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Surrealismo

El paseo

El cielo espejea entre los árboles.

Los árboles se imaginan

Que están a orillas de un lago color violeta.

Nosotros advertimos el engaño

Y a grandes voces espantamos a los árboles

Como si se tratara

De unos altos pájaros verdes

Que hubieran escondido

En el plumaje

La otra pierna.

Cuando volvemos a casa

Empieza a holgar en mi cabeza

El sombrero de copa de la noche.

Vamos de brazo

–monograma significativo

Que no hemos podido descifrar…

Luis Vidales
Nadaísmo
La moral del miedo

Me confieso en nombre de

Los políticos y los intelectuales.

Se predica en Colombia que la raíz de su desequilibrio en todos sus órdenes sociales: economía, política, cultura,
procede de una “crisis moral”.

Los sostenedores de esta política un tanto abstracta, miran sus consecuencias sin investigar sus causas. Si
padecemos una “crisis de valores”, ello se debe a que los fundamentos sobre los cuales se ha levantado el edificio
social, fueron falsos y lo siguen siendo. Por lo tanto no es circunstancial esta “crisis”, por el hecho de que la
“violencia” engendró el desplazamiento temporal de la lucha por el Poder a los dos partidos políticos tradicionales.

La actual “crisis” viene de muy hondo, está en la esencia misma de la estructura moral, política y económica del
país. Lo que sucede es que los acontecimientos se han venido acumulando y han encontrado en la actualidad su
clima más propicio para manifestarse.

No es cierto que haya “crisis moral”, porque la moral no es nada ajena al ejercicio humano y cotidiano. La moral no
es un conjunto o estructura de fórmulas a priori y externas a la conducta humana. Si los hombres no son morales,
no hay moral posible que tenga vigencia, y ésta quedaría en última instancia como una bella disciplina intelectual
sin aplicación, sin ningún sentido en la acción.

Por eso, como no se trata de fórmulas sino de vida y conciencias humanas, no podemos hablar de que el espíritu
está en crisis, de que los valores están en crisis. Lo único que está en crisis en Colombia, son sus hombres. Estos
hombres han descartado de sus vidas toda actividad moral para sustituirla en todos sus actos por la mala fe, por el
individualismo en los intelectuales y en la burguesía, y por el sectarismo en los políticos.

Entonces, no queda más remedio que disculpar con el pretexto de la “crisis”, el fracaso de toda la ideología del
país. Pero, ellos mismos, los sostenedores de “la crisis moral”, los teóricos, ¿qué son en el activo del país? Se hacen
margen como símbolos vigilantes, se entregan vergonzosamente al pesimismo o se van a Nueva York o a París,
mientras pasa la tormenta de la “crisis”. Pero he ahí que el no estar comprometidos es su gran fracaso, o el temor
de estarlo, su gran insinceridad.

Se sostienen en un peligroso equilibrio de conciencia que califican de “dignidad”, su gran política de la espera,
como hombres estéticos para quienes es demasiado prosaico entrar en la revuelta y responder por sus actos.

Esta actitud de serenidad racional está fundamentada en el oportunismo y no obedece a ninguna convicción
profunda y moral respecto de sí mismos y del porvenir del país. Se refugian en una soledad de tipo melancólico, de
víctimas abstractas, al amparo de sus conceptos puros de la libertad, y al amparo irritado de sus añoranzas y de sus
glorias. No están derrotados, puesto que no es una actitud moral sentirse derrotado teniendo la vida, que es
siempre un hecho absoluto y una afirmación. No están derrotados, pero eligen serlo, sentirse en una adversidad
hipotética para ser dignos de la piedad y de la compasión de la Historia. Les parece también más heroico, más
cómodo y menos comprometedor.

En la alternativa por el Poder, los políticos colombianos dejan hacer, dejan deshacer, no es su oportunidad.
Piensan: si me revelo pierdo la esperanza de culminar mis ambiciones (el Poder); si permanezco callado es porque
mi voz no hace falta y además no me comprometo en este juego que es incierto. Los hombres, a pesar de todo,
siguen durmiendo; los hombres sufren, pero el sufrimiento los redime: que sufran y mueran en nombre de la
esperanza.
Pero siempre piensan que la esperanza les está reservada para ellos, y que los sobrevivientes a las grandes
catástrofes colectivas se la asegurarán. Al margen de sus más profundas convicciones, nuestros políticos esperan,
se sienten víctimas inocentes, víctimas sacrificadas al Poder. Sin embargo, es su oportunidad lo que esperan y no
aspiran en el fondo sino al Poder para ser los verdugos de turno, y para que otros sean a la vez sus victimas.
Confían en que alguna vez el juego del azar político les dará la ocasión y los privilegios para vengarse y
reivindicarse.

Lo que pasa es que no tenemos nada qué defender, excepto nuestro interés particular. Y en Colombia nos pasa por
virtud de la política, el fenómeno denigrante de que los hombres no somos personas, sino objetos pasivos de
consignas inviolables.

En las instituciones se crean crisis y se violan aquellos principios que teníamos por sagrados. Se conspira contra la
cultura, y no sólo se conspira sino que con absoluta impunidad se denigra de ella en nombre del concepto de
autoridad, que actualmente significa ejercicio de la arbitrariedad contra la razón, de la ley contra la verdad. Se
conspira también contra la justicia y la ley que la fundamenta, y no sólo se intenta como amenaza sino que estos
valores que teníamos como emblemas de nuestra civilización y de nuestro orgullo, se derrumban miserablemente.
Las libertades de pensar y de sentir, la libertad de uno elegirse, un hombre dentro de otros hombres, respaldado
por los derechos que establece para todos la constitución de la sociedad, son negados como frutos malsanos y
prohibidos. Un predominio estatal y absorbente dirige todo el poder de su arbitrariedad sobre las conciencias
individuales.

No es de hoy este defecto. Su influencia ha sido inherente a toda la historia política colombiana. Se nos ha agotado
el idioma para vilipendiar los totalitarismos de izquierda, pero aquí estamos plácida y orgullosamente confiados en
los hipotéticos derechos de la democracia. Como si el ser democráticos fuera un honor o una justificación de
nuestra vida, mientras a espaldas de este concepto crece sombríamente el poder del exclusivismo.

Todos estamos esperando, conformes en la inactividad. Y se vanaglorian muchos pensando que esta actitud es de
dignidad. Pero, ¿qué es lo que estamos esperando? ¡NADA! Estamos los colombianos viviendo un período que
podríamos calificar de Política del Miedo, después de agotar todas las políticas del fracaso.

Nuestra vida en las actuales condiciones es un aplazamiento. Proyectamos esto o aquello, tenemos estos ideales,
nos hacemos estas ilusiones, vamos a realizar esto en el futuro. Pero, ¿cada uno qué hace en el presente para
alcanzar ese porvenir y merecerlo? Nos resignamos a que todo pase, y creemos que lo que sucede es siempre lo
mejor, o por lo menos lo inevitable y fatal. Como no oponemos nuestra rebeldía individual, entonces nos
resignamos a que los problemas se resuelvan por sí solos, como si se tratara de ciegos caprichos del destino y no
de nuestra selección para aceptarlos o rechazarlos, haciéndonos responsables de nuestra libertad. Existimos como
pobres seres liquidados y anónimos que nada tienen qué ofrecer a la vida, ni heroísmo. Ni sacrificio, ni valor:
reventamos plácidamente en lo cotidiano y en la resignación, como testigos silenciosos de nuestra ruina, sintiendo
en lo más profundo de nosotros la presencia de la cobardía, que aprendimos astutamente a disimular, después de
una larga experiencia.

Entonces, ¿qué es en el fondo nuestra vida?

Nos lamentamos en lo profundo de nuestro corazón de “la crisis moral” y de la adversidad de las circunstancias
para cualquier ejercicio libre. No nos queda para consolación sino la nostalgia de los vencidos, porque la nostalgia
es siempre una actitud de entrega y claudicación al añorar desde las ruinas del presente el pasado de las “viejas
glorias inmortales”, prefiriendo esto a la lucha, y el pasado a la esperanza.

También hay muchos de mala fe que aspiran el retorno a la normalidad constitucional para cobrarse los privilegios
de que han sido privados, y para dirigir desde el Poder su cólera irritada contra sus tradicionales enemigos.

El juego de la política cambia de rumbo y los que fueron antaño las víctimas pasan a la categoría de verdugos. Pero
mientras dura el juego de los intereses de partido, que en Colombia es el de la destrucción de unos ídolos por la
sustitución de otros, mientras dura la ceremonia, afuera, en las calles, en las aldeas y en los campos, se ofician en
la oscuridad y en el anonimato los sacrificios sangrientos, el de los inocentes, el del pueblo que formará con su
sangre un pedestal propicio para sostener la apariencia decorosa del soberbio edificio de la democracia.

¿Por qué no intentar en la política del país una lucha por el Poder en que el pueblo no sea la víctima de cualquier
victoria? Que el pasado político sea una experiencia que no deja sino un saldo de amargura y de equivocación en el
empleo del ejercicio político. No lo tomemos como un recuerdo que nos embarque a los colombianos en una
nueva venganza, en el tradicional odio y en un nuevo fracaso de convivencia pacífica. Sólo podemos considerarlo
como un rechazo por medio del cual intentemos decididamente una lucha política de buena fe, tendiente a lograr
la justicia social, las libertades individuales en el pensamiento y en la acción, en la realización de los altos ideales
de la cultura, y en la reintegración a su orden de los valores sociales que han sufrido un destierro que tendrá que
ser transitorio.

Tenemos ante nosotros el camino del presente: reconocerlo con responsabilidad nos hará dignos de un porvenir a
que nos conducirá incuestionablemente cada paso, cada pensamiento y cada acción. Tal vez en esta forma no se
sacrificará más inútilmente al pueblo colombiano, que empieza a ser dominado por un tremendo escepticismo
político.

Esto no es un programa ni una solución inmediata. Nuestra realidad es demasiado sombría para intentar un
esclarecimiento del porvenir. Pero la buena fe y la responsabilidad moral en cada acto de los gobernantes y en
cada uno de los gobernados, podría ser una solución al miedo y a la incertidumbre en que vivimos.

Como no se puede nivelar a los intelectuales y a los políticos bajo el común denominador de estos conceptos, yo
escribo teniendo en cuenta una mayoría de hombres que han dirigido este país a su ruina con el pretexto de
llevarlo a sus más altos destinos. Pero muchas veces en su generoso intento han equivocado el camino,
precisamente porque piensan demasiado en ellos y muy poco en la nación.

Gonzalo Arango

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