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Alfareros Nº2
—Veo que has venido —dijo Max cuando por fin Lionel se
presentó en la biblioteca.
—¿Pensabas que no vendría?
—Francamente, lo pensé. Supuse que irías en busca de
compañía más agradable a fin de ahogar en alcohol tu decepción.
—Max gesticuló y señaló la botella—. Ahógala ahora tan libremente
cómo te apetezca.
Lionel se percató de que su tío ya había bebido bastante. Si lo
sumaba a las cantidades que había bebido durante la cena, tal vez
Phoebe decía la verdad cuando afirmaba que su marido solía beber
demasiado. ¿Habría atinado también con respecto a otras
cuestiones?, se preguntó Lionel mientras llenaba su copa y se
dirigía a un asiento apartado. No estaba dispuesto a hacer frente a
ese pariente nuevo e inoportuno desde el otro lado de la chimenea.
Su elección divirtió a Max, que comentó:
—Eres más transparente que tu padre. Joseph era un experto a
la hora de ocultar sus sentimientos... y sospecho que muchas cosas
más. Quizá con la edad te vuelvas tan sutil como él. Entretanto,
jovencito, puedo leer en ti como en la cartilla.
—Mi madre dijo que sólo querías tomar la sosiega conmigo,
invitación que me pareció impecable —replicó Lionel malhumorado
—. Tomar la sosiega con alguien supone el deseo de hablar, aunque
no me imagino de qué quieres conversar conmigo.
—De muchas cosas. De todas. Puesto que estamos obligados a
vivir bajo el mismo techo, será mejor que nos conozcamos.
—Reconozco que vivimos bajo el mismo techo, pero bien
separados. Mi madre y yo ocupamos el ala oeste.
—Y mi esposa y mi hija, la del heredero, donde deberíamos
estar mi hijo y yo en lugar de alojarnos como reyes en la mejor suite
de Tremain. Supongo que esto es lo que piensas.
—Puede que tú tengas derechos sobre el ala del heredero, pero
no tu hijo.
Lionel ya había apurado la mitad de la copa, cantidad que,
sumada a la que consumió durante la cena, le llevó a mostrar un
exceso de confianza. Al principio se negó categóricamente a acatar
la petición de su madre de que se reuniese con Max en la biblioteca,
estuvo en total desacuerdo con el consejo de seguirle la corriente y
granjearse su simpatía, pero finalmente accedió por curiosidad.
También aguardaba la ocasión de decir lo que pensaba, hecho al
que se sentía autorizado después de conocer por Agatha los
humildes orígenes de Conchita Quintana. Cuando habló, su tío se
ruborizó de cólera.
—Al parecer no has comprendido que el nacimiento de Miguel
está legitimado, hecho que no sólo lo convierte en miembro de esta
familia, con su apellido, sino en mi legítimo heredero. Te pareces a
tu padre más de lo que imaginaba. Joseph también supuso
arrogantemente que nadie debía interponerse en su camino, que
podía dar órdenes y manipular a voluntad. Incluso conspiró en el
caso de mi matrimonio, convenciéndonos a mi padre y a mí de que
Phoebe sería mejor esposa que su hermana.
—¿Su hermana? ¿Te refieres a mi tía Jessica?
—¿A quién, si no? ¿La querida Aggie no te ha contado los viejos
escándalos? ¿Ni siquiera Phoebe lo ha hecho? Siempre fue
insoportablemente mojigata y se avergonzaba del desliz de Jessica.
En lo que a mí respecta, envidié a Simón Kendall, que tuvo mejor
suerte que yo, aunque por aquel entonces no me di cuenta pues
Phoebe era una cosilla fascinante. Parte del acuerdo matrimonial de
Drayton consistía en una participación económica en la alfarería,
aliciente que mi padre apreció porque deploraba mi incapacidad de
dedicarme a algo. No lo condeno; mi padre se forjó a sí mismo y
siempre creyó que todos deberían trabaja^ lo necesiten o no.
Huelga decir que volví a fallar, en parte porque el oficio de alfarero
no me interesaba en absoluto y en parte porque Joseph se ocupó de
que yo no fuese más que un cero a la izquierda, en apariencia a
cargo de tareas administrativas aunque, en realidad, lo único que
hacía era vigilar a los trabajadores y denunciar sus fechorías.
—¿Estás diciendo que los espiabas? Debió de ser divertido.
—Mi idea de la diversión era otra y a ella me dediqué. Caballos,
apuestas, riñas de gallo, luchas entre osos... todos los goces de la
juventud ociosa. Y costaban una fortuna. Ahí fue donde intervino la
astucia de tu padre. Con gran afabilidad me ayudó a ocultar las
deudas a mi padre, que ya estaba harto de saldarlas... aunque
cuando me fui dejé algunos impagados de los que se hizo cargo.
Con Joseph como aliado, me bastaba con pasarle las facturas,
firmar papeles en los que reconocía las cantidades y olvidarme del
asunto. Todo fue bien hasta que se casó con Agatha y decidió
apretarme las clavijas. Me llevé una sorpresa de órdago pues el muy
cabrón había cambiado las cifras encima de mi firma, añadido
intereses de usurero y decidido exigir el pago de los préstamos. Me
sentí atrapado.
Además, estaba desilusionado con Phoebe como esposa, por
razones en las que no entraré y que, hasta cierto punto, me
merecía. Mis deudas se triplicaron.
—Y entonces te largaste, a pesar de que tus padres tenían
mucho dinero.
—Si prefieres decirlo de ese modo, así fue. Ciertamente, no
podía permitir que mi padre se enterase del lío en que me
encontraba, aunque quizá no se habría llevado una sorpresa tan
grande como la que le infligí de buena gana a tu propio padre. —En
el relato de Maxwell Freeman se coló cierto tono de regodeo—.
Logré apoderarme de los malditos pagarés y los destruí. A partir de
entonces Joseph no volvió a verme el pelo.
—Por lo que tengo entendido, también lograste apoderarte de
otras cosas: de dinero y de valores con los que podías obtener más
dinero. Supongo que desde entonces has vivido de sus beneficios.
—No fue exactamente así. Seguí cobrando mi asignación
familiar hasta que decidí soltar amarras. Lo hice porque sabía que
aquí jamás aceptarían mi relación con una campesina mexicana.
Pensé que si iban a condenarla al ostracismo yo prefería correr la
misma suerte. Además, tuve suerte y pude arreglármelas sin ayuda
de los míos. Sin embargo, hacer efectivos esos valores fue difícil.
Me fueron útiles cuando conocí a un mexicano rico que buscaba un
socio para organizar la primera plantación de nuez moscada en el
Caribe. Para entonces había averiguado que la exportación de nuez
moscada era un negocio muy rentable. En todo el mundo se paga
mucho por la nuez moscada.
—Supongo que tus conocimientos sobre la nuez moscada eran
tan endebles como los relativos a la alfarería.
Lionel se incorporó y volvió a llenar su copa. Hizo lo propio con la
de su tío. Se sentía más sosegado e incluso estaba interesado en la
historia de Max.
—Tienes razón —reconoció Max—, pero los valores con que me
largué garantizaban mi valía y, además, poseía algo de valor aún
mayor: hablaba inglés y el mexicano apenas chapurreaba cuatro
palabras. Yo era el hombre que necesitaba para ocuparse de todos
los asuntos que requerían el inglés como lengua... y esos asuntos
eran numerosos. Esta misma noche, después de que abandonaras
presuntuosamente el comedor, conté de qué manera me convertí en
único propietario de la empresa caribeña... y varias cosas más que,
estoy seguro, no te interesan, como la inestimable fortuna de haber
tenido a Conchita en mi vida.
—Mi madre me dijo que habías tenido suerte. Creo que no tienes
derecho a quejarte si la vida te jugó una mala pasada. Me gustaría
saber cómo te apoderaste de los pagarés que, según dices, mi
padre te obligó a firmar.
Max rió entre dientes.
—Fue sorprendentemente fácil. Deberías preguntárselo a Martin
Drayton. Estaba presente cuando los cogí. Lo cierto es que no supo
qué buscaba yo ni por qué. Le interesaba más una bolsita de polvo
blanco que cayó del cajón que abrí por la fuerza, mientras que mi
única preocupación era que la mancha que dejó en la alfombra turca
nueva revelase que había forzado el escritorio antes de escapar.
—¿Es el mismo escritorio que mi querida madre regaló a mi
abuelo diciéndole que le recordaba demasiadas cosas? Siempre me
llamó la atención porque mamá ha conservado otras cosas de mi
padre, incluso el espantoso batín chino con que lo encontraron
muerto.
Lionel rió ebrio y Max Freeman se sobresaltó.
—¿Lo encontraron muerto? —repitió Max—. ¿Qué quieres
decir?
—Exactamente lo que he dicho. Lo encontraron muerto en la
casa del jardín de Carrion House. Cuéntame cómo te hiciste con los
pagarés. ¿Cómo sabías que estaban en el escritorio de mi padre?
—Lo deduje. Cuando Agatha se ofreció a vaciar los cajones del
viejo escritorio y traspasar el contenido al nuevo, Joseph se lo
impidió. Se trataba de una mesa antigua a la que habían adosado
un par de cajones y sólo él tenía la llave. Por eso tuve que forzarlos.
Fracasé con el primero e intentaba abrir el segundo cuando
apareció Martin y me preguntó qué tramaba. En ese momento la
cerradura tuvo el buen gusto de ceder y parte del contenido del
cajón cayó al suelo, incluida la bolsita que manchó la alfombra.
Como a mí sólo me interesaban los pagarés, los cogí y puse pies en
polvorosa, dejando que el joven Martin estudiase aquel polvo, lo
cogiera entre los dedos y lo oliese. Desaparecí al día siguiente. —
Max dejó la copa sobre la mesa, bostezó ostentosamente, se
desperezó y se puso de pie. Murmuró—: Es hora de retirarse.
Lionel, me alegro de que hayamos tenido esta charla. Espero que
todo esté claro entre nosotros.
Para Lionel todo estaba oscuro entre ellos. Deseaba hacer más
preguntas, pero su tío ya había llegado a la puerta. Max se volvió y
añadió:
—Lionel Drayton, te diré algo más. No tengo el menor deseo de
compartir el ala del heredero con tu tía. Habría sido infinitamente
más feliz con Jessica aunque ella no me amase. Cuesta pensar que
las dos hermanas nacieron con apenas media hora de diferencia,
¿no crees? Supongo que se siguen pareciendo como el día a la
noche. Jessica no detestaba el amor físico, razón por la cual envidié
a Kendall. De todos modos, mi bella Conchita todo lo compensó.
Habría sido feliz con ella aun en la pobreza, por muy increíble que te
parezca, dada mi juventud disoluta. Diría que... dina que con
Conchita volví a nacer, aunque —sonrió irónicamente— mi
personalidad básica no ha cambiado. ¿Puedes imaginar que tu
piadosa tía y yo volvamos a convivir?
Lionel disimulo una sonrisa. «Si supieras cuán poco piadosa es
actualmente tu esposa —pensó con malicia— Goza de la vida con
un amante furtivo y la muy zorra no suelta por nada del mundo los
rubíes de mi abuela.»
En algún momento esa información podría resultarle útil.
Entretanto se divertiría observando a distancia la forma en que
Phoebe manejaba la situación con Roger Acland... observando
incluso qué camino tomaba ese hombre. ¿Desaparecería o se
buscaría otra?
Max aún no había dado por terminada la charla con Lionel.
—Supongo que te he convencido de que pierdes el tiempo si
abrigas la esperanza de heredar Tremain. Lo mejor que puede
hacer un joven ocioso como tú es buscarse una esposa rica.
—Te agradezco el consejo —replicó Lionel secamente—. He
analizado a las mujeres de todo el condado de Stafford y ninguna
me apetece.
—Es posible que tu nueva y rica vecina te presente alguna joven
interesante.
—No conozco a ninguna «nueva y rica vecina».
—Hizo la travesía en el Saracen. Dijo que estaba casada con el
dueño de varias propiedades. Algunos compañeros de viaje que la
conocían me dijeron que es una heredera americana... algunos
colonos han amasado fortunas y tu vecina procede de una de las
familias más acaudaladas de Georgia.
Intrigado, Lionel preguntó cómo se llamaba esa mujer.
HACÍA muchos años que Martin no iba a Larch Lane, situada en una
zona apartada de la aldea y poblada sólo por dos casitas. Después
de casarse, Jessica y Simón ocuparon la más distante y
posteriormente ayudaron a Meg Gibson y a su madre enferma a
mudarse a esa morada, hecho que Martin recordaba muy bien
porque les había echado una mano. Cuando se internó por la calle
recordó el día en que Simón llevaba las riendas de la calesa de los
Kendall, con la pobre señora Gibson a su lado, las escasas
pertenencias de madre e hija apiladas a su alrededor y Jessica, Meg
y él andando detrás del vehículo. También recordó los temores de
Meg cuando se acercaron a la vivienda de la Tinsley. Meg se negó
de plano a mirar en dirección a esa casa. A Martin le llamó la
atención esa actitud en una chica que no temía a nada ni a nadie.
Lo asaltó otro recuerdo que hacía muchos años que no evocaba:
«Cuando anochezca irás en coche cerrado a lo alto de Larch Lane,
esperarás y luego transportarás una pasajera... sabrás adonde en
cuanto os encontréis. No hagas preguntas. Sigue mis instrucciones
y calla».
Durante mucho tiempo no habría deducido quién era la mujer si
las cosas hubiesen salido como Joseph esperaba. A la mañana
siguiente el maestro alfarero lo mandó llamar a su despacho.
—E1 recado de esta noche se ha cancelado.
—¿Quieres decir que no debo ir a Larch Lane?
—¿A qué otra cosa podía referirme? —había espetado su
hermano.
Martin se había preguntado por qué Joseph estaba de tan mal
humor. Pocas horas después se enteró de la sorprendente noticia
de que Jessica estaba a punto de casarse con Simón Kendall. La
nueva lo sorprendió no sólo porque eran simplemente conocidos,
sino porque estaba al tanto del amor de su hermana por Roger
Acland, así como de la forma en que Joseph había despedido a ese
pretendiente, de sus planes para casarla con Max Freeman... y de la
vehemente negativa de Jessica.
Todo eso había ocurrido hacía más de veintiún años... y ahora, al
recorrer aquella calle, los recuerdos le embargaron. ¿Qué habría
sido de Jessica si hubiese obedecido a su hermano y acudido a la
vieja bruja para que le practicase un aborto? Más le valía no
pensarlo: las historias de abortos con trágicos resultados corrían de
boca en boca. ¿Era ése el castigo que Joseph le había dado por
deshonrar su apellido? «Me obedecerás. En Burslem hay una mujer
que hará el trabajo y que mantendrá cerrada la boca a cambio de
dinero.» Seguramente habría hecho un comentario semejante y
señalado que la Tinsley era hechicera, una herbolaria a la que
muchos apelaban. «Aceptarás esta ayuda misericordiosa y nadie se
enterará...» Martin se imaginaba a Joseph pronunciando esas
palabras pomposa y farisaicamente, sin importarle el resultado ni los
sufrimientos de su hermana mientras sus planes no se viesen
estorbados. A partir de ese punto el matrimonio con Max se habría
celebrado sin inconvenientes. Gracias a Dios no había sido así.
Jessica se casó con un hombre de valía.
Las cortinas de la casita de la Tinsley estaban corridas; se las
veía sucias y raídas, por lo que recordaban a la vieja. Al evocar el
orgullo que Meg había sentido en la otra casita —un paraíso
inesperado y tardío para ella y su madre—, Martin se preguntó cómo
se las arreglaba en esa morada ruinosa, pues no tuvo dudas de que
Meg había llegado.
El jardín era una maraña de hierbajos y hierbas silvestres, la
puerta estaba desvencijada y el tejado en ruinas. Martin golpeó la
aldaba de hierro y esperó. Cuando la puerta se abrió percibió un olor
mezcla de comida en mal estado y sudor, pero se olvidó de todo al
ver a Meg. Se trataba de una Meg mayor y más serena, cuya
belleza no había disminuido un ápice. Nada de faldas rojas, blusas
escotadas ni voluptuosidad, sino calma, donaire y la suavidad de
una mujer al inicio de la madurez.
Meg permaneció inmóvil, mirándolo, hasta que Martin la llamó
por su nombre y le tendió la mano. En ese instante los ojos de Meg
se llenaron de lágrimas que resbalaban por sus pálidas mejillas.
Antaño había poseído la belleza aceitunada de una gitana de ojos
oscuros pero, pese a que aún quedaban vestigios, el dolor había
cubierto su rostro de arrugas y la fatiga habían dejado ojeras
moradas bajo sus oscuros ojazos.
—Has vuelto —se limitó a decir Martin—. Mi esposa y yo
esperábamos que nos visitases.
—No pude, amo Martin, en cuanto la vi me resultó imposible.
Estaba aquí, vieja, debilitada e impedida a causa de una caída y no
tenía quién la cuidase. La trajeron en carro desde el Red Lion y ahí
acabó todo. No quiso saber nada de médicos. Tampoco quería mi
ayuda, pero estaba demasiado débil para oponerse. Por eso me
quedé. A mi llegada pasé por Mediar Croft pero no quise llamar a la
puerta. También pasé por delante de la casa de su hermano y vi a la
señorita Phoebe bajar por la calzada. No me reconoció y yo seguí
mi camino; nunca le caí bien. —Meg salió al jardín—. Señor, no lo
invitaré a entrar. El interior no es agradable, aunque he hecho todo
lo posible por mejorarlo. La han amortajado, pero no podré hacer
una limpieza a fondo hasta que se la lleven.
—¿Quieres decir que...?
—Sí, ha muerto. Me habría gustado que la enterrasen antes,
pero se negaron a hacerlo en el camposanto porque era una
disidente. Alguien se enteró de que había estado en la cárcel de
Liverpool por brujería... dijeron que estuvo quince años presa. No
podía permitir que la enterrasen en la fosa común tratándose de la
única parienta de Frank.
Permanecieron en el jardín, que más parecía una selva. El aire
matinal estaba cargado con el aroma de las hierbas que la vieja
había usado para sus pócimas. No todo lo que la rodeaba era malo
ni todo lo que había hecho fue con propósitos malignos. Los abortos
habían sido su especialidad y las medicinas de hierbas su
instrumento. Se trataba de una anciana intrigante que reía
agudamente, maliciosa cuando quería, endurecida por las penurias
y los prejuicios en el difícil mundo de los muelles... mundo del que
su sobrino Frank salió ileso a pesar de haber nacido en el burdel de
su madre y de haberse criado en la indigencia. Aquel joven honrado,
sano, amable y primoroso sólo veía la bondad del mundo...
milagrosamente, así había sido Frank Tinsley, el de pelo de estopa,
y su vieja tía lo había adorado.
Y Meg también, desde lo más profundo de su ser. Cuando Martin
intentó expresarle su condolencia, Meg replicó sencillamente:
—Frank me cambió la vida. Cambió mi mundo. Convirtió la
desdicha en felicidad. Durante más de veinte años me prodigó
esperanzas, fe y ternura. Más de lo que mi pobre madre tuvo en
toda su vida, porque enviudó cuando yo era una niña y vivió siempre
transida por la pena... aunque al final tuvo momentos de dicha
gracias a la señora y el señor Kendall. Como puede ver, la vida ha
sido buena conmigo y tengo muchas cosas que agradecerle a Dios,
pese a que no nos proporcionó hijos. Sólo nos quedó nuestro mutuo
amor, que fue inmenso. Frank siempre decía que no debía llorarlo si
era el primero en partir y que sólo debía recordar las cosas buenas,
las cosas bellas. Es lo que hago.
—¿Qué planes tienes?
—Acepto cada día como se presenta. Me he ocupado de que la
entierren hoy en un rincón del camposanto. El párroco cedió cuando
le mostré dinero. —Una ráfaga de su antigua y traviesa sonrisa
asomó a sus labios—. El dinero manda, ¿verdad? Antaño creó
muchos problemas entre la vieja y yo.
—Lo sé.
—¿Lo sabía? Señor, ¿quién se lo dijo? ¿La vieja? En ese caso,
sabe que se trataba de dos monedas de oro prometidas por su...
Meg se mordió la lengua y Martin concluyó la frase:
—Por mi hermano. Lo deduje.
También había deducido más cosas y se preguntó si Meg las
sabía. Tuvo conciencia de que ninguno de los dos aludiría jamás a
ese tema.
Como Meg parecía dispuesta a hablar de Frank, Martin le
preguntó por el naufragio y por qué su marido había retornado a la
mar.
—Tenía entendido que trabajaba en los muelles para estar
contigo...
—Así es, amo Martin, y le fue muy bien. Tanto que ahorró dinero
y compró una participación en un carguero que hacía la travesía
entre Liverpool y el Caribe. Trabajaba en los muelles y tenía una
faena buena y rentable. Entonces se presentó la oportunidad de
traer nuez moscada de Granada. ¿Sabía que la nuez moscada vale
una fortuna y que ahora hay una gran demanda? El trato era tan
interesante que decidió ocuparse personalmente. «Amor mío, será
la primera y la última vez que lo haga...» Siempre me llamaba así,
«amor mío», y fueron las últimas palabras que le oí pronunciar.
Antes de embarcar me dijo: «Adiós, amor mío...».
A Martin le costó preguntar si había recibido una compensación
por el cargamento perdido. Meg negó con la cabeza y se encogió de
hombros, pues la cuestión no le importaba. Frank la había dejado en
buena posición. No pasaba apuros. Tenían una casita en las afueras
de Liverpool, el alquiler estaba al día —Frank siempre había
insistido en pagar puntualmente las facturas— y le había dejado
algo de dinero.
—Lo suficiente para pagar el alquiler y cuidar de mí misma. Si es
necesario, puedo trabajar. No habría vuelto a Burslem, de no ser
porque Frank quería entregarle algunas cosas a su vieja tía. Se trata
de unas tallas de la Polinesia. Frank solía decir que a su tía le
encantaban y yo... bueno, a mí no me gustan.
—Meg, algunas piezas son raras y muy bellas.
—Ya lo sé, pero no me gustan —repitió bruscamente.
Martin cambió de tema y comentó que suponía que Meg
regresaría a Liverpool. Se sorprendió cuando la mujer negó con la
cabeza.
—No creo que pueda soportarlo —reconoció Meg—, Hay
demasiados recordatorios de Frank, demasiados recuerdos. De aquí
guardo malos recuerdos, pero puedo olvidarlos salvo los que se
refieren a mi querida madre, que no son tan intensos como los de
Frank.
—¿Te quedarás? Me alegra saberlo. ¿Te agradaría volver a la
alfarería. Nunca hemos tenido una torneadora tan hábil como tú.
Meg pareció sorprenderse.
—Señor, ¿después de tantos años? Creo que ahora no sabría
utilizar una herramienta de torneado.
—Lo recordarás. Hay cosas que jamás se olvidan, como
caminar. Si te apetece, dispones de una habitación en Mediar Croft.
Mi esposa y yo te recibiremos con los brazos abiertos.
—Amo Martin, es muy amable. Supe que se casó con la señorita
Amelia y no se imagina lo mucho que me alegré. Siempre me gustó
la señorita Amelia. ¿Recuerda que lo ayudábamos en el taller que
su hermana y el señor Kendall le montaron en Cooperfield? ¿Se
acuerda de las iras del amo Joseph cuando lo supo? Se vengó, eso
es lo que hizo el muy cabr... —Meg se contuvo—. Disculpe, amo
Martin. El amo Joseph siempre me cayó mal y me alegré mucho
cuando supe que usted era el maestro alfarero. El viejo Zach
Dobson, el transportista de cajas, solía traer noticias de Burslem,
aunque tardamos en enterarnos de la muerte de su hermano. ¿Fue
repentina? Solía pensar que el amo Joseph viviría eternamente.
—Sí, fue inesperada. Lo encontraron en la casita del jardín
pocos días después de que muriese. Se consideró que por causas
desconocidas y se dictaminó muerte accidental. Lo único que
indicaba un accidente era una herida en la nuca y se la atribuyó a
que se golpeó la cabeza contra algo afilado, como un clavo saliente.
Como Meg no respondió, Martin llegó a la conclusión de que no
lo había oído. Tampoco replicó cuando Martin volvió a tomar la
palabra. Sus pensamientos estaban muy lejos del presente. Martin
se despidió afectuosamente y la dejó en el agreste jardín, con la
vista fija en el infinito y el rostro blanco como la nieve bajo el sol de
la mañana.
En la alfarería, Martin se dio cuenta de que el encuentro con Meg
había apartado de su mente el recuerdo de la cena de la noche
anterior, que provocó en Amelia una desazón insólita. Amelia no
solía alterarse con los contratiempos de la vida social, aunque en los
últimos tiempos estaba más sensible. Por la mañana la había
encontrado pálida, algo que parecía ocurrir cada vez con más
frecuencia y que Martin atribuyó a que siempre estaba muy
atareada.
—Cariño, tómate las cosas con calma. Trabaja menos, delega
tareas...
Amelia quitó importancia al comentario y dijo que su aspecto se
debía a que había dormido mal y a que era tan tonta como para
alterarse por el comportamiento indecoroso de una invitada.
—Evidentemente la señora Fletcher es una persona emotiva y
debemos recordar que está viviendo en tierra extraña...
—No fue ése el único punto en el que su conducta dejó mucho
que desear.
—¿Te refieres a su actitud con Lionel? Si se le presenta la
oportunidad es capaz de tratar de seducir a cualquier mujer bonita.
—La señora Fletcher le dio una gran oportunidad.
No hablaron más de Caroline Fletcher e hicieron esfuerzos por
no mencionar la falta de decoro de Lionel al salir de Mediar Croft
con la esposa de otro ni el silencio con que Damian aceptó aquella
situación insostenible. La velada había concluido poco después.
Al pasar frente a la fragua de Damian, Martin oyó el choque de
hierro con hierro y supo que Fletcher ya estaba trabajando. £1 ritmo
uniforme le sugirió que hacía rato que estaba en la faena. ¿Cuánto
hacía que había dejado a su bella esposa apaciblemente dormida
en la cama, impenitente pero quizás primorosa, reparando con
afecto la humillación a que lo había sometido? Sin embargo, los
impenitentes nunca reparaban el daño y haría falta algo más que
lágrimas de cocodrilo para restañar la herida que le habían infligido
sus últimas palabras, la vergüenza con que lo había cubierto por
llevarla a una tierra en la que las cosas le iban mal.
Más inquietante aún era la sensación de que por debajo de
aquellas palabras discurría una acusación todavía mis cruel.
notes
Notas a pie de página
1 En castellano en el original. (N. de la T.)
2 En castellano en el original. (N. de la T.)
3 Juego de palabras con el apellido Bellowes, cuyo significado