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El Reflejo de Las Palabras (PDFDrive)
El Reflejo de Las Palabras (PDFDrive)
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Kader Abdolah
El reflejo de las palabras
PRIMER LIBRO
La cueva
Y así continuaron su marcha los hombres de Kahaf, hasta que por fin
buscaron refugio en la cueva, diciendo: «Tened misericordia de nosotros.»
En esa cueva, Nosotros les tapamos los oídos y los ojos durante muchos
años.
Y cuando saliera el sol, lo verían levantarse a la derecha de la cueva.
Y cuando se pusiera, lo verían retirarse hacia la izquierda. En el medio, en
la cueva, se encontraban ellos. Pensaban que estaban despiertos; sin embargo,
dormían.
Y Nosotros los hacíamos volverse a la izquierda y a la derecha (…).
Unos decían: «Eran tres, y el cuarto era quien velaba por ellos.»
Otros afirmaban: «Eran cinco, y el sexto era quien velaba por ellos»,
aventurando una posibilidad.
Y había quienes aseguraban: «Eran siete.» Nadie sabía nada.
Nosotros los despertamos, para que pudiesen interrogarse mutuamente.
Uno de ellos dijo: «Hemos permanecido aquí un día o menos de un día.»
Otros replicaron: «Vuestro Dios es quien mejor sabe cuánto tiempo ha
pasado. [Conviene] que enviemos a uno de nosotros a la ciudad con esta
moneda de plata.»
Nosotros tenemos que obrar con cautela. Si descubren quiénes somos, nos
lapidarán.
Al cabo de la conversación, Yemilija abandonó la cueva con la moneda de
plata en la palma de la mano.
Cuando llegó a la ciudad, notó que todo había cambiado y que no entendía
la lengua.
Habían dormido trescientos años en aquella cueva y no lo sabían. Después
añadieron otros nueve años a los anteriores.
Ésa era la palabra de Dios, la historia de Dios. Y «La cueva», una historia
que figuraba en el libro sagrado que Aga Akbar tenía en su casa.
Hemos empezado por Su palabra, antes de intentar descifrar los apuntes
secretos de Akbar.
Somos dos: Ismail y yo. Yo soy el narrador omnisciente. Ismail es el hijo de
Akbar, que era sordomudo.
Aunque soy omnisciente, no puedo leer esos apuntes.
Contaré sólo la parte de la historia que precede al nacimiento de Ismail.
Dejaré que él mismo relate el resto. Pero al final volveré, pues Ismail no es
capaz de descifrar la última parte de las notas de su padre.
La cueva
•••
•••
El tren
•••
Empeñado en ver cumplido su gran sueño, Reza Kan mandó construir una
larga línea férrea que uniese el extremo meridional del país con la frontera
nororiental, es decir, que llegase hasta debajo de la «oreja» de la Unión
Soviética. Él sabía que en realidad la estaba construyendo para los europeos,
pero también que esos europeos no podrían llevársela a su casa: seguiría siendo
propiedad del país.
El tendido de raíles avanzó lentamente por el desierto, cruzó ríos, montañas y
valles, atravesó ciudades y pueblos hasta que, por fin, llegó al monte del
Azafrán.
La serpiente de hierro escaló la montaña, pero hubo de detenerse a medio
camino. La histórica cueva en cuya pared meridional estaba cincelado el texto
cuneiforme obstruía el paso. La llegada del tren perturbaba su sueño eterno.
Pero, sobre todas las cosas, los ingenieros temían que las explosiones de
dinamita provocasen el hundimiento de la gruta.
La escritura cuneiforme, aquel milenario patrimonio cultural de la nación,
estaba en peligro. Se temía que acabara agrietándose. Entre los técnicos cundió
el pánico. El ingeniero jefe no sabía cómo resolver el problema. No se atrevía a
correr ningún riesgo, porque era consciente de que, si algo fallaba, el sha le
cortaría la cabeza.
Angustiado, envió un telegrama a la capital con el siguiente texto:
«Imposible continuar tendido raíles. Obstrucción inscripciones cuneiformes.»
Cuando el sha lo leyó, subió de inmediato a un jeep y ordenó que lo
condujesen al monte del Azafrán. Tras una larga noche de marcha, el vehículo se
detuvo al pie de la montaña. El gendarme del pueblo le ofreció una mula, pero él
la rechazó. Estaba empeñado en subir andando. Por la mañana temprano, antes
de que el sol hubiese alcanzado la cima, Reza Kan llegó a la entrada de la cueva
con un largo abrigo militar y un bastón bajo el brazo. Quería ver hasta qué punto
se había cumplido su sueño.
–¿Qué pasa? – preguntó.
–Majestad… -respondió angustiadísimo el ingeniero jefe, sin atreverse a
seguir.
–¡Explícate!
–Los… los… los raíles han de pasar por aquí, pero me temo que… que…
que…
–¡Que qué!
–Yo… yo… quería solicitar su autorización para… para… para trasladar las
ins… ins… inscripciones.
–¿Trasladarlas? ¡Calla, inútil! ¡Encuentra otra solución!
–Lo he… hemos calculado todo y analizado todas las posibilidades. Pero, se
mire por donde se mire, la dinamita pondrá en peligro la cueva.
–¡Busca otra ruta!
–Hemos estudiado todas las alternativas, y ésta es la mejor; cualquier otra es
prácticamente imposible. Salvo que demos un gran rodeo, pero eso…
–¡Eso… qué!
–Eso llevará mucho tiempo…
–¿Cuánto?
–Meses, Majestad. Seis o siete meses adicionales.
–No disponemos de tanto tiempo. ¡Ni un día! ¡Ni una hora! ¡Apártate de mi
camino! ¡Ingeniero inútil! «Imposible»… ¿Es ésa la única palabra que sabéis
decir? ¿Seis o siete meses? ¡Qué disparate!
Encolerizado, Reza Kan desapareció en la oscuridad de la caverna. Fuera,
nadie se atrevía a moverse. Cuando al cabo de un rato volvió a salir, dirigió la
mirada hacia abajo, hacia la multitud de jóvenes campesinos que habían escalado
la montaña para admirar a su rey. Al verlo emerger de la gruta, se encaramaron a
los peñascos y exclamaron al unísono:
–Yavid sha! ¡Viva el sha! ¡Viva el sha!
Reza Kan cogió el bastón y empezó a descender la cuesta. Los gendarmes se
disponían a dispersar a los aldeanos, cuando al pie de la montaña apareció un
pequeño grupo de ancianos que acudían a ver al rey vestidos con sus mejores
ropas. Cada uno llevaba en las manos un cuenco de agua, un espejo y un
ejemplar del Corán. Cuando estuvieron a unos veinte metros del sha, el mayor de
ellos echó el agua en dirección a él, y los demás inclinaron la cabeza.
–¡Salam, sultán de Persia! – exclamó el hombre-. ¡Salam, sombra de Dios en
la Tierra!
A continuación, se arrodilló y besó el suelo.
–¡Adelántate! – le ordenó el sha, señalando con el bastón el lugar donde
quería que se detuviese-. ¡Escucha, hombre de sienes plateadas! No me interesan
tus oraciones. Mejor usa la cabeza y dame consejos. Ese ingeniero inepto no
sabe cómo seguir. ¿Cómo puedo hacer que el tren pase junto a la cueva sin
dañarla?
El anciano regresó a donde estaban los otros para consultarlos.
Tardó un rato en volver.
–¡Cuéntame!
–Durante siglos, nuestros ancestros han construido sus casas aquí, en el
monte del Azafrán, con sus propias manos, utilizando martillos y cinceles como
únicas herramientas. Y nadie ha dañado jamás la montaña. Sólo han excavado
donde ha hecho falta. Si Su Majestad así lo dispone, diré que acudan todos los
mozos del pueblo con sus herramientas, y ellos se encargarán de abrir paso al
tren.
El rostro del sha dio muestras de alivio, pero se esfumaron de inmediato.
–No, tardarían demasiado. No disponemos de tanto tiempo. Quiero acabar
pronto.
–Lo que Su Majestad ordene. Puedo convocar a todos los jóvenes del monte
del Azafrán. Y si es necesario, también a los de los pueblos vecinos. Poseemos
experiencia, conocemos la montaña. Tenga a bien Su Majestad darles a nuestros
hombres la oportunidad de demostrar lo que valen.
El sha guardó silencio.
–Proporcionadnos los mejores martillos del país.
–¿Y luego?
–Abriremos un paso por donde el tren de Su Majestad pueda serpentear junto
a la cueva y llegar al otro lado de la montaña.
Al caer la tarde, los muecines de todos los pueblos de la comarca subieron a
los almenares de las mezquitas y llamaron:
–Alaho akbar! La ilahe líala! ¡En nombre de Alá! ¡En nombre de los
espíritus de nuestros antepasados! ¡En nombre del sha Reza Kan, se buscan
hombres fuertes! Aunque tengáis un vaso de agua en la mano, dejadlo y acudid
enseguida a la mezquita.
En el transcurso de la tarde y durante toda la noche, los jóvenes de los
alrededores fueron llegando a la mezquita de la aldea del Azafrán.
Por la mañana temprano, centenares de hombres siguieron al anciano hasta el
lugar convenido, al pie de la montaña. Uno de ellos era Aga Akbar, que entonces
contaba diecisiete años. No conocía al sha ni sabía lo que estaba haciendo, y
menos aún tenía noticia de sus proyectos para el país. Y al igual que los demás,
tampoco entendía por qué la vía férrea debía llegar con tanta prisa al otro lado
del monte. Lo único que sabía era que estaban construyendo una línea de
ferrocarril que pasaría junto a la cueva y que ellos estaban allí para salvar la
escritura cuneiforme.
Desde una elevación, Reza Kan observaba a los hombres congregados abajo.
Los aldeanos habían oído las leyendas que circulaban sobre la personalidad
del sha. En los pueblos y zonas rurales se le conocía como un redentor, un señor
con mucho poder, alguien que defendía a los pobres, que quería dar al país un
nuevo semblante. Sin embargo, en Teherán conocían otra cara del sha, la del
hombre que eliminaba a sus opositores utilizando una violencia extrema.
En una ocasión había ordenado que retiraran el opio, el té y el azúcar de la
casa de un destacado clérigo y que lo mantuviesen detenido durante tres
semanas, lo que para el religioso equivalía a la pena de muerte. Prohibió a los
imanes el uso del turbante y dio orden a sus agentes de perseguir a las mujeres
que llevaran velo. Cuando los clérigos de la ciudad santa se sublevaron, Reza
Kan mandó instalar un cañón frente a la puerta de la sagrada mezquita dorada y
exclamó:
–¿Dónde está esa rata negra? ¡Sal de tu madriguera!
¿Una rata? ¿Una rata negra? ¿Estaba calificando de rata al sublime guía
espiritual de los chiíes? De repente, en el tejado de la mezquita aparecieron
cientos de clérigos jóvenes con fusiles.
–¡Abran fuego! – ordenó el sha a sus oficiales.
Decenas de religiosos murieron y otros tantos fueron detenidos. Una parte
del santo sepulcro dorado resultó dañado. El mundo musulmán se estremeció.
Los comerciantes apagaron la luz de sus tiendas, el zoco cerró sus puertas y la
gente se vistió de luto. Pero el sha hizo caso omiso de todo eso.
–¿Quedan más?
No, ya no quedaba nadie en la calle ni en las azoteas. Todo el mundo se
había encerrado en sus casas a cal y canto.
Aga Akbar no sabía nada de esos hechos. Veía al sha como un militar de alto
rango, un general que vestía una capa un tanto curiosa y que llevaba un bastón
bajo el brazo.
El anciano se aproximó al monarca y, tras hacer una reverencia, le dijo:
–Todos están preparados para sacrificarse por los sueños del sha.
Reza Kan permaneció en silencio, observando a los campesinos. En su
semblante se leía la duda que albergaba de que aquella gente pudiera solucionar
realmente su problema.
En ese momento aparecieron varios carros blindados, que se detuvieron a
pocos metros de los hombres. Descendieron dos generales, con la gorra en una
mano y un fusil en la otra, y fueron corriendo hasta donde estaba el sha.
–¡Todo listo, Majestad! – exclamó uno de ellos.
–¡A descargar! – ordenó él.
Los generales volvieron a toda prisa a sus vehículos acorazados, los soldados
abrieron los portones traseros y descargaron un par de centenares de martillos de
picapedrero importados de Inglaterra.
–¡Tú! – le espetó el sha al anciano-. ¡Ahí tienes, martillos! ¡Si tus hombres
flaquean, te pego un tiro! – Se dio la vuelta y, dirigiéndose al ingeniero, le soltó-:
¿Y tú a qué esperas? ¡Manos a la obra!
Cuando estaba aproximándose a su jeep, se detuvo, como si se olvidara de
algo. Volvió a la elevación desde la que había hablado a los hombres y le hizo
una señal con el bastón a uno de los generales. Este, a su vez, indicó algo a siete
soldados que esperaban en fila, con un saco repleto cada uno. Los jóvenes se
acercaron al sha, depositaron los sacos en tierra y se cuadraron.
–¡Abridlos! – ordenó Reza Kan.
Un soldado los desató uno por uno. El sha extrajo de uno de ellos un fajo de
billetes nuevos de color verde y, girándose hacia los campesinos, exclamó:
–¡A picar! Este dinero es para vosotros. Volveré dentro de tres semanas.
–Yavid sha! ¡Viva el sha! – proclamaron los hombres tres veces seguidas,
tras lo cual el monarca descendió de nuevo hacia el jeep.
El ingeniero condujo lo más rápidamente posible a los aldeanos, que iban
con su martillo al hombro, hasta el lugar donde acababa el camino. Los
campesinos bromeaban entre sí. Sacando músculo, se decían unos a otros que
arrancarían de raíz hasta las rocas más duras del monte. No sabían lo que les
esperaba.
Años más tarde, Aga Akbar conservaba orgulloso en la repisa de la chimenea
de su casa una vieja y descolorida foto en blanco y negro en la que aparecía con
un martillo de picapedrero sobre el hombro derecho y un cincel grueso como un
bacalao entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.
Aunque el fotógrafo había querido mostrar sobre todo el martillo y el cincel,
el joven Akbar exhibía su musculatura de tal modo que ésta atraía la atención
por encima de las herramientas.
Siendo su hijo Ismail todavía un niño, Akbar le había contado una larga
historia sobre esa foto. Una historia que, en realidad, versaba sobre sus músculos
y una enorme cantidad de dinero.
•••
Mujer
•••
Kazem Kan era muy selectivo a la hora de elegir una esposa para su sobrino.
No quería que fuese tuerta ni una campesina que tejiera alfombras. Buscaba para
él una mujer fuerte, con la cabeza bien puesta, organizada, que comprendiera
para quién debía traer hijos al mundo.
–No quiero para él una mujer cualquiera -decía-. Esperaré. Le encontraré una
buena esposa. No se morirá por seguir soltero unos años más.
Sin embargo, los otros hombres de la familia le objetaban:
–No lo compares contigo, Kazem Kan. Tú tienes mujer en todos los rincones
del monte del Azafrán, pero el muchacho no, y si no dejas que se case, acabará
por mal camino.
–Yo quiero que se case, pero no con una sorda, una coja o una tullida.
Desgraciadamente, no había en el monte del Azafrán ninguna joven fuerte,
sana e inteligente que quisiera a Akbar por marido. Y así fue cómo buscó y
encontró el calor de las prostitutas.
–¡Eh, Akbar! Ven, entra. Ven a mirar mi alfombra. ¿Podrías arreglármela?
Pasa, siéntate un momento aquí conmigo. Se te ve cansado. Deben de dolerte los
brazos, y también la espalda. ¿Te apetece un té? No me mires así. Deja que me
siente a tu lado. Dame la mano. ¿A que está calentita?
Para saber algo más sobre las relaciones que mantenía Akbar con las
prostitutas, había que recurrir a Seyed Shoya, su amigo de la adolescencia.
Seyed era ciego de nacimiento, pero poseía un oído excelente. Percibía los
sonidos como un perro y siempre contestaba de mala manera a todo el mundo.
Los hombres no se metían con él, pues sabían que se enteraba de todo lo que
hacían.
Seyed Shoya conocía por su nombre de pila a todas las prostitutas que vivían
en el monte del Azafrán y sabía qué aldeanos las frecuentaban. Los reconocía
inmediatamente por sus pisadas:
–¡Eh! ¿Por qué pasas de largo con tanto sigilo? ¿Acaso querías eludirme?
¿Por qué, si puede saberse? ¿Es que has vuelto a hacer alguna maldad con esa
cosa que llevas dentro de la bragueta? ¡Anda, ven, dame la mano! No temas, que
no voy a chivarme.
Al caer la tarde, solía recostarse contra el árbol centenario que había a la vera
del camino, y cuando las muchachas volvían de la fuente con los cántaros llenos
de agua, reconocía por las pisadas a la que le gustaba:
–Salam aleikum, luna mía. Déjame ayudarte con el cubo.
Ellas se reían de él, y él se mofaba de ellas.
–¡Largo de aquí! – les decía-. Con esas nalgas de elefante que tienes, será
mejor que no te sientes en el suelo, no vayas a hacer un hoyo en la tierra.
Nunca tenía dinero, ni falta que le hacía, pues Akbar pagaba por él.
Los que no temían sus respuestas destempladas le lanzaban pullas al
respecto:
–Eres un parásito. Le chupas el dinero a Akbar.
Pero era demasiado arrogante para molestarse por esos comentarios.
Había otra persona que compartía sus secretos con ellos dos: Yafar, el
Hombre Araña.
Yafar era un muchacho minusválido que apenas podía mantenerse en pie, por
lo que se veía obligado a desplazarse a gatas a todas partes. Extremadamente
delgado y de cabeza pequeña, cuando se le veía arrastrarse por las calles con sus
piernas y brazos nervudos, parecía una araña. Sin embargo, no le habían puesto
el mote por esa razón, sino porque trepaba a los árboles como una araña de
verdad. Se le veía en sitios inaccesibles para las personas normales. Por ejemplo,
colgado de una rama, gateando por el mausoleo de la mezquita o apostado en la
ventana de los baños públicos para espiar a las mujeres.
Lo que no veía el ciego Seyed, lo veía Yafar. Y éste, al ser amigo de aquél,
también lo era de Akbar. Los tres componían un trío muy unido y emprendedor.
Incluso cuando iban a visitar a alguna prostituta al monte del Azafrán, lo
hacían juntos. A menudo se les veía subir la ladera, Yafar a cuestas de Seyed, y
éste agarrado del brazo de Akbar.
La presencia de Yafar era absolutamente indispensable, pues entendía mucho
de prostitutas. Nunca entraban enseguida y a la vez, ni hacían nada sin que Yafar
diera primero el visto bueno. Éste a menudo prevenía a Akbar gesticulando con
el dedo índice:
–¡Hazme caso! ¡No vayas sin mí! De lo contrario, se te pegará alguna
enfermedad y ya no podrás orinar del dolor.
Así hacían las cosas, y todo solía salir bien.
Hasta que un buen día, Yafar, que se había subido al tejado del retrete, oyó
algo inusual. Pegó el oído para escuchar y al instante comprendió lo que pasaba.
Sin perder un segundo, fue a donde estaba Seyed y le dijo:
–¡Eh, Seyed, te necesito!
–¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?
–El tonto ese está llorando en el retrete.
–Pero ¿qué dices? ¿Quién está llorando?
–Akbar; el muy necio no puede orinar.
Se acercaron a la puerta.
–¿Lo oyes? Está llorando.
–¡Demonios, es verdad! Pero a lo mejor llora por otra cosa.
–¡No, hombre, no! Nadie se pone a llorar en el retrete, si no es por eso.
–Espera. Déjame pensar un poco.
–No hay mucho que pensar. Está clarísimo. Tenemos que verle el pito, y
rápido. Así lo sabré enseguida.
Esperaron escondidos a que Akbar saliera del retrete.
–¡Ven aquí! – gesticuló Yafar.
Akbar comprendió de inmediato lo que pasaba. Quiso escapar, pero Yafar,
que era muy listo, saltó como una araña hacia él, lo agarró por el pie y lo hizo
rodar por tierra. Seyed también se precipitó sobre él y lo sujetó por el cuello,
espetándole:
–¡No te escapes, cabrón! Ven con nosotros.
Entre los dos lo arrastraron hasta el establo.
–¡Sujétalo bien! – exclamó Yafar, mientras trepaba a un poste y encendía
una lámpara de aceite. Seguidamente, le bajó los pantalones y le estudió el
miembro-. ¡Ya puedes soltar a este imbécil! Está enfermo.
A la mañana siguiente, bien temprano, partieron los tres a la ciudad en busca
de un médico.
Unos meses después, cuando Akbar ya se había curado, Yafar y Seyed
tuvieron una conversación a solas. Akbar había empezado a distanciarse de ellos,
y sabían por qué. Como amigos suyos que eran, consideraron que debían poner a
su tío al corriente. Una tarde, Yafar se subió a la espalda de Seyed con una
linterna en la mano y se encaminaron juntos hacia la casa de Kazem Kan.
–¡Buenas tardes! – saludó Seyed-. ¿Podemos pasar un momento?
–¡Pasad, pasad! Estáis en vuestra casa. Tomad asiento. ¿Queréis un té?
–No, gracias. Tenemos que irnos antes de que llegue Akbar. En realidad,
hemos venido a contarle algo. Somos sus mejores amigos, pero hay ciertas cosas
que no debemos callar. Hemos venido a decirle que nos preocupa su salud.
–¿Cómo es eso?
–Usted ya sabe que solemos salir los tres por ahí, y a veces pasan cosas,
aunque luego todo suele arreglarse. Pero en esta ocasión es distinto: a Akbar se
le ha ido la mano.
–¿Qué quieres decir? ¿Qué ha hecho?
–Yo no veo, pero tengo dos buenos oídos. Y Yafar lo ve todo muy bien. En
realidad, mejor que se lo cuente él, pues es quien lo ha visto.
–Cuéntame, Yafar. ¿Qué has visto?
–¿Cómo decirlo? Akbar suele ir a menudo, por no decir casi todas las
noches, a dormir a casa de una prostituta. Creo que… está enamorado de ella.
Tal vez eso no sea grave. Ella es joven y… muy amable, y estoy convencido de
que ella lo quiere bien. Sin embargo, creemos que esto ha ido demasiado lejos.
¿Verdad, Seyed? Eso es todo. Esa mujer no tiene nada de malo. Es joven y está
sana, pero nos ha parecido que debíamos contárselo. ¿Verdad, Seyed?
–Así es -subrayó-. Sí, sí, eso es todo. Y ahora vámonos, antes de que vuelva
Akbar.
Kazem Kan sabía que el tiempo apremiaba y que debía hacer algo por su
sobrino. De lo contrario, llegaría un momento en que nadie querría entregarle a
su hija. Hubo de reconocer que no había logrado encontrar en ninguna parte a la
esposa ideal para él, y decidió poner el asunto en manos de las mujeres de la
familia.
Éstas se pusieron manos a la obra y se lanzaron a la búsqueda, pero al poco
tiempo decayó su entusiasmo. Ninguna de las jóvenes con las que hablaron
parecía encajar en la familia. Una por ser hija de un mendigo, otra por tener
hermanos ladrones, la tercera por carecer de senos y la cuarta por ser tan tímida
que ni siquiera se había dejado ver.
Desgraciadamente, tampoco ellas fueron capaces de encontrarle una esposa a
Akbar.
Sólo les quedaba una puerta a la que llamar: la de Zeineb Jatun, la vieja
celestina del monte del Azafrán. Ella siempre tenía un par de muchachas
disponibles.
Sin duda, Zeineb encontraría una compañera idónea para Akbar. Era adicta
al opio, y con llevarle un rollo del que fumaba Kazem Kan, todo se arreglaría.
Zeineb Jatun vivía en una casita a las afueras del pueblo, al pie de la
montaña. La mayoría de sus clientes eran hombres solteros en busca de esposa.
–Zeineb Jatun, ¿conoces alguna muchacha para mí? ¿Una joven buena que
me dé hijos sanos?
–No, no tengo ninguna para ti, ni buena ni mala. Te conozco. Les pegas a las
mujeres; recuerdo lo que le hiciste a tu última esposa. Lárgate y pídele a tu
madre que te busque una.
–¿Por qué no me invitas a pasar? ¿Qué me dices de este medio rollo de opio
amarillo que te he traído?
–Pasa. Sería bueno que sonrieses de vez en cuando, y que te afeitases. Con
esa barba y esos horribles dientes amarillentos es imposible que te encuentre una
mujer.
Otras veces llamaba a su puerta alguna madre anciana.
–Zeineb Jatun, estoy vieja y aún no tengo nietos. Si te esmeras en
proporcionarle una mujer a mi hijo, te regalaré un hermoso velo, uno de verdad,
de La Meca.
–Sí, la gente me promete el oro y el moro, pero en cuanto consigo esposas
para sus hijos, desaparece. Ve a buscar ese velo, así me darás tiempo para
pensar. Aunque no creas que será fácil. Las mujeres difícilmente se casan con
hombres a los que se les cae la baba sin cesar. Pero ya pensaré en alguna para él.
Anda, date prisa, no vaya a ser que me muera esta misma noche y mañana
tengan que enterrarme envuelta en mi velo viejo y raído. Ve a buscarlo; yo te
esperaré.
En contra de la voluntad de los varones de la familia, las mujeres metieron
un rollo de opio en el bolso de la tía de más edad, se pusieron el velo y se
encaminaron a la casa de Zeineb Jatun.
A los hombres les parecía impropio pedirle a esa celestina que les
consiguiera una esposa. Y, si bien era cierto que buscaban eso, en realidad lo que
querían era un vástago: un Ismail que pudiera cargar con el peso de Akbar.
Pero, como preferían que ese Ismail no fuese el hijo de una prostituta,
tuvieron que resignarse a que sus mujeres fueran a consultar a Zeineb.
Entre risitas nerviosas, las tías de Aga Akbar golpearon la puerta de Zeineb
Jatun.
–¡Bienvenidas! Pasad y tomad asiento.
Todavía en el pasillo, la tía mayor deslizó con torpeza el rollo de opio en la
mano de la casamentera.
–Yo no entiendo de estas cosas. Es de parte de Kazem Kan -dijo, y añadió
impaciente-: Seamos breves, Zeineb Jatun. Buscamos una buena chica, una
joven juiciosa para nuestro Akbar. Eso es todo. ¿Tienes algo para nosotras o no?
Las demás se echaron a reír. Les divertía la impaciencia de la tía.
–¿Si tengo una chica para vosotras? – dijo la experta anciana-. Aunque deba
explorar toda la montaña, algo encontraré. Si no le consiguiese una mujer a Aga
Akbar, ¿a quién se la conseguiría? Sentaos. Primero tomaremos un té. – Acercó
una bandeja con vasos y una tetera, y continuó-: Dejadme pensar un momento.
Una buena muchacha, sensata… Sí, creo que conozco a alguien. Es hermosa,
pero…
La tía no la dejó terminar.
–¡Nada de peros! – le soltó-. A mí no me vengas con una mujer a medias.
Quiero para mi sobrino una mujer entera, completa.
–¡Alá, Alá! ¿Por qué no me dejas acabar la frase? Alá se enfada cuando
hablamos así de sus criaturas. La joven a la que me refiero está sana como una
manzana y es hermosa, sólo que tiene una pierna más corta que la otra.
–Eso no importa, con tal de que pueda andar -le contestaron.
–¿Que si puede andar? ¡Pero si salta como una gacela! De todos modos, no
puedo preguntarle a Alá por qué le dio una pierna más corta que otra. Tal vez
exista algún motivo. Ahora que lo pienso, hay una muchacha que…, pero es un
poco sorda.
–No, no queremos una sorda para Akbar -dijo la tía.
–No es sorda del todo, sólo un poco. Es buena, y bonita, además; confiad en
mí. Ahora que lo pienso, es incluso mejor que la primera. Creo que Aga Akbar
necesita una mujer que ande bien, que tenga los pies firmes sobre la tierra. El
hecho de que sea sorda, tampoco es un problema tan grave. A Akbar no le
interesa hablar con ella.
–Puede que a él no, pero a los hijos que tengan sí.
–¡Dios me libre! ¡Las cosas que hay que oír! ¿Cómo podéis hablar así,
teniendo un sordomudo en casa? Alá se enfadará. Escoged a esta mujer. Tiene
una cara muy linda, bonitos brazos y un cuello del color de la leche, nalgas
firmes y muslos anchos. Aceptadla. Alá se pondrá contento con vuestra elección.
Al día siguiente, las mujeres fueron a conocer a la futura esposa de Akbar,
que vivía en una aldea vecina. La visita fue breve. Zeineb Jatun tenía razón: era
hermosa, aunque se la veía un poco enferma.
–¿Enferma? – dijo la celestina-. Puede ser. Tal vez un ligero resfriado.
Quizá…, ya se sabe, las mujeres… Pero enferma, no. Para el día de la boda, ya
se habrá puesto buena.
Así hechizó a las mujeres con sus palabras y, satisfecha, se despidió de ellas.
Una semana después, al atardecer, los hombres acompañaron al novio desde
los baños hasta su casa.
Vestido con su traje, Aga Akbar tenía un aspecto sano y vigoroso. El ciego
Seyed Shoya iba a caballo para oficiar de testigo, con Yafar, el Hombre Araña,
sentado delante de él y sujetando las riendas. Así ascendieron la colina hasta la
casa, a la que poco después las mujeres llevarían a la novia, con una reata de
siete mulas.
Todo el mundo esperaba fuera, oteando a lo lejos para ver llegar el cortejo.
Las siete mulas no tardaron en aparecer. Las mujeres lanzaron grititos
festivos y los músicos del pueblo comenzaron a tocar. Aga Akbar ayudó a su
prometida a apearse de su montura, la llevó del brazo hasta el patio, cumpliendo
la tradición, entraron en la habitación nupcial y cerró la puerta.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que sucedió allí. Nadie, excepto una anciana
que se había escondido detrás de las cortinas para poder dar fe de que todo había
salido bien, de que el matrimonio se había consumado.
En cuanto el novio y su prometida desaparecieron en el interior, todos
abandonaron el patio. Los ancianos se reunieron a fumar hasta que llegó la mujer
y anunció:
–Ya está. Lo ha hecho.
Los hombres exclamaron a coro:
–Alaho masale aala Mohamad wa aale Mohamad (…). Saludemos a
Mahoma, el profeta, y a sus deudos.
A Ismail, en su condición de hijo de Akbar, le relataron más detalles de
aquella historia. Para entonces ya habían fallecido algunos parientes mayores,
entre ellos Kazem Kan. Un día en que Ismail se dirigía a la aldea, su tía, entrada
en años, lo invitó a entrar en su casa.
¿Qué edad tendría entonces? ¿Quince años? ¿Dieciséis? Por aquella época
solía ir a visitar el lugar en que había nacido su padre, y pasaba todo el verano en
la casa de campo de la familia. Quería saber más sobre el pasado de su
progenitor.
–Ismail, hijo mío -dijo la tía-, dame la mano. Pasa, pasa, hijo mío, adelante.
Aunque sus ojos ya no veían, lo miraba fijamente, y expresó su admiración
por el muchacho pronunciando las palabras divinas:
–Fa tabarek alah ahsan al jalegi. Cuando Dios creó al hombre, se enamoró
de su propia obra. Dios dijo: «Fa ta ba rekalah ahsanal jalegin. Mirad, mirad
qué hermosa criatura he creado: el hombre.»
Ismail no era un hijo más de la familia, sino el hijo que la familia había
esperado tanto tiempo. Rezaban por él, para que algún día fuese lo bastante
grande y sano para brindar apoyo a su padre. Era para todos un regalo del cielo.
El primogénito de Akbar. Exactamente lo que todos deseaban. No podía ser otra
cosa que la voluntad de Dios.
La tía condujo a su sobrino hasta el patio.
–Antes de morirme, debo contarte algo sobre la boda de tu padre. Ven,
sentémonos allí. He extendido una alfombra debajo de mi viejo nogal.
Recostada contra el tronco, continuó:
–Te diré cómo fue todo. Metí un rollo de opio amarillo en el bolso y fui con
las otras mujeres a ver a la alcahueta para conseguirle una esposa a tu padre. Fue
un error. No debí hacerlo.
–¿Por qué?
–En realidad, no hicimos bien nuestro trabajo, la tarea que nos habían
encomendado. Por eso Dios nos castigó.
–¿Cómo que las castigó?
–Porque nos olvidamos de que el propio Dios se ocupaba de Akbar.
Queríamos casarlo por todos los medios. Actuamos como si no creyésemos en
Dios, como si no confiásemos en Él, como si hubiese abandonado a tu padre a su
suerte. Por eso nos castigó.
–Tía, no la entiendo.
–Las mujeres llevaron a la novia con siete mulas desde la aldea de Saruj
hasta la casa de tu padre. Yo uní sus manos y los conduje al dormitorio. Era yo
quien debía esconderse en aquella habitación detrás de la cortina.
–¿Detrás de la cortina?
–Así se hacía antiguamente. Debía observarlos a hurtadillas y ver qué
pasaba. Ver si la mujer… Hijo, mejor déjalo. ¡Ojalá se hubiese ocultado otra en
mi lugar! Yo los escuchaba y me di cuenta de que la cosa no iba bien. No
entendía qué ocurría, pero tuve el presentimiento de que Dios no estaba
conforme. Tu padre se acostó con ella. Era un hombre fuerte, de espaldas
anchas. Yo lo oía a él, pero a la novia no: ni un movimiento, ni una palabra, ni
un suspiro, ni un lamento, ni un grito de dolor, nada. Con todo, lo hicieron. Me
escabullí sigilosamente y fui a donde estaban reunidos los hombres para
comunicarle a Kazem Kan que lo habían consumado. Todos lanzaron gritos de
alegría, fumaron y comieron. Los festejos duraron siete días, pero ignorábamos
que Dios no estaba contento con nuestros actos. Y eso fue culpa mía. Como tía
mayor, tendría que haber sabido, tendría que haber mantenido los ojos abiertos y
ser paciente. Tendría que haberle dicho a todo el mundo que no debíamos
precipitarnos.
–¿Por qué?
–Estaba inquieta. La novia no había hecho ningún movimiento. Tenía que
haberse mostrado de algún modo. Asomarse un instante a la ventana, esbozar
una sonrisa, correr la cortina, pero no, nada. No hizo nada.
–¿Por qué me cuenta usted todo esto? ¿Está hablando de mi madre?
–No, hijo, no. Espera. La séptima noche, tu padre volvió a acostarse con su
mujer, y yo me retiré a mi habitación, aunque debía quedarme cerca de ellos
hasta la séptima noche. Estaba a punto de dormirme, cuando oí unos pasos
fuertes que se acercaban a mi cuarto. Era Akbar. Balbució algo que no alcancé a
entender, pero comprendí que algo grave pasaba. Me levanté de la cama y llevé a
tu padre al patio, iluminado por el resplandor de la luna. Le pregunté qué
ocurría, y me explicó mediante señas: «Fría. La novia está fría.» Fui corriendo a
su habitación y sostuve la lámpara de aceite cerca de su cara. Estaba fría como el
mármol, hijo mío. Estaba muerta.
–¿Muerta? – preguntó Ismail-. ¿O sea, que mi madre no fue la primera mujer
de mi padre?
–No.
–¿Por qué nunca me lo ha dicho nadie?
–Yo estoy diciéndotelo ahora, hijo. No tenía sentido que te lo contásemos
antes.
Años después, una tarde en que Ismail volvía a casa desde la capital, le dijo a
su padre:
–Ven, hay algo que quiero enseñarte.
Sacó de la bolsa la foto de una joven y se la tendió.
–¿Quién es? – preguntó Akbar por señas.
–No se lo digas a nadie todavía -contestó Ismail-. Tal vez algún día me case
con ella.
Akbar examinó atentamente el retrato y gesticuló, con una sonrisa:
–Es guapa. Pero ten mucho cuidado. Obsérvala. Escucha sus pulmones para
ver si funcionan bien. Si respira bien. Ya sabes que yo no oigo nada. Pero tú sí,
tú tienes buenos oídos. La respiración es muy importante.
–No tienes por qué preocuparte. La he escuchado, y respira como es debido.
–¿Y el pecho? ¿El pecho no le duele?
–No, nada en absoluto. Ningún dolor.
–¿Y los brazos?
–Estupendos.
Su padre sonrió.
–Fíjate también en el vientre.
Esa noche, Akbar le contó por primera vez a Ismail algunas cosas sobre su
primera mujer. Que tenía muchos dolores. Que padecía una enfermedad en el
tórax, o en el interior del pecho, en los pulmones. Seguía sin saberlo a ciencia
cierta.
–Ha de tener los senos bien calientes. Fríos no. No, no han de estar fríos.
El pozo
•••
•••
Kazem Kan decidió subir a la montaña en su busca. Presentía adónde había
ido, pero temía que no hubiese podido llegar hasta el pozo, que se hubiera caído
y que nadie pudiese ayudarlo.
Ensilló la mula, cogió los prismáticos e inició el ascenso, hasta que el animal
se negó a seguir…, no se atrevió a seguir. Kazem Kan se encaramó a un peñasco
y oteó con los prismáticos en dirección al lugar sagrado. No había ni rastro de
Akbar.
Volvió a mirar, por si acaso. De repente vio una figura de rodillas, con la
frente pegada al suelo…, ¿o estaba mirando el interior del pozo? No. Estaba
arrodillada, tomando apuntes en escritura cuneiforme.
–¡Increíble! – se dijo Kazem Kan en voz alta.
El bueno de Akbar había logrado llegar hasta el pozo.
¿Qué podía hacer por él? Nada. Nadie podía hacer nada por él. Kazem Kan
se rió de nuevo, y la montaña le devolvió el eco de su risotada.
–Lo ha conseguido. ¡Mi querido Akbar! ¡Bien hecho! ¡Bien por él! ¡Y bien
por mí! Que llore todo lo que quiera. Y que escriba. ¡Ja, ja, ja! Añoro mi pipa.
Dios mío, ojalá hubiese traído mi ración de opio. Me habría sentado aquí mismo
en la roca a fumar tranquilo, observando a Akbar.
¿Cómo iba a volver su sobrino? No había por qué inquietarse. Quien es
capaz de llegar hasta el pozo también sabe regresar. Las cabras monteses, que
son tan listas, siempre regresan.
¿Qué debía hacer? ¿Quedarse a esperarlo o volver a casa?
Se fue a casa, pues tenía un buen motivo para extender su alfombrilla de
fumar y celebrarlo. Quizá fuera poco adecuado, vista la reciente defunción de la
mujer de Akbar, pero también la familia de ella debería haberles advertido de
que su hija estaba tan enferma.
–No guardaremos duelo, sino que lo festejaremos; tenemos que ayudar a
Akbar a olvidar a la fallecida. Mañana, sin más tardanza. No, ahora mismo, esta
misma noche. Los llamaré a todos: «¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Subid al tejado!
¡Saludad a mi sobrino! ¡Ha conseguido llegar al pozo!»
Kazem Kan fue directamente a casa de su hermana mayor:
–¿Dónde estás? ¡Ve en busca de un pañuelo verde para Akbar! ¡Es nuestro
hombre! Nuestro Akbar lo ha conseguido. Está junto al pozo. Toma, ten los
prismáticos. ¡Date prisa! ¡Sube a la azotea y mira! ¡Todavía está allí!
Sin pérdida de tiempo, se dirigió a la mezquita, donde continuaban llorando a
la desaparecida novia, se apeó de la mula y entró corriendo.
–¡Atención! ¡Alá, Alá! ¡Mirad, traigo un pañuelo verde! ¡Coged estos
prismáticos y subid a la azotea para verlo antes de que anochezca! ¡Akbar ha
conseguido llegar al pozo!
En plena noche, cuando todos temían que nunca más volviese, una sombra
apareció en la plaza del pueblo. Akbar.
Llorando, Kazem Kan le colgó el pañuelo verde al cuello.
Antes de la llegada del ferrocarril, un gran misterio envolvía las
proximidades del pozo. Se decía que incluso los pájaros volaban más despacio y
bajaban la cabeza al pasar sobre él.
Sin embargo, con el tendido de la vía férrea todo cambió. Hasta entonces, el
pozo había sido sinónimo de inaccesibilidad, pero ya no era así. Aunque
resultaba difícil decir si la santidad del sitio había aumentado o disminuido con
la llegada del tren.
Durante los dos primeros años desde que el ferrocarril empezó a circular por
la montaña, el pozo sagrado continuó siendo inalcanzable.
Los montañeses hacían caso omiso del tren. Era como si esas extrañas
modernidades no tuviesen nada que ver con ellos. Bien mirado, ese ferrocarril
que llegaba hasta la frontera con los rojos era del sha Reza, no de las gentes del
lugar. Sin embargo, poco a poco se fueron habituando a la senda de hierro que
serpenteaba entre las rocas, y cada vez se veían más peregrinos andando por las
vías para subir la montaña.
–¡Mirad! ¡Un camino! ¡Un camino divino tendido a nuestros pies!
¿Por qué seguir cogiendo aquellos peligrosos senderos, habiendo una vía
férrea? Además, ésta permitía aproximarse un poco más al lugar sagrado. (De los
apuntes de Aga Akbar no se desprende que él también optara por ese camino.)
Una vez descubierto el nuevo itinerario celestial, la gente trató de enseñar a
las mulas a andar entre las vías, pero ellas se negaban: las traviesas con olor a
petróleo les daban miedo y no se atrevían a apoyar las patas en ellas. Sobre todo
las más viejas y experimentadas se resistían a hacerlo y se escapaban.
Intentaron utilizar animales más jóvenes. Por aquella época se veía a los
comerciantes dedicar días enteros, a veces hasta semanas, a instruirlos para que
apoyasen las patas en las traviesas.
Así llegó al monte del Azafrán una generación de bestias que, en cuanto se
les embadurnaba el morro con un poco de petróleo, se plantaban en medio de las
vías. Los peregrinos montaban entonces en ellas y emprendían la marcha.
Al principio, muchos no se aventuraban a subir de esa manera, sobre todo los
mayores. Pero no tardaron en aparecer por la montaña incluso ancianas con velo
que avanzaban entre los raíles sobre una mula, soltando risitas nerviosas.
El flujo de peregrinos creció rápidamente. Hombres de todas las comarcas
del país acudían a la aldea del Azafrán cargando a hombros a sus hijos enfermos,
sus mujeres enaguadas o sus padres enclenques, y alquilaban mulas.
Sin embargo, aquello no duró mucho tiempo. Los viernes por la tarde,
cuando sonaba, siempre de modo inesperado, el pitido del tren, a las bestias les
entraba tal pánico que se sacudían del lomo a los fieles y se precipitaban hacia
sus establos en la aldea. En una ocasión, un peregrino se rompió una pierna, y
otro incluso se partió la nuca. Otra vez, a una mula se le quedaron atascadas las
pezuñas entre las traviesas, y otra, a una anciana se le enganchó el velo en una
tuerca.
Un buen día llegaron unos camiones cargados de vallas y alambre de espino.
Decenas de peones traídos de la ciudad instalaron una cerca y tendieron una
alambrada para que ni una serpiente pudiese colarse a las vías.
Con todo, la gente descubrió un nuevo camino, una nueva manera de llegar
hasta el pozo sagrado, aunque no era para cualquiera. Estaba reservado a los
mozos fuertes y listos.
Al principio sólo unos pocos eran capaces de recorrerlo, pero su número fue
creciendo considerablemente. Los jóvenes se jugaban el tipo para conseguir el
pañuelo verde. Suponía un reto enorme. Un gran desafío. Tal vez la mayor
prueba de toda su vida.
Subían hasta donde ya no había alambre de espino, y allí, en una elevación,
esperaban en la oscuridad la llegada del tren. Cuando éste pasaba, saltaban al
techo.
Hasta ahí la cosa no resultaba muy difícil. Casi todos los que se atrevían lo
lograban. Pero después de unos quince minutos de marcha, el tren tomaba una
curva cerrada y ése era el momento decisivo. Los que viajaban encima debían
correr a toda velocidad por el techo para lanzarse a tiempo sobre cierto peñasco.
Una buena sincronización, flexibilidad de movimientos y arrojo constituían
los requisitos principales para aterrizar en el punto exacto.
Si no se lograba caer bien, al día siguiente el cadáver o el cuerpo maltrecho
del desafortunado era cargado a lomos de una mula.
Quien conseguía caer de pie sobre la peña y permanecer inmóvil, como un
tigre o como una auténtica cabra montés, debía dar enseguida una señal
convenida, pues toda la aldea esperaba con ansiedad en las azoteas. Si la cosa
acababa bien, había que disparar una flecha iluminada.
En cuanto se vislumbraba alguna señal desde la roca, un arquero encendía
una antorcha y la lanzaba al aire.
El resto de la marcha ya no era tan difícil. Lo único que había que hacer para
llegar hasta el pozo era escalar siete paredes un tanto empinadas. Pero eso casi
siempre lo conseguían.
Al día siguiente, cuando el afortunado regresaba temprano por la mañana, los
niños y los ancianos salían a su encuentro para darle la bienvenida. Todos
querían abrazarlo y tocarle los ojos, puesto que había visto el pozo y al santo
leyendo su libro a la luz de una lámpara de aceite.
La situación no podía seguir así. Como ya ha quedado dicho, Reza Kan
quería modernizar el atrasado país agrícola. Prohibió a las mujeres de Teherán
llevar velo. Sus policías metían en camiones a las que lo usaban y las encerraban
en calabozos. El sha encargó a París miles y miles de sombreros.
Su sueño se había hecho realidad. Sus trenes circulaban hacia los cuatro
puntos cardinales, hasta las fronteras del país. Reza Kan no vacilaba. Fuera el
clero, fuera la superstición y todos los santos que yacían en pozos aquí y allá
leyendo libros.
¡Fuera ese pozo! Ordenó que lo quitasen de en medio, que se librasen de él y
que enviasen a sus casas a los peregrinos.
¿Quién se atrevería a hacerlo? ¿Quién se atrevería a tocar el pozo y detener a
los fieles? Nadie. Prenderían fuego a la casa de quienquiera que lo intentara.
Sin embargo el sha insistía. No quería que subiese a la montaña ningún
creyente más.
Pero no le hacían caso. La gente seguía acudiendo hasta allí con sus
enfermos a cuestas y se ponía a rezar.
Hasta que un día aparecieron unos carros blindados de los que salieron
decenas de policías con armas en posición de abrir fuego.
–¡A casa! – gritó uno de ellos.
Nadie obedeció.
–Aunque sea una simple mula la que suba, la mataré a balazos. ¡A casa! –
repitió otro.
Un anciano se puso en marcha. El policía lo apuntó con el fusil, pero disparó
al aire.
–La ilaha ila alah -exclamó alguien.
–La ilaha ila alah -respondieron cientos de peregrinos, y comenzaron a
ascender todos juntos.
Nuevos disparos al aire.
No surtió efecto. Uno de ellos se atrevió a abrir fuego contra la multitud, y
dos hombres cayeron. Temerosos, los policías se precipitaron hacia los carros
blindados, perseguidos por los fieles, pero los conductores partieron a todo gas.
Al día siguiente se movilizó Qom, la ciudad sagrada. Los altos cargos
eclesiásticos que habían sido detenidos habían ordenado a sus seguidores que
hicieran huelga y cerraran los zocos.
Reza Kan se enfureció.
–¡Selladles el pozo sagrado a cal y canto! – exigió.
¿Quién osaría hacerlo?
Nadie.
–¡Pues entonces lo haré yo mismo! – dijo.
•••
Ispahán
•••
Ismail observaba con sorpresa cómo su padre seguía el hilo del relato,
asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
La campesina puso las manos sobre los hombros del muchacho y se sentó
junto a él.
–Por suerte, ahora Akbar tiene un hijo que lo apoya -le dijo.
El granjero continuó su relato:
–Yo no sabía a ciencia cierta si tu padre decía la verdad, pues me costaba
creer que él hubiese escrito esas cosas. Pero yo era el único que podía ayudarlo.
Llegó un momento en que ya no pude contenerme. Fui corriendo hasta el
estanque, me arrodillé a los pies del general, y le dije que Akbar no mentía, que
era una buena persona, que había que llamar a su tío Kazem Kan.
–¿Y sirvió para algo? – preguntó Ismail.
–Afortunadamente, sí. Lo sacaron del estanque, lo cubrieron con una manta y
se lo llevaron al interior del edificio. ¿Lo recuerdas, Akbar?
–Sí, lo recuerdo, todavía lo recuerdo -asintió con la cabeza.
Tres días después, Kazem Kan se presentó en el cuartel acompañado del
imán de la aldea del Azafrán, el cual, tras depositar el libro sagrado sobre la
mesa del general, juró que aquél era un cuaderno corriente de apuntes que
imitaban la escritura cuneiforme; que aquellos signos no tenían ningún
significado; que eran meros garabatos dibujados por Aga Akbar.
Muchos años después, tras la muerte de Akbar, el cartero le entregó un
paquete a Ismail, que tenía a la sazón la misma edad que su padre por aquel
entonces. Ismail lo abrió: era un libro, el cuaderno con los apuntes de Aga
Akbar.
Se sentó en su escritorio, lo hojeó y pensó: «¿Llegaré a descubrir algún día el
secreto de estas notas? ¿Cómo conseguiré que este libro hable? ¿Cómo
traducirlo a un lenguaje inteligible?»
Otra mujer
Ya hemos hablado muchas veces de Ismail,
pero en este libro aún no había nacido.
Pronto nos encontraremos con una mujer
en la nieve.
A veces sólo es cuestión de paciencia. Cuando una cosa no resulta, hay que
dejarla reposar un tiempo. De este modo se da margen a la vida para que
encuentre una salida por sí sola.
Kazem Kan se encontraba de viaje. Había caído casi un metro de nieve, por
lo que no podía regresar a casa. Debería esperar unos días, hasta que el camino
estuviera transitable otra vez.
Mientras deambulaba en busca de un fumador conocido suyo, llegó a la
aldea de Jomein cuando ya oscurecía.
–¡Buenas tardes! – saludó a un anciano ocupado en quitar la nieve del
camino.
–¡Buenas tardes, forastero! ¿En qué puedo ayudarte?
–Busco al cazador.
–¿A cuál de ellos? En este pueblo somos todos cazadores.
–Pues… al cazador de cabras monteses.
–Ah, sí. Ya sé a quién te refieres. En otros tiempos solía capturar cabras
monteses, pero me parece que ya no logra acertarle ni a una doméstica. Al final
del camino que acabo de despejar hay un viejo roble. Cuando llegues allí, coge
el sendero de la izquierda, sube la colina y a lo lejos verás una casa de paredes
muy largas con un arco de entrada donde hay colgado un gran cuerno de cabra.
Allí vive el hombre que buscas.
Kazem Kan ascendió la colina nevada hasta llegar a la casa, pero parecía no
haber nadie. Desde lo alto del caballo, gritó:
–¿Está el cazador?
No obtuvo respuesta. Golpeó la puerta con la fusta:
–¡Cazador! ¿Estás en casa?
Se oyó la voz de una mujer joven:
–¡Espere un momento! Deje que termine de retirar la nieve.
Kazem Kan no sabía de dónde provenía aquella voz, si del patio o de la
azotea.
–¡Salam, forastero! – lo saludó la mujer.
Kazem Kan miró alrededor.
–¡Aquí! ¡Estoy aquí arriba! ¿A quién busca?
–¡Ah! ¡Hola! Busco al cazador.
–Está durmiendo.
–¿A estas horas?
–Sí -dijo, y desapareció.
Lo que Kazem Kan quería era un sitio para sentarse a fumar. Era su hora, y
empezaba a sentir temblores por todo el cuerpo.
–¡Eh, muchacha! ¿Dónde estás? Escúchame, soy…
De nuevo, no hubo respuesta.
–¡Por el amor del cielo!, ¿qué haces?
–Quitar la nieve, señor mío. De lo contrario, a su cazador le caerá el techo en
la cabeza.
–Sal aquí un momento. Necesito urgentemente un…
–Ya sé lo que necesita usted urgentemente -le soltó-. Pero aquí no se lo
ofreceremos. ¡Buenas noches!
–Te ruego que lo despiertes y le digas que Kazem Kan llama a su puerta. ¿Lo
has entendido? ¡Kazem Kan!
–Pues no lo haré. En esta casa ya no entran forasteros. ¡Hasta la vista, señor!
–Me llamo Kazem Kan.
–¡Me importa un rábano quién sea usted! Ni opio, ni fuego ni un sorbo de té.
No pienso darle nada de nada. ¡Buen viaje!
–¡Por Dios, qué mujer! ¡Escúchame! Tengo que fumar ahora mismo, porque
si no me caeré muerto aquí, delante de tu puerta.
–Ya he oído otras veces esa cantinela.
–Esta vez es diferente.
–Su nombre no me dice nada. Por mí puede usted caerse muerto delante de
mi puerta. Pero fumar… nunca más en esta casa. Porque ¿quién ha de encenderle
el fuego? Yo. ¿Lo oye usted? ¡Yo! ¿Quién ha de prepararle el té? ¡Yo! ¿Ha
entendido? Pues no, ya no pienso hacerlo para nadie más.
–Entonces ve a llamar al cazador.
–El cazador está muerto, ¿me ha oído? ¡Muerto!
–¿Acaso debo implorarte? ¿Acaso este pobre viejo tiene que hincarse de
rodillas? Mira…, estoy a punto de caerme del caballo…
No había manera.
Kazem Kan se lo pensó e hizo otro intento.
–Te entiendo. Tienes razón, pero yo no soy un fumador cualquiera. Soy el
hombre más conocido del monte del Azafrán. Leo libros y me sé cientos de
poemas de memoria. También los escribo. Si me dejas pasar, escribiré un poema
especialmente dedicado a ti.
No obtuvo respuesta.
–Pero ¿se puede saber quién eres? – exclamó enfadado-. ¿Acaso eres su
nueva mujer?
–¿Yo? ¿La mujer del cazador? ¡Qué ocurrencia! Ahora sí que no le abro ni
en sueños.
Descorazonado, Kazem Kan dio media vuelta.
–¡Forastero, espere! – le dijo la joven, al tiempo que bajaba de la azotea.
Abrió la puerta y Kazem Kan entró en el patio. Al ver a la muchacha, pensó
que tal vez fuera ésa la mujer que estaban buscando. Pero esa reflexión se
mantuvo flotando en el aire sólo un instante.
Se apeó del caballo, y la joven lo condujo al cuarto de fumar, donde el
cazador, con la pipa todavía en la mano, se había quedado dormido junto a un
hornillo ya apagado.
La muchacha juntó unas ramas de almendro resecas y les prendió fuego.
Cuando estuvieron incandescentes, las trasladó a un hornillo limpio de latón,
puso unos trocitos de opio puro de color amarillo en un platito de porcelana y
sacó una pequeña fuente de dátiles frescos.
–Aquí tiene. Para usted -dijo, y desapareció.
Kazem Kan se quedó atónito. Fumaba opio desde su juventud, pero nunca le
habían preparado un juego de opio tan limpio y pulcro.
–¿Cómo te llamas?
–Tine -respondió desde otro cuarto.
–¿Cómo?
–Tine.
–¿Es un nombre persa? ¿O proviene del otro lado de las montañas, de Rusia?
Ella no lo sabía. Mientras fumaba, Kazem Kan pensó: «No resultará. No
podré llevársela a Akbar ni aun pagando una montaña de oro por ella… ¿O sí?
Tal vez la vida ha puesto a esta muchacha en mi camino… En fin, es un secreto
que irá desvelándose poco a poco.»
–¡Tine! – dijo-. ¿Dónde estás? ¿Has dicho que te llamas Tine, no es así?
¡Ven aquí un momento! Tengo algo para ti.
La joven entró con té recién hecho y un cuenco de azúcar moreno del otro
lado de la frontera.
–¿Es ésta la casa del cazador, o estoy en el paraíso? Gracias. Mira, te regalo
esta sortija firuze. Yo no tengo hijos varones, ni hijas. Tú podrías ser mi hija. Por
favor, póntela en el dedo. Ven, siéntate a mi lado.
Tine se sentó cautelosamente frente a él, junto al hornillo. Con gesto
vacilante, se llevó al dedo la sortija, que tenía una piedra roja incrustada, pero
enseguida hizo ademán de incorporarse, como si temiese que aquel viejo
estuviera gastándole una broma.
–Quédate un momento más. Eres la hija del cazador, ¿verdad? Estupendo.
¿Me permites que te haga una pregunta impertinente? ¿Vives aquí con tu padre o
estás de visita?
Leyó en su mirada un temor repentino. Tine le devolvió la sortija y salió
corriendo.
En ese momento se despertó el cazador.
–¡Alabado sea Dios! ¡Dichosos los ojos! ¿Estoy soñando? ¿O es ésta la
realidad?
–Estás soñando -le contestó Kazem Kan-. Tengo la impresión de haber
llegado al paraíso. Tu hija me ha permitido entrar. Ven a sentarte aquí conmigo.
El fuego está rojo como un rubí. Esta Tine tuya vale su peso en oro.
–A sus órdenes. Es un honor para mí que Kazem Kan sea mi huésped -dijo, y
dirigiéndose a Tine, continuó-: Prepárale al señor una buena cena.
Kazem Kan sacó la cartera del bolsillo y deslizó unos billetes debajo de la
alfombrilla en la que estaba sentado el cazador.
–No hace falta; es usted mi huésped. Bienvenido sea a mi casa.
–Te ruego que lo aceptes, y te doy las gracias por todo, cazador. A propósito,
qué hija tan agradable tienes.
–¿Agradable? Es insufrible.
–¿Cómo insufrible?
Kazem Kan le alcanzó la pipa. Tras dar unas caladas, el hombre volvió a
animarse y prosiguió:
–Se agazapa en la azotea como un tigre y no deja pasar a nadie.
–¿Vive aquí sola contigo? Quiero decir… ¿está casada?
–¿Si está casada, dice? ¡Se ha casado al menos tres veces! Odia a los
hombres. Es mejor no hablarle de ellos. Cuando alguien lo hace, se pone a gritar
como una loca. Las vecinas suben al tejado agitando la escoba porque piensan
que quiero vendérsela a algún viejo fumador… ¡Tine!, ¿dónde te has metido?
Mientras millones de estrellas centelleaban en el cielo, Tine le sirvió al poeta
una cena deliciosa. La extraordinaria amabilidad de la muchacha sorprendió a su
padre.
Cuando éste se hubo dormido otra vez, Kazem Kan la llamó.
–Ven, siéntate aquí. Te ruego que aceptes la sortija. Quisiera hablar contigo.
Tengo un problema y quizá tú puedas ayudarme.
–¿De qué se trata?
–Escúchame, hija mía. Te haré unas preguntas. Puedes responderlas o no.
Pasaré aquí la noche y mañana me iré. Quién sabe si ha sido la providencia la
que me ha traído a esta casa. Tal vez seas tú la que estamos buscando. Tengo un
hijo, en fin, en realidad un sobrino, un hombre joven, fuerte y apuesto, de buena
familia, pero con un problema.
–¿Cuál?
–Es sordomudo. Y aún no le hemos encontrado esposa. Buscamos una mujer
inteligente, ¿entiendes lo que quiero decirte?
Continuaron hablando hasta bien entrada la noche.
Por la mañana, en cuanto el sol iluminó la nieve, Kazem Kan subió a su
caballo y, aunque todavía era arriesgado viajar, se fue cabalgando a la aldea del
Azafrán.
–¿Dónde está Akbar?
Preguntó casa por casa, hasta que al fin lo encontró en la de un cliente.
–Déjalo todo enseguida. ¡Venga, espabila, a los baños! Ponte el traje de
Ispahán y un poco de crema en el pelo. ¡Date prisa, coge el caballo más joven y
métete unos pétalos de rosa secos en los bolsillos. ¡Anda, ven conmigo! Toma
este collar. Cuando ella abra la puerta, ponte bien derecho y yergue la cabeza.
Luego sacas el collar y le tiendes la mano.
Al caer la tarde llegaron a la casa del cazador. Kazem Kan golpeó la puerta y
abrió Tine.
–Aquí lo tienes -le dijo Kazem Kan señalándole a Akbar, que la miraba,
vestido con su traje de etiqueta negro, desde lo alto del caballo.
Llegados a ese punto, los tres permanecieron inmóviles, sin saber qué hacer.
Incluso el experimentado Kazem Kan se había quedado sin palabras.
–¡Adelante, pasad! – les ofreció Tine, y dirigiéndose a Akbar, gesticuló-:
¡Bienvenido!
A Kazem Kan le asomaron lágrimas a los ojos.
–Estupendo. Eres una mujer maravillosa. ¡Venga, Akbar, apéate del caballo!
¡No te quedes ahí mirando! Entremos. Tine, hija mía, primero tengo que contarte
algo. Pronto serás nuestra novia. Mañana vendrá la familia a recogerte, te
llevaremos con nosotros y te acogeremos con calidez. Pero debo prevenirte: es
posible que de ahora en adelante tengas una vida difícil, aunque no
necesariamente, no lo sé, pero fácil seguro que no será. Sobre todo al principio.
Acabas de ver a tu futuro esposo. Tómate tu tiempo, todavía eres libre de
cambiar de opinión. Ve a dar un paseo entre los cedros y piénsatelo. Yo te
esperaré aquí.
Pero a Tine no le hacía ninguna falta dar un paseo entre los cedros. Se acercó
a Akbar y gesticuló:
–Entra. Mi padre no tardará.
–¡Válgame Dios! ¡Ay, Dios misericordioso, qué momento, qué mujer!
¿Dónde estás, cazador? Extiende tu alfombrilla y ve preparando el fuego.
Al día siguiente llegó el resto de la familia, cargados de oro, plata, vestidos,
telas, nueces, pan, carne, ovejas, gallinas, gallos, huevos y miel. Todo para
obsequiárselo al cazador. Envolvieron la cabeza de Tine en un velo blanco y la
ayudaron a subir a su montura. No hubo festejos, ni canciones, ni invitados, tan
sólo una novia a caballo. Era como si nadie se atreviera a mostrar su alegría, a
expresar sus emociones.
«No digamos nada, simplemente partamos», era lo que se leía en sus
miradas. Aun así, el imán declamó un sura breve y melodioso:
–«Ar rajmaan el lamal coraan. Jalajal ensaan. Al lamal beyaan. Shamse
jamare hasbaan. As samae mizaan. Al habbe raihaan.»
Acto seguido, emprendieron viaje hacia la casa de Akbar.
–Ésta es tu casa, éste es tu esposo, ésta es tu cama.
Esa vez no hubo ninguna mujer escondida detrás de la cortina. Todos se
retiraron de inmediato a sus casas.
–Mira, Tine, aquí tienes la olla, el pan, el té, el queso. ¡Buena suerte!
Dejaron que las cosas siguieran su curso.
Así lo había querido la providencia. La propia vida lo había determinado así.
Y Tine se quedó embarazada.
Una fría noche de noviembre, Tine estaba envuelta en una manta junto a la
estufa empotrada -un tipo de estufa especial alrededor de la cual se solía dormir
en los inviernos crudos-, cuando dio un golpecito con el pie en la espalda de
Akbar para despertarlo. Como éste sabía que el niño estaba a punto nacer, se
incorporó de un salto y encendió la lámpara de aceite.
–¿Te duele? – gesticuló Akbar.
–Deprisa -le indicó Tine por señas-. Ve a buscar a la comadre.
Aun antes que las mujeres de la familia, acudieron los hombres. Uno llevó
un gran samovar; otro, un gran hornillo, y Kazem Kan, opio amarillo. No se
podía descartar que hubiese llegado el momento de festejar algo.
A Kazem Kan no le cabía duda, pues había consultado el Corán y la
respuesta era el sura de Mariam (María):
Waa zekre fi kotob Mariam eza antabaz menahla makana sharga (…).
Cuando María se alejó de los suyos y se recogió en un lugar que daba a
Oriente, tapándose el rostro con el velo para ocultarse de sus miradas, Alá le
envió su Espíritu en forma de un hombre perfecto. Ella dijo: «¡Me he refugiado
en Alá; dejadme en paz!» Entonces él replicó: «Soy tan sólo un enviado de Dios
para darte un hijo.»
Los hombres se sentaron en círculo en el cuarto de huéspedes. La espera se
prolongó tanto que el fuego del hornillo casi se extinguió. Todos miraban a
Kazem Kan, que lo tenía todo preparado para encender su pipa en cuanto naciera
el niño. Tras un momento de silencio inquietante, se oyó el llanto de una criatura
en la habitación contigua.
Según imponía la tradición de la casa, nadie debía hablar aún. La partera
gesticuló:
–Es un varón.
Kazem Kan esbozó una sonrisa de oreja a oreja que dejó ver su brillante
diente de oro. Poco después, la mujer de más edad de la casa tomó en brazos a
Ismail y lo llevó al cuarto de huéspedes. Todos guardaron silencio, pues la
primera palabra, la primera frase que llegase hasta el cerebro límpido del niño,
tenía que ser un poema, un verso antiguo y melodioso; no una palabreja
pronunciada por la comadre, ni el chillido de alguna tía, ni una expresión vulgar
en boca de una vecina, sino un poema de Hafiz, el maestro medieval de la poesía
persa.
Kazem Kan se incorporó, cogió la antología de Hafiz, cerró los ojos y la
abrió. En la parte superior de la página derecha, halló el poema apropiado para
susurrarle al niño al oído. Acercó la boca a Ismail y canturreó con su aliento
impregnado de opio:
Bolboli barge joli dar mengar dasht
wan dar an aho nawa josh nale haye zar dasht.
Jof tamash dar ene wasl in nale wa fariad chist.
Joft yilweie mashuj ma ra bar in kar dasht.
En otoño, el pajarillo Bolbol llevaba una hermosa pluma en el pico,
y al mismo tiempo lloraba. «¿Por qué lloras? ¿Acaso no llevas un
trozo de tu amada en el pico?», le decían. «Es que la pluma
me trae recuerdos de ella -dijo Bolbol-. Me parece verla.»
El amor, la melancolía y el ardiente deseo de estar con la amada fueron las
primeras palabras que alcanzaron el cerebro de Ismail.
Acto seguido, Kazem Kan entregó el niño a Akbar.
–¡Aquí tienes a tu hijo!
Las mujeres soltaron alaridos de júbilo.
•••
La voz de Kazem Kan fue la primera que oyó el pequeño. Sin embargo,
mucho después, años más tarde, cuando Ismail intentaba leer los apuntes de su
padre, descubrió que los hechos habían ocurrido de un modo ligeramente
distinto.
Ismail sentía una molestia permanente en el oído izquierdo. Su padre, que
sabía de dónde procedía aquel dolor, le contó lo de la partera y el libro, lo del
oído y su propia mudez, pero Ismail no entendió de qué le estaba hablando.
Las cosas sucedieron de la siguiente manera (así constaban,
aproximadamente, en los apuntes de Aga Akbar):
Yo estaba sentado entre los hombres. No sabía si el niño había nacido ya.
De repente vi el destello del diente de oro de Kazem Kan, y comprendí que el
bebé había llegado. Entonces entró la mayor de mis tías con él en brazos. Temía
que fuese sordomudo como yo y quise comprobarlo. No debería haberlo hecho,
pero de pronto me puse en pie y me abalancé sobre mi tía, cogí al pequeño,
acerqué la boca a su oído y le hablé. El niño soltó un berrido y se puso morado
de miedo. Kazem Kan se enfadó conmigo, me lo quitó de las manos y me empujó
hacia fuera. Yo me aposté detrás de la ventana. Todos me miraban enfadados.
Le había gritado al niño al oído, y decían que se lo había dañado. Fue muy
necio por mi parte, muy necio. Akbar es un necio.
¿Dañado? No, no fue para tanto, pero cada vez que Ismail enfermaba, o tenía
muchos asuntos que atender, o su ánimo flaqueaba, o se caía y tenía que hacer
un esfuerzo por incorporarse, había alguien que le gritaba al oído. Su padre.
Siempre estaba presente dentro de él.
SEGUNDO LIBRO
Tierra nueva
Tierra nueva
La mudanza
•••
•••
Mossadeq
Tuti
Nace el hijo del sha.
Y un papagayo cae muerto de un árbol.
Ambos acontecimientos modifican
el curso de la narración.
A veces pienso que lo que me impulsa a escribir este libro es el sentimiento
de culpa. El sentimiento de culpa de un hijo que no ha acabado su tarea o no ha
cumplido su misión, de alguien que se ha evadido a mitad de camino y ha dejado
a su padre en la estacada. Quizá por eso se me aparece tantas veces en sueños.
No me mira, me evita y me vuelve el rostro.
Ahora está muerto y yo no puedo retroceder en el tiempo para reparar el
daño. Confío en que me perdonará y en que la próxima vez que me visite en
sueños me mire a la cara.
Escribo este libro para aclarar, primero a él y luego a mí mismo, que mi
evasión era inevitable, que se produjo como algo ajeno a mí, que ya no podía
controlarla; ¿cómo decirlo?, que él fue justamente la causa por la que huí del
país.
No puedo explicarlo. Como soy el hijo de Aga Akbar, ahora me encuentro
aquí luchando con esta lengua nueva.
Si bien es cierto que a lo largo del tiempo utilicé en varias ocasiones a mi
padre para mis propios fines, no lo es menos que nunca he dejado de prestarle
servicio. Por ejemplo, ahora que escribo esta historia, no hago sino descifrar su
libro, intentando volver inteligibles sus palabras. No me quejo, acepto que es mi
destino. No tengo opción; es mi deber difundirlas.
El hijo de Reza Kan cambió de esposa un par de veces, hasta que acabó
teniendo un hijo varón, un príncipe heredero. Su sueño se hizo realidad.
Contaba yo diez u once años, y el heredero, tres o cuatro. En todas las
escuelas del país se festejaba con gran júbilo el día de su nacimiento. Sin
embargo, en nuestra ciudad, que era muy religiosa, ni nos enterábamos. En los
colegios de Teherán había niñas que bailaban enseñando las piernas. Todos
cantaban, y se regalaban plátanos a los alumnos. En mi familia jamás habíamos
visto un plátano, ni siquiera en fotografía.
En el Archivo Nacional de Teherán se pueden encontrar periódicos de
aquella época con fotos en las que aparecen chiquillas de la capital que han
resbalado en una piel de plátano. También hay una en blanco y negro de la reina
y el príncipe heredero, que apenas sabe andar, visitando a una de esas niñas en el
hospital.
El alcalde de nuestra ciudad puso el mayor empeño en organizar una serie de
festejos para celebrar el aniversario del heredero, tarea que encomendó a nuestra
escuela, situada en un paraje alejado y olvidado de las afueras. El director cogió
la ocasión al vuelo para ascender unos peldaños en el escalafón administrativo,
dado que el alcalde no acudiría solo, sino que llevaría a un «egregio invitado».
De haber sido posible, incluso habría hecho venir a una niña de Teherán para
que bailara mostrando las piernas ante la mirada del alcalde.
–¡Ismail! – me dijo una tarde, dándome una palmadita en el hombro-. Ven
conmigo un momento; quisiera hablar contigo.
En su despacho, al que a los alumnos nos estaba vedada la entrada, me
ofreció una galleta e incluso llegó a enseñarme un plátano diminuto. Luego
empezó a hablarme del sha, del antiguo imperio persa y de Ciro, nuestro primer
rey, llamado rey de reyes. Y también del mundo que cambiaba a pasos
agigantados para convertirse en una sociedad moderna. Todos habían
progresado, menos los habitantes de nuestra ciudad, atrasada y presa de los
clérigos. En resumen: ante la perspectiva de la próxima visita a la escuela por
parte del alcalde y su ilustre invitado, me pidió que lo ayudase.
–¿Yo?
–Sí. Tú, Ismail. Tienes que ayudarme.
Ahora que recuerdo aquel día, me cubro la cara con las manos, avergonzado.
¿Por qué yo? ¿Por qué precisamente yo?
El director acercó su cabeza a la mía, afirmando que yo era distinto a los
otros alumnos. Que leía muchos libros, que sabía mucho del mundo, y los demás
no. Los otros no eran más que unos paletos que no entendían nada de la
modernización del país. Luego me contó algunas cosas que debían quedar
rigurosamente entre nosotros.
Yo no tenía que hacer nada en especial, sólo demostrar que era tan cultivado
como cualquier alumno de Teherán y tan moderno como cualquier muchacho de
París.
Llegó el día de la celebración. El alcalde acudió acompañado de su «egregio
invitado», y ambos se instalaron en unos asientos reservados para ellos en la
primera fila. Yo espiaba entre bastidores al invitado y al resto de la sala -que
estaba de bote en bote-, agazapado detrás del telón, esperando mi turno para salir
a escena. Para gran sorpresa del alcalde y de todo el alumnado, yo bailaría y
demostraría que también nosotros éramos modernos. Era algo que ningún
hombre de la familia, desde Adán hasta Ismail, había hecho jamás.
En unos instantes empezaría a contonearme con los brazos en alto, sacando
el pompis y haciendo movimientos rítmicos con el vientre abombado; luego me
inclinaría y me pondría otra vez derecho, exactamente como me había enseñado
el director.
Justo cuando me tocaba salir, éste se me acercó con unas prendas de niña y
una peluca en la mano.
–¡Toma, ponte esto! – me ordenó.
Sólo Dios, él y yo sabíamos que no habíamos acordado nada de eso. Lo
único que se suponía que debía hacer era danzar como un joven parisino. Ese
solo hecho ya representaba un salto de gigante, un paso enorme en aquella
ciudad tan religiosa.
–¡Deprisa! ¡Quítate los pantalones! – me instó el director.
–¡¿Qué?!
–¡Ponte esto!
Él nunca habría osado cometer ese crimen con otro alumno, pues sabía que
los parientes lo habrían matado. Me había elegido a mí pensando que mi padre
minusválido no suponía ninguna amenaza.
Me resistí firmemente, pero mientras él me sujetaba, el subdirector me quitó
los pantalones, me puso una falda corta, me encasquetó la peluca, me pintó los
labios con carmín y me empujó a escena.
En ese instante, los músicos empezaron a tocar a todo volumen.
Yo permanecí inmóvil en medio del escenario.
–¡Baila! – masculló entre dientes el director detrás del telón.
Miré al público. Los alumnos estaban perplejos, aunque nadie me reconoció.
El alcalde batía palmas entre risas. Los músicos se pusieron a tocar más alto.
–¡Baila! – me espetó otra vez el director.
Comencé a bailar.
Todavía tengo la frente bañada en sudor. Por la ventana veo el mar, el mar
encerrado, dando puñetazos contra el dique.
La sucinta falda se me levantaba, dejando al descubierto mis calzoncillos
blancos de algodón. Todos se reían, daban gritos de alegría y silbaban con los
dedos, y el alcalde se desternillaba de risa.
De pronto vi a mi padre acercarse hecho una furia, perseguido por unos
policías que intentaban detenerlo. A pesar de su debilitada salud, logró abrirse
paso entre la multitud y trepó al escenario. Sin más, me cogió por la cintura, me
cargó a la espalda y saltó abajo, con tan mala suerte que perdió el equilibrio y
rodamos los dos por el suelo. Finalmente, los agentes lograron echarle mano y lo
golpearon con sus porras de goma.
Por respeto a mi padre, prefiero no contar aquí el resto del episodio. Sólo
esto: que me veo esperando, con las piernas desnudas y un vago rastro de carmín
en los labios, en la puerta de una sala de operaciones, donde un médico y su
ayudante suturan las heridas que acaban de hacerle a mi padre en la cabeza.
Pasa, todo pasa. El reino persa ya no existe, y el sha tampoco. ¿Y dónde está
su príncipe heredero?
Un día lo vi en una noticia del informativo de la tarde sobre el funeral de la
princesa Diana de Gales. Había mucha gente conocida: estrellas de Hollywood,
cantantes, políticos y muchos príncipes y princesas.
Decenas de cámaras de la BBC mostraban con todo detalle a los asistentes.
Una de ellas captó el rostro de un hombre joven y fornido que miraba al objetivo
con la cabeza erguida, como un militar retirado. «¿Quién es? ¿De qué lo
conozco?»
Él también era un refugiado, igual que yo. Nunca había pensado en eso. Sólo
aquel día caí en la cuenta.
¿Qué había ido a hacer mi padre a la escuela? ¿De dónde salió tan de
improviso? ¿Cómo se había enterado de que su Ismail había caído en la trampa?
¿Fue el azar?
No pudo ser eso; yo estaba irreconocible con la peluca. Alguien debió de
avisarlo. Pero ¿quién? ¿Quién pudo enterarse de los planes del director?
El conserje, tal vez el anciano y piadoso conserje… Seguro que fue él. En mi
mente lo veo correr a mi casa: «¡Por Alá! ¡Deprisa!»
Debió de encontrar a mi padre por pura casualidad, aunque quizá no fue
tanta, pues por aquella época enfermaba muy a menudo, y a veces se quedaba en
cama toda una semana.
Aquel día mi vida dio un vuelco, y también la de mi padre. En los años
siguientes, los chavales del barrio ya no nos dejaron tranquilos. Me perseguían
hasta en sueños. Yo los rehuía jadeando, pero siempre me alcanzaban y me
zurraban hasta hacerme sangrar. Ni siquiera podía defenderme, pues tenía que
sujetar con todas mis fuerzas el cinturón para que no me bajaran los pantalones.
Querían ver una vez más mis piernas desnudas. Cuando se encontraban con mi
padre en alguna parte, señalaban con el dedo las cicatrices que tenía en la cabeza
y se desataban el cinturón. Él intentaba atraparlos, mientras ellos le tiraban
piedras.
No eran escenas dignas de contemplación, y tampoco puedo describirlas.
Aquellos años de humillaciones, tanto para mí como para mi padre, en que,
cuando volvíamos a casa, teníamos que dar un gran rodeo para eludir a aquellos
chavales, fueron los de gloria del sha y su príncipe heredero. El mismo heredero
que también vive en el exilio y que, como yo, ha perdido a su padre.
Los dos sufrirían después muchas vejaciones, especialmente durante el
período en que el hijo no hallaba un lecho de muerte para su padre ni, al cabo,
una última morada.
Por fin le encontró un sepulcro en Egipto.
Me resigné a aceptar mi destino. A la salida del colegio, corría a mi
habitación y me refugiaba en mis libros, en novelas occidentales.
No recuerdo cómo fue a parar a casa aquel volumen ajado, o si alguien se lo
dejó olvidado allí. Es posible que mi padre lo encontrara en algún sitio y lo
cogiese. En cualquier caso, fue una revelación. Ese libro era distinto a todos los
que yo conocía. ¿Sobre qué trataba? A bote pronto no me viene a la memoria,
pero dando un pequeño paseo y volviendo atrás en el tiempo, he de poder
recordarlo.
En mi barrio había una pequeña librería, regentada por un hombre mayor,
que, además de periódicos y revistas, tenía una estantería repleta de manoseadas
novelas policiacas. Cada vez que pasaba por allí, le pedía prestadas al librero
unas cuantas y las leía a hurtadillas en la cama. Un día llegué a pensar que ya
había leído todos los libros del mundo, pues aquel hombre no tenía más para mí.
Mi padre empezó a traer libros a casa.
–¡Mira, para ti! – me decía con gestos.
Yo los hojeaba y los colocaba con indiferencia en mi biblioteca. No eran
auténticos libros de lectura, sino mamotretos de la más variada índole; por
ejemplo, un viejo ejemplar sobre el algodón y el hilo que había encontrado en
algún rincón del trabajo, o un volumen con un montón de tablas y series
numéricas.
Al principio era algo inofensivo; él llegaba con un libro y yo lo ponía en el
estante, pero luego empezó a preguntarme si lo había leído.
–No, todavía no. Lo leeré más adelante -le contestaba yo.
Un día me entregó un viejo libraco de la empresa y quiso saber de qué
trataba.
–De números -gesticulé-. Uno, dos, tres, cuatro… Y también de ángulos y
círculos.
–Entonces ¿te sirve?
–Sí, muchas gracias -contesté, y lo metí entre los demás.
A veces se sentaba a mi lado, sin hacer ni decir nada, y me observaba en
silencio. Los libros y la lectura lo habían hechizado. Quería saber qué se
experimentaba cuando alguien se quedaba sentado o tumbado leyendo un libro.
Ahora que me he puesto a ahondar en sus escritos, veo que su vida se dividió
en varias fases. Habíamos llegado a la de los libros, que duraría casi dos años.
–¿De dónde los sacas? – le pregunté una vez.
–Los compro -me contestó.
–Pues no compres más. Los libros no se compran así como así. Cuando
necesite alguno, ya me lo procuraré yo mismo.
Pero hizo caso omiso y siguió trayendo cada vez más. Un día, al caer la
tarde, Tine lloró tanto que acabó desmayándose.
–¿Estás contento ahora? – le grité enfadado-. ¿Por qué no me haces caso?
No hubo manera.
Mientras tanto, los muchachos del barrio habían descubierto un nuevo juego.
En cuanto veían llegar a mi padre con un par de libros bajo el brazo o metidos en
algún bolsillo, lo perseguían sigilosamente, le arrebataban uno y salían
corriendo. Él iba detrás de ellos y les imploraba que se lo devolviesen, pero ellos
no le hacían caso y se lo iban pasando de uno a otro.
El momento de inflexión se produjo un día en que mi padre llegó a casa con
el pantalón hecho jirones y un montón de libros embarrados.
–¿Qué ha ocurrido? – le pregunté furioso.
–Nada. Esos chicos de la calle -gesticuló él con una sonrisa.
–No quiero que me traigas más libros -le solté.
–¿No? ¿No más libros?
Le quité violentamente uno de los que llevaba bajo el brazo y lo lancé contra
la pared del patio con todas mis fuerzas.
–No más. ¿Me has entendido? ¡Ni uno más!
Con el tiempo, esa actitud mía me ha parecido ruin e infame. ¿Cuántos años
tendría yo por aquel entonces? ¿Doce? ¿Trece? Sin embargo, me sentía como si
hubiera cumplido ya dieciséis o diecisiete, pues en los dos últimos años había
crecido más que el resto de muchachos de mi edad.
Pero hice algo todavía más atroz. Cuando mi padre se agachó para recoger el
libro del suelo, se lo impedí, los cogí todos y los tiré uno a uno a la azotea.
–Ya está -dije al acabar-. ¡Y ahora, desaparece de mi vista!
Mi padre no dijo nada, entró en casa y se fue a dormir. (Es tremendo,
terrible, lo que hice.)
Por la noche me sobrevino un ataque de llanto, pero no podía llorar. ¿Cómo
arreglarlo?
Entonces comprendí por qué mi padre compraba esos libros. Encendí la
lámpara de aceite y lo desperté.
–¡Ven! – gesticulé.
–¿Adónde?
–¡A la azotea!
En un principio pensó que sería luna llena y que se le había pasado por alto.
Miró al cielo, pero no.
Yo era su Ismail; tenía que hacerme caso, así que se levantó de la cama y me
siguió.
Sosteniendo la lámpara con la mano, me encaramé a la escalera.
–Tú también. ¡Arriba!
Con paso vacilante, mi padre subió tras de mí.
Le pasé la luz y empecé a recoger los libros, dispersos por todas partes.
–Ven aquí, dame la lámpara -gesticulé, y fui a sentarme junto a la chimenea-.
Coge un libro, vamos a leer juntos.
Él eligió uno y se sentó a mi lado, sin saber qué pretendía. Ni yo mismo lo
sabía exactamente.
Mi padre había escogido el volumen más grueso y me lo tendió. Se trataba
de La rosaleda, del poeta medieval Saadi, una crónica en la que se pone de
manifiesto la belleza de la lengua persa. En sus hecayadas, o relatos breves, se
aprecian la fuerza y las posibilidades expresivas de nuestro idioma.
Era casi imposible traducir aquellos ricos textos poéticos del maestro al
sencillo lenguaje de gestos de mi padre, pero tenía que resultar. Por algo
estábamos tan compenetrados. Él captaba de inmediato lo que yo le decía, y
viceversa. Con unos cuantos gestos insignificantes, yo era capaz de narrarle
prácticamente todo lo que acontecía en el mundo. Pero no nos comunicábamos
tan sólo mediante gestos, sino también usando los ojos, los labios, las posturas; y
además nos asistía el dios de mi padre, el dios de los sordomudos.
Me puse a hojear el libro en busca de una hecayada que no fuera muy larga.
–¿Qué… clase de libro es éste? – me preguntó mientras yo buscaba. Lo
interpreté como una señal de reconciliación.
–¿Cómo explicártelo? Verás, es un… un…
–¿También procede del cielo?
–No, éste no es un libro sagrado. Es distinto. Trata de… la juventud. De… la
vejez. De los reyes. Del corazón, el amor, la muerte y…, sí, también del amor.
De cómo besar a la mujer, sujetarla, acariciarla, mirarla e incluso… Aquí hay
una hecayada, una pequeña historia sobre un ciempiés.
–¿Sobre qué?
–Un ciempiés, ese bichito que tiene muchas patas y camina muy rápido.
Espera, acerca un poco la lámpara.
Con un palillo dibujé un ciempiés en el suelo e hice un movimiento rápido
con los dedos.
–Voy a leerlo lentamente para que puedas ver las palabras en mis labios;
luego te lo explicaré. Presta atención: «Dasto pa bò ri de ie hezar pa ie bé kosht
(…). Un hombre a quien le habían cortado los brazos y las piernas mató un
ciempiés (…).» ¿Lo has entendido?
–¿Has dicho que el hombre no tenía brazos ni piernas? – gesticuló Akbar.
–Así es. Se los habían cortado. Escucha: «Dios sea loado. Cuando le hubo
llegado la hora, cien pies no le bastaron para escapar de alguien que no tenía
manos ni pies.» El asunto se complica, no puedo explicártelo con más detalle,
pues yo tampoco lo entiendo del todo. El resto debes imaginártelo tú solo.
–¿Cómo es que logra matar al animal sin tener brazos ni piernas?
–Cierto, hay que tener por lo menos una mano o un pie para poder atizarle a
algo. Tú no lo entiendes, y yo tampoco; sin embargo, el hombre lo hizo. Tal vez
por eso sea tan hermoso. La historia habla de la muerte y de que nadie se escapa
a ella cuando llega. El tiempo del ciempiés había terminado, tenía que morir, no
debía seguir viviendo; y, siendo así, incluso ese hombre podía matarlo. ¿Qué
opinas tú al respecto?
Mi padre guardó silencio. Luego, dándose un golpecito en la cabeza,
gesticuló:
–Muy listo. El escritor se lo ha pensado muy bien. ¿Podrías leerme otra
historia?
–¿Otra?
No sé por qué, pero en ese momento acudió a mi mente un antiguo y
conocido relato persa. Pensé que era de Saadi, y me puse a buscarlo entre sus
hecayadas, pero no lo hallé. Por lo visto pertenecía a otro escritor.
–¿Qué buscas? – preguntó mi padre.
–Una historia que trata de un tuti.
–¿Un tuti?
–Sí, un hermoso pájaro de muchos colores que tiene el pico torcido y habla.
Un papagayo.
–¿Un pájaro hablador?
–Bueno, no habla de verdad. Repite lo que se le dice. No encuentro la
historia, pero no importa. Me la enseñaron en la escuela y me la sé de memoria.
Hace mucho, mucho tiempo, había un mercader de especias persa que tenía en
su casa un papagayo indio. Sí, era un pájaro de la India, un país que queda muy
lejos, lejísimos. El animal, que añoraba su tierra, lloraba continuamente y
cantaba: «A casa, a casa, a casa.» Un día en que el comerciante se aprestaba para
partir otra vez a la India en viaje de negocios, le preguntó al ave si quería enviar
algún recado a los papagayos de su país. «No, nada en especial -contestó-, pero
dales recuerdos y diles que los echo muchísimo de menos.» Al poco de llegar, el
mercader vio a un papagayo en un árbol. «Mi papagayo te manda recuerdos -le
dijo-, os echa muchísimo de menos.» De golpe, el pájaro se cayó del árbol.
Estaba muerto.
–¿Muerto? – preguntó mi padre.
–Espera. Cuando el hombre regresó del viaje, su pájaro le preguntó si tenía
algún mensaje para él de parte de los papagayos de la India. «No -contestó el
mercader-, aunque sí que hablé con uno, pero cuando le di recuerdos de tu parte
y le dije que los echabas de menos, se cayó del árbol de golpe, muerto.»
«¿Muerto?», preguntó el animal. Y también se desplomó, muerto.
–¿También él? – exclamó mi padre con sorpresa.
–Sí, también.
–¿Cómo?
–Espera a que acabe. El hombre se llevó las manos a la cabeza, diciendo:
«Ay, mi papagayo, mi papagayo, no debería habérselo contado.» Pero ya no
podía hacer nada por él. Lo sacó de la jaula para tirarlo, y de pronto el pájaro se
movió y salió volando. «¿Adónde vas?, le gritó el mercader. «¡A casa, a casa, a
casa!», contestó.
Mi padre seguía mirándome asombrado sin decir nada, hasta que soltó una
risotada y dijo:
–Listos. Ambos papagayos eran listos. Muy bonita, una historia muy bonita.
Nos quedamos un rato más en la azotea; yo, hojeando los libros y mi padre, a
mi lado, sumido en sus pensamientos.
–Las máquinas, ¿sabes? – soltó de repente-, esas máquinas de tejer que hay
en la fábrica siempre siguen y siguen funcionando en mi cabeza. Incluso cuando
duermo. Yo… no sé, pero ese trabajo… Me gustaría… Me duele la cabeza,
¿sabes? Me duele muchísimo.
Era la primera vez que se quejaba de su trabajo en mi presencia. Vi en su
mirada que no era afectación, sino una llamada de auxilio.
–Tengo siempre inflamada la garganta y me duele -dijo-. A veces me
acometen sofocos repentinos, me falta el aire. Yo… Ya no quiero ir a la fábrica,
pero eso es imposible; tengo cuatro hijos.
Examiné su rostro escuálido. ¿Cómo ayudarlo?
–Los hilos se rompen entre los dientes de las máquinas -prosiguió-. Yo
presto atención, observo, pero ya no los veo. Entonces llega el jefe y me riñe.
Todos me miran, sacuden la cabeza y dicen que Akbar es un necio. ¿Tú qué
opinas? ¿Qué debo hacer?
Acababa de formularme una pregunta muy clara y yo, Ismail, debía darle una
respuesta. Si yo no lo ayudaba, ¿quién lo haría? Mi obligación no era pensar en
Tine y en las niñas, sino en él. Había nacido para prestarle servicio. Debía
salvarlo. Se me ocurrió una idea.
–Tienes que morirte -gesticulé.
–¿Qué?
–Morirte. Igual que el papagayo: caerte muerto.
No lograba entenderme.
–¿Qué quieres decir? ¿Cómo? ¿Dónde tengo que caerme?
–Entre las máquinas tejedoras. Así, de repente. De bruces. Muerto.
Al día siguiente, cinco obreros de la fábrica llegaron a casa con el cadáver de
mi padre, lo depositaron en su lecho de muerte y se marcharon.
Mi padre abrió enseguida los ojos, cogió el bastón y su caja de herramientas
y se refugió en la montaña.
Me pregunto adónde iría.
Cascabelito
Hablaremos de Mariane.
También conoceremos a Cascabelito.
Y llamaremos a la puerta del doctor Pur Bajlul.
En otro momento me referiré al sitio al que fue mi padre, a lo que hizo en la
montaña y a la persona con quien durmió durante el par de meses que estuvo
ausente, porque no quiero dar rienda suelta a la fantasía. Intento limitarme a los
acontecimientos realmente demostrables, los que yo mismo presencié y las cosas
descritas en el cuaderno. En este capítulo no iré detrás de mi padre. Dejaré que
se marche solo, que haga lo que quiera, que duerma con quien desee y que se
recupere un poco, pues le esperan tiempos difíciles. Por eso lo dejaré tranquilo;
abordaré otro asunto hasta que él regrese.
El verano ha quedado atrás, pero después de unos días vuelve a hacer mucho
calor. A unos diez kilómetros de mi casa hay un pequeño lago. Cojo la bicicleta
y me dirijo allí para nadar y escribir en silencio.
Durante el verano lo he hecho a menudo. Primero nado un poco, luego
extiendo una alfombrilla y me siento a escribir.
La primera vez fui con Mariane, a quien conocí hace dos años en la tertulia
literaria. Ella vivía en Amsterdam, en la casa de una amiga que estaba de
vacaciones. Ya la había visto antes en aquellas veladas, pero no sabía que venía
al pólder ex profeso desde Amsterdam para asistir a ellas. Solía recitar poemas
de renombrados poetas fallecidos, y gracias a ella conocí a los maestros de la
poesía holandesa, especialmente a Jakobus Cornelis Bloem, a quien descubrí a
través del siguiente poema:
In memoriam
Caen las hojas en los canales amarillos;
vuelven el otoño y el tiempo otoñal a la Tierra,
donde languidecen los oscuros corazones
de los vivos. Él ya nunca lo verá.
Cuánto había adorado todo esto: las calles
en penumbra, la niebla y la dicha plena,
cuando al caer la tarde los desiertos y húmedos
adoquines resultan tan ajenos y tan vastos.
Él había nacido para las cosas silenciosas
con las que vivimos -aunque no el mismo tiempo-,
de las que suspiramos la esencia en nuestro cantar
hasta que nos hundimos, y con nosotros, el canto.
Fue un otoño como ahora: los otoños vuelven,
pero no los corazones, tras su breve estancia;
allí esperábamos, con un cruel anhelo humano,
en la habitación sin aliento en la que él yacía.
Y por siempre me quedó esto grabado:
cuánto más silenciosa es la muerte que el sueño;
que la vida es un milagro cotidiano
y cada despertar, una resurrección.
Mas ahora me encuentro de nuevo en la estación
bendita, donde las hojas caídas se asemejan
a la tenue luz solar de una marea muerta,
pensando: ¿cuánto tiempo más viviré esta quimera?
¿Qué nos queda de la pérdida prolongada
que es la vida? ¿Qué cosas que aún pueda desear?
Para él y para mí un otoño, que morir no puede:
sol, niebla y silencio, y así por siempre jamás.
He incluido en mi libro este poema por los deseos no expresados de mi
padre, pues Mariane me dijo que J. C. Bloem era el poeta del deseo y se definía a
sí mismo como «la irrealización divina».
Mariane también escribía versos, aunque yo no lo supe hasta aquella tarde en
que estaba solo y fui al café de las tertulias. Aunque ese día no había reunión, la
encontré allí tomando algo. Tenía la misma edad que yo, y aún no había charlado
con ella a solas.
–¡Dichosos los ojos! – me saludó con efusividad.
Entablamos conversación, y desde aquella tarde somos amigos. No sé si la
palabra «amigos» es la adecuada, pero da igual. Un día me dijo que conocía un
pequeño lago y me preguntó si me apetecía acompañarla.
Yo no sabía nadar, pero ella me aseguró que no era difícil.
–¡Incluso es una obligación que aprendas! – insistió.
La acompañé. El lago se encontraba en un paraje tranquilo. No había nadie,
sólo Mariane y yo.
Durante una semana entera, fuimos todos los días en bicicleta al lago, donde
Mariane me enseñó a nadar. El último día fue al centro del lago, extendió los
brazos al máximo y exclamó:
–¡Ven!
Comencé a bracear y luché hasta llegar allí.
Me aferré a ella. Luego ella se aferró a mí.
•••
•••
El día en que nadé hasta el centro del lago donde me esperaba Mariane y me
aferré a ella, me regaló un libro. Una antología de Kan Slauerhoff.
–Aquí tienes: tu diploma de natación -me dijo.
Uno de los poemas llevaba por título «Mi hija Cascabelito»:
Rozando la cuarentena, tuve una hija.
Se me ocurrió ponerle Cascabelito.
Hace un año que llegó a nuestra familia.
Ya sabe sentarse, pero todavía le falta hablar.
Si bien el poema sigue, sólo he copiado estos cuatro versos.
Será una coincidencia, pero el caso es que a mi hermana pequeña la
llamamos Zangule, cuya traducción sería «cascabelito».
Como Zangule no es un nombre muy bonito para una niña, el oficial era
Majbubé.
Mi padre siempre temió que sus hijos fueran sordomudos. Tanto, que no
quiso presenciar el nacimiento de sus dos primeras hijas.
El de mi hermana menor lo recuerdo aún muy bien. Yo estaba presente
cuando la partera la depositó en brazos de mi padre. Él la sostuvo con una mano
contra el pecho, sacó del bolsillo del pantalón un cascabel y lo sacudió
suavemente a la altura del oído de la recién nacida. Ella abrió los ojos y lo miró.
–¿Lo has visto? – gesticuló. No cabía en sí de contento. ¿Lo has visto? La
niña oye, no es sorda. – Luego me pasó a mí el cascabel, diciendo-: ¡Prueba tú!
Yo también lo agité con suavidad y mi hermana abrió de nuevo los ojos,
dirigidos a mí esta vez.
–¿Lo has visto? – gesticuló de nuevo mi padre soltando una risotada
estentórea que hizo llorar a la pequeña.
•••
Así fue cómo mi padre y yo nos apropiamos de la niña. Y así fue cómo
recibió el nombre de Cascabelito en el lenguaje de gestos.
Todos teníamos nombres diferentes en su lengua, y cada vez que se producía
un cambio importante en nuestras vidas, nos los cambiaba. Por ejemplo, a mí al
principio me llamaba Mío.
Cuando se llevaba la mano derecha al lado izquierdo del tórax, todo el
mundo sabía que se refería a Ismail. Más tarde me cambió el nombre y me puso
El Chaval que se Mete en la Cama y Lee. En mi época de estudiante
universitario fui El Hombre que Lleva Gafas. Dos años después, El Hombre que
no se Encuentra por Ninguna Parte. Y luego, probablemente, El Hombre que se
Ha Marchado. Pero el nombre de Cascabelito no lo cambió nunca: la niña se
llamó así para siempre.
Ella fue distinta desde el principio. Enseguida se convirtió en la hija de mi
padre. También ella había nacido para mitigar sus sufrimientos. Así funciona la
naturaleza, o el santo dios de los sordomudos.
Siendo todavía un bebé, se precipitaba a gatas hacia la puerta tan pronto
como oía sus pasos. Eso, para él, era un regalo del cielo.
Más tarde le daba masajes en la espalda cuando llegaba de la fábrica muerto
de cansancio, le preparaba sopas cuando estaba enfermo y, muchos años
después, lo llevó por primera vez a Teherán, donde yo estudiaba, y le enseñó la
ciudad. (Yo le había prometido que algún día se la enseñaría, pero nunca logré
cumplir mi promesa.) Cascabelito había cogido su cámara y le tomó fotos en
varios lugares. Había una instantánea suya muy bonita junto a la estatua del sha
Reza Kan, en la que ella le rodeaba el hombro con el brazo. Le había pedido a un
transeúnte que se la sacase. Luego llevó a mi padre al aeropuerto y le mostró
cómo volaban los aviones. Y por la noche fueron a un cine en el que ponían
películas de Charlot.
Cascabelito era al mismo tiempo nuestra alegría y nuestro gran sufrimiento.
De modo natural, en la familia se había producido una especie de separación
de aguas. Cascabelito y yo estábamos del lado de mi padre, mientras que mis
otras dos hermanas pertenecían más bien al bando de mi madre. Ellas hacían
buenas migas con Tine, a diferencia de Cascabelito. ¿Por qué? No lo sé
exactamente, pero quizá se aclare en el transcurso del relato. Había una cuestión
sobre la cual no cabía duda: Cascabelito era la hija de mi padre por antonomasia.
Ahora que ya sabemos quién es Cascabelito, vuelvo atrás en el tiempo para
averiguar dónde está mi padre.
Cuando regresó de la montaña, al principio no lo reconocí. No se semejaba
en nada al hombre sobre el que he escrito en los capítulos anteriores. Estaba más
viejo y se había encogido.
Era ya bien entrada la noche, cuando alguien llamó a la puerta. Encendí la
luz del pasillo y fui a abrir. Me asusté. Mi padre tenía mal aspecto y en la boca
ya no parecían quedarle dientes. Me miró a la cara, lo que equivalía a una nueva
petición de auxilio. Lo agarré del brazo y lo llevé a la luz.
–Abre la boca -le dije.
Me obedeció. Sus muelas y dientes eran una calamidad, estaban negros y
destrozados. ¿Cómo no lo había advertido antes?
–Dolor -gesticuló-. Siempre dolor.
Le brotaron lágrimas de los ojos. Por fin alguien veía qué lo aquejaba y se
percataba de su sufrimiento. Tuve que volver en mí, tomar conciencia de nuevo
de quién era yo y cuál era mi tarea en la casa. Le acaricié la cabellera llena de
canas y gesticulé:
–Ya lo arreglaré. Todo saldrá bien. Yo me encargaré de que se te quite el
dolor.
Inclinó la cabeza. ¡Por Dios, inclinó la cabeza en señal de agradecimiento
hacia mí!
No teníamos dinero para que le arreglasen la boca, pero eso no importaba. La
cuestión era que yo debía ingeniármelas para lograr que le desapareciese el
dolor.
Por aquella época había en la ciudad dentistas con consulta propia. También
había un hospital, pero los ricos, o al menos quienes podían pagar, intentaban en
lo posible no acudir a él, pues conseguir hora era un auténtico calvario. Había
que ir al alba, en plena oscuridad, para hacer cola. Algunos incluso llegaban la
víspera, provistos de mantas, y pernoctaban allí para asegurarse de que al día
siguiente los atenderían.
La cola de los dentistas era la más larga. A veces había que pasarse tres
noches seguidas hasta alcanzar la puerta de la consulta. Para colmo, el doctor no
hacía más que extraer un diente o una muela cariada al paciente y, acto seguido,
lo enviaba a casa con algún analgésico. No se tenía derecho a un tratamiento
adicional. Yo había visto allí a hombres hechos y derechos llorando a causa del
dolor de muelas.
¿Cómo podía ayudar a mi padre en aquella jungla?
Una mañana fui al centro de la ciudad mucho antes de la hora de entrada al
instituto, en busca de un dentista. Había tres por la zona, pero ninguno atendía
antes de las diez. En la ventana del primero que fui a visitar, había colgado un
papel que anunciaba que no se podía pedir hora hasta dos meses más tarde. El
segundo tenía una consulta muy elegante con un gran cartel encima de la puerta,
que rezaba: «Las técnicas más modernas para todos sus problemas bucales.»
Pero sólo se podía pedir hora por teléfono, y en el centro de la ciudad había
una sola cabina. Además, en mi vida había tocado un aparato de aquellos.
Después de ver esas dos consultas, supe que jamás dejarían entrar allí a mi
padre con su arruinada dentadura. Por lo tanto, decidí ir en busca del último, que
trabajaba en su casa, cerca del centro. Era una vieja mansión con un pórtico de
estilo clásico. En un sencillo cartel se leía: «Pur Bajlul, dentista. De lunes a
jueves, de 15 a 19.»
Yo no tenía dinero y era hijo de un paciente que se salía de lo habitual, por lo
que me dije que ese cartel y ese horario no iban dirigidos a mí. El doctor estaría
durmiendo todavía o leyendo el periódico mientras desayunaba. Golpeé dos
veces con la aldaba en la puerta, sin resultado. Volví a intentarlo y me abrió un
hombre mayor con una regadera en la mano, sin duda el jardinero.
–¿Qué pasa? ¿Por qué llamas tan fuerte?
–Buenos días. He venido a ver al doctor Pur Bajlul.
–¿Acaso no has visto que la consulta se abre a las tres?
–Sí, pero quisiera hablar con él ahora.
–¿De qué se trata?
–Eso prefiero decírselo a él en persona.
El jardinero me escrutó con la mirada, reflexionó un momento y me dijo:
–Espera aquí; voy a ver.
Me quedé aguardando largo rato en el pórtico hasta que un hombre de pelo
cano y con una pipa en la boca abrió la puerta.
–Buenos días, jovenzuelo. Supongo que me buscas a mí.
–Buenos días, doctor. Quería hablar con usted sobre mi padre.
–¿Tu padre? ¿Qué le ocurre?
–Los dientes. Las muelas.
–Si se trata de eso, no atiendo hasta las tres de la tarde -me dijo, mientras
daba caladas a la pipa.
–No, no. Es un asunto que también me atañe a mí.
–Pero también a los dientes y muelas de tu padre…
–Bueno, sí. Tiene unos dolores terribles y…, ¿sabe usted?, le he prometido
que le haría desaparecer el dolor.
–¿Y qué más? Continúa. Dime qué más.
–Pues eso, que tengo que aliviárselo. Eso… es todo, doctor.
Sin apartar la mirada, el dentista siguió fumando.
–¿Cómo te llamas?
–Ismail.
–¿Tu apellido?
–Majmud Jazanviye Jorasani.
–Adelante, pasa.
Lo seguí por un jardín con rosales, petunias y manzanos llenos de fruta roja,
hasta que llegamos a una sala con ventanales muy altos.
–Dos tés -pidió a la servidumbre.
Me hizo pasar a una habitación cuyas paredes se veían atestadas de libros
alineados en anaqueles.
–Siéntate -me ofreció, señalándome una silla.
Una criada nos sirvió el té.
–Bueno, cuéntame tu historia. Me has hablado de tu padre. ¿A qué se dedica?
–Es reparador de alfombras.
–¿Dónde trabaja?
–En todas partes. No tiene taller propio. Va pregonando por las calles:
«Fomba, fomba», y todos saben lo que anuncia.
–¿Qué quiere decir «fomba, fomba»?
–Mi padre es sordomudo, y ese reclamo se parece más o menos a la palabra
«alfombra».
–Ya. Así que tiene problemas en la dentadura…
–Tiene toda la boca podrida. Ha envejecido a causa del dolor.
Encendió una cerilla, la sostuvo junto a la pipa y, tras aspirar profundamente,
lanzó el humo. Luego buscó algo en un cajón.
–Supongo que se te está haciendo tarde para ir a clase. Dale a tu padre este
par de analgésicos y tráemelo a la consulta mañana por la tarde. Entonces
hablaremos.
–Muchas gracias, doctor.
–No hay nada que agradecer.
Me incorporé.
–¿Te gusta leer, muchacho?
–Sí, doctor.
–Estupendo. Te veré mañana.
El jardinero me acompañó hasta la salida.
–He olvidado decirle algo al doctor. – Sin esperar su respuesta, volví sobre
mis pasos.
–¡Doctor! ¿Me permite…?
–Sí.
–Ha de saber que no puedo pagarle. Quiero decir…, en algún momento le
pagaré sin falta. Sé que debería habérselo dicho enseguida, pero… no sé…, al
entrar en la biblioteca se me ha olvidado.
–Vas a llegar tarde al instituto. Mañana por la tarde lo discutiremos.
Un año después detuvieron al doctor Pur Bajlul, y no lo soltaron hasta la
revolución. Era uno de los principales cerebros de una organización guerrillera
clandestina de izquierdas, pero, hasta el momento de su arresto, su función en el
partido se había mantenido en el más absoluto secreto, incluso para los propios
miembros.
Los servicios secretos del sha encarcelaron a casi todos los dirigentes del
Movimiento. Pur Bajlul utilizaba su profesión como tapadera. De ese modo, fue
capaz de mantener a flote el partido durante algunos años. Yo no sabía nada de
todo eso. No lo supe hasta varios años después, cuando yo mismo pasé a militar
en el partido.
En el transcurso de tres meses, Pur Bajlul le extrajo a mi padre, pieza por
pieza, todos los dientes y muelas. Con la boca desdentada y el cabello canoso,
mi padre se había convertido en un auténtico viejo. Bajlul le dijo que volviese al
cabo de dos meses. En esa ocasión, le tomó las medidas de las mandíbulas, le
revisó el estado de la boca, comprobó la consistencia de las encías y anotó todos
los datos en una libreta.
Yo ya había visto alguna vez una dentadura postiza en la boca de alguien,
pero nunca habría imaginado que el doctor tenía la intención de hacerle una a mi
padre. Pensaba que estaba condenado a tomar sopa el resto de sus días.
Al cabo de dos semanas regresamos a la consulta. Mi padre se sentó en el
sillón de los pacientes.
–Abre la boca -gesticuló el dentista.
Él obedeció.
–Cierra los ojos.
Obedeció nuevamente.
El doctor sacó de una bolsita de plástico las partes superior e inferior de una
dentadura postiza y, sin mirarme ni decirme nada, se las colocó a mi padre con
cuidado. Cuando acabó, le dio un golpecito en la espalda y dijo:
–¡Mírate en el espejo!
En lugar de mi padre, fui yo quien se miró. Era mía la boca en la que
relucían aquellos nuevos dientes blancos. No era él, sino yo, quien se observaba
atónito la boca en el espejo, una boca que contenía un elemento nuevo, moderno.
Un elemento joven que no se correspondía con mi rostro, viejo y pálido.
Mi padre pudo volver a comer y fue recobrando peso poco a poco. Se le
notaba en la cara que quería seguir viviendo.
Fue la primera persona en toda la montaña en llevar una dentadura postiza.
Cuando pasaba las vacaciones de verano con él en la aldea, tenía que tirarle de la
manga continuamente para que siguiera andando, pues cada vez que se cruzaba
con algún aldeano de cierta edad, se sacaba la prótesis y le mostraba lo buena y
fuerte que era. A todo el mundo le recomendaba comprarse una igual.
A veces me veía obligado a soltarle un rapapolvo:
–Ya está bien. Compórtate. Eres padre de tres hijas, métete esa dentadura en
la boca; de lo contrario todos pensarán que estás chiflado.
No hubo manera. Siguió haciéndolo a escondidas.
El doctor Pur Bajlul me envió una factura de 3.000 tumanes. Era una
barbaridad; nunca conseguiría pagársela, pues mi padre no ganaba más que tres
tumanes al día.
–Deberás abonar hasta el último céntimo -aseguró el dentista.
–Lo sé, doctor, pero es que…
Ya estaba todo arreglado: me había concertado una cita con un redactor del
periódico local. Si así lo deseaba, podía entrar a trabajar en el diario dos tardes a
la semana, a razón de tres horas por día, para clasificar las cartas al director,
corregirlas y prepararlas para la impresión. La mitad de lo que ganara sería para
mí, y la otra iría destinada a pagar sus honorarios.
Tendría que trabajar muchos años para saldar mi deuda; pero los
acontecimientos tomaron un rumbo inesperado. Un año después, cuando me
dirigía a casa del doctor con un libro bajo el abrigo, como había hecho tantas
veces antes, observé que la calle donde él residía estaba infestada de hombres
uniformados. Incluso en la azotea de su casa había tres agentes armados
montando guardia. La calle estaba cortada al tránsito, así que me quedé
esperando.
Media hora después, tres policías obligaron al dentista a abandonar su
residencia. Él salió con la pipa en la boca, fumando. Cuando los agentes lo
empujaron para que entrase en el coche, se resistió un momento, se enderezó,
aspiró profundamente por última vez, lanzó una mirada a los curiosos y se
instaló él solo en el interior.
El coche arrancó y desapareció.
Sombras oscuras
•••
Visitamos a Louis.
Ismail no lo conoce, pero no importa.
En la casa de Louis hay una mujer joven.
El destino quiere que Ismail y ella se conozcan.
Sabía lo que era la arena, y también las colinas, pero ignoraba qué aspecto
tendrían las dunas holandesas. Y tampoco entendía cómo se podía caminar por
una montaña de arena fina.
Consulté el diccionario:
duna, f. Colina de arena movediza que en los desiertos y en las playas forma
y empuja el viento.
Recibí una carta de un hombre, un tal Louis, a quien había conocido en el
tren cuando volvía a casa de la universidad.
Era de noche y el tren iba casi vacío. Entré en un vagón ocupado únicamente
por un hombre, que viajaba al fondo, donde había dos asientos dobles
enfrentados. Yo estaba cansado. Me senté y cerré los ojos para echar un
sueñecito.
¿Cuánto tiempo dormí? No lo sé. De pronto oí que alguien me llamaba:
–¡Oiga!
Abrí los ojos y miré alrededor. Seguía sin haber nadie en el vagón, excepto
aquel hombre. No sabía si era él quien me había llamado, o si me lo había
imaginado.
–¿Le apetece venir a sentarse conmigo? Yo también estoy solo -me dijo.
Me levanté y fui con él. No me pareció que tuviera edad para usar bastón,
pero llevaba uno.
–¿De dónde es usted?
–De Persia… Irán.
–Ya me parecía -dijo, contento-. Por eso me he atrevido a molestarlo. Suelo
reconocer a los iraníes por su postura. Trabajé muchos años en Teherán.
–¡Qué coincidencia! – le contesté, y me senté con él.
–Me llamo Louis. ¿Podemos tutearnos?
Entablamos enseguida una conversación más bien confidencial. Me habló de
su estancia en la provincia meridional de Irán, donde se encuentran los pozos de
petróleo más productivos. Vivió el principio de la revolución, pero tuvo que
abandonar el país junto con sus compatriotas debido a las presiones de la
embajada de los Países Bajos.
Como me sucede en todos los encuentros casuales, hablamos de cómo había
llegado yo a Holanda, qué hacía y qué me parecía el país.
La charla duró algo menos de una hora. Yo había llegado a mi destino,
mientras que él continuaba viaje. Iba a pasar la noche en casa de un amigo. Me
pidió la dirección y se la di.
Unas semanas después, recibí una carta suya. No reconocí al remitente hasta
que la leí. Al pie había copiado una traducción al neerlandés del siguiente poema
del poeta medieval persa Omar Jayyam:
No somos más que un par de borrosas figurillas
en una pantalla, movidas ora sí, ora no,
alrededor de la lámpara del sol, conducidas
a medianoche por el Dueño del juego.
Recuerdo que le había parecido muy interesante que yo estudiase literatura
neerlandesa. Me contó que a él le fascinaba la persa. Cuando estuvo en Irán no
sabía gran cosa de ella, pero nada más regresar a Holanda se puso a buscar
traducciones de libros persas.
En la carta decía que le encantaría que volviésemos a encontrarnos y me
invitó a que fuera a visitarlo.
Al principio no me lo tomé muy en serio. Si bien yo tenía contactos con
holandeses -Igor, algunos poetas y artistas de la zona y algunos docentes de la
universidad-, ésa era la primera vez que un holandés desconocido me invitaba a
su casa. Vivía en Agnet aan Zee. Lo busqué en el mapa. No quedaba demasiado
lejos, pero pensé: «No, no voy. Se pasará toda la noche hablándome de sus
recuerdos de Irán, y no me apetece.»
Sin embargo, un párrafo de su carta despertó mi curiosidad: «Tenemos por
aquí unas dunas preciosas, las más bellas de Holanda. Son ideales para una
buena caminata. Estoy seguro de que te gustarán. Te espero.»
Me dije que quizá no fuese tan terrible. Además, el nombre de Agnet aan Zee
me resultaba un tanto enigmático.
Pensé que podría planteármelo como una excursión. Y ver el mar. Había
oído hablar y leído algo sobre las dunas holandesas por primera vez en una clase
de comentario de textos en la que estábamos analizando un pasaje de Frederik
van Eeden, extraído de su obra ya clásica El pequeño Juan:
«¡Ay, ojalá pudiera salir de aquí volando lejos, muy lejos, a las dunas, al
mar!»
Todas las mañanas le pedía a Pluizer, su perro, que volviesen una vez más
allí, a su casa, a visitar a su padre, para ver de nuevo el jardín y las dunas.
•••
Llamé por teléfono a Louis y salí hacia su casa. Por el camino le compré un
ejemplar en neerlandés de La rosaleda, del maestro persa Saadi, pues mi
profesor de prosa de la universidad había dicho en clase que acababan de
publicar una buena traducción de ese libro.
Cogí el autobús, como si de una verdadera excursión se tratara. Me dirigí
primero a Lelystad, luego a Enkhuizen, después a Alkmaar y, tras pasar por
Bergen, llegué por fin a Agnet aan Zee.
¿Qué significaba Agnet? ¿Quién era Agnet? ¿O era Agnes, más bien? La
combinación de Agnes y Zee, «mar», me gustaba. Me imaginaba a una mujer
sentada en la playa, contemplando inmóvil el mar.
Agnet resultó ser una pequeña localidad con puerto, distinta de los típicos
pueblos y ciudades de Holanda, con su iglesia y su plaza.
Tenía aspecto de lugar turístico, pero era tranquilo. Quizá el turismo se
concentrase más en el verano. Aunque hacía frío, había muchos visitantes
alemanes. Después de unos quince minutos de búsqueda, vislumbré un
montecillo donde crecía mucho heno, heno amarillo, que el viento frío mecía
formando olas, volviéndolo más hermoso. Nunca había visto unas colinas así,
con el heno en movimiento. Ésas debían de ser las dunas de El pequeño Juan.
Me detuve a contemplar en silencio el sorprendente paisaje. Dunas, dunas y más
dunas como colinas, colinas y más colinas, sin que uno supiese dónde
terminaban ni lo que había detrás.
–Es bonito, ¿verdad? – oí que decía una voz a mis espaldas. Me volví y vi a
un hombre asomado a una ventana-. ¡Buenas tardes! ¿No me reconoces?
–Eh… sí, ahora sí.
–Espera un momento, enseguida te abro.
Pasó un tiempo hasta que apareció en la puerta. Dio unos pasos hacia delante
para salir a mi encuentro, pero comenzó a tambalearse de tal forma que casi se
cae al suelo. Me abalancé sobre él y lo sujeté del brazo.
–Gracias -me dijo alegremente-. Pensabas que me caería, ¿eh?, pues no, no
suele ocurrirme.
Le ofrecí mi hombro izquierdo y posó sobre él la palma de la mano derecha.
–¡Qué hombro tan fuerte tienes! Adelante, pasa. Me alegro de verte.
Me sentía abochornado por no haber reparado en que Louis era minusválido
cuando lo conocí en el tren. Traté de simular que no había notado nada. Me
impresionó de inmediato su carácter.
En cuanto entramos en su casa, soltó la mano de mi hombro y continuó solo.
Pensé que en cualquier momento se caería o se golpearía la cabeza contra la
pared, pero no, se las arreglaba para avanzar agarrándose a una silla o a un
estante de la librería.
–Si piensas que voy a traerte un café, te equivocas. Andar sí puedo, pero
todavía no he conseguido hacerlo con una taza en la mano. Ve a la cocina y
hazlo tú. Luego te lo serviré yo. Para mí, una infusión.
Mientras trajinaba en la cocina, tuve la sensación de que aquel hombre, aquel
desconocido, me resultaba tremendamente simpático.
No me sentía extraño en aquella casa. Los muebles, las sillas, la estufa y la
biblioteca se me antojaban muy familiares. Llevé la jarra de café y la infusión al
cuarto de estar y me senté a su lado, contento de haber ido.
–¡Hermoso paisaje! ¡Qué bien vive usted aquí! – le dije, señalando las dunas
a través de la ventana.
–Puedes tutearme. No hace falta que me trates de usted.
–Necesito acostumbrarme.
–Sí, el paisaje es muy bonito -contestó-. Pero mi mujer ya se ha cansado de
él. Lleva veinticinco años mirando las dunas. Ya no le agradan.
–¿Y a ti?
–A mí me siguen gustando. Incluso he concebido un plan para el futuro.
Dentro de un par de años ya no podré andar, y tendré que pasarme todo el día en
la cama. He pedido que vengan a realizar algunos cambios en la casa. Arriba,
donde ahora hay un balcón, quiero que me hagan una habitación con un gran
ventanal para poder contemplar las dunas desde la cama. Lamentablemente, no
se alcanza a ver el mar, pero no importa. No se puede tener todo en la vida.
Después de conversar un rato sobre Irán y el Imperio persa, sobre su cultura
y su literatura secular, le pedí que me enseñara la planta superior.
–No puedo; ve tú solo. Yo no puedo subir ni un escalón.
–Si quieres, te ayudo.
Con gran dificultad, logramos llegar arriba. Se notaba que estaba contento.
–No puedo creerlo. ¿Cuánto hace que no subía aquí? Ya ni lo recuerdo…
Hace años, muchos años, me sentaba a observar las dunas desde aquí.
–¿Tienes hijos? ¿Algún hijo varón?
–Tengo una hija.
–¿Mantienes una buena relación con ella?
–Sí. ¿Por qué me lo preguntas?
–¿Qué edad tenía ella cuando enfermaste y ya no podías…, en fin, cuando
dejaste de andar?
–La cosa fue paulatina. Ella era aún una niña. ¿Qué quieres saber
exactamente?
Le conté lo de mi padre. Le dije que de pequeño siempre me había sentido
obligado a no separarme ni un instante de él, para asistirlo.
–Mi hija también me ha ayudado siempre. Por eso tiene unos hombros
fuertes, sobre todo el izquierdo, bien formado, musculoso y sólido. Siempre he
podido contar con ella, de verdad, siempre. Casi todas las tardes pasa a verme un
rato. – Apoyó una mano contra la pared, y con la otra me señaló las dunas-:
Mira. Veintiuna dunas más allá está el mar, pero hace años que no lo veo. Antes
de caer enfermo, iba todas las noches a la playa cruzando las dunas en plena
oscuridad, pero desde entonces me han faltado el valor y las fuerzas para seguir
haciéndolo. Ahora se ha convertido en un sueño.
–¿Qué se ha convertido en un sueño?
–Volver a acercarme al mar por mi propio pie.
–Podrías intentar ir más despacio, o escoger otro camino. O pedirle a tu hija
que te ayude.
–Así no me apetece. Quiero ir como antes, subiendo y bajando las dunas en
la oscuridad. Pero no importa. Así es la vida. De pronto eres incapaz de seguir
haciendo las cosas más normales.
El sueño de aquel hombre siguió rondando mi mente. Era un anhelo hermoso
y atractivo, con el que me sentía identificado. Ese mar también se había vuelto
inalcanzable para mí.
–¿Por qué estás tan callado? – me preguntó.
–Estoy pensando en el mar, en tu mar de detrás de las dunas. Es una pena
que no lo hayas visto desde que estás postrado en cama. Le daría otro contenido
a tu vida.
–¡Qué bien lo has expresado!
Acerqué una silla a la ventana y me subí encima.
–Creo que lo veo -le dije-. De verdad. Distingo algo que se mueve como un
paño azul. Si levantas la cama un par de metros, tendrás el mar en tu habitación.
–Qué curioso… A nadie se le había ocurrido subirse a una silla para traer el
mar hasta aquí.
–¿Quieres probar tú?
–¡Por supuesto que no!
–¿A qué hora dices que solías atravesar las dunas para ir al mar?
–Al anochecer, por lo general.
–¿Te parece que lo intentemos hoy?
–¡Estás loco!
–En cuanto anochezca atravesaremos las dunas.
–¡Sí, estás loco! – repitió, soltando una risa.
–No, en absoluto. Sé cómo hacerlo. ¿Cuántas dunas hay? He recibido
entrenamiento para este tipo de cosas.
–¿Qué clase de entrenamiento?
–Es una larga historia. Milité en una organización clandestina, y a veces
solíamos escondernos en las montañas. Imitábamos el modelo de la revolución
cubana; queríamos hacer como Fidel Castro: descender un buen día de la
cordillera con miles de simpatizantes, tomar las ciudades y obligar al sha a
marcharse. Nos entrenábamos duramente para cuando llegase el momento.
Aprendíamos a llevar a combatientes heridos o muertos de la montaña a la
ciudad, aunque nunca tuvimos la oportunidad de ponerlo en práctica. Confía en
mí. Estoy preparado para subir y bajar las dunas con una persona incapacitada.
Louis guardó silencio. Me miró primero a mí y luego a las dunas.
–El trayecto de ida lo haremos andando, y para el regreso ya se nos ocurrirá
alguna solución.
Al anochecer, mientras el viento ondulaba vehementemente el heno, Louis
apoyó el brazo izquierdo en mi hombro derecho y emprendimos nuestra travesía
hacia el mar. Él vacilaba. Sus músculos enfermos se negaban a cooperar.
Cambié de posición y le ofrecí el otro hombro, pero fue en vano.
–¿Lo ves? No puedo -suspiró.
Le explique cómo debía apoyar el brazo en mi hombro para que el peso de su
cuerpo descansase sobre mí, como si se tratase de un camarada que hubiese
perdido la pierna derecha pero aún le quedaran fuerzas suficientes para andar
con la izquierda.
–Ya verás cómo ahora lo lograremos -le dije.
No resultó. Intenté recordar lo que había aprendido. Era indispensable que el
compañero herido creyese en su salvación, que no pensase en su herida ni en el
largo trayecto que quedaba, sino en la ciudad que deseábamos tomar y en el
dictador del que queríamos deshacernos.
–Hay algo que quiero contarte, Louis.
–¿Qué?
–Estoy escribiendo un libro.
–¿Un libro?
–Sí. Una novela. En neerlandés.
–¿En neerlandés? ¡Qué interesante! ¿De qué trata?
–De mi padre. Déjame que te explique. Mi padre escribió un diario durante
toda su vida. A veces anotaba sólo una frase, otras un párrafo, otras una página
entera, pero no deja de ser un diario curioso.
–¿Por qué?
–Porque no puedo leerlo.
–¿Y eso?
–Porque está escrito en una lengua ininteligible, con caracteres cuneiformes
propios. A medida que voy leyendo, o mejor dicho, intentando descifrarlo, voy
traduciéndolo… No, «traducir» no es la palabra adecuada… Simplemente trato
de hacer comprensibles sus apuntes, y lo hago en neerlandés.
–¿Hacer comprensible algo que no puedes leer?
–Cuando lo acabe, te lo enseñaré.
Así, conversando, llegamos a la tercera duna.
Era de noche, pero vi que en sus ojos empezaba a arder la esperanza.
Hasta que llegamos a la séptima duna lo entretuve contándole lo que había
escrito hasta entonces.
–Sentémonos un momento -propuso Louis. Empezó a caer una leve
llovizna-. Me has comentado un par de veces que en ocasiones te reprochas
haber abusado de tu padre. No entiendo muy bien a qué te refieres, pero creo
que, en tu lugar, yo habría hecho lo mismo. A propósito, ¿de verdad hacía
siempre lo que tú le pedías?
–Eso es justamente lo que me duele.
Poco a poco, fui dejando que Louis descansase más en sus piernas que en mi
hombro. Quería que sintiera el suelo en sus pies. Tal vez no fuese una idea muy
acertada, ya que podría afectar a sus músculos enfermos, pero yo sólo pensaba
en la realización de su sueño. De pronto caí en la cuenta de que estaba repitiendo
con Louis lo que había hecho con mi padre.
No debía obligarlo, no tenía que pensar por él. Así que volví a sujetarlo por
la cintura y dejé que se apoyase en mí con total libertad.
La situación mejoró y continué relatándole mi historia.
–Louis, tú que has trabajado en Irán sabes que compartimos con la antigua
Unión Soviética una frontera de algo más de dos mil kilómetros. Es una zona
intensamente controlada. Ningún miembro de nuestro partido se atrevía a dejarse
ver por aquella zona, pues enseguida te detenían. Pero eso a mi padre no le
planteaba ningún problema. Todo el mundo lo conocía. Los gendarmes no le
prestaban atención. Era libre como una cabra montés e iba a donde quería.
Nosotros sabíamos que se avecinaba una revolución y sospechábamos que en
pocos años le llegaría su hora al sha. Aunque teníamos contactos con la Unión
Soviética, éstos se encauzaban a través de Europa, de Alemania Oriental; un
gran rodeo. Necesitábamos establecer contactos más directos. A veces, el partido
quería enviar un mensaje o un paquete a la Unión Soviética y obtener una
respuesta inmediata, y precisábamos de alguien que fuera capaz de ir andando
hasta la frontera. Alguien como mi padre.
–¿Él era consciente del peligro que corría? ¿Sabía, por ejemplo, que podían
condenarlo a pena de muerte?
–No, no del todo. Yo le expliqué que existía la posibilidad de que lo
detuviesen, pero él no lo comprendía por completo.
–¿Qué hizo por ti, por vosotros?
–Lo ignoro. No querían que yo lo supiese. Yo me limitaba a darle un paquete
y le explicaba a quién debía entregarlo. Le escondía documentos secretos en el
bolsillo interior de su largo abrigo negro, él se lo ponía y echaba a andar. En la
frontera lo esperaba alguien que llevaba un abrigo idéntico, y se los
intercambiaban.
–¡Qué abuso!
–Sí, a mí ahora también me lo parece. Un terrible abuso.
–¿Y nunca te planteaste lo que podía pasarle si lo cogían?
–Sí, pero, a veces, aunque seas consciente del peligro, estás tan obsesionado
con lo que deseas lograr… Es como si de pronto te quedases ciego. El sueño te
hechiza. El cerebro te funciona de otra manera, y eso hace que veas las cosas de
otro modo. Reconozco que pensé en la posibilidad de que en algún momento lo
atrapasen, incluso que lo torturasen para sacarle información, pero sabía que él
no cooperaría con sus verdugos. Yo le había dicho que no revelase nunca la
identidad de sus contactos. Los únicos gestos que debía utilizar eran: «No sé
nada, no sé nada, no sé nada.»
–Creo que te excediste… ¿Has oído eso?
–¿Qué?
–El mar. Ya hemos cubierto más de la mitad del camino. Desde aquí se
percibe con nitidez el rumor de las olas cuando el mar está agitado.
Contuve la respiración para oírlo, pero el sonido de la lluvia lo apagaba.
El viento empezó a soplar con más fuerza por el heno. Una luna líquida
surgió momentáneamente entre las nubes y desapareció.
Louis retomó el hilo de la conversación:
–¿Cómo es posible que nunca detuviesen a tu padre en aquella zona tan
controlada?
–¿Has oído hablar alguna vez de Mahdi, el duodécimo santo?
–No.
–Si has vivido en Irán, tienes que haberlo oído nombrar. Se trata de un
personaje mesiánico. Existe la creencia de que se refugió en un pozo próximo a
la aldea del Azafrán y que algún día saldrá de allí para redimir al mundo de sus
penas. ¿Tampoco has oído hablar de ese pozo?
–Pues no, la verdad.
–Claro, tú trabajaste en la provincia meridional del país, y allí la gente no es
tan ortodoxa. El pozo sagrado se encuentra en un paraje prácticamente
inaccesible del monte del Azafrán, de donde era oriundo mi padre. Para él, aquel
sitio era el centro del universo. Una especie de símbolo de Dios en la tierra. No
soy creyente ni supersticioso, pero a veces pienso que su fe en el santo Mahdi lo
ayudó. – Louis soltó una carcajada-. ¿Por qué te ríes?
–No, nada. Déjalo.
Empecé a oír el mar. La mano de Louis temblaba sobre mi hombro.
–Nos faltan dos dunas para verlo -me dijo.
–¿Aguantas? – le pregunté.
–Yo sí, pero tú debes de estar cansado de soportar mi peso.
–Es verdad. Pero cuando lleguemos al mar, habré recuperado el tiempo
perdido.
–¿Cuál?
–Los meses, los años que pasé con mis camaradas en las montañas de mi
patria entrenándome para tomar la ciudad.
–Esa sensación de haber perdido el tiempo la tenemos lodos. Pero no es
tiempo perdido; todo cuenta como experiencia en la vida.
De pronto, Louis exclamó:
–¡El mar! ¿Lo ves tú también?
Yo no lograba vislumbrarlo en la oscuridad. Aún era el mar de Louis, no el
mío.
Seguí sosteniéndolo, dejando que lo observase en silencio. Advertí que ya no
podía mantenerse en pie.
–Faltan cuatro dunas. ¡Puedo hacerlo!
El heno estaba húmedo y temía resbalar. Ya no oía el rugido del mar; sólo
prestaba atención al terreno que pisaba. Al llegar a la última duna, Louis me
dijo:
–No siento las piernas.
–Será mejor que descansemos un momento.
Permanecimos sentados unos quince minutos, y lo ayudé a incorporarse.
–Ya falta poco. Lo lograremos -dijo Louis.
Nos pusimos en marcha.
Yo no conocía el mar, aunque sí el desierto.
La arena húmeda le pertenecía a Louis. La arena sedienta me pertenecía a mí.
El mar, las dunas, el heno y la lluvia eran suyos, pero la noche era mía.
–Cuando acabe mi libro -le dije gritando-, ya no estaré al servicio de mi
padre. Empezaré a vivir para mí.
En ese instante oí en la oscuridad la voz de una mujer, detrás de las dunas:
–¡Paaaaa! ¡Papá!
–¡Estoy aquí! – contestó Louis, emocionado.
En la última duna apareció de pronto, a la luz de la luna, la figura de una
mujer joven con sombrero.
–¿Cómo has llegado hasta aquí, papá?
Me detuve a observarla. El viento soplaba fuerte y ella se sujetaba
firmemente el sombrero.
Mientras la lluvia le caía encima, se arrodilló ante Louis.
Oí que lloraba. Louis me señaló con la mano y ella se irguió.
El viento soplaba fuerte. La mujer se sujetaba el sombrero mirando hacia el
mar, en la dirección donde me encontraba yo.
Yamila
Mahdi
•••
•••
•••
Me quedé cinco días más. Días que olían a sopa, leche, pan recién horneado
y fuego de leña.
Cuidamos de Tine y paseamos por las colinas, riéndonos de los graciosos
brincos de un conejito blanco.
También esos días pasaron.
Damawand
Subamos al techo de la patria
y bañémonos.
Una noche, decenas de aviones iraquíes sobrevolaron Teherán y lo
bombardearon por enésima vez. Fue el peor ataque de todos los que sufrimos.
Radio Bagdad informaba regularmente sobre la partida de bombarderos con
destino a Teherán. El locutor incluso instaba a la población a que abandonase la
ciudad, y doce millones de habitantes se aprestaban a la fuga. Unas veces los
aviones llegaban, otras no. Sadam Husein no se cansaba de repetir ese juego. La
gente ya no sabía a qué atenerse.
Si huían de sus casas con sus hijos, los aviones no aparecían. Pero si se
quedaban, Bagdad lanzaba un ataque. Se trataba de una guerra psicológica.
Cuando los bombarderos se presentaban, la noche se convertía en un infierno.
Sobrevolaban el barrio produciendo un gran estrépito. Temblaba la casa, se caían
las molduras de las paredes y las cacerolas de los estantes, el gato saltaba encima
de la cama, los niños lloraban desconsolados, retumbaban las bombas y también
la defensa antiaérea. Luego se oía la sirena que indicaba el fin del ataque, y, a
continuación, las ambulancias y los coches de bomberos. Entonces todos se
lanzaban a la calle para ver qué casas habían sido alcanzadas por las explosiones.
•••
•••
¿No estaba mi padre muy mayor para una excursión tan difícil? Aunque tenía
experiencia, no conocía en absoluto las técnicas de escalada. ¿No estaba
cometiendo un acto de irresponsabilidad? ¿No le afectaría la altura del
Damawand? Ya lo veríamos. No quería detenerme a reflexionar sobre esas
cosas. Tal vez no lográramos llegar a la cima, pero eso no importaba. Deseaba
estar a solas con él; quizá fuera la última vez. Existía la posibilidad de que me
arrestasen, de modo que no debía dejar pasar la ocasión. Viva la libertad
envuelta en inseguridad. Si resultaba que, a partir de determinada altitud, mi
padre no podía continuar, nos volveríamos y punto.
En ese caso, podríamos coger el tren e ir a los yacimientos de petróleo. O
atravesar el desierto en camello hasta llegar a Kawire Lut. «Ya se verá», pensé
mientras nos encaminábamos al Damawand.
Si conducía toda la noche, llegaríamos al café Safar antes del amanecer, un
pequeño local donde se reunían a desayunar los alpinistas antes de emprender la
ascensión en pequeños grupos.
Yo ya había subido tres veces al Damawand, aunque nunca en invierno, por
lo que temía que el café estuviera cerrado y no encontráramos a ningún
escalador.
Divisé a lo lejos las luces encendidas del Safar y recobré la esperanza. Mi
padre guardaba silencio. Ascender una montaña porque sí carecía de sentido para
él.
Había que tener un objetivo. Uno sube para luego continuar el camino hacia
otro sitio. O para encontrarse con alguien al otro lado. O para después bajar a un
pueblo donde lo espera una mujer. ¿Qué diablos íbamos a hacer en aquella nieve
congelada?
Le expliqué que nuestra meta era llegar a la cima.
–Pero te advierto que es un ascenso duro. A propósito, ¿has escalado alguna
vez con cuerdas?
–Sólo una vez -respondió mi padre-. Tú mismo me enseñaste.
Tenía razón. Lo había olvidado. En mis años de estudiante había intentado
trepar con él la pared más difícil del monte del Azafrán.
Antes de abrir la puerta del café, oí murmullos en el interior. Para mi gran
sorpresa, estaba lleno de gente, como en un día de primavera.
–Ven, pasa -gesticulé aliviado-. Siéntate.
No quedaba una sola silla libre.
¿Quiénes eran todas aquellas personas? ¿Cómo se explicaba que en aquel
invierno tan riguroso todos quisiesen escalar la montaña al mismo tiempo?
¿Serían todos militantes de nuestra organización, deseosos de escapar unos días
de la realidad?
Había tan buen ambiente que uno se olvidaba de la guerra y los imanes. Era
como si hubiese cerrado los ojos un momento y, al abrirlos, me encontrase en
otro sitio, o incluso en otro país.
Olía a té recién hecho, pan fresco y dátiles.
Por lo general, la gente subía a la montaña en grupos; nadie lo hacía en
solitario. Quienes llegaban solos buscaban unirse a otros en ese café, y éstos los
acogían sin vacilación.
Deposité el macuto en el suelo y me presenté. Anuncié a todo el mundo que
tenía la intención de escalar junto con mi padre, que era sordomudo, y que
preferíamos sumarnos a un grupo experimentado.
Aquel café tan cálido en medio de la nieve congelada fue una sorpresa para
mi padre. Se le veía contento. Todos se acercaron a saludarlo y desearle buena
suerte, y él sintió que todos aquellos jóvenes, hombres y mujeres, eran amigos
suyos.
Un grupo desocupó enseguida dos sillas para nosotros. Mi padre se sentó y
yo fui a buscar el desayuno: tortilla, dátiles, mantequilla, pan recién hecho, té y
azúcar. Todas las cosas que se necesitaban para una expedición de ese tipo.
Antes de que saliera el sol, partimos del café en distintos grupos, caminando
en fila india, a corta distancia unos de otros. Todos sabíamos que en aquel frío
dependíamos de la ayuda del compañero.
Según dictaba la tradición, a los mil metros de altitud los escaladores se
colocaban uno al lado de otro en la oscuridad para contemplar la salida del sol.
Mi padre estaba junto a mí. No comprendía por qué todos miraban el cielo a lo
lejos.
De repente, el sol lanzó en la penumbra su primera flecha dorada, luego la
segunda, después la tercera y, a continuación, todo un haz de luz. Envuelto en
llamas, como una enorme corona de oro, el sol emergió desde el otro lado de la
cima del Damawand. Deslumbrado, mi padre me miró primero a mí, luego al sol
y seguidamente a la montaña, que se alzaba de pronto a nuestros pies como una
gigantesca masa de nieve.
En cuanto el Damawand nos mostró su arcaica belleza, todos entonamos la
famosa canción:
¡Damawand majestuoso!
Antiguo orgullo persa, haznos tan robustos como tú.
Préstanos algo de tu fuerza.
Ayúdanos a no someternos en tiempos difíciles, como
nunca te has sometido tú.
Enséñanos a confiar en nosotros mismos, como tú confías
en ti mismo.
¡Tú eres la esperanza!
¡Tú eres el orgullo hecho montaña!
El Damawand es un monte que hay que vivir en carne propia, escalar en
carne propia. El trayecto a través de la nieve milenaria; el frío tan peculiar que se
siente en la piel; el aroma y el color de la boca del antiguo volcán; la gruesa capa
de hielo: todo eso debe olerlo, verlo y vivirlo uno mismo.
Continuamos ascendiendo en silencio. Intercalando algunas pausas, sería
posible alcanzar hacia el mediodía una altura de cuatro mil setecientos metros.
Allí pernoctaríamos y repondríamos fuerzas, para acometer a la mañana
siguiente la parte más compleja.
Pero antes de llegar a ese punto, tuvimos que trepar con garfios y cuerdas un
par de paredes de hielo muy difíciles. Por suerte nos habíamos unido a un grupo
de escaladores experimentados, que nos ayudaban en todo momento. Mi padre
escalaba como una vieja cabra montés, suscitando las risas de los montañeros,
que disfrutaban contemplando su anacrónico modo de escalar. Cuando llegamos
a la cima, él ya no dependía de mí. Ni siquiera tenía tiempo de sentarse conmigo,
pues todos querían que se sumara a sus conversaciones alrededor de las
hogueras.
–Ismail, necesitamos un intérprete. ¿Te unes a nosotros? – me pidió alguien.
No me sentía muy bien. La altura me producía mareos. Hubiese preferido
echarme a dormir, pero no podía dar la espalda olímpicamente a esos millones
de perlas colgadas en el cielo y meterme en el saco. Además, quería aprovechar
el silencio para reflexionar sobre cómo debía actuar en el futuro, con el partido
diezmado. ¿Qué pasaría cuando regresase a Teherán? «El partido ha sido
decapitado, pero nosotros aún estamos con vida. Hemos perdido, pero no hemos
desaparecido.» Lo primero, sin embargo, era llegar a la cima del Damawand.
•••
Fue una noche breve y fría. Ya antes de la salida del sol, todos habían salido
de sus sacos de dormir. Yo no era capaz de comer ni de beber nada; mi cuerpo se
resistía.
En plena oscuridad, reemprendimos la escalada en pequeños grupos.
M i padre empezó a preocuparme. A medida que ascendíamos, el aire iba
enrareciéndose cada vez más. En cuanto notara que él ya no podía seguir la
marcha, lo llevaría de regreso a la tienda médica.
Pero el destino decidió otra cosa. Al cabo de un rato sentí que me flaqueaban
las fuerzas. Ya no podía encargarme de mi padre.
–¿Alguien puede vigilar a mi padre? – pregunté con dificultad.
–No necesita que nadie lo vigile -oí que contestaba uno de los escaladores-.
Mejor cuida de ti mismo.
A determinada altura, mi cabeza se vació.
Mi padre, el partido, la organización clandestina, los clérigos; todos se
borraron de mi memoria. La vez anterior, la escalada no me había planteado
problemas, pero en esos instantes me sentía terriblemente débil. Mantenía los
ojos fijos en las botas de la persona que marchaba delante de mí, intentando
seguir sus pasos.
Llegó un momento en que ya no podía sostenerme en pie, pero una voz en mi
interior me decía que debía seguir, que no debía perder de vista aquellas botas.
«¡Continúa, Continúa, continúa!»
El Damawand me tenía en sus garras. Se había convertido en un coloso
gigantesco y yo, en un gorrión, un pequeño y frágil gorrión en su mano. ¿Cuánto
faltaba? ¿Cuántos pasos me quedaban aún por dar? No sabía nada. El mundo se
había detenido y yo debía seguir escalando y escalando. Un paso y otro y otro
más.
De pronto se produjo el silencio y durante un momento no oí nada; luego,
sólo sonidos vagos, palabras melodiosas.
Me costó mucha energía caer en la cuenta de que los alpinistas estaban
cantando. Reconocí un aroma, un aroma familiar, el del viejo volcán. Después,
dejé de percibir las voces y se hizo de noche, noche cerrada. Me desplomé.
En cuanto puse el pie en el borde de la boca del antiguo volcán, me
desvanecí. Nuestros compañeros de escalada comprendieron de inmediato que
tenían que socorrerme. Tardé un rato en abrir de nuevo los ojos y en darme
cuenta de dónde estaba. Alguien me ayudó a incorporarme y me sostuvo. Mi
padre.
Me apoyé en un peñasco en el que la gente solía plantar banderas y sacar
fotos. Guardo aquí, en una balda de la biblioteca, una instantánea de aquel día,
en la que no se aprecia que nos encontramos en una cima a 5.876 metros de
altitud. Parece como si estuviéramos posando junto a una roca cualquiera. La
mirada de mi padre tiene una expresión llena de orgullo, y yo salgo con los ojos
cerrados.
Quien observa la foto sin conocer la historia que hay detrás, advierte algo
curioso. Se nota que yo estoy muy enfermo, mientras que mi padre irradia
alegría. Allí, junto a aquel peñasco, yo intentaba mantener los ojos abiertos y
mirar a mi padre, hechizado por la cumbre de la montaña.
Él contemplaba con sorpresa una ondulante franja azul en la lejanía, pero yo
ya no tenía fuerzas para explicarle que se trataba del Caspio, el mar que nos
separaba de la desaparecida Unión Soviética. Divisaba en el horizonte una vaga
raya de color verde oscuro, sin saber que se trataba del mayor bosque de Persia.
Intenté darle a entender por señas que se asomara detrás de la roca para ver
las cadenas montañosas que se extendían hasta el fin del mundo. Pero no lo
conseguí. Me dormí y todo quedó sumido en el silencio.
Debieron de llevarme rápidamente abajo, de lo contrario tal vez nunca habría
despertado.
Cuando abrí los ojos, me encontraba tumbado en el suelo. Alguien me ayudó
a ponerme en pie. Me habían trasladado a la tienda médica, pero no me hacía
falta ninguna asistencia especial. El flujo natural de oxígeno bastó. Mi cuerpo
empezó otra vez a funcionar con normalidad.
Cuando descendimos a los cuatro mil metros, ya pude seguir por mis propios
medios, con mi padre a mi lado, vigilándome.
–¿Qué tal arriba? – gesticulé.
Sonrió. Noté que estaba preocupado por mí. Lo cogí por la cintura, le besé la
frente y le dije:
–Estoy bien. Más adelante ya podré andar como si nada.
–¡Qué padre el tuyo! – me dijeron todos-. Hemos disfrutado mucho de su
compañía.
Teníamos que continuar para no quedarnos fríos. A mí me costaba incluso
mantenerme de pie, pues no había probado bocado desde la madrugada anterior
y andaba justo de fuerzas. Después de unas cinco horas de marcha,
vislumbramos una cabaña de pastores donde siempre había té recién hecho para
los alpinistas y donde por poco dinero vendían pan, leche y mantequilla.
Cuando llegáramos al pie de la montaña, todos se quedarían una hora
descansando en el café Safar, y luego se marcharían a sus casas. Yo no tenía
fuerzas para conducir.
Pero, entre escaladores, nunca se deja a nadie abandonado a su suerte, y ellos
se ocuparon de todo. Yo pernoctaría con mi padre en la cabaña del pastor hasta
que me hubiese recuperado.
Nos despedimos con un abrazo. Todos le estrecharon la mano a mi padre,
sacaron una última foto y partieron.
La noche que pasamos con el viejo pastor resultó inolvidable. Fue como si
mi padre supiese que yo nunca volvería a gozar de tanta tranquilidad.
Al anochecer, el pastor conversó con mi padre utilizando todos los gestos
imaginables. Luego, dirigiéndose a mí, dijo:
–Sé cómo puedes recobrar tus energías. Te darás un buen baño. Y Akbar
también.
–¿Cómo? ¿Aquí?
–Los pastores tenemos un baño mágico. En realidad está reservado para
nosotros, pero tú eres un buen muchacho; le guardas respeto a tu padre. Vamos,
el Damawand siempre devuelve lo que ha tomado.
Tras unos quince minutos de marcha por la nieve congelada, el hombre alzó
su lámpara de aceite.
–Por aquí. Entrad.
Lo seguimos a través de una abertura entre las rocas y nos adentramos unos
cien metros en la cueva, guiados por la tenue luz del farol. Allí percibí el olor del
viejo volcán.
–¡Un momento! – nos dijo, colocando la lámpara en un punto elevado-.
Ahora, venid a ver.
Di un paso, me incliné hacia delante y vi un hueco, un baño natural,
humeante.
–Mete la mano -me incitó el pastor.
Introduje la mano en el agua.
–Está caliente… agradablemente caliente.
–Pues daos un buen baño. Dentro de una hora, más o menos, volveré a
recogeros.
El pastor se marchó. La luz amarilla de la lámpara le confería a la cueva un
color mágico. Mi padre me ayudó a sumergirme en el agua y luego, con cuidado,
también él se metió.
Me hubiese quedado allí hasta el final de los tiempos.
•••
•••
Expuse el problema a mi enlace, pero no pareció entenderme. Sentí que me
despreciaba, que creía que mi única intención era salvar el pellejo. Le dije que
nuestro método de oponer resistencia no daba resultado, que debíamos aceptar
que habíamos perdido la batalla contra los clérigos, que era mejor ahorrar
fuerzas para el futuro.
Yo mismo era un buen ejemplo. Creía en el partido y estaba dispuesto a
sacrificarme. Pero eso no funcionaba.
Él me aseguró que transmitiría mis consejos al comité central.
Una semana después, me contestaron lo que ya me esperaba. No estaban de
acuerdo conmigo. Si no deseaba seguir colaborando, podía dejarlo y pasar a la
reserva, con lo que quedarían interrumpidos todos mis contactos con el partido.
¿Interrumpir los contactos? Yo no quería eso. No podía optar por una vida
segura mientras mis camaradas continuaban luchando contra los clérigos. ¿Cómo
podría sentarme a la mesa por la tarde con mi mujer y mi hija y oír por televisión
cómo un imán anunciaba: «La policía ha detenido a los últimos enemigos de
Dios. En su guarida han encontrado una multicopista y…»?
Era demasiado tarde para llevar una vida burguesa normal. Mis compañeros
tenían razón; debíamos enfrentarnos a los clérigos que ponían de rodillas a
nuestro pueblo. Decir que no, gritar que no. Aunque nadie nos oyera. Ya llegaría
el momento en que lo hiciesen.
Una vez transmitida mi opinión, me sentí mejor y volví a ponerme manos a
la obra.
Un mes y medio después, cuando llegué por enésima vez al lugar convenido
para entregar los boletines, mi enlace no apareció. Se suponía que debía
esperarme junto a la cabina telefónica que había detrás del zoco principal de
Teherán, donde los tenderos cargaban y descargaban sus mercancías.
Cuando lo veía, estacionaba en un lugar reservado para camiones, bajaba del
coche y abría el maletero como un comerciante más. Él se acercaba con una
carretilla y se llevaba las cajas.
Pero esa vez no se había presentado. Di una vuelta en coche para mirar por el
aparcamiento. Nada, ni rastro de él.
El día anterior todo parecía estar en orden. Había visto la palabra Salam
escrita en la valla. Si había pasado algo, debía de haber sido al final de la tarde.
Aún no había motivos para dejarse llevar por el pánico. No tenía más que
volver al mismo sitio una hora más tarde. Sólo en caso de que entonces no
estuviera, habría ocurrido algo.
Aparqué y fui a sentarme a un salón de té. El tiempo pasaba con una lentitud
exasperante. Di un paseo por el parque, pero no aguanté más que un cuarto de
hora. Entré en el zoco e intenté interesarme por las vitrinas de los joyeros. En
vano. El minutero de mi reloj se negaba a moverse. Me dirigí a otro salón de té,
me tomé unas cuantas infusiones y leí los diarios atrasados.
Por fin llegó la hora. Salí del establecimiento, subí al coche y volví a la
cabina telefónica para ver si había llegado mi enlace. No estaba. Pasé de largo,
di media vuelta y regresé de nuevo. Nadie.
Tenía que abandonar de inmediato el lugar y dirigirme al sitio acordado para
los casos de urgencia. Si no lo habían detenido, estaría allí.
Salí de la ciudad y me encaminé hacia una venta, donde mi enlace debía
esperarme junto a la ventana. En cuanto me viese, se levantaría y subiría a mi
coche. Pasé lentamente por delante de la fachada principal. No había nadie junto
a la ventana. Dejé la venta atrás, di media vuelta y volví a mirar.
¿Se podía calificar de angustia lo que sentí? De momento no. Era una
sensación extraña, indeterminada, como quien nota en la espalda una carga muy
pesada que le impide enderezarse, aunque la carga ya no está.
Sentía miedo, sí, pero la angustia aún no tenía posibilidades de invadirme.
Algo malo había pasado. O la policía estaba pisándole los talones a mi enlace, o
ya lo había apresado.
¿Qué hacer?
Me largué de allí inmediatamente, pues, cuando la policía arrestaba a
alguien, lo conducía a la sala de torturas y lo martirizaba el tiempo que fuera
necesario hasta que delatase a todos sus contactos.
Aún quedaba un asomo de esperanza. Tenía que esperar hasta el día
siguiente y personarme, a modo de última cita, en casa de otro camarada, donde
una mujer desconocida para mí se encargaría de restablecer mi contacto con el
partido.
Por motivos de seguridad, esa noche me estaba prohibido regresar a casa.
Dejé el coche en un aparcamiento y pernocté en un hotel. Si al día siguiente
tampoco aparecía el último enlace, eso suponía el final del camino.
La cita era en pleno centro de la ciudad, junto a un parvulario. A las once y
media tendría que haber un coche ante la puerta, con una mujer al volante
leyendo un periódico. En caso de avistarlo, yo debía aparcar el mío un poco más
adelante, desandar el camino a pie y apostarme en la acera hasta que se abriese el
portón de la escuela y los padres se llevasen a sus retoños. Yo tenía que aguardar
un momento allí y luego preguntarle a la mujer: «Señora, ¿usted también está
esperando a alguien por casualidad?» Si ella respondía: «Sí, casualmente
también estoy esperando a alguien», debía subirme a su automóvil, ella
arrancaría y nos marcharíamos de allí.
Pasé por delante de la escuela. Había algunos coches estacionados. En uno
de ellos incluso había una mujer al volante, pero no leía ningún diario. Aparqué
y volví andando hasta la acera, donde los padres aguardaban a que saliesen sus
hijos. Observé a la mujer. Parecía más un ama de casa que una persona metida
en política. «No es ella -pensé-. ¿O sí lo es? Quizá no saque el periódico hasta
que no se haya ido todo el mundo.» El portón de la escuela se abrió y los padres
entraron. Me asusté al ver que la mujer se apeaba y entraba en el edificio como
los demás. Cinco minutos después ya no quedaba un solo coche.
Transcurridos otros cinco minutos, salió el conserje y cerró la verja de hierro.
Me negaba a creerlo, pero el partido se había desmoronado. Los clérigos nos
habían cogido. Me encontraba al final del camino.
A partir de ese momento, ya no supe qué hacer.
¿Había caído en la trampa? ¿Estaban vigilándome los policías? ¿Me habían
perseguido para encontrar a los demás?
Tanto si había caído en la trampa como si no, debía entrar en acción. El
primer paso era desprenderme cuanto antes de las cajas que llevaba en el
maletero. Luego ya vería.
Corrí hacia el coche y me largué de allí. Era curioso. A pesar de que la
policía podía estar vigilándome, se me había ido el miedo. Mi única
preocupación era deshacerme de las cajas.
Luego tendría que sacar de casa la multicopista. Miré por el retrovisor para
ver si me seguían. Me interné por unas callejuelas y di media vuelta para
controlar los automóviles que circulaban detrás de mí. No me pareció ver
ninguno sospechoso. Cogí la autopista y aceleré. Tomé una salida cualquiera y
esperé un rato. Podía sacar los boletines del maletero con toda tranquilidad. Pero
¿dónde tirarlos? ¿A un contenedor de basura? Imposible. Lo que había hecho
poniendo en peligro mi vida no debía acabar en un contenedor.
Vi un puente. Un río me pareció un buen sitio. Fui hasta allí, me detuve
debajo y esperé a que no pasara nadie. Sin perder un segundo, abrí el maletero,
cogí las cajas y las lancé una por una al agua.
Me quedé unos instantes mirando cómo se alejaban flotando, arrastradas por
la corriente. ¿Dónde desembocaba aquel río? En un gran lago de agua salada,
cerca de la ciudad sagrada de Qom.
El tiempo era oro. Fui a casa. Si a mi enlace lo habían detenido la víspera, no
podía perder ni un segundo. Sólo los grandes héroes conseguían mantener la
boca cerrada más de uno o dos días en la sala de torturas de los clérigos.
Algunos morían allí por negarse a revelar nombres.
La consigna era clara: había que recogerlo todo y largarse.
Primero la máquina y luego el coche.
En los alrededores de mi casa no se veía nada sospechoso. Ningún vehículo
extraño.
Aparqué, esperé un momento delante de la puerta y subí corriendo las
escaleras. Era difícil aceptar que la impresión de boletines se había acabado.
Metí la documentación y la tinta en una bolsa y bajé todo al coche. Dejé abierta
la puerta del maletero y volví al apartamento.
Abrí el armario, saqué la máquina a rastras, la envolví en una manta y la
tumbé encima de la cama.
Si me la cargaba a la espalda desde esa posición, ya no podría enderezarme.
Temía quedarme bloqueado y no poder moverme a causa del dolor. Debía pensar
en otra cosa.
Coloqué la mesa junto a la cama, me subí a ésta y luego puse la multicopista
sobre la mesa. Así tenía que resultar.
En alguna parte había leído que una mujer francesa había levantado el
camión que había atropellado a su hijo para sacar a éste de debajo de las ruedas.
Me agaché y me cargué la multicopista a la espalda. Me llevó un rato llegar a la
puerta y salir a la escalera. Ya no me importaba que alguien me viese. Con una
mano sujetando la máquina y la otra en la barandilla, empecé a bajar
cuidadosamente los peldaños.
De pronto, oí que se abría la puerta de un apartamento y pisadas de hombre,
pero no me inmuté.
–¿Qué hace, vecino?
–Cargando este trasto, como puede ver -le contesté con total serenidad.
–¿Qué es?
–¿Le importaría ayudarme? Si no, me temo que luego no podré ponerme
derecho.
Me senté en un escalón y apoyé la máquina en el suelo.
–Tendría que haberme llamado para que le echase una mano -me dijo.
–No quería molestarlo; además no sabía si estaba en casa.
Entre los dos seguimos bajando la multicopista.
–Pesa bastante, ¿no? – se quejó-. ¿Para qué diablos sirve?
–Chatarra, pura chatarra -le respondí con la mayor naturalidad posible-.
Cosas de segunda mano… ¿Cómo decirlo? – continué-. Un hobby.
Reparaciones, máquinas viejas. En fin, ya sabe. Las cosas se han puesto muy
caras y hay que buscarse la vida, pero en estos apartamentos tan reducidos… Ya
me entiende. Gracias por ayudarme. Ya estamos, he dejado el maletero abierto.
Lo dicho, gracias otra vez.
Colocamos la multicopista en el coche, y el vecino volvió a su casa mientras
yo cerraba la portezuela y me ponía en marcha.
•••
•••
La cueva
Un nuevo camino
•••
En cuanto salió el sol, las madres se esfumaron del cementerio. Una anciana
con bastón se acercó a Akbar y lo saludó:
–Buenos días, Aga. ¿Qué estás mirando?
–Salam -gesticuló él-. Estaba mirando el sol, que acaba de elevarse por
encima del monte del Azafrán. Detrás de la cordillera veo unos nubarrones
oscuros. Seguro que está nevando.
Tenía que apresurarse para ir a casa. Nunca había regresado tan tarde de la
mezquita, y su mujer se inquietaría.
Tine lo esperaba en la puerta.
–¿Dónde te habías metido? – le espetó furiosa-. ¿Dónde está tu abrigo? ¿Por
qué no has comprado pan? ¿Dónde has dejado la bolsa de los baños?
Era verdad: ¿dónde había dejado la bolsa?
–Te lo explicaré dentro -gesticuló él-. Ven, cierra la puerta y echa el cerrojo.
¿Dónde está Cascabelito? Llámala. Tengo algo importante que contaros. Ha
subido a la montaña. Se ha marchado. Ya no está.
–¿De qué estás hablando? ¿Quién ha subido a la montaña? ¿Quién se ha
marchado?
–Ha desaparecido. En las montañas. ¿Dónde está Cascabelito? ¡Llámala! Le
he dicho que evitara las vías del ferrocarril, para que no lo vieran los gendarmes
con los prismáticos.
–¡Cascabelito, ven aquí! – gritó Tine-. No acabo de entender lo que me dice
tu padre. Ha venido sin el abrigo, ni la bolsa de los baños, ni pan, y no hace más
que hablar de las montañas y de alguien que se ha ido. Dios mío, ¿qué hago yo
con un hombre que llega a casa con una historia distinta cada día? ¿Dónde has
dejado el abrigo?
Tine sabía perfectamente a qué se refería Akbar, sólo que se negaba a
creerlo. Necesitaba la confirmación de su hija, que por fin acudió.
–¡Se ha ido! – gesticuló enseguida Akbar.
–¿Ah, sí? ¿Cuándo?
–Va de camino al monte del Azafrán.
–Ismail se ha ido, mamá.
Tine se sentó y se puso a llorar en silencio.
–Es mejor así -intentó consolarla Cascabelito-. Imagínate que hubiese caído
en manos de los clérigos. Lo digo en serio, no llores. Si logra burlar la vigilancia
de los gendarmes, estará a salvo. Lo conseguirá. Conoce el camino y sabe cómo
escabullirse. No llores. Lo que debes hacer ahora es desear con todas tus fuerzas
que logre escapar. Papá, ven, siéntate aquí. Toma este té, te calentará por dentro.
Cuéntame cómo ha sido todo.
Akbar cogió la taza, se sentó y empezó a gesticular:
–Cuando me dirigía esta mañana a la mezquita, alguien me ha dado una
palmada en la espalda. Era él. Quería adentrarse en las montañas, pero no tenía
ropa de abrigo ni pan. Ahora que lo pienso, creo que me he dejado la bolsa de
los baños en la tahona… Tampoco llevaba zapatos adecuados.
Su hija se sentó a su lado y le dijo:
–Todo saldrá bien. Se las apañará.
Como Cascabelito estaba muy cerca de su padre, Tine no alcanzaba a ver los
gestos que intercambiaban.
–¿De qué estáis hablando? – preguntó enfadada-: ¿Por qué no puedo saberlo
yo también? ¿O acaso es otro secreto más entre padre e hija?
–Perdona, mamá. No lo estamos haciendo adrede.
–¿Cómo que no? – dijo Tine-. ¡Ya estoy harta de secretos en esta casa! Harta
de los secretos entre padre e hijo. Y harta también de los vuestros. ¿Qué
pretendéis conseguir con ellos? Nada de nada. Ya lo has visto. ¿Dónde está tu
hermano? ¿En manos de los gendarmes? ¡Ay, Dios mío, Ismail!
–Mamá, cálmate, por favor. No grites, que te van a oír los vecinos.
–Cascabelito, ten cuidado. Despierta, abre los ojos. Tu hermano, tu modelo,
ya no está. Ahora te toca a ti. Yo…
Se echó a llorar desconsoladamente.
–Mamá, no es momento para lamentaciones -le imploró su hija-. Ismail
todavía está en camino. Le queda un buen trecho por delante antes de alcanzar la
frontera. Toma, ponte el velo y reza. Es lo único que puedes hacer por él. Papá,
tú ve a la tienda. Luego iré yo.
–Llamará tan pronto como llegue al otro lado -gesticuló Akbar al
incorporarse-. Allí hay otra clase de gente, ¿sabes? ¿Dónde esta el mapa?
–¡Déjate de mapas! – exclamó Tine mientras cogía el velo y se iba a la otra
habitación.
Ismail no llamó y tampoco llegó ninguna carta suya. No podía escribir ni
telefonear. Quienes se refugiaban en la Unión Soviética no podían mantener
contacto con sus familias. ¿Recibir en casa de Akbar una carta enviada desde la
Unión Soviética? ¿Un sobre que llevara estampado un sello con la bandera roja,
la hoz y el martillo? ¿Sellos de correos con el retrato de Lenin? Impensable.
Cada vez que sonaba el teléfono y Tine se precipitaba a responder, Akbar la
seguía con la mirada.
–¿No?
–No.
Cuando el cartero pasaba por la puerta de la tienda, Akbar gesticulaba:
–¿No hay carta?
–No.
Sin embargo, estaban convencidos de que no lo habían detenido. Safa, su
mujer, sabía por sus amigos que no debía esperar ninguna llamada ni carta de su
marido.
Tres días después de la partida de Ismail, Akbar se marchó a la aldea del
Azafrán, y fue, pueblo por pueblo, montado en una mula, preguntando a los
viejos del lugar si en los últimos días los gendarmes habían arrestado a alguien.
No, si no, ya se habrían enterado.
Varios meses más tarde, a altas horas de la noche, cuando ya nadie esperaba
una llamada, sonó el teléfono. Tine salió de la cama con aire cansino y descolgó
el auricular:
–Salam.
–Salam -contestó una voz masculina-. ¿Es usted la madre de Ismail?
–Sí, soy yo -respondió Tine angustiada, pensando que sería alguien de la
policía.
–Señora, soy un amigo de su hijo. La llamo desde Berlín. Quería
comunicarle que Ismail está bien. En este momento se encuentra en Tayikistán.
Quizá venga aquí, a Berlín, pero todavía tiene que esperar un poco. Ya se pondrá
en contacto con ustedes personalmente. ¿Podría transmitírselo también a su
mujer? Buenas noches.
Antes de que Tine pudiera decir nada, el hombre había colgado.
–¿Quién era? – gesticuló Akbar.
–Ismail, ¡ay, Dios mío! Bueno, no era él en persona, pero está bien.
Llamemos a Safa.
Por aquella época, la Unión Soviética tenía que hacer frente a numerosos
problemas, y Gorbachov, con su glasnost, intentaba salvar cuanto fuera posible.
Rusia ya no era un país que pudiese acoger a los camaradas del país vecino. La
solidaridad internacional había dejado de existir. Antes, el Estado o las
autoridades locales rusas acogían a los camaradas refugiados como Ismail y les
ofrecían todo tipo de oportunidades. Por ejemplo, les permitían matricularse en
la universidad o les brindaban la posibilidad de formarse en empresas y koljoses.
Pero eso pertenecía al pasado. Ahora todo estaba patas arriba. Lo único que le
preocupaba a la gente era salvar su propio pellejo. Ismail fue a dar a un piso que
debía compartir con otros siete compatriotas refugiados, todos ellos sin futuro y
sin salida. Sus sueños se habían hecho añicos. Le costó meses adquirir
conciencia de dónde estaba y qué le había ocurrido.
Las cosas en Rusia andaban de mal en peor. Tenía que largarse de allí.
Por medio de un compatriota se enteró de que podía aprovecharse del caos
reinante y trasladarse a Alemania. Un ex correligionario que vivía allí desde
hacía tiempo le consiguió un permiso de viaje temporal, con el que pudo partir
hacia Alemania Oriental.
Nada más llegar a Berlín Este, buscó una oficina de correos y llamó por
teléfono a su mujer. Respondió la abuela.
–Soy yo, Ismail.
–¿Quién?
–Ismail, el marido de Safa.
–¡Ah, hola! ¿Cómo te va? Safa en este momento está trabajando, y Nilúfar
aún duerme. Sí, se encuentra bien. ¿Y tú? ¿Todo bien?
–Estoy en Berlín. Volveré a llamar esta noche.
A continuación, marcó el número de sus padres. Respondió Tine.
–Salam, Tine. Soy yo, Ismail.
Pobrecilla, casi se desmaya del susto.
–Tine, ¿me oyes? ¿Cómo estás? Perdona que no haya… Es que no podía. Era
imposible. Ahora estoy en Berlín. Tengo que ser breve. ¿Dónde está mi padre?
¿Y Cascabelito?
Tine lloraba.
–¿Por qué no dices nada? No puedo hablar mucho tiempo. ¿Está mi padre en
casa?
–No, hijo. Está en la tienda.
–¿Y Cascabelito?
–Tampoco.
–Lástima. Bueno, es igual. Ya volveré a llamar. Ahora tengo que dejarte.
¿Así que todo va bien? Vale. Llamaré pronto.
Tine no le contó que hacía mucho que Cascabelito ya no estaba en casa, sino
en prisión, y tampoco que Aga Akbar no se encontraba bien, que estaba enfermo.
La llamada telefónica había sido tan inesperada y la conversación, tan rápida,
que no supo reaccionar. Pero, aunque hubiese tenido más tiempo, no le habría
dicho la verdad. Nada cambiaría y él se entristecería. No había que apresurarse
para dar malas noticias a la gente. No hacía falta que Ismail lo supiera.
Después de colgar, Tine se cubrió con el velo y corrió a la tienda para
contarle la buena nueva a Akbar.
–¡Ha llamado! – gesticuló desde la acera, cuando vio a su marido al otro lado
de la ventana.
–¿Ah, sí?
–¡Sí! – contestó, antes de entrar en el taller.
–¿Qué? ¿Está bien?
–Sí, muy bien. Me ha preguntado por ti… y por Cascabelito.
–¿Le has dicho que ella…?
–No.
–¿Por qué no? Es su hermano, tiene que saberlo.
–No he podido. Me han entrado ganas de llorar, y me temblaban las manos.
No he sido capaz de contárselo.
–¿Volverá a llamar?
–Sí, ahora puede hacerlo sin problema. Cascabelito se pondrá muy contenta
cuando se entere. Se lo diré el viernes. No, díselo tú. Con gestos es mejor; así
nadie lo entenderá. Pero solo le dirás que ha llamado, nada más. Ahora iré a casa
de Marzi y de Ensi y les contaré que ha telefoneado. Estás muy pálido. ¿No te
sientes bien? Creo que no iré a ver a nuestras hijas. Anda, cierra la tienda y
vamos a casa.
A Cascabelito la habían detenido un mes y medio después de la huida de
Ismail. Nadie sabía por qué.
Un buen día no regresó a casa al atardecer, y Tine sospechó enseguida que
algo malo sucedía. Siempre había contemplado la posibilidad de que un día
arrestasen a su hija, como a tantos otros. Ella imaginaba que, llegado el caso, la
policía aparcaría un jeep delante de la puerta y se la llevaría.
Pero como eso no había ocurrido y Cascabelito no había llegado a casa, le
entró una angustia mayor. ¿Qué hacer? ¿Avisar a la familia? ¿Esperar un poco
más? Nada de ceder al pánico. «Mejor esperar», pensó.
Tine y Akbar aguardaron levantados hasta muy entrada la noche. Cascabelito
no aparecía ni llamaba.
Por otras familias cuyos hijos habían sido detenidos, Tine sabía que, poco
después de atraparlos, los agentes de los servicios secretos iban a registrar la
casa. «¡Tenemos que recoger sus cosas!», pensó, incorporándose como una
flecha.
–Busca una caja -le dijo a Akbar con gestos-. Hay que hacer desaparecer los
libros de Cascabelito. ¡Deprisa, los policías no tardarán en venir! Busca una caja
de cartón vacía.
Tine sabía leer un poco, pero nunca podría llegar a comprender de qué
trataban todos aquellos libros que su hija tenía en su habitación. ¿Eran buenos, o
peligrosos?
–Mételo todo ahí -gesticuló.
–¿Todo?
–Sí, todo.
Tine se agachó y sacó de debajo de la cama de Cascabelito una bolsa llena de
papeles. Los hojeó para ver si entendía algo, pero no lo consiguió. También los
puso en la caja. Luego miró en el armario.
–No te quedes ahí parado. Busca en los bolsillos de la ropa y saca todo lo
que encuentres.
Mientras Akbar hurgaba en las prendas de su hija, Tine enrolló la alfombra
para asegurarse de que no hubiera nada escondido debajo. No había nada.
–¡Andando! Tenemos que librarnos de esta caja.
–¿Y adónde la llevamos?
–¡Yo qué sé! Fuera de aquí, al menos. Coge de ese lado; no puedo cargarla
yo sola. Espera. No podemos deshacernos de estos libros así como así. Es
posible que Cascabelito regrese, y como vea que he tirado todas sus cosas, se
pondrá hecha una furia. Ya sé, llevaremos la caja al almendral y la
esconderemos en el fondo del cobertizo. Si Cascabelito vuelve, siempre
podremos sacarla de allí. Y si no… Bueno, coge de ahí, ten cuidado.
Levantaron la caja y la llevaron hasta la puerta. Tine abrió con precaución y
echó un vistazo fuera.
–¡Vamos, no hay nadie! – gesticuló.
Caminando con pasos rápidos, fueron hasta un huerto que se encontraba al
final de la calle, a unos cien metros de su casa, y tomaron un sendero que
conducía a un viejo cobertizo medio derruido que tenía la puerta abierta. Tine
escondió la caja debajo de las herramientas de labranza, cerró la puerta y señaló:
–¡A casa!
–¡Ya nos hemos librado de todas esas cosas, gracias a Dios! – dijo Tine
cuando regresaron.
–Y ahora ¿qué? – preguntó Akbar.
–Nada. Esperar. Y ver qué nos depara el día de mañana.
–¿Sabes qué?
–¿Qué?
–No, nada.
Se quedaron sentados en silencio un buen rato. No podían irse a la cama.
Quizá Cascabelito regresara en cualquier momento.
Tine oyó pasos. ¿La policía? Se levantó y atisbó entre las cortinas. Eran los
vecinos del barrio, que acudían a la mezquita para la oración de la mañana.
–Dios mío, ayúdame. Ya está a punto de salir el sol y Cascabelito todavía no
ha vuelto a casa. ¿Y ahora dónde la busco?
Tine pensó que siempre había sabido que su hija nunca llevaría una vida
normal. Ella nunca tendría una casa, un marido, hijos, un gato, una cocina…
–¿Sabes que…? – gesticuló Akbar.
–¿Qué intentas decirme?
–Cascabelito ha… Si van a venir esos policías, ¿no deberíamos ir también a
la tienda para…? Bueno, todavía quedan cosas de Cascabelito en el almacén.
Tine se llevó las manos a la cabeza.
–¿Qué ha escondido allí?
–Papeles.
–¿De qué clase?
–Impresos.
–Vamos para allá. No, ahora no podemos, hay gente en la calle. – Volvió a
mirar a través de la cortina-. Sí podemos; ven. Nos mezclaremos con la gente. Es
un buen momento -dijo cogiendo el velo.
Salieron a la calle con total serenidad y tomaron el mismo camino que los
fieles.
–Tú ve a la tienda, y no enciendas la luz -le indicó Tine-. Yo seguiré con las
mujeres hasta la mezquita y luego me reuniré contigo.
Akbar se dirigió al taller, sacó la llave del bolsillo, descorrió el cerrojo y
abrió la puerta. Entró sigilosamente y se quedó esperando a su mujer a oscuras.
Tine no tardó en llegar. Prendió una cerilla y gesticuló:
–Busca la lámpara… No, mejor una vela.
Akbar le trajo una a medio consumir. Tine la encendió y fue al almacén.
–¿Dónde están?
–No lo sé, por ahí.
Con la vela en la mano, Tine rebuscó entre los trastos. A tientas, encontró
unos papeles apilados en una caja de cartón. Acercó uno a la luz y leyó unas
líneas, pero no entendió muy bien de qué iban. Sospechó que se trataba de un
panfleto, se lo tendió a Akbar y gesticuló enfadada:
–Necio, eres un completo necio, Akbar.
Se hincó de rodillas y continuó. De debajo de una mesita sacó una máquina
de escribir.
–¿Qué diablos hacemos ahora con esto? ¡Ay, Akbar, Akbar, vas a acabar
conmigo!
Siguió buscando a gatas en la oscuridad. Detrás de una caja de madera halló
unos aerosoles para pintar graffiti. Eran cosas que nunca había visto. Con
cuidado, sostuvo uno ante la vela para examinarlo.
–¿Qué será esto? ¡Apártate, hombre! ¡Ten cuidado! ¡No sea que exploten!
Coge una bolsa y ponlos dentro. No, mejor no los toques, déjame a mí. –
Recogió los aerosoles uno por uno y los metió en una bolsa de plástico,
suspirando-: Cascabelito, has arruinado tu vida, y la mía también. – Y
gesticulando para que lo entendiera Akbar, añadió-: ¡Deprisa! ¿Dónde he dejado
el velo? Dame los papeles. Tú coge la máquina de escribir y escóndetela debajo
del abrigo. Envuélvela en un paño. No, en una alfombrilla. ¡Rápido! Yo llevaré
estos malditos papeles. ¡Salgamos! Sígueme. Vamos al río.
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•••
•••
Huellas
Es difícil establecer a ciencia cierta
si se trata de huellas humanas o de animales.
Ya era de noche y en casa de Akbar había mucha gente. Los vecinos iban
entrando. Todos estaban convencidos de que Cascabelito formaba parte del
grupo de reclusos huidos, sólo que no había confirmación.
Se rumoreaba que llevaba meses preparando la fuga. Con la lana que le
proporcionaba su padre se había confeccionado ropa de abrigo, y había guardado
las nueces. No obstante, resultaba difícil creerlo.
Tine estaba inquieta. Los vecinos y los hombres de la familia la rodeaban, y
sus hijas Ensi y Marzi trataban de calmarla.
–Tine, no actúes como si Cascabelito estuviese muerta -le dijo Ensi-. Algo
me dice que está viva. En este momento quizá haya llegado a la cumbre del
monte del Azafrán.
–¿Fugada? ¿En la cumbre del monte del Azafrán? – se preguntaba Tine,
llorando desconsoladamente-. Es imposible. Conozco a mi hija. ¿Podría ir
alguien a averiguar qué ha sido de ella?
–Eso es imposible -replicó Marzi-. Los guardias han estado todo el día
rastreando las montañas. Nadie la ha visto. Deja de lamentarte. Además, aunque
la hubiesen…
–¡Cállate! – chilló Tine, llevándose las manos a los oídos.
Hubo un silencio. Tine cayó entonces en la cuenta de que Akbar todavía no
había regresado a casa.
–¿Aún no ha vuelto Akbar de la cárcel?
–Ya vendrá. Tal vez haya ido a la tienda.
Los vecinos conversaban entre sí.
–Si es cierto que se han escapado, ¿te imaginas lo que les espera?
–Confío en que los guardias no consigan pillarlos.
–Y si no lo hacen, me pregunto si lograrán aguantar el frío allí arriba.
Cascabelito no tiene experiencia como escaladora.
–¿Quién te ha dicho eso? Se defiende muy bien. Estoy convencido de que
han recibido ayuda. Nadie en sus cabales se internaría en las montañas así como
así. Tal vez hubiera un coche esperándolos fuera de la prisión.
–Dicen que Cascabelito se puso un velo negro, salió por la puerta principal
como si tal cosa y se esfumó.
–¡Eso es imposible!
–¿Por qué? ¿Te acuerdas que dijo que estaba tejiendo una alfombra para salir
de allí volando?
–El corazón me da un vuelco sólo de pensarlo.
–¡Marzi, Ensi…! ¿Dónde están Bolfazl y Atri? – inquirió Tine-. ¿Podéis
acercaros alguna a la tienda a ver si vuestro padre ha regresado?
El té ya estaba listo. Mientras una vecina preparaba sopa en una cacerola,
otra lo sirvió y lo ofreció a los presentes en una bandeja. Marzi se puso el velo y
fue a ver si su padre estaba en el taller.
Poco después llegaron Bolfazl y Atri, los maridos de Marzi y Ensi. Habían
ido a ver al imán de la ciudad para pedirle explicaciones.
–¿Y? – preguntó Tine, incorporándose.
–Nada -contestó Bolfazl-. Es como si se hubiesen cerrado todas las puertas
del mundo. No se puede hablar con nadie.
–Tómate un té -le dijo Ensi-. Hay que esperar. No tenemos alternativa.
Se abrió la puerta y entró Marzi anunciando que Akbar no había vuelto aún.
–¿Que aún no ha vuelto? ¡Santo Dios! – exclamó Tine-: Iré a buscarlo -dijo
cogiendo el velo-. Temo que se haya caído de nuevo. Bolfazl, Atri, ¿venís
conmigo?
–¡Siéntate, Tine, y tranquilízate! – le ordenó Ensi-. Deja que se encarguen
los hombres de eso.
–¿Lo veis? – chilló Tine-. Le he dicho cientos de veces que tome el autobús,
pero no me hace caso.
–Tal vez haya ido a casa de alguien para desahogarse -sugirió Ensi-.
Llamaremos a todos nuestros conocidos. Si no está con nadie, los hombres
saldrán en su busca. Siéntate, todo se arreglará.
Tres hombres -los yernos de Tine y un vecino-se pusieron sus gruesos
abrigos, cogieron linternas y se lanzaron en plena oscuridad en busca de Akbar.
Decidieron recorrer a pie el camino hasta la prisión, por si el anciano se
había caído sobre la nieve congelada. A todo el que encontraban, le preguntaban
por él.
–¿No habrá visto por casualidad a Aga Akbar?
–¿Aga Akbar?
–Sí, el tejedor de alfombras mudo.
–¿El que siempre va caminando a la prisión?
–Exactamente.
–Lo veo a menudo pasar por aquí, pero hoy no lo he visto.
Continuaron, y tropezaron con un viejo campesino que empujaba por la
nieve una carretilla cargada de leña.
–Salam aleikum!
–¡Buenas noches! ¿Qué hacen por aquí con este frío?
–Buscamos a Akbar, el tejedor de alfombras.
–Ah, sí, ese que va con un bastón…
–El mismo. ¿No lo habrá visto hoy por casualidad?
–Pues no. Hoy he estado todo el día encerrado en casa.
A los pocos minutos vieron llegar el autobús, procedente de las montañas.
Alzaron las linternas y el vehículo se detuvo lentamente junto a la cuneta.
–¿Suben? – les preguntó el conductor desde la ventanilla.
–No, buscamos a Aga Akbar.
–¿Aga Akbar?
–El tejedor de alfombras, seguro que lo conoce.
–¿Se refiere al mudo? ¿El que tiene la hija en la cárcel?
–Sí. ¿Lo ha visto?
–Creo que sí.
–¿Dónde? ¿Cuándo?
–No recuerdo. Esta tarde… ¿O ha sido esta mañana? Hacia las once… ¿O
eran las doce? No me atrevo a decirlo con certeza. Creo que iba hacia arriba,
hacia el pueblo… -Se volvió hacia los pasajeros-: ¿Alguien ha visto hoy al
tejedor de alfombras sordomudo? ¿No? ¿Nadie?
El autobús continuó la marcha, y ellos siguieron su camino.
–Ha debido de ocurrirle algo grave -dijo el vecino-. Quizá deberíamos avisar
a la policía.
–¿A la policía? ¿Tú crees que va a ayudarnos?
–Sigamos unos kilómetros más -propuso Atri-. Cerca del pueblo hay un taller
mecánico que tiene un surtidor de gasolina. Podríamos preguntar allí. Alguien lo
habrá visto.
De la montaña soplaba un viento frío que arrastraba nieve.
–No entiendo cómo una persona enferma como Akbar puede hacer todo este
camino a pie -se preguntó el vecino.
–Akbar es fuerte.
–Pero está enfermo.
–Él sabe lo que hace. Se toma su tiempo para llegar a los sitios. Camina
despacito -respondió Bolfazl-. Además, casi nunca ha cogido un autobús ni un
taxi… Sí, puede que esté enfermo, pero es más fuerte que yo.
–Me parece que la gasolinera está cerrada -dijo Atri-. Con tanto hielo en las
calles, la gente no se atreve a coger el coche.
No obstante, siguieron andando. En efecto, allí no había ni un alma.
–Mira, ahí hay una cabina -dijo Bolfazl-. Llamaré a casa; a lo mejor ha
vuelto.
Respondió Marzi al teléfono.
–Soy Bolfazl. ¿Todavía no ha regresado? Nosotros hemos preguntado a todo
el mundo, y nada, pero seguiremos buscando. Te llamaré en cuanto sepamos
algo.
–El dueño de la gasolinera vive en el pueblo -dijo Atri-. Seguro que él lo ha
visto. Vayamos allá.
En la tienda de comestibles preguntaron por la dirección del dueño de la
gasolinera. Les dijeron que vivía unas calles más allá, en una casa con una gran
puerta de hierro. El timbre no funcionaba. Atri dio unos golpecitos en la puerta
con una piedra, y un perro empezó a ladrar.
–¿Quién es? – preguntó una mujer.
–Ya sé que es un poco tarde para…
Se abrió la puerta y apareció el dueño de la gasolinera en persona.
–Perdone que lo molestemos a estas horas de la noche -se disculpó Atri-,
pero estamos buscando al tejedor de alfombras que suele ir andando a la prisión.
¿Lo conoce usted?
–Sí, cómo no, Aga Akbar. Lo conozco muy bien. Una vez nos reparó una
alfombra. Siempre que pasa por delante del taller camino de la cárcel, me saluda.
¿Qué le ha ocurrido?
–Hoy ha ido a visitar a su hija a la cárcel, pero aún no ha regresado a casa.
Padece del corazón…, y estamos muy preocupados. ¿Lo ha visto usted, por
casualidad?
–Sí, esta mañana ha pasado por delante del taller, pero no sabría deciros si ha
vuelto. ¿Por qué no vais a la plaza de la penitenciaría y preguntáis en el salón de
té? ¿Habéis venido en coche? ¿No? Pues os queda un buen trecho. Esperadme,
voy a buscar el abrigo.
El hombre sacó su jeep y subieron todos a él.
–Akbar es un buen tipo -dijo mientras conducía-. Todo el mundo dice que da
suerte. En una ocasión me arregló una alfombra, y me la dejó como nueva. Está
atravesando momentos difíciles. Esto es el mundo al revés. ¿A quién se le ocurre
encarcelar a muchachas y mujeres? Alá nos va a castigar de verdad. ¡Ni el sha se
atrevía a hacer esas cosas! Sin embargo, los imanes hacen lo que les da la gana.
En el salón de té ya no había luz, pero el dueño de la gasolinera sabía dónde
vivía el propietario. Siguieron en dirección a las montañas, y al cabo de unos
kilómetros divisaron las luces de un pueblo. Cuando llegaron a la plaza, el
hombre detuvo el vehículo delante de una casa.
–Mashadi… ¡Eh, Mashadi! ¿Estás ahí? – gritó hacia una ventana iluminada
en la primera planta.
El aludido se asomó y, al reconocer el jeep, bajó enseguida.
–Bienvenidos, adelante. ¿Qué se os ofrece?
–¿Podrías ayudar a esta gente? – le pidió el dueño de la gasolinera-. Están
buscando a Aga Akbar, el tejedor de alfombras, ya sabes, el mudo que anda con
bastón, el que tiene a la hija presa.
–Sí, ya sé a quién te refieres.
–Aún no ha vuelto a casa. Sufre del corazón, y temen que le haya ocurrido
algo. Lo han buscado por todas partes. He pensado que a lo mejor tú lo habías
visto.
–Efectivamente. Suele esperar a su mujer en el salón de té. Esta mañana ha
desayunado allí, y luego han entrado los dos en la prisión, pero no sé dónde han
ido después. Un momento, déjame pensar… Ah, sí, he vuelto a verlo más tarde
hablando con una mujer en la parada del autobús.
–¿Y luego? – inquirió Bolfazl.
–El autobús se ha ido, pero él se ha quedado allí, contemplando las
montañas. No sé más.
–¿Dónde puede haberse metido? – dijo Bolfazl.
–¿Habrá ido a visitar a alguien? – se preguntó Atri.
–No lo creo, sabiendo el estado en que se encontraba Tine.
–Tal vez haya vuelto ya a casa -sugirió Atri.
–Lo dudo mucho.
–Entonces ¿qué? – preguntó el vecino.
–Pienso que no ha ido hacia abajo, sino hacia arriba.
–¿Hacia arriba?
–Sí, a las montañas -recalcó Bolfazl.
–¿A las montañas?
–Quién sabe… Es posible -dijo Atri.
–¿Puedo preguntarle una cosa? – dijo Bolfazl, dirigiéndose al propietario del
salón de té-. Se rumorea que se han escapado unos presos. ¿Sabe usted algo de
eso, por casualidad?
El hombre miró primero al dueño de la gasolinera y luego a Bolfazl.
–Discúlpenme, pero yo no quiero saber nada de esos asuntos. Tengo cinco
hijos y… No, no sé nada de eso. Al tejedor de alfombras lo he visto en la parada
del autobús, pero no sé nada más, de verdad. Discúlpenme.
–Está bien -dijo el dueño de la gasolinera-. Ya les has dicho lo que sabías.
Yo tampoco quiero meterme en líos. Pero el tejedor de alfombras es un tipo de
buen corazón… Por eso he traído aquí a esta gente. Ya nos vamos.
El hombre entró en la casa y echó el cerrojo.
El dueño de la gasolinera arrancó el motor del jeep y dijo:
–No sé qué pensáis hacer ahora, pero yo me vuelvo a casa. Espero que no os
lo toméis a mal.
–Usted ha hecho lo que ha podido, muchas gracias -le respondió Bolfazl-. Si
fuera tan amable de dejarnos otra vez en la plaza…
Los llevó hasta allí y se apearon del vehículo.
Allí estaban los tres, en la parada del autobús, deliberando sobre cómo
proceder.
–Podríamos coger el camino de la montaña y buscar un poco más -sugirió
Bolfazl.
–Eso es de locos -replicó el vecino.
–Conozco a Akbar -dijo Bolfazl-. Si sospecha que Cascabelito se ha
escondido en el monte, habrá ido tras ella.
–No lo creo, con la nieve que ha caído.
–Yo, en su lugar, lo haría.
–No discutáis -terció Atri-. Podemos subir un trecho. Akbar no puede haber
llegado muy lejos con el bastón.
Tomaron el sendero del monte, examinando a la luz de las linternas las
pisadas en la nieve congelada.
–Éstas, ésas y aquéllas son de botas militares -dijo Bolfazl.
–¿Y éstas? – preguntó Atri.
–Ésas son de zapatos normales. Podríamos seguirlas.
–Los guardias deben de haberlas rastreado también.
–Lo dudo -replicó el vecino-. Ningún fugado escogería este camino.
–¿Por qué? – inquirió Bolfazl.
–Pues porque dejaría marcadas sus huellas en la nieve.
–Cuando uno corre peligro y no tiene opción, coge el camino que sea.
–No estoy de acuerdo. Yo creo que habrán ido por la carretera hasta llegar al
primer pueblo, y de allí al siguiente, y luego habrán cambiado de ruta. Si son
inteligentes, permanecerán escondidos unos días antes de subir a la montaña.
En un punto del camino, las huellas de las botas militares se interrumpían y
sólo se veían las de una persona, entremezcladas con las de las cabras monteses.
Los tres hombres ascendieron un poco más, hasta llegar a una bifurcación de
la que salía una senda transitada solo por las cabras. Era la que tomaban los
escaladores, pertrechados de cuerdas y garfios, para llegar a la cueva de la
inscripción en caracteres cuneiformes.
–Akbar ha pasado por aquí -afirmó Bolfazl.
–¿Con el bastón? – repuso Atri.
Bolfazl se hincó de rodillas en la nieve para examinar las huellas a la luz de
la linterna.
–Las cabras bajan hasta aquí en busca de comida -dijo-. Es difícil distinguir
pisadas humanas entre tantas de cabra. Creo que será mejor que volvamos.
Los tres hombres llegaron a casa de Tine a altas horas la noche con las
linternas apagadas en las manos. Las mujeres los recibieron en silencio. Nadie se
atrevía a llorar, nadie se atrevía a decir nada. La noche se había tragado a Akbar
y a Cascabelito.
•••
Los primeros rayos del sol se abrieron paso lentamente por las ventanas. Sin
embargo, el nuevo amanecer no llegaba con ninguna noticia. Los días fueron
transcurriendo, al igual que las noches. No hubo novedades.
Una de las primeras mañanas de primavera, el perro de un pastor que
conducía a su rebaño por el monte en busca de pasto tierno echó a correr hacia
un peñasco y comenzó a ladrar. El hombre lo siguió. Junto a la roca yacía el
cuerpo sin vida de un anciano.
Su cabellera canosa brillaba como la plata labrada en la nieve recién caída.
Escritura cuneiforme
Glosario
Aan kahto wa zawagto (…): Sura del Corán, declamado por el imán durante
la ceremonia nupcial para celebrar el matrimonio entre el hombre y la mujer.
Azafrán, monte del: Debe su nombre al hecho de que en otoño está cubierto
de flores rojas y amarillas.
Ejra besma raboka lazi jalaj: «Recita en el nombre de tu Señor, que ha
creado al hombre a partir de sangre coagulada.» Así comienza el sura del Corán
en que el arcángel Gabriel se presenta ante Mahoma. Aunque éste es analfabeto,
cuando Gabriel le pide que recite el sura, consigue hacerlo, lo que da comienzo
oficialmente a su misión.
Hafiz: Poeta medieval persa, cuyos poemas son utilizados a modo de textos
sagrados y aprendidos de memoria. Todo persa posee en su casa un ejemplar de
la antología que lleva su nombre.
Hotan: Ciudad al norte de China, conocida en el mundo entero por la belleza
de sus mujeres.
Jatun: Señora, doña.
Jayyam, Ornar: Célebre poeta persa (c. 1050-1122), conocido en Occidente
sobre todo por sus cuartetas (Rubaiyyat).
Kahaf: Historia muy conocida del Corán. Unos hombres perseguidos a causa
de su religión buscan refugio en la cueva de Kahaf. Exhaustos, se quedan
dormidos. Cuando despiertan, comprueban que han envejecido y que tienen
barbas largas y canosas. Uno de ellos coge una moneda y se escabulle a la
ciudad, donde ve que todo ha cambiado: han dormido trescientos años.
Nagshe Yahan: Plaza más antigua de Ispahán y de todo Irán.
Saadi de Shiraz: Poeta y escritor medieval, cuyas hecayadas constituyen un
hito en la lengua y literatura persas. En todo hogar persa se conserva un ejemplar
de su obra Gulistan (La rosaleda), junto a la antología de Hafiz.
Salam: Saludo que significa «paz».
Salam aleikum: «Te deseo salud» o «Te saludo».
Seyed: Señor, don. Tratamiento que reciben todos los descendientes de
Mahoma.
Sige: Segunda esposa. Además de la legítima, a los musulmanes les está
permitido tener una segunda mujer, a la que, sin embargo, no se le reconocen
derechos de herencia.