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¡Crear o morir!

, de Andrés Oppenheimer
Reseña de Juan Rodríguez Hoppichler

Andrés Oppenheimer es un liberal iberoamericano, o sea que es un tipo que no se deja mecer
por los vientos hegemónicos de la región. Trabaja como periodista en la rama hispana de la
CNN. También escribe libros; todos recomendables, todos muy claros y pedagógicos. El que
nos traemos hoy entre manos es ¡Crear o morir!, pero muchas de las cosas que digamos de
éste se pueden aplicar a otros de su catálogo, como Basta de historias o Cuentos chinos.

El género al que pertenecen es uno que nos vamos a inventar ahora mismo: “la apologética
liberal”. Consiste en explicar las virtudes del liberalismo a lectores supuestamente hostiles e
incrédulos, y confiar en que tanta revelación les transforme súbitamente de colectivistas en
individualistas, de populistas en ilustrados, de comunistas en defensores del libre mercado.

La táctica para ello consiste en usar el sentido común, argumentar racionalmente, y dar datos
demostrables sobre cómo las ideas de la libertad favorecen la democracia, el progreso
económico, y salvaguardan los derechos individuales más y mejor que cualquier otro sistema
de organización social.

Por ejemplo, Crear o morir empieza con una pregunta muy pertinente “que debería estar en
el centro de la agenda política de nuestros países: ¿por qué no surge un Steve Jobs en México,
Argentina, Colombia, o en cualquier otro país de América Latina, o en España, donde hay
gente tanto o más talentosa que el fundador de Apple? ”. Un par de páginas más adelante
menciona que un español le respondió en un chat que en nuestro país es inimaginable un
Steve Jobs porque es ilegal iniciar un negocio en un garaje. Esta respuesta no es
completamente satisfactoria, ni para el autor ni para el lector, pero sí señala un camino por el
que va a transitar todo el libro, el del análisis de los impedimentos culturales y políticos que
hacen que los países de habla hispana no exporten productos de alta tecnología ni hagan del
registro de patentes un negocio próspero.

Oppenheimer dedica ocho de los diez capítulos en entrevistar a emprendedores que hay
desperdigados por el mundo para que le cuenten sus secretos. Algunos de ellos son hispanos
pero viven en Estados Unidos, subrayando así que no es un problema de nuestra genética,
sino del contexto en el que nos desenvolvemos.

El periodista defiende ideas aparentemente lógicas. Propone que si se concentra gente


talentosa en un lugar, y se les da libertad creativa, suelen salir cosas muy buenas, y que eso
repercute positivamente en la sociedad en su conjunto. También dedica mucho espacio al
sistema educativo, afirma que el actual está basado en el prusiano del siglo XIX, y lo que
busca es crear ciudadanos dóciles y obedientes al gobierno, mientras que hay constancia de
que formas más libres de educación fomentan la autonomía individual y el pensamiento
crítico. Más adelante da mucha importancia al imaginario cultural, que puede ser proclive a
la innovación o no, y delega en los políticos la misión de cambiar el rechazo social hacia los
emprendedores que hay por nuestras latitudes.

Oppenheimer da argumentos de peso que favorecerían un incremento de la calidad de vida y


con ello una ampliación de los horizontes existenciales, y lo hace como si estuviera ilustrando
a pobres legos que desconocen la solución a los problemas, y que una vez que consiga abrirles
los ojos todo irá como la seda. Pero como pasa casi siempre con la apologética liberal, evita
lo esencial, que es preguntarse por qué el poder no quiere la prosperidad económica. No es
que no sepa cómo hacerlo, es que no quiere.

¿Tan difícil sería replicar un Valle del Silicio en Monterrey, Quito o Jaén en, pongamos,
menos de diez años? Una legislación apropiada, ventajas fiscales e invertir un poco en
infraestructura parece todo lo necesario. ¿Es imposible una ley educativa que en lugar de
fomentar el adoctrinamiento favoreciera la ciencia, el trabajo en equipo y la liberación de
subjetividades? Por lo que cuentan, ya hay países en los que esto sucede y los resultados son
palpables. ¿Se antoja absurdo cambiar el imaginario social para que los jóvenes en lugar de
querer ser futbolistas y funcionarios aspiren a dejar huella en la sociedad mejorándola? Entre
determinadas capas sociales ése es ya el imaginario, sólo faltaría democratizarlo.

En youtube hay un fragmento de una vieja entrevista del propio Oppenheimer a la líder
estudiantil chilena Camila Vallejo, hoy portavoz del gobierno de Gabriel Boric, en la que dice
que el problema de Chile no es la pobreza sino la desigualdad. No le parece prioritario evitar
que haya pobres, sino que haya ricos. De esta mujer dependen decisiones políticas que
marcarán el futuro de su país. O también podemos encontrar una entrevista al entonces
candidato presidencial de la República de Colombia Gustavo Petro, que le hace Carolina
Sanín, en la que advierte que “cuando los pobres dejan de ser pobres se vuelven de derecha”,
por lo que es mejor educarles en el ser y no en el tener. O sea, que acaten su miseria material
como un imperativo estoico. Petro ganó las elecciones aun habiendo dicho tal cosa.

Parece bastante innegable que el globalismo financiero favorece de facto a este tipo de líderes.
Desde luego así lo hacen sus medios de comunicación, que son casi todos los generalistas, y
que crean las narrativas que encumbran a estos políticos “progresistas”, “defensores del
decrecimiento” y que “combaten la ebullición climática”. Lo vemos en estos días en la
Argentina, donde Javier Milei es tachado de perturbado que habla con su perro muerto
mientras que el peronismo, principal responsable del hundimiento de la economía nacional,
se nos muestra como el baluarte de la democracia.

Además de hacer apologética liberal, que tiene algo de epopeya de lo obvio, habría que
analizar qué tipo de poderes rigen nuestro mundo. Evidentemente que el liberalismo es la
mejor garantía de acabar con la pobreza y favorecer el desarrollo económico. Pero que esto
no sólo no sea una verdad de Perogrullo sino que tribute como una visión minoritaria en
nuestra Iberosfera se debe a que los ricos y poderosos, con sus aparatos ideológicos, trabajan
para crear mentalidades pobristas en la población.

Existe un riesgo de quedarse en una forma de mesianismo político que espera una Saturnalia
de conciencias emancipadas, una Era de Acuario liberal súbita surgida tras años de batalla
cultural, y descuide la acción política concreta de una contraélite activa y dinámica que aspire
a suplantar a la actual (y que habrá de lidiar con el bueno de Michels cuando toque, pero no
hay por qué anticiparse).

Mientras no se apunte hacia ese problema, todo el catequismo de la libertad será una delicia
gourmet en un horizonte de carestía. El objetivo liberal tiene que ser el poder. Podemos soñar
con una conversión masiva en la población, anhelar una rebelión randiana de emprendedores,
pero mientras perdure la alergia liberal al uso discrecional del poder no hay nada que hacer.
Las ideas están claras, ahora hay que pasar a la acción. Demostrar con hechos que la libertad
trae una civilización mejor. Nosotros tenemos a Oppenheimer; ellos tienen televisiones y
leyes. Hay que ambicionar tener lo suyo sin perder lo nuestro.

No hay nada que hacer fuera del poder; sin la capacidad real de modificar las condiciones
materiales sólo hay declamación y melancolía. No hay nada hermoso en perder teniendo la
razón de nuestro lado. Llevamos demasiados años haciéndolo.

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