, estaba cerrada.
Nithrom miró a Gaude, que se encogió de hombros y sacó su vapuleada
corneta. Tocó una libre asociación de notas, algunas de ellas afinadas. A
Fithvael le pareció que era una fanfarria tristemente apropiada para el grupo
que formaban. Siguió un silencio.
—¿Otra vez? —sugirió Gaude, haciendo un gesto con la corneta y los
labios mojados.
Nithrom negó con la cabeza y, a continuación, le hizo una señal a Vinze.
Sin formular preguntas, el flaco hombre de Reikland ataviado de cuero se
deslizó de la montura y cruzó el puente hasta la puerta. Su largo cabello
pálido y la empuñadura de plata de su espada reflejaron la última luz del sol
cuando trepaba por la puerta como una ágil ardilla.
A caballo en lo alto, tendió una mano con la daga hacia el interior y
cortó algo. Fithvael oyó que un pesado contrafuerte caía al suelo con un
golpe sordo. La puerta comenzó a abrirse hacia el interior y, aún a caballo
sobre ella, Vinze empujó con un pie contra el marco para acelerar la
apertura. Continuó sobre la puerta hasta que se abrió del todo, y luego saltó
al suelo, espada en mano.
Nithrom condujo a los demás jinetes al otro lado del puente, y con un
gesto ligero le indicó a Caerdrath que montara guardia en el exterior. El
noble elfo hizo que su corcel girara y se quedó quieto, bañado por la luz que
se desvanecía y mirando hacia el norte.
Al pasar junto a él, Fithvael vio que Gilead le lanzaba a Caerdrath una
larga mirada interrogativa. Estaba seguro de que era el último ser que Gilead
esperaba encontrar en aquella partida de humanos andrajosos.
Dentro de la fortificación parecía que ya había caído una negra noche.
Largos rayos dorados de sol la hendían a través de la puerta abierta, pero la
alta empalizada bloqueaba el resto de la luz. Arriba, en un cielo azul tan
oscuro como el borde de la capa del Elector, comenzaban a brillar destellos
de estrellas tempranas.
El ayuntamiento se alzaba ante ellos, oscuro, de tejado bajo y enorme,
con edificios más pequeños adosados. Detrás se veía el templo, más estrecho,
con su esbelta torre. El grupo desmontó sobre la blanda marga negra de la
cima del montículo y, con las armas a punto, se aproximaron al pórtico
frontal del ayuntamiento. Gaude se quedó atrás y observó por encima de la
acurrucada forma de Madoc, envuelta en una capa.
En cabeza, Nithrom entró bajo el robusto dintel de roble y golpeó con
fuerza las puertas talladas.
—¡Aaa de la casa! —llamó en el idioma del Imperio. Vinze hizo un gesto
lateral con la punta de la espada hacia los edificios adyacentes.
—Ahí adentro hay ganado, mucho ganado, apiñado y nervioso.
Fithvael ya había percibido los acres olores animales, el arañar de las
pezuñas.
—Y ahí adentro —dijo—, huelo humanos.
Cloden y Vinze le lanzaron ambos miradas duras, pero en los labios de
Nithrom apareció una ancha sonrisa.
—Tiene razón.
Nithrom apoyó un hombro en las puertas y empujó con todas sus
fuerzas contra el bajorrelieve, una imagen gastada por los elementos de
algún insustancial dios humano. Pero no se movieron, ni siquiera cuando
Brom y Dolph sumaron su peso al del elfo.
—Está barrada —dijo Dolph.
—Desde el interior —concluyó Brom.
Nithrom llamó con un gesto a Harg, que sopesó la enorme hacha con sus
manazas peludas. Nithrom volvió a golpear la puerta.
—¡Aaa de la casa! —volvió a llamar—. ¡Si no respondéis, vamos a entrar!
¡Sabed que somos amigos que hemos venido a socorreros… y apartaos!
Se hizo a un lado, y Harg, una bestial figura negra en la creciente
oscuridad, echó atrás su gigantesca hacha. Bruda se arrodilló sobre los
escalones, tras él, justo para que no la alcanzara el arma al descender por
detrás, y preparó su arco.
Con un solo golpe, el desfigurado hombre de Norsca hundió las puertas
hacia adentro. Una punta de lanza de tres guerreros, compuesta por
Nithrom, Cloden y Vinze, abrió la marcha hacia d interior con los otros tras
de ellos.
La estancia era alta, ancha y oscura, con hileras de bancos y caballetes,
pilas de sacos, barriles, odres llenos y otras cosas de uso corriente. En el
extremo opuesto, había un hogar rodeado por un borde de piedra, bajo una
campana de chimenea en forma de cuerno. De las vigas cruzadas del techo
colgaba carne en salazón, caza y manojos de hierbas puestas a secar, que
perfumaban el aire quieto y cerrado.
«Un megarón —pensó Fithvael—, al viejo estilo…».
Un ayuntamiento rural, un palacio municipal de una sola sala, como
convenía a una antigua comunidad tradicional como aquella. Las crujientes
tablas del piso estaban cubiertas de juncos.
En el extremo del hogar, a treinta metros de ellos, diez hombres se
apiñaban en grupo, y los miraban. Por sus ropas y estatura se trataba de
campesinos; dos adolescentes, uno tan viejo como puede serlo un hombre, y
los otros siete de fornida mediana edad. Pero sus rostros… eran las caras de
asesinos acorralados, dispuestos a luchar hasta la muerte, con ojos brillantes
de miedo y virulencia. Varios empuñaban azadones, mayales u horcas, dos
tenían hoces, y uno de ellos, un cuchillo de podar de vinatero. El jefe estaba
armado con una vieja espada herrumbrosa.
—¡Marchaos! —gritó con voz ronca.
—¿Y dejaros a merced de los perros tileanos? Me parece que no.
La voz de Nithrom era serena. El elfo avanzó mientras envainaba su
arma.
—¡En nombre de la misericordia, marchaos! —volvió a gritar el que
tenía la espada, y el grupo retrocedió para apiñarse contra la pared del
hogar.
—¿Es que no me conoces? ¡Soy yo, Nithrom! Prometí traeros defensores,
y así lo he hecho. ¿Dónde está Gwyll, vuestro jefe?
—¡Muerto! —le espetó el cabecilla—. ¡Hace ya siete días que murió!
—¿Cómo? —preguntó Nithrom, con auténtica sorpresa en su dulce voz.
—¡Tú dijiste que regresarías, pero pasaron semanas! ¡Luego, llegaron
ellos, un grupo de esos perros que exploraba por delante del ejército! Gwyll
y veinte hombres tomaron armas para expulsarlos. ¡Cuatro de los nuestros
quedaron muertos en el foso exterior! ¡Nunca volvimos a ver a Gwyll ni a los
demás!
—Dioses misericordiosos… ¿Y desde entonces habéis estado escondidos
aquí?
—¿Qué alternativa teníamos? ¡Siete días con sus noches esperando a que
regresara el resto y nos asesinara!
—Deponed vuestras armas, hombres de Makane. Ahora nosotros
estamos aquí.
—¿Has traído un ejército, elfo-que-promete-tanto? —preguntó el
anciano con una sonrisa burlona.
—Los que veis, más otros tres.
El cabecilla arrojó la vieja espada sobre las tablas, donde rebotó con
estrépito, y se sentó en un banco. Los que formaban el apretado grupo se
separaron y bajaron las armas con refunfuños.
—Entonces, no cabe duda de que estamos todos muertos —dijo el
cabecilla con voz cansada.
—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó Le Claux.
—Drunn.
—Entonces, Drunn, no estás muerto hasta que nosotros declaremos que
lo estás.
—¿Es una broma, eso? —preguntó el arrugado anciano que se había
burlado antes de Nithrom.
—Ya basta, maese Swale. No los provoques.
—¡No, a mí no me harás callar, Drunn! —El anciano avanzó para
encararse con Le Claux, que sonrió con leve perplejidad ante el encorvado
anciano de cabello blanco y su oxidado mayal—. ¿Dónde estabais hace una
semana? ¿Cómo podéis presentaros aquí ahora, prometer la salvación,
cuando no sois más que un puñado y se aproxima un ejército? ¿Eh? ¿Qué
podéis hacer vosotros que no hayan podido hacer veinte de nuestros
mejores hombres?
—Nosotros somos guerreros, viejo necio —respondió Le Claux, de cuyo
rostro se desvanecía la sonrisa divertida—. Sabemos mucho más sobre el
arte de la batalla que un puñado de campesinos.
—¿De verdad, valiente señor caballero? —le contestó el anciano Swale,
en cuyos reumáticos ojos brillaba la ferocidad. El caballero retrocedió un
paso sin quererlo—. ¡Ah, sí, no cabe duda que conoces los deleites de la
guerra, la gloria, la camaradería, las canciones y el oro que ganas! ¡Pero
apuesto que las gentes de la tierra sabemos más sobre la guerra de verdad!
¡Ver a nuestros amados hijos asesinados o mutilados, a nuestras hijas
violadas, nuestras viñas incendiadas y nuestros rebaños saqueados para los
banquetes del campamento! ¡Sabemos lo que significa afanarse durante todo
un año para ver el producto de ese afán desaparecer en una semana,
sabemos lo duro que es arar tierra quemada o, peor aún, cavar en ella para
hacer una sepultura! ¡No me hables a mí de la guerra, caballero! ¡Tú juegas a
la guerra; nosotros vivimos con las consecuencias!
Al mismo tiempo que profería un grito de enojo, Le Claux adelantó con
brusquedad una mano cubierta de malla metálica y empujó al anciano que
lo regañaba. Swale dio un traspiés y cayó sobre un caballete.
—¡Déjanos! ¡Sal afuera! —le dijo Nithrom al bretoniano con una voz tan
fría y dura como el acero.
—Pero yo…
—¡Ahora!
—No toleraré ser avergonzado por un…
—¿Y por eso nos avergonzarás a todos, para que podamos compartirlo?
¡Vete afuera!
Le Claux dio media vuelta y salió, andando pesadamente, del megarón,
mientras las ornamentadas espuelas tintineaban contra sus grebas. Erill se
acuclilló y ayudó al anciano a levantarse.
—Os pido disculpas —les dijo Nithrom a todos, con modales
respetuosos—. Por ese estallido…, y por no haber llegado una semana antes.
Me llevó mucho tiempo reunir esta partida, pero entre todos hay más de
trece espadas. Héroes todos, de una u otra forma, de los confines de la tierra,
con triunfos demasiado numerosos para contarlos. Ahora estamos aquí, y
por mi honor que os defenderemos con firmeza. Protegeremos Maltane.
—¿De Maura y sus perros? —preguntó otro de los campesinos con
cansada voz de incredulidad—. Para conseguir eso no tienes que traernos
una partida de guerreros, sino un maldito milagro.
—En ese caso, debes pensar en nosotros exactamente de ese modo,
amigo mío —intervino Vinze, con un destello en los ojos—. Un maldito,
polvoriento puñado de milagros de Ojos dementes.
Detrás de él, Harg rio entre dientes, y el propio Fithvael sintió que
sonreía.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Cloden.
—¿Los demás? —replicó Drunn al mismo tiempo que apartaba la
mirada.
—El resto del pueblo —dijo Dolph.
—Los habitantes de Makane —precisó Brom.
—Se han marchado. —Drunn se encogió de hombros con tristeza.
—Escaparon, huyeron, partieron hace mucho —añadió Swale mientras
se servía un vaso de vino de un odre que colgaba del extremo de un poste
que tenía cerca.
Los elfos del grupo intercambiaron miradas. Siempre tan delicado,
Gilead dio dos patadas sobre las tablas del piso, que hicieron un sonido
profundo y hueco.
Con una ancha sonrisa, Bruda tensó el arco y disparó una flecha, que se
clavó en las tablas, entre sus pies, y cuyos quince centímetros posteriores
quedaron sobresaliendo del suelo y vibrando.
Se oyó una amortiguada serie de chillidos y alaridos humanos
procedentes de debajo de ellos.
Harg apartó los juncos del suelo con la parte plana del hacha, y al cabo
de un momento descubrió la trampilla. Fithvael se situó junto a él y, con
ayuda de Cloden, la levantó y abrió. Debajo de ellos, en la oscuridad,
docenas de rostros blancos de terror alzaron la mirada hacia ellos, y
ascendió un hedor a desdicha humana desde la cavidad. Nithrom miró a
Drunn.
—¿Cuántos? —preguntó con sequedad, y Drunn suspiró.
—Más de doscientos. Principalmente, mujeres y niños.
—¡Traed una escalerilla! ¡Sacadlos de ahí! —ordenó Nithrom con el
semblante pálido.
Hizo falta mucha persuasión para que salieran. Finalmente, por razones
que dejaron perplejo a Fithvael, sólo él y la formidable mujer kislevita
tuvieron algún éxito en hacerlos salir, y eso sólo cuando Drunn, Swale y los
demás hombres de Maltane les hicieron promesas tranquilizadoras. El suelo
del megatón se encontraba al mismo nivel que la cima plana del montículo,
pero debajo se había cavado un sótano profundo y muy amplio. Los
habitantes del poblado se habían ocultado allí, en la maloliente oscuridad,
durante casi una semana, acurrucados entre las grandes tinajas de barro
llenas de agua potable. Cuando ascendieron las últimas llorosas mujeres con
bebés gimoteantes y pálidos como muertos en los brazos, Fithvael cogió una
antorcha encendida y bajó por la escalerilla. El sótano era tan espacioso
como la sala de arriba, profundo y húmedo, con suelo de marga legamosa y
paredes revestidas de bloques de piedra travertina.
El hedor a excrementos humanos resultaba intolerable. Fithvael
encontró dos míseros cadáveres, una anciana y una muchacha, desplomadas
en el rincón más alejado. No podía saber si las había matado el miedo, el
hambre o la asfixia. No quería saberlo.
Oyó un movimiento detrás de él, y al volverse vio a Gilead de pie a sus
espaldas, bajó la luz de la antorcha. El elfo estaba tamborileando con los
nudillos en las grandes tinajas de agua.
—Faltan dos tercios —dijo en voz baja.
—Hay tiempo para volver a llenarlas en los arroyos o los pozos.
—No hay pozo aquí arriba, en el recinto interior.
—Me he dado cuenta.
—No es buena señal si nos ponen cerco.
—También me he dado cuenta de eso.
Gilead suspiró y se rascó detrás de una oreja.
—¿Por qué has venido aquí, Fithvael?
El interpelado se aclaró la garganta.
—Por Nithrom. Porque alguien tenía que hacerlo. Es algo que veo
todavía con más claridad ahora que estoy aquí. Alguien tenía que hacerlo. —
Se produjo una pausa—. ¿Y por qué has venido tú?
—Porque tú lo hiciste. Porque sueles estar en lo correcto. Porque… no
sabía qué otra cosa hacer.
Fithvael sonrió y sus blancos dientes destellaron a la luz de la antorcha.
—Gilead te tuin, serás mi muerte.
—Siempre había imaginado que sería al revés… Fíthvael, el de las causas
perdidas.
—¿Causas perdidas?
—Comenzando por mí.
—Pero si te hace más feliz, te prometo que seré tu muerte —le aseguró
Gilead, y volvió a subir por la escalerilla.
En el ayuntamiento, donde se encendían lámparas y fuegos y se
repartían alimentos y vino, reinaba el alboroto. El lugar estaba
repentinamente abarrotado, y parecía mucho más pequeño y caluroso. Los
habitantes de Makane, principalmente mujeres y niños como había dicho
Drunn, se apiñaban y agrupaban; unos llorando, otros cantaban y algunos
estaban a punto de dormirse de pie. El hedor de su inhumano
confinamiento manaba de los cuerpos y se imponía al dulce aroma de las
hierbas.
Gilead y Fithvael se reunieron con Nithrom, Harg y Bruda ante una
mesa sobre la que habían dispuesto una botella de vino y tazas grandes de
cerámica. Una muchacha que pasaba dejó una bandeja de mazorcas peladas,
aceite y carne de cabra seca sobre la mesa.
—Abajo hay agua —dijo Fithvael en el momento de sentarse—, pero es
necesario renovarla y rellenar las tinajas.
—Tomo nota —respondió Nithrom, y bebió un sorbo.
—Y bien…, ¿cuándo ibas a hablarnos de Maura? —preguntó Harg.
—Eso, viejo amigo, ¿cuándo? —añadió Bruda—. ¿Cuándo comenzara la
batalla, o antes de eso?
—¿Acaso importa con quién nos enfrentamos, mi señora de kislev? —
Nithrom sonrió al mismo tiempo que ocultaba la mirada—. Con la cantidad
de guerras en las que hemos estado juntos, me sorprende que te preocupes
por el nombre del enemigo.
—Cuando se trata de Maura el Sanguinario, tal vez.
Al oír la conversación, Cloden se sentó a la misma mesa con una taza en
la mano.
—¿Los asesinos de Maura? ¡Grandes dioses, Nithróm, en esto estoy de
acuerdo con la osa! ¡Deberías habérnoslo dicho! Ya me pareció que eran sus
malditos colores los que Ilevaban esos hombres con los que bailamos en el
bosque. ¡Blanco de hueso y azul de sangre!
—¿Azul? —preguntó Fithvael.
Desde el otro lado de la mesa, Harg le dedicó una ancha sonrisa, que le
erizó la línea de la barba y le arrugó la terrible cicatriz del rostro.
—Maura pretende ser un noble príncipe de Tilea. ¡No, es nada parecido,
por supuesto! ¡Yo soy más un rey bastardo del norte que él un noble!
Nithrom los miró a ambos.
—En esa afirmación hay más verdad de lo que creerías en principio,
Fithvael te tuin. ¿No es verdad, rey Hargen hijo de Hardrad?
—¡Bah! —se mofó el gigantesco hombre de Norsca, y volvió a llenar su
taza—. ¡No hablemos más de eso! —Bebió un enorme sorbo de vino y clavó
los ojos en Fithvael con expresión seria—. Maura se cree que es un príncipe
y se deleita en matar para alcanzar esa dignidad. Así pues, el azul es por la
sangre; sangre noble, ¿entiendes?
—Con absoluta claridad —asintió Fithvael.
—Así que es con Maura con quien nos enfrentamos aquí. Maura y su
partida de alimañas. Deberías habérnoslo dicho, Nithrom.
La voz de Cloden era severa.
—Cloden no ha estado del todo bien desde aquel día en el campo de
Aldorf. Entonces, estaba muy bien.
—No me lo recuerdes, Bruda. Ese fue otro día… y ganamos nosotros,
¿no es cierto?
—Exacto. —Bruda sonrió.
—Ese no es más que un mercenario, un mercenario humano con una
banda de perros —intervino Gilead con brusquedad—. Las espadas de
alquiler son todas peligrosas. ¿Por qué inquietarse? Una compañía armada
que regresa al sur después de la temporada de guerra continúa siendo una
compañía armada.
—Has estado escondido en los bosques durante demasiado tiempo,
amigo —dijo Cloden sin malicia—. Maura y sus asesinos son espadas de
alquiler, sí, pero son algo más que eso. Maura se tomas las cosas… de
manera personal.
—¿Lo cual quiere decir…?
—Imagínate: tú eres una compañía de mercenarios. Coges el dinero y
asaltas una ciudad. Fracasas y dices: «Lo he hecho lo mejor posible, adiós, no
perderé más tiempo intentándolo»…, ¿sí?
—Por…
—Maura, no. Maura no hace eso. Le importa un comino si no puede
pagar a los hombres; le importa un comino si tarda tres meses cuando
debería haber tardado una semana. La victoria es lo único que quiere. La
victoria es lo único que aceptará. —Cloden bajó los ojos hasta su bebida—.
Una escaramuza no lo alejará. Juega para ganar, y continuará enviando a sus
hombres hasta obtener esa victoria.
—Pero eso destrozaría la moral… —comenzó Fithvael, y Harg sonrió
con aire triste.
—No la de los asesinos. Maura tiene eso, ese encanto… ¿Cómo se dice,
Nithroin?
—Carisma.
—Están con él hasta el final. Irían hasta el infierno y más allá. Atrae a los
mejores, los más malvados y los más dementes. Ese sargento ogro que
tiene…
—Klork —gruñó Bruda.
—¡Sí! ¡Qué historias hemos oído sobre él! Y los jefes de su manada de
perros: ¡Hroncic y Fuentes! ¡Bastardos! ¡Mensajeros de muerte!
El grupo guardó silencio por un momento, y los sonidos de la sala los
rodearon.
—Eran buenos, eso debo decirlo —dijo Fithvael al cabo—. Los que
encontramos en el bosque. Sólo eran exploradores, pero luchaban como…
demonios. Buenos espadachines, buenos jinetes. Y sus arqueros, con que
sólo hayan sido una muestra, me infunde pavor lo que está por venir.
Todos desviaron la mirada para ver a Gaude que entraba con Madoc, y
Fithvael se levantó para instar a los de Maltane a encontrar una cama y
calentar un poco de agua limpia. Aún no sabía muy bien qué podía hacer,
pero había que extraer la flecha. Ayudado por Gaude y un grupo de
habitantes del pueblo, el elfo se puso a trabajar.
Le Claux regresó, pero se detuvo en la entrada y le echó una mirada
feroz a Nithrom.
—¿Le Claux? —preguntó el elfo, paciente.
—Caerdrath te llama. Hay luces en la senda norte.
Era noche cerrada, y un viento suave hacía correr balsas de nubes grises
por el suroeste, que avanzaban hacia las lunas. La harapienta partida de
Nithrom, tras dejar dentro a Fithvael y Gaude para que atendieran a Madoc,
salieron y atravesaron la puerta abierta de la empalizada principal.
Caerdrath, aún montado sobre su paciente montura y atento a la vigilancia,
era como una estatua relumbrante en la semiclaridad del otro lado del
puente. Los oyó acercarse sin volver la cabeza, y señaló hacia la oscuridad.
En la senda norte, el camino por el que habían llegado las carretas
aquella misma tarde para entrar en Maltane, una sarta de antorchas
oscilaban bajando con lentitud. Eran veinte o más.
—¿Más exploradores? —sugirió Erii.
—Demasiados —respondió Cloden con el entrecejo fruncido—. Podría
ser la vanguardia de la compañía.
—O una fuerza expedicionaria que viene a ver qué les ha sucedido a los
exploradores —dijo Gilead.
—Sí…, y no sabemos cuántos acechan justo detrás de esa elevación —
añadió Harg.
Nithrom subió a su montura.
—Iremos a recibirlos. Haced las paces con cualquier dios al que rindáis
culto, y vámonos. Esto podría acabar antes de lo que esperamos. Maese Erill
quédate aquí para vigilar la puerta. Prepárate para cerrarla con rapidez si
volvemos precipitadamente, y haz que los habitantes del poblado dispongan
antorchas, muchas antorchas. Iluminad la parte superior de la empalizada
interior con tanta luz como podáis.
Erill asintió con un gesto de cabeza y se apresuró a entrar en el recinto.
Nithrom miró de un lado a otro y contempló a sus guerreros detenidos
sobre los caballos.
—Vinze, Harg, Gilead…, conmigo para ir a recibirlos. El resto de
vosotros manteneos fuera de la vista detrás del foso exterior. Acudid cuando
os llame. Si todo sale mal, retiraos al recinto interior y cerrad la puerta. Si
cae mi vanguardia, Cloden queda al mando.
Le Claux empezó a decir algo, pero se lo pensó mejor. Se hicieron los
últimos preparativos a lo largo de la línea de jinetes. Vinze se puso el casco y
deslizó el brazo izquierdo en las correas de su pequeño escudo. Harg
descansó el hacha de guerra sobre la parte delantera de la silla para ponerse
el casco de gruñente rostro. Dolph y Brom se ajustaron los cascos y cargaron
sus largas y voluminosas armas de fuego con movimientos sincronizados,
para luego posarlas sobre los apoyos especialmente elevados de las sillas de
sus monturas. Como un solo hombre, se cerraron las viseras de latón. Bruda
se puso un casco en forma de cuenco, bordeado de pieles y adornado con
pinchos, se recogió los rojos cabellos hacia dentro y probó el arco. Cloden se
ajustó el yelmo de rejilla y se puso guantes de cabritilla antes de sacar su
espadón. Le Claux pronunció una bendición a la Dama y colocó una lanza
de través sobre el escudo que tenía en el otro brazo. Caerdrath, ya
preparado, alzó una delgada jabalina, una de las seis alojadas en el
cabestrillo de la silla de montar, y apoyó la parte inferior contra la cadera
derecha.
Gilead, al igual que Nithrom, llevaba la cabeza descubierta y tenía un
largo escudo elfo en forma de hojas de planta. Los exploradores de Tor
Anrok desenvainaron sus largas espadas: la de Nithrom de plata; la de
Gilead de azul acero.
Los diez jinetes espolearon a los corceles y bajaron juntos el montículo
hacia la zona inferior de Makane. En el patio principal, la mayoría se
desviaron a izquierda y derecha, y desaparecieron entre los laberintos de
casas y chozas de ambos lados, para dejar que Nithrom, Vinze, Harg y
Gilead continuaran cabalgando en apretado grupo hacia la puerta norte.
Las luces de las antorchas estaban reuniéndose y dando vueltas justo
fuera del foso exterior cuando ellos llegaron. La claridad de las mismas
dejaba ver un grupo de más de cincuenta tileanos, todos a caballo, todos con
la insignia azul y blanca.
Algunos gritaron y señalaron a los cuatro jinetes al aparecer estos al otro
lado del foso; emergieron de la oscuridad del poblado aparentemente
muerto. El grupo de Nithrom se detuvo justo antes del tosco puente del foso.
El jefe tileano, un hombre de constitución gruesa con un parche en un
ojo y una larga capa azul, avanzó flanqueado por seis de sus hombres hasta
quedar ante el grupo de Nithrom, al otro lado del puente. Gilead examinó al
hombre con la mirada: pesado y musculoso, con una armadura más
ornamentada que la de los soldados comunes. No llevaba escudo, pero había
dos espadas cortas que pendían a cada lado de su cadera. Su expresión era
altanera, triunfante y vanidosa.
—¡Os saludamos! —gritó el mercenario, cuya voz áspera destrozaba las
vocales suaves del idioma tileano.
—Y nosotros a vosotros —replicó Nithrom en tileano perfecto.
—No somos más que unos pocos veteranos que buscamos un lugar para
descansar.
Nithrom asintió con la cabeza.
—Más que unos pocos, tal vez.
El comandante volvió los ojos hacia los hombres reunidos detrás de él,
como si le sorprendiera encontrarlos allí, y se echó a reír.
—¡Ah, sí! ¡Mi alegre partida! No le harían daño ni a una garrapata, os lo
aseguro. No hay necesidad de tener esas espadas desenvainadas.
—¿No la hay? —La voz de Nithrom era serena.
Gilead se esforzaba por traducir mientras continuaba la conversación.
De pronto, ya no tuvo necesidad de hacerlo.
—¿Qué lugar es este, que me reciben dos nobles hijos de Ulthuan, un
camisa de oso de Norsca y un espadachín imperial? —preguntó el
comandante en perfecto bajo elfo.
Si eso sorprendió a Nithrom, no lo demostró en lo más mínimo. «La
partida de guerra de Maura viaja por todo el mundo», se dijo Gilead; sin
duda, se habían mezclado con muchos pueblos y habían pasado por muchos
lugares. El hecho de que fuesen asesinos no significaba que tuviesen que ser
estúpidos.
—Un lugar pacífico —replicó Nithrom, que a su vez también cambió de
idioma—. Uno que no tiene ni deseo ni capacidad para alojar a una
compañía completa de hombres armados. En el bosque hay arroyos donde
podréis refrescaros, y hermosos calveros donde podéis acampar. Mañana
podréis continuar camino, y todos nos alegraremos de que no se hayan
producido… situaciones desagradables.
—¿Situaciones desagradables? —rio el hombre, y un pan de sus soldados
rieron con él—. ¿Quién ha dicho nada de situaciones desagradables? Vamos,
Ulthuare te tuin, mi gentil amigo… Lo único que buscamos es un ardiente
hogar, un techo sólido y heno para nuestros cansados corceles. Tal vez,
podríamos incluso comprar algo de caza y un poco de cerveza.
—Debo pedirte disculpas, puesto que debo estar fracasando en el intento
de hacerme entender —respondió Nithrom con voz de pedernal—. Quizás
el buen dominio que tienes de mi idioma no es tan perfecto, después de
todo. No hay sitio para vosotros en este poblado.
Se produjo un largo silencio, y Gilead flexionó la mano en torno al puño
de la espada, expectante. El comandante se inclinó, escupió saliva
polvorienta en el fango, y luego se irguió en la silla y alzó una mirada
ausente hacia el cielo nocturno mientras se ajustaba un guantelete. Sus
hombres esperaban. Se oía el canto de los grillos.
—¿A quién…? —comenzó al fin, como si intentara pacientemente tratar
con un niño pequeño—. ¿A quién tengo el… placer de dirigirme?
—Soy Nithrom, de Tor Anrok. ¿Y tú?
El hombre del parche en el ojo le dedicó una ancha sonrisa.
—Me llamo Fuentes, maestro de armas, coronel. Estos son mis
muchachos, y hoy han hecho una larga y dura cabalgata. Verás, Nithrom de
Tor Anrok, creo que tienes bastante razón: en efecto, no nos hemos
entendido. Somos hombres pacíficos, la temporada de guerra ha terminado,
y simplemente nos dirigimos a casa. Lo único que pedimos es hospitalidad.
—Y eso, me temo, es la única cosa que no podemos ofreceros.
—¿Sabéis? —dijo Fuentes al mismo tiempo que se volvía en la silla para
hablarles en tileano a sus hombres—. Si ese tipo de protesta me hubiese sido
presentada por un pobre campesino famélico, yo podría haber templado mis
modales con respeto y humildad. Pero cuando procede de un cuarteto de
guerreros armados…, bueno, comienzo a tener mis dudas. Viniendo de
gentes como esta… —Hizo un gesto hacía atrás para señalar a Nithrom y sus
compañeros—, bueno, apesta a hostilidad.
—Maese Fuentes —dijo Nithrom en un tileano claro y bien pronunciado
—, los dos sabemos que si los humildes campesinos os hubieran recibido en
esta puerta para negaros el acceso a la aldea, los habríais asesinado sin
pensarlo dos veces. Tal vez mi presencia y la de mis camaradas hagan que lo
pienses por segunda vez. No atravesarás ileso el foso.
Fuentes se encogió de hombros como si le importara un ardite. Hizo
girar al caballo y regresó a través de los hombres que aguardaban a la luz de
las antorchas.
—Estamos vencidos —oyeron que les decía a sus hombres—, total y
absolutamente por esta fuerza abrumadora. Marchémonos.
Gilead se tensó. Oyó que Harg imprecaba en voz baja detrás de él.
—Ahora llega… —siseó Vinze.
Con la espalda aún vuelta hacia ellos, Fuentes bajó una mano con
brusquedad y la primera docena de mercenarios lanzaron sus caballos al
galope hacia el tosco puente al mismo tiempo que desenvainaban las
espadas.
—¡Hacedles frente! —bramó Nithrom.
Los cuatro defensores se lanzaron a la carga y chocaron con la
vanguardia de la falange que se encontraba embotellada sobre el puente, así
que sólo tres podían cabalgar lado a lado.
Nithrom atravesó al primer tileano con su espada de plata mientras Harg
se abría brutalmente paso hacia el grueso de ellos, rugiendo como un oso
herido y describiendo círculos con el hacha. Dos de los jinetes, uno sin
cabeza, cayeron por la izquierda del puente al foso.
Gilead cargó, desvió una estocada con su escudo a la vez que se
inclinaba, y luego derribó al tileano del caballo con un tajo que lo abrió
desde el vientre hasta el mentón. La espada de acero azul de Gilead había
cortado el peto, y las aleteantes mitades de metal cayeron con el cuerpo.
Vinie estaba junto a él, derribando a un tileano del caballo a golpes de
escudo mientras hundía el espadón por las rendijas de los ojos del casco del
tileano que estaba detrás del primero.
Al cabo de diez segundos, las tablas del puente del foso estaban
empapadas en sangre y sembradas de muertos y agonizantes. Los caballos
que habían caído dentro del foso chillaban y relinchaban como banshees[1].
Al otro lado de las defensas, Fuentes se volvió con el rostro entonces
brillante de furia, y sacó dos espadas cortas curvas, una con cada mano,
mientras guiaba al caballo con las rodillas.
—¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡Matadlos! —chilló.
El grupo principal de tileanos, cuarenta o más, acometió hacia el puente.
—¡Podemos acabar con ellos! —ladró Vinze mientras se agachaba para
esquivar un golpe de espada, y lanzaba golpes al mismo tiempo que luchaba
por controlar a su corcoveante caballo.
—¡Sí! ¡Podemos retener el puente! —añadió Harg, cuya hacha
derramaba sangre tileana con cada arco que describía.
Pero algunos de los ágiles caballos de guerra tileanos, bajo las diestras
manos de sus mercenarios dueños, ya estaban saltando el propio foso y
ascendiendo por la ladera interior.
—¡Romped filas! —gritó Nithrom—. ¡Ahora! ¡Romped filas y
retroceded!
Harg y Vinze, ambos a regañadientes, se apartaron, clavaron los talones
en los flancos de los caballos y regresaron hacia el interior del complejo.
Nithrom tuvo que chillar una segunda vez antes de que Gilead pareciese
oírlo.
Y luego, los cuatro se echaron a galopar, alejándose del foso hacia la
periferia del poblado, con el cuerpo principal de la partida tileana tras de
ellos.
El cuarteto se metió entre las primeras chozas al galope tendido, en
dirección al patio público y el montículo. Los primeros tileanos que los
seguían cayeron como piedras; los caballos se desplomaron de lado y
aplastaron a los jinetes desarzonados cuando las flechas los mataron en
rápida sucesión.
Bruda apareció sobre el tejado de la primera choza, y tensó el arco con
sus poderosos brazos. Cayó un tercer jinete, y luego, un cuarto. Ella profirió
un alarido de alegría.
Varios mercenarios más habían pasado de largo al interior, y entonces
estaban reunidos en un rincón del patio público. Se produjo un destello y un
rugido, y otro cayó de la montura como derribado por un golpe tremendo.
El compañero que tenía a su lado se sobresaltó, intentó hacer que el caballo
volviera y murió cuando un proyectil de plomo hizo estallar la cabeza de su
corcel, pasó a través de esta y le perforó el pecho.
Tras volver a cargar sus armas de fuego, Dolph y Brom hicieron correr a
sus caballos. Dispararon de nuevo, y otros dos corceles corcovearon y se
desplomaron. Luego, se encontraron en medio del grueso de la carga. Los
gemelos de Ostland enfundaron las mortales pero lentas armas de fuego y
cargaron con las mazas. Rompían cabezas mientras sus armaduras de latón
destellaban a la luz oscilante de las llamas.
Cloden había desmontado. Un espadón como el suyo daba mejores
resultados si se luchaba a pie. Rodeó una de las miserables cabañas y atacó
con su enorme espada al siguiente grupo formado por unos pocos tileanos
que corrían al galope. Su primera estocada atravesó completamente a un
hombre, al igual que al caballo, que daba brincos.
Nithrom, Harg, Vinze y Gilead se volvieron para hacer frente a la
incursión, tras haberlos atraído al abrazo mortal de la parte inferior de la
población.
Le Claux salió a la carga desde la oscuridad y levantó a un tileano del
caballo tras ensartarlo en su lanza, para luego proferir una sonora carcajada
triunfante.
Como un fantasma terrible de tiempos remotos, la noble figura de
Caerdrath también salió de su escondite y cargó con el corcel al galope.
Cada una de sus seis jabalinas dio en el blanco, y luego desenvainó la espada,
momento en que se transformó en un borrón implacable que segaba a la
caballería tileana como si friese maíz.
En el calor de la feroz lucha, Gilead asestaba estocadas a su alrededor,
cercenando extremidades y cabezas, destrozando escudos y rompiendo
espadas. Por primera vez en mucho tiempo sentía que había encontrado su
lugar. Se hallaba en compañía de orgullosos guerreros, por harapientos que
fuesen, que luchaban por una causa definida.
Aún asestaba estocadas cuando los tileanos se batieron en retirada,
destruidos y rechazados. Gilead vio que Fuentes cabalgaba con no más de
media docena de hombres hacia el puente del foso. Los guerreros de
Nithrom habían matado a casi cuarenta tileanos.
Bruda volvió a proferir un grito de alegría, y Vinze se unió a ella en los
vítores mientras cabalgaba por las calles sembradas de cadáveres. Gilead
bajó la espada e intentó contener el furor que lo inundaba.
En lo alto, la empalizada del montículo interior brillaba con las luces de
un centenar de antorchas que sugerían una guarnición de tremendo poder.
Erill había cumplido con su trabajo, y el primer ataque había sido repelido.
Los vencedores, que estaban de un humor exuberante, regresaron al
recinto interior, y la puerta fue cerrada y barrada tras ellos. Dolph y Brom,
siempre prácticos y con los pies sobre la tierra, sugirieron que el inmediato
curso de acción debería ser asegurar y reforzar las defensas del foso inferior,
ya que parecía evidente que los tileanos regresarían bastante pronto.
Nithrom pensó que era un buen consejo, pero no lo siguió. Emprender
por la noche un trabajo semejante sería algo ingrato y duro, además de
difícil de coordinar. Quería darles tiempo a los guerreros para descansar y
disfrutar la victoria. Por esa noche, se limitarían a encerrarse en el recinto
interior. Si los hombres de Maura regresaban, mala suerte, pero al menos los
encontrarían fortificados.
Además. Le Claux ya estaba pidiendo una bota de vino a gritos, con el
rostro relumbrante de emoción y orgullo, y Harg, Vinze y Bruda no
necesitarían mucha persuasión para unirse a él.
Les trajeron vino, junto con comida caliente que Erill habían ordenado
preparar. Las heridas menores y los arañazos fueron curados y vendados
mientras los guerreros se agrupaban dentro del salón comunal para celebrar
la victoria. La notable escala del triunfo también había animado a los
habitantes de Maltane. Cuando ya había pasado la medianoche, se celebraba
un verdadero banquete, con muchas canciones, bebida y buen ánimo
general.
Nithrom lo observaba todo desde la puerta, con una taza de cerveza en
la mano. Vio a Harg y Bruda bromeando y riendo, a medio camino de una
escandalosa y suicida apuesta sobre quién bebía más, rodeados por un
círculo de risueños campesinos. Cloden y los gemelos de Ostland estaban
dedicados a hacer pulsos con quienquiera que lo desease, cerca del fuego.
Vinze había captado la absoluta atención de varias muchachas del poblado.
Le Claux celebraba audiencia, narrando la acción como si se tratase de un
poema épico, para un grupo mareado de campesinos, y sus metáforas y
símbolos mejoraban con cada sorbo de vino. Incluso Gaude y Erill estaban
relajados, jarras en mano.
«Esto les hará bien», pensó Nithrom. Era bueno para la moral. Bebió un
sorbo de cerveza. Él vigilaría la empalizada hasta el amanecer.
De repente, Fithvael apareció a su lado, limpiándose las manos
ensangrentadas en un trapo.
—Madoc vivirá, por ahora —dijo el veterano—. Le he extraído la punta.
Está dormido.
Nithrom alzó la taza.
—Por ti, obrador de maravillas. Tus manos están tan ensangrentadas
como las nuestras. Esta noche, tú has librado tu propia batalla de vida o
muerte.
Fithvael asintió.
—Dudo que Madoc pueda volver a hablar en su vida —murmuró—.
Tenía la laringe destrozada.
Nithrom suspiró al oír eso.
—Una tragedia. ¡Con las historias que puede contar del tiempo que pasó
con los templarios!
—¿Madoc fue un caballero del Lobo Blanco?
—De gran renombre. Jefe de la Orden Dorada, valeroso en la batalla.
¿No has reparado en su piel de lobo y su martillo de guerra?
—Pero ¿ya no lo es?
Nithrom sonrió.
—Él… actuó de una manera que trajo deshonra sobre su regimiento, y lo
expulsaron del templo. Desde entonces ha sido un soldado de fortuna.
—¿Qué hizo? —quiso saber Fithvael.
—Se negó a matarme. —Nithrom volvió a beber un sorbo, con la mente
obviamente centrada en lejanos recuerdos—. Es lo más valeroso que hizo,
eso de echar a rodar su carrera para ayudar a un amigo, especialmente a uno
perteneciente a otra raza. Algún día te contaré la historia, Fithvael te ruin.
Ahora sólo te diré esto: aunque lo expulsaron con deshonor, jamás he
conocido a un hombre más honorable; con sus amigos, con lo que realmente
importa. —Nithrom se volvió hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—Alguien tiene que hacer guardia, y por esta noche ya le he pedido más
que suficiente a este valeroso grupo.
—Yo haré guardia contigo, amigo mío, si me lo permites —dijo Fithvael
—. Podemos vigilar el poblado y hablar de los viejos tiempos.

***
Gilead Lothain se encontraba sentado a solas, indiferente a la celebración y
contemplando las llamas del hogar en el fondo del salón comunal. De
pronto, tomó conciencia de la figura que tenía junto a él, y alzó los ojos. Era
Caerdrath. El elfo llevaba un vaso de vino en cada mano y le ofreció uno a
Gilead. El último hijo de Tor Anrok lo aceptó con una inclinación de cabeza,
que Caerdrath interpretó como una invitación tácita para que se sentara a su
lado. El elfo se había quitado el yelmo, pero aún llevaba la larga cabellera
trenzada sobre el cráneo. El destellante labrado de su armadura estaba
salpicado de sangre tileana.
—Me llamo Caerdrath Eldirhrar tuin Elondith, nieto de Dunclanid Tea
Flameante, de la estirpe de Tyrmaltbir y de los clanes de Saphery Superior y
las Colinas de Mármol.
—Gilead te tuin Lothain, de Tor Anrok.
Bebieron el uno a la salud del otro.
—Estamos solos aquí —comentó Caerdrath, aunque era obvio que lo
decía en sentido simbólico, puesto que el lugar estaba abarrotado de cuerpos
vivos—. Viejo Mundo, sangre vieja. Tu compañero, Fithvael, se mezcla
mejor con la raza humana, y Nithrom es tan mundano que ya no es un elfo,
ni es un hombre.
—¿Lo desprecias por eso? —preguntó Gilead.
—Ni por asomo. Nithrom es el amigo más fiable que conozco. Se ha
hecho un sitio propio en este feo mundo. ¿Por qué otro motivo cabalgaría yo
con él?
—Pero ¿qué te ha traído aquí, Caerdrath Eldirhrar tuin Elondith?
Gilead disfrutaba de la oportunidad de hablar el antiguo alto elfo con
todas sus frases formales. Era como una música antigua recordada a medias.
Caerdrath no le respondió de manera directa.
—Nithrom me ha contado que tú y Fithvael sois los últimos de vuestra
casa; que te has aventurado por este amargo mundo para buscar rastros de
nuestro casi extinto pueblo.
—Así es.
—Entonces, somos afines también en eso. También yo he acudido al
mundo humano para descubrir el pasado. Los antiguos reinos, las ciudades
perdidas, la mayoría de ellas enterradas ahora bajo los cimientos de nuevos
asentamientos humanos, al parecer. Deseaba encontrar rastros del mundo
que hemos perdido. Nos parecemos.
Esa idea conmocionó a Gilead. Desde…, bueno, desde siempre, según le
parecía —desde que había muerto Galeth, al menos—, se había sentido
impulsado a buscar los olvidados restos de la raza antigua. También se había
sentido como un ser diluido, sólo un eco del pueblo elfo, deslucido por el
estúpido mundo humano. Pero allí tenía a un antiguo, mucho más glorioso
que él mismo, un ejemplo de la mismísima maravilla que había estado
buscando…, y que profesaba exactamente la misma finalidad que él. Era una
revelación que lo serenaba. Durante tanto tiempo había estado intentando
recuperar su herencia…, y allí tenía una parte de ese origen, puro y sin
mácula, igualmente perdido e igualmente insatisfecho.
—Nuestra época ha pasado, Gilead te tuin Lothain —comentó
Caerdrath, como si captara sus pensamientos—. Nuestras estrellas se han
ocultado. Se aproxima con rapidez el día en que deberemos apartarnos de la
bruta humanidad para siempre.
—Tengo un favor que pedirte —dijo Gilead.
—Te lo haré, si está en mi poder.
—Cuando acabemos con esto, con esta pequeña guerra, quiero ver los
picos de Ukhuan antes de morir. Muéstrame el mejor camino, las rutas que
deberé seguir.
—Haré algo mejor que eso, Gilead te tuin Lothain. Yo mismo he
permanecido demasiado tiempo en este mundo agotador. Cuando acabemos
aquí, viajaré contigo de regreso a Ukhuan, y celebraremos juntos en la mesa
de mi padre, en las Colinas de Mármol.

***
Gilead despertó después del alba. El salón estaba fresco y el aire saturado de
olores a humo y cocina. Unos pocos aldeanos dormían sobre los juncos del
piso, y Le Claux estaba sumido en un profundo sueño, en un rincón.
Tras quitarse el justillo de cuero y la camisa interior, Gilead salió a la fría
luz diurna. El cielo era brillante y gris, y amenazaba lluvia, y la puerta de la
empalizada interior estaba abierta. Unas mujeres campesinas lavaban
cacerolas y bandejas en un abrevadero, y avanzó hacia ellas, desnudo hasta la
cintura, para hundir la cabeza y los hombros en el agua. Las mujeres se
agruparon con recato cuando sacudió su melena de cabello blanco.
Él inclinó la cabeza con cortés galantería para darles las gracias, y se
encaminó hacia la puerta con el justillo y la camisa interior doblados bajo el
brazo derecho.
Desde la puerta, bajó la mirada hacia Maltane, fea y severa bajo la
deslumbrante luz del nuevo día. Del foso, en el extremo norte, ascendía
humo negro y rancio, que el viento llevaba hasta él. Podía ver gente que
trabajaba en la parte inferior de la población, la mayoría habitantes.
Tras ponerse la camisa, bajó tranquilamente el montículo hacia las calles
de Makane.
***
Nithrom había despertado temprano a los que había podido, y los había
enviado a trabajar. Dolph y Brom, que, con sus armas de artificio y sus
mentes tácticas, le daban a Gilead la impresión de tener almas mecánicas,
habían comenzado a organizar las obras de defensa. Era obvio que Nithrom
los valoraba por su habilidad estratégica y de ingeniería. Gilead vio que unos
habitantes de la población trabajaban en equipos para ensanchar el foso
exterior, y otros usaban la tierra que sacaban aquellos para llenar sacos con
los que hacer más alto el baluarte interior. En el patio público, Bruda
entrenaba a algunos de los hombres jóvenes de Makane —y al menos a tres
de las mujeres jóvenes más fuertes— en el tiro con arco. Mientras sus
alumnos tensaban, disparaban y erraban una vez más los blancos rellenos de
paja, ella le dedicó a Gilead una ancha sonrisa al pasar.
Gilead vio a Gaude, que entretenía a un grupo de niños, y a Erill, que
supervisaba a los pobladores mientras estos apilaban balas de paja
empapadas en brea en las esquinas de las calles. Abajo, junto al foso exterior,
Dolph y Brom, ambos desnudos de cintura para arriba y lustrosos de sudor,
supervisaban los trabajos de excavación.
También vio a Fithvael, sentado entre un grupo de campesinos que
trabajaban con diligencia, y se encaminó hacia él. El elfo les enseñaba a
hacer flechas, y algunos estaban tan adelantados en el trabajo que envolvían
ya las puntas con trapos embebidos en pez.
—Fithvael —saludó a su más viejo amigo.
El compañero alzó la mirada y le dedicó una amplia sonrisa. En realidad,
dudaba haber visto nunca a Gilead tan feliz y despreocupado.
—Abunda el trabajo —dijo Fithvael a modo de saludo—. Harg se ha
llevado un grupo al bosque para cortar árboles a fin de hacer una
empalizada alrededor del foso exterior. La mujer kislevita está formando un
nuevo ejército de arqueros.
—La he visto.
—Vinze y Caerdrath han salido para explorar, por si ven alguna señal del
enemigo.
—Al parecer, será mejor que también yo me busque algún trabajo
provechoso —dijo Gilead, y continuó caminando hacia el foso exterior.
Nithrom y Cloden, con trapos atados en torno al rostro, vigilaban el
fuego del foso. Yuntas de mulas guiadas por aldeanos con máscaras de tela
similares, arrastraban los últimos cadáveres tileanos, caballos y hombres
hacia la hoguera. La pira de los enemigos que habían matado la noche
anterior vomitaba un humo negro y grasiento. Un par de flacos ratoneros
comunes describían círculos en lo alto.
Nithrom vio acercarse a Gilead, dejó a Cloden a cargo del trabajo tras
decirle una breve palabra y saltó del baluarte al mismo tiempo que se
quitaba la máscara de tela.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Gilead, y el otro se encogió de
hombros.
—¿Puedes cortar madera?
Gilead se encogió de hombros a su vez.
—Si tengo que hacerlo…
—Bueno, al menos puedes afilar espadas. Por la forma en que corta la
tuya, veo que sabes cómo funciona una muela.
—Tráeme las espadas, que estaré encantado de afilarlas. Me siento casi
inútil en medio de todo este afán.
—¡Ah, han trabajado bien desde el alba! —comentó Nithrom, mirando a
su alrededor—. Hemos reforzado el foso exterior y hemos erigido obstáculos
que no le van a gustar a la caballería, así como unos cuantos trucos más.
Cuando Harg regrese con la madera, alzaremos un sólido baluarte por el
interior del foso.
Gilead señaló la avenida principal, que conducía al patio público y al
montículo.
—Deberías conseguir algunos toneles o planchas sólidas y levantar allí
unos cuantos puntos en los que parapetarse, a la izquierda, ¿lo ves? Puede
ser que el baluarte entorpezca a los jinetes, pero unos cuantos buenos nidos
de arqueros romperán la continuidad de la calle y le impedirán a la
vanguardia subir con rapidez en caso de que logren entrar.
Nithrom se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
—Bien dicho. Pondré a trabajar en ello al anciano, a Swale. Es un diablo
con la fuerza de un gigante. Tal vez podrías explicarle lo mismo que a mí.
—Por supuesto.
—Y he hecho lo que sugeriste… El agua de las tinajas del sótano de la
casa de la villa ha sido renovada y los recipientes vuelven a estar llenos.
—Habrías pensado en ello sin mi ayuda.
Nithrom le dedicó una ancha sonrisa y estrechó las manos de Gilead con
fuerza entre las suyas.
—Por los antiguos dioses, ¡qué bueno es tenerte aquí, Gilead te tuin! ¡El
espíritu de Tor Anrok mantendrá este lugar a salvo!
Carros tirados por mulas y cargados con madera acabada de cortar se
aproximaban procedentes del bosque. Sobre el primero, con el pecho
desnudo, Harg agitó su enorme hacha para saludar al poblado.
Pasó una hora en ayudar a descargar los árboles expertamente talados
por Harg y subirlos hasta su sitio, y luego otra hora para enseñarle al viejo
Swale y a cuatro de sus nietos a construir parapetos angulares a lo largo de la
calle principal. Al pasar, Dolph reparó en las defensas y asintió con la cabeza
para demostrar su admiración.
Llegó el mediodía y halló a Gilead de vuelta en la fresca sombra de la
empalizada de lo alto del montículo, afilando armas. Había conseguido un
bloque de madera de pícea para sentarse, y una multitud de niños formaban
el público, que profería exclamaciones de admiración mientras él
desempaquetaba las muelas que llevaba dentro de una bolsa de hule.
Le habían llevado las armas: la espada de Fithvael, la larga espada de
Nithrom, la vapuleada hacha de Harg, el sable de Bruda, el espadón de Le
Claux; todas ellas, más las armas de recambio.
Se puso a trabajar para alisar mellas y arañazos, y dar buen acabado a los
filos, que luego probaba con algunos mechones de sus cabellos largos, al
mismo tiempo que le explicaba cada trabajo y arma a su séquito infantil.
—Esto es una espada larga hecha por un herrero elfo. Pertenece a
Nithrom, el guerrero elfo alto de armadura verde oscuro.
—¿El de cara de bueno?
—El mismo, en efecto.
—Es tu señor.
—Es mi amigo.
—¿Qué es un elfo?
—Estás mirando a uno.
Risas, algunos susurros.
—No, nosotros no robamos a los recién nacidos en medio de la noche.
Vosotros, los humanos, tenéis muchas ideas erróneas sobre mi raza.
—¿Qué es un humano?
Risas y algunos puñetazos juguetones.
—Fijaos en cómo paso la piedra con movimientos largos y continuos.
Un poco de aceite…, y ahora el borde está bien afilado, ¿veis?
—¡Yo podría hacer eso! —dijo un muchacho alto que estaba en primera
fila.
—Entonces, puedes acercarte hasta aquí y hacerlo. No, déjala descender
a lo largo de tu pierna. Eso es. Otra vez. No…, en contra del metal. Así.
—¿Estoy haciéndolo?
—Sí, así es. Muy bien. Ahora ambos lados, fíjate, y los dos filos de ambos
lados. Así está bien.
—¡Parece fácil! —dijo una niña cerca de su hombro.
—Ven aquí y prueba. Veréis, esta es la cimitarra de la mujer kislevita
pelirroja.
—Es hermosa —dijo el muchacho que ya estaba trabajando.
Más risas y algunas mofas.
—Lo es, y también lo es su cimitarra —asintió Gilead, y luego le habló a
la niña—. Pásala con movimientos largos y limpios. Cuidado, no te cortes
con el filo. Y esta arma tiene un solo filo, así que acabarás en la mitad de
tiempo que con las otras.
—¿Por qué tiene uno solo? —preguntó un niño pequeño.
—Es un arma diseñada para asestar cuchilladas en lugar de estocadas.
¡Se la usa así!
Algunas exclamaciones ahogadas; algunos niños que retrocedían.
—Es muy diferente de esta. Es mi espada. La de mi hermano, de hecho;
él me la dio. Es más alta que tú, ¿eh? Está hecha para asestar cuchilladas y
también estocadas.
—¡Ah! ¡Ah! —Más exclamaciones emocionadas.
—Vamos a ver, coge una piedra y ven aquí… Así, muy bien. Un poco de
aceite… No, no demasiado… Ahora, pásala lo largo del filo hasta la punta.
Bien.
Surgió una pequeña industria en torno a él, pequeños rostros
concentrados y decididos. Gilead sonrió.
—Y ahora, ¡la gran hacha del hombre de Norsca! ¿Quién es lo bastante
valiente para afilarla?
Se alzó un bosque de manos sucias.
—Tú…, ven. Esto tiene su truco. Frota la piedra en ambos sentidos.
Mantén el mango apoyado en el suelo. Sí, muy bien. Adelante y atrás.
»¡Y aquí tenéis un espadón, forjado en Carroburgo! ¿Habéis visto alguna
vez una espada tan grande? Necesitaremos por lo menos a dos de vosotros.
Tú… y tú, muchacho, el de las pecas. Ven aquí…
La tarde acababa, y todas las armas estaban pulidas y afiladas. Gilead
trabajaba con la última —el fiable espadón de Le Claux—, con los últimos
niños agrupados junto a él. La mayoría se había ido marchando a intervalos,
puesto que abajo, en el poblado, sucedían cosas que les interesaban más. Una
mujer le había llevado un plato de estofado y cerveza, pero había quedado
allí, intacto, y la comida se había enfriado.
El trueno resonó en la fría y ventosa lejanía. Estaba a punto de estallar la
tormenta de verano que había amenazado durante todo el día. Las primeras
gotas comenzaron a caer sobre el suelo.
Gilead sintió… algo. Se levantó con el ornamentado espadón de Le
Claux preparado hacia adelante.
Se encaminó en dirección a la puerta, y algunos niños se precipitaron
tras él. Abajo, apartados del flanco de las colinas septentrionales, se veían
dos jinetes que galopaban hacia Maltane a toda velocidad y levantaban una
nube de polvo: eran Vinze y Caerdrath.
—Entrad; deprisa —les dijo a los niños.
Maura se aproximaba.
La lluvia era torrencial cuando apareció el ejército completo de los
asesinos. Se alinearon en lo alto de la escarpa septentrional, con los
estandartes blancos y azules ondeando bajo el aguacero. Desde su puesto
sobre un tejado plano de la parte inferior del poblado, Fithvael suspiró.
Nithrom había calculado unos doscientos hombres, y la noche anterior
habían enviado a cuarenta hacia la muerte. Pero no había manera de
equivocarse al ver el ejército que se alineaba allí arriba: eran trescientos
como mínimo.
El batir de tambores descendió por la ladera del valle hasta Maltane
amortiguado por la lluvia. La infantería tileana tocaba a marcha. Mientras
Fithvael observaba, aparecieron más a la vista: grupos de caballería, más
escuadrones de infantería y carros de dos ruedas tirados por seis caballos,
que transportaban enormes cañones.
Fithvael desvió la mirada hacia el otro lado de los tejados, y vio que
Nithrom ya estaba montado sobre su corcel y aguardaba en el patio público.
Le Claux y Caerdrath se encontraban con él. Nithrom reparó en la mirada
del veterano elfo y le pidió paciencia con un gesto.
«Sí, esperaré —pensó Fithvael—, aunque es la mismísima muerte que
viene a llevárseme».
Esa vez no habría parlamentos. Fuentes le había llevado las noticias al
jefe y había sellado así la destrucción de Maltane. Fithvael, con los ojos
entrecerrados para protegerlos de la lluvia y ver mejor en la luz mortecina,
podía distinguir a una bestia de hombre sobre un caballo enorme. Trotaba a
lo largo de la escarpa mientras miraba hacia abajo y daba órdenes a las
hileras de caballería y soldados de a pie que se encontraban en torno a él. Su
casco plateado lucía un penacho de plumas azules y blancas. Tenía que ser
Maura.
Fithvael calculó la distancia y los vientos laterales, y supo que no tenía
ninguna oportunidad de acertarle al jefe tileano, ni con su mejor tiro de
arco. En un tejado del otro lado de la calle, vio que Bruda hacia más o menos
lo mismo Sus miradas se encontraron, y ambos sacudieron la cabeza.
«¿Qué hará, este Maura? —se preguntó Fithvael—. ¿Nos pondrá cerco?
¿Nos disparará con cañones? ¿Lanzará un ataque total con caballos e
infantería?».
Personalmente, rezaba para que fuese esto último. Esperaba que aquel
señor mercenario tileano fuese característico de su pueblo, entusiasta de las
derrotas rápidas y arrogantemente aplastantes, logradas por fuerza humana.
A eso podrían hacerle frente, pero ¿a un asedio? Una táctica semejante los
mataría, y una andanada de artillería arrasaría Maltane y no dejaría nada
que saquear.
Aunque, por lo que había oído de Maura, un castigo semejante sería su
firma característica. Fithvael estaba seguro de que, tras la derrota y
humillación de su avanzadilla, Maura no deseaba otra cosa de Maltane que
sus estertores de muerte.
Se oyó un toque de cuerno, y la clara nota resonó por la cuenca del valle.
Fithvael cogió el arco compuesto de factura humana que tenía junto a él.
Hacía algún tiempo que no usaba uno, y era tosco en comparación con lo
que él estaba habituado a usar, pero la velocidad de disparo de su fiable
ballesta era demasiado lenta para lo que se les echaba encima.
Una ola de caballería descendió por el embudo del valle hacia ellos, en
formación de cincuenta en fondo. El atronar de los cascos era más sonoro
que los truenos de la tormenta del cielo.
Makane no tenía una caballería lo bastante numerosa como para salir al
paso de una carga semejante, así que, bajo las lacónicas órdenes de Nithrom,
ni siquiera se intentó. Por el contrario, los defensores aguardaron, tensos,
mientras el ejército de jinetes cargaba hacia ellos, atravesando la maleza baja
y la zona de pantanos que rodeaba la ciudad, ascendiendo la baja elevación
hacia el foso exterior y cruzando el puente, que sólo parecía estar aún allí…
El peso de los primeros jinetes de vanguardia sobre el puente lo hundió
en medio de un tumulto. La destreza de Harg con el hacha de leñador había
cortado varios de los travesaños hasta dejarlos justo a punto de romperse. Al
ceder el puente, los caballos y los jinetes que avanzaban al galope tendido se
desplomaron y cayeron dentro del foso. Los que iban inmediatamente detrás
fueron empujados a la zanja por el peso de la carga.
La caballería rompió filas y se desvió a los lados en ambas direcciones,
pero, detrás, llegaba la infantería, una horda innumerable.
Algunos jinetes intentaron saltar por encima del foso, pero era más
profundo que cuando lo había visto Fuentes, y el baluarte del otro lado, más
alto, y estaba erizado de estacas apuntadas hacia el exterior. Más jinetes
cayeron en el foso, y algunos daban saltos y llamaban a los infantes para que
los ayudaran a sacar a los caballos que luchaban por salir. Otros intentaron
saltar y fueron destripados por las estacas.
La vanguardia de la infantería se encontraba ya ante el foso, y muchos
bajaban por él y trepaban por el otro lado. Entonces, Fithvael, Bruda y Erill,
junto con media docena de habitantes de Maltane que habían demostrado
cierta destreza con el arco, comenzaron a disparar y a matar a tantos como
podían entre los que escalaban el baluarte.
Fithvael imprecó al ver que al otro lado del foso había equipos de
infantería que arrastraban tablones y los colocaban sobre la fangosa zanja.
Estaban justo fuera del alcance de su arco.
Unos pocos soldados de infantería treparon por encima del baluarte;
Fithvael y Erill los mataron con tiros limpios. El elfo reparó en que el
muchacho humano era bueno con el arco. Su armadura y la espada de
persona adulta eran sólo para lucirlas.
Los primeros rezagados de infantería estaban ya sobre el foso, y eran más
de los que podían matar los arqueros. Otros arqueros, todos aldeanos a las
órdenes de Cloden, comenzaron a disparar desde la calle principal hacia el
apiñamiento.
Tres hordas de tileanos habían logrado atravesar el foso, y eso fue
demasiado para la desorganizada caballería que daba vueltas. Cruzaron al
galope las vibrantes tablas, apartando a patadas a la infantería mientras
ascendía en masa hacia el interior de la ciudad, con las lanzas y las espadas
brillantes.
La primera docena cayó a causa de los letales alambres que Vinze había
tendido de través en la calle. Las patas de los corceles de guerra se partían al
tropezar y caer. Otros continuaron adelante porque los alambres se habían
roto, esquivando los cuerpos tendidos de sus camaradas y las monturas de
estos, y galopando calle arriba.
Y más alambres fueron tensados repentinamente a la altura de la cabeza
por los aldeanos que aguardaban. Los tileanos cayeron hacia atrás de las
sillas con un chasquido, varios prácticamente decapitados, y los caballos
continuaron corriendo.
Otros siguieron por la calle principal, hacia el patio público, bajo una
lluvia de flechas. Varios cayeron. Un cuarteto de jinetes llegó hasta la bomba
de agua del poblado, donde los mataron las explosiones de las cargas de
pólvora enterradas bajo el polvo del suelo por Dolph y Brom.
La caballería había perdido ímpetu, y retrocedieron cuando muchos no
se habían atrevido siquiera a cruzar el foso. En su lugar, cargó hacia el
interior del poblado la masa de infantería, pasando por el baluarte y el
improvisado puente a una velocidad superior a la que podían matarlos
Fithvael y el equipo de arqueros. La infantería ascendió en muchedumbre
por la calle principal.
Fithvael vio que Nithrom hacía una señal, pero ya sabía qué hacer.
Encendió una flecha con pez y la disparó contra una bala de paja embebida
en brea que había a un lado de la calle. Bruda y los demás arqueros hicieron
lo mismo con otras balas de paja. Al cabo de pocos momentos, la calle
principal era un infierno flanqueado por llamas que les dejaba a los tileanos
poco espacio para moverse. Los proyectiles comenzaron a descender por la
calle cuando Dolph y Brom abrieron fuego.
Pero, en el fondo, Fithvael sabía que llegaría un punto en que todos sus
trucos y habilidades serían vencidos por la tremenda superioridad
numérica.
En ese momento, vio que Nithrom, Le Claux y Caerdrath cargaban
contra la vanguardia de la infantería desde el patio principal, y comenzaban
a diezmarlos. Tras ellos, a pie, aparecieron, girando, las mazas de Dolph y
Brom.
Cloden, Gilead, Harg y Vinze salieron de repente, también a pie, del
interior de unas casas situadas más abajo de la calle, para acometer a los
atacantes por el flanco y empujarlos hacia los jinetes. Habían llevado la
batalla a la lucha cuerpo a cuerpo.
Fithvael se dio cuenta de que no le quedaban flechas. Cogiendo la espada
en una mano y la ballesta montada en la otra, saltó del tejado y cargó hacia
la refriega.
El veterano elfo disparó su ballesta contra el vientre del primer tileano
que encontró, y luego se puso a luchar con la espada. En la fangosa calle de
paredes de madera alumbrada por el fuego de las balas de paja embreadas,
había poco espacio y mucha gente. Atisbó a Bruda cerca de él, que asestaba
golpes con su cimitarra y aullaba como una loba.
Vio a Erill. También el joven había bajado de los tejados, espada en
mano, y lo habían rodeado casi de inmediato. Había matado a un tileano
con una estocada afortunada, pero otros le lanzaban puñaladas, y el
muchacho cayó.
Fithvael avanzó como pudo hacia él a través de la muchedumbre,
asestando estocadas a diestra y siniestra. Erill yacía en el suelo, sangrando
por un hombro herido, y tenía la vieja armadura rota y abollada.
Fithvael lanzó una estocada a la derecha con la que cortó una cabeza, y
luego, a la izquierda, para abrir un vientre. En el espacio que había dejado
libre, recogió a Erill y le lanzó su espada corta.
El muchacho logró cogerla en el aire. Se trataba de un arma incrustada
de perlas de unos sesenta centímetros de largo, hecha por el maestro
artesano de Tor Anrok. La contempló durante un segundo al tiempo que
flexionaba la mano en torno a la empuñadura.
—¡No la admires, úsala! —le gritó Fithvael.
Erill la blandió hacia la izquierda y se maravilló de la levedad del arma
elfa, y cercenó el brazo de la espada de un tileano que tenía casi encima. El
joven rio con repentina alegría, y se lanzó hacia la muchedumbre.
Fithvael luchó para reunirse con él, y se situó espalda con espalda con el
muchacho. Los asesinos, en gran número, se reunieron en torno a ellos. El
humano joven y el elfo adulto luchaban como demonios, unidos por los
dioses de la guerra.
Una figura irrumpió entre la muchedumbre que los rodeaba, blandiendo
una espada que destruía a los enemigos.
El recién llegado no dijo nada porque no podía. Era Madoc. Como su
martillo de guerra se había perdido en la corriente del arroyo cuando cayó,
recurrió a un espadón cuyo peso no le resultaba familiar, y que entonces
hacía girar y cortar con casi tanta destreza como el gran martillo de Ulric.
Lado a lado, aunque los cubría la sangre caliente de los enemigos,
Fithvael, Erill y Madoc defendieron la calle.
La sangre caía en hilitos de la espada larga de Gilead. Había perdido de
vista a Vinze y Cloden, pero esos ruidos de golpes y cosas que se astillaban
sólo podían deberse a la obra de Harg y su hacha. El elfo asestó otra estocada
hacia la muchedumbre, el acero azul giró, y cercenó muñecas y tráqueas.
Ante él había un grupo de tileanos que se apiñaban sobre una víctima a la
luz del fuego. Los mató a todos.
El blanco caballo de guerra estaba muerto, con los ojos abiertos y fijos.
Le Claux se encontraba cerca, sobre el polvo, pisoteado y con la armadura
desgarrada y abollada; tenía dos puntas de lanza y una espada clavadas en el
torso. El caballero alzó la mirada hacia Gilead con ojos turbios.
—¿Hemos ganado? —preguntó.
Gilead calló durante un instante.
—Por supuesto, guerrero. Gracias a ti.
—Ya lo pensaba —murmuró Le Claux, con un gorgoteo a causa de la
sangre que afluía a su garganta—. Tengo sed. ¿Tienes un trago?
El guerrero elfo hizo un barrido lateral con la espada y mató a un tileano
que acababa de salir de la oscuridad a la luz del fuego.
Luego, se arrodilló junto a Le Claux y sacó el último frasco que le
quedaba del vino elfo de Tor Anrok y que desde entonces llevaba siempre
consigo. Estaba casi vacío, y el bretoniano lo acabó.
—¡Ah…! —sonrió Le Claux—. Es lo mejor que he…
El bretoniano continuó sonriéndole, pero Gilead supo que estaba
muerto.
Se volvió y cortó a un bárbaro tileano de una axila a otra con su voraz
espada antes de que el mercenario pudiese atacarlo como había tenido
intención de hacer, y luego regresó de un salto a la batalla.
Sangre, carne de caballo, tendones, músculos humanos, bronce, hierro,
fuego. Las monedas de la guerra estaban en curso y se intercambiaron hasta
el alba.
Al salir el sol, los tileanos retrocedieron hacia la escarpa norte. Dejaron a
setenta soldados de caballería y a ciento veinte de infantería en las llanuras
anteriores a Maltane, y en las calles de su interior.
Los defensores, muchos heridos, todos agotados hasta el punto de caer
dormidos, habían perdido a Le Claux y al viejo Swale, además de a otros
diecinueve habitantes: cuatro mujeres, tres muchachos y doce hombres,
todos los cuales habían participado en la lucha.
Sin embargo, desde cualquier perspectiva era obvio que habían obtenido
otra extraordinaria victoria. Maltane se había convertido en la maldición
tileana, aunque también se había transformado en un lugar de fatiga, de
heridas sangrantes, de armas rotas.
Nithrom llamó a sus soldados y a los aldeanos de vuelta al recinto de lo
alto del montículo. Habían hecho todo lo que podían y habían librado una
defensa propia de inmortales. Si Maura continuaba entonces, no les
quedaría nada más que el orgullo de haberlo rechazado la primera vez. No
les quedaba nada más que dar.

***
Mientras avanzaba el amanecer, Maura, fiel a su naturaleza implacable,
inició el segundo asalto.
Al principio, fue un sonido distante, como el de una ramita que se parte,
y luego un chapoteo de fango. Fithvael y Vinze se encontraban fuera del
pórtico del megarón curando las heridas de los aldeanos cuando lo oyeron.
Vinze imprecó. Volvió a oírse una suspirante tos quebrada, y luego los
golpes sordos y húmedos al pie de la pendiente.
Fithvael cogió su ballesta y corrió a la empalizada. Llegó a tiempo de ver
que dos de los nueve grandes cañones situados sobre la lejana escarpa norte
vomitaban humo blanco. Un segundo después, llegó el sonido como de
chasquido.
Cincuenta metros más abajo del foso interior salieron despedidos hacia
lo alto penachos de fango.
—¿Es que no tiene calibrado el alcance? —preguntó Fithvael.
Brom se encontraba sobre la plataforma de la empalizada, junto a él, y
miraba a través del catalejo de Vinze.
—No, sólo está tomando puntería.
El hombre bajó de un salto y le lanzó el catalejo de vuelta aVinze.
—¡Llevadlos adentro! ¡A los aldeanos! ¡Metedlos todos adentro y que
bajen al sótano!
El movimiento se apoderó de la muchedumbre. Con los perplejos niños
aferrados a las faldas, las mujeres los metieron a toda prisa en el
ayuntamiento. Los hombres supervivientes de Maltane, unos treinta en total,
cogieron sus improvisadas armas y escudos. Entre ellos había al menos una
docena de muchachos que parecían demasiado jóvenes para combatir, y
veinte mujeres que se negaron a ocultarse. Los guerreros de Nithrom,
entretanto, estaban reuniéndose en la empalizada.
La primera bala de cañón dio en el blanco contra la torre del viejo
templo situado detrás de la casa de la villa. Se oyó un rechinar de piedra
perforada, y se desplomó hacia el interior una parte del tejado.
Un segundo más tarde, otra bala impactó en la empalizada exterior,
partiendo tablas y haciendo estremecer la tierra. Uno de los hombres de
Maltane fue arrojado de la plataforma de observación, y cayó al fango de
abajo.
«Ya tienen la distancia bien calculada, que los dioses nos asistan», pensó
Fithvael.
Se volvió. La puerta estalló hacia el interior y destrozó el abrevadero en
una tremenda nube de piedra y agua, que mató a varias cabras. La puerta
destrozada parecía muy abierta y vulnerable.
Otras dos balas de cañón entraron silbando; una atravesó el tejado del
ayuntamiento, y la otra pasó a través de la parte superior de la empalizada.
Se derrumbó una sección de la plataforma y cayeron otros dos habitantes de
Maltane; uno se levantó, pero el otro, apenas un muchacho, quedó inmóvil
sobre la marga con el lado izquierdo destrozado.
Gilead y Nithrom corrieron hasta la puerta abierta y miraron hacia
abajo. Filas de escaramuzadores tileanos a caballo atravesaban a medio
galope el foso exterior y penetraban en la parte inferior de la población.
Detrás de ellos, avanzaban las líneas de infantería, armadas con picas,
alabardas y arcos.
Más balas de cañón descendieron silbando, pasaron por encima del
montículo y cayeron detrás de él, en el foso inferior.
—¡No podemos luchar contra esto! —imprecó Gilead.
—No, no podemos. —Nithrom miró otra vez hacia el exterior, y luego se
volvió hacia los defensores—. ¡Adentro! Bajad al sótano. Tendrán que dejar
de disparar antes de que entren las tropas. A ellas podremos hacerles frente.
Necesito que dos se queden conmigo, para dar el aviso.
Todos los defensores se ofrecieron, así que Nithrom reflexionó un
instante, y luego hizo su elección.
—Bruda, Dolph. El resto abajo. Gilead os conducirá al exterior cuando
llegue el momento.
Incluso los de Maltane vacilaron ante aquello. Nithrom siempre le había
dejado el segundo mando a Cloden, y el propio Gilead se sorprendió. Si no
Cloden, entonces sin duda Caerdrath, antes que él.
—¡Haced lo que os dice! —rugió Cloden, sin hacer caso del desaire—.
¡Abajo!
Los defensores entraron y bajaron por la escalerilla hacia el interior del
sótano. Cayeron más balas de cañón, que destrozaron el tejado del megarón
y la cancillería del templo. Algunas impactaron contra la empalizada y
destruyeron secciones. Nithrom, Dolph y Bruda se pusieron a cubierto.
En el aire cerrado y viciado del sótano, Cloden pidió calma. La tierra que
los rodeaba se sacudía con los impactos del exterior, y de las vigas del techo
caían polvo y fango. Los habitantes de Maltane estaban aterrorizados, y con
mucha razón.
Harg se puso de pie —un enorme bulto peludo en medio de ellos—, y
abrió los brazos.
—¡He conocido cosas peores que esta, amigos! ¡Mucho peores!
¡Levantemos el ánimo y cantemos una canción!
Empezó a cantar un flemático himno de batalla de Norsca, que entonó
con lentitud para que pudiesen aprender la letra y responderle, al mismo
tiempo que daba palmas al ritmo del canto y de los impactos de lo alto.
Al ver el esfuerzo que hacía, la mayor parte de la partida de Nithrom
intentó unirse a él: Cloden les enseñó a los niños a dar palmas; Vinze se
puso a pronunciar con excesiva claridad las empastadas palabras del Norsca;
Erill susurraba la letra y dirigía a las mujeres.
Brom cantaba con los demás, pero Fithvael vio que no dejaba de mirar
hacia arriba con cada nuevo proyectil que caía. «Debería estar con su
hermano», pensó el elfo.
También Gilead reparó en el nerviosismo del artillero, e hizo una mueca
de dolor. Conocía demasiado bien el sufrimiento que conllevaba la
separación de un gemelo. Se paseaba entre la apiñada muchedumbre y daba
palmas para alentarlos a todos.
Madoc permanecía sentado en el fondo del sótano, cerca de los
escalones, con el espadón colocado de través sobre las rodillas, y daba
palmas a la vez que formaba los versos con los labios.
Fithvael se acercó a Gaude, que se encontraba acuclillado junto al
cadáver de su señor, envuelto en la capa.
—¿Qué estas haciendo? —le preguntó con delicadeza por encima de la
canción y los impactos.
Cuando Gaude se volvió, vio que había cogido la espada de Le Claux de
las manos del muerto.
—Lo que debería haber hecho antes.
Fithvael se acuclillé cerca de él.
—Tú no eres un guerrero… —Dejó que las implicaciones de eso flotaran
entre ambos.
—Ahora, puede ser que no. —Gaude se aclaró la garganta como si
estuviera nervioso—. Lo fui una vez… Sir Gaude. Fui un campeón de la
bendita Dama. En el Campo de Alesker, perdí el valor y el honor. Desde
entonces, he seguido a este pobre tonto borracho como su escudero. Pobre
Le Claux… no estaba hecho para ser caballero.
—Nos sirvió con orgullo.
—Puede ser. La Dama le dé paz, nunca tuvo el espíritu de un caballero.
—¿Y tú sí?
Gaude se puso de pie y sacó la hermosa espada de caballero de la vaina.
—Lo tuve. Creo que ha llegado el momento de recuperarlo.
Fithvael se sintió conmocionado por la pura valentía del escudero, y casi
esperaba oír coros angélicos a su alrededor. Cuando empezaron a sonar, tuvo
que sacudirse para volver a la realidad.
Pero era Caerdrath, que había sacado su lira elfa y estaba tocando y
entonando el áspero canto de Harg. El hombre de Norsca parpadeó y volvió
la cabeza, pero al ver la sonrisa en los ojos de Caerdrath, continuó. Era el
sonido más extraño y plañidero oído jamás sobre la faz de la tierra. Un
desamparado alto elfo de Saphery con la más pura música dorada en su voz,
cantando una áspera y brutal canción épica del norte.
Cantaron juntos, en una armonía que ninguno de los presentes olvidaría
nunca, y entonces, ahogados durante unos momentos los mortales impactos
de los cañones enemigos, todas las voces del sótano se unieron al himno.
Los repetitivos golpes sordos de los impactos, intercalados siempre con
las detonaciones de la piedra partida, los chasquidos de la madera al
romperse y el estrépito de las tejas que caían, quedaron repentinamente
acallados.
Hacía dos horas que estaban metidos bajo tierra. En la oscura bodega
todos guardaron silencio y alzaron el rostro para mirar hacia el techo.
Gilead, Vinze y Cloden levantaron las espadas. Caerdrath envolvió la lira y
se puso el casco. Brom avanzó hasta el pie de la escalerilla con la maza en la
mano.
Oyeron una voz lejana procedente del exterior, aunque no entendieron
qué decía. No obstante, Gilead, Fithvael y Caerdrath supieron de inmediato
que era Nithrom que los llamaba.
—¡Ahora! —gritó Gilead al mismo tiempo que ascendía la escalerilla
detrás dé Brom, que ya había trepado hasta la trampilla.
Los luchadores lo siguieron —Cloden, Caerdrath, Harg, Vinze, Fithvael,
Madoc y el joven Erill—, con Gaude pisándoles los talones, aún vestido de
escudero pero armado con el espadón y el escudo de su señor muerto.
Tras ellos iban los guerreros de Maltane, los hombres, mujeres y
muchachos capaces y preparados para luchar con herramientas rurales y
armas oxidadas en la mano.
Gilead y Brom salieron por la trampilla y corrieron en cabeza por el
megarón lleno de polvo. Del exterior les llegaban gritos, y sonidos
esporádicos de combate. Apenas repararon en que el tejado de la gran
estancia estaba derrumbado y abierto al cielo, y que corrían sobre tejas y
vigas caídas.
Afuera, la empalizada era un vestigio de lo que había sido antes. La
totalidad de la zona norte y la puerta eran una ruina de astillas. En realidad,
todo el montículo interior había sido objeto de tremendos destrozos, pero la
empalizada norte se había llevado la peor parte. Salía humo por doquier, y el
ganado corría suelto, liberado de los establos por los disparos de cañón.
Nithrom, Bruda y Dolph defendían la brecha, codo con codo,
asestándoles golpes a los soldados de la infantería tileana, que ya se abrían
paso a través del foso. Nithrom había derrumbado el puente interior, pero la
enorme cantidad de enemigos llegaba como un torrente y accedía al
complejo de la cima.
Al cabo de un instante, Gilead estaba con Nithrom, y su espada asestaba
estocadas y golpes en una danza mortal. Un momento más tarde, Brom y
Vinze se unieron a Dolph, y Cloden intervino para apoyar a Bruda. Como
demonios que blandieran espadas, asestaban golpes y estocadas, y arrojaban
a tos vociferantes asesinos contra los compañeros que los seguían.
—¡Cuidado! ¡A la izquierda! —gritó Erill cuando él los demás salían del
ayuntamiento.
Más mercenarios tileanos estaban abriéndose paso a través de las tablas
resquebrajadas de la empalizada, a la izquierda, donde las balas de cañón las
habían golpeado.
Erii corrió hacia el lugar, con Fithvael y Gande pisándole los talones, y el
trío atacó a los primeros intrusos. Fithvael vio que el muchacho manejaba
bien la espada corta elfica, como si hubiese nacido para empuñarla, pero no
tenía destreza ni experiencia. Sus violentos golpes carentes de método lo
dejaban sin defensa ante la manada de perros mercenarios que irrumpía a
través de la brecha de la empalizada, y las heridas que tenía tampoco lo
ayudaban. Una estocada de alabarda se estrelló contra un lado de su rostro, y
Erill cayó.
Fithvael estaba rodeado por una muchedumbre de tileanos, y blandía la
espada como un salvaje.
—¡Gaude! ¡Llévate al muchacho! —chilló.
Pero Gaude también estaba ocupado. Había arrojado a un lado el escudo
de Le Claux y se había trabado en lucha con el enemigo; el espadón prestado
destellaba. Era la más extraordinaria exhibición de lucha con espada que
Fithvael había visto jamás en un humano. Ya fuese que lo impulsaba la
aflicción o la necesidad de venganza, Gaude paraba, esquivaba y atacaba
como un maestro, y su espada se movía como metal líquido.
Harg y Madoc entraron en la refriega desde detrás, y mientras Madoc
atacaba con su espada, Harg se llevó a rastras el cuerpo ensangrentado de
Erill. Entonces, llegaron más asesinos y se unieron a la lucha en la brecha de
la empalizada.
Tras entrar y salir de la inconsciencia, Erill despertó y se encontró
tendido lejos de la lucha, junto a los escalones destrozados del
ayuntamiento. Se levantó, y entonces volvió a desmayarse a causa de un
salvaje estallido de dolor; luego, recobró de nuevo el conocimiento y se
reincorporó. Tenía el lado izquierdo de la cara insensible y frío, y por la
sangre que le cubría el cuello y la parte frontal, supo que tenía una herida
horrible. No podía ver con el ojo izquierdo, aunque no se atrevía a tocarse
con los dedos por temor a lo que encontraría.
Pero con el ojo izquierdo veía… ¡Por los dioses, qué leyendas estaban
forjándose!
En la brecha de la puerta principal, Nithrom, el poderoso elfo, se
encumbraba sobre una pila de cadáveres mientras golpeaba con la espada a
un lado y otro, formando una niebla de sangre en el aire. A su izquierda,
Cloden, hundía el espadón largo de Carroburgo en las acorazadas cabezas de
los atacantes… Los gemelos de Ostland, Dolph y Brom, reunidos en
combate, golpeaban con sus mazas… Vinze y Bruda, la espada de Reikland y
el sable de Kislev, reían al enfrentarse con la interminable marea de soldados
de librea azul y blanca, bañados en sangre… Gilead era un borrón
demoníaco que acometía al enemigo con su espada larga…
En la brecha de la izquierda de la empalizada, el canoso Fithvael, lado a
lado con Madoc y Harg, asestaba estocadas y cortaba miembros en
sangriento abandono. La gran hacha de Harg describía círculos y giros
mientras mataba; la espada de Fithvael estocaba y golpeaba, y Madoc…,
bueno, parecía usar su arma como si fuera un martillo de guerra, girando,
flexionando y descendiendo a cada golpe, intentando emplear su ilimitada
maestría con el martillo para sacar el máximo provecho a la espada.
Y Gaude, ¿era él de verdad? Casi perdido en la muchedumbre de
tileanos, demostraba una destreza con el espadón que un humilde escudero
no podía ni debería tener.
Drunn y los guerreros espontáneos de Makane también estaban en
medio de la carnicería, asestando estocadas, puñetazos y cuchilladas. Erill
vio caer a varios bajo la experta destreza de los mercenarios tileanos, pero
ninguno murió sin honor.
Rodó de lado y vio a Caerdrath. El elfo había visto otra brecha en la
empalizada y había corrido para cerrarla. Cuatro habitantes de Maltane lo
habían acompañado, animados por sus gritos.
Lo que entró por la brecha no fue un hombre ni un elfo, ni nada que
Erill quisiese volver a ver.
El ogro era tres veces más grande que el humano más voluminoso y de
más tosca constitución. Iba vestido con harapos de color azul y blanco, y en
cada uno de sus enormes puños blandía una azuela de hoja de pedernal. Los
tileanos se escabullían al interior a través de la brecha, en torno a él, y lo
animaban.
—¡Klork! ¡Klork! ¡Klork! —vitoreaban para que avanzara.
El ogro mató a los dos primeros guerreros de Makane que llegaron hasta
él con un solo golpe de una de las azuelas. La bestia bramó y de sus dientes
rotos saltaron gotas de saliva cuando el cuello fibroso alzó la boca deforme
hacia el cielo.
Caerdrath llegó hasta él en tres pasos como un borrón dorado. Su espada
descomponía la luz de tan rápido que volaba. Una de las enormes azuelas
cayó en la marga, aún aferrada por la garra del ogro, y la sangre negra manó
como una fuente en todas direcciones.
El ogro, Klork, bramó y le lanzó un golpe al elfo, pero Caerdrath esquivó
la azuela mortal y, al lanzarse de cabeza, rajó con la espada un flanco del
ogro.
Klork se volvió con lentitud al mismo tiempo que golpeaba, y la azuela
restante abolió un lado de la hermosa armadura plateada de Caerdrath.
El elfo cayó, rodó y se puso de pie, enfrentado directamente con el ogro.
EriI se tensó al ver que el alto elfo escupía sangre que caía sobre el bello peto.
Sin hacer caso del dolor que lo laceraba, Erill se puso trabajosamente de
pie y encontró su espada. Mareado, corrió hacia la lucha, hacia el ogro. Un
tileano cargó contra él y, de alguna manera, consiguió esquivarlo y
decapitarlo con un tajo limpio en el que ni siquiera pensó.
Klork le lanzaba golpes a Caerdrath, que se movía como un rayo de un
lado a otro; pero Erill comprendió que el elfo era más lento que de
costumbre. La sangre manaba a través de las junturas de las placas de
Ithilmar.
Erill se lanzó hacia adelante con la espada sujeta delante de él. La
magnífica arma elfa se clavó en la espalda del ogro y la punta salió por la
garganta de la descomunal bestia.
Klork vomitó sangre y cayó, estrellándose en el fondo del foso como un
árbol talado.
Erill osciló, y vio que Caerdrath le sonreía. Luego, cuatro picas tileanas
destrozaron al elfo herido, ensartándolo por todas partes.
Erill se lanzó contra los tileanos, chillando, agitando la espada manchada
de sangre de ogro. Tuvo vaga conciencia de que Madoc y Cloden llegaban
hasta él y se lanzaban a la brecha.
Después el dolor de la cabeza se hizo demasiado agudo, y el mundo
comenzó a darle vueltas. Sonidos de acometida, fantasmas en el aire, el
suspiro final de un elfo, oscuridad.
Durante tres horas seguidas, hasta pasado el mediodía, retuvieron el
montículo interior de Maltane contra las hordas que llegaban en
muchedumbre desde abajo. Sólo los soldados de infantería podían subir a la
cima de la elevación, dado que el foso y lo empinado de la cuesta
imposibilitaban el acceso de la caballería. Muchos jinetes tileanos
desmontaban y se unían a la acometida de la infantería. Los mercenarios
arremetían contra el espacio en que había estado la puerta, y entraban a
gatas por puntos de la empalizada que habían sido debilitados por las balas
de cañón. Algunos intentaban, incluso, escalar la empalizada. Los que
trepaban o entraban por pequeñas brechas no podían llevar consigo nada
más largo que una espada, pero en la puerta principal, hileras de picas y
alabardas atacaban a los defensores.
Sin embargo, como había predicho Nithrom, al menos el bombardeo
había cesado cuando la infantería tileana se puso a tiro.
Por dos veces los asesinos lograron entrar en el espacio interior, y la
derrota pareció a punto de caer sobre el frágil Maltane. En la primera
ocasión, en la puerta principal, poco después de que cayeran Klork y
Caerdrath, Cloden, Vinze y Gaude efectuaron un contraataque de maníacos
desde el flanco izquierdo de la entrada destruida, le cortaron la retirada al
apresurado grupo de tileanos que ya estaba adentro, cerraron la brecha e
hicieron retroceder a los demás atacantes con espadas que estaban tan
empapadas en sangre que relumbraban con un color rojo apagado. Detrás de
ellos, Harg y los gemelos artilleros de Osdand les hicieron frente a los que
estaban dentro del recinto y acabaron con ellos en una refriega brutal librada
sobre la marga, ante el pórtico del megarón.
En la segunda ocasión, justo antes de mediodía, un nuevo grupo de
tileanos, a los que nadie vio circundar el montículo interior por el exterior
de la empalizada, derribaron una sección con hachas. Esto se produjo al otro
lado, al oeste, casi detrás del templo, una dirección desde la que aún no los
habían atacado. El estruendo del combate que se libraba ahogó los golpes de
las hachas, pero un niño, uno de los que habían ayudado a Gilead a afilar las
armas, vio la incursión desde una ventana del templo donde se ocultaba. Sus
alaridos alertaron a la madre y a una anciana, que atravesaron corriendo el
salón comunal y les gritaron las noticias a los defensores.
Tres habitantes de Maltane lograron desenredarse de la refriega, y fueron
los primeros en atravesar el recinto interior y responder al ataque. Uno era
un arador llamado Galvm, alto, con hombros como un tirante de granero.
Los otros dos eran un pastor y un tejedor.
Para cuando llegaron, ya había ocho mercenarios tileanos dentro de la
empalizada y docenas más se esforzaban por atravesar el agujero. Iban todos
sin escudo, y la mayoría estaban armados con hachas y espadas cortas, lo
único que se habían atrevido a llevar al describir el traicionero circuito en
torno a la empalizada. Pero dos tenían ballestas.
El pastor cayó con una flecha clavada en el cuello antes de que el trío
hubiese llegado siquiera a la distancia necesaria para luchar con la espada. El
otro ballestero clavó una flecha en un muslo de Galvin, pero el valeroso
guerrero no ralentizó su carrera. Mató a ambos ballesteros mientras
intentaban volver a cargar sus armas, con golpes salvajes de alabarda. Era un
arma tilearia que le había quitado a un cadáver en un momento anterior de
la batalla, y rio ante la justicia de ese hecho. Luego, el y el tejedor que blandía
una espada se encontraron en medio de los enemigos.
Dos tileanos derribaron al tejedor a golpes de hacha, pues la templada
experiencia de los mercenarios superó la febril ansiedad del defensor. Luego,
se echaron todos sobre Galvin, y entraron más a través de la brecha. Para
entonces, Gilead se había zafado de la lucha principal ante la entrada, y
corría hacia el segundo frente por la ruta más directa: a través del
destrozado megarón. Saltó hacia afuera por una ventana rota del oeste,
donde el ayuntamiento se unía con la pared del templo, medio derrumbada.
Al pasar por el megarón logró recoger su arco largo y negro, y la aljaba, que
se encontraban entre los equipos que habían dejado amontonados al llegar.
Gilead se puso de pie, bien afianzado, sobre el tejado bajo de tejas de un
estercolero, desde el que veía la brecha, y comenzó a disparar flechas de
plumas rojas hacia los soldados enemigos. Cada vez que tensaba el arco y lo
soltaba, lanzaba una larga flecha de madera de fresno, que iba a clavarse en
un cuerpo tileano. Derribó a seis, los suficientes como para que el herido
Galvin pudiera moverse y abrirse paso a golpes para salir de la
muchedumbre de asesinos.
Llegaron volando mas flechas Bruda estaba arrodillada al borde del
tejado del propio megarón, y disparaba con su arco kislevita de doble curva.
Juntos, los dos arqueros de ojos de halcón continuaron matando a los
tileanos que se movían en desorden. No había adónde correr, donde ponerse
a cubierto de las mortales flechas, como no fuese al otro lado de la
empalizada. Mientras los últimos arañaban y gateaban para salir y dejaban
doce muertos o agonizantes en la tierra removida, Bruda y Gilead
dispararon también contra su espalda.
Cuando estuvieron fuera de la vista, Gilead soltó el arco y saltó al suelo,
donde desenvainó la espada de empuñadura de oro. Corrió hasta la brecha y,
con ayuda de Galvin, arrastró un carro de heno hasta ella para cubrirla.
Cuando estuvo segura de que no aparecerían más tileanos, Bruda también
bajó el arco y descendió de un salto para ayudar. El trío colocó el carro en su
sitio con bastante esfuerzo, y luego usaron un azadón para apuntalarlo bien
con las maderas rotas de la empalizada.
Galvin se sentó de repente, debilitado por la sangre perdida. Aparte de la
herida de flecha, tenía cortes y trozos de piel sueltos en una docena de sitios.
Estaba bañado en sangre de pies a cabeza, pero no era toda suya.
—¿Qué puedo hacer? —les preguntó con voz jadeante al elfo ya la
kíslevita.
—Vigila aquí —le respondió Bruda.
—Podrían intentarlo otra vez. Quédate aquí y vigila la brecha —añadió
Gilead.
—Pero no puedo quedarme… —comenzó Galvin. Se balanceaba de
manera excéntrica, pero el resonante rugido de la batalla era demasiado
fuerte para no hacerle caso—. ¡Debo luchar, en nombre de Sigmar! ¡Mi
aldea…!
—Entonces, recupera nuestras flechas mientras vigilas. Las
necesitaremos más tarde.
Bruda le enseñó al arador cómo usar un cuchillo corto para abrir tajos y
extraer las flechas sin romperlas.
Gilead y Bruda regresaron a la lucha justo a tiempo de sumarse a
Nithrom y Madoc, a los que estaban haciendo retroceder los espadachines
tileanos.
—¿Dónde está Caerdrath? —gritó Gilead por encima del tintineo de
espadas y los roncos alaridos de dolor.
Nithrom lo miró, y se dio cuenta de que Gilead no sabía cómo había
caído el otro elfo.
Abajo, el cuerno sonaba a lo largo del valle y redoblaban los tambores.
Era la señal para que los tileanos se retiraran. Hasta el más fuerte asalto sólo
puede mantener el ímpetu durante un tiempo tan largo sin obtener ventajas,
y todas las ventajas les habían sido negadas.
Los asesinos de Maura dejaron de luchar y retrocedieron por la
pendiente del montículo, y muchos echaron a correr porque sabían que los
amargados defensores no los dejarían marchar sin impedimentos. En efecto,
Bruda y Fithvael, y Dolph con un arco prestado, dispararon contra ellos
mientras corrían, y con sus flechas mataron a media docena e hirieron a
más. El foso interior y la pendiente norte del montículo estaban sembrados
con los cadáveres de los atacantes del sur.
Los defensores se dejaron caer casi como un solo hombre, vencidos por
el agotamiento. La mayoría de los aldeanos que habían luchado lloraban o
jadeaban. Las mujeres, los niños y los ancianos salieron con precaución del
ayuntamiento y el templo para atender a aquellos que aún podían
recobrarse.
Madoc encontró a Erill y lo llevó al megarón. El muchacho estaba sin
conocimiento y la parte izquierda de su rostro era una masa sanguinolenta.
Fithvael halló a Gilead de pie y en silencio, junto al destrozado cuerpo de
Caerdrath. El veterano elfo podía sentir el dolor y la angustia que latían
dentro de su viejo amigo ante aquella visión; casi eclipsaba el dolor que el
propio Fithvael sentía por la pérdida.
—¡Gilead! ¡Gilead! —gritó una voz que se alzó por encima de los
lamentos y llantos, y se impuso al redoblar de los tambores lejanos.
Pero Gílead no se volvió hasta que Fithvael le tocó un brazo. Giró con
brusquedad. Era una alta figura pálida, de aspecto asesino, con la cota de
mala negra salpicada de sangre y con ojos de un color sangre tan oscuro
como sus hombreras y su capa escarlata.
Era Gaude quien gritaba. Se encontraba al otro lado del recinto interior,
junto a la puerta derribada. Gilead avanzó hacia él a través de la
muchedumbre de pobladores exhaustos y heridos, y Fithvael apresuró el
paso para seguirlo.
Cuando se aproximaron, Gaude no dijo nada más, sino que se volvió a
mirar el suelo pisoteado y empapado en sangre… donde yacía el cuerpo de
Nithrom.
Vinze estaba arrodillado junto al cadáver quebrantado, y tenía entre los
brazos la cabeza del elfo. Nithrom parecía dormir. Una espada tileana rota
sobresalía entre sus costillas a través de la armadura de cuero con tachones.
Entonces, Fithvael sintió una punzada de dolor mucho más profunda
que la experimentada por la pérdida de Caerdrath. Las lágrimas, calientes e
irritantes, le escocían los ojos. Al mirar a su alrededor, se encontró con que
estaban todos allí: Cloden, Madoc, Harg, Bruda, los gemelos. Los ojos de
todos estaban enturbiados por el dolor. Bruda alzó el rostro al cielo y
comenzó a gimotear una plegaria-himno kislevita. Cloden escupió al suelo,
apartó los ojos y sacudió la cabeza con aire triste. Harg avanzó y se arrodilló
con Vinze, dócil y dulce como un niño. Madoc guardaba silencio, como una
estatua. Los gemelos, de modo simultáneo, hicieron la señal de bendición de
Sigmar.
—¿Cómo? —preguntó Fithvael.
—En el último momento —respondió Gaude en voz baja—. Después de
que sonara el cuerno, cuando retrocedían. Uno de los últimos en huir, el
teniente Fuentes, por lo que pude ver.
—¡Fuentes! —Gilead siseó el nombre.
También los aldeanos estaban agrupándose allí, en silenciosa e incrédula
masa. Fithvael sabía que aquel era el peor resultado posible. A pesar de todo
lo que habían hecho, a pesar de la increíble resistencia que habían
presentado para derrotar al salvaje enemigo, eso les arrancaba el corazón de
cuajo. Nithrom era el líder de todos ellos, su jefe. Ninguno había
contemplado la posibilidad de que jamás pudiese caer, ni su partida de
guerreros formada por amigos y viejos camaradas, ni los aldeanos que
habían creído hasta la última de sus alentadoras palabras; ni tampoco los
dos elfos de Tor Anrok, los últimos de su estirpe, que lo consideraban como
postrera unión con su propia herencia.
La moral de todos había muerto con Nithrom. Se alzó viento del este y el
cielo, ya oscuro, comenzó a llorar con un fuerte aguacero. Abajo, en el valle,
los tambores tileanos volvieron a sonar y los soldados mercenarios que
regresaban comenzaron a formar en líneas de escaramuza en torno al foso
exterior. Aún quedaban más de diez veintenas: caballería, infantería y
arqueros, por no mencionar a los equipos de artillería que aguardaban en la
escarpa norte.
—Debemos reforzar las defensas —dijo Dolph.
—Reconstruir lo que podamos antes de que vuelvan —acabó Brom.
—¡Al diablo con ello! —gruñó Vinze, mientras dejaba con delicadeza la
cabeza de Nithrom sobre el suelo y se ponía de pie—. Se ha terminado.
Estamos listos. Marchémonos; retrocedamos antes de que puedan
echársenos encima otra vez. Cojamos lo que podamos y pasemos por la
parte trasera de la empalizada. Podremos llegar al bosque al caer la noche.
—¿Todos nosotros? —preguntó Gaude con amargura—. ¿Mujeres y
niños? ¿Los viejos, los enfermos, los heridos?
—¡Hemos hecho lo que hemos podido! —gritó Vinze al mismo tiempo
que daba media vuelta y se alejaba—. ¡Hicimos más de lo que nadie habría
creído posible! —Con esto, lanzó una larga, despectiva mirada hacia Gilead
—. Pero ahora se ha acabado.
—¿Los abandonamos? —insistió Gaude, y Vinze se encogió de hombros.
—Pueden acompañarnos; como ellos quieran.
—¿Y que nos cacen los perros tileanos en esos bosques? —preguntó
Harg—. Sabes que Maura no nos dejará marchar así como así, Vinze. Saldrá
de cacería tras nosotros.
—¿Sin comida, provisiones, agotados como estamos todos? —Cloden
completó el cuadro—. ¿Y ellos bien abastecidos y ansiosos por derramar
sangre? Algunos de nosotros podríamos escapar: los más capacitados
físicamente, tal vez; los que pueden cabalgar y luchar en caso necesario; los
que han hecho una carrera de la habilidad de escabullirse como ladrones.
Vinze dio un paso hacia el de Carroburgo, y luego se volvió a un lado.
—¡Maldito seas, Cloden!
—Nos quedamos a luchar. Acabaremos esto —insistió Cloden con
firmeza—. Nos… —Se detuvo en seco y se volvió hacia Gilead—.
Perdóname, señor, estoy olvidando el sitio que me corresponde. Nithrom te
nombró a ti como su sucesor. Yo… estoy demasiado acostumbrado a ser el
segundo al mando.
Fithvael se tensó. Por un largo rato pensó que Gilead podría no
responder. El hijo de Lothain era un bastardo arrogante en sus mejores
momentos, pero entonces, rodeado por los esclavos humanos a los que
despreciaba, con Nithrom y Caerdrath muertos… no sería un buen instante
para comportarse de acuerdo con su naturaleza, para imprecar y maldecirlos
a todos, para desesperarse y dejar que sus negros estados anímicos se
apoderaran de él como habían hecho durante toda su vida. Sin embargo,
Gilead escogió ese momento para sorprender a su compañero.
—No me siento ofendido, Cloden. Tal vez lo mejor sería que tú
desempeñaras el papel que ya conoces.
Cloden sacudió la cabeza.
—Nithrom te nombró a ti. Lo hizo por alguna razón. Por tres veces me
salvó la vida en combate, Nithrom te tuin, y otras tantas veces mediante la
palabra, porque lo escuché. Nithrom te nombró a ti, y para mí basta.
Gaude y Madoc asintieron ambos con la cabeza, y también lo hicieron
los gemelos.
—Da —añadió Bruda.
—Por su voluntad, debes ser tú el jefe —convino Harg. Gilead miró a
Fithvael.
—¿Tienes que preguntármelo, viejo amigo? —respondió el veterano elfo.
Luego, Gilead se volvió a mirar a Vinze.
Vinze guardó un momento de silencio, y luego se giró con una ancha
sonrisa y un encogimiento de hombros. En su rostro había tristeza, pero la
sonrisa era genuina, el aire de un bribón, brillante como una llama
transparente.
—Si todos estos idiotas están de acuerdo… —respondió. Gilead se volvió
y miró hacia el pie de la cuesta a través de la puerta. El regimiento de Maura
estaba reuniéndose al otro lado del foso, y podía ver fuegos de campamento.
No volverían a acometerlos hasta que no hubiesen descansado y comido,
pero podrían atacarlos con los cañones.
—Llevad a los muertos dentro y tendedlos de cuerpo presente en el
megarón —dijo Gilead—. Luego, que bajen todos al sótano. Los cañones
volverán a hablar antes de que acabe el día. Tú, y vosotros tres —escogió a
algunos de los niños de más edad que habían afilado armas con él—, haced
guardia aquí arriba. Entrad con nosotros si disparan los cañones. Si eso
sucede, no os quiero aquí afuera. Pero gritad si veis que vuelven.
Ansiosos, los niños corrieron a la puerta.
—¿Qué hacemos con las defensas? —preguntaron Dolph y Brom con
una sola voz.
—Ya no tiene sentido valerse de ellas. Los perros tileanos derribarán con
los cañones cualquier cosa que nosotros podamos construir. Necesitamos un
plan mejor.
El sótano era tan sórdido y estaba tan sucio como ellos lo recordaban.
Entonces también había heridos allí abajo, que colmaban el aire con sus
gemidos y el hedor de sus heridas abiertas. Se repartió agua y comida,
aunque las reservas comenzaban a estar bajas. Fithvael hizo lo que pudo por
Erill y el muchacho estaba otra vez consciente, con el rostro envuelto en
vendas.
—Tendrás una buena cicatriz —comentó Fithvael con una risa entre
dientes, mientras le quitaba las vendas y le aplicaba emplastos de hierbas
sobre las heridas.
—Caerdrath ha muerto. Yo vi cómo sucedía —susurró el muchacho.
—Lo sé.
—Una mujer me ha dicho que Nithrom también cayó.
—Me parte el corazón decirlo, pero… sí, cayó, y entregó la vida. Valiente
hasta el final.
—Ponme en forma. Ponme lo bastante bien como para que pueda luchar
con vosotros.
—Tienes una fea herida, muchacho, y el ojo, bueno, lo…
Erill se sentó con elegancia.
—No me importa. Ponme lo bastante en forma como para que pueda
resistir con vosotros hasta el final. Necesito hacerlo. Me importa un comino
si caigo muerto un momento después de que el último de nosotros sea
vencido, o después de que haya huido el último de ellos. Necesito luchar
ahora, por amor a mi padre.
Fithvael se detuvo al darse cuenta de que hasta entonces no había
entendido realmente por qué Erill estaba con ellos. Los otros eran todos
viejos camaradas de Nithrom que habían luchado, habían guerreado y
habían bebido a su lado, y todos tenían una deuda de batalla o un juramento
de sangre con él. Pero ¿este? Fithvael había supuesto que Erill estaba allí
porque pretendía hacer carrera como soldado de fortuna, y Nithrom le había
dado una oportunidad.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—Nithrom… era mi padre.
Fithvael dejó las hierbas en el suelo. Una cosa semejante no era del todo
insólita en los cuentos, pero a pesar de todo… ¿Uno de la raza de los elfos y
una mujer humana? Eso podría explicar el aspecto frágil del muchacho y su
grácil fuerza física. De hecho, entonces que Fithvael se detenía, creía detectar
algo nuevo en la herencia del muchacho. Y sin embargo, ¿era
verdaderamente posible que las dos razas se mezclaran de ese modo?
—¿Cómo?
—Fui criado en una aldea cercana a Altdorf. Mi madre siempre me dijo
que mí padre había muerto en una guerra del Imperio, cuando lo reclutaron
para llevarlo al este. Pero al morir ella de fiebres cuando yo tenía dieciséis
años, apareció Nithrom. Él me contó la verdad y se ocupó de mí.
Fithvael suspiró. Pensó en Nithrom dando vueltas por aquel tosco
mundo, haciendo amistades, librando guerras, hallando consuelo para su
soledad entre la especie humana de breve existencia. Nithroin había dejado a
un lado las viejas costumbres de un modo tan definitivo y absoluto del jamás
logrado por Fithvael y Gilead. Se había convertido en parte de eso que los
humanos llamaban inocentemente el Viejo Mundo, no en un observador
fantasmagórico que moraba en su periferia. Había vivido la vida y había
criado aquel niño humano para que fuese un hijo del cual sentirse orgulloso,
por muy contrario a las viejas costumbres que eso fuera.
Fithvael experimentó el dolor más profundo y terriblemente vacío de
toda su existencia. Necesitó unos momentos antes de hablar otra vez, así que
se ocupó en volver a vendar la herida y se alejó del muchacho tumbado en el
camastro para regresar un poco más tarde con la espada larga de Nithrom.
—Úsala bien, Erill te tuin —dijo al ponerla en las manos del muchacho.
Resultaba irrelevante si el relato de Erill era o no cierto, cuando estaban tan
cerca de perderlo todo.
—Ya tengo la tuya —susurró Erill al mismo tiempo que señalaba la
espada corta que le había prestado Fithvael—. La manejo sin problemas.
—Así debe ser. Y la espada de tu…, de tu padre, la manejarás todavía
mejor. Vivirás, Erill. Si puedes levantarte, levántate. Si puedes luchar, lucha.
Yo no te detendré. Te lo has ganado.

***
—¿Así que estamos aquí sentados esperando a que vengan? —preguntó
Bruda mientras afilaba su cimitarra con una muela.
Gracias a Galvin, su aljaba —y también la de Gilead—, estaba casi llena
otra vez. Entonces, el arador herido era atendido en el fondo del sótano.
—No —respondió Gilead—. Respondedme a esto… —Los miró a todos,
a los restantes soldados de fortuna que se encontraban sentados o de pie por
la bodega—. ¿Cómo nos han causado más daño, ellos?
—¡Con sus condenadas espadas, maldito seas! —espetó Harg.
—No, el daño mayor —insistió el elfo con paciencia—. ¿Qué estuvo a
punto de hacernos renunciar?
Madoc hizo un gesto. Primero intentó hablar, pero su boca chasqueó sin
pronunciar palabra. Al recordar que no podía hacerlo, dibujó en el aire con
un dedo índice la runa elfa inicial del nombre de Nithrom.
—Exacto. Mataron a nuestro líder. Durante un rato después, estuvimos
perdidos, al borde de la derrota.
—Por lo que estás diciendo —comentó Vinze con frialdad—, supongo
que tienes algo que proponernos.
—Ya veo adónde quiere ir a parar —dijo Gaude.
—Y yo —añadió Cloden.
—¡Maura! —exclamaron los dos gemelos a un tiempo.
—Maura el Asesino. Justo. —Gilead sonrió, y su expresión no era
tranquilizadora.
—Esas escorias se han lanzado contra nosotros una y otra vez, y han
pagado el precio. ¿Acaso volverían si no tuvieran detrás a ningún gran
asesino con un látigo? Si Maura estuviera muerto, ¿qué harían? ¿Atacar? Yo
no lo creo. Renunciarían y echarían a correr.
—Así que —dijo Vinze al mismo tiempo que se levantaba y bebía un
trago de una bota— tu plan es matar a Maura y dejarlos como un cuerpo sin
cabeza. Bien. Vamos allá. ¡Ah…!, sólo una cosa más: ¿cómo demonios
vamos a hacer eso?
Gilead llamó a Drunn, el pastor, que se les acercó.
—¿Qué edad tiene este poblado? —le preguntó al demacrado hombre
maduro.
—Es más viejo que mi memoria o que mi familia, señor —replicó el
hombre.
—¿Y el ayuntamiento y el templo?
—Hace años que están aquí, generaciones; la ciudad creció en torno a
ellos. El padre de mi padre decía que en tiempos del padre de su madre, o
era en tiempos de su tío abuelo.
—Eso no importa ahora mismo.
—No; estoy seguro de que no. En cualquier caso, en otros tiempos esto
fue la casa solariega de un noble, las construcciones de aquí, en lo alto del
montículo; antes de que fuese una aldea, decía mi familia. El templo es de
esa época. El ayuntamiento es más moderno, por supuesto. El Gran Fuego
de Invierno de cuando mi bisabuelo era joven se desmoronó, y construyeron
otro. Parece que vamos a tener que volver a hacer lo mismo, si tenemos
oportunidad.
—¿Y esta bodega?
—¡Ah!, es una reliquia de tiempos antiguos.
—¿Y esto? —Gilead se deslizó detrás de una de las grandes tinajas de
agua y levantó una losa suelta. Debajo había un oscuro pozo húmedo.
—¡No sabía que eso estuviera allí! —dijo Drunn, con una expresión de
asombro pintada en el pálido rostro.
—¿Cómo lo has descubierto tú? —preguntó Fithvael.
—Lo advertí la primera vez que bajamos aquí. Estaba buscándolo. Los
humanos que construyen fortalezas nunca se quedan sin una salida trasera.
—Muy impresionante —murmuró Bruda.
—Pero ¿cómo sabes eso? —insistió Fithvael.
—Me lo dijo Nithrom —respondió Gilead tras una pausa. Tosió y
continuó—. He aquí lo que debemos hacer ahora: bajar allí y seguir el
pasadizo hasta el exterior, y podremos salir de este montículo sin que se
enteren los asesinos. Así llegaremos hasta Maura.
—Pero ¿adónde puede conducir el pasadizo? —preguntó Dolph.
—¿Adónde va a salir? —añadió Brom, y Gilead se encogió de hombros.
—Eso no lo sé. A los bosques, lejos de la aldea si sigue las pautas
habituales. Yo sugiero, si estamos de acuerdo, que enviemos a averiguarlo a
alguien que esté habituado a escabullirse de los sitios.
Todos se volvieron a mirar a Vinze, el cual parpadeó y se puso de pie
para coger una lámpara.
—¡Oh, será un enorme placer! —dijo con sequedad. Encendió la
lámpara y avanzó hasta el agujero sin más protestas, donde Gilead lo sujetó
de los brazos mientras bajaba.
Antes de soltarlo, Gilead clavó sus ojos en el ladrón de rubios cabellos.
—No querrías ni soñar lo que sucedería si no regresaras.
—Lo sé. Confía en mí, elfo. —Le hizo un enorme guiño—. Nithrom
siempre lo hizo.
Justo antes de la cuarta hora de la tarde, los tíleanos reiniciaron los
cañonazos. Los niños que Gilead había puesto a vigilar sintieron los
primeros impactos más que los vieron. Luego, saltaron al aire fuentes de
fango líquido de la rajada tierra de la pendiente del montículo, y los
chiquillos corrieron al interior, gritando a la máxima potencia de sus voces
atemorizadas.
La lluvia no había cesado en toda la tarde. Entonces era torrencial y caía
como una cortina bajo las rachas del borrascoso viento del norte. El cíelo
estaba permanentemente gris y opalescente. Daba la impresión de que el
aguacero no era más que el heraldo de una tormenta aún peor que se
avecinaba.
Empapados y temblorosos, los niños bajaron precipitadamente a la
bodega, chillando todos a la vez, pero el escándalo no necesitaba intérpretes.
Todos habían sentido los estremecimientos del montículo.
Vinze aún no había regresado. Gilead envió a Dolph y a Brom a la
superficie para que hiciesen una valoración del bombardeo y discernieran lo
que pudiesen de las tácticas enemigas. La tormenta estaba oscureciendo el
cielo hasta un negro nocturno, y en las lejanas montañas del norte
destellaban los rayos. Los gemelos de Ostland informaron de que habían
visto movimientos en el campamento enemigo, claramente algún tipo de
preparativo, pero nada avanzaba hacia ellos, excepto los disparos de cañón;
es decir, a menos que los tileanos estuviesen usando algún tipo de brujería
de ocultación o camuflaje que ni siquiera sus agudos ojos podían detectar.
Gilead acababa de envainar su espada y se la había colgado entre los
omóplatos, preparado para descender por el agujero del suelo de la bodega
cuando regresara Vinze.
El de Reildand estaba completamente cubierto de fango negro, así que
sólo se le veía el blanco de los ojos. Muchos de los habitantes de Makane
profirieron exclamaciones ahogadas y retrocedieron al verlo impulsarse
hacia arriba desde el piso, casi un ser no muerto cubierto de porquería de
una tumba.
No habló hasta que se enjugó la boca con vino, escupió varios sorbos de
fango y luego bebió de verdad. Con una manga se enjugó la boca, que quedó
blanca y nítida sobre el fondo de suciedad.
—Tres buenos kilómetros, se desvía hacia el oeste —informó entre
jadeos. Fithvael se dio cuenta de que estaba cansado y sin aliento—. Luego,
asciende y gira hacia el norte y sale al bosque del lomo de la escarpa, a unos
ochocientos metros del campamento de Maura, según mis cálculos, por
encima y detrás de él.
—Y no es fácil de recorrer —observó Gilead, y Vínze volvió a escupir.
—Pero servirá —dijo Bruda, ansiosa.
—¿Quién va? —preguntó Cloden.
—Todos iremos —replicó Gilead—. Para matar a Maura en su
campamento, seremos necesarios todos nosotros… por lo menos.
—Pero ¿qué sucederá si ataca, mientras estamos bajo tierra? —preguntó
Cloden.
—Entonces, que se queden dos para defender la puerta y mantenerlos
entretenidos mientras los demás hacemos el recorrido.
—¿Quiénes?
Gilead dudó durante un segundo.
—Recuerdo —dijo Vinze— que Nithrom solía echarlo a suertes.
—Entonces, eso haremos —asintió Gilead.
Sacaron pajitas de la mano cerrada de Drunn. Brom y Gaude sacaron las
más cortas.
—Pues seréis vosotros dos —concluyó Gilead.
—Tres.
Al volverse vieron que Erill se encontraba de pie detrás de ellos, con la
hermosa espada de Nithrom en una mano. Estaba pálido y parecía débil, con
el ojo perdido y el lado izquierdo de la cara vendados, pero en su voz joven
había valor.
—No os serviría de nada ahí abajo, pero resistiré aquí de buena gana,
con Gaude y Brom.
—Que así sea —dijo Gilead con ojos de orgullo—. Ahora, pongámonos a
cumplir con nuestro propósito.
Abajo las cosas eran mucho peores de lo que Vinze les había descrito.
Una chimenea desigual de piedras que se desmenuzaban descendía hasta el
corazón del montículo, mojada de fango y otros limos menos sanos.
Entraron en la total oscuridad casi de inmediato, y bajaron a tientas. La
chimenea en sí era traicionera, y todos se dieron cuenta muy pronto de hasta
qué punto Vinze era diestro y ágil. Había que apoyar pies y manos a ciegas
sobre piedras que se desintegraban. Después de que Cloden resbalara y
estuviera a punto de caer, Gilead les ordenó que bajaran de uno en uno y
avisaran al llegar al fondo. No quería que alguien cayera y arrastrara a otros
dos o tres consigo. Según estaban las cosas, si alguien se caía y se rompía
algún hueso, dudaba que pudieran volver a izarlo por la estrecha chimenea.
El desdichado, sin duda, moriría atrapado en el fondo, y bloquearía el paso a
todos los demás.
Abajo, el pasadizo era aún más bajo y estrecho, apenas un túnel cavado a
través de empapados sedimentos negros. Tenían que arrastrarse en fila india
con las armas y equipos delante de ellos. El lugar era muy húmedo y
encerrado, y olía a moho y podredumbre. Continuaron arrastrándose, sin
aliento, a través de la interminable oscuridad. De vez en cuando, les llegaba
un trueno lejano. Ninguno podía distinguir si se debía a la tormenta del
exterior o al bombardeo de lo alto, o al gruñido en sueños de gigantescos
reptiles que descansahan en las profundidades de la tierra.
Fithvael maldijo cada centímetro demoledor de huesos que tuvo que
recorrer a rastras. Perdió toda noción del tiempo y la situación,
posiblemente por primera vez en su larga vida de adulto. La profundidad, el
encierro, la negra oscuridad, todos abrumaban sus naturales capacidades
para juzgar la distancia y el emplazamiento. Tenía la boca y el cabello llenos
de tierra pegajosa, y estaba cubierto de suciedad. Aquel no era sitio para un
elfo.
Había convertido el largo escudo en un trineo para sus armas y zurrón, y
lo arrastraba detrás de él con una larga correa atada al cinturón. Cada cinco
minutos, el escudo se atascaba y lo detenía, y él se veía obligado a tender una
mano hacia atrás o empujarlo con el pie para soltarlo. No tenía ningún
contacto con los otros. Harg iba delante de él, demasiado lejos para verlo;
Bruda, según creía, estaba detrás, pero sólo podía oír cómo se arrastraba y
sus lejanas imprecaciones apagadas. De vez en cuando, una llamada en voz
baja descendía por el estrecho túnel, de Vinze o Gilead, que iban en cabeza,
pero no lograba entender ninguna de sus palabras.
Estuvo a punto de estrellarse con Harg desde atrás. El hombre de Norsca
estaba detenido y gemía.
—¿Harg? ¿Qué te sucede?
—¿Quién eres?
Fithvael había olvidado lo mal que veían los humanos en la oscuridad.
—Soy Fithvael.
—¡Ten cuidado! ¿No puedes volverte?
—¿Volverme? ¿Dar la vuelta? ¡No! ¡El túnel es demasiado estrecho! —
Una fría punzada de miedo le atravesó el corazón. Harg imprecó.
—Estoy completamente atascado.
Fithvael sintió que se le ponía la carne de gallina, y que las paredes se le
echaban encima. Si el de Norsca estaba atascado, no habría manera de
continuar avanzando…, ni de retroceder. El pensamiento hizo que le diera
vueltas la cabeza.
Miró en torno de las piernas del hombre. El ya estrecho túnel se
estrechaba aún mis en aquel punto, y el techo se curvaba hacia abajo. Pensó
en encender una lámpara para ver mejor, pero recordó con qué rapidez
consumiría la llama el escaso aire que tenían. Consumiría el aire… Fithvael
intentó ahogar el miedo que lo invadió.
Cayó en el fango alrededor de Harg, y luego lo empujó con la esperanza
de que el estrechamiento fuese algo localizado. En caso contrario, estaría
encajando a Harg mis apretadamente en su tumba. El hombre del norte no
pareció moverse en absoluto. Los dos se pusieron a arañar el fango. Entonces
Fithvael oyó que Bruda se les aproximaba por detris, jadeando a medida que
avanzaba.
—¿Qué problema hay? —gritó.
—Harg está atascado —respondió Fithvael, también a gritos, a la vez que
empujaba el peso muerto del hombretón.
¡Malditos fuesen todos por el hecho de que ninguno hubiese pensado en
eso! Harg, el más grande y ancho de todos ellos, no estaba hecho para
deslizarse con facilidad por donde podía pasar un delgado ladrón como
Vinze.
—¡Empújalo! —lo exhortó Bruda.
—¡Lo estoy intentando! —gruñó Fithvael.
—¡Déjame pasar! ¡Yo lo empujaré!
—¡No hay espacio! —le espetó Fithvael al mismo tiempo que se limpiaba
la boca de limo.
Rodó hasta ponerse sobre el lado izquierdo, apoyó las piernas contra las
paredes del túnel y volvió a empujar con todas sus fuerzas.
—¡No sirve de nada! —gimió Harg, a cuya profunda voz de bajo afloró
una nota de pánico.
«¡Tiene que servir, por todos los dioses!», gritó Fithvael para sí mismo, y
volvió a empujar con todas sus fuerzas.
La resistencia se debilitó, y Harg se alejó de él patinando sobre el fango,
con un grito. Fithvael cayó de narices sobre el légamo del piso, y grandes
goterones de fango y trozos de piedra se precipitaron desde el techo.
—¿Harg?
—Puedo moverme… ¡Por el bendito árbol del mundo! ¡Puedo
moverme!
El túnel había vuelto a ensancharse tras el abombamiento, y Fithvael
pudo oír que Harg volvía a arrastrarse.
—¡Vamos! —le gritó a Bruda.
En el momento de reanudar su implacable avance, el elfo se dio cuenta
de lo rápidos y potentes que eran los latidos de su corazón.
Allá lejos, en la superficie, se aproximaba la octava hora de la tarde y la
tormenta cerraba su puño en torno a la noche de Maltane. Cada pocos
segundos, el cielo destellaba, incandescente con fuego blanco, y el resonante
trueno hacía temblar los árboles, las tejas, las paredes y el suelo. La cortina
de agua había estado cayendo durante varias horas.
Envueltos en capas empapadas, Gaude, Brom y Erill permanecían
ocultos junto a la puerta del recinto interior, mirando hacia las líneas
tileanas a través del diluvio. Los cañonazos habían cesado hacía una hora y
media, más o menos, y a través de la tormenta no se veía señal alguna en la
zona baja, excepto algunos braseros que los mercenarios habían encendido
bajo colgadizos y toldos para protegerlos de la lluvia.
—Al menos han parado con los cañonazos —murmuró Gaude.
Brom asintió con la cabeza. Estaba sentado sobre un cubo invertido y
devoraba un cuenco de estofado que mantenía protegido de la lluvia con un
pliegue de la capa como si fuera el ala de un martín pescador.
—No pueden encender mechas ni pólvora en una lluvia como esta. Pero
yo tampoco puedo. —Hizo un gesto triste hacia su arma de fuego, envuelta
en hule y apoyada bajo el reborde de la empalizada.
Erill observaba bajo la luz de los relámpagos. Cada destello dejaba
claramente a la vista el paisaje durante un segundo, nítido y blanco azulado.
Mirar a los relámpagos lo obligaba parpadear y le hacía daño en el ojo sano,
pero cada parpadeo captaba la fugaz imagen en negativo que quedaba
grabada en su memoria. El dolor de las heridas era agudo y le latía de
manera intolerable.
—Hace mucho que partieron —dijo Brom al mismo tiempo que dejaba
el cuenco en el suelo—. El doble de tiempo que Vinze, y él fue y volvió.
—Llegarán —murmuró Gaude.
Otro destello y un rugido. Incluso la torrencial lluvia pareció dar un
respingo.
—¡Movimiento! —gritó Erill, y los otros se reunieron con él de un salto.
—¿Dónde?
—Dentro del foso exterior, en las viviendas de abajo —dijo Erill a la vez
que señalaba.
—Es tu imaginación…
—Espera otro relámpago.
—Pero…
—¡Espera! —La voz del muchacho era de certidumbre. El relámpago
recorrió el cielo una vez más.
—¡Allí!
—No he visto nada —se quejó Gaude, y Brom sacudió la cabeza.
Pero Erill sabía qué había visto: puntos oscuros, negro lustroso en la
lluvia, destellando en la luz de la tormenta justo debajo de ellos. Y con el
último relámpago, se había dado cuenta de que algunos estaban ya al pie del
montículo.
—Id a la casa de la villa. ¡Traer aquí a los demás!
—Estás asustándote de las sombras —dijo Gaude con paciencia, y dio un
respingo cuando sobre ellos estalló otro mazazo de luz y trueno.
—No es verdad —dijo Brom, de pronto, a la vez que tensaba el arco—.
También yo los he visto esta vez. Erill, ve a buscar a cualquiera de los
aldeanos que sea capaz de luchar.
Erill se alejó corriendo en la tormenta hacia el megarón, sumergido
hasta las espinillas en el agua estancada dentro del recinto.
Gaude ya tenía la espada desenvainada y miraba hacia donde señalaba
Brom. Distinguió algo entre las formas oscuras y manchas de lluvia. Cosas
que había tomado por cercas y desagües, o montículos de hierba, se estaban
moviendo: había veintenas de hombres armados ascendiendo el montículo
en silencio.
—¡Por la Dama! —jadeó, y en su voz había auténtico miedo.
Erill regresó con Galvin, Drunn y unos treinta y cinco defensores o
futuros defensores que quedaban; eran los últimos. A los que tenían arcos,
Brom los reunió a lo largo de la empalizada norte y en torno a la puerta,
donde los que empuñaban espadas, picas y guadañas formaron una falange
con Gaude, detrás de la muralla de escudos que habían levantado en la
entrada. El agua chorreaba de los puños y las narices, de las placas de los
cascos y las armas. Todos estaban inmóviles y decididos.
Se oyó un sonido siseante y un golpeteo, como si la lluvia hubiese
arreciado una vez más; pero era una andanada de flechas de plumas azules
que ascendía por la colina. Golpearon con ruido sordo contra los escudos,
los postes de la empalizada y el suelo. El granjero que estaba junto a Erill
cayó con una flecha atravesada en la garganta y otra en la cadera. El hombre
ni siquiera había llegado a hablar.
Entonces, unas siluetas oscuras corrían montículo arriba. Eran siluetas
que podían verse incluso sin ayuda de los relámpagos, y cuyas armas
desenvainadas destellaban.
—Preparados, preparados… —les advirtió Gaude.
Se produjo otra andanada de flechas, que, al clavar sus puntas metálicas
en la empalizada, parecieron chasquear más sonoramente. Erill percibió un
incongruente olor a humo.
Llegaron más flechas que describieron arcos anaranjados en el cielo.
Flechas con brea encendida, que continuaba ardiendo a pesar de la lluvia.
Siseaban y crepitaban contra las maderas mojadas de la empalizada, pero
algunas se clavaron en puntos donde la brea se extendió. Erill sabía que
entonces la tormenta estaba de parte de ellos. Porque si la lluvia cesaba,
Maltane comenzaría a arder.
Agachado y escupiendo fango, Dolph salió a gatas por la abertura hecha
de piedra en la ladera norte del bosque. Era el último en emerger. La
abertura estaba cubierta de aulaga y zarzas, pero Gilead y Vinze habían
cortado la mayor parte para que resultase más fácil salir.
La última parte de largo camino recorrido a rastras había sido la más
dura, pues habían tenido que salvar un túnel ascendente casi tan empinado
como aquel por el que habían descendido desde el suelo de la bodega, pero
sin la ventaja de contar con piedras viejas para apoyar los pies. Además,
empujaban o arrastraban equipo, y entonces estaban cansados más allá de
toda medida.
No había estrellas para calcular la hora, y por encima de los susurrantes
árboles bramaba la tormenta. No obstante, Fithvael estimaba que habían
tardado cuatro o cinco horas en hacer el recorrido. Estaban todos cerca,
reclinados o desplomados contra troncos de árboles, jadeando. Madoc alzó
el rostro hacia el cielo y dejó que la torrencial lluvia le lavara el limo. Harg
bebió un largo trago de vino de la bota que llevaba en el zurrón. Daba la
impresión de que lo último que estaba dispuesto a hacer cualquiera de ellos
era una incursión armada.
Gilead les concedió unos momentos para estirarse y comprobar sus
equipos. Con el agua de lluvia corriéndole por la cara y los brazos, se puso la
capa roja sobre los hombros, ajustó la posición de la aljaba y el arco, y
deslizó el brazo en las correas de su largo escudo sin ornamentos. Hecho
esto, desenvainó la espada.
Avanzó hasta Vinze, que se hallaba sentado de espaldas contra un olmo
y tenía el rostro entre las manos. Aunque mejor preparado que los demás
para el recorrido, estaba exhausto por hacerlo realizado tres veces en un
espacio de ocho horas.
—¿Vinze?
—Preparado cuando tú lo estés —respondió el de Reikland con un
suspiro y sin alzar la mirada.
Gilead se volvió hacia los demás. Bruda ya estaba otra vez de pie, con la
cimitarra desenfundada y el pequeño escudo redondo en el brazo. Harg
tenía dispuesta el hacha. Madoc apretaba las correas de cuero que envolvían
la empuñadura del espadón, y le hizo un gesto de asentimiento a Gilead.
Cloden le había quitado las protecciones a su espadón largo y estaba
probando el filo del mismo. Dolph tenía a punto el escudo y la maza, por no
mencionar el zurrón que había arrastrado desde el montículo y que contenía
su arma de fuego.
Fithvael preparó la ballesta. Llevaba la espada envainada y el escudo
sujeto a la espalda.
—Lo haremos —le dijo a Gilead—. Ya hemos llegado hasta aquí.
Gilead asintió, y Fithvael vio oscuridad en su expresión, una oscuridad
que no había visto tan intensa desde los perdidos tiempos pasados, cuando
habían ido tras el asesino de Galeth.
Era la expresión de la venganza, y de inmediato se dio cuenta de qué
había impulsado a Gilead a llegar tan lejos, qué había activado su admirable
dirección de la compañía. La venganza…, por Caerdrath, por Nithrom, por
la esperanza que ellos habían simbolizado.
Y también —Fithvael estaba seguro de ello—, lo había impulsado la pura
cólera sanguinaria por los dolores y agonías de toda una vida. Con gran
tristeza y claridad, comprendió que Gilead no esperaba de esa aventura nada
más que la oportunidad de apagar su sed de venganza, de coquetear otra vez
con la muerte. No necesitaba la victoria. No necesitaba salvar Maltane; ni
siquiera necesitaba vivir lo suficiente como para ver otro amanecer.
Sólo quería enviar a Maura, el arquitecto de todo aquello, y a su teniente
Fuentes, la escoria que había asesinado a Nithrom, chillando camino del
infierno.
Fithvael sintió hielo en el corazón. Había seguido a Nithrom para hallar
un propósito, y se había sentido lleno de júbilo cuando Gilead se reunió con
ellos. Pero la empresa no había logrado más que destruir a Nithrom y
despertar en Gilead aquel terrible impulso melancólico que ya había
consumido la mayor parte de su vida.
Iban a enfrentarse con un maníaco asesino, conducidos por un jefe que
no estaba mucho más cuerdo que él, cuyas decisiones estarían enturbiadas
por sus peores emociones.
La pintoresca partida de guerreros se escabulló escarpa abajo a cubierto
de los agitados árboles y la lluvia, acercándose a la parte trasera del
campamento de Maura. La tormenta no amainaba.
Cuando hicieron una pausa a cubierto, vieron dardos de fuego que
volaban hacia el lejano montículo interior, y a la luz de los relámpagos
distinguieron siluetas oscuras que se movían por la pendiente. En una parte
de la empalizada se veían varios focos de fuego.
Mucho más cerca, justo debajo de ellos y al final de los árboles y zarzas,
se encontraba el campamento tileano: una agrupación de tiendas y grandes
doseles, alumbrados desde dentro por lámparas y pequeñas hogueras. Al
oeste había corrales de caballos y mulas, los que tiraban de los carros de los
cañones y de las carretas, y los corceles de la caballería. Al parecer, todos los
hombres de Maura avanzaban a pie en este nuevo ataque.
Al este del campamento, más cerca de ellos, los cañones tileanos estaban
alineados sobre las laderas, con los equipos de artilleros reunidos bajo
toldos, fumando y bebiendo. Unas pocas siluetas vagaban por el
campamento principal de tiendas, y los tambores redoblaban.
Con un gesto silencioso, Gilead le indicó a su línea que avanzara.
Entraron por la retaguardia del campamento. Bruda, Vinze y Gilead, con las
espadas envainadas, cayeron sobre los artilleros por detrás y los silenciaron
con las dagas. En grupos de dos y tres, los hombres quedaron muertos sin
saber qué les había sucedido.
Entonces, los detuvo Dolph y, con ayuda de Harg, movieron los
contenedores de pólvora, bajos y anchos, y los apilaron. Dolph echó sobre
ellos un hule y usó su pedernal para encender una mecha lenta.
Gilead parecía impaciente, pero aguardó hasta que concluyó el trabajo.
Luego, volvieron a ponerse en movimiento, internándose entre las tiendas.
Madoc abrió una raja en la parte trasera de una tienda con su espada, y
al entrar sorprendió a dos oficiales que estaban jugando a dados. Los mató a
ambos antes de que pudieran gritar.
Bruda se agachó bajo un cable de retén y esperó hasta que un centinela
llegó a su altura antes de salir y matarlo con un golpe firme de cimitarra.
Harg atrapó a otro centinela con sus carnosas manos y le partió el cuello.
Gilead se deslizó hasta una de las tiendas más grandes e irrumpió en el
interior con la espada desnuda.
Estaba vacía. El elfo volvió a salir y miró a su alrededor para buscar otro
objetivo probable.
Fithvael, que se encontraba un poco más abajo que su viejo amigo, en el
pasillo que quedaba entre dos tiendas, vio al centinela tileano que aparecía
por detrás de Gilead. El hombre comenzó a proferir un grito de alarma que
cortó en seco la ballesta de Fithvael, pero el precipitado disparo sólo había
herido al hombre en un brazo, y este cayó entre alaridos de dolor.
Gilead dio media vuelta y lo mató, para luego lanzar una mirada furiosa
hacia Fithvael. Para entonces, el campamento ya había despertado a la vida,
y los mercenarios ataviados de blanco y azul estaban saliendo de todas
partes con las armas en la mano. La lucha comenzó de verdad.

***
En el montículo, los defensores sólo podrían mantener a los tileanos a raya
durante un tiempo limitado. Aparte de apagar la mayoría de las flechas
encendidas, la lluvia los ayudaba al convertir las cuestas del montículo en
toboganes de fango, que hacían caer y resbalar hacia atrás a muchos de los
soldados de infantería que avanzaban. Bajo el mando de Brom, los arqueros
de Maltane aprendieron pronto a matar a los asesinos que se encontraban
más cerca a la cima de la cuesta, de modo que, al caer hacia atrás, derribaran
a algunos de sus camaradas, a los que arrastraban consigo en aquel
desfavorable terreno.
Pero no era suficiente. Los ballesteros tileanos situados al pie del
montículo continuaban disparando lluvias de flechas y por la mera
superioridad numérica, los asesinos estaban ganando la puerta y cargando
contra Gaude, Erill y los defensores de Maltane armados con espadas y
picas.
Una feroz refriega estalló en la entrada, y Erill se dio cuenta de la
auténtica desventaja que constituía la pérdida del ojo. Tenía problemas para
calcular con rapidez el espacio y el tamaño, y la luz y el tiempo atmosférico
atroces hacían que resultase aún más difícil. Estaba rodeado por una
carnicería vertiginosa, llena de alaridos y estocadas.
Brom bajó de la empalizada de un salto, tiró a un lado el arco porque se
había quedado sin flechas, y atacó a la muchedumbre de atacantes con la
maza. Se abrió paso a golpes que hicieron volar a los perros tileanos, se situó
junto a Galvm, y ambos arremetieron contra la masa de enemigos con la
maza y estocadas de alabarda.
Gaude blandía la espada de su antiguo señor con la misma formidable
destreza que había demostrado en el enfrentamiento anterior. Tenía las
ropas y armadura destrozadas y ensangrentadas. Con una mano, levantó a
un joven de Maltane que había sido derribado por la acometida de la masa,
al mismo tiempo que asestaba estocadas con la espada. Ya no podía ver a
Erill. ¿Habría caído el muchacho? Antes de que pudiese volver la cabeza
para mirar, otros dos tileanos se le echaron encima con sus espadas.
En una repentina pausa de la refriega, Gaude se dio cuenta de que la
lluvia había mermado. Los ardientes rayos aún iluminaban el combate, pero
se había levantado viento y las ondulantes nubes de lo alto ya no tenían
agua.
Los focos de fuego de la empalizada, aviados por el viento, comenzaron a
propagarse en el momento en que otra andanada de flechas encendidas se
clavaba en ella.

***
Bruda, Cloden y Fithvael estaban trabados en lucha cuerpo a cuerpo dentro
de unos de los estrechos pasajes que mediaban entre las tiendas. Los tileanos
se afanaban en torno a ellos, gruñendo y gritando. El espadón de
Carroburgo susurró al describir un arco en el aire, y dos hombres con
armadura de la caballería fueron lanzados por el aire hacia atrás y
derribaron un toldo sobre un brasero. Las llamas prendieron en la tela caída.
Más tiendas se estremecían y se hundían, algunas arrastradas por los
cuerpos que caían. Fithvael avanzaba trabajosamente sobre las lonas flojas e
intercambiaba golpes de espada con un trío de brutales mercenarios.
Entonces llevaba en el otro brazo el escudo largo del que los tileanos
cortaban virutas de madera.
Bruda derribó a un artillero que arremetió contra ella con una lanza, y
luego se situó junto a Fithvael, y uno de los asaltantes se alejó girando sobre
sí mismo, muerto. Fithvael mató a otro con una estocada, pero acudieron
más a sustituir al tileano.
Dolph, que asestaba golpes a diestra y siniestra, partía cráneos con su
maza. Se encontraba acorralado junto a una hilera de letrinas y destrozaba
cualquier cosa que se acercase con la pesada cabeza de su arma.
Vinze y Madoc se encontraban juntos al lado de los corrales de caballos,
y sus espadas danzaban de un lado a otro. Vinze estaba haciendo buen uso
de su pequeño escudo como arma ofensiva, pues alejaba a tantos con los
golpes de este como con su espada. El espadón de Madoc giraba y daba
vuelas como un martillo, trazando órbitas y circuitos en el aire, atravesando
armaduras y carne, y haciendo volar cascos.
Con un grito salvaje, Gilead se abrió paso a tajos desde el interior de una
tienda que comenzaba a caérsele encima, donde dejó a tres tileanos muertos
bajo el desplomado sudario. A través del confuso tumulto, de pronto atisbó a
Fuentes, el teniente de Maura, que avanzaba con una espada corta curvada
en cada mano. Gilead gritó el nombre del mercenario y se lanzó hacia él.
Fuentes oyó el grito y giró su musculoso cuerpo con un gruñido de
respuesta. Su pétreo rostro se veía lustroso de sudor, y su ojo sano estaba tan
entrecerrado y oscuro que hacía juego con el parche que cubría el otro, lo
cual convertía su semblante en una calavera a la luz de la tormenta.
Despertado de un sueño o arrancado de una juerga de bebida dentro de las
tiendas, no había tenido tiempo de ponerse la capa de color azul vivo, y sólo
llevaba la ornamentada coraza dorada y las hombreras sobre las cuales las
gotas de lluvia brillaban como joyas.
Se lanzaron el uno hacia el otro como venados en celo, dividiendo la
muchedumbre para tener al enemigo al alcance de la espada. Gilead partió
por la mitad a un mercenario que llevaba una podadera, para abrirse paso
hasta el asesino de Nithrom. Fuentes demostró igual menosprecio por los,
suyos al matar a otros dos de sus mercenarios que fueron lo bastante tontos
como para interponerse en su camino, con golpes de tijera asestados con
ambas espadas curvas. La primera derrota se la había tomado como algo
personal, y sin duda había sufrido el enojo de Maura por el fracaso.
Entonces, nada pondría freno a la sanguinaria furia que lo lanzaba tras
quienes lo habían vencido. Nithrom ya había pagado por ello. En ese
momento, tenía a la vista a su otro perro inhumano, al que Fuentes conocía
por el encuentro en el foso exterior.
Se acometieron con dureza, y Gilead pasó una de las espadas cortas con
la suya, mientras la otra dejaba una zanja en su largo escudo elfo. Fuentes
giró sobre sí mismo y atacó otra vez, blandiendo la pareja de espadas en
arcos independientes. A despecho de su corpulencia, era veloz como un gato
y las dos armas hacían que resultase imposible luchar con él de manera
convencional. Era como luchar con dos espadachines expertos al mismo
tiempo.
Gilead saltó por encima de una de las espadas como si fuese un salmón,
y bloqueó la otra con un golpe descendente de la suya cuando estaba en
medio del salto, al mismo tiempo que giraba la mitad superior del cuerpo y
describía un círculo con el escudo como si fuese un arma. La punta del
mismo impactó debajo del mentón de Fuentes y lo lanzó hacia atrás, dando
traspiés y atragantado.
Gilead había visto cómo Virize usaba su escudo como arma, pero el de
Vinze era una pequeña rodela con peso añadido. Hacía falta un ser de
fortaleza sobrenatural —o uno de mente desquiciada— para blandir del
mismo modo un escudo largo en forma de hoja de planta.
Fuentes se rehizo y, al acometerlo otra vez, lanzó un ataque vertical con
la espada derecha a la vez que una baja estocada con la izquierda. La de la
izquierda resbaló por el borde del escudo de Gilead y le abrió una herida por
encima de la cadera izquierda, a través de la cota de malla de Ithilmar. El
último hijo de Lothain arremetió con el escudo y lo estrelló contra el pecho
de Fuentes antes de acometerlo con la espada en una estocada lateral, que
Fuentes apenas fue capaz de parar.
Se separaron y caminaron en círculo uno frente al otro por un segundo.
Las espadas cortas y curvas giraban como aspas de molino de viento bajo las
expertas manos de Fuentes. Luego, el corpulento tileano volvió a atacar. La
espada corta derecha se clavó en el escudo de Gilead, donde quedó atascada,
y abrió un tajo en el brazo del elfo. La izquierda cortó la malla del hombro
derecho de Gilead, y también allí apareció una herida.
Gilead dio un fuerte tirón del escudo, que arrancó la espada atascada de
la mano de Fuentes. La otra arma curva le lanzó una cuchillada, pero Gilead
la hizo rebotar contra el acero azul de su espada larga, y la lanzó despedida
hacia arriba. Luego, descargó un golpe descendente con su arma elfa, y le
abrió a Fuentes un tajo diagonal que le cruzó el rostro y bajó hasta su pecho.
La sangre manó como un surtidor, y Fuentes retrocedió con paso
tambaleante, profiriendo alaridos. Se llevó las manos a la cara al mismo
tiempo que gritaba e imprecaba de furia y desesperación al darse cuenta de
que Gilead le había destrozado el ojo sano. Ciego, empapado en la sangre
que bombeaba a través de la salvaje herida, asestaba tajos al aire a su
alrededor con la espada restante.
Con una sonrisa cruel en su macilento semblante elfo que Fithvael sabía
que no olvidaría jamás, Gilead pasó por un lado del hombre y se situó de tal
forma que la siguiente arremetida ciega de Fuentes lo llevara hacia la espada
elfa. Noventa centímetros de azul acero sobresalieron por la espalda de
Fuentes, y la sangre manó sobre la empuñadura de oro en forma de cabezas
de dragón y sobre la mano del joven guerrero elfo.
—¡Por Nithrom, perro bastardo! —le espetó Gilead al rostro agonizante
del hombre en tileano chapurreado.
Fithvael presenció el breve y explosivo enfrentamiento desde veinte
pasos de distancia, mientras él Bruda batallaban con la escoria de tileanos
que los rodeaban. Bruda profirió un chillido de alegría cuando vio caer a
Fuentes, y también bramó otro, Harg o Vinze, perdido en la masa del
combate.
Entretanto, Cloden estaba rodeado por lanceros y alabarderos. Cortaba y
golpeaba, haciendo girar el espadón largo en círculos, partiendo astas de
alabardas y lanzas, y destrozando cada arma que intentaba clavársele. Pero la
punta de una pica llegó intacta hasta él, lo bastante larga como para
atravesarle un hombro al de Carroburgo. Manó la sangre, y Cloden se
desplomó de rodillas, arrastrando la pica consigo. Se le cayó el espadón
largo, y con ambas manos intentó arrancarse el arma que lo atravesaba.
Madoc se abrió camino a golpes hasta su compañero y mató a los
alabarderos que arremetían para acabar con el caído Cloden. La boca de
Madoc estaba muy abierta en un grito de batalla que no sonaba. El fuego de
Ulric, el Lobo Blanco, estaba en su cuerpo, y el espadón que blandía demolía
a los enemigos. Cuatro perros tileanos se apartaron y huyeron aterrorizados.
Otros, más valientes, se cerraron sobre el silencioso Madoc, que protegía al
inclinado Cloden Se produjo un estruendo, y el primero de ellos cayó con el
cráneo destrozado. Dolph arrojó a un lado su arma de fuego y corrió junto a
Madoc al mismo tiempo que blandía la maza. Juntos, mantuvieron a raya a
las oleadas de tileanos y arrastraron a Cloden hacia los corrales de caballos.
De algún lugar cercano llegaron roncos alaridos, y se derrumbó otra
tienda. Dos figuras combatientes rasgaron la lona para salir al exterior,
mientras sus espadas entrechocaban, golpeaban y cortaban. Era Vinze, que
había encontrado a Maura el Asesino —o el Asesino lo había encontrado a él
—, y los dos estaban entonces trabados en un combate a muerte.
Maltane estaba en llamas. Las paredes de madera ardían con luz más
potente que los intermitentes destellos de la tormenta del cielo. Una caliente,
oscilante luz de llamas bañaba la noche.
Abrumados, los defensores habían retrocedido hacia el interior del
complejo, hasta las ruinas de la casa de la villa, y allí presentaban la última
resistencia contra la tremenda acometida de las hordas que entraban como
un torrente por las puertas incendiadas.
Justo antes de que se apartaran de la empalizada, Gaude les había dado
órdenes a los que le rodeaban y podían oírlo.
Envió a Brom y a tres de los restantes moradores de Maltane de vuelta al
sótano para que condujeran al bosque a cualquiera que aún pudiese
moverse, a través del túnel. Sabía muy bien que eso dejaría dentro del sótano
a docenas que estaban demasiado enfermos o heridos, o que eran demasiado
viejos o demasiado pequeños, pero salvar a algunos ya sería una victoria. Al
resto, los defendería hasta la muerte.
Con él permanecieron Erill, Galvin, dos jóvenes llamados Maikin y
Froil, tres granjeros más viejos llamados Guilan, Kelfer y Hennum, un
ganadero llamado Bundsman, y un viejo cabrero al que todo el mundo
llamaba Viejo Perse. Drunn había querido quedarse, pero Gaude lo envió a
ayudar a Brom en la evacuación de la gente.
Los últimos diez hombres usaron la estructura del megarón contra sus
enemigos, matándolos de uno en uno cuando entraban por las puertas
abiertas o las ventanas rotas.
Erill defendía la entrada principal con la espada de plata de Nithrom. Se
había maravillado ante el peso y el equilibrio de la espada corta que le había
prestado Fithvael, pero no era nada comparada con esta espada larga. En sus
manos, parecía ajustarse a su problema de profundidad de campo e
inexperiencia, retorciéndose y girando como un ser vivo que mordiera a los
atacantes. Erill sabía que las espadas como esa tenían nombre individual, y
deseaba que Nithrom le hubiese dicho cuál era el nombre de la que blandía.
Rogó para que Fithvael o Gilead lo supieran, y esperó vivir el tiempo
suficiente como para preguntárselo.
Los mercenarios tileanos comenzaron a caer dentro del megarón a través
de una rotura del tejado, algunos desplomándose y desparramando tejas
sueltas. Habían subido en busca de una entrada, y derrumbaron consigo una
parte del tejado dañado. Galvin y Bundsman mataron a los primeros con
ayuda de Guilan, pero saltaron más de modo deliberado, y el primero que
pudo atacar cortó la cabeza de Hennum de un tremendo tajo.
Gaude acudió al lugar y cortó por la mitad al tileano, matando al
siguiente y a otro más. Maikin perdió una pierna a la altura de la rodilla y
cayó entre alaridos, antes de que otro golpe del hacha del mercenario
acabara con él.
Entraron más a través de una ventana del flanco izquierdo, y
atropellaron al Viejo Perse, que cayó bajo las patadas y pisotones de sus
botas. Ni siquiera se molestaron en rematarlo y quedó fracturado y
gimiendo bajo el destrozado marco de la ventana.
Tres picadores tileanos irrumpieron por el extremo sur, y clavaron a
FroIl, que se contraía como una marioneta, contra uno de los puntales del
techo. Gaude se separó de la refriega para enfrentarse con ellos, y dejó que
Bundsman y Galvin contuvieran el flujo procedente del tejado. Vio a Guilan
muerto, tendido sobre las maderas empapadas, sobre un charco de su propia
sangre; ni siquiera lo había visto caer.
El lugar estaba alumbrado por las oscilantes llamas del incendio del
exterior, ya través de la niebla de humo teñido de rojo se movían veloces
sombras y siluetas negras que luchaban.
Kelfer profirió un alarido cuando una espada le cercenó ambas manos, y
el alarido se transformó en un gorgoteo al regresar la espada para cortarle la
garganta.
El dueño de la espada arrojó a Kelfer a un lado, y Gaude lo reconoció al
instante. Era Hroncic, el otro teniente de confianza de Maura el Asesino.
Hroncic era un enorme hombre moreno del sur de Tilea, de barba fina y
dientes estropeados. Las orejas desecadas de víctimas anteriores colgaban de
un tiento de cuero en torno a su cuello oliváceo, y rebotaban contra el peto
cuando él se movía. Llevaba una larga espada curva de Arabia, y una rodela
en forma de luna creciente. Sus ornamentados calzones estaban decorados
con borlas de oro trenzado.
Gaude se volvió contra él al mismo tiempo que profería terribles
imprecaciones en idioma bretoniano. La espada de Gaude, que había
pertenecido a Le Claux, era un arma vieja y había sido testigo de muchas
cruzadas hacia el sur, donde había despachado a muchos de los herejes que
llevaban precisamente ese tipo de espada curva. A Gaude le dio la impresión
de que el espadón olfateaba a un antiguo enemigo.
El acero del cruzado bretoniano chocó contra el arma de Arabia y
saltaron chispas en la penumbra. Pareció que Hroncic reía entre dientes de
deleite mientras se defendía del frenético ataque del otro. Gaude lo hizo
retroceder hasta el fondo del megarón en medio de un girante torbellino de
espadas.
En la puerta, Bundsman cayó bajo tres golpes de espada simultáneos, y
Galvin se desplomó cuando la punta de una pica se le clavó en la cabeza.
Erill se dio cuenta de que Galvin aún estaba vivo, aunque aturdido, y se situó
sobre él para mantener los enemigos a distancia con la espada de Nithrom.
Había perdido la cuenta de las heridas que había infligido. El suelo del
megarón estaba sembrado de cuerpos e inundado de sangre.
Hroncic paró la espada de Gaude, giró sobre sí y asestó una brutal
estocada. Gaude se tensó y quedó inmóvil. Hroncic profirió una risilla. La
totalidad de la hoja del sable había atravesado el cuello de Gaude, y lo único
que mantenía en pie al valiente exescudero era la hoja de la cual pendía su
cuerpo.
Los ojos de Gaude estaban abiertos de par en par. Con una risa cascada,
Hroncic retiró la espada.
Gaude debería haber caído en ese momento. Tenía el semblante blanco,
pero el resto de su cuerpo, frente y espalda, estaban bañados en la sangre
que manaba de la terrible herida. Sin embargo, al bretoniano le quedaba aún
un resto de energía inspirada por la venganza. Muerto desde todos los
puntos de vista, blandió su amada espada por última vez al caer, y la
estocada casi decapitó a Hroncic, aunque no lo logró. El bruto saltó atrás,
conmocionado, y la punta de la espada le abrió una mejilla.
Mientras se llevaba una manaza al rostro, Hroncic pasó por encima del
cadáver de Gaude con los oscuros ojos fijos en Erill. Entonces no profería
risillas. Escupió sangre y, hablando de manera gangosa a causa de la herida,
les ordenó a sus hombres que retrocedieran.
Los mercenarios tileanos se alejaron de Erill. El joven volvió la cabeza y
vio que Bundsman estaba acurrucado en un rincón con una lanza clavada
en el pecho.
Se dio cuenta de que era el último que quedaba en pie. Un muchacho de
un solo ojo, el último de la compañía que había salido a caballo para salvar
Maltane, debía enfrentarse con un bastardo ensangrentado que acababa de
derrotar a los mejores de entre ellos.
El humo entraba en el megarón en ruinas, y las llamas comenzaban
entonces a consumirlo. Los tileanos golpeaban las manos entre sí y
entonaban el nombre de Hroncic. El asesino sucio de sangre avanzó. Erill
escupió y alzó la gloriosa espada elfa.
El duelo entre Vinze el Ladrón y Maura el Asesino duró tal vez unos
noventa segundos, y en ese tiempo se intercambiaron centenares de golpes
tan rápidos que el ojo no podía seguirlos.
Vinze, de un metro ochenta de estatura y tan duro y veloz como un
látigo, tenía su espada recta de Reikland, con guarda en forma de cazoleta,
en una mano, y un puñal de treinta centímetros de largo sujeto con la punta
hacia arriba en la otra, bajo la guarda de su rodela.
Maura era un hombre monstruoso, de dos metros de alto, y llevaba una
pesada coraza tileana dorada con intrincados ornamentos. Su cabeza estaba
cubierta por un casco plateado en forma de cráneo de mastín, rematado por
un penacho azul y blanco, y llevaba la visera baja para que nadie pudiese
verle la cara. Ninguno de los de la compañía de Gilead se la vería jamás.
Pero podían oír las bramadas imprecaciones tileanas que profería el bestia
mientras describía círculos al acercarse a Vinze con su enjoyado espadón en
un puño cubierto por un guantelete, y un hacha de caballería en la otra.
Eran un torbellino borroso, el tileano y el de Reikland, girando,
describiendo círculos e intercambiando dos, tres golpes por segundo. El
espadón y el hacha descargaban una lluvia de golpes y estocadas sobre la
espada recta y la rodela. Volaban chispas. La espada de Maura le cortó un
trozo a un muslo de Vinze y, a cambio, el puñal del ladrón le hizo a Maura
un agujero en un hombro al atravesárselo.
Por la velocidad de los golpes, parecían caldereros locos que trabajaran
el metal en una forja para desviar alguna maldición.
La aparición del propio Maura había hecho retroceder a los tileanos y
había permitido que el resto de la compañía se acercara. Gilead, Bruda, Harg
y Fithvael se abrieron paso a golpes para llegar hasta el lugar donde se
desarrollaba el duelo, mientras Dolph y Madoc permanecían junto a Cloden
y lo contemplaban con pasmo.
El trueno resonaba en lo alto. Ninguno vio cómo ardía la fortaleza
interior de Maltane en lo alto del montículo.
Espada contra hacha, espada contra rodela, espada contra espada, hacha
contra rodela, puñal clavado en un muslo, hacha clavada en rodela, espada
contra espada… deslizándose una a lo largo de la otra en una lluvia de
chispas. Espadón tileano a través de un hombro del de Reikland.
Rodela de Reikland contra el casco de rejilla tileano. Espada recta de
Reikland contra hombrera tileana. Espadón tileano contra rodela de
Reildand una y otra vez.
Espada recta de Reikland a través del penacho tileano. Una lluvia de
aleteantes plumas azules y blancas del penacho. Hacha de tilea en el brazo
del arma del hombre de Reikland. Un gran chorro de sangre. La espada recta
de Reikland que rebota en el fango al caer de los dedos insensibles.
El espadón de tilea rebota sobre la desesperada rodela de Reikland. La
hoja de la espada que resbala y queda atrapada entre la hoja y las
voluminosas púas del puñal de Reikland. Mano de Reikland que gira con
brusquedad, y fragmentos de espadón tileano roto, que vuelan en todas
direcciones. Cabeza de hacha tileana clavada con fuerza en el pecho del de
Reikland.
A los noventa segundos y apenas igual número de latidos del corazón,
Vinze cayó.
La compañía, incluido Gilead que asestaba estocadas a los enemigos, se
detuvo presa de la consternación. Maura bramó un atronador grito de
victoria desde dentro de su casco en forma de cráneo de mastín, y un
segundo más tarde un trueno mucho más sonoro los estremeció a todos.
Las cargas preparadas por Dólph estallaron, iluminando el cielo con un
destello más potente y brillante que el del peor de los relámpagos. La pólvora
lanzó al aire un fragmento de tierra de treinta metros, y provocó un alud de
fango que cayó sobre el campamento tileano. Docenas de tileanos quedaron
enterrados, y muchos más fueron destrozados por astillas y rocas lanzadas
por el aire. Un carro entero con un cañón de dos toneladas encima fue
lanzado al aire y se desplomó sobre las filas de asesinos que huían y caían.
Los corrales de caballos quedaron destrozados y los aterrorizados corceles
corrieron en todas direcciones. Todos los demás fueron lanzados al suelo.
Con la vista turbia y los oídos ensordecidos, se pusieron trabajosamente
de pie. La mayoría de los tileanos del campamento huían, los que aún eran
capaces de hacerlo. Más de cuarenta asesinos yacían destrozados,
profiriendo alaridos o descuartizados en el fango.
Bruda pensó que era la primera en levantarse. Cuando una espada le
abrió un tajo de través en la espalda y la derribó sobre fango, se dio cuenta
de que se había equivocado. Luego, se desmayó.
Madoc vio caer a Bruda y vio a Maura de pie sobre ella, con la armadura
dorada ennegrecida por el hollín y una enorme espada en las manos, a
punto de rematarla.
Madoc se interpuso de un salto y bloqueó el golpe descendente. El
espadón del tileano se hizo pedazos.
Con calma, Maura buscó a su alrededor un arma nueva y halló el
espadón de Cloden caído en el fango. Sin esfuerzo, blandió la enorme arma
de Carroburgo y apartó a Madoc de un golpe, que le volvió a abrir la herida
de la garganta.
La masa de Dolph se estrelló contra un flanco del asesino y abolió la
armadura dorada. Era como golpear una roca con una ramita.
Maura rugió, se volvió y atravesó el torso de Dolph con toda la hoja del
espadón. Levantó al hombre de Ostland del suelo, y luego lo quitó de la hoja
como un gato que, de pronto, se cansa de la alimaña muerta con la que ha
estado jugando.
El cadáver acorazado de Dolph se estrelló contra Fithvael cuando este
avanzaba a la carrera, horrorizado, y el peso lo derribó como si fuese una
bala de cañón. El elfo sintió que algo chasqueaba en su pierna izquierda al
caer bajo el peso del cuerpo amortajado en metal.
Maura se volvió para enfrentarse con Harg, que lo acometió como un
oso enfurecido. Hargen Hardradasson, señor de los lejanos fiordos y tierras
heladas, estaba frenético y espumajeaba por la boca, canalizando toda su
locura guerrera en cada golpe de hacha.
Infundía terror el contemplarlo, pero Maura se enfrentó con ese terror y
abrió la vieja herida del rostro con casi total precisión a lo largo de la
dentada cicatriz que había permanecido allí durante veinte veranos. Harg
cayó mientras intentaba mantener unida su mejilla, aullando como un lobo
herido en una trampa.
Maura sopesó la humeante espada de Cloden por encima de la cabeza
inclinada de Harg, y masculló algo en tileaho. El golpe nunca se produjo.
Veloz como la sombra, Gilead estuvo allí en un abrir y cerrar de ojos, y
su espada, la hoja de azul acero del hermano muerto, atravesó a Maura.
Maura se tambaleó y retrocedió. Su ornamentado peto se cubrió de
profundos cortes, y de algunos manaba sangre. Para cuando logró lanzar
una estocada con su espadón, Gilead había cortado completamente el peto
del asesino y lo había despojado de él.
Los dos, cuyas espadas hendían en el aire, batallaron por el claro del
campamento. El girante espadón del tileano mellaba una y otra vez la
preciosa espada de Gilead, y fue cortando trozos del largo escudo elfo hasta
reducirlo a la nada.
Mientras se arrastraba lejos del pobre Dolph muerto y hacía muecas de
dolor cuando los extremos del hueso roto lo lastimaban a cada movimiento,
Fithvael los observaba batallar. Una parte de él estaba orgullosa de Gilead, y
la otra tenía un miedo espantoso. Deseaba ver aquello como un
enfrentamiento entre titanes, como estaba escrito en los mitos, pero lo único
en que podía pensar era en monstruos que se atacaban el uno al otro. Vio
que Maura abría un enorme tajo en un hombro de Gilead, vio a Gilead
atravesar limpiamente con su espada larga un muslo de Maura.
Se encontraban ambos bañados en sangre. Maura estaba haciendo
retroceder a Gilead hacia la linde del bosque, donde la tierra caía en picado
hasta el fondo del valle. Espada contra espada, contragolpe, barrido, parada,
acero de Tor Anrok contra el poder de Carroburgo.
Luego, desaparecieron de la vista entre zarzas y árboles. El terreno era
traicionero dentro del escarpado bosque. Despeñaderos de fango aflojado
por la tormenta vertían cascadas de agua oscura hacia los claros de abajo, y
se habían formado profundas charcas en las grietas de la escarpa.
Ninguno desistía. Maura, como una fábrica de fuerza motriz, blandía el
espadón largo a dos manos con toda la destreza que jamás había demostrado
su dueño, Cloden. Gilead asestaba estocadas y golpes, paraba y atacaba,
recordando de manera instintiva cada movimiento y barrido que le había
sido enseñado.
Por su padre; por Fithvael te tuin, maestro de armas; por el difunto
Nithrom. Hacía tantos años…
Maura golpeó a Gilead en el rostro y le abrió una herida que le dejaría
una cicatriz para el resto de su vida. Tras parpadear para quitarse la sangre
del ojo, Gilead se lanzó contra Maura. Los dos perdieron pie y cayeron por el
borde de un despeñadero de barro, a través de una cascada de agua de lluvia,
al lago que se había formado abajo.
Cayeron al agua entre una nube de gotas, braceando para girar en busca
del otro. Maura era arrastrado hacia abajo por su armadura y la enorme
arma que blandía, pero a pesar de todo salió antes ala superficie.
Estaban hundidos en el agua hasta el pecho. Maura le asestó un golpe a
Gilead, pero la hoja del espadón sólo hendió el agua.
Gilead se lanzó contra Mattra, y los dos volvieron a caer por el siguiente
precipicio, a través de otra cascada y dentro de otro lago de agitadas aguas.
Gilead salió primero a la superficie, pero Maura había atacado por
debajo del agua y la hoja del espadón hendió la cadera izquierda del elfo. El
agua que giraba en torno a ellos se volvió aún más oscura.
Maura emergió bufando y tosiendo dentro del casco en forma de cráneo
de mastín, y después retorció la espada bajo el agua.
Gilead profirió un alarido y, en su furor, cortó limpiamente la cabeza
encerrada en el casco con la espada de azul acero forjada en Tor Anrok hacía
muchísimo tiempo. La espada de Galeth.
La cabeza de Maura se alejó flotando en la corriente, y cayó por otra
cascada, aún invisible y metida dentro del casco.
Gilead, con el espadón todavía clavado dentro, cayó de rodillas en el
agua ensangrentada y comenzó a ahogarse.

***
Y ahí lo tenéis, como os lo había prometido. El relato de la batalla de
Maltane con todos sus detalles. Nunca oiréis junto a mi fuego una historia
de heroísmo mejor, más emocionante ni sangrienta.
¿Qué dices? ¡Ah, pero siempre hay una! ¿Por qué no puedes contentarte?
¿De verdad tengo que atar todos los cabos sueltos?
Muy bien. No, no se ahogó. Lo encontró Bruda. Estaba debilitada a causa
de sus heridas, pero había visto a los luchadores caer por el borde del
precipicio. Halló a Gilead, lo arrastró fuera del agua y le devolvió la vida
soplándole aire en los pulmones con su propia boca.
El espadón. Nunca lo encontraron. Al hundirse, Gilead debió
arrancárselo. Estoy seguro de que continúa oxidándose, incluso ahora, en el
lago que hay al oeste de Maltane. Cloden tuvo que regresar a su tierra para
conseguir otro, y ese viaje, según lo veo yo, es toda una aventura por derecho
propio.
Bueno, sí, claro que Cloden sobrevivió. Su hombro nunca fue el mismo,
por supuesto, pero continuó adelante y realizó hazañas más grandiosas.
Tuvo una partida de guerreros propia, según me han dicho. Nunca perdió la
destreza con el espadón, hasta el final de sus días.
¿Harg? Bueno, tenía la misma cicatriz que antes, sólo que más reciente.
No tengo ni idea de qué le sucedió al fin, pero cada invierno recibo otra piel
de oso y una botella de repugnante aguamiel de Norsca. Me gusta pensar
que probablemente vuelve a ser el rey de alguna parte, algún sitio helado e
inhóspito.
En cuanto a Vinze, se necesitó tiempo para curarlo, y el invierno aún le
provoca dolor en el pecho. Se marchó con Cloden, según he oído. Lo vi hace
más o menos diez años, en Vinsbrugge. Tenía una barba blanca como la
nieve por entonces, y más cicatrices. Bebimos un trago por los viejos
tiempos, pero probablemente ya esté muerto.
¿Bruda? Como ya he dicho, sobrevivió. Pasó el invierno en Maltane,
curándose, y se marchó en primavera. No sé cuántos años vivió después de
eso. Aunque siempre me gustó muchísimo. ¡Bueno, sí, soy viejo, gracias por
mencionarlo! ¡Pero, creedme, aún puedo recordar lo hermosa que es una
mujer!
¿Madoc? Tardó mucho en curarse. Feas heridas. Pero ya sabéis que
sobrevivió, porque las leyendas del Lobo Silencioso son corrientes en este
valle de los bosques, y más allá. Sí, ese es él. El mismísimo.
¿Qué más queréis? ¡Ah, sí! Brom y Drunn condujeron a los evacuados
por el túnel y los llevaron al bosque. Así se salvaron cincuenta aldeanos.
Drunn fue nombrado jefe, como ya sabéis, elegido un año tras otro por su
valentía. Si, lo echo mucho de menos.
Maese Brom nunca fue el mismo después de la muerte de su gemelo. Él y
Gilead se parecían mucho en eso, pero no creo que hablaran jamás del tema.
Elfos, ¿eh? Demasiado cerrados. Brom…, a veces pienso en él y me pregunto
dónde habrá acabado. Solo, realmente solo, dondequiera que fuese.
¡Ah!, ¿cómo dices? Sé paciente. Estoy reservando esa parte. Servidme
otra taza. Bien.
Por supuesto, los tileanos quedaron quebrantados al morir Maura.
Nunca encontraron su cabeza, ¿lo he dicho antes? Y de hecho, quedaron
quebrantados mucho antes de eso, justo después de la explosión provocada
por Dolph. En ese momento, perdieron el valor. Llegaron a Maltane con una
hueste de guerra de tal vez unos cuatrocientos hombres, y dejaron las tres
cuartas partes completas en los campos y las pendientes de la ciudad. Es
bastante fuerte, ¿no os parece?
Comienzo a cansarme y tengo la taza medio vacía. ¿Qué más queréis
saber?
¡Ah!, claro, claro.
Cuando los tileanos ya habían huido, la compañía subió al montículo
interior, que para entonces estaba completamente en llamas. Pero de todas
maneras sacaron a los enfermos y los heridos de la bodega. Añadid esos a
los evacuados, y veréis que la partida de Nithrom salvó a setenta y siete
habitantes de Maltane. Y no es que para entonces quedara mucho de
Maltane. Tardamos años en reconstruir el pueblo.
¡Ah!, callad ya. Muy bien, puesto que insistís, encontraron al joven Erill
en el patio adonde Galvin lo había llevado.
Sólo habían sobrevivido ellos dos. Nadie sabe qué sucedió con exactitud,
pero encontraron la cabeza del bestia Hroncic en el templo, sobre el altar de
Sigmar.
Los supervivientes quemaron en una pira funeraria a Le Claux,
Caerdrath, Nithrom, Gaude y Dolph, con todos los honores y muchos
lamentos. No merecían menos.
La última vez que vi a los dos elfos fue cuando se alejaron a caballo en
una mañana brumosa. Habían pasado aquí el invierno para curarse, y se
marcharon en primavera, justo después de Bruda. Los dos cojeaban aún al
caminar.
No, no sé adónde se dirigían. Y no creo que ellos tampoco lo supieran.
Dudo que maese Fithvael permaneciese durante mucho más tiempo con
Gilead. En el transcurso de ese invierno, su compañero se había vuelto muy
hosco y retraído.
Pero ¿quién soy yo para decirlo? Tal vez aún están viajando juntos por
este triste mundo, incluso ahora mismo.
Me gustaba Fithvael. Tenía alma. Su señor, bueno, no estoy muy seguro.
Dudo que jamás encuentre lo que está buscando, pero sí sé que perder aquí
el rastro, con la muerte de Caerdrath, fue una de las peores cosas que jamás
le sucedieron. Durante aquel invierno, la nube oscura que vivía sobre él,
relampagueó sobre todos nosotros y, aunque me siento mezquino al decirlo,
fue un alivio cuando el señor elfo partió.
¿Yo? Me he contentado con quedarme aquí, en Maltane durante todas
estas estaciones, hasta ahora, cuando me encuentro viejo y encorvado. Sí,
todavía me duele el ojo, por lo general en invierno cuando el viento corta y
se me mete bajo este viejo parche.
A menudo me complace haber formado parte de una leyenda, dado que
esta tierra está tan llena de ellas. Pero echo de menos a mi padre…, si de
verdad era mi padre. Ciertamente, yo creo que es así, y nunca pude
averiguar cómo se llama esta gloriosa espada suya.
DAN ABNETT (12 de octubre de 1965) es un escritor y guionista de cómic
británico.
Es conocido por sus trabajos en el mundo del cómic desde principios de los
90 tanto para Marvel Comics y su filial en el Reino Unido, Marvel UK,
como para DC Comics, medio este en el que son frecuentes sus
colaboraciones con su compañero escritor Andy Lanning.
Probablemente la faceta de su obra más conocida sean sus novelas y
novelas gráficas ambientadas en el universo de Warhammer y Warhammer
40 000 para la editorial Black Library, filial de Games Workshop, que
incluyen varias sagas y docenas de títulos y de las que se habían vendido
unas 1 150 000 copias hasta mayo de 2008.
En 2009 publicó su primera novela de ficción original de nombre Angry
Robot a través de la editorial HarperCollins. Abnett es uno de los autores
más prolíficos en el famoso cómic de ciencia ficción 2000 AD, siendo
responsable de la creación de una de sus series más conocidas y de mayor
duración, Sinister Dexter.
Otras creaciones originales incluyen Black Light, Badlands, Atavar,
Downlode Tales, Sancho Panzer, Roadkill y Wardog. Abnett también ha
aportado historias a algunas de los series más importantes de 2000 AD
incluyendo Juez Dredd, Durham Red y Rogue Trooper.
Su trabajo para Marvel incluye arcos argumentales y números en Death’s
Head 2, Battletide, Los Caballeros de Pendragon (todas ellas series creadas
por Abnett en colaboración con otros autores), Punisher, Máquina de
Guerra, Aniquilación: Nova y varios títulos de la franquicia de los X-Men.
En DC es reconocido por su relanzamiento en el año 2000 de la Legión de
Super-Héroes mediante la serie limitada Legion Lost y la posterior serie de
larga duración The Legion. A partir de estas obras en DC sus
colaboraciónes con Andy Lanning se vuelven habituales, sobre todo en
trabajos para cómic, pasando dicho dúo a ser conocido en la industria como
DnA.
También ha escrito novelas enmarcadas en el universo de Warhammer
40 000 (dentro del género de la ciencia ficción militar) que incluyen la serie
Fantasmas de Gaunt, las trilogías sobre la Inquisición Eisenhorn y Ravenor
y más recientemente algunos de los títulos de la serie La Herejía de Horus
incluyendo el primero de la colección, Horus, señor de la guerra. También
ha escrito varias novelas ambientadas en el mundo de Warhammer Fantasy,
la mayoría pertenecientes a la saga de Las Crónicas de Malus Darkblade.
Su obra incluye también una novela en 2007 para la secuela de Doctor
Who, Torchwood, llamada Border Princess. En 1994, escribió un cómic
promocional para la inauguración de la montaña rusa Nemesis en Alton
Towers.
Durante la última década su carrera ha estado cada vez más orientada al
mundo del cómic sin dejar de lado su producción como escritor. Aparte de
participar en algunas de las series de 2000 AD, comenzó Black Atlantic en
la Judge Dredd Megazine, publicación hermana de laa mencionada 2000
AD y ya en 2008 tomó el control de The Authority como parte del
relanzamiento de los títulos centrales de la editorial Wildstorm mediante el
evento World’s End. Además, Abnett ha trabajado mucho en los personajes
«cósmicos» de Marvel.
NICOLA VINCENT, está casada con Dan Abnett, con quien ha colaborado
en Martillos de Ulric y La venganza de Gilead, entre otras. Contribuyó con
una historia corta para la Sabbat Worlds Anthology (2011).
Notas
[1] Banshee: Espíritu femenino del folclore gaélico cuya aparición o
lamentos advierten a una familia que uno de sus miembros morirá en breve
(N. de la T.). <<

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