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El reflejo de las palabras

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Kader Abdolah
El reflejo de las palabras
PRIMER LIBRO
La cueva

Y así continuaron su marcha los hombres de Kahaf, hasta que por fin
buscaron refugio en la cueva, diciendo: «Tened misericordia de nosotros.»
En esa cueva, Nosotros les tapamos los oídos y los ojos durante muchos
años.
Y cuando saliera el sol, lo verían levantarse a la derecha de la cueva.
Y cuando se pusiera, lo verían retirarse hacia la izquierda. En el medio, en
la cueva, se encontraban ellos. Pensaban que estaban despiertos; sin embargo,
dormían.
Y Nosotros los hacíamos volverse a la izquierda y a la derecha (…).
Unos decían: «Eran tres, y el cuarto era quien velaba por ellos.»
Otros afirmaban: «Eran cinco, y el sexto era quien velaba por ellos»,
aventurando una posibilidad.
Y había quienes aseguraban: «Eran siete.» Nadie sabía nada.
Nosotros los despertamos, para que pudiesen interrogarse mutuamente.
Uno de ellos dijo: «Hemos permanecido aquí un día o menos de un día.»
Otros replicaron: «Vuestro Dios es quien mejor sabe cuánto tiempo ha
pasado. [Conviene] que enviemos a uno de nosotros a la ciudad con esta
moneda de plata.»
Nosotros tenemos que obrar con cautela. Si descubren quiénes somos, nos
lapidarán.
Al cabo de la conversación, Yemilija abandonó la cueva con la moneda de
plata en la palma de la mano.
Cuando llegó a la ciudad, notó que todo había cambiado y que no entendía
la lengua.
Habían dormido trescientos años en aquella cueva y no lo sabían. Después
añadieron otros nueve años a los anteriores.
Ésa era la palabra de Dios, la historia de Dios. Y «La cueva», una historia
que figuraba en el libro sagrado que Aga Akbar tenía en su casa.
Hemos empezado por Su palabra, antes de intentar descifrar los apuntes
secretos de Akbar.
Somos dos: Ismail y yo. Yo soy el narrador omnisciente. Ismail es el hijo de
Akbar, que era sordomudo.
Aunque soy omnisciente, no puedo leer esos apuntes.
Contaré sólo la parte de la historia que precede al nacimiento de Ismail.
Dejaré que él mismo relate el resto. Pero al final volveré, pues Ismail no es
capaz de descifrar la última parte de las notas de su padre.

La cueva

Desde Amsterdam se tarda unas cinco horas en llegar a Teherán en avión.


Luego hay que coger el tren y viajar otras cuatro horas y media hasta vislumbrar,
como un secreto milenario, las montañas mágicas de la ciudad de Seneyán.
Seneyán no es bonita ni tiene mucha historia.
En otoño sopla un viento gélido y las cumbres nevadas se erigen en fondo
sempiterno.
La ciudad no manufactura ninguna artesanía ni producto en especial. Y el
viejo río Shirpala está seco, por lo que los niños pueden retozar alegremente en
su lecho. Las madres cuidan todo el día de que ningún forastero se lleve a sus
hijos a alguna de las hoyas del fondo.
El único poeta local de relieve, fallecido ya hace muchos años, aludió a su
Seneyán natal en uno de sus poemas, que habla del viento que arrastra arena y la
esparce sobre sus habitantes:
¡Ah, viento! ¡Ah, viento! ¡Ay, arena en mis ojos!
¡Ay, corazón, corazón mío, que te has llenado de arena!
¡Ay, a ella se le ha pegado un grano de arena en el labio!
Arena en mis ojos… Y Dios, ahí, ahí los rojos labios de ella (…).
Y así continúa el poema.
Cuando en alguna tienda del antiguo zoco se celebraba una velada de poesía,
solían asistir únicamente hombres mayores que recitaban versos sobre las
montañas, especialmente sobre unas antiquísimas inscripciones en escritura
cuneiforme realizadas en la época de los sasánidas.
En una ocasión se proyectó en Seneyán una película sobre La Meca,
protagonizada por Anthony Quinn. ¡Menudo acontecimiento! Miles de
campesinos que no tenían ni idea de lo que era un cine atravesaron las montañas
en burro y llegaron a la ciudad para admirar «La Meca».
Centenares de burros abarrotaron la plaza principal. El pueblo no sabía qué
hacer con ellos. Durante tres meses, las puertas del cine permanecieron abiertas
día y noche, mientras los animales comían heno en los pesebres instalados junto
a las murallas.
Aunque la ciudad apenas contaba en la historia de la patria, las aldeas de las
montañas sí eran importantes, pues siempre habían producido nombres famosos
que habían pasado a la historia, por ejemplo el de Gaem Magam Farahani,
magnífico poeta cuyas obras todos conocen de memoria:
Jodaya rast juyand fetne az tost,
vali az tars natvanam tiagidan.
Labo dandane torkane Jota ra
be in jubi na bayad afaridan (…).
Dios, no me atrevo a decirlo en voz alta,
mas eres tú el verdadero causante de los problemas,
pues has dotado a las mujeres de Hotan
de una boca y unos dientes por demás hermosos.
En aquellas aldeas nacen niñas que tejen las más bellas alfombras persas.
Alfombras que sirven para volar. Volar de verdad. Las célebres alfombras
mágicas proceden de allí.
Aga Akbar no era oriundo de Seneyán, sino de uno de aquellos pueblecitos:
Yeria, que en primavera se cubre de flores de almendro y en otoño de almendras.
Akbar nació sordomudo. Sus parientes, y sobre todo su madre, le hablaban
en un sencillo lenguaje de gestos que constaba de cien signos a lo sumo y que en
realidad sólo funcionaba en casa, entre los miembros de la familia, aunque
también lo entendían hasta cierto punto los vecinos. Sin embargo, la fuerza de
ese lenguaje se manifestaba sobre todo entre la madre y Akbar, y,
posteriormente, entre éste e Ismail.
Aga Akbar sabía de las cosas sencillas, pero lo ignoraba todo del ancho
mundo. Por ejemplo, sabía que el sol alumbraba y lo calentaba, pero no que era
una gran bola de fuego. Y tampoco que sin él no había vida posible, ni que algún
día se apagaría como una lámpara a la que se le ha acabado el aceite.
No comprendía por qué la luna unas veces se mostraba joven y otras parecía
envejecer. No sabía nada de la fuerza de la gravedad, ni había oído nombrar a
Arquímedes, ni entendía que el alfabeto persa se compusiese de treinta y dos
letras: alef, be, pe, te, se, yim, che, he, je, dal, zal, re, ze, ye, sin, shin, sad, zad,
ta, za, ain, jain, fe, qaf, kaf, gaf, lam, mim, nun, vau, ha, ié. La pe de parastú,
«golondrina»; la je de jorma, «dátil»; la te de talebi, «melón»; y la ain de aishg,
«amor».
Su mundo era el de su pasado, de lo que había quedado atrás, lo que había
aprendido y sus recuerdos.
No conocía las semanas, los meses ni los años. Por ejemplo, ¿cuándo había
visto por primera vez aquel extraño objeto en el aire? El tiempo carecía de
significado para él.
La aldea de Akbar quedaba en una comarca muy apartada donde nunca
sucedía gran cosa. Allí no se encontraba ni rastro del mundo moderno. Ni una
bicicleta, ni una máquina de coser.
Un día, se hallaba el pequeño Akbar en un prado de la montaña con las
ovejas de su hermano, que era pastor, cuando de repente el perro se encaramó a
un peñasco y se quedó mirando fijamente hacia arriba.
Era la primera vez que un avión sobrevolaba la aldea. Quizá fuese incluso el
primero que surcaba el espacio aéreo persa.
Más adelante, esos artefactos fueron apareciendo con cierta frecuencia en el
cielo. En esas ocasiones, los niños subían a los tejados y entonaban a coro esta
canción:
¡Hola, curioso pájaro de hierro!
Párate un momento a descansar
en el viejo almendro de la plaza.
–¿Qué cantan? – le preguntaba Akbar a su madre.
–Le dicen a ese pájaro de hierro que se pose en el árbol.
–¡Pero eso es imposible!
–Sí, ya lo saben, pero fantasean.
–¿Qué significa fantasear?
–Lo mismo que pensar. Ellos ven en sus cabezas que ese pájaro viene a
posarse en el árbol.
Cuando su madre no era capaz de explicarle una cosa, Akbar sabía que tenía
que dejar de preguntar y aceptarla tal cual era.
Tendría seis o siete años cuando un día su madre, parapetada detrás de un
árbol, le señaló a escondidas un jinete. Era un caballero que llevaba un fusil al
hombro.
–Ése es tu padre.
–¿Ése?
–Sí. Es tu padre.
–Entonces ¿por qué no viene a casa?
Con gestos, ella se ciñó una corona, sacó el pecho y le dijo:
–Porque es un príncipe, un noble. Un sabio. Posee muchos libros y una
pluma. Escribe.
La madre del niño, Hayar, servía en el palacio del príncipe, donde éste vivía
con su mujer y sus once hijos. Pero cuando el príncipe vio que Hayar no era
como las otras criadas, se la llevó a una casa de campo situada en el monte
Lalezar, donde guardaba sus libros y tenía su estudio.
Ella era quien lo ordenaba, quitaba el polvo a los libros, rellenaba el tintero y
mantenía limpias las plumas de ganso. Le preparaba la comida del mediodía y
velaba por que nunca le faltase tabaco. Le lavaba el abrigo y el traje y le lustraba
los zapatos. Cuando llegaba la hora en que el príncipe tenía que marcharse a su
palacio, Hayar le alcanzaba el sombrero y le sujetaba las riendas del caballo
hasta que se hubiese acomodado en la silla de montar.
–¡Hayar! – la llamó él un día en que se encontraba escribiendo en su
despacho.
–¿Ha llamado, señor?
–Tráeme un té. Quisiera hablar contigo.
La mujer le llevó un vaso de té en una bandeja de plata. (Bandeja que sigue
decorando la chimenea de la casa donde vive la esposa de Aga Akbar.)
–Siéntate -le dijo, pero ella permaneció de pie.
–Anda, acércate una silla. Te permito que te sientes.
Hayar se apoyó apenas en el borde del asiento.
–Quiero hacerte una pregunta. ¿Hay algún hombre en tu vida?
Ella guardó silencio.
–Contesta. Deseo saber si hay algún hombre en tu vida.
–No, señor.
–Quiero que seas mi sige, mi segunda mujer. ¿Te gustaría serlo?
Era una pregunta inesperada.
–Yo no soy quién para decidir eso, señor -respondió-. Tendría usted que
preguntárselo a mi padre.
–De acuerdo, lo haré más tarde. Pero antes desearía saber si tú lo quieres.
Hayar reflexionó un momento con la barbilla hundida en el pecho y luego
dijo claramente:
–Sí, señor, yo también lo quiero.
Esa misma tarde, el imán del pueblo condujo al padre de Hayar al estudio del
príncipe, donde el clérigo leyó un sura del libro sagrado: «Aan kahto wa
zawagto.» Acto seguido, declaró a Hayar esposa de Aga Hadi Majmud
Jazanviye Jorasani.
A continuación le explicó a la joven que, si bien le estaba permitido quedarse
embarazada, sus hijos no recibirían el apellido paterno. Además, no heredarían
nada. La dote que obtuvo el padre de Hayar fue un almendral cuyo producto
debía compartir con su hija. Una mitad sería para él; la otra, para ella y los hijos
que engendrase. Y cuando él muriera, el almendral pasaría a ser de su hija y sus
nietos en su totalidad.
Diez minutos después, el imán y el padre de Hayar se marcharon. Ella se
quedó.
Hayar llevaba una capa azul turquesa que había heredado de su madre.
Por la mañana temprano había ido a los baños públicos y, a escondidas, se
había rasurado el vello de todo el cuerpo. Luego había metido en alheña los
dedos de los pies y untado con savia roja la yema de los dedos de las manos para
que la piel se impregnara y colorease.
–Hayar, esta noche me quedaré aquí -le anunció el caballero.
La mujer preparó la cama.
Aga Hadi Jorasani se acostó a su lado, y ella lo recibió.
Hayar parió siete hijos, el menor de los cuales, Aga Akbar, nació sordomudo.
La madre se percató de ello al primer mes. Veía que no reaccionaba, pero se
negaba a creerlo. Nunca lo dejaba solo ni permitía que otros estuvieran mucho
tiempo con él. Aguantó así seis meses. Aunque todos sabían que el niño era
sordo, Hayar no consentía que nadie hiciera mención de ello. Por fin el hermano
mayor de Hayar, Kazem Kan, consideró que era hora de intervenir. Él era un
hombre libre, que solía cabalgar por la montaña. Era poeta y vivía solo en las
afueras del pueblo, aunque nunca le faltaba una mujer. Los aldeanos veían
siempre nuevas figuras femeninas en la luz que se reflejaba en la ventana de su
casa.
Nadie sabía a qué se dedicaba ni adónde iba cuando salía, montado en su
caballo.
Si había luz en la casa, significaba que estaba allí. «El poeta está en su casa»,
decía la gente.
No se sabía más de él, pero cuando lo necesitaban, siempre se mostraba
dispuesto a echar una mano. En esas ocasiones se erigía en la voz de la
comunidad. Si el cauce seco se llenaba de repente y el agua inundaba las casas
de los aldeanos, acudía enseguida al galope y encontraba la manera de detener la
corriente. Si de pronto morían varios niños y las madres temían por la vida de
sus hijos, Kazem Kan aparecía montado en su caballo con un médico en la
grupa. Y para los novios de turno que se casaban en el pueblo era un honor que
él se acercara un momento a la boda.
•••

Un día, Kazem Kan entró cabalgando en el patio de la casa de Hayar, se


detuvo a la sombra del árbol centenario y, sin bajarse del animal, exclamó:
–¡Hayar! ¡Hermana!
Ella abrió la ventana.
–Bienvenido, hermano. ¿Por qué no entras?
–Pásate por mi casa esta tarde con tu hijo. Quisiera hablar contigo.
Hayar supo que Kazem Kan quería hablarle de Akbar. Comprendió que ya
no podía ocultarlo.
Al caer la tarde, se ciñó el niño a la espalda y subió la colina donde estaba la
casa que los aldeanos llamaban «joya caída entre los viejos nogales».
Kazem Kan fumaba opio, una costumbre que contaba con la aceptación
general e incluso era considerada una señal de su nobleza poética.
Había encendido el fuego del hornillo, la pipa descansaba en la ceniza
caliente recién formada, y en un platillo había opio picado de color marrón
amarillento. El samovar estaba hirviendo.
–Siéntate, Hayar. Luego podrás calentarte algo de comida. A ver, pásame al
niño. ¿Cómo se llamaba? ¿Akbar? ¿Aga Akbar?
Ella vaciló un momento y le tendió el pequeño a su hermano.
–¿Qué edad tiene? ¿Siete, ocho meses? Ve a tomar algo; quisiera estar un
rato a solas con él.
La mujer sintió un gran peso sobre los hombros. No podía comer. Se puso a
llorar.
–¡No, Hayar, no! No debes llorar. No te lamentes. Si lo escondes y te
resignas, no conseguirás sacarlo de su ignorancia. Durante estos siete u ocho
meses no ha visto nada, no ha hecho nada, no ha tenido un verdadero contacto
con su entorno. En la montaña me encuentro con niños sordos y mudos por todas
partes. Hemos de procurar que la gente hable con él. Lo único que necesitamos
es una lengua, un lenguaje de gestos. Tendremos que crearlo nosotros. Yo te
ayudaré. A partir de mañana, dejarás que también otros se ocupen de tu hijo.
Permite que la gente entre en contacto con él, cada uno a su manera.
Hayar se llevó al niño a la cocina, y allí volvió a prorrumpir en lágrimas.
Lágrimas de alivio.
Al rato, después de haberse fumado varias pipas de opio y sintiéndose por
ello algo ligero y alegre, Kazem Kan fue a sentarse junto a su hermana.
–Escúchame, Hayar. No sé por qué, pero siento que debo influir en la vida de
este niño. Nunca he tenido esta sensación con tus otros hijos, sobre todo por ser
retoños de ese caballero, con quien prefiero no tener ninguna relación. Pero antes
de que te marches, he de decirte algunas cosas importantes para el futuro de tu
hijo. Y el caballero debe saber que yo soy el tío de Akbar.
Al día siguiente, Hayar llevó al niño a la casa del monte Lalezar. Era la
primera vez que le enseñaba al padre alguno de sus hijos. Llamó a la puerta del
estudio y entró con Akbar en brazos. Se detuvo un instante, pero luego depositó
al niño encima del escritorio y dijo:
–Mi hijo es sordomudo.
–¿Sordomudo? ¿En qué puedo ayudarte?
Hayar tardó en mirarlo a los ojos.
–He venido a pedirle que le dé su apellido.
–¿Mi apellido? – preguntó sorprendido el caballero.
–Si se lo da, nunca más volveré a importunarlo -añadió Hayar.
Él guardó silencio.
–En más de una ocasión usted me dijo que yo le agradaba y que me guardaba
respeto, y que siempre podría pedirle lo que quisiera. Nunca lo he hecho, porque
nunca he necesitado nada. Ahora le ruego que le conceda a mi hijo su apellido.
Sólo eso. No le pido ninguna herencia. Haga constar el apellido de Akbar en
algún papel.
–Dale algo de comer para que deje de llorar -contestó el caballero tras una
larga pausa. Se incorporó, abrió la ventana y llamó a su criado-. Ve a buscar al
imán ahora mismo y tráelo aquí. Lo espero.
El clérigo no tardó en acudir. El príncipe se encerró con él en el estudio,
mientras Hayar esperaba en otro cuarto. El religioso anotó unas frases en su libro
y a continuación redactó un acta, que firmó el caballero. Todo se solventó en un
santiamén, y el imán volvió a partir en su burro.
–Aquí tienes, Hayar. Esto es lo que querías. Pero no olvides una cosa:
esconde ese papel en alguna parte y mantenlo en secreto. Sólo podrás
enseñárselo a otras personas cuando yo muera.
Ella lo ocultó bajo la ropa y quiso besarle la mano al caballero.
–No hace falta, Hayar. Puedes irte a casa. Y pásate por aquí de vez en
cuando. Siempre te lo he dicho, y te lo repito de nuevo: es cierto que me agradas,
y desearía seguir viéndote.
La mujer volvió a ceñirse el niño a la espalda y se marchó. Mientras
descendía las montañas, fue consciente de que su hijo llevaba un antiguo e
ilustre apellido: Aga Akbar Majmud Jazanviye Jorasani.
El acta resultó un papel sin ningún valor, pues cuando falleció el caballero,
sus herederos sobornaron al imán de la aldea para que tachara del testamento el
nombre de Aga Akbar. Pero eso carecía de importancia, pues Hayar no esperaba
que su hijo heredase nada. Le bastaba con el apellido: así se sabría quién era el
padre y que su origen radicaba en aquel viejo palacio del monte Lalezar.
Cuando Akbar se hizo adulto, se casó y tuvo hijos. Y, aunque era un humilde
reparador de alfombras, seguía estando orgulloso de su procedencia y siempre
llevaba consigo el papel en que figuraba su largo apellido.
Akbar mencionaba con frecuencia a su padre y quería sobre todo que su hijo
Ismail supiera que su abuelo había sido un hombre importante, un caballero con
un fusil al hombro.
El caballero había sido asesinado por un ruso cuya identidad se desconocía.
¿Un soldado? ¿Un gendarme? ¿O un ladrón que había cruzado subrepticiamente
la frontera?
Las montañas donde vivía Aga Akbar y habían vivido sus ancestros lindaban
con Rusia, a la sazón la Unión Soviética. La vertiente meridional pertenecía a
Irán; la septentrional, siempre cubierta por un espeso manto de nieve, a Rusia.
Sin embargo, nadie sabía qué andaba buscando aquel soldado, o el ejército
ruso, por aquellos montes.
Lo único que quedaba de aquel crimen era una historia que se conservaba
gracias a Aga Akbar.
Cuando estaban solos en casa, Akbar se la contaba a Ismail, que debía
representar el papel del jinete. Akbar hacía del soldado ruso, con un abrigo
militar que le llegaba hasta los pies y una gorra en la que destacaba una figurilla
de color rojo.
Ismail se montaba encima de un almohadón, con un fusil de madera al
hombro. Aga Akbar se ponía el abrigo, se calaba la gorra y se escondía detrás de
un armario, que representaba un peñasco del monte del Azafrán.
Era el momento en que a Ismail le tocaba empezar a cabalgar. Ni muy rápido
ni muy despacio, sino con dominio de sí mismo, como corresponde a un
caballero. Cuando el pequeño pasaba junto al armario, Akbar asomaba la cabeza.
El jinete tenía que continuar la marcha unos dos metros hasta que, de pronto,
aparecía el soldado con un cuchillo en la mano, daba dos o tres saltos hacia
delante y hundía el arma en la espalda del caballero, que caía muerto al suelo.
Es probable que esta historia fuese producto de la fantasía de Aga Akbar. Sin
embargo, la muerte de su madre sí la había presenciado.
–¿Cuántos años tenías tú cuando murió Hayar? – gesticuló Ismail.
Akbar carecía de noción del tiempo.
–Murió cuando una bandada de pájaros negros desconocidos vino a posarse
en nuestro viejo almendro -respondió gesticulando a su vez.
–¿Desconocidos?
–Nunca los había visto.
–Entonces ¿cuántos años tenías cuando aquellos pájaros negros se posaron
en el árbol?
–Mis manos estaban heladas, el árbol había perdido todas las hojas y Hayar
ya no me hablaba.
–No… Me refiero a tu edad. ¿Qué edad…? ¿Cuántos años tenías cuando
murió tu madre?
–Yo, Akbar. Con la cabeza le llegaba a Hayar hasta el pecho.
Tendría nueve o diez años, según le contó más tarde Kazem Kan a Ismail.
Hayar estaba en cama, agonizante, y Akbar se metió en el lecho con ella y le
cogió la mano.
–¿Tuviste cogida la mano de tu madre hasta que falleció? – le preguntó por
señas Ismail.
–Así es. Pero ¿cómo sabes tú eso?
–Me lo dijo el tío Kazem Kan.
–Yo solía meterme en su cama. Al principio de su enfermedad, me hablaba y
me apretaba la mano, pero luego ya no me hablaba ni movía la mano. Me daba
miedo, mucho miedo. Me cubría con las mantas y no me atrevía a asomar la
cabeza. Hasta que un día alguien me agarró para sacarme de allí. Me aferré al
cuerpo de mi madre, pero Kazem Kan me obligó a soltarlo. Me puse a llorar.
Al día siguiente, la mujer de más edad de la familia cubrió el rostro de Hayar
con un paño blanco. Aparecieron unos hombres con una caja y se la llevaron al
cementerio.
Tras el entierro, Kazem Kan se llevó consigo al pequeño Akbar.
–Quería que conociera la muerte -le dijo años más tarde a su sobrino Ismail-.
Recorrí con él las montañas en busca de algo con lo que enseñarle que morir
forma parte de la vida. Busqué en la nieve el cadáver de algún pájaro, una zorra
o un lobo, pero aquel día de invierno los pájaros volaban más vigorosos que
nunca y los lobos saltaban de un peñasco a otro. Así que me detuve, le pedí que
se sentara en una roca y le indiqué las plantas cubiertas de nieve. «¡Mira! Esas
plantas también están muertas.» Pero no era un buen ejemplo. Vi una vieja cabra
montés que sólo a duras penas lograba brincar de roca en roca. «¿Has visto eso?
Esa cabra también morirá un día de éstos.» Pero tampoco ése era un buen
ejemplo. Deseaba que algún pájaro dejara de pronto de volar y cayera al suelo.
Pero aquel día a ninguno le daba por caerse. Subí a Akbar de nuevo al caballo y
seguimos cabalgando. En un punto del camino, divisé a lo lejos el palacio del
caballero, que estaba deshabitado desde su muerte, y me dirigí hacia él. ¿Por
qué, exactamente? No lo sabía. «Ya veremos», pensé, y fui con cautela hacia la
parte de atrás. Akbar no comprendía mis intenciones.
»-Ponte de pie sobre el lomo del caballo -gesticulé-, y encarámate al muro.
»-¿Por qué? – replicó él, negándose a obedecer.
»Entonces subí yo mismo y me tumbé boca abajo.
»-¡Venga, sube! ¡Dame la mano!
»Lo agarré, tiré de él hacia arriba y nos deslizamos hasta unas escaleras que
comunicaban con el patio.
»-No me mires con esa cara -le dije cuando llegamos. No quería bajar.
»-¿Qué hemos venido a hacer? – gesticuló.
»-Nada, sólo a echar un vistazo. ¡Venga! Este palacio también te pertenece a
ti.
»Descendimos sigilosamente las escaleras y atravesamos el patio. Por un
momento, Akbar se olvidó de su madre. Incluso vi que sonreía. Yo tampoco
había puesto nunca mis pies en aquel palacio. Supuse que todas las puertas
estarían cerradas con llave, pero no, se encontraban abiertas; entonces, sin duda,
habrían vaciado las habitaciones, pero tampoco: todo seguía en su lugar. El
viento había empujado el portón que daba al patio y la nieve llegaba hasta la
mitad del pasillo. Entré con cuidado. Todo estaba lleno de polvo; incluso las
costosas alfombras persas se veían cubiertas de una fina capa de arena, de modo
que al caminar sobre ellas se marcaban las pisadas. Por las huellas se podía ver
que un hombre y un niño habían andado por allí. "Dame la mano, Akbar. ¿Ves
aquello? Está muerto." Busqué el estudio, la biblioteca del caballero. Akbar lo
observaba todo con extrañeza: los candelabros, los espejos, los cuadros. "Mira
bien -le decía yo-, observa esos retratos; esos hombres son tus antepasados.
¡Ven, mira! ¡Oh! ¡Por Alá! ¡Mira cuántos libros! – Jamás hubiera pensado que
en el monte del Azafrán había tantos-. ¡Eh, Akbar! ¡Ven aquí! Mira éste, está
escrito a mano; leamos:
Jodaya rast juyand fetne az tost,
vali az tars natvanam tiagidan.
Labo dandane torkane Jota ra
be in jubi na bayad afaridan (…).
»Cogí de un estante un pergamino en el que había dibujado un antiguo árbol
genealógico.
»-¿Ves los nombres de esos señores? Todos ellos han escrito un libro. Tú
también puedes escribir el tuyo.
»-¿Escribir? – gesticuló Akbar.
»-Yo te enseñaré. – Busqué en el cajón y encontré un cuaderno vacío-. Anda,
cógelo y guárdalo en el bolsillo del abrigo. Y ahora vámonos. ¡Deprisa!
Abandonaron el palacio y volvieron a casa. Kazem Kan quería ante todo
fumar y tomarse dos o tres tazas de té bien cargado.
–¿Dónde te has metido, Akbar? Ven aquí, ten un azucarillo. Está muy bueno,
es azúcar de primera, importado de Rusia. Toma un sorbo de té. ¿Dónde has
dejado el cuaderno? Ven, siéntate a mi lado. El opio no es bueno; nunca se te
ocurra probarlo. Si no fumo a tiempo, me pongo a temblar. Pero cuando lo hago,
me salen unos versos sublimes. Ve a buscar el cuaderno y escribe algo en él.
–No sé escribir, ni siquiera leer -gesticuló Akbar.
–No hace falta que leas, pero sí que escribas. Garabatea algo en el cuaderno.
Todos los días una página, yo qué sé, unas frasecitas. Anda, ve un rato arriba,
apunta alguna cosilla en el cuaderno y luego muéstramelo.
Cuando Kazem Kan acabó de fumar, se incorporó y subió a la planta
superior.
–¿Dónde estás, Akbar? ¿Has escrito por fin alguna cosa? No importa. Ya te
enseñaré. ¿Ves esa cama? A partir de ahora será la tuya. Abre la ventana y
contempla las montañas. Esta bonita vista es para ti. Y ese armario también es
tuyo. En él podrás guardar tus cosas. Aquí tienes la llave de tu cuarto.

•••

Sentado junto a la ventana de aquella habitación, uno no podía concentrarse


en la lectura o en la escritura, según se lamentaba Kazem Kan, de tan
cautivadoras como eran la naturaleza y las vistas. Te obligaban a dejar el libro o
a guardar la pluma en el bolsillo e ir en busca de la pipa, cortar una porción del
rollo de opio, colocarla en la pipa, coger con unas tenazas una brasa
incandescente y luego aspirar, aspirar y volver a aspirar, y lanzar el humo en
dirección a aquel panorama y quedarte mirándolo.
En primer plano se veía un grupo de nogales añosos; detrás, varias hileras de
granados, y al fondo, unos campos de flores amarillas y arbustos del color del
opio que se entremezclaban hasta llegar al pie de la cordillera, donde se alzaba,
majestuoso, el monte del Azafrán.
Si alguien pudiese escalar aquella cima tan escarpada y mantenerse de pie
allí un instante, divisaría, con la ayuda de un catalejo, siempre que no hubiera
niebla y aguzando la vista, el contorno de un edificio y los soldados del Ejército
Rojo. Allí se encontraban la frontera y la aduana. Sin embargo, hasta aquel día
en que Kazem Kan se asomó a la ventana junto a Aga Akbar, ningún aldeano
había logrado coronar la cumbre.
El monte del Azafrán es conocido en todo el país no tanto por su cima
prácticamente inalcanzable, sino ante todo por su importante e histórica cueva -
muy renombrada en el mundo de la arqueología-, que se encuentra en el corazón
de la montaña, en un lugar de difícil acceso, donde por aquella época los lobos
dormían durante los crudos inviernos y parían en primavera.
Los montañeros que llegaban hasta ella escalando la pared con picos y
cuerdas encontraban pelos de lobo desperdigados por todas partes y los huesos
de las cabras que se habían comido.
Con un poco de suerte, quienes subían hasta allí en primavera veían en la
entrada a los lobeznos aullando por sus madres.
En algún lugar profundo de esa cueva hay unas inscripciones en escritura
cuneiforme de más de tres mil años de antigüedad esculpidas en la oscuridad de
la pared meridional, donde el tiempo, el viento, el sol y la lluvia no llegan. Se
trata de una carta dictada por el primer rey de Persia: un secreto que hasta la
fecha no ha podido descifrarse.
Muy de vez en cuando, desde la ventana de la casa de Kazem Kan se veía
algún jinete -un experto en escritura cuneiforme inglés, francés o
norteamericano-subiendo a la cueva en burro para intentar descifrar la escritura.
–¡Venga, a ensillar las mulas! – gesticuló Kazem Kan.
–¿Adónde vamos?
–A la cueva.
–¿Para qué?
–Para aprender a escribir. Voy a enseñarte.
Se pusieron ropa abrigada, montaron en unas mulas especialmente fuertes y
salieron rumbo al monte del Azafrán. No había sendero que condujese a la gruta.
Los animales olfateaban el suelo, captaban el rastro de las cabras y así, poco a
poco, iban ascendiendo. Tras tres o cuatro horas de escalada, llegaron a la
entrada.
–¡Espera! – gesticuló Kazem Kan-. Primero tenemos que ahuyentar a los
lobos.
Cogió el fusil que llevaba a la espalda, disparó tres veces al aire y los lobos
desaparecieron.
Entonces desmontaron, Kazem Kan encendió una lámpara de aceite, y se
internaron en el interior de la cueva, tirando de las mulas.
–Vamos, sígueme.
–¿Por qué te adentras en lo oscuro? – gesticuló Akbar.
–Ten un poco de paciencia. ¡Mira! ¡Allí! ¡Allí arriba! – dijo sosteniendo en
alto el farol-. ¿Lo ves?
–¿Qué debo ver? No veo nada.
–Espera, buscaré un palo.
Kazem Kan se puso a buscar, pero no halló ninguno.
–Toma, sujeta un momento las riendas.
Se montó en la mula y alzó la lámpara.
–¿Lo ves ahora? Eso grabado en la pared. Desde allí lo verás mejor. Ahora
espera a que baje. Presta atención. ¿Sabes qué es? Una carta. El relato de un rey,
un rey admirable. Antes nadie sabía leer ni escribir. El papel no existía aún. Por
eso, el rey ordenó que sus palabras fuesen esculpidas en la roca de esta cueva.
Todos esos forasteros que suben hasta aquí vienen a leer su historia. Saca el
cuaderno y la pluma. ¡Anda! Yo sujetaré a la mula. Súbete al lomo. Eso es,
arriba. ¡Venga! ¿Estás bien firme? ¡Mira, cuelga ahí la lámpara! Así lo verás
mejor. Y ahora apunta, fíjate bien en el texto, en todas esas palabras esculpidas
en escritura cuneiforme, y cópialas una por una en el papel. Vamos, comienza.
No tengas miedo, que yo me encargo de la mula. ¡Apunta!
Independientemente de que hubiese entendido bien la intención de su tío,
Akbar empezó a copiar el texto. Mirándolo con atención, trató de reproducir en
su cuaderno, uno por uno, todos los signos. Tres páginas en total.
–¡Ya está! – gesticuló al fin.
–¡Bien hecho! Guárdalo en el bolsillo. Y ahora baja con cuidado.
Por la noche, de nuevo en casa fumando su pipa de opio, Kazem Kan le dijo
a su sobrino:
–Ven, trae el cuaderno y la pluma y siéntate junto a la estufa. Presta
atención. Esas palabras del rey que has copiado, ¿sabes de qué tratan?
–No.
–Es una carta, algo que el rey tenía metido en la cabeza. Pero nadie sabe su
significado. Sin embargo, algo quiso decir. Ahora te toca a ti. Tú también puedes
escribir una carta, aquí mismo, en la página siguiente. Y en otro momento, otra,
en otra página. Puedes apuntar lo que tengas en la mente, igual que el rey.
¡Inténtalo!
Varios años después, cuando Ismail, hijo de Aga Akbar, tenía unos dieciséis
años y vivía en la ciudad, fue a visitar a su tío en la montaña.
–Pero, tío, ¿por qué no le enseñó usted a mi padre a leer y escribir de forma
normal, como todo el mundo? – le preguntó por la noche, mientras cenaban.
–¿Como todo el mundo, dices? Hoy día es necesario aprender a escribir, pero
antes no lo era. Y menos aquí, en las montañas. Incluso el propio imán del
pueblo escribía su nombre a duras penas. ¿Quién podía enseñar en aquella época
una lengua a un niño sordomudo? Yo no era la persona indicada para hacerlo.
Sencillamente, porque no tenía suficiente paciencia. Yo era alguien a quien le
costaba quedarse en casa. Vivía fuera, siempre montado en mi caballo, siempre
cabalgando. Para esas cosas se requiere un padre idóneo y una madre fuerte. No,
yo no quería enseñarle a escribir en absoluto, pero me daba cuenta de que el
cerebro de Aga Akbar construía frases, creaba historias… ¿Entiendes lo que
quiero decirte? Aquel talento suyo, aquellas frases que le llenaban la mente,
podían acabar con él. Padecía frecuentes dolores de cabeza, y yo era el único que
sabía de dónde provenían. Por ese motivo le enseñé la escritura cuneiforme. Por
eso nada más. Yo no sabía qué tal lo haría. Ni siquiera si eso lo ayudaría.
Buscaba una solución. Ten en cuenta que esas inscripciones, el texto real de
caracteres cuneiformes, tampoco hay quién sepa leerlo; tal vez nunca se resuelva
ese enigma. Pero, en cualquier caso, el rey supo plasmar sus pensamientos.
¿Hice bien? ¿Fui un buen guía? No sé qué opinas tú, pero estoy convencido de
que mi método funcionó. Tu padre aún sigue escribiendo. Y la escritura
cuneiforme es bonita y misteriosa. El caso es que cada uno tenga su propia
lengua, su propia lengua escrita. ¿Has echado un vistazo al libro de tu padre
alguna vez?
–No, aunque lo veo escribir de vez en cuando.
–¿Has intentado leer algún fragmento de su historia?
–No, no sabría cómo hacerlo.
–Podrías pedirle que te enseñase.
–¿Y usted, tío? ¿Puede usted leerlo?
–No, pero sé de qué trata. Un día, hace muchos años, entré en su habitación y
lo encontré inclinado sobre su cuaderno. Él tendría más o menos tu edad, sólo
que era más fuerte. Hombros anchos, cabello oscuro, ojos claros. En fin, vi que
estaba escribiendo. «A ver -le dije-, muéstramelo, cuéntame lo que has escrito.»
Has de saber que en aquella época tu padre solía tener trato con los extranjeros
que subían a la cueva para intentar descifrar el texto, y había aprendido algo de
ellos. «Anda, explícame lo que has escrito», repetí. Al principio no quería, le
daba vergüenza. Pero yo insistí; deseaba saber si mi método funcionaba. Y él se
puso a interpretar lo que había escrito. Todavía lo recuerdo de memoria; era
hermoso, escucha: «Yo, yo, yo, yo soy el hijo del caballero, del caballero del
palacio, del palacio en la montaña, la montaña en la que hay una cueva, la cueva
en la que hay una carta. Una carta de un rey. Una carta en la piedra. De la época
en que aún no existían las plumas, sólo martillos y cinceles.»

•••

Más tarde, siendo ya todo un muchacho, Aga Akbar se convirtió en guía.


Acompañaba a los especialistas en escritura cuneiforme -norteamericanos,
ingleses, franceses y alemanes-, que entraban en la cueva montados en mulas.
De pie sobre el animal, sostenía en alto la lámpara de aceite para que sacaran
fotografías o copiaran el texto por enésima vez.
Quienes se interesan por los caracteres cuneiformes o estudian ese tipo de
inscripciones suelen tener en casa uno o varios libros sobre el tema. Y esos
libros suelen contener alguna foto que muestra los textos esculpidos en la cueva
del monte del Azafrán. Entre ellas seguramente debe de haber alguna de Aga
Akbar subido a una mula, alumbrándolos con una lámpara de aceite.

El tren

No comprenderemos las notas de Aga Akbar


mientras no sepamos nada sobre el sha Reza Kan.
Observemos el telón de fondo del relato,
los acontecimientos que no figuran en los apuntes.
La aldea del Azafrán no sólo era conocida por la milenaria inscripción
cuneiforme, sino también por sus magníficas alfombras. Auténticas alfombras
persas. Es muy probable que un europeo o un norteamericano que decora el
salón de su casa con una hermosa alfombra persa no sea consciente de que ésta
ha sido fabricada en la aldea del Azafrán. Se las reconoce fácilmente por el
dibujo: si aparece en ella un extraño pájaro con una cola muy curiosa, sin duda
proviene del pueblo natal de Aga Akbar.
Ciertos días de invierno, desde el otro lado de la cima del monte del Azafrán
surgían de pronto cientos de pájaros procedentes de la antigua Unión Soviética,
hambrientos y sedientos a causa del frío. Los aldeanos sabían el momento exacto
de su llegada: por la mañana temprano, uno de los primeros días después de que
la luna llena se plantase a la izquierda de la cumbre. Las mujeres dejaban
apoyadas contra la pared escaleras de mano para la ocasión.
En cuanto divisaban a los pájaros, subían al tejado para depositar allí
cuencos de agua caliente y restos de comida.
Cuando las extrañas aves se posaban en las azoteas, las mujeres y los niños
se asomaban a la ventana para observar cómo se paseaban con sus largas y
curiosas colas, inclinando continuamente la cabeza en señal de agradecimiento.
Descansaban un par de horas y luego continuaban el vuelo. Las mujeres, que se
pasaban todo el día, todo el mes, todo el año, toda su vida, tejiendo, sin tener
nunca ocasión de abandonar la aldea, incorporaron los pájaros al diseño de sus
tapices.
Otro motivo habitual de las alfombras de la región lo constituía la escritura
cuneiforme.
Las mujeres analfabetas del monte del Azafrán utilizaban la misteriosa
lengua de las inscripciones para plasmar sus anhelos y secretos.
A veces representaban a algún forastero con sombrero que se dirigía a la
cueva sobre una mula, sosteniendo en la mano un papel con escritura
cuneiforme.
Sin embargo, a finales de los años treinta comenzaron a tejer un dibujo
totalmente distinto: en las alfombras apareció un tren, un tren que echaba humo
y que, cual serpiente reptante, subía la ladera del monte.
En los diseños actuales se ve un pequeño avión sobrevolando la aldea, del
que cae un paquete.
De manera involuntaria, mediante aquel trenecito humeante las mujeres
reflejaban el símbolo del cambio de gobierno. Reza Kan, padre del último sha,
concentraba a la sazón todo el poder en sus manos, un poder dictatorial y
centralizado. Era un hombre de escasa formación, aunque muy ambicioso. Un
soldado raso de pueblo que con el tiempo se convirtió en general.
En 1921 dirigió un golpe de Estado, anunció el fin de la dinastía de los Jazar
y se autoproclamó nuevo rey de Persia. Así comenzó la nueva monarquía
Pahlevi, de la que él se consideraba el primer rey.
Reza Kan anhelaba romper con las antiguas costumbres imperantes en el
país. Quería trocar aquella sociedad arcaica en una nación moderna, de sesgo
occidental, con nuevas fábricas, escuelas, imprentas, teatros, puentes de hierro,
carreteras, autobuses, taxis…, sin olvidar las emisoras de radio y los aparatos de
música por los que, por primera vez en la historia persa, se oyó la mágica voz de
una cantante:
Yavash, yavash, yavash, yavash,
amadam dare junatun.
Yek shage joul dar dastam
sare rahat benshastam.
Be joda yadat naravad za nazaram (…).
Temblando, silenciosamente
pasé por delante de tu casa
con una flor en la mano.
Me senté en tu camino.
Sólo Dios sabe
que no puedo olvidarte.
Pero Reza Kan deseaba más. Incluso quiso cambiar de golpe la vida de las
mujeres. De un día para otro las obligó a quitarse el velo para ir al zoco y
sustituirlo por un abrigo y un sombrero.
Además, pretendía que todas esas cosas ocurriesen rápido. Por eso gobernaba
con mano dura y no toleraba que nadie lo contrariase. Ordenó que al poeta
Farogi le cosieran los labios por haber recitado un poema que trataba sobre la
imposibilidad de que las mujeres anduviesen sin velo, pues irían dando traspiés.
Muchos intelectuales, escritores y dirigentes políticos desaparecieron, fueron
encarcelados o murieron asesinados.
La oposición afirmaba que Reza Kan era un siervo de la embajada británica
en Teherán, que las potencias occidentales le habían encomendado modernizar el
país en beneficio propio y que el imperialismo lo usaba como soldado o peón
para combatir a la Unión Soviética.
Sin embargo, marioneta de Gran Bretaña o no, él también deseaba esos
cambios radicales e intentaba introducirlos en el país a su manera, que no era
otra que sembrando el terror.
Antes de abdicar en su hijo, Reza Kan quiso concluir personalmente los
proyectos más importantes.
El tren era una de sus obsesiones.
En los dos mil quinientos años de gobiernos de reyes, sultanes y emires,
nunca un funcionario se había dignado ascender a las montañas con el fin de
registrar los nacimientos de sus pobladores; sin embargo, Reza Kan quería que
todo el mundo tuviese un documento de identidad.
A través de los siglos, los únicos que habían mandado en las zonas rurales y
en las montañas eran los imanes, pero éstos fueron sustituidos por los
gendarmes, que llevaban una inscripción de Reza Kan labrada en cobre en su
gorra militar y sólo obedecían a Su Majestad.
Reza Kan quería disponer de un ejército que acatara ciegamente sus órdenes,
y para ello necesitaba soldados cuyo nombre, apellido e incluso fecha de
nacimiento figurasen en una tarjeta. De este modo, por primera vez en la
historia, se supo a ciencia cierta cuántos muchachos vivían en la aldea del
Azafrán. Todos los datos se apuntaban en un libro que el gendarme local
conservaba en un armario destinado a tal propósito.
Gracias a Reza Kan, también Aga Akbar obtuvo una tarjeta de identidad en
la que, por vez primera, constaba oficialmente su largo apellido.

•••

Empeñado en ver cumplido su gran sueño, Reza Kan mandó construir una
larga línea férrea que uniese el extremo meridional del país con la frontera
nororiental, es decir, que llegase hasta debajo de la «oreja» de la Unión
Soviética. Él sabía que en realidad la estaba construyendo para los europeos,
pero también que esos europeos no podrían llevársela a su casa: seguiría siendo
propiedad del país.
El tendido de raíles avanzó lentamente por el desierto, cruzó ríos, montañas y
valles, atravesó ciudades y pueblos hasta que, por fin, llegó al monte del
Azafrán.
La serpiente de hierro escaló la montaña, pero hubo de detenerse a medio
camino. La histórica cueva en cuya pared meridional estaba cincelado el texto
cuneiforme obstruía el paso. La llegada del tren perturbaba su sueño eterno.
Pero, sobre todas las cosas, los ingenieros temían que las explosiones de
dinamita provocasen el hundimiento de la gruta.
La escritura cuneiforme, aquel milenario patrimonio cultural de la nación,
estaba en peligro. Se temía que acabara agrietándose. Entre los técnicos cundió
el pánico. El ingeniero jefe no sabía cómo resolver el problema. No se atrevía a
correr ningún riesgo, porque era consciente de que, si algo fallaba, el sha le
cortaría la cabeza.
Angustiado, envió un telegrama a la capital con el siguiente texto:
«Imposible continuar tendido raíles. Obstrucción inscripciones cuneiformes.»
Cuando el sha lo leyó, subió de inmediato a un jeep y ordenó que lo
condujesen al monte del Azafrán. Tras una larga noche de marcha, el vehículo se
detuvo al pie de la montaña. El gendarme del pueblo le ofreció una mula, pero él
la rechazó. Estaba empeñado en subir andando. Por la mañana temprano, antes
de que el sol hubiese alcanzado la cima, Reza Kan llegó a la entrada de la cueva
con un largo abrigo militar y un bastón bajo el brazo. Quería ver hasta qué punto
se había cumplido su sueño.
–¿Qué pasa? – preguntó.
–Majestad… -respondió angustiadísimo el ingeniero jefe, sin atreverse a
seguir.
–¡Explícate!
–Los… los… los raíles han de pasar por aquí, pero me temo que… que…
que…
–¡Que qué!
–Yo… yo… quería solicitar su autorización para… para… para trasladar las
ins… ins… inscripciones.
–¿Trasladarlas? ¡Calla, inútil! ¡Encuentra otra solución!
–Lo he… hemos calculado todo y analizado todas las posibilidades. Pero, se
mire por donde se mire, la dinamita pondrá en peligro la cueva.
–¡Busca otra ruta!
–Hemos estudiado todas las alternativas, y ésta es la mejor; cualquier otra es
prácticamente imposible. Salvo que demos un gran rodeo, pero eso…
–¡Eso… qué!
–Eso llevará mucho tiempo…
–¿Cuánto?
–Meses, Majestad. Seis o siete meses adicionales.
–No disponemos de tanto tiempo. ¡Ni un día! ¡Ni una hora! ¡Apártate de mi
camino! ¡Ingeniero inútil! «Imposible»… ¿Es ésa la única palabra que sabéis
decir? ¿Seis o siete meses? ¡Qué disparate!
Encolerizado, Reza Kan desapareció en la oscuridad de la caverna. Fuera,
nadie se atrevía a moverse. Cuando al cabo de un rato volvió a salir, dirigió la
mirada hacia abajo, hacia la multitud de jóvenes campesinos que habían escalado
la montaña para admirar a su rey. Al verlo emerger de la gruta, se encaramaron a
los peñascos y exclamaron al unísono:
–Yavid sha! ¡Viva el sha! ¡Viva el sha!
Reza Kan cogió el bastón y empezó a descender la cuesta. Los gendarmes se
disponían a dispersar a los aldeanos, cuando al pie de la montaña apareció un
pequeño grupo de ancianos que acudían a ver al rey vestidos con sus mejores
ropas. Cada uno llevaba en las manos un cuenco de agua, un espejo y un
ejemplar del Corán. Cuando estuvieron a unos veinte metros del sha, el mayor de
ellos echó el agua en dirección a él, y los demás inclinaron la cabeza.
–¡Salam, sultán de Persia! – exclamó el hombre-. ¡Salam, sombra de Dios en
la Tierra!
A continuación, se arrodilló y besó el suelo.
–¡Adelántate! – le ordenó el sha, señalando con el bastón el lugar donde
quería que se detuviese-. ¡Escucha, hombre de sienes plateadas! No me interesan
tus oraciones. Mejor usa la cabeza y dame consejos. Ese ingeniero inepto no
sabe cómo seguir. ¿Cómo puedo hacer que el tren pase junto a la cueva sin
dañarla?
El anciano regresó a donde estaban los otros para consultarlos.
Tardó un rato en volver.
–¡Cuéntame!
–Durante siglos, nuestros ancestros han construido sus casas aquí, en el
monte del Azafrán, con sus propias manos, utilizando martillos y cinceles como
únicas herramientas. Y nadie ha dañado jamás la montaña. Sólo han excavado
donde ha hecho falta. Si Su Majestad así lo dispone, diré que acudan todos los
mozos del pueblo con sus herramientas, y ellos se encargarán de abrir paso al
tren.
El rostro del sha dio muestras de alivio, pero se esfumaron de inmediato.
–No, tardarían demasiado. No disponemos de tanto tiempo. Quiero acabar
pronto.
–Lo que Su Majestad ordene. Puedo convocar a todos los jóvenes del monte
del Azafrán. Y si es necesario, también a los de los pueblos vecinos. Poseemos
experiencia, conocemos la montaña. Tenga a bien Su Majestad darles a nuestros
hombres la oportunidad de demostrar lo que valen.
El sha guardó silencio.
–Proporcionadnos los mejores martillos del país.
–¿Y luego?
–Abriremos un paso por donde el tren de Su Majestad pueda serpentear junto
a la cueva y llegar al otro lado de la montaña.
Al caer la tarde, los muecines de todos los pueblos de la comarca subieron a
los almenares de las mezquitas y llamaron:
–Alaho akbar! La ilahe líala! ¡En nombre de Alá! ¡En nombre de los
espíritus de nuestros antepasados! ¡En nombre del sha Reza Kan, se buscan
hombres fuertes! Aunque tengáis un vaso de agua en la mano, dejadlo y acudid
enseguida a la mezquita.
En el transcurso de la tarde y durante toda la noche, los jóvenes de los
alrededores fueron llegando a la mezquita de la aldea del Azafrán.
Por la mañana temprano, centenares de hombres siguieron al anciano hasta el
lugar convenido, al pie de la montaña. Uno de ellos era Aga Akbar, que entonces
contaba diecisiete años. No conocía al sha ni sabía lo que estaba haciendo, y
menos aún tenía noticia de sus proyectos para el país. Y al igual que los demás,
tampoco entendía por qué la vía férrea debía llegar con tanta prisa al otro lado
del monte. Lo único que sabía era que estaban construyendo una línea de
ferrocarril que pasaría junto a la cueva y que ellos estaban allí para salvar la
escritura cuneiforme.
Desde una elevación, Reza Kan observaba a los hombres congregados abajo.
Los aldeanos habían oído las leyendas que circulaban sobre la personalidad
del sha. En los pueblos y zonas rurales se le conocía como un redentor, un señor
con mucho poder, alguien que defendía a los pobres, que quería dar al país un
nuevo semblante. Sin embargo, en Teherán conocían otra cara del sha, la del
hombre que eliminaba a sus opositores utilizando una violencia extrema.
En una ocasión había ordenado que retiraran el opio, el té y el azúcar de la
casa de un destacado clérigo y que lo mantuviesen detenido durante tres
semanas, lo que para el religioso equivalía a la pena de muerte. Prohibió a los
imanes el uso del turbante y dio orden a sus agentes de perseguir a las mujeres
que llevaran velo. Cuando los clérigos de la ciudad santa se sublevaron, Reza
Kan mandó instalar un cañón frente a la puerta de la sagrada mezquita dorada y
exclamó:
–¿Dónde está esa rata negra? ¡Sal de tu madriguera!
¿Una rata? ¿Una rata negra? ¿Estaba calificando de rata al sublime guía
espiritual de los chiíes? De repente, en el tejado de la mezquita aparecieron
cientos de clérigos jóvenes con fusiles.
–¡Abran fuego! – ordenó el sha a sus oficiales.
Decenas de religiosos murieron y otros tantos fueron detenidos. Una parte
del santo sepulcro dorado resultó dañado. El mundo musulmán se estremeció.
Los comerciantes apagaron la luz de sus tiendas, el zoco cerró sus puertas y la
gente se vistió de luto. Pero el sha hizo caso omiso de todo eso.
–¿Quedan más?
No, ya no quedaba nadie en la calle ni en las azoteas. Todo el mundo se
había encerrado en sus casas a cal y canto.
Aga Akbar no sabía nada de esos hechos. Veía al sha como un militar de alto
rango, un general que vestía una capa un tanto curiosa y que llevaba un bastón
bajo el brazo.
El anciano se aproximó al monarca y, tras hacer una reverencia, le dijo:
–Todos están preparados para sacrificarse por los sueños del sha.
Reza Kan permaneció en silencio, observando a los campesinos. En su
semblante se leía la duda que albergaba de que aquella gente pudiera solucionar
realmente su problema.
En ese momento aparecieron varios carros blindados, que se detuvieron a
pocos metros de los hombres. Descendieron dos generales, con la gorra en una
mano y un fusil en la otra, y fueron corriendo hasta donde estaba el sha.
–¡Todo listo, Majestad! – exclamó uno de ellos.
–¡A descargar! – ordenó él.
Los generales volvieron a toda prisa a sus vehículos acorazados, los soldados
abrieron los portones traseros y descargaron un par de centenares de martillos de
picapedrero importados de Inglaterra.
–¡Tú! – le espetó el sha al anciano-. ¡Ahí tienes, martillos! ¡Si tus hombres
flaquean, te pego un tiro! – Se dio la vuelta y, dirigiéndose al ingeniero, le soltó-:
¿Y tú a qué esperas? ¡Manos a la obra!
Cuando estaba aproximándose a su jeep, se detuvo, como si se olvidara de
algo. Volvió a la elevación desde la que había hablado a los hombres y le hizo
una señal con el bastón a uno de los generales. Este, a su vez, indicó algo a siete
soldados que esperaban en fila, con un saco repleto cada uno. Los jóvenes se
acercaron al sha, depositaron los sacos en tierra y se cuadraron.
–¡Abridlos! – ordenó Reza Kan.
Un soldado los desató uno por uno. El sha extrajo de uno de ellos un fajo de
billetes nuevos de color verde y, girándose hacia los campesinos, exclamó:
–¡A picar! Este dinero es para vosotros. Volveré dentro de tres semanas.
–Yavid sha! ¡Viva el sha! – proclamaron los hombres tres veces seguidas,
tras lo cual el monarca descendió de nuevo hacia el jeep.
El ingeniero condujo lo más rápidamente posible a los aldeanos, que iban
con su martillo al hombro, hasta el lugar donde acababa el camino. Los
campesinos bromeaban entre sí. Sacando músculo, se decían unos a otros que
arrancarían de raíz hasta las rocas más duras del monte. No sabían lo que les
esperaba.
Años más tarde, Aga Akbar conservaba orgulloso en la repisa de la chimenea
de su casa una vieja y descolorida foto en blanco y negro en la que aparecía con
un martillo de picapedrero sobre el hombro derecho y un cincel grueso como un
bacalao entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.
Aunque el fotógrafo había querido mostrar sobre todo el martillo y el cincel,
el joven Akbar exhibía su musculatura de tal modo que ésta atraía la atención
por encima de las herramientas.
Siendo su hijo Ismail todavía un niño, Akbar le había contado una larga
historia sobre esa foto. Una historia que, en realidad, versaba sobre sus músculos
y una enorme cantidad de dinero.

•••

–Ven aquí -gesticuló Akbar dirigiéndose a su hijo-. A ver, dime: ¿sabes


quién es ése de la foto?
Y empezó a narrarle la historia:
–Yo, Akbar, era muy fuerte, ¿sabes? Yo solo podía romper a martillazos esa
roca, ¿la ves? Allí detrás; no, no alcanzas a verla; la foto es vieja y mala. Allí,
detrás de mí…, ¿no lo ves? No importa. Ese peñasco, y todos los demás,
teníamos que sacarlos de en medio. Esas cosas que explotan no se podían
utilizar, pues dañarían la escritura cuneiforme. Algún día te llevaré a la cueva.
Pero antes fíjate… ¿No has visto…? ¿Dónde está tu libro de la escuela? ¿No has
visto en alguna parte una foto de un militar de altísimo rango con una capa y una
corona en la cabeza? ¿No está en tu libro? Siete, sí: siete sacos de patatas llenos.
Llenos de dinero. Y todo ese dinero era para nosotros. Porque iban a construir un
tren.
¿Entendía Ismail lo que quería decirle en su rudimentario lenguaje de gestos?
Una cosa sí tenía clara: que su vida estaba inextricablemente unida a la de
Akbar. Su familia -su madre, sus tíos y tías-, el imán del pueblo, los vecinos, los
niños… todo el mundo lo obligaba a sentarse, levantarse y caminar a la par de su
padre. Observarle la boca: ésa era su tarea.
Más adelante, sus tíos y tías, o los ancianos del monte del Azafrán, le
facilitaron la información de la que carecía. Y quizá también él se encargó de
buscar los datos correctos en los libros de historia o en las novelas publicadas
después de la muerte del sha.
Pero sobre todo visitaba a menudo a Kazem Kan, el anciano tío de su padre,
y se sentaba a su lado para escuchar las partes de la historia que desconocía.
–Tu padre era un hombre muy fuerte. Fui yo quien le dijo que iban a
construir un tren. A mí nunca me gustaron los nobles ni los generales, ni los
shas, pero había oído muchas cosas sobre Reza Kan y quise ir a verlo. Aunque
no lo conseguí.
–¿Por qué?
–Por testarudo. Fui a caballo, y los gendarmes no me dejaron pasar.
–¿Por qué?
–Porque no estaba permitido acercarse al sha a lomos de un animal.
¡Pretendían que fuera a verlo caminando…, de rodillas! Yo me negué y tuve que
regresar a casa. Pero al día siguiente volví. Deseaba ver lo que hacían aquellos
hombres con el monte del Azafrán.
–¿Fue usted andando o lo intentó de nuevo a caballo?
–Nadie me ha visto nunca ir caminando a ningún sitio. Me quedé mirando
desde la lejanía a aquellos hombres, que día y noche y por turnos rompían las
rocas a martillazos para dejar paso libre al tren.
–¿Lograron resolver el problema con los martillos? Quiero decir: ¿abrieron a
tiempo el camino?
–No exactamente a tiempo, aunque al final lo consiguieron. Los primeros
días las cosas marcharon bien. Todos trabajaban al límite de sus fuerzas y se veía
cómo la senda iba cobrando forma, hasta que toparon con una roca durísima
justo debajo de la pared meridional de la cueva. Los hombres la emprendieron a
martillazos, turno tras turno, pero no podían romperla. Así pasó una semana, y
otra, y a la tercera se habían acabado sus fuerzas. Estaban exhaustos, debilitados,
maltrechos. En una palabra: irreconocibles. Los ingenieros temían tanto al sha
que no se daban cuenta de que los hombres no podían más. Les entró el pánico.
El plazo estaba a punto de expirar, y ellos seguían intentando eliminar la roca.
Aunque Reza Kan no había recibido ninguna formación oficial ni procedía de
una familia en la que se leyesen libros, era un hombre inteligente y conocía bien
a la gente del pueblo. Cuando llegó, le bastó ponerle la vista encima a un
trabajador para advertir lo que pasaba. De inmediato, mandó de vuelta a casa al
jefe de ingenieros, gritándole: «¡Coge la maleta y vete! ¡Rata de biblioteca! No
tienes ni idea de lo que es trabajar, sólo sabes meter la nariz en los libros.» A
continuación, ordenó que trajeran del campamento diez enormes cacerolas, y
enseguida llegaron otros tantos cocineros corpulentos acarreando sendas ollas de
gran tamaño. Reza Kan había comprendido que el pan y el queso de cabra no
eran alimento suficiente para aquellos hombres que llevaban semanas enteras
martilleando. Acto seguido, ordenó a unos soldados que matasen cinco cabras y
se las entregasen a los cocineros. Aquel día nadie trabajó. Lo dedicaron a comer,
beber, fumar y descansar. Por la noche, el sha regresó con un nuevo jefe de
ingenieros y con la firme determinación de no volver a Teherán hasta que los
raíles hubiesen llegado al otro lado de la cueva. A la mañana siguiente, antes de
salir el sol, subió a la gruta acompañado de un soldado que cargaba un saco
repleto de dinero. Reza Kan se quitó la capa, extrajo del saco un puñado de
billetes y se encaramó a un peñasco para dirigirse a los hombres, que esperaban
con el martillo al hombro, dispuestos a hacer lo que mandara su monarca.
Señalando con el bastón a un hombre, gritó: «¡Tú!» El elegido dio un paso al
frente. «¡Y tú! ¡No, tú no, el otro!» El otro también se adelantó. Era tu padre.
Naturalmente, no podía oír lo que le decía el sha, pero los que estaban a su lado
le dieron una palmada: «¡Es a ti, Akbar! ¡Al frente!» Así, uno a uno, Reza Kan
seleccionó a once jóvenes fuertes. «¡Escuchad! – les dijo-. Mañana no quiero ver
este peñasco aquí. Recompensaré con un billete cada martillazo certero. ¿Quién
golpeará en primer lugar?» Por supuesto, tu padre no entendió sus palabras, por
lo que no pudo ofrecerse voluntario. El primer hombre, haciendo acopio de todas
sus fuerzas, dio tal golpe que hizo saltar un pedazo de roca. «Aquí tienes tu
dinero -le dijo el sha-. ¡Ahora tú!», añadió, señalando a tu padre, que sólo
entonces entendió de qué iba la cosa. Su martillazo arrancó un pedazo aún
mayor. El sha esbozó una sonrisa. «Aquí tienes, muchacho. Coge estos dos
billetes. ¡El siguiente!» Y así continuo, uno tras otro, hasta que finalmente la
roca desapareció y los once hombres regresaron a sus casas, exhaustos. Al caer
la tarde, todo el pueblo comentaba que el sha Reza Kan había deslizado unos
billetes en el bolsillo de tu padre, que había caído desplomado, sin fuerzas
siquiera para mantenerse en pie.
»Y aquí viene la historia de la foto. El sha mandó llamar al fotógrafo de
prensa que registraba las obras del ferrocarril y apuntó con el bastón a tu padre,
que yacía en el suelo. Akbar se incorporó de inmediato y agarró el martillo.
"Póntelo al hombro -le indicó el fotógrafo-, y coge uno de esos cinceles gruesos.
Sí, así está bien. No te muevas." Pero Aga Akbar se giró un poco para que se le
viera mejor la musculatura. En el pueblo, esa noche todos rieron de buena gana
comentando la anécdota y se sintieron muy orgullosos de que el periódico
publicase aquella imagen.
»De ese modo, aquellos once hombres se convirtieron en los habitantes más
ricos del monte del Azafrán. Construyeron casas nuevas de piedra, similares a
las que había en la ciudad, y todos los padres estaban deseosos de dar a sus hijas
en matrimonio a esos mozos, que se casaron con las muchachas más hermosas
del pueblo. Pero a tu padre no logramos encontrarle ninguna novia, ninguna
mujer adecuada. Así eran las cosas entonces. Y así son a menudo en esta vida.
Todo pasa. La vida está llena de sorpresas.
–He oído muchas críticas acerca de Reza Kan, sobre todo en lo referente a la
construcción del ferrocarril. ¿Qué opina usted?
–Escucha, muchacho: acabo de decirte que no sé nada de política. Esas cosas
no debes consultármelas a mí. Además, nunca he leído periódicos, y mucho
menos en aquella época. Me limito a leer mis propios libros, libros antiguos,
poemas, historia… De críticas no sé nada. Lo que sí sé es que el monte del
Azafrán no es una montaña cualquiera. No se trata sólo de una masa rocosa.
Forma parte del patrimonio sagrado de este país. Las raíces de nuestros ancestros
crecen entre esos peñascos. Pero no es sólo la cueva. En ese monte se ocultan
otras cosas, como por ejemplo el pozo sagrado. La montaña está viva. Si uno se
detiene en la boca de la gruta, puede oírla respirar. Y lo mismo ocurre en el pozo
sagrado. Si te arrodillas junto a él y aguzas el oído, oyes el latir del corazón de la
montaña… ¡Y en aquella época no se les ocurrió otra cosa que dinamitarla y
golpearla con martillos ingleses!
–Entonces ¿por qué envió usted a mi padre allí?
–Yo no lo envié. Simplemente le expliqué lo que estaba sucediendo.
Además, él no me obedecía, imitaba lo que hacían los muchachos de su edad. De
todos modos, debo reconocer que las cosas no han sido tan terribles. Al principio
temí que la montaña no resistiera, pero aguantó, y con el paso de los años se ha
recuperado. La ladera ha vuelto a cubrirse de arbustos y flores, y ya no se ven los
peñascos dañados. Las cabras monteses se pasean entre las vías y los terneros
saltan de un raíl a otro. La montaña ha aceptado la vía férrea y la ha hecho suya.
Prácticamente no se la ve. Dentro de un rato pasará el tren. Circula muy
despacio. Y eso está bien. A nuestro viejo monte se le ha añadido un elemento
nuevo, moderno. Un tren con pequeños vagones rojos que se arrastra hacia
arriba, retumbando. Así son las cosas en esta vida, muchacho. Así son.

Mujer

Suponemos que en esta parte Aga Akbar


ha escrito acerca de sus amigos.
También sobre su mujer.
Todos los pájaros habían empezado a construir su nido, menos Aga Akbar.
Para él no había ninguna mujer disponible.
Los otros hombres fuertes que, como él, se habían construido una casa de
piedra ya tenían hijos, pero la de Akbar seguía vacía.
De manera que empezó a frecuentar prostitutas, afición ésta que se veía
facilitada por los numerosos contactos que tenía a causa de su trabajo de
reparador de alfombras.
Al cumplir los doce años, Kazem Kan lo había llevado al taller de un viejo
amigo suyo que vivía en una aldea próxima. Usa Jolam, o Jolam el Diestro,
fabricaba tinturas naturales utilizando flores y raíces de toda clase de plantas que
crecían en el monte del Azafrán. Gentes de los rincones más remotos del país
acudían a él en busca de los colores originales para fabricar sus tapices.
No obstante, el verdadero oficio de Usa Jolam era reparador de alfombras
antiguas. Siempre había piezas muy valiosas que habían sufrido algún daño y
que si no se restauraban a tiempo acababan por deshilacharse del todo. Pero éste
no es un trabajo que se encomiende a cualquiera, pues si el reparador no conoce
bien su oficio, en el dibujo original queda para siempre una marca, como una
herida reciente. Sin embargo, aunque Usa Jolam se contaba entre los mejores del
país, ya estaba viejo. La vista había empezado a fallarle y ya no podía trabajar.
Kazem Kan sabía que Akbar nunca sería un buen campesino. No tenía
madera de labrador, y tampoco lo veía pastoreando en el monte con un rebaño de
ovejas. Necesitaba hacer algo con las manos, o con las manos y la cabeza. Por
eso lo llevó a casa de su amigo.
–¡Salam aleikum, Usa! Aquí te traigo al muchacho del que te he hablado.
¡Eh, Akbar, ven a saludar a Usa!
El anciano hurgó en el bolsillo y sacó una hebra de color púrpura procedente
de una alfombra vieja.
–Ten, toma esta hebra y ve a cortar unas flores del mismo color.
De ese modo, Aga Akbar dio el primer paso en su carrera, en el oficio que
ejercería hasta el fin de sus días.
Durante tres años acudió a diario al taller de Usa. Iba por la mañana
temprano y volvía a casa al anochecer. Hasta que un día el anciano falleció. Sin
embargo, Akbar ya había acumulado suficientes conocimientos sobre la
reparación de alfombras y la elaboración de tinturas.
Si bien nadie podía ocupar el vacío que dejaba Usa, Akbar gozaba ya de
cierta reputación en la comarca. Los aldeanos lo apreciaban, confiaban en él, y
preferían que entrara él en sus casas, en vez de un extraño. Así pues, recorría las
aldeas una a una montado en su caballo, y de esa época datan sus contactos con
las prostitutas.

•••

Kazem Kan era muy selectivo a la hora de elegir una esposa para su sobrino.
No quería que fuese tuerta ni una campesina que tejiera alfombras. Buscaba para
él una mujer fuerte, con la cabeza bien puesta, organizada, que comprendiera
para quién debía traer hijos al mundo.
–No quiero para él una mujer cualquiera -decía-. Esperaré. Le encontraré una
buena esposa. No se morirá por seguir soltero unos años más.
Sin embargo, los otros hombres de la familia le objetaban:
–No lo compares contigo, Kazem Kan. Tú tienes mujer en todos los rincones
del monte del Azafrán, pero el muchacho no, y si no dejas que se case, acabará
por mal camino.
–Yo quiero que se case, pero no con una sorda, una coja o una tullida.
Desgraciadamente, no había en el monte del Azafrán ninguna joven fuerte,
sana e inteligente que quisiera a Akbar por marido. Y así fue cómo buscó y
encontró el calor de las prostitutas.
–¡Eh, Akbar! Ven, entra. Ven a mirar mi alfombra. ¿Podrías arreglármela?
Pasa, siéntate un momento aquí conmigo. Se te ve cansado. Deben de dolerte los
brazos, y también la espalda. ¿Te apetece un té? No me mires así. Deja que me
siente a tu lado. Dame la mano. ¿A que está calentita?
Para saber algo más sobre las relaciones que mantenía Akbar con las
prostitutas, había que recurrir a Seyed Shoya, su amigo de la adolescencia.
Seyed era ciego de nacimiento, pero poseía un oído excelente. Percibía los
sonidos como un perro y siempre contestaba de mala manera a todo el mundo.
Los hombres no se metían con él, pues sabían que se enteraba de todo lo que
hacían.
Seyed Shoya conocía por su nombre de pila a todas las prostitutas que vivían
en el monte del Azafrán y sabía qué aldeanos las frecuentaban. Los reconocía
inmediatamente por sus pisadas:
–¡Eh! ¿Por qué pasas de largo con tanto sigilo? ¿Acaso querías eludirme?
¿Por qué, si puede saberse? ¿Es que has vuelto a hacer alguna maldad con esa
cosa que llevas dentro de la bragueta? ¡Anda, ven, dame la mano! No temas, que
no voy a chivarme.
Al caer la tarde, solía recostarse contra el árbol centenario que había a la vera
del camino, y cuando las muchachas volvían de la fuente con los cántaros llenos
de agua, reconocía por las pisadas a la que le gustaba:
–Salam aleikum, luna mía. Déjame ayudarte con el cubo.
Ellas se reían de él, y él se mofaba de ellas.
–¡Largo de aquí! – les decía-. Con esas nalgas de elefante que tienes, será
mejor que no te sientes en el suelo, no vayas a hacer un hoyo en la tierra.
Nunca tenía dinero, ni falta que le hacía, pues Akbar pagaba por él.
Los que no temían sus respuestas destempladas le lanzaban pullas al
respecto:
–Eres un parásito. Le chupas el dinero a Akbar.
Pero era demasiado arrogante para molestarse por esos comentarios.
Había otra persona que compartía sus secretos con ellos dos: Yafar, el
Hombre Araña.
Yafar era un muchacho minusválido que apenas podía mantenerse en pie, por
lo que se veía obligado a desplazarse a gatas a todas partes. Extremadamente
delgado y de cabeza pequeña, cuando se le veía arrastrarse por las calles con sus
piernas y brazos nervudos, parecía una araña. Sin embargo, no le habían puesto
el mote por esa razón, sino porque trepaba a los árboles como una araña de
verdad. Se le veía en sitios inaccesibles para las personas normales. Por ejemplo,
colgado de una rama, gateando por el mausoleo de la mezquita o apostado en la
ventana de los baños públicos para espiar a las mujeres.
Lo que no veía el ciego Seyed, lo veía Yafar. Y éste, al ser amigo de aquél,
también lo era de Akbar. Los tres componían un trío muy unido y emprendedor.
Incluso cuando iban a visitar a alguna prostituta al monte del Azafrán, lo
hacían juntos. A menudo se les veía subir la ladera, Yafar a cuestas de Seyed, y
éste agarrado del brazo de Akbar.
La presencia de Yafar era absolutamente indispensable, pues entendía mucho
de prostitutas. Nunca entraban enseguida y a la vez, ni hacían nada sin que Yafar
diera primero el visto bueno. Éste a menudo prevenía a Akbar gesticulando con
el dedo índice:
–¡Hazme caso! ¡No vayas sin mí! De lo contrario, se te pegará alguna
enfermedad y ya no podrás orinar del dolor.
Así hacían las cosas, y todo solía salir bien.
Hasta que un buen día, Yafar, que se había subido al tejado del retrete, oyó
algo inusual. Pegó el oído para escuchar y al instante comprendió lo que pasaba.
Sin perder un segundo, fue a donde estaba Seyed y le dijo:
–¡Eh, Seyed, te necesito!
–¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?
–El tonto ese está llorando en el retrete.
–Pero ¿qué dices? ¿Quién está llorando?
–Akbar; el muy necio no puede orinar.
Se acercaron a la puerta.
–¿Lo oyes? Está llorando.
–¡Demonios, es verdad! Pero a lo mejor llora por otra cosa.
–¡No, hombre, no! Nadie se pone a llorar en el retrete, si no es por eso.
–Espera. Déjame pensar un poco.
–No hay mucho que pensar. Está clarísimo. Tenemos que verle el pito, y
rápido. Así lo sabré enseguida.
Esperaron escondidos a que Akbar saliera del retrete.
–¡Ven aquí! – gesticuló Yafar.
Akbar comprendió de inmediato lo que pasaba. Quiso escapar, pero Yafar,
que era muy listo, saltó como una araña hacia él, lo agarró por el pie y lo hizo
rodar por tierra. Seyed también se precipitó sobre él y lo sujetó por el cuello,
espetándole:
–¡No te escapes, cabrón! Ven con nosotros.
Entre los dos lo arrastraron hasta el establo.
–¡Sujétalo bien! – exclamó Yafar, mientras trepaba a un poste y encendía
una lámpara de aceite. Seguidamente, le bajó los pantalones y le estudió el
miembro-. ¡Ya puedes soltar a este imbécil! Está enfermo.
A la mañana siguiente, bien temprano, partieron los tres a la ciudad en busca
de un médico.
Unos meses después, cuando Akbar ya se había curado, Yafar y Seyed
tuvieron una conversación a solas. Akbar había empezado a distanciarse de ellos,
y sabían por qué. Como amigos suyos que eran, consideraron que debían poner a
su tío al corriente. Una tarde, Yafar se subió a la espalda de Seyed con una
linterna en la mano y se encaminaron juntos hacia la casa de Kazem Kan.
–¡Buenas tardes! – saludó Seyed-. ¿Podemos pasar un momento?
–¡Pasad, pasad! Estáis en vuestra casa. Tomad asiento. ¿Queréis un té?
–No, gracias. Tenemos que irnos antes de que llegue Akbar. En realidad,
hemos venido a contarle algo. Somos sus mejores amigos, pero hay ciertas cosas
que no debemos callar. Hemos venido a decirle que nos preocupa su salud.
–¿Cómo es eso?
–Usted ya sabe que solemos salir los tres por ahí, y a veces pasan cosas,
aunque luego todo suele arreglarse. Pero en esta ocasión es distinto: a Akbar se
le ha ido la mano.
–¿Qué quieres decir? ¿Qué ha hecho?
–Yo no veo, pero tengo dos buenos oídos. Y Yafar lo ve todo muy bien. En
realidad, mejor que se lo cuente él, pues es quien lo ha visto.
–Cuéntame, Yafar. ¿Qué has visto?
–¿Cómo decirlo? Akbar suele ir a menudo, por no decir casi todas las
noches, a dormir a casa de una prostituta. Creo que… está enamorado de ella.
Tal vez eso no sea grave. Ella es joven y… muy amable, y estoy convencido de
que ella lo quiere bien. Sin embargo, creemos que esto ha ido demasiado lejos.
¿Verdad, Seyed? Eso es todo. Esa mujer no tiene nada de malo. Es joven y está
sana, pero nos ha parecido que debíamos contárselo. ¿Verdad, Seyed?
–Así es -subrayó-. Sí, sí, eso es todo. Y ahora vámonos, antes de que vuelva
Akbar.
Kazem Kan sabía que el tiempo apremiaba y que debía hacer algo por su
sobrino. De lo contrario, llegaría un momento en que nadie querría entregarle a
su hija. Hubo de reconocer que no había logrado encontrar en ninguna parte a la
esposa ideal para él, y decidió poner el asunto en manos de las mujeres de la
familia.
Éstas se pusieron manos a la obra y se lanzaron a la búsqueda, pero al poco
tiempo decayó su entusiasmo. Ninguna de las jóvenes con las que hablaron
parecía encajar en la familia. Una por ser hija de un mendigo, otra por tener
hermanos ladrones, la tercera por carecer de senos y la cuarta por ser tan tímida
que ni siquiera se había dejado ver.
Desgraciadamente, tampoco ellas fueron capaces de encontrarle una esposa a
Akbar.
Sólo les quedaba una puerta a la que llamar: la de Zeineb Jatun, la vieja
celestina del monte del Azafrán. Ella siempre tenía un par de muchachas
disponibles.
Sin duda, Zeineb encontraría una compañera idónea para Akbar. Era adicta
al opio, y con llevarle un rollo del que fumaba Kazem Kan, todo se arreglaría.
Zeineb Jatun vivía en una casita a las afueras del pueblo, al pie de la
montaña. La mayoría de sus clientes eran hombres solteros en busca de esposa.
–Zeineb Jatun, ¿conoces alguna muchacha para mí? ¿Una joven buena que
me dé hijos sanos?
–No, no tengo ninguna para ti, ni buena ni mala. Te conozco. Les pegas a las
mujeres; recuerdo lo que le hiciste a tu última esposa. Lárgate y pídele a tu
madre que te busque una.
–¿Por qué no me invitas a pasar? ¿Qué me dices de este medio rollo de opio
amarillo que te he traído?
–Pasa. Sería bueno que sonrieses de vez en cuando, y que te afeitases. Con
esa barba y esos horribles dientes amarillentos es imposible que te encuentre una
mujer.
Otras veces llamaba a su puerta alguna madre anciana.
–Zeineb Jatun, estoy vieja y aún no tengo nietos. Si te esmeras en
proporcionarle una mujer a mi hijo, te regalaré un hermoso velo, uno de verdad,
de La Meca.
–Sí, la gente me promete el oro y el moro, pero en cuanto consigo esposas
para sus hijos, desaparece. Ve a buscar ese velo, así me darás tiempo para
pensar. Aunque no creas que será fácil. Las mujeres difícilmente se casan con
hombres a los que se les cae la baba sin cesar. Pero ya pensaré en alguna para él.
Anda, date prisa, no vaya a ser que me muera esta misma noche y mañana
tengan que enterrarme envuelta en mi velo viejo y raído. Ve a buscarlo; yo te
esperaré.
En contra de la voluntad de los varones de la familia, las mujeres metieron
un rollo de opio en el bolso de la tía de más edad, se pusieron el velo y se
encaminaron a la casa de Zeineb Jatun.
A los hombres les parecía impropio pedirle a esa celestina que les
consiguiera una esposa. Y, si bien era cierto que buscaban eso, en realidad lo que
querían era un vástago: un Ismail que pudiera cargar con el peso de Akbar.
Pero, como preferían que ese Ismail no fuese el hijo de una prostituta,
tuvieron que resignarse a que sus mujeres fueran a consultar a Zeineb.
Entre risitas nerviosas, las tías de Aga Akbar golpearon la puerta de Zeineb
Jatun.
–¡Bienvenidas! Pasad y tomad asiento.
Todavía en el pasillo, la tía mayor deslizó con torpeza el rollo de opio en la
mano de la casamentera.
–Yo no entiendo de estas cosas. Es de parte de Kazem Kan -dijo, y añadió
impaciente-: Seamos breves, Zeineb Jatun. Buscamos una buena chica, una
joven juiciosa para nuestro Akbar. Eso es todo. ¿Tienes algo para nosotras o no?
Las demás se echaron a reír. Les divertía la impaciencia de la tía.
–¿Si tengo una chica para vosotras? – dijo la experta anciana-. Aunque deba
explorar toda la montaña, algo encontraré. Si no le consiguiese una mujer a Aga
Akbar, ¿a quién se la conseguiría? Sentaos. Primero tomaremos un té. – Acercó
una bandeja con vasos y una tetera, y continuó-: Dejadme pensar un momento.
Una buena muchacha, sensata… Sí, creo que conozco a alguien. Es hermosa,
pero…
La tía no la dejó terminar.
–¡Nada de peros! – le soltó-. A mí no me vengas con una mujer a medias.
Quiero para mi sobrino una mujer entera, completa.
–¡Alá, Alá! ¿Por qué no me dejas acabar la frase? Alá se enfada cuando
hablamos así de sus criaturas. La joven a la que me refiero está sana como una
manzana y es hermosa, sólo que tiene una pierna más corta que la otra.
–Eso no importa, con tal de que pueda andar -le contestaron.
–¿Que si puede andar? ¡Pero si salta como una gacela! De todos modos, no
puedo preguntarle a Alá por qué le dio una pierna más corta que otra. Tal vez
exista algún motivo. Ahora que lo pienso, hay una muchacha que…, pero es un
poco sorda.
–No, no queremos una sorda para Akbar -dijo la tía.
–No es sorda del todo, sólo un poco. Es buena, y bonita, además; confiad en
mí. Ahora que lo pienso, es incluso mejor que la primera. Creo que Aga Akbar
necesita una mujer que ande bien, que tenga los pies firmes sobre la tierra. El
hecho de que sea sorda, tampoco es un problema tan grave. A Akbar no le
interesa hablar con ella.
–Puede que a él no, pero a los hijos que tengan sí.
–¡Dios me libre! ¡Las cosas que hay que oír! ¿Cómo podéis hablar así,
teniendo un sordomudo en casa? Alá se enfadará. Escoged a esta mujer. Tiene
una cara muy linda, bonitos brazos y un cuello del color de la leche, nalgas
firmes y muslos anchos. Aceptadla. Alá se pondrá contento con vuestra elección.
Al día siguiente, las mujeres fueron a conocer a la futura esposa de Akbar,
que vivía en una aldea vecina. La visita fue breve. Zeineb Jatun tenía razón: era
hermosa, aunque se la veía un poco enferma.
–¿Enferma? – dijo la celestina-. Puede ser. Tal vez un ligero resfriado.
Quizá…, ya se sabe, las mujeres… Pero enferma, no. Para el día de la boda, ya
se habrá puesto buena.
Así hechizó a las mujeres con sus palabras y, satisfecha, se despidió de ellas.
Una semana después, al atardecer, los hombres acompañaron al novio desde
los baños hasta su casa.
Vestido con su traje, Aga Akbar tenía un aspecto sano y vigoroso. El ciego
Seyed Shoya iba a caballo para oficiar de testigo, con Yafar, el Hombre Araña,
sentado delante de él y sujetando las riendas. Así ascendieron la colina hasta la
casa, a la que poco después las mujeres llevarían a la novia, con una reata de
siete mulas.
Todo el mundo esperaba fuera, oteando a lo lejos para ver llegar el cortejo.
Las siete mulas no tardaron en aparecer. Las mujeres lanzaron grititos
festivos y los músicos del pueblo comenzaron a tocar. Aga Akbar ayudó a su
prometida a apearse de su montura, la llevó del brazo hasta el patio, cumpliendo
la tradición, entraron en la habitación nupcial y cerró la puerta.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que sucedió allí. Nadie, excepto una anciana
que se había escondido detrás de las cortinas para poder dar fe de que todo había
salido bien, de que el matrimonio se había consumado.
En cuanto el novio y su prometida desaparecieron en el interior, todos
abandonaron el patio. Los ancianos se reunieron a fumar hasta que llegó la mujer
y anunció:
–Ya está. Lo ha hecho.
Los hombres exclamaron a coro:
–Alaho masale aala Mohamad wa aale Mohamad (…). Saludemos a
Mahoma, el profeta, y a sus deudos.
A Ismail, en su condición de hijo de Akbar, le relataron más detalles de
aquella historia. Para entonces ya habían fallecido algunos parientes mayores,
entre ellos Kazem Kan. Un día en que Ismail se dirigía a la aldea, su tía, entrada
en años, lo invitó a entrar en su casa.
¿Qué edad tendría entonces? ¿Quince años? ¿Dieciséis? Por aquella época
solía ir a visitar el lugar en que había nacido su padre, y pasaba todo el verano en
la casa de campo de la familia. Quería saber más sobre el pasado de su
progenitor.
–Ismail, hijo mío -dijo la tía-, dame la mano. Pasa, pasa, hijo mío, adelante.
Aunque sus ojos ya no veían, lo miraba fijamente, y expresó su admiración
por el muchacho pronunciando las palabras divinas:
–Fa tabarek alah ahsan al jalegi. Cuando Dios creó al hombre, se enamoró
de su propia obra. Dios dijo: «Fa ta ba rekalah ahsanal jalegin. Mirad, mirad
qué hermosa criatura he creado: el hombre.»
Ismail no era un hijo más de la familia, sino el hijo que la familia había
esperado tanto tiempo. Rezaban por él, para que algún día fuese lo bastante
grande y sano para brindar apoyo a su padre. Era para todos un regalo del cielo.
El primogénito de Akbar. Exactamente lo que todos deseaban. No podía ser otra
cosa que la voluntad de Dios.
La tía condujo a su sobrino hasta el patio.
–Antes de morirme, debo contarte algo sobre la boda de tu padre. Ven,
sentémonos allí. He extendido una alfombra debajo de mi viejo nogal.
Recostada contra el tronco, continuó:
–Te diré cómo fue todo. Metí un rollo de opio amarillo en el bolso y fui con
las otras mujeres a ver a la alcahueta para conseguirle una esposa a tu padre. Fue
un error. No debí hacerlo.
–¿Por qué?
–En realidad, no hicimos bien nuestro trabajo, la tarea que nos habían
encomendado. Por eso Dios nos castigó.
–¿Cómo que las castigó?
–Porque nos olvidamos de que el propio Dios se ocupaba de Akbar.
Queríamos casarlo por todos los medios. Actuamos como si no creyésemos en
Dios, como si no confiásemos en Él, como si hubiese abandonado a tu padre a su
suerte. Por eso nos castigó.
–Tía, no la entiendo.
–Las mujeres llevaron a la novia con siete mulas desde la aldea de Saruj
hasta la casa de tu padre. Yo uní sus manos y los conduje al dormitorio. Era yo
quien debía esconderse en aquella habitación detrás de la cortina.
–¿Detrás de la cortina?
–Así se hacía antiguamente. Debía observarlos a hurtadillas y ver qué
pasaba. Ver si la mujer… Hijo, mejor déjalo. ¡Ojalá se hubiese ocultado otra en
mi lugar! Yo los escuchaba y me di cuenta de que la cosa no iba bien. No
entendía qué ocurría, pero tuve el presentimiento de que Dios no estaba
conforme. Tu padre se acostó con ella. Era un hombre fuerte, de espaldas
anchas. Yo lo oía a él, pero a la novia no: ni un movimiento, ni una palabra, ni
un suspiro, ni un lamento, ni un grito de dolor, nada. Con todo, lo hicieron. Me
escabullí sigilosamente y fui a donde estaban reunidos los hombres para
comunicarle a Kazem Kan que lo habían consumado. Todos lanzaron gritos de
alegría, fumaron y comieron. Los festejos duraron siete días, pero ignorábamos
que Dios no estaba contento con nuestros actos. Y eso fue culpa mía. Como tía
mayor, tendría que haber sabido, tendría que haber mantenido los ojos abiertos y
ser paciente. Tendría que haberle dicho a todo el mundo que no debíamos
precipitarnos.
–¿Por qué?
–Estaba inquieta. La novia no había hecho ningún movimiento. Tenía que
haberse mostrado de algún modo. Asomarse un instante a la ventana, esbozar
una sonrisa, correr la cortina, pero no, nada. No hizo nada.
–¿Por qué me cuenta usted todo esto? ¿Está hablando de mi madre?
–No, hijo, no. Espera. La séptima noche, tu padre volvió a acostarse con su
mujer, y yo me retiré a mi habitación, aunque debía quedarme cerca de ellos
hasta la séptima noche. Estaba a punto de dormirme, cuando oí unos pasos
fuertes que se acercaban a mi cuarto. Era Akbar. Balbució algo que no alcancé a
entender, pero comprendí que algo grave pasaba. Me levanté de la cama y llevé a
tu padre al patio, iluminado por el resplandor de la luna. Le pregunté qué
ocurría, y me explicó mediante señas: «Fría. La novia está fría.» Fui corriendo a
su habitación y sostuve la lámpara de aceite cerca de su cara. Estaba fría como el
mármol, hijo mío. Estaba muerta.
–¿Muerta? – preguntó Ismail-. ¿O sea, que mi madre no fue la primera mujer
de mi padre?
–No.
–¿Por qué nunca me lo ha dicho nadie?
–Yo estoy diciéndotelo ahora, hijo. No tenía sentido que te lo contásemos
antes.
Años después, una tarde en que Ismail volvía a casa desde la capital, le dijo a
su padre:
–Ven, hay algo que quiero enseñarte.
Sacó de la bolsa la foto de una joven y se la tendió.
–¿Quién es? – preguntó Akbar por señas.
–No se lo digas a nadie todavía -contestó Ismail-. Tal vez algún día me case
con ella.
Akbar examinó atentamente el retrato y gesticuló, con una sonrisa:
–Es guapa. Pero ten mucho cuidado. Obsérvala. Escucha sus pulmones para
ver si funcionan bien. Si respira bien. Ya sabes que yo no oigo nada. Pero tú sí,
tú tienes buenos oídos. La respiración es muy importante.
–No tienes por qué preocuparte. La he escuchado, y respira como es debido.
–¿Y el pecho? ¿El pecho no le duele?
–No, nada en absoluto. Ningún dolor.
–¿Y los brazos?
–Estupendos.
Su padre sonrió.
–Fíjate también en el vientre.
Esa noche, Akbar le contó por primera vez a Ismail algunas cosas sobre su
primera mujer. Que tenía muchos dolores. Que padecía una enfermedad en el
tórax, o en el interior del pecho, en los pulmones. Seguía sin saberlo a ciencia
cierta.
–Ha de tener los senos bien calientes. Fríos no. No, no han de estar fríos.

El pozo

Los persas siempre están esperando a alguien.


En las canciones persas se alude a alguien que llegará.
Alguien que los liberará.
Esperan en su poesía. Esperan en sus historias.
Pero, en este capítulo, aquel que ha de llegar yace en un pozo.
Si uno se sitúa frente a la entrada de la cueva, ve a su derecha la cumbre del
monte del Azafrán y a su izquierda, una larga cadena de montañas de color
marrón y amarillo. En una de ellas hay un lugar muy especial que llama la
atención de inmediato. Sobre todo cuando se sube al monte por primera vez, la
mirada se queda allí prendida en cuanto uno comienza a contemplar la cordillera.
Ese sitio tan particular es de muy difícil acceso. Desde abajo, el sol sólo deja
ver una antigua pared de la montaña, que ha adquirido un perfil muy curioso por
la acción de la lluvia, la nieve y las heladas. Las únicas palabras que describen
de manera acertada el lugar son «singular» y «sagrado». Al pie de esa pared tan
misteriosa hay un pozo natural muy profundo, tal vez originado por una erupción
volcánica.
Para los fieles, ese pozo tiene un significado especial.

•••

Los musulmanes chiíes esperaron durante siglos la llegada de un mesías: el


santo Mahdi, al que consideraban un nayi, un redentor. Su convicción al respecto
difiere radicalmente de la de los suníes. Ellos creen que después de Mahoma, el
profeta, ha habido doce santos más. El duodécimo sucesor -o último santo, en
opinión de los chiíes-se llamaba Mahdi. Para ser más precisos: Mahdi ebne
Hasane Askari, que significa «Mahdi, hijo de Hasan Askari».
Mahdi era hijo de Hasan, que a su vez era hijo de Taji; Taji era hijo de Reza;
y éste, de Kazem; Kazem era hijo de Sadeq; Sadeq, de Yafar; Yafar, de Musa;
Musa, de Bager; y Bager, de Husein; Husein era hermano de Hasan; y Hasan,
hijo de Alí. Y éste era yerno de Mahoma, el profeta.
Hace catorce siglos, antes de morir, Mahoma convocó a todos sus fieles. El
libro sagrado cuenta que Mahoma subió a un camello, levantó a su yerno Alí
sujetándolo por el cinturón y exclamó: «Si me amáis, amad también a Alí. Alí es
mi alma, mi espíritu y mi sucesor.»
Los suníes creen que esa historia es un invento de los persas. Por eso siempre
ha habido disputas entre árabes y persas, guerras y matanzas.
El propio Alí fue asesinado de un sablazo en la espalda mientras rezaba en la
mezquita.
Su hijo y sucesor, Hasan, fue condenado a arresto domiciliario perpetuo. A
Husein, el tercer sucesor, lo decapitaron y colgaron su cabeza en un poste que
plantaron delante de la puerta de la ciudad. Bager, el cuarto, murió de una
enfermedad desconocida. A Musa le prohibieron salir a la calle durante el día,
aproximarse a una mezquita o aparecer en público. A Yafar le fue vedado hablar
a perpetuidad. A Kazem se lo llevaron detenido. A Reza lo envenenaron con uva
morada fresca, y su tumba se ha convertido en uno de los lugares más sagrados
de Persia.
De Hasan, el undécimo sucesor, no existen muchos datos, pero Mahdi, el
duodécimo y último, escapó a un atentado y buscó cobijo entre los persas.
Desde entonces ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los persas, en
su religión y en su literatura.
Aunque no figura en el libro sagrado ni en ningún otro, los aldeanos que
habitan el monte del Azafrán creen en la siguiente historia, que narran a sus
hijos:
La noche en que los árabes habían planeado asesinar al santo Mahdi, éste
huyó a nuestra patria, donde vivía la mayor parte de sus seguidores. Buscó
refugio en el extremo nororiental del país, es decir, entre nosotros. Primero a
caballo, luego en mula y finalmente a pie, Mahdi escaló nuestra montaña hasta
llegar a la cueva, donde permaneció varias noches.
Si uno se adentra en la gruta hasta lo más profundo, todavía puede
encontrar las cenizas de la hoguera que encendió entonces.
El santo quería quedarse más tiempo allí, pero los árabes que lo perseguían
lo localizaron. Mahdi continuó ascendiendo, hasta llegar a aquella pared
rocosa tan particular, donde le fue revelado que sería el último sucesor del
profeta Mahoma y que debía meterse en el pozo y esperar hasta que lo llamasen.
Han pasado siglos desde entonces. Y él sigue aguardando allí, en el pozo. El
pozo de Mahdi, hijo de Hasan Askari.
Así fue cómo aquel paraje montañoso pasó a convertirse en un lugar sagrado.
Año tras año, miles de peregrinos subían en mula hasta casi la mitad de la
montaña, a unos dos mil quinientos metros de altitud. Allí extendían sus
alfombrillas sobre las rocas, se sentaban, tomaban té, preparaban comidas y
conversaban hasta la madrugada, cuando la luna desaparecía detrás de la cima.
Entonces todos dejaban de hablar y se quedaban contemplando el lugar sagrado,
sumido en el más profundo silencio.
De pronto, una extraña luz iluminaba la pared de la montaña, una luz que
parecía provenir de alguna lámpara de aceite que estuviera en el interior del
pozo. Pero se extinguía de inmediato, y los peregrinos se arrodillaban para rezar.
Todos creían, y murmuraban entre ellos, que la luz era el reflejo del farol que
alumbraba las lecturas del santo Mahdi.
En efecto, el mesías leía en las profundidades, esperando el día en que
pudiera salir.
El lugar donde se encontraba el pozo era inaccesible para la mayoría de la
gente, y les estaba vedado a los extranjeros, especialmente a aquellos que
pretendían escalar las paredes con cuerdas y clavos.
Había aldeanos que, cual expertas cabras monteses, iban brincando de un
saliente a otro por los estrechos senderos de montaña hasta llegar allí. En la
aldea del Azafrán, sólo un puñado de hombres podía hacerlo. Uno de ellos era
Aga Akbar.
De niño, su madre le había hablado a menudo del santo.
–¿De verdad que vive allí, en el pozo? – le preguntó él una vez.
–Sí, de verdad. Dios está en el cielo y el santo, en el pozo.
–¿Tú lo has visto?
–¿Yo? ¡No, qué va! Yo no puedo llegar hasta allí. Pero algunos hombres sí lo
han logrado. Han mirado dentro y lo han visto.
–¿Quiénes? ¿Qué hombres?
–Los que llevan un pañuelo verde. ¿Nunca te has fijado? Suelen pasearse por
el pueblo bien erguidos y orgullosos.
–¿Yo también puedo tratar de ir alguna vez?
–Hay que tener fuerza en las piernas, y además ser muy listo y atrevido.
Akbar realizó varios intentos, pero una y otra vez se vio obligado a
abandonar a mitad de camino. En cierto punto, los senderos se estrechaban tanto
que ya no osaba dar un paso más. Eran senderos practicables una sola vez; luego
desaparecían. ¿Cómo regresar a casa por un camino que ha dejado de existir?
No había que pensar en esas cosas cuando uno subía a una montaña; de lo
contrario nunca se llegaba hasta el pozo. Pero ¿cómo arriesgarse a ir a un lugar
desde el cual probablemente no podría volver?
Ahí estaba el secreto. No se trataba sólo de tener fuerza en las piernas y ser
listo, sino que también era cuestión de necesidad, de haber alcanzado el punto en
que se renuncia a la vida, en que se la deja atrás, en que ya no se la necesita.
Sólo entonces lograba uno su propósito.
Akbar había alcanzado ese punto. La muerte de su esposa hizo que quisiera ir
al pozo para nunca más volver. Precisaba ver al santo, arrodillarse y decirle que
tenía miedo, que había perdido el coraje para vivir.
En el mismo momento en que depositaban a su esposa en la caja para llevarla
al cementerio, Akbar se escabulló por el fondo del jardín y emprendió la subida
a la montaña para olvidarse de la vida.
Todo el mundo lo buscaba. ¿Dónde podía haberse metido, justo cuando la
aldea al completo lo aguardaba en el cementerio?

•••
Kazem Kan decidió subir a la montaña en su busca. Presentía adónde había
ido, pero temía que no hubiese podido llegar hasta el pozo, que se hubiera caído
y que nadie pudiese ayudarlo.
Ensilló la mula, cogió los prismáticos e inició el ascenso, hasta que el animal
se negó a seguir…, no se atrevió a seguir. Kazem Kan se encaramó a un peñasco
y oteó con los prismáticos en dirección al lugar sagrado. No había ni rastro de
Akbar.
Volvió a mirar, por si acaso. De repente vio una figura de rodillas, con la
frente pegada al suelo…, ¿o estaba mirando el interior del pozo? No. Estaba
arrodillada, tomando apuntes en escritura cuneiforme.
–¡Increíble! – se dijo Kazem Kan en voz alta.
El bueno de Akbar había logrado llegar hasta el pozo.
¿Qué podía hacer por él? Nada. Nadie podía hacer nada por él. Kazem Kan
se rió de nuevo, y la montaña le devolvió el eco de su risotada.
–Lo ha conseguido. ¡Mi querido Akbar! ¡Bien hecho! ¡Bien por él! ¡Y bien
por mí! Que llore todo lo que quiera. Y que escriba. ¡Ja, ja, ja! Añoro mi pipa.
Dios mío, ojalá hubiese traído mi ración de opio. Me habría sentado aquí mismo
en la roca a fumar tranquilo, observando a Akbar.
¿Cómo iba a volver su sobrino? No había por qué inquietarse. Quien es
capaz de llegar hasta el pozo también sabe regresar. Las cabras monteses, que
son tan listas, siempre regresan.
¿Qué debía hacer? ¿Quedarse a esperarlo o volver a casa?
Se fue a casa, pues tenía un buen motivo para extender su alfombrilla de
fumar y celebrarlo. Quizá fuera poco adecuado, vista la reciente defunción de la
mujer de Akbar, pero también la familia de ella debería haberles advertido de
que su hija estaba tan enferma.
–No guardaremos duelo, sino que lo festejaremos; tenemos que ayudar a
Akbar a olvidar a la fallecida. Mañana, sin más tardanza. No, ahora mismo, esta
misma noche. Los llamaré a todos: «¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Subid al tejado!
¡Saludad a mi sobrino! ¡Ha conseguido llegar al pozo!»
Kazem Kan fue directamente a casa de su hermana mayor:
–¿Dónde estás? ¡Ve en busca de un pañuelo verde para Akbar! ¡Es nuestro
hombre! Nuestro Akbar lo ha conseguido. Está junto al pozo. Toma, ten los
prismáticos. ¡Date prisa! ¡Sube a la azotea y mira! ¡Todavía está allí!
Sin pérdida de tiempo, se dirigió a la mezquita, donde continuaban llorando a
la desaparecida novia, se apeó de la mula y entró corriendo.
–¡Atención! ¡Alá, Alá! ¡Mirad, traigo un pañuelo verde! ¡Coged estos
prismáticos y subid a la azotea para verlo antes de que anochezca! ¡Akbar ha
conseguido llegar al pozo!
En plena noche, cuando todos temían que nunca más volviese, una sombra
apareció en la plaza del pueblo. Akbar.
Llorando, Kazem Kan le colgó el pañuelo verde al cuello.
Antes de la llegada del ferrocarril, un gran misterio envolvía las
proximidades del pozo. Se decía que incluso los pájaros volaban más despacio y
bajaban la cabeza al pasar sobre él.
Sin embargo, con el tendido de la vía férrea todo cambió. Hasta entonces, el
pozo había sido sinónimo de inaccesibilidad, pero ya no era así. Aunque
resultaba difícil decir si la santidad del sitio había aumentado o disminuido con
la llegada del tren.
Durante los dos primeros años desde que el ferrocarril empezó a circular por
la montaña, el pozo sagrado continuó siendo inalcanzable.
Los montañeses hacían caso omiso del tren. Era como si esas extrañas
modernidades no tuviesen nada que ver con ellos. Bien mirado, ese ferrocarril
que llegaba hasta la frontera con los rojos era del sha Reza, no de las gentes del
lugar. Sin embargo, poco a poco se fueron habituando a la senda de hierro que
serpenteaba entre las rocas, y cada vez se veían más peregrinos andando por las
vías para subir la montaña.
–¡Mirad! ¡Un camino! ¡Un camino divino tendido a nuestros pies!
¿Por qué seguir cogiendo aquellos peligrosos senderos, habiendo una vía
férrea? Además, ésta permitía aproximarse un poco más al lugar sagrado. (De los
apuntes de Aga Akbar no se desprende que él también optara por ese camino.)
Una vez descubierto el nuevo itinerario celestial, la gente trató de enseñar a
las mulas a andar entre las vías, pero ellas se negaban: las traviesas con olor a
petróleo les daban miedo y no se atrevían a apoyar las patas en ellas. Sobre todo
las más viejas y experimentadas se resistían a hacerlo y se escapaban.
Intentaron utilizar animales más jóvenes. Por aquella época se veía a los
comerciantes dedicar días enteros, a veces hasta semanas, a instruirlos para que
apoyasen las patas en las traviesas.
Así llegó al monte del Azafrán una generación de bestias que, en cuanto se
les embadurnaba el morro con un poco de petróleo, se plantaban en medio de las
vías. Los peregrinos montaban entonces en ellas y emprendían la marcha.
Al principio, muchos no se aventuraban a subir de esa manera, sobre todo los
mayores. Pero no tardaron en aparecer por la montaña incluso ancianas con velo
que avanzaban entre los raíles sobre una mula, soltando risitas nerviosas.
El flujo de peregrinos creció rápidamente. Hombres de todas las comarcas
del país acudían a la aldea del Azafrán cargando a hombros a sus hijos enfermos,
sus mujeres enaguadas o sus padres enclenques, y alquilaban mulas.
Sin embargo, aquello no duró mucho tiempo. Los viernes por la tarde,
cuando sonaba, siempre de modo inesperado, el pitido del tren, a las bestias les
entraba tal pánico que se sacudían del lomo a los fieles y se precipitaban hacia
sus establos en la aldea. En una ocasión, un peregrino se rompió una pierna, y
otro incluso se partió la nuca. Otra vez, a una mula se le quedaron atascadas las
pezuñas entre las traviesas, y otra, a una anciana se le enganchó el velo en una
tuerca.
Un buen día llegaron unos camiones cargados de vallas y alambre de espino.
Decenas de peones traídos de la ciudad instalaron una cerca y tendieron una
alambrada para que ni una serpiente pudiese colarse a las vías.
Con todo, la gente descubrió un nuevo camino, una nueva manera de llegar
hasta el pozo sagrado, aunque no era para cualquiera. Estaba reservado a los
mozos fuertes y listos.
Al principio sólo unos pocos eran capaces de recorrerlo, pero su número fue
creciendo considerablemente. Los jóvenes se jugaban el tipo para conseguir el
pañuelo verde. Suponía un reto enorme. Un gran desafío. Tal vez la mayor
prueba de toda su vida.
Subían hasta donde ya no había alambre de espino, y allí, en una elevación,
esperaban en la oscuridad la llegada del tren. Cuando éste pasaba, saltaban al
techo.
Hasta ahí la cosa no resultaba muy difícil. Casi todos los que se atrevían lo
lograban. Pero después de unos quince minutos de marcha, el tren tomaba una
curva cerrada y ése era el momento decisivo. Los que viajaban encima debían
correr a toda velocidad por el techo para lanzarse a tiempo sobre cierto peñasco.
Una buena sincronización, flexibilidad de movimientos y arrojo constituían
los requisitos principales para aterrizar en el punto exacto.
Si no se lograba caer bien, al día siguiente el cadáver o el cuerpo maltrecho
del desafortunado era cargado a lomos de una mula.
Quien conseguía caer de pie sobre la peña y permanecer inmóvil, como un
tigre o como una auténtica cabra montés, debía dar enseguida una señal
convenida, pues toda la aldea esperaba con ansiedad en las azoteas. Si la cosa
acababa bien, había que disparar una flecha iluminada.
En cuanto se vislumbraba alguna señal desde la roca, un arquero encendía
una antorcha y la lanzaba al aire.
El resto de la marcha ya no era tan difícil. Lo único que había que hacer para
llegar hasta el pozo era escalar siete paredes un tanto empinadas. Pero eso casi
siempre lo conseguían.
Al día siguiente, cuando el afortunado regresaba temprano por la mañana, los
niños y los ancianos salían a su encuentro para darle la bienvenida. Todos
querían abrazarlo y tocarle los ojos, puesto que había visto el pozo y al santo
leyendo su libro a la luz de una lámpara de aceite.
La situación no podía seguir así. Como ya ha quedado dicho, Reza Kan
quería modernizar el atrasado país agrícola. Prohibió a las mujeres de Teherán
llevar velo. Sus policías metían en camiones a las que lo usaban y las encerraban
en calabozos. El sha encargó a París miles y miles de sombreros.
Su sueño se había hecho realidad. Sus trenes circulaban hacia los cuatro
puntos cardinales, hasta las fronteras del país. Reza Kan no vacilaba. Fuera el
clero, fuera la superstición y todos los santos que yacían en pozos aquí y allá
leyendo libros.
¡Fuera ese pozo! Ordenó que lo quitasen de en medio, que se librasen de él y
que enviasen a sus casas a los peregrinos.
¿Quién se atrevería a hacerlo? ¿Quién se atrevería a tocar el pozo y detener a
los fieles? Nadie. Prenderían fuego a la casa de quienquiera que lo intentara.
Sin embargo el sha insistía. No quería que subiese a la montaña ningún
creyente más.
Pero no le hacían caso. La gente seguía acudiendo hasta allí con sus
enfermos a cuestas y se ponía a rezar.
Hasta que un día aparecieron unos carros blindados de los que salieron
decenas de policías con armas en posición de abrir fuego.
–¡A casa! – gritó uno de ellos.
Nadie obedeció.
–Aunque sea una simple mula la que suba, la mataré a balazos. ¡A casa! –
repitió otro.
Un anciano se puso en marcha. El policía lo apuntó con el fusil, pero disparó
al aire.
–La ilaha ila alah -exclamó alguien.
–La ilaha ila alah -respondieron cientos de peregrinos, y comenzaron a
ascender todos juntos.
Nuevos disparos al aire.
No surtió efecto. Uno de ellos se atrevió a abrir fuego contra la multitud, y
dos hombres cayeron. Temerosos, los policías se precipitaron hacia los carros
blindados, perseguidos por los fieles, pero los conductores partieron a todo gas.
Al día siguiente se movilizó Qom, la ciudad sagrada. Los altos cargos
eclesiásticos que habían sido detenidos habían ordenado a sus seguidores que
hicieran huelga y cerraran los zocos.
Reza Kan se enfureció.
–¡Selladles el pozo sagrado a cal y canto! – exigió.
¿Quién osaría hacerlo?
Nadie.
–¡Pues entonces lo haré yo mismo! – dijo.

•••

Una mañana temprano, se oyó en el monte del Azafrán el pitido de un tren


muy curioso, más corto que los habituales. La gente comprendió enseguida que
se trataba de algo excepcional. Nadie había visto nunca uno tan corto. El pueblo
entero subió a la azotea para ver lo que pasaba. La extraña máquina se acercó
lentamente a la famosa curva desde la que los muchachos se arrojaban sobre el
peñasco, y detuvo la marcha. Reza Kan se apeó y, secundado por varios
asistentes, ascendió hasta el pozo sagrado. Cinco expertos escaladores, provistos
de sacos de cemento, palas y cubos de agua, subieron tras él. El sha extendió su
capa militar en un peñasco y plantó las botas en el borde del pozo. Nadie había
hecho eso en trece siglos.
–¡Traed aquella roca y ponedla aquí!! – exclamó.
Los cinco hombres la levantaron y, con manos temblorosas, la depositaron
en la boca del pozo.
Y así fue cómo éste quedó cerrado.
A continuación, el sha declaró los aledaños del pozo zona militar, a la que
sólo tendrían acceso las cabras reales.
Esa misma tarde voló a la ciudad sagrada de Qom, a la que llegó a
medianoche. Los comerciantes en huelga del zoco se habían reunido en la
mezquita dorada, donde un joven imán profería una ferviente alocución contra el
sha. Éste, desde la acera donde se había detenido a escucharlo, ordenó:
–¡Apresadlo!
Arrestaron a todo el mundo. A todo el mundo menos a un joven y astuto
clérigo llamado Jomeini, que se escabulló por los tejados.
Ni el diablo en persona habría podido sospechar aquella noche que,
cincuenta años más tarde, ese imán arrancaría de raíz el reino de Reza Kan.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los países aliados obligaron al sha a
abandonar el país. No tenía opción; lo enviaron a El Cairo y allí falleció.
Los mismos gobiernos occidentales ayudaron a su hijo (quien más tarde sería
conocido como el sha de Persia) a subir al trono.
A la sazón, Aga Akbar vivía en el monte del Azafrán. Habían pasado varios
años desde la muerte de su esposa, y aún no le habían encontrado una mujer
adecuada, por lo que con cierta frecuencia acudía a dormir con la joven
prostituta, lo que desagradaba a Kazem Kan. Un tiempo después, se le ocurrió la
idea de enviar a su sobrino a Ispahán.

Ispahán

Acompañamos a Akbar a Ispahán.


Allí tejemos alfombras. No hacemos nada más.
Nos sentamos todas las noches en el tejado de la mezquita
de Yome, una de las más antiguas de Persia,
a contemplar la oscuridad.
El poeta Pieter Nicolaas van Eyck (1887-1954), holandés de nacimiento,
consideraba que la vida era en realidad buena y bella, pues estaba llena de
misterios y sufrimiento. Uno de sus poemas más conocidos lleva por título «El
jardinero y la muerte».
Un noble persa cuenta:
Mi jardinero ha entrado esta mañana
gritando horrorizado: «¡Alá me valga!
Estaba yo podando los rosales
y ha venido la Muerte a visitarme.
Bañado en sudor frío me he escapado
del gesto de amenaza que ha esbozado.
¡Pronto, señor, dadme vuestro alazán
y esta noche estaré ya en Ispahán!»
Y salió volando… Sin embargo, esta tarde
me he encontrado a la Muerte en el parque.
Esperaba a que yo hablase el primero:
«¿Por qué has amenazado al jardinero?»
Ha sonreído y me ha dicho: «No quería asustarlo;
ha sido un gesto de sorpresa al encontrarlo
aún aquí, afanado en su rosal,
cuando esta noche he de llevármelo en Ispahán.»
Un poema conmovedor. Una historia conmovedora. Emocionado, Aga Akbar
se dirigió a caballo con Kazem Kan a una estación desierta para partir rumbo a
Ispahán.
Su tío quería mantenerlo alejado unos meses, o tal vez incluso un par de
años, de la aldea. Ya había convenido con un amigo suyo de Ispahán que le
enviaría a su sobrino.
Kazem Kan deseaba liberarlo del aislamiento del pueblo, que, según él, sólo
era propicio para los sordos, los ciegos, las mujeres ancianas y los hombres
fumadores. Ya era hora de que Akbar se fuese a vivir y trabajar solo y de que
conociera a otra gente. Pero ¿adónde podía mandarlo?
Fumar opio crea una adicción muy fuerte. Adondequiera que se vaya,
siempre se depende de una pipa, una tetera, un hornillo recién encendido, azúcar,
tazas de té especiales, una cuchara limpia, una alfombrilla y un lugar tranquilo y
seguro con vistas a una arboleda, unas montañas o un bonito paisaje.
Por eso, los fumadores de opio dependían unos de otros y mantenían
contacto entre ellos. En todos los rincones del país contaban con amigos o
conocidos que los acogían en sus casas para fumar.
Kazem, en particular, tenía muchos: poetas y famosos diseñadores de
alfombras, hombres todos ellos de elevada posición social, uno de los cuales
residía en Ispahán.
Llegó el tren y Aga Akbar subió a él. Era su primer viaje en ferrocarril.
Kazem Kan le había metido en el bolsillo un papelito en el que había apuntado
lo más importante: el nombre y las señas de su amigo de Ispahán, su propia
dirección en la aldea y la dirección telegráfica del sargento al mando de la
gendarmería.
Akbar abandonaba por primera vez su pueblo natal y viajaba a Ispahán, la
ciudad que algunos llaman «el ombligo del mundo», donde pueden admirarse las
mezquitas más antiguas de Persia, a las que siglos atrás los constructores de
templos dotaron de las más hermosas tonalidades azul celeste y cuyas paredes
adornaron con miles de dibujos misteriosos que te hechizan de tal modo que ya
no sabes dónde estás ni adónde vas.
Detrás de la mágica plaza de Nagshe Yahan hay un cementerio antiquísimo,
donde aún hoy pueden verse restos de lápidas de la época de los sasánidas. En él
está sepultado el jardinero persa, es decir, el de aquel poeta holandés. En su losa
se lee el texto siguiente: «Aquí yace el jardinero, el hombre que un día escapó
durante un momento a la Muerte.»
Desde esa tumba puede verse, a lo lejos y un poco hacia la izquierda, un
cedro gigantesco. El milenario sendero empedrado que conduce a él a través de
los rosales desemboca en un zoco, el más antiguo del país y el más hermoso que
existe en el mundo musulmán. Allí pueden admirarse las más fabulosas
alfombras persas. En todas las tiendas hay apiladas cientos de ellas. Al fondo
suele haber un taller donde trabaja algún experto tejedor entrado en años, que en
realidad no teje alfombras, sino que las restaura. Las que se venden en el zoco
son muy caras, y a veces esas piezas únicas se dañan. Por eso, siempre tiene que
haber un reparador experimentado, un maestro, capaz de hacer maravillas con la
aguja y un manojo de hebras de colores.
En una de esas tiendas trabajaba un conocido reparador de alfombras
llamado Bejzad ebne Shamsololama, cuyos dedos tenían magia pura. Era él
quien aguardaba a Aga Akbar en la estación de Ispahán.
El tren llegó tras veintitrés horas de viaje.
Aga Akbar descendió.
–Presta atención a lo que voy a decirte -le había insistido su tío-. Cuando
bajes del tren, espera allí hasta que acuda a recogerte un hombre mayor con
gafas y bastón.
Todo debió de salir bien, puesto que pasado un tiempo podía verse en el
salón de la casa de Akbar, sobre la repisa de la chimenea, una foto en blanco y
negro en la que aparecía posando junto a un hombre que llevaba gafas y un
bastón. Observándola con detenimiento, se distinguía vagamente, en una pared
del fondo, un cartel con la leyenda «Ispahán» en persa.
Aga Akbar vivió allí año y medio, trabajando de sol a sol en aquella
trastienda. Cuando el taller cerraba, él se retiraba a su habitación de la azotea.
La ciudad le causó un gran impacto. Más tarde haría continuas referencias a
ella. Cuando veía en alguna parte una alfombra de Ispahán, decía:
–Mira, está hecha en Ispahán. ¿Has estado allí alguna vez?
Aprovechaba cualquier ocasión para contar cosas de las mezquitas. Señalaba
al cielo para describir los azulejos de la del jeque Lotfolah, una de las más
hermosas de la ciudad. Un templo construido como desafiando al templo del
universo.
Y para expresar su admiración por la antiquísima de Yome, cogía un ladrillo,
lo levantaba y lo dejaba caer. Con eso quería decir que las piedras con las que
había sido construida procedían del cielo.
Cuando se refería al zoco, se llevaba la mano a la boca y miraba extasiado
alrededor, queriendo indicar con ello que a veces extendían allí alfombras
mágicas, que hacían que se te abriera la boca de asombro.
Pero ¿cómo explicar en aquel sencillo lenguaje de gestos lo que era Ispahán?
Simplemente, la gente no lo entendería. Necesitaba un hijo, un Ismail que
supiera transmitir el significado de sus mensajes.
–¿Y qué otras cosas hacías allí, es decir, por las noches cuando terminabas el
trabajo, o los viernes, cuando librabas, qué hacías, aparte de reparar alfombras?
–Los viernes acudía a la oración. Iba muchísima gente.
–¿Y después?
–Me quedaba en la mezquita hasta que caía la noche.
–¿Y luego?
–Subía al tejado a contemplar la oscuridad.
–¿Y qué más?
–¿Cómo que qué más?
–¿Y las otras noches? ¿Qué hacías las otras noches?
–Mirar.
–¿Cómo? ¿Mirabas la oscuridad todas las noches desde la azotea?
–Observa mi pecho, aquí, a la izquierda. Sentía algo. No sé qué, pero algo
me dolía. No, no era dolor. Era otra cosa. Un sentimiento… ¿Cómo explicarlo?
Quería volver.
Por fin le permitieron regresar a su casa.
–Caí enfermo. Ya no podía reparar alfombras. Me dolía la cabeza. Elegía las
hebras equivocadas. En vez de una verde, escogía una azul. Eso no estaba bien.
Fui a donde el patrón, apoyé la frente en el dorso de su mano y me eché a llorar.
El anciano acompañó a Akbar hasta la estación y se despidió de él. Tras un
largo viaje, el tren se detuvo a media noche en el pequeño apeadero del monte
del Azafrán. El revisor le avisó que había llegado, Akbar se bajó y se dirigió a la
montaña para empezar una nueva vida.
Pero, a mitad de camino, tomó un sendero que, después de una hora de
subidas y bajadas, lo condujo hasta la casa de la joven prostituta.
Golpeó la puerta, pero la joven no abrió, temiendo que fuese un borracho.
Volvió a llamar. No hubo respuesta. Entonces él le gritó:
–Aaiaaá iaiaiaiá aaaiaiá iá iá aiá aiá iá.
–¿Akbar, eres tú? – contestó una voz desde arriba.
La muchacha bajó a abrir, lo abrazó y lo hizo entrar. Él se quedó a dormir, y
pasaron juntos el día siguiente. Sólo al caer la tarde, regresó a su casa.
Cuando a la mañana siguiente se encontró en la plaza del pueblo, refiriendo a
los pueblerinos las maravillas de Ispahán, todos le miraban las manos. Los
colores de las alfombras que aún le teñían los dedos eran diferentes de los que
utilizaban en las aldeas. El azul de Ispahán procedía del cielo, el amarillo estaba
copiado del color de las piedras centenarias, y el verde era distinto del de la
hierba del monte del Azafrán.
Todos sabían que Akbar había aprendido nuevas técnicas: los estilos de
Ispahán.
También lo fue demostrando en la práctica. Los clientes le pedían que fuese
a sus casas, con un interés que nunca antes habían mostrado.
¿Que ha caído una brasa incandescente en la alfombra? No importa. Akbar la
repara. Hace desaparecer el agujero como por arte de magia. ¿Que una rata ha
roído un trozo de la alfombra que forma parte de la dote de la novia? No llore,
tranquilícese. Salgo ahora mismo a buscar a Akbar.
La gente lo recibía como a un noble, y él se comportaba como un verdadero
maestro, orgulloso de su buen trabajo. Siempre llevaba colgada al hombro la
bolsa de cuero para las herramientas que se había traído de Ispahán. Cuando
llegaba a casa de algún cliente, desmontaba del caballo, se ponía la bolsa bajo el
brazo y llamaba a la puerta. Exactamente igual que el viejo Shamsololama.
Enderezaba la espalda y preguntaba:
–¿Dónde está la alfombra?
En una ocasión, Ismail le preguntó a Kazem Kan:
–¿Por qué mandó usted a mi padre a que aprendiera ese oficio?
–Pues mira, hijo mío: tejer alfombras no era una actividad que tuviese mucho
que ver con nuestra familia; ni siquiera nuestras mujeres se habían dedicado
nunca a ella. Eso era más bien para aldeanos corrientes y campesinos que en las
largas noches de invierno no tenían nada que hacer. Sin embargo, quise que
aprendiera ese oficio; aunque pronto me di cuenta de que no estaba hecho para
él. Tu padre necesitaba ser libre, poder moverse. No era capaz de dedicar dos,
tres o incluso cinco años a fabricar una pieza. Precisaba algo que lo ocupara un
par de horas, no más. Por eso pensé que lo de reparador le iría bien. Arreglar
alfombras no es un trabajo tedioso; puede resultar incluso muy interesante. No
creas, se necesita cerebro para ello. En realidad, hay que ser un artista.
¿Entiendes lo que quiero decir? Y yo sabía que tu padre tenía alma de artista.
–¿De artista?
–Así es, de artista, de dibujante, de…, ¿cómo decirlo? Por aquella época no
se hablaba de esas cosas. Había que salir a trabajar, tejer, segar, arar, ganarse el
pan. ¿Tú qué habrías hecho en mi lugar? Reparar alfombras, hijo mío, era el
mejor oficio que podía aprender. Por todas partes hay piezas dañadas que
necesitan arreglo. Tu padre podría ir a donde hiciera falta. De esa manera podría
ganarse el sustento, tejiendo, tiñendo, cepillando y diseñando como un artista.
En las alfombras uno puede plasmar sus pensamientos. Tu padre era un poeta
sordomudo y analfabeto. Ya te lo he dicho en alguna ocasión. Necesitaba
canalizar sus pensamientos de algún modo, ya fuese en su cuaderno de escritura
cuneiforme o en el agujero de una alfombra.
Así pues, con su cuaderno en el bolsillo y la bolsa de herramientas al
hombro, Akbar iba cabalgando de pueblo en pueblo.
Nadie sabía cuándo se sentaba a escribir. Y menos aún sobre qué. El
cuaderno se había convertido en parte de su persona, estaba inseparablemente
unido a él, como su corazón, que bombeaba sin que nadie reparara en ello. Pero
Ismail sí sabía cuándo escribía su padre, cuando necesitaba plasmar las cosas
que no comprendía y que no alcanzaba a explicar con su lenguaje de gestos.
Cosas inalcanzables, incomprensibles, impalpables, que de pronto lo conmovían
y que se quedaba contemplando impotente. La muerte, por ejemplo, o la luna, la
lluvia que caía, el pozo y, por supuesto, el amor: aquella sensación indescriptible
que afectaba al corazón. Y también los acontecimientos más relevantes que
habían jalonado su vida, uno de los cuales ocurrió cuando se dirigía a la aldea de
Savodshbolaj.
Aga Akbar le había relatado varias veces la historia, e Ismail entendía más o
menos de qué trataba, pero los hechos no le quedaban del todo claros.
Un buen día, cuando tendría diez o doce años, su padre se lo llevó con él.
–¿Adónde vamos?
–Ya lo verás -gesticuló-. Tengo un amigo que vive por aquí. Él sabrá
contarte la historia. Conoce todos los detalles.
–¿A qué historia te refieres?
–A la del servicio militar. Ya sabes. Anda, vamos, acelera un poco el paso.
Ismail habría preferido no seguir subiendo. Cuando al cabo de hora y media
de marcha alcanzaron el pueblo, Akbar pasó de largo sin detenerse. Empezaba a
oscurecer y los aldeanos ya estaban encendiendo las lámparas de aceite.
–¿Adónde vamos ahora? – protestó Ismail.
–A aquella casa. ¿La ves? Allí a lo lejos, donde hay una luz.
Akbar no había considerado en ningún momento que la ascensión pudiese
ser demasiado agotadora para su hijo, que los niños de ciudad eran distintos de
los que vivían en las montañas.
–Venga, ya casi estamos.
Después de otra media hora, llegaron por fin a la casa, vigilada a ladridos por
un enorme perro negro.
Un campesino salió a su encuentro con una lámpara en la mano.
–¿Quién anda ahí?
Con su voz muda, Akbar gruñó:
–¡Aka, Aka, Akba, Akba, Isma, Isma, Isma!
–Ah, eres tú, Akbar… Salam aleikum! ¿Cómo te llamas, chaval? ¡Adelante,
adelante! ¡Quieto, chucho! Vamos, pasad.
El perro desapareció en la oscuridad y entraron en la casa.
–Ismail… De modo que te llamas Ismail, hijo de Aga Akbar. ¡Alá sea loado!
Sabía que Akbar tenía un hijo, pero no esperaba encontrarme un jovencito tan
educado e inteligente. ¡Qué honor! Bienvenidos a mi modesta morada. Pasa,
pasa, muchacho. ¡Huy, qué alegría! ¡Qué honor! – Seguidamente, llamó a su
esposa-: ¿Dónde estás? ¡Ven a ver quién ha venido!
Ella acudió y miró sorprendida a Akbar, que tenía a Ismail cogido por el
hombro.
–¿Así que éste es tu hijo? – gesticuló-. ¡Por Alá! ¿Quién hubiese dicho que
Aga Akbar llegaría a tener un hijo así? – Besó a Ismail en la frente-. Bienvenido
seas, muchacho. Nosotros no tenemos descendencia, de modo que tú serás
nuestro hijo. Bienvenido. Ésta es tu casa. Somos amigos de tu padre. Pasa,
siéntate en aquella alfombra si quieres.
La mujer entró en la cocina, y un momento después apareció con una gran
bandeja de latón llena de viandas sobre la cabeza.
Mientras comían, hablaban del pasado, sin que Ismail tuviera que traducir
nada, pues se entendían a la perfección. Finalmente, llegó el momento de pedirle
al campesino que le narrase la historia de su padre.
–¿Es que todavía no la conoces, muchacho? Pero, claro, ¿cómo habrías de
conocerla si aún no te la he contado…?
Akbar seguía con atención los movimientos de la boca de su amigo, como si
pudiera oír sus palabras.
–¿Sabes quién es el sha Reza Kan? ¿Alguna vez has oído o leído algo de él?
–¡Por supuesto! En el libro de la escuela hay una foto suya en blanco y
negro. Lleva una capa militar y un bastón bajo el brazo.
–En efecto. ¡Por Alá, los niños de ahora! Lo saben todo. Así es; era el padre
del actual sha. Cuando Reza Kan era joven, aún no existía el servicio militar,
pero cuando se convirtió en sha, ordenó que todos los muchachos lo hicieran.
Nosotros, por supuesto, nos negábamos. Porque ¿quién iba a labrar la tierra?
¿Quién iba a arar y segar mientras tanto? Si nos ausentábamos durante dos años,
los campos se echarían a perder. Por eso, en cuanto veíamos aparecer a un
gendarme, corríamos a escondernos en las azoteas o en los pajares de los
establos. Pero, a veces, entraban de repente en el pueblo decenas de ellos y
prendían a todo mozo que encontrasen. ¿Te imaginas, muchacho? Te agarraban,
te metían en una furgoneta y te llevaban con ellos. Y ya no regresabas a tu casa
en dos años. Reza Kan era muy severo.
–¿A usted también lo cogieron?
–Así es, y me dieron una paliza. Un buen día apareció una de esas furgonetas
y bajaron de ellas un montón de gendarmes. Todos los mozos pusieron pies en
polvorosa y corrieron a ocultarse en las azoteas, en los pozos de agua, en lo alto
de los árboles… No puedes imaginar los escondites que elegían. En cuestión de
segundos, no quedaba un solo joven en el pueblo. Los policías empezaron a
disparar al aire, justo cuando tu padre atravesaba la plaza desierta montado en su
caballo, camino del trabajo.
–¿Y dónde estaba usted en ese momento? ¿Escondido?
–Eres un muchacho muy listo. Prestas atención. Yo estaba tumbado en la
azotea de la mezquita sin apartar la vista de los gendarmes.
Akbar se rió.
–¿Te acuerdas? – gesticuló el campesino-. Akbar, ¿lo recuerdas? Ellos
disparaban al aire y…, claro, tú no oías los tiros.
–No, no los oía -confirmó Akbar dirigiéndose a Ismail.
–Pues bien, él atravesaba la plaza con la espalda erguida, cuando divisó a
unos gendarmes armados. Se detuvo un momento a mirarlos, y luego continuó su
camino tranquilamente. «¡Alto!», le espetó uno. Pero Akbar no lo oyó. «¡Alto,
he dicho!» No había nadie en la plaza que pudiera explicarle a aquel hombre que
Akbar era sordomudo. «¡Alto! – ordenó por tercera vez-. ¡Si no te detienes,
disparo!» ¡Por Alá, qué momento! Y yo, tumbado en la azotea, observándolo
todo.
–¿Y qué pasó?
–La cosa no fue nada difícil. Bueno, en realidad sí lo fue. Lo único que tenía
que hacer era ponerme en pie y gritar: «¡No! ¡No dispare!»
–¿Y lo hizo?
–Por supuesto. Me levanté enseguida con los brazos en alto y grité: «¡Es
sordo! ¡No disparen! ¡Es sordo!»
–¿Y qué ocurrió?
–El agente me apuntó con el fusil y me dijo: «¡Abajo!»
–¿Y mi padre?
–Él no oía nada, y no se dio cuenta de lo que pasaba. Continuó su marcha
como si tal cosa. Los gendarmes querían cogerme primero a mí. «¡Baja de ahí!
¡Salta!», me gritó el que me estaba apuntando. ¡Pretendía que saltara desde lo
alto de aquella azotea! ¿Te has fijado en la mezquita de la plaza?
–No, no hemos pasado por el pueblo.
–Tiene un tejado muy alto. Yo salté. Todavía me duele el talón del pie
derecho, muchacho. En fin, me ataron las manos con una cuerda y me obligaron
a subir a la furgoneta. Luego fueron en busca de tu padre. No se creían que fuese
sordomudo.
–¿Por qué?
–Porque no. Porque lo veían montado en su caballo con la espalda recta y
con mucho aplomo. No podían creer que los oídos de un hombre así no oyesen,
y que no hablase.
–Y entonces ¿lo detuvieron?
–Así es. Le quitaron el caballo y le pegaron una paliza. Luego lo ataron y lo
metieron conmigo en la furgoneta. Y así fue cómo tuve que hacer el servicio
militar durante dos años.
–¿Y mi padre?
–Es una larga historia; mejor tomemos un té primero.
La campesina llevó té para Akbar y su marido, y unos bollos dulces para
Ismail.
–¿Nunca te habían contado esta historia?
–No de esta manera. Mi padre ha intentado contármela muchas veces, pero
no me imaginaba que hubiera sucedido así.
–Yo la he oído más de un centenar de veces. Tu padre solía visitarnos muy a
menudo. Y nada más sentarse, todos empezaban a hablar de los gendarmes y el
servicio militar.
El campesino apuró el té y continuó la narración.
–Les juré a los policías que Akbar era sordomudo. Pero no me hicieron caso
y nos llevaron a un cuartel de la ciudad. Claro, por aquel entonces mucha gente
fingía ser sordomuda para librarse del servicio militar. Muchos afirmaban que
eran ciegos, aunque no lo fuesen. Otros se cortaban el dedo índice para no poder
apretar el gatillo. Por eso se negaban a creer a tu padre. Y lo metieron en un
calabozo.
–¿Como un presidiario?
–Así es.
–¿Y él qué hizo?
–No lo sé. Para mí que no entendía lo que pasaba.
–¿Cómo es posible? Algo debía de entender. ¿No sabía qué era el servicio
militar?
–Creo que no. Y yo tampoco exactamente. Tenía miedo; todos teníamos
miedo. Hasta las muchachas del pueblo lloraban por nosotros, pensando que
nunca más regresaríamos.
–¿Por qué lo encerraron?
–A los sordomudos los metían en una celda y no les daban nada de comer
durante mucho tiempo, y tampoco de beber, ni una gota de agua, hasta que al
final abrían la boca y rogaban: «¡Agua, por favor, un poco de agua! Oídme, que
no soy mudo, agua, ¡por favor, una gota de agua!» Yo temía que Akbar se
deshidratase. Tenía que hacer algo.
–¿Y no podía usted ir a ver a algún oficial, o a algún general? – le preguntó
Ismail.
–No, esa gente era inalcanzable. Y tampoco me atrevía. Había vivido
siempre en el pueblo, nunca había estado en la ciudad, jamás había visto a un
oficial ni a un general. Pero entonces ocurrió algo que empeoró las cosas.
Encontraron un cuaderno muy extraño en el bolsillo del abrigo de tu padre.
–¿Qué cuaderno? – preguntó Ismail.
–Yo no sabía nada de la existencia de ese cuaderno. Y menos aún que lo
llevase encima. Los agentes se reunieron para debatir el asunto: «¿Qué es esto?
¿De dónde habrá sacado este hombre esta escritura con caracteres cuneiformes?»
Las cosas se estaban poniendo feas para Akbar. Me mandaron llamar para que
me presentase en el despacho de los gendarmes. El jefe de ellos me preguntó si
sabía algo del cuaderno. No, yo no sabía nada. Lo examiné. No podía leerlo.
Pero me di cuenta de que no se trataba de un cuaderno cualquiera. Estaba escrito
con una letra muy curiosa, como si un niño hubiese dibujado cientos de clavos.
Fueron a buscar a tu padre. Había perdido peso. Estaba en los huesos por falta de
alimento.
»-¿Qué es esto?
»-Es mío -respondió con gestos.
»-¿De dónde lo has sacado?
»-Lo he escrito yo -dio a entender.
»-¿Tú? ¿Tú has escrito esto?
»-Sí.
»-¿De qué trata?
»-De las cosas que tengo en la cabeza -gesticuló.
»No lo entendían, no lo creían.
–¿Y usted? ¿Lo creía usted?
–Conocía a tu padre, pero no siempre comprendía lo que decía. Para ser
sincero, me entró la duda. Temí que le hubiese robado el cuaderno a alguno de
aquellos extranjeros expertos en escritura cuneiforme.
»-Mi tío -gesticuló Akbar de repente-. Mi viejo tío lo sabe. Es él, él mismo,
quien me ha enseñado a escribir aquí las cosas que tengo en la cabeza.
»-¡Está bien! Vamos a ver al general -ordenó el gendarme.
»Entonces nos llevó a otro despacho, y depositó el cuaderno en la mesa.
»-¿Qué? ¿Escritura cuneiforme? – exclamó el general-. ¿De dónde has
sacado esto?
»-Lo hemos encontrado en el bolsillo de su abrigo -respondió el gendarme-.
Y él afirma que es sordomudo. – Ahí sólo Dios podía ayudarlo.
»-Mío, es mío -gesticuló Akbar-. Mi tío, mi tío lo sabe. Cuando pienso,
escribo en este cuaderno.
»-¿Tú conoces bien a este hombre? – me preguntó el general.
»-Sí, señor. Es mi amigo, un maestro, el mejor reparador de alfombras de la
región. Vive con su tío en la aldea del Azafrán.
»-¿Sabes de dónde ha sacado esto?
»-No, señor.
»-Está bien, puedes retirarte.
»No sabía qué pensaban hacer con él. Alrededor de una hora después, oí que
alguien pronunciaba en voz alta su nombre: "Aga Akbar." Los gendarmes le
habían quitado la ropa y lo habían obligado a sumergirse en el agua helada del
estanque.

•••
Ismail observaba con sorpresa cómo su padre seguía el hilo del relato,
asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
La campesina puso las manos sobre los hombros del muchacho y se sentó
junto a él.
–Por suerte, ahora Akbar tiene un hijo que lo apoya -le dijo.
El granjero continuó su relato:
–Yo no sabía a ciencia cierta si tu padre decía la verdad, pues me costaba
creer que él hubiese escrito esas cosas. Pero yo era el único que podía ayudarlo.
Llegó un momento en que ya no pude contenerme. Fui corriendo hasta el
estanque, me arrodillé a los pies del general, y le dije que Akbar no mentía, que
era una buena persona, que había que llamar a su tío Kazem Kan.
–¿Y sirvió para algo? – preguntó Ismail.
–Afortunadamente, sí. Lo sacaron del estanque, lo cubrieron con una manta y
se lo llevaron al interior del edificio. ¿Lo recuerdas, Akbar?
–Sí, lo recuerdo, todavía lo recuerdo -asintió con la cabeza.
Tres días después, Kazem Kan se presentó en el cuartel acompañado del
imán de la aldea del Azafrán, el cual, tras depositar el libro sagrado sobre la
mesa del general, juró que aquél era un cuaderno corriente de apuntes que
imitaban la escritura cuneiforme; que aquellos signos no tenían ningún
significado; que eran meros garabatos dibujados por Aga Akbar.
Muchos años después, tras la muerte de Akbar, el cartero le entregó un
paquete a Ismail, que tenía a la sazón la misma edad que su padre por aquel
entonces. Ismail lo abrió: era un libro, el cuaderno con los apuntes de Aga
Akbar.
Se sentó en su escritorio, lo hojeó y pensó: «¿Llegaré a descubrir algún día el
secreto de estas notas? ¿Cómo conseguiré que este libro hable? ¿Cómo
traducirlo a un lenguaje inteligible?»

Otra mujer
Ya hemos hablado muchas veces de Ismail,
pero en este libro aún no había nacido.
Pronto nos encontraremos con una mujer
en la nieve.
A veces sólo es cuestión de paciencia. Cuando una cosa no resulta, hay que
dejarla reposar un tiempo. De este modo se da margen a la vida para que
encuentre una salida por sí sola.
Kazem Kan se encontraba de viaje. Había caído casi un metro de nieve, por
lo que no podía regresar a casa. Debería esperar unos días, hasta que el camino
estuviera transitable otra vez.
Mientras deambulaba en busca de un fumador conocido suyo, llegó a la
aldea de Jomein cuando ya oscurecía.
–¡Buenas tardes! – saludó a un anciano ocupado en quitar la nieve del
camino.
–¡Buenas tardes, forastero! ¿En qué puedo ayudarte?
–Busco al cazador.
–¿A cuál de ellos? En este pueblo somos todos cazadores.
–Pues… al cazador de cabras monteses.
–Ah, sí. Ya sé a quién te refieres. En otros tiempos solía capturar cabras
monteses, pero me parece que ya no logra acertarle ni a una doméstica. Al final
del camino que acabo de despejar hay un viejo roble. Cuando llegues allí, coge
el sendero de la izquierda, sube la colina y a lo lejos verás una casa de paredes
muy largas con un arco de entrada donde hay colgado un gran cuerno de cabra.
Allí vive el hombre que buscas.
Kazem Kan ascendió la colina nevada hasta llegar a la casa, pero parecía no
haber nadie. Desde lo alto del caballo, gritó:
–¿Está el cazador?
No obtuvo respuesta. Golpeó la puerta con la fusta:
–¡Cazador! ¿Estás en casa?
Se oyó la voz de una mujer joven:
–¡Espere un momento! Deje que termine de retirar la nieve.
Kazem Kan no sabía de dónde provenía aquella voz, si del patio o de la
azotea.
–¡Salam, forastero! – lo saludó la mujer.
Kazem Kan miró alrededor.
–¡Aquí! ¡Estoy aquí arriba! ¿A quién busca?
–¡Ah! ¡Hola! Busco al cazador.
–Está durmiendo.
–¿A estas horas?
–Sí -dijo, y desapareció.
Lo que Kazem Kan quería era un sitio para sentarse a fumar. Era su hora, y
empezaba a sentir temblores por todo el cuerpo.
–¡Eh, muchacha! ¿Dónde estás? Escúchame, soy…
De nuevo, no hubo respuesta.
–¡Por el amor del cielo!, ¿qué haces?
–Quitar la nieve, señor mío. De lo contrario, a su cazador le caerá el techo en
la cabeza.
–Sal aquí un momento. Necesito urgentemente un…
–Ya sé lo que necesita usted urgentemente -le soltó-. Pero aquí no se lo
ofreceremos. ¡Buenas noches!
–Te ruego que lo despiertes y le digas que Kazem Kan llama a su puerta. ¿Lo
has entendido? ¡Kazem Kan!
–Pues no lo haré. En esta casa ya no entran forasteros. ¡Hasta la vista, señor!
–Me llamo Kazem Kan.
–¡Me importa un rábano quién sea usted! Ni opio, ni fuego ni un sorbo de té.
No pienso darle nada de nada. ¡Buen viaje!
–¡Por Dios, qué mujer! ¡Escúchame! Tengo que fumar ahora mismo, porque
si no me caeré muerto aquí, delante de tu puerta.
–Ya he oído otras veces esa cantinela.
–Esta vez es diferente.
–Su nombre no me dice nada. Por mí puede usted caerse muerto delante de
mi puerta. Pero fumar… nunca más en esta casa. Porque ¿quién ha de encenderle
el fuego? Yo. ¿Lo oye usted? ¡Yo! ¿Quién ha de prepararle el té? ¡Yo! ¿Ha
entendido? Pues no, ya no pienso hacerlo para nadie más.
–Entonces ve a llamar al cazador.
–El cazador está muerto, ¿me ha oído? ¡Muerto!
–¿Acaso debo implorarte? ¿Acaso este pobre viejo tiene que hincarse de
rodillas? Mira…, estoy a punto de caerme del caballo…
No había manera.
Kazem Kan se lo pensó e hizo otro intento.
–Te entiendo. Tienes razón, pero yo no soy un fumador cualquiera. Soy el
hombre más conocido del monte del Azafrán. Leo libros y me sé cientos de
poemas de memoria. También los escribo. Si me dejas pasar, escribiré un poema
especialmente dedicado a ti.
No obtuvo respuesta.
–Pero ¿se puede saber quién eres? – exclamó enfadado-. ¿Acaso eres su
nueva mujer?
–¿Yo? ¿La mujer del cazador? ¡Qué ocurrencia! Ahora sí que no le abro ni
en sueños.
Descorazonado, Kazem Kan dio media vuelta.
–¡Forastero, espere! – le dijo la joven, al tiempo que bajaba de la azotea.
Abrió la puerta y Kazem Kan entró en el patio. Al ver a la muchacha, pensó
que tal vez fuera ésa la mujer que estaban buscando. Pero esa reflexión se
mantuvo flotando en el aire sólo un instante.
Se apeó del caballo, y la joven lo condujo al cuarto de fumar, donde el
cazador, con la pipa todavía en la mano, se había quedado dormido junto a un
hornillo ya apagado.
La muchacha juntó unas ramas de almendro resecas y les prendió fuego.
Cuando estuvieron incandescentes, las trasladó a un hornillo limpio de latón,
puso unos trocitos de opio puro de color amarillo en un platito de porcelana y
sacó una pequeña fuente de dátiles frescos.
–Aquí tiene. Para usted -dijo, y desapareció.
Kazem Kan se quedó atónito. Fumaba opio desde su juventud, pero nunca le
habían preparado un juego de opio tan limpio y pulcro.
–¿Cómo te llamas?
–Tine -respondió desde otro cuarto.
–¿Cómo?
–Tine.
–¿Es un nombre persa? ¿O proviene del otro lado de las montañas, de Rusia?
Ella no lo sabía. Mientras fumaba, Kazem Kan pensó: «No resultará. No
podré llevársela a Akbar ni aun pagando una montaña de oro por ella… ¿O sí?
Tal vez la vida ha puesto a esta muchacha en mi camino… En fin, es un secreto
que irá desvelándose poco a poco.»
–¡Tine! – dijo-. ¿Dónde estás? ¿Has dicho que te llamas Tine, no es así?
¡Ven aquí un momento! Tengo algo para ti.
La joven entró con té recién hecho y un cuenco de azúcar moreno del otro
lado de la frontera.
–¿Es ésta la casa del cazador, o estoy en el paraíso? Gracias. Mira, te regalo
esta sortija firuze. Yo no tengo hijos varones, ni hijas. Tú podrías ser mi hija. Por
favor, póntela en el dedo. Ven, siéntate a mi lado.
Tine se sentó cautelosamente frente a él, junto al hornillo. Con gesto
vacilante, se llevó al dedo la sortija, que tenía una piedra roja incrustada, pero
enseguida hizo ademán de incorporarse, como si temiese que aquel viejo
estuviera gastándole una broma.
–Quédate un momento más. Eres la hija del cazador, ¿verdad? Estupendo.
¿Me permites que te haga una pregunta impertinente? ¿Vives aquí con tu padre o
estás de visita?
Leyó en su mirada un temor repentino. Tine le devolvió la sortija y salió
corriendo.
En ese momento se despertó el cazador.
–¡Alabado sea Dios! ¡Dichosos los ojos! ¿Estoy soñando? ¿O es ésta la
realidad?
–Estás soñando -le contestó Kazem Kan-. Tengo la impresión de haber
llegado al paraíso. Tu hija me ha permitido entrar. Ven a sentarte aquí conmigo.
El fuego está rojo como un rubí. Esta Tine tuya vale su peso en oro.
–A sus órdenes. Es un honor para mí que Kazem Kan sea mi huésped -dijo, y
dirigiéndose a Tine, continuó-: Prepárale al señor una buena cena.
Kazem Kan sacó la cartera del bolsillo y deslizó unos billetes debajo de la
alfombrilla en la que estaba sentado el cazador.
–No hace falta; es usted mi huésped. Bienvenido sea a mi casa.
–Te ruego que lo aceptes, y te doy las gracias por todo, cazador. A propósito,
qué hija tan agradable tienes.
–¿Agradable? Es insufrible.
–¿Cómo insufrible?
Kazem Kan le alcanzó la pipa. Tras dar unas caladas, el hombre volvió a
animarse y prosiguió:
–Se agazapa en la azotea como un tigre y no deja pasar a nadie.
–¿Vive aquí sola contigo? Quiero decir… ¿está casada?
–¿Si está casada, dice? ¡Se ha casado al menos tres veces! Odia a los
hombres. Es mejor no hablarle de ellos. Cuando alguien lo hace, se pone a gritar
como una loca. Las vecinas suben al tejado agitando la escoba porque piensan
que quiero vendérsela a algún viejo fumador… ¡Tine!, ¿dónde te has metido?
Mientras millones de estrellas centelleaban en el cielo, Tine le sirvió al poeta
una cena deliciosa. La extraordinaria amabilidad de la muchacha sorprendió a su
padre.
Cuando éste se hubo dormido otra vez, Kazem Kan la llamó.
–Ven, siéntate aquí. Te ruego que aceptes la sortija. Quisiera hablar contigo.
Tengo un problema y quizá tú puedas ayudarme.
–¿De qué se trata?
–Escúchame, hija mía. Te haré unas preguntas. Puedes responderlas o no.
Pasaré aquí la noche y mañana me iré. Quién sabe si ha sido la providencia la
que me ha traído a esta casa. Tal vez seas tú la que estamos buscando. Tengo un
hijo, en fin, en realidad un sobrino, un hombre joven, fuerte y apuesto, de buena
familia, pero con un problema.
–¿Cuál?
–Es sordomudo. Y aún no le hemos encontrado esposa. Buscamos una mujer
inteligente, ¿entiendes lo que quiero decirte?
Continuaron hablando hasta bien entrada la noche.
Por la mañana, en cuanto el sol iluminó la nieve, Kazem Kan subió a su
caballo y, aunque todavía era arriesgado viajar, se fue cabalgando a la aldea del
Azafrán.
–¿Dónde está Akbar?
Preguntó casa por casa, hasta que al fin lo encontró en la de un cliente.
–Déjalo todo enseguida. ¡Venga, espabila, a los baños! Ponte el traje de
Ispahán y un poco de crema en el pelo. ¡Date prisa, coge el caballo más joven y
métete unos pétalos de rosa secos en los bolsillos. ¡Anda, ven conmigo! Toma
este collar. Cuando ella abra la puerta, ponte bien derecho y yergue la cabeza.
Luego sacas el collar y le tiendes la mano.
Al caer la tarde llegaron a la casa del cazador. Kazem Kan golpeó la puerta y
abrió Tine.
–Aquí lo tienes -le dijo Kazem Kan señalándole a Akbar, que la miraba,
vestido con su traje de etiqueta negro, desde lo alto del caballo.
Llegados a ese punto, los tres permanecieron inmóviles, sin saber qué hacer.
Incluso el experimentado Kazem Kan se había quedado sin palabras.
–¡Adelante, pasad! – les ofreció Tine, y dirigiéndose a Akbar, gesticuló-:
¡Bienvenido!
A Kazem Kan le asomaron lágrimas a los ojos.
–Estupendo. Eres una mujer maravillosa. ¡Venga, Akbar, apéate del caballo!
¡No te quedes ahí mirando! Entremos. Tine, hija mía, primero tengo que contarte
algo. Pronto serás nuestra novia. Mañana vendrá la familia a recogerte, te
llevaremos con nosotros y te acogeremos con calidez. Pero debo prevenirte: es
posible que de ahora en adelante tengas una vida difícil, aunque no
necesariamente, no lo sé, pero fácil seguro que no será. Sobre todo al principio.
Acabas de ver a tu futuro esposo. Tómate tu tiempo, todavía eres libre de
cambiar de opinión. Ve a dar un paseo entre los cedros y piénsatelo. Yo te
esperaré aquí.
Pero a Tine no le hacía ninguna falta dar un paseo entre los cedros. Se acercó
a Akbar y gesticuló:
–Entra. Mi padre no tardará.
–¡Válgame Dios! ¡Ay, Dios misericordioso, qué momento, qué mujer!
¿Dónde estás, cazador? Extiende tu alfombrilla y ve preparando el fuego.
Al día siguiente llegó el resto de la familia, cargados de oro, plata, vestidos,
telas, nueces, pan, carne, ovejas, gallinas, gallos, huevos y miel. Todo para
obsequiárselo al cazador. Envolvieron la cabeza de Tine en un velo blanco y la
ayudaron a subir a su montura. No hubo festejos, ni canciones, ni invitados, tan
sólo una novia a caballo. Era como si nadie se atreviera a mostrar su alegría, a
expresar sus emociones.
«No digamos nada, simplemente partamos», era lo que se leía en sus
miradas. Aun así, el imán declamó un sura breve y melodioso:
–«Ar rajmaan el lamal coraan. Jalajal ensaan. Al lamal beyaan. Shamse
jamare hasbaan. As samae mizaan. Al habbe raihaan.»
Acto seguido, emprendieron viaje hacia la casa de Akbar.
–Ésta es tu casa, éste es tu esposo, ésta es tu cama.
Esa vez no hubo ninguna mujer escondida detrás de la cortina. Todos se
retiraron de inmediato a sus casas.
–Mira, Tine, aquí tienes la olla, el pan, el té, el queso. ¡Buena suerte!
Dejaron que las cosas siguieran su curso.
Así lo había querido la providencia. La propia vida lo había determinado así.
Y Tine se quedó embarazada.
Una fría noche de noviembre, Tine estaba envuelta en una manta junto a la
estufa empotrada -un tipo de estufa especial alrededor de la cual se solía dormir
en los inviernos crudos-, cuando dio un golpecito con el pie en la espalda de
Akbar para despertarlo. Como éste sabía que el niño estaba a punto nacer, se
incorporó de un salto y encendió la lámpara de aceite.
–¿Te duele? – gesticuló Akbar.
–Deprisa -le indicó Tine por señas-. Ve a buscar a la comadre.
Aun antes que las mujeres de la familia, acudieron los hombres. Uno llevó
un gran samovar; otro, un gran hornillo, y Kazem Kan, opio amarillo. No se
podía descartar que hubiese llegado el momento de festejar algo.
A Kazem Kan no le cabía duda, pues había consultado el Corán y la
respuesta era el sura de Mariam (María):
Waa zekre fi kotob Mariam eza antabaz menahla makana sharga (…).
Cuando María se alejó de los suyos y se recogió en un lugar que daba a
Oriente, tapándose el rostro con el velo para ocultarse de sus miradas, Alá le
envió su Espíritu en forma de un hombre perfecto. Ella dijo: «¡Me he refugiado
en Alá; dejadme en paz!» Entonces él replicó: «Soy tan sólo un enviado de Dios
para darte un hijo.»
Los hombres se sentaron en círculo en el cuarto de huéspedes. La espera se
prolongó tanto que el fuego del hornillo casi se extinguió. Todos miraban a
Kazem Kan, que lo tenía todo preparado para encender su pipa en cuanto naciera
el niño. Tras un momento de silencio inquietante, se oyó el llanto de una criatura
en la habitación contigua.
Según imponía la tradición de la casa, nadie debía hablar aún. La partera
gesticuló:
–Es un varón.
Kazem Kan esbozó una sonrisa de oreja a oreja que dejó ver su brillante
diente de oro. Poco después, la mujer de más edad de la casa tomó en brazos a
Ismail y lo llevó al cuarto de huéspedes. Todos guardaron silencio, pues la
primera palabra, la primera frase que llegase hasta el cerebro límpido del niño,
tenía que ser un poema, un verso antiguo y melodioso; no una palabreja
pronunciada por la comadre, ni el chillido de alguna tía, ni una expresión vulgar
en boca de una vecina, sino un poema de Hafiz, el maestro medieval de la poesía
persa.
Kazem Kan se incorporó, cogió la antología de Hafiz, cerró los ojos y la
abrió. En la parte superior de la página derecha, halló el poema apropiado para
susurrarle al niño al oído. Acercó la boca a Ismail y canturreó con su aliento
impregnado de opio:
Bolboli barge joli dar mengar dasht
wan dar an aho nawa josh nale haye zar dasht.
Jof tamash dar ene wasl in nale wa fariad chist.
Joft yilweie mashuj ma ra bar in kar dasht.
En otoño, el pajarillo Bolbol llevaba una hermosa pluma en el pico,
y al mismo tiempo lloraba. «¿Por qué lloras? ¿Acaso no llevas un
trozo de tu amada en el pico?», le decían. «Es que la pluma
me trae recuerdos de ella -dijo Bolbol-. Me parece verla.»
El amor, la melancolía y el ardiente deseo de estar con la amada fueron las
primeras palabras que alcanzaron el cerebro de Ismail.
Acto seguido, Kazem Kan entregó el niño a Akbar.
–¡Aquí tienes a tu hijo!
Las mujeres soltaron alaridos de júbilo.

•••

La voz de Kazem Kan fue la primera que oyó el pequeño. Sin embargo,
mucho después, años más tarde, cuando Ismail intentaba leer los apuntes de su
padre, descubrió que los hechos habían ocurrido de un modo ligeramente
distinto.
Ismail sentía una molestia permanente en el oído izquierdo. Su padre, que
sabía de dónde procedía aquel dolor, le contó lo de la partera y el libro, lo del
oído y su propia mudez, pero Ismail no entendió de qué le estaba hablando.
Las cosas sucedieron de la siguiente manera (así constaban,
aproximadamente, en los apuntes de Aga Akbar):
Yo estaba sentado entre los hombres. No sabía si el niño había nacido ya.
De repente vi el destello del diente de oro de Kazem Kan, y comprendí que el
bebé había llegado. Entonces entró la mayor de mis tías con él en brazos. Temía
que fuese sordomudo como yo y quise comprobarlo. No debería haberlo hecho,
pero de pronto me puse en pie y me abalancé sobre mi tía, cogí al pequeño,
acerqué la boca a su oído y le hablé. El niño soltó un berrido y se puso morado
de miedo. Kazem Kan se enfadó conmigo, me lo quitó de las manos y me empujó
hacia fuera. Yo me aposté detrás de la ventana. Todos me miraban enfadados.
Le había gritado al niño al oído, y decían que se lo había dañado. Fue muy
necio por mi parte, muy necio. Akbar es un necio.
¿Dañado? No, no fue para tanto, pero cada vez que Ismail enfermaba, o tenía
muchos asuntos que atender, o su ánimo flaqueaba, o se caía y tenía que hacer
un esfuerzo por incorporarse, había alguien que le gritaba al oído. Su padre.
Siempre estaba presente dentro de él.

SEGUNDO LIBRO

Tierra nueva
Tierra nueva

Ismail duda que pueda verter


al papel la historia de su padre.
Tras mucho vacilar, coge la pluma.
Soy corredor de café y vivo en el número 37 de Lauriergracht. No
acostumbro a escribir novelas ni cosa parecida, y la verdad es que me ha costado
mucho decidirme a encargar unas resmas de papel suplementarias e iniciar esta
obra que, tú, caro lector, tienes a la vista y debes leer, tanto si te dedicas al
negocio del café como a cualquier otra cosa. Y aún te diré más: no sólo nunca he
escrito nada que se parezca a una novela, sino que ni siquiera me gustan esas
lecturas, pues por algo soy un hombre de negocios. Hace años que me pregunto
para qué sirven esos libros, y no salgo de mi asombro al ver la impudicia con
que un poeta o un novelista se saca de la manga un suceso que no sólo no ha
ocurrido jamás, sino que, muchas veces, ni siquiera podría haber ocurrido. Si en
el ejercicio de mi profesión -soy corredor de café, con domicilio en el 37 de
Lauriergracht-le dijera a un principal -un principal es un vendedor de café al por
mayor-tan sólo la milésima parte de las falsedades que constituyen el
fundamento de poemas y novelas, se iría corriendo a Busselinck y Waterman.
(También son negociantes de café, pero, como comprenderás, no voy a darte su
dirección.) Quedamos, pues, en que yo no escribo novelas ni cuento patrañas de
ninguna clase.
La verdad es que siempre me ha llamado la atención el hecho de que quienes
se dedican a semejantes invenciones suelen acabar mal. Tengo ahora cuarenta y
tres años y llevo veinte frecuentando la Bolsa, así que bien puedo dar un paso al
frente si se pide a un hombre con experiencia en el oficio. ¡Cuántas casas no
habré visto caer! Y si me pongo a analizar los motivos de su caída, compruebo
que en la mayoría de los casos se debe a la mala inclinación que se les imprimió
desde un principio.
Nada, lo que yo digo: verdad y sentido común. Y a eso me atengo.
Excepción hecha de las Sagradas Escrituras, naturalmente.
¡Tonterías!
Nada tengo en contra de los versos. Está bien colocar las palabras en filas de
orden cerrado, mientras no se falte a la verdad. «¡Qué aire lo mueve! Ya son las
nueve…» Me parece correcto, si es cierto lo del aire y no es menos cierto que es
ésa la hora. Pero si son las ocho y cuarto, ya no hay manera de aconsonantar:
«¡Qué aire lo mueve! Ya son las ocho y cuarto.» El versificador se ve
constreñido a decir una hora, aunque no sea la exacta, so pena de no rimar. O
bien ha de hacer que rime el tiempo meteorológico con la hora verdadera. En
cualquier caso hay un tiempo falso, sea el atmosférico o el del reloj.
¡Falso, falso, todo ridículamente falso!
¿Y eso de la virtud recompensada? ¡Vamos, hombre! Llevo diecisiete años
dedicado a la compra-venta de café -agencia en el 37 de Lauriergracht-, y puedo
decir con razón que he visto cosas, pero si hay algo que no puedo sufrir es ver mi
adorada y querida verdad tergiversada. ¡Recompensar la virtud! Si así fuera, ¿no
sería convertirla en un artículo de comercio más? Cosa semejante no se da en
este mundo, y está bien que así sea, porque ¿qué mérito habría entonces en ser
virtuoso, si tuviera una compensación? ¿A qué viene, pues, que la gente repita
constantemente semejante engaño?
¡Bah, todo es una engañifa, de cabo a rabo!
Yo también soy virtuoso, pero ¿acaso pido un premio por eso? Mi amor a la
verdad me basta para probar que lo soy. Y hago votos, amigo lector, para
convencerte de ello, pues no tengo otra disculpa para escribir este libro. Como
sabes, soy corredor de café, Lauriergracht, 37. Ya ves, pues, lector, cómo el
hecho de que estas páginas estén escritas y tú puedas leerlas se debe a mi
inquebrantable amor a la verdad y a mi celo por los negocios.
¡Lector! He copiado las páginas precedentes de Max Havelaar, la famosa
novela-panfleto del escritor romántico holandés Multatuli. Lo que relata el
corredor de café guarda cierta semejanza con mi propia historia. Multatuli
escribe acerca del comerciante Droogstoppel, que vive en Lauriergracht, 37, de
Amsterdam. Y éste cuenta a su vez -en contra de su voluntad-la historia de
Havelaar. Así pues, el libro trata tanto del uno como del otro.
En la novela, Droogstoppel recibe un paquete con apuntes de Max Havelaar
que debe utilizar para escribir un libro.
Pues bien, hace un par de meses me entregaron a mí uno que contenía las
notas de mi padre. Nunca he escrito un libro, pero desearía intentarlo ahora.
Porque, siempre y cuando lo consiga, quisiera que algún día los apuntes de mi
padre pudieran leerse.
«¡Todo mentiras! – dice Droogstoppel-. ¡Todo sandeces y mentiras!»
Confieso que he aplicado el mismo método de trabajo. Yo no soy corredor ni
en mi vida he tenido nada que ver con el café. Soy un extranjero que lleva
residiendo unos años en Holanda.
Me llamo Ismail, Ismail Majmud Jazanviye Jorasani. No vivo en
Lauriergracht, 37, sino en Nieuwgracht, 21, en medio de un pólder, en tierra
joven que Holanda le ha ganado al mar.
Estoy sentado en el desván, detrás de mi escritorio, y miro por la ventana
hacia el exterior. Todo es nuevo, la tierra todavía huele a pescado, los árboles
son jóvenes, los nidos de los pájaros están hechos con ramas nuevas, no hay
palabras viejas, ni viejas historias de amor ni odios por viejas disputas.
Pero en los papeles de mi padre todo es antiguo: las montañas, el pozo, la
cueva, la escritura cuneiforme…, hasta los ferrocarriles; y eso me impide coger
la pluma. Tengo la impresión de que en este suelo nuevo no se pueden escribir
novelas.
Dirijo la mirada hacia el dique y veo el mar. El mar sí es viejo. No es el mar
entero, sino tan sólo un pedazo que los holandeses han encerrado detrás del
malecón. Del mismo modo estoy recluido yo, un fragmento de la antigua cultura
persa obligado a quedarse aquí, tras el dique.
Ese trozo de mar podrá ayudarme.
La ciudad es nueva, pero por todas partes se ven restos de una presencia
humana inmemorial: justo lo que necesito.
Holanda ha creado esta tierra, este paisaje, y yo también podré crear algo
nuevo con la escritura cuneiforme de mi padre.
En este pólder viven algunos poetas que conozco. Nos reunimos una vez al
mes en un café que han abierto hace poco y nos leemos nuestras obras.
A continuación, figuran algunos poemas publicados en la antología
Flevoland.
Annemarie escribió:
Cubriendo este paisaje
respira el viento como un padre,
acaricia las olas a veces
y apuntala las voces de la tierra…
Y estos versos son de Tineke:
Ha venido el hombre con sus máquinas.
Allí donde las olas y el viento
habían jugado su potente juego,
han domesticado la marea,
dándole un rostro al fondo del mar…
Y ahora un poema de Margryt:
No hay lengua. No hay historias viejas en las que
apoyarse. Espacio que resulta infinito a la vista.
Un mapa con el trazado del ferrocarril, y puentes
que no comunican nada con nada. No hay palabras
que indiquen que aquí hallaremos domicilio seguro.
Escribo mi relato en la lengua de los holandeses, es decir, en la de los
siguientes poetas y escritores ya desaparecidos: la autora anónima del drama
religioso Mariquita de Nimega, Carel van Mander, Alfred Hegenscheidt, Willem
van Hildegaersberch, Agathan Marius Courier, Dubekart, Anthonie van der
Woordt, Caspar van Baerle o Barlaeus, Dirck Raphaëlsz Camphuysen, Louis
Couperus y Eduard Douwes Dekker.
Lo hago porque es la ley del exilio.
Empiezo, pues:
Todos los ciegos del pueblo tenían un hijo varón. ¿Casualidad? No lo sé.
Supongo que la naturaleza lo había dispuesto así.
Aquellos niños eran los ojos de sus respectivos padres. Cuando el pequeño
hacía sus primeros intentos de gatear, el padre ciego lo agarraba por el hombro
con la mano izquierda y le enseñaba a guiarlo. El niño no tardaba en percatarse
de que era una prolongación de su progenitor.
Los hijos de los sordomudos estaban en una posición todavía más difícil,
pues tenían que ser la boca, el entendimiento y la memoria de sus padres. La
familia y toda la aldea se esforzaba por enseñarles el lenguaje de los adultos.
Hasta el imán dedicaba parte de su tiempo para que aprendieran el libro
sagrado antes de lo habitual. Tenían poco contacto con los niños de su edad,
pues se codeaban con los hombres. Estaban obligados a cumplir toda clase de
compromisos en nombre de sus familias y a asistir a festejos y funerales.
En un recoveco escondido de mi memoria veo a un crío gateando. De pronto,
aparece una mano que le sujeta la cabecita por detrás y la vuelve
cuidadosamente, un poco a la derecha primero y luego hacia arriba. Después
oigo, pronunciadas en persa, las palabras:
–Neja kon, neja kon, anya neja kon. Mira, mira, mira allí.
El niño eleva la vista hacia una boca, un hombre, un padre que le sonríe.
Otra escena archivada como una imagen en blanco y negro en las
catacumbas de mi mente: estoy de rodillas en una alfombra debajo de un viejo
almendro, leyendo un libro, y surge la mano de un anciano indicándome una
estrofa en particular. No alcanzo a ver de qué poema se trata, pero de golpe
huele a opio y acude a mi memoria el siguiente poema de amor del poeta
medieval Hafiz:
Jarche sad rud ast az chesh mam rawan.
Yade rude zende karan yadbad…
De mis ojos fluyen lágrimas de añoranza.
¡Bienaventurado el río que fluye junto a tu casa!…
Y ya no recuerdo mucho más.
En el siguiente capítulo veremos la preparación de un carromato. Nos
mudamos. Tendría yo siete u ocho años, pero conservo vívidas las imágenes.
Aún veo cómo Tine, mi madre, sale corriendo en busca de Kazem Kan, gritando:
–¡Tío, ayúdame! ¡Akbar se ha vuelto loco!
Después oigo el ruido de los cascos del caballo de Kazem Kan en el
empedrado de nuestro patio.
–¿Dónde está Akbar?

La mudanza

A Aga Akbar se le ha ocurrido mudarse.


¿Por qué? Nadie lo sabe todavía.
La vida en la aldea del Azafrán seguía su curso habitual. Mi madre Tine dio
a luz a otras tres criaturas, todas mujeres, de modo que Aga Akbar se había
convertido en padre de cuatro hijos sanos. Hijos que no sólo oían bien, sino que
se expresaban a la perfección, tanto en el lenguaje de gestos como en persa.
Akbar continuó trabajando duro, y todo lo que ganaba se lo daba a Tine, pero
no se ocupaba de la educación de sus hijos ni de la casa. Seguía viajando mucho.
A veces se ausentaba durante una semana entera, y en ocasiones incluso más.
–¿Dónde está Akbar?
–Trabajando.
–¿Dónde?
–Al otro lado de las montañas.
–Tiene clientes de sobra en este lado. ¿Qué lo lleva a cruzar las montañas?
Nadie sabía con exactitud adónde iba ni dónde dormía. (En sus apuntes no se
encuentra ningún dato al respecto.)
Ignoro en qué ocupaba su tiempo Tine por aquella época, ni sé nada de su
trato con Akbar, ni de cómo fueron sus primeros meses de matrimonio, pues no
solía hablar de ello.
–Mamá, ¿cómo aprendiste el lenguaje de gestos?
–Ha pasado tanto tiempo ya… No lo recuerdo. Lo he olvidado.
–¿No te resultó difícil tener que vivir de golpe con un hombre con el que no
podías hablar?
–Hace mucho de eso. Ya no me acuerdo.
Tampoco soltaba prenda sobre sus padres. Era como si no tuviese familia,
como si estuviera sola en el mundo, como si no fuese hija de nadie. Lo que yo
sabía de ella me lo había dicho Kazem Kan.
–Mamá, ¿tu padre era cazador?
–Sí.
–¿Y tu madre? Todavía no sé nada de ella.
–Ni yo. Falleció siendo yo muy pequeña.
Tine había metido su infancia, adolescencia y primeros años de vida
conyugal en un paquete y lo había escondido. «No sé nada», repetía
invariablemente.
No insistí más. Pero ahora que vivo en un pólder holandés y me paseo por el
dique, las preguntas acuden a mi mente con cierta frecuencia.
No quisiera quedarme estancado en mis recuerdos, pero es casi imposible
vivir en una nueva sociedad sin haber hecho balance del propio pasado.
Por eso me he puesto a estudiar los papeles de mi padre, porque lo que él
anotó es también mi historia. De modo que si consigo trasladar, aunque sólo sea
de manera parcial, sus escritos a la lengua holandesa, eso facilitará mi
integración en esta nueva sociedad.
Ayer, mientras caminaba, pensé en el primer encuentro entre Kazem Kan y
Tine, en la escena en que ella está quitando la nieve del techo y mi tío llega
cabalgando, en busca del cazador para fumar opio con él.
Ahora dudo de la veracidad de esa historia. Quizá fuese producto de la
imaginación de Kazem Kan, pues nunca he logrado encontrar en mi madre nada
de aquella joven.
Tal vez él relatara ese encuentro exagerando un poco, viendo en Tine a la
esposa de sus sueños.
Es verdad que fue una buena madre, con un carácter fuerte, pero
seguramente no fue la misma mujer que estaba subida a aquel tejado.
Hubo momentos en que ya no soportaba la vida conyugal con Akbar.
Sucumbía bajo la enorme carga que descansaba en sus hombros. Conservo una
imagen nítida de aquella época.
Kazem Kan entra en nuestra casa y Tine se queja:
–Ya no puedo más. No puedo seguir viviendo con ese hombre.
A continuación comienza a darse golpes en la cabeza hasta que se desmaya.
Mi tío la sostiene rápidamente por los hombros y la lleva a la cama.
–¡El libro sagrado! – me ordena por lo bajo.
Corro a cogerlo de la repisa de la chimenea y se lo alcanzo. Él se hinca de
rodillas ante la cama de Tine y lee con voz pausada:
–«Ejra besma raboka lazi jalaj. Jalaje insane men alaj. Ejra wa rabokal
akram. Alazi alemel bel jalam…»
Mientras paseaba por el dique, intenté recordar más cosas de entonces.
Un carromato se pone en movimiento. Mi padre entra en el patio de nuestra
casa tirando de las riendas del caballo, pero no le dice nada a Tine; en cambio,
me pide a mí, gesticulando:
–¡Ven a ayudarme!
Desengancha el caballo y lo llevo al establo. Mientras tanto, él empuja el
carro hacia el cobertizo y se queda allí trajinando. Tine está inquieta, sabe que
algo ocurre, algo que no puede detener.
–¿Qué está haciendo tu padre? – me pregunta con voz chillona.
–No lo sé. Ha echado el cerrojo a la puerta.
Él permanece en el cobertizo hasta bien entrada la noche.
Por la mañana temprano oigo ruido, una disputa en el patio.
–¿Se puede saber qué estás haciendo, por el amor del cielo? – chilla Tine.
Salto de la cama y me asomo a la ventana. Mi padre ha cargado todas
nuestras alfombras, mantas, cacharros de cocina y cubos en el carromato y se
apresta a buscar a mis hermanas, que aún duermen.
–¡Ayúdame, Ismail! Ve a llamar a… -me implora Tine.
Me precipito escaleras abajo con los pies descalzos y salgo corriendo hacia la
casa de Kazem Kan.
–¡Tío, deprisa! Mi padre se ha vuelto loco.
En medio del pólder oigo el estrépito que producen los cascos del caballo de
Kazem Kan en el empedrado del patio de nuestra casa.
–¿Dónde está Akbar? – pregunta alzando la voz.
Mi padre había instalado ya a las niñas en la carreta y, como aún estaban
medio dormidas, las había cubierto con una manta. Kazem Kan se apeó del
caballo y se dirigió a Akbar blandiendo su bastón:
–¡Ven aquí!
Él permaneció inmóvil junto al carromato.
–¿Qué te has propuesto?
No contestó.
–¿Qué se te ha metido en la cabeza?
–¡A la ciudad! – indicó mi padre.
–¿Lo has hablado con Tine?
No obtuvo respuesta.
–¿Por qué no me has dicho a mí nada?
Silencio.
Señalando los trastos del carro, Kazem ordenó:
–¡A descargar! ¡Descargadlo todo!
Tine me llevó adentro para que no asistiera a la escena.
–¡Tienes cuatro hijos, y sigues haciendo necedades! – oí gritar a mi tío con
enfado-. ¡Ponlo todo en su sitio de nuevo! ¡Y devuelve ese carromato!
Pensé que mi padre llevaría otra vez las alfombras y las mantas a sus
respectivos lugares de la casa, pero no lo hizo.
–¡Te he dicho que vuelvas a colocarlo todo en su sitio!
Los espié escondido detrás de la cortina. Akbar gesticuló que quería
marcharse a la ciudad y que no descargaría los trastos.
Kazem Kan se quedó parado, impotente junto al carromato. Sujetando
firmemente el bastón bajo el brazo, se acercó a su caballo, cogió las riendas y,
tirando del animal, se dirigió a la salida.
–Kazem Kan se marcha -le dije a Tine.
Ella apartó la cortina y puso cara de desdichada.
Mi tío se detuvo un instante junto a la puerta con la cabeza gacha. Luego se
giró y me llamó:
–¡Ismail!
Fui corriendo hacia él.
–Coge el caballo y llévalo al establo. Estoy viejo; tu padre ya no me hace
caso, ya no está atado a mí.
Conduje el animal al establo y volví enseguida junto a mi tío.
–Escúchame bien -me dijo-: Akbar desea ir a la ciudad y yo no puedo
detenerlo. Voy a ver a tu madre; tú vigila a tu padre. ¡Tine! – gritó-, ¿me invitas
a una taza de té?
Acto seguido, entró en la casa.
–Akbar quiere mudarse a toda costa -lo oí decir-. No seas tan débil. No llores
ni chilles ni te des golpes en la cabeza a cada rato. Sírveme un té, anda, que
tengo la garganta seca. ¡Ismail, trae a tu padre!
Kazem Kan tomó asiento y Tine le sirvió el té. Yo volví con mi padre y me
quedé a su lado.
–Pregúntale por qué quiere ir a vivir a la ciudad -me dijo mi tío.
–¿Por qué a la ciudad? – gesticulé-. ¿Qué se te ha perdido allí?
–Yo… Akbar -me respondió con señas-. Yo quiero ir a… a donde están los
coches y…
–¡Los coches! – le espetó furioso Kazem Kan-. ¡Se ha dejado encandilar por
los coches!
–Y la escuela -siguió mi padre-. Una para Ismail. Y para las niñas. Ellas
también deben ir.
–¿La escuela? – replicó, sorprendido, Kazem Kan. No esperaba esa
respuesta-. Los coches, la escuela… ¿Tú quieres que vayan a la escuela? ¿A la
ciudad? ¿Un hombre sordo con cuatro hijos en medio de los coches en una
ciudad extraña?
–Yo soy sordo, pero Ismail no -se defendió mi padre-. Ni las niñas. Y Tine
tampoco.
Kazem Kan guardó silencio.
–¿Lo has oído? – le dijo a mi madre-. No hace falta que vengas corriendo a
mi casa. Tu marido quiere que sus hijos vayan a la escuela. No te hagas la
víctima. ¡Yergue la espalda! ¡Ponte de su lado! Puede que sea sordo, pero no es
tonto. Medítalo. Anda, sírveme otra taza de té, que éste se ha enfriado. – Y
volviéndose hacia mí, me instó-: Pregúntale si ya ha conseguido casa.
–Casa no, pero sí una habitación -contestó Akbar.
–Pregúntale qué piensa hacer en la ciudad. Dile que allí todo es distinto
porque nadie sabe quién es Akbar, que no será bien recibido en todas partes así
como así. Aquí, en las montañas, se le conoce como Aga Akbar el Mago, pero
en la ciudad será un don nadie, un reparador de alfombras sordomudo. Es
necesario que lo sepa; explícaselo.
Le transmití bien claro el mensaje.
–Ya lo veremos -replicó mi padre.
–Pues muy bien, no tengo nada más que añadir. Que disfrutéis del viaje. Eso
díselo también -concluyó Kazem Kan, incorporándose-. No te molestes en
traerme el té, Tine, que ya me marcho. – Salió al patio y me llamó-: ¡Ismail, ven
aquí un momento!
Lo seguí por el camino de los cedros. Me hablaba sin mirarme. No recuerdo
con exactitud todo lo que me dijo, aunque sí la escena siguiente: voy detrás de él
y no le veo la cara, tan sólo las manos, que lleva cruzadas en la espalda. Veo el
bastón que sujeta. El sol le ilumina los hombros a través de las ramas. Él camina;
yo voy detrás. Me habla; yo lo escucho. Súbitamente, se gira, me estrecha la
mano y me dice:
–Buen viaje, hijo mío.
He olvidado el resto de la escena. Luego el carromato se pone en marcha y
yo voy sentado al lado de mi padre. Tine viaja detrás, con mi hermana pequeña
en el regazo. Tiene un aire triste y la mirada perdida. Mis otras dos hermanas
están contentas con ese viaje inesperado y sueltan risitas tontas cada vez que el
carro da una sacudida al tomar alguna de las numerosas curvas cerradas del
sinuoso camino de montaña.
Me preocupaba Tine. Temía que se pusiera a chillar de nuevo en cualquier
momento. Yo ya no era el hijo de mi padre, sino que me había convertido en el
hombre de la casa, a pesar de mi edad. Me lo había dicho Kazem Kan. Tenía que
cuidar de Tine y de las niñas.
Era la primera vez que mi padre se hacía plenamente responsable de la
familia. Ya no teníamos a quién recurrir, y sentí que también sobre mis espaldas
recaía una gran responsabilidad, lo que me producía un gran agobio. Tenía
miedo, pero nadie debía detectarlo en mi mirada.
Después de más de tres horas de viaje, fuimos dejando atrás las montañas,
los zorros, las cabras monteses, los tulipanes silvestres de color marrón rojizo, y
llegamos al llano y a las carreteras por las que circulaban autobuses y camiones.
Aún no habíamos desayunado, y parecía que tampoco íbamos a almorzar.
–Para en algún sitio -gesticulé-. Tenemos que comer algo.
Durante todo el trayecto no había hablado con mi padre ni le había dirigido
la mirada. No recuerdo si estaba irritado con él o no. No, seguro que no, puesto
que no me consideraba algo distinto de mi padre. ¿Cómo explicarlo? Yo era él, o
él era yo; formábamos una misma persona. No podía enfadarme con él. Cuando
estaba enojado, no lo estaba con él, sino más bien conmigo mismo, porque yo, o
mejor, nosotros dos, nos habíamos embarcado en la misma aventura. No
sabíamos si sobreviviríamos en la ciudad, pero queríamos intentarlo. La ciudad
nos había llamado y no podíamos decirle que no.
Mi padre detuvo el carromato y bajamos un momento a descansar.
–Deja de poner esa cara -gesticulé-. Habla con Tine, antes de que vuelva a
hacer locuras.
Él tomó conciencia de lo que estaba pasando. Sacó pan y queso de una
bolsita de tela y se los ofreció a mi madre. Acto seguido, acarició a mi hermana,
que estaba sentada en el regazo de Tine, y vi cómo su mano le rozaba el pecho.
Continuamos el viaje. Después de una hora divisamos las afueras de la
ciudad. Al contrario de lo que me esperaba, por allí no se veían coches ni
escuelas. En un punto lejano se divisaban tres edificios de apartamentos. Mi
padre condujo el carromato hacia ellos y se detuvo delante del más horrible. Al
parecer no disponíamos de una habitación en la ciudad, sino que íbamos a
instalarnos en un apartado polígono industrial.
Con todo, era emocionante, ya que nunca habíamos visto un edificio de
cuatro plantas.
Descargamos todas las cosas y las subimos a un apartamento de la planta
superior, que consistía en una habitación muy grande y un cuarto oscuro que
hacía las veces de despensa. A través de la ventana se veía una larga cadena de
montañas, entre las que destacaba el monte del Azafrán. A mano derecha debía
de estar la ciudad, pero no había nada que lo indicara.
Tine extendió la alfombra, guardó los trastos de cocina en la despensa y nos
preparó una sopa, el plato tradicional de nuestra aldea.
–El tiempo dirá -dijo mientras me servía.
No había pronunciado una sola palabra en todo el día.
Fue la frase con la que dio comienzo nuestra vida en la ciudad.
A la mañana siguiente, de madrugada, mi padre salió a trabajar. Un vendedor
de alfombras del zoco le había prometido un empleo.
–¿De qué tipo? – le pregunté. En realidad, era Tine quien quería saberlo.
–No me lo ha dicho. Pero es una tienda muy grande. El dueño es quien me ha
prestado el carromato. Bueno, me voy. No sé… Quizá tenga que coserles
números a las alfombras.
–¡Coser números!… -suspiró Tine.
–¿Por qué? – gesticulé.
–No lo sé, en la tienda hay gente que se dedica a eso. Luego transportan las
alfombras en camión al tren. Y el tren las lleva a… no lo sé… lejos, muy lejos.
–¡Dios, apiádate de nosotros! – dijo Tine-. Aga Akbar el Mago se ha vuelto
costurero.
Se metió en el cuarto de la despensa y echó el cerrojo.
Una semana después empecé a ir a la escuela, gracias a los buenos oficios de
un compañero de trabajo de mi padre. El colegio quedaba al otro lado de la
ciudad, a cinco o seis kilómetros de donde vivíamos, y como por allí no pasaba
ningún autobús, tenía que ir andando, como los otros niños.
Al salir, volvía derecho a casa, pues me preocupaba Tine. Kazem Kan me
había dicho que la vigilase. Yo sabía que dentro de ella anidaba una bestia. Un
lobo.
Una tarde, al llegar, encontré a mis tres hermanas jugando en silencio en un
rincón. Tine no estaba. No sé por qué, pero de pronto sentí que el lobo había
entrado en casa.
–¿Dónde está nuestra madre? – les pregunté.
No lo sabían. Abrí la puerta de la despensa y eché un vistazo en la oscuridad.
Ni rastro de ella. Corrí al piso de los vecinos.
–Hola. ¿Está Tine con vosotros?
No, no estaba allí; todavía no había establecido mucho contacto con el
vecindario. Regresé rápidamente a casa y volví a mirar en la despensa. Me quedé
escrutando en la penumbra, pero no la veía. Agucé el oído y percibí algo: la oí a
ella.
Sin embargo, no era Tine. Lo que vi fueron sus ojos de lobo refulgentes en
un rincón oscuro. ¡Válgame Dios! Me sentí impotente. Si hubiésemos estado
todavía en el pueblo, habría cogido el caballo y corrido a casa de Kazem Kan:
«¡Deprisa, tío! ¡Ha vuelto el lobo!»

•••

Pero no estábamos en el pueblo y allí no había ningún Kazem Kan. Retrocedí


un paso, como le había visto hacer a él. En voz baja, ordené a mis hermanas:
–¡Traedme el libro sagrado!
Una de ellas corrió a cogerlo de la repisa de la chimenea y me lo entregó.
Me arrodillé en la puerta de la despensa y, dirigiéndome a la bestia, besé la
cubierta, cerré los ojos, abrí el libro por una página y empecé a susurrar el
siguiente sura:
Wal zoha, wal zoha.
Wal leil eza zoha.
Wal leil ma waddak, waddak, waddak, rabbak,
rabbak, zoha, zoha.
Wal agra jeiron lakka zoha, rabok alah rabok, zoha
rabbak.
Juro, juro por la noche,
en el momento en que la noche abraza la estrella,
la estrella solitaria y lejana que sale lentamente.
Juro, juro por el día, el amanecer,
en el momento en que reaparece el sol perdido.
Juro, juro que no te abandonaré,
que seguiré sujetando tu mano.
Entre susurros y sin hacer ruido, avancé un poco hacia ella. Seguí
murmurando y me acerqué un poco más. Le tendí la mano y percibí cómo el
fulgor de los ojos del lobo se apagaba. Sin dejar de susurrar, vi cómo su mano
buscaba la mía en la oscuridad.
–¡Ven, Tine, ven! – le musité al oído-. Vamos a comer algo.
Se incorporó con dificultad y abandonó su refugio.

•••

Al otro lado de la ventana, veo al lobo correr por el pólder holandés en


dirección al dique.
Déjalo, deja que desaparezca, que se pierda en la tierra nueva, para que ya no
encuentre el camino de regreso a Tine.

Una mujer con sombrero

No son los autobuses ni las escuelas


los que han encandilado a Akbar.
Hay algo más.
Estoy nuevamente en el desván y hace calor. Tanto, que casi resulta
inaguantable. Estoy leyendo. Bueno, no, no puede decirse que lea; paso revista a
las palabras y frases del cuaderno con la punta del lápiz. Luego lo introduzco
todo, o al menos las partes del texto que he comprendido, en el ordenador. Es
una labor ardua, pues me veo obligado a basar mi historia en los pensamientos
imprecisos e ininteligibles de otro. Suelo enfrascarme en la tarea hasta que el
dolor de cabeza me impide continuar.
El desván es mi estudio; paso allí casi toda la jornada. Mi pequeña hija va a
la escuela y mi mujer trabaja en Lelystad, la capital de la provincia. Cuando ella
llega a casa, yo salgo para acudir a mi curso nocturno de Literatura Neerlandesa
en la Universidad de Utrecht.
El dolor de cabeza me ataca a menudo, pues no sé cómo sigue la historia.
Varias veces me he propuesto abandonar y no dedicarle más tiempo, pero al final
siempre la retomo.
Oigo a los niños jugando en el recreo. Ríen y gritan:
–¡No! ¡No lo hagas!
Me asomo a la ventana. La maestra está mojándolos con el chorro de agua de
una manguera, y ellos la mojan a su vez, hasta dejarla hecha una sopa. Ella
corre, ríe y se quita los zapatos. Los niños la persiguen. Ella corre, ríe y se quita
la blusa.
Hace calor; todo el mundo está sentado al resguardo de alguna sombrilla o
bajo un árbol en el jardín. Por todas partes se ven caravanas aparcadas; la gente
acaba de regresar de las vacaciones.
Este año no he salido fuera. He preferido dedicar al libro el período de
descanso veraniego, deseoso de que cobre forma antes de que comience el año
lectivo. Mi mujer y mi hija han pasado unas semanas en casa de unos amigos en
Alemania.
Aunque nadie lo hace, debido al calor, yo salgo un momento a correr. Basta
de ordenadores y de apuntes de Aga Akbar.
Voy corriendo, alejándome del relato, aunque en realidad me aproximo a él.
Corro por un sendero que antes se encontraba en el fondo del mar. Al cabo de un
rato llego al malecón. A lo lejos, los veleros permanecen inmóviles, mientras yo
sigo corriendo hasta el final del dique. Siento cómo las gotas de sudor deslizan
por mis sienes, y el dolor de cabeza desaparece. Ya sé cómo sigue la historia.
Veo las noticias sentado en el sofá. El príncipe Claus, consorte de la reina de
Holanda, pronuncia un discurso en un desfile de moda. De pronto,
inesperadamente, se desanuda la corbata y la lanza al aire. La televisión lo
retransmite a cámara lenta. La corbata sube hacia arriba primero, y luego
revolotea despacio hasta caer al suelo.
El príncipe Claus tiene razón: la era de las corbatas se ha acabado, como
puede apreciarse en las tiendas de ropa: siempre hay liquidaciones, siempre hay
ofertas a mitad de precio, y luego a mitad de la mitad, y al final puedes adquirir
una hermosa corbata de seda verde por un florín.
Hace unos meses me compré una corbata de ésas con ocasión de una fiesta
de estudiantes y, con ella puesta, me dirigí a la universidad. Nada más entrar en
la sala, me la tapé con la mano y fui corriendo a los lavabos. Todos llevaban
ropa de diario: tejanos, camisetas… Yo era el único con chaqueta y corbata.
Era la primera vez desde que era adulto que me ponía corbata, aunque la
segunda que me la quitaba a hurtadillas y la escondía en el bolsillo. La primera
vez fue en mi infancia, cuando acabábamos de mudarnos.
Un buen día, mi padre llegó del trabajo a casa con dos corbatas. La más
pequeña, de color verde hierba, era para mí, y la otra, de un rojo chillón, para él.
Me anudó la mía al cuello y luego se acercó al espejo para ajustarse la suya.
–¿Por qué nos ponemos corbata? – gesticulé.
–Quiero llevarte a la ciudad.
–¿Y por qué tengo que llevar corbata?
–En la ciudad todos los hombres la llevan.
Tine no estaba en casa. Había ido con mis hermanas a visitar a una conocida
que acababa de instalarse en la ciudad, igual que nosotros. Mi padre me dijo que
no le comentara nada a ella sobre las corbatas. Yo había aprendido ya en la cuna
a no delatar sus secretos.
Fuimos andando al centro de la ciudad, más concretamente a una alameda de
cuya existencia yo no tenía noticia, y nos detuvimos en una plaza cuadrada con
muchas lucecitas de colores. Había muchos hombres, y también mujeres, todas
sin velo. Allí todo era distinto: las personas, los coches, los muchachos que
voceaban: «¡Últimas noticias! ¡Últimas noticias!», con un fardo de periódicos
bajo el brazo…
En cada esquina se veían hombres con gramófonos que vendían discos, y en
el aire flotaba la voz cautivadora de una cantante persa.
¿Quién sería la intérprete? ¿Cuál sería la canción que había puesto aquella
tarde el vendedor de discos? Ya no recuerdo la letra y, lamentablemente, no
tengo a ningún compatriota a mano para preguntarle. Cierro los ojos y aguzo el
oído. No, en mi recuerdo no resuena ninguna letra, ninguna palabra, aunque sí
una vieja melodía, «baradán, baradán, baradán…», que se corresponde más o
menos con la siguiente canción:
Be rahi didam barge jazan,
oftade ze bidade zaman.
Ei barge paizi,
az man to chera bojrizi (…).
Por el camino vi que el viento
se llevaba una hoja de otoño
que se había caído.
Dime, hoja de otoño,
¿por qué te alejas de mí?
También había vendedores de nueces nuevas y helados, y hombres con
corbata. Casi todos llevaban un periódico bajo el brazo o lo hojeaban a la luz de
una farola. De pronto, mi querido padre, que no sabía leer una palabra, se sacó
de la manga un viejo diario doblado, se lo puso bajo el brazo derecho y echó a
andar por la alameda como todos los demás. Lo seguí, preguntándome qué
estaría tramando, pero no hizo nada de particular. Se paseó por el perímetro de la
plaza y se plantó al lado de una farola. Luego desplegó el periódico, lo sostuvo a
la luz de la bombilla y fingió leer. Por un momento pensé que le había dado otro
ataque de locura, que tenía razón Kazem Kan: «Está loco, está chalado.»
Al cabo de un rato se puso de nuevo el diario bajo el brazo y echó a andar.
¿Cómo podía yo imaginar que mi querido padre estaba perdidamente
enamorado?
Creo que, en su lugar, también yo me habría chiflado por alguna de aquellas
mujeres.
Las que nosotros conocíamos eran distintas a las de la alameda. Yo siempre
las había visto trabajando, tejiendo alfombras, preparando la comida, rezando,
pariendo, llorando, enfermando, acogiendo a algún lobo en su seno… Por
primera vez veía mujeres paseándose con zapatos de tacón alto.
De pronto los ojos de mi padre resplandecieron cuando vio entrar en la
alameda desde un callejón lateral a una joven con sombrero. Se acercó a ella y,
señalándome con el periódico, le explicó con gestos:
–Mi hijo. Habla, oye y lee el periódico.
–¡Qué muchacho tan listo! ¿Cómo te llamas? – me preguntó la mujer,
inclinándose un poco hacia mí.
–Ismail -le contesté con desconfianza.
¿Sabía mi padre en verdad lo que significaba el amor? ¿Era consciente de su
condición de enamorado? Quiero decir, ¿sabía que había entrado en el mundo
del amor? Ese ferviente deseo orientado a otra persona: el querer estar con ella,
cogerle la mano, olerle el pelo, poseerla…, ¿era capaz él de relacionarlo con el
amor?
Es necesario haber leído, hablado o escuchado hablar alguna vez del tema.
De lo contrario, difícilmente puede saber uno qué le está pasando.
Existe un antiguo libro persa que relata los viajes del ulema Nasredin. Con el
fin de comprender el sentido de la vida, Nasredin se lanza a recorrer el mundo a
pie. Al llegar a la puerta de Hamadan, se encuentra con una multitud de
hombres, mujeres, niños, camellos, burros, caballos, cabras y gallinas; todos
siguiendo a un joven. El muchacho llora, baila y balbucea algo ininteligible, se
deja caer y se reincorpora, llora otra vez, ríe, corre y se echa tierra en la cabeza.
Nasredin detiene a un anciano y le pregunta:
–Hermano, cuéntame, ¿qué le pasa a ese muchacho?
–Es el amor, que se ha apoderado de él. Todo el mundo ha acudido a verlo
para enterarse de cómo es el amor.
Todas las tardes acompañaba a mi padre a la alameda, donde se citaba con la
mujer. Nos sentábamos los tres en un banco en la oscuridad, yo me colocaba
entre ellos y traducía lo que se decían.
¿Quién era aquella mujer? ¿Cómo se habían conocido? No lo sabía.
En el trabajo, mi pobre padre tenía siempre la cabeza en otra parte. Cosía
números equivocados en las alfombras, lo que provocaba un caos en el almacén
y en la contabilidad. Un día vino un empleado a nuestra casa para prevenir a
Tine:
–No sé qué le ocurre, pero, si sigue así, acabarán despidiéndolo.
Siguió así y lo despidieron.
También en casa se le notaba ausente; se pasaba las horas muertas mirando
por la ventana o buscaba algún rincón tranquilo donde sentarse a escribir en su
cuaderno. Tine avisó a los parientes:
–¡Auxilio! ¡Akbar ha sucumbido!
Los persas no necesitan haber vivido el amor en sus propias carnes. En sus
cuentos y mitos, incluso en el libro sagrado, el amor está por todas partes. Como
cualquier persa, Tine debía de conocer la historia de Sheij y Tarsa.
Sheij, el viejo líder sufí, se dirige a La Meca acompañado por miles de
seguidores. En el zoco de una de las ciudades extranjeras por las que pasan
conoce a una hermosa tarsa, una cristiana, y se enamora perdidamente de ella.
No podía haberle ocurrido nada peor: ¡ir de camino a La Meca y enamorarse de
una cristiana! Sheij se olvida de La Meca y, descalzo, va en busca de la
muchacha.
En todo el mundo musulmán resonó el mismo estribillo: «¡Sheij ha
sucumbido!»
Mi padre y yo, luciendo nuestras respectivas corbatas, estábamos sentados
con la mujer en un banco de la alameda, cuando de pronto vi a lo lejos a dos de
nuestros caballos. ¡Pero eso era imposible! ¿Cómo podían estar allí los caballos
que habíamos dejado en la aldea del Azafrán? Enseguida reconocí nuestro carro,
luego oí la voz de mi tía mayor, y a continuación las de las otras mujeres y sus
maridos.
Se detuvieron a poca distancia de nosotros bajo la luz de una farola. Mi tía
mayor se bajó y fue directamente hacia mi padre. Alargando la mano, lo cogió
por la corbata y lo arrastró hasta el carro como si fuera una vaca.
Mientras las otras lo sujetaban, los hombres le quitaron la corbata roja y la
tiraron al suelo. Entonces mi tía mayor se acercó a mí, me agarró de la oreja
derecha y, arrastrándome a mí también, me espetó:
–¡Bien hecho! ¡Muy bien hecho, muchacho! ¡Qué bien has cuidado de tu
padre!
Los caballos se pusieron en marcha.
Oí que mi padre lloraba, aunque no alcanzaba a verlo bien, pues se había
acurrucado detrás de las tías y se tapaba la cara con las manos.
Volví la cabeza para ver si la mujer seguía allí. Estaba plantada a la luz de la
farola, sujetándose el sombrero como si soplase un fuerte viento, mientras
observaba cómo nos alejábamos.
Al día siguiente, las tías y sus maridos cargaron todas nuestras pertenencias
en el carro y nos llevaron a otra ciudad, Seneyán. No sé cómo lo habían hecho,
pero ya estaba todo arreglado: nos dieron una casa y mi padre empezó a trabajar
en una fábrica textil.
Su trabajo consistía en pasearse continuamente por una larga fila de telares
industriales y anudar todos los hilos que se soltasen. No podía distraerse ni un
segundo.
A partir de ese momento, casi no lo veía, pues salía de casa antes de
amanecer y regresaba por la noche. Cuando llegaba, Tine le servía la cena. Él
comía en silencio, se quedaba un rato a la mesa, sentaba a las niñas en su regazo,
tomaba un té y luego se tumbaba a dormir.
Siempre durmiendo: ésa es la imagen que tengo de él en aquella época.
Recuerdo que a veces ni se molestaba en quitarse la ropa de trabajo. Decía
que sólo quería descansar un rato, pero solía quedarse tan profundamente
dormido que ya no lo despertábamos.
–Cubre a tu padre con una manta.
Esa frase de Tine también la he conservado. Yo sabía que tenía que taparlo
con una manta, pero no lo hacía por iniciativa propia, sino sólo porque ella me lo
pedía. Quizá por eso recuerde sus palabras tan bien, hasta el día de hoy.
La mujer del sombrero había aparecido para dividir en dos partes la vida de
mi padre. Supuso el final de una etapa y anunció el inicio otra. Por lo demás, no
tenía nada que ver con nosotros, ni nosotros con ella. Llegó, cumplió su misión y
se marchó.
En un tiempo Aga Akbar había sido un reparador de alfombras respetado por
todos, que galopaba de un pueblo a otro montado en su caballo, con la espalda
bien erguida. Tenía el pelo negro y su dentadura resplandecía incluso en la
oscuridad. Luego le salieron canas y se le agrió el semblante. Y debía trabajar,
trabajar y nada más que trabajar.
Hojeo su cuaderno con la esperanza de recuperar más datos de aquella época.
Las páginas no están numeradas; las numero yo a lápiz en el ángulo inferior
derecho. En la ciento treinta y cuatro descubro una serie de pequeños dibujos
que parecen representar lunas: una nueva, una creciente, una media luna, una
menguante, una llena y, de pronto, una oscura y otra roja.
Del primer período de su vida le había quedado una costumbre muy especial:
dondequiera que estuviese y cualesquiera que fuesen las circunstancias, las
noches de luna llena nunca salía de casa. Cuando todos dormían, apoyaba la
escalera contra la pared, subía a la azotea y se instalaba allí a mirar la luna,
canturreando.
¿Canturreando?
¿Qué podía canturrear, si no se sabía ninguna melodía ni letra, ni conocía
ningún canto del eternamente enamorado poeta medieval Baba Taher, ni había
oído hablar de los poemas amorosos del famoso líder sufí?
Aquella luna llena se la había llevado consigo de Ispahán. La noche de
Ispahán estaba repleta de estrellas y la luna colgaba como una lámpara celestial
por encima de las mezquitas encantadas.
Si uno se encuentra en la plaza de Nagshe Yahan en una noche clara y
extiende los brazos, puede poner la luna en la palma de su mano. Los antiguos
poetas persas siempre la atrapaban de ese modo en sus versos.
A Aga Akbar también lo cautivaba aquel cielo. En sus noches solitarias subía
a hurtadillas al tejado de la mezquita de Yome, se sentaba en el suelo, se rodeaba
las rodillas con los brazos y se quedaba mirando la oscuridad. La noche lo unía
con lo inexplicable, con Alá y con el amor. Tal vez la mejor manera de
describirlo sea citando los siguientes pareados de un antiguo poema épico:
Az neistan chon mara bobidré an
az nafiram mardo zan nalidé an.
Sitie jaham shárhe shárhe az feraj
ta beju yam sharhe dárde esh tiyaj…
Todo persa conoce este poema, o al menos estos cuatro versos, que se cantan
cuando se está enamorado.
Si bien Akbar nunca pudo oír la letra, canturreaba esa canción.
Trata de una caña que es cortada del cañaveral para fabricar una flauta. La
caña se queja así:
Desde el preciso instante en que me cortaron,
todos me tocan y comparten conmigo sus nostalgias, sus anhelos.
Yo también busco un corazón que el anhelo haya quebrado,
para compartir con él mi propia nostalgia.
Un buen día pedí prestado un proyector de películas. Al caer la noche,
cuando salió la luna llena y mi padre se disponía a trepar hasta la azotea por la
escalera de mano, lo agarré de la manga y le dije:
–¡Ven aquí! Voy a enseñarte algo.
Él se resistió; quería ir a ver su luna.
–Escúchame, no hace falta que subas al tejado. Te tengo preparada una luna
en el cuarto de estar.
No entendió.
–La luna -le indiqué por medio de gestos-. La he metido en ese aparato. Para
ti. ¡Ven a mirar!
Mi padre esbozó la típica sonrisa que exhibía cuando no entendía lo que
intentaba explicarle. Le acerqué una silla y corrí las cortinas.
–¡Siéntate! – gesticulé antes de apagar la luz.
Él vaciló un momento y luego se sentó, con la mirada fija en la pantalla.
Encendí el proyector. Primero aparecieron unas palabras en inglés, seguidas
bruscamente de una luna nueva. No se percibía aún ninguna reacción por parte
de mi padre, que continuaba observando en silencio. De forma sucesiva fueron
surgiendo en la pantalla una luna creciente, una media luna y una luna llena. Mi
padre se volvió y me buscó con la mirada, detrás del aparato.
Ésa no era la luna de Ispahán, sino la de Estados Unidos, inalcanzable y con
un fondo de color azul oscuro. A continuación, la pantalla mostró el Apollo XI.
¿Era capaz mi padre de entender la relación existente entre la luna y el
Apollo XI?
Unos minutos después, el cohete alunizaba y, por primera vez en la historia,
el hombre ponía el pie en la superficie lunar. Apagué el proyector y la luna
desapareció. Mi padre permaneció sentado en la silla, con las manos apoyadas en
las piernas, como si estuviese rezando. No encendí la luz; dejé que siguiera un
momento más así. Me quedé mirándolo, mirando a mi querido y anciano padre.
Sólo apreciaba su sombra y su cabellera gris, centelleante en la oscuridad.

Mossadeq

Aga Akbar no escribió nada


sobre un período muy importante
de la historia del país.
Acudo a otra persona para pedirle información
al respecto.
Ayer estuve hojeando la primera parte del libro y observé que faltaba un
período fundamental de la vida política de mi país.
Es natural que, si Aga Akbar no sabía nada de política, no escribiese sobre el
tema.
Aunque prefiero no hablar de eso en este libro, a veces resulta inevitable. Al
menos tendré que relatar los acontecimientos más significativos, pues los
cambios más importantes que se produjeron en la vida de Akbar no fueron sino
consecuencia de las transformaciones radicales que sufrió la situación política
del país.
La mudanza de mi padre a la ciudad, por ejemplo, tuvo su origen en un
terremoto político: la ayuda ofrecida por Estados Unidos al sha para que
ascendiera al trono.
Quería contar algo acerca de Mossadeq, pero ¿dónde encontrar los datos
necesarios?
Seguro que en la biblioteca de la universidad los hallaría a montones; sin
embargo, yo no buscaba un enfoque puramente histórico, pues eso implicaría
apartarme demasiado de los apuntes; prefería esbozar un claro retrato de él
mediante un par de simples líneas, pero ¿cómo?
Se me ocurrió una idea: llamar a Igor.
–Buenos días, Igor. Soy Ismail.
–Buenos días, Ismail. ¿Qué se te ofrece a estas horas de la mañana?
–¿A estas horas? No es tan temprano. ¿No sueles levantarte a las seis y
media? No me digas que aún estás en la cama…
–Pues sí. Por lo general ya suelo estar levantado, pero hoy no es el caso,
muchacho. La verdad es que no me apetece nada coger el periódico, ni el
bolígrafo, ni el papel. Debe de ser la edad… Bueno, dime qué se te ofrece.
–Nada fuera de lo común. Sólo una pregunta, pero no hace falta que me la
contestes enseguida; ya me pasaré por tu casa un poco más tarde. Quisiera saber
algo sobre Mossadeq.
–¿Mossadaq? ¿Qué? ¿Quién diablos es ése?
–No es Mossadaq… Su nombre es Mossadeq. Seguro que alguna vez has
leído algo acerca de él, aquel viejo persa que fue primer ministro tras la caída de
Reza Kan Pahlevi…
Igor es un viejo periodista amigo mío. Antes vivía en Amsterdam, a orillas
de un canal, pero como ya no le quedaba sitio para un solo libro ni disco más,
vendió la casa tras jubilarse, después de pensárselo un par de años, y se trasladó
a la tranquilidad del pólder.
Lo conocí el mismo día en que se mudó. Hacía calor y yo había salido a
correr. Justo después del nuevo cementerio, se erguía frente al dique una casa
aislada con magníficas vistas al mar. Era hermosa, pero se notaba que llevaba un
tiempo deshabitada. En la acera vi aparcado un camión enorme y a un hombre
mayor con sombrero dando indicaciones sobre los lugares de la casa a donde
había que llevar las cajas repletas de libros.
–¡Tenga cuidado! ¡Ahí van mis carpetas! – le advirtió secamente a un
operario. Y luego, casi desgañitándose, gritó-. ¡Ay, Dios mío! ¡Me van a
destrozar todos los libros!…
Me detuve a curiosear un momento, fascinado por aquel hombre con tantos
libros y sombrero.
–¿Y tú que estás mirando? – me dijo-. ¡Ven a echarme una mano con esta
caja!
Me acerqué y lo ayudé a cargar una gran caja con siete gatos que maullaban
al unísono. A partir de ese día nos hicimos amigos.
Igor vive solo con sus siete gatos. A lo largo de casi cincuenta años ha ido
recortando todas las mañanas, siempre con las mismas tijeras, un sinnúmero de
artículos, que guarda clasificados y archivados en cientos de carpetas.
Sin duda tendría alguna relativa a Mossadeq, pero la cuestión era si existía
alguna probabilidad de encontrarla entre tantas.
Fui a su casa. Él no suele bajar a abrir, sino que se asoma a la ventana para
ver quién es y tira de una cuerda larga.
–¿Sabes que en las tiendas venden porteros automáticos? Son mucho más
prácticos que esa cuerda tuya -le grité desde la calle. Siempre que iba a visitarlo
le repetía lo mismo.
–¡Calla, muchacho! Adelante, pasa…
Nada más entrar, los siete gatos se te echan encima.
–¿No te encuentras bien? ¿De verdad estás en la cama o…?
–Cuando uno lleva cincuenta años levantándose todos los días a las seis y
media, sigue haciéndolo aunque se vaya a morir. Pasa, pasa. No estoy enfermo
ni en cama. Estoy viejo nada más; eso es todo. Así que quieres saber algo sobre
Mossadeq… ¿A qué viene ese interés tan repentino por ese hombre?
Quise explicarle para qué necesitaba la información, pero él continuó
hablando, como de costumbre. Además, todavía no le había comentado nada de
los apuntes. Tenía que decírselo, pero no me atrevía.
–Como ya sabes, mi adicción a los periódicos me viene de lejos -siguió-.
Cuando tenía unos diez años, leí algo sobre un político de tu país que lloró al ser
destituido… Pero esa anécdota tú debes de conocerla mejor que yo… Lo que yo
sé de ese hombre es que quiso nacionalizar la compañía petrolífera anglo-iraní,
lo cual, dicho sea de paso, en aquel momento me pareció una iniciativa muy
acertada. Sírvete café, muchacho. Allí en la mesa te he dejado una taza muy
bonita. Creo que es oriental. La compré en un mercadillo…, no, en la fiesta de la
reina en Amsterdam. El café sabe distinto en esa taza. Ese tal Mossadeq… No sé
mucho de él. Estoy seguro de que tengo una carpeta, pero no logro encontrarla;
creo que no era del agrado de sha, y lo metió en la cárcel. No sé si lloraba a
menudo, quizá sólo lo hiciese una vez. Por aquel entonces no había televisión,
pero en los cines, antes de proyectar la película, ponían un informativo con
noticias de todo el mundo. El llanto de Mossadeq supuso un gran alivio para mí:
por fin un político expresaba sus emociones en público. Durante muchos años,
tuvimos en Holanda un presidente de gobierno muy respetado, llamado Drees, al
que nunca se le veía reír; y llorar, ya ni te cuento, imagínate. Tal vez lo hiciera
alguna vez en su casa, pero, claro, ahí la televisión no entraba. En Holanda no es
habitual que un hombre muestre sus emociones en público; tiene que saber
contener las lágrimas… ¿A que sabe distinto el café en esa taza? Coge una
galleta, la lata está en… ya no sé dónde la he puesto. Siempre la escondo en
alguna parte, por los gatos. Se ponen a jugar con ella y me rompen todas las
galletas. Es posible que la haya metido allí, detrás de las carpetas… Llorar un
poco en un funeral, sí, eso se puede hacer. Yo lloro cuando me apetece. No sé si
me viene por parte de madre o de Mossadeq, no sabría decirlo… El sha dejó
vivir a Mossadeq, lo cual fue todo un gesto de buena voluntad. Entonces yo no le
tenía ninguna simpatía al sha, pues era amigo de nuestro príncipe Bernardo.
Sabes quién es, ¿verdad? El marido de la anterior reina, el padre de Beatriz, de
quien lo único que se sabe es que casi todos sus amigos eran unos
impresentables. Mis análisis son a menudo resultado de mis emociones y
sentimientos, y éstos me indican que el sha era el malo impresentable y
Mossadeq, el bueno. ¿Dónde habré puesto esa lata de galletas?
Aunque eso fue todo lo que Igor supo decirme sobre Mossadeq, me indicó
dónde, más o menos, podría localizar los recortes correspondientes.
Estuve horas sentado en cuclillas, rebuscando datos entre sus carpetas. He
aquí lo que encontré:
Mossadeq: de 1921 a 1925, ministro de Justicia, Hacienda y Economía,
sucesivamente. En 1944 resultó elegido diputado al Parlamento. En 1950 fundó
el Frente Nacional. En 1951 fue nombrado primer ministro y, acto seguido,
nacionalizó la compañía petrolífera anglo-iraní, lo que originó un conflicto con
Gran Bretaña. En 1952 fue obligado a dimitir, pero tres meses después, tras una
revuelta, fue restituido al cargo. Apoyándose cada vez más, al parecer, en las
fuerzas de izquierda, puso coto al poder del sha, el hijo de Reza Kan, que se vio
forzado a abandonar el país. Sin embargo, regresó con la ayuda de Estados
Unidos, derrocó al gobierno nacional y detuvo a Mossadeq.
Cuando Churchill se enteró de que lo habían condenado a arresto
domiciliario de por vida, alzó la copa y dijo: «Estaba loco. Era un hombre
peligroso.»
Mossadeq no era peligroso en absoluto, sino el orgullo del país.
Sus seguidores fueron arrestados a millares, a muchos de ellos los ejecutaron
y cientos huyeron. La mayoría militaban en el partido de izquierdas del país, de
tendencia prosoviética, que estaba en contra del sha y se oponía terminantemente
a la llegada de los estadounidenses.
Confiados en el gran número de adeptos con que contaban, pensaban que
pronto conquistarían el poder. Incluso se permitían estar descontentos con la
política de Mossadeq, pues en su opinión hacía demasiadas concesiones al
imperialismo; y por ese motivo no pudieron apoyarlo a tiempo cuando el sha
regresó. Tras la caída de Mossadeq, el partido se desintegró.
Muchos de los que lograron escapar huyeron hacia el monte del Azafrán, con
la esperanza de llegar a la frontera soviética. Pero la cosa no fue fácil, pues los
gendarmes los perseguían por las montañas con jeeps de fabricación
estadounidense. Hambrientos y desesperados, muchos de ellos consiguieron
refugio en las casas de los aldeanos.
Probablemente mi padre nunca entendió nada del comunismo, pero sí sabía
lo que era un fugitivo.
Un día en que lo acompañé a la aldea del Azafrán, me llevó por la tarde a
nuestros almendrales. De pronto, me puso un trozo de pan en la mano, se
escabulló entre los árboles y se escondió detrás de un tronco.
–¿Qué haces? – le pregunté.
–Ven, dame el pan -gesticuló él.
–¿Qué intentas decirme?
Me arrebató el pan de la mano y echó a correr en dirección a las montañas.
–Antes muchos hombres entraban furtivamente en nuestros campos cuando
oscurecía -me explicó-. Yo les daba pan y huían al monte.
Un año después del arresto de Mossadeq se oyó por toda la zona el silbido
prolongado de un tren. La máquina se detuvo a la altura de la aldea, algo que
nunca había ocurrido.
¿A qué venía aquello?
Azúcar. Terrones de azúcar de Estados Unidos metidos en sacos en los que
ponía la palabra «SUGAR».
La antigua palabra persa gand debió cederle el sitio a sugar. Ése fue el
primer vocablo inglés que llegó al monte del Azafrán. A continuación, apareció
otro: cigarette. Y así se esfumaron paulatinamente las pipas tradicionales.
El término milenario kadjoda, «alcalde», desapareció, y en su lugar se
introdujo otro: bajshdar.
El bajshdar era un individuo con corbata que se paseaba por el pueblo en un
jeep.
Un buen día, el bajshdar, secundado por el imán local y en presencia de los
ancianos del pueblo, se subió a un taburete y colgó en la pared de la mezquita un
gran retrato del sha.
Y así fue cómo un buen día el hijo de Reza Kan se convirtió en sha de Persia.
En la escuela no nos enseñaron nada de Mossadeq, pero sí todo sobre el sha.
Aprendimos que era hijo de Reza Kan y que éste, a su vez, era hijo de un sha
anterior, y éste, de otro anterior a él, y así sucesivamente, retrocediendo dos mil
quinientos años en la historia hasta remontarnos a Ciro, el primer rey persa, cuya
carta fue cincelada en caracteres cuneiformes en la cueva del monte del Azafrán
y que comienza así: «Me llamo Ciro. Soy rey de reyes.»

Tuti
Nace el hijo del sha.
Y un papagayo cae muerto de un árbol.
Ambos acontecimientos modifican
el curso de la narración.
A veces pienso que lo que me impulsa a escribir este libro es el sentimiento
de culpa. El sentimiento de culpa de un hijo que no ha acabado su tarea o no ha
cumplido su misión, de alguien que se ha evadido a mitad de camino y ha dejado
a su padre en la estacada. Quizá por eso se me aparece tantas veces en sueños.
No me mira, me evita y me vuelve el rostro.
Ahora está muerto y yo no puedo retroceder en el tiempo para reparar el
daño. Confío en que me perdonará y en que la próxima vez que me visite en
sueños me mire a la cara.
Escribo este libro para aclarar, primero a él y luego a mí mismo, que mi
evasión era inevitable, que se produjo como algo ajeno a mí, que ya no podía
controlarla; ¿cómo decirlo?, que él fue justamente la causa por la que huí del
país.
No puedo explicarlo. Como soy el hijo de Aga Akbar, ahora me encuentro
aquí luchando con esta lengua nueva.
Si bien es cierto que a lo largo del tiempo utilicé en varias ocasiones a mi
padre para mis propios fines, no lo es menos que nunca he dejado de prestarle
servicio. Por ejemplo, ahora que escribo esta historia, no hago sino descifrar su
libro, intentando volver inteligibles sus palabras. No me quejo, acepto que es mi
destino. No tengo opción; es mi deber difundirlas.
El hijo de Reza Kan cambió de esposa un par de veces, hasta que acabó
teniendo un hijo varón, un príncipe heredero. Su sueño se hizo realidad.
Contaba yo diez u once años, y el heredero, tres o cuatro. En todas las
escuelas del país se festejaba con gran júbilo el día de su nacimiento. Sin
embargo, en nuestra ciudad, que era muy religiosa, ni nos enterábamos. En los
colegios de Teherán había niñas que bailaban enseñando las piernas. Todos
cantaban, y se regalaban plátanos a los alumnos. En mi familia jamás habíamos
visto un plátano, ni siquiera en fotografía.
En el Archivo Nacional de Teherán se pueden encontrar periódicos de
aquella época con fotos en las que aparecen chiquillas de la capital que han
resbalado en una piel de plátano. También hay una en blanco y negro de la reina
y el príncipe heredero, que apenas sabe andar, visitando a una de esas niñas en el
hospital.
El alcalde de nuestra ciudad puso el mayor empeño en organizar una serie de
festejos para celebrar el aniversario del heredero, tarea que encomendó a nuestra
escuela, situada en un paraje alejado y olvidado de las afueras. El director cogió
la ocasión al vuelo para ascender unos peldaños en el escalafón administrativo,
dado que el alcalde no acudiría solo, sino que llevaría a un «egregio invitado».
De haber sido posible, incluso habría hecho venir a una niña de Teherán para
que bailara mostrando las piernas ante la mirada del alcalde.
–¡Ismail! – me dijo una tarde, dándome una palmadita en el hombro-. Ven
conmigo un momento; quisiera hablar contigo.
En su despacho, al que a los alumnos nos estaba vedada la entrada, me
ofreció una galleta e incluso llegó a enseñarme un plátano diminuto. Luego
empezó a hablarme del sha, del antiguo imperio persa y de Ciro, nuestro primer
rey, llamado rey de reyes. Y también del mundo que cambiaba a pasos
agigantados para convertirse en una sociedad moderna. Todos habían
progresado, menos los habitantes de nuestra ciudad, atrasada y presa de los
clérigos. En resumen: ante la perspectiva de la próxima visita a la escuela por
parte del alcalde y su ilustre invitado, me pidió que lo ayudase.
–¿Yo?
–Sí. Tú, Ismail. Tienes que ayudarme.
Ahora que recuerdo aquel día, me cubro la cara con las manos, avergonzado.
¿Por qué yo? ¿Por qué precisamente yo?
El director acercó su cabeza a la mía, afirmando que yo era distinto a los
otros alumnos. Que leía muchos libros, que sabía mucho del mundo, y los demás
no. Los otros no eran más que unos paletos que no entendían nada de la
modernización del país. Luego me contó algunas cosas que debían quedar
rigurosamente entre nosotros.
Yo no tenía que hacer nada en especial, sólo demostrar que era tan cultivado
como cualquier alumno de Teherán y tan moderno como cualquier muchacho de
París.
Llegó el día de la celebración. El alcalde acudió acompañado de su «egregio
invitado», y ambos se instalaron en unos asientos reservados para ellos en la
primera fila. Yo espiaba entre bastidores al invitado y al resto de la sala -que
estaba de bote en bote-, agazapado detrás del telón, esperando mi turno para salir
a escena. Para gran sorpresa del alcalde y de todo el alumnado, yo bailaría y
demostraría que también nosotros éramos modernos. Era algo que ningún
hombre de la familia, desde Adán hasta Ismail, había hecho jamás.
En unos instantes empezaría a contonearme con los brazos en alto, sacando
el pompis y haciendo movimientos rítmicos con el vientre abombado; luego me
inclinaría y me pondría otra vez derecho, exactamente como me había enseñado
el director.
Justo cuando me tocaba salir, éste se me acercó con unas prendas de niña y
una peluca en la mano.
–¡Toma, ponte esto! – me ordenó.
Sólo Dios, él y yo sabíamos que no habíamos acordado nada de eso. Lo
único que se suponía que debía hacer era danzar como un joven parisino. Ese
solo hecho ya representaba un salto de gigante, un paso enorme en aquella
ciudad tan religiosa.
–¡Deprisa! ¡Quítate los pantalones! – me instó el director.
–¡¿Qué?!
–¡Ponte esto!
Él nunca habría osado cometer ese crimen con otro alumno, pues sabía que
los parientes lo habrían matado. Me había elegido a mí pensando que mi padre
minusválido no suponía ninguna amenaza.
Me resistí firmemente, pero mientras él me sujetaba, el subdirector me quitó
los pantalones, me puso una falda corta, me encasquetó la peluca, me pintó los
labios con carmín y me empujó a escena.
En ese instante, los músicos empezaron a tocar a todo volumen.
Yo permanecí inmóvil en medio del escenario.
–¡Baila! – masculló entre dientes el director detrás del telón.
Miré al público. Los alumnos estaban perplejos, aunque nadie me reconoció.
El alcalde batía palmas entre risas. Los músicos se pusieron a tocar más alto.
–¡Baila! – me espetó otra vez el director.
Comencé a bailar.
Todavía tengo la frente bañada en sudor. Por la ventana veo el mar, el mar
encerrado, dando puñetazos contra el dique.
La sucinta falda se me levantaba, dejando al descubierto mis calzoncillos
blancos de algodón. Todos se reían, daban gritos de alegría y silbaban con los
dedos, y el alcalde se desternillaba de risa.
De pronto vi a mi padre acercarse hecho una furia, perseguido por unos
policías que intentaban detenerlo. A pesar de su debilitada salud, logró abrirse
paso entre la multitud y trepó al escenario. Sin más, me cogió por la cintura, me
cargó a la espalda y saltó abajo, con tan mala suerte que perdió el equilibrio y
rodamos los dos por el suelo. Finalmente, los agentes lograron echarle mano y lo
golpearon con sus porras de goma.
Por respeto a mi padre, prefiero no contar aquí el resto del episodio. Sólo
esto: que me veo esperando, con las piernas desnudas y un vago rastro de carmín
en los labios, en la puerta de una sala de operaciones, donde un médico y su
ayudante suturan las heridas que acaban de hacerle a mi padre en la cabeza.
Pasa, todo pasa. El reino persa ya no existe, y el sha tampoco. ¿Y dónde está
su príncipe heredero?
Un día lo vi en una noticia del informativo de la tarde sobre el funeral de la
princesa Diana de Gales. Había mucha gente conocida: estrellas de Hollywood,
cantantes, políticos y muchos príncipes y princesas.
Decenas de cámaras de la BBC mostraban con todo detalle a los asistentes.
Una de ellas captó el rostro de un hombre joven y fornido que miraba al objetivo
con la cabeza erguida, como un militar retirado. «¿Quién es? ¿De qué lo
conozco?»
Él también era un refugiado, igual que yo. Nunca había pensado en eso. Sólo
aquel día caí en la cuenta.
¿Qué había ido a hacer mi padre a la escuela? ¿De dónde salió tan de
improviso? ¿Cómo se había enterado de que su Ismail había caído en la trampa?
¿Fue el azar?
No pudo ser eso; yo estaba irreconocible con la peluca. Alguien debió de
avisarlo. Pero ¿quién? ¿Quién pudo enterarse de los planes del director?
El conserje, tal vez el anciano y piadoso conserje… Seguro que fue él. En mi
mente lo veo correr a mi casa: «¡Por Alá! ¡Deprisa!»
Debió de encontrar a mi padre por pura casualidad, aunque quizá no fue
tanta, pues por aquella época enfermaba muy a menudo, y a veces se quedaba en
cama toda una semana.
Aquel día mi vida dio un vuelco, y también la de mi padre. En los años
siguientes, los chavales del barrio ya no nos dejaron tranquilos. Me perseguían
hasta en sueños. Yo los rehuía jadeando, pero siempre me alcanzaban y me
zurraban hasta hacerme sangrar. Ni siquiera podía defenderme, pues tenía que
sujetar con todas mis fuerzas el cinturón para que no me bajaran los pantalones.
Querían ver una vez más mis piernas desnudas. Cuando se encontraban con mi
padre en alguna parte, señalaban con el dedo las cicatrices que tenía en la cabeza
y se desataban el cinturón. Él intentaba atraparlos, mientras ellos le tiraban
piedras.
No eran escenas dignas de contemplación, y tampoco puedo describirlas.
Aquellos años de humillaciones, tanto para mí como para mi padre, en que,
cuando volvíamos a casa, teníamos que dar un gran rodeo para eludir a aquellos
chavales, fueron los de gloria del sha y su príncipe heredero. El mismo heredero
que también vive en el exilio y que, como yo, ha perdido a su padre.
Los dos sufrirían después muchas vejaciones, especialmente durante el
período en que el hijo no hallaba un lecho de muerte para su padre ni, al cabo,
una última morada.
Por fin le encontró un sepulcro en Egipto.
Me resigné a aceptar mi destino. A la salida del colegio, corría a mi
habitación y me refugiaba en mis libros, en novelas occidentales.
No recuerdo cómo fue a parar a casa aquel volumen ajado, o si alguien se lo
dejó olvidado allí. Es posible que mi padre lo encontrara en algún sitio y lo
cogiese. En cualquier caso, fue una revelación. Ese libro era distinto a todos los
que yo conocía. ¿Sobre qué trataba? A bote pronto no me viene a la memoria,
pero dando un pequeño paseo y volviendo atrás en el tiempo, he de poder
recordarlo.
En mi barrio había una pequeña librería, regentada por un hombre mayor,
que, además de periódicos y revistas, tenía una estantería repleta de manoseadas
novelas policiacas. Cada vez que pasaba por allí, le pedía prestadas al librero
unas cuantas y las leía a hurtadillas en la cama. Un día llegué a pensar que ya
había leído todos los libros del mundo, pues aquel hombre no tenía más para mí.
Mi padre empezó a traer libros a casa.
–¡Mira, para ti! – me decía con gestos.
Yo los hojeaba y los colocaba con indiferencia en mi biblioteca. No eran
auténticos libros de lectura, sino mamotretos de la más variada índole; por
ejemplo, un viejo ejemplar sobre el algodón y el hilo que había encontrado en
algún rincón del trabajo, o un volumen con un montón de tablas y series
numéricas.
Al principio era algo inofensivo; él llegaba con un libro y yo lo ponía en el
estante, pero luego empezó a preguntarme si lo había leído.
–No, todavía no. Lo leeré más adelante -le contestaba yo.
Un día me entregó un viejo libraco de la empresa y quiso saber de qué
trataba.
–De números -gesticulé-. Uno, dos, tres, cuatro… Y también de ángulos y
círculos.
–Entonces ¿te sirve?
–Sí, muchas gracias -contesté, y lo metí entre los demás.
A veces se sentaba a mi lado, sin hacer ni decir nada, y me observaba en
silencio. Los libros y la lectura lo habían hechizado. Quería saber qué se
experimentaba cuando alguien se quedaba sentado o tumbado leyendo un libro.
Ahora que me he puesto a ahondar en sus escritos, veo que su vida se dividió
en varias fases. Habíamos llegado a la de los libros, que duraría casi dos años.
–¿De dónde los sacas? – le pregunté una vez.
–Los compro -me contestó.
–Pues no compres más. Los libros no se compran así como así. Cuando
necesite alguno, ya me lo procuraré yo mismo.
Pero hizo caso omiso y siguió trayendo cada vez más. Un día, al caer la
tarde, Tine lloró tanto que acabó desmayándose.
–¿Estás contento ahora? – le grité enfadado-. ¿Por qué no me haces caso?
No hubo manera.
Mientras tanto, los muchachos del barrio habían descubierto un nuevo juego.
En cuanto veían llegar a mi padre con un par de libros bajo el brazo o metidos en
algún bolsillo, lo perseguían sigilosamente, le arrebataban uno y salían
corriendo. Él iba detrás de ellos y les imploraba que se lo devolviesen, pero ellos
no le hacían caso y se lo iban pasando de uno a otro.
El momento de inflexión se produjo un día en que mi padre llegó a casa con
el pantalón hecho jirones y un montón de libros embarrados.
–¿Qué ha ocurrido? – le pregunté furioso.
–Nada. Esos chicos de la calle -gesticuló él con una sonrisa.
–No quiero que me traigas más libros -le solté.
–¿No? ¿No más libros?
Le quité violentamente uno de los que llevaba bajo el brazo y lo lancé contra
la pared del patio con todas mis fuerzas.
–No más. ¿Me has entendido? ¡Ni uno más!
Con el tiempo, esa actitud mía me ha parecido ruin e infame. ¿Cuántos años
tendría yo por aquel entonces? ¿Doce? ¿Trece? Sin embargo, me sentía como si
hubiera cumplido ya dieciséis o diecisiete, pues en los dos últimos años había
crecido más que el resto de muchachos de mi edad.
Pero hice algo todavía más atroz. Cuando mi padre se agachó para recoger el
libro del suelo, se lo impedí, los cogí todos y los tiré uno a uno a la azotea.
–Ya está -dije al acabar-. ¡Y ahora, desaparece de mi vista!
Mi padre no dijo nada, entró en casa y se fue a dormir. (Es tremendo,
terrible, lo que hice.)
Por la noche me sobrevino un ataque de llanto, pero no podía llorar. ¿Cómo
arreglarlo?
Entonces comprendí por qué mi padre compraba esos libros. Encendí la
lámpara de aceite y lo desperté.
–¡Ven! – gesticulé.
–¿Adónde?
–¡A la azotea!
En un principio pensó que sería luna llena y que se le había pasado por alto.
Miró al cielo, pero no.
Yo era su Ismail; tenía que hacerme caso, así que se levantó de la cama y me
siguió.
Sosteniendo la lámpara con la mano, me encaramé a la escalera.
–Tú también. ¡Arriba!
Con paso vacilante, mi padre subió tras de mí.
Le pasé la luz y empecé a recoger los libros, dispersos por todas partes.
–Ven aquí, dame la lámpara -gesticulé, y fui a sentarme junto a la chimenea-.
Coge un libro, vamos a leer juntos.
Él eligió uno y se sentó a mi lado, sin saber qué pretendía. Ni yo mismo lo
sabía exactamente.
Mi padre había escogido el volumen más grueso y me lo tendió. Se trataba
de La rosaleda, del poeta medieval Saadi, una crónica en la que se pone de
manifiesto la belleza de la lengua persa. En sus hecayadas, o relatos breves, se
aprecian la fuerza y las posibilidades expresivas de nuestro idioma.
Era casi imposible traducir aquellos ricos textos poéticos del maestro al
sencillo lenguaje de gestos de mi padre, pero tenía que resultar. Por algo
estábamos tan compenetrados. Él captaba de inmediato lo que yo le decía, y
viceversa. Con unos cuantos gestos insignificantes, yo era capaz de narrarle
prácticamente todo lo que acontecía en el mundo. Pero no nos comunicábamos
tan sólo mediante gestos, sino también usando los ojos, los labios, las posturas; y
además nos asistía el dios de mi padre, el dios de los sordomudos.
Me puse a hojear el libro en busca de una hecayada que no fuera muy larga.
–¿Qué… clase de libro es éste? – me preguntó mientras yo buscaba. Lo
interpreté como una señal de reconciliación.
–¿Cómo explicártelo? Verás, es un… un…
–¿También procede del cielo?
–No, éste no es un libro sagrado. Es distinto. Trata de… la juventud. De… la
vejez. De los reyes. Del corazón, el amor, la muerte y…, sí, también del amor.
De cómo besar a la mujer, sujetarla, acariciarla, mirarla e incluso… Aquí hay
una hecayada, una pequeña historia sobre un ciempiés.
–¿Sobre qué?
–Un ciempiés, ese bichito que tiene muchas patas y camina muy rápido.
Espera, acerca un poco la lámpara.
Con un palillo dibujé un ciempiés en el suelo e hice un movimiento rápido
con los dedos.
–Voy a leerlo lentamente para que puedas ver las palabras en mis labios;
luego te lo explicaré. Presta atención: «Dasto pa bò ri de ie hezar pa ie bé kosht
(…). Un hombre a quien le habían cortado los brazos y las piernas mató un
ciempiés (…).» ¿Lo has entendido?
–¿Has dicho que el hombre no tenía brazos ni piernas? – gesticuló Akbar.
–Así es. Se los habían cortado. Escucha: «Dios sea loado. Cuando le hubo
llegado la hora, cien pies no le bastaron para escapar de alguien que no tenía
manos ni pies.» El asunto se complica, no puedo explicártelo con más detalle,
pues yo tampoco lo entiendo del todo. El resto debes imaginártelo tú solo.
–¿Cómo es que logra matar al animal sin tener brazos ni piernas?
–Cierto, hay que tener por lo menos una mano o un pie para poder atizarle a
algo. Tú no lo entiendes, y yo tampoco; sin embargo, el hombre lo hizo. Tal vez
por eso sea tan hermoso. La historia habla de la muerte y de que nadie se escapa
a ella cuando llega. El tiempo del ciempiés había terminado, tenía que morir, no
debía seguir viviendo; y, siendo así, incluso ese hombre podía matarlo. ¿Qué
opinas tú al respecto?
Mi padre guardó silencio. Luego, dándose un golpecito en la cabeza,
gesticuló:
–Muy listo. El escritor se lo ha pensado muy bien. ¿Podrías leerme otra
historia?
–¿Otra?
No sé por qué, pero en ese momento acudió a mi mente un antiguo y
conocido relato persa. Pensé que era de Saadi, y me puse a buscarlo entre sus
hecayadas, pero no lo hallé. Por lo visto pertenecía a otro escritor.
–¿Qué buscas? – preguntó mi padre.
–Una historia que trata de un tuti.
–¿Un tuti?
–Sí, un hermoso pájaro de muchos colores que tiene el pico torcido y habla.
Un papagayo.
–¿Un pájaro hablador?
–Bueno, no habla de verdad. Repite lo que se le dice. No encuentro la
historia, pero no importa. Me la enseñaron en la escuela y me la sé de memoria.
Hace mucho, mucho tiempo, había un mercader de especias persa que tenía en
su casa un papagayo indio. Sí, era un pájaro de la India, un país que queda muy
lejos, lejísimos. El animal, que añoraba su tierra, lloraba continuamente y
cantaba: «A casa, a casa, a casa.» Un día en que el comerciante se aprestaba para
partir otra vez a la India en viaje de negocios, le preguntó al ave si quería enviar
algún recado a los papagayos de su país. «No, nada en especial -contestó-, pero
dales recuerdos y diles que los echo muchísimo de menos.» Al poco de llegar, el
mercader vio a un papagayo en un árbol. «Mi papagayo te manda recuerdos -le
dijo-, os echa muchísimo de menos.» De golpe, el pájaro se cayó del árbol.
Estaba muerto.
–¿Muerto? – preguntó mi padre.
–Espera. Cuando el hombre regresó del viaje, su pájaro le preguntó si tenía
algún mensaje para él de parte de los papagayos de la India. «No -contestó el
mercader-, aunque sí que hablé con uno, pero cuando le di recuerdos de tu parte
y le dije que los echabas de menos, se cayó del árbol de golpe, muerto.»
«¿Muerto?», preguntó el animal. Y también se desplomó, muerto.
–¿También él? – exclamó mi padre con sorpresa.
–Sí, también.
–¿Cómo?
–Espera a que acabe. El hombre se llevó las manos a la cabeza, diciendo:
«Ay, mi papagayo, mi papagayo, no debería habérselo contado.» Pero ya no
podía hacer nada por él. Lo sacó de la jaula para tirarlo, y de pronto el pájaro se
movió y salió volando. «¿Adónde vas?, le gritó el mercader. «¡A casa, a casa, a
casa!», contestó.
Mi padre seguía mirándome asombrado sin decir nada, hasta que soltó una
risotada y dijo:
–Listos. Ambos papagayos eran listos. Muy bonita, una historia muy bonita.
Nos quedamos un rato más en la azotea; yo, hojeando los libros y mi padre, a
mi lado, sumido en sus pensamientos.
–Las máquinas, ¿sabes? – soltó de repente-, esas máquinas de tejer que hay
en la fábrica siempre siguen y siguen funcionando en mi cabeza. Incluso cuando
duermo. Yo… no sé, pero ese trabajo… Me gustaría… Me duele la cabeza,
¿sabes? Me duele muchísimo.
Era la primera vez que se quejaba de su trabajo en mi presencia. Vi en su
mirada que no era afectación, sino una llamada de auxilio.
–Tengo siempre inflamada la garganta y me duele -dijo-. A veces me
acometen sofocos repentinos, me falta el aire. Yo… Ya no quiero ir a la fábrica,
pero eso es imposible; tengo cuatro hijos.
Examiné su rostro escuálido. ¿Cómo ayudarlo?
–Los hilos se rompen entre los dientes de las máquinas -prosiguió-. Yo
presto atención, observo, pero ya no los veo. Entonces llega el jefe y me riñe.
Todos me miran, sacuden la cabeza y dicen que Akbar es un necio. ¿Tú qué
opinas? ¿Qué debo hacer?
Acababa de formularme una pregunta muy clara y yo, Ismail, debía darle una
respuesta. Si yo no lo ayudaba, ¿quién lo haría? Mi obligación no era pensar en
Tine y en las niñas, sino en él. Había nacido para prestarle servicio. Debía
salvarlo. Se me ocurrió una idea.
–Tienes que morirte -gesticulé.
–¿Qué?
–Morirte. Igual que el papagayo: caerte muerto.
No lograba entenderme.
–¿Qué quieres decir? ¿Cómo? ¿Dónde tengo que caerme?
–Entre las máquinas tejedoras. Así, de repente. De bruces. Muerto.
Al día siguiente, cinco obreros de la fábrica llegaron a casa con el cadáver de
mi padre, lo depositaron en su lecho de muerte y se marcharon.
Mi padre abrió enseguida los ojos, cogió el bastón y su caja de herramientas
y se refugió en la montaña.
Me pregunto adónde iría.

Cascabelito

Hablaremos de Mariane.
También conoceremos a Cascabelito.
Y llamaremos a la puerta del doctor Pur Bajlul.
En otro momento me referiré al sitio al que fue mi padre, a lo que hizo en la
montaña y a la persona con quien durmió durante el par de meses que estuvo
ausente, porque no quiero dar rienda suelta a la fantasía. Intento limitarme a los
acontecimientos realmente demostrables, los que yo mismo presencié y las cosas
descritas en el cuaderno. En este capítulo no iré detrás de mi padre. Dejaré que
se marche solo, que haga lo que quiera, que duerma con quien desee y que se
recupere un poco, pues le esperan tiempos difíciles. Por eso lo dejaré tranquilo;
abordaré otro asunto hasta que él regrese.
El verano ha quedado atrás, pero después de unos días vuelve a hacer mucho
calor. A unos diez kilómetros de mi casa hay un pequeño lago. Cojo la bicicleta
y me dirijo allí para nadar y escribir en silencio.
Durante el verano lo he hecho a menudo. Primero nado un poco, luego
extiendo una alfombrilla y me siento a escribir.
La primera vez fui con Mariane, a quien conocí hace dos años en la tertulia
literaria. Ella vivía en Amsterdam, en la casa de una amiga que estaba de
vacaciones. Ya la había visto antes en aquellas veladas, pero no sabía que venía
al pólder ex profeso desde Amsterdam para asistir a ellas. Solía recitar poemas
de renombrados poetas fallecidos, y gracias a ella conocí a los maestros de la
poesía holandesa, especialmente a Jakobus Cornelis Bloem, a quien descubrí a
través del siguiente poema:
In memoriam
Caen las hojas en los canales amarillos;
vuelven el otoño y el tiempo otoñal a la Tierra,
donde languidecen los oscuros corazones
de los vivos. Él ya nunca lo verá.
Cuánto había adorado todo esto: las calles
en penumbra, la niebla y la dicha plena,
cuando al caer la tarde los desiertos y húmedos
adoquines resultan tan ajenos y tan vastos.
Él había nacido para las cosas silenciosas
con las que vivimos -aunque no el mismo tiempo-,
de las que suspiramos la esencia en nuestro cantar
hasta que nos hundimos, y con nosotros, el canto.
Fue un otoño como ahora: los otoños vuelven,
pero no los corazones, tras su breve estancia;
allí esperábamos, con un cruel anhelo humano,
en la habitación sin aliento en la que él yacía.
Y por siempre me quedó esto grabado:
cuánto más silenciosa es la muerte que el sueño;
que la vida es un milagro cotidiano
y cada despertar, una resurrección.
Mas ahora me encuentro de nuevo en la estación
bendita, donde las hojas caídas se asemejan
a la tenue luz solar de una marea muerta,
pensando: ¿cuánto tiempo más viviré esta quimera?
¿Qué nos queda de la pérdida prolongada
que es la vida? ¿Qué cosas que aún pueda desear?
Para él y para mí un otoño, que morir no puede:
sol, niebla y silencio, y así por siempre jamás.
He incluido en mi libro este poema por los deseos no expresados de mi
padre, pues Mariane me dijo que J. C. Bloem era el poeta del deseo y se definía a
sí mismo como «la irrealización divina».
Mariane también escribía versos, aunque yo no lo supe hasta aquella tarde en
que estaba solo y fui al café de las tertulias. Aunque ese día no había reunión, la
encontré allí tomando algo. Tenía la misma edad que yo, y aún no había charlado
con ella a solas.
–¡Dichosos los ojos! – me saludó con efusividad.
Entablamos conversación, y desde aquella tarde somos amigos. No sé si la
palabra «amigos» es la adecuada, pero da igual. Un día me dijo que conocía un
pequeño lago y me preguntó si me apetecía acompañarla.
Yo no sabía nadar, pero ella me aseguró que no era difícil.
–¡Incluso es una obligación que aprendas! – insistió.
La acompañé. El lago se encontraba en un paraje tranquilo. No había nadie,
sólo Mariane y yo.
Durante una semana entera, fuimos todos los días en bicicleta al lago, donde
Mariane me enseñó a nadar. El último día fue al centro del lago, extendió los
brazos al máximo y exclamó:
–¡Ven!
Comencé a bracear y luché hasta llegar allí.
Me aferré a ella. Luego ella se aferró a mí.

•••

Extendí de nuevo la estera en la orilla, bajo los árboles, con la intención de


sentarme a escribir, pero hacía bochorno y me dije que sería mejor nadar primero
un rato. Me zambullí en el agua con el propósito de atravesar el lago. Ya lo había
hecho varias veces solo. Comencé a nadar tranquilamente, pero cuando todavía
no me había alejado ni cien metros de la orilla, sentí que no podía seguir. Presa
del pánico, di media vuelta para emprender el regreso. Aunque braceaba con
todas mis fuerzas, tenía la impresión de que no avanzaba. El miedo se había
adueñado de mí. Miré alrededor con desesperación, pero no había nadie. Ya no
sabía nadar. Pedí auxilio a gritos una y otra vez; mi vida había llegado a su fin.
Daba manotazos en el agua mientras me hundía. Entonces toqué fondo un
momento con la punta del pie. Una brazada más, otra más fuerte, y por fin llegué
a la zona donde no cubría.
Salí del agua, me arrodillé en la estera, apoyé la frente en el suelo y me eché
a llorar. No sabía por qué ni por quién.
Recogí mis cosas y regresé a casa.
Aunque soy fuerte, y por lo general nada miedoso, aquel día, por primera
vez, sentí pánico hasta en lo más profundo de mi ser. ¿Fue por el desgaste que
me producía la traducción de los apuntes de mi padre, por el hecho de escribir en
holandés y por el cansancio de los estudios? Lo más probable es que se debiera a
una acumulación de cosas. Los últimos meses me he matado a trabajar. Sin
pausa, intentando día y noche dar forma al libro. Ésa debió de ser la causa. El
miedo me había atrapado por mi punto flaco. No volveré a meterme en el agua, y
si lo hago, será en una zona donde toque fondo con ambos pies, hasta que haya
acabado este libro.

•••

El día en que nadé hasta el centro del lago donde me esperaba Mariane y me
aferré a ella, me regaló un libro. Una antología de Kan Slauerhoff.
–Aquí tienes: tu diploma de natación -me dijo.
Uno de los poemas llevaba por título «Mi hija Cascabelito»:
Rozando la cuarentena, tuve una hija.
Se me ocurrió ponerle Cascabelito.
Hace un año que llegó a nuestra familia.
Ya sabe sentarse, pero todavía le falta hablar.
Si bien el poema sigue, sólo he copiado estos cuatro versos.
Será una coincidencia, pero el caso es que a mi hermana pequeña la
llamamos Zangule, cuya traducción sería «cascabelito».
Como Zangule no es un nombre muy bonito para una niña, el oficial era
Majbubé.
Mi padre siempre temió que sus hijos fueran sordomudos. Tanto, que no
quiso presenciar el nacimiento de sus dos primeras hijas.
El de mi hermana menor lo recuerdo aún muy bien. Yo estaba presente
cuando la partera la depositó en brazos de mi padre. Él la sostuvo con una mano
contra el pecho, sacó del bolsillo del pantalón un cascabel y lo sacudió
suavemente a la altura del oído de la recién nacida. Ella abrió los ojos y lo miró.
–¿Lo has visto? – gesticuló. No cabía en sí de contento. ¿Lo has visto? La
niña oye, no es sorda. – Luego me pasó a mí el cascabel, diciendo-: ¡Prueba tú!
Yo también lo agité con suavidad y mi hermana abrió de nuevo los ojos,
dirigidos a mí esta vez.
–¿Lo has visto? – gesticuló de nuevo mi padre soltando una risotada
estentórea que hizo llorar a la pequeña.

•••

Así fue cómo mi padre y yo nos apropiamos de la niña. Y así fue cómo
recibió el nombre de Cascabelito en el lenguaje de gestos.
Todos teníamos nombres diferentes en su lengua, y cada vez que se producía
un cambio importante en nuestras vidas, nos los cambiaba. Por ejemplo, a mí al
principio me llamaba Mío.
Cuando se llevaba la mano derecha al lado izquierdo del tórax, todo el
mundo sabía que se refería a Ismail. Más tarde me cambió el nombre y me puso
El Chaval que se Mete en la Cama y Lee. En mi época de estudiante
universitario fui El Hombre que Lleva Gafas. Dos años después, El Hombre que
no se Encuentra por Ninguna Parte. Y luego, probablemente, El Hombre que se
Ha Marchado. Pero el nombre de Cascabelito no lo cambió nunca: la niña se
llamó así para siempre.
Ella fue distinta desde el principio. Enseguida se convirtió en la hija de mi
padre. También ella había nacido para mitigar sus sufrimientos. Así funciona la
naturaleza, o el santo dios de los sordomudos.
Siendo todavía un bebé, se precipitaba a gatas hacia la puerta tan pronto
como oía sus pasos. Eso, para él, era un regalo del cielo.
Más tarde le daba masajes en la espalda cuando llegaba de la fábrica muerto
de cansancio, le preparaba sopas cuando estaba enfermo y, muchos años
después, lo llevó por primera vez a Teherán, donde yo estudiaba, y le enseñó la
ciudad. (Yo le había prometido que algún día se la enseñaría, pero nunca logré
cumplir mi promesa.) Cascabelito había cogido su cámara y le tomó fotos en
varios lugares. Había una instantánea suya muy bonita junto a la estatua del sha
Reza Kan, en la que ella le rodeaba el hombro con el brazo. Le había pedido a un
transeúnte que se la sacase. Luego llevó a mi padre al aeropuerto y le mostró
cómo volaban los aviones. Y por la noche fueron a un cine en el que ponían
películas de Charlot.
Cascabelito era al mismo tiempo nuestra alegría y nuestro gran sufrimiento.
De modo natural, en la familia se había producido una especie de separación
de aguas. Cascabelito y yo estábamos del lado de mi padre, mientras que mis
otras dos hermanas pertenecían más bien al bando de mi madre. Ellas hacían
buenas migas con Tine, a diferencia de Cascabelito. ¿Por qué? No lo sé
exactamente, pero quizá se aclare en el transcurso del relato. Había una cuestión
sobre la cual no cabía duda: Cascabelito era la hija de mi padre por antonomasia.
Ahora que ya sabemos quién es Cascabelito, vuelvo atrás en el tiempo para
averiguar dónde está mi padre.
Cuando regresó de la montaña, al principio no lo reconocí. No se semejaba
en nada al hombre sobre el que he escrito en los capítulos anteriores. Estaba más
viejo y se había encogido.
Era ya bien entrada la noche, cuando alguien llamó a la puerta. Encendí la
luz del pasillo y fui a abrir. Me asusté. Mi padre tenía mal aspecto y en la boca
ya no parecían quedarle dientes. Me miró a la cara, lo que equivalía a una nueva
petición de auxilio. Lo agarré del brazo y lo llevé a la luz.
–Abre la boca -le dije.
Me obedeció. Sus muelas y dientes eran una calamidad, estaban negros y
destrozados. ¿Cómo no lo había advertido antes?
–Dolor -gesticuló-. Siempre dolor.
Le brotaron lágrimas de los ojos. Por fin alguien veía qué lo aquejaba y se
percataba de su sufrimiento. Tuve que volver en mí, tomar conciencia de nuevo
de quién era yo y cuál era mi tarea en la casa. Le acaricié la cabellera llena de
canas y gesticulé:
–Ya lo arreglaré. Todo saldrá bien. Yo me encargaré de que se te quite el
dolor.
Inclinó la cabeza. ¡Por Dios, inclinó la cabeza en señal de agradecimiento
hacia mí!
No teníamos dinero para que le arreglasen la boca, pero eso no importaba. La
cuestión era que yo debía ingeniármelas para lograr que le desapareciese el
dolor.
Por aquella época había en la ciudad dentistas con consulta propia. También
había un hospital, pero los ricos, o al menos quienes podían pagar, intentaban en
lo posible no acudir a él, pues conseguir hora era un auténtico calvario. Había
que ir al alba, en plena oscuridad, para hacer cola. Algunos incluso llegaban la
víspera, provistos de mantas, y pernoctaban allí para asegurarse de que al día
siguiente los atenderían.
La cola de los dentistas era la más larga. A veces había que pasarse tres
noches seguidas hasta alcanzar la puerta de la consulta. Para colmo, el doctor no
hacía más que extraer un diente o una muela cariada al paciente y, acto seguido,
lo enviaba a casa con algún analgésico. No se tenía derecho a un tratamiento
adicional. Yo había visto allí a hombres hechos y derechos llorando a causa del
dolor de muelas.
¿Cómo podía ayudar a mi padre en aquella jungla?
Una mañana fui al centro de la ciudad mucho antes de la hora de entrada al
instituto, en busca de un dentista. Había tres por la zona, pero ninguno atendía
antes de las diez. En la ventana del primero que fui a visitar, había colgado un
papel que anunciaba que no se podía pedir hora hasta dos meses más tarde. El
segundo tenía una consulta muy elegante con un gran cartel encima de la puerta,
que rezaba: «Las técnicas más modernas para todos sus problemas bucales.»
Pero sólo se podía pedir hora por teléfono, y en el centro de la ciudad había
una sola cabina. Además, en mi vida había tocado un aparato de aquellos.
Después de ver esas dos consultas, supe que jamás dejarían entrar allí a mi
padre con su arruinada dentadura. Por lo tanto, decidí ir en busca del último, que
trabajaba en su casa, cerca del centro. Era una vieja mansión con un pórtico de
estilo clásico. En un sencillo cartel se leía: «Pur Bajlul, dentista. De lunes a
jueves, de 15 a 19.»
Yo no tenía dinero y era hijo de un paciente que se salía de lo habitual, por lo
que me dije que ese cartel y ese horario no iban dirigidos a mí. El doctor estaría
durmiendo todavía o leyendo el periódico mientras desayunaba. Golpeé dos
veces con la aldaba en la puerta, sin resultado. Volví a intentarlo y me abrió un
hombre mayor con una regadera en la mano, sin duda el jardinero.
–¿Qué pasa? ¿Por qué llamas tan fuerte?
–Buenos días. He venido a ver al doctor Pur Bajlul.
–¿Acaso no has visto que la consulta se abre a las tres?
–Sí, pero quisiera hablar con él ahora.
–¿De qué se trata?
–Eso prefiero decírselo a él en persona.
El jardinero me escrutó con la mirada, reflexionó un momento y me dijo:
–Espera aquí; voy a ver.
Me quedé aguardando largo rato en el pórtico hasta que un hombre de pelo
cano y con una pipa en la boca abrió la puerta.
–Buenos días, jovenzuelo. Supongo que me buscas a mí.
–Buenos días, doctor. Quería hablar con usted sobre mi padre.
–¿Tu padre? ¿Qué le ocurre?
–Los dientes. Las muelas.
–Si se trata de eso, no atiendo hasta las tres de la tarde -me dijo, mientras
daba caladas a la pipa.
–No, no. Es un asunto que también me atañe a mí.
–Pero también a los dientes y muelas de tu padre…
–Bueno, sí. Tiene unos dolores terribles y…, ¿sabe usted?, le he prometido
que le haría desaparecer el dolor.
–¿Y qué más? Continúa. Dime qué más.
–Pues eso, que tengo que aliviárselo. Eso… es todo, doctor.
Sin apartar la mirada, el dentista siguió fumando.
–¿Cómo te llamas?
–Ismail.
–¿Tu apellido?
–Majmud Jazanviye Jorasani.
–Adelante, pasa.
Lo seguí por un jardín con rosales, petunias y manzanos llenos de fruta roja,
hasta que llegamos a una sala con ventanales muy altos.
–Dos tés -pidió a la servidumbre.
Me hizo pasar a una habitación cuyas paredes se veían atestadas de libros
alineados en anaqueles.
–Siéntate -me ofreció, señalándome una silla.
Una criada nos sirvió el té.
–Bueno, cuéntame tu historia. Me has hablado de tu padre. ¿A qué se dedica?
–Es reparador de alfombras.
–¿Dónde trabaja?
–En todas partes. No tiene taller propio. Va pregonando por las calles:
«Fomba, fomba», y todos saben lo que anuncia.
–¿Qué quiere decir «fomba, fomba»?
–Mi padre es sordomudo, y ese reclamo se parece más o menos a la palabra
«alfombra».
–Ya. Así que tiene problemas en la dentadura…
–Tiene toda la boca podrida. Ha envejecido a causa del dolor.
Encendió una cerilla, la sostuvo junto a la pipa y, tras aspirar profundamente,
lanzó el humo. Luego buscó algo en un cajón.
–Supongo que se te está haciendo tarde para ir a clase. Dale a tu padre este
par de analgésicos y tráemelo a la consulta mañana por la tarde. Entonces
hablaremos.
–Muchas gracias, doctor.
–No hay nada que agradecer.
Me incorporé.
–¿Te gusta leer, muchacho?
–Sí, doctor.
–Estupendo. Te veré mañana.
El jardinero me acompañó hasta la salida.
–He olvidado decirle algo al doctor. – Sin esperar su respuesta, volví sobre
mis pasos.
–¡Doctor! ¿Me permite…?
–Sí.
–Ha de saber que no puedo pagarle. Quiero decir…, en algún momento le
pagaré sin falta. Sé que debería habérselo dicho enseguida, pero… no sé…, al
entrar en la biblioteca se me ha olvidado.
–Vas a llegar tarde al instituto. Mañana por la tarde lo discutiremos.
Un año después detuvieron al doctor Pur Bajlul, y no lo soltaron hasta la
revolución. Era uno de los principales cerebros de una organización guerrillera
clandestina de izquierdas, pero, hasta el momento de su arresto, su función en el
partido se había mantenido en el más absoluto secreto, incluso para los propios
miembros.
Los servicios secretos del sha encarcelaron a casi todos los dirigentes del
Movimiento. Pur Bajlul utilizaba su profesión como tapadera. De ese modo, fue
capaz de mantener a flote el partido durante algunos años. Yo no sabía nada de
todo eso. No lo supe hasta varios años después, cuando yo mismo pasé a militar
en el partido.
En el transcurso de tres meses, Pur Bajlul le extrajo a mi padre, pieza por
pieza, todos los dientes y muelas. Con la boca desdentada y el cabello canoso,
mi padre se había convertido en un auténtico viejo. Bajlul le dijo que volviese al
cabo de dos meses. En esa ocasión, le tomó las medidas de las mandíbulas, le
revisó el estado de la boca, comprobó la consistencia de las encías y anotó todos
los datos en una libreta.
Yo ya había visto alguna vez una dentadura postiza en la boca de alguien,
pero nunca habría imaginado que el doctor tenía la intención de hacerle una a mi
padre. Pensaba que estaba condenado a tomar sopa el resto de sus días.
Al cabo de dos semanas regresamos a la consulta. Mi padre se sentó en el
sillón de los pacientes.
–Abre la boca -gesticuló el dentista.
Él obedeció.
–Cierra los ojos.
Obedeció nuevamente.
El doctor sacó de una bolsita de plástico las partes superior e inferior de una
dentadura postiza y, sin mirarme ni decirme nada, se las colocó a mi padre con
cuidado. Cuando acabó, le dio un golpecito en la espalda y dijo:
–¡Mírate en el espejo!
En lugar de mi padre, fui yo quien se miró. Era mía la boca en la que
relucían aquellos nuevos dientes blancos. No era él, sino yo, quien se observaba
atónito la boca en el espejo, una boca que contenía un elemento nuevo, moderno.
Un elemento joven que no se correspondía con mi rostro, viejo y pálido.
Mi padre pudo volver a comer y fue recobrando peso poco a poco. Se le
notaba en la cara que quería seguir viviendo.
Fue la primera persona en toda la montaña en llevar una dentadura postiza.
Cuando pasaba las vacaciones de verano con él en la aldea, tenía que tirarle de la
manga continuamente para que siguiera andando, pues cada vez que se cruzaba
con algún aldeano de cierta edad, se sacaba la prótesis y le mostraba lo buena y
fuerte que era. A todo el mundo le recomendaba comprarse una igual.
A veces me veía obligado a soltarle un rapapolvo:
–Ya está bien. Compórtate. Eres padre de tres hijas, métete esa dentadura en
la boca; de lo contrario todos pensarán que estás chiflado.
No hubo manera. Siguió haciéndolo a escondidas.
El doctor Pur Bajlul me envió una factura de 3.000 tumanes. Era una
barbaridad; nunca conseguiría pagársela, pues mi padre no ganaba más que tres
tumanes al día.
–Deberás abonar hasta el último céntimo -aseguró el dentista.
–Lo sé, doctor, pero es que…
Ya estaba todo arreglado: me había concertado una cita con un redactor del
periódico local. Si así lo deseaba, podía entrar a trabajar en el diario dos tardes a
la semana, a razón de tres horas por día, para clasificar las cartas al director,
corregirlas y prepararlas para la impresión. La mitad de lo que ganara sería para
mí, y la otra iría destinada a pagar sus honorarios.
Tendría que trabajar muchos años para saldar mi deuda; pero los
acontecimientos tomaron un rumbo inesperado. Un año después, cuando me
dirigía a casa del doctor con un libro bajo el abrigo, como había hecho tantas
veces antes, observé que la calle donde él residía estaba infestada de hombres
uniformados. Incluso en la azotea de su casa había tres agentes armados
montando guardia. La calle estaba cortada al tránsito, así que me quedé
esperando.
Media hora después, tres policías obligaron al dentista a abandonar su
residencia. Él salió con la pipa en la boca, fumando. Cuando los agentes lo
empujaron para que entrase en el coche, se resistió un momento, se enderezó,
aspiró profundamente por última vez, lanzó una mirada a los curiosos y se
instaló él solo en el interior.
El coche arrancó y desapareció.

Valerse por sí mismo

Nos saltamos unos años,


los años en que Tine trabajaba
y Akbar se ausentaba a menudo.
Pero, antes, la rehabilitación de Hanne.
Me pregunto con quién dormía mi padre cuando estaba en la montaña. Yo
sabía que había alguien y él sabía que yo lo sabía, pero era un secreto entre los
dos. Ahora que me ocupo diariamente de sus apuntes, resurge por primera vez en
mis pensamientos aquella mujer. En verdad me preocupa. Lamento no tener un
retrato de ella, no saber qué aspecto tiene. Ignoro si aún vive, aunque sospecho
que sí. Estoy convencido de que uno no se muere así como así cuando guarda un
secreto que debe confiar a alguien. Creo que seguirá viviendo hasta que nos
encontremos.
En la quietud del pólder quisiera decir su nombre en voz alta, gritarlo, pero
no puedo, pues lo desconozco. Una vez me dijeron en la aldea del Azafrán que
era hija de un inmigrante ruso y que vivía en el último poblado de la montaña, en
la frontera con la antigua Unión Soviética. Si bien nunca he conocido a esa
mujer, siempre he tenido una cita tácita con ella.
Hizo mucho por nosotros. Llevaba paquetes de forma clandestina al otro lado
de la frontera y acogió en su casa a algunos peces gordos del partido, a los que
pasaba al otro lado por la noche.
Entiendo perfectamente que lo hiciera por mi padre, pero, ahora que me he
distanciado un poco de aquellos acontecimientos del pasado, siento, percibo, que
también lo hizo un poco por mí, por el hijo del hombre al que amaba.
Y a menudo también pienso que salvó a Cascabelito.
¿Sería ella quien me envió los apuntes de mi padre? En el paquete no
figuraba el remitente. Tampoco incluía ninguna carta, nada.
¿Cómo se llama esa mujer?
Si resulta que tan sólo existe en mi memoria, no importará que le ponga un
nombre inventado por mí. Pero ¿cuál? ¿Uno persa? ¿Ruso? No, pues el suyo
debe de ser persa o ruso. ¿Holandés? Le pondré uno provisional. Hanne, por
ejemplo. La tía Hanne. Cuando anochezca, me acercaré al dique y, mirando al
mar, gritaré su nombre: «¡Hanneeeeeeee! ¡Tía Hanneeeeeeee!»
No tengo opción. De lo contrario se interrumpirá el relato, y perderá fuerza.
Eso es todo, no tengo nada más que contar sobre Hanne.
Ahora me voy con mi padre a la casa de baños.
Cada vez que mi padre volvía de la montaña tras una larga ausencia, Tine no
le permitía entrar en casa sin antes asearse. Me daba sus utensilios de baño y me
ordenaba:
–¡Ve con él a que se lave!
¿Conocería la existencia de Hanne? Apuesto a que sí, pero a nosotros nunca
nos comentó nada.
Mi padre siempre regresaba al alba, para que yo pudiese acompañarlo a los
baños. Tine exigía que lo examinase detenidamente, pues no quería que metiese
en casa ninguna enfermedad de las montañas.
–¡Lávate bien entre las nalgas! – le decía con gestos, y él obedecía.
–¡Vuélvete!
Se daba media vuelta y yo sometía su cuerpo a una inspección minuciosa
para ver si tenía la piel irritada o granos.
–¡Agacha la cabeza!
Él lo hacía y yo revisaba su pelo canoso.
–Muy bien. Todo en orden. Todo limpio.
Luego le ceñía un paño a la cintura e íbamos a la sala de oración.
Nos colocábamos con el rostro mirando hacia La Meca y rezábamos junto
con los otros. Al terminar las plegarias, nos girábamos y saludábamos al que
estaba detrás, según establecía la tradición. Yo me sentaba invariablemente
detrás de mi padre. Cuando él se volvía hacia mí con el brazo extendido, yo le
estrechaba la mano y le decía:
–Salud.
Sin embargo, un día que se dio la vuelta, no me encontró. Me había quedado
junto al pilar de la casa de baños mirando a los fieles.
–¿Y tú por qué no rezas? – gesticuló.
No era la primera vez que no rezaba. De hecho, no lo hacía desde que había
conocido al doctor Pur Bajlul. En la casa de baños le dejé a deber la respuesta a
mi padre.
–¿Por qué no has rezado? – insistió cuando íbamos de camino a casa.
Le contesté que se lo explicaría más tarde. Me apetecía discutir con alguien
sobre Dios. Había aprendido mucho de los libros que me había dejado el doctor.
Por la noche, mi padre entró en mi habitación y no me dijo nada, pero vi que
la pregunta seguía ardiéndole en la mirada.
–¿No tienes sueño? – gesticulé.
–No puedo dormir -me contestó.
Se puso a examinar mis nuevos libros, los que yo había leído durante su
ausencia, entre ellos algunos del doctor Pur Bajlul, que habían pasado a ser míos.
Los recorrió con los dedos, como si estuviera estudiando los títulos impresos en
los lomos.
–Siéntate -le indiqué.
Se puso de rodillas sobre la alfombra y yo me senté frente a él.
–Me has preguntado por qué no rezaba -le dije-. Pero explícame primero por
qué rezas tú.
–¿Cómo?
–Que por qué rezas. ¿Por qué te inclinas? ¿Por qué apoyas la frente en el
suelo?
–El cielo -respondió, indicándomelo-. Lo hago por el cielo.
–¿El cielo? ¿Quién está en el cielo?
–El santo.
–¿Qué santo? A ver, dime, ¿qué santo?
Esbozó una sonrisa y apoyó las manos en las rodillas. No tenía respuesta.
Parecía que habíamos llegado al final del debate, pero de pronto pasó al ataque:
–El libro sagrado que viene del cielo. El gran santo que vive en el cielo lo ha
escrito para nosotros. De modo que hay un santo en el cielo.
Sacudí la cabeza.
–El Corán no procede del cielo. Es un libro. Un buen libro, pero eso no tiene
nada que ver con el cielo.
–Sí, me lo dijo el propio Kazem Kan. Y también tú, Mío, El Chaval que se
Mete en la Cama y Lee. Tú mismo. También tú has besado su cubierta y te has
lavado las manos antes de leerlo.
–Tienes razón. Antes también yo me inclinaba y apoyaba la frente en el
suelo, pero leyendo estas obras aprendes cosas que… Espera, deja que empiece
por el principio.
Me incorporé para buscar un volumen que trataba del universo y que
contenía muchas imágenes de las estrellas.
–Mira esto. ¿Podrías decirme qué representa o de qué trata?
No, por supuesto que no podía, no veía sino una banda lechosa, un camino,
un sendero en la noche.
–Ven a ver.
Abrí la ventana. La noche era de color azul oscuro. En el cielo refulgían
millones de estrellas, y la Vía láctea se veía más resplandeciente que nunca.
–Eso que ves ahí es lo mismo que esta imagen -gesticulé.
Quise explicarle que al principio no había nada y que de pronto se produjo
una explosión y todo empezó a fluir, a expandirse, como la Vía láctea, que
estaba formada por tantas y tantas y tantas estrellas, y seguía fluyendo. Hice un
esfuerzo para intentar traducir a nuestro lenguaje de gestos todo lo que había
aprendido. El resultado fue que se quedó mirándome en silencio, como
pensando: «¿De qué me hablas?»
Al borde de la desesperación, cambié de tema y lo sorprendí de repente con
una realidad banal:
–¿Sabes que la Tierra se mueve?
–¿Qué?
–¿Y que tú, yo y nuestra casa giramos alrededor del sol?
Le señalé las estrellas. Hice como que las recogía todas en la mano
izquierda, añadí el río de nuestra ciudad y las montañas, y lo coloqué a él
encima. A continuación, lo apreté todo con ambas manos, cogí la bola de materia
comprimida con la derecha, la sostuve delante de sus ojos e hice que explotara
de pronto:
–¡Bam…! Estrellas, estrellas y más estrellas, y luego el sol, y la Tierra, y la
luna, y luego mi padre, y luego yo… ¿Entiendes lo que quiero decir?
No, no lo entendía. Yo tampoco.
Saqué un mapamundi e intenté mostrarle en qué parte del globo nos
hallábamos.
–Nosotros estamos en este lugar de la Tierra, y la Tierra se encuentra en esta
zona… Mira, te la dibujo. Nosotros, tú y yo, estamos aquí, pero no vemos el sol.
No hay luz. Es de noche.
Me había ido lejos, muy lejos, y me había perdido un poco, con lo que ya no
lograba establecer un nexo entre mis teorías y el hecho de que no rezara. Lo dejé
allí.
–Es tarde, ve a dormir -gesticulé.
Mi padre se retiró.
Posteriormente, pude comprobar en numerosas ocasiones que él seguía
reflexionando sobre lo que le había dicho. A veces, cuando estaba de buen
humor, le gastaba una broma a Cascabelito. Atrapaba las estrellas en el aire, las
comprimía y se las sostenía delante de la nariz, antes de decir «¡Bam!» y soltar
una risotada. En una ocasión lo vi junto a un grupo de ancianos, explicándoles,
al tiempo que daba patadas en el suelo:
–Esta tierra es redonda. Y gira. Nosotros. Tú y yo giramos alrededor del sol.
E Ismail ya no reza.
Mi padre volvió a ausentarse una larga temporada, y cuando regresó, yo ya
había cumplido dieciocho años y quería largarme de casa.
La sociedad había cambiado de forma radical en los últimos cinco años. El
sha estaba firmemente instalado en su trono y controlaba las riendas casi por
completo.
El precio del petróleo había subido y Estados Unidos ayudaba al monarca a
convertirse en el gendarme de la región. No quedaba nada de la oposición y la
economía empezó a crecer, con lo que se creó más empleo y aumentaron los
salarios.
Todo se había transformado. Incluso las estaciones del año eran distintas.
Los inviernos resultaban menos crudos, tal vez porque habíamos comprado una
nueva estufa, grande y buena, o porque comíamos mejor: más carne, más fruta,
más verdura.
Tine ya no tenía que trabajar; mi padre ganaba lo suficiente.
Nuestra ciudad, aislada y en manos de los imanes, había quedado repartida
entre los estadounidenses, que construían una nueva refinería, los alemanes,
deseosos de renovar nuestros ferrocarriles, los holandeses, llegados para excavar
canales, y los rusos, que estaban instalando una gran fábrica de tractores.
Por vez primera pintamos las puertas de la casa, sustituimos el viejo portón
de entrada, que era de madera, por otro de hierro y mandamos pavimentar el
patio con losas amarillas. Tine estaba contentísima con todos esos cambios.
Suponed que vuestras hijas tienen un padre sordomudo, y que en su casa no
hay una puerta de entrada decente: ¿qué clase de hombres se acercarían a pedir
su mano?
Una fría tarde de otoño cogí del brazo a mi padre y le dije:
–¿Vienes conmigo? Quiero contarte algo.
El viento nos lanzaba arena a los ojos y la boca, y tuvimos que buscar un
sitio abrigado para tomar algo caliente. Nos metimos en el salón de té del barrio.
El propietario se acercó a limpiar la mesa y comentó:
–¿Cómo le va a Ismail? ¿Qué trae a padre e hijo a mi salón? ¿Asuntos
importantes?
–Nos ha traído el viento otoñal.
–Bienvenidos. Eres el mejor chaval del barrio. Si tuviera una hija, me
gustaría que fueses mi yerno. Cuidas muy bien de tu padre y tus hermanas. Hoy
día los jóvenes ya no respetan a sus padres, pero tú eres un buen chico. Os invito
a la primera taza, y os traeré también unos dátiles frescos.
–¿Dátiles frescos en pleno otoño?
–No me hagas caso, era una broma. ¿Ves? Tú eres distinto, tú prestas
atención. Los jóvenes de ahora pasan de todo. Acercaos a la estufa, allí se está
mejor. Que Alá te bendiga, por respetar a tus progenitores.
Era la primera vez que entraba en aquel salón de té, y tal vez por eso mi
padre comprendió que quería decirle algo importante.
–¿Sabes qué? – gesticulé-. He acabado la escuela. Ya no voy a…
–¿Que ya no vas a la escuela?
–Ya he terminado. Ahora me iré a estudiar a otra parte. Es decir, me
marcharé de aquí.
Se irguió.
–¿Marcharte? ¿Por qué? ¿Adónde?
–Debo leer otra clase de libros.
–¿Aquí no se consiguen?
–No se trata sólo de eso; he de ir a otra escuela, a la universidad, una escuela
muy grande en la capital, donde vive el sha.
–Ah, vale. Una escuela muy grande en la ciudad del sha, pero lo que no
entiendo es qué clase de libros vas a leer allí.
–Libros que tratan de la luz, por ejemplo.
–¿De la luz?
–De la noche, el aire, los aviones…
–¿El aire? ¿Los aviones?
–Sí, el aire es muy importante. Si no existiese, no podrían volar los aviones.
Mi padre se puso a pensar profundamente. Aunque no supiese lo que era la
universidad ni entendiese que sin aire nos moriríamos, aunque ignorase dónde
quedaba Teherán y de qué iba la carrera que quería estudiar, comprendió que
algo importante estaba a punto de pasar. Exhausto, se reclinó en la silla.
–¿Qué te ocurre? No voy a morirme. Regresaré. Mis estudios son algo bueno
para mí, para ti y para Tine.
–¿Cuánto tiempo estarás fuera?
–Cinco años, o seis, no lo sé con exactitud, pero vendré a casa regularmente.
El dueño del salón depositó delante de nosotros dos tazas de té recién hecho.
–Se nos va -le dijo mi padre con gestos.
–¿Se va? ¿Adónde?
–Me han aceptado en la Universidad de Teherán.
–¡La Universidad de Teherán! – exclamó con júbilo el hombre.
–Sí, aunque me cuesta dejar a mi familia.
–Pero ¡qué dices! ¿Que te cuesta dejarla? ¡No lo dudes ni un segundo! ¡Claro
que tienes que ir! El dios de tu padre es grande.
–¿Sabes qué? Se marcha a estudiar cosas relativas al sol -gesticuló mi padre-.
Grandes libracos sobre el aire, porque el aire es muy importante. Ismail asegura
que sin él nos moriríamos.
–¿Qué dice?
–Nada de particular, está… hablando de mi carrera.
Mi padre continuó:
–¿Sabías tú que al principio no había nada y que luego se produjo una gran
explosión y las estrellas empezaron a lanzar llamas? ¿No lo sabías? Yo tampoco,
pero Ismail lo sabe todo. Es muy importante, se va a la ciudad del sha para
continuar sus estudios.
–¿De qué habla? – preguntó el dueño.
Me eché a reír.
–Pues de nada en especial, sólo ha dicho que voy a estudiar Física.
Apuramos el té y nos quedamos un rato más allí sentados. Le tenía reservada
a mi padre otra sorpresa.
–Debo pedirte que no sigas desapareciendo a cada rato.
–¿Cómo?
–Que no te marches a la montaña, que no abandones la casa.
–¿Ah, no? ¿Y por qué?
–Pues porque, cuando yo me vaya, tiene que seguir habiendo un hombre en
la casa.
–Pero es que yo… Es necesario. Yo no puedo…
–Te pondré una tienda, un pequeño taller.
–¿Para mí?
–Sí, un taller, para que no tengas que vagabundear por ahí. La gente acudirá
a ti cuando te necesite.
La noticia lo conmocionó más que el hecho de que la Tierra girase alrededor
del sol.
–¿Qué clase de tienda? Sin ti no me las apañaré.
–Tranquilízate, te ayudará Cascabelito.
–¿Cascabelito?
–Sí, ya he hablado con ella. A la salida de la escuela, irá a echarte una mano.
Todo lo demás ya estaba arreglado. El redactor del periódico donde yo
seguía trabajando me había ayudado a conseguir una hipoteca. A través de unos
conocidos suyos que trabajaban para el ayuntamiento nos concedieron incluso
una autorización para buscar un local que estuviera cerca de casa.
Mi padre se encontraba entre la espada y la pared. No lograba entender que
todo estuviera dispuesto ya. Por un lado estaba contentísimo, pero por otro
guardaba un secreto, y debía marcharse de vez en cuando.
–Está bien, de vez en cuando, pero sólo unos días.
Al mes inauguramos la tienda, Tine, mis hermanas y yo. Cascabelito se
instaló enseguida en la mesa que le habíamos asignado. Incluso había comprado
con su propio dinero un espejo para mi padre. Todos llevábamos ropa nueva; yo,
el traje que había comprado con mi madre para ir a la universidad.
La tienda abrió sus puertas, y el sueño de Aga Akbar de tener un taller propio
se hizo realidad.

Sombras oscuras

Nada más llegar a Teherán, Ismail empezó a militar


en una organización clandestina, por lo que le resultaba
imposible mantener contacto con su padre.
Akbar tuvo que valerse por sí mismo.
O al revés: quien tuvo que aprender a valerse por sí
mismo fue Ismail.
Me admira que incluso aquí, en el pólder holandés, haya cosas o hechos que
guardan relación directa, o a veces indirecta, con mi vida anterior.
En cierta ocasión, el príncipe Guillermo Alejandro, heredero de la corona
holandesa, concedió una entrevista televisada, que Se anunció como la más
importante de su vida. La vieron tres millones cien mil personas. El príncipe
pretendía demostrar que ya era adulto e independiente respecto de su madre, la
reina, y de paso convencer a su pueblo de que estaba preparado para asumir altas
responsabilidades.
Le temblaba el labio inferior. Se notaba que la independencia no era una cosa
fácil.
Para él fue un intento supremo de salir de la dominante sombra materna en
presencia de más de tres millones de holandeses.
Insistió en que tenía personalidad propia y en que no era ningún niño de
mamá.
–¿Es su madre su principal consejera? – le preguntó el entrevistador.
–Sí -contestó el príncipe-, porque ella desempeña el cargo que asumiré yo
algún día.
–¿Qué cualidades de su madre le gustaría adoptar?
–Yo soy Guillermo Alejandro. Soy yo mismo. No quisiera adoptar ninguna
cualidad suya. Además, es imposible.
Por más que el príncipe intentaba dar respuestas breves a las cuestiones sobre
su madre y pasar a otros temas, el periodista seguía formulando preguntas
relacionadas con la reina.
Lo que me resultó interesante no fue la entrevista en sí, sino lo que había
detrás. Prácticamente en ningún momento lo oí referirse a su padre, ninguna vez
pronunció su nombre completo. Parecía como si no tuviera presencia física en la
casa real, como si fuera tan sólo un fantasma, una sombra.
He visto a la reina a menudo por televisión y la he oído muchas veces por la
radio. Incluso recuerdo de memoria varios discursos suyos.
Señores diputados al Parlamento Nacional: ahora que hemos llegado al final
de este siglo, es hora de hacer balance. En los Países Bajos se han conseguido
numerosos logros, y eso ha sido posible gracias a la colaboración de muchas
personas. Conscientes de nuestras fuerzas y sin cerrar los ojos a nuestras
limitaciones, podemos mirar al futuro con confianza. También en el siglo que
comienza será necesario aunar esfuerzos para mejorar la calidad de nuestra
sociedad y fomentar la cooperación internacional. El Gobierno seguirá
empeñado en revitalizar la sociedad, y pretende hacerlo con sus señorías, con las
administraciones y con todos los ciudadanos. Quisiera expresar aquí, de todo
corazón, el deseo de que sus señorías cumplan con abnegación y total entrega
sus mandatos, colmados de responsabilidades, en la confianza de que, como yo,
muchos les desean sabiduría y buena suerte.
Sin embargo, de su esposo, el príncipe Claus, no recuerdo ni una palabra. Mi
memoria está en blanco.
Una vez lo vi por televisión pronunciando un discurso en un desfile de moda,
pero, aunque lo escuchaba atentamente, no lo oía. O sí, pero sus palabras no me
llegaban, no calaban en mí. Era como si no utilizase palabras, sino sólo gestos.
La imagen que yo tenía de él era la de un padre que se limitaba a observarlo
todo en silencio, y verlo hablando no encajaba con esa imagen.
Me cae bien ese hombre. Cuando la familia real aparece en televisión, por
ejemplo para el aniversario de la reina, me encanta verlo marchando
discretamente detrás de sus hijos, con las manos en la espalda.
También la reina me cae bien en esos momentos en que le pasa un brazo por
la espalda a su marido y continúa andando erguida a su lado. Si algún día se
enfadase con él y le asestase un par de cachetes en la cabeza, chillando: «¡Eres
una rémora! ¡Muérete, muérete!», la odiaría.
Tine le hizo eso a mi padre una vez. Oí cómo le chillaba, me precipité hacia
el interior de la casa y la vi aporreándolo en la cabeza.
–¡Muérete, muérete! – le decía.
Cuando se percató de mi presencia, se quedó con los brazos en el aire.
Posteriormente, Cascabelito me contó que ya lo había hecho otras veces.
–Lo he visto con mis propios ojos -me confesó llorando al teléfono.
Sigo sin poder perdonar a Tine, aunque es cierto que hizo mucho por mi
padre. Al menos dio estabilidad a su vida. Ella sufrió mucho y demostró en
varias ocasiones que poseía un carácter fuerte.
El príncipe Guillermo Alejandro no lo dijo en la entrevista, pero yo vi con
toda claridad que pesaba sobre él la oscura sombra de su madre, como pesa
sobre mí la de mi padre. El príncipe se equivocaba al pensar que se había
liberado de esa sombra. Es imposible escapar a la influencia de personas así, ni
siquiera después de muertas.
Incluso es peor cuando ya no están, pues regresan a tu vida con más
vehemencia que antes. Te dominan hasta en sueños.
A pesar de que mi padre está muerto, su sombra ha caído sobre mi
ordenador. En mis años de estudiante universitario decidí distanciarme de él,
pero no resultó. Volví a entrar en contacto con él de otro modo, más intenso que
nunca.
Cuando me marché de casa, estaba convencido de que era mi padre quien
debía aprender a valerse por sí mismo. Sin embargo, pronto me di cuenta de que
yo solo no funcionaba bien del todo. Necesitaba la carga de mi padre, de lo
contrario perdía el equilibrio. Me hacía el fuerte, pero no lo era.
Él se había convertido en mi punto flaco y mi punto fuerte. En comparación
con los otros estudiantes, yo era un joven experimentado, lo que me sirvió para
crecer aceleradamente dentro del partido. Aunque, por otro lado, me inquietaban
los míos, y eso me desanimaba a seguir.
Al término de mi tercer año de carrera, mi enlace con el partido me
comunicó que debía interrumpir el contacto con mi familia. Hasta entonces había
viajado a casa de vez en cuando, pero a partir de ese momento me estaba
prohibido hasta llamar por teléfono.
También me ordenaron que abandonase mis estudios, pues se presagiaba una
revolución y se suponía que debíamos prepararnos para cuando estallara.
Tuve una fuerte sensación de culpabilidad al pensar que había dejado en la
estacada a los míos. Me preocupaban, lo que me hacía perder la confianza en mí
mismo. No podía seguir así; debía hablar del asunto con mi enlace.
Antes de continuar, quisiera contar algunas cosas sobre el movimiento de
resistencia de aquella época. Aunque ir a estudiar algún día a la Universidad de
Teherán era, y sigue siendo, el sueño de todo alumno de instituto persa, hay un
dicho que reza: «Entrar, entras, pero nunca se sabe si lograrás salir.»
Y es que en el terreno de la universidad crecían las raíces de la organización
guerrillera clandestina de izquierdas contra el sha, que se guiaba por las tres
consignas siguientes: «¡Fuera el sha!», «¡Pan para todos!» y «¡Viva la libertad!».
«Libertad o muerte», era el lema que encabezaba, en letras rojas, su boletín
clandestino. Cuando empecé la carrera, las calles de Teherán eran escenario de
continuos tiroteos entre los miembros armados del partido y la policía del sha. A
cada paso, los servicios secretos descubrían refugios clandestinos de los
cabecillas. Intentaban aprehenderlos usando helicópteros y tanques, pero era una
tarea imposible; se resistían hasta la última bala. Además, los dirigentes solían
llevar consigo una píldora letal, que tragaban en cuanto los cogían. Cada vez que
uno de los nuestros perecía en un enfrentamiento, se producía un estallido de
violencia en la universidad.
En aquellos tiempos de zozobra, caí enfermo.

•••

Me cité con mi enlace en un salón de té de un barrio de las afueras y, por


primera vez, le hablé de mi padre.
–No puedo interrumpir las relaciones con mi familia, necesito mantener el
contacto con mi padre. Es indispensable, tanto para él como para mí; de lo
contrario no puedo funcionar bien dentro del partido.
Pero no me lo permitían. El riesgo de que los agentes de los servicios
secretos me pillaran en casa y pusiera en peligro nuestra organización era
demasiado grande.
Entonces se me ocurrió una idea.
–Con mi padre, su tienda, su minusvalía, sus contactos con los aldeanos de la
zona fronteriza, yo podría… No sé. ¡Hay muchas posibilidades! Creo que su
taller y su conocimiento de la montaña pueden resultar vitales para el partido.
El contenido de la conversación varió y mi enlace no ahondó en el tema. Ya
me comunicarían la decisión.
Una semana después, tuve una inesperada reunión confidencial con
Homayun, uno de los legendarios dirigentes del Movimiento. Tras una larga
charla sobre mi padre, sus contactos en la frontera y su conocimiento de los
senderos de la montaña, me autorizaron a que nos entrevistáramos en secreto un
par de veces al año. Mientras tanto, debía prepararlo «por si tuviésemos que
recurrir a él». Ninguno de los dos comprendíamos lo que eso significaba
exactamente. La dirección del partido sólo sabía que contaban con un hombre
sordomudo de confianza, dispuesto a hacer lo que fuera por su hijo.
Por fin pude visitar a escondidas a mi padre, a quien no veía desde hacía
mucho tiempo.
Las cosas le iban bien, y en especial la tienda. Había sido una excelente idea
ponerle un local propio. Cascabelito había adquirido una buena estufa de
segunda mano, que había instalado con la ayuda de un amigo. A lo largo del año,
mi padre, como los pájaros viejos, iba juntando ramas secas para el invierno,
provocando la exasperación de Tine. Cada vez que yo llamaba por teléfono a
casa, ella se quejaba.
–Hijo, me muero de vergüenza a causa de tu padre. Hace muchas tonterías.
Dondequiera que lo vea, siempre lleva al hombro un haz de ramas secas. Se sube
a los árboles para cortarlas. Cada vez que me lo encuentro por ahí, tengo que
meter la cabeza en la tierra.
Me entró la risa al imaginármelo encaramado a un árbol cortando una rama
seca para su estufa.
Tine se puso furiosa.
–Sí, ríete. Tú no estás aquí, y no lo ves; soy yo la que se derrite como una
vela de bochorno. A ti ya no te afecta nada de todo esto, pero yo soy madre, con
tres hijas en casa…
–Tine, ya lo conoces. No debes tomarte tan a pecho esas cosas. Sabes que a
estas alturas no podemos cambiarlo.
–¿Por qué? Tú no quieres que cambie, y la culpa es tuya, porque te has
desentendido de él. A ti te hace caso, pero no le dices nada. ¡Hijo, ven alguna
vez a casa, por el amor del cielo! Y muéstrale a la gente que nosotros…, que mis
hijas no tienen sólo un padre tonto, sino también un hermano con estudios. ¿Me
oyes? ¡Ven! ¡Es importante para el futuro de tus hermanas!
Tenía razón. Me di cuenta de que mi padre había empezado a chochear.
Cometía más tonterías que antes; no sé si ésta es la palabra más adecuada, pero
no encuentro otra. ¿Qué podía hacer yo para que dejara de subirse a los árboles a
coger ramas secas? No podía estar continuamente a su lado para corregir su
comportamiento.
Akbar era así, y teníamos que aceptarlo como era. Pero a Tine le resultaba
imposible.
Aunque al principio mi padre no había demostrado un gran entusiasmo, más
tarde supe que estaba muy orgulloso de su tienda. Adondequiera que fuese,
sacaba del bolsillo la llave de la puerta y se la enseñaba a todo el que quisiera
verla.
–Mira, la llave de mi tienda. Me la ha dado Ismail, que estudia en la ciudad
del sha. Estudia cosas de aviones. Cuando alguien te tapa la boca y la nariz con
la mano, te mueres, porque el aire es muy importante.
El taller lo había salvado. Ya no erraba por la ciudad en busca de clientes. Y
en invierno ya no tenía que quedarse en casa cuando no había trabajo: se iba a su
local. De ahí que juntase ramas secas. Le daban tranquilidad y seguridad.
Permanecía en la tienda hasta bien entrada la noche, por si pasaba algún
cliente, o acudía Ismail a visitarlo inesperadamente.
De camino a la tienda le compré un saco de leña. El barrio estaba sumido en
el silencio y la nieve helada crujía bajo mis pies. Ya no había luz en las ventanas
y las cortinas estaban corridas. Todos dormían, salvo la chimenea de mi padre,
que seguía echando humo.
Detrás de su ventanuco se veía una tenue luz amarilla. Lancé una sigilosa
mirada al interior. Él estaba sentado en su alfombrilla, junto a la estufa, inclinado
hacia delante, mirando un libro abierto sobre una mesita que tenía ante sí.
–¡Dios bendito! ¿Qué estará leyendo?
En esa posición, parecía un sabio, o mejor dicho, un imán leyendo un libro
en la mezquita. No, tampoco era eso; era más bien la postura de un trabajador,
un reparador de alfombras que no estaba leyendo un libro, sino intentando
restaurarlo. En la mesa de trabajo había alfombras enrolladas que pertenecían a
sus clientes, y en la pared, un gran retrato enmarcado del sha con uniforme
militar.
Me asusté: ¿por qué había colgado en su tienda la foto del dictador? Me
enfadé un momento, pero enseguida decidí que tal vez fuera mejor así.
Abrí la puerta despacio y la bisagra emitió un chirrido seco. Pensé que
debería echarle unas gotitas de aceite. Me deslicé hacia el interior. En el libro de
mi padre apareció mi sombra. Alzó la vista hacia mí, pero no me reconoció.
Entonces me quité el sombrero y esbozó su tímida sonrisa.
–Te has dejado bigote… No te había reconocido -gesticuló, incorporándose.
Pensé que me daría un abrazo, pero no lo hizo. Se quedó mirándome,
examinando mi sombrero, mis gafas, mi bigote. Le tendí la mano y le dije:
–¿Es que no vas a estrecharme la mano? Mira, te he traído algo de leña.
Como avergonzado, me señaló una pila de ramas secas arrinconada contra la
pared y me dio la mano tímidamente. Luego colgó el saco de leña de un gancho
y no volvió a tocarlo.
–¿Por qué me miras así? – gesticulé-. ¿No vas a ofrecerme un té?
–Sí, claro. ¡Siéntate! – Me señaló la alfombra, pero enseguida se corrigió-:
No, ahí no, un momento -dijo, ofreciéndome una silla-. Tome asiento usted aquí.
De pronto me trataba como a un señor, un señor con sombrero. Devolví la
silla a su lugar y me instalé en el suelo junto a la estufa. Me sirvió una taza de té
y se quedó esperando como un camarero.
–¿Por qué no te sientas tú también? – le pedí.
Se puso de rodillas, con las manos apoyadas en las piernas, y a cierta
distancia de mí. Él lo quería así, de modo que mejor no contrariarlo.
–Bueno, cuéntame cómo te va -gesticulé-. ¿Estás contento con la tienda?
–Bien, contento, muchas gracias -respondió agachando la cabeza.
–¿Y Tine?
–Bien también, gracias.
–Veo que has colgado una foto del sha -le dije, señalando el retrato
enmarcado.
Resplandeció ante mi comentario. Quiso decirme algo, explicarme algo, pero
no continuó. Permaneció quieto, de rodillas en la alfombra. Después de un breve
silencio, gesticuló con lentitud:
–¿Cómo estás? ¿Todo bien?
–Sí, gracias.
–¿Dónde te habías metido? – prosiguió-. ¿Por qué no vienes más a menudo a
casa? ¿Por qué no llamas? Cascabelito está esperando tu llamada. Está grande.
Quiere verte. Me ha pedido que te lo dijese. Entiendo; no tienes tiempo. Muchos
libros que leer; pero telefonea de vez en cuando.
–De acuerdo, lo haré. Pero has de saber que las cosas se han vuelto muy
complicadas.
–¿Qué se ha vuelto complicado? ¿Los libros?
–No, bueno, sí, también los libros son complicados. Pero me refiero a las
cosas, en general. Ese retrato que tienes colgado en la pared, por ejemplo, ¿sabes
de quién es?
Respondió con orgullo:
–Es el hijo de Reza Kan. Tú lo sabes muy bien; es importante. Lleva una
corona de oro en la cabeza. Posee muchos caballos y fusiles, y siempre va con
pistola. Muy importante. Todos los reparadores de alfombras de la ciudad tienen
una foto suya en sus tiendas. Yo también. La he comprado. Bueno, no la he
comprado; me la trajo alguien del ayuntamiento, y yo la mandé enmarcar. Es
bonita, ¿verdad?
No le respondí. Quiso contarme algo más sobre el retrato, pero de golpe se
percató de que yo tenía algo en contra de que lo hubiese colgado en su taller. Por
eso se corrigió y me dijo:
–¿Acaso te parece mal?
–Sí… No. No es eso.
–Pues a todos los reparadores les cae bien -gesticuló con cautela-. Hay
imágenes suyas en todos los comercios. Es un buen hombre, ¿sabes?
–Yo no opino lo mismo.
–¿Cómo es eso?
–A mí no me cae bien.
–¿No? ¿Por qué?
–No es un buen hombre. No es bueno.
Señaló el retrato y quiso decirme algo, pero se calló y apoyó de nuevo la
mano en la pierna.
–Es complicado de explicar -le dije-. Te pondré un ejemplo. ¿Recuerdas a
aquellos policías que te aporrearon en mi escuela?
–Sí…, sí que los recuerdo.
–Pues eran policías del sha. En Teherán, en la universidad donde estudio,
hay muchos de ésos. Golpean a los estudiantes, los detienen y los meten en la
cárcel. Incluso a mí quieren arrestarme.
–¿A ti? ¿Por qué? ¿Qué has hecho?
–Nada. Al menos, nada de particular. Ellos opinan que no debo leer
determinados libros, ni decir ciertas cosas. Quieren que honre al sha, pero a mí el
sha no me gusta. Así que me persiguen para atraparme. Por eso no puedo venir a
casa.
Leí en la expresión de su cara que intentaba entenderme.
–¿Y sabes lo peor? Los policías de Teherán van por la calle sin uniforme.
Visten de paisano, igual que tú y yo. Así no los distingues. Por eso llevo bigote,
gafas y sombrero, para que no me reconozcan.
–¿Cómo puedes leer libros sobre la luz y el aire rodeado de tantos policías?
Quise explicarle que en esos momentos no estaba leyendo ningún libro sobre
la luz y el aire, pero no lo hice. Sólo habría conseguido herirlo.
–Quería decirte otra cosa. ¿Te acuerdas del doctor Pur Bajlul, el dentista?
–Sí que me acuerdo, aquel doctor.
–¿Sabes quién lo ha detenido? El sha, sus policías. Y sigue preso. En la
cárcel se le han estropeado todos los dientes. ¿Entiendes lo que quiero decir? Por
eso odio al sha. Todas las personas importantes, todas las personas que leen
libros, como el doctor, odian al sha.
¿Convenía que le explicase esas cosas complicadas simplificando tanto los
ejemplos? ¿Era honesto inculcarle mis convicciones? ¿O debía dejar que él
tuviera sus propias ideas y su visión del mundo, y aceptarlo?
Ahora que paso revista a aquellos años, distanciado ya de ellos, a veces me
arrepiento en parte de lo que hice, pero otras no. Y es que no podía ser de otro
modo, no podía imbuirle opiniones ajenas. Teníamos que ser una unidad,
compartir las mismas ideas. Debía acercarlo a mí, a la realidad que yo había
conocido. De lo contrario, se extraviaría en el mundo, para él extraño, de su hijo.
Había que pensar en la posibilidad de que me detuviesen, de que la policía
forzase su puerta a medianoche y entrase en su casa para registrarla por las
actividades de su hijo, y él sin saber nada.
Sentí que era mi obligación explicarle cómo estaba organizado el mundo. En
vista de que mi familia, los vecinos, los conocidos y aun la naturaleza me habían
educado como guía de mi padre, no tenía opción. Debía guiarlo y orientarlo a mi
manera.
Será mejor que lo diga claro de una vez, aunque sólo sea para mí mismo: de
haber tenido otro padre, quizá no habría hecho falta que yo entrase en contacto
con esa organización, o no habría ido tan lejos, no me habría implicado tanto.
Fue el ser hijo de un padre así lo que me llevó, lo que me guió, lo que me
condujo en esa dirección. Las cosas habían ido por ese camino de forma
irremediable. Teníamos que acoplar nuestros pasos. Él debía acercarse a mí, lo
que suponía acercarse al grupo de izquierdas en que yo militaba. Había llegado
la hora de confesarle que nosotros -mis camaradas y yo-íbamos a necesitar su
ayuda.
–A mis amigos y a mí no nos gusta el sha -gesticulé-. Tiene que marcharse.
Mi padre al principio no entendió de qué le estaba hablando. Se quedó
mirándome sin inmutarse, hasta que al fin reaccionó. Le temblaban ligeramente
las manos.
–¿Marcharse? ¿Qué quieres decir?
–¡Marcharse! ¡Que se vaya! ¡Fuera el sha!
–Pero ¡si lleva una pistola a la cintura!
Me detuve a reflexionar un momento. ¿Debía hacerlo? ¿O era mejor dejarlo?
Vacilé, pero al final deslicé la mano derecha debajo del abrigo y saqué una
pistola.
La dunas de Holanda

Visitamos a Louis.
Ismail no lo conoce, pero no importa.
En la casa de Louis hay una mujer joven.
El destino quiere que Ismail y ella se conozcan.
Sabía lo que era la arena, y también las colinas, pero ignoraba qué aspecto
tendrían las dunas holandesas. Y tampoco entendía cómo se podía caminar por
una montaña de arena fina.
Consulté el diccionario:
duna, f. Colina de arena movediza que en los desiertos y en las playas forma
y empuja el viento.
Recibí una carta de un hombre, un tal Louis, a quien había conocido en el
tren cuando volvía a casa de la universidad.
Era de noche y el tren iba casi vacío. Entré en un vagón ocupado únicamente
por un hombre, que viajaba al fondo, donde había dos asientos dobles
enfrentados. Yo estaba cansado. Me senté y cerré los ojos para echar un
sueñecito.
¿Cuánto tiempo dormí? No lo sé. De pronto oí que alguien me llamaba:
–¡Oiga!
Abrí los ojos y miré alrededor. Seguía sin haber nadie en el vagón, excepto
aquel hombre. No sabía si era él quien me había llamado, o si me lo había
imaginado.
–¿Le apetece venir a sentarse conmigo? Yo también estoy solo -me dijo.
Me levanté y fui con él. No me pareció que tuviera edad para usar bastón,
pero llevaba uno.
–¿De dónde es usted?
–De Persia… Irán.
–Ya me parecía -dijo, contento-. Por eso me he atrevido a molestarlo. Suelo
reconocer a los iraníes por su postura. Trabajé muchos años en Teherán.
–¡Qué coincidencia! – le contesté, y me senté con él.
–Me llamo Louis. ¿Podemos tutearnos?
Entablamos enseguida una conversación más bien confidencial. Me habló de
su estancia en la provincia meridional de Irán, donde se encuentran los pozos de
petróleo más productivos. Vivió el principio de la revolución, pero tuvo que
abandonar el país junto con sus compatriotas debido a las presiones de la
embajada de los Países Bajos.
Como me sucede en todos los encuentros casuales, hablamos de cómo había
llegado yo a Holanda, qué hacía y qué me parecía el país.
La charla duró algo menos de una hora. Yo había llegado a mi destino,
mientras que él continuaba viaje. Iba a pasar la noche en casa de un amigo. Me
pidió la dirección y se la di.
Unas semanas después, recibí una carta suya. No reconocí al remitente hasta
que la leí. Al pie había copiado una traducción al neerlandés del siguiente poema
del poeta medieval persa Omar Jayyam:
No somos más que un par de borrosas figurillas
en una pantalla, movidas ora sí, ora no,
alrededor de la lámpara del sol, conducidas
a medianoche por el Dueño del juego.
Recuerdo que le había parecido muy interesante que yo estudiase literatura
neerlandesa. Me contó que a él le fascinaba la persa. Cuando estuvo en Irán no
sabía gran cosa de ella, pero nada más regresar a Holanda se puso a buscar
traducciones de libros persas.
En la carta decía que le encantaría que volviésemos a encontrarnos y me
invitó a que fuera a visitarlo.
Al principio no me lo tomé muy en serio. Si bien yo tenía contactos con
holandeses -Igor, algunos poetas y artistas de la zona y algunos docentes de la
universidad-, ésa era la primera vez que un holandés desconocido me invitaba a
su casa. Vivía en Agnet aan Zee. Lo busqué en el mapa. No quedaba demasiado
lejos, pero pensé: «No, no voy. Se pasará toda la noche hablándome de sus
recuerdos de Irán, y no me apetece.»
Sin embargo, un párrafo de su carta despertó mi curiosidad: «Tenemos por
aquí unas dunas preciosas, las más bellas de Holanda. Son ideales para una
buena caminata. Estoy seguro de que te gustarán. Te espero.»
Me dije que quizá no fuese tan terrible. Además, el nombre de Agnet aan Zee
me resultaba un tanto enigmático.
Pensé que podría planteármelo como una excursión. Y ver el mar. Había
oído hablar y leído algo sobre las dunas holandesas por primera vez en una clase
de comentario de textos en la que estábamos analizando un pasaje de Frederik
van Eeden, extraído de su obra ya clásica El pequeño Juan:
«¡Ay, ojalá pudiera salir de aquí volando lejos, muy lejos, a las dunas, al
mar!»
Todas las mañanas le pedía a Pluizer, su perro, que volviesen una vez más
allí, a su casa, a visitar a su padre, para ver de nuevo el jardín y las dunas.

•••

Llamé por teléfono a Louis y salí hacia su casa. Por el camino le compré un
ejemplar en neerlandés de La rosaleda, del maestro persa Saadi, pues mi
profesor de prosa de la universidad había dicho en clase que acababan de
publicar una buena traducción de ese libro.
Cogí el autobús, como si de una verdadera excursión se tratara. Me dirigí
primero a Lelystad, luego a Enkhuizen, después a Alkmaar y, tras pasar por
Bergen, llegué por fin a Agnet aan Zee.
¿Qué significaba Agnet? ¿Quién era Agnet? ¿O era Agnes, más bien? La
combinación de Agnes y Zee, «mar», me gustaba. Me imaginaba a una mujer
sentada en la playa, contemplando inmóvil el mar.
Agnet resultó ser una pequeña localidad con puerto, distinta de los típicos
pueblos y ciudades de Holanda, con su iglesia y su plaza.
Tenía aspecto de lugar turístico, pero era tranquilo. Quizá el turismo se
concentrase más en el verano. Aunque hacía frío, había muchos visitantes
alemanes. Después de unos quince minutos de búsqueda, vislumbré un
montecillo donde crecía mucho heno, heno amarillo, que el viento frío mecía
formando olas, volviéndolo más hermoso. Nunca había visto unas colinas así,
con el heno en movimiento. Ésas debían de ser las dunas de El pequeño Juan.
Me detuve a contemplar en silencio el sorprendente paisaje. Dunas, dunas y más
dunas como colinas, colinas y más colinas, sin que uno supiese dónde
terminaban ni lo que había detrás.
–Es bonito, ¿verdad? – oí que decía una voz a mis espaldas. Me volví y vi a
un hombre asomado a una ventana-. ¡Buenas tardes! ¿No me reconoces?
–Eh… sí, ahora sí.
–Espera un momento, enseguida te abro.
Pasó un tiempo hasta que apareció en la puerta. Dio unos pasos hacia delante
para salir a mi encuentro, pero comenzó a tambalearse de tal forma que casi se
cae al suelo. Me abalancé sobre él y lo sujeté del brazo.
–Gracias -me dijo alegremente-. Pensabas que me caería, ¿eh?, pues no, no
suele ocurrirme.
Le ofrecí mi hombro izquierdo y posó sobre él la palma de la mano derecha.
–¡Qué hombro tan fuerte tienes! Adelante, pasa. Me alegro de verte.
Me sentía abochornado por no haber reparado en que Louis era minusválido
cuando lo conocí en el tren. Traté de simular que no había notado nada. Me
impresionó de inmediato su carácter.
En cuanto entramos en su casa, soltó la mano de mi hombro y continuó solo.
Pensé que en cualquier momento se caería o se golpearía la cabeza contra la
pared, pero no, se las arreglaba para avanzar agarrándose a una silla o a un
estante de la librería.
–Si piensas que voy a traerte un café, te equivocas. Andar sí puedo, pero
todavía no he conseguido hacerlo con una taza en la mano. Ve a la cocina y
hazlo tú. Luego te lo serviré yo. Para mí, una infusión.
Mientras trajinaba en la cocina, tuve la sensación de que aquel hombre, aquel
desconocido, me resultaba tremendamente simpático.
No me sentía extraño en aquella casa. Los muebles, las sillas, la estufa y la
biblioteca se me antojaban muy familiares. Llevé la jarra de café y la infusión al
cuarto de estar y me senté a su lado, contento de haber ido.
–¡Hermoso paisaje! ¡Qué bien vive usted aquí! – le dije, señalando las dunas
a través de la ventana.
–Puedes tutearme. No hace falta que me trates de usted.
–Necesito acostumbrarme.
–Sí, el paisaje es muy bonito -contestó-. Pero mi mujer ya se ha cansado de
él. Lleva veinticinco años mirando las dunas. Ya no le agradan.
–¿Y a ti?
–A mí me siguen gustando. Incluso he concebido un plan para el futuro.
Dentro de un par de años ya no podré andar, y tendré que pasarme todo el día en
la cama. He pedido que vengan a realizar algunos cambios en la casa. Arriba,
donde ahora hay un balcón, quiero que me hagan una habitación con un gran
ventanal para poder contemplar las dunas desde la cama. Lamentablemente, no
se alcanza a ver el mar, pero no importa. No se puede tener todo en la vida.
Después de conversar un rato sobre Irán y el Imperio persa, sobre su cultura
y su literatura secular, le pedí que me enseñara la planta superior.
–No puedo; ve tú solo. Yo no puedo subir ni un escalón.
–Si quieres, te ayudo.
Con gran dificultad, logramos llegar arriba. Se notaba que estaba contento.
–No puedo creerlo. ¿Cuánto hace que no subía aquí? Ya ni lo recuerdo…
Hace años, muchos años, me sentaba a observar las dunas desde aquí.
–¿Tienes hijos? ¿Algún hijo varón?
–Tengo una hija.
–¿Mantienes una buena relación con ella?
–Sí. ¿Por qué me lo preguntas?
–¿Qué edad tenía ella cuando enfermaste y ya no podías…, en fin, cuando
dejaste de andar?
–La cosa fue paulatina. Ella era aún una niña. ¿Qué quieres saber
exactamente?
Le conté lo de mi padre. Le dije que de pequeño siempre me había sentido
obligado a no separarme ni un instante de él, para asistirlo.
–Mi hija también me ha ayudado siempre. Por eso tiene unos hombros
fuertes, sobre todo el izquierdo, bien formado, musculoso y sólido. Siempre he
podido contar con ella, de verdad, siempre. Casi todas las tardes pasa a verme un
rato. – Apoyó una mano contra la pared, y con la otra me señaló las dunas-:
Mira. Veintiuna dunas más allá está el mar, pero hace años que no lo veo. Antes
de caer enfermo, iba todas las noches a la playa cruzando las dunas en plena
oscuridad, pero desde entonces me han faltado el valor y las fuerzas para seguir
haciéndolo. Ahora se ha convertido en un sueño.
–¿Qué se ha convertido en un sueño?
–Volver a acercarme al mar por mi propio pie.
–Podrías intentar ir más despacio, o escoger otro camino. O pedirle a tu hija
que te ayude.
–Así no me apetece. Quiero ir como antes, subiendo y bajando las dunas en
la oscuridad. Pero no importa. Así es la vida. De pronto eres incapaz de seguir
haciendo las cosas más normales.
El sueño de aquel hombre siguió rondando mi mente. Era un anhelo hermoso
y atractivo, con el que me sentía identificado. Ese mar también se había vuelto
inalcanzable para mí.
–¿Por qué estás tan callado? – me preguntó.
–Estoy pensando en el mar, en tu mar de detrás de las dunas. Es una pena
que no lo hayas visto desde que estás postrado en cama. Le daría otro contenido
a tu vida.
–¡Qué bien lo has expresado!
Acerqué una silla a la ventana y me subí encima.
–Creo que lo veo -le dije-. De verdad. Distingo algo que se mueve como un
paño azul. Si levantas la cama un par de metros, tendrás el mar en tu habitación.
–Qué curioso… A nadie se le había ocurrido subirse a una silla para traer el
mar hasta aquí.
–¿Quieres probar tú?
–¡Por supuesto que no!
–¿A qué hora dices que solías atravesar las dunas para ir al mar?
–Al anochecer, por lo general.
–¿Te parece que lo intentemos hoy?
–¡Estás loco!
–En cuanto anochezca atravesaremos las dunas.
–¡Sí, estás loco! – repitió, soltando una risa.
–No, en absoluto. Sé cómo hacerlo. ¿Cuántas dunas hay? He recibido
entrenamiento para este tipo de cosas.
–¿Qué clase de entrenamiento?
–Es una larga historia. Milité en una organización clandestina, y a veces
solíamos escondernos en las montañas. Imitábamos el modelo de la revolución
cubana; queríamos hacer como Fidel Castro: descender un buen día de la
cordillera con miles de simpatizantes, tomar las ciudades y obligar al sha a
marcharse. Nos entrenábamos duramente para cuando llegase el momento.
Aprendíamos a llevar a combatientes heridos o muertos de la montaña a la
ciudad, aunque nunca tuvimos la oportunidad de ponerlo en práctica. Confía en
mí. Estoy preparado para subir y bajar las dunas con una persona incapacitada.
Louis guardó silencio. Me miró primero a mí y luego a las dunas.
–El trayecto de ida lo haremos andando, y para el regreso ya se nos ocurrirá
alguna solución.
Al anochecer, mientras el viento ondulaba vehementemente el heno, Louis
apoyó el brazo izquierdo en mi hombro derecho y emprendimos nuestra travesía
hacia el mar. Él vacilaba. Sus músculos enfermos se negaban a cooperar.
Cambié de posición y le ofrecí el otro hombro, pero fue en vano.
–¿Lo ves? No puedo -suspiró.
Le explique cómo debía apoyar el brazo en mi hombro para que el peso de su
cuerpo descansase sobre mí, como si se tratase de un camarada que hubiese
perdido la pierna derecha pero aún le quedaran fuerzas suficientes para andar
con la izquierda.
–Ya verás cómo ahora lo lograremos -le dije.
No resultó. Intenté recordar lo que había aprendido. Era indispensable que el
compañero herido creyese en su salvación, que no pensase en su herida ni en el
largo trayecto que quedaba, sino en la ciudad que deseábamos tomar y en el
dictador del que queríamos deshacernos.
–Hay algo que quiero contarte, Louis.
–¿Qué?
–Estoy escribiendo un libro.
–¿Un libro?
–Sí. Una novela. En neerlandés.
–¿En neerlandés? ¡Qué interesante! ¿De qué trata?
–De mi padre. Déjame que te explique. Mi padre escribió un diario durante
toda su vida. A veces anotaba sólo una frase, otras un párrafo, otras una página
entera, pero no deja de ser un diario curioso.
–¿Por qué?
–Porque no puedo leerlo.
–¿Y eso?
–Porque está escrito en una lengua ininteligible, con caracteres cuneiformes
propios. A medida que voy leyendo, o mejor dicho, intentando descifrarlo, voy
traduciéndolo… No, «traducir» no es la palabra adecuada… Simplemente trato
de hacer comprensibles sus apuntes, y lo hago en neerlandés.
–¿Hacer comprensible algo que no puedes leer?
–Cuando lo acabe, te lo enseñaré.
Así, conversando, llegamos a la tercera duna.
Era de noche, pero vi que en sus ojos empezaba a arder la esperanza.
Hasta que llegamos a la séptima duna lo entretuve contándole lo que había
escrito hasta entonces.
–Sentémonos un momento -propuso Louis. Empezó a caer una leve
llovizna-. Me has comentado un par de veces que en ocasiones te reprochas
haber abusado de tu padre. No entiendo muy bien a qué te refieres, pero creo
que, en tu lugar, yo habría hecho lo mismo. A propósito, ¿de verdad hacía
siempre lo que tú le pedías?
–Eso es justamente lo que me duele.
Poco a poco, fui dejando que Louis descansase más en sus piernas que en mi
hombro. Quería que sintiera el suelo en sus pies. Tal vez no fuese una idea muy
acertada, ya que podría afectar a sus músculos enfermos, pero yo sólo pensaba
en la realización de su sueño. De pronto caí en la cuenta de que estaba repitiendo
con Louis lo que había hecho con mi padre.
No debía obligarlo, no tenía que pensar por él. Así que volví a sujetarlo por
la cintura y dejé que se apoyase en mí con total libertad.
La situación mejoró y continué relatándole mi historia.
–Louis, tú que has trabajado en Irán sabes que compartimos con la antigua
Unión Soviética una frontera de algo más de dos mil kilómetros. Es una zona
intensamente controlada. Ningún miembro de nuestro partido se atrevía a dejarse
ver por aquella zona, pues enseguida te detenían. Pero eso a mi padre no le
planteaba ningún problema. Todo el mundo lo conocía. Los gendarmes no le
prestaban atención. Era libre como una cabra montés e iba a donde quería.
Nosotros sabíamos que se avecinaba una revolución y sospechábamos que en
pocos años le llegaría su hora al sha. Aunque teníamos contactos con la Unión
Soviética, éstos se encauzaban a través de Europa, de Alemania Oriental; un
gran rodeo. Necesitábamos establecer contactos más directos. A veces, el partido
quería enviar un mensaje o un paquete a la Unión Soviética y obtener una
respuesta inmediata, y precisábamos de alguien que fuera capaz de ir andando
hasta la frontera. Alguien como mi padre.
–¿Él era consciente del peligro que corría? ¿Sabía, por ejemplo, que podían
condenarlo a pena de muerte?
–No, no del todo. Yo le expliqué que existía la posibilidad de que lo
detuviesen, pero él no lo comprendía por completo.
–¿Qué hizo por ti, por vosotros?
–Lo ignoro. No querían que yo lo supiese. Yo me limitaba a darle un paquete
y le explicaba a quién debía entregarlo. Le escondía documentos secretos en el
bolsillo interior de su largo abrigo negro, él se lo ponía y echaba a andar. En la
frontera lo esperaba alguien que llevaba un abrigo idéntico, y se los
intercambiaban.
–¡Qué abuso!
–Sí, a mí ahora también me lo parece. Un terrible abuso.
–¿Y nunca te planteaste lo que podía pasarle si lo cogían?
–Sí, pero, a veces, aunque seas consciente del peligro, estás tan obsesionado
con lo que deseas lograr… Es como si de pronto te quedases ciego. El sueño te
hechiza. El cerebro te funciona de otra manera, y eso hace que veas las cosas de
otro modo. Reconozco que pensé en la posibilidad de que en algún momento lo
atrapasen, incluso que lo torturasen para sacarle información, pero sabía que él
no cooperaría con sus verdugos. Yo le había dicho que no revelase nunca la
identidad de sus contactos. Los únicos gestos que debía utilizar eran: «No sé
nada, no sé nada, no sé nada.»
–Creo que te excediste… ¿Has oído eso?
–¿Qué?
–El mar. Ya hemos cubierto más de la mitad del camino. Desde aquí se
percibe con nitidez el rumor de las olas cuando el mar está agitado.
Contuve la respiración para oírlo, pero el sonido de la lluvia lo apagaba.
El viento empezó a soplar con más fuerza por el heno. Una luna líquida
surgió momentáneamente entre las nubes y desapareció.
Louis retomó el hilo de la conversación:
–¿Cómo es posible que nunca detuviesen a tu padre en aquella zona tan
controlada?
–¿Has oído hablar alguna vez de Mahdi, el duodécimo santo?
–No.
–Si has vivido en Irán, tienes que haberlo oído nombrar. Se trata de un
personaje mesiánico. Existe la creencia de que se refugió en un pozo próximo a
la aldea del Azafrán y que algún día saldrá de allí para redimir al mundo de sus
penas. ¿Tampoco has oído hablar de ese pozo?
–Pues no, la verdad.
–Claro, tú trabajaste en la provincia meridional del país, y allí la gente no es
tan ortodoxa. El pozo sagrado se encuentra en un paraje prácticamente
inaccesible del monte del Azafrán, de donde era oriundo mi padre. Para él, aquel
sitio era el centro del universo. Una especie de símbolo de Dios en la tierra. No
soy creyente ni supersticioso, pero a veces pienso que su fe en el santo Mahdi lo
ayudó. – Louis soltó una carcajada-. ¿Por qué te ríes?
–No, nada. Déjalo.
Empecé a oír el mar. La mano de Louis temblaba sobre mi hombro.
–Nos faltan dos dunas para verlo -me dijo.
–¿Aguantas? – le pregunté.
–Yo sí, pero tú debes de estar cansado de soportar mi peso.
–Es verdad. Pero cuando lleguemos al mar, habré recuperado el tiempo
perdido.
–¿Cuál?
–Los meses, los años que pasé con mis camaradas en las montañas de mi
patria entrenándome para tomar la ciudad.
–Esa sensación de haber perdido el tiempo la tenemos lodos. Pero no es
tiempo perdido; todo cuenta como experiencia en la vida.
De pronto, Louis exclamó:
–¡El mar! ¿Lo ves tú también?
Yo no lograba vislumbrarlo en la oscuridad. Aún era el mar de Louis, no el
mío.
Seguí sosteniéndolo, dejando que lo observase en silencio. Advertí que ya no
podía mantenerse en pie.
–Faltan cuatro dunas. ¡Puedo hacerlo!
El heno estaba húmedo y temía resbalar. Ya no oía el rugido del mar; sólo
prestaba atención al terreno que pisaba. Al llegar a la última duna, Louis me
dijo:
–No siento las piernas.
–Será mejor que descansemos un momento.
Permanecimos sentados unos quince minutos, y lo ayudé a incorporarse.
–Ya falta poco. Lo lograremos -dijo Louis.
Nos pusimos en marcha.
Yo no conocía el mar, aunque sí el desierto.
La arena húmeda le pertenecía a Louis. La arena sedienta me pertenecía a mí.
El mar, las dunas, el heno y la lluvia eran suyos, pero la noche era mía.
–Cuando acabe mi libro -le dije gritando-, ya no estaré al servicio de mi
padre. Empezaré a vivir para mí.
En ese instante oí en la oscuridad la voz de una mujer, detrás de las dunas:
–¡Paaaaa! ¡Papá!
–¡Estoy aquí! – contestó Louis, emocionado.
En la última duna apareció de pronto, a la luz de la luna, la figura de una
mujer joven con sombrero.
–¿Cómo has llegado hasta aquí, papá?
Me detuve a observarla. El viento soplaba fuerte y ella se sujetaba
firmemente el sombrero.
Mientras la lluvia le caía encima, se arrodilló ante Louis.
Oí que lloraba. Louis me señaló con la mano y ella se irguió.
El viento soplaba fuerte. La mujer se sujetaba el sombrero mirando hacia el
mar, en la dirección donde me encontraba yo.

Yamila

En el transcurso del relato hace su aparición Yamila.


Cobijo para Yamila.
Una de las tareas más importantes que me encomendó el partido fue darle
cobijo a Yamila.
Eso suponía una gran responsabilidad. Si el asunto acababa mal, las
consecuencias serían funestas. Sería una catástrofe para mi familia y para el
partido.
Yamila, la combatiente legendaria, protagonista de numerosas historias
heroicas, valía su peso en oro. Su suerte estaba en mis manos. Tenía que
esconderla de modo que los servicios secretos del sha nunca descubriesen su
paradero.
Nadie podía imaginar que el partido lograría sacarla de Evin, la prisión más
terrorífica del sha. Aun hoy, nadie sabe cómo pudo salir de aquel infierno. Se
sospecha que fue con la ayuda de un oficial que, en el más absoluto secreto,
colaboraba con la organización.
Antes de su detención, Yamila se vio involucrada en un tiroteo en el que
perecieron siete destacados militantes del partido, pero ella siguió con vida y
luchando. Teherán aguardó en vilo el desenlace. Yamila resistió el acoso de
decenas de agentes de los servicios secretos hasta agotar su munición, y después
se tragó la píldora letal. Sin embargo, los policías la condujeron de inmediato en
helicóptero a un hospital militar y no la dejaron morir. Por aquella época, el sha
aparecía casi todas las noches en televisión, sonriente, afirmando que sus
servicios secretos habían acabado definitivamente con el movimiento de
izquierdas, por lo que ningún miembro ni simpatizante del partido se atrevía a
moverse.
Pero Yamila se escapó y, con esa acción, la organización puso de manifiesto
que estaba más viva que nunca.
Un día me comunicaron que tenía una cita con Homayun (al que detuvieron
después de la revolución y ejecutaron por orden del propio Jomeini).
Homayun me recibió en el sótano de una fábrica de vidrio, donde me contó
que habían liberado a Yamila de la prisión de Evin. Pese a la trascendencia de lo
que me estaba contando, me hablaba de forma pausada y serena, como si se
tratara de un acontecimiento cotidiano, lo que me ayudó a controlar mis
emociones.
–Esto debe quedar entre nosotros -me dijo-. Entre tú y yo. La operación ha
sido un éxito hasta el momento, pero todavía falta mucho para darla por
concluida. No le hemos dado publicidad, y tampoco la policía la ha mencionado.
Queremos sacar a Yamila del país, pero hasta entonces necesitamos esconderla
una semana, o tal vez más, en un lugar seguro. Debemos actuar rápido. ¿Qué te
parece la tienda de tu padre?
Sentí una punzada en la nuca. Tuve la impresión de que había llegado a un
punto crucial en mi vida. El Movimiento requería mi ayuda. Tenía entre las
manos un pequeño trozo de la historia de la Resistencia. Sabía que se trataba de
una fuga con una significación especial, que con el tiempo sería narrada a las
generaciones venideras como si fuese un cuento de hadas. Y yo quería que el
cuento de hadas perdurase. Pero si algo fallaba, si la policía iba a buscarla a la
tienda de mi padre, todos acabaríamos mal: yo, ella y él.
Comprendí que la ley de los cuentos difiere de las leyes de la vida normal.
Tenía que pensar con rapidez, dar una respuesta inmediata y actuar sin dilación.
–De acuerdo -contesté-. Yo me encargo.
Esa misma noche, hacia las nueve, aparqué mi coche en un garaje
abandonado de las afueras, cerca de la carretera que conducía a Ispahán, y subí a
una furgoneta roja que me habían dejado allí. Partí enseguida.
El corazón me latía con tal fuerza que podía oírlo. Durante un momento me
fue imposible concentrarme. Nunca había tenido tanto miedo. El claxon de un
camión me devolvió a la realidad con un sobresalto. Me recuperé y tomé
conciencia de que iba conduciendo un vehículo en cuyo asiento trasero se
encontraba Yamila, debajo de una pila de alfombras.
«Yamila» era un seudónimo, y nadie sabía qué aspecto tenía. Cuando estalló
la revolución, publicó su autobiografía. En la prisión la habían torturado y
violado para doblegarla, para que delatara a sus camaradas, pero ella había
repetido una y otra vez: «¡Fuera el sha!»
Hasta diez minutos antes, había sido una mujer de leyenda. Ahora podía
mirarla a través del espejo retrovisor y hablar con ella.
–Hola, camarada -le dije en voz baja, manteniendo la vista en el espejo. Ella
no reaccionó-. ¡Camarada! ¿Está cómoda? – pregunté alzando un poco el tono.
No hubo respuesta. Pensé que se había dormido, así que callé y seguí
conduciendo en silencio.
Había convenido algunas cosas con mi padre previamente. Tendría que
permanecer en el taller hasta la medianoche, y a las doce en punto debía apagar
la luz y marcharse a casa.
Por regla general, las tiendas estaban abiertas hasta las nueve, pero él se
quedaba hasta muy avanzada la noche, sin que ello despertara sospechas. En el
local había un pequeño almacén, que sería un lugar seguro para Yamila: disponía
de un ventanuco con vistas al río y a las montañas. En caso de urgencia, se podía
usar como vía de escape.
–¡Camarada! ¿Me oye? – exclamé.
En el retrovisor vi que algo se movía entre las alfombras, pero no oí nada.
A las doce menos cuarto llegué a la ciudad, y a menos cinco vi que la luz de
la tienda de mi padre aún estaba encendida. Aparqué, apagué los faros y susurré:
–Hemos llegado. Espere un momento, y no se mueva; vuelvo enseguida.
Entré en el taller. Mi padre se había dormido junto a la estufa. Apoyé
suavemente mi mano en su hombro y se despertó sobresaltado.
–No te muevas -gesticulé-. Tengo que contarte algo importante. Algo
sumamente importante. He traído a alguien. Una mujer joven. Hemos de darle
cobijo una semana, diez días quizá. Escúchame bien: nadie debe saberlo. Si se
entera la policía, vendrán a detenerla, y si la detienen, la matarán. ¿Has
entendido lo que acabo de decir?
No, ¿cómo iba a entender a medianoche un resumen tan escueto de una
historia tan larga?
–¿Quién es? – preguntó.
–Una amiga. Y creo que lleva una… -Dudé un momento si contarle que
Yamila llevaba una pistola. No se lo dije.
–¿Qué tengo que hacer por ella?
–Esconderla en tu tienda.
–¿Aquí? ¿Cómo? ¿Dónde?
–En el trastero, en el almacén.
–Eso es imposible, hay mucho desorden y…
–Proporciónale una lámpara de aceite y un libro, cómprale algún
periódico…, o mejor no, no le compres nada, no hace falta. Nadie debe saber
que está aquí.
–¿Y si necesita ir al lavabo?
–Dale un cubo.
–¿A una mujer? ¿Un cubo? No, no soy capaz.
Yo había optado por el camino más fácil: la tienda de mi padre. Pero no
existía otra alternativa, y el partido no me había dado tiempo para reflexionar.
Querían sacar a Yamila cuanto antes de Teherán, y no se me ocurría un lugar
mejor para esconderla.
–No es una mujer como las demás -le dije-. Déjale un cubo y no te
preocupes. Es inteligente. No me mires así. Dale un libro, y ya verás como todo
sale bien.
–¿Dónde está?
–En el coche. Apaga la luz. La traeré ahora mismo. Mete más leña en la
estufa. No, mejor no. Mejor que no se vea salir humo por la chimenea.
Mi padre apagó la luz y yo salí a buscar a Yamila. Era un momento cargado
de emoción y terror al mismo tiempo.
Abrí el portón trasero de la furgoneta. Me temblaban las manos. Era una
ocurrencia infantil, pero pensé que ella saldría de un salto, con un fusil al
hombro, diciéndome: «¿Adónde vamos, camarada?»
Pero no fue así como sucedió.
–Ya puede bajar -susurré.
No se movió.
–¿Me ha oído?
Soltó un suspiro. Presa del pánico, aparté las alfombras. Yamila no podía
incorporarse. Entré de rodillas en la furgoneta y le palpé la frente. Estaba
caliente y empapada de sudor.
–Camarada, ¿cuánto hace que está enferma?
–Ya se me pasará -me dijo sin fuerzas.
Siempre había pensado que se trataba de una mujer alta y robusta, pero
resultó ser menuda y delgada. Le cubrí los hombros con mi abrigo y, cargándola
en brazos, la llevé hacia la tienda. Mi padre, que esperaba asomado a la ventana,
salió a mi encuentro para ayudarme.
Juntos la llevamos en la oscuridad hasta la estufa y la dejamos recostada en
una alfombra. Él corrió enseguida a buscarle un vaso de agua.
A la luz del fuego, Yamila abrió los ojos y observó al hombre que le ofrecía
agua.
–Es mi padre -le expliqué-. Es sordomudo.
–Lo sé -replicó ella, y volvió a cerrar los ojos.
La sacudí ligeramente.
–Camarada, ¿se encuentra bien?
–Sí, sólo estoy un poco cansada -murmuró.
–¿Voy a buscar alguna pastilla? – gesticuló mi padre.
–No, esperaremos un poco.
Decidí quedarme con ella. No podía confiársela a mi padre en ese estado.
–Tú vete a casa, y no te preocupes. Yo cuidaré de ella. Mañana trae algo de
leche a escondidas.
Él no tenía alternativa, debía obedecerme. Echó el cerrojo de la puerta por
fuera y se marchó. Lo seguí con la mirada desde la ventana. Estaba más viejo,
más enjuto y más encogido.
Me quedé con Yamila, temeroso de que no mejorase y hubiese que llevarla al
hospital, lo que pondría en peligro toda la operación.
Pero debía apartar de mi mente esas ideas. Todo dependía de mí, así que no
tenía más opción que controlarme y seguir esperando.
En plena oscuridad, me dirigí al almacén y, a la tenue luz de la luna, intenté
ordenar los trastos de mi padre para hacerle sitio a Yamila.
Cuando hube acabado, mi inseguridad se desvaneció. Estaba convencido de
que aquél era el mejor sitio para ella. Me senté a su lado para descansar un
momento y le cogí la mano.
Al alba, oí el canto del muecín en la mezquita:
Alaho Akbar. Alaho Akbar.
Ash hado an la ila ha ila alah.
Haye alal salat (…).
Dios es grande.
Apresuraos para la oración.
A los pocos minutos, oí que los fieles salían de sus casas. Me incorporé y me
asomé con cuidado a la ventana. Como de costumbre, los hombres y las mujeres
acudían a rezar por separado. Volví a donde estaba Yamila y le palpé la frente.
La fiebre había remitido.
–¿Se encuentra mejor?
Asintió con la cabeza. En ese instante oí toser a mi padre en la calle y el
chirrido de la llave en la cerradura. Abrió la puerta y entró con un gran saco de
tela a cuestas.
–Nadie me ha visto -gesticuló a la luz de la luna-. ¿Qué tal está?
–Algo mejor.
–Mira, ten: mantas, una almohada, leche, pastillas. Me voy a la mezquita.
–La llevaré al trastero. Aunque parece que se ha recuperado un poco, me
quedaré con ella hasta mañana por la noche. Yo cerraré desde dentro. Cuando
regreses, siéntate a trabajar en tu sitio, como siempre. Mañana por la noche,
cuando esté totalmente restablecida, me iré. No te preocupes por ella. Es una
mujer fuerte.
Hacia el mediodía, Yamila abrió los ojos y pudimos hablar un momento. Le
dije que me quedaría un día más, pero ella insistió en que podía regresar a
Teherán.
Al caer la tarde, deposité su suerte en manos de mi padre y me fui.
Mientras tanto, en Teherán, el partido había distribuido panfletos por toda la
ciudad dando a conocer la huida de Yamila. Era una gran victoria en la lucha
contra el sha.
Un grupo de simpatizantes había colgado una enorme pancarta en la fachada
de la universidad, en la que aparecía Yamila, enérgica como una diosa, con un
fusil al hombro.
La policía había iniciado una búsqueda a gran escala para dar con su
paradero. Todo el mundo contenía la respiración y se mantenía al tanto de las
noticias.
Por aquel entonces, yo trabajaba de peón en una empresa de fontanería. Por
la mañana acudí al taller como si tal cosa, y me concentré al máximo en mi tarea
para que el tiempo pasara más rápido, sin apartar en ningún momento la mirada
del teléfono negro que había colgado en la pared. Cuando sonaba, el corazón me
palpitaba con fuerza.
Al tercer día, hacia las tres de la tarde, mientras hacíamos una pausa para
tomar un café, sonó el teléfono y me abalancé sobre él.
–¿Dígame?
–Habla Jazanviye. ¿Podría ponerme con…?
Enseguida reconocí la voz de Cascabelito.
–Soy yo. ¿Cómo estáis?
–Bien. Papá me ha dado este número. Quiere verte cuanto antes.
–Gracias. Ya voy.
No permití que siguiese hablando, por temor a que estuvieran escuchándonos
los del servicio secreto.
Yo había apuntado el número del taller en un papel y se lo había entregado a
mi padre.
–Si ocurre algo, le das este papel a Cascabelito, sólo a ella, y le dices que me
llame desde un teléfono público.
Salí inmediatamente en coche. Debía de haberle sucedido algo a Yamila.
Aguardé en las afueras de la ciudad hasta que oscureció, y continué la
marcha hacia la tienda. Mi padre no esperaba que llegase tan pronto. Corrió a la
puerta y cerró por dentro.
–¿Qué pasa? – inquirí con un gesto.
–Estaba mejor, pero ayer por la tarde volvió a subirle la temperatura y ya no
ha comido más. Respira, pero no abre los ojos.
Me dirigí al trastero y, a la luz de una vela, observé a Yamila, que yacía bajo
las mantas bañada en sudor. Me hinqué de rodillas y le cogí la muñeca:
–¡Camarada! ¿Me oye?
No me oía.
–Tenemos que llevarla al hospital -gesticuló mi padre-. De lo contrario,
morirá. – Yo no reaccioné-. Ayer me sonrió -continuó informándome-. Le
preparé una sopa en la estufa. Me agarró la mano, y cuando quise meterle una
cucharada de sopa en la boca, se había dormido. Así, de golpe. Debes llevarla al
hospital.
–Eso es imposible -le di a entender con gestos.
A mi padre le entró el pánico.
–Está fría. Se está muriendo. Lo sé. Mi madre también estaba caliente al
principio y luego se enfrió de pronto. Muerta. Tiene que examinarla un médico.
– Era la primera vez que lo veía tan inquieto-. Mi primera mujer también estaba
caliente primero, muy caliente, y luego, de golpe, se enfrió.
–¡Tranquilízate, cállate!
Pero no se callaba.
–Debemos llevarla al hospital ahora mismo.
Me sentí impotente.
–O si no a nuestra casa -gesticuló de pronto.
–¡¿Cómo?!
–Podemos llamar a un médico y que vaya a visitarla allí.
–Imposible.
–¿Por qué?
–No puedo explicártelo.
–Habla con Tine.
–¿Con Tine?
–Sí, ¿por qué no?
En cuanto oí su nombre, comprendí que debía compartir mi secreto también
con ella. Todas las puertas del mundo se me habían cerrado; sólo podía llamar a
la suya.
–Está bien -gesticulé-. Ve a buscarla.
No sabía cómo se lo tomaría, pero estaba convencido de que se quedaría sin
respiración cuando se enterase. Tine siempre había procurado mantener a mis
hermanas alejadas de mis actividades políticas. Quería que sus hijas se casasen y
abandonaran la casa paterna con toda normalidad, tuvieran hijos, se compraran
una casa y fueran felices. Y ahora me presentaba yo ante su puerta con Yamila.
Mi madre comprendió de inmediato que se trataba de un problema grave.
Hacía más de un año que no nos veíamos, y pensé que empezaría a quejarse:
«¿Dónde te has metido? ¿Por qué no te has acordado de nosotros?» Pero no lo
hizo. Pensé que me cogería en sus brazos, diciendo: «Hijo, ¡qué cambiado
estás!» Pero tampoco lo hizo. Entró en el trastero en penumbra y me miró. Al
principio no me reconoció. Luego volvió la vista hacia Yamila, que estaba
tumbada en el suelo. Le conté brevemente lo que sucedía, y entendió enseguida.
Guardó silencio un momento, y entonces me mostró la otra cara de su
personalidad. No era una mujer débil, sino la Tine sobre la que había oído hablar
a Kazem Kan, la mujer que quitaba la nieve del tejado y se negaba a abrir la
puerta. Para mi sorpresa, se arrodilló junto a Yamila, le tomó la mano y le palpó
el abdomen. Luego cogió la vela y le examinó el vientre.
–Me la llevaré a casa y llamaré a un médico.
–Tine -la previne-, acaba de huir de la cárcel.
–De cualquier modo ha de verla un médico.
–Tienes razón, pero si la policía… Bueno, sí, en realidad nadie la conoce.
Puedes decir simplemente que es…
–Diré que es una prima que ha venido de la aldea del Azafrán.
De esa forma tan sencilla, mi madre resolvía el complicado problema:
aquella mujer estaba enferma, luego tenía que examinarla un médico.
Envolvió la cabeza de Yamila con su propio velo y le hizo señas a Akbar
para que se acercase.
La ayudé a levantarla y la cargamos en la espalda de mi padre.
–¡Ven! – gesticuló Tine, y, tras besarme en la frente, añadió-: No te
preocupes. Todo se arreglará.
Me quedé allí, viéndolos partir en la oscuridad. No podía hacer nada más.

Mahdi

El hombre que lee sale del pozo


y Tine llora.
Quizá vayamos con los fieles
a la ciudad sagrada, donde las mezquitas
tienen tumbas doradas.
Yamila vivió un mes en casa. Treinta y cuatro días, para ser exactos. Al
anochecer del trigésimo quinto, Tine la acompañó hasta la mezquita de la
ciudad. Allí, bajo los viejos árboles, la esperaba un taxi para llevársela.
Mi madre la había atendido muy bien. En su autobiografía, Yamila se refirió
a su estancia en casa de mi familia como a un período maravilloso y seguro de su
vida. Con el fin de proteger a los interesados, no daba en su libro ningún
nombre, exceptuando el de Tine: «Es mi obligación mencionar aquí a ciertas
personas y agradecerles lo mucho que me han ayudado, pero eso, como
comprenderán, resulta imposible, para garantizar su integridad física. Sin
embargo, hay alguien a quien no puedo dejar de nombrar: ¡gracias a la valerosa
tía Tine!»
Yamila había robado el corazón de mi madre y le había regalado unos
recuerdos imborrables. Tine decía de ella que era una mujer totalmente distinta a
las demás. La había cuidado con esmero y le había dado muy bien de comer, con
lo que recobró un poco de peso.
–Yamila cantaba y retozaba en mi huerto, algo que, en principio, no me
habría esperado de ella. Sin embargo, luego me di cuenta de que iba muy bien
con su forma de ser -relataría Tine mucho después-. Hijo, si supieras las
preguntas que me hacía…
–¿De qué tipo?
–Sobre ese país, esa isla. Algo parecido a Qub o Quub.
–¿Te refieres a Cuba?
–Sí, eso es, Cuba. Ella me preguntó si sabía dónde quedaba, y yo le contesté
que no tenía la más remota idea. Entonces me habló de cómo vivía la gente allí,
que todos gozaban de buena salud, que los medicamentos eran gratuitos, y
también la leche para los niños, los hogares de ancianos… todo gratis. Me contó
que las mujeres tenían muchos derechos. Que si alguna no quería a su esposo,
por ejemplo, podía echarlo de casa, que los chóferes de autobús eran en su
mayoría mujeres, y que incluso conducían grandes camiones. Mencionaba
continuamente a aquel hombre, ¿cómo se llamaba?, aquel que no podía estar sin
un puro en la boca y sin su fusil al hombro.
–¿Fidel Castro?
–No, ése no, el que llevaba una boina torcida en la cabeza.
–Che Guevara.
–Exacto. Yamila me relataba cosas increíbles sobre las aventuras de ese
hombre, de cómo luchaba y escapaba una y otra vez a la muerte. A veces,
también me contaba chismes muy graciosos del sha. Que usaba un jabón de
tocador de oro, que se tapaba las narices cada vez que iba al baño y se negaba a
admitir que el olor saliese de su propio cuerpo… Pasamos unos días y unas
noches muy hermosos en su compañía. Ella también se entendía muy bien con tu
padre. Él le enseñó sus fotos antiguas, esas en que aparece junto a Reza Kan, con
el martillo de picapedrero al hombro junto al peñasco, y le hablaba sobre el texto
en escritura cuneiforme esculpido en la pared de la cueva y sobre la época en
que los aldeanos abrieron a golpe de martillo un camino entre las rocas para el
ferrocarril. Aunque ella no entendía muy bien sus gestos, prestaba atención
pacientemente a lo que le decía. A menudo también ella intentaba comunicarse
con él por medio de gestos, pero no lo lograba y nos hacía reír un montón.
La historia de Tine y sus recuerdos de Yamila no tenían fin.
Sin embargo, tras la llegada de los clérigos, empezó a ver con ojos muy
distintos la estancia de aquella mujer en su casa, al considerar que había echado
por tierra el futuro de sus hijas.
Tuviese o no razón, lo cierto era que Cascabelito había encontrado en
Yamila un modelo a seguir. Había compartido su habitación con ella durante
treinta y cuatro noches, lo que resultó determinante para el resto de su vida.
Antes de la revolución, Tine abrigaba todo tipo de esperanzas. Soñaba con
que en breve llegasen dos hombres buenos y normales a pedir la mano de sus
hijas. Cascabelito era una excepción. A ella no había manera de controlarla.
Tine siempre anheló una vida tranquila, pero no le fue concedida. Soñaba
con ser abuela, sentar a sus nietos en el regazo y contarles cuentos. Pero todo
indicaba que Yamila se había encargado de que sus sueños no se hiciesen
realidad.
El ansiado momento llegó: los dos hombres que Tine había estado esperando
aparecieron para pedirle la mano de sus hijas; pero éstas se negaron a aceptar a
aquellos tipos tan corrientes. Deseaban otra clase de marido. Tine se echó a
llorar.
–Pero ¿qué queréis? ¿A quién esperáis? ¿A un Fidel Castro? ¿A un Che
Guevara? ¿A un hombre con boina y puro? Ayúdame, Dios mío, yo no me
merezco esto.
Sólo cuando estalló la revolución, llegaron los hombres que sus hijas
anhelaban. No eran Fidel Castro ni Che Guevara, aunque sí colgaron un póster
de éste en la pared, encima de la cama. No fumaban, aparte de que los puros eran
muy caros, pero de vez en cuando se ponían un cigarrillo en la comisura de los
labios y hablaban de la revolución.
Las hijas de Tine no fueron a parar a la cárcel, pero a sus maridos los
detuvieron y encarcelaron los agentes de los servicios secretos del nuevo
régimen, la República Islámica de Irán. Cuando los liberaron, años después,
estaban destrozados psíquica y físicamente, y pasaron años hasta que pudieron
volver a llevar una vida normal.
La revolución había empezado, el pueblo se alzaba contra el sha. Pero su
inicio se produjo en un rincón inesperado.
Una noche en que me encontraba en la tienda, mi padre me dijo:
–El hombre que lee ya no está.
–¿A quién te refieres?
–Al santo que leía en el pozo.
–¿Y qué quieres decir con que ya no está?
Tal vez convenga explicar un poco todo esto. Los chiíes llevaban casi
catorce siglos esperando a Mahdi, el mesías que redimiría al mundo de sus
penas.
Sin embargo, en su afán por modernizar el país y dar un escarmiento a los
grandes líderes, Reza Kan Pahlevi había ordenado tapar el pozo. Pero los
clérigos no se callaban, continuaban oponiéndose al sha.
Mi padre hablaba del reino de Mahdi.
–Han quitado la piedra que tapaba el pozo -gesticuló-. La entrada está
abierta. El santo se ha ido.
El pozo se encontraba en un punto militarmente estratégico, por lo que era
poco probable que algún creyente majareta lo hubiese abierto. Algo importante
tenía que estar pasando. Una declaración de guerra al sha por parte del clero.
–¿Acaso sabes quién la ha roto?
–Alá -respondió mi padre, señalando el cielo-. El santo. Quiere arreglar las
cosas. He visto sus huellas.
–¿Qué dices que has visto?
–Estuve en la aldea del Azafrán. Subí a la montaña con la gente del pueblo y
vi con mis propios ojos las huellas que habían dejado sus pies descalzos en las
rocas.
–¿Huellas en la piedra?
–Sí, se veía cómo el santo había caminado por allí tras salir del pozo. Los
aldeanos se arrodillaron para besar las pisadas. Yo mismo besé una de ellas. Olía
a gloria.
Habían liberado al santo. Era él quien iba a tomar las ciudades y expulsar al
sha, en lugar del movimiento de izquierdas. Aparecía para ayudar a los pobres,
apoyar a los débiles, sanar a los enfermos y consolar a las madres que habían
perdido a sus hijos.
–Algunos lloraban -prosiguió mi padre-. Otros reían, sosteniendo el libro
sagrado en la cabeza. Se congregaron al pie de la montaña y se colocaron
mirando en dirección a La Meca. Luego siguieron las pisadas del santo divididos
en pequeños grupos.
–¿Adónde llevaban?
–A la ciudad que tiene una gran mezquita y un templo con una cúpula
dorada. La ciudad en la que todas las mujeres llevan un velo negro y donde
viven muchos clérigos.
Se refería a Qom.
De modo que el mesías había ido a Qom, el Vaticano de los chiíes. Cogí el
coche y volví de inmediato a Teherán.

Akbar quiere dejar de ser sordomudo

Los peregrinos vuelven a acercarse al pozo de agua.


Los acompañamos un momento.
Mientras la ciudad sagrada de Qom vivía días de cierta agitación y recibía
fieles procedentes de todos los confines del país, Teherán encaraba la revolución
a su manera. Los partidos, que habían estado proscritos durante décadas,
comenzaron otra vez a moverse y manifestarse. Por todas partes se veían
panfletos y carteles que se distribuían o se fijaban en las paredes al amparo de la
oscuridad.
Los presos políticos sabían que se había desatado la revolución y empezaron
una huelga de hambre en masa.
En Qom la situación estaba fuera de control. Cuando caía la noche, ya no
imperaban las leyes del sha, sino las de los clérigos. Los policías no se atrevían a
salir a la calle tras la puesta del sol. También en otras ciudades se alzaron voces.
La aldea del Azafrán tenía su propia historia. Ciegos, sordos, sordomudos y
minusválidos de todas partes se encaminaban al monte del Azafrán para apoyar
la frente en las pisadas del santo Mahdi y rogar por su curación.
Como era imposible llegar hasta el pozo, el imán de la zona había mandado
instalar un monumento funerario improvisado al pie de la montaña. Los que
padecían algún problema físico ataban una larga cuerda a la reja del sepulcro y,
tras anudar el otro extremo a su propio cuerpo, se tumbaban en el suelo a una
distancia de veinte o treinta metros. Allí mismo se ponían en ayuno, decididos a
no interrumpirlo hasta que apareciera el santo para librarlos de sus males.
Era un hervidero de gente. Los sordos se tumbaban juntos, llorando; los
ciegos se sentaban en el suelo, pegados unos a otros suplicando. Los enfermos
suspiraban incesantemente y los mongólicos deambulaban por doquier en
aquella lastimosa masa humana.
El imán invitaba por un megáfono a los creyentes a que rogaran en voz alta,
desde lo más profundo de sus corazones, por la pronta llegada del santo.
Acompañado por Cascabelito, fui en busca de mi padre entre los sordos y
sordomudos, aunque no sabía a ciencia cierta si estaba allí. Mi hermana me
había llamado por teléfono para comunicarme que había desaparecido, y nuestra
búsqueda nos llevó al monte del Azafrán.
–¡Ya lo veo, mira, allí! – exclamó Cascabelito.
Estaba tumbado en el suelo con los ojos cerrados. Se había anudado al pie
derecho una larga cuerda, cuyo extremo opuesto estaba atado a la reja del
sepulcro, junto con centenares de cuerdas ajenas.
Se le veía más delgado y le había crecido la barba, lo que le hacía parecer
más viejo. Me senté a su lado y lo agarré de la muñeca.
–¿Qué haces aquí? – gesticuló sin fuerzas al verme.
–¿Y tú? ¿Qué haces tú aquí?
Después de una semana sin comer y casi sin beber, le habían salido unas feas
ampollas en los labios. En ese momento pasó el imán y le puso un pañuelito
húmedo y oloroso en la frente, diciéndole:
–El santo Mahdi vendrá pronto a bendecirte, buen hombre.
Luego se dirigió al siguiente.
–¡Anda, levántate! – le pedí-. Vamos a casa. – Quise ayudarlo a incorporarse,
pero se negó a aceptar mi mano-. Estás deshidratado. Cascabelito, ayúdame a
cargarlo.
Pero se negaba tozudamente. Nunca se me había resistido de esa forma.
–Hemos leído muchos libros juntos -le expliqué a mi hermana-. Sobre el
universo, la tierra, la luna, el ser humano… Y ahora está aquí tumbado como un
analfabeto, como un viejecito sordomudo. Incluso se niega a mirarme a los ojos.
Cascabelito le acarició la frente, le refrescó los labios con un paño húmedo y
lo sacudió con delicadeza.
–Ven, papaíto. Vamos a casa. Me duele el alma de verte así, tan debilitado.
Abre los ojos. – Él los abrió-. Tine está llorando por ti -le dijo con gestos-. Ven a
casa unos días. Luego podrás regresar aquí si quieres. Vamos, es mejor así.
Ya no opuso resistencia.
–Coge los zapatos -le dije a mi hermana, mientras me lo cargaba a cuestas
con cautela y lo llevaba al coche, que estaba aparcado a un par de kilómetros de
allí.
Lo recosté en el asiento de atrás y puse rumbo a la ciudad.
Una vez en casa, Tine le preparó un tazón de sopa, despotricando contra él.
–Este hombre no me da más que disgustos. ¿Qué esperaba del santo? ¿Que lo
enseñase a hablar? Si ahora ya no tengo un solo día de tranquilidad, ¡Dios me
libre si empezase a hablar!
–Ya está bien, mamá -protestó Cascabelito-. No debes decir esas cosas.
–¿Por qué no? ¿Qué otra cosa puedo decir, cuando me lo traéis a casa medio
moribundo?
–Mamá, ya basta. Mira que…
–¿Qué? Tú tampoco estás libre de culpa. También seré dura contigo si hace
falta. Me estás arruinando la vida. Ahora que está tu hermano presente, quisiera
dejar algunas cosas bien claras. Ismail, tu hermana ya no acata mis órdenes.
–¡Mamá! – saltó Cascabelito-. ¿Por qué te comportas de forma distinta
cuando está Ismail?
–No me comporto de forma distinta, pero quiero decirlo ahora, antes de que
se marche. Desde el día en que Yamila vino a esta casa, Cascabelito se ha…
–¿Qué tiene que ver todo esto con Yamila? – protestó ella.
–… apartado de mí. Ya he dicho lo que tenía que decir.
Me sentí un extraño en mi propia casa. Tendría que haber cogido a Tine
entre mis brazos y haberle dicho: «Tienes razón. Pero no debes preocuparte, los
años difíciles han quedado atrás. Vendré a casa más a menudo. Todo se
arreglará.»
Sin embargo, no lo hice. No era capaz. Sentí que me había endurecido.
–Tine -le dije, retomando la conversación-, déjame servirle la sopa a papá.
Ya hablaremos más tarde.
Le di a mi padre unas cucharadas de caldo, mientras Cascabelito le limpiaba
la boca con un pañuelo.
–Te has vuelto loco, papá -gesticulé-. ¿Cómo se te ocurre atarte al sepulcro?
Él no dijo nada. Se limitó a esbozar una sonrisa.
Esa noche me quedé a dormir en mi casa paterna por primera vez en varios
años. Tuve una sensación curiosa. Me sentía un extraño. Mis otras dos hermanas
no se habían casado aún. Como me consideraban más como el padre de la casa
que como un hermano, no acudían a sentarse tan libremente a mi lado como
Cascabelito. Para eso hacía falta tiempo, pero nunca lo tuvimos.
La barba canosa de mi padre me reveló que la revolución quería quitármelo.
Al día siguiente hablé con él. Intenté explicarle que el santo no existía, pero
advertí que mis palabras no le causaban ninguna impresión.
Me contó que una vez, tras fallecer su primera mujer, había visto con sus
propios ojos al santo en el pozo, y que dos días atrás incluso había presenciado
cómo un ciego sanaba de golpe.
–El hombre era ciego cuando se acostó, pero a la mañana siguiente, al
despertar, veía. El santo fue a visitarlo mientras dormía y lo curó.
Mi padre ya no quería ser sordomudo. Deseaba aprender a leer.
–Pues muy bien, te enseñaré a leer -le dije-. Dentro de un año, dentro de seis
meses, volveré a casa y te enseñaré. Te lo prometo.
Mis palabras ya no surtían efecto. Las pisadas en las rocas lo habían
hechizado.
Unos días después, mi padre cogió un bastón y partió en busca del santo
Mahdi.

Días que pasan rápidamente

Sobrevolamos junto a Jomeini


el monte del Azafrán.
Alguna vez quisimos convertir la nación en un paraíso, pero no sabíamos, o
tal vez preferíamos no saber, que ni el país, ni el pueblo, ni nosotros mismos
estábamos preparados para ello. Teníamos prisa, éramos impacientes,
deseábamos recuperar el tiempo perdido, adelantarnos a la historia, pero eso era
imposible. En realidad, no nos merecíamos otra cosa que los clérigos. Los
acontecimientos acaecidos en mi patria en los últimos ciento cincuenta años
vaticinaban la llegada de un líder religioso, y la historia puso en escena a
Jomeini. El sha tenía que dejarle sitio. El periódico más importante del país
publicó con grandes letras el siguiente titular: «HA LLEGADO JOMEINI.»
Jamás un diario había utilizado letras de semejante calibre. Me senté a
hojearlo en la mesa de trabajo de mi padre. Él comprendió enseguida que algo
importante estaba sucediendo.
–El sha ya no está -le expliqué.
–¿No?
Saqué el mapa.
–Se ha marchado a Egipto, luego a las Bahamas y de allí a Estados Unidos.
–¿Egipto? ¿Las Bahamas? ¿Estados Unidos?
No alcanzaba a comprenderlo.
El problema estribaba en que no conseguía establecer una relación entre
todos aquellos acontecimientos y la partida del sha.
–Y nunca más regresará -añadí.
–¿Y eso por qué?
No entendía que, al seguir las pisadas del santo, había ayudado de hecho a
expulsar al sha.
–Ahora Jomeini ocupa el trono.
Mi padre me miró con sorpresa.
–¿Por qué me miras así? ¿No querías que se fuera el sha y viniese Jomeini?
–¿Yo? ¡Si yo no he hecho nada!
–¿Cómo que no has hecho nada? Has quitado el retrato del sha de la pared y
has colgado el de Jomeini en su lugar. Has salido todos los días a la calle a
manifestarte junto con miles de personas. Mírate en el espejo. Incluso te has
dejado la misma barba que él.
–¿Que quién?
–Tienes la misma barba larga y canosa que Jomeini.
Se contempló en el espejo y se pasó los dedos por la barba. Parecía como si
hubiese descubierto algo extraño.
–¿Dónde estaba antes ese tal Jomeini? – preguntó.
Era difícil de explicar en el lenguaje de gestos. Para poder hablarle de
Jomeini, primero tenía que pasar revista al último siglo de la historia del país.
–Es un poco complicado -le dije-. El sha expulsó a Jomeini hace quince años
y lo obligó a residir en el extranjero, muy lejos de aquí. Eran enemigos. Ahora él
ha vuelto y ha echado al sha.
Era un embrollo. Le señalé una noticia en el periódico:
–Aquí dice que dentro de tres días Jomeini viajará al monte del Azafrán y
visitará el pozo.
–¿Para qué?
–Para saludar al santo.
–El pozo está vacío; el santo se ha marchado.
Eso tampoco podía explicárselo.
–No está vacío -le dije-. El santo ha vuelto. Está otra vez allí, leyendo su
libro.
Un helicóptero de gran tamaño sobrevoló la muchedumbre que escalaba el
monte del Azafrán, y miles de personas exclamaron al unísono:
–La ielahe ila alah! La ielahe ila alah!
A modo de respuesta, el helicóptero dio otra vuelta.
–¡Salam bar, Jomeini! – gritaron todos al mismo tiempo.
Mi padre se abrió paso entre la gente y subió a un punto más elevado, en su
afán por llegar lo más cerca posible del pozo. Yo lo seguí, dejándome ayudar por
él en los lugares más difíciles.
El ambiente que reinaba allí me dejó impresionado. No me lo esperaba de mí
mismo. El fervor religioso de la muchedumbre me hechizó. Si bien me mantenía
callado cuando la multitud coreaba sus consignas, mi mente vociferaba como
cualquier otro fiel: «La ielahe ila alah!»
Jomeini sobrevolaba nuestras cabezas. Alcancé a verlo junto al piloto,
saludando. Se me llenaron los ojos de lágrimas y aparté la cara para que no me
viese mi padre. Seguí subiendo con entusiasmo tras él. Quería ver a Jomeini
bajando del helicóptero y arrodillándose delante del pozo.
Sabía que se trataba de un momento importante en la historia del país. El
helicóptero permanecía suspendido en el aire, tratando de aterrizar en un peñasco
que tenía una leve inclinación. La maniobra no resultó nada fácil. El piloto
realizó tres intentos, pero no se atrevía a posarse. En el cuarto intento, describió
un semicírculo y tomó tierra con la cola dirigida hacia la masa. Miles de
personas prorrumpieron al mismo tiempo:
–Josh amad! Josh amad! Yare imam josh amad! ¡Bienvenido! ¡Bienvenido
sea el amigo del santo!
Siete escaladores barbudos, provistos de cuerdas y garfios, se encaramaron a
la roca para ayudar al anciano líder a bajar hasta el pozo, pero él los rechazó: por
respeto al santo, quería llegar allí por sus propios medios.
Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Cómo lograría aquel hombre bajar por las rocas
con sus babuchas de imán recién estrenadas? Era algo impensable.
Los hombres optaron por dar un rodeo. Tomaron posiciones alrededor de
Jomeini y lo acompañaron paso a paso hacia abajo, aunque sin tocarlo. Tardó
casi veinte minutos hasta que por fin posó el pie en el suelo donde se hallaba el
pozo sagrado. En determinado momento trastabilló. Todo el mundo pensó que se
caería, pero, para sorpresa de todos, logró mantener el equilibrio y se incorporó
con total aplomo, lo que indujo a la masa a exclamar:
–Sale ala Mohamad! Yare imam josh amad!
Jomeini se enderezó el turbante negro, se estiró el cuello de la túnica, irguió
la espalda -parecía prepararse para una entrevista con Dios-y guió sus pasos
serenamente hacia el pozo. Yo pensé que echaría una ojeada al interior, pero no
lo hizo. Dio media vuelta a la izquierda y se quedó mirando hacia La Meca.
Permaneció en esa posición un instante -canturreando, quizá-, luego se arrodilló
con dificultad y apoyó la frente en el suelo.
Aquel gesto revestía una profunda significación política y, al mismo tiempo,
parecía una escena extraída de un cuento de hadas que estaba siendo
representada ante nuestras miradas. Quienes hayan leído los relatos de las mil y
una noches de Sherezade sabrán a qué me refiero.
En el pasado, el sha Reza Kan había estado allí para tapar el pozo, y ahora
Jomeini acudía a rehabilitarlo. Un reino había desaparecido y comenzaba el
régimen de los clérigos.

•••

Jomeini se puso en pie y hurgó en un bolsillo. Buscaba sus gafas, pero no


encontró las que necesitaba. Hurgó en otro bolsillo; tampoco. Las había dejado
olvidadas en algún sitio.
Se puso las que tenía. Comprobó si lograba ver bien con ellas, pero no: no
veía nada. Se las quitó y las guardó de nuevo. Con cautela, se acercó al pozo, se
agachó y lanzó una mirada escrutadora.
Con toda probabilidad seguía sin ver nada, pues se incorporó rápidamente.
Luego volvió a inclinarse. Su postura revelaba que estaba buscando al santo,
pero que no lo encontraba. ¿O acaso sí lo encontró?
Lo saludó tres veces con la cabeza y empezó a hablar hacia el interior del
pozo. El silencio era total. Todos sabían que estaba consultando al santo, que le
hacía preguntas sobre cómo gobernar el país.
¿Cuánto tiempo duró aquello? No lo sé.
¿Qué pudo haberle dicho al santo? Lo ignoro. En cualquier caso, debió de
empezar la conversación pronunciando las siguientes palabras: «As salam mo
aleik ya Mahdi ebne, Hasan ebne, Taji ebne, Kazem ebne, Musa ebne, Yafar
ebne, Bager ebne, Husein ebne, Ali ebne, Abitaleb.»
Al cabo de un rato, Jomeini hizo un ademán en petición de ayuda. Los siete
escaladores barbudos se precipitaron sobre él, lo alzaron en andas y lo llevaron
de regreso al helicóptero La masa exclamó:
–Jodaya! Jodaya! Jomeini ra nejah dar!
Una nueva era de la historia nacional había comenzado.
•••

¡Ah, cómo pasa el tiempo! De pequeño, en compañía de mi padre, se me


antojaba que no se movía. Los días no avanzaban, las noches parecían
interminables. Ahora veo que aquellos días pasaron como un relámpago.
Estoy aquí, en el pólder, mirando por la ventana. Tengo la sensación de que
el tiempo se ha detenido y que he de quedarme sentado para siempre frente al
ordenador. La experiencia me ayuda. Por fortuna, sé que todo llega a su fin.
Entretanto, Jomeini ya no está, ha muerto, como si nunca hubiera existido.
Una noche se enfundó en su túnica, se durmió y nunca más despertó.
Los tiempos del pozo sagrado también han pasado. El santo desapareció. El
pozo está vacío. Las palomas silvestres se meten en él para empollar sus huevos
en los nichos, mientras las serpientes venenosas se esconden detrás de las rocas y
aguardan allí pacientemente. En cuanto las palomas abandonan el nido un
momento, entran y se comen los huevos. Cuando las aves regresan y descubren
que sus nidos están vacíos, lloran sobrevolando el agujero.
También eso pasa.
Luego llega el invierno y en la cumbre del monte del Azafrán nieva sin
parar. El pozo se cubre temporalmente con un grueso manto de nieve, y cuando
llega la primavera y la nieve se derrite, la fosa se llena de agua. Entonces, las
cabras monteses no apartan la vista de sus cabritos y los empujan con la cabeza
para alejarlos del pozo, por miedo a que se caigan dentro.
La Unión Soviética tampoco existe ya. Quien ahora sube a la cima del monte
del Azafrán con unos prismáticos ya no divisa ninguna bandera roja, ni a ningún
aduanero a este lado de la frontera ni a ningún gendarme al otro. Ya no queda
nada. Todos se han ido. Yo también.
Yo estoy aquí, pero ¿dónde está el santo? Tal vez él también resida en este
pólder holandés.
A menudo veo a alguien a lo lejos, paseando por el dique con su perro. Me
dirijo hacia él, pero nunca logro alcanzarlo, ni siquiera cuando acelero la marcha
o echo a correr. Dejo que se vaya con su perro. Ambos necesitamos este pólder.
Al contrario de lo que sucede en el resto del mundo, aquí reina la
tranquilidad. Pero basta encender el televisor para darse cuenta de que este
silencio engaña.
A veces aparece en la pantalla Sadam Husein, y a continuación lo hace el
presidente de Estados Unidos, pronunciando algunas palabras duras sobre él.
Ahora todo el mundo sabe que bajo el mando de Jomeini estuvimos en guerra
durante ocho años con Iraq, nuestro país vecino. En ambos lados perecieron
miles de personas, y otros miles resultaron heridos. Fue una guerra por nada.
Todo, debido a la estupidez y terquedad de dos líderes locos. Luego, Sadam
invadió Kuwait, otro de sus vecinos. Los norteamericanos lo echaron de allí, y él
se refugió en su cueva. Pero sale de ella una y otra vez.
Aunque no quiero hablar aquí de Sadam Husein, sí quisiera utilizarlo para
seguir traduciendo los apuntes de mi padre.
Cuando Jomeini se convirtió en el líder absoluto del país, nuestro partido no
supo qué actitud adoptar durante un tiempo. Desconfiábamos de él, convencidos
de que tampoco toleraría el movimiento de izquierdas. Sabíamos que nos
proscribiría en un momento que le resultara propicio. Aun así, quisimos
aprovechar aquellos momentos de libertad provisional, y optamos por una
existencia legal a medias.
El partido abrió unas oficinas en Teherán y un par de dirigentes se
presentaron en público, mientras que el Movimiento mantenía ocultas a sus
unidades operativas más importantes, una de las cuales era la imprenta, instalada
en el local donde se reunía la redacción del órgano del partido, de la que yo
formaba parte.
Ya no recuerdo la fecha exacta, pero fue el día en que se casaba la mayor de
mis hermanas. Yo me disponía a partir en coche para asistir a la boda -sería
alrededor de la una del mediodía-, cuando de repente aparecieron unos aviones
de guerra sobrevolando con gran estrépito la ciudad. Volaban tan bajo que todo
el mundo se tapó los oídos y se tumbó en el suelo de inmediato.
Sadam Husein estaba bombardeando el aeropuerto de Teherán, lo que dio
comienzo a la guerra. No fui a la boda, sino que regresé rápidamente a la
redacción.
Una noche los aviones iraquíes bombardeaban nuestras casas, y la siguiente
nosotros bombardeábamos las suyas.
Al segundo o tercer año del inicio de la contienda, sonó una tarde el teléfono.
Era Cascabelito.
–Escúchame, hermano. Tine no está nada bien.
–¿Qué le ocurre?
–La ha alcanzado una bomba.
–¿Alcanzado?
–Bueno, no del todo, pero…
–¿Cuándo?
–La semana pasada, en una incursión de los aviones iraquíes. Creo que sería
mejor que te dieras una vuelta por aquí.
¡Qué necio de mi parte! Era yo quien tendría que haber llamado. Sabía que
habían atacado nuestra ciudad. Yo mismo había insertado la noticia en el
periódico. Incluso había habido heridos. Sin embargo, los aviones habían
bombardeado un polígono industrial que se hallaba lejos de casa. ¿Cómo era
posible que hubiesen alcanzado a Tine?

•••

Llegué a medianoche. Todo estaba a oscuras. Un ciclista que se apresuraba a


abandonar la ciudad me previno:
–¡Sadam Husein tiene intención de atacar esta noche! ¡Lo ha anunciado hace
unas horas por la radio!
La gente había buscado refugio en la montaña. ¿Cómo haría para encontrar a
mi familia? Apagué los faros y conduje en plena oscuridad rumbo a nuestra casa,
con la esperanza de que me hubiesen dejado una nota. Cuando quise aparcar en
el barrio, surgió una figura de entre los árboles.
Era mi padre. A oscuras resultaba imposible comunicarse. Se sentó a mi lado
y empezó a gesticular:
–¡Vámonos de aquí!
–¿Dónde está Tine?
–La he llevado a cuestas a la montaña -consiguió explicarme.
Puse en marcha el coche y partimos. Cuando llegamos a la montaña, escondí
el automóvil detrás de un peñasco, encendí la luz interior y pregunté con gestos:
–¿Qué le ha ocurrido a Tine?
–Había ido a visitar a tu hermana Marzi, que está encinta. Acababan de salir
al patio y de pronto un avión sobrevoló la casa y soltó una bomba.
–¿Dónde? ¿Encima de ellas?
–No, sobre una fábrica de tractores que hay al lado, pero derrumbó un muro
de la casa. Tine, pensando que la bomba les caía encima, tiró a tu hermana al
suelo y se tumbó encima de ella para protegerla. Cuando el avión se alejó, Marzi
se levantó, pero Tine no.
–¿Estaba herida?
–No… Bueno, sí…, le sangraba el brazo izquierdo, y al ver que no abría los
ojos, la llevaron al hospital. Fui a visitarla. Tenía los ojos abiertos, pero no me
reconocía. La habían atado a la cama con unas correas.
–¿Por qué?
–El médico temía que empezara a chillar y a darse golpes en la cabeza si la
soltaba. Se comportaba de un modo extraño. Supongo que era por el avión. El
médico venía todos los días a pincharla para que durmiera. Hace cinco días volví
al hospital. Estaba sentado a su lado en una silla, cuando de pronto vi que todo el
mundo echaba a correr. Tine abrió los ojos y comenzó a gritar. Yo no sabía qué
pasaba. Le desaté las correas, cargué con ella y salí de la habitación. En el
pasillo me topé con el médico. Cuando vio a Tine chillando en mi espalda, le
puso otra inyección enseguida. Yo le pregunté con gestos qué debía hacer.
«Llévala a casa», me contestó, y me dio una caja de pastillas. Fuera, todo el
mundo huía despavorido. Eché a correr con Tine a cuestas.
–¿Y luego?
–Sigo sin entenderlo. La herida ya se le ha curado, pero no ha vuelto a
despertar. Está demacrada. Supongo que es por el avión, ¿no crees?
Puse en marcha el coche y nos dirigimos al establo de un campesino que
había dado cobijo a mi familia temporalmente. Nada más llegar, salió a nuestro
encuentro Cascabelito.
–¡Nos has encontrado! – dijo contenta, sosteniendo en alto una lámpara de
aceite.
La besé, y ella me guió hacia el interior del establo.
A la luz de la lámpara me costó reconocer a Tine. Examiné su herida. Tenía
buen aspecto. No entendía por qué estaba tan maltrecha. ¿Habría sido una bomba
química?
–Aquí está su medicina -gesticuló mi padre, entregándome una gran caja de
pastillas semivacía.
Estudié el contenido.
–Es Valium, del fuerte. ¿Cuántas pastillas le das?
–Cuatro o cinco al día.
¿Sería que el Valium la debilitaba?
–Ten, guárdalo en el bolsillo por ahora. De momento no le daremos más.
–¿No es bueno?
–No lo sé. Vamos, ayúdame a cargarla hasta el coche.
–¿La llevamos al hospital?
–A la aldea del Azafrán. Necesita descansar en un lugar tranquilo, lejos de
los aviones. Me quedaré unos días con vosotros. Si no mejora, me la llevaré a
Teherán.
Llegamos a la aldea al amanecer, y fuimos a la casa que mi padre había
construido en la época de Reza Kan. Tine y mis hermanas solían pasar en ella los
veranos, pero yo no la había pisado en los últimos años.
–Cascabelito, prepárale una sopa a Tine. Yo haré té. Y tú, papá, ¿podrías ir a
comprar pan? Tengo mucha hambre. ¿Tú no, Cascabelito?
Mi hermana pequeña, la mejor hermana del mundo, la más bonita, la más
buena, me demostró a través de sus alegres movimientos que la esperanza, el
buen ánimo y la salud se acercaban a nuestra casa. Cogió una cesta y acompañó
a mi padre a comprar verdura.
Tine yacía como muerta en la cama. Sin embargo, tuve el pálpito de que el
regocijo de Cascabelito, la luz en las pupilas de mi padre y aun el canto de los
pájaros que entraba por la ventana indicaban que Tine abriría los ojos. Y que ya
no chillaría, y nos miraría tranquila.
De pronto apareció un conejillo blanco. Nunca habíamos visto ninguno, pero
justo en ese momento se presentó uno delante de la puerta, dio unos cuantos
saltitos alegres y se esfumó.
Yo estaba convencido de que todo se arreglaría.
Al día siguiente, cuando la estufa echaba llamas azules y estaba lista la sopa,
mi padre gesticuló:
–¡Mirad! ¡Tine está intentando abrir los ojos!

•••

Me quedé cinco días más. Días que olían a sopa, leche, pan recién horneado
y fuego de leña.
Cuidamos de Tine y paseamos por las colinas, riéndonos de los graciosos
brincos de un conejito blanco.
También esos días pasaron.

Damawand
Subamos al techo de la patria
y bañémonos.
Una noche, decenas de aviones iraquíes sobrevolaron Teherán y lo
bombardearon por enésima vez. Fue el peor ataque de todos los que sufrimos.
Radio Bagdad informaba regularmente sobre la partida de bombarderos con
destino a Teherán. El locutor incluso instaba a la población a que abandonase la
ciudad, y doce millones de habitantes se aprestaban a la fuga. Unas veces los
aviones llegaban, otras no. Sadam Husein no se cansaba de repetir ese juego. La
gente ya no sabía a qué atenerse.
Si huían de sus casas con sus hijos, los aviones no aparecían. Pero si se
quedaban, Bagdad lanzaba un ataque. Se trataba de una guerra psicológica.
Cuando los bombarderos se presentaban, la noche se convertía en un infierno.
Sobrevolaban el barrio produciendo un gran estrépito. Temblaba la casa, se caían
las molduras de las paredes y las cacerolas de los estantes, el gato saltaba encima
de la cama, los niños lloraban desconsolados, retumbaban las bombas y también
la defensa antiaérea. Luego se oía la sirena que indicaba el fin del ataque, y, a
continuación, las ambulancias y los coches de bomberos. Entonces todos se
lanzaban a la calle para ver qué casas habían sido alcanzadas por las explosiones.

•••

Pero aquella noche en que decenas de aviones bombardearon Teherán


simultáneamente, provocando cientos de muertos y heridos, Jomeini aprovechó
la ocasión para ordenar a sus servicios secretos que detuviesen a todos los
dirigentes de la oposición de izquierdas. Durante años esos servicios se habían
dedicado a inventariar sus escondrijos, y en cuanto los aviones iraquíes
regresaron a Bagdad, la policía apresó a la mayoría de los líderes destacados del
partido.
A la mañana siguiente, cuando me dirigía a la redacción, me topé en la calle
con uno de mis compañeros:
–Tenemos que salir de aquí enseguida. Han arrestado a casi todos los
dirigentes.
Aquello suponía el final del partido. Volví corriendo a mi apartamento para
avisar a Safa, mi mujer, que se marchó a casa de su abuela, en Kermansha, con
nuestra hija Nilúfar. Acto seguido, destruí toda la documentación que guardaba
en casa. Después ya no quedaba otra cosa que hacer sino esperar.
Hasta ahora no he contado gran cosa sobre Safa, mi esposa. Eso se debe a
que no he querido apartarme de los apuntes en escritura cuneiforme de mi padre.
De lo contrario, además de referirme a Cascabelito, también tendría que haber
escrito sobre la vida de mis otras hermanas y la trágica suerte de sus maridos.
Conocí a Safa en la universidad. Aunque ella simpatizaba con el partido, no
estaba afiliada ni entraba en sus planes colaborar con él. De no habernos
conocido, probablemente habría llevado una vida normal, pero por mi causa se
vio envuelta en toda clase de actividades.
Hasta que estalló la revolución, nos citábamos a escondidas. Sabíamos que
cada encuentro podía ser el último. Después pudimos vernos con mayor facilidad
y poco a poco nos atrevimos a hablar del futuro.
El día siguiente al de la caída del sha le propuse matrimonio.
Aparte del funcionario del registro civil y de dos amigos nuestros que
oficiaron de testigos, nadie más asistió al enlace. En aquellos tumultuosos e
históricos días resultaba imposible organizar una boda. Por la noche nos
reunimos en un bar con algunos camaradas y celebramos nuestra unión hasta
altas horas de la madrugada.
Tres semanas después, llevé a Safa a la casa de mis padres.
–Os presento a mi esposa.
–¿Tu esposa? – repuso Tine-. ¡Es muy bonita!
Mis hermanas, sorprendidas por el inesperado encuentro, la abrazaron. Mi
padre se quedó observándola a una distancia prudencial. Él ya estaba más o
menos al tanto. Alguna vez le había enseñado una foto de ella. En el matrimonio,
lo que contaba para él era la salud, así que la escrutó de pies a cabeza. Safa no
sólo gozaba de buena salud, sino que era vivaz y sociable. «Aprobada», fue lo
que leí en sus ojos. Ella se acercó a él y lo abrazó. Y como conocía la historia de
su primera mujer, le cogió la mano y se la llevó a la mejilla, diciéndole:
–¿Lo ve? Estoy sana.
Eso era suficiente. No se me ocurre qué otra cosa podría haber escrito mi
padre sobre aquel encuentro.
En una ocasión, Safa acompañó a mi familia a la aldea del Azafrán y pasó
con ellos toda una semana. Supe que había estado muy a gusto, que había
aprendido muy rápido nuestro lenguaje de gestos y que había discutido noches
enteras con mi padre sobre el mundo.
–¿Sobre el mundo? – le pregunté.
–Así es. Y nos hemos reído un montón.
–¿Por qué?
–¡Yo qué sé! Me equivocaba con los gestos y todos se reían a carcajadas.
Las circunstancias ya no me permitieron continuar visitando a mis padres.
Cascabelito vino un día a nuestra casa, cuando Safa se encontraba en los
últimos meses del embarazo, pero, después de nuestra enésima mudanza por
razones de seguridad, tampoco ella pudo seguir en contacto con nosotros.
Tras la detención de los dirigentes del partido, comenzó un período
tenebroso. Aunque en principio mi mujer y mi hija iban a quedarse en
Kermansha unas semanas a lo sumo, el destino decidió otra cosa. Fueron varios
años. Cuando por fin pudieron volver a casa, todo había cambiado.
Safa tuvo que viajar a una dirección completamente distinta, donde todo era
nuevo: desde la llave hasta el espejo, la tetera, el suelo y el techo. Incluso la
tierra que pisaba.
Aterrizó en un avión de la KLM y yo la recibí con un ramo de tulipanes
holandeses de color rojo, amarillo y naranja. Cogimos el tren hasta la estación
más próxima a casa y seguimos en taxi.
–Nieuwgracht, veintiuno, por favor.
Pero ahora regresemos a Teherán.
Una semana después de las detenciones, aún desconocíamos el daño
infligido al partido e ignorábamos cómo habría de continuar el Movimiento.
Mientras tanto, los servicios secretos estaban ocupados día y noche
intentando doblegar a los dirigentes del partido. Los verdugos utilizaban toda
clase de torturas para obligarlos a someterse a los clérigos. Los prisioneros
estaban en celdas separadas, y no se les permitía dormir ni sentarse. Tenían que
permanecer de pie cinco días y cinco noches. En cuanto veían que cerraban los
ojos, les echaban un cubo de agua helada a la cara. No les daban nada de comer,
salvo un tazón de sopa para mantenerlos con vida. Ni siquiera les permitían ir al
baño; tenían que hacérselo encima, así, en la posición en la que estaban. Y para
destruirlos todavía más, en las celdas sonaba ininterrumpidamente una casete
con discursos de Jomeini. Los verdugos no iban a cejar hasta que los dirigentes
estuviesen dispuestos a hincarse de rodillas por televisión ante el clérigo de la
cárcel, reconocieran que eran espías de Rusia y, a continuación, pidieran perdón.
El régimen quería que la oposición comprendiese con quién se las estaba
viendo.
El doctor Pur Bajlul volvía a figurar en la lista de detenidos. En la época del
sha, ya había pasado varios años en prisión, y ahora lo habían apresado otra vez.
Lo obligaron a arrastrarse ante el clérigo y decir: «La ielahe ila alah (…). Me he
arrepentido y ahora soy su discípulo.»
Tenía que mostrar a millones de personas que no valía nada, que hasta
entonces no había sido un ser humano, sino una bestia, y que quería ser humano,
siempre y cuando el clérigo tuviese a bien concederle el perdón.
Me encontraba solo en casa y encendí el televisor para ver el informativo de
la tarde. En la pantalla apareció un hombre mayor, pálido y de aspecto
enfermizo. Su rostro me resultaba familiar, pero no conseguía reconocerlo.
Durante unos segundos, la pantalla permaneció muda. Pretendían que aquella
imagen penetrase en lo más profundo del alma de los telespectadores. Después
de aquel siniestro silencio, una voz fría anunció que el espía y dentista Pur Bajlul
hablaría de sus crímenes después de las noticias.
Si bien el informativo fue relativamente breve, se me antojó el más largo que
había visto en mi vida. Al cabo apareció el doctor. Yo no daba crédito a lo que
veía. Del viejo dentista no quedaba nada. Había muerto. En las cuencas de sus
ojos se había instalado el diablo. Dijo que era un espía y que había traicionado a
su país. Que se había convertido en un seguidor de Jomeini y que éste era la
sombra de Dios sobre la tierra. Luego renegó de su pasado, del partido y de sus
camaradas, se arrodilló ante el imán de la prisión y se echó a llorar como un
niño.
El partido se hizo trizas como una vasija de barro que cae al suelo. Cientos
de camaradas fueron detenidos, muchos de ellos, ejecutados, y algunos cientos
huyeron hacia las fronteras y lograron escapar.
Durante el régimen del sha se podía contar con el apoyo del pueblo, buscar
refugio en casa de desconocidos, pero bajo los clérigos eso resultaba imposible.
El sha gobernaba en su propio nombre; en cambio, los imanes lo hacían en el
nombre de Dios. Jomeini se presentó ante las cámaras de televisión para decir
que el reino de Dios peligraba, y encomendó a sus seguidores que vigilasen a sus
vecinos.
De repente el país, la patria, dejó de ser nuestra. Nadie se atrevía a hacer
nada. Uno sentía que todo el mundo lo vigilaba tras las cortinas.
Después de la revolución me habría gustado aprovechar para salir de viaje
con mi padre, coger juntos el tren hasta el confín meridional del país para ver los
yacimientos petrolíferos, donde el gas flameaba bien alto en el aire y la tierra
estaba teñida de color marrón oscuro. «¿Lo ves? ¿Lo hueles? Bajo nuestros pies,
en las capas profundas de este suelo, hay mucho, muchísimo petróleo.»
Luego le habría enseñado los grandes buques que lo transportaban al
extranjero. Pero no tuve esa oportunidad. Mi padre, que siempre contemplaba
con admiración las llamas azules de los hornillos, nunca sabría de dónde
procedía ese gas.
Me habría encantado llevarlo una vez a ese maravilloso desierto persa donde
la arena resplandece como el oro bajo el sol, atravesarlo con él en camello y
comer en pequeñas aldeas apartadas junto con sus habitantes. Un poco de leche
de camella con pan seco, un cuenquito de dátiles y un sorbo de agua recogida
con la palma de la mano de un manantial por el que manaba desde el corazón de
la tierra.
Me habría apetecido dormir con él en la azotea de una posada del desierto,
donde uno puede cubrirse con la manta azul oscuro del cielo, con sus millones
de estrellas y su luna inolvidable.
Tampoco eso fue posible.
Anhelaba un poco de libertad para poder viajar con él a Ispahán y visitar las
mezquitas que él conocía tan bien y de las que tanto hablaba. Quería llevarlo a la
milenaria mezquita de Lotfolah y, aunque ya no rezaba habitualmente,
arrodillarme a su lado y rezar con él y por él.
Sin embargo, lo que deseaba en lo más íntimo de mi corazón era escalar en
su compañía el monte Damawand.
El Damawand es la montaña más elevada y de difícil acceso de toda Persia.
Se la llama el techo del país. Ya no recuerdo si tiene 5.678 o 5.876 metros de
altura. Posee unas características muy peculiares. Sus laderas están
invariablemente cubiertas por un espeso manto de nieve y hielo, mientras que en
la cumbre siempre hace calor. Una vez arriba, uno descubre que la cima tiene
forma de cuenco: es un gran cráter caliente. Se trata de la boca de un antiguo
volcán que en el pasado entró muchas veces en erupción. Si se apoya el oído en
el suelo, aún se lo oye respirar.
En invierno es peligroso escalar el Damawand; la mejor estación es la
primavera, cuando amainan los vendavales y el hielo todavía no se ha derretido.
En esa época se ven alpinistas por todas partes, trepando por las laderas. En
cuanto superan la enorme masa de nieve, comienzan a entonar canciones de
amor: «To jofti jol daraye mo beiayom. Jole alaam dar amad kei miaye (…). Me
dijiste que vendrías cuando se abriera la primera flor. Todas las flores se han
marchitado. ¿Cuándo vendrás por fin?»
Después de ver en televisión las imágenes de doctor Pur Bajlul, evalué mi
propia situación. ¿Vendrían también a detenerme a mí? ¿Acabaría en la cárcel
como él? ¿Tendría que arrastrarme de rodillas ante el clérigo para implorarle
perdón? Ignoraba hasta qué punto corría peligro. Sólo sabía una cosa: que no
quería abandonar el país. En aquellos tiempos difíciles quizá tuviésemos que
asumir la dirección del partido.
Pero antes debía dejar la casa y esconderme unos días para no caer en manos
de los servicios secretos. Luego regresaría para ver qué había quedado del
partido y buscaría a los camaradas que encontrara disponibles para intentar
salvar lo que aún pudiera salvarse. La consigna, por lo tanto, era huir. Pero
¿adónde?
Se me ocurrió de repente: el Damawand.
Aunque estaba siendo un invierno muy crudo, aún existía una pequeña
posibilidad de ver cumplido uno de mis sueños. Bajé al sótano a buscar mi
equipo de escalada, un par de botas de montaña e indumentaria adecuada para mi
padre.
–¿Te vienes conmigo? – le propuse a mi padre en la tienda, para su sorpresa.
–¿Adónde?
–A escalar la montaña más alta del país.
–¿Ahora mismo?
–Sí. Tengo unos días libres, y Safa ha ido a ver a su abuela, así que he
pensado que tal vez tú y yo…
–¿Y qué le digo a Tine?
–Que te marchas conmigo unos días.

•••

¿No estaba mi padre muy mayor para una excursión tan difícil? Aunque tenía
experiencia, no conocía en absoluto las técnicas de escalada. ¿No estaba
cometiendo un acto de irresponsabilidad? ¿No le afectaría la altura del
Damawand? Ya lo veríamos. No quería detenerme a reflexionar sobre esas
cosas. Tal vez no lográramos llegar a la cima, pero eso no importaba. Deseaba
estar a solas con él; quizá fuera la última vez. Existía la posibilidad de que me
arrestasen, de modo que no debía dejar pasar la ocasión. Viva la libertad
envuelta en inseguridad. Si resultaba que, a partir de determinada altitud, mi
padre no podía continuar, nos volveríamos y punto.
En ese caso, podríamos coger el tren e ir a los yacimientos de petróleo. O
atravesar el desierto en camello hasta llegar a Kawire Lut. «Ya se verá», pensé
mientras nos encaminábamos al Damawand.
Si conducía toda la noche, llegaríamos al café Safar antes del amanecer, un
pequeño local donde se reunían a desayunar los alpinistas antes de emprender la
ascensión en pequeños grupos.
Yo ya había subido tres veces al Damawand, aunque nunca en invierno, por
lo que temía que el café estuviera cerrado y no encontráramos a ningún
escalador.
Divisé a lo lejos las luces encendidas del Safar y recobré la esperanza. Mi
padre guardaba silencio. Ascender una montaña porque sí carecía de sentido para
él.
Había que tener un objetivo. Uno sube para luego continuar el camino hacia
otro sitio. O para encontrarse con alguien al otro lado. O para después bajar a un
pueblo donde lo espera una mujer. ¿Qué diablos íbamos a hacer en aquella nieve
congelada?
Le expliqué que nuestra meta era llegar a la cima.
–Pero te advierto que es un ascenso duro. A propósito, ¿has escalado alguna
vez con cuerdas?
–Sólo una vez -respondió mi padre-. Tú mismo me enseñaste.
Tenía razón. Lo había olvidado. En mis años de estudiante había intentado
trepar con él la pared más difícil del monte del Azafrán.
Antes de abrir la puerta del café, oí murmullos en el interior. Para mi gran
sorpresa, estaba lleno de gente, como en un día de primavera.
–Ven, pasa -gesticulé aliviado-. Siéntate.
No quedaba una sola silla libre.
¿Quiénes eran todas aquellas personas? ¿Cómo se explicaba que en aquel
invierno tan riguroso todos quisiesen escalar la montaña al mismo tiempo?
¿Serían todos militantes de nuestra organización, deseosos de escapar unos días
de la realidad?
Había tan buen ambiente que uno se olvidaba de la guerra y los imanes. Era
como si hubiese cerrado los ojos un momento y, al abrirlos, me encontrase en
otro sitio, o incluso en otro país.
Olía a té recién hecho, pan fresco y dátiles.
Por lo general, la gente subía a la montaña en grupos; nadie lo hacía en
solitario. Quienes llegaban solos buscaban unirse a otros en ese café, y éstos los
acogían sin vacilación.
Deposité el macuto en el suelo y me presenté. Anuncié a todo el mundo que
tenía la intención de escalar junto con mi padre, que era sordomudo, y que
preferíamos sumarnos a un grupo experimentado.
Aquel café tan cálido en medio de la nieve congelada fue una sorpresa para
mi padre. Se le veía contento. Todos se acercaron a saludarlo y desearle buena
suerte, y él sintió que todos aquellos jóvenes, hombres y mujeres, eran amigos
suyos.
Un grupo desocupó enseguida dos sillas para nosotros. Mi padre se sentó y
yo fui a buscar el desayuno: tortilla, dátiles, mantequilla, pan recién hecho, té y
azúcar. Todas las cosas que se necesitaban para una expedición de ese tipo.
Antes de que saliera el sol, partimos del café en distintos grupos, caminando
en fila india, a corta distancia unos de otros. Todos sabíamos que en aquel frío
dependíamos de la ayuda del compañero.
Según dictaba la tradición, a los mil metros de altitud los escaladores se
colocaban uno al lado de otro en la oscuridad para contemplar la salida del sol.
Mi padre estaba junto a mí. No comprendía por qué todos miraban el cielo a lo
lejos.
De repente, el sol lanzó en la penumbra su primera flecha dorada, luego la
segunda, después la tercera y, a continuación, todo un haz de luz. Envuelto en
llamas, como una enorme corona de oro, el sol emergió desde el otro lado de la
cima del Damawand. Deslumbrado, mi padre me miró primero a mí, luego al sol
y seguidamente a la montaña, que se alzaba de pronto a nuestros pies como una
gigantesca masa de nieve.
En cuanto el Damawand nos mostró su arcaica belleza, todos entonamos la
famosa canción:
¡Damawand majestuoso!
Antiguo orgullo persa, haznos tan robustos como tú.
Préstanos algo de tu fuerza.
Ayúdanos a no someternos en tiempos difíciles, como
nunca te has sometido tú.
Enséñanos a confiar en nosotros mismos, como tú confías
en ti mismo.
¡Tú eres la esperanza!
¡Tú eres el orgullo hecho montaña!
El Damawand es un monte que hay que vivir en carne propia, escalar en
carne propia. El trayecto a través de la nieve milenaria; el frío tan peculiar que se
siente en la piel; el aroma y el color de la boca del antiguo volcán; la gruesa capa
de hielo: todo eso debe olerlo, verlo y vivirlo uno mismo.
Continuamos ascendiendo en silencio. Intercalando algunas pausas, sería
posible alcanzar hacia el mediodía una altura de cuatro mil setecientos metros.
Allí pernoctaríamos y repondríamos fuerzas, para acometer a la mañana
siguiente la parte más compleja.
Pero antes de llegar a ese punto, tuvimos que trepar con garfios y cuerdas un
par de paredes de hielo muy difíciles. Por suerte nos habíamos unido a un grupo
de escaladores experimentados, que nos ayudaban en todo momento. Mi padre
escalaba como una vieja cabra montés, suscitando las risas de los montañeros,
que disfrutaban contemplando su anacrónico modo de escalar. Cuando llegamos
a la cima, él ya no dependía de mí. Ni siquiera tenía tiempo de sentarse conmigo,
pues todos querían que se sumara a sus conversaciones alrededor de las
hogueras.
–Ismail, necesitamos un intérprete. ¿Te unes a nosotros? – me pidió alguien.
No me sentía muy bien. La altura me producía mareos. Hubiese preferido
echarme a dormir, pero no podía dar la espalda olímpicamente a esos millones
de perlas colgadas en el cielo y meterme en el saco. Además, quería aprovechar
el silencio para reflexionar sobre cómo debía actuar en el futuro, con el partido
diezmado. ¿Qué pasaría cuando regresase a Teherán? «El partido ha sido
decapitado, pero nosotros aún estamos con vida. Hemos perdido, pero no hemos
desaparecido.» Lo primero, sin embargo, era llegar a la cima del Damawand.

•••

Fue una noche breve y fría. Ya antes de la salida del sol, todos habían salido
de sus sacos de dormir. Yo no era capaz de comer ni de beber nada; mi cuerpo se
resistía.
En plena oscuridad, reemprendimos la escalada en pequeños grupos.
M i padre empezó a preocuparme. A medida que ascendíamos, el aire iba
enrareciéndose cada vez más. En cuanto notara que él ya no podía seguir la
marcha, lo llevaría de regreso a la tienda médica.
Pero el destino decidió otra cosa. Al cabo de un rato sentí que me flaqueaban
las fuerzas. Ya no podía encargarme de mi padre.
–¿Alguien puede vigilar a mi padre? – pregunté con dificultad.
–No necesita que nadie lo vigile -oí que contestaba uno de los escaladores-.
Mejor cuida de ti mismo.
A determinada altura, mi cabeza se vació.
Mi padre, el partido, la organización clandestina, los clérigos; todos se
borraron de mi memoria. La vez anterior, la escalada no me había planteado
problemas, pero en esos instantes me sentía terriblemente débil. Mantenía los
ojos fijos en las botas de la persona que marchaba delante de mí, intentando
seguir sus pasos.
Llegó un momento en que ya no podía sostenerme en pie, pero una voz en mi
interior me decía que debía seguir, que no debía perder de vista aquellas botas.
«¡Continúa, Continúa, continúa!»
El Damawand me tenía en sus garras. Se había convertido en un coloso
gigantesco y yo, en un gorrión, un pequeño y frágil gorrión en su mano. ¿Cuánto
faltaba? ¿Cuántos pasos me quedaban aún por dar? No sabía nada. El mundo se
había detenido y yo debía seguir escalando y escalando. Un paso y otro y otro
más.
De pronto se produjo el silencio y durante un momento no oí nada; luego,
sólo sonidos vagos, palabras melodiosas.
Me costó mucha energía caer en la cuenta de que los alpinistas estaban
cantando. Reconocí un aroma, un aroma familiar, el del viejo volcán. Después,
dejé de percibir las voces y se hizo de noche, noche cerrada. Me desplomé.
En cuanto puse el pie en el borde de la boca del antiguo volcán, me
desvanecí. Nuestros compañeros de escalada comprendieron de inmediato que
tenían que socorrerme. Tardé un rato en abrir de nuevo los ojos y en darme
cuenta de dónde estaba. Alguien me ayudó a incorporarme y me sostuvo. Mi
padre.
Me apoyé en un peñasco en el que la gente solía plantar banderas y sacar
fotos. Guardo aquí, en una balda de la biblioteca, una instantánea de aquel día,
en la que no se aprecia que nos encontramos en una cima a 5.876 metros de
altitud. Parece como si estuviéramos posando junto a una roca cualquiera. La
mirada de mi padre tiene una expresión llena de orgullo, y yo salgo con los ojos
cerrados.
Quien observa la foto sin conocer la historia que hay detrás, advierte algo
curioso. Se nota que yo estoy muy enfermo, mientras que mi padre irradia
alegría. Allí, junto a aquel peñasco, yo intentaba mantener los ojos abiertos y
mirar a mi padre, hechizado por la cumbre de la montaña.
Él contemplaba con sorpresa una ondulante franja azul en la lejanía, pero yo
ya no tenía fuerzas para explicarle que se trataba del Caspio, el mar que nos
separaba de la desaparecida Unión Soviética. Divisaba en el horizonte una vaga
raya de color verde oscuro, sin saber que se trataba del mayor bosque de Persia.
Intenté darle a entender por señas que se asomara detrás de la roca para ver
las cadenas montañosas que se extendían hasta el fin del mundo. Pero no lo
conseguí. Me dormí y todo quedó sumido en el silencio.
Debieron de llevarme rápidamente abajo, de lo contrario tal vez nunca habría
despertado.
Cuando abrí los ojos, me encontraba tumbado en el suelo. Alguien me ayudó
a ponerme en pie. Me habían trasladado a la tienda médica, pero no me hacía
falta ninguna asistencia especial. El flujo natural de oxígeno bastó. Mi cuerpo
empezó otra vez a funcionar con normalidad.
Cuando descendimos a los cuatro mil metros, ya pude seguir por mis propios
medios, con mi padre a mi lado, vigilándome.
–¿Qué tal arriba? – gesticulé.
Sonrió. Noté que estaba preocupado por mí. Lo cogí por la cintura, le besé la
frente y le dije:
–Estoy bien. Más adelante ya podré andar como si nada.
–¡Qué padre el tuyo! – me dijeron todos-. Hemos disfrutado mucho de su
compañía.
Teníamos que continuar para no quedarnos fríos. A mí me costaba incluso
mantenerme de pie, pues no había probado bocado desde la madrugada anterior
y andaba justo de fuerzas. Después de unas cinco horas de marcha,
vislumbramos una cabaña de pastores donde siempre había té recién hecho para
los alpinistas y donde por poco dinero vendían pan, leche y mantequilla.
Cuando llegáramos al pie de la montaña, todos se quedarían una hora
descansando en el café Safar, y luego se marcharían a sus casas. Yo no tenía
fuerzas para conducir.
Pero, entre escaladores, nunca se deja a nadie abandonado a su suerte, y ellos
se ocuparon de todo. Yo pernoctaría con mi padre en la cabaña del pastor hasta
que me hubiese recuperado.
Nos despedimos con un abrazo. Todos le estrecharon la mano a mi padre,
sacaron una última foto y partieron.
La noche que pasamos con el viejo pastor resultó inolvidable. Fue como si
mi padre supiese que yo nunca volvería a gozar de tanta tranquilidad.
Al anochecer, el pastor conversó con mi padre utilizando todos los gestos
imaginables. Luego, dirigiéndose a mí, dijo:
–Sé cómo puedes recobrar tus energías. Te darás un buen baño. Y Akbar
también.
–¿Cómo? ¿Aquí?
–Los pastores tenemos un baño mágico. En realidad está reservado para
nosotros, pero tú eres un buen muchacho; le guardas respeto a tu padre. Vamos,
el Damawand siempre devuelve lo que ha tomado.
Tras unos quince minutos de marcha por la nieve congelada, el hombre alzó
su lámpara de aceite.
–Por aquí. Entrad.
Lo seguimos a través de una abertura entre las rocas y nos adentramos unos
cien metros en la cueva, guiados por la tenue luz del farol. Allí percibí el olor del
viejo volcán.
–¡Un momento! – nos dijo, colocando la lámpara en un punto elevado-.
Ahora, venid a ver.
Di un paso, me incliné hacia delante y vi un hueco, un baño natural,
humeante.
–Mete la mano -me incitó el pastor.
Introduje la mano en el agua.
–Está caliente… agradablemente caliente.
–Pues daos un buen baño. Dentro de una hora, más o menos, volveré a
recogeros.
El pastor se marchó. La luz amarilla de la lámpara le confería a la cueva un
color mágico. Mi padre me ayudó a sumergirme en el agua y luego, con cuidado,
también él se metió.
Me hubiese quedado allí hasta el final de los tiempos.

El final del camino

Ismail no sabe adónde lo lleva el camino.


El poeta holandés R. H. van den Hoofdakker tiene razón cuando habla de las
montañas. Aunque ahora vivo en el pólder, sé que he dejado mi ser, y el de mi
padre, en aquellas cumbres, del mismo modo en que lo han hecho tantos otros.
En esa postura, tal como
yacen, quizá parezca
una postura, quizá parezca
un permanecer, pero
mientras ellas se yerguen y se hunden
por doquier en derredor nuestro como
cuerpos de tierra durmientes;
la nieve se va derritiendo
en sus flancos y nieve nueva
vuelve a cubrirlos,
es como si nosotros sólo
hubiésemos podido dejar nuestro ser
invisible en este rebaño (…).

•••

El Damawand había pasado a ser un recuerdo; uno de mis sueños se había


realizado y eso me hacía sentir bien.
La excursión me ayudó a ordenar mis pensamientos. Decidí aceptar mi
destino y opté por la patria. Fui con mi padre en coche a Teherán. Lo llevé a la
estación de autobuses y le compré un billete.
–Mira, este autobús te llevará a nuestra ciudad. No tienes que hacer
trasbordo. El conductor sabe adónde vas. No nos veremos durante algún tiempo.
Buen viaje, y da recuerdos en casa.
–¿Llamarás de vez en cuando? – gesticuló.
–De momento, no.
–¿Tampoco pasarás a verme a la tienda?
–Tampoco.
Sólo entonces comprendió por qué había querido escalar con él el
Damawand tan de repente. Me miró como si se tratara de nuestro último
encuentro. Me desdije de mis palabras:
–No lo sé. Tal vez pase un día a verte.
Nos abrazamos y el autobús partió.
Había quedado en encontrarme con mi enlace dos días después. ¿Lo habrían
detenido? ¿Estaría escondido? ¿Se habría refugiado? Confiaba en que acudiría a
la cita.
Habíamos convenido un código secreto. Yo tenía que pasar una vez por
semana por una escuela determinada y examinar la valla en la que los alumnos
solían dibujar con tiza sus graffiti. Si en alguna parte descubría la palabra
«Salam», significaba que todo iba bien y que podía reunirme con él en el lugar
concertado. Si no la veía, debía buscarla en la pared de otra escuela. Si tampoco
la habían dibujado allí, eso equivalía a peligro. Entonces tenía que esconderme
de inmediato y, dos días más tarde, dirigirme a otro sitio para encontrarme con
otro enlace.
Afortunadamente, hallé la palabra Salam escrita en la valla. Salam, que
significa al mismo tiempo «recuerdos», «esperanza» y «salud».
Nos abrazamos.
–¡Salam, camarada! Salam!
Era como recuperar a un amigo que salía de entre los escombros después de
un terremoto.
Fuimos a una cafetería y allí me relató su historia. Los días del partido
habían llegado a su fin. De la dirección no quedaba nada. El comité nacional
había sido disuelto y sustituido por un pequeño comité central. Teníamos que
operar en el más absoluto secreto. Debíamos demostrar a los imanes que el
movimiento seguía vivo.
A la mañana siguiente supe cuál era mi nueva misión. Ya no disponíamos de
imprenta. Me encomendaron publicar el boletín del partido en un formato más
pequeño, pero debía arreglármelas yo solo.
¿Arreglármelas? No había nada que arreglar. Lo único que teníamos era una
vieja multicopista, arrumbada en un desguace de las afueras de la ciudad.
Me encargaron que fuera a buscarla, la reparara y me pusiera manos a la
obra.
¿Dónde se suponía que debía instalar aquella máquina?
En casa, en mi propia casa, usando a Safa y a la niña de tapadera.
Desde luego no era muy juicioso involucrarlas en aquel asunto, pero no tenía
sentido resistirse, y protestar tampoco. ¿Ante quién iba a protestar? ¿Ante mí
mismo?
Debía imprimir una tirada de tres mil ejemplares semanales y entregárselos a
un nuevo enlace. En condiciones normales habría sido una tarea descabellada,
pero aquélla no era una situación normal. Teníamos que luchar contra los
clérigos con las manos desnudas.
Sin embargo, no era ésta la parte más difícil, pues, cuando llegan los tiempos
duros, los militantes suelen darlo todo. Lo peor era tener que trabajar con una
máquina tan vieja en mi propia casa. ¿Cómo iba a subir aquel pesadísimo
armatoste a un cuarto piso sin ser visto? En el momento menos pensado, algún
vecino saldría a preguntarme: «¿Qué es eso?»
Además, la multicopista resultó ser muy ruidosa. Lo que más me preocupaba
era cómo decírselo a mi mujer cuando regresara a casa.
Estaba librando una lucha interior. Debía escoger, o mejor dicho: no tenía
alternativa. Opté por el movimiento, dejando de ese modo en la estacada a mi
familia.
Puse fin a mis vacilaciones. Llamé a mi esposa y le dije que no podríamos
vernos durante un tiempo prolongado.
Las mujeres siempre me han sorprendido. Pensé que ella replicaría, que me
espetaría que eso era imposible, que quería regresar a casa y que yo no debía
involucrar a todo el mundo en mis sueños demenciales: «No, quiero volver a
casa.»
Sin embargo, no lo dijo. Sentí que lloraba. ¿Por quién? ¿Por sí misma? ¿Por
nuestra hija? Tenía derecho a una vida normal. Yo sabía que también lloraba por
mí, porque ella era la única testigo de mis sueños.
Mi esposa era una mujer normal que amaba la vida y que deseaba vivir
tranquila, pero yo no podía ofrecerle esa tranquilidad.
Más adelante sí, cuando se trasladó a Holanda, pero para eso tuvo que pagar
un precio muy alto: no poder regresar a su hogar.
Cogí el coche y salí de la ciudad a buscar la multicopista. Llegué al desguace
al cabo de una hora, más o menos. Había mucha gente rebuscando piezas entre la
chatarra. No necesitaba anunciarme, podía ir directamente a un cobertizo que
había al fondo. Empujé la puerta. Dentro estaba oscuro. Prendí una cerilla y
luego encendí la luz.
La multicopista estaba en un rincón, cubierta de una gruesa capa de polvo y
aceite de máquina. La envolví en una vieja manta que había llevado a tal efecto.
Como era demasiado pesada para cargarla solo, la arrastré hasta el coche.
¿Qué estábamos haciendo? Lo que yo hacía, lo que hacíamos, no tenía nada
que ver con la resistencia. Era una acción suicida. En cualquier momento podían
detenerme los agentes de los servicios secretos: «¡Arriba las manos!»
Me acordé de don Quijote, que luchaba con su lanza contra los molinos de
viento. Yo lo hacía con mi máquina de imprimir.
Cuando llegué al coche, le pedí ayuda a un joven que pasaba por allí. Entre
los dos levantamos la máquina y la colocamos en el maletero. Luego lo cerré y
fui andando hasta un salón de té de las afueras. No podía llevar la multicopista a
casa a plena luz del día.
Por la noche, cuando todos habían regresado a sus casas, me eché el trasto a
la espalda y subí las escaleras, peldaño tras peldaño, hasta llegar a mi
apartamento. Estaba corriendo un gran riesgo. Temía que alguna de las puertas
se abriese, pero nadie pareció percatarse.
Una vez en el dormitorio, dejé que la máquina se deslizara lentamente por mi
espalda hasta la cama. Cuando fui a incorporarme, me resultó imposible. No
podía moverme. Tuve que permanecer unos quince minutos agachado, de
rodillas en el suelo, hasta que pasó el dolor.
Aún conservo ese dolor de espalda. A veces, cuando voy a levantarme
después de haber pasado mucho tiempo frente al ordenador, lo noto. Tengo que
andar un tanto encorvado al principio e ir enderezándome poco a poco.
Instalé el aparato en el armario empotrado e intenté aislarlo para que el ruido
que producía no llegara al exterior. Pero fue en vano. La máquina hacía temblar
el armario y el sonido reverberaba por toda la habitación.
El asunto no funcionaba. Aquel armatoste no era adecuado para imprimir
tantos boletines. Para una escuela rural apartada que no necesitara más que
veinte o treinta copias a la semana, quizá sirviera.
Una y otra vez se atascaba alguna hoja entre los dientecillos, y el disco
escupía tinta hacia los cuatro costados. El cliché se rompía sin cesar, lo que me
obligaba a reescribirlo a máquina continuamente.
Todo eso podía soportarlo, pero el ruido no. Los vecinos debían de
preguntarse al oírlo: «¿Qué está haciendo ese buen hombre?»
¿Cuánto tiempo podía tener encendida la radio o el aspirador para evitar que
el estruendo de la máquina se filtrara por las paredes? Imprimí varios cientos de
ejemplares y salí al pasillo para ver si alguien había notado algo. Todos los días
me escondía detrás de las cortinas para espiar cuándo se iba el vecino y a qué
hora partía la vecina con sus dos hijos a casa de su madre para hacerle la visita
diaria. En cuanto se marchaban, me abalanzaba sobre el armario y empezaba a
imprimir como un descosido, para recuperar el retraso.
Habíamos evitado adrede todo contacto con los vecinos, pero, aun así, era
posible que se preguntaran dónde estaba mi mujer. «Ya no la vemos», o «¿A qué
se dedicará el vecino? Está muchas veces solo».
Durante las horas de luz corría las cortinas y no le decía a nadie que estaba
en casa. A veces me pasaba días sin salir de casa.
Cuando los vecinos no estaban, hacía funcionar la máquina con electricidad,
y por la noche a mano. Encendía la lámpara y me quedaba imprimiendo hasta la
madrugada. Luego entregaba los boletines al enlace y recibía un nuevo encargo.
También la búsqueda de papel y tinta era una operación peligrosa. A causa
de la guerra, no se encontraban por ninguna parte. Los clérigos los habían
confiscado. Sólo podían adquirirse en las tiendas anejas a las mezquitas, previa
autorización del imán del barrio y bajo supervisión de un par de hombres
barbudos. En esos establecimientos también se vendían los principales víveres,
como arroz, azúcar, té y aceite.
Yo compraba papel y tinta en el mercado negro, donde en ocasiones se
pagaba hasta diez veces su precio habitual.
Los dos primeros meses, mi trabajo resultó satisfactorio y pude entregar a
tiempo los boletines. Sin embargo, el miedo se me fue metiendo poco a poco en
los huesos. Empecé a dormir mal. Tenía pesadillas y me despertaba con jaqueca.
Estábamos dándonos de cabezazos contra el sólido muro de los clérigos para
mostrarles que aún vivíamos y que no los temíamos. Pero yo sí tenía miedo; no a
que me mataran, sino a que me torturaran hasta que estuviese dispuesto a
dejarme subyugar.
La realidad me demostró que nuestra resistencia no surtía efecto. Dejé de
creer en lo que hacía, y eso me asustó.
Con todo, seguí insistiendo, pero la realidad era más dura que yo. Cuando
salía de casa, en lo más íntimo de mi corazón no quería regresar. Incluso no me
habría importado sufrir un accidente con el coche y dar con mi cuerpo en el
hospital.
Me esforzaba, imprimía los boletines y los entregaba siempre en el plazo
previsto. Sin embargo, un buen día dejé de funcionar, al igual que la
multicopista. No podía más.

•••
Expuse el problema a mi enlace, pero no pareció entenderme. Sentí que me
despreciaba, que creía que mi única intención era salvar el pellejo. Le dije que
nuestro método de oponer resistencia no daba resultado, que debíamos aceptar
que habíamos perdido la batalla contra los clérigos, que era mejor ahorrar
fuerzas para el futuro.
Yo mismo era un buen ejemplo. Creía en el partido y estaba dispuesto a
sacrificarme. Pero eso no funcionaba.
Él me aseguró que transmitiría mis consejos al comité central.
Una semana después, me contestaron lo que ya me esperaba. No estaban de
acuerdo conmigo. Si no deseaba seguir colaborando, podía dejarlo y pasar a la
reserva, con lo que quedarían interrumpidos todos mis contactos con el partido.
¿Interrumpir los contactos? Yo no quería eso. No podía optar por una vida
segura mientras mis camaradas continuaban luchando contra los clérigos. ¿Cómo
podría sentarme a la mesa por la tarde con mi mujer y mi hija y oír por televisión
cómo un imán anunciaba: «La policía ha detenido a los últimos enemigos de
Dios. En su guarida han encontrado una multicopista y…»?
Era demasiado tarde para llevar una vida burguesa normal. Mis compañeros
tenían razón; debíamos enfrentarnos a los clérigos que ponían de rodillas a
nuestro pueblo. Decir que no, gritar que no. Aunque nadie nos oyera. Ya llegaría
el momento en que lo hiciesen.
Una vez transmitida mi opinión, me sentí mejor y volví a ponerme manos a
la obra.
Un mes y medio después, cuando llegué por enésima vez al lugar convenido
para entregar los boletines, mi enlace no apareció. Se suponía que debía
esperarme junto a la cabina telefónica que había detrás del zoco principal de
Teherán, donde los tenderos cargaban y descargaban sus mercancías.
Cuando lo veía, estacionaba en un lugar reservado para camiones, bajaba del
coche y abría el maletero como un comerciante más. Él se acercaba con una
carretilla y se llevaba las cajas.
Pero esa vez no se había presentado. Di una vuelta en coche para mirar por el
aparcamiento. Nada, ni rastro de él.
El día anterior todo parecía estar en orden. Había visto la palabra Salam
escrita en la valla. Si había pasado algo, debía de haber sido al final de la tarde.
Aún no había motivos para dejarse llevar por el pánico. No tenía más que
volver al mismo sitio una hora más tarde. Sólo en caso de que entonces no
estuviera, habría ocurrido algo.
Aparqué y fui a sentarme a un salón de té. El tiempo pasaba con una lentitud
exasperante. Di un paseo por el parque, pero no aguanté más que un cuarto de
hora. Entré en el zoco e intenté interesarme por las vitrinas de los joyeros. En
vano. El minutero de mi reloj se negaba a moverse. Me dirigí a otro salón de té,
me tomé unas cuantas infusiones y leí los diarios atrasados.
Por fin llegó la hora. Salí del establecimiento, subí al coche y volví a la
cabina telefónica para ver si había llegado mi enlace. No estaba. Pasé de largo,
di media vuelta y regresé de nuevo. Nadie.
Tenía que abandonar de inmediato el lugar y dirigirme al sitio acordado para
los casos de urgencia. Si no lo habían detenido, estaría allí.
Salí de la ciudad y me encaminé hacia una venta, donde mi enlace debía
esperarme junto a la ventana. En cuanto me viese, se levantaría y subiría a mi
coche. Pasé lentamente por delante de la fachada principal. No había nadie junto
a la ventana. Dejé la venta atrás, di media vuelta y volví a mirar.
¿Se podía calificar de angustia lo que sentí? De momento no. Era una
sensación extraña, indeterminada, como quien nota en la espalda una carga muy
pesada que le impide enderezarse, aunque la carga ya no está.
Sentía miedo, sí, pero la angustia aún no tenía posibilidades de invadirme.
Algo malo había pasado. O la policía estaba pisándole los talones a mi enlace, o
ya lo había apresado.
¿Qué hacer?
Me largué de allí inmediatamente, pues, cuando la policía arrestaba a
alguien, lo conducía a la sala de torturas y lo martirizaba el tiempo que fuera
necesario hasta que delatase a todos sus contactos.
Aún quedaba un asomo de esperanza. Tenía que esperar hasta el día
siguiente y personarme, a modo de última cita, en casa de otro camarada, donde
una mujer desconocida para mí se encargaría de restablecer mi contacto con el
partido.
Por motivos de seguridad, esa noche me estaba prohibido regresar a casa.
Dejé el coche en un aparcamiento y pernocté en un hotel. Si al día siguiente
tampoco aparecía el último enlace, eso suponía el final del camino.
La cita era en pleno centro de la ciudad, junto a un parvulario. A las once y
media tendría que haber un coche ante la puerta, con una mujer al volante
leyendo un periódico. En caso de avistarlo, yo debía aparcar el mío un poco más
adelante, desandar el camino a pie y apostarme en la acera hasta que se abriese el
portón de la escuela y los padres se llevasen a sus retoños. Yo tenía que aguardar
un momento allí y luego preguntarle a la mujer: «Señora, ¿usted también está
esperando a alguien por casualidad?» Si ella respondía: «Sí, casualmente
también estoy esperando a alguien», debía subirme a su automóvil, ella
arrancaría y nos marcharíamos de allí.
Pasé por delante de la escuela. Había algunos coches estacionados. En uno
de ellos incluso había una mujer al volante, pero no leía ningún diario. Aparqué
y volví andando hasta la acera, donde los padres aguardaban a que saliesen sus
hijos. Observé a la mujer. Parecía más un ama de casa que una persona metida
en política. «No es ella -pensé-. ¿O sí lo es? Quizá no saque el periódico hasta
que no se haya ido todo el mundo.» El portón de la escuela se abrió y los padres
entraron. Me asusté al ver que la mujer se apeaba y entraba en el edificio como
los demás. Cinco minutos después ya no quedaba un solo coche.
Transcurridos otros cinco minutos, salió el conserje y cerró la verja de hierro.
Me negaba a creerlo, pero el partido se había desmoronado. Los clérigos nos
habían cogido. Me encontraba al final del camino.
A partir de ese momento, ya no supe qué hacer.
¿Había caído en la trampa? ¿Estaban vigilándome los policías? ¿Me habían
perseguido para encontrar a los demás?
Tanto si había caído en la trampa como si no, debía entrar en acción. El
primer paso era desprenderme cuanto antes de las cajas que llevaba en el
maletero. Luego ya vería.
Corrí hacia el coche y me largué de allí. Era curioso. A pesar de que la
policía podía estar vigilándome, se me había ido el miedo. Mi única
preocupación era deshacerme de las cajas.
Luego tendría que sacar de casa la multicopista. Miré por el retrovisor para
ver si me seguían. Me interné por unas callejuelas y di media vuelta para
controlar los automóviles que circulaban detrás de mí. No me pareció ver
ninguno sospechoso. Cogí la autopista y aceleré. Tomé una salida cualquiera y
esperé un rato. Podía sacar los boletines del maletero con toda tranquilidad. Pero
¿dónde tirarlos? ¿A un contenedor de basura? Imposible. Lo que había hecho
poniendo en peligro mi vida no debía acabar en un contenedor.
Vi un puente. Un río me pareció un buen sitio. Fui hasta allí, me detuve
debajo y esperé a que no pasara nadie. Sin perder un segundo, abrí el maletero,
cogí las cajas y las lancé una por una al agua.
Me quedé unos instantes mirando cómo se alejaban flotando, arrastradas por
la corriente. ¿Dónde desembocaba aquel río? En un gran lago de agua salada,
cerca de la ciudad sagrada de Qom.
El tiempo era oro. Fui a casa. Si a mi enlace lo habían detenido la víspera, no
podía perder ni un segundo. Sólo los grandes héroes conseguían mantener la
boca cerrada más de uno o dos días en la sala de torturas de los clérigos.
Algunos morían allí por negarse a revelar nombres.
La consigna era clara: había que recogerlo todo y largarse.
Primero la máquina y luego el coche.
En los alrededores de mi casa no se veía nada sospechoso. Ningún vehículo
extraño.
Aparqué, esperé un momento delante de la puerta y subí corriendo las
escaleras. Era difícil aceptar que la impresión de boletines se había acabado.
Metí la documentación y la tinta en una bolsa y bajé todo al coche. Dejé abierta
la puerta del maletero y volví al apartamento.
Abrí el armario, saqué la máquina a rastras, la envolví en una manta y la
tumbé encima de la cama.
Si me la cargaba a la espalda desde esa posición, ya no podría enderezarme.
Temía quedarme bloqueado y no poder moverme a causa del dolor. Debía pensar
en otra cosa.
Coloqué la mesa junto a la cama, me subí a ésta y luego puse la multicopista
sobre la mesa. Así tenía que resultar.
En alguna parte había leído que una mujer francesa había levantado el
camión que había atropellado a su hijo para sacar a éste de debajo de las ruedas.
Me agaché y me cargué la multicopista a la espalda. Me llevó un rato llegar a la
puerta y salir a la escalera. Ya no me importaba que alguien me viese. Con una
mano sujetando la máquina y la otra en la barandilla, empecé a bajar
cuidadosamente los peldaños.
De pronto, oí que se abría la puerta de un apartamento y pisadas de hombre,
pero no me inmuté.
–¿Qué hace, vecino?
–Cargando este trasto, como puede ver -le contesté con total serenidad.
–¿Qué es?
–¿Le importaría ayudarme? Si no, me temo que luego no podré ponerme
derecho.
Me senté en un escalón y apoyé la máquina en el suelo.
–Tendría que haberme llamado para que le echase una mano -me dijo.
–No quería molestarlo; además no sabía si estaba en casa.
Entre los dos seguimos bajando la multicopista.
–Pesa bastante, ¿no? – se quejó-. ¿Para qué diablos sirve?
–Chatarra, pura chatarra -le respondí con la mayor naturalidad posible-.
Cosas de segunda mano… ¿Cómo decirlo? – continué-. Un hobby.
Reparaciones, máquinas viejas. En fin, ya sabe. Las cosas se han puesto muy
caras y hay que buscarse la vida, pero en estos apartamentos tan reducidos… Ya
me entiende. Gracias por ayudarme. Ya estamos, he dejado el maletero abierto.
Lo dicho, gracias otra vez.
Colocamos la multicopista en el coche, y el vecino volvió a su casa mientras
yo cerraba la portezuela y me ponía en marcha.

Un árbol de Navidad en los apuntes de


Akbar

Llévate mi abrigo, que en las montañas hace frío.


Después de haber metido la multicopista en el maletero del coche con ayuda
del vecino y haberme marchado de casa, interrumpí la escritura. Salí a la calle y
me dirigí al centro cultural del barrio. Allí caí en la cuenta de que era diciembre:
el último del siglo.
En la plaza del barrio vi a un campesino holandés apilando árboles de
Navidad y a niños eligiendo uno con la venia de sus madres. Los escaparates de
las tiendas estaban adornados. Era la primera vez que me fijaba en esas cosas.
Ese año, la Navidad era distinta para mí, para nosotros. Parecía como si fuese la
primera que pasaba en Holanda. ¿Por qué me había resultado tan indiferente
hasta entonces?
Compré un árbol, uno joven de color verde claro. Habitualmente, era mi
mujer la que se encargaba de ese tipo de cosas. ¿Cómo se explicaba que en esa
ocasión no sólo viese que se acercaba la Navidad, sino que incluso llevase un
árbol a casa?
Al verme llegar con él, mi esposa exclamó sorprendida:
–¡Pero cómo es posible! ¡Ismail ha comprado un árbol de Navidad!
¿Era casualidad?
Tal vez fuese porque estaba dando los últimos retoques a los apuntes y eso
suponía un gran alivio para mí. Una vez había conseguido dar forma,
prácticamente, al libro de Aga Akbar en lengua neerlandesa, quería incluir en él
un árbol de Navidad. Uno adornado con luces de colores, angelitos, corazones y
un par de campanillas doradas.
Las últimas semanas me había sentido tan cansado que necesitaba cambiar
de aires. Otros años habíamos hecho las maletas y nos habíamos ido a Alemania,
Bélgica, Inglaterra o Suecia a visitar a algún amigo. Pero esas Navidades quería
pasarlas en Holanda. En busca de una casita de alquiler en un lugar de
vacaciones, fuimos desfilando por distintas agencias de viaje, pero en todas
partes nos hacían la misma pregunta, extrañados: «¡¿A estas alturas?!»
Cuando estudié la carrera de Física, leí muchos libros de matemáticas. Según
las estadísticas, entre todas aquellas casitas ocupadas tenía que haber alguna
vacía.
Y en efecto, así fue. Encontramos un chalet porque alguien había cancelado
su reserva. Era demasiado caro y grande para nosotros, pero, por suerte, mi
mujer sabe resolver muy bien ese tipo de pormenores. Llamó enseguida por
teléfono a una amiga, que también le apetecía pasar las Navidades en algún sitio,
en compañía de su hija, e hicieron todos los arreglos necesarios.
Cuando partimos, me llevé los papeles de mi padre con la esperanza de poder
concluir el relato.
El cámping quedaba en algún lugar de Frisia, entre las ciudades de Drachten
y Leeuwarden. Cuando llegamos, había una espesa niebla que nos impedía
apreciar los alrededores y pasamos la tarde contemplando campos grisáceos.
Me pareció una buena idea celebrar la Navidad y el Año Nuevo con la amiga
de mi esposa. Desde el principio reinó un ambiente festivo en el chalet. Nos
pusimos a decorarlo para la ocasión. No habría hecho falta que hubiéramos
llevado nuestro arbolito, pues la casa ya tenía uno incluido. Si yo me encargaba
de la compra, las mujeres harían el resto y ya no me necesitarían. De ese modo,
podría dedicar unas horas cada día a los apuntes. Quería acabar el libro antes de
empezar el nuevo siglo.
–¿Dónde estás? – gritó mi mujer.
–Aquí arriba.
–¿Te apetece tomar un café con nosotras?
Bajé a reunirme con ellas.
–Acabo de mirar por la ventana de la habitación -dije-. Parece como si
estuviéramos en una casita en las nubes. No se ve más que una bruma gris. Si
esperamos a que se disipe para salir, estamos arreglados. ¿Habéis pensado algo?
–No sé -contestó mi mujer-. Cuando hayamos deshecho el equipaje, quizá
vayamos con las niñas a la ciudad. ¿Te apuntas?
–No, prefiero quedarme. En la guía del cámping he leído que a unos cinco o
seis kilómetros a pie hay un pueblecito con un café. Creo que iré a dar una vuelta
por allí.
Ellas decidieron coger el autobús a Leeuwarden, la capital de Frisia.
Me puse los zapatos de marcha, cogí el bloc de notas y me lancé a la
búsqueda del café.
Aunque seguí las indicaciones mencionadas en la guía, me topé con un río, o
un lago quizá, que me impedía continuar. De pronto, en medio de la niebla,
surgió un transbordador, pilotado por un hombre barbudo de cierta edad que
maniobraba para acercarlo al muelle.
–¡Suba! – me dijo con un cerrado acento local.
–¿Que suba? ¿Para ir adónde?
–Al otro lado.
–Yo estoy buscando un pueblecito donde hay un café.
–¡Suba! – repitió el hombre.
–Tenía entendido que debía andar unos cinco o seis kilómetros -le dije tras
embarcar.
–Sí, es posible -repuso-, pero no ha elegido un camino equivocado.
Después de unos minutos de travesía, la embarcación se detuvo en la otra
orilla y el barquero me señaló unas lucecitas en la niebla.
Se trataba de un pueblecito tranquilo con dos hileras de casas viejas. En el
centro, a un lado de una pequeña plaza, divisé un típico café tradicional holandés
con un letrero de Heineken colgado sobre la puerta. Eché un vistazo al interior
para ver si había alguien. Un hombre mayor atendía la barra; por lo demás, el
establecimiento se hallaba vacío.
–¿Está abierto? – pregunté alzando un poco la voz al entrar.
–¡Por supuesto, adelante! – me respondió el hombre.
Me senté junto a la ventana para poder mirar hacia fuera.
–Un café, por favor.
Era un sitio tranquilo, ideal para escribir un rato.
–¿Cómo lo quiere? – me preguntó el hombre.
–Solo. No, mejor póngale un poco de leche, por favor.
Con la multicopista en el maletero, emprendí la retirada. ¿Cómo
desprenderse de un trasto así en una ciudad con un tráfico tan intenso como
Teherán?
Si era cierto que corría peligro, no debía circular por la vía pública en mi
propio coche.
Quería terminar las cosas como es debido. No como un miedica, sino como
un combatiente que había llegado al final del camino. Dejar la máquina
abandonada en una acera y salir pitando no era propio de alguien que está
deseoso de luchar. Sin duda, la multicopista acabaría en alguna comisaría, lo que
tendría cuando menos dos consecuencias: en primer lugar, se pondrían a buscar
enseguida huellas dactilares en la superficie y, en segundo lugar, cualquier
agente de los servicios secretos, en cuanto la descubriese así, tirada en la acera,
sacaría inmediatamente la conclusión de que estábamos asustados, muertos de
miedo, que lo habíamos tirado todo por la borda y que habíamos huido
despavoridos.
Tenía sentimientos encontrados. En mi fuero interno me alegraba porque iba
a librarme de la multicopista, pero al mismo tiempo no quería deshacerme de
ella. Era como si mi vida estuviese ligada a esa máquina. Mientras estaba metida
en el maletero del coche, era como un ancla para mí. Luego, cuando no la
tuviese, ya no me quedaría ningún asidero. Ya no sería nada. Sobraría.
Decidí no tirarla.
Quién sabe si en algún momento volvería a ser de utilidad. Incluso era
posible que recomenzáramos después de un tiempo. La devolvería al desguace
donde había ido a recogerla, pero tenía que darme prisa.
Eran casi las cinco y media de la tarde y no sabía a qué hora cerraban.
Mientras me dirigía hacia allí, reflexioné sobre lo que iba a decirles. O tal vez no
les diría nada; me limitaría a arrastrar la multicopista hasta el cobertizo. Ya
veríamos.
Al cabo de aproximadamente una hora llegué al desguace. En la pequeña
oficina todavía había luz. Aparqué y bajé a comprobar si la verja estaba abierta,
pero ya habían echado el cerrojo.
–¿Hay alguien? – grité.
Nadie, por lo visto.
Me cercioré de si se podía entrar en el cobertizo por detrás. No. La única
alternativa era dejar la máquina delante de la verja y partir.
En ese momento se apagó la luz del despacho. Me quedé esperando. De
detrás de un montón de chatarra apareció alguien. No logré distinguir si se
trataba del portero o de algún empleado de la oficina. Cuando se acercó, vi que
era un hombre mayor con una especie de gorra de campesino en la cabeza,
aparentemente el portero.
–Buenas tardes -le dije.
–Buenas tardes -contestó con acento afgano. Era uno de aquellos refugiados
que habían entrado en el país a millares en los últimos años-. ¿Busca a alguien?
–No. Hace unos meses vine a recoger una multicopista del cobertizo. No sé
si usted estará al tanto…
–Pues no.
–No importa. El caso es que ya no la necesito y quería devolverla, pero he
visto que la verja está cerrada. La tengo en el maletero. Vengo de lejos, y me
resulta un poco complicado llevármela de nuevo a casa, pues pesa mucho. ¿Me
permitiría dejarla donde estaba? Le quedaría muy agradecido.
Se lo pensó un momento.
–¿Quién le dio esa máquina?
–Fue un arreglo a través de varias personas. Me dijeron que fuese al
cobertizo y que la cogiese sin más. Es una máquina que está más para el
desguace que para otra cosa. Por eso he venido a devolverla.
–Está bien, vaya a buscarla. Pero ahora están todas las luces apagadas.
Déjela aquí dentro y mañana yo me encargaré de llevarla al cobertizo.
–Se lo agradezco.
Abrí el maletero, saqué con dificultad la multicopista y la deposité en el
suelo. Envuelta en la manta, la arrastré al interior y la dejé allí.

•••

–¿Otro café? – me preguntó el camarero.


–Sí, gracias. Estaba muy bueno.
–¿Está escribiendo un diario de las vacaciones?
–No. Bueno, en realidad sí, es una especie de diario.
–¿Lleva mucho tiempo en Holanda? Veo que escribe muy deprisa…
–Sí, es verdad, pero cometo muchos errores. Luego, en casa, me tocará
corregirlos.
–Habla muy bien el neerlandés. ¿De dónde es?
–De Irán. De Persia.
–Ah, ya. Supongo que habrá advertido que tengo alfombrillas persas en las
mesas. No son auténticas, pero son bonitas. El dibujo, los colores… No le
molesto más. Me imagino que está hospedado en el cámping, con la familia.
–Así es.
La niebla se había disipado y la gente del pueblo había salido a pasear por la
calle mayor luciendo su ropa de fiesta. Un grupo de hombres de la edad de mi
padre entró en el café. Saludaron al dueño y se pusieron a hablar entre ellos en
dialecto, a voz en grito. Su presencia le dio al local un toque de alegría.
El camarero me sirvió el segundo café y dijo:
–No creo que pueda seguir escribiendo con este…
–No se preocupe. No me molesta.
Como habíamos acordado, después de desprenderme de la multicopista tenía
que dejar el coche en cualquier parte y largarme.
Esas cosas se hacen sin pensar que en algún momento pueden convertirse en
realidad.
Pero debía acatar lo pactado, pues de lo contrario pondría en peligro a los
demás. Disponía de mucha información sobre el partido y conocía a muchos
camaradas, además de saber sus domicilios. Si la policía me detenía, me
arrancaría todos esos datos, uno por uno. De modo que no podía vacilar. Tenía
que deshacerme del coche.
Y cuando ya me hubiera librado de él, ¿qué debía hacer? ¿Qué otra cosa
habíamos convenido?
Mientras conducía en la oscuridad, se me ocurrió que podía dejarlo detrás de
la casa de mi padre. No, mejor no. Era probable que permaneciese allí durante
meses, por lo que no resultaba un lugar adecuado. ¿Detrás de la tienda entonces?
Allí había un pequeño solar por donde no pasaba nadie. Incluso parecería natural
que un automóvil estuviese allí un tiempo prolongado. Durante la guerra era
frecuente ver en el mismo sitio coches averiados para los que era imposible
conseguir piezas de recambio.
Di media vuelta y tomé la carretera que conducía a nuestra ciudad. Llegaría
allí pasada la medianoche, una hora muy buena. Mi padre ya habría vuelto a casa
y las calles estarían desiertas.
Era casi la una menos cuarto cuando llegué a nuestra calle. Un perro que
husmeaba entre la basura se esfumó en la oscuridad al oír el ruido de mi coche.
En la casa de mis padres, las cortinas estaban echadas, como siempre, pero había
luz. ¿Es que aún no se habían acostado? En la cortina se dibujó la figura de Tine.
«Está despierta -me dije-. ¿Habrá ocurrido algo?» Sentí el impulso de entrar,
pero la casa se me antojó un coto vedado. Lo que ocurría detrás de aquellas
cortinas ya no tenía nada que ver conmigo, aunque pensé que igual podía pasar
un momento, saludar a todos y marcharme.
Aparqué, pero, cuando iba a bajarme, vislumbré tras las cortinas la sombra
de mi padre con los brazos en alto.
Era mejor no saber lo que estaba pasando. Tenía que irme de allí. Mi
objetivo era otro. Arranqué y seguí mi camino.
Yo estaba habituado a ver siempre alguna luz encendida en la tienda de mi
padre. Pero aquella vez todo estaba apagado. Reduje la velocidad, pasé por
delante de la puerta y torcí a la derecha para dirigirme a la parte trasera. Me
detuve y apagué el motor, por miedo a despertar a los vecinos. Bajé del coche y
lo empujé hasta el árbol añoso. De pronto percibí una tenue luz en el ventanuco
del almacén, donde una vez habíamos dado cobijo a Yamila.
Pensé que se trataba de un error de apreciación, que me había engañado la
vista.
Cogí todos los papeles del coche y cerré la puerta con llave. ¿Qué hacer con
los documentos y la llave? Lo más probable era que no me hiciesen falta durante
mucho tiempo. O tal vez nunca más. Metí la llave entre los papeles y me acerqué
al ventanuco con la intención de echarlo todo dentro por una rendija del marco.
Al día siguiente, en cuanto mi padre viese el coche detrás de la tienda,
comprendería lo que pasaba. También acabaría encontrando la documentación y
la llave en el almacén.
Pude deslizar fácilmente los papeles por la ranura, pero la llave se negaba.
Como el marco era viejo, quité un trocito de madera podrida con la punta de la
llave y la empujé hacia dentro. Cuando cayó al suelo, vi una sombra que se
movía en el interior. Antes de que ocurriese algo grave, le susurré:
–No te asustes. Todo está en orden. No pasa nada.
¿Quién podría ser? ¿Cascabelito? ¿Amigos suyos? ¿Estaría mi padre al
corriente? No entendía nada, ni falta que hacía. Yo ya era un extraño en aquel
lugar y mi objetivo era desaparecer, alejarme de allí.
Ya había abandonado mi casa y me había deshecho de la multicopista y del
coche. Ahora me tocaba a mí. Nunca había imaginado que alguna vez llegaría
ese día. No podía ir al centro, pues podrían detenerme en cualquier momento.
Tenía que salir de la ciudad.
Después de casi una hora de marcha, dejé atrás los edificios y aparecieron
ante mi vista las montañas y la cumbre del monte del Azafrán. Me sentía como
una manzana que ha caído de la rama: nadie podía devolverla a su sitio. Debía
tomar el camino que me llevaría hasta el otro lado de la cordillera. ¿Abandonar
el país? En ningún momento se me había pasado por la imaginación.
¿Cómo iba a dejar a mi padre, a mi madre, a mis hermanas? Ni siquiera me
había despedido de mi mujer y mi hija. No, al menos tenía que llamar a Safa y
comunicarle que me iba unos meses, tal vez menos, o tal vez más.
Volví al centro en busca de un teléfono público y marqué el número de la
abuela de mi mujer. Safa comprendería enseguida que era yo. ¿Quién si no yo
llamaría a esas horas de la noche? No tardó mucho en responder.
–Hola, soy yo -le dije apresuradamente-. ¿Cómo estás? ¿Y Nilúfar? Oye, no
tengo muchas monedas. Quería decirte que debo desaparecer durante un tiempo.
–¿Desaparecer? – me preguntó medio dormida-. ¿Por qué? ¿Adónde irás?
–Todavía no lo sé. Pero es necesario. En cuanto encuentre un sitio seguro te
llamaré. Dale recuerdos a tu abuela. Un beso.
–Vale. Suerte.
La realidad era dura. No podíamos seguir hablando; ella lo sabía. Había que
suprimir las emociones. Un militante no podía realizar llamadas telefónicas
largas. Había que transmitir brevemente el mensaje y colgar enseguida.
Siempre pensé que algún día mi mujer me diría: «No podemos seguir así. Ya
sé que cuando nos conocimos tú ya habías elegido tu camino. Fue culpa mía.
Debí darme cuenta de que sería víctima de tus sueños.»
Sin embargo, nunca pronunció esas palabras. Y yo constaté con sorpresa que
se alegraba de que me fuese. Por intuición, debió de comprender que, también
para su propia tranquilidad, existía sólo un camino: el que llevaba al monte del
Azafrán.
Al salir de la cabina telefónica, vi gente en la calle y caí en la cuenta de que
era viernes.
Mi padre solía ir a la casa de baños antes del amanecer, como todos los
fieles, y luego a la mezquita para asistir a la oración de los viernes. Era un ritual
que había practicado a lo largo de toda su vida. De niño, yo siempre lo
acompañaba. Él me despertaba de madrugada y me daba la bolsa de los baños.
Se ponía en marcha y yo lo seguía, adormilado.
Miré el reloj. Faltaba media hora para que saliera el sol. Si me daba prisa, lo
encontraría en algún punto entre los baños y la mezquita. Me dirigí a la
mezquita. Ya no era arriesgado caminar deprisa, o aun corriendo, por la ciudad
en penumbra, pues todo el mundo pensaría que me apresuraba para llegar a
tiempo al rezo.
Entré en la mezquita junto con los demás. Miré por la ventana hacia el
interior de la sala de oración para ver si estaba allí mi padre. No estaba. Di media
vuelta y me dirigí a la casa de baños.
¿Justo aquella mañana no había acudido a rezar? ¿Habría ocurrido de verdad
algo grave en casa que le impedía acudir a la mezquita?
Al salir de un callejón, me pareció ver su figura. Reconocí su manera de
andar, sin levantar del todo los pies, sino más bien arrastrándolos por el suelo,
algo que se había agravado con el paso del tiempo.
Me aposté en un rincón. Mi padre pasó a mi lado, absorto en sus
pensamientos. Fui detrás de él y le di una palmada suave en la espalda. Se giró.
–Salam -gesticulé.
Me miró con sorpresa.
–¿Qué haces aquí? ¿Has estado en la tienda?
–He de hablar contigo. ¿Tienes un momento? He venido a despedirme.
–¿Cómo?
–Me marcho.
–¿Adónde?
–Al monte del Azafrán. Y luego al otro lado.
–¿Al otro lado?
Guardó silencio. Sabía a qué me refería. En sus años mozos había visto a
muchos hombres y mujeres atravesando a hurtadillas los almendrales en la
oscuridad para ir al otro lado. Gente que pasaba por casa a pedir algo de comer.
Personas a las que los gendarmes detenían y se llevaban en un jeep.
–¿Cuándo te vas? – gesticuló.
–Ahora mismo, antes de que salga el sol.
–¡Pero si no llevas nada! Espera, voy a comprarte algo de pan -me indicó,
tras lo cual se dirigió a la tahona, que abría bien temprano los viernes por la
mañana.
¿Era consciente mi padre del significado de mi huida? No esperaba que
tuviera una reacción tan serena. Quizá iba a comprar pan para poder pensar por
el camino.
Regresó con una barra recién hecha en la mano. La dobló como si fuese un
periódico, la envolvió en su pañuelo y me la dio.
–Toma, te hará falta.

•••

Caminamos juntos hacia las afueras de la ciudad, en dirección a las


montañas.
A la luz de una farola, le expuse brevemente los hechos. Que habían
detenido a mis compañeros y que me cogerían también a mí si no desaparecía.
Le conté que había dejado el coche detrás de la tienda, bajo el árbol, y que había
echado los papeles y la llave por el ventanuco. Lo miré a los ojos para ver si
estaba al corriente de la presencia de una persona en el almacén. No detecté
nada.
Quise preguntárselo, pero no lo hice. Si él hubiera sabido algo y lo hubiera
considerado necesario, me lo habría dicho. Por otra parte, quizá fuese un asunto
de Cascabelito, y en ese caso no era necesario decirle nada.
Estaba a punto de salir el sol, y mi padre iba a faltar por primera vez a la
oración.
–¿No vas ir a la mezquita?
–No -gesticuló.
Era obvio que sabía el motivo de mi partida.
Llegamos al cementerio, a donde a esas horas tempranas acudían las madres
con sus alfombrillas bajo el brazo a rezar por sus hijos asesinados.
Por aquella época, muchos hombres y mujeres jóvenes contrarios a los
imanes morían ejecutados. Al principio no permitían que las familias enterraran
los cadáveres de sus hijos en el cementerio, pero después sí, aunque estaba
prohibido visitar las sepulturas de los muertos. Por eso, las madres lo hacían los
viernes de madrugada al amparo de la oscuridad.
Con paso vacilante, nos acercamos a la tumba de mi primo y amigo Yawad,
recientemente asesinado. Me hinqué de rodillas junto a la lápida, cogí un
guijarro y di con él unos golpecitos contra la losa para despertarlo.
–Adiós, Yawad. Me voy.
Cuando el sol apareció por encima del monte del Azafrán, mi padre se quitó
el abrigo largo que llevaba.
–Toma. Al otro lado del monte del Azafrán hace frío.
–No, quédatelo tú, que si no cogerás un resfriado.
No me hizo caso.
Ese abrigo, ese viejo abrigo negro, sigue colgado en mi armario hasta el día
de hoy.
Mi padre señaló las montañas y comenzó a gesticular:
–Conoces el camino. Hasta la cumbre del monte del Azafrán no tendrás
problemas. Cuando llegues al otro lado, aprieta el paso, pues allí no da el sol por
la tarde, y al anochecer sopla un viento fuerte. Aunque te canses, no te detengas,
sigue andando. No lo olvides. Evita siempre las vías del ferrocarril, para que no
puedan descubrirte los gendarmes. Una vez arriba, toma el otro camino, el de las
cabras monteses. Así nadie podrá verte, ni siquiera con prismáticos.
Quise decirle que no estaría mucho tiempo fuera, que regresaría pronto, pero
no lo hice. Quise mirarlo a los ojos, pero no me dio ocasión. Bajó la vista a mis
zapatos y gesticuló.
–Aunque no son los más adecuados, te servirán.
Quise abrazarlo, pero se escabulló. Señalando la cumbre del monte del
Azafrán, me indicó:
–¡Vete ya!
Me puse en marcha. Mientras ascendía, volvía la cabeza una y otra vez para
mirar hacia abajo, hacia la puerta del cementerio, donde estaba mi padre.
TERCER LIBRO

La cueva

Un nuevo camino

La pérdida es una experiencia que conduce hacia un nuevo camino. Una


nueva oportunidad para empezar a pensar de otro modo. La pérdida no es el
final de las cosas, sino el final de una manera determinada de pensar. Quien cae
en un sitio se levanta en otro. Esa es la ley de la vida.
Son palabras del poeta persa Mohamade Mojtari, un camarada de Ismail
que se negó a abandonar el país y cuyo cadáver fue encontrado en un desguace
de las afueras de Teherán. Según informó el periódico holandés De Volkskrant,
murió estrangulado a manos de agentes de los servicios secretos.
Ismail sí se fue. Cogió el camino del monte del Azafrán, y su padre
permaneció junto a la verja del cementerio hasta que ya no logró distinguir a su
hijo de las rocas.
Akbar sabía por experiencia que quienes desaparecían detrás de la montaña
nunca volvían. Pero ¿hacia dónde iban todos esos hombres, todas esas mujeres, e
Ismail?
Si su hijo consideraba que no había otra salida, debía marcharse. Pero ¿qué
le diría él a Tine?

•••

En cuanto salió el sol, las madres se esfumaron del cementerio. Una anciana
con bastón se acercó a Akbar y lo saludó:
–Buenos días, Aga. ¿Qué estás mirando?
–Salam -gesticuló él-. Estaba mirando el sol, que acaba de elevarse por
encima del monte del Azafrán. Detrás de la cordillera veo unos nubarrones
oscuros. Seguro que está nevando.
Tenía que apresurarse para ir a casa. Nunca había regresado tan tarde de la
mezquita, y su mujer se inquietaría.
Tine lo esperaba en la puerta.
–¿Dónde te habías metido? – le espetó furiosa-. ¿Dónde está tu abrigo? ¿Por
qué no has comprado pan? ¿Dónde has dejado la bolsa de los baños?
Era verdad: ¿dónde había dejado la bolsa?
–Te lo explicaré dentro -gesticuló él-. Ven, cierra la puerta y echa el cerrojo.
¿Dónde está Cascabelito? Llámala. Tengo algo importante que contaros. Ha
subido a la montaña. Se ha marchado. Ya no está.
–¿De qué estás hablando? ¿Quién ha subido a la montaña? ¿Quién se ha
marchado?
–Ha desaparecido. En las montañas. ¿Dónde está Cascabelito? ¡Llámala! Le
he dicho que evitara las vías del ferrocarril, para que no lo vieran los gendarmes
con los prismáticos.
–¡Cascabelito, ven aquí! – gritó Tine-. No acabo de entender lo que me dice
tu padre. Ha venido sin el abrigo, ni la bolsa de los baños, ni pan, y no hace más
que hablar de las montañas y de alguien que se ha ido. Dios mío, ¿qué hago yo
con un hombre que llega a casa con una historia distinta cada día? ¿Dónde has
dejado el abrigo?
Tine sabía perfectamente a qué se refería Akbar, sólo que se negaba a
creerlo. Necesitaba la confirmación de su hija, que por fin acudió.
–¡Se ha ido! – gesticuló enseguida Akbar.
–¿Ah, sí? ¿Cuándo?
–Va de camino al monte del Azafrán.
–Ismail se ha ido, mamá.
Tine se sentó y se puso a llorar en silencio.
–Es mejor así -intentó consolarla Cascabelito-. Imagínate que hubiese caído
en manos de los clérigos. Lo digo en serio, no llores. Si logra burlar la vigilancia
de los gendarmes, estará a salvo. Lo conseguirá. Conoce el camino y sabe cómo
escabullirse. No llores. Lo que debes hacer ahora es desear con todas tus fuerzas
que logre escapar. Papá, ven, siéntate aquí. Toma este té, te calentará por dentro.
Cuéntame cómo ha sido todo.
Akbar cogió la taza, se sentó y empezó a gesticular:
–Cuando me dirigía esta mañana a la mezquita, alguien me ha dado una
palmada en la espalda. Era él. Quería adentrarse en las montañas, pero no tenía
ropa de abrigo ni pan. Ahora que lo pienso, creo que me he dejado la bolsa de
los baños en la tahona… Tampoco llevaba zapatos adecuados.
Su hija se sentó a su lado y le dijo:
–Todo saldrá bien. Se las apañará.
Como Cascabelito estaba muy cerca de su padre, Tine no alcanzaba a ver los
gestos que intercambiaban.
–¿De qué estáis hablando? – preguntó enfadada-: ¿Por qué no puedo saberlo
yo también? ¿O acaso es otro secreto más entre padre e hija?
–Perdona, mamá. No lo estamos haciendo adrede.
–¿Cómo que no? – dijo Tine-. ¡Ya estoy harta de secretos en esta casa! Harta
de los secretos entre padre e hijo. Y harta también de los vuestros. ¿Qué
pretendéis conseguir con ellos? Nada de nada. Ya lo has visto. ¿Dónde está tu
hermano? ¿En manos de los gendarmes? ¡Ay, Dios mío, Ismail!
–Mamá, cálmate, por favor. No grites, que te van a oír los vecinos.
–Cascabelito, ten cuidado. Despierta, abre los ojos. Tu hermano, tu modelo,
ya no está. Ahora te toca a ti. Yo…
Se echó a llorar desconsoladamente.
–Mamá, no es momento para lamentaciones -le imploró su hija-. Ismail
todavía está en camino. Le queda un buen trecho por delante antes de alcanzar la
frontera. Toma, ponte el velo y reza. Es lo único que puedes hacer por él. Papá,
tú ve a la tienda. Luego iré yo.
–Llamará tan pronto como llegue al otro lado -gesticuló Akbar al
incorporarse-. Allí hay otra clase de gente, ¿sabes? ¿Dónde esta el mapa?
–¡Déjate de mapas! – exclamó Tine mientras cogía el velo y se iba a la otra
habitación.
Ismail no llamó y tampoco llegó ninguna carta suya. No podía escribir ni
telefonear. Quienes se refugiaban en la Unión Soviética no podían mantener
contacto con sus familias. ¿Recibir en casa de Akbar una carta enviada desde la
Unión Soviética? ¿Un sobre que llevara estampado un sello con la bandera roja,
la hoz y el martillo? ¿Sellos de correos con el retrato de Lenin? Impensable.
Cada vez que sonaba el teléfono y Tine se precipitaba a responder, Akbar la
seguía con la mirada.
–¿No?
–No.
Cuando el cartero pasaba por la puerta de la tienda, Akbar gesticulaba:
–¿No hay carta?
–No.
Sin embargo, estaban convencidos de que no lo habían detenido. Safa, su
mujer, sabía por sus amigos que no debía esperar ninguna llamada ni carta de su
marido.
Tres días después de la partida de Ismail, Akbar se marchó a la aldea del
Azafrán, y fue, pueblo por pueblo, montado en una mula, preguntando a los
viejos del lugar si en los últimos días los gendarmes habían arrestado a alguien.
No, si no, ya se habrían enterado.
Varios meses más tarde, a altas horas de la noche, cuando ya nadie esperaba
una llamada, sonó el teléfono. Tine salió de la cama con aire cansino y descolgó
el auricular:
–Salam.
–Salam -contestó una voz masculina-. ¿Es usted la madre de Ismail?
–Sí, soy yo -respondió Tine angustiada, pensando que sería alguien de la
policía.
–Señora, soy un amigo de su hijo. La llamo desde Berlín. Quería
comunicarle que Ismail está bien. En este momento se encuentra en Tayikistán.
Quizá venga aquí, a Berlín, pero todavía tiene que esperar un poco. Ya se pondrá
en contacto con ustedes personalmente. ¿Podría transmitírselo también a su
mujer? Buenas noches.
Antes de que Tine pudiera decir nada, el hombre había colgado.
–¿Quién era? – gesticuló Akbar.
–Ismail, ¡ay, Dios mío! Bueno, no era él en persona, pero está bien.
Llamemos a Safa.
Por aquella época, la Unión Soviética tenía que hacer frente a numerosos
problemas, y Gorbachov, con su glasnost, intentaba salvar cuanto fuera posible.
Rusia ya no era un país que pudiese acoger a los camaradas del país vecino. La
solidaridad internacional había dejado de existir. Antes, el Estado o las
autoridades locales rusas acogían a los camaradas refugiados como Ismail y les
ofrecían todo tipo de oportunidades. Por ejemplo, les permitían matricularse en
la universidad o les brindaban la posibilidad de formarse en empresas y koljoses.
Pero eso pertenecía al pasado. Ahora todo estaba patas arriba. Lo único que le
preocupaba a la gente era salvar su propio pellejo. Ismail fue a dar a un piso que
debía compartir con otros siete compatriotas refugiados, todos ellos sin futuro y
sin salida. Sus sueños se habían hecho añicos. Le costó meses adquirir
conciencia de dónde estaba y qué le había ocurrido.
Las cosas en Rusia andaban de mal en peor. Tenía que largarse de allí.
Por medio de un compatriota se enteró de que podía aprovecharse del caos
reinante y trasladarse a Alemania. Un ex correligionario que vivía allí desde
hacía tiempo le consiguió un permiso de viaje temporal, con el que pudo partir
hacia Alemania Oriental.
Nada más llegar a Berlín Este, buscó una oficina de correos y llamó por
teléfono a su mujer. Respondió la abuela.
–Soy yo, Ismail.
–¿Quién?
–Ismail, el marido de Safa.
–¡Ah, hola! ¿Cómo te va? Safa en este momento está trabajando, y Nilúfar
aún duerme. Sí, se encuentra bien. ¿Y tú? ¿Todo bien?
–Estoy en Berlín. Volveré a llamar esta noche.
A continuación, marcó el número de sus padres. Respondió Tine.
–Salam, Tine. Soy yo, Ismail.
Pobrecilla, casi se desmaya del susto.
–Tine, ¿me oyes? ¿Cómo estás? Perdona que no haya… Es que no podía. Era
imposible. Ahora estoy en Berlín. Tengo que ser breve. ¿Dónde está mi padre?
¿Y Cascabelito?
Tine lloraba.
–¿Por qué no dices nada? No puedo hablar mucho tiempo. ¿Está mi padre en
casa?
–No, hijo. Está en la tienda.
–¿Y Cascabelito?
–Tampoco.
–Lástima. Bueno, es igual. Ya volveré a llamar. Ahora tengo que dejarte.
¿Así que todo va bien? Vale. Llamaré pronto.
Tine no le contó que hacía mucho que Cascabelito ya no estaba en casa, sino
en prisión, y tampoco que Aga Akbar no se encontraba bien, que estaba enfermo.
La llamada telefónica había sido tan inesperada y la conversación, tan rápida,
que no supo reaccionar. Pero, aunque hubiese tenido más tiempo, no le habría
dicho la verdad. Nada cambiaría y él se entristecería. No había que apresurarse
para dar malas noticias a la gente. No hacía falta que Ismail lo supiera.
Después de colgar, Tine se cubrió con el velo y corrió a la tienda para
contarle la buena nueva a Akbar.
–¡Ha llamado! – gesticuló desde la acera, cuando vio a su marido al otro lado
de la ventana.
–¿Ah, sí?
–¡Sí! – contestó, antes de entrar en el taller.
–¿Qué? ¿Está bien?
–Sí, muy bien. Me ha preguntado por ti… y por Cascabelito.
–¿Le has dicho que ella…?
–No.
–¿Por qué no? Es su hermano, tiene que saberlo.
–No he podido. Me han entrado ganas de llorar, y me temblaban las manos.
No he sido capaz de contárselo.
–¿Volverá a llamar?
–Sí, ahora puede hacerlo sin problema. Cascabelito se pondrá muy contenta
cuando se entere. Se lo diré el viernes. No, díselo tú. Con gestos es mejor; así
nadie lo entenderá. Pero solo le dirás que ha llamado, nada más. Ahora iré a casa
de Marzi y de Ensi y les contaré que ha telefoneado. Estás muy pálido. ¿No te
sientes bien? Creo que no iré a ver a nuestras hijas. Anda, cierra la tienda y
vamos a casa.
A Cascabelito la habían detenido un mes y medio después de la huida de
Ismail. Nadie sabía por qué.
Un buen día no regresó a casa al atardecer, y Tine sospechó enseguida que
algo malo sucedía. Siempre había contemplado la posibilidad de que un día
arrestasen a su hija, como a tantos otros. Ella imaginaba que, llegado el caso, la
policía aparcaría un jeep delante de la puerta y se la llevaría.
Pero como eso no había ocurrido y Cascabelito no había llegado a casa, le
entró una angustia mayor. ¿Qué hacer? ¿Avisar a la familia? ¿Esperar un poco
más? Nada de ceder al pánico. «Mejor esperar», pensó.
Tine y Akbar aguardaron levantados hasta muy entrada la noche. Cascabelito
no aparecía ni llamaba.
Por otras familias cuyos hijos habían sido detenidos, Tine sabía que, poco
después de atraparlos, los agentes de los servicios secretos iban a registrar la
casa. «¡Tenemos que recoger sus cosas!», pensó, incorporándose como una
flecha.
–Busca una caja -le dijo a Akbar con gestos-. Hay que hacer desaparecer los
libros de Cascabelito. ¡Deprisa, los policías no tardarán en venir! Busca una caja
de cartón vacía.
Tine sabía leer un poco, pero nunca podría llegar a comprender de qué
trataban todos aquellos libros que su hija tenía en su habitación. ¿Eran buenos, o
peligrosos?
–Mételo todo ahí -gesticuló.
–¿Todo?
–Sí, todo.
Tine se agachó y sacó de debajo de la cama de Cascabelito una bolsa llena de
papeles. Los hojeó para ver si entendía algo, pero no lo consiguió. También los
puso en la caja. Luego miró en el armario.
–No te quedes ahí parado. Busca en los bolsillos de la ropa y saca todo lo
que encuentres.
Mientras Akbar hurgaba en las prendas de su hija, Tine enrolló la alfombra
para asegurarse de que no hubiera nada escondido debajo. No había nada.
–¡Andando! Tenemos que librarnos de esta caja.
–¿Y adónde la llevamos?
–¡Yo qué sé! Fuera de aquí, al menos. Coge de ese lado; no puedo cargarla
yo sola. Espera. No podemos deshacernos de estos libros así como así. Es
posible que Cascabelito regrese, y como vea que he tirado todas sus cosas, se
pondrá hecha una furia. Ya sé, llevaremos la caja al almendral y la
esconderemos en el fondo del cobertizo. Si Cascabelito vuelve, siempre
podremos sacarla de allí. Y si no… Bueno, coge de ahí, ten cuidado.
Levantaron la caja y la llevaron hasta la puerta. Tine abrió con precaución y
echó un vistazo fuera.
–¡Vamos, no hay nadie! – gesticuló.
Caminando con pasos rápidos, fueron hasta un huerto que se encontraba al
final de la calle, a unos cien metros de su casa, y tomaron un sendero que
conducía a un viejo cobertizo medio derruido que tenía la puerta abierta. Tine
escondió la caja debajo de las herramientas de labranza, cerró la puerta y señaló:
–¡A casa!
–¡Ya nos hemos librado de todas esas cosas, gracias a Dios! – dijo Tine
cuando regresaron.
–Y ahora ¿qué? – preguntó Akbar.
–Nada. Esperar. Y ver qué nos depara el día de mañana.
–¿Sabes qué?
–¿Qué?
–No, nada.
Se quedaron sentados en silencio un buen rato. No podían irse a la cama.
Quizá Cascabelito regresara en cualquier momento.
Tine oyó pasos. ¿La policía? Se levantó y atisbó entre las cortinas. Eran los
vecinos del barrio, que acudían a la mezquita para la oración de la mañana.
–Dios mío, ayúdame. Ya está a punto de salir el sol y Cascabelito todavía no
ha vuelto a casa. ¿Y ahora dónde la busco?
Tine pensó que siempre había sabido que su hija nunca llevaría una vida
normal. Ella nunca tendría una casa, un marido, hijos, un gato, una cocina…
–¿Sabes que…? – gesticuló Akbar.
–¿Qué intentas decirme?
–Cascabelito ha… Si van a venir esos policías, ¿no deberíamos ir también a
la tienda para…? Bueno, todavía quedan cosas de Cascabelito en el almacén.
Tine se llevó las manos a la cabeza.
–¿Qué ha escondido allí?
–Papeles.
–¿De qué clase?
–Impresos.
–Vamos para allá. No, ahora no podemos, hay gente en la calle. – Volvió a
mirar a través de la cortina-. Sí podemos; ven. Nos mezclaremos con la gente. Es
un buen momento -dijo cogiendo el velo.
Salieron a la calle con total serenidad y tomaron el mismo camino que los
fieles.
–Tú ve a la tienda, y no enciendas la luz -le indicó Tine-. Yo seguiré con las
mujeres hasta la mezquita y luego me reuniré contigo.
Akbar se dirigió al taller, sacó la llave del bolsillo, descorrió el cerrojo y
abrió la puerta. Entró sigilosamente y se quedó esperando a su mujer a oscuras.
Tine no tardó en llegar. Prendió una cerilla y gesticuló:
–Busca la lámpara… No, mejor una vela.
Akbar le trajo una a medio consumir. Tine la encendió y fue al almacén.
–¿Dónde están?
–No lo sé, por ahí.
Con la vela en la mano, Tine rebuscó entre los trastos. A tientas, encontró
unos papeles apilados en una caja de cartón. Acercó uno a la luz y leyó unas
líneas, pero no entendió muy bien de qué iban. Sospechó que se trataba de un
panfleto, se lo tendió a Akbar y gesticuló enfadada:
–Necio, eres un completo necio, Akbar.
Se hincó de rodillas y continuó. De debajo de una mesita sacó una máquina
de escribir.
–¿Qué diablos hacemos ahora con esto? ¡Ay, Akbar, Akbar, vas a acabar
conmigo!
Siguió buscando a gatas en la oscuridad. Detrás de una caja de madera halló
unos aerosoles para pintar graffiti. Eran cosas que nunca había visto. Con
cuidado, sostuvo uno ante la vela para examinarlo.
–¿Qué será esto? ¡Apártate, hombre! ¡Ten cuidado! ¡No sea que exploten!
Coge una bolsa y ponlos dentro. No, mejor no los toques, déjame a mí. –
Recogió los aerosoles uno por uno y los metió en una bolsa de plástico,
suspirando-: Cascabelito, has arruinado tu vida, y la mía también. – Y
gesticulando para que lo entendiera Akbar, añadió-: ¡Deprisa! ¿Dónde he dejado
el velo? Dame los papeles. Tú coge la máquina de escribir y escóndetela debajo
del abrigo. Envuélvela en un paño. No, en una alfombrilla. ¡Rápido! Yo llevaré
estos malditos papeles. ¡Salgamos! Sígueme. Vamos al río.

•••

Fuera comenzaba a clarear, aunque el sol aún no había salido.


Los hombres regresaban a sus casas con pan recién hecho que habían
comprado en la tahona.
–Salam aleikum!
–Salam aleikum!
Tine tomó un atajo hacia los viñedos, seguida de Akbar. Al cabo de un
cuarto de hora llegaron al río.
Ella buscó una piedra, la metió en la caja con los panfletos, se desanudó el
pañuelo que llevaba bajo el velo y ató la caja con él. Acto seguido, la sumergió
en el agua. Luego cogió con cuidado la bolsa donde estaban los aerosoles, la
llenó de agua y la cerró con un nudo. A continuación, la empujó hacia el centro
del río y la vio alejarse flotando a duras penas en la corriente antes de hundirse.
–¿Qué haces ahí mirando? – gesticuló furiosa-. ¡Tira esa máquina!
Pero Akbar no obedeció. No podía, vacilaba.
Tine fue hacia él, se la quitó de las manos, se acercó a la orilla y la lanzó con
todas sus fuerzas al río. La máquina cayó al agua con gran estruendo y Tine se
arrodilló en el suelo.
–¡Ay, mi espalda! ¡Akbar, ven aquí! ¡Dame la mano! ¡Ay, ay, me falta el
aire! ¡No, no me toques! Cascabelito, mira lo que me has hecho…
Rompió a llorar. Después de un rato, se incorporó con ayuda de Akbar y,
cogidos del brazo, volvieron a casa.
A las once de la mañana, dos agentes de los servicios secretos entraron
subrepticiamente en la tienda de Aga Akbar. Ese día había estado a punto de no
ir, pues no se encontraba con ánimos, pero Tine había insistido:
–Tú ve a abrir como si no pasara nada y ponte a trabajar. Nadie debe
enterarse de que Cascabelito no ha venido a casa esta noche.
Akbar se encontraba trabajando en su mesa, cuando las sombras de los
agentes se dibujaron en la alfombrilla que estaba reparando. Asustado, alzó la
cabeza y quiso ponerse en pie.
–No te levantes -le indicó por señas uno de ellos.
Akbar presintió que se trataba de los hombres que había mencionado Tine.
Mientras tanto, el otro se puso a deambular por el local, examinando las cosas.
Cambió de lugar un par de alfombrillas enrolladas que estaban sobre la mesa de
trabajo y echó un vistazo dentro de una caja que había en un estante.
–Tu hija, la que te ayudaba en la tienda…, ¿dónde está? – interrogó el
policía, esforzándose por expresarse con gestos. Éstos no eran muy claros, pero
Akbar entendió a qué se refería-. ¿Qué hacía en la tienda? – prosiguió.
–No comprendo de qué habla -gesticuló Akbar.
–Tu hija -insistió el policía-. Hija, pendiente. Pendientes verdes. Pelo largo.
Pecho. Senos. ¿Entiendes? ¿Qué hacía aquí? ¿Qué otras personas frecuentaban
tu taller?
Akbar sabía que no debía decir nada, pero los burdos gestos de aquel hombre
en relación a los pendientes, el pelo largo y los senos habían herido su
sensibilidad. Si había mencionado el pelo largo y los pendientes verdes de su
hija, significaba que la había visto sin el velo. ¿Cómo era posible?
Akbar hervía por dentro, pero mantuvo la serenidad y permaneció sentado en
la silla.
–No comprende de qué le hablo -le dijo el agente a su compañero.
–Lo comprende perfectamente. Muéstrale las fotos -repuso el otro, antes de
desaparecer en el almacén.
El policía sacó del bolsillo de la chaqueta un par de fotos en blanco y negro y
se la enseñó a Akbar. Era el retrato de un hombre.
–¿Conoces a este tipo?
–No comprendo; déjeme ir a buscar a mi mujer.
–No te muevas, míralo bien. ¿Lo has visto alguna vez en tu tienda? ¿Tenía
contacto con tu hija? ¿Tenía…?
–No sé de qué me está hablando. Mande llamar a mi mujer -insistió Akbar.
–Ahora entenderás. Mira esta otra foto. A ella seguro que la conoces -le dijo
con una sonrisa maliciosa, mostrándole una instantánea en la que aparecía
Cascabelito con el cabello revuelto y heridas en la cara.
De repente, todo cambió. Era como si aquel hombre hubiese tocado algo
intocable. Akbar le arrebató la foto, le dio un empujón y se puso en pie.
El agente retrocedió, desenfundó la pistola y vociferó:
–¡Siéntate!
Pero eso no hizo más que empeorar las cosas. Akbar cogió un palo y la
emprendió a golpes con el policía, exclamando:
–EUEUEUEUEUEUEUEU! JUJUJUJUJU!
¡EUEUEUEUEUEUEUEUEUEU!
El otro agente salió del almacén con la intención de agarrar a Akbar por
detrás, pero éste se giró a tiempo y le dio un puñetazo en el hombro izquierdo
con todas sus fuerzas. El hombre se encogió de dolor.
Akbar se precipitó a la calle y se puso a gritar:
–¡EUEUEUEUEUEUEUEUEU! ¡UJUJUJUJUJU!
¡UOOOOOOOOORRRRR!
Los tenderos salieron disparados de sus locales y los transeúntes corrieron en
su auxilio.
–¿Akbar, qué te ha pasado?
–Allí dentro, esos hombres. Una foto. Cascabelito. Su pelo. Pendientes -
gesticuló él.
Nadie entendía lo que quería decir.
La situación se les había ido de las manos. Los odiados agentes de los
servicios secretos se deslizaron hacia el coche en que habían llegado y
desaparecieron.

•••

Los comerciantes acompañaron a Akbar al taller.


–¿Qué querían esos hombres?
–Uno de ellos llevaba fotos en el bolsillo. Los pendientes verdes. El pelo
largo de Cascabelito. Y sus… ¿Cómo puede haber visto sus pendientes verdes?
¿Me comprendes?
–No -le contestó el dueño de la tienda de comestibles.
–Anoche, Cascabelito… Quiero decir… no vino a dormir a casa, pero mi
mujer sabe más que yo. Y ese hombre ha sacado una pistola. Llevaba la foto en
el bolsillo de la chaqueta. De pronto me he enfadado, he cogido un palo y le he
pegado. El otro ha querido agarrarme por detrás y le he sacudido un buen
puñetazo en… La foto, ¿dónde está la foto?
–Creo que será mejor que llamemos a su mujer -sugirió el tahonero-. Me
parece que no se siente bien.
Ismail volvió a telefonear unas cuantas veces, pero Tine fue incapaz de
contarle que Cascabelito estaba presa. Una y otra vez repetía que, casualmente,
su hermana no se hallaba en casa.
–Tine, me resulta difícil llamaros. No puedo hacerlo con regularidad.
Volveré a intentarlo mañana por la tarde, a eso de las siete -había dicho la última
vez-. Comunícaselo a Cascabelito. Quiero hablar con ella. ¿Podrías decirle a mi
padre que mañana regrese de la tienda un poco antes? Me apetece oír su voz. Por
cierto, ¿se encuentra bien?
–Estamos viejos. Unas veces mejor, otras peor. Él se queda hasta tarde en el
taller, como siempre.
Tine estaba mintiendo, pues, mientras hablaba con su hijo, Akbar yacía
enfermo en cama. Se había colocado de espaldas a él, para que no se diera
cuenta de que era Ismail. Pero Akbar lo notó, sintió que su mujer le ocultaba
algo. Se incorporó con dificultad y, acercándose a Tine, le preguntó con gestos:
–¿Quién es?
–La vecina -respondió ella.
Akbar leyó en su mirada que mentía.
–¿No será Ismail por un casual? – gesticuló, y luego pronunció-: Ismaa,
Ismaa, Ismaa, Agggaaa, Aga Akkekebaaraaa.
–¡Tine! – dijo Ismail levantando la voz al otro lado de la línea-. ¿Está mi
padre ahí?
Akbar le arrebató a su mujer el auricular y empezó a narrarle a su hijo con
voz trémula la historia de Cascabelito:
–Ji au au au jo jo jo ma ua uaa uaaa cas cas au au au yy yy yyoo au ccor ccor
ttttttt au ccas Akka gagaga agga ua uaaa uaaa affo affomm ttien tiendd ggol
ggolpp yyyoo yyoooo bedddde doooo nooonooo ccas ccasccaaa yyooo
nnonnonoo.
Cuando acabó, le devolvió el auricular a Tine, se enjugó las lágrimas y se
metió de nuevo en la cama.
Llorando, Tine le contó a Ismail la verdad. Le confesó que Cascabelito
estaba presa; que, por fin, después de seis meses, podían visitarla una vez al mes;
y que Akbar se había caído en la calle bajo los cedros y los vecinos lo habían
llevado a casa en andas.
Akbar regresó a la tienda, pero no era capaz de trabajar.
–Ya no me funciona bien la cabeza -le comentó a Tine-. Cuando me pongo a
reparar las alfombrillas, me equivoco con los dibujos de las flores.
–Intenta concentrarte. Si no haces bien el trabajo, nos quedaremos sin dinero.
Ve al taller y empieza poco a poco; después las cosas saldrán solas.
Un mes más tarde, una noche en que Akbar no regresaba a casa, Tine fue a
ver por qué tardaba su marido. Éste se había desvanecido encima de la
alfombrilla, con el cuaderno de la escritura cuneiforme a su lado. La mujer fue
corriendo a la tahona y el dueño llamó a una ambulancia, que llegó enseguida. El
médico le explicó a Tine:
–Tu marido necesita descansar. El trabajo puede ser mortal para él.
Transcurrida una semana, Akbar abandonó el hospital apoyándose en un
bastón.
Como no podía quedarse en casa sentado, fue andando a la tienda con el
bastón, abrió la puerta, se instaló en una silla junto a la ventana e intentó trabajar
un poco. Hacia el mediodía dio un paseo hasta el cementerio, se sentó junto al
sepulcro de su sobrino Yawad y contempló desde allí el monte del Azafrán.
Cuando regresó a casa, ya era de noche. Tine le espetó:
–¿Dónde te habías metido? ¿Qué haré si vuelves a desmayarte?
Akbar cogió una pluma, marcó con una cruz otro día más en el calendario y
luego contó los días que faltaban para que pudiesen ir a ver a Cascabelito.
Los días de visita, Akbar se levantaba de madrugada y, apoyado en el bastón,
iba caminando solo hasta la prisión, que estaba a diez kilómetros de la ciudad.
Tine le decía cada vez:
–No lo hagas. No te conviene. Es mejor que vengas conmigo en autobús.
Pero Akbar no le hacía caso.
–Andar me sienta bien. Voy despacio, sin prisas. No tienes que preocuparte.
De tanto en tanto, hago un descanso.
Cuando llegaba a la cárcel, se sentaba en el salón de té de la plazoleta que
había enfrente hasta que aparecía el autobús y descendían los familiares. En
cuanto veía a Tine entre la gente, se levantaba e iba a su encuentro.
Cada vez que visitaba a su hija, Akbar le llevaba unos ovillos de lana que él
mismo teñía. Cascabelito llegó a tejer con ellos en la celda una túnica, un par de
guantes y unos calcetines abrigados. Tine le compraba verdura fresca y lentejas,
porque Cascabelito no veía bien en la oscuridad de la celda. La última vez le
había pedido a su madre nueces y dátiles secos.
–¿Para qué? – le preguntó Tine-. No te conviene comer muchas nueces si te
mueves tan poco.
–No te preocupes, mamá. No me las como.
Así fueron pasando los meses. Y los años. Cayó el muro de Berlín, e Ismail
fue a parar a Holanda. Le dieron una casa en el pólder, con una ventana donde se
sentaba a contemplar su pasado.
Fueron tiempos difíciles, pero no se arrepintió de su huida, ni de la senda
política que había elegido recorrer. Había aprendido mucho y acumulado
numerosas experiencias. Incluso podía decirse que había vivido mucho. Sin
embargo, le dolía extraordinariamente y le inquietaba que Cascabelito estuviese
encarcelada. Además, sentía una profunda sensación de culpabilidad.
Era invierno. Por la mañana temprano, Akbar cogió su bastón y salió de casa,
rumbo a la prisión.
En primavera y verano se detenía a charlar con los campesinos que labraban
las tierras.
–¿Cómo estás, Aga Akbar? – gesticulaban.
–Mejor.
–¿Y tu hija?
–Bien, me ha hecho unos guantes y una gorra para el invierno. Incluso está
tejiendo una alfombrilla. Dice que se sentará encima de ella y saldrá volando de
la cárcel -respondía riendo-. Volando… -repetía, moviendo el bastón en el aire.
Se sentaba con ellos, tomaba un té, descansaba un poco y luego continuaba
la marcha.
Sin embargo, en invierno era más duro. No podía detenerse para no quedarse
frío. Pero no le importaba. Entablaba conversaciones imaginarias con
Cascabelito, y de ese modo no sentía frío en los pies.
La última vez que fue con Tine a visitarla la encontró envejecida. Lo notó en
las patas de gallo y también en su postura. Incluso se percató de que andaba un
tanto encorvada.
Quizá no fuese así y él se equivocaba. No obstante, le comentó a su mujer:
–He visto que Cascabelito iba un poco encorvada. ¿Tú también lo has
notado?
–No, pero debe de ser porque los presos pasan muchas horas sentados. No
pueden moverse demasiado en las celdas. Cuatro o cinco chicas en esas celdas
tan estrechas… Cuando salga, tendrá que caminar mucho. Así volverá a andar
bien.
–¿Cuándo saldrá?
–No lo sé, Akbar. No suelen decirlo. Tal vez pronto, o tal vez falte mucho
aún.
–¿Qué quieres decir con que tal vez falte mucho?
–Ya basta, Akbar. ¿Cómo quieres que lo sepa? A lo mejor falta tanto que,
cuando ella salga, la que no pueda andar sea yo.
Esa respuesta lo afligió.
Durante el trayecto de regreso, Akbar reflexionó sobre las palabras de Tine.
Había dicho que quizá faltara mucho, tanto que, cuando su hija saliera, a lo
mejor ella ya no podía andar. Y yo probablemente me habré muerto. Cascabelito
echará canas en prisión. Pero es lista y fuerte, resistirá lo que haga falta. Cuando
salga, aún podrá vivir muchos años, y trabajar, y quizá incluso tener hijos. Ha
leído muchos libros, se las arreglará. Tine dice que no me ponga triste, que todo
irá bien. Dice que si estoy muy apenado, volveré a caerme al suelo y me moriré.
Y si me muero, no podré seguir visitando a Cascabelito en la prisión, y ella
llorará siempre en su celda.
Tine dice también que si me muero, lógicamente, tampoco volveré a ver a
Ismail.
Cuando Cascabelito salga, quizá podamos ir a visitarlo. Tine dice que
viajaremos en avión. Quién sabe, quizá vayamos los tres a verlo. ¿Dónde dijo
que vivía? Tine dice que vive en un país donde no hay montañas y el cielo está
siempre nublado. Que allí sopla mucho el viento. Y que Ismail vive en el fondo
del mar.
¿En el fondo del mar? ¿El mar?
«Sí», responde Tine. Han apartado el mar, lo han empujado hacia atrás. Y
ahora, en la tierra que han desocupado crecen árboles y pastan las vacas. Allí
vive Ismail, pero yo no entiendo nada.
Cascabelito es distinta de Ismail, tiene más paciencia que él, me explica las
cosas con más calma.
Ismail siempre me hablaba de las cosas grandes, del cielo, las estrellas, la
Tierra, la luna. Cascabelito, sin embargo, siempre hablaba de cosas pequeñas.
Una vez cogió del suelo una piedrecita y me aseguró que dentro había cosas
que se movían.
¿Movimiento dentro de una piedra?
Me dijo que en aquella piedra había cosas que giraban, igual que la Tierra
alrededor del sol.
No entendí nada. Le repliqué que era imposible. Una piedra es una piedra, y
punto. Si le doy un martillazo, no se ve nada. Ni Tierra, ni solecito alguno.
Ella me entregó un martillo, y rompí la piedra.
–¿Lo ves? No hay ningún solecito.
–Pártela en pedazos más pequeños -repuso ella.
Obedecí. La deshice en trocitos más y más pequeños cada vez, y seguí
golpeándola hasta que no quedó más que una montañita de arena y ya no podía
reducirla a fragmentos más pequeños.
–El solecito está dentro del grano de arena más diminuto -dijo Cascabelito.
Yo solté una carcajada.
Es lista. Esas cosas las saca de los libros. Una vez apoyó la cabeza en mi
pecho izquierdo y me dijo:
–Pum, pum, pum.
–¿Qué quieres decir con eso de pum, pum, pum? – le pregunté.
–Que aquí, debajo de las costillas, tienes un motor.
–¿Un motor?
Me dio la risa, pero ella abrió un libro y me enseñó qué clase de motor tenía
yo debajo de las costillas haciendo «pum, pum, pum».
Akbar fue andando a la prisión, que estaba en la ladera de una colina.
Cuando llegó a la plazoleta que había enfrente, ya había salido el sol. Aún tenía
tiempo y fue al salón de té a esperar a Tine. El dueño le sirvió un té y le preguntó
si quería comer algo.
–Pan con queso -gesticuló Akbar.
A través de la ventana contempló las montañas nevadas y la cárcel, los
ventanucos de las celdas. «En una de esas celdas está Cascabelito -pensó con
leve amargura-. Ella sabe que estoy esperando aquí en el salón de té. Luego,
cuando la vea, me preguntará: "¿Cómo estás, papá? ¿Has venido otra vez
andando? Es mejor que no lo hagas, te dolerá la rodilla. ¿Por qué no coges el
autobús?" "No me gusta el autobús. El olor a gasolina no me deja pensar. Sin
embargo, caminando puedo pensar un montón de cosas."»
Akbar se molesta cuando, durante la visita, un celador se planta al lado de
Cascabelito para vigilarla. Tine le dice que no se fije en él, que actúe como si no
hubiese nadie, pero Akbar no puede.
Una vez le dio a entender al guardia por medio de gestos:
–¿Podría apartarse?
Tine le tiró enseguida de la manga.
–¡No le digas eso, que no nos dejarán venir a verla!
La visita es breve, siempre se acaba volando. Tine dice:
–No te quejes. Es suficiente.
El autobús pasó por delante del salón de té, se detuvo en la parada y los
pasajeros bajaron.
Akbar vio a Tine, que había comprado verdura fresca para Cascabelito. Por
primera vez notó que andaba con dificultad. «Ha envejecido», pensó.
La visita a los presos políticos sólo les estaba permitida a los padres. Los
hacían pasar a todos juntos a una sala, donde un poco más tarde podían hablar
con sus hijos detrás de un enrejado alto y alargado. A un metro y medio de
distancia de éste, había otra reja de separación. Como todo el mundo hablaba a la
vez, era necesario hacerlo bien alto para entenderse.
Había que darse prisa, porque la hora se pasaba volando y las palabras no
pronunciadas se quedaban atravesadas en la garganta hasta el mes siguiente.
A veces, en ese ambiente gélido y bullicioso, de repente una madre
empezaba a chillar y se producía un silencio instantáneo. Todos sabían que si
algún preso no acudía a la cita, era porque lo habían ejecutado. La hora de las
visitas era una tortura para los padres. Morían cien veces hasta que veían a sus
hijos detrás de aquellas rejas. ¿Estarán? ¿No estarán?
Akbar no sabía nada del desasosiego y la angustia de esos padres. Tine le
había ahorrado ese sufrimiento, pero ella se derretía como una vela hasta que
aparecía Cascabelito.

•••

La puerta interior de la prisión se abrió y los guardias acompañaron a los


reclusos hasta las rejas, pero Cascabelito no estaba entre ellos. Su lugar
permaneció vacío. Tine quiso gritar, pero no salió ningún sonido de su boca.
Akbar vio cómo le temblaban las verduras en la mano y a continuación se
desplomaba. Le entró el pánico.
Dos mujeres policías agarraron a Tine por los brazos y la arrastraron hacia
fuera. Akbar fue tras ellas unos metros, pero enseguida regresó.
–¿Dónde está mi hija? – gesticuló, dirigiéndose a uno de los agentes
apostados al otro lado de los barrotes, que no le contestó-. Cascabelito, mi hija -
siguió apresuradamente, mientras miraba intranquilo a las celadoras que llevaban
a Tine a la puerta.
El carcelero actuó como si no lo viese.
Pasó la hora de las visitas, y los guardias obligaron a los padres a retirarse.
–Tú también. ¡Fuera! – le dijo el vigilante a Akbar.
–Todavía no he visto a mi hija.
–¡Fuera de aquí! – le espetó, señalándole la puerta. Akbar no quería salir. El
agente lo agarró del brazo-. ¡Fuera he dicho!
Akbar se aferró a las rejas y gritó con fuerza:
–¡Mmmiii Cccaaass!
Tres guardias lo zarandearon con violencia para obligarlo a soltar las rejas y
lo empujaron hacia la puerta. Fuera de sí, Akbar levantó el bastón sobre la
cabeza de uno de ellos con la intención de atizarle con todas sus fuerzas, pero de
pronto se acordó de la advertencia de Tine: «No te enfades. No les digas nada a
los policías. ¡No les hagas nada! Nunca más le pegues a un policía. De lo
contrario, matarán a Cascabelito.»
Bajó el bastón, esbozó una sonrisa y gesticuló:
–Obedeceré. Ya me voy.

•••

Fuera lo esperaban los otros padres, que se arremolinaron en torno a él para


preguntarle:
–¿Qué? ¿La has visto?
–¡No! Me han echado a la calle.
–¡Qué barbaridad! No son humanos, son unas bestias -masculló una mujer.
–¿Dónde está mi esposa?
–Se la han llevado a casa -respondió un hombre.
–¿Cómo estaba?
–No te preocupes. Unas mujeres la han acompañado a casa.
Akbar no sabía qué hacer. Todos murmuraban que seguramente habían
ejecutado a Cascabelito.
–Si la han ejecutado, ya avisarán a la familia -musitó una madre.
–Son más ruines de lo que tú crees -replicó otra-. Lo que buscan es
someterte. Sólo entonces te dicen que han matado a tu hijo.
–¿Sabéis qué? – farfulló una tercera-. En el autobús comentaban que anoche
los guardias estuvieron en las montañas persiguiendo con perros y reflectores a
un grupo de presos que se había fugado.
–¿Qué?
–Se fugaron tres.
–¿De la cárcel de los clérigos? ¿Tú estás bien de la cabeza?
–También yo lo he oído comentar en el salón de té -dijo un hombre.
Las mujeres se cubrieron la cabeza con el velo y siguieron conversando en
grupos.
Akbar se quedó solo.
Dos jeeps con guardias armados y perros bajaron la cuesta y atravesaron la
plaza.
–¡Fuera! – vociferó uno de los policías-. ¡A casa!
Las madres se precipitaron hacia la parada del autobús, donde las aguardaban
sus maridos.
El autobús partió y el lugar quedó desierto. De las montañas bajaba un viento
cortante que barría la plazoleta. Akbar se quedó allí, esperando a que saliera el
imán de la prisión.
Tenía la intención de acercarse a él, cogerle la mano, besársela e implorarle:
«Cascabelito no ha aparecido, y mi mujer se ha desmayado. ¿Sabe usted…?»
En ese instante se abrió la puerta de la cárcel y salió una policía envuelta en
un velo. Había terminado su trabajo y se dirigía a la parada del autobús.
Él la reconoció. Era hija de uno de sus clientes. Akbar inclinó la cabeza a
modo de saludo y ella le devolvió el gesto.
Con actitud vacilante, Akbar le indicó por señas:
–Mi hija. No ha venido.
La mujer volvió la cabeza y fijó la mirada en el muro de la prisión. Akbar
prosiguió:
–Mi esposa se ha desplomado. Le he preguntado a un guardia dónde estaba
Cascabelito, pero…
Incómoda, la mujer continuó mirando la penitenciaría, y luego el salón de té.
–Tu hija ya no está -gesticuló debajo del velo.
–¿Cómo que no está? – gesticuló Akbar con expresión de sorpresa.
–Se ha ido a la montaña -respondió, antes de salir disparada a coger el
autobús, que entraba en la plaza.

Huellas
Es difícil establecer a ciencia cierta
si se trata de huellas humanas o de animales.
Ya era de noche y en casa de Akbar había mucha gente. Los vecinos iban
entrando. Todos estaban convencidos de que Cascabelito formaba parte del
grupo de reclusos huidos, sólo que no había confirmación.
Se rumoreaba que llevaba meses preparando la fuga. Con la lana que le
proporcionaba su padre se había confeccionado ropa de abrigo, y había guardado
las nueces. No obstante, resultaba difícil creerlo.
Tine estaba inquieta. Los vecinos y los hombres de la familia la rodeaban, y
sus hijas Ensi y Marzi trataban de calmarla.
–Tine, no actúes como si Cascabelito estuviese muerta -le dijo Ensi-. Algo
me dice que está viva. En este momento quizá haya llegado a la cumbre del
monte del Azafrán.
–¿Fugada? ¿En la cumbre del monte del Azafrán? – se preguntaba Tine,
llorando desconsoladamente-. Es imposible. Conozco a mi hija. ¿Podría ir
alguien a averiguar qué ha sido de ella?
–Eso es imposible -replicó Marzi-. Los guardias han estado todo el día
rastreando las montañas. Nadie la ha visto. Deja de lamentarte. Además, aunque
la hubiesen…
–¡Cállate! – chilló Tine, llevándose las manos a los oídos.
Hubo un silencio. Tine cayó entonces en la cuenta de que Akbar todavía no
había regresado a casa.
–¿Aún no ha vuelto Akbar de la cárcel?
–Ya vendrá. Tal vez haya ido a la tienda.
Los vecinos conversaban entre sí.
–Si es cierto que se han escapado, ¿te imaginas lo que les espera?
–Confío en que los guardias no consigan pillarlos.
–Y si no lo hacen, me pregunto si lograrán aguantar el frío allí arriba.
Cascabelito no tiene experiencia como escaladora.
–¿Quién te ha dicho eso? Se defiende muy bien. Estoy convencido de que
han recibido ayuda. Nadie en sus cabales se internaría en las montañas así como
así. Tal vez hubiera un coche esperándolos fuera de la prisión.
–Dicen que Cascabelito se puso un velo negro, salió por la puerta principal
como si tal cosa y se esfumó.
–¡Eso es imposible!
–¿Por qué? ¿Te acuerdas que dijo que estaba tejiendo una alfombra para salir
de allí volando?
–El corazón me da un vuelco sólo de pensarlo.
–¡Marzi, Ensi…! ¿Dónde están Bolfazl y Atri? – inquirió Tine-. ¿Podéis
acercaros alguna a la tienda a ver si vuestro padre ha regresado?
El té ya estaba listo. Mientras una vecina preparaba sopa en una cacerola,
otra lo sirvió y lo ofreció a los presentes en una bandeja. Marzi se puso el velo y
fue a ver si su padre estaba en el taller.
Poco después llegaron Bolfazl y Atri, los maridos de Marzi y Ensi. Habían
ido a ver al imán de la ciudad para pedirle explicaciones.
–¿Y? – preguntó Tine, incorporándose.
–Nada -contestó Bolfazl-. Es como si se hubiesen cerrado todas las puertas
del mundo. No se puede hablar con nadie.
–Tómate un té -le dijo Ensi-. Hay que esperar. No tenemos alternativa.
Se abrió la puerta y entró Marzi anunciando que Akbar no había vuelto aún.
–¿Que aún no ha vuelto? ¡Santo Dios! – exclamó Tine-: Iré a buscarlo -dijo
cogiendo el velo-. Temo que se haya caído de nuevo. Bolfazl, Atri, ¿venís
conmigo?
–¡Siéntate, Tine, y tranquilízate! – le ordenó Ensi-. Deja que se encarguen
los hombres de eso.
–¿Lo veis? – chilló Tine-. Le he dicho cientos de veces que tome el autobús,
pero no me hace caso.
–Tal vez haya ido a casa de alguien para desahogarse -sugirió Ensi-.
Llamaremos a todos nuestros conocidos. Si no está con nadie, los hombres
saldrán en su busca. Siéntate, todo se arreglará.
Tres hombres -los yernos de Tine y un vecino-se pusieron sus gruesos
abrigos, cogieron linternas y se lanzaron en plena oscuridad en busca de Akbar.
Decidieron recorrer a pie el camino hasta la prisión, por si el anciano se
había caído sobre la nieve congelada. A todo el que encontraban, le preguntaban
por él.
–¿No habrá visto por casualidad a Aga Akbar?
–¿Aga Akbar?
–Sí, el tejedor de alfombras mudo.
–¿El que siempre va caminando a la prisión?
–Exactamente.
–Lo veo a menudo pasar por aquí, pero hoy no lo he visto.
Continuaron, y tropezaron con un viejo campesino que empujaba por la
nieve una carretilla cargada de leña.
–Salam aleikum!
–¡Buenas noches! ¿Qué hacen por aquí con este frío?
–Buscamos a Akbar, el tejedor de alfombras.
–Ah, sí, ese que va con un bastón…
–El mismo. ¿No lo habrá visto hoy por casualidad?
–Pues no. Hoy he estado todo el día encerrado en casa.
A los pocos minutos vieron llegar el autobús, procedente de las montañas.
Alzaron las linternas y el vehículo se detuvo lentamente junto a la cuneta.
–¿Suben? – les preguntó el conductor desde la ventanilla.
–No, buscamos a Aga Akbar.
–¿Aga Akbar?
–El tejedor de alfombras, seguro que lo conoce.
–¿Se refiere al mudo? ¿El que tiene la hija en la cárcel?
–Sí. ¿Lo ha visto?
–Creo que sí.
–¿Dónde? ¿Cuándo?
–No recuerdo. Esta tarde… ¿O ha sido esta mañana? Hacia las once… ¿O
eran las doce? No me atrevo a decirlo con certeza. Creo que iba hacia arriba,
hacia el pueblo… -Se volvió hacia los pasajeros-: ¿Alguien ha visto hoy al
tejedor de alfombras sordomudo? ¿No? ¿Nadie?
El autobús continuó la marcha, y ellos siguieron su camino.
–Ha debido de ocurrirle algo grave -dijo el vecino-. Quizá deberíamos avisar
a la policía.
–¿A la policía? ¿Tú crees que va a ayudarnos?
–Sigamos unos kilómetros más -propuso Atri-. Cerca del pueblo hay un taller
mecánico que tiene un surtidor de gasolina. Podríamos preguntar allí. Alguien lo
habrá visto.
De la montaña soplaba un viento frío que arrastraba nieve.
–No entiendo cómo una persona enferma como Akbar puede hacer todo este
camino a pie -se preguntó el vecino.
–Akbar es fuerte.
–Pero está enfermo.
–Él sabe lo que hace. Se toma su tiempo para llegar a los sitios. Camina
despacito -respondió Bolfazl-. Además, casi nunca ha cogido un autobús ni un
taxi… Sí, puede que esté enfermo, pero es más fuerte que yo.
–Me parece que la gasolinera está cerrada -dijo Atri-. Con tanto hielo en las
calles, la gente no se atreve a coger el coche.
No obstante, siguieron andando. En efecto, allí no había ni un alma.
–Mira, ahí hay una cabina -dijo Bolfazl-. Llamaré a casa; a lo mejor ha
vuelto.
Respondió Marzi al teléfono.
–Soy Bolfazl. ¿Todavía no ha regresado? Nosotros hemos preguntado a todo
el mundo, y nada, pero seguiremos buscando. Te llamaré en cuanto sepamos
algo.
–El dueño de la gasolinera vive en el pueblo -dijo Atri-. Seguro que él lo ha
visto. Vayamos allá.
En la tienda de comestibles preguntaron por la dirección del dueño de la
gasolinera. Les dijeron que vivía unas calles más allá, en una casa con una gran
puerta de hierro. El timbre no funcionaba. Atri dio unos golpecitos en la puerta
con una piedra, y un perro empezó a ladrar.
–¿Quién es? – preguntó una mujer.
–Ya sé que es un poco tarde para…
Se abrió la puerta y apareció el dueño de la gasolinera en persona.
–Perdone que lo molestemos a estas horas de la noche -se disculpó Atri-,
pero estamos buscando al tejedor de alfombras que suele ir andando a la prisión.
¿Lo conoce usted?
–Sí, cómo no, Aga Akbar. Lo conozco muy bien. Una vez nos reparó una
alfombra. Siempre que pasa por delante del taller camino de la cárcel, me saluda.
¿Qué le ha ocurrido?
–Hoy ha ido a visitar a su hija a la cárcel, pero aún no ha regresado a casa.
Padece del corazón…, y estamos muy preocupados. ¿Lo ha visto usted, por
casualidad?
–Sí, esta mañana ha pasado por delante del taller, pero no sabría deciros si ha
vuelto. ¿Por qué no vais a la plaza de la penitenciaría y preguntáis en el salón de
té? ¿Habéis venido en coche? ¿No? Pues os queda un buen trecho. Esperadme,
voy a buscar el abrigo.
El hombre sacó su jeep y subieron todos a él.
–Akbar es un buen tipo -dijo mientras conducía-. Todo el mundo dice que da
suerte. En una ocasión me arregló una alfombra, y me la dejó como nueva. Está
atravesando momentos difíciles. Esto es el mundo al revés. ¿A quién se le ocurre
encarcelar a muchachas y mujeres? Alá nos va a castigar de verdad. ¡Ni el sha se
atrevía a hacer esas cosas! Sin embargo, los imanes hacen lo que les da la gana.
En el salón de té ya no había luz, pero el dueño de la gasolinera sabía dónde
vivía el propietario. Siguieron en dirección a las montañas, y al cabo de unos
kilómetros divisaron las luces de un pueblo. Cuando llegaron a la plaza, el
hombre detuvo el vehículo delante de una casa.
–Mashadi… ¡Eh, Mashadi! ¿Estás ahí? – gritó hacia una ventana iluminada
en la primera planta.
El aludido se asomó y, al reconocer el jeep, bajó enseguida.
–Bienvenidos, adelante. ¿Qué se os ofrece?
–¿Podrías ayudar a esta gente? – le pidió el dueño de la gasolinera-. Están
buscando a Aga Akbar, el tejedor de alfombras, ya sabes, el mudo que anda con
bastón, el que tiene a la hija presa.
–Sí, ya sé a quién te refieres.
–Aún no ha vuelto a casa. Sufre del corazón, y temen que le haya ocurrido
algo. Lo han buscado por todas partes. He pensado que a lo mejor tú lo habías
visto.
–Efectivamente. Suele esperar a su mujer en el salón de té. Esta mañana ha
desayunado allí, y luego han entrado los dos en la prisión, pero no sé dónde han
ido después. Un momento, déjame pensar… Ah, sí, he vuelto a verlo más tarde
hablando con una mujer en la parada del autobús.
–¿Y luego? – inquirió Bolfazl.
–El autobús se ha ido, pero él se ha quedado allí, contemplando las
montañas. No sé más.
–¿Dónde puede haberse metido? – dijo Bolfazl.
–¿Habrá ido a visitar a alguien? – se preguntó Atri.
–No lo creo, sabiendo el estado en que se encontraba Tine.
–Tal vez haya vuelto ya a casa -sugirió Atri.
–Lo dudo mucho.
–Entonces ¿qué? – preguntó el vecino.
–Pienso que no ha ido hacia abajo, sino hacia arriba.
–¿Hacia arriba?
–Sí, a las montañas -recalcó Bolfazl.
–¿A las montañas?
–Quién sabe… Es posible -dijo Atri.
–¿Puedo preguntarle una cosa? – dijo Bolfazl, dirigiéndose al propietario del
salón de té-. Se rumorea que se han escapado unos presos. ¿Sabe usted algo de
eso, por casualidad?
El hombre miró primero al dueño de la gasolinera y luego a Bolfazl.
–Discúlpenme, pero yo no quiero saber nada de esos asuntos. Tengo cinco
hijos y… No, no sé nada de eso. Al tejedor de alfombras lo he visto en la parada
del autobús, pero no sé nada más, de verdad. Discúlpenme.
–Está bien -dijo el dueño de la gasolinera-. Ya les has dicho lo que sabías.
Yo tampoco quiero meterme en líos. Pero el tejedor de alfombras es un tipo de
buen corazón… Por eso he traído aquí a esta gente. Ya nos vamos.
El hombre entró en la casa y echó el cerrojo.
El dueño de la gasolinera arrancó el motor del jeep y dijo:
–No sé qué pensáis hacer ahora, pero yo me vuelvo a casa. Espero que no os
lo toméis a mal.
–Usted ha hecho lo que ha podido, muchas gracias -le respondió Bolfazl-. Si
fuera tan amable de dejarnos otra vez en la plaza…
Los llevó hasta allí y se apearon del vehículo.
Allí estaban los tres, en la parada del autobús, deliberando sobre cómo
proceder.
–Podríamos coger el camino de la montaña y buscar un poco más -sugirió
Bolfazl.
–Eso es de locos -replicó el vecino.
–Conozco a Akbar -dijo Bolfazl-. Si sospecha que Cascabelito se ha
escondido en el monte, habrá ido tras ella.
–No lo creo, con la nieve que ha caído.
–Yo, en su lugar, lo haría.
–No discutáis -terció Atri-. Podemos subir un trecho. Akbar no puede haber
llegado muy lejos con el bastón.
Tomaron el sendero del monte, examinando a la luz de las linternas las
pisadas en la nieve congelada.
–Éstas, ésas y aquéllas son de botas militares -dijo Bolfazl.
–¿Y éstas? – preguntó Atri.
–Ésas son de zapatos normales. Podríamos seguirlas.
–Los guardias deben de haberlas rastreado también.
–Lo dudo -replicó el vecino-. Ningún fugado escogería este camino.
–¿Por qué? – inquirió Bolfazl.
–Pues porque dejaría marcadas sus huellas en la nieve.
–Cuando uno corre peligro y no tiene opción, coge el camino que sea.
–No estoy de acuerdo. Yo creo que habrán ido por la carretera hasta llegar al
primer pueblo, y de allí al siguiente, y luego habrán cambiado de ruta. Si son
inteligentes, permanecerán escondidos unos días antes de subir a la montaña.
En un punto del camino, las huellas de las botas militares se interrumpían y
sólo se veían las de una persona, entremezcladas con las de las cabras monteses.
Los tres hombres ascendieron un poco más, hasta llegar a una bifurcación de
la que salía una senda transitada solo por las cabras. Era la que tomaban los
escaladores, pertrechados de cuerdas y garfios, para llegar a la cueva de la
inscripción en caracteres cuneiformes.
–Akbar ha pasado por aquí -afirmó Bolfazl.
–¿Con el bastón? – repuso Atri.
Bolfazl se hincó de rodillas en la nieve para examinar las huellas a la luz de
la linterna.
–Las cabras bajan hasta aquí en busca de comida -dijo-. Es difícil distinguir
pisadas humanas entre tantas de cabra. Creo que será mejor que volvamos.
Los tres hombres llegaron a casa de Tine a altas horas la noche con las
linternas apagadas en las manos. Las mujeres los recibieron en silencio. Nadie se
atrevía a llorar, nadie se atrevía a decir nada. La noche se había tragado a Akbar
y a Cascabelito.

•••

Los primeros rayos del sol se abrieron paso lentamente por las ventanas. Sin
embargo, el nuevo amanecer no llegaba con ninguna noticia. Los días fueron
transcurriendo, al igual que las noches. No hubo novedades.
Una de las primeras mañanas de primavera, el perro de un pastor que
conducía a su rebaño por el monte en busca de pasto tierno echó a correr hacia
un peñasco y comenzó a ladrar. El hombre lo siguió. Junto a la roca yacía el
cuerpo sin vida de un anciano.
Su cabellera canosa brillaba como la plata labrada en la nieve recién caída.

Escritura cuneiforme

Los apuntes de Aga Akbar.


Aquí culmina la historia de Aga Akbar. Su cuaderno de textos en escritura
cuneiforme tiene más páginas, pero son ininteligibles.
No queda claro dónde las escribió.
¿En su casa?
No, es poco probable.
Son absolutamente incomprensibles. Quizá las escribiese en la montaña.
Junto a aquella escarpada pared de roca, hasta donde habría llegado con la
intención de ayudar a Cascabelito a escalarla.
¿Ayudar a Cascabelito?
Imposible.
Se nota que le costó redactarlas.
Las escribió en el frío. En la nieve.
De los presos fugados nunca más se supo. La suerte que corrieron sigue
siendo un misterio. Es posible que Akbar los encontrase en las montañas. Tal
vez les dijese que debían eludir las vías del ferrocarril y les indicase qué camino
tomar para llegar al monte del Azafrán.
Quizá le aconsejase a Cascabelito:
–Intérnate en la cueva hasta el fondo, hasta que ya no puedas caminar de pie.
A la derecha, sobre un saliente, encontrarás frutos secos, uvas pasas y bolsitas
con dátiles. También ropa abrigada y una linterna para los escaladores que no
conocen el terreno. Coge las bolsitas. Luego adentraos aún más en la cueva,
hasta que ya no podáis seguir ni siquiera agachados. Allí estaréis a salvo. Podéis
quedaros a dormir unas noches hasta que se hayan marchado los guardias.
Ésas fueron, probablemente, las últimas frases de los apuntes de Akbar.
Luego debió de besar a Cascabelito:
–Y ahora, corred. No os preocupéis por mí. Cavaré un hoyo en la nieve y me
quedaré allí sentado, vigilando; y si vienen los guardias, gritaré bien alto para
preveniros. Mañana regresaré a casa. ¡Buen viaje, hija mía!
¿Llegarían Cascabelito y los otros presos fugados a la cueva?
Es posible. Y quizá durmieran allí, en lo más profundo de la gruta. Y quizá
aún no hayan despertado.
Dentro de cien años despertarán. O tal vez dentro de trescientos. Como los
hombres de Kahaf, cuya historia figura en el libro sagrado:
Y así continuaron su marcha los hombres de Kahaf, hasta que por fin
buscaron refugio en la cueva, diciendo: «Tened misericordia de nosotros.»
En esa cueva, Nosotros les tapamos los oídos y los ojos durante muchos
años.
Y cuando saliera el sol, lo verían levantarse a la derecha de la cueva.
Y cuando se pusiera, lo verían retirarse hacia la izquierda.
En el medio, en la cueva, se encontraban ellos.
Pensaban que estaban despiertos; sin embargo, dormían.
Y Nosotros los hacíamos volverse hacia la izquierda y hacia la derecha (…).
Unos decían: «Eran tres, y el cuarto era quien velaba por ellos.»
Otros afirmaban: «Eran cinco, y el sexto era quien velaba por ellos»,
aventurando una posibilidad.
Y había quienes aseguraban: «Eran siete.» Nadie sabía nada.
Nosotros los despertamos, para que pudiesen interrogarse mutuamente.
Uno de ellos dijo: «Hemos permanecido aquí un día o menos de un día.»
Otros replicaron: «Vuestro Dios es quien sabe mejor cuánto tiempo ha
pasado. [Conviene] que enviemos a uno de nosotros a la ciudad con esta
moneda de plata.»
Nosotros tenemos que obrar con cautela. Si descubren quiénes somos, nos
lapidarán.
Al cabo de la conversación, Yemilija abandonó la cueva con la moneda de
plata en la palma de la mano.
Cuando llegó a la ciudad, notó que todo había cambiado y que no entendía
la lengua.
Habían dormido trescientos años en aquella cueva y no lo sabían. Después
añadieron otros nueve años a los anteriores.
Un día, Cascabelito despertará.
Con una moneda de plata en la palma de la mano, abandonará la cueva.
Y cuando llegue a la ciudad, verá que todo ha cambiado.

Glosario

Aan kahto wa zawagto (…): Sura del Corán, declamado por el imán durante
la ceremonia nupcial para celebrar el matrimonio entre el hombre y la mujer.
Azafrán, monte del: Debe su nombre al hecho de que en otoño está cubierto
de flores rojas y amarillas.
Ejra besma raboka lazi jalaj: «Recita en el nombre de tu Señor, que ha
creado al hombre a partir de sangre coagulada.» Así comienza el sura del Corán
en que el arcángel Gabriel se presenta ante Mahoma. Aunque éste es analfabeto,
cuando Gabriel le pide que recite el sura, consigue hacerlo, lo que da comienzo
oficialmente a su misión.
Hafiz: Poeta medieval persa, cuyos poemas son utilizados a modo de textos
sagrados y aprendidos de memoria. Todo persa posee en su casa un ejemplar de
la antología que lleva su nombre.
Hotan: Ciudad al norte de China, conocida en el mundo entero por la belleza
de sus mujeres.
Jatun: Señora, doña.
Jayyam, Ornar: Célebre poeta persa (c. 1050-1122), conocido en Occidente
sobre todo por sus cuartetas (Rubaiyyat).
Kahaf: Historia muy conocida del Corán. Unos hombres perseguidos a causa
de su religión buscan refugio en la cueva de Kahaf. Exhaustos, se quedan
dormidos. Cuando despiertan, comprueban que han envejecido y que tienen
barbas largas y canosas. Uno de ellos coge una moneda y se escabulle a la
ciudad, donde ve que todo ha cambiado: han dormido trescientos años.
Nagshe Yahan: Plaza más antigua de Ispahán y de todo Irán.
Saadi de Shiraz: Poeta y escritor medieval, cuyas hecayadas constituyen un
hito en la lengua y literatura persas. En todo hogar persa se conserva un ejemplar
de su obra Gulistan (La rosaleda), junto a la antología de Hafiz.
Salam: Saludo que significa «paz».
Salam aleikum: «Te deseo salud» o «Te saludo».
Seyed: Señor, don. Tratamiento que reciben todos los descendientes de
Mahoma.
Sige: Segunda esposa. Además de la legítima, a los musulmanes les está
permitido tener una segunda mujer, a la que, sin embargo, no se le reconocen
derechos de herencia.

Procedencia de los textos citados

La traducción al castellano del poema «El jardinero y la muerte», de Pieter


Nicolaas van Eyck, procede de la Antología de la poesía neerlandesa moderna;
selección, traducción, introducción y notas de Francisco Carrasquer; «El Bardo»,
Ediciones Saturno, Barcelona, 1971, pág. 66.
La traducción del pasaje de Max Havelaar, de Multatuli, ha sido tomada de
la versión española del libro homónimo (Max Havelaar o las subastas de café de
la Compañía Comercial Holandesa; introducción, traducción y notas de
Francisco Carrasquer; Los Libros De La Frontera, Barcelona, 1975), pág. 11 y
ss.

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23/03/2009

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/

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