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La democracia y el orden global

David Held

Editorial Paidós

Buenos Aires, 1997

ISBN 84-493-0436-9

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
SUMARIO

Nota del autor .......................................................................................................................... 13


Prefacio .................................................................................................................................... 15

Primera parte
INTRODUCCIÓN

1. Historias de la democracia: lo viejo y lo nuevo ................................................................... 23


1.1. Modelos de democracia ....................................................................................... 24
1.2. Democracia, globalización y gobierno internacional ........................................... 37
1.3. Los límites de la teoría política democrática y la teoría de las relaciones
internacionales .................................................................................................... 45

Segunda parte
ANÁLISIS: LA FORMACIÓN Y EL DESPLAZAMIENTO
DEL ESTADO MODERNO

2. La emergencia de la soberanía y el Estado moderno ........................................................... 53


2.1. De la autoridad dividida al Estado centralizado .................................................. 54
2.2. El Estado moderno y el discurso de la soberanía ................................................. 60

3. El desarrollo del Estado-nación y la consolidación de la democracia ................................. 71


3.1. Guerra y militarismo ............................................................................................ 75
3.2. Estados y capitalismo ........................................................................................... 83
3.3. Democracia liberal y ciudadanía .......................................................................... 91

4. El sistema interestatal .......................................................................................................... 99


4.1. La soberanía y el orden de Westfalia ................................................................. 100
4.2. El orden internacional y el sistema de las Naciones Unidas .............................. 110
4.3. ¿El sistema de Estados versus la política global? .............................................. 117

5. La democracia, el Estado-nación y el orden global 1 ......................................................... 129


5.1. Disyuntiva 1: derecho internacional .................................................................. 131
5.2. Disyuntiva 2: internacionalización del proceso de elaboración de
decisiones políticas ............................................................................................ 138
5.3. Disyuntiva 3: poderes hegemónicos y estructuras de seguridad internacional .. 145

6. La democracia, el Estado-nación y el orden global II ....................................................... 153


6.1. Disyuntiva 4: identidad nacional y globalización de la cultura ......................... 153
6.2. Disyuntiva 5: economía mundial ....................................................................... 160
6.3. El nuevo contexto del pensamiento político ...................................................... 169

Tercera parte
RECONSTRUCCIÓN:
LOS FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA

7. Repensar la democracia ..................................................................................................... 179


7.1. El principio de la autonomía .............................................................................. 181
7.2. Los términos del principio de la autonomía ....................................................... 190
7.3. La idea del Estado legal democrático ................................................................ 194

8. Esferas de poder, problemas de la democracia .................................................................. 197


8.1. El experimento mental democrático .................................................................. 198
8.2. Poder, perspectivas de vida y nautonomía ......................................................... 206
8.3. Constelaciones de poder ................................................................................... 212
8.4. Siete esferas de poder ........................................................................................ 216

9. La democracia y el bien democrático ................................................................................ 231


9.1. El derecho público democrático ......................................................................... 232
9.2. La(s) obligación(ones) de cultivar la autodeterminación.................................... 244
9.3. Autonomía ideal, alcanzable y urgente .............................................................. 249
9.4 El bien democrático ............................................................................................ 258

Cuarta parte
ELABORACIÓN Y ALEGATO:
DEMOCRACIA COSMOPOLITA

10. La comunidad política y el orden cosmopolita ................................................................ 265


10.1. El imperativo del bien democrático: la democracia cosmopolita .................... 270
10.2. La democracia como una estructura común, transnacional, de acción política 276
10.3. Nuevas formas y niveles de gobierno .............................................................. 280

11. Mercados, propiedad privada y derecho democrático cosmopolita ................................. 285


11.1. Derecho, libertad y democracia ....................................................................... 287
11.2. ¿Los límites económicos de la democracia? .................................................... 291
11.3. La lógica de la intervención política en la economía........................................ 297
11.4. La instalación de la democracia en la vida económica ..................................... 299
11.5. Formas y niveles de intervención .................................................................... 306
11.6. Propiedad privada, “rutas de acceso” y democracia ........................................ 311

12. La democracia cosmopolita y el nuevo orden internacional . 317


12.1. Repensar la democracia y el orden internacional: el modelo cosmopolita ...... 320
12.2. Objetivos cosmopolitas: a corto y a largo plazo .............................................. 329
12.3. Reflexiones finales ........................................................................................... 334

Bibliografía ............................................................................................................................ 339

Índice analítico y de nombres ................................................................................................ 371

3
CAPÍTULO 4. EL SISTEMA INTERESTATAL
Este capítulo explora por qué durante la mayor parte de los siglos diecinueve y veinte la democracia
en los Estados-nación no fue acompañada por relaciones democráticas entre los Estados y las sociedades. Se
propone mostrar que el núcleo de la “estructura profunda” del sistema de Estados-nación moderno puede ser
caracterizado por una fuerte tensión entre la consolidación de la accountability y la legitimidad democrática
dentro de las fronteras del Estado y la implementación de una política de poder fuera de esas fronteras. Los
orígenes de esta tensión pueden rastrearse en las primeras etapas del sistema de Estados, esto es, en la
implantación de la soberanía territorial promovida por los poderes europeos para consolidar los dominios
nacionales. Este proceso de implantación estableció la estructura del sistema de Estados, y definió la forma y
la dinámica de las relaciones interestatales hasta bien entrado el siglo veinte. Asimismo, la aplicación de la
estructura de las Naciones Unidas encima de este sistema tras la Segunda Guerra Mundial, no alteró de
forma significativa sus rasgos básicos. De hecho, la Carta de la ONU acentúo el papel de las “grandes
potencias”, con lo cual sus pretensiones de liderar la política internacional recibieron una nueva justificación.
Con todo, puede argumentarse que la creciente implicación de los Estados en redes regionales y
globales, particularmente durante la segunda mitad del siglo veinte, alteró la magnitud y el alcance de su
autoridad. La intensificación de las interconexiones regionales y la proliferación de relaciones globales
plantean importantes interrogantes referidos, por un lado, a la aptitud de los Estados (no importa cuán
poderosos sean) para resolver efectivamente las demandas provenientes de las fuerzas transnacionales y, por
el otro, a la accountability de los Estados ante la gran cantidad de personas por ellos afectadas. Las secciones
4.1 y 4.2 exploran la naturaleza y la estructura del sistema interestatal y la sección 4.3 examina de forma
tentativa los problemas que surgen con la organización del sistema de Estados en complejos tejidos de
actividad económica, social y cultural.

4.1. LA SOBERANÍA Y EL ORDEN DE WESTFALIA

La historia del sistema interestatal moderno, y de las relaciones internacionales en general, ha


guardado poca relación con los principios democráticos de organización política y social. De hecho, en la
arena de la política mundial, la manera en que Hobbes pensó el poder y las relaciones de poder con
frecuencia es considerada la concepción más aguda del significado del Estado en el plano global (véase, por
ejemplo, Aron, 1.966). Se dice que Hobbes comparaba las relaciones internacionales con el estado de
naturaleza, caracterizando el sistema de Estados internacional como un “continuo estado de guerra”. Como
Hobbes escribió:

En todas las épocas, los reyes, y las personas revestidas con la autoridad soberana, celosos de su
independencia, mantienen una continua hostilidad; se erigen como gladiadores, con las armas y los ojos
apuntando al rival; es decir, con sus fuertes, guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, y
con espías entre los vecinos (1968, págs. 187-188).

La guerra de “todos contra todos” representa una amenaza constante, pues cada Estado puede hacer
todo lo que crea conveniente para asegurar sus intereses sin tener que acatar ningún imperativo religioso o
moral.

[P]uesto que no depende uno de otro, cada Estado (y no cada hombre) tiene la absoluta libertad para
hacer lo que juzgue (a través del hombre o la asamblea que lo representa) más conducente a su beneficio (1968,
pág. 266).

En el estudio de las relaciones internacionales, la perspectiva hobbesiana fue asociada con la teoría
“realista” de la política internacional esbozada anteriormente (véase sección 1.3; véanse Walker, 1993;
Williams, 1994). El realismo afirma que el sistema de Estados soberanos es irremediablemente anárquico, y
que esta anarquía fuerza a todos los Estados, ante la inevitable ausencia de un juez supremo que sancione el
comportamiento moral y los códigos de conducta internacional, a implementar políticas de poder con el
objetivo de preservar sus intereses vitales. Esta perspectiva político-práctica de los Estados ha ejercido
considerable influencia tanto sobre el análisis corno sobre la práctica de las relaciones internacionales, ya
que ofrece una explicación en principio convincente del caos y el desorden de los asuntos mundiales (véanse
Morgenthau, 1948; Wight, 1986; Smith, S., 1987). Desde este enfoque, el sistema de Estados-nación
moderno constituye un “factor limitante” que siempre desbaratará cualquier intento de conducir las
relaciones internacionales por una vía que trascienda la política del Estado soberano.
El elemento que acompaña al derecho a la autoridad suprema que todos y cada uno de los Estados
modernos reivindican es el reconocimiento de que esa reivindicación confiere a los demás Estados el mismo
derecho a la autonomía y al respeto dentro de sus propias fronteras. En el contexto de la rápida erosión de la
“sociedad cristiana internacional” del siglo dieciséis, el desarrollo de la soberanía se puede interpretar, como
se indicara en la sección 2.1, como parte de un proceso de reconocimiento mutuo por medio del cual los
Estados se garantizaron unos a otros los derechos de jurisdicción sobre sus respectivos territorios y
comunidades. De este modo, la soberanía implica la aceptación estatal de la independencia; es decir, cada
Estado afirma poseer derechos exclusivos de jurisdicción sobre un territorio y una población particulares. Y
en el mundo de las relaciones entre Estados, el principio de la igualdad soberana de todos los Estados fue
gradualmente adoptado como el principio supremo para gobernar la conducta formal de los Estados,
independientemente de cuán representativos fueran sus regímenes particulares.
El orden estatal fue desplazando gradualmente los principios organizativos de la Europa medieval y
la sociedad cristiana internacional, y quedó fijado en un complejo de reglas que a partir del siglo diecisiete se
orientaron a asegurar el concepto de sistema de Estados como una sociedad de Estados-nación soberanos —
una sociedad internacional (véase Bull, 1977, págs. 127-161)—. Al menos tres complejos de reglas
intervinieron en la definición y el mantenimiento de este orden. El primer complejo constituye un principio
fundamental de la política mundial en la era de los Estados-nación emergentes: se identifica con la “idea de
una sociedad de Estados” —como una entidad opuesta a figuras alternativas como el imperio y la sociedad
de autoridad dividida— como “el principio normativo supremo de la organización política” de la humanidad
(Bull, 1977, págs. 67-68). Si bien este principio quedó materializado en el derecho internacional, cabe
destacar que fue su axioma y antecedente, en el sentido de que fue presupuesto en un gran complejo de
reglas —legales, morales, consuetudinarias y operativas— que se desarrolló a lo largo del tiempo. El
principio está contenido en varias reglas del derecho internacional, en especial, en aquellas que definen el
Estado como el único o el principal portador de los derechos y los deberes definidos por el derecho
internacional; como el único agente legal para emplear la fuerza; y como la fuente del orden y las
restricciones del sistema internacional.
La idea de una sociedad de Estados también recibió una vigorosa expresión de un segundo conjunto
de reglas: las reglas de la llamada “coexistencia”. Estas reglas especifican las condiciones mínimas para que
los Estados organicen sus problemas compartidos en el orden internacional. Incluyen reglas referidas al uso
legítimo de la fuerza por los Estados soberanos (y niegan tal legitimidad a otros actores); a la naturaleza de
los acuerdos, pacta sunt servanda (que connota que los acuerdos entre los Estados deben ser mantenidos si
se cumplen sus términos); y a la jurisdicción apropiada del Estado. Esta última se refiere, sobre todo, al deber
de cada Estado de respetar la soberanía de los otros Estados sobre sus respectivos territorios y poblaciones
bajo la condición de que ese reconocimiento sea completamente recíproco. La exigencia de la no
interferencia en los asuntos internos de los otros Estados se deriva de esta estipulación central.
Un tercer complejo de reglas determina la forma de la cooperación entre los Estados cuando las
relaciones no se limitan a la mera coexistencia. Incluye reglas que facilitan no sólo la cooperación política y
estratégica, sino también las vinculaciones económicas y sociales. La difusión en el siglo veinte de
mecanismos legales referidos a la cooperación entre los Estados y a través de ellos en cuestiones
económicas, sociales, ambientales y comunicacionales, ejemplifica la creciente importancia de las reglas que
organizan las densas redes de interacción dentro de estos dominios. El resultado fue el rápido desarrollo de
una multiplicidad de organizaciones y regímenes para guiar y estabilizar los intercambios entre actores
estatales y no estatales (véanse Murphy, 1994 y la sección 4.2 de este libro).
La ausencia de una autoridad supranacional —un “cuerpo superior de coordinación”— que pueda
mediar y resolver las disputas entre los Estados, no implica que en el orden internacional de Estados no
existan valores comunes o medios de regulación (véase Hinsley, 1963, 1986). La mayoría de los Estados en
determinado momento respetaron los complejos ele reglas mencionados con el propósito de dar forma y
sustancia a sus esfuerzos cooperativos, esfuerzos que promovían sus intereses. Pues la razón de ser de estas
reglas es asegurar la existencia de los Estados y su ventaja mutua. De la misma manera, “la mayoría de los
Estados durante la mayor parte de la historia”, como Bull señaló, “intervienen en el funcionamiento de
instituciones comunes: la forma y los procedimientos del derecho internacional, el sistema de la
representación diplomática, ...y las organizaciones internacionales universales como las construidas en el
siglo diecinueve” (1977, pág. 42). Lo que distingue el orden regulativo del sistema de Estados de sistemas
internacionales anteriores es que es, en principio, un orden autoregulado.

5
Con todo, si bien el sistema de Estados es en principio un orden autorregulado, también se distingue
en la práctica por el despliegue del poder y la búsqueda sistemática del interés nacional. Nada ejemplifica
mejor este hecho que la feroz carrera por apoderarse de territorios coloniales protagonizada por los Estados
europeos más avanzados en el siglo diecinueve. La tierra, el mar y el aire eran todos recursos legítimamente
asignados a la autoridad soberana ele los Estados; la única condición era que todo Estado que poseyera un
territorio y ejerciera un control efectivo sobre él, garantizara exitosamente un título legal (véase Tully, 1994,
especialmente págs. 86-88). En los casos de terrae nullius, áreas supuestamente no sujetas a ninguna
autoridad, el principio del “primer ocupante” no fue considerado una base suficiente para la explotación; se
requería el “despliegue efectivo de la soberanía”, acompañado del intento de ejercer la autoridad (véase
Cassese, 1986, págs. 376-377). La división de recursos y espacios entre los Estados fue esencialmente
llevada a cabo por aquellas potencias que poseían los medios para adquirir y mantener una porción de tierra;
en adelante, el derecho internacional legitimó la reivindicación de los derechos soberanos sobre esos
territorios. La partición del mundo fue una operación de la política de poder y sus resultados fueron,
finalmente, sancionados por la ley. Si bien existía una excepción importante a este criterio de dividir el
mundo —la zona de altamar, considerada “perteneciente a todos”—, 1 el principio de la soberanía estatal se
propagó velozmente por todo el planeta.
El sistema interestatal es un modelo de orden internacional que puede ser llamado “westfaliano”, en
alusión a la paz de Westfalia de 1648 que puso fin a la fase alemana de la guerra de los treinta años y
estableció, por primera vez, el principio de la soberanía territorial en los asuntos interestatales. 2 El modelo
cubre un período que se extiende de 1648 a 1945, aunque muchos de los supuestos subyacentes todavía son
operativos en las relaciones internacionales contemporáneas. 3 Describe el desarrollo de una comunidad
mundial constituida por Estados soberanos que resuelven sus diferencias de forma privada y por la fuerza (o
la amenaza de la fuerza) en la mayoría de las ocasiones; que entablan relaciones diplomáticas pero que,
siempre que pueden, reducen al mínimo las acciones cooperativas; que buscan promover su interés nacional
por encima de todo; y que aceptan la lógica del principio de la efectividad, esto es, el principio de que el
poder crea derecho en el mundo internacional —la apropiación se convierte en legitimación (Cassese, 1991,
pág. 256)—. La tabla 4.1 resume el modelo de Westfalia (adaptación de las observaciones de Falk, 1969,
1975b, capítulo 2; y Cassese, 1986, págs. 396-399).

TABLA 4.1. El modelo de Westfalia.


1. El mundo está compuesto y dividido por Estados soberanos que no reconocen ninguna autoridad superior.
2. El proceso de creación de derecho, la resolución de disputas y la ejecución de la ley están básicamente en
las manos de los Estados individuales.
3. El derecho internacional se orienta al establecimiento de reglas mínimas de coexistencia; la creación de
relaciones duraderas entre los Estados y los pueblos sólo es promovida cuando atiende objetivos políticos
nacionales.
4. La responsabilidad por acciones ilegales transfronterizas es un “asunto privado” que concierne a los
afectados.
5. Todos los Estados son considerados iguales ante la ley: las disposiciones legales no toman en cuenta las
asimetrías de poder.
6. Las diferencias entre los Estados son en última instancia resueltas por la violencia; predomina el principio
del poder efectivo. Prácticamente no existen frenos legales para contener el recurso a la fuerza; las normas
legales internacionales garantizan mínima protección.
7. La minimización de las restricciones a la libertad del Estado es la “prioridad colectiva”.

1
La exclusión de altamar no es incoherente con los principios subyacentes de este modo de apropiación; pues
simplemente no fue posible para ningún Estado formular reivindicaciones sobre estas aguas. Si hubiera existido un
Estado lo suficiente-mente poderoso como para apropiarse de altamar, entonces el principio de la soberanía estatal, con
sus mecanismos de exclusividad absoluta, también habría operado en este área. Ante la ausencia de semejante poder,
altamar fue reconocida como una propiedad común, como una res communis omnium.
2
Si bien la emergencia de este principio puede ser ligada de forma directa a la paz de Westfalia, la concepción básica de
la soberanía territorial fue elaborada con bastante anterioridad; lo que sucede es que sólo a partir de Westfalia fue
ampliamente aceptada (véase Baldwin, 1992).
3
Por “modelo” entiendo una construcción teórica diseñada para revelar y explicar los principales rasgos de un orden
político y su estructura de relaciones subyacente. En este contexto, los modelos son “redes” de conceptos y
generalizaciones referidas a diversos aspectos de las esferas política, económica y social.

6
Este marco de asuntos internacionales tuvo un rasgo persistente y paradójico, rico en implicaciones:
un sistema de Estados interconectados en constante desarrollo y expansión fortaleció el derecho de cada
Estado a la acción independiente y autónoma. Como un autor agudamente comentara, el núcleo de la
cuestión era que los Estados “no estaban sujetos a imperativos morales internacionales porque representan
órdenes políticos separados y distintos” (Beitz, 1979, .pág. 25). En esta situación, el mundo está compuesto
por poderes políticos separados, en busca de su propio beneficio, en última instancia afirmados sobre su
organización del poder coercitivo. Asimismo, se puede sostener que el uso de la coerción o la fuerza armada
por actores reo estatales es también un resultado casi inevitable (aunque es estrictamente ilegal en los
términos westfalianos). Pues las comunidades que desafían los límites territoriales establecidos tienen “pocas
alternativas distintas del recurso a las armas para lograr el “control efectivo” del área que consideran su
territorio, y en eso basan su argumento a favor del reconocimiento internacional (véase Baldwin, 1992, págs.
224-225).
Los principios y las reglas del sistema de Westfalia no se tradujeron de forma directa en una
concepción del orden internacional, pues siempre hubo una brecha entre el reconocimiento de la igualdad
ante la ley y de status de los Estados y las asimetrías de poder fácticas que poblaban el sistema de Estados.
Esta brecha alentó una serie de esfuerzos por trabar alianzas y acuerdos entre las potencias que aspiraban a
organizar el orden internacional conforme a sus intereses (véase Hall, J., 1996). La búsqueda de la paz que
emprendieron las grandes potencias europeas después de las guerras napoleónicas, por ejemplo, no fue más
que un intento de crear un sistema de seguridad que abarcara a toda Europa. Este “sistema de concierto”,
diseñado después de una intensa negociación entre el zar Alejandro, el príncipe Von Metternich y el
vizconde Castlereagh en París y Viena, buscó establecer un “equilibrio de poder” a través de la redistribución
de territorios y poblaciones: “consideraciones más estratégicas que étnicas dominaron la demarcación”
(Holsti, 1991, págs. 115 y 169). Las normas de este acuerdo incluían el respeto por el nuevo equilibrio de
poder internacional y el imperativo de la autorrestricción y la consulta mutua en caso de conflictos. 4 Si bien
el sistema de concierto tomaba cierta distancia de la idea del orden internacional como “una guerra de todos
contra todos”, no se alejaba de la concepción del orden internacional como una “anarquía”, si por ésta se
entiende específicamente autoregulación orientada a la coexistencia y la ventaja mutua (véase pág. 103).
El equilibrio de poder encumbrado en el sistema de concierto procuró mantener una red de grandes
Estados e imperios; y fue relativamente exitoso en esta faena durante cuarenta años. Las grandes potencias,
como apuntó un observador, “determinaron el destino de los Estados menores en base a ningún principio
distinto del de su propia conveniencia” (Clark, 1989, pág. 218). Por lo tanto, la diplomacia de concierto y el
equilibrio de poder no “mejoraron perceptiblemente el tenor de la política internacional” (Holsti, 1991, págs.
139 y 143). Áreas como los Balcanes padecieron guerras y crisis crónicas, y los movimientos nacionalistas
en busca de sus propios Estados representaron una fuente de crecientes conflictos. Contra este telón de
fondo, el equilibrio de poder militar se fue convirtiendo en la preocupación central de los líderes de Estado
europeos, en particular durante la segunda mitad del siglo diecinueve, a medida que se intensificaban los
esfuerzos por emplazar el Estado, una empresa de construcción que en última instancia debilitaba dos pilares
clave de la paz posnapoleónica, los imperios austrohúngaro y otomano. De este modo, si bien cambió varias
veces el énfasis entre el “concierto” y el “equilibrio” en el orden europeo, estas alteraciones no condujeron a
una transformación radical de la naturaleza y el papel del poder político en el sistema interestatal: la
distribución de poder se alteró, pero el principio westfaliano del poder efectivo se mantuvo intacto junto con
la estratificación del orden internacional (véanse Clark, 1989, págs. 217 y sigs.; Kegley y Raymond, 1994,
capítulo 6).

4
Lo que distinguía el sistema de concierto de otros procedimientos diplomáticos de distintas épocas de la historia
internacional se puede resumir, según Hinsley, por su adhesión a tres principios subyacentes:

que las grandes potencias compartían la responsabilidad de mantener el statu quo territorial de los tratados de
1815 y de resolver los problemas internacionales que aparecieran en Europa; que, cuando el statu quo debía ser
modificado o un problema resuelto, los cambios no podían implementarse unilateralmente y las ganancias no
podían concretarse sin su consentimiento formal; que, dado que se exigía la aceptación de todos, la votación no
era un sistema apropiado para tomar las decisiones (1963, pág. 225).

Los medios para concretar estos principios serían los encuentros regulares de las grandes potencias. De este modo, el
sistema de concierto puede ser considerado un mecanismo institucional pionero en el control y la prevención del
conflicto. El objeto del sistema no era abolir la guerra: la guerra todavía era considerada un medio legítimo para
resolver las diferencias entre los Estados. Más bien, el sistema estaba diseñado para prevenir el desarrollo de un nuevo
poder hegemónico en Europa y la erosión de los intereses de las grandes potencias (véase Kegley y Raymond, 1994).

7
Por supuesto, la consolidación del sistema moderno de Estados-nación no ha sido de ninguna manera
un proceso uniforme, que afectó a cada región y a cada país de forma similar. Desde el inicio, este proceso
implicó, como se señalara en el capitulo anterior, grandes costos para la autonomía e independencia de
muchas personas, especialmente en los Estados menores y las civilizaciones extraeuropeas (véase Kiernan,
1982). De hecho, la difusión del sistema de Estados moderno estuvo claramente marcada por la “jerarquía” y
la “desigualdad” (véase Falk, 1990, págs. 2-12). “Jerarquía” denota la estructura de la globalización política
y económica: el dominio de una constelación de Estados-nación concentrados en el Oeste y el Norte. Si bien
pueden caber ciertas dudas acerca de la precisa distribución de influencia en el centro de esta constelación, la
estructura jerárquica de los procesos de globalización decididamente ubicó las potencias económicas del
Norte occidental en posiciones centrales (véase la sección 3.2). 5
El otro lado de la jerarquía es la desigualdad. Ésta se refiere a los efectos asimétricos de la
globalización política y económica sobre las posibilidades de vida y el bienestar de los pueblos, las clases,
los grupos étnicos, los movimientos y los sexos. Los contornos de estas “desigualdades” no son difíciles de
discernir, aunque no serán documentados en este lugar (véase el capítulo 8). Se relacionan principalmente
con la geografía, la raza y el género: se manifiestan en las zonas de pobreza y privaciones de los países del
Sur, entre la población no blanca y las mujeres. Sin embargo, la persistencia de la pobreza y las carencias en
el Norte (en Europa y los Estados Unidos), el problema del desempleo en la mayoría de los países
industrializados (incluso durante los períodos de mayor crecimiento), y el destino de muchas poblaciones
indígenas indican cuán esquemático es concebir la desigualdad exclusivamente en estos términos. La
desigualdad es un fenómeno tanto del desarrollo internacional como del nacional. Debe pensarse, por lo
tanto, que las categorías de la estratificación social y política denotan divisiones sistemáticas dentro y a
través de los territorios y las regiones (véase Cox, 1987, capítulo 9).
El poder efectivo que la soberanía confiere a un Estado está, en importante medida, conectado con
los recursos a su disposición. Sin lugar a dudas, los recursos que una comunidad política puede movilizar
variarán de acuerdo con su posición en la jerarquía de Estados, su lugar en la estructura global de las
relaciones económicas, su posición en la división internacional del trabajo y el apoyo que puede reunir en las
redes regionales. La presión que una variedad de fuerzas ejercen hoy sobre su soberanía, plantea a los países
occidentales (a menudo por primera vez) temas que otros países habían descubierto hacía mucho tiempo, La
lucha por la soberanía y la autonomía en muchos países del “Tercer Mundo” estuvo estrechamente ligada a la
lucha por la liberación del dominio colonial. La soberanía de jure fue una conquista de gran importancia para
los países que estaban privados de ella; pero, por supuesto, soberanía de jure no es lo mismo que soberanía
de facto o práctica. Con economías débiles y endeudadas, los países en desarrollo son vulnerables y
dependientes de fuerzas y relaciones económicas sobre las cuales tienen poco o ningún control. Aunque la
internacionalización de la producción y las finanzas sitúa muchos instrumentos de control económico fuera
del alcance incluso de los países más poderosos, los que se ubican en el extremo inferior de la jerarquía
global, sometidos a los efectos más intensos de la desigualdad, ven sustancialmente empeorada su posición.
A pesar del impulso de la diplomacia y las iniciativas legales internacionales que siguieron a la
Segunda Guerra Mundial, y que se propusieron transformar el sistema de Westfalia en importantes sentidos
(véase más adelante), la independencia política conquistada por la viejas colonias a lo sumo implicó un breve
alto en los procesos de marginación en el orden mundial. En países como los subsaharianos, donde los
límites del Estado-nación (con la excepción de dos pequeños casos) no coinciden con las fronteras de
ninguno de los Estados que existían antes de la colonización, donde ejercer la autoridad central y aceptar su
función nunca fue un “hábito establecido” y donde la mayoría de las necesidades humanas más elementales
son desatendidas, la independencia está cargada de múltiples dificultades (véanse Hawthorn, 1993; Jackson y
Rosberg, 1982). Está obstruida por la vulnerabilidad ante la economía internacional, por la escasa
disponibilidad de recursos que amenaza la autonomía de las organizaciones políticas, y por grupos sociales
étnica y culturalmente segmentados y profundamente divididos por la miseria y las epidemias. Pero, por
cierto, también fue menoscabada por la estructura misma del sistema político internacional, que priva a los
Estados individuales, atrapados en la búsqueda competitiva de su propia seguridad y sus propios intereses, de
los medios para implementar la accountability y la regulación de algunas de las fuerzas más poderosas de los
asuntos nacionales e internacionales (véanse Potter, 1993; Bromley, 1993). Es el poder político y económico
lo que en última instancia determina el despliegue efectivo de reglas y recursos en un mundo constituido por

5
Aunque la decadencia de los imperios europeos en el siglo veinte ha reducido la influencia política directa de las
potencias europeas, su posición fue parcialmente protegida por los procesos de globalización económica, más
significativos que nunca como determinantes de la jerarquía y de la línea de frente de la geopolítica (véase la sección
6.2).

8
principios westfalianos —una disposición que, en muchos sentidos, habría de mantenerse notoriamente
constante ante los intentos de repensar las relaciones internacionales en la era de las Naciones Unidas.

4.2. EL ORDEN INTERNACIONAL Y EL SISTEMA DE LAS NACIONES UNIDAS

Después de los titánicos combates de las dos guerras mundiales se fue extendiendo el
reconocimiento de que la naturaleza y el proceso del gobierno internacional debían cambiar para que las
formas más extremas de violencia contra la humanidad fueran proscritas y la creciente interconexión e
interdependencia de las naciones reconocida. Progresivamente, el objeto, el alcance y las fuentes mismas de
la concepción westfaliana de la regulación internacional, en particular su concepción del derecho
internacional, fueron cuestionados en su conjunto (véase Bull, 1977, capítulo 6, para una reseña general).
Primero y principal, se generalizó la opinión contraria a la doctrina según la cual el derecho
internacional, como Oppenheim sostuviera, es “una ley que rige entre los Estados pura y exclusivamente”
(véase Oppenheim, 1905, capítulo 1). Las personas individuales y los grupos fueron reconocidos como
objetos del derecho internacional. Generalmente se acepta, por ejemplo, que las personas qua individuos son
objeto del derecho internacional sobre la base de documentos como las Cartas de los Tribunales de los
Crímenes de Guerra de Tokio y Nuremberg, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el
Pacto sobre los Derechos Civiles y Políticos (1966) y la Convención Europea sobre Derechos Humanos
(1950).
También se generalizó la opinión contraria a la doctrina según la cual el derecho internacional se
refiere principalmente a asuntos políticos y estratégicos (estatales). Según esta posición, el derecho
internacional fue progresivamente aumentando su competencia en la organización y la regulación de
materias económicas, sociales y ambientales. Vinculadas al crecimiento sustancial de la cantidad de
“actores” en la política mundial —por ejemplo, las Naciones Unidas (ONU), el Consejo Económico y Social
de la ONU, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Internacional de la Pesca de
Ballenas, la Organización para la Alimentación y la Agricultura y la Organización Mundial de la Salud—, 6
se desplegaron diversas presiones para aumentar el alcance del derecho internacional. Ante este desarrollo,
varios autores caracterizaron el papel cambiante del derecho internacional en términos de una decreciente
atención a la libertad de los Estados, y una consagración cada vez más firme al bienestar general de todos
aquellos que pueden hacer escuchar su voz en el sistema internacional (véanse, por ejemplo, Röling, 1960;
Friedmann, 1964; Cassese, 1986, especialmente los capítulos 7-9).
Finalmente, la influyente doctrina legal según la cual la única fuente real del derecho internacional es
el consentimiento de los Estados —expreso o tácito— fue gravemente cuestionada. Hoy en día, varias
fuentes del derecho internacional pugnan por su reconocimiento. Éstas incluyen las fuentes tradicionales
como las convenciones y los tratados internacionales (generales o particulares) reconocidos por los Estados;
las prácticas o las costumbres internacionales que evidencian la aceptación de una regla o un conjunto de
reglas; y los principios subyacentes del derecho reconocidos por las “naciones civilizadas”. También
incluyen la “voluntad de la comunidad internacional”, que puede asumir el “status de ley” o convertirse en la
“base de la obligación legal internacional” bajo ciertas circunstancias (véanse Bull, 1977, págs. 147-158;
Jenks, 1963, capítulo 5; Falk, 1970, capítulo 5). Esta última representa una ruptura con la exigencia del
consentimiento de cada Estado individual para la definición de las reglas y responsabilidades
internacionales. 7
Aunque el modelo westfaliano de derecho internacional fue vivamente criticado en la era moderna,
particularmente durante los frustrados intentos de la Liga (Sociedad) de las Naciones, fue después de la
Segunda Guerra Mundial cuando se promovió y aceptó ampliamente un nuevo modelo de derecho y
accountability internacional. Así lo testimonia la adopción de la Carta de la ONU. La imagen de regulación
internacional proyectada por la Carta (y los documentos relacionados) estaba protagonizada por “Estados
todavía celosamente "soberanos"“, pero reunidos en una “miríada de relaciones”; conminados a resolver sus

6
Para una explicación del desarrollo de estas organizaciones internacionales, que las conecta con los cambios en la
tecnología industrial, en particular con los cambios en la tecnología de las comunicaciones, véase Murphy (1994). Las
tesis central de Murphy es que las OIG (organizaciones intergubernamentales) han desempeñado un papel fundamental
en la expansión de la “sociedad industrial” durante más de un siglo, ofreciendo importantes “modos de regulación”
durante las crisis económicas y geopolíticas (1994, pág. 9). Véase la sección 5.2 más adelante.
7
Es interesante observar que la tradición del derecho natural, que informó el derecho internacional de las primeras
etapas de la modernidad, reconocía la tensión entre la exigencia del consentimiento gubernamental y la preexistencia de
ciertos derechos y deberes internacionales. Esta noción es retomada y reformulada en varios desarrollos legales
internacionales contemporáneos que son explorados más adelante en la sección 5.1.

9
desacuerdos a través de medios pacíficos y conforme a criterios legales; en principio sujetos a severas
restricciones sobre el recurso a la fuerza; y constreñidos a observar “ciertas normas” referidas a la manera de
tratar a todas las personas que pisaran su territorio, incluidos sus propios ciudadanos (Cassese, 1991, pág.
256). Por supuesto, cuán restrictivas de la acción estatal fueron las provisiones de la Carta y en qué medida
fueron efectivamente operacionalizadas, son cuestiones de primera importancia. Antes de abordarlas, sin
embargo, deben presentarse los principales rasgos del modelo de la Carta (adaptado de Cassese, 1986, págs.
398-400): véase la tabla 4.2.
El giro de la estructura de regulación internacional, del modelo de Westfalia al de la Carta de la
ONU, planteó interrogantes fundamentales acerca de la naturaleza y la forma del derecho internacional,
interrogantes que se orientan a la posibilidad de una disyuntiva entre el sistema jurídico de los Estados-
nación —del sistema de Estados— y el de la comunidad internacional más amplia. En la médula de este giro
reside un conflicto entre las exigencias a favor de los Estados individuales y las exigencias a favor de un
principio organizativo de los asuntos mundiales alternativo: en última instancia, una comunidad democrática
planetaria, compuesta por Estados con idénticos derechos de participación en la Asamblea General,
regulando de forma abierta y colectiva la vida internacional y obligados a obedecer la Carta de la ONU y una
batería de convenciones consagratoria de los derechos humanos. Sin embargo, este conflicto aún no se ha
resuelto, y sería engañoso concluir que la era del modelo de la Carta de la ONU desplazó la lógica
westfaliana de gobierno internacional; y ello fundamentalmente porque el marco de la Carta representa, en
varios sentidos, una extensión del sistema interestatal.

TABLA 4.2. El modelo de la Carta de la ONU.


1. La comunidad mundial está compuesta por Estados soberanos, conectados a través de una densa red de
relaciones, tanto ad hoc como institucionalizadas. Los individuos y los grupos son considerados actores
legítimos en las relaciones internacionales (a pesar de su papel limitado).
2. A ciertos pueblos oprimidos por poderes coloniales, regímenes racistas u ocupantes extranjeros, se les
garantiza el derecho del reconocimiento y un papel determinado en la articulación de su futuro y sus
intereses.
3. Se aceptan gradualmente las normas y los valores que cuestionan el principio del poder efectivo; de este
modo, desde el punto de vista teórico, las violaciones graves de las reglas del derecho internacional no son
consideradas legítimas. Se restringe el recurso a la fuerza, incluido el uso indebido de la fuerza económica.
4. Se crean nuevas reglas, procedimientos e instituciones para promover la elaboración y la ejecución de un
sistema legal en los asuntos internacionales.
5. Se adoptan principios legales que delimitan la forma y el alcance de la conducta de todos los miembros
de la comunidad internacional y que ofrecen una serie de guías para la estructuración de las reglas
internacionales.
6. Se expresa una profunda preocupación por los derechos de los individuos, y se crea un cuerpo de reglas
internacionales con el propósito de obligar a los Estados a observar ciertas normas en la manera de tratar a
todas las personas, incluidos sus propios ciudadanos.
7. La preservación de la paz, la promoción de los derechos humanos y la búsqueda de una mayor justicia
social devienen prioridades colectivas declaradas; los “asuntos públicos” incluyen a la comunidad
internacional en su conjunto. Con respecto a ciertos valores –la paz, la prohibición del genocidio–, las reglas
internacionales definen cuál es la responsabilidad personal de los funcionarios estatales y cuáles serían los
actos criminales de los Estados.
8. Se reconocen las desigualdades sistemáticas entre los pueblos y Estados y se establecen nuevas reglas –
incluido el concepto de “patrimonio común de la humanidad”– 8 para crear maneras de gobernar la
distribución, la apropiación y la explotación del territorio, las propiedades y los recursos naturales.

Las organizaciones y los procedimientos de la ONU fueron diseñados en parte para superar las
debilidades de la Liga de las Naciones. La Liga, fundada por un acuerdo multilateral después de la Primera
Guerra Mundial (primera parte del Tratado de Versalles), fue creada para preservar la paz y la seguridad y
para promover la cooperación económica y social entre sus miembros. Finalmente, sesenta y tres países

8
Propuesto por primera vez a finales de los años sesenta, el concepto de “patrimonio común de la humanidad” fue
promovido como un mecanismo para excluir cualquier derecho estatal o privado de apropiación de ciertos recursos y
para desarrollar en beneficio de todos, y sin descuidar el equilibrio ambiental, los recursos que hubieran sido
apropiados. Véase la sección 5.1.

10
aceptaron ingresar en ella, aunque el Senado de los Estados Unidos –a pesar del papel prominente de
Woodrow Wilson en la creación de la Liga– rechazó ratificar la iniciativa. En contra de las prácticas secretas
de la política europea tradicional, la Liga representaba la aspiración a forjar “una diplomacia nueva y
saludable” (Wilson). Retomando las conferencias regulares contempladas por el sistema de concierto del
siglo diecinueve, propuso un aparato permanente para estas reuniones, un sistema de conciliación y arbitraje
que incluía un cuerpo judicial (el Tribunal Permanente de Justicia Internacional) y un sistema de garantías
vinculado al status quo post bellum (Clark, 1989, págs. 150-152; véanse Zimmern, 1936; Osiander, 1994,
capítulo 5). Impulsar estas innovaciones representaba el deseo de fundar “una comunidad de naciones con
perspectivas afines”, dispuestas a la cooperación y “a resolver sus diferencias de la misma manera que los
hombres razonables, que gozan de la paz bajo la ley... y que, de ser necesario, aúnan sus recursos para
defenderla” (Howard, 1981, pág. 91). Aunque la Liga alentó una infraestructura de organizaciones
internacionales que habrían de tener una duradera importancia, sus aspiraciones fueron frustradas, y su
destino sitiado, por las crecientes tensiones internacionales de los años treinta y el estallido de la Segunda
Guerra Mundial (véanse, por ejemplo, Carr, 1946; Hinsley, 1963). Abunda la evidencia que respalda la
hipótesis según la cual eran pocos los Estados, particularmente entre los más poderosos, que estaban
dispuestos a renunciar a uno de los componentes esenciales de la idea de soberanía: la libertad de definir al
amigo y al enemigo y de poner en marcha las políticas más adecuadas para sus propios fines. Los sistemas de
discusión, arbitraje y garantía de la Liga se encontraban demasiado lejos de las realidades de la política de
poder.
La “arquitectura” de la ONU, en consecuencia, fue emplazada para acomodar la estructura de poder
internacional tal como se presentaba hacia 1945. 9 La división del globo en poderosos Estados-nación, con
conjuntos de intereses geopolíticos distintivos, fue reflejada en la concepción de la Carta. En consecuencia,
la ONU fue prácticamente inmovilizada como actor autónomo en varias cuestiones apremiantes (véanse
Falk, 1975a, págs. 169-196, 1975b, págs. 69-72; Cassese, 1986, págs. 142-143, 200-201, 213-214 y 246-
250). Una de las más obvias manifestaciones de esta condición fue el poder de veto especial garantizado a
los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Este status político privilegiado añadía
autoridad y legitimidad a la posición de cada uno de los Estados más importantes; pues a pesar de que se les
prohibía en principio el uso de la fuerza en términos contrarios a lo establecido en la Carta, sus acciones
unilaterales estaban protegidas contra la censura y las sanciones a través de la figura del veto. Más aún, la
Carta renovó el crédito (a través del artículo 51) de las iniciativas estratégicas unilaterales de los Estados que
fueran necesarias para la “autodefensa”, pues nunca se delimitó claramente el significado de esta frase.
Además, si bien la Carta disponía nuevas obligaciones para que los Estados resolvieran pacíficamente sus
disputas, y definía ciertos procedimientos para juzgar las acciones supuestamente emprendidas como actos
de “autodefensa”, estas normas rara vez fueron aplicadas y rápidamente se abandonaron los esfuerzos por
hacerlas cumplir. De hecho, la posibilidad, dispuesta por la Carta misma, de poner en marcha medidas
punitivas colectivas contra las acciones estatales ilegítimas nunca llegó a materializarse, e incluso las
misiones de paz de la ONU se circunscribieron a áreas en que el Estado territorial en cuestión hubiera
aprobado su despliegue (Somalia en 1992-1994 es una excepción clave).
La susceptibilidad de la ONU ante las agendas de los Estados más poderosos fue reforzada por su
dependencia de los recursos financieros aportados por sus miembros. 10 Esta posición de vulnerabilidad ante
la política estatal se ve acentuada por la ausencia de mecanismos que garanticen algún tipo de participación
directa en la ONU a las fuerzas (agencias, movimientos o grupos) regionales y transnacionales, funcionales o
culturales, que más injerencia tienen en los asuntos internacionales. En definitiva, el modelo de la Carta de la
ONU, a pesar de sus buenas intenciones, no logró dar origen a un nuevo principio de organización del orden
internacional —un principio que pueda quebrar crucialmente la lógica de Westfalia y poner en práctica
nuevos mecanismos democráticos de coordinación y cambio políticos.
No obstante, sería erróneo dejar aquí el análisis del orden de la ONU. Algunas de las deficiencias
atribuidas a la ONU deberían ser reinterpretadas y vinculadas con el sistema de Estados mismo, con su
profundo anclaje estructural en la economía capitalista global (véase la sección 6.2). Por otra parte, el

9
Como un autor sugiriera, “el fracaso de la Liga persuadió a los diseñadores de la siguiente organización de que para
asegurar la paz internacional lo mejor no era rechazar el ordenamiento jerárquico de los Estados, sino reconocer
debidamente la necesidad de esa jerarquía en cualquier sistema de seguridad” (Clark, 1989, pág. 166).
10
El presupuesto regular de la ONU, excluyendo los costos de emergencia, es de unos 8 mil millones de dólares por
año. Esta cantidad equivale aproximadamente a lo gastado en obsequios para los niños occidentales en las últimas
Navidades, o a lo que los ciudadanos de los Estados Unidos dedican anualmente al cuidado de flores y plantas de
maceta (véase Childers, 1993). El costo de las operaciones humanitarias y las misiones de paz de la ONU actualmente
representa sólo la mitad de esta suma.

11
sistema de la Carta de la ONU fue claramente innovador e influyente en varios sentidos. Representó un foro
internacional ante el cual todos los Estados son iguales en ciertos aspectos, un foro de particular importancia
para los países en desarrollo y para aquellos en busca de una base para alcanzar soluciones “de consenso” a
los problemas internacionales. También ofreció un marco para la descolonización y para la puesta en marcha
de las reformas de las instituciones internacionales. Más aún, suministró una concepción, valiosa a pesar de
todas sus limitaciones, de un nuevo orden mundial basado en el acuerdo de los gobiernos y, en circunstancias
propicias, de una entidad supranacional en defensa de los derechos humanos en los asuntos mundiales. Es
más, esta concepción, llevada a sus extremos lógicos, desafía frontalmente el principio según el cual la
humanidad debería organizarse, ante todo, como una sociedad de Estados soberanos. Pues si los derechos de
cada persona pueden ser proclamados en el escenario político mundial sobre y contra las pretensiones de los
Estados, y si los deberes de cada persona subsisten independientemente de su posición como súbdito o
ciudadano de un Estado, entonces, como Bull afirmara con tanta claridad, “la posición del Estado como un
cuerpo soberano por encima de sus ciudadanos, y autorizado a exigir su obediencia, queda cuestionada y la
estructura de la sociedad de Estados soberanos queda decolorada”. Del mismo modo, cuando las
organizaciones internacionales o supranacionales aparecen como sujetos del derecho internacional, empiezan
a germinar las semillas de la subversión “de la sociedad de Estados soberanos y de la consolidación de un
principio organizativo a través del cual un cuerpo internacional o supranacional, o un grupo de ellos,
desplaza a los Estados soberanos como los principales portadores de derechos y deberes” (Bull, 1977, págs.
152-153). Los desarrollos del derecho y las instituciones internacionales anticipan el momento en que el
Estado-nación no será más que un tipo de actor político entre otros y carente de toda clase de privilegios
dentro del orden legal internacional. Estos desarrollos requieren análisis.

4.3. ¿EL SISTEMA DE ESTADOS VERSUS LA POLÍTICA GLOBAL?

Que el Estado-nación goce de una persistente vitalidad, no quiere decir que la estructura soberana de
los Estados-nación individuales no haya sido afectada por los cambios en la intersección de las fuerzas y
relaciones nacionales e internacionales: más bien, con toda probabilidad, expresa pautas cambiantes de poder
y restricciones. Se pueden explorar las implicaciones de esta posibilidad mediante el análisis de un
argumento –habitual en la literatura sobre la globalización antes presentada como la concepción
“transformacionista” o “modernista” (pág. 48)– que pretende explicar la manera en que la creciente
interconexión mundial puede conducir a la decadencia o “crisis” de la autoridad estatal y a la exigencia de
que los Estados-nación colaboren entre sí de forma más intensa (véanse Keohane y Nye, 1972; Morse, 1976;
Mansbach, Ferguson y Lampert, 1976; Rosenau, 1980; Soroos, 1986). Al exponer este argumento, mi
intención no es lograr que sea aceptado, sino esbozar temas y preocupaciones de los cuales se ocuparán los
siguientes capítulos. Por razones de espacio, el argumento se presenta de forma esquemática.

1. La concepción tradicional, dentro de la política internacional, de la relación entre el


“Estado” y la “sociedad”, en la cual el primero es postulado como la unidad fundamental del orden
mundial, supone la homogeneidad del Estado y otros tipos de actor clave, es decir, que se trata de
entidades con propósitos singulares (Young, 1972, pág. 36). Pero el crecimiento de las
organizaciones y colectividades internacionales y transnacionales, desde la ONU y sus
organizaciones hasta movimientos sociales y grupos de presión especiales, alteró la forma y la
dinámica tanto del Estado como de la sociedad. La intensificación de los procesos de interconexión
regional y global, y la proliferación de los acuerdos internacionales y las formas de cooperación
intergubernamental para regular el crecimiento sin precedentes de estos fenómenos, especialmente
durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, erosionaron la distinción entre asuntos
externos e internos, entre política internacional y doméstica. El Estado se convirtió en un arena
fragmentada de elaboración de políticas, permeado por los grupos internacionales (gubernamentales
y no gubernamentales), así como por las agencias y fuerzas domésticas. Del mismo modo, la
penetración general de la sociedad civil por actores transnacionales alteró su forma y dinámica.
2. Con el incremento de la interconexión global, la cantidad de instrumentos políticos a
disposición de los gobiernos individuales y la efectividad de esos instrumentos muestra una clara
tendencia a declinar (véanse Keohane y Nye, 1972, págs. 392-395; Cooper, 1986, págs. 1-22). Esta
tendencia responde, en primer lugar, a la pérdida de un amplio espectro de controles –formales o
informales– sobre las fronteras que anteriormente habían servido para restringir la circulación de
bienes y servicios, factores de la producción y tecnología, y el intercambio cultural y ele ideas (véase
Morse, 1976, capítulos 2-3). El resultado es la alteración de los costos y beneficios de implementar

12
diferentes opciones políticas y la disminución de la eficacia de aquellos instrumentos que permiten al
Estado controlar las actividades dentro y a través de sus fronteras.
3 Los Estados pueden experimentar una nueva reducción de las opciones debido a la
expansión de las fuerzas e interacciones transnacionales que reducen y restringen la influencia que
los gobiernos particulares pueden ejercer sobre las actividades de sus ciudadanos. El impacto, por
ejemplo, del flujo de capital privado a través de las fronteras, puede poner en peligro las medidas
antiinflacionarias, las tasas de cambio, la política impositiva y otras disposiciones gubernamentales.
4. En el contexto de un orden global altamente interconectado, muchos de los dominios
tradicionales de actividad y responsabilidad estatal (defensa, gestión económica, comunicaciones,
sistemas administrativos y legales) no pueden ser regidos sin recurrir a formas internacionales de
cooperación. Puesto que las demandas que debe atender aumentaron considerablemente en los años
de posguerra, el Estado tiene que hacer frente a un conjunto de problemas políticos que no se pueden
resolver adecuadamente sin la colaboración de otros Estados y actores no estatales (véanse Keohane,
1984a; Mc-Grew, 1992a). Los Estados individuales ya no son las únicas unidades políticas 11 para
resolver los problemas políticos clave ni para dirigir el amplio espectro de funciones públicas.
5 De este modo, los Estados han debido aumentar el nivel de integración política con otros
Estados (por ejemplo, a través de redes regionales como la Unión Europea y la Organización de
Estados Americanos) y/o impulsar negociaciones, acuerdos e instituciones multilaterales para poder
controlar los efectos desestabilizadores que acompañan a la interconexión (por ejemplo, el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial, que, junto con otras agencias internacionales,
generaron un ambiente organizativo especial para la gestión económica y la consulta
intergubernamental después de la Segunda Guerra Mundial).
6. El resultado fue un importante crecimiento de instituciones, organizaciones y regímenes
que sentaron las bases para organizar los asuntos globales, esto es, el gobierno mundial. (Por
supuesto, decir esto no implica en absoluto confundir estos desarrollos con la emergencia de un
gobierno mundial integrado. Existe una diferencia crucial entre una sociedad internacional que
contiene la posibilidad del orden y la cooperación política, y un Estado supranacional que detentó el
monopolio del poder coercitivo y legislativo). La nueva política global –que implica, entre otras
cosas, procesos de toma de decisiones multiburocráticos entre y dentro de las burocracias
gubernamentales e internacionales, políticas inducidas por agencias y fuerzas internacionales y
nuevas formas de integración multinacional entre los Estados– ha creado un marco dentro y a través
del cual se redefinieron los derechos y las obligaciones, los poderes y las capacidades de los Estados
(Kaiser, 1972, págs. 358-360). Puesto que sus capacidades fueron en un sentido cercenadas y en otro
sentido ampliadas, el Estado comenzó a desempeñar una gama de funciones que ya no se pueden
asumir de forma aislada de las relaciones y los procesos regionales y globales. Los pasos de este
razonamiento se resumen en la figura 4.1.

Lo que estos argumentos sugieren es que el significado de las instituciones políticas actuales debe ser
explorado en el contexto de una sociedad internacional compleja y de un amplio espectro de organizaciones
internacionales y regionales, existentes y emergentes, que trascienden y median las fronteras nacionales. En
este sentido, la naturaleza de estas organizaciones y entidades, la naturaleza de su dinámica política y la
naturaleza de su accountability (si es que la tienen), son cuestiones apremiantes.
Desde la perspectiva de la concepción transformacionista, el Estado moderno está cada vez más
atrapado en redes de interconexión mundial permeadas por fuerzas cuasisupranacionales,
intergubernamentales y transnacionales, y es cada vez menos capaz de determinar su propio destino. La
globalización es retratada como una fuerza homogeneizadora, que lima la “diferencia” política y las
capacidades de los Estados-nación para actuar de forma independiente en la articulación y concreción de sus
objetivos de política doméstica e internacional: el Estado-nación territorial parece afrontar la decadencia o la
crisis (véanse, en particular, Morse, 1976; Brown, 1988). Con todo, si bien es cierto que ha habido una súbita
expansión de los vínculos intergubernamentales y transnacionales, la era del Estado-nación no está en
absoluto agotada. Si el Estado-nación territorial está en decadencia, se trata de un proceso desigual,
particularmente restringido al poder y alcance de los Estados-nación dominantes del Oeste y el Este. La
11
Los temas planteados en este punto 4 constituyen una de las principales líneas divisorias entre los neorrealistas y los
“transformacionistas”, Los primeros interpretan el súbito aumento de las formas de cooperación internacional, como los
regímenes, de una forma que es completamente coherente con los supuestos realistas, mientras los segundos entienden
que el fenómeno evidencia que la política mundial ya no se puede encarar suponiendo que los Estados, como entidades
unitarias y estructuras soberanas, son sus unidades fundamentales.

13
sociedad global europea ejerció su máxima influencia a finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, y
la hegemonía de los Estados Unidos fue el rasgo distintivo de las décadas que siguieron a la Segunda Guerra
Mundial. La decadencia de estos sistemas de poder no se debería interpretar como la crisis del sistema de
Estados como tal. Es más, la reciente transformación de los regímenes políticos de Europa oriental dio a luz
una importante batería de Estados que reivindican su independencia y autonomía. Si bien los “imperios
clásicos”, como el británico, el francés y el holandés, fueron completamente erradicados, los “imperios
nuevos” creados después de la Segunda Guerra Mundial han sufrido una transformación fundamental.

FIGURA 4.1. Estados, fronteras y cooperación internacional.

La “nacionalización” de la política global es un proceso que de ninguna manera ha completado su


trayectoria (véanse Modelski, 1972; Herz, 1976; Gilpin, 1981). La importancia del Estado-nación y el
nacionalismo, la independencia territorial y el deseo de lograr, reconquistar o mantener la “soberanía” no
parecen haber disminuido en épocas recientes. Más aún, algunas de las crisis regionales que parecieran ser
las menos tratables del mundo no escapan a la puja por la soberanía. Los problemas de Cisjordania y la
Franja de Gaza y de los territorios de la ex Yugoslavia, por ejemplo, no pueden ser pensados sin remitirse a
la idea de autonomía soberana (Krasner, 1988, pág. 40). Con seguridad, Bosnia es la piedra que ha hecho
zozobrar muchas aspiraciones internacionalistas.
Asimismo, el “equilibrio” o el “bloqueo nuclear” en que desembocaron las grandes potencias creó
una paradójica situación de “indisponibilidad de fuerzas”; esto es, nuevos espacios y oportunidades para que
los poderes y las poblaciones no nucleares se reafirmen, a sabiendas de que la opción nuclear de las

14
superpotencias es remota y que, por sus costos, la intervención militar convencional es una colosal apuesta
política, militar y económica (Herz, 1976, págs. 234 y sigs.). Vietnam (1964-1975) y Afganistán (1978-
1989) son casos obvios de esta situación. Por supuesto, puede errarse el cálculo de la probabilidad de
intervención de una superpotencia, como sucedió en Argentina en 1982 y en Irak en 1991; si es posible
desplegar una “fuerza irresistible” contra una potencia menor (especialmente si no implica el uso de armas
de destrucción masiva), la intervención militar sigue siendo una clara opción. Sin embargo, la intensidad de
la política nacionalista, en el contexto de la escalada del armamentismo nuclear y de los altos costos de las
“soluciones” militares, constituye una poderosa fuerza en dirección a un “mundo multipolar” y un orden
internacional fragmentado.
Además, parece razonable pensar que la globalización de los dominios de las comunicaciones y la
información, lejos de crear una estructura de propósitos, intereses y valores común a toda la humanidad, ha
servido para reforzar el sentido de la importancia de la identidad y la diferencia, ofreciendo un nuevo
estímulo a la “nacionalización” de la política. Tal corno acertadamente señalara un comentarista: “Un mayor
conocimiento de otras sociedades puede descubrir que en realidad no existen los conflictos de intereses o
ideológicos que se habían imaginado; pero también puede revelar conflictos de intereses e ideológicos que,
aunque nunca fueron imaginados, sí existen y deben ser tenidos en cuenta” (Bull, 1977, pág. 280).
Una consecuencia de este proceso es la elevación a muchos foros internacionales de concepciones no
occidentales de los derechos, la autoridad y la legitimidad (véase Bozeman, 1984). El significado de algunos
de los conceptos centrales del sistema internacional está sujeto a los conflictos de interpretación más
profundos, tal como lo ilustra la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos que la ONU organizara en
Viena (junio de 1993). A pesar de las declaraciones de derechos contenidas en una multiplicidad de tratados
internacionales y regionales, los intentos de efectivizar derechos humanos en y a través de la operación del
sistema global tuvieron, en el mejor de los casos, un éxito parcial (véase Vincent, 1986). El discurso de los
derechos humanos puede expresar las aspiraciones a consagrar ciertas libertades y facultades a lo largo y a lo
ancho de todo el planeta, pero de ninguna manera supone un acuerdo generalizado en la definición de los
derechos. Quizá se puedan entender mejor los cambios que en la actualidad experimenta el sistema global, si
se conciben más que corno el fin de la era del Estado-nación como un desafío a la era de los “Estados
hegemónicos” —un desafío que todavía está lejos de articularse de forma completa.
Otro claro testimonio de la durabilidad del sistema estatal es la resistencia generalizada de los
Estados a someter sus conflictos con otros Estados al arbitraje de una “autoridad superior”, sea la ONU o
cualquier otro cuerpo internacional. En la raíz de esta “gran negativa” se halla la salvaguardia del derecho de
los Estados a entrar en guerra (Hinsley, págs. 229-235). 12 El Estado moderno todavía es, en principio, capaz
de determinar el aspecto más importante de las condiciones de vida de las poblaciones –la cuestión de la vida
y la muerte–. Más aún, aunque el curso de la política exterior de un Estado puede ser cuestionado por otro
Estado ante el Tribunal Internacional de Justicia (cuyo papel está especificado en los artículos 92-96 de la
Carta de la ONU), esta posibilidad es difícil de concretar y a menudo implica grandes costos e inciertos
beneficios (véase Rosenne, 1985; Falk, 1986). Por ejemplo, cuando el gobierno sandinista de Nicaragua
(aprovechando haber aceptado la jurisdicción obligatoria del Tribunal) inició procedimientos contra los
Estados Unidos por minar sus puertos y ofrecer asistencia a la insurgencia en 1984, los Estados Unidos
intentaron retirar la disputa de la competencia del Tribunal y, como no pudieron obtener este resultado,
desafiaron sus resoluciones. Es poco o nada lo que el Tribunal puede hacer ante tal desafío. En la actualidad,
el Estado miembro de la ONU automáticamente forma parte del Estatuto del Tribunal, pero no está obligado
a aceptar su jurisdicción a menos que haya asumido el compromiso específico de hacerlo; por ahora, son
pocos los Estados importantes que han asumido dicho compromiso.
Quienes presagian el fin del Estado dan por supuesta con excesiva rapidez la erosión del poder
estatal ante las presiones de la globalización y no logran reconocer la persistente capacidad del aparato
estatal para moldear la dirección de la política doméstica e internacional. El grado de “autonomía” de que
disfruta el Estado bajo diferentes condiciones no ha sido aún explorado y, por lo tanto, se deja de lado
apresuradamente un elemento clave para elaborar una explicación sistemática y rigurosa de la forma y los

12
Si bien la invasión irakí a Kuwait en 1991 es claramente coherente con esta negativa, el hecho de que en respuesta los
Estados Unidos organizaran una alianza contra Irak a través de la ONU parece ser un dato incoherente. Pero sería difícil
argumentar de forma convincente en favor de esta interpretación; pues la organización de la alianza contra Irak no fue
un caso de remisión de una disputa a un proceso de arbitraje independiente: se trató de la búsqueda de una base
internacional aceptable para emprender una guerra liderada por los Estados Unidos que restaurara la soberanía de
Kuwait y, a la vez, protegiera la política petrolera y energética occidental (véase Bromley, 1991, págs. 245 y sigs.). La
iniciativa norteamericana puede ser perfectamente entendida como una estrategia de protección del liderazgo por vías
multilaterales. Véanse las comentarios de Clinton al respecto citados en Geardian (1993), yen la nota 1 de la pág. 319.

15
límites de los sistemas políticos modernos. Es altamente probable que el impacto del proceso global varíe
bajo diferentes condiciones internacionales y nacionales –por ejemplo, la ubicación del Estado-nación en la
división internacional del trabajo, su lugar en los distintos bloques de poder, su posición con respecto al
sistema jurídico internacional, su relación con las organizaciones internacionales más importantes–. No todos
los Estados, por ejemplo, están igualmente integrados en la economía mundial; por lo tanto, si bien los
resultados políticos nacionales estarán fuertemente influidos por los procesos globales en ciertos países, en
otros, las fuerzas regionales o nacionales, pueden perfectamente mantener la supremacía.
Por otra parte, debe destacarse que los procesos de globalización en sí mismos no conducen
necesariamente a una mayor integración global, esto es, a un orden mundial caracterizado por una sociedad y
una política homogéneas y unificadas. La transformación local es tanto un elemento de la globalización
como la extensión lateral de las relaciones a través del tiempo y el espacio (Giddens, 1990, pág. 64).
Cualquier grupo que se sienta agredido por las fuerzas globales y por regímenes políticos inapropiados o
ineficaces, puede desatar nuevas demandas a favor de la autonomía regional y local. Estas circunstancias
acarrean el riesgo de una intensificación de la política sectaria. Además, al crear nuevas pautas de
transformación y cambio, la globalización puede debilitar las viejas estructuras políticas y económicas sin
llevar necesariamente al establecimiento de nuevos sistemas de regulación. La fragmentación política o las
tendencias desintegradoras son una clara posibilidad.

En suma

Será útil extraer de este capítulo y los dos anteriores una serie de conclusiones. Para reseñarlas
brevemente:

1. El Estado moderno llegó a ser la forma suprema de Estado porque logró organizar exitosamente
los medios para financiar la guerra, los recursos económicos y las pretensiones de legitimidad. Los Estados
modernos se movilizaron de forma efectiva para la guerra, para impulsar la actividad económica (la
expansión capitalista) y para legitimarse a sí mismos. Fue en la intersección de estos peculiares procesos
formativos donde emergieron la organización y la forma distintiva del Estado moderno.
2. La consagración del sufragio universal, entre otras instituciones democráticas liberales, se puede
relacionar con la búsqueda de lealtad y recursos que emprendió el Estado cuando debió hacer frente a las
presiones más intensas (antes, durante y después de las guerras), y con la reivindicación estatal de una forma
de legitimidad distinta. En el centro de la autoimagen del Estado moderno se halla la pretensión de ser una
“autoridad independiente” o un “poder circunscrito imparcial”, responsable sólo ante su cuerpo de
ciudadanos. En tanto esta pretensión fue redimida, el Estado moderno pudo contar con una importante
ventaja sobre las fuerzas políticas rivales en la batalla por la legitimidad en el mundo moderno. Sin embargo,
la naturaleza y el significado de esta pretensión fueron siempre cuestionados, desde el nacimiento del Estado
moderno hasta nuestros días.
3. El sistema interestatal se desarrolló en el contexto de dos procesos clave: la afirmación de la
soberanía estatal y la difusión global de las nuevas relaciones económicas a través de los mecanismos
económicos capitalistas. Los Estados miran tanto hacia adentro, hacia sus poblaciones, como hacia afuera,
hacia el orden estatal creado y mantenido por ellos mismos. El modelo de Westfalia de la soberanía estatal
garantizó a cada Estado el derecho de gobernar en sus propios territorios, consagrando, en última instancia,
el principio del poder efectivo; en adelante, el “dilema de seguridad” atrapó a todos los Estados en una
situación de permanente conflicto, real o potencial.
4. El desarrollo del sistema de las Naciones Unidas no alteró de forma fundamental la lógica y la
estructura del orden westfaliano. Los Estados poderosos aumentaron su autoridad mediante la arrogación de
facultades especiales. No obstante, el sistema de la ONU contiene dentro de él desarrollos políticos y legales
que apuntan a la posibilidad de un nuevo principio organizativo de los asuntos mundiales. Esta perspectiva,
sin embargo, está en clara tensión con la forma y la dinámica del sistema de Estados.
5. La globalización, un proceso que se retrotrae a las primeras etapas de la formación del Estado y la
economía moderna, sigue configurando y reconfigurando la vida política, económica y social, aunque sus
impactos son diferentes en cada uno de los Estados individuales. La expansión de las relaciones sociales a
través del tiempo y el espacio mediante una variedad de dimensiones institucionales (tecnológica,
organizativa, legal y cultural), y su intensificación dentro de estos dominios institucionales, crearon nuevos
problemas y desafíos para el poder del Estado y el sistema interestatal. Contra este telón de fondo, la
efectividad y la viabilidad del Estado-nación territorialmente demarcado y soberano parecen sufrir

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importantes alteraciones. Cuál es la magnitud exacta de estas alteraciones es un problema todavía pendiente,
especialmente porque el Estado-nación sigue concentrando lealtad, como idea y como institución.

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