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Repensando y revisando el concepto de cacicazgo

en las fronteras del sur de América


(Pampa y Patagonia)

Lidia R. NACUZZI
CONICET - UBA
lidianacuzzi@yahoo.com.ar

Recibido: 23 de septiembre de 2007


Aceptado: 19 de diciembre de 2007

RESUME
Retomo aquí mis propias propuestas sobre el cambio de la institución política del cacicazgo entre los grupos
indígenas de Pampa-Patagonia hacia fines del siglo XVIII. El objetivo es evaluarlas a la luz de la producción
de otros colegas y de las discusiones en torno a la dicotomía entre sociedades centralizadas-sociedades seg-
mentarias que ha quedado establecida en la bibliografía previa. Busco replantear y renovar la discusión sobre
algunos conceptos que nos han sido muy útiles, como el del efecto sesgante de las situaciones secundarias,
entendiendo por esto ciertos cambios en la economía, los sistemas políticos y otros aspectos de la vida de las
sociedades indígenas que induce o determina la presencia de otra sociedad más compleja.
Palabras clave: Cacicazgo, Pampa-Patagonia, siglo XVIII, sociedades de jefatura, sociedades segmentarias.

Reviewing and Rethinking the Concept of Cacicazgo (Chiefdom) in the Southern


Frontier. Pampa and Patagonia Regions
ABSTRACT
Here I follow my own proposals dealing with the political institution of cacicazgo (chiefdom) and its chan-
ges among indigenous groups of Pampa and Patagonia, in the late eighteenth century. The main objective is
to evaluate them in light of others colleagues’ academic production and the debate over centralized societies-
segmented societies, already established in previous literary work. I seek to renew the discussion about some
useful concepts such as: the skewing effect of secondary situations related to certain changes in economy,
politics and other aspects of indigenous life that determines the presence of a more complex society..
Key words: Chiefdomship, Pampa-Patagonia, 18th Century, strong chiefdom, segmentary societies.

SUMARIO: 1. Introducción. 2. El cacicazgo en el siglo XVIII. 3. Las jefaturas duales y su cambio.


4. Repasando algunos «efectos sesgantes» de la situación de contacto. 5. A manera de conclusión.
6. Referencias bibliográficas..

1. Introducción

El presente trabajo1 busca retomar mis propias propuestas sobre la cuestión del
cacicazgo en el norte de la Patagonia y la Pampa hacia fines del siglo XVIII, revi-

1
Una versión preliminar de este artículo fue la Conferencia de apertura que ofrecí en el Simposio «El lide-
razgo indígena en los espacios fronterizos americanos (siglos XVIII-XIX)». El mencionado evento fue orga-
nizado y coordinado junto con Ingrid de Jong en Buenos Aires, los días 2 y 3 de agosto de 2007, en el Museo
Etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). El financiamien-
to proviene de proyectos de investigación que subsidian la UBA (Proyecto F 016), el Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, PIP 5567) y la Agencia Nacional de Promoción Científica
y Tecnológica (ANPCyT, PICT 34431).

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sarlas y hacer un balance de las mismas en el marco de los aportes de otros colegas
que, en los últimos veinte años, han tratado el tema —en la misma área o en regio-
nes vecinas— con diferente grado de detalle y diversos focos de atención. Pretendo
encontrar las coincidencias y entender las diferencias, para evaluar los avances y
plantear nuevos ejes de discusión2.
Existe una evidente dicotomía en la interpretación de la institución política deno-
minada cacicazgo en la región patagónica que se expresa en el binomio señoríos vs.
sociedades segmentarias, como ha destacado Bandieri (2005: 134 y 403 a 405). A
mi entender, hay que evaluar los procesos en las transformaciones políticas según el
período y la región, pues no todos los procesos fueron idénticos en todos los parajes
de Pampa y Patagonia. Hay un aparente desorden que proviene de la anarquía en
cuanto a citar debidamente antecedentes de las propias afirmaciones y del marcado
matiz de disputa que le han dado algunos colegas a esta cuestión de las jefaturas
(Mandrini 1987 y, especialmente, 2000a), a lo que se suman referencias recientes a
la «fragmentación y concentración» de las alianzas políticas de los grupos indígenas
de la segunda mitad del siglo XIX (Jong 2007, por ejemplo), que podrían llegar a
interpretarse como referencias a la mencionada dicotomía y, por ende, a dos tipos
distintos de jefaturas coexistiendo en ese período.
A esto se suman algunas propuestas que pueden parecer novedosas pero agregan
confusión. Por ejemplo, para hablar de caciques, Morrone (2004: 746) elige el con-
cepto de «autoridad cacical» y lo define como «esa posición social específica que,
en el contexto de la relación colonial, hace cuña entre la sociedad europea (españo-
la e hispanocriolla, en nuestro caso) y la sociedad indígena». Más allá de la pertinen-
cia o no —o de la redundancia o no— de hablar de autoridad cacical (sobre todo des-
pués del trabajo de 1989)3 y de la falta de explicación del porqué poner el término
cacique en situación de adjetivo y no de sujeto de la problemática, lo más sorpren-
dente de esta definición es que está restringida al período del contacto de sociedades
indígenas con europeos y a la relación colonial. Parecería indicar que antes del con-
tacto no hubo caciques.
Las sociedades indígenas nómadas no eran simples. Muchos investigadores afir-
man que este estereotipo ya está discutido y que se ha entendido la riqueza de sus

2
Durante muchos años, un artículo (Nacuzzi 1993/94) inicialmente presentado como ponencia en el II
Congreso Internacional de Etnohistoria reunido en Coroico (Bolivia) en 1991 y luego retomado como base de
un capítulo más extenso de mi tesis doctoral defendida en 1996 (Nacuzzi 1998), fue el único estudio sobre los
cacicazgos de Pampa-Patagonia en el siglo XVIII, aportando importantes reflexiones sobre la figura y el de-
sempeño de los caciques de la región. A la vista de la producción posterior sobre el tema, esos escritos pare-
cen haber sido inspiradores para muchos colegas, aunque la ausencia de referencias a los mismos parece
deberse a que mi planteos acerca del cacicazgo y sus características en ese período quedaron ocultos tras la
propuesta central de Identidades impuestas. Tehuelches, aucas y pampas en el norte de la Patagonia (Nacuzzi
1998), que se ocupaba principalmente de las etnicidades y los límites sociales y territoriales de los grupos étni-
cos de la mencionada región.
3
La esclarecedora propuesta de Bechis (1989), que diferenció «autoridad» de «poder» en el tratamiento
del tema de los cacicazgos, fue inicialmente una ponencia en el I Congreso Internacional de Etnohistoria cele-
brado en Buenos Aires en julio de 1989. Unos años después comenzó a circular en forma manuscrita y a ser
citado reiteradamente como «Bechis 1989» por todos los que nos dedicamos a éstos y otros temas conecta-
dos al mundo indígena. Diez años después apareció con cambios no sustanciales en una publicación electró-
nica y, entonces, una nueva generación de especialistas lo cita como «Bechis 1999».

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organizaciones sociales y políticas, pero los prejuicios siguen cargando las interpre-
taciones y sesgando el análisis. No eran simples, y por lo tanto no se «complejiza-
ron» sólo porque entraron en contacto con sociedades llamadas complejas.
Propongo invertir los términos, considerando que estaban complejamente organiza-
das social y políticamente, y que los efectos del contacto con los europeos y la socie-
dad hispano-criolla fueron en realidad una «simplificación» de prácticas en algunos
casos o de otras formas quizás aún más complejas en otros casos.

2. El cacicazgo en el siglo XVIII

En trabajos anteriores (Nacuzzi 1993/94, 1998), partiendo del caso puntual de los
caciques Calpisqui y Cayupilqui de sierra de la Ventana (sur de la provincia de
Buenos Aires o región pampeana), analicé cómo funcionaba un cacicazgo compar-
tido a fines del siglo XVIII: acciones, toma de decisiones, representación hacia el
grupo y hacia los otros. Basándome en ésos y otros datos provenientes del sur de
Patagonia y de otros parajes de la Pampa, destaqué que los motivos por lo cuales se
había invisibilizado esta práctica de un cacicazgo dual en los relatos de viajeros y
funcionarios y en la producción etnográfica sobre la región fueron, por un lado, las
visiones etnocéntricas de estos viajeros y etnógrafos y, por el otro, la «rápida pre-
ponderancia de las jefaturas unipersonales por acciones (intencionales o no) del
poder colonial para facilitar negociaciones, alianzas y prebendas» (Nacuzzi
1993/94: 136).
También hacía referencia a los territorios de los caciques y a la estrecha relación
de cada nombre de cacique con un determinado espacio geográfico o «territorio»
propio, y relacionaba estas cuestiones con las de la identidad, puesto que (siguiendo
a Clastres 1987: 113) el líder asumía la voluntad colectiva y afirmaba la especifici-
dad y autonomía del grupo en relación con otros, lo que en palabras de Cardoso de
Oliveira (1971) es una afirmación del «nosotros» frente a los «otros», y en la pers-
pectiva de Barth (1976) permite reconocer la existencia de «límites étnicos».
Con respecto a cómo se repartían las funciones y acciones entre estos caciques
hermanos llamados Calpisqui y Cayupilqui, pude identificar las de «intermediario»,
«reemplazante», «representante», siempre en la figura de Cayupilqui. Basándome en
comparaciones con etnografías sobre los indios norteamericanos y en el análisis de
estas funciones, propuse la existencia de un jefe de guerra (Calpisqui, porque con él
estaba planeado firmar un tratado de paz hacia fines de 1781), otro de paz
(Cayupilqui, porque había sido detenido «de paz» como dicen las fuentes y porque
a pesar de estar en Buenos Aires, el Virrey envía una comitiva al mando del piloto
Pablo Zizur a sierra de la Ventana para devolverlo y pactar la paz con su hermano)
y de un posible jefe ceremonial (el cacique Toro, un anciano a quien se consultaban
todos los detalles del tratado que se estaba negociando). Este modelo está inspirado
en el caso de los fox de las Praderas norteamericanas mencionado por Driver (1961:
343). La figura de Cayupilqui como jefe de paz o civil se afirma en base a otros datos
de un viaje suyo de 1782 a Buenos Aires (Nacuzzi 1998: 176), en representación de
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su hermano Calpisqui, quien había tenido que quedarse en sus toldos4 «para que sus
indios se mantengan pacíficos», y firma un tratado de paz aunque ofrece «en prue-
ba de agradecimiento y satisfecho del buen trato hacer venir a su hermano Lorenzo
[Calpisqui] a concluir enteramente las paces« (Walther 1970: 239-240, el destaca-
do es mío).
Otra cuestión señalada en aquellos trabajos era la del control del grupo sobre su
jefe, Calpisqui en este caso, quien se presentaba a sí mismo como representante de
los intereses del grupo. Las presiones de su gente (materializadas en el hecho de no
proporcionarle caballos para su traslado a Buenos Aires) y de su hermano
Cayupilqui, logran que el viaje y el tratado de paz fracasen, por lo menos en esa ins-
tancia ocurrida en 1781.
Martha Bechis (1989: 8) estaba proponiendo para ese entonces5 —basándose en
Morton Fried (1975)— la cuestión del «sesgante efecto de las situaciones secunda-
rias» o «un cambio en complejidad de las instituciones políticas en presencia de
sociedades más desarrolladas políticamente», en el sentido de un aumento de tal
complejidad. Para la autora, las sociedades no estatales se tribalizaron en contacto
con las sociedades estatales. Las tribus serían «un conjunto de villas o campamen-
tos migratorios débilmente organizados con algún liderazgo centralizado que tiene
poco o nada de poder coercitivo» (Sturtevant 1983: 5, citado por Bechis 1989: 8, los
destacados son míos). Siempre siguiendo a Bechis, a esto agregaría Fried que las tri-
bus «secundarias» son heterogéneas, muy mixtas, que reúnen población que estaba
separada por grandes distancias físicas y culturales y que tenían una fuerte organi-
zación militar; algunas se transformarían en estados y otras sólo mantuvieron inter-
acciones con otro estado por un largo período. En mi caso (Nacuzzi 1998: 238-239),
había preferido utilizar el concepto de tribu que propone Fried (1968) como la pre-
sencia de un número de unidades de parentesco mutuamente interconectadas por
lazos de afinidad, un lenguaje común, un nombre para el grupo, la posesión y defen-
sa de un territorio y una estructura de gobierno coronada por una autoridad suprema
que encarnaba la voluntad popular. A mi entender, era más adecuado hablar de uni-
dades de parentesco que conformaban agrupaciones (no «tribus») mixtas6; poblacio-
nes que no estaban separadas por grandes distancias físicas ni culturales, aunque sí
tenían una fuerte organización militar, y que mantuvieron una larga relación con el
estado colonial primero y republicano más tarde. En mi opinión, el efecto de «ses-

4
El toldo era una unidad de habitación ocupada por una familia nuclear y «agregados» que podían o no
ser parientes de la pareja (hermanos, padres o sobrinos). Estas viviendas eran desarmables y transportables,
dado que se construían con palos y cueros. Además, estaban reunidas en grupos variables de 20, 50 ó 100 uni-
dades; a estas agrupaciones se las llamaba «toldos» o «tolderías».
5
Bechis se refería a la cuestión del cacicazgo para el siglo XIX en plena región pampeana, pero este apa-
rente desfase espacio-temporal no lo es tanto. Veremos cómo muchas de las características por ella plantea-
das se daban desde el siglo XVIII en una región que está sólo unos kilómetros más al sur, poblada por los mis-
mos grupos étnicos que se movían de un espacio a otro con absoluta autonomía.
6
También destaqué que Fried (1968: 4-5) observaba que el término «tribu» «es el más egregio caso de falta
de sentido» dentro del vocabulario de la antropología. Al respecto, vale recordar la opinión de Cohen (1978),
para quien el de tribu es un concepto fundamentalmente colonial y la de Kroeber (1955, citado por Leacock
1983), para quien el concepto convencional de tribu es una creación de los europeos para hablar sobre los
indios, negociar con ellos y administrarlos.

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gante» (o, en adelante, de sesgo) en presencia de sociedades más desarrolladas polí-


ticamente parecía haberse traducido en una disminución y no en un aumento de la
complejidad política de los grupos del área en cuestión.
Hacia la misma época de estos trabajos, Palermo (1991: 178) estaba mencionan-
do «jefaturas típicamente laxas» para la organización política de los indígenas del
área pampeano-norpatagónica. Sostenía que «Los caciques carecían de verdadero
poder sobre sus gentes: su autoridad debía ser ratificada constantemente mediante
sus dotes personales», y remitía al trabajo citado de Bechis (1989). Mencionaba ade-
más que la habilidad política y la oratoria eran cualidades muy necesarias para los
caciques que debían garantizar la reproducción del grupo o, en caso contrario, podí-
an experimentar «tarde o temprano el desgranamiento de su tribu, cuyas familias
buscaban ubicación con jefes más promisorios» (Palermo 1991:178). El autor tam-
bién se refería a otras cuestiones que podrían identificarse como «situaciones secun-
darias» provocadas por el contacto con una sociedad estatal: las innovaciones agro-
pecuarias que los grupos indígenas introdujeron en sus economías, el papel del caba-
llo, la integración en los mercados regionales, las articulaciones y fricciones entre
los diferentes grupos indígenas de la región, definiendo la situación como un siste-
ma poliétnico y policéntrico que incluía a los grupos indígenas y a la sociedad colo-
nial, ambos con autonomía política.
Estas aportaciones de Bechis, Palermo y Nacuzzi, proponían una visión diferente
de la de Mandrini (1985), quien había hablado de los «señoríos» y las «dinastías» de
la Pampa. En un trabajo posterior, encontraba que «las fuentes muestran muchos
indicios de procesos de diferenciación social y de riqueza» (Mandrini 1987: 93-94),
como diferencias en los vestidos y adornos y posesión de bienes —ganados, muje-
res y objetos de plata— por parte de los caciques, «una bien establecida jerarquía»
de caciques, caciquillos y capitanejos, sumado al prestigio, la riqueza y «ciertas fun-
ciones de redistribución». El autor ve en estas características la «emergencia de los
elementos característicos del señorío» (Mandrini 1987: 97) especialmente en la
región de sierra de la Ventana (sur de la provincia de Buenos Aires)7. Más tarde,
Mandrini (2000a: 250-251) plantea que ha reformulado su enfoque y que prefiere
hablar de «la categoría jefatura» «como la que más se ajusta a la información histó-
rica disponible», en lugar de la de «señorío». En este trabajo se refiere explícitamen-
te a Carneiro (1981), quien, entre otros rasgos, destaca para la jefatura la presencia
de elementos suntuarios en torno a la figura del jefe. Sin embargo, estas caracterís-
ticas no aparecen tan categóricamente en las fuentes históricas del siglo XVIII para
los grupos que estamos tratando. Mandrini (2000a) se basa en la descripción que en
1745 realiza un jesuita de un enterramiento múltiple con ajuar y demarcación en el
terreno en las cercanías de San Julián, y vuelve a proponer la práctica del suttee,
ahora para los tehuelches del norte. En efecto, en un trabajo anterior (Mandrini

7
Las fuentes utilizadas por Raúl Mandrini para proponer estas cuestiones son principalmente dos diarios
de Pedro A. García, de 1810 y 1822, que relatan expediciones a la sierra de la Ventana y a Salinas Grandes;
creemos que no alcanza la mera mención en ellos a «caciques, caciquillos y capitanejos» para referirse a una
«bien establecida jerarquía» política. Luego, refuerza sus argumentos citando relatos de jesuitas y de otros
viajeros de mediados del siglo XVIII sobre otras regiones. En esta combinación de informaciones de calidad
diversa y de diferentes periodos puede encontrarse una dudosa sustentación.

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1987) había postulado que esta práctica se daba en la región pampeana entre fines del
siglo XVIII y comienzos del XIX y que sería indicativa de formas sociopolíticas com-
plejas; ahora sostiene que la misma aparece más tempranamente y mucho más al sur8.
En este mismo trabajo, Mandrini (2000a: 254) me cita de manera incompleta para
apoyar sus afirmaciones: coincide en que «no podemos considerar a estos grupos
como ‘sociedades igualitarias’ en las que no hacía falta un líder porque no había des-
igualdades permanentes o institucionalizadas entre las unidades sociales fundamen-
tales» ([Nacuzzi] 1998: 245), pero mi párrafo sigue así: «Tampoco puedo hablar de
‘señoríos’ en el sentido en que lo utiliza Mandrini para los araucanos de la pampa en
el siglo XIX. No se vislumbran todavía ‘extensas unidades políticas’ bajo el domi-
nio de un jefe, pero parece lógico pensar que en camino hacia esas unidades deben
haber desaparecido los cacicazgos duales».
El autor no acepta la posibilidad de que se hayan dado cacicazgos duales en el sur
bonaerense y el norte de Patagonia, aunque sí le parecen posibles —sin más expli-
caciones— en la región más sureña. El párrafo es muy contradictorio y sugerente:
«las referencias de las fuentes no son del todo claras y la autora [Nacuzzi] tampoco
avanza en una definición más precisa de lo que entiende por jefaturas duales. Un
ejemplo de tales jefaturas duales podría encontrarse entre los grupos meridionales«
de Patagonia (Mandrini 2000a: 253)9. Cita entonces datos de 1789 de Antonio de
Pineda, miembro de la expedición Malaspina, quien habla de «un jefe grande y un
jefe chico». Pero a pesar de referirse en el mismo artículo a informaciones de un dia-
rio de Antonio de Viedma para el sur de Patagonia, no menciona aquellos datos que
Viedma proporciona sobre los caciques de esa región, y que —junto con la mención
de Pineda— parecen hacer más tangible la posibilidad de que hayan existido jefatu-
ras duales o compartidas10.
Para otros autores el tema no presenta tanto rechazo. En una mesa redonda de la
que participé en Madrid en 1997, Boccara se refería a la etnogénesis entre los reche-
mapuche de Chile y afirmaba —en coincidencia con mis propuestas para los pam-
pas y tehuelches— que, en el siglo XVIII, el jefe mapuche había pasado a concen-
trar «todas las funciones de organización de la sociedad que antes competían a per-

8
El autor no brinda una explicación de cómo la tumba, sobre cuyo análisis basa su postulado sobre la pre-
sencia de «grandes jefaturas» en las pampas, aparece en San Julián —franco territorio de los tehuelches del
sur—, tan lejos de las rutas y circuitos de abastecimiento de la pampa y los grupos del norte. Sólo dice al res-
pecto: «difícilmente fueran esos grupos [del sur] los que erigieron la tumba que nos ocupa» (Mandrini 2000a:
255).
9
Más tarde, estos conceptos fueron tergiversados y la frase pasó a citarse como «sus referencias documen-
tales [las de Nacuzzi] no son claras» y «su definición de ‘jefatura dual’ no es precisa» (Morrone 2004: 748),
lo que deja lugar para transmitir que mi forma de citar las fuentes es confusa o que me baso deficientemente
en ellas para elaborar mis argumentaciones.
10
No puedo explicar por qué razón Raúl Mandrini presenta de manera tan parcial los datos de las fuentes
y de la bibliografía que trata la misma cuestión que él está planteando. La información de Antonio de Viedma
([1783] 1972) es bastante contundente sobre el tema de dos caciques emparentados (hermanos o cuñados)
como jefes de diversos parajes del sur de Patagonia y, siendo estos ejemplos de los mismos años que los pro-
ducidos en el fuerte de Carmen de Patagones por Francisco de Viedma (hermano de Antonio) y Pablo Zizur
(todos funcionarios españoles enviados a la región con el mismo propósito de asegurar esos dominios pata-
gónicos para la corona española), adquieren mayor fuerza puesto que se complementan entre sí. He mencio-
nado y analizado extensamente estas fuentes en Nacuzzi (1998: 165-197).

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sonas distintas» (jefe de guerra, jefe de paz, jefe religioso), y que «El ‘gran hombre’
reche que se distinguía por sus cualidades guerreras y su habilidad oratoria es pro-
gresivamente reemplazado por un ulmen que se lanza en una nueva competición
económica y en hábiles negociaciones políticas» (Boccara 1999: 449).

3. Las jefaturas duales y su cambio

La presencia de jefaturas duales en Pampa-Patagonia me parece un buen indicio


de la «complejidad» de estos grupos, sobre los que siguen pesando ciertos prejuicios
acerca de su «simplicidad» que están atados a su condición de nómadas. He estudia-
do con detalle el tema del nomadismo (Nacuzzi 1991), y recientemente volví sobre
él en un estudio comparativo entre los grupos que habitaron la Patagonia y el Chaco
(Nacuzzi 2007). Esa condición de nómadas fue precisamente lo que les permitió elu-
dir con bastante éxito y por un período prolongado el control directo del estado y la
subordinación política al mismo. Además, deberíamos prestar más atención a los
cacicazgos del siglo XVIII y a sus ajustes y adaptaciones en contacto con la socie-
dad blanca. Esto debe darse no sólo como cuidado epistemológico para lograr un
mejor entendimiento de los cacicazgos en el siglo XIX, sino también por la simple
razón de que éstos suceden a aquellos. En muchos trabajos se analizan los cacicaz-
gos del siglo XIX como una institución de la que no se explicitan antecedentes. Se
habla, por ejemplo, de una «acumulación de poder» o una «jerarquización» de los
jefes, pero ¿cómo se «acumula» poder si éste no existía antes?, ¿cómo se jerarqui-
zan personas o instituciones si no hay procesos previos donde ciertos jefes se desta-
quen sobre otros por algún motivo? Se ha dado por supuesto que los grupos de
Pampa-Patagonia se «complejizaron» en presencia de una sociedad estatal. Veamos
esto más detenidamente.
Estamos de acuerdo en que «las sociedades indias del vasto espacio pampeano
patagónico transformaron profundamente sus estructuras sociales y políticas a partir
del momento del contacto con los europeos y de su vinculación a vastos circuitos
comerciales» (Mandrini 2000a: 256). Esta es una afirmación de carácter general que
refleja la opinión de los especialistas sobre el tema. La cuestión que requiere un aná-
lisis más detallado es cómo se transformaron las estructuras sociales y políticas.
Pienso que no fue necesariamente complejizando sus organizaciones políticas. Por
esto, afirmar que las «grandes jefaturas de la región de las pampas» serían el resul-
tado de «la vinculación de la sociedad india al mundo hispano-criollo y el impacto
que tal vinculación tuvo sobre ella después de más de un siglo de contactos»
(Mandrini 2000a: 256) es una forma muy lineal de presentar la cuestión, con un cariz
evolucionista presente en la categoría «grandes jefaturas» como un paso más avan-
zado que las «jefaturas»11. El impacto de la vinculación entre indígenas e hispano-
criollos tuvo muchos otros matices y, a nuestro entender, uno de los efectos de sesgo

11
Esta idea es repetida por el autor en otros trabajos: «los grandes cacicatos del siglo XIX, verdaderas
jefaturas, poco tenían en común con las bandas de cazadores-recolectores que encontraron los europeos»
(Mandrini 2000b: 693, citado por Morrone 2004: 753, los destacados son míos).

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fue, como primer paso, una des-complejización en el ámbito de las instituciones


políticas indígenas. Veremos más adelante cuáles serían los pasos siguientes.
Aparte del ejemplo de los hermanos12 Calpisqui y Cayupilqui de sierra de La
Ventana y los otros datos mencionados acerca de probables jefaturas duales en el sur
de Patagonia, hay otros indicios en la región pampeana; en este caso no se trata de
hermanos, pero es más que evidente una división entre jefes de guerra y jefes de paz.
En un expediente formado en Buenos Aires en 1780 respecto de un tratado de paz
que proponen firmar unos indios identificados como «aucas» (con residencia en
zonas aledañas a Buenos Aires, capital del Virreinato), hay una declaración de un
peón que vivió como prisionero entre los indios de un cacique llamado Cachegua.
Preguntado acerca del lugar de emplazamiento de los toldos de ese cacique y de sus
relaciones con otros jefes de la región, responde que el «cacique Cachegua Auca» y
sus indios «están unidos con los indios del cacique Linco-Pagni, [...] y estas dos
indiadas, componen el número de ochenta toldos» (Vértiz 1780: ff. 22-23). El decla-
rante se refiere reiteradamente a esos ochenta toldos de Cachegua/Linco-Pagni como
a una unidad de residencia conjunta. Y lo más importante: «el cacique Linco-Pagni
es el segundo cacique que manda en estos ochenta toldos, y en el caso de avances
[...] es al que, se halla sujeto, el cacique Cachegua» (Vértiz 1780: f.24).
Al ser los jefes de guerra elegidos para cada campaña, los datos sobre ellos son
muy escasos en los documentos. En cambio, son más visibles las juntas, los conse-
jos y las «confederaciones» de caciques. El diario de Zizur nos informa que Lorenzo
[Calpisqui] estaba confederado con cuatro caciques: Catamilla, Falei, Pañancio y
Cayunamun. Aparecen pocas referencias acerca de las funciones de esta «confede-
ración», aunque algunas se pueden inferir de sus actuaciones como avanzada diplo-
mática en el recibimiento de un funcionario «huinca» (blanco) que va a proponer un
tratado de paz y como participantes de diversas «juntas» para evaluar la propuesta
entre ellos (Zizur [1781: 6v-7]) y con otros caciques vecinos (Zizur [1781: 19v-20]).
Desde mediados del siglo XVIII estas confederaciones habían comenzado a ser pro-
movidas de alguna manera por el estado colonial para, por ejemplo, la firma de tra-
tados de paz. Hay una gran cantidad de encabezamientos de tratados de paz que
mencionan un número considerable de caciques como «confederados» o «amigos»
del que firma, que obligan a éste a hacer conocer y cumplir a esos otros caciques los
términos del acuerdo o a convencerlos de acercarse a las ciudades y autoridades
españolas para refrendar el acuerdo que se trata en cada caso (Nacuzzi 2006).
Creemos que, en un alto porcentaje de los casos, tales confederaciones existían sólo
en los papeles que daban cuenta de los acuerdos de paz. En cambio, desde mediados
del siglo XIX, serían más reales (como agrupamientos de caciques y sus grupos que
responden a algún cacique más carismático), aunque siempre influenciadas por el

12
La referencia al término «hermano» presente en las fuentes requiere algunas consideraciones: a) los
eventuales cronistas que describieron estas cuestiones pueden haber aplicado una categoría conocida a lo que
se presentaba, tal vez, «como una relación de hermanos», b) si el término fue tomado de los relatos indíge-
nas, esta denominación podía incluir a «hermanos» de sangre, «hermanos» como compañeros de la misma
cohorte generacional dentro de un grupo —que podrían haber sido también compañeros de la misma ceremo-
nia de iniciación—, o a los «cuñados» de la terminología occidental. Por lo dicho, estaríamos hablando de una
categoría amplia que incluye relaciones de sangre, de afinidad y político-matrimoniales.

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poder estatal y conformadas para sellar acuerdos, recibir raciones o establecer algún
otro tipo de relación con los poblados o las autoridades de la incipiente república.
Hacia mediados del siglo XIX ya no es posible encontrar indicios de jefaturas
duales en las fuentes. El ejemplo de Casimiro mencionado por el viajero George
Musters me ha servido para delinear, de manera muy general, algunas de las nuevas
cualidades que se necesitaban para desempeñarse como jefes (Nacuzzi 1998: 185).
Casimiro vivió desde pequeño en el Fuerte de Patagones, donde aprendió el espa-
ñol. A los trece años escapó «para juntarse con los indios tehuelches», más tarde
pasó a vivir en una colonia sobre el estrecho de Magallanes, hizo un viaje a Chile,
donde «se le cargó de honores y se le dio el grado, la paga y las raciones de capitán
del ejército», volvió al Estrecho, luego al río Negro, y en 1865 viajó a Buenos Aires,
en donde «el gobierno lo reconoció como jefe principal de los tehuelches, y le asig-
nó el grado y la paga de teniente coronel del ejército argentino», enviándolo a for-
mar una colonia en el Estrecho. A pesar de ello Casimiro se quedó en la colonia de
Santa Cruz, en donde Musters lo conoció en 1869, empobrecido y entregado a la
bebida. Además, se había casado seis veces y esas «extensas vinculaciones matrimo-
niales» lo relacionaban con otros jefes y «le daban mucha influencia» (Musters
1979: 98-99). Este ejemplo fue mencionado por mí para resumir las nuevas cualida-
des que se requerían de un cacique en la segunda mitad del siglo XIX: el hecho de
ser culturalmente mestizos, el conocimiento de la lengua española, la posesión de
amplias relaciones políticas, las vinculación de parentesco entre jefes, el haber via-
jado a las ciudades y colonias de los hispano-criollos y negociado con ellos, el reco-
nocimiento como cacique por parte del poder estatal (Nacuzzi 1998: 186-187). Es
un ejemplo muy descentrado para las regiones de la Pampa y el norte de la Patagonia
en donde, para ese momento, se estaban conformando confederaciones de caciques,
siempre impregnadas por las conflictivas relaciones con el blanco y las intensas
negociaciones internas por el poder. Mencioné el paso de los cacicazgos duales a los
unipersonales y el cambio en las cualidades de los hombres que accedían a las jefa-
turas, como situaciones fuertemente influenciadas por el poder colonial y estatal, y
también postulé como un probable siguiente paso de esta ingerencia del estado el
reconocimiento de «algunos jefes como representantes de determinadas ‘confedera-
ciones’» de caciques, aún cuando tales confederaciones podrían haber existido sólo
«en la intención de los blancos de reunir y controlar grupos a través de los propios
indios» (Nacuzzi 1998: 187). Estas cuestiones están siendo ahora muy bien estudia-
das para la región pampeana (De Jong 2006, 2007, por ejemplo).
¿Cómo definiría hoy posibles pasos en la transformación de los cacicazgos?
De un cacicazgo dual o compartido donde las funciones se repartían entre un jefe
de guerra y otro de paz, se habría pasado a los cacicazgos unipersonales (y esto qui-
zás se refleje más en las fuentes que lo que haya sucedido en la realidad, puesto que
los productores de esa documentación eran los mismos interesados en reducir el
elenco posible de caciques con los cuales negociar). En este momento, los grupos
comenzarían a buscar nuevas cualidades en la figura de sus líderes, que estarían
enfocadas tanto en su pericia en la relación con los europeos como en la propia pre-
ferencia de los mismos por algunos personajes. Un tercer paso sería la aparición de
«confederaciones» de caciques, y esto pudo haberse dado igualmente primero en las
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fuentes, por el afán de los españoles de reunir y controlar grupos a través de los pro-
pios indios» (Nacuzzi 1998: 187), y de lograr acuerdos con grupos de caciques o
comprometer a unos caciques mediante la influencia de otros de sus pares. El cuar-
to paso sería el de la conformación de confederaciones «reales», en las que cualida-
des como las de Casimiro eran de suma importancia y para las cuales el poder his-
pano-criollo tenía una fuerte ingerencia en su propia articulación, poder, influencias,
mecanismos y posibilidades de convocatoria. Finalmente, algunos caciques de esas
confederaciones (no siempre los mismos, cambiando según los momentos políticos)
fueron reconocidos desde el poder estatal como jefes de las mismas. Al mismo tiem-
po se habrían dado profundos cambios también en los aspectos económicos que se
traducen como especializaciones regionales en diversos productos y una rápida vin-
culación a los circuitos comerciales coloniales.

4. Repasando algunos «efectos sesgantes» de la situación de contacto

Mi estudio sobre las identificaciones étnicas del norte de la Patagonia y la Pampa


(Nacuzzi 1998), estuvo basado y enmarcado en la determinación de los parajes pro-
pios de diferentes caciques y su organización territorial. Aparte de las dos propues-
tas centrales —la «imposición» de nombres étnicos que conllevaban otorgar una
identidad y la existencia de cacicazgos duales—, me referí a varios otros puntos que
se relacionaban con las cualidades de los caciques, sus estrategias, sus alianzas, sus
relaciones con los blancos y con otros grupos indígenas, sus intercambios económi-
cos y el proceso de cambios sociales y políticos generado por el contacto con los
europeos.
Sobre la organización territorial de los grupos resultaba muy contundente el hecho
de que ciertos accidentes geográficos (aunque no eran infranqueables) se constituí-
an en importantes límites sociales entre grupos (p. 122). El ejemplo del río Negro así
lo demostraba (p. 114): todos los grupos ubicados más al sur de ese curso de agua
tenían buena relación entre ellos pero estaban enemistados con los indios del río
Negro y con su cacique, también llamado Negro o Chanel (p. 120). Además, la pre-
sencia del fuerte en el propio río Negro y algunos conflictos iniciales entre los espa-
ñoles y los grupos del sur, pudieron haber influido para que las relaciones no armó-
nicas entre ambos grupos indígenas se acentuaran. Esta situación podría evaluarse
como uno de los efectos de sesgo del contacto con europeos.
Además de estos límites que tenían su representación geográfica, existían otros
que no podremos delinear en un mapa pero que eran muy bien conocidos por los gru-
pos étnicos. Cada cacique estaba estrechamente relacionado con un espacio geográ-
fico que reconocía como propio, y esto se refleja en los documentos puesto que casi
siempre aparecen ambos datos juntos: la mención sobre el nombre del cacique y la
del paraje que —desde afuera o porque él lo indicaba— se consideraba de su perte-
nencia. No parecen haber sido territorios amplios, y se menciona que en ellos esta-
blecía sus tolderías el grupo del cacique correspondiente. También pudimos obser-
var que algunos caciques aparecían acampando en territorio de alguno de los otros,
pero sólo en asentamientos compartidos con el cacique local, y esos lugares parecí-

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an ser «zonas de contacto entre un territorio y otro» (p. 121). Los desplazamientos
en partidas comerciales o punitivas sí eran muy extensos y, en general, se daban
hacia el gran polo de atracción que era la frontera de Buenos Aires y el ganado de la
pampa bonaerense; las «alianzas y los movimientos tienen como principal objetivo
el acceso a la frontera de Buenos Aires y el ganado cimarrón» (p. 121). Este predo-
minante motivo de alianzas y el sentido de los movimientos sería otro efecto de
sesgo.
Las jurisdicciones propias de cada cacique debieron tener «si no tanta flexibilidad
como las alianzas, mucha movilidad», puesto que estaban en estrecha «relación con
los recursos presentes y su explotación [...] y con la pericia política del cacique que
en algún momento se establecía allí y su fuerza para mantenerse en un delicado equi-
librio con sus vecinos» (p. 140). La región que ocupaba Calpisqui era rica en gana-
do cimarrón, pero había otros recursos disponibles: «tener la casi exclusividad de
negociación con los blancos» como en el caso del cacique Negro puede apreciarse
como un recurso muy explotable (p. 140). En palabras de Boccara (1999: 449), estos
caciques estaban acumulando un capital político (y agrego: simbólico) dadas sus
«relaciones políticas privilegiadas con los españoles» y, agrego, con otros grupos
indígenas.
Sobre la conexión caciques-territorios y las relaciones interétnicas, observé que
los lazos sociales y políticos con los otros grupos trasladan los límites territoriales a
la esfera de las conductas y los acuerdos. El ejemplo de las relaciones entre grupos
de la región de sierra de La Ventana permitía establecer cuatro grados de interacción
entre los indios de ese paraje en base a los aspectos de interés común y al protago-
nismo diferente en el episodio del tratado de paz: los muy vecinos, los vecinos, los
vecinos lejanos, los casi-enemigos (p. 139). Esto se puede proponer sobre la base de
que algunos caciques fueron convocados para opinar sobre la firma del tratado de
paz y otros no, y sobre las referencias a aquellos grupos que no quedarían involucra-
dos en el mismo (p. 134).
Sobre las alianzas políticas de los grupos, un tema muy vinculado con el anterior,
también pueden encontrarse efectos de sesgo. Las alianzas políticas del cacique
Negro eran muy flexibles y cambiantes: mantenía buenas relaciones con los caci-
ques de sierra de La Ventana, de las Salinas (p. 118-119), con Chulilaquini del inte-
rior del río Negro (p. 120), con los aucas (p. 117); además estaba emparentado con
los grupos de sierra de la Ventana (Calpisqui) y con los de San Julián (p. 122). Esto
me parecía el mejor ejemplo de la muy probable influencia de la participación del
blanco en el nuevo escenario de los espacios territoriales y sociales de estos grupos,
puesto que había una «absoluta flexibilidad de las alianzas que se acordaban y se
olvidaban con mucha rapidez y, seguramente, esa modalidad no era totalmente ajena
a la presencia del blanco» (p. 120). Las alianzas en sí mismas habrían sido una prác-
tica que se daba desde siempre, pero los cambios rápidos y constantes serían una
característica que fue provocada por la presencia del blanco.
Profundizar en el análisis de qué caciques eran amigos de cuáles otros me permi-
tió explicar que Calpisqui tenía a sus aliados concentrados geográficamente y que
sus conexiones parecían menos cambiantes: «un cacique con relaciones políticas
más estables» (p. 160). En contraposición, Negro desplegaba una conveniente ubi-
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cuidad y sus amigos y aliados le permitían cubrir una extensísima área geográfica:
el interior del río Negro, las sierras de Buenos Aires y la frontera con Buenos Aires
(p. 160).
Sobre el parentesco observaba que «se percibe la existencia de muchos caciques
emparentados. Chulilaquini presenta a un cacique, pariente suyo o de su mujer, lla-
mado Talquaquia» (p. 184), un nieto de Cancapol [de una hija mujer] era el marido
de una hija de Chulilaquini; Negro tenía un primo cacique en el río Negro, Katruen
era cuñado de los hermanos Calpisqui y Cayupilqui, Chulilaquini era pariente del
cacique Peinaquin, Quiliner era pariente del cacique Llanalpilque, Maciel era her-
mano del cacique Caqueliete, un hermano de Negro era también cacique. Otro ejem-
plo de unos años antes: el famoso cacique Bravo que en 1745 estaba ubicado en la
«Sierra del Sauce Grande» (que es la de la Ventana) tenía dos sobrinos caciques:
Agustín Mayu y Ayalepe. Mi conclusión era que «éstos resultan ejemplos suficien-
tes como para no descartar la hipótesis de que había familias que conservaban las
jefaturas, se emparentaban entre ellas y las reproducían horizontalmente (hay
muchos hermanos caciques), sin llegar a afirmar que la jefatura era necesariamente
hereditaria de padres a hijos. Podríamos pensar más bien en «linajes» de familias
que detentaban los cacicazgos en una región determinada» (Nacuzzi 1998: 184).
Palermo (1991: 176) también se había referido a diversos ejemplos de caciques
emparentados para mediados del siglo XVIII, afirmando que «el lazo matrimonial
significaba aliados en otros grupos étnicos que, obligados por la solidaridad del
parentesco, prestaban apoyo y protección, [...] este mecanismo serviría de igual
modo para las alianzas de tipo político entre jefes de distintas tribus o parcialida-
des». Boccara (1999: 449) lo ha expresado como una acumulación de capital políti-
co-matrimonial por parte de los caciques que, así, conformaban «la red más extensa
de alianzas con otros grupos indígenas». Bechis ha realizado importantes aportes
sobre los caciques y el parentesco para el siglo XIX que podrían explicar con mayor
pertinencia estos indicios de fines del XVIII. Ella ha descubierto una sucesión alter-
nativa de la jefatura entre dos líneas genealógicas de parcialidades mapuches en
territorio argentino (Bechis 1994) y ha analizado la sucesión adélfica de las jefatu-
ras entre los ranqueles, sin descartar la sucesión de padre a hijos ni la elección explí-
cita por parte del grupo o lo que llamó la «Autoridad Plural» o «Junta de
Principales» que identifica entre los boroganos de Guaminí (Bechis 1998). Para
estos grupos habla de la existencia de «consejeros informales de los caciques gene-
rales» y de que «había ‘como’ un cacicato dual complementario» (Bechis 1998:
192)13.
Morrone (2004) ha visto los cacicazgos de la región pampeana como institucio-
nes imbricadas intrínsecamente con el parentesco, el cual «impone límites impidien-
do la trasgresión de las normas» y cuyo principio básico es la reciprocidad. Para este
autor, la obtención de riquezas por parte del cacique se debe a «obligaciones deriva-
das de la práctica parental, como parte del circuito reciprocitario», y en la misma
clave propone interpretar la disponibilidad de guerreros o fuerza militar. Creemos

13
A pesar de estas destacadas aportaciones, Morrone (2004: 752) ha mencionado una «relativa ausencia de
referencias al factor parentesco en los análisis sobre la autoridad cacical en las sociedades indígenas».

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que no es el caso de esos caciques sin poder que ni siquiera pueden exigir a miem-
bros de su grupo la devolución de cautivos a los españoles, aun en situaciones de tra-
tados para un acuerdo de paz, o que no pueden disponer de los caballos necesarios
(que les debería proveer su gente) para un traslado a Buenos Aires. Es una propues-
ta atractiva a nivel teórico, pero no coincide con los datos que las fuentes brindan
para la región pampeano-patagónica. Más que en términos de reciprocidad habría
que pensar en logros de consenso por parte de los caciques o, como ha dicho
Palermo (1991), en términos de solidaridad, apoyo y protección. No hay datos que
indiquen que los caciques podían exigir algún tipo de contribución económica (en
bienes o en trabajo) a los integrantes de su grupo; en cambio, sí hay abundantes indi-
cios sobre las reiteradas explicaciones sobre toma de decisiones en el interior del
grupo, las juntas de jefes, las consultas con caciques vecinos, etc.
Sobre el proceso de cambios que en general aceleró la presencia del blanco en la
región pampeana y norpatagónica, señalé la gran flexibilidad demostrada por los
grupos indígenas ante nuevas situaciones ocurridas en sus territorios (p. 111). Un
ejemplo notable y casi experimental de nueva situación fue la instalación del fuerte
del río Negro. Entre las cuestiones a tener en cuenta como resultado de esta nueva
presencia hay evidentes ajustes en las relaciones interétnicas que se pueden evaluar
como efectos de sesgo, y que detallaríamos como: 1) un acentuado desplazamiento
de caciques y grupos hacia el fuerte, lo cual suscita 2) un intercambio de bienes,
negociaciones y ofrecimiento de protección, información y ayuda por parte de los
indios, y también 3) una reacción defensiva por parte de los indios ante los españo-
les que, con ese emplazamiento, demostraban que estaban «quitándoles sus tierras»
y, como consecuencia de lo anterior, 4) una fuerte conmoción en la estructura de las
alianzas y amistades, que «no aparecen como muy cambiantes sólo porque los indios
estaban buscando confundir a los blancos» (p. 122).
En ese marco, el cacique Negro aparece como el personaje «que mejor llevó a
cabo un proceso de acentuación de su identidad cultural y, por lo tanto, de diferen-
ciación con respecto a los españoles, como estrategia de supervivencia ante la
impuesta relación con los blancos» (p. 160). Negro era identificado alternativamen-
te como jefe de los «pampas» (Viedma), de los «teguelchús» (el Virrey) o de los
peguenchus (Zizur), según quien fuera el representante del estado colonial que estu-
viera refiriéndose a él (p. 114). Este cacique tenía una gran ubicuidad: podía estar en
el río Negro, en el Colorado o en el arroyo del Sauce, en sierra de la Ventana o en
Buenos Aires, y tal ubicuidad no era sólo espacial (p. 117). En efecto, su auto-ads-
cripción cambiaba; podía presentarse como diferente de los «aucas», participar alia-
do con ellos en un ataque a Buenos Aires (p. 117), ser amigo de los aucas (p. 119) o
estar emparentado políticamente con ellos (p. 120). Cardoso de Oliveira (1971) se
ha referido al hecho de que un individuo puede tener diferentes alternativas para su
identificación étnica: invocando la patrilateralidad, la matrilateralidad, su conoci-
miento de la lengua, su lugar de nacimiento, haciendo jugar diversas «identidades
virtuales» según las personas con quienes interactúa y creando fenómenos de «fluc-
tuaciones de la identidad étnica». Estas estrategias pueden ser interpretadas como
esfuerzos de los individuos y los grupos para lograr su supervivencia social (p. 124),
lo cual podría ser pensado también como otro de los efectos de sesgo.
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También me he referido a que por la forma en que los españoles e hispano-crio-


llos percibían el cacicazgo «debe haber existido una no explícita —por lo menos en
los documentos— necesidad de tratar y negociar con un cacique por grupo, puesto
que ante la mirada europea el panorama debió ser muy confuso, dada la cantidad de
grupos/caciques que se acercaban a ellos». Los españoles les otorgan a determina-
dos caciques, «respetado[s] por su gente y por sus pares», «un poder extra», «le
imponen (...) atribuciones extraordinarias que los benefician [a los españoles]». Así:
«la relación de los blancos con los grupos indios estuvo centrada casi exclusivamen-
te en la figura de sus jefes. Los caciques son individualizados y nombrados reitera-
damente, obsequiados y consultados acerca de los movimientos y características de
otros grupos de la región». Como conclusión decía: «Los cacicazgos duales, cuyos
indicios todavía pueden rastrearse en documentos del siglo XVIII, parecen haber
funcionado como tales hasta el contacto con el blanco. Después de la llegada de los
europeos a la región pampeana y como consecuencia de las relaciones políticas y
comerciales de los grupos indígenas con las autoridades hispano-criollas, esos caci-
cazgos se transformaron en unipersonales» (Nacuzzi 1998: 185-186)14.
Morrone (2004) ha sugerido que la promoción de caciques dada por necesidades
del estado no alteraría radicalmente la posición de esos caciques dentro de su comu-
nidad. Esto es prácticamente imposible. Un cacique distinguido de alguna manera
por el poder colonial o estatal, que recibe regalos especiales y nombramientos mili-
tares, al que se le encomienda negociar con otros caciques vecinos, con el que se
acuerdan tratados de paz, ya no puede ser percibido por su comunidad como el
mismo personaje que era antes de estos hechos que están indicando mecanismos de
control —en principio— muy sutiles pero altamente eficaces.
Bandieri (2005: 134 y 405) ha propuesto, para la segunda mitad del siglo XIX,
una coexistencia de «la concentración del poder en grandes cacicatos» con «otras
formas segmentadas de organización política». La concentración de poder sería pro-
ducto de la estrategia de las autoridades blancas que «reconocían a algunos caciques
como jefes de determinados territorios»; en cambio, su fragmentación sería una
«estrategia política» de la sociedad indígena. Esta hipótesis resulta atractiva, aunque
creemos que para ese período gran parte de la sociedad indígena, sobre todo la de la
región patagónica, permanecía en una situación marginal, desplazada de sus territo-
rios ancestrales y con escasa capacidad para elaborar estrategias de interrelación con
los blancos. Las «grandes jefaturas» que se conformaron en la región pampeana —
y sólo en esa región— estaban intervenidas de una u otra manera por el poder esta-

14
Otros autores se han inspirado en estas propuestas sin citarme. Para la región del Chaco, Vitar (2003:
412-413) postula procesos similares: «los caciques debían reunir ciertos requisitos que los volvían más ‘acep-
tables’ de cara a las necesidades coloniales», y «la existencia de caciques que pactaban con los colonizado-
res, recibiendo de éstos no sólo un trato preferencial sino una ‘institucionalización’ de su autoridad, practica-
da desde la propia concepción del poder por parte del mundo blanco». Para la región pampeana, Morrone
(2004: 754) se refiere a este fenómeno como «jefaturas inducidas por el efecto sesgante de una situación
secundaria», en donde «lo que constituye la fuente de [...] autoridad sería la posición específica que el Estado
[...] otorga a esos caciques» y «su promoción estaría dada más por las necesidades del Estado que por la alte-
ración radical de su posición dentro de la comunidad».

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tal que negociaba con ellas, firmaba acuerdos, otorgaba raciones y grados militares
y apoyaba alternativamente a unos caciques o a otros15.
Sobre las cualidades de los caciques y el desempeño diferente de algunos de estos
personajes en relación con los blancos, también realicé algunas observaciones. La
región norte de Patagonia no es una excepción en cuanto a la presentación de los
caciques como personajes claves en los relatos y en la propia relación de los espa-
ñoles con los grupos indios, que estuvo centrada casi exclusivamente en la figura de
sus jefes. Los caciques eran individualizados y nombrados reiteradamente, obse-
quiados y consultados acerca de los movimientos y características de otros grupos
de la región. Ellos representaban a sus grupos y hablaban en nombre de los mismos,
asumiendo la voluntad colectiva en relación con otras sociedades (Clastres 1987:
113) y representando las alianzas, amistades, guerras y enemistades con otros gru-
pos. Para Bechis (1989), la función básica de los jefes era la de ser procesadores de
información intra e inter-étnica y negociadores entre su parcialidad y los criollos,
debían hacerse cargo de las empresas, trabajos e ideales comunes y satisfacerlos con
eficacia.
Negro es un buen ejemplo de negociador y «maestro de ceremonias». Las relacio-
nes de los españoles del fuerte con otros caciques lo tenían casi siempre como
mediador, participante o testigo. Conocía el destino de la expedición al río Negro y
a otros parajes de la costa patagónica antes de que la misma partiera desde Buenos
Aires, y se le había encomendado entregar unas cartas del Virrey al Comandante de
la misma una vez arribada a alguno de esos parajes. La construcción del fuerte en el
río Negro se inició el 22 de abril de 1779, y a las pocas semanas Negro llegó a entre-
vistarse con Francisco de Viedma acompañado de una comitiva de seis «principales»
y un lenguaraz. No sabemos si se trataba de caciques subalternos, pero basta la men-
ción de que se presenta, por lo menos, acompañado de seis hombres que debían ser
jóvenes y fuertes como para que Viedma escribiera «principales». El lenguaraz tam-
bién representa un símbolo de estatus; el cacique no esperaba servirse de intérpretes
de los españoles (Nacuzzi 1998: 177). Negro mantuvo siempre buenas relaciones
con el fuerte y con Viedma; a pesar de ciertos episodios conflictivos con los españo-
les, continuamente enviaba mensajeros asegurando su amistad, aunque al mismo
tiempo corrían rumores de un posible ataque, por ejemplo: de Negro, Chulilaquini y
los «Aucaz», de «Tehuelches» con Quiliner y Negro, o de Negro y los «Aucaz» (p.
178).
Muchas veces esos informes provenían del cacique Chulilaquini. El contrapunto
entre éste y Negro es notable, aunque nunca terminaron enemistados. Chulilaquini
manifestaba en su forma de actuar que a él también le interesaba una buena relación
con Viedma, y va ganando su confianza a través de las informaciones que brinda
sobre ataques posibles, alianzas, enemistades, presentando a caciques amigos, ven-

15
No he profundizado el estudio de las jefaturas en el siglo XIX sobre la base de las fuentes, aunque mi
conocimiento de sus características en el siglo XVIIl me ha llevado a proponer que el poder criollo desplegó
«una tendencia a reconocer a algunos jefes como representantes de determinadas ‘confederaciones’ de ellos,
aún cuando tal agrupación sólo exista en la intención de los blancos de reunir y controlar grupos a través de
los propios indios» (Nacuzzi 1998: 187) como una de las últimas etapas de transformación de los cacicazgos,
que se habría dado en la segunda mitad del siglo XIX.

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diendo/obsequiando ganado y ofreciendo diversas pruebas de lealtad. Durante todo


el año de 1780 permanece acampado en el río Colorado o en algunas ocasiones aún
más cerca del fuerte, y va intensificando la relación con los españoles (Nacuzzi
1998: 178); hacia su propio grupo, Chulilaquini se muestra claramente como inter-
mediario en esta interrelación. A pesar de ello, en palabras del piloto Villarino y en
un evento muy teatralizado por ambas partes, el cacique se dirige en dos oportuni-
dades a su gente para afirmar que «por la amistad que él tenía con los cristianos se
veían libres de la muerte, y de perder sus haciendas, mujeres e hijos» (Villarino
[1782-83] 1972: 1107) y que el mencionado piloto los defendería con sus embarca-
ciones y sus armas de una amenaza de otro cacique (Nacuzzi 1998: 184).
Para algunas cuestiones los caciques aparecían como un «jefe sin poder», «una
especie de funcionario (no remunerado) de la sociedad» según lo expresaría Clastres
(1987: 113). Esto se manifestaba, por ejemplo, en la imposibilidad del cacique
Calpisqui para obligar a devolver cautivos que eran de algún integrante de su grupo,
o en las razonadas explicaciones que debía proporcionar a su gente sobre el asunto
del tratado de paz y su conveniencia para el bien común, lo que también pone en evi-
dencia el control del grupo sobre los actos de su jefe (Nacuzzi 1998: 176).
Son numerosos los ejemplos de perspicacia, flexibilidad y talento para encontrar
nuevas formas de relacionarse en una situación que puede parecer bastante desequi-
librada en cuanto a fuerzas en pugna, pero que no siempre era desventajosa para los
caciques y sus grupos. Además hay otro recurso reiteradamente escenificado, el de
la elocuencia: «el discurso es muy útil en ocasiones diferentes y variadas. Con la
palabra se negocia o se pide, se convence o se amenaza, se defiende o se acusa»,
también se rinden cuentas hacia el interior del propio grupo y, hacia fuera, se acuer-
da y dialoga para dirimir cuestiones vitales» (Nacuzzi 1998: 182). Para estos nego-
ciadores y representantes del grupo que deben expresar la voluntad colectiva en con-
tacto con otros representantes como él —ya sean indígenas o blancos— es un recur-
so indispensable. Tanto que —dadas las reiteradas menciones a la excelente calidad
de oradores de muchos caciques— parece una cualidad excluyente para la función
de cacique.

5. A manera de conclusión

En esta puesta al día sobre el concepto de cacicazgo16, no puede faltar una refe-
rencia a las diversas tipologías en las que se ha tratado de hacer caber a los cacicaz-
gos de Pampa-Patagonia. Nesis y Lucaioli (2006) han presentado una buena síntesis
de los autores que se han ocupado de las jefaturas en otras regiones (y en los cuales

16
Observada en perspectiva, la caracterización que propuse hace diez años sobre el cacicazgo y sus trans-
formaciones en Pampa-Patagonia para fines del siglo XVIII mantiene su vigencia y puede ser extendida hasta
mediados del XIX. Esta revisión fue realizada con el ánimo de criticar mis propios postulados y corroborar si
era tan exigua la producción académica sobre el tema, como lo supuso un colega historiador que, en el marco
de una jornada de debate organizada en agosto de 2006 por el Instituto de Historia Argentina «Emilio
Ravignani» de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, preguntó a los antropó-
logos presentes si la cuestión del cacicazgo no merecía más atención de nuestra parte.

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se basan muchas de las propuestas locales). Se destacan las tipologías de Carneiro


(1981, quien retoma a otros autores como Steward, Oberg, Sahlins o Service),
Creamer y Hass, Spencer y Lewellen17. Son enfoques evolutivos de la cuestión que
se refieren al paso de las bandas a tribus y de éstas a jefaturas como escalón previo
al estado. En todas ellas la condición para hablar de jefatura es que haya un control
permanente de un jefe principal o una autoridad preexistente, centralizada e institu-
cionalizada, desigualdades políticas y sociales o jerarquización social, un grupo de
elite reducido disponiendo de bienes o alimentos producidos por la comunidad,
riqueza de los líderes y capacidad de redistribución. Carneiro (1981) hace expresa
referencia al desarrollo rudimentario de tres atributos en las jefaturas: el poder de
reclutar, el de imponer tributos y el de sancionar y hacer cumplir normas, y también
menciona otros rasgos como la redistribución, la producción de excedente, los ente-
rramientos diferenciados y la construcción de obras comunales.
Los documentos disponibles para la época no nos permiten asegurar que estas
características se presentaran en conjunto entre las sociedades indígenas de Pampa-
Patagonia a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Hay algunos de los rasgos
mencionados que aparecen en distintos momentos y diversas regiones del área que
nos ocupa, pero no parece adecuado deducir de un rasgo los restantes, para forzar
los términos de una tipología y explicar las características de nuestras jefaturas.
Sostengo que estas tipologías no son operativas para los casos que estamos tratan-
do. Están atadas a un esquema evolutivo, son etnocéntricas, insisten en la jefatura
permanente y de control centralizado y en que ellas desembocan en estados. Todas
fueron realizadas estudiando realidades muy distintas. Como ya dije (Nacuzzi 1998),
los líderes de la región pampeano-patagónica encuadran más en la caracterización
de Spencer (1987): poseían inteligencia inusual, ambición, fuerza, carisma o buena
suerte y no habían nacido dentro del ámbito de familias de elite ni accedido a un ofi-
cio institucionalizado. También Bechis (1989: 4) ha destacado que «los líderes pam-
peanos tenían mucha mayor actividad y responsabilidad ejecutiva y organizativa que
deliberativa o decisional», lo que subraya los rasgos de líderes carismáticos sin
poder pero con cierta autoridad en la toma de decisiones por una autoridad preexis-
tente, centralizada e institucionalizada.
Nesis y Lucaioli (2006) propusieron considerar otros aspectos como la participa-
ción en redes comerciales, la adquisición y adopción de nuevas pautas de produc-

17
Creamer y Hass (1985) proponen para las «sociedades tribales» (estadio previo al de jefaturas) rasgos
que parecen ajustarse más al tipo de situaciones que aparecen en nuestras regiones: comunidades de indivi-
duos muchas veces emparentados, con gran autonomía en su economía pero con lazos políticos y religiosos,
producción de excedente sólo como previsión para momentos de escasez o para situaciones ceremoniales y
en donde los personajes preeminentes no podían tomar ni imponer decisiones colectivas. En la tipología de
Lewellen (1985, citado por Nesis y Lucaioli 2006: 5-6), quien separa a las sociedades preindustriales en dos
grandes grupos teniendo en cuenta la ausencia o la presencia de centralización política, nuestros cacicazgos
estarían entre las bandas y tribus, con rasgos de las bandas como: acceso colectivo a los recursos, líderes situa-
cionales informales, solidaridad en función de la costumbre y la tradición, derecho colectivo al uso de la fuer-
za, ausencia de un grupo de especialistas a tiempo completo; y otros de las tribus: participación en los mer-
cados de intercambio, líderes carismáticos sin poder pero con cierta autoridad en la toma de decisiones, pre-
sencia de una religión shamanística, práctica de rituales de iniciación y pasaje. Aunque no podemos asegurar
la presencia de varios otros rasgos tanto de las bandas como de las tribus.

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ción y nuevos bienes, la capacidad de enriquecimiento y de movilizar mano de obra,


el surgimiento de especializaciones en determinados ámbitos y la capacidad de cier-
tos personajes de intermediar entre la sociedad indígena y la hispanocriolla median-
te el manejo de la información. Sobre esto último ya he mencionado las funciones
de los caciques como negociadores, intermediarios, facilitadores de bienes e influen-
cias. Sobre el surgimiento de la especialización en determinados ámbitos, creo que
debe verse como una «especialización de grupos» en conjunto en la producción de
bienes o servicios que demandaba el estado colonial y sus mercados18.
Finalmente, quisiera proponer que pensemos en términos menos etnocéntricos
acerca de la «complejidad» de las jefaturas y/o de las organizaciones políticas de
estos grupos. Sugiero dar nuevo contenido a la expresión «efecto sesgante de las
situaciones secundarias»: los grupos parecen no «tribalizarse» cuando aparecen
sociedades con estado con las cuales se relacionan. En cambio, sí suceden otros
fenómenos como la aparición de conflictos intergrupales entre las poblaciones nati-
vas o la profundización de conflictos ya existentes, preferentemente en torno a los
territorios; los movimientos estacionales o no que comenzaron a darse preponderan-
temente hacia Buenos Aires y la zona de ganado cimarrón; el hecho de que el moti-
vo de las alianzas con otros grupos indígenas se haya transformado teniendo como
principal objetivo acceder a esa frontera y esos ganados; la frecuente y rápida refor-
mulación de las alianzas interétnicas y su flexibilidad; las fluctuaciones en la iden-
tidad étnica de los individuos y los cambios en la adscripción étnica de los caciques
y el uso de identidades virtuales; los cambios en las estrategias económicas de estos
grupos y su adaptación al mercado colonial aun en desmedro de sus prácticas eco-
nómicas y simbólicas ancestrales.

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18
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producir ponchos y productos agrícolas, los pampas en manejar y trasladar ganado, los tehuelches en obtener
pieles de animales salvajes (Nacuzzi 1998: 250).

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