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Los orígenes de la cultura, de René Girard

Reseña de Juan Rodríguez Hoppichler

Para reseñar un libro cualquiera acostumbramos a seguir un esquema. Según ese esquema lo
propio es empezar dando escuetamente los datos biográficos del autor. En el caso de René
Girard hay una parte sencilla, y es que nos consta que nació en Francia en el año 1923, que
la mayor parte de su vida académica transcurrió en Estados Unidos, y que allí murió en el año
2015. Lo complicado viene cuando queremos ponerle algún rótulo al campo de estudio al que
se dedicó, o sea, atribuirle una disciplina académica. No es fácil determinar si fue un teórico
de la literatura, de la religión o un antropólogo. Podríamos decir que fue un poco los tres con
la peculiaridad de que lo fue siempre desde la perspectiva de la teoría mimética (aunque eso
realmente ayudará poco al que desconozca qué es la mentada teoría).

Afortunadamente, en la página 155 de Los orígenes de la cultura el mismo Girard afirma que
le gusta que le llamen “antropólogo clásico”. Así que, como en estos tiempos de sacralización
de las identidades auto percibidas sería impertinente hacerle cualquier alegación, se queda
con ese título.

René Girard fue pues un antropólogo clásico de larga vida cuyos intereses intelectuales
empezaron en la literatura, continuaron en la antropología, y culminaron en los estudios
religiosos. Siempre desde una intuición inicial de que Aristóteles tenía razón cuando dijo que
el ser humano se distingue de los otros animales en que es mimético (ahora sabemos que los
animales también pueden ser miméticos, pero no es cuestión de corregir al Estagirita con
datos científicos del siglo XX). Aunque esta idea nunca se abandonó del todo en la historia
cultural de Occidente, sí transitó por caminos secundarios. Con la llegada de la modernidad
y su encumbramiento del yo original a toda costa esta concepción del hombre se convirtió
directamente en anatema.

Girard rehabilita esta tradición orillada y le da estructura. No es el primero en hablar de


mimetismo, pero nadie lo había hecho antes con tanta profundidad y sistematicidad.
Epistemológicamente también se sale de lo habitual, ya que menosprecia la filosofía y
privilegia la buena literatura, en la que ve un documento que avala la condición mimética del
ser humano. Luego, más adelante, también incluye los Evangelios y los relatos mitológicos,
con los que va ampliando su corpus teórico y llega a la idea del chivo expiatorio y la
universalidad del sacrificio. Las conclusiones que fue sacando en este periplo intelectual, casi
por coherencia lógica, le llevaron a convertirse al catolicismo.

Los trágicos sucesos del once de septiembre del 2001 en Nueva York le dieron notoriedad
internacional, ya que esa mezcla de violencia y religión parecían confirmar sus propuestas
teóricas.

Su obra no es una lectura fácil. Demasiado intelectual francés por muchas millas de distancia
que hubiera puesto entre su país y él. Tiene un vocabulario propio que hay que conocer
previamente para entenderle, y hay una serie de ideas cuyo conocimiento se le presupone al
lector para poder captar todos los razonamientos. Sus libros son distintos capítulos de un opus
final y es complicado seguir la trama si nos faltan entregas previas.

Por eso es ya lugar común recomendar Los orígenes de la cultura como libro iniciático en el
cosmos girardiano. Es un libro de entrevistas, lo que es algo habitual en su bibliografía. Esto
significa que no está del núcleo duro de su obra, como La violencia y lo sagrado o
Shakespeare: los fuegos de la envidia, y que va a permitirse hablar de sus convicciones
religiosas, algo que se prohibió a sí mismo en sus libros del canon para evitar que pareciera
que sus creencias personales determinaban sus conclusiones científicas.

Los orígenes se publicó originalmente en el año 2004, con casi todos sus libros ya en
circulación, y da, ciertamente, una buena panorámica de su obra. La versión española
apareció dos años después en Trota y la traducción es de José Luis San Miguel de Pablos, lo
que es importante señalar, ya que como veremos más adelante la pluralidad de sus traductores
es un problema añadido a la recepción en el mundo hispánico.

Este libro es un diálogo con Pierpaolo Antonello y Joao Cezar de Castro Rocha. Principia con
una introducción contextualizadora escrita a cuatro manos por estos académicos, algo que el
lego agradecerá. Desde el principio anuncian que van a darle un tono de “biografía
intelectual” al libro, y así lo hacen. A la introducción le siguen seis capítulos de entrevistas
que, si bien no son compartimentos estancos en cuanto a lo temático, si tienen cierta
homogeneidad. Esta edición se cierra con un último capítulo que es un texto escrito por Girard
en el que refuta ciertas acusaciones que le lanzó Régis Debray.

El contagio mimético en el mundo académico hace que nadie reconozca que utiliza fuentes
secundarias y presuma de leer a los autores, incluso a los más complicados, directamente, a
pecho descubierto. Nosotros tenemos la vana ilusión de salir de ese mimetismo y, antes de
analizar Los orígenes de la cultura, reconocemos desprejuiciados que no leemos nada de
Girard si consultar primero René Girard, de la ciencia a la fe, el libro de Ángel Barahona.
Esta no es una excepción y admitimos que escribimos esta reseña con este texto de vigía.

De hecho, Barahona resume con acierto el contenido del libro en su manual. Citamos in
extenso:

Este libro es una autobiografía intelectual que repasa los descubrimientos de Girard a lo largo
de toda su carrera intelectual. Los entrevistadores, Pierpaolo Antonello y Joao Cezar de
Castro Rocha intentan reconstruir, en el curso de una serie de diálogos desarrollados de forma
sistemática, las principales ideas de la teoría girardiana a lo largo de todo su desarrollo. Entre
los tres tejen la trama sintética de lo que es la teoría hasta el día de hoy: la violencia como un
dato omnipresente en los “orígenes” de la cultura humana; el deseo mimético como
desencadenante de esa violencia; el chivo expiatorio como mecanismo para contener la
espiral de violencia y devolver el equilibrio al grupo; las Escrituras judeocristianas como
clave hermenéutica de la cultura; y, por último, el papel único del cristianismo en la historia.

Además, repasan una a una las críticas recibidas a lo largo de su desarrollo y tratan de
responderlas críticamente. (pág. 178)

Hemos dicho que Los orígenes de la cultura tiene seis capítulos que, si bien son permeables
entre sí, giran cada uno en torno a un tema principal.

El primero, “La `vida del Espíritu`”, se centra en la biografía y la formación académica de


Girard. El segundo capítulo se titula “´Una teoría con la que se puede trabajar¨: el mecanismo
mimético” y es básicamente una cartografía de los conceptos girardianos. Es el capítulo al
que Barahona dedica más espacio, y se entiende porque pocas veces nos vamos a encontrar
una exposición tan clara de la teoría mimética como aquí. El tercer capítulo, “El escándalo
del cristianismo”, gira en torno a la teología y también tiene peso en el libro de Barahona.
Aquí nos topamos con ese tercer “momento” de la obra girardiana que es la variante teológica.
Para legos en la materia, como es nuestro caso, esta es la parte más nebulosa de su
pensamiento. El cuarto capítulo versa, entre otras cosas, sobre el tema del sacrificio como
origen de la cultura. Aquí se critica a varios antropólogos; es de hecho el capítulo más
“antropológico” del libro. En el capítulo quinto (“Fuentes y crítica de la teoría: de Frazen a
Levi-Strauss”) Girard empieza hablando de sus fuentes de inspiración, que dice que son los
mitos clásicos y la revelación cristiana. El sexto y último capítulo, “Método, evidencia y
verdad”, trata el complicado tema del rigor epistemológico de Girard y está poblado de
referencias a Mentira romántica y La violencia y lo Sagrado. En esta edición de Taurus
encontramos, como dijimos al principio, un capítulo independiente en el que Girard se
defiende de los ataques de Regis Debray en un libro del año 2003, o sea, cuando Girard era
una moda tras el derribo de las Torres Gemelas. Tiene bastante de recapitulación de cosas ya
dichas en la entrevista, por lo que no es un añadido "impertiente".

Girard empieza el segundo capítulo resumiendo su teoría en un par de brochazos.

La expresión “mecanismo mimético” recubre una amplia serie de fenómenos: designa, de


hecho, todo el proceso que se inicia partiendo del deseo mimético, sigue con la rivalidad
mimética, se exaspera en la crisis mimética o sacrificial y concluye con la fase de resolución
que cumple el chivo expiatorio. (pág. 51)

Después sigue con las definiciones más precisas. Distingue primero el deseo mimético del
apetito. El apetito es un mero asunto biológico; se convierte en deseo mimético cuando entra
en juego la imitación del modelo (deseamos algo porque lo tiene o lo desea nuestro modelo).
La mediación con el modelo puede ser externa, como con una estrella de cine, y sus objetos
serán inaccesibles para mí, por lo que no se genera rivalidad; es una mediación pacífica. El
problema es que la mediación puede ser también interna, con alguien próximo a mí, como un
amigo o un vecino; entonces sí se genera rivalidad, porque el objeto de deseo puede ser
accesible, y el modelo se siente amenazado. La imitación se vuelve recíproca, el modelo pasa
a ser como el sujeto, y llega un momento en que el objeto ya da igual: sólo queda la relación
entre dobles, que además cada vez es más recíproca, cada vez se parecen más entre ellos, y
por ello es más conflictiva. Hemos terminado en una crisis de indiferenciación.

Los entrevistadores tratan de enmendarle la incongruencia entre el deseo mimético y la


autonomía individual, que es algo que resulta escandaloso para la modernidad occidental.
Pero Girard, lejos de verlo como algo anti humanista o liberticida, lo considera precisamente
lo verdaderamente humano. Somos miméticos desde los primeros balbuceos, y eso es lo que
nos sociabiliza y hace que podamos aprender: es precisamente lo que nos eleva por encima
del plano meramente biológico.

Girard distingue a continuación, contra Freud, imitación de mimetismo: les separa el grado
de conciencia.

La teoría mimética del aprendizaje se vio confirmada con el descubrimiento de las “neuronas
espejo” por parte de investigadores científicos. Sin embargo a Girard le parece que este
hallazgo no sirve para explicar la mímesis de apropiación ni la rivalidad mimética. (Parece
minusvalorar investigaciones que podrían respaldar sus teorías. Aquí ciertamente parece que
vemos una inesperada crisis mimética: Girard se siente amenazado por unos neurólogos que
dicen cosas parecidas a él y compiten por arrebatarle la exclusiva de la teoría mimética).

A continuación Girard se explaya referenciando extensamente mitos antiguos que respaldan


sus teorías. Éstos hablan de luchas entre dioses o entre dioses y hombres por pocos objetos
de deseo, pero lo crucial viene cuando vuelve al mundo actual, donde las mediaciones
externas que eran Dios o el Rey ya no están tan presentes, y todos nos hemos igualado
socialmente; además hay una proliferación industrial y mediática de objetos de deseo. Todos
estamos al mismo nivel ahora, deseando las mismas cosas.

(Girard no lo dice así, pero podríamos afirmar que la rivalidad mimética se ha vuelto loca
porque la globalización es una mediación interna a escala planetaria. Antes, en comunidades
pequeñas que competían por cuatro vacas y un par de doncellas, se podía canalizar la rivalidad
mimética con mecanismos sencillos. Ahora estamos en espacios cuánticos en los que
desconocemos si funcionarán aquellos viejos remedios caseros.)

Entre las páginas 61 y 69 Girard responde a las preguntas sobre lo que es el “chivo
expiatorio”, que es el paso siguiente a la crisis mimética dentro de la teoría girardiana. La
rivalidad mimética genera energía de conflicto y se expande. Intervienen nuevos dobles que
se ven interpelados por el objeto en disputa. Llegamos a “la guerra de todos contra todos” de
la que hablaba Hobbes. Para evitar la autodestrucción se busca a una víctima a la que
responsabilizar de todos los males, se le separa del grupo y se le sacrifica. Se canaliza en ella
toda la violencia colectiva. La víctima puede ser elegida al azar o no, pero suele ser alguien
inválida, forastera o con algún rasgo físico llamativo. Su selección es “una mezcla de
arbitrariedad y necesidad” (pág. 66)

El sacrificio original que causó un nuevo orden social se convierte en un hito, y es repetido
simbólicamente ya de forma ritual; se institucionaliza, y su recuerdo hace entrar en razón,
trae la calma. Crea estructura; así surge la cultura. Primeros son los sacerdotes, que emergen
entre la comunidad para garantizar el rito. Luego viene todo lo demás.

Girard enmienda a la Ilustración, y defiende que no fueron los sacerdotes, o los caciques en
general, los que crearon el trampantojo ritual para consolidar una jerarquía, sino que todo ello
vino después. Las relaciones de poder no con causa sino consecuencia del sacrificio original.
“La humanidad es hija de lo religioso” dirá Girard en la página 68.

Para que el sacrificio del chivo expiatorio funcione, y con él todo el mecanismo que estamos
describiendo hasta ahora, tiene que darse algo así como un “desconocimiento” de su artificio
por parte de sus protagonistas. Aquí nos topamos con el tema de la traducción al que nos
hemos referido al principio. Barahona mantiene el término francés méconnaissance (algo así
como “mal conocimiento”) porque cree que “desconocimiento” no significa exactamente a
lo que se refiere Girard, y porque considera que no existe una palabra española equivalente.
El traductor de Trota empero sí utiliza “desconocimiento” (Nosotros no sabemos qué opción
es la más adecuada, pero sí imploramos una uniformidad en las traducciones, porque lo último
que necesita Girard es dificultades añadidas).

“Desconocimiento” o méconnaissance es lo que hace posible que el mecanismo funcione,


porque si los sacrificadores supieran que lo que hacen no es verdaderamente lo que creen no
funcionaria. Pero no es algo inconsciente, o no al menos en sentido freudiano.

(Volverá sobre el tema en las páginas finales del último capítulo, donde contrastará su
propuesta con la de Freud y utilizará el cuento "La carta robada" de Edgar Allan Poe como
ejemplo.)

Las últimas páginas de este segundo capítulo se centran en una idea que ya se trató al principio
del mismo, la del mimetismo como medio de transmisión cultural, como algo positivo. Girard
descubrió un continente pero no tuvo tiempo para explorarlo todo. Se le reprocha que tiene
una visión pesimista del ser humano, y todo para él son rivalidades y luchas, pero hay una
variante optimista y liberadora de la teoría mimética que sencillamente no tuvo tiempo para
desarrollar, pero que está ahí, lista para que otro aventurero nos haga un mapa de ella.

El tercer capítulo giro en torno a la religión y también tiene mucho peso en el libro de
Barahonra. Como vimos, durante su formación, casi como consecuencia lógica de sus
investigaciones, el antropólogo clásico francés se hizo católico; de hecho su obra no sólo es
compatible con el catolicismo sino que, a decir de muchos teólogos como Von Balthasar, lo
enriquece (también tiene teólogos retractores, hay que decir).

Girard plantea un nuevo enfoque de la lectura de la Biblia desde Las cosas ocultas. Para él,
como para Simone Weil, ésta es también un tratado sobre el hombre. La compara con los
mitos arcaicos, que también son fuente de conocimiento, y con los que hay diálogo
intertextual. No siempre, pero hay muchos casos en los que los Evangelios dan respuesta al
constante tema que hay en los mitos del chivo expiatorio, y su respuesta es el perdón, el
desmantelamiento del mecanismo, el desvelamiento de la méconnaissance (el ejemplo que
más desarrolla es el de José y sus hermanos, pág 98 y ss).

La gran aportación en concreto del cristianismo es que “para librarse del sacrificio, hay que
renunciar incondicionalmente a las represalias miméticas, es decir, ¨poner la otra mejilla¨
como dijo Jesús” (pág. 90) Es la única manera de evitar las espirales de mimetismo violento.
“Jesús salva a los hombres porque su revelación del mecanismo del chivo expiatorio, al
privarnos cada vez más de protección sacrificial, nos obliga a abstenernos crecientemente de
practicar la violencia si queremos sobrevivir” (pág. 92)
Hay tres apartados en este capítulo que consideramos de especial interés, porque Girard habla
de tres referentes de la historia del pensamiento occidental que fueron influyentes en su obra.
Uno es Nietzsche, en la página 84, en la que alaba sus intuiciones, pero lamenta que no se
diera cuenta de que lo apolíneo, el caos, y los perseguidores de inocentes, que tanto defiende,
lejos de ser algo liberador, son expresión mimética de la unanimidad. (También en la página
105 y 106 habla sobre el filósofo alemán. Le parece que la frase de “Dios ha muerto” quiere
decir que nosotros lo hemos matado, lo que implica un sacrificio y por ello una refundación
religiosa de la sociedad. Son palabras profundamente rituales y sacrificiales; contra
Heidegger, no es meramente una cantinela modernista, sino que es una llamada a inventar un
nuevo culto.)

Luego, en la página 91, hablará de Freud, y tangencialmente de Darwin. Ambos parecen


gustarle con matices, pero de los dos lamenta que su laicismo a ultranza les llevara a cierta
simplicidad teórica final. Sobre Freud dice que tanto Moisés y la religión monoteísta como
Tótem y tabú son documentos que sustentan la teoría mimética, y por ello, e indirectamente,
refuerzan el mensaje bíblico.

El tercer pensador que comenta es Eric Auerbach. En las páginas 94 y 95 nos encontramos
con su Mímesis. Elogia esta obra, pero dice que su autor no llega a ver lo esencial, que el
mecanismo sacrificial en el que la víctima antes de ser culpable es divina. Pero sí ve que hay
una diferencia entre la mentalidad griega y la judía, y que nuestra cultura debe más a los
Evangelios que a los relatos homéricos. Entre otras cosas porque la Biblia tiene más
complejidad psicológica que Homero, por ejemplo, que se limita a alternar pasiones muy
básicas en sus personajes, y además desarrolla sus relatos en un tiempo mítico donde los
personajes tienen su destino trazado de antemano, mientras que en la Biblia encontramos una
dimensión temporal reconocible.

(En la pág 178 volverá sobre él y ahora dirá sobre Mímesis que es una obra maestra, y que
aunque Auerbach casi da con la teoría mimética, no llegó a cerrar el círculo).

En la página 99 y siguientes pasa a comentar el episodio de Salomón, que trata extensamente


en Las cosas ocultas, y sobre el que vuelve aquí para matizar lo que ya dijo allí. Le parece un
texto anti sacrificial por excelencia, y dice que, aunque históricamente se ha equiparado a
Cristo con Salomón, es la actitud de la madre la que anuncia el verdadero sentido de su
sacrificio en la Cruz. Algo que dice también es que revisó el pasaje de Salomón desde la
antropología, pero que tendría que haberlo hecho desde los Evangelios.

El capítulo se cierra con las posibilidades de libertad del hombre. Es cierto, sostiene Girad,
que todo deseo es mimético, pero también que podemos resistirnos como hizo Jesús, un
ejemplo que debemos seguir. “Porque hay dos modelos supremos: Satán y Cristo. La
verdadera libertad está en la conversión del uno al otro” (pág. 107). Satán, por cierto, “es más
bien un tropo, una poderosa metáfora para describir la unanimidad de la multitud cuando
acusa a la víctima de ¨ser culpable¨, y la asesina a continuación, sin el menor remordimiento.
Podríamos decir que Satán es un no-ser en el sentido de que es inconsciente del mecanismo.”
(pág. 109)

(Estas líneas hacen legible, de repente, Veo a Satán caer como el relámpago. Sin duda Los
orígenes de la cultura es un impagable manual de instrucciones para la lectura de la obra
giradiana.)

En cuanto a la cabecera del capítulo, “escándalo” viene de skandalon, que Girard traduce
como “piedra de tropiezo mimético” (pág. 108) y se asocia tanto a Satán como a Cristo.
En el cuarto capítulo Girard empieza comentando el rótulo que le puso Michel Serres de ser
“el Darwin de la cultura”, que parece alegrarle, y aprovecha para volver a criticar a Darwin
desde la admiración. Lo ve compatible con la teoría mimética, pero lamenta, una vez más, su
ceguera para lo religioso. Porque toda la cultura humana viene de lo religioso y uno de los
problemas de las ciencias sociales de los últimos siglos -y esto es algo que claramente le
separa de sus colegas en la academia- es que el menosprecio de lo religioso es hegemónico.

En este capítulo se analiza la teoría mimética como transmisor de cultura y como explicación
de los comportamientos sociales. Inevitablemente tenía que aparecer Konrad Lorenz, al que
dedican varias páginas. Girard se reconoce influido por La agresión: el pretendido mal, donde
Lorenz habla también de señalamientos de chivos expiatorios. Pero, por supuesto, finalmente,
el padre de la etología se quedó corto para Girard porque no habla de sociedades humanas
sino de animales. Y si bien los humanos son animales, hay una dimensión simbólica en los
hombres que ni Lorenz no Darwin quieren ver, y que marca la diferencia. Porque la esfera
simbólica es la que hace que los hombres busquen un “centro simbólico” (pág. 120), que es
lo que suministra el chivo expiatorio. Aunque Lorenz hablara de un chivo expiatorio entre
los animales, que los hay, no tienen capacidad simbólica como para convertirlos en el inicio
de un nuevo orden cultural.

El centro originario es fundamental para Girard, no pueden surgir sociedades descentradas.


Luego, cuando ya empieza a haber comunicación, instituciones e intercambios, ese centro
puede difuminarse. Luego aparece otra forma de contención social que es el miedo a la
muerte. Los tabús y prohibiciones que hacen posible la convivencia vienen de la necesidad
de protegernos frente a la violencia y la muerte.

“La violencia es absolutamente central en todo cuanto se refiere a los inicios de la cultura”,
dice Girard en la página 137.

El chivo expiatorio es fundamental en los orígenes de la cultura porque, según Girard, la


domesticación de los animales se debió al interés por tenerlos listos para el sacrificio. Al
principio esta domesticación fue antieconómica, pero así algunas comunidades se evitaban
tener que sacrificar a sus vecinos, o a un forastero que asimilaban para luego matar. En la
América precolombina no se domesticaron casi animales porque se sacrificaban humanos.
Una vez que se han suprimido los sacrificios, la humanidad no ha domesticado ninguna
especie animal nueva, señala Girard.

En el capítulo quinto Girard empieza hablando de sus fuentes de inspiración, que son los
mitos clásicos y la Revelación cristiana. Luego habla de James Frazer y La rama dorada, que
le parece aprovechable pero que se malogra porque su laicidad furibunda le impide descubrir
el mecanismo de la rivalidad mimética. Luego se distancia de Gabriel Tarde, porque aunque
le interesa parte de sus propuestas sobre la imitación, dice que no le han influido nada.
También expresa su disconformidad con Levi-Strauss.

Pero este capítulo tiene especial interés porque en él Girard critica a sus críticos, según se lo
presentan sus entrevistadores. Hay uno, Valerio Valeri, que dice que introduce “una oscura
metafísica del deseo” en La violencia y lo sagrado; Girard parece especialmente molesto con
la inclusión del término “metafísica”, que él no ve en ninguna parte. Sin duda Girard tiene su
propia interpretación del término, que está lejos de las connotaciones aristotélicas.
Luego los entrevistadores hablan de Elisabeth Traube, que le acusa de ser poco empírico, de
no hacer investigaciones de campo. Aquí Girard se defiende diciendo que utiliza
investigaciones de arqueólogos y paleontólogos que sí han estado en los sitios con la pala, y
que el empirismo es a menudo falaz porque selecciona los datos que mejor confirman las tesis
iniciales. Pero luego dice que de cualquier manera los descubrimientos arqueológicos siempre
acaban confirmando su teoría mimética, lo que lleva a sospechar que a su vez el también
adolece del vicio empírico cuando le conviene. Lo que sí es indiscutible es lo que dice a
continuación, de que lo políticamente correcto es la mayor amenaza para la antropología,
porque desvergonzadamente lleva a la selección interesada de datos.

Esto se relaciona también con su crítica al relativismo cultural. Girard es un autor ajeno al
mainstream entre otras cuestiones porque para él todas las culturas nacen de una violencia
originaria. Si se limitara a decir que Occidente surgió así, no había problema, pero como dice
que también en África o en la Polinesia hubo el sacrificio de chivos expiatorios, se le acusa
de ser un europeo prejuicioso. Aquí vuelve hablar contra el relativismo cultural y lo
políticamente correcto.

Otro de los críticos de Girard es la nueva estrella intelectual Bruno Latour. Este autor,
recientemente fallecido, acusaba al Girard de menospreciar el objeto como tal en las
rivalidades miméticas. Girard explica que el objeto sólo se diluye en el apogeo de la crisis,
pero hasta entonces siempre ha estado presente. (chascarrillo de la tuberculosis)

Luego reconoce que en efecto no todos los mitos caben en su esquema, pero para él lo notorio
es la cantidad de ellos que sí lo hacen.

Cuando las críticas se hacen constructivamente y desde una gran categoría intelectual, honran
al criticado. Cornelius Castoriadis, según sostienen los entrevistadores, le dijo en un debate a
Girard que los griegos también se preocuparon por las víctimas, no sólo los cristianos.
También le preguntó que cómo era posible creen en Dios y en la ciencia a la vez. Girard
responde a ambas obviedades y uno no puede dejar de preguntarse si no habrán caricaturizado
al bueno de don Cornelio, al que no nos imaginamos sosteniendo estas puerilidades.

Este capítulo, en el que nos ha quedado claro que Girard está a contracorriente de los
antropólogos contemporáneos, se cierra con la pregunta por la metodología de su sistema y
se enlaza con el siguiente.

El sexto y último capítulo trata el complicado tema del rigor histórico.Tras varias páginas en
las que Girard referencia mitos que confirman sus teorías, los entrevistadores le plantean la
cuestión de la falsabilidad de las mismas en sentido popperiano. Su argumento es que hay
cosas que son indiscutibles sin necesidad de ser falsables, como el carácter ilusorio de la
brujería. No necesitamos falsar datos para concluir que quemar a señoras estaba mal, nos
parece una verdad fundamental por nuestra visión de los derechos humanos (su argumento
quizá no es muy sólido).

Otra de las cuestiones en la relación del investigador y el objeto de estudio dentro de la teoría
mimética. Para comprender hay que lidiar con la “herida narcisista”, en términos freudianos,
que es esta teoría. Nunca somos originales y nuestro deseo no es libre. Es algo complicado
de aceptar, y un observador que no lo tenga claro siempre puede caer en el riesgo de no
comprender el fenómeno que observa.

En cuanto a la convención de una separación entre dos culturas, una literaria y otra científica,
parece evidente que Girard tampoco la acata, y para él la literatura es un instrumento de
investigación científica. Los grandes escritores le llevaron a descubrir su teoría. Un ejemplo,
en el que se explaya, es Shakespeare.

Las últimas páginas del capítulo se centran en Carlo Ginzburg, padre de la microhistoria, al
que elogia. Paradójicamente, Ginzburg es muy crítico con Girard, si bien sus teorías a veces
son muy similares. Es curiosa esta afinidad porque de hecho la lectura de ambos autores
presenta ciertas similitudes y perplejidades: con los dos, leamos lo que leamos, siempre
tenemos la sensación de que no hemos empezado por el libro adecuado, que hay algo que nos
perdemos, y que necesitaremos mucho tiempo para poder entender su particular cosmos
intelectual.

Ginzburg desarrolla la idea de “paradigma indiciario” como método de investigación


antropológico, que recuerda a las novelas policiales. Hay que resolver un misterio de hace
siglos, y más que buscar datos falsables, tenemos que especular como un detective y encontrar
la prueba del delito. Para ello también hay que estar pendientes de las pruebas indirectas, las
que pudieron escaparse a los propios testigos. Por ejemplo, nadie parece consciente del
mecanismo del chivo expiatorio in situ, lo deducimos por pruebas indirectas.

En esta edición de Taurus encontramos, como dijimos al principio, un capítulo independiente


en el que Girard se defiende de los ataques de Regis Debray en un libro del año 2003. Tiene
bastante de recapitulación de cosas ya dichas en las entrevistas previas.

Reprocha a Debray hablar de la religión como si nada hubiera cambiado en los últimos siglos.
Y que se acuse a la religión de la violencia. Como si el cristianismo estadounidense fuera una
fuerza fundamentalista equiparable al terrorismo islamistas, cuando no lo es claramente, entre
otras cosas cuando un simple cambio de gobierno en Washington podría sacar a los círculos
cristianos próximos a Bush, o sea, que lo político impera sobre lo religioso. También que no
ha leído bien su obra y le cita con desconocimiento, de hecho Debray no parece conocer la
idea del chivo expiatorio. También le acusa de plagiar a Tarde, un autor que ya sabemos que
no le influyó.

Pero lo que amerita una respuesta, nos dice Girard, no son los espumarajos sin acierto, sino
la tesis de Debray que sí tienen cierta razón. Por ejemplo cuando se extraña de que el mundo
académico no se hable de toda la violencia que hay en los mitos arcaicos. Debray también
piensa que para comprender la violencia son más útiles los mitos que la filosofía.

Debray, de fondo, lo que dice es que Girard no puede tener razón porque su obra conduce al
cristianismo, que es una religión y por lo tanto genera violencia. Aquí Girard responde
extensamente. Es cierto que la muerte de Jesús se parece mucho a los mitos arcaicos del chivo
expiatorio, pero los cuatro evangelios añaden un matiz que lo cambia todo. Ahora la víctima
es inocente, y su asesinato ritual no ha servido para nada. El cristianismo desmantela el
mecanismo, trae la paz, es el centro sobre el que construir la civilización.

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