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Manual de supervivencia Kate Brown

Para Marjoleine

Fragmentos de «La búsqueda del desastre» y «Cáncer de ti-

roides: primera señal de aviso» fueron publicados previamen-

te en Physics World Focus on Nuclear Energy, en 2017.

Fragmentos de «La moradora del pantano» aparecieron por

primera vez como «El lugar que teme la mosca de la fruta», en

el número de otoño de 2016 del Berlin Jour nal (n.º 30), edita-

do por la American Academy en Berlín. Se reproducen aquí

con su per miso.

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Manual de supervivencia Kate Brown

Manual para el

superviviente

T res meses después del accidente de Cher nóbil, en agosto

de 1986, el Ministerio de Salud ucraniano distribuyó cinco mil

copias de un folleto infor mativo dirigido a «residentes de co-

munidades expuestas al poso radiactivo de la estación atómi-

ca de Cher nóbil». El folleto interpelaba directamente al lector

(«vosotros») y comenzaba ofreciendo plenas garantías.

¡Estimados camaradas!

Tras el accidente en la central nuclear de Cher nóbil hemos

analizado minuciosamente la radiactividad de los alimentos que

ingerís y del territorio en que residís. Los resultados demuestran

que ni adultos ni niños corréis peligro alguno por trabajar y vivir

en dicho territorio. La mayor parte de la radiactividad ha des-

aparecido. No existen motivos para que dejéis de consumir

productos agrícolas locales.

Al pasar de la primera página, sin embargo, los lectores com-

probaban que el ímpetu de certidumbre perdía fuelle y caía

en contradicciones:

Se os ruega que sigáis las siguientes instrucciones:

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Evitad las setas y los frutos silvestres recolectados durante el

presente año.

Los niños deben evitar el acceso al bosque contiguo al pueblo.

Limitad el consumo de verduras frescas. No consumáis car ne o

leche de la zona.

Limpiad vuestras casas a fondo regular mente.

Levantad todo el mantillo de tierra de huertos y jardines, y en-

terradlo en las zanjas preparadas especialmente para ello, lejos

de las zonas de residencia.

Es aconsejable deshacerse de las vacas lecheras y quedarse so-

lo con los cerdos.[1]

El folleto es, en realidad, un manual de supervivencia sin pre-

cedentes en la historia del hombre. No era la primera vez que

un accidente nuclear contaminaba con ceniza radiactiva un te-

rritorio habitado, pero nunca antes de Cher nóbil un Gobierno

estatal tuvo que reconocer públicamente el problema y distri-

buir un manual de instrucciones para sobrevivir en la nueva

realidad posnuclear.

Durante la elaboración de este libro he visto muchos docu-

mentales y he leído muchos libros sobre Cher nóbil. Todos

ellos reproducen un mismo desarrollo narrativo. Tensos segun-

dos transcurren en la sala de control de la central, mientras los

operadores toman decisiones erróneas, irreparables. Las pe-

netrantes sirenas de las alar mas dejan paso al chirrido pertur-

bador y tenaz de los medidores de radiación. El protagonismo

lo adquieren entonces apuestos varones eslavos de hombros

anchos que arriesgan su salud con recia inconsciencia. Fuman

cigarrillos, los aplastan y continúan luchando por salvar al

mundo de un inédito antagonista radiactivo: el reactor que ar-

de frente a ellos. El drama se desplaza después a los pabello-

nes del hospital, donde esos mismos hombres han quedado

reducidos a esqueletos de car ne en descomposición. Y justo

en el momento en que uno ya ha contemplado suficiente piel

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ennegrecida y daños intestinales, aparece el narrador para

afir mar, como si todo hubiera sido una broma, que, en reali-

dad, las consecuencias del accidente de Cher nóbil se han

exagerado enor memente.

Un periodista se adentra en el bosque de la Zona de Exclu-

sión de Cher nóbil, el área de treinta kilómetros de radio alre-

dedor de la central que fue evacuada en las semanas poste-

riores al accidente. Señala a un pájaro, señala a un árbol y pro-

clama que la Zona está volviendo a la vida. Entre música dul-

zona, una voz en off apunta que, si bien Cher nóbil constituye

el peor accidente de la historia de la energía nuclear, las con-

secuencias fueron mínimas. Tan solo cincuenta y cuatro hom-

bres murieron de envenenamiento severo por radiación, y

unos pocos miles de niños padecieron un cáncer de tiroides

no mortal, cuya cura es relativamente sencilla. Estas narracio-

nes televisivas tienen el mismo efecto reconfortante que el

polvo de hadas. Suprimen los elementos más terroríficos del

accidente nuclear y, con ellos, las preguntas que habrían de

plantearse. Despliegan ante nuestros ojos los dramas huma-

nos en todo su esplendor tecnológico y nos hacen albergar

nuevas esperanzas hacia el futuro y, sobre todo, gratitud por

que no nos haya sucedido a nosotros. Al centrarse en los se-

gundos previos a las explosiones y, después, en la indestructi-

ble contención de los restos radiactivos en el interior del sar-

cófago, la mayor parte de las historias de Cher nóbil eclipsan

al propio accidente.

¿Solo cincuenta y cuatro muertos? ¿Nada más? Eso es lo

que señalan las páginas webs de diversos organismos de la

ONU, cuyo recuento total oscila entre las treinta y una y las

cincuenta y cuatro víctimas. En 2005, el Foro de las Naciones

Unidas para Cher nóbil predijo que la radiación provocaría en-

tre dos mil y nueve mil muertes por cáncer. En respuesta a ese

foro, Greenpeace dio cifras mucho más altas: doscientas mil

personas ya habían fallecido y habría 93.000 casos mortales

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de cáncer en el futuro.[2] Una década más tarde, la controver-

sia en torno a las secuelas de Cher nóbil aún no ha ter minado.

Se nos infor ma de que en la Zona de Cher nóbil las aves mue-

ren por las mutaciones y, al mismo tiempo, los periodistas

cuentan que lobos y renos están repoblándola. La senda cien-

tífica nos lleva a un callejón sin salida. Los principales medios

de comunicación tienden a recurrir a las cifras más conserva-

doras: el fallecimiento de entre treinta y una y cincuenta y cua-

tro personas. La única conclusión es que el número total de

víctimas nunca podrá conocerse.[3]

¿A qué se deben estas diferencias tan amplias? Durante dé-

cadas, científicos de todo el mundo han pedido abrir una in-

vestigación epidemiológica a gran escala y prolongada en el

tiempo de las consecuencias de Cher nóbil.[4] Una investiga-

ción que nunca se ha llevado a cabo. ¿Por qué? ¿Ha sido in-

tencionada la confusión en torno a las secuelas médicas del

accidente? En ese inmenso espacio que separa las estimacio-

nes de víctimas realizadas por las Naciones Unidas y por

Greenpeace, hay zonas de enor me incertidumbre. En este li-

bro, mi propósito es obtener cifras que per mitan describir los

daños provocados por el accidente con más precisión y apor-

tar una noción más clara de las secuelas médicas y medioam-

bientales del desastre.

Sin una mejor comprensión de las consecuencias de Cher-

nóbil, los humanos estamos atrapados en un eterno circuito

cerrado, reproduciendo una y otra vez la misma imagen. Tras

el accidente de Fukushima en el 2011, los científicos infor ma-

ron a la sociedad de que carecían de datos precisos acerca de

los efectos sobre el ser humano de la exposición a la radiación

en pequeñas dosis. Pidieron paciencia a la ciudadanía: diez

años, veinte años, mientras estudiaban la nueva catástrofe, co-

mo si fuera la primera. Advirtieron del peligro de caer en an-

siedades injustificadas. Lanzaron conjeturas y se prepararon

para resistir, fingiendo desconocer que el guion que seguían

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era el mismo que habían empleado los funcionarios soviéticos

veinticinco años atrás. Y eso nos lleva a la pregunta funda-

mental: ¿por qué, tras Cher nóbil, las sociedades se comportan

igual que lo hacían antes de Cher nóbil?

Aún tengo más preguntas. ¿Cómo se desarrolla la vida

cuando los ecosistemas y los organismos —también los seres

humanos— se entreveran con residuos tecnológicos hasta que

unos y otros se vuelven inseparables? ¿Cómo puede uno se-

guir viviendo tras un saqueo social, medioambiental y militar

como el que sufrieron en el siglo XX las comunidades de los al-

rededores de la Zona de Exclusión de Cher nóbil? Y no hay

que olvidar que el accidente no fue la primera catástrofe que

se cebó con el territorio. Antes de convertirse en sinónimo de

desastre nuclear, la región de Cher nóbil había sido línea del

frente en dos guerras mundiales, en una guerra convencional

y en una guerra civil, había sufrido el Holocausto, dos hambru-

nas y tres purgas políticas, para finalmente quedar en el radio

de alcance de los misiles durante la Guerra Fría. Los territorios

de Cher nóbil que per manecieron habitados son lugares idó-

neos para estudiar hasta dónde llega la resistencia de indivi-

duos y sociedades en la era del Antropoceno, la época en

que el ser humano es el motor que impulsa el cambio a escala

global.

Tales preguntas surgieron mientras recorría los márgenes y

el interior de la Zona de Cher nóbil. Empecé a buscar respues-

tas en los archivos de las antiguas repúblicas soviéticas y en-

contré infor mes que hablaban de problemas de salud genera-

lizados por la exposición al poso radiactivo. Para verificarlos,

me dirigí a los archivos provinciales y analicé estadísticas sani-

tarias condado a condado. En todas partes encontraba prue-

bas de que la radiación de Cher nóbil había supuesto una ca-

tástrofe sanitaria en los territorios contaminados. Incluso la

KGB infor maba de ello. Los líderes soviéticos habían prohibi-

do que se hicieran públicas las consecuencias del accidente,

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por lo que todos los infor mes que cayeron en mis manos esta-

ban reservados «solo para uso interno». Fue en 1989 cuando

levantaron el bloqueo mediático y la prensa nacional e inter-

nacional pudo hablar de los graves problemas de salud. Al

comprender la magnitud de aquello a lo que habían estado

expuestos, los habitantes exigieron ayuda guber namental,

protesta a protesta, para alejarse del territorio contaminado.

Los líderes en Moscú se vieron desbordados por los elevados

costes que supondrían las evacuaciones y recurrieron a varios

organismos de las Naciones Unidas. Dos de ellos emitieron

valoraciones confir mando la versión ofrecida por los líderes

soviéticos: las dosis eran demasiado bajas como para afectar a

la salud.

Desempolvé los diversos episodios de este drama en archi-

vos de Viena, Ginebra, París, Washington, Florencia y Ámster-

dam, los lugares desde los que, tras la caída de la Unión de

Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), diversos organismos

se habían hecho cargo sucesivamente de la comunicación so-

bre el accidente y sus secuelas. Desgraciadamente, lo que

descubrí fue una ingente dosis de ignorancia entre esfuerzos

concertados para restarle importancia a eso que quería ven-

derse como la mayor catástrofe nuclear del mundo. La diplo-

macia inter nacional había impedido la investigación sobre

Cher nóbil porque en los años de la Guerra Fría los líderes de

las grandes potencias nucleares ya habían provocado la expo-

sición de millones de personas a peligrosos isótopos radiacti-

vos, durante la producción y pruebas de ar mamento nuclear.

Cuando, en los noventa, los estadounidenses y los europeos

descubrieron lo ocurrido, llevaron a sus Gobier nos a los tribu-

nales. En tal contexto global, Cher nóbil no era la mayor catás-

trofe nuclear del mundo, sino solo una bandera roja ondeante

que fijaba la atención en las múltiples catástrofes nucleares

que los regímenes de seguridad nacional habían ocultado du-

rante la Guerra Fría.

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A lo largo de cuatro años, y con la ayuda de dos asistentes

de investigación, visité un total de veintisiete archivos, en la

antigua Unión Soviética, Europa y los Estados Unidos. Presen-

té solicitudes apelando a la libertad de infor mación y pedí

que se desclasificaran infor mes. A menudo, era yo la primera

investigadora que consultaba los documentos. Me centré en

los actores principales: el Gobierno soviético, las Naciones

Unidas, Greenpeace Inter nacional y la gran potencia detrás de

la ONU, el Gobierno de los Estados Unidos. Para asegurar me

de que la increíble historia que desenterraba de los archivos

era cierta, busqué for mas de verificar los documentos. Entre-

visté a unas cuarenta personas, entre científicos, médicos y ci-

viles devenidos en especialistas en catástrofes nucleares tras

convivir con las consecuencias de una de ellas. En las regiones

contaminadas, visité fábricas, institutos, bosques y ciénagas.

Acompañé a guardas forestales, a biólogos y a vecinos de los

alrededores de la Zona de Cher nóbil y asistí a conferencias

científicas donde aprendí a identificar sobre el terreno las se-

cuelas de la contaminación.

Debido a las restricciones soviéticas para consultar los infor-

mes y al periodo de veinte o treinta años que nor malmente ha

de transcurrir para que se desclasifiquen los archivos de un

deter minado acontecimiento, muchos de los documentos re-

lativos a la catástrofe acaban de salir a la luz. Hasta ahora, el

relato sobre Cher nóbil se ha basado en el testimonio de los

testigos y en rumores no confir mados. Para escribir este libro

me he prometido a mí misma que no me dejaría llevar por ca-

da tragedia que se cruzara en mi camino, que no iba a arras-

trar me por hospitales infantiles para contemplar niños enfer-

mos, cuyas enfer medades tal vez fueran consecuencia de

Cher nóbil o tal vez no. Me propuse corroborar cada afir ma-

ción, siguiendo siempre el rumbo que me marcaran los infor-

mes. Los archivos nos fascinan a los historiadores porque nos

per miten regresar al lugar del crimen. Lo que hoy recuerdan

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sus protagonistas es importante, pero aún importa más lo que

dijeron e hicieron hace treinta años.

El 26 de abril de 1986, el reactor número 4 de la inmensa

central nuclear de Cher nóbil —que pronto sería aún más gran-

de—, en el norte de Ucrania, república de la Unión Soviética,

explotó. El fotoperiodista Igor Kostin puso su vida en peligro

para fotografiar a hombres con delantales de plomo y hom-

bros caídos que corrían como jugadores de fútbol americano

tratando de sofocar el infierno radiactivo.[5] Las imágenes en

blanco y negro no revelan la tenebrosa palidez de los hom-

bres. Cuando uno está expuesto a altas dosis de radiación su-

fre espasmos en los vasos capilares más superficiales de la

piel, de manera que el rostro cobra un extraño color blanque-

cino, una especie de maquillaje teatral. Los líderes soviéticos

no pidieron a la población que per maneciera en el interior de

las viviendas durante la emergencia. Las fotos en que apare-

cen familias disfrutando en Kiev de las soleadas fiestas del Pri-

mero de Mayo, una semana después del accidente, resultan

ahora sádicamente tétricas. El día antes de las vacaciones los

niveles de radiación habían alcanzado repentinamente, para

sorpresa de los dirigentes de la ciudad, los 30 µSv/h (microsie-

verts por hora), más de cien veces por encima de los niveles

de referencia previos al accidente.[6]

Las fiestas en Kiev se desarrollaron, por orden de Moscú, se-

gún lo previsto. El desfile duró todo el día. Ante la tribuna

desfiló un escuadrón de niños tras otro, marchando al ritmo

de las cor netas. Portaban retratos de los líderes que les ense-

ñaban a emular, aquellos en los que debían confiar. Al tér mino

del día, esos niños apenas podían respirar. En la cara presen-

taban quemazones púrpura poco corrientes. Una semana des-

pués, el respetable ministro de Salud ucraniano, Anatoly Ro-

manenko, tuvo que salir a dar explicaciones sobre el acciden-

te. Anunció que los niveles de radiactividad en Kiev estaban

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cayendo, pero no dijo a dónde se transferían los isótopos ra-

diactivos.

Todo físico sabe que la energía no se crea ni se destruye. En

las noticias sobre aquellas fiestas de mayo no se menciona la

acción de dos millones y medio de pulmones inspirando y es-

pirando aire, haciendo la función de un gigantesco filtro orgá-

nico. La mitad de las sustancias radiactivas que los habitantes

de Kiev inhalaron quedaron retenidas en sus cuerpos. Las

plantas y los árboles de la her mosa ciudad recogieron del aire

toda la radiación ionizante. Las hojas que cayeron en otoño

debieron ser tratadas como desechos radiactivos. Tal es la efi-

cacia de la naturaleza a la hora de absorber oleada tras oleada

de radiactividad después de una explosión nuclear.

Para ser justos, el ministro de Salud Romanenko desconocía

el destino de los radionucleidos que alfombraban su ciudad

natal. Carecía de for mación en medicina nuclear. Solo una jo-

ven doctora del Ministerio de Salud sabía algo. Había realiza-

do un breve curso en emergencias nucleares e inmediatamen-

te se convirtió en la experta del lugar. Explicó a otros médicos

y a los líderes del partido las diferencias entre un roentgen, un

rem y un becquerelio, y entre radiación en for ma beta y en

for ma gamma.[7] El accidente pilló a los departamentos de

salud pública y defensa civil desprevenidos, pues los físicos

nucleares llevaban años asegurando que la energía nuclear

era absolutamente segura mientras un departamento especial

secreto del Ministerio de Salud se encargaba de resolver furti-

vamente los continuos accidentes en los proyectos nucleares

soviéticos. Se habían engañado a sí mismos. Merced a ese en-

gaño, quienes dirigían la salud pública habían considerado in-

necesario adquirir la for mación y las habilidades necesarias

para afrontar una catástrofe nuclear.

El accidente confinó a cientos, luego a miles y finalmente a

cientos de miles de personas en un espacio tridimensional en

torno al centro de la catástrofe. Los pilotos de los helicópteros

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lo sobrevolaron para verter 2.400 toneladas de arena, plomo y

boro sobre el reactor, en un intento de apagar las ascuas que

continuaban ardiendo, lentamente. Uno de los helicópteros

chocó contra una grúa y se estrelló, matando a cuatro hom-

bres. Los soldados se tur naban para realizar veloces incursio-

nes al tejado del reactor número 3 y arrojar desde él el grafito

de las entrañas del reactor que había explotado. Los mineros

construyeron un túnel de veintisiete metros bajo el núcleo fun-

dido para levantar un muro de contención. Los obreros levan-

taron presas para detener las aguas radiactivas del río Prípiat.

Los investigadores de la KGB, sospechando que habían sido

víctimas de un sabotaje, rebuscaron en cada archivador y en

cada ordenador, y hurgaron en las mentes de los supervivien-

tes que agonizaban en camas de hospital.[8] El 27 de abril, ofi-

ciales del Ejército soviético escoltaron a 44.500 residentes de

la ciudad atómica de Prípiat que iban a ser reubicados. Duran-

te las dos semanas siguientes, trasladaron a 75.000 personas

más del cinturón periférico, esos treinta kilómetros de radio

que pasaron a llamarse Zona de Exclusión.

Inspectores de radiación y personal médico siguieron al

Ejército Rojo durante la evaluación de daños. Jóvenes reclutas

levantaron el asfalto, limpiaron cada esquina de cada edificio

y se deshicieron de la capa superficial del suelo, con la idea

de repoblar algún día las comunidades evacuadas. En cuanto

el viento cambiaba de dirección, caía sobre el territorio una

nueva capa de poso radiactivo, que los reclutas tenían que

volver a limpiar.[9] Quien diga que los líderes soviéticos no

eran capitalistas se equivoca. Como todo líder empresarial en

cualquier lugar del mundo, hacían primar la producción por

encima de la seguridad. En lugar de asegurar la zona de la ca-

tástrofe y clausurarla para que meses o años después se de-

sintegraran los isótopos radiactivos más fuertes, se apresura-

ron a poner en marcha un plan de acción con el objetivo de

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