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Control social y derecho penal*


RAMÓN DE LA CRUZ OCHOA**

D El artículo presenta una síntesis de las corrientes teóricas sobre el control social,
el conflicto y la desviación social, a partir de las cuales se profundiza en la revisión
teórica del derecho penal y sus instituciones.

E The article presents a synthesis of the points of view and theoretical currents for
analyzing social control, conflict and social deviance, to then address in greater
depth a theoretical revision of criminal law and its institutions.

Las raíces del concepto de control social pueden encontrarse en


las ideas de Platón y Aristóteles. Todas las escuelas sociológicas están de
acuerdo en que para la existencia de la sociedad es necesario un grado
mínimo de solidaridad, y que en ella impere cierto orden social, premisa de
una sociedad moderna.
Al decir de Antonio García-Pablos de Molina (1996) toda sociedad
necesita de una disciplina que garantice la coherencia interna de sus miem-
bros por lo que se ve obligada a desplegar una rica gama de mecanismos
que aseguren su conformidad con sus normas y pautas de conducta.
Este orden social sólo puede ser exitoso con una reducida
conflictividad social cuando está regulado en interés de toda la sociedad y
existan agencias (las llamadas agencias de control social) que puedan con-
trolarlo, tratando de impedir la marginación como fenómeno social (Sociology,
1991); cuando ellas pierden poder, la estabilidad social se pone en peligro.

* Conferencia pronunciada en la reunión anual de la Sociedad Cubana de Ciencias Penales, año 2000
** Doctor en derecho de la Universidad de La Habana, abogado del Bufete de Servicios Legales Especia-
lizados, profesor de la Facultad de Derecho de La Universidad de la Habana, miembro del Consejo
Directivo de ILSA, miembro del Consejo de Dirección del Instituto Latinoamericano para la Prevención
del Delito y Tratamiento al Delincuente (Ilanud) de las Naciones Unidas.
Correo electrónico: cruzochoa@hotmail.com

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El profesor Bergalli (1998) nos dice: “empero el orden social ha de ser man-
tenido y para ello las sociedades de cualquier género han dispuesto de
mecanismos para tal fin”. Esta actuación de la sociedad y el Estado sólo
será legítima siempre que se realice en un marco legal y de respeto a la
dignidad del hombre.

DEFINICIÓN DE CONTROL SOCIAL


El control social es el conjunto de instituciones, estrategias y san-
ciones sociales que pretenden promover y garantizar el sometimiento del
individuo a los modelos y normas comunitarias; generalmente actuán de
forma automática y el ciudadano las aprehende inconscientemente.
Es tambien la capacidad de la sociedad para regularse de acuerdo
con principios y valores aceptados mayoritariamente. Tiene dos objetivos:
regular la conducta individual, y conformar y mantener la organización
social. Se ejerce sobre los individuos con la finalidad de enseñarlos, per-
suadirlos y compelerlos a usar los valores aceptados por el grupo con el fin
último de lograr una disciplina social que resulte funcional para el mante-
nimiento de las estructuras que sustenta el Estado. Éste debe tratar de
mantener o crear las condiciones para la armonía social, por tanto tam-
bién podemos definirlo como el agregado de mecanismos a través de los
cuales el orden institucional –obrando en defensa y protección de sus pro-
pios intereses– busca el mantenimiento del statu quo, que no es otra cosa
que el mantenimiento de determinado estado de cosas en el ámbito econó-
mico, político y social.
En síntesis, el objetivo del control social es defender ese estado
social que interesa a quienes controlan el poder, los que se encuentran
obviamente interesados en preservar y defender el statu quo social, de ahí
que el conocido criminólogo italiano Pavarini (1994) nos dice que el control
social puede ser examinado como cuestión política (por ejemplo, cómo im-
poner, cambiar, conservar un determinado orden social); en esta perspecti-
va, el control social es leído a través de categorías politológicas y jurídicas
como las de poder, dominio, Estado, derecho, represión, autoridad; como
categoría sociológica el control social es interpretado como integración so-
cial y socialización en una dimensión social.

VÍAS Y MÉTODOS DEL CONTROL SOCIAL


Los métodos del control social son el conjunto de procedimientos
por los que una sociedad, un grupo o un líder personal, presionan para
que se adopten o mantengan las pautas de comportamiento externo o in-
terno y los valores considerados necesarios o convenientes.
El control social puede ser formal o informal. El control social in-
formal trata de condicionar al individuo, de disciplinarle a través de un
largo y sutil proceso que comienza en los núcleos primarios: la familia, la

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escuela, la profesión y la instancia laboral, y culmina con la obtención de


su conformismo, la veneración a la ley y la obediencia.
Los medios más importantes de este control son las creencias e
ideologías sociales, la religión, el arte, la propaganda y la educación formal
o informal.
Las instancias de control social informal son eficaces cuando con-
vierten al individuo en un sujeto adaptado que acepta lo que la sociedad le
impone. A lo largo de su vida, raramente presentará una actuación que
quebrante las reglas establecidas. Generalmente estos medios informales
son más fuertes cuando hay mayor cohesión social y se logra la motivación
voluntaria de los individuos mediante la indoctrinación y socialización, lo
cual hace que se logre el consenso.
Cuando fallan las instancias informales entra en funcionamiento
el conjunto de instancias formales del control que reproducen las mismas
exigencias de poder pero de modo coercitivo.
Muchas veces los límites entre ambas es difuso, lo formal puede
tender a ser informal y viceversa.
También existe lo que algunos penalistas latinoamericanos
(Sánchez, 1998), reflejando la realidad de la región, llaman los controles
sociales formales –espurios– que implican la sujeción coactiva a un orden
jurídico considerado injusto o amoral, aunque se exprese y legitime en le-
yes o reglamentos e informales –espurios–, que implican la sujeción coacti-
va a un orden difuso y que se manifiestan por acciones ilegítimas o corruptas
como las detenciones arbitrarias, la desaparición forzada de personas, las
muertes extrajudiciales, la tortura, el cumplimiento de órdenes ilegales por
obediencia del subordinado al superior jerárquico y muchas otras circuns-
tancias que obligan a los sujetos a ajustarse a un orden que rige dentro de
la formalidad o de la informalidad perversa.
Una característica del control social formal es el establecimiento
de procedimientos públicos y la delegación en ciertas instituciones para
lograrlo; le es inherente, así mismo, cierto grado de formalización, la cual
cumple importantes funciones: selecciona, delimita y estructura las posi-
bilidades de acción de las personas implicadas en el conflicto, orientándo-
las; distancia al autor de la víctima y regula sus respectivos ámbitos de
respuesta, sus roles y expectativas; supuestamente protege a la parte más
débil y abre vías para la posible solución del conflicto.
Las instituciones sociales están organizadas para establecer mo-
delos de conducta, de comportamiento. Estas instituciones tienen cierto
grado de compulsión, el acento se pone en reglas, leyes y posible recrimina-
ción y pena, sus mejores ejemplos son la ley y la administración. Norma,
proceso y sanción son tres componentes fundamentales de cualquier insti-
tución de control social, orientadas a asegurar la disciplina social, afian-
zando las pautas de conducta que el poder reclama. La última autoridad

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del control social es el Estado con su poder coactivo, que en un Estado de


derecho, debe ejercitarse a través de la ley.
La ley es la más formal y dramática manifestación del control so-
cial, no obstante muchas veces no es la más efectiva. En general el cumpli-
miento de la ley, como dice Roscoue Pound en su obra Control social a través
de la ley, tiene las siguientes dificultades: en muchos casos inaplicabilidad
de la maquinaria legal para solucionar muchos conflictos, limitada capaci-
dad de los medios de castigo e intangibilidad de las obligaciones, pena fácil
que puede evadirse así como dificultades para encontrar la certeza de los
hechos.
Sin embargo, el papel del derecho y la ley son importantes por su
función integradora que sirve para mitigar los potenciales elementos de
conflicto y para engrasar la maquinaria social. Es solamente mediante ad-
herencia a un sistema de reglas que el sistema de interacción social puede
funcionar sin romperse y negar conflictos crónicos. El derecho no sólo tie-
ne un poder coactivo sino también persuasivo y educador e incluso, para el
filósofo y sociólogo del derecho, el español Elías Díaz, puede ser un factor de
cambio social.
En cuanto sistema normativo, el derecho se manifiesta entre otras
posibilidades como sistema de seguridad, es decir, como control social para
la implantación y realización de un determinado modelo de organización
social.
La ley como modo de control social tiene toda la fuerza, pero tam-
bién toda la debilidad de la dependencia de la fuerza. Sería un error con-
siderar que la ley por sí sola puede resolver todas las tareas del control
social. La ley debe funcionar apoyando a los mecanismos de control social
informal.
En toda sociedad se encuentran diferentes órdenes normativos
que estimulan la conducta social. Las sociedades organizadas estatalmente
se identifican sobre todo porque imponen y conservan la validez de un or-
den normativo que aspira a la obligatoriedad general, y de hecho es obede-
cido no sólo como proceso consciente sino también en razón de que este
orden normativo puede ejecutarse mediante la fuerza constituida. Éste es
el orden jurídico.
Las normas jurídicas, sociales, éticas y religiosas, que todas las
sociedades tienen, así como la práctica corriente de las mismas, eviden-
cian criterios para la evaluación de las acciones sociales. De conformidad
con estos criterios, cada acción se calificará como legítima, éticamente va-
liosa, ajustada a la praxis y racional en el contexto social, si se ajusta a las
normas establecidas.
Una conducta racional así determinada es realizable para los
miembros de la sociedad porque corresponde a las normas de acción y a la
praxis usual que ofrece para todos el mundo de la experiencia y no sólo
para personas que puedan colocarse en situaciones excepcionales.

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Todo derecho (sistema de legalidad) deriva de un determinado sis-


tema de intereses y valores que le da legitimidad en sentido amplio, e
inversamente, toda legitimidad intenta realizarse a través de determinado
sistema de legalidad. Orden y justicia serán así los dos objetivos a lograr
por este sistema normativo que es el derecho, también los dos valores des-
de los cuales intenta legitimarse todo sistema de legalidad.

LA CONDUCTA DESVIADA Y LA CONFLICTIVIDAD SOCIAL


Hay un hecho sociológico, la conformidad social es la pauta gene-
ralizada del comportamiento de los individuos en las colectividades huma-
nas. La conformidad se asimila al sometimiento, al consenso social, al
acuerdo y la solidaridad.
Algunos individuos y grupos que pierden sus ligámenes consen-
suales comienzan a actuar de modo disconforme y desviado y, por tanto, en
su comportamiento concreto se apartan de las expectativas sociales en un
momento dado, en cuanto éste pugna contra los patrones y modelos de la
mayoría social. La cara opuesta de la conformidad social es la desviación.
La conducta desviada se refiere a esas acciones que violan las
normas de la sociedad, y que son socialmente reprensibles y amenazantes.
Dado que la desviación rompe con las normas sociales, las agencias auto-
rizadas y sus miembros reaccionan con el control, la amenaza y la pena.
Desde el punto de vista criminológico la desviación es cualquier
conducta que se aparte de lo considerado normal o socialmente aceptable
en una sociedad o contexto social, o se aparte de las expectativas sociales
en un momento dado, en cuanto pugna contra los modelos y patrones de la
mayoría social. Su concepto general es vago e impreciso.
La relatividad de la desviación depende de los diferentes contextos
sociales; como dicen algunos criminólogos de izquierda (Spitzer, 1980), la
desviación no puede ser entendida independientemente de una dinámica
del control, el estatus de desviado debe ser entendido en el contexto del
conflicto político económico, de lo contrario, quedaría dentro de la psicolo-
gía individual ocultando la naturaleza política social de esta definición y
las relaciones injustas que se desarrollan en la sociedad, las cuales gene-
ran ideas e intereses opuestos, así como en los conflictos políticos que pre-
cipitan su condensación y las subsiguientes prácticas violentas de castigo.
La producción de la desviación envuelve todos los aspectos del
proceso a través del cual la población está estructuralmente generada; para
un análisis objetivo de la desviación necesitamos examinar las caracterís-
ticas estructurales y las dimensiones económicas y políticas de la sociedad
en la cual surgen estas definiciones e imágenes.
La palabra desviación (Balan, 1970) es usada cada día más para
entender el comportamiento que difiere de lo normal o de los estándares
aceptables de una sociedad a través de sectores estadísticamente mayori-

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tarios. Los científicos sociales que estudian el comportamiento desviado


asumen que hay un consenso básico acerca de los valores, la moral y las
metas, consecuentemente, la desviación es un concepto que debe ser eva-
luado neutralmente más que un concepto moral. De igual manera, la la
designación de un comportamiento como delito es un caso especial de des-
viación; a este concepto se llega a través de las leyes las cuales son asumi-
das como parte de un consenso de la sociedad.
Por tanto, hay distintos grados de desviación y hay algunos que
verdaderamente dañan a la sociedad. La desviación es un concepto más
amplio que la delincuencia, hay manifestaciones de la conducta desviada,
como el alcoholismo, la asociabilidad, la prostitución, el suicidio y, en gene-
ral, actividades socialmente molestas, que sin embargo no siempre son
delictivas.
Las orientaciones, normas, técnicas y valores de contenido sus-
tancial del grupo desviado comprenden la contracultura. La contracultura
es una subcultura en conflicto, opuesta a las normas y valores de la socie-
dad convencional. Sus valores están invertidos, los miembros de la
contracultura operan en las márgenes de la sociedad. La contracultura
busca la solución de los problemas de algunos desviados. En este aspecto
los miembros de la contracultura difieren de los desviados solitarios que no
buscan o no pueden lograr soluciones colectivas para su problema.
Sin embargo, como explica César Manzano en la obra Derecho y
sociedad, los conflictos sociales no surgen sólo como fruto de los procesos
de desviación, sino de las diversas formas de disentimiento, contradiccio-
nes, rebelión, represión y patologías sociales como expresión consustan-
cial de la vida imperante en la mayor parte de las sociedades modernas.
Cuando en una sociedad prevalecen la conducta desviada y el
conflicto, se impone la desorganización social. La prevalencia y persisten-
cia de las formas de la conflictividad dentro de una comunidad ocurre por-
que las normas conformistas no pueden ser aceptadas por el consenso de
la sociedad, cuando esto se produce ocurre la desorganización social y es
un indicador de crisis de legitimidad, provocada entre otros factores por el
fracaso y la insuficiencia en la satisfacción de las necesidades sociales, o
del fracaso o precariedad en la dirección ético-política que ejerce el grupo o
grupos de poder en un momento histórico. Esta polarización puede provo-
car una crisis de hegemonía que lleve obligatoriamente al desmonte o, en
el mejor de los casos, a la reconstrucción de la sociedad imperante.

REACCIÓN SOCIAL
La reacción social debe ser entendida como la respuesta de la so-
ciedad y del Estado a la conducta desviada. La reacción social puede ser
formal e institucional (cuando la realizan las instituciones del Estado) o
informal. Esta última puede considerarse como la suma de respuestas del

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grupo social en contra de las conductas desviadas. Es la acción propia de


la sociedad, a través de mecanismos extraoficiales, mediante la actuación
de la religión, la familia, la escuela, los medios de comunicación y los par-
tidos políticos. Esta reacción puede ser muy diversa de acuerdo al grupo
que reaccione.
Bergalli expresa que esta reacción social se manifiesta por medios
informales de distinta naturaleza: presiones psíquicas, burla, desaproba-
ción o menoscabo de las relaciones. También puede ser física mediante la
violencia. En ocasiones se utiliza la vía económica, la privación del puesto
de trabajo o salario.
Muchas veces se presentan de forma combinada, sirviendo el de-
recho para excluir algunas respuestas en determinadas ocasiones. Las cen-
suras sociales, al combinarse con las formas más expresivas del poder y la
economía resultan ser las más importantes características de las prácti-
cas contemporáneas de dominación y regulación social.
En su libro Criminología de la reacción social, la conocida
criminóloga latinoamericana Lolita Aniyar de Castro explica que la reac-
ción social puede ser de tolerancia, aprobación o desaprobación.
En cuanto a la reacción social formal existen ejemplos como los
expuestos por varios autores colombianos quienes afirman que la realidad
del país en los últimos años se ha encargado de demostrarnos que en mu-
chas oportunidades la conducta delictiva recibe la condescendencia, aco-
gimiento y admiración de una parte de la sociedad e incluso en ocasiones
del Estado. No siempre el delito y la desviación generan rechazo social o
institucional, sino que en ocasiones es incluso admirado, avalado, respal-
dado. Estos comportamientos son a su vez generadores de impunidad. En
los países capitalistas muchas veces la sociedad da más recompensa al
delito que a la virtud según expresa la criminóloga inglesa baronesa Barbara
Wooton, mencionada en el ya citado libro de Lola Aniyar.
En Cuba se han presentado momentos donde ciertas modalidades
de delitos contra la economía y la propiedad social, especialmente los que
se cometen en los centros laborales, han gozado de determinado grado de
tolerancia social. La causa de este fenómeno no puede ser otra que cierto
grado de desorganización o de disfuncionalidad social.
La reacción social cuando se constituye como respuesta del Esta-
do puede orientarse hacia la prevención, el control o la represión. La pre-
vención es la suma de políticas tendientes a impedir el surgimiento o avance
de la actividad delictiva mediante instrumentos penales y no penales; debe
contemplarse ante todo como prevención social, esto es, como movilización
de todos los efectivos comunitarios para abordar solidariamente un proble-
ma social, y también va dirigida fundamentalmente a influir sobre el origen
o causas de la criminalidad.
El control es el mantenimiento de un determinado estado de co-
sas, un control razonable del conflicto, con el menor coste social posible

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para el cual se necesita fuerza y poder, incluso en muchas ocasiones la


represión.
La represión es la respuesta negativa que el Estado y la sociedad
dan al comportamiento desviado; puede darse en el campo legislativo para
lo cual el poder criminaliza conductas que entiende delictivas, el Ejecutivo
persigue la desviación –en especial las conductas y los hechos que se han
convertido en delitos– y el Judicial aplica la ley.

DERECHO PENAL
El control social penal es un subsistema en el sistema total de
control social. Su especificidad deriva del objeto a que se refiere, no a toda
la conducta desviada sino sólo al delito así como a sus fines, prevención y
represión, y a los medios que utiliza para ello, las penas y medidas de segu-
ridad, con una rigurosa formalización en su forma de operar acorde al prin-
cipio de legalidad.
Pero el control penal como modalidad del llamado control social
formal entra en funcionamiento sólo cuando han fracasado los mecanis-
mos primarios del control social informal e incluso las formas más blandas
del control social formal que intervienen previamente. Cuando el conflicto
social reviste particular gravedad, su solución no puede quedar a merced
de las instancias del control social informal. Entonces interviene el Estado,
a través de la justicia penal, y lo hace sometiéndose a normas de actuación
escrupulosamente diseñadas para asegurar la objetividad de su interven-
ción y el debido respeto a las garantías de las personas involucradas en el
conflicto. Sin embargo, el control social penal tiene unas limitaciones es-
tructurales, inherentes a su naturaleza y función, de modo que no es posi-
ble exacerbar indefinidamente su efectividad para mejorar de forma
progresiva su rendimiento. El control penal en las sociedades que poseen
una organización jurídica-constitucional y un Estado de derecho, nace a
través de la institucionalización normativa. No cabe duda que la
positivización del derecho penal tiene su origen en una necesidad valorativa
del comportamiento humano.
El derecho penal objetivo está constituido por aquel conjunto de
normas a partir de las cuales la conducta de las personas puede ser valo-
rada como no deseable por los grupos hegemónicos de poder que conside-
ran que debe ser punible.
De la citada estructura de control social –y de las relaciones entre
el control social informal y el formal– se desprenden dos consecuencias
que afectan al control penal: en primer lugar, la naturaleza subsidiaria de
éste; en segundo lugar, la necesidad de una correcta coordinación e inte-
gración de los dos tipos de control como base para una eficaz prevención
del delito, el cual no debe llevarse sólo a través del control penal formal. En
efecto, si todo orden social cuenta con mecanismos primarios de auto-
protección, que deberían ser eficaces, la intervención del control social for-

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mal sólo se legitima en defecto de aquéllos cuando la entidad del conflicto


exija una respuesta formalizada más drástica por no ser suficiente la de
las instancias informales. La maquinaria pesada del Estado debe reser-
varse para los conflictos más agudos que requieran un tratamiento más
severo. Los conflictos de menor entidad pueden y deben ser abordados con
instrumentos más ágiles y socialmente menos gravosos, el derecho penal
debe ser la ultima ratio.
El control social penal se sirve de un particular sistema normativo
que traza pautas de conducta al ciudadano imponiéndole mandatos y pro-
hibiciones. La norma penal establece deberes jurídicos, pero su finalidad
no puede consistir en la mera creación de deberes y obligaciones. Ésta,
lógicamente, ha de preordenarse a la defensa de algún bien o interés valio-
so, es un medio o instrumento, una técnica que articula dicha protección.
No se trata de prohibir por prohibir, de castigar por castigar, sino de hacer
posible la convivencia y la paz social.
Estas normas penales no crean nuevos valores, no constituyen
un sistema autónomo de comportamiento humano en la sociedad; como
expresa Muñoz Conde en su libro Derecho penal y control social, es inimagi-
nable un derecho penal desconectado de las demás instancias del control
social, de ahí que el derecho penal sólo tiene sentido si se le considera
como la continuación de un conjunto de instituciones públicas y privadas
cuya tarea consista igualmente en socializar y educar para la convivencia
a los individuos a través del aprendizaje e interiorización de determinadas
pautas de comportamiento. Dentro de todo este entramado de normas so-
ciales y penales, la norma penal es la más vulnerable para mantener el
sistema de valores sobre el que descansa la sociedad.
El control social penal no debe estar dirigido sólo a la efectividad,
sino que debe tener en cuenta también los principios valorativos que infor-
man la intervención del derecho penal en el control de la desviación.
El derecho penal sólo puede proteger con efectividad a largo plazo
los bienes jurídicos cuando las personas, convencidas de lo justo de esa
protección, cooperan en esa función.
Su misión más importante es la reafirmación y el aseguramiento
de las normas fundamentales de la sociedad y la cultura jurídica. Esta
misión sólo se puede realizar reforzando los valores ético-sociales de la ac-
ción y afianzando el reconocimiento normativo.
Es necesario tener en cuenta que el sistema jurídico penal trata
de compaginar los derechos del individuo, incluso del individuo delincuen-
te, con los derechos de una sociedad que vive con miedo, a veces real y a
veces supuesto, en ocasiones alimentado ficticiamente por los medios de
difusión y los actores políticos. Por supuesto, la sociedad tiene derecho a
defender sus intereses recurriendo a la pena si ello fuera necesario, pero
también el delincuente tiene derecho a ser tratado como persona y a no

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quedar definitivamente apartado de la sociedad, sin esperanzas de poder


reintegrarse a la misma.
El derecho penal –como todos los sistemas de control social gene-
ral– está pensado para la protección de intereses prioritariamente colecti-
vos o sociales incluyendo en ellos los del individuo que integra el colectivo.
Sólo secundariamente se piensa también en los derechos del delincuente.
Por otra parte, la misión del derecho penal es limitar el poder pu-
nitivo del Estado que en ocasiones, –decidido a terminar a toda costa con la
criminalidad– puede imponer sanciones excesivas y o arbitrarias sacrifi-
cando con ello las garantías mínimas de los individuos y la idea de la pro-
porcionalidad.

BIEN JURÍDICO
Uno de los temas más polémicos dentro del derecho penal es la
respuesta a la pregunta de qué hechos convierte en delito, o sea el proceso
de selección de lo que debe y puede proteger, de acuerdo con la naturaleza
instrumental del derecho penal el cual está dedicado a la protección de los
valores fundamentales del orden social, esto es lo que se ha dado en llamar
la salvaguarda de los bienes jurídicos. Es opinión muy extendida que éstos
no reciban, ni deban recibir, una protección absoluta y uniforme del dere-
cho, sino selectiva, fragmentaria. Sólo se protege los bienes más valiosos
para la convivencia; lo hace, además, exclusivamente frente a los ataques
más intolerables de que pueden ser objeto, esto es lo que caracteriza la
naturaleza de la intervención penal por lo cual sólo debe sancionar algu-
nas modalidades de conducta que lesionen o pongan en peligro bienes ju-
rídicos, es decir, los comportamientos más peligrosos y repudiados por la
sociedad.
El intervencionismo estatal en el ámbito punitivo no debe signifi-
car que el derecho a castigar del Estado se ejercite con una extensión máxima
respecto a cualquier bien jurídico y cualquiera que sea la entidad del ata-
que a los mismos, sino que debe limitarse a una intervención mínima in-
dispensable. En consecuencia, el derecho penal realiza una función
insustituible, porque la vida en común de los seres humanos sólo es viable
si se garantizan eficazmente estos bienes jurídicos. Si no existiera una
instancia superior que asegurase la inviolabilidad de la vida, la salud, la
libertad, etc., no habría convivencia posible al menos en el estadio actual
del desarrollo social.
Según el criterio del bien jurídico, la dañosidad social de un hecho
depende de que lesione o ponga en peligro intereses fundamentales que
afectan las condiciones de vida del hombre que constituyen los presupues-
tos indispensables para la vida en sociedad.
La teoría del bien jurídico es producto del liberalismo del siglo XIX,
donde el agudo pensamiento político y jurídico de Montesquieu apuntó con
precisión la necesidad de una fundamentación de la pena, sobre la base de

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un reconocimiento preciso de que la misma no puede jamás ser el resulta-


do de un acto de voluntad caprichosa del legislador.
Anteriormente, el ilícito penal aparecía en una dimensión eminente-
mente teológica cuando el delito era considerado un pecado, una desobedien-
cia a la voluntad divina. La identificación delito-pecado constituye la
característica principal de ese momento. La época de la Ilustración, arraigada
al control social, si bien no tan favorable para la constitución de un concepto
autónomo del bien jurídico, determinó una visión radicalmente distinta de
lo social y por tanto del problema penal. La laicización y humanización del
derecho significaron en el orden penal que los valores supremos de la legis-
lación se encuentren en el sistema social y no en el plano sobrenatural.
Partiendo del propio contrato social surgió un derecho a ser respe-
tado y un deber de respetar; el delito apareció como lesión de ese derecho
(subjetivo) que resumía a la libertad como derecho. Donde no exista lesión
de un derecho subjetivo no existirá ningún delito.
Desde una perspectiva formal, es Binding (Polaino, 1974) quien
configura por primera vez el concepto de “bien jurídico”, que constituye
todo aquello que a los ojos del legislador es condición necesaria de una
vida en orden dentro de la sociedad. Para este autor, el bien jurídico resul-
ta creado por el derecho, establecido dentro del contenido de la norma jurí-
dica, es inmanente a la norma, cada una de ellas lleva en sí su propio bien
jurídico, no hay posibilidades de establecer sus bases más allá del derecho
o del Estado. Para él, bien jurídico es todo lo que en sí mismo no es un
derecho, pero que a los ojos del legislador es de valor como condición de la
vida sana de la comunidad jurídica, en cuyo mantenimiento incólume y
libre de perturbaciones tiene interés desde su punto de vista y que por ello
hace esfuerzos a través de sus normas para asegurarlo ante lesiones o
puestas en peligro no deseadas (Bustos, 1994).
Sin embargo, para Von Lizst1 todos los bienes jurídicos están más
allá del ordenamiento jurídico, surgen de la vida, por lo cual propugna una
concepción material del bien jurídico y traslada el concepto a un momento
previo al derecho positivo, en cuanto a la realidad social, ya que mientras
Binding concede al legislador la tarea de determinar lo que debe ser un
bien jurídico, para Von Lizst los bienes jurídicos son intereses vitales, con-
diciones de vida, consecuentemente la norma no crea el bien jurídico, éste
resulta previo a ella, lo considera interés jurídicamente protegido; los bie-
nes jurídicos no están en la norma, sino que la norma ha de protegerlos.
Este proceso de selección de los bienes que están en la vida y deben ser
protegidos por la norma es tarea según él de la política criminal.

1
Von Lizt establece, según Polaino en la obra citada, el postulado de que el fin de todo derecho penal se
halla exclusivamente considerado por intereses humanos, a lo que con mayor exactitud denomina
bienes jurídicos. Para Lizt el origen del bien jurídico es independiente del derecho positivo, y se
encuentra por ello en situación idónea para señalar límites al legislador penal.

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La Escuela de Kiel2 entre cuyos autores se destacan Gurg Dahn y


Friedrich Schaffstein, pretendió la desaparición del concepto de bien jurí-
dico por su carácter individualista centrado en el sujeto y su libertad, cons-
tituyendo un límite al pueblo y al Estado.
Esta postura tuvo como principal característica eliminar todo con-
tenido garantista del bien jurídico y configurar el concepto de un derecho
penal de autor, donde se toma como base no la realización típica de deter-
minados bienes sino el desvalor jurídico de la conducta del sujeto. Para
autores como Bustos Ramírez esta Escuela elabora su discurso a partir de
lo que entiende por social, es decir, el pueblo como grupo humano, no como
la suma de individuos, no el individuo como tal; por otra parte, el intérprete
del espíritu del pueblo, de ese pueblo, es el Estado y en definitiva el jefe de
Estado, que es el conductor del pueblo, luego la voluntad del pueblo se
confunde con la del jefe de Estado, no hay pues ninguna limitación a su
voluntad y el derecho es un orden concreto del pueblo. El delito equivale a
una ruptura de la fidelidad del individuo con su pueblo, por eso el delin-
cuente es siempre un traidor, se trata sólo de hacer entonces una tipología
de los traidores y lo esencial, su actuación, es una lesión del deber y de la
fidelidad.
Por su parte Welzel (1976), fundador de la teoría final de la acción,
vuelve a recoger el contenido trascendentalista del bien jurídico al que
define como todo estado social deseable que el derecho quiere resguardar
de lesiones, pero además precisa su contenido social al considerar debe
analizarse en conexión con todo el orden social, define al bien jurídico como
todo estado social que el derecho quiere resguardar de lesiones. Coloca al
bien jurídico más allá del derecho y del Estado cuando afirma que la suma
de bienes jurídicos constituye el orden social, y por eso, la significación de
un bien jurídico no ha de apreciarse aisladamente con relación al mismo,
sino sólo en conexión con todo el orden social.
Welzel considera que la misión del derecho penal consiste en la
protección de los valores elementales de conciencia, de carácter ético-so-
cial, y sólo por inclusión la protección de bienes jurídicos de los particula-
res. De este modo, el bien jurídico pierde significación en la contribución
del injusto, queda absorbido por la protección de deberes éticos-sociales
contenidos en la norma, perdiendo una función autónoma dentro del dere-
cho penal.

Bien jurídico y constitución


Actualmente algunos autores rediscuten el concepto de bien jurí-
dico vinculado a los fines del ordenamiento jurídico y del Estado. El análi-

2
A la escuela de Kiel pertenecieron penalistas alemanes caracterizados por su irracionalismo metodológico,
quienes no vacilaron en justificar las leyes antisemitas y discriminatorias en nombre del sano espíritu del
pueblo alemán y los supremos intereses de la raza aria.

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sis del bien jurídico viene referido a un criterio de selección del mismo, es
decir, cuáles deben ser los criterios en la determinación del bien jurídico,
para ello parte de la doctrina recurre a la constitución como ente seleccio-
nador de los bienes jurídicos (Carbonell, 1997).
Los criterios de limitación del legislador en la tarea de configurar
bienes jurídicos sólo se pueden encontrar en una fuente jerárquica supe-
rior que se imponga por su propia naturaleza; así, la norma constitucional
aparece como el instrumento más idóneo para orientar la selección de los
bienes jurídicos que deben ser protegidos.
Se ha aducido la existencia de bienes jurídicos de tutela penal
que se deben obtener a partir de los bienes que la constitución reconoce, o
sea a partir de los valores e intereses reconocidos por ella, bienes llamados
constitucionales y que llegan a establecer una jerarquía en cuanto al valor
que se les da. Otros autores han preferido establecer en lugar de valores
constitucionales criterios inspiradores provenientes de la constitución para
tratar de encontrar en sus normas el contenido material respecto de los
bienes jurídicos y con base en ellos intentar determinar las reglas y los
elementos esenciales de convivencia. Se sostiene conforme a esto que la
constitución ofrece un marco jurídico-político general, una llamada orien-
tación básica del ius puniendi, ésta es la opinión con la cual simpatizamos
en lo relativo a las relaciones entre bien jurídico y constitución.

Las teorías sistémico-funcionalistas del bien jurídico


La idea de la teoría funcionalista del bien jurídico parte del fun-
cionalismo sociológico que se originó con Durkeim en Estados Unidos en
los años 30 del siglo pasado.
Según esta teoría del bien jurídico, todos los bienes jurídicos pro-
tegidos por los tipos penales se pueden explicar no a partir de su sustrato
material sino de la función y utilidad que tienen para la vida social. De
acuerdo con ello la norma penal es funcional cuando sirve para la consoli-
dación del sistema, es decir, para la solución de los problemas del mismo.
En el campo del derecho penal la teoría funcionalista consiste en justificar
que cuando los comportamientos provoquen disfuncionalidad en los siste-
mas sociales y, como consecuencia, afecten la estructura social, el derecho
penal debe reaccionar para proteger tanto el sistema como su estructura.
La reacción penal se medirá de acuerdo con las necesidades colectivas, de tal
manera que las necesidades del individuo se subordinen a las colectivas.
En este contexto, el profesor Amelung, uno de los penalistas euro-
peos que más ha desarrollado esta teoría, profesor de la Universidad de
Dresde en Alemania, toma el principio de dañosidad social como el criterio
que debe tener el legislador para decidir cuáles son los comportamientos
que deben ser sancionados penalmente, los cuales deben estar relaciona-
dos con la disfuncionalidad del sistema social y de la estructura del mismo

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56 Visiones sobre el crimen y el castigo en América Latina

y no a los perjuicios ocasionados respecto a los bienes jurídicos, sino al


daño que se produce al sistema social o a su estructura. Amelung señala
que un hecho, un fenómeno o una norma es funcional cuando contribuye
al mantenimiento del sistema y es disfuncional cuando amenaza a la sub-
sistencia de éste.
Dañoso socialmente será aquel fenómeno disfuncional que impide
o dificulta que el sistema social de la comunidad solucione los problemas
relativos a su subsistencia (González, 1995).
Las teorías sistémico-funcionalistas parten del fundamento de que
la pena prevista en las normas tiene la función de restablecer la confianza
en el derecho, al reparar o prevenir los efectos negativos que la violación de
la norma produce dando por resultado la estabilidad del sistema y la inte-
gración social.
Las tesis funcionalistas han sido criticadas fundamentalmente:
a) por el hecho de asignar al derecho penal exclusivamente la función de
conservación de un sistema social cuya legitimidad, en algunos aspectos,
es discutible; b) por no tomar en cuenta la existencia, en muchos casos, de
una delincuencia funcional para el sistema social.
En el marco de las teorías funcionalistas se considera que el fin
esencial del derecho penal no es la protección de bienes jurídicos sino la
conservación del sistema y la confianza de los ciudadanos en su buen fun-
cionamiento.

Algunas conclusiones finales sobre el bien jurídico


Al criterio del bien jurídico se le ha objetado que como no puede
surgir de la ley, sino que ha de ser previo a ella y emana de la realidad
social, su determinación no puede ser ajena a las convicciones culturales
del grupo y, en definitiva, a la ética. Ahora bien, afirmar que la función del
derecho penal es la protección de bienes jurídicos dista mucho de ser una
afirmación clara e inequívoca (Hassemer, 1989).
Por ello, aun cuando el concepto de bien jurídico ha servido de
bandera de una política criminal liberal en los últimos lustros, fundamen-
tando la necesidad de una intervención del ius puniendi sometida a límites,
ciertos sectores doctrinales cuestionan su idoneidad al objeto de expresar
la función del derecho penal. Lo consideran sumamente impreciso y pro-
blemático, su naturaleza material o inmaterial, su pertenencia a la reali-
dad externa o al mundo de los valores o incluso el problema de si cada
norma penal ha de procurar necesariamente la tutela de un bien jurídico,
son cuestiones muy controvertidas.
En todo caso, la objeción más reiterada advierte sobre la dificultad
de construir un concepto prejurídico y material, crítico y limitador del sis-
tema que no se identifique, en puridad, con la propia ética social.

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Control social y derecho penal 57

Desde el punto de vista material, el delito no sólo lesiona o pone en


peligro el bien jurídico, sino que constituye, además, una grave infracción
de la ética social; es, al propio tiempo, una lesión del orden jurídico y del
orden ético-social externo. Desde antiguo se ha afirmado que el derecho
penal representa el mínimo ético de la comunidad, integrado por las con-
vicciones más profundas y generalmente compartidas en el seno de la misma.
En el plano de la realidad, no cabe duda de que el derecho penal
ejerce una función ético-social que algunos denominan función creadora o
configuradora de costumbres. Resulta difícil negar el hecho de tal influen-
cia. El problema es si en una sociedad plural y democrática corresponde
precisamente a éste llevar a cabo dicha función, y si un cometido moraliza-
dor y pedagógico de esta naturaleza legítima la intervención penal. ¿Es
misión del derecho penal garantizar la inviolabilidad de las normas ele-
mentales de la ética social, los mandatos y las prohibiciones que constitu-
yen el llamado mínimo ético?
Al criterio de la éticasocial se le ha objetado que si las normas
penales se basan exclusivamente en las convicciones que de facto domi-
nan en una sociedad, el derecho penal tendría que limitarse consecuente-
mente a funciones puramente conservadoras del orden moral dominante o
de las opiniones medias, sin tener la posibilidad de influir activamente en
la transformación del orden social mismo.
Para mí el bien jurídico tiene que ver con la persona humana como
ente social y por tanto en relación social; está construido para beneficiar y
proteger al individuo dentro de un sistema global social y, a la vez, es
fundamentador de la intervención estatal, posibilitando el funcionamiento
eficiente del sistema social.
El bien jurídico, por supuesto, no está alejado de la realidad social
y por tanto expresa un momento histórico concreto, absorbe un mundo
cultural e ideológico y no es ni puede ser un concepto estático. De acuerdo
con esto un derecho penal democrático sólo puede legitimarse a partir del
bien jurídico al que hay que considerar como un concepto político-jurídico
que en la práctica constituye un límite al poder punitivo del Estado.

LAS SANCIONES JURÍDICO-PENALES


La protección más eficaz de los bienes jurídicos la consigue el de-
recho penal con sus sanciones y con la ejecución de las mismas. Mientras
que los presupuestos legales de la imputación pretenden un límite, el con-
trol jurídico penal, las penas y medidas buscan que el derecho penal tenga
a largo plazo efectos beneficiosos: mejora o rehabilitación del delincuente o
su aseguramiento, intimidación, reparación y protección de las normas, o
protección consciente de los bienes jurídicos.
Para ello el derecho penal se sirve de dos instrumentos: la pena y
la medida, ordenados en un sistema dualista o llamado de doble vía. El
origen de la pena se pierde en la noche de los tiempos, la medida en cambio

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58 Visiones sobre el crimen y el castigo en América Latina

es de origen más reciente, en el fondo ésta trata de evitar el principio de


culpabilidad que limita la pena, proyectando un programa de reacción pro-
pio con presupuestos y metas específicas. La pena se basa en la culpabili-
dad y se limita por ella; la medida se basa en la peligrosidad. La pena mira
al pasado y es, ante todo, represión y retribución de la culpabilidad; la
medida mira al futuro y persigue la prevención, la evitación de ataques,
con un mayor enfoque a la prevención especial tendiente a eliminar la pe-
ligrosidad del sujeto.
Ambas son utilizadas por la ley penal para salvaguardar los bie-
nes jurídicos y deben estar revestidas de las garantías jurídicas.
En determinados momentos del desarrollo histórico del derecho
penal ha habido cierta tendencia a que prevalezcan criterios de peligrosi-
dad, incluso que desaparezcan las penas y se instauren sólo las medidas
de seguridad con su gran consecuencia de indeterminación e inseguridad.
En el último tiempo, ante el auge del garantismo en la doctrina penal, se
observa en ciertos autores una tendencia al monismo como base de los
principios básicos de la pena, esto lleva a Silva Sánchez (1998) a conside-
rar que estamos ante una crisis de doble vía, debido a una utilización cada
vez mayor de la pena con una finalidad preventiva; en algunos países como
España tiene un imperativo constitucional y en otros como es el caso de
Cuba se encuentra establecida en el Código Penal como una finalidad de la
misma. Por otra parte, cada vez más la medida deja de ser considerada
indeterminada y debe basarse en el principio de proporcionalidad, no acep-
tándose una medida que esté desproporcionada con el hecho cometido o la
conducta tenida. En la práctica esta conjunción de propósitos hace confu-
sa la distinción entre pena y medida. Sin embargo hay otros aspectos que
deben ser tenidos en cuenta como es su tratamiento, el cual se supone que
en el caso de la medida sea terapéutico y obligatorio, y en el caso de la pena
voluntario; por supuesto, en la práctica penitenciaria no siempre estas
diferencias se cumplen, presentándose casos donde no existe tratamiento
terapéutico en la medida y donde el tratamiento no es del todo voluntario
para el caso de las penas. Otro aspecto es que la medida debe tener un
objetivo de prevención especial y la pena de prevención general, esto en la
práctica del sistema penal muchas veces se pervierte, encontrándose en
ocasiones una política represiva donde la aplicación de las medidas conlle-
va un mensaje preventivo general e intimidatorio.
Toda esta situación hace confusa la distinción entre pena y medi-
da, aunque entendemos que las bases de distinción entre ambas son váli-
das y por tanto deben ser mantenidas e incluso reconsiderar las tendencias
actuales.

FUNCIÓN DE LA PENA
La pena es, en efecto, uno de los instrumentos más característi-
cos con que cuenta el Estado para imponer sus normas jurídicas, y su

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función depende de las que le asigne el Estado. La justicia y la pena no


están desvinculadas de la política. Hay una vinculación axiológica expre-
sada entre la función de la pena y la función del Estado. No se pueden
ocultar las premisas políticas de las que depende.
El derecho penal de un Estado democrático debe asegurar la pro-
tección efectiva de todos los miembros de la sociedad, por lo que ha de
tender a la prevención del delito entendido como aquellos comportamien-
tos que los ciudadanos estimen dañosos para sus bienes jurídicos, no en
un sentido naturalista ni ético-individual, sino como posibilidades de par-
ticipación en los sistemas sociales fundamentales, y en la misma medida
que los ciudadanos consideren graves tales hechos un tal derecho penal
debe, pues, orientar la función preventiva de la pena con arreglo a los prin-
cipios de exclusiva protección de bienes jurídicos, de proporcionalidad y de
culpabilidad.
Lo anterior conduce a un derecho penal llamado a desempeñar,
bajo ciertos límites de garantía para el ciudadano, una función de preven-
ción general, sin perjuicio de la función de prevención especial.
El derecho penal debe estar apoyado en el consenso de sus ciuda-
danos, la prevención general no puede lograrse a través de la mera intimi-
dación que supone la amenaza de la pena para los posibles delincuentes,
sino que ha de tener lugar satisfaciendo la conciencia jurídica general me-
diante la afirmación de los valores de la sociedad. La fuerza de convicción
de un derecho penal democrático se basa en el hecho de que sólo usa la
intimidación de la pena en la medida en que con ella afirma a la vez las
convicciones jurídicas fundamentales de la mayoría y respeta a las mino-
rías. Desde esta perspectiva, el derecho penal no sólo debe defender a la
mayoría, sino que ha de respetar la dignidad del delincuente e intentar
ofrecerle alternativas a su comportamiento criminal.
La pena, en principio, es el medio coactivo más contundente con
que cuenta el Estado. Mediante la pena se puede lícitamente privar de su
vida a una persona o tenerla encerrada en la cárcel durante años. La evo-
lución histórica de las penas se halla, sin embargo, bajo el signo de una
paulatina atenuación de su rigor, paralela a los cambios culturales que se
han venido produciendo en la humanidad.
Una sociedad pluralista supone la concurrencia de distintos sis-
temas de valores. Lo que para unos es justo, para otros no lo es. Cada
subcultura tiene sus puntos de vista acerca de la justicia, porque cada
una tiene su ética. El único modo de hacer posible la coexistencia demo-
crática de todos los grupos sociales es renunciar a imponer coactivamente
exigencias meramente éticas y limitarse a evitar la lesión de los intereses
sociales.
La pena aparece como un mecanismo adecuado para garantizar
la seguridad ciudadana en la medida en que no resulte ineficaz o no exis-
tan otros medios tanto o más eficaces que aparezcan como preferibles.

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60 Visiones sobre el crimen y el castigo en América Latina

Ciertamente existen medios tanto o más eficaces que la pena. En


primer lugar una política social dirigida a disminuir las diferencias socia-
les existentes y que vaya modificando el sistema social en términos que
aumenten el consenso y haga más atractiva la participación en él, en lugar
de dar motivos con su mal ejemplo para la desviación. La mayoría de la
delincuencia en todas partes del mundo proviene de las capas más
desfavorecidas; quien no desee tener que castigar la pobreza ha de esfor-
zarse, en eliminarla progresivamente mediante una política social
auténticamente democrática. Ésta es la respuesta fundamental que una
democracia debe dar al crecimiento del delito, y no la de quienes piden que
la democracia venga a apretar los resortes de la represión penal para de-
volver la seguridad ciudadana.

DOGMÁTICA PENAL3
La dogmática penal cumple una de las más importantes funcio-
nes que tiene encomendada la actividad jurídica en general en un Estado
de derecho: la de garantizar los derechos fundamentales del individuo frente
al uso del poder por el Estado que, aunque se encauce dentro de unos
límites, necesita del control y la seguridad de esos límites. La dogmática
jurídico-penal se presenta así como una consecuencia del principio de in-
tervención legalizada del poder punitivo estatal, y como una conquista irre-
versible del pensamiento democrático. La dogmática jurídico penal, hace
posible sustraer al derecho penal de la irracionalidad, la arbitrariedad y la
improvisación. Cuando menos desarrollada esté la dogmática, más impre-
visible será la decisión de los tribunales, y la condena o la absolución de-
penderán más del azar y de factores incontrolables. La aspiración de la
dogmática no ha sido cultivar su disciplina –l’art pour l’art–, sino la de
obtener seguridad jurídica, levantar un edificio frente a intervenciones per-
versas.
La dogmática, al posibilitar una adecuación diferenciada de los
casos realmente existentes, sienta las bases de una aplicación más pro-
porcionada y justa del derecho penal a las diversas situaciones delictivas.
Hay momentos en que se ha pretendido marginar a la perspectiva dogmáti-
ca atribuyendo el papel central en el seno de las ciencias penales a las
consideraciones criminológicas o político-criminales; ello ha ocurrido en la
segunda mitad del siglo XIX y en buena parte del siglo XX motivado por el
predominio del pensamiento positivista.

3
Para Carbonell Mateau en la obra citada, la dogmática es la obtención de características genéricas de las
normas, y en la categorización de los diferentes componentes de ella es donde se realiza la auténtica
ciencia del derecho penal, se elaboran las teorías jurídicas del delito y la pena, y se obtienen los
conceptos generales que permiten hablar de una ciencia más allá de la simple acumulación de las
normas penales.

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Control social y derecho penal 61

EL MODELO DE INTERVENCIÓN PENAL GARANTISTA


EN UN ESTADO DE DERECHO
Existen distintos modelos de intervención que van desde las tesis
abolicionistas, la ideología del tratamiento hasta el llamado derecho penal
garantista. Sin embargo, sólo explicaremos los principios que de una ma-
nera insoslayable deben estar presentes en un derecho penal democrático.
Hay principios que son universalmente aceptados, éstos son:
El principio de la protección que atiende las pautas que deben
regir la delimitación de los contenidos a proteger por el derecho penal, que
suele plasmarse en la idea de la dañosidad social, plantea dos exigencias
fundamentales a la hora de incriminar una conducta: debe tratarse de un
comportamiento que afecte a las necesidades del sistema social en su con-
junto, superando el mero conflicto entre autor y víctima, y sus consecuen-
cias deben ser constatadas con la realidad social, lo que implica la
accesibilidad a su valoración por las ciencias empírico-sociales. Será a tra-
vés de este principio como se logrará una adecuada distinción entre el de-
recho penal y moral, y en él encontrarán un importante campo de aplicación
las aportaciones de las ciencias sociales.
El principio de intervención mínima conlleva dos subprincipios, el
del carácter fragmentario del derecho penal que constriñe éste a la salva-
guarda de los ataques más intolerables a los presupuestos inequívoca-
mente imprescindibles para el mantenimiento del orden social, y el de
subsidiaridad, que entiende el derecho penal como último recurso frente a
la desorganización social, el control social no jurídico, u otros subsistemas
de control social jurídicos.
Sin embargo, el principio de intervención mínima precisa de una
renovación y profundización conceptuales, en la medida que no cabe igno-
rar que padece en la actualidad de un implícito cuestionamiento. Esto de-
rivado, por un lado, de la potenciación que están experimentando los efectos
simbólicos del derecho penal y del derecho administrativo sancionador, dos
subsistemas de control social que no cesan de aumentar sus semejanzas.
En los años 60 y 70 se produjo un poderoso movimiento despenalizador en
Europa occidental, que en parte conllevó al enriquecimiento del derecho
administrativo sancionador en la década del 80; ahora se produce un fenó-
meno inverso, de desadministrativización, que traslada al derecho penal
contenidos antes no incluidos en él.
La acertada exigencia de que un derecho penal administrativo debe
asumir en buena medida los principios garantistas penales no debe exi-
mirnos de la tarea de lograr diferencias sustanciales entre ambas ramas
del derecho.
Todo modelo de intervención penal que se ajuste a los principios
de lesividad e intervención mínima debe respetar los límites inherentes a
la política criminal, sin pretender desarrollar tareas que sólo competen a

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62 Visiones sobre el crimen y el castigo en América Latina

una política social en toda su extensión. La política criminal debe limitarse


a contribuir al control social, nunca a sustituir la política social.
En este sentido, carece de legitimación para ir más allá de la des-
viación. Resultan preocupantes al respecto los intentos de servirse de la
intervención penal para modificar comportamientos socialmente integra-
dos, pero sentidos en cierto momento por lo poderes públicos como social-
mente poco deseados. La utilización del derecho penal para tales fines
conduce a soluciones autoritarias.
En cuanto a las víctimas, debe mantenerse dentro de posibilida-
des limitadas de actuación en el marco del proceso penal; a diferencia de
las que dispone en el ámbito del proceso civil, se fundamenta en la necesi-
dad de mantener la deslegitimación de la venganza privada –aún en sus
formas enmascaradas, evitando la socialización de los intereses de la víc-
tima, en torno a cuyas posibilidades de reacción se agruparían diversos
grupos sociales fomentadores de diversas razones de actuaciones despro-
porcionadas contra el delincuente–, evitar una legislación simbólica,
tranquilizadora de las víctimas pero carente de efectividad y, en último
término, de posibilitar un derecho penal que, por estar centrado en una
eficaz protección de la sociedad, debe seguir girando en torno al delincuen-
te real o potencial, al ser éste el punto de referencia de la prevención.
Resumidamente podemos señalar, siguiendo a Mir Puig (1994), los
siguientes principios que deben tenerse en cuenta en el diseño de un dere-
cho penal democrático:
1. El derecho penal, en principio, está obligado a proteger, a través
de tipos de lesión, los derechos fundamentales de la persona y las
libertades públicas, así como los intereses individuales clásicos
como la vida, la salud, la libertad sexual o de movimiento de perso-
nas.
2. El derecho penal debe asumir una función promocional de prote-
ger, a través de los tipos de lesión o peligro, valores o intereses
colectivos, tales como la salud pública, la seguridad en el trabajo,
la hacienda pública, el medio ambiente, el derecho de los consu-
midores, entre otros.
Este autor plantea que lo mejor es ir a un procedimiento de carác-
ter negativo basado en el derecho penal mínimo y lograr con ello:
a) La afirmación del principio de que no es función del derecho penal
la protección de intereses morales, entendiendo por tales aquellos
que afectan sólo y exclusivamente el fuero interno de la concien-
cia individual.
En el ámbito del derecho penal sexual, no deben penalizarse las
conductas que simplemente se aparten de lo que se entiende por
correcto ejercicio de la sexualidad según los parámetros dominan-
tes.

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Control social y derecho penal 63

b) Que tampoco pueden ser objeto de sanción penal aquellas con-


ductas que lesionen valores o intereses vinculados exclusivamen-
te a simples costumbres sociales.
c) Que el derecho penal del Estado democrático no puede ser utiliza-
do para imponer una determinada ideología. Esto quiere decir que
no es suficiente el rechazo a posiciones ideológicas para justificar
la punibilidad de un comportamiento por parte del Estado. Se re-
quiere además que haya un daño social, es decir, una repercu-
sión dañosa en la esfera de intereses de otros sujetos o de la
sociedad misma.

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