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Tee) 69 ey Crete Baa Cortés CMe Le i j Durante la guerra de Troya, Agamenén se apropia de la esclava de Aquiles, lo que desencadena su célera. Aquiles, ofendido y con deseos de venganza, abandona la batalla y pide la ayuda de Zeus, padre de \ los dioses. | La lliada es una de las obras capitales de la épica griega y, junto con La Odisea, forma parte de la obra inmortal de Homero. Con una prosa sencilla gil, Jesdis Cortés acerca a los jévenes del siglo xi esta obra imprescindible para conoc nuestra civ La Ilfada seis Sit Homero Utes ticles publiados en Caleetn Azul «A partir de 12 afos 23, Bling! de Zi. Vilaty Mckay 8, Don Quire dele Mancha. Eduardo Alonso | Manvel Boix 10, Beamparnens dele ln. Psqusl Alapont 17, Laclede Anil. ary MeKy 21, La ibis de le lbre vain or Stra Fabra 22, La Odes. Hemera, Vein de Jets Cos 28, H enigma de Omblvicn, Nout A. Prono 31, Franken, Mary Shelley, Vein de Js Corals 34. A letombre de orm amar. Carmen Gil 491, Cords de Bera, Max von det Grin 46. Sle Oc Semanas. Tees Bosca 49. Lashom Doub, Anne Fine 52. Vee 13 yer bivora ingen, Rose Maria Colom Drude Bram Sekt Vern de Jess Cotes Misery SL Frasese Gidere 57. Bl pargue de Cave Tnebraa. Jess Balle (68 Maes empo para fntamat. Austin Fernindes Pas ©, La Mada. Homero. Mdapactn de Jess Cons Ein ws Pete ins iq pele doc ema rie dane 1 pig ah wegen Dap 1087-2012 Cuenta la leyenda que tres diosas del Olimpo, Hera, ‘Atenea y Afrodita, se enfrentaron con el propésito de decidir cual de ellas era la més bella. Por tal motivo, Zeus, el omnipotente, escogié a Paris, hij Troya, para que tomase tal decisién. Paris eligié a Afro- dita, y la diosa, agradecida, prometié que le entregarfa ala mujer més bella del mundo. ‘Asi, en un viaje a Grecia y con la ayuda de Afro- dita, Paris sedujo a Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, Ilevandosela consigo a Troya. Ultrajado en su honor, Menelao so jefe de todos los ejércitos de Grecia, que encabezase una guerra contra los troyanos con el fin de rescatar su esposa. : Yaas{ fue como comenz6 el famoso asedio de Troya, dando paso a una guerra que se prolongarfa durante afios sin que ni griegos ni troyanos vislumbrasen su final. one ql his s 4 5 i Ea gover Bein iF fec 1 El sacerdote de Apolo ¢ Ascendia hacia el Olimpo la divina Aurora de dedos rosados anunciando un nuevo dia cuando, tras detener en una colina la carreta que conducfa, el anciano Crises pudo ver por fin los muros inexpugnables de la ciudad de Troya. El anciano, sacerdote del dios Apolo, habia recorrido tn largo camino con el propésito de recuperar tun botin de guerra: su hija Criseida, cautiva del eército atiego desde que este cruzé los mares desde la Arg6- lida con el objetivo de conquistar Troya y restablecer el honor de Menelao, rey de Esparta, cuya esposa se hallaba en poder de los troyanos. El sacerdote de Apolo qued6 admirado cuando, con las primeras luces del dia, contemplé la magnificencia de la expedicién griega que cocupaba la costa. Mis de mil naves ancladas en el mar 7 se perdfan de vista por el horizonte. Frente a sus proas, en tierra firme, los campamentos militares comenzaban a despertarse y a prepararse para entablar nuevos com- bates contra los troyanos. Muy cerca, en la gran llanura que entre cerros y colinas separaba los muros de Troya del asentamiento invasor, el sacerdote pudo ver también lo que, sin duda, se habfa convertido en el campo de batalla de los dos ejércitos. Alli, dividida en Ia lejania por el imperuoso rfo Escamandro, la llanura mostraba el espectéculo aterrador de las huchas més encarnizadas. Escudos, espadas, lanzas, carros de combate destrozados, grebas y lorigas ennegrecidas de sangre. Horrorizado ante aquella visién de lucha y muer- te, el sacerdote retomé el camino hacia la costa con Ja mirada puesta en las innumerables tiendas tras las que, muy cerca, rompjan las olas espumosas del mar. En alguna de ellas, pens6, debfa de hallarse, cautiva, su hija, Mientras tanto, en los campamentos griegos, los soldados, arrastrando cansancio y abatimiento, se pre- paraban para un nuevo dia de batalla. Limpiaban las armas, comprobaban la dureza de los escudos, s ban los caballos alos carros... En su tienda magnifica, Agamenén, caudillo de la expedicién, caminaba de un lado a otro, pensativo y preocupado por el deséni- mo de las tropas. Entre estas corria el rumor de que nunca conseguirfan conquistar Troya, y muchos sol- dados, ademés, rezaban deseosos de-volver a su patria. 8 De manera inesperada Menelao entré en la tienda. El estado de desasosiego de su hermano no le pasé desapercibido. —Poderoso Agamenén -le dijo-, te encuentro solo ¢ inquieto mientras la divina Aurora anuncia el retorno alas armas. Agamenén le replicé: Eso es exactamertte lo que me preocupa, una nueva batalla. Y también esta guerra que, tras afios de lucha, no nos lleva a ninguna parte. Los hombres lo saben. ¥ tii y yo somos los responsables. Eso no es cierto, hermano mio —respondié Mene- Jao con indignacién-. El responsable es el hijo de Pria~ mo, Paris. El secuestré a Helena, mi esposa. El ultrajé mi honor. El caudillo suspiré. ~Y con el fin de restablecer tu honor me pediste que dirigiese esta expedicién contra Troya. Pero ;qué hemos conseguido en realidad? Mientras navegiba- mos hacia ‘Troya asolamos costas, pueblos enteros, y las naves estan repletas de botines y bellas esclavas. Sin embargo, el objetivo de la expedicién no se ha cum- plido. Helena sigue en poder de'Troya. Y Troya resiste. —Sus ejércitas y aliados son poderosos. Agamenén hizo un gesto de asentimiento. Es cierto~admitié-, pero en ocasiones pienso que no es esta la causa de tantos afios de lucha. —zA qué te refieres? ~A nada en concreto, pero tengo la sensacién de que los verdaderos responsables de esta guerra sin sen- tido son los mismos dioses. Ellos, que en sus palacios divinos juegan con nosotros como si fuésemos mario- netas. Fuera de la tienda, un inesperado alboroto inte- rrumpié la conversacién entre hermanos. Ambos salie- ron. Muy cerca, grupos de soldados se acercaban a la carreta del anciano Crises. El anciano llevaba puesta una corona de laurel en la cabeza, y gracias a este dis- tintivo todos adivinaron que se trataba de un sacerdote del dios Apolo. ~iHijos de Zeus! “les dijo el sacerdote-. Que los dioses del Olimpo os ayuden a conquistar Troya y os gufen en el retorno a vuestra patria. Me llamo Crises, y cuando desembarcasteis en Crisa, mi tierra, os lle- vasteis a la hija que tengo, Criseida. Os ruego que me la devolvdis a cambio de unos buenos regalos que os traigo. Asi cumpliréis los deseos de Apolo, el dios mag- ndénimo que lanza flechas implacables. Las primeras voces de los soldados fueron acalladas por el rugido de Agamenén, que ya se acercaba hecho una furia, —{Maldito viejo! —le dijo al sacerdote-. ;Fuera de te vuelvo a ver cerca de nuestras naves, ni lad podré salvarte de un buen escarmiento. Tu hija Criseida es un botin de guerra. Me pertenece a mi, a Agamenén, caudillo de todas las 10 tropas que ves, y puedes estar seguro de que envejecer en mi palacio de Argos trabajando sin parar en el telar. Vamos, fuera de aqui! ‘Aligido, el sacerdote supo que la mirada encendida de Agamenén quemaba cualquier esperanza de poder recuperar a su hija cautiva. As{ pues, cabizbajo, dio media vuelta a la carreta y se alejé en silencio, Poco después, cuando ya nadié pudo verle ni escucharle, miré al cielo y con los brazos extendidos exclamé: —jApolo, escucha mi stiplical Soy sacerdote y servi- dor tayo, y los griegos nos han ofendido como nunca hubiese imaginado. De ti han dicho que eres un dios falto de habilidad, y yo, por querer recuperar a mi tan solo he recibido insultos y amenazas. Por tal motivo te ruego que los castigues con tu arco de plata que lanza flechas mortales. La stiplica del sacerdote no tardé en llegar a las estancias del Olimpo. El dios Apolo fue répidamente informado. Tan pronto como supo que en los campa- mentos griegos que asediaban Troya habjan cuestio- nado su habilidad, sintié que le hervia la sangre y, si dudarlo, se armé con su arco y su carcaj y descendié como un rayo. A continuacién se situé en unas rocas, lejos de las naves, y armé el arco. Asi que soy un dios falto de habilidad, zeh? -mur- muré enfurecido-. Muy bien, pues ahora comproba- remos cudl es el estado de mi habilidad. u La colera de Aquiles Durante nueve dias las flechas inagotables de Apolo sembraron la muerte por todos los campamentos grie~ 0s. Mulas, caballos, perros y soldados ardian en piras por todas partes, mientras el dios segufa lanzando sus flechas encendidas y la amenaza de la peste comenzaba a quebrar cl coraje maltrecho de los soldados, entre los que se hallaban los mirmidones, que dirigia el valeroso venido de Alope, de Alo, de Traquina, de la Ptia y de Ja Hélade, Aquiles era el capicén de las cincuenta naves que se habjan unido a la expedicién contra Troya, y suyo era el honor de ser considerado por todos como el guerrero més valiente y decisivo en el combate. Su presencia en la batalla siempre infundia 4nimo en los 13 soldados, y los troyanos eran incapaces de resistir su brazo poderoso. Por tales motivos, en su condicién de baluarte indiscutible del ejército, Aquiles no dudé en convocar a los jefes de las tropas con el fin de averiguar la causa de la mortandad que estaba aniquilando sus huestes. Cuando todos estuvieron reunidos, Aquiles se diri- gié en primer lugar al caudillo de las tropas, a Agame- non. Y le dijo: Glorioso Agamenén, no son los troyanos los que nos han condenado con esta lluvia de fuego que devasta nuestros campamentos. De hecho, incluso ellos mis- mos estarin pregunténdose cudl es la causa de esta maldicién que nos ha impedido volver a los combates con el honor debido. No pueden ser otras que las fle- chas de Apolo las que vuelan hacia nosotros con acierto divino. ¥ tenemos que saber porqué. La ira del dios nos destruird si no hacemos nada por impedirlo. Acto seguido tomé Ia palabra el adivino Calcas, el més sabio de los augures, a quien todos acudian en casos extremos por sus formidables artes de vidente. ¥dladivino explicé: -No se equivoca Aquiles cuando sospecha de la intervencién de Apolo en la desgracia que ha caido sobre nosotros. Es Apolo quien nos ataca con sus fle- chas de fuego, y si ast acta es a causa de aquel sacerdote al que Agamenén ofendié rechazando el rescate que cl anciano le oftecfa a cambio de su hija Criseida. El dios no nos libraré de su ira hasta que devolvamos la hija a su padre, pero esta ver. sin rescate. El adivino tomé asiento y, con la sangre hirvién- dole en las venas, Agamenén se puso en pie del todo enojado. ~jAdivino de desgracias! ~exclamé~. Nunca has pronosticado nada bueno y ahora dices que Apolo nos castiga por mi culpa. ;Muy bien! No deseo la muerte de nuestros soldados. Criseida es mia, pero la devol- veré a su padre si asi evitamos més muertes. Claro que tendréis que resarcirme por la pérdida. ~ Qué tendremos que resarcirte? —se enervé Aqui les-. No quedan botines que rep: tamos Troya puedes estar seguro de que recibirés la mejor de las recompensas. Agamenén, con el cefio fruncido, sonrié. —Es decir, que mientras vosotros gozdis de las escla- vas que recibisteis cuando repartimos los botines, ahora pretendéis que yo pierda una de las mias. En tal caso, si entrego a Criseida, quiero otra esclava. Y si no me Ja otorgdis, yo mismo la escogeré. Una tuya, Aquiles, o una de Ayax, o de Ulises. No me importa de quién! Encolerizado, Aquiles le replicé: —Eres avaricioso y arrogante. No he venido aqui por nada que me hayan hecho los valientes troyanos. Los mirmidones hemos venido por ti y por Menelao, y ahora nos ofendes de esta manera. Claro que somos nosotros los que acudimos al combate, como el resto de 15. las tropas, mientras ni no haces absolutamente nada, de tanto que te cuesta empuifar la espada. Sin embargo, cuando hay botines de por medio, para ti son los mejo- res, Pues bien, prefiero volver a casa, ya lo sabes. Me niego a seguir llenando tus arcas de dinero y riquezas. Vere en mala hora porque nadie te necesita —rugié ‘Agamenén-. Guerra, lucha y discordia es lo que siem- bras a tu paso. Eres un gran guerrero, pero también eres el més odioso de los reyes que conozco. Apolo me arrebata a Criseida y aceptaré su deseo divino, pero, solo para que sepas quién manda aqui, tu esclava que responde al nombre de Brisc if en mi nave y, cuando alli se encuentre, puedes mar- charte cuando desees. Tal ofensa obligé a Aquiles a desenvainar la espada. Sin embargo, la prudencia inspirada por los dioses le aconsejé que no lo —jMaldito borracho! ~exclamé-. En el combate nunca has empufiado una espada con honor. Pero aqui y ahora juro que nos echaréis en falta cuando las tropas caigan bajo la espada del troyano Héctor. Te arrepen- tirds de lo que acabas de hacer, por no haber sabido tratar con més respeto al mis valiente de los griegos ‘que te siguieron hasta aqui. csperaré a ver c6mo lloras por ‘Acontinuacién, Aquiles dis clo, su querido amigo y heraldo, y ambos abando- naron Ia asamblea mientras tras ellos no tardaron en 16 cescucharse las primeras érdenes que deberian calmar laira de Apolo. Ulises, rey de Itaca y jefe de los cefalenios, consi- derado por todos como el guerrero més astuto de la expedicién, fue el encargado de devolver a Criseida a su padre. Dos heraldos de Agamenén, contrariados, acudieron a la tienda de Aquiles para llevarse a Brisei- da, que fue entregada pot Patroclo mientras el héroe, con el corazén destrozado, se aislaba ala orilla del mar implorando de rodillas la ayuda de su madre, la diosa ‘Tetis, que se hallaba en las profundidades del océano. Oh, madre! —Ia llamé el de los pies ligeros~. Si me tuviste para vivir poco tiempo, zpor qué Zeus me castiga durante la poca vida que pueda quedarme? La diosa emergié rapidamente del mar gris, como si fuese bruma. ;Por qué lloras, hijo mio? —le pregunté sentén- dose a su lado-. ;Qué desgracia aflige tu corazén? Hablame. ‘Aquiles le relaté los acontecimientos que habian acabado con la ofensa de Agamenén y, a continuacién, pidié a su madre que ascendiese al Olimpo para recibir el favor de los dioses. -Sé que el omnipotente te aprecia ~afiadié-. Pide- le que, sea como sea, se apresure a ayudar a los tro- yanos para que la derrota més sangrienta caiga sobre los griegos, y Agamenén descubra la injusticia que ha cometido conmigo. 7 Con lagrimas en los ojos por la forma en la que habia sido tratado su hijo, Tetis respondié: Ah, hijo mio! Debes saber que tu destino puede ser breve. =:Qué quieres decir, madre? La diosa le contesté: ~Es en esta guerra cruel donde conseguirés gloria exerna, pero a cambio de tu vida. =No volveré a luchar, madre, ya no. ~Entonces vivirés muchos afios, hijo mio, pero sin gloria alguna. zBs eso lo que quieres? Ahora tan solo quiero que Agamenén pague st ofensa. Y quiero la ayuda de Zeus. No me importa qué pueda depararme el destino. En cualquier caso, todavia viviris lo suficiente para esperar el regreso de Zeus y el resto de los dioses, que se hallan en un banquete en tierras etfopes. Den- tro de unos dias volveran al Olimpo, y yo misma me presentaré alli para compartir tu deseo con Zeus. -Y mientras tanto, qué debo hacer, madre? —Que la furia no te abandone, hijo mio, y de nin- guna forma te dejes arrasrar a la batalla. Deja en manos de Zeus el restablecimiento de tu honor. Y, pronunciadas estas palabras, la diosa se desva- necié hacia las profundidades del mar mientras Aqui- Ies, solo y enojado, contemplaba la espuma de las olas recordando a la esclava de esbelta figura que, muy a su pesar, le habia sido arrebatada. Pasaron los dias y los dioses, con Zeus al frente, regre- saron de tierras exiopes. Muy temprano, Tetis, la diosa de pies como de plata, emergié de las olas marinas y ascendié hacia el vasto cielo del Olimpo. no tardé en hallarse en presencia de Zeus, Cronos. Padre Zeus —le dijo-, si alguna vez he estado a cu lado y te he defendido del rencor de los otros dioses, cesctichame ahora y aycidame a restablecer el honor de i hijo, que se ha visto ulerajado porel caudillo de gue- rreros Agamendn, asediador de Tioya. ‘Asi hablé la diosa, y Zeus escuché la peticién que le transmitfa Aquiles a través de su madre, segiin la cual pretendia que los griegos fuesen derrotados, de tal 19 modo que se hiciese evidente su ausencia en la batalla y Agamendn tuviese que reconocer el dafio que habia causado al ejército por culpa de su arrogancia. Consciente de lo que Tetis le pedfa, Zeus permane- cié pensativo e indignado durante unos instantes. No muy lejos de ellos, Hera, urdidora de maquinaciones y siempre al acecho de los actos de su esposo, los espiaba escondida, impaciente por conocer la respuesta del dios. Finalmente, Zeus contesté: -El asunto no tiene buen aspecto. Si cumplo el deseo de tu hijo, Hera actuaré en mi contra. Por qué? -se sorprendié Tetis. —Un troyano escogié a Afrodita como la mas bella de las diosas. Hera se sintié muy ofendida por no haber sido la elegida. Por eso, y pot otras muchas cosas, odia a los troyanos, Ni siquiera soporta que le hablen de ellos... ¥ td me pides que los ayude a aniquilar a su ‘enemigo. Abrazada a las rodillas del dios, Tetis lo acariciaba con el rostro deseando convencerlo. Poco después, tras meditar el asunto con calma y en silencio, Zeus tomé una decisién. ~Apreciada Tetis, nuestros destinos debian haber sido uno. No fue asf, pero siempre te he tenido a mi Jado cuando te he necesitado. Sabes que nada puedo negarte, de manera que, si, cumpliré tus deseos, que son los de tu hijo. Y esperemos que Hera no sospeche nada. 20 Con la decisién tomada, Tetis, agradecida, se des- pidié del dios y salté hacia el mar mientras Zeus se retiraba a sus aposentos. De inmediato, Hera, incapaz de dominar su enojo, salié a su encuentro. Por todos los dioses! ~se enfurecié Zeus-. No has tardado en mostrar tus malas artes! Debja haber imaginado que estarias*cerca, vigilindome y alimen- tando tu desconfianza, que es —Espantoso hijo de Cronos! Siempre me has igno- rado, siempre tramas planes sin contar conmigo. ~Yo tomo mis decisiones y no he de rendir cuentas anadie. Tit siempre acts segiin tu voluntad, pero no olvides que es mi prudencia la que te otorga tanta liber- tad. Sin embargo, si hablo ahora es porque acabo de contemplar cémo la seductora Tetis te ha embaucado para que ayudes a su hijo, favoreciendo a los troyanos y aniquilando a los griegos mientras ambos ¢jércitos se enfrentan en Troya. Eso nada te incumbe. Siempre sospechas de todo cuanto hago, pero no es asunto tuyo lo que he habla- do con Tetis, de manera que cierra la boca y no me obligues a descargar mi ira sobre ti porque, si asi es, ni todos los dioses podrin ayudarte. ‘Turbada, Hera guards silencio temiendo las represa- lias de su esposo mientras este, irritado, segufa su camino hacia sus aposentos privados. La actitud de su esposa 2 no habia hecho més que reafirmar su decisién de cum- plir los deseos de Tetis. Por tal motivo, durante largas horas, Zeus no dejé de meditar sobre el asunto hasta que encontré la forma de recompensar la idelidad de Tetis y de castigar la constante desconfianza de Hera. ‘Asi, consciente de que la fuerza de los troyanos se convertia en falta de énimo y coraje en las filas griegas, llam6 a Hipnos, hermano del dios de la muerte, y le ordené: ~Esta noche bajars ala tienda del rey Agamenén, ys mientras duerme, le haris sofiar el mensaje que ahora ‘te comunicaré, Al anochecer, Hipnos descendié hasta las naves griegas y buscé la tienda de Agamenén. Cuando la encontrd, esperd a que el caudillo durmiese profun- damente y le transmitié el suefio encargado pot Zeus. Horas después, cuando la divina Aurora se alzaba en un nuevo dia hacia el Olimpo, Agamenén desperté con el suefio de Zeus atrapado en su interior. Répidamente se vistié con tinica y manto, se calzé las sandalias, y llamé a los heraldos para que convocasen de inmediato alos jefes de los ejércitos. Cuando todos estuvieron ‘Agamenén, cetro en mano, les di “Esta noche he tenido un suefio inspirado por Zeus. Zeus se apiada de nosotros. Nos ordena que nos armemosy entremos en combate como nunca antes lo habfamos hecho. La diosa Hera esta de nuestro lado y jidos en asamblea, 22 ha convencido al resto de los dioses para que la victoria sobre Troya sea nuestra. Y Zeus ha aceptado la voluntad de los dioses. Alentados por las palabras de Agamenén, los jefes comenzaron a reunir a sus tropas mientras, entre estas, Jos soldados murmuraban y maldecfan como si las fuer- zasy el 4nimo los hubiesen abandonado definitivamen- te, mds deseosos de porter proa al mar que de empuiiar de nuevo las armas. Sin embargo, tanto desénimo entre las filas grie- gas no pas6 desapercibido a Hera, quien, en el Olim- po, se apresurd a llamar a Atenea, la diosa de brillantes ojos, para ordenarle que bajase a los campamentos griegos. —Utiliza tus artes de diosa para infundir coraje en los guerreros. No sé qué ha planeado Zeus, pero entre los griegos cunde el desénimo més funesto. Si entran en batalla, los troyanos los exterminarén. De inmediato, Atenea descendié hacia las naves y no tardé en comprobar que las palabras de Hera eran. ciertas. El abatimiento se habia apoderado del corazén de los soldados, y buena prueba de ello era que nadie se molestaba tan siquiera en acallar la mala lengua del insolente Tersites. ~{Que empuriemos de nuevo las armas nos ordena nuestro caudillo! -protestaba-. ;Y, para qué? Repletas de oro y esclavas tiene sus naves. Qué més quiere? Somos unos cobardes por no enfrentarnos a él. Debe- 23 sriamos dar media vuelta y volver a casa de una ver por todas. ¥ lo que es peor, Aquiles se ha dejado humillar como una mujer y nos ha abandonado.... As{ parloteaba Tersites, y Atenea corrié a la nave de Ulises, tan prudente como Zeus, y sin dejarse ver le dijo: —Ulises, es Ia diosa Atenea quien te habla. Has escuchado las palabras de Tersites, que son como la peste, pero no puedes consentir que los griegos se den por vencidos. Si tal cosa ocurre, Helena, por la que todos vinisteis a Ilién,' quedaré como un trofeo de Priamo. Y muchos griegos han muerto por ella a los pies de las murallas de Troya. ‘Al reconocer la vor dela diosa, Ulises comprendié qué tenia que hacer y como un rayo salté de la nave y se enfrenté a Tersites. —Bres necio y suelto de lengua! “le dijo. Si vuclves a escupir mas estupideces, mejor seré que me mate el enemigo y que ninguno de los cefalenios que luchan bajo mi mando, comenzando por los de fraca, pueda recordarme como el padre de Telémaco que soy porque, sino es asf, haré que te encierren en tu nave cubierto de latigazos. 1. Laciudad de Tioya fue fundada por el rey Ilo, padre de Pria- ‘mo, Por ello, Homero, en ocasiones, se refiere a esta ciudad con el nombre de Ilién, del que se desprende el titulo de la obra, La Mada. 24 A continuacién, Ulises subié a uno de los carros de guerra y se diri = vosotros? ~les cuando las naves se reunieron en Aulide, antes de ini- ciar la expedicién? A la sombra de un plitano ofrecimos sactificios a los dioses. Un drag6n terrible, enviado por Zeus, salié de debajo del altar y trep6 por el tronco. Devoré a las ocho crfas de un nido, y también devoré ala madre de estas. Después el dios convirtié al drag6n ‘en piedra. Fue entonces cuando Calcas dijo: «Igual que el dragén ha devorado a las avecillas y a su madre, que eran ocho y con ella nueve, nosotros combatiremos en Troya nueve afios y en el décimo conquistaremos la ciudad. ¥en el décimo afio de lucha nos encontramos. No perdais las fuerzas, héroes griegos, hasta que la ciudad de Troya sea arrasadat No fue necesatio nada més para que Ulises con- siguiese que el valor de los soldados resurgiera en for- ma de gritos y muestras de coraje. De inmediato, los heraldos llamaron ala batalla y los jefes comenzaron a formar a las tropas a lo largo de la playa mientras, en el énimo de los guerreros, se advertian los efectos de las palabras de Ulises. {Lucha y victorial, gritaban unos ys poco a poco, los gritos se alejaban entre las filas y las formaciones hasta perderse por el horizonte. Poco después, con todas las tropas en formacién, se dio orden de avanzar hacia la gran llanura dividida 25 por el rio Escamandro. La terra comena6 a temblar de los soldados y los cascos de los caballos. ;, focenses, locrenses, abantes, atenien- ses, salaminos; tropas de Argos, Tirinto, Hermiona y Asina, de Trecena y de Eyonas, de Egina y de Masete; contingentes de Micenas, de Pilos y de otras ciuda- des cercanas; lacedemonios, arcadios, epeos; tropas de Duliquio, cefalenios, etolios, cretenses, rodios, y un reducido grupo de Sima; tropas de Filace, de Feras, de Merona y Taumacia, de Melibea y de Olizén, de Trica y de Ecalia; de Itoma, Ormenio, Asterio y Argisa; tropas de la isla de Cos, enianes, perebos y magnetes. ‘Todos los contingentes, con la excepcién de los mir- midones capitaneados por Aquiles, salieron hacia el campo de batalla como cl fuego voraz.que incendiaba ‘el mas grande de los bosques mientras, desde la muralla de Troya, comenzaban a distinguirse los destellos del bronce de espadas, lanzas y escudos enemigos avan- zando con decisién. Vv El pacto Las puertas de la muralla de Troya se abrieron ys dos comenzaron a formar en escuadrones. Dardanios, soldados de Zelea, Adrastea, Percotes pelasgos, tracios, icios. ¥ los troyanos, capitaneados por Héctor, hijo de Prfamo, a quien todos admiraban zaron uno hacia otro. Los griegos, en silencio; los troyanos y sus aliados, con grandes gritos y alboroto. La llanura desaparecia lentamente bajo el bronce. De siibito, a través de las primeras filas troyanas, comen- 26 a abrirse paso Paris, el hijo de Priamo que habia 7 traido la guerra y la desgracia a Troya tras ulerajar al rey de Esparta, Menelao, arrebatindole a su esposa Helena. , de rizos dorados y mas amigo de los perfu- ‘mes que del bronce, iba bien armado y llevaba una piel de pantera a la espalda. Una repentina sensacién de valentia le hizo avanzarse a las tropas desafiando al enemigo espada en alto. Paris era consciente de las habladurfas que lo acusaban de ser el causante de la guerra, de ser la chispa que habia despertado contra Tioya el odio de los griegos. Por tal motivo, sentia la responsabilidad de luchar como nadie en el campo de batalla, aunque sus muestras de valor eran tan escasas como su presencia entre las tropas, ‘Aun asi, Paris necesitaba demostrar que podfa set tan valiente como cualquiera, y que, si él habia llevado la guerra a Teoya, también él podia poner fin a tanta lucha cruel para siempre. Hasta este momento no habia tenido la ocasién de conseguirlo, pero ahora, mientras avanzaba hacia el enemigo como tina fiera, los dioses quisieron que la oportunidad que tanto habia anhelado por fin estuviese a su alcance. Sin embargo, mientras griegos y troyanos se acer- caban més y més en el campo de batalla, Paris advirtié de manera inesperada que alguien encre las fils gricgas habfa actuado como él. Se trataba de Menelao, que lo habia reconocido y ya salia a su encuentro tirando de un carro veloz del que no tardé en saltar a tierra. 28 Sorprendido y asustado, Paris se detuvo y retro- cedié ante la presencia feroz de aquel a quien habia ofendido. Estaba convencido de que Menelzo, sedien- to de venganza, lo matarfa si no desaparecia entre las filas troyanas. Entonces Héctor, advirtiendo el acto de cobardfa de su hermano, le ~Paris, cobarde! Serds el hazmerreft de todo el ejér- ito griego y también detnuestro. ;Por qué te escondes? ‘Tan solo muestras tu valor frente a las mujeres. ;Vamos, miserable, enfréntate al marido de quien romaste la esposal Rodeado de troyanos deseosos de entrar en com- bate, Paris fue consciente en ese mismo instante del acto de cobardfa del que todos habfan sido testigos. Su honor de guerrero corria el peligro de acabar sepultado bajo la losa del desprecio de toda Troya. =No soy ningiin cobarde, Héctor —dijo-. Tienes raz6n, He huido de Menelzo ante la presencia de la muerte. Pero si quieres que luche, lo haré, y solo. Detén a los ejércitos. Me enfrentaré a Menelao ahora mismo, y el vencedor tomar4 a Helena y pondrd fina esta guerra, Si los griegos aceptan el pacto, mis armas estan listas. Héctor no lo dud6, Se armé con la lanza, la levanté ya caballo, galopé hacia el corazén de la llanura con dnimo de parlamentar. En un carro tirado por dos caballos negros se le acercé Agamenén, que no dudé en aceptar el pacto que le ofrecia el caudillo troyano: 29 Paris y Menelao lucharfan solos y el vencedor tomaria a Helena sin derramar una gota més de sangre. Con el pacto aceptado por los dos ejércitos, se fijaron los limites del territorio en que tendria lugar la lucha. Paris se ajusté las grebas a los tobillos, se protegié el pecho con la coraza y se colgé la espada a Ja espalda. En la cabeza se ajusté un casco adornado con un penacho de crines de caballo, y empufié una lanza robusta. Menelao, tan bien armado como él, ya Jo esperaba en el lugar elegido por Héctor y Agamenén. Siguiendo las reglas, el azar decidié quién seria el primero en atacat. Paris fue el elegido y lanzé su lan- za. Esta volé rauda hacia Menelao y chocé contra el poderoso escudo sin conseguir atravesarlo. Entonces fue Menelao quien preparé su ataque. Su lanza atra- vves6 el escudo de Paris e incluso su coraza, pero no lo suficiente como para herirlo. El duelo, por lo tanto, continuaba. Menelao se armé con la espada y atacé a Paris descargindole un golpe formidable en el casco, pero este era tan robusto que la espada se hizo afiicos en las manos de Menelao. Aturdido, Paris ya alzaba su espada de plata en un nuevo ataque cuando Menelzo, de un salto, lo atrapé por el casco y, tirando de él, comenz6 a asfixiar al troyano con la correa de piel de toro que llevaba cefiida al menén. No podia imaginar Menelao que Aftodita, presente en el combate, aunque invisible gracias a su condicién de diosa, vigilaba de cerca la 30 lucha para proteger, si era necesario, a su apreciado Paris. De manera que la diosa, consciente de que Paris moriria si no lo ayudaba, rompié la correa de piel y, en elacto, Menelao cay6 al suelo con el casco vacto entre las manos. Entonces, mientras Paris tosfa recuperando elaliento y Menelao se armaba con la lanza, Afrodita Ievanté una espesa nicbla, como un remolino de viento y polvo que a todos oculté la posicién de los conten- dientes, y se llevé a Paris a su palacio, lejos de Cuando la niebla desaparecié y se descubrié que no habia ni rastro de Paris, Menelao, sintiéndose burlado, comenzé a buscarlo entre las filas troyanas, Pero nadie lo habia visto y nadie lo escondia, aunque todos, en ambos ejércicos, dieron por sentado que Paris habia huido. ‘Asi pues, con decisién, Agamenén avanz6 con su carro hasta el mismo lugar del combate, y con voz solemne y decidida declaré: Escuchadme, griegos y troyanos, ya que el triun- fo sc ha mostrado a Menelao, nuestra es Helena de Argos y debe sernos entregada tal y como se acordé en el pacto Estas fueron las palabras del caudillo y,en el Olim- po, lo escucharon. uerte. iTraicién! Mientras las palabras de Agamenén todavia resonaban en la gran llanura atravesada por el Escamandro, dio- ses y diosas se hallaban reunidos en asamblea junto a Zeus, observando la plaza fuerte de Troya con copas de néctar en las manos. Sin duda ~dijo Zeus~ Afrodita se ha apresurado para salvar a Paris de una muerte segura. El triunfo pertenece a Menelao, es evidente. Pero de nosotros depende que la guerra contintie o acabe. Hera y Atenea se removieron en sus Zeus decidia sembrar la amistad entre los dos ¢ los troyanos no recibirian el castigo que merecfan por haber ofendido a Menelao. De qué hablas? —dijo Hera indignada-. Ahora les. Si 33 dudas entre seguir la guerra o no? He fustigado a mis caballos galopando por todas partes para despertar el odio de los griegos contra Troya. Afios ha durado esta —Pero ~continué Zeus— ;qué te han hecho yanos para que los persigas de una manera an impla- cable? Priamo y sus hijos siempre nos han respetado. ‘Ademés, sabes que la sagrada Troya goza de mi parti- cular aprecio, Argos, Esparta y Micenas son las ciudades que més tarlo, No en vano tit eres Zeus, hijo de Cronos. Pero yo también soy hija de Cronos y, es mds, a mf me engendrd antes que a ti. Ninguna diosa puede compararse a mi, sobre todo porque yo soy tu esposa y mis deseos tienen tanto peso como los tuyos. Asi pues, envia ahora mis- mo a Atenea al campo de batalla para que los troyanos rompan el pacto al que llegaron Héctor y Agamenén. No quiso Zeus que los otros dioses lo tildasen Hera, urdidora de maquinaciones sin fin, también era su esposa. Y si él no la respetaba, tarde 0 temprano el resto de los dioses tampoco lo haria. Ast pues, contrariado, ordené a Atenea que descendiese al campo de batalla para que los troyanos rompiesen el pacto y la guerra continuase. De nuevo, Atenea marché veloz y, tras adoprar el aspecto de un guerrero, se adentré entre las tropas 34 aliadas de Zelea que capitaneaba Pindaro, arquero adiescrado por el dios Apolo. ' Valiente Péndaro —le dijo-, eres el mejor arquero de todo cl ejército. Debes lanzar una flecha mortal 2 ‘Menelao. Todos nosotros lo celebrarfamos, ¢ incluso el principe Paris te estaria agradecido. Sin duda tu fama llegaria a ser inmorcal. ersuadido por la vor dela diosa y rodeado de escu- dos para no ser visto, Péndaro preparé el arco y lanzé una flecha hacia el corazén de Menelao. Sin embargo, Ja misma Atenea la desvié de la trayectoria y la flecha atravesé el cinturén y la coraza de Menelao abriendo cen este una herida que, al instante, le cubrié las piernas 6 Agamenén-. {Han herido a ida no es mortal -advirtieron los soldados. encolerizado- lle- vad a Menelao junto a Macaén, el médico. {Tan cierto como que a sangre de mi hermano cubre sus pies, asf os digo que Troya caeré con Priamo y sus hijos dentro... Capitanes y comandantes, acompafiadme en esta lucha infernal porque incluso yo descargaré mi espada por la ofensa recibida. ;Dad orden de ataque! Griegos y troyanos comenzaron a avanzar como olas de mar levantadas con furia por el viento. Cuando ambos ejércitos se encontraron, los escudos chocaron, se cruzaron las lanzas, y se escucharon los gritos terri- 35 bles de los primeros heridos. Antiloco, de las tropas de Pilos, atravesé con la lanza el casco de Equepolo y lo derribé, como si fuese una torre, con el bronce hun- dido en el crénco. Répidamente, Elefenor, caudillo de los abantes, quiso llevarse el cadaver para despojarlo desu armadura cuando otra lanza le partfa las costillas y lo abatia, Fue entonces cuando Ayax, capitin de los locren- ses, dejé a un joven troyano muerto en el suelo con la lanza hundida en su pecho. En el mismo instante en que Ayax pretendia arrebatarle la armadura, una flecha enemiga le rozaba el costado y acertaba a Leuco, de la tropa capitaneada por Ulises. Déndose cuenta, Ulises avanzé como un lobo rabioso y arremetié con su lanza mortifera contra las sienes de Democoonte, de las tropas de Percote. En ese mismo instante, P caudillo de los tracios, lanzaba una roca al epeo Diores ylo derribaba con un pie destrozado antes de hundirle Ja lanza en las tripas. Pero ni arrancérsela del cuerpo in percatarse de que lo rodeaba un grupo decididos a darle muerte con sus lanzas. jentras tanto, en el lugar de la batalla donde se combatia con més fiereza, Diomedes, jefe de las tropas de Argos, descargaba la lanza y la espada sin cordia. Agamenén derribaba el carro de Odi los halizones, atravesindole la espalda con la lanza al 36 mismo tiempo que Idomeneo, comandante cretense, centregaba a Festo, de las tropas de los meonios, a la muerte, ‘Meriones, escudero de Idomeneo, maté a Fereclo, cel carpintero que construyé las naves que, afios atrés, jevaron a Paris a Grecia en el viaje que habia leva- do la guerra a Troya. El escudero acerté al carpintero en la nalga derechary este cayé de rodillas hasta que lo la muerte. Ni espadas ni lanzas parecian sufi- cientes en medio de una lucha tan violenta, mientras los griegos avanzaban paso a paso si dad que Diomedes les infundia con su furia. Era tan salvaje la fxerza destructora de Diomedes entre la filas troyanas que, advirtiéndolo, Péndaro intenté matarlo con su arco. Sin embargo, la flecha que le disparé tan solo hirié a Diomedes en un hombro obligindolo a retroceder hasta su carro. Vamos, valientes troyanos! —grité entonces Pan- aplacar la feroci- daro-. He malherido a uno de los guerreros més temi- bles de las filas enemigas! ;Ataquemos sin tregua! En la retaguardia, Diomedes le pidié a su escudero Esténelo que le arrancase la flecha que le atravesaba el hombro y; tras vendarse la herida que sangraba en abundancia, rogé a la diosa Atenca que le devolviese la fuerza que la flecha de Péndaro le habia arrebatado. Acontinuacién, se armé con lanza y espada y vol- vi6 al combate como el lebn ansioso de provocar una matanza entre las ovejas. Asi, el muy valeroso Dio- 37 medes se adentré entre las filas troyanas atravesando amenazindolo con la punta del bronce cuando, stibita- pechos, cortando brazos y derribando al enemigo de mente, Afrodita descendié veloz desde el Olimpo para los carros. protegera su hijo y alejarlo de la muerte. Diomedes la ~;Vuelve de nuevo! ~gritaron los troyanos mientras reconocié, pero, aun asi, cuando advirtié que la diosa Diomedes se abria paso de manera imparable. se desvanecia entre los combatientes con su hijo, no {Si no lo detenemos, nos matard a todos! —excla- dudé en disparar la lanza que, tras herir a Afrodita en mé Eneas, que acaudillaba a los dardanios y era hijo una mano, acerté a Eneas derribéndolo contra el suelo. de la divina Afrodita. ‘Asustada, y mientras Apolo, alertado por el grito de Su escudo y su casco me resultan familiares ~advir- la diosa, acudia en su ayuda, Afrodita ya huta hacia el tié Pandaro~. Creo que pertenecen al hijo del invencible Olimpo buscando consuelo en los brazos de su madre, Tideo. Su nombre es Diomedes y es rey de una de las Dione. regiones de Argos. —jHija mia! -exclamé esta~. Quién, entre los mor- Pues ataquémoslo los dos a la vez. ;Tenemos que tales, te ha herido asi? derenerlo! “EI valeroso Diomedes, madre ~contesté Afrodi- Pandaro y Eneas subieron a un carro y dirigieron ta-, Incentaba salvar a mi hijo cuando su lanza ha roza- los caballos hacia Diomedes, quien los vio acercarse do mi mano, y a él lo ha derribado. Ahora ni siquiera i blandiendo las armas. Cuando estuvo al alcance de las sé si esté vivo o muerto, Esta guerra ya no se libra entre lanzas, Pandaro lo atacé con la suya, pero el bronce griegos y troyanos, madre. Los griegos ya osan atacar tan solo consiguié agujerear el escudo de Diomedes. a los mismisimas dioses. Entonces fue Diomedes el que atacd, ignorando que Entonces la madre le dijo: Ja diosa Atenea dirigié su lanza a la cabeza de Pénda- Muchos dioses hemos renido que soportar los ro atravesindosela por la nariz, El cuerpo de Pandaro ultrajes de los hombres, hija mia, aunque en el fondo cayé al suelo y Eneas salté del carro con Ia intencién la culpa sea nuestra por entrometernos en sus asuntos de defender el cadéver y evitar que las armas de Pin- constantemente. Sin embargo, lo que pueda acontecer daro acabasen como trofeos griegos. Pero Diomedes cn Troya no depende de ti. le lanz6 una roca enorme golpedndolo en una pierna Y a continuacién, Dione, madre de Afrodiea, y haciéndole caer de rodillas. Diomedes arrancé una comenzé a curar la herida de la que todavia goteaba | lanza de un soldado muerto, y ya se acercaba a Eneas la sangre inmoreal. 38 39 vl La decision de Zeus Diomedes atacé a Eneas hasta en cuatro ocasiones para abatirlo, y hasta en cuatro ocasiones tuvo que impe- dirlo Apolo con su escudo magnifico. —Detente de una vez, Diomedes -le ordené Apo- Jo-. No quieras comparar tu fuerza con la de los dioses. Sorprendido y desconcertado por la advertencia de Apolo, Diomedes retrocedié unos pasos cuando, de repente, el ataque enemigo lo obligé a luchar de nuevo sin descanso. El poder de Apolo fue el que, en ese instante, curd laherida de Eneas para que el hijo de Afrodita pudiese volver al combate con més fuerza si cabe de la que ‘ya gozaba. A continuacién, Apolo buscé a Ares, dios venerado por los tracios, y le dijo: 41 Ares, en lugar de luchar codo con codo junto a tus stibditos, mejor sera que despiertes entre los tro- yanos y sus aliados el coraje que les flea y que los . Los griegos son orgullosos. Ya sabes que de mi dijeron que era un dios falco de habilidad, y ahora Diomedes, hijo de Tideo, ha osado desafiarme. Incluso ha herido a Aftodita. Ya nada respetan, No tardé Ares, funesto para los mortales, en adop- tar el aspecto de Acamante, caudillo de los tracios, para enardecer a los troyanos que no dejaban de retroceder con cada golpe de espada. ‘jos de Priamo y aliados amados de Zeus! ~excla- mé-. :Por cuanto tiempo consentiréis que los nuestros sucumban a la furia invasora? ~{Tiene razén! —grité con vehemencia Sarpedén, jefe de los licios, mientras buscaba con la mirada al valiente Héctor. Cuando lo vio, lo sefialé con la espada y le dijo: —Héctor, es bien cierto que sin ti y sin tu coraje ‘Troya caerfa en manos del enemigo. Pero ;dénde estd el coraje de tus soldados? Nosotros somos vuestros aliados y hemos venido desde muy lejos para ayudaros. Lucharemos hasta la muerte para obtener la victoria, y justo es reclamar que os arméis de valor y no os vencer por el enemigo. ;Héctor, el més grande entre los guerreros de Troya, muestra a los griegos de qué est hecho tu ejército! 42 Animado por las palabras del licio, y consciente del respeto que debia a todas las tropas aliadas que habian abandonado sus tierras para luchar contra los agtiegos, Héctor blandié las armas con las dos manos ys @ grandes voces, comenzé a alentar a los soldados de todas las filas, escuadras y batallones del ejército. —Sois guerreros deTroya! -les decfa~. Tenemos que uchar con fiereza y astucia'si queremos salvar a nuestros hijos y esposas. Entre las tropas griegas no he visto a Jos mirmidones que capitanea aquel conocido como Aquiles, a quien todos tanto temfais por su fuerza en el combate. Quiza han sido los dioses los causantes de su ausencia, pero sin su presencia los griegos deben sentirse en inferioridad de condiciones. ;Ataquemos, pues, por- ‘que nuestro coraje es incomparable y merece la victoria! Al mismo tiempo, Ulises, Diomedes, Ayax y tam- bién Agamenén, correspondian con gritos enfervori- zados entre las tropas griegas. —iSoldados venidos de la Argélida -les gritaba el lo, no tengais miedo por dura que sea la bata- ites son muchos mds los que salvan su vida que los que mueren! jNo ¢s de los cobardes la fama y la gloria! Y tras pronunciar estas palabras, Agamenén dispa- 16 la lanza hacia las filas troyanas y mat6 a Deicoonte, compatiero de Eneas. La lanza atravesé el escudo, se hundié en el vientre, y el cuerpo de Deicoonte cayé al suelo con gran estrépito de las armas. 43. Furioso por la muerte de su compafiero, Eneas, con la fuerza de un leén gracias a Apolo, atacé con abia y derribé a los dos primeros soldados griegos que salieron a su paso. La batalla se reanudaba por todas partes. Con la herida que le habia abierto Pén- daro curada y vendada, Menelao atacaba de nuevo. Su lanza atravesé la clavicula de Pilémedes, caudillo de los paflagones, al mismo tiempo que su escudero, Midén, cafa del carro de una pedrada enemiga y era muerto a espada. Héctor y Ares atacaban con furia. El dios empu- fiaba una lanza dorada y, con sus gritos, el ejército troyano avanzaba sembrando el terror y el pénico entre las filas griegas. —jReplegaos! ~ordené Ares el que acompafia al cau ataquéis al dios! jReplegaost Los soldados obedecieron mientras los troyanos caian sobre ellos sin compasién, Héctor derribé del mismo carro a Menestes y Anqufalo, en el momento en que Ayax disparaba la lanza contra Anfio, coman- dante del contingente de Adrastea, si bien, tras matar al aliado de Troya, el griego se vio obligado a huir sin haber podido arrebatarle las armas, mientras se protegia con el escudo de la Iluvia de flechas lanzadas por los arqueros enemigos. Tlepélemo, comandante de los rodios, y el Sarpedén se disparaban sus lanzas a la vez. El primero troyano Héctor. No 44 cay muerto con el cuello atravesado. Sarpedén reci- bid el bronce en una pierna. Cuando se lo levaban malherido, Ulises se adentraba en las filas avanzadas de los licios y provocaba una matanza tan terrible que Héctor avanzé hacia los batallones més adelantados, mientras Ares cubria el campo de batalla con la sangre de los griegos mas atemorizados. Elestruende'del bronce se alejaba, por lo tanto, de la muralla de Toya mientras el ejército de Agamenén no conseguia detener la fuerza de los troyanos y de sus aliados. Los griegos retrocedian y, en el Olimpo, los dioses contemplaban la lucha convencidos de la victoria de los troyanos. Sin embargo, Hera no estaba dispuesta a consentirlo y lamé a Atenea para que la acompafiase al campo de batalla. —Arenea —le dijo—, Ares causa estragos entre los griegos. Tenemos que acudir en su ayuda. Prepdrate para la batalla. Entonces intervino Zeus: =,Qué pretendes, esposa urdidora de conflictos, tomando decisiones que no te arafien? —Decisiones que no me atafien? ~respondié Hera enojada-. Es Ares quien ha despertado mi indignacién. El dios de la guerra lucha junto a los troyanos mientras los griegos se enfrentan solos a su destruccién. Y no es justo. Ti, dios magndnimo, estards de acuerdo en queastes. Entonces dijo Zeus: 45 Es cierto, el belicoso Ares no puede decidir el resultado de la guerra ya que la contienda se libra entre egos y troyanos, y solo ellos deberian enfrentarse en el campo de batalla. —Asi pues, permitirés que bajemos para equilibrar las fuerzas —dijo Hera. Zeus medité durante unos instantes acariciéndose la barba y, con vor firme, declaré: —Bajad al campo de batalla y obligad a Ares a volver al Olimpo, pero no hagtis nada més... Y ahora esci- chame bien, Hera, y tit también, Atenea, y que todos los dioses sean informados de la decisién que acabo de tomar: llegard el dia en que la sangre de los guerreros cennegreceri las aguas del impetuoso Escamandro, pero hasta que tal cosa ocurra, griegos y troyanos comba- tirén solos y sin ayuda alguna de los dioses. Bastante habéis hecho ya unos y otros descargando vuestras disputas sobre ellos. Recordad mi orden porque mi ira més abominable caer4 sobre quien ose incump! Conscientes de que una amenaza de Zeus podia deparar consecuencias terribles, Hera y Atenea bajaron la mirada en sefial de obediencia, Ahora, apresuraos —les ordené Zeus. Répidamente, mientras Hera preparaba los caba- Ilos, Atenea se cubrié con una tunica, se colgé el escudo a la espalda, protegié su cabeza con un casco de oro adornado con soldados de cien ciudadelas, y se armé con una lanza larga y pesada. Sin mas demora, las dio- sas cruzaron el espacio que separaba el cielo de la tierra, y Hera cubrié carro y caballos con un niebla espesa alli donde se unian l fos Simois y Escamandro. A con- tinuacién, adopts el aspecto del griego Esténtor, el de vyo2 de bronce y, acompafiada de Atenea, acudié al lugar donde se desarrollaban los combates. —Dais pena! -grit6 alos soldados griegos con el fin dealentarlos~. Cuatido Aquiles combatia, los troyanos apenas podfan salir por la puerta de la muralla, pues él solo se bastaba para detenerlos con su bronce mortal. i ahora son los troyanos los que combaten cerca de nuestras naves, lejos de su ciudad! Las palabras de Hera infundieron nuevo valor y coraje entre las filas de Agamenén, mientras Atenea se dejaba reconocer por Diomedes y le decta: —Nada has de temer de los dioses, y mucho menos del cruel Ares. No tengas miedo de atacarlo ya que él ha ayudado a Héctor, y Hera y yo os ayudaremos a vosotros. Tras escuchar a la diosa, Diomedes obligé a bajar del carro a su escudero Esténclo y, acompafiado de Atenea, dirigié los caballos hacia Ares, quien, en ese instante, mataba al gigantesco Perifante, el més valien- te de los etolios. Entonces Atenea se cifié el casco de Hades, que cubria de invisibilidad a quien lo portaba, para que Ares tan solo viese a Diomedes en su ataque. El dios vio acercarse al griego. Répidamente abandond el cuerpo de Perifante en medio del polvo, empufié 47 su lanza divina y la disparé contra Diomedes, que la vio ante si como el 4guila que vuela veloz hacia la presa convencida de que la atrapard con sus garras. Pero Atenea desvié Ia lanza y aprovech6 el ataque de Diomedes para ser ella quien atacara también a Ares, clavéndole su lanza en el vientre. El dios bramé de dolor y; cuando se arrancé el bronce, lanzé un grito tan ensordecedor que griegos y troyanos temblaron de horror. Herido y sangrando, Ares ascendié hacia el Olimpo en forma de higubre niebla. Alli acudié de inmediato junto a Zeus para despertar su odio hacia los griegos. —Padre Zeus! -le dijo, los mortales ya no respetan alos dioses. Es tu sangre la que vierte mi herida, Es que no harés nada para destruir a los responsables de tantas ofensas a los dioses? Los griegos han herido a Afrodita, ahora a mi ~{Miserable! “lo interrumpié Zeus~. Solo piensas cen guerras y batallas. Tix herida tan solo es el fruto de lo que has sembrado. Eres belicoso, Ares, y siem- pre te falta tiempo para entrometerte en asuntos que no te incumben. Han sido Hera y Atenea las que han acudido a Troya para detenerte. Debes saber que, a partir de ahora, griegos y troyanos lucharén solos, sin la ayuda de los dioses. Por tal motivo he permitido que actuasen como lo han hecho. Tan ciertas son mis palabras como que también ellas han abandonado el campo de batalla dejando solos @ los guerreros. 8B Y prueba de ello fue que en ese instante las puer- tas del Olimpo se abrieron, y Hera y Atenea entraron orgullosas de haber conseguido arrancar de Troya al fanesto Ares. vil Héctor, en los palacios Mientras tanto, en el campo de batalla, la ausencia de ‘Ares comenzé a hacer mella en el Animo de los troya- nos, sobre todo cuando Ayax maté al més valiente de los tracios, el gigantesco Acamante, y Diomedes apro- vechaba la ocasién para alentar a los soldados a gritos y golpes de espada. Desde el caudillo Agamenén hasta eluiltimo soldado de los barallones griegos, el coraje de los soldados se enardecié de nuevo y, a fuerza de sangre y bronce, consiguieron frenar el ataque que poco antes habfan dirigido Héctor y el divino Ares. Entonces, Héctor, sin ver a Ares por ninguna parte y consciente de la situacién en que se encontraba su sjército, advirtié que no podrian detener el impetu de los griegos si no detenian antes a quien parecia diri- 51 gitlos, Diomedes, cuyas armas parecian incluso més tertibles y mortales que las del mismisimo Aquiles cuando este todavia se dignaba a combatir. Por ello, y aconsejado por los suyos, Héctor se dispuso a aban- donar el campo de batalla para buscar en los dioses la ayuda que no recibfa de las armas. ‘Asi pues, Héctor volvié a los palacios de Troya dejando tras de si el fragor de la batalla y a Diomedes enfrentindose a otro comandante de los licios. Se lla- maba Glauco, y Diomedes, viendo en él una valentia inconmensurable, le dijo: ~:Quién eres, honorable guerrero? No creo haber- te visto nunca, pero no encuentro temor frente a mi , dilo ahora, porque no seré yo bronce. Si eres un di quien luche contra ti. ~Te diré quién soy ~contesté el licio-: mis ante- pasados pertenecen a la ciudad de Efira. Uno de ellos, Belerofonte, recibié de los dioses el valor y la nobleza, En aquellos tiempos, Antea, esposa del rey Preto, se enamord de él y quiso seducirlo. Pero Belerofonte no pretendia ultrajar el honor de Preto y rechaz6 a Antea, Entonces fue ella la que le dijo a su esposo que Bele- rofonte habfa intentado seducitla, y el rey lo sometié a terribles pruebas que Belerofonte consiguié superar. »Convencido de que pertenecta a una estirpe divi- na, Preto le offecié una hija suya en matrimonio y tuvieron tres hijos: Isandro, que murié a manos de Ares en una guerra contra los solimos, enemigos acérrimos 52 de los licios; Laodamia, que fue amada por Zeus y iritable Artemisa; e Hipéloco, de quien soy hijo. Enemistado con los dioses, Belerofonce erré por las llanuras de Ale y se alej6 de los hombres para siempre, Esta es, pues, mi estirpe, de la que me siento orgulloso. Me llamo Glauco. Sorprendido por la declaracién del licio, Diomedes lo alejé amistosamentt del combate y le dijo: —Tus palabras me llenan de felicidad ya que, por lo que veo, nuestros antepasados gozaban de lazos de hos- pitalidad. Miabuelo Eneo, rey de Calidén, en la Etolia, hospedé en su palacio al incomparable Belerofonte, y ambos hicieron gran amistad y se intercambiaron cobsequios espléndidos. Enco le regalé a Belerofonte tun precioso tahalf tediido de parpura, ya cambio reci- bié una magnifica copa de oro que conservo en mi palacio. Por lo tanto, la amistad reina entre nuestras familias y... Diomedes hundié la lanza en el suelo. =... no seré yo quien luche contra ti, Las puertas de mi palacio siempre te seran abiertas cuando quieras visitarme. -¥ las del mio te recibirin con el mismo respeto que tii me offeces ~afiadié Glauco. Para cerrar el compromiso, Diomedes y Glauco intercambiaron sus armas y se estrecharon la mano. “Seguro que a ninguno de los dos nos faltardn enemigos a los que matar —dijo el licio a continuacién, murié a manos de 53 Seguro que no -estuvo de acuerdo Diomedes-, pero nosotros ya no lo somos ni lo seremos. in perder mds tiempo se despidieron con gestos de amistad que concluyeron con un valeroso «suerte en la baralla! intercambiaron con las espadas en alto. En ese mismo instante, en el palacio de Pri Hector se presentaba ante su madre, la reina Hécuba, que amb para solicitarle un encargo de gran importancia. Hijo mio -le dijo la reina-. ;Qué haces aqui? ;Por qué has abandonado la batalla? Nada he abandonado, madre, pero necesito que, contigo al frente, las mujeres de Troya re los dioses para que salven la ciudad de un guerrero yemigo. Su nombre es Diomedes, y es el causante de nuestra derrota gracias a su valentia salvaje y temera~ ria, Ofteced a los dioses los mejores regalos para que se apiaden de las mujeres y los nifios de la sagrada Tli6n. a Me ocuparé en el acto —dijo Hector dio media vuelta y répidamente se dirigié al palacio de Paris, al que encontré en su alcoba lim- piando las armas, mientras Helena se hallaba sentada muy cerca rodeada de esclavas. —iMiserable! —increpé Héctor a su hermano- Sabia que te encontraria aqui. Siempre estés dispuesto para abandonar el combate. Pero los soldados mueren en el campo de batalla por tu culpa. ;Vamos, levantate ahora 54 sino quieres que sean las llamas las que te obliguen cuando arda la ciudad! Es la tristeza y el dolor lo que me ha empujado a abandonar la lucha—le na me rogaba que volviese, como es mi deber. Heéctor miré a Helena con cierta desconfianza, No me mires asi —le dijo ella~. Yo soy la primera que detesta esta guérra tan cruel para Troya. Yo soy la responsable y no hay momento en el que no pien- se en la equivocacién que cometi dejéndome seducir por Paris. Pero pagaré caro mi error ya que, gracias a i, me uni a un cobarde falto de valor y coraje. Tit lo sabes bien, Nuestros nombres estardn malditos durante siglo: ¥ yo no merecemos otra cosa. Somos la cobardia y la imprudencia unidas por una maldicién. Héctor, con gesto grave y mirando su hermano, respon ~Sé que es tu corazén sincero el que habla. Pero . Precisamente Hele- nada podemos hacer en contra de nuestros destinos. Yo he de regresar a la batalla. Y también Paris. Si td, Heele- na, quieres hacer algo de provecho, para que tu amante se apresure. Sin decir una palabra més Héctor abandoné el palacio de Paris y acudié al suyo buscando a su esposa, ‘Andrémaca, la de niveos brazos. Mucho temia Héctor que no sobrevi pedirse de su esposa y de Astianacte, su hijo de pocos meses, con un tiltimo abrazo. fa a los combates, y necesitaba des- 55 Pero ninguno de los dos se hallaba en palacio. Seftor -le dijeron las esclavas-, cuando supo que los griegos avanzaban, Ia sefiora subié a la torre més alta para contemplar el combate. ~Pero después bajé a las puertas de la muralla. AY mi —pregunté Héctor. —Una nodriza acompafiaba a la sefiora —le contes- taron-. Ella lo llevaba. Héctor corrfa hacia las puertas por las calles de Troya cuando, a mitad del trayecto, Andrémaca salié a su encuentro con los bafiados en lagrimas. ~jHéctor, esposo mio! -le dijo esta~, Tu coraje sera nuestra perdicién. ;Es que no tienes compa- sién de tu dejarlo huérfano a él y viuda a mi? Solo te tengo a tien el mundo. En Tebas, aquel al que tanto teméis en el campo de batalla, el llamado Aquiles, maté a mi padre y a mis siete hermanos, Mi madre muri a manos de Artemisa, hermana de Apolo. Ya nadie me queda. Ti, esposo mio, lo eres todo para mi. Ten misericordia de nosotros y defiende la ciudad desde su interior. —Tus palabras me rompen el coraz6n, amada Andrémaca —le contesté Héctor-, Sabes que no puedo abandonar la batalla. Pero ni las desgracias de los troyanos me importan tanto como el hecho de pensar que ti puedas acabar en Argos como una esclava. Es mds, si asf ocurriese, tu corazon jo y de tu esposa? {Por qué pretendes ¥ P« qué p! conquista de la ciudad 56 sentiria un dolor insoportable cuando pensases que no intenté impeditlo con todas mis fuerzas. ‘Acontinuacién, sin importarle la sangre y el polvo que lo cubria, Héctor cogié a su hijo en brazos, lo besd cemente y lo mostré a los dioses. Oh, Zeus y dioses bienaventurados del Olim- po! -les rogé~. Concededme la gracia de que este mio sea como yo, bravo y valiente, y reine en I lad para que su madre pueda estar orgullosa de él. Héctor dejé a Astianacte en brazos de Andrémaca —Esposa divina le dijo, seca tus lagrimas y vuelve a casa, Ningin hombre puede escapar de su des el mio, como el de los demés, todavia se encuentra en manos de los dioses. El indomable Héctor se puso el casco, mientras ‘Andrémaca se alejaba con su hijo en brazos sin dejar de mirarle a cada paso. Entonces, en las mismas puertas de la muralla, Paris salié al encuentro de su hermano. Me he retrasado més de lo que deseabas se dis- culpé Paris-. Pero ya estoy aqui, preparado para la lucha. En respuesta, le dijo Héctor: Bien cierto es, hermano, que nadie podré negarte nunca tus deseos de entrar en batalla porque, a pesar de todo, eres valiente. De hecho, eres el mejor arquero que conozco. Pero, en ocasiones, te dejas vencer por el mie- 57 do, abandonas el combate, y los soldados dispuestos a morir por ti murmuran con motivos sobrados. Pero, salgamos ahora, que ya tendremos tiempo de hacer tit yyo las paces si Zeus nos otorga la victoria. La ausencia de los mirmidones y de su jefe muestra a favor de quién estan los dioses. Sin duda, duras disputas en el seno del ejército invasor deben haber impedido que Aquiles continiie luchando contra nosotros. Asi que aproveche- ‘mos Ia ocasién y expulsemos de Troya a los valientes agriegos de ajustadas grebas. Yasi, Héctor y Paris salicron por las puertas deseo- sos de entrar de nuevo en combate, mientras el sol ya descendfa y la sombra de la ciudad comenzaba a extenderse sobre el campo de batalla. 38 VII La propuesta de Néstor La Ilegada de Héctor y Paris a la batalla enardecié el 4nimo de los troyanos y sus aliados, y la lucha se encar- niaé de nuevo hasta que las sombras de la noche, tal como ordenaban los designios divinos, detuvieron los combates. Los ejércitos se retiraron entonces, se llevaron a sus caidos y poco después ya reinaba una tensa calma por todas partes. En los campamentos griegos la noche oscura se vefa iluminada por numerosas piras funerarias donde ardian los cadéveres, o por hogueras en las que se asaban trozos de toro para la cena de los soldados. Cabizbajos en sus tareas nocturnas, los guerreros al mando de Agamenén se sentian abatidos por la resis- tencia de los troyanos. La desesperacién y la impotencia Jes hacfa pensar en una derrota inminente y definitiva. 59 De boca en boca, el desaliento mis profundo reinaba en cada tienda, en cada nave, y en los grupos de solda- dos reunidos alrededor de las hogueras. ¥ de ello fue consciente el anciano Néstor, el orador de voz potente y palabra dulce. Néstor, aunque era viejo y apenas entraba en com- bate, capitaneaba las tropas de Pilos. El peso de los arrebatado casi todas sus fuerzas para empuiiar las armas, pero su prudencia y sabiduria lo habfan convertido en tno de los consejeros més apre- ciados por los caudillos de las tropas. Por eso, aquella noche, consciente del desdnimo que pesaba sobre los guerteros, Néstor aproveché la reunién de comandan- tes en la tienda de Agamenén y, cuando todos hubieron satisfecho su hambre y su sed, les dijo: ~{Poderoso Agamenén y caudillos de las tropas! La isi6n, Los troya- nos resisten con una furia que nos obliga a retroceder. Las tropas son conscientes de ello, Nuestros ataques son rechazados por cl rugido de ese valiente troyano llamado Héctor, Para hacerle frente necesitarfamos el coraje de Aquiles, pero Aquiles sigue encerrado en su su brazo seremos derro- afios le hi tienda convencido de que si tados, Es necesario, por lo tanto, que hagamos més seguras nuestras defensas, ~2¥ qué propones? le pregunté Agamenén. —Una doble linea de defensa, En primer lugar, un muro tan largo y alto como pueda hacerse, un muro 60 que proteja las naves y a nosotros mismos. En él abri- remos puertas para cl paso de carros y soldados. —z¥ la segunda linea? ~pregunté Diomedes. —Fuera del muro excavaremos un fos0 profundo y lo cubriremos de estacas remos puentes levadizos. Asi, al menos, pondremos trabas al ataque enemigo. La propuesta del anciano Néstor fue muy bien reci- bida por los caudillos y se acepté de inmediato, Incluso Zeus la escuché. Pero el dios habfa puesto la suerte de los griegos y de los troyanos en los placos de su balanza ladas. También construi- de oro, y la suerte de los griegos se habfa venido abajo, mientras que la de los troyanos se haba elevado hacien- do presagiar su victoria en la guerra, No obstante, nada de eso se sabfa en los campa- mentos griegos, y las defensas propuestas por el ancia- no Néstor comenzaron a preparatse sin més tardanza. Durante dias, soldados de todas las tropas fueron ele- gidos para levantar el muro, excavar el foso y preparar miles de estacas mientras, en la Ilanura, se retomaban los combates. Los arcos vol flechas, las lanzas se hundieron en més pechos, volcaron més ras abrieron mas heridas morales y tan- otros cubrieron la tierra de sangre mien- de los troyanos obligaba a retroceder a las filas griegas. ¥ al frente de los ataques mas terribles siempre se hallaba Héctor, inmenso en su fuerza, per- siguiendo al enemigo sin darle tregua. FON a escu 61 Fue tal la carniceria causada por los troyanos que en el Olimpo casi todos los dioses estaban seguros de cual seria el ejército vencedor. La amenaza de Zeus les habia impedido emprender cualquier accién para inclinar la suerte de la guerra en favor de unos 0 de otros. Los ruegos de las mujeres de Troya para detener la fuerza de Diomedes no pudieron ser atendidos, y ni siquiera Hera y Atenea osaron desobedecer a Zeus mientras contemplaban con impotencia la lenta des- truccién de las tropas de Agamenén. Pero la derrota de los griegos era inminente y llegé el momento en que Hera no pudo dominar por més tiempo toda la ira que le ardia en las entrafias. Asi, con unos combates interrumpidos por la gada de una nueva noche, Hera se enfrenté a su esposo Eres el més cruel de los hijos de Cronos! Los griegos sucumbirdn victimas de tus decisiones. Si han I resistido y hoy mismo no se ha decidido definitiva- mente la victoria de los troyanos, es porque la llegada de la noche ha interrumpido la batalla. ;Es que no tienes compasién? ‘ompasién? —se sorprendié Zeus-. No es la ‘compasién lo que mantiene firme la mano de un dios. Yyo ya tomé una decisién inquebrantable. Mio es el valor que he otorgado a Héctor y a su ejército, y mio es también el desinimo que cunde entre los griegos y los empuja a la derrota. 62 —Mi indignacién crece cuando te escucho, Zeus, cruel -le respondié Hera~. Ti mismo ordenaste que ningsin dios favoreciese a ejército alguno con su inter- vencién en la lucha, pero eres ti quien ha incumplido u propia orden. Has actuado en contra de los griegos de forma deliberada. —Mi balanza de oro me ha indicado cual ha de ser el destino de los ejércitos mientras nada cambie en Troya. el destino, tanto como te ufanas de ser el omnipotente No haré tal cosa! Los troyanos luchardn con bravura mientras Héctor los guie y no deje de combatir como un leén herido. Y Héctor no dejard de luchar como un leén herido hasta que no se enfrente a Aquiles. Bien mi de quien depende el desenlace de la guerra, pero si Aquiles no empufia las armas, Troya vencers. —2¥ qué puedo hacer? —gimié Hera con repentinas ligrimas en los ojos. ‘Como si quisiera dejar a un lado las disputas que habian surgido entre ambos, Zeus se acercé a su espo- say la invité a contemplar los ejércitos a través de la noche inmortal. ~Miralos le dijo. Tus griegos han construido un muro y un foso de defensa fiando, ha reforzado la vigilancia apostando centinclas en las torres més altas de la ciudad. Incluso ha ordenado que el ejército acampe fuera de la muralla y ha avanza- ijo de Cronos! Zeus con vor de trueno-. to, no es de mensos. Héctor, descon- 63 do las lineas, mientras los griegos se ven arrinconados conta sus propias naves. Ti, Hera, no puedes ni debes hacer nada, Dejemos que griegos y troyanos resuelvan el conflicro que los enfrenta, y aceptemos sus decisiones asi como ellos acepran siempre las nuestras. Hera no volvié a oponerse a los deseos de Zeus y, cabizbaja y entristecida, asintié mientras con sus ojos de diosa vefa como Agamenén reunfa a los jefes de las tropas en su tienda, Veo a Agamenén con aire apesadumbrado. Los caudillos lo rodean. Parecen enojados. Quisiera saber qué traman. “Las ligrimas debilitan tus poderes de diosa —le dijo Zeus-. Pero no es necesario que seques tus ojos: yo telo Hera miré a Zeus con la impaciencia emergiendo entre las légrimas, Entonces Zeus le confesé: —Agamenén pretende 64 K El rencor de Aquiles En la tienda de Agamendn los jefes de las ropas man- tenfan tensas discusiones sobre la decisién tomada por el caudillo. Tal como habfa confesado Zeus a su esposa, ‘Agamenén, muy a su pesar, pretendia que las tropas embarcasen aquella misma noche para emprender la _ huida de Troya. “Los dioses no desean nuestra victoria ~habia declarado el caudillo-. No nos hagamos més ‘Nunca conquistaremos Troya. Aceptémoslo y ponga- mos de inmediato nuestras proas rumbo a la patria. De rods los efes de las tropas fue Diomedes: se mostré més ofendido por la propuesta de Agamenén. {Mis soldados y yo hemos venido a conquistar ‘Troya! -exclamé-. Si tu coraz6n te pide volver a la 65 patria, pues hazlo, pero nosotros nos quedaremos y lucharemos por la victoria aunque tengamos que arre- bavérsela a los mismisimos dioses. Entonces, el prudente Néstor se puso en pie y se dirigié también al cau —Poderoso Agamenén le dijo-, no tomes deci- itadas. Al menos intenta calmar Aquiles para que regrese a la lucha. Me duele decirlo, pero no actuaste correctamente cuando tu orgullo le ira de arrebaté a la esclava Briseida, que era suya. Es cierto, Néstor ~admitié Agamenén-, mi orgu- Ilo impetuoso me enfrenté a uno de nuestros mejores guerreros y lo hemos pagado muy caro. Ahora harfa cualquier cosa por reparar tal agravio. —Entonces—continué el anciano Néstor, no per damos més tiempo. Preparemos una buena cena con los viveres y el vino que nuestras naves nos traen de la ‘Tracia, y después envia a unos mensajeros ala tienda de Aquiles para ofrecerle los mejores regalos que le puedas brindar. Tal vez asi despertaremos en él el perdén que tanto ne Los consejos del prudente Néstor fueron bien recibidos por los miembros de la asamblea, y Aga- mos. menén puso a su disposicién regalos espléndidos para Aquiles. Tras la cena, Ulises, Ayax y el anciano Fénix, que afios atris fue preceptor de Aquiles, acudieron por la del mar al campamento de los mirmidones. ‘Aquiles se hallaba en su tienda acompaitado de su inseparable Patroclo. Cuando vio entrar a los tres cmisarios se mostr6 dichoso de volverlos a ver. Patroclo, sirve unas copas con el mejor vino que guar- damos, porque mi techo acoge a los griegos que més quiero en este mlindo. Honrados por la hospitalidad de Aquiles, Ayax y el anciano Fénix ocuparon unos bancos cubier- tos con telas de color piirpura. ~Grande debe ser el peligro que amenaza alos grie- gos —dijo a continuacién Aquiles-. En caso contrario, no habrfais venido. Y, podéis creerme, no me cuesta demasiado imaginar a qué habéis venido. Al cobarde de Agamenén, como siempre, le falta valor. —Sabes muy bien cémo es el peligro que nos ame- ijo entonces Ulises-. Si nada cambia, tal vez mafiana mismo se decidird la suerte de esta guerra. No podremos resistir mucho mis. Si contigo al frente, no acudis en nuestra ayuda, los tro- yanos acabardn quemando las naves. Parece ser que los dioses asi lo quieren. —Agamenén sabe que no actué correctamente cuando se enfrenté a ti —continué Ayax-. Sabe que cometié una grave equivocacién, de la que se arre- piente. El te ruega que aplaques tu célera y aceptes los regalos que te oftece si vuelves con nosotros. 1s mirmidones, Son unos regalos magnificos. Ulises-. Oye- me: dicz talentos de oro, siete trébedes nuevos, doce caballos incomparables; siete esclavas de las capturadas a Lesbos y, con cllas, tu Briseida, con la cual Agamenén. jura no haber tenido relacién alguna. -Y si conquistamos Troya, las veinte troyanas més bellas seran para ti ~Ademés, cuando regresemos a la patria podrés cescoger a la hija de Agamenén que més te guste para, casarte con ella. Estos son los regalos que Agamenén te oftece si cesa tu célera. Lucha a nuestro lado, Aquiles. $i no lo haces por Agamenén, hazlo por nosotros. Si los troyanos llegan hasta aqui, Héctor no dudard en quemar tus naves también. Aquiles escuché en silencio las palabras de sus ami- 0s, pero ni regalos ni ruegos lograron conmover st coraz6n. Finalmente, declaré: —A Agamenén le dije que, antes de partis, espe- rarfa para ver cémo oraba por su derrota, y eso es lo que haré. No cambiaré de opini6n. Agamenén no da valor alguno al esfuerzo de los soldados. Solo piensa en acumular riquezas. ¥ yo ya estoy harto de su desprecio. Mientras venfamos hacia aqui conquisté doce ciudades por mar y once por tierra. A él se las entregué y mis soldados recibieron una recompensa miserable. Incluso a mi me arrebaté lo que me habfa sido otorgado. 68 iseida? iseida -continué Aq decirle que puede quedarse con el go troyano alcanza las naves, nuestros barcos se hari a la mar. Decidselo delante de todos. Y, por lo que a los regalos respecta, decidle también que se los puede sguardar. Para mi son tan valiosos como un caballo cojo. ‘Aunque me offecies¢ todas sus posesiones; aunque me ofteciese todas las riquezas de Orcémeno o de la egip- cia Tebas, la ciudad de las siete puertas; aunque me ofteciese tantos talentos de oro como granos de arena cubren las orillas de los mares, ni siquiera asi podria Agamenén reparar el ultraje que arde en “Aquiles guard6 silencio. Los tres emisarios lo mira- ban con gesto grave, convencidos de que ni todo el poder de Zeus haria cambiar de opinién al jefe de los idones. ~Recuerdo~continué Aquiles acariciéndose la bar- 4, recuerdo que mi madre, la diosa Tetis, me i6 que si luchaba en esta guerra hasta cl final, les. Pero podeis corazén. aqui morirfa y mi nombre seria recordado para siem- pre. Pero la muerte no ha podido atraparme ni lo hard. De manera que, de momento, renunciaré a la gloria eterna, pero gozaré de una vida muy larga en mi tierra. -Nadie puede negar que durante estos afios de guerra has luchado con valentia ~dijo Ayax. A de qué ha servido? -le respondié Aquiles-. El ultraje de un cobarde avaricioso es todo lo que he ganado. —Divino Aquiles -hablé, entonces, el anciano Fénix-, el rey Peleo, tu padre, me eligié en tu patria y ‘me confié tu educacién. Creciste en mi regazo y para mi eres como un hijo. Te conozco muy bien, pero la célera que arde en tu corazén no es digna de ti. Incluso los dioses detienen su ira cuando pagamos nuestras ofensas contra ellos con sacrificios y ofrendas. Y wi no eres superior a los dioses, Aquiles. Por eso te ruego que aceptes los regalos de Agamenén y vuelvas con nosotros. —Apreciado Fénix -le contesté Aquiles-, sabes que te tengo en gran estima. Yo también te conozco muy bien, pero no me pidas que cambie de opinién. No es a mia quién has de rogar nada. Sin embargo, soy yo el que te ruega que te quedes conmigo si deseas salvar la vida y volver a la patria. Patroclo te preparard un jergén al instante. Es cierto, Fénix—le dijo Ulises~. Quédate. Mafia na seré un dia funesto para los griegos. Si quieres vivir, embarca con tu ahijado. Ayax se puso en pie con decisién: —Volvamos, Ulises. El corazén de Aquiles esté lle- no de rencor y nuestra visita no ha hecho més que solivianrarlo. —Tienes razon, Ayax, hijo de Telamén —dijo Aqui- les—. Volved y anunciad mi respuesta: no empufiaré las armas y de nada me preocuparé hasta que el hijo de Priamo, el valiente Héctor, llegue con su fucgo hasta 70 las mismas naves de los mirmidones. Muchos combates han favorecido que ya nos resulten familiares nuestros ccascos y armaduras. Los distintivos de bronce nos iden- tifican, Si él me reconoce y quiere enfrentarse a mi, lo esperaré como merece. Claro que, cuando Hegue, tal vez ya nos habremos marchado, y; si no lo hemos hecho todavia, quiz se lo pensard dos veces antes de enfrentarse a quien nb deberfa. ‘Salve, amigos mios! Sin nada mds que aiiadir, Ulises y Ayax regresa- ron a la tienda de Agamenén donde los esperaba la asamblea deseosa de conocer la respuesta de Aquiles. Sin embargo, la impaciencia no tardé en convertirse en preocupacién y desesperanza. Aquiles no lucharfa. La batalla final de la guerra de Troya se acercaba. La amenaza de la derrota casi se podia cortar entre los comandantes sometidos al mando de Agamenén. x Elespia Aquella misma noche, en un intento desesperado por conocer los planes del enemigo, Ulises y abandonaron los campamentos y se ad manera furtiva en el campo de batalla con el fin de cru- zarlo y observar los movimientos de los troyanos. La llanura, cubierta de armas, de cadéveres y de carros destrozados, se vela oscurecida por las sombras que el paso de las nubes por delante de la luna transformaba en sombras inquietas y espeluznantes. De repente, Diomedes sospeché de una de ellas. La sombra se le acercaba silenciosa y gil como una serpiente. Diomedes dirigié un gesto a Ulises y ambos se agazaparon en la oscuridad. Entonces, cuando Ia sombra pasé por su lado, Diomedes la atrapé como el 73 guile que ya no da oportunidad a su presa. La sombra lanz6 un grito de espanto al mismo tiempo que Dio- medes la amenazaba con la espada y Ulises abandonaba su escondrijo. Se trataba de un soldado troyano que habia reci- bido la orden de espiar los movimientos nocturnos de los campamentos griegos. Su nombre era Dolén. ~2Quién eres y qué haces aqui? —le preguntaron. Asustado, Dolén contesté: —Lucho a las érdenes de Héctor, hijo de Priamo. Me ha enviado a averiguar si tal ver, estabais cargan- do las naves para emprender noche. Como recompensa me ha ofrecido cl carro y los caballos del guerrero conocido como Aq In maldito espia! -rugié Diomedes. Ulises sonri. ~zLos caballos de Aquiles? ~dijo-. Aquiles es hijo de madre inmortal. Sus caballos le serian ficles hasta Ja muerte, Ti nunca podrias montarlos. Vamos, habl medes-. ;Dénde se encuentra Héctor? Qué pretende? ;Qué traman en Troya? —Héctor se halla reunido con ottos caudillos cer ca de la tumba de Ilo ~contest6 Dolén-. Planean el ataque de mafiana. huida al amparo de la ‘se enfurecié, 74 —¢Por qué acampan los soldados fuera de la mura- Maz Son aliados. Han venido més. —zCudndo atacarin? ~Al alba. Héctor no os quiere dar la oportunidad de hui. Diomedes alzé la espada. Aterrorizado, Dolén if 6 un buen rescate por st Diomedes no movié la espada de lo alto: ~Si te dejésemos escapar, voluntariamente o a cam- bio de un rescate, cualquier otro dfa volverfas a espiar- nos 0 a combatir contra nosotros. Muerto no nos hards dafo alguno. -iNo, deren. La cabeza de Dolén rodé por el suelo. La espada de Diomedes corté el ruego por la mitad, y répidamente le arrebataron la piel de lobo que llevaba junto con un arco y una lanza, —Tenemos que advertir alos nuestros ~dijo Ulises. Si, la Aurora no tardaré en abrir los ojos ~afadié Diomedes observando el cielo. Cuando regresaron a los campamentos y Ulises y Diomedes informaron a Agamenén y al resto de los comandantes de su encuentro con el espia troyano, todos se apresuraron a formar a las tropas para una bacalla inminente. Incluso se armé Agamenén para 75 entrar también en combate: grebas, en las piernas; cora- za adornada con tres dragones, en el pec coronado con crines de cab: dos lanzas robustas. Todos los soldados prorrumpieron en gritos de énimo cuando vieron al mismisimo Aga- menén en su carro, animéndolos para la batalla hasta ‘que consiguiesen la devastacién de Troya. Las tropas formaron y ya salfan a través del muro cruzando el foso hacia el campo de batalla, cuando las primeras luces del dia permitieron ver las formaciones del ejército troyano en la llanura. Héctor se hallaba al frente de las escuadras, ylo acompafaban Polidamante, Eneas, los comandantes dardanios Pélibo y Agénor, y Acamante, caudillo de los tracios. Las érdenes de ataque no tardaron en llegar y el choque de los dos ejércitos fue terrible, Nubes de lanzas y flechas se hundieron en las primeras filas de soldados momentos antes de entrar en un cruel enfren cuerpo a cuerpo. Agamenén clavé una lanza en la pri- mera cabeza troyana que tuvo a su alcance, y con la otra lanza y empufiando la espada derribé del carro a Iseo y Antifo, que eran hijos de Priamo. Pero la batalla ya se habfa apoderado de todas las filas. Los griegos, ayudados por la caballerfa, conseguian avanzar mien- 10 ‘tras Agamenén buscaba a Héctor para darle muerte. Los griegos parecian imparables, Desconcertados porla fuerza del enemigo, los troyanos advertian en la i bravura de Agamenén el principal motivo que empuj baasus soldados a combatir con una fuerza tan salvaje como sorprendente. —jAtacad! ;Atacad! ~gritaba Héctor, asombrado por Ia valentia de los griegos. —iCreiamos que presentan batalla como leones! jan de noche y, en cambio, iio Eufemo, al frente de los cicones. En medio de los‘combates, y mientras Agamenén aniquilaba las densas falanges que lo rodeaban, la lan- za del valeroso Ifidamante, hijo de la Tracia, roz6 la cintura del caudillo sin conseguir herirlo. Agamenén descargé veloz la espada en el cuello de Ifidamante, y el tracio cayé muerto para horror de su hermano Coén, dudarlo, lanzé su bronce y atravesé un brazo por el codo. Con gestos de dolor y lleno de rabia, Agamenén atacé al tracio que intentaba Ilevarse a su hermano muerto. La cabeza de Coén rodé sin vida, mientras ‘Agamenén advertia que las fuerzas lo abandonaban y répidamente subié a su carro para escapar de la con- tienda. —Principes y caudill ! -exclamé-. Zeus no me permite continuar la lucha contra los troyanos! ;Seguid vosotros! ;Alejad al enemigo de las naves! Su heraldo fustigé alos caballos y, desde la lejania, Héctor vio que Agamenén abandonaba el combate. ~{Troyanos y aliados!exclam6~.;El caudillo de los sriegos huye! Zeus esté de nuestro lado. ;Atacad! ;Atacad! 7 Y como el viento tempestuoso que arrastra las nubes y con su rugido levanta olas inmensas, asi avanzaba Héctor entre las filas griegas. Y las tropas lo seguian. —;Diomedes ~grité Ulises-, la retirada de Agame- nén ha hecho que nuestra suerte cambie! Zeus parece decidido a conceder la victoria a los troyanos —dijo Diomedes. —:Qué podemos hacer? —:Qué crees tii que podemos hacer? Y dicho esto ambos se adentraron todavia més en la batalla como dos jabalis salvajes, dispuestos a sembrar Ia confusién y el terror. Sin embargo, en medio de la horrible carniceria que Ulises y Diomedes provocaban, no tardé Héctor en atacarlos sin contemplaciones {Es Héctor! ~advirtié Ulises-. ;Se acerca como un huracdn! Diomedes le disparé la lanza y el bronce reboté contra el casco del troyano. Héctor cayé aturdido del caballo y, cuando Diomedes se abria paso para aba- lanzarse sobre el hijo de Priamo, una flecha de Paris le atravesé el Dandose cuenta Ulises, este acudié en su ayuda y lo subié en un carro que sacé a Diomedes de la batalla. Pero Ulises se quedé solo, rodeado de troyanos y, percibiendo el hedor fétido de la muerte, desplegé sus armas y atacé como el guerrero valeroso que sabe que en la muerte encontrar la gloria. 78 De un golpe de espada Ulises hirié a Deyopites y maté a’Toén y a Eunomo. Quersidamante lo atacé desde el carto y Ulises le hundié una lanza por debajo del escudo, El troyano cayé al suelo y el polvo apre- saba con las manos crispadas. Pero, todavia no habia muerto, cuando Ulises mataba a Cérope, y un golpe de lanza de Soco lo malheria, a él, en un costado, Entonces los troyanos lo rodearon como los cha- cales que arrinconan al ciervo. ¥ lo habrian acri do con las lanzas si los gritos de auxilio de Ulises no hubiesen alertado a Menelao y a Ayax, que acudieron raudos en su ayuda como las aguas espumosas de un rio salvaje, Mientras tanto, Héctor combatia ala misma orilla del Escamandro, donde Idomeneo ¢ incluso el ancia- no Néstor aniquilaban a filas de soldados inexpertos. Fue alli donde cayé Macaén, el médico, a tor alejé del peligro; y donde muy cerca, también, valiente Ayax se vio obligado a huir bajo lanzasy flechas que precedian al avance de los troyanos y anunciaban la derrota de los griegos, condenados a retroceder hacia las naves y a morir en ellas si el favor de los dioses no lo impedia. jien Nés- lluvia de Xl El coraje de Patroclo Desde la popa de su nave Aquiles contemplaba el desa- rrollo de la batalla, y advertia que la derrota més ver- gonzosa se acercaba lenta pero inexorablemente a las naves. Por el sur, el campamento de los mirmidones cerraba el territorio ocupado por el ejército griego, y, desde alli, en lo alto de la nave, Aquiles podia ahora contemplar cémo la valentfa de los troyanos sepultaba toda esperanza de victoria entre las filas griegas. Patroclo, asu lado, también era testigo de la devas- tacién, Ambos, en silencio, miraban hacia las filas don- de los combates eran ms encarnizados. Incluso ya podian escucharse los choques del bronce y los gritos de muerte de los soldados. El muro no tardard en ser destruido -dijo Aquiles. 81 =No lo seré si luchamos se apresuré a declarar Patroclo. Aquiles lo miré con ternura, con una leve sontisa. —Apreciado Patroclo, cu fidelidad y coraje no tie- nen precio, Para mi eres como un hermano, lo sabes muy bien, Te he adiestrado en las artes del combate, pero creo que han quedado algunas lecciones pendien- tes en lo que corresponde al arte del honor. =No es honor lo que necesitan nuestras tropas alia- das, sino bronce. ~Pero el bronce debe empuiiarse con honor, y l mio est hecho trizas. Y hechas trizas quedardn también tus tropas aliadas. ‘Mientras asi hablaba Aquiles, vefa que las tropas troyanas formaban cinco columnas para llevar a cabo un nuevo ataque. De repente, entre nubes de polvo y grupos de guerreros, un carro se dirigié veloz hacia una de las puertas del muro. Aquiles reconocié al anciano Néstor a las riendas, pero le resulté imposible identi- ficar con claridad al herido que con tanto empefio se retiraba hacia las naves. ~Patroclo ~dijo-, acude a la tienda del anciano Néstor y pregiintale a quién llevaba herido. Me ha parecido ver que se trataba de Macaén, el médico. Aquiles vio como su apreciado Patroclo salia raudo a través de las naves y las tiendas griegas. A continua- cién continué observando el asalto troyano. Algunas almenas del muro comenzaban a desplomarse. Héctor 82 como un dios beligerante, animaba a sus tropas. Por el flanco izquierdo todo parecia perdido. Las torres bien construidas corrfan ka misma suerte que las almenas, En 1 sector central del frente los troyanos se apoderaban del muro. Lo derribaban. Flechas de fuego provocaban los primeros incendios en las naves mas cercanas. El enemigo avanzaba en bloque, lanza con lanza, escudo con escudo. Los séldados cargaban en masa. ~{Tropas de Troya, luchad! —gritaba Héctor. Los griegos no resistin mucho mis. ;Mi espada los obli- gard a retroceder, y con la mia, las vuestras! Aquiles no podia escuchar las palabras de Héctor, pero podia imaginarlas. El bronce segufa derramando sangre entre unos y otros. Volaban lanzas, flechas, y las espadas eran descargadas sin compasién. Aun asi Aquiles advertia que los griegos resistian como s plan divino les infundiese soplos de un coraje di de héroes. Sin embargo, la fuerza de las tropas capita- neadas por Agamenén no podia impedir que el vale roso Héctor avanzase en medio de la carniceria, como lo harfa el fuego destructor en una selva cubierta de espesos arbustos. Los troyanos atacaban la nave de Protesilao, comandante de las tropas de Filace, cuando, sin aliento, regresb Patroclo junto a Aquiles con el rostro desenca- jado y la impotencia ardiéndole en la mirada. Tas sospechas eran ciertas~dijo de inmediato-. Era ‘Macaén a quien el anciano Néstor alejaba de la batalla. 83 aN Aquiles guardé silencio, pero no le pasé por alto que una rabia incontenible devoraba las entrafias de su protegido. —:Qué te ocurre, Patroclo? -le pregunté Aquiles con calma~. Ta sudor brilla como el de un toro bravo. “Es tu actitud arrogante, que nos confunde —con- testé Patroclo-. Bajo tus érdenes los mirmidones somos restigos impotentes de la derrota de los griegos, y no hacemos nada para ayudarlos. ~Ya sabéis qué decisién tomé. ~7Sit-exclamé Patroclo-, pero la guerra ya se libra alos pies de las naves. Ahora ya es demasiado tarde para marchar, Pero tampoco luchamos contra el enemigo, y la incertidumbre planea sobre nuestras cabezas como cl Aguila mortal que tarde o temprano nos atraparé porque sabe que somos presas condenadas. —Tal vez ahora actuaré como debe el cobarde que me ofendid. Tal cosa no ocurriré. Néstor me ha abierto los ojos. Ulises, Ayax y Fénix ya te presentaron las discul- pas de Agamenén y te offecieron sus regalos, pero tit no claudicaste. Desde entonces se olvidaron de ti y de todos nosotros. —Era Agamenén quien debia haber venido. ~jOh! ~exclamé Patroclo alzando los brazos—. jEres intratable, Aquiles! No puedo creer que tu orgullo sea el verdugo de nuestro ejército. Las tropas luchan a ciegas, sin gobierno. 84 Diomedes, también. Incluso Agamenén ha entrado en batalla y... —Agamenén ha entrado en batalla porque no ha lida. Si los mirmidones luchésemos, ni fa sacado la nariz de su tienda. —Pues olvidalo y al menos haz algo para salvar a los nuestros de tanta muerte. ~Sabes que rio lucharé, apreciado Patroclo. Asi que, ime, zqué puedo hacer? quieres saberlo: permiteme que me cubra con tu armadura y ordena a los mirmidones que entren en batalla conmigo. Bajo tu casco ningtin troyano me reconocerd. Pero eu asco, tu escudo, la coraza y las armas tal vez harén que me confundan contigo. Quién sabe si, entonces, el miedo les obligaré a etroceder déndo- nos la oportunidad de huir con las naves que nos queden. Aquiles guard6 silencio mientras, frente a sus ojos, la aniquilacién del ejército griego enturbiaba la célera gue le ardia en las entrafias. La visién de los combates y as palabras de Patroclo, de stibito, le provocaron una extrafia sensacién de responsabilidad frente a aquella siruacién tan atroz que los amenazaba. —Quizé tengas raz6n, Patroclo —dijo finalmence Aquiles-. Los troyanos nos aplastan porque no se han topado con mi espada. Entonces, déjame intentarlo, ‘Aquiles medité durante unos instantes y, con con- diciones, accedié a la peticién. 85 ~Atacad con la furia de los mirmidones—le ordend a Patroclo-, pero no busquéis la victoria de la guerra. Conformaos con alejar al enemigo de las naves. No deseo que nuestra intervencién resulte decisiva para ninguno de los ejércitos, ya que no soy yo quien empu- fia las armas. Y cuando alejéis a los troyanos de las naves, volved. Me has entendido? Patroclo acepté las condiciones impuestas y répi- damente corrié a armarse, mientras Aquiles saltaba de la nave para alertar a sus capitanes. —iMenestio! {Eudoro! ;Pisandro! ;Alcimedontel... mad a los hombres para la batalla! El grito undnime de los mirmidones hizo temblar Ja tierra entera. Y mientras, impacientes, los soldados se cubrfan de bronce, Patroclo desaparecfa bajo las armas de Aquiles: grebas en las piernas, sujetas con hebillas de plata; coraza brillante como un cielo estrellado, en el pecho; espada con clavos de plata, colgada al hombro; el escudo formidable, en un brazo; y, en la cabeza, el casco adornado con un penacho de crines de caballo. Finalmente, las lanzas. Dos, robustas y manejables. Y para atacar al enemigo a la velocidad del rayo, Janto y Balio, los caballos magnificos de Aquiles. Poco después, acorazados y bien armados, los mir- midones formaron en filas a la salida del campamento. Y Patroclo, al frente, les dij —{Mirmidones, mostrad vuestro valor! Luchad con valentia para que el poderoso Agamenén repare en su 86 equivocacién por no haber honrado al més valiente de los griegos. Ya continuacién, salieron hacia el campo de bata- lla y se lanzaron en masa contra los troyanos. Xi La furia de los mirmidones La Ilegada de los mirmidones a la batalla hizo que, por todos los flancos, los troyanos creyesen que Aqui- les habia vuelto a empufiar las armas, El temor y el desconcierto se apoderaron de todos ellos al mismo tiempo que el dnimo de los griegos aumentaba como el fuego que, a punto de extinguirse, cobra nueva vida gracias a una réfaga de viento. Patroclo se cia la popa de la nave de Pro- tesilao, que ardia en llamas, y disparé la lanza. Pirec- mes, comandante de los peonios, cayé de espaldas y la ripida legada de los mirmidones obligé a retroceder al enemigo lejos de las naves. —jApagad el fuego! -ordené Patroclo antes de descar- garla espada sobre un soldado que lo atacaba con lanza. 89

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