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Lidia R. NACUZZI
CONICET - UBA
lidianacuzzi@yahoo.com.ar
RESUME
Retomo aquí mis propias propuestas sobre el cambio de la institución política del cacicazgo entre los grupos
indígenas de Pampa-Patagonia hacia fines del siglo XVIII. El objetivo es evaluarlas a la luz de la producción
de otros colegas y de las discusiones en torno a la dicotomía entre sociedades centralizadas-sociedades seg-
mentarias que ha quedado establecida en la bibliografía previa. Busco replantear y renovar la discusión sobre
algunos conceptos que nos han sido muy útiles, como el del efecto sesgante de las situaciones secundarias,
entendiendo por esto ciertos cambios en la economía, los sistemas políticos y otros aspectos de la vida de las
sociedades indígenas que induce o determina la presencia de otra sociedad más compleja.
Palabras clave: Cacicazgo, Pampa-Patagonia, siglo XVIII, sociedades de jefatura, sociedades segmentarias.
1. Introducción
El presente trabajo1 busca retomar mis propias propuestas sobre la cuestión del
cacicazgo en el norte de la Patagonia y la Pampa hacia fines del siglo XVIII, revi-
1
Una versión preliminar de este artículo fue la Conferencia de apertura que ofrecí en el Simposio «El lide-
razgo indígena en los espacios fronterizos americanos (siglos XVIII-XIX)». El mencionado evento fue orga-
nizado y coordinado junto con Ingrid de Jong en Buenos Aires, los días 2 y 3 de agosto de 2007, en el Museo
Etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). El financiamien-
to proviene de proyectos de investigación que subsidian la UBA (Proyecto F 016), el Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, PIP 5567) y la Agencia Nacional de Promoción Científica
y Tecnológica (ANPCyT, PICT 34431).
sarlas y hacer un balance de las mismas en el marco de los aportes de otros colegas
que, en los últimos veinte años, han tratado el tema —en la misma área o en regio-
nes vecinas— con diferente grado de detalle y diversos focos de atención. Pretendo
encontrar las coincidencias y entender las diferencias, para evaluar los avances y
plantear nuevos ejes de discusión2.
Existe una evidente dicotomía en la interpretación de la institución política deno-
minada cacicazgo en la región patagónica que se expresa en el binomio señoríos vs.
sociedades segmentarias, como ha destacado Bandieri (2005: 134 y 403 a 405). A
mi entender, hay que evaluar los procesos en las transformaciones políticas según el
período y la región, pues no todos los procesos fueron idénticos en todos los parajes
de Pampa y Patagonia. Hay un aparente desorden que proviene de la anarquía en
cuanto a citar debidamente antecedentes de las propias afirmaciones y del marcado
matiz de disputa que le han dado algunos colegas a esta cuestión de las jefaturas
(Mandrini 1987 y, especialmente, 2000a), a lo que se suman referencias recientes a
la «fragmentación y concentración» de las alianzas políticas de los grupos indígenas
de la segunda mitad del siglo XIX (Jong 2007, por ejemplo), que podrían llegar a
interpretarse como referencias a la mencionada dicotomía y, por ende, a dos tipos
distintos de jefaturas coexistiendo en ese período.
A esto se suman algunas propuestas que pueden parecer novedosas pero agregan
confusión. Por ejemplo, para hablar de caciques, Morrone (2004: 746) elige el con-
cepto de «autoridad cacical» y lo define como «esa posición social específica que,
en el contexto de la relación colonial, hace cuña entre la sociedad europea (españo-
la e hispanocriolla, en nuestro caso) y la sociedad indígena». Más allá de la pertinen-
cia o no —o de la redundancia o no— de hablar de autoridad cacical (sobre todo des-
pués del trabajo de 1989)3 y de la falta de explicación del porqué poner el término
cacique en situación de adjetivo y no de sujeto de la problemática, lo más sorpren-
dente de esta definición es que está restringida al período del contacto de sociedades
indígenas con europeos y a la relación colonial. Parecería indicar que antes del con-
tacto no hubo caciques.
Las sociedades indígenas nómadas no eran simples. Muchos investigadores afir-
man que este estereotipo ya está discutido y que se ha entendido la riqueza de sus
2
Durante muchos años, un artículo (Nacuzzi 1993/94) inicialmente presentado como ponencia en el II
Congreso Internacional de Etnohistoria reunido en Coroico (Bolivia) en 1991 y luego retomado como base de
un capítulo más extenso de mi tesis doctoral defendida en 1996 (Nacuzzi 1998), fue el único estudio sobre los
cacicazgos de Pampa-Patagonia en el siglo XVIII, aportando importantes reflexiones sobre la figura y el de-
sempeño de los caciques de la región. A la vista de la producción posterior sobre el tema, esos escritos pare-
cen haber sido inspiradores para muchos colegas, aunque la ausencia de referencias a los mismos parece
deberse a que mi planteos acerca del cacicazgo y sus características en ese período quedaron ocultos tras la
propuesta central de Identidades impuestas. Tehuelches, aucas y pampas en el norte de la Patagonia (Nacuzzi
1998), que se ocupaba principalmente de las etnicidades y los límites sociales y territoriales de los grupos étni-
cos de la mencionada región.
3
La esclarecedora propuesta de Bechis (1989), que diferenció «autoridad» de «poder» en el tratamiento
del tema de los cacicazgos, fue inicialmente una ponencia en el I Congreso Internacional de Etnohistoria cele-
brado en Buenos Aires en julio de 1989. Unos años después comenzó a circular en forma manuscrita y a ser
citado reiteradamente como «Bechis 1989» por todos los que nos dedicamos a éstos y otros temas conecta-
dos al mundo indígena. Diez años después apareció con cambios no sustanciales en una publicación electró-
nica y, entonces, una nueva generación de especialistas lo cita como «Bechis 1999».
organizaciones sociales y políticas, pero los prejuicios siguen cargando las interpre-
taciones y sesgando el análisis. No eran simples, y por lo tanto no se «complejiza-
ron» sólo porque entraron en contacto con sociedades llamadas complejas.
Propongo invertir los términos, considerando que estaban complejamente organiza-
das social y políticamente, y que los efectos del contacto con los europeos y la socie-
dad hispano-criolla fueron en realidad una «simplificación» de prácticas en algunos
casos o de otras formas quizás aún más complejas en otros casos.
En trabajos anteriores (Nacuzzi 1993/94, 1998), partiendo del caso puntual de los
caciques Calpisqui y Cayupilqui de sierra de la Ventana (sur de la provincia de
Buenos Aires o región pampeana), analicé cómo funcionaba un cacicazgo compar-
tido a fines del siglo XVIII: acciones, toma de decisiones, representación hacia el
grupo y hacia los otros. Basándome en ésos y otros datos provenientes del sur de
Patagonia y de otros parajes de la Pampa, destaqué que los motivos por lo cuales se
había invisibilizado esta práctica de un cacicazgo dual en los relatos de viajeros y
funcionarios y en la producción etnográfica sobre la región fueron, por un lado, las
visiones etnocéntricas de estos viajeros y etnógrafos y, por el otro, la «rápida pre-
ponderancia de las jefaturas unipersonales por acciones (intencionales o no) del
poder colonial para facilitar negociaciones, alianzas y prebendas» (Nacuzzi
1993/94: 136).
También hacía referencia a los territorios de los caciques y a la estrecha relación
de cada nombre de cacique con un determinado espacio geográfico o «territorio»
propio, y relacionaba estas cuestiones con las de la identidad, puesto que (siguiendo
a Clastres 1987: 113) el líder asumía la voluntad colectiva y afirmaba la especifici-
dad y autonomía del grupo en relación con otros, lo que en palabras de Cardoso de
Oliveira (1971) es una afirmación del «nosotros» frente a los «otros», y en la pers-
pectiva de Barth (1976) permite reconocer la existencia de «límites étnicos».
Con respecto a cómo se repartían las funciones y acciones entre estos caciques
hermanos llamados Calpisqui y Cayupilqui, pude identificar las de «intermediario»,
«reemplazante», «representante», siempre en la figura de Cayupilqui. Basándome en
comparaciones con etnografías sobre los indios norteamericanos y en el análisis de
estas funciones, propuse la existencia de un jefe de guerra (Calpisqui, porque con él
estaba planeado firmar un tratado de paz hacia fines de 1781), otro de paz
(Cayupilqui, porque había sido detenido «de paz» como dicen las fuentes y porque
a pesar de estar en Buenos Aires, el Virrey envía una comitiva al mando del piloto
Pablo Zizur a sierra de la Ventana para devolverlo y pactar la paz con su hermano)
y de un posible jefe ceremonial (el cacique Toro, un anciano a quien se consultaban
todos los detalles del tratado que se estaba negociando). Este modelo está inspirado
en el caso de los fox de las Praderas norteamericanas mencionado por Driver (1961:
343). La figura de Cayupilqui como jefe de paz o civil se afirma en base a otros datos
de un viaje suyo de 1782 a Buenos Aires (Nacuzzi 1998: 176), en representación de
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Lidia R. acuzzi Repensando y revisando el concepto de cacicazgo
su hermano Calpisqui, quien había tenido que quedarse en sus toldos4 «para que sus
indios se mantengan pacíficos», y firma un tratado de paz aunque ofrece «en prue-
ba de agradecimiento y satisfecho del buen trato hacer venir a su hermano Lorenzo
[Calpisqui] a concluir enteramente las paces« (Walther 1970: 239-240, el destaca-
do es mío).
Otra cuestión señalada en aquellos trabajos era la del control del grupo sobre su
jefe, Calpisqui en este caso, quien se presentaba a sí mismo como representante de
los intereses del grupo. Las presiones de su gente (materializadas en el hecho de no
proporcionarle caballos para su traslado a Buenos Aires) y de su hermano
Cayupilqui, logran que el viaje y el tratado de paz fracasen, por lo menos en esa ins-
tancia ocurrida en 1781.
Martha Bechis (1989: 8) estaba proponiendo para ese entonces5 —basándose en
Morton Fried (1975)— la cuestión del «sesgante efecto de las situaciones secunda-
rias» o «un cambio en complejidad de las instituciones políticas en presencia de
sociedades más desarrolladas políticamente», en el sentido de un aumento de tal
complejidad. Para la autora, las sociedades no estatales se tribalizaron en contacto
con las sociedades estatales. Las tribus serían «un conjunto de villas o campamen-
tos migratorios débilmente organizados con algún liderazgo centralizado que tiene
poco o nada de poder coercitivo» (Sturtevant 1983: 5, citado por Bechis 1989: 8, los
destacados son míos). Siempre siguiendo a Bechis, a esto agregaría Fried que las tri-
bus «secundarias» son heterogéneas, muy mixtas, que reúnen población que estaba
separada por grandes distancias físicas y culturales y que tenían una fuerte organi-
zación militar; algunas se transformarían en estados y otras sólo mantuvieron inter-
acciones con otro estado por un largo período. En mi caso (Nacuzzi 1998: 238-239),
había preferido utilizar el concepto de tribu que propone Fried (1968) como la pre-
sencia de un número de unidades de parentesco mutuamente interconectadas por
lazos de afinidad, un lenguaje común, un nombre para el grupo, la posesión y defen-
sa de un territorio y una estructura de gobierno coronada por una autoridad suprema
que encarnaba la voluntad popular. A mi entender, era más adecuado hablar de uni-
dades de parentesco que conformaban agrupaciones (no «tribus») mixtas6; poblacio-
nes que no estaban separadas por grandes distancias físicas ni culturales, aunque sí
tenían una fuerte organización militar, y que mantuvieron una larga relación con el
estado colonial primero y republicano más tarde. En mi opinión, el efecto de «ses-
4
El toldo era una unidad de habitación ocupada por una familia nuclear y «agregados» que podían o no
ser parientes de la pareja (hermanos, padres o sobrinos). Estas viviendas eran desarmables y transportables,
dado que se construían con palos y cueros. Además, estaban reunidas en grupos variables de 20, 50 ó 100 uni-
dades; a estas agrupaciones se las llamaba «toldos» o «tolderías».
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Bechis se refería a la cuestión del cacicazgo para el siglo XIX en plena región pampeana, pero este apa-
rente desfase espacio-temporal no lo es tanto. Veremos cómo muchas de las características por ella plantea-
das se daban desde el siglo XVIII en una región que está sólo unos kilómetros más al sur, poblada por los mis-
mos grupos étnicos que se movían de un espacio a otro con absoluta autonomía.
6
También destaqué que Fried (1968: 4-5) observaba que el término «tribu» «es el más egregio caso de falta
de sentido» dentro del vocabulario de la antropología. Al respecto, vale recordar la opinión de Cohen (1978),
para quien el de tribu es un concepto fundamentalmente colonial y la de Kroeber (1955, citado por Leacock
1983), para quien el concepto convencional de tribu es una creación de los europeos para hablar sobre los
indios, negociar con ellos y administrarlos.
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Las fuentes utilizadas por Raúl Mandrini para proponer estas cuestiones son principalmente dos diarios
de Pedro A. García, de 1810 y 1822, que relatan expediciones a la sierra de la Ventana y a Salinas Grandes;
creemos que no alcanza la mera mención en ellos a «caciques, caciquillos y capitanejos» para referirse a una
«bien establecida jerarquía» política. Luego, refuerza sus argumentos citando relatos de jesuitas y de otros
viajeros de mediados del siglo XVIII sobre otras regiones. En esta combinación de informaciones de calidad
diversa y de diferentes periodos puede encontrarse una dudosa sustentación.
1987) había postulado que esta práctica se daba en la región pampeana entre fines del
siglo XVIII y comienzos del XIX y que sería indicativa de formas sociopolíticas com-
plejas; ahora sostiene que la misma aparece más tempranamente y mucho más al sur8.
En este mismo trabajo, Mandrini (2000a: 254) me cita de manera incompleta para
apoyar sus afirmaciones: coincide en que «no podemos considerar a estos grupos
como ‘sociedades igualitarias’ en las que no hacía falta un líder porque no había des-
igualdades permanentes o institucionalizadas entre las unidades sociales fundamen-
tales» ([Nacuzzi] 1998: 245), pero mi párrafo sigue así: «Tampoco puedo hablar de
‘señoríos’ en el sentido en que lo utiliza Mandrini para los araucanos de la pampa en
el siglo XIX. No se vislumbran todavía ‘extensas unidades políticas’ bajo el domi-
nio de un jefe, pero parece lógico pensar que en camino hacia esas unidades deben
haber desaparecido los cacicazgos duales».
El autor no acepta la posibilidad de que se hayan dado cacicazgos duales en el sur
bonaerense y el norte de Patagonia, aunque sí le parecen posibles —sin más expli-
caciones— en la región más sureña. El párrafo es muy contradictorio y sugerente:
«las referencias de las fuentes no son del todo claras y la autora [Nacuzzi] tampoco
avanza en una definición más precisa de lo que entiende por jefaturas duales. Un
ejemplo de tales jefaturas duales podría encontrarse entre los grupos meridionales«
de Patagonia (Mandrini 2000a: 253)9. Cita entonces datos de 1789 de Antonio de
Pineda, miembro de la expedición Malaspina, quien habla de «un jefe grande y un
jefe chico». Pero a pesar de referirse en el mismo artículo a informaciones de un dia-
rio de Antonio de Viedma para el sur de Patagonia, no menciona aquellos datos que
Viedma proporciona sobre los caciques de esa región, y que —junto con la mención
de Pineda— parecen hacer más tangible la posibilidad de que hayan existido jefatu-
ras duales o compartidas10.
Para otros autores el tema no presenta tanto rechazo. En una mesa redonda de la
que participé en Madrid en 1997, Boccara se refería a la etnogénesis entre los reche-
mapuche de Chile y afirmaba —en coincidencia con mis propuestas para los pam-
pas y tehuelches— que, en el siglo XVIII, el jefe mapuche había pasado a concen-
trar «todas las funciones de organización de la sociedad que antes competían a per-
8
El autor no brinda una explicación de cómo la tumba, sobre cuyo análisis basa su postulado sobre la pre-
sencia de «grandes jefaturas» en las pampas, aparece en San Julián —franco territorio de los tehuelches del
sur—, tan lejos de las rutas y circuitos de abastecimiento de la pampa y los grupos del norte. Sólo dice al res-
pecto: «difícilmente fueran esos grupos [del sur] los que erigieron la tumba que nos ocupa» (Mandrini 2000a:
255).
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Más tarde, estos conceptos fueron tergiversados y la frase pasó a citarse como «sus referencias documen-
tales [las de Nacuzzi] no son claras» y «su definición de ‘jefatura dual’ no es precisa» (Morrone 2004: 748),
lo que deja lugar para transmitir que mi forma de citar las fuentes es confusa o que me baso deficientemente
en ellas para elaborar mis argumentaciones.
10
No puedo explicar por qué razón Raúl Mandrini presenta de manera tan parcial los datos de las fuentes
y de la bibliografía que trata la misma cuestión que él está planteando. La información de Antonio de Viedma
([1783] 1972) es bastante contundente sobre el tema de dos caciques emparentados (hermanos o cuñados)
como jefes de diversos parajes del sur de Patagonia y, siendo estos ejemplos de los mismos años que los pro-
ducidos en el fuerte de Carmen de Patagones por Francisco de Viedma (hermano de Antonio) y Pablo Zizur
(todos funcionarios españoles enviados a la región con el mismo propósito de asegurar esos dominios pata-
gónicos para la corona española), adquieren mayor fuerza puesto que se complementan entre sí. He mencio-
nado y analizado extensamente estas fuentes en Nacuzzi (1998: 165-197).
sonas distintas» (jefe de guerra, jefe de paz, jefe religioso), y que «El ‘gran hombre’
reche que se distinguía por sus cualidades guerreras y su habilidad oratoria es pro-
gresivamente reemplazado por un ulmen que se lanza en una nueva competición
económica y en hábiles negociaciones políticas» (Boccara 1999: 449).
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Esta idea es repetida por el autor en otros trabajos: «los grandes cacicatos del siglo XIX, verdaderas
jefaturas, poco tenían en común con las bandas de cazadores-recolectores que encontraron los europeos»
(Mandrini 2000b: 693, citado por Morrone 2004: 753, los destacados son míos).
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La referencia al término «hermano» presente en las fuentes requiere algunas consideraciones: a) los
eventuales cronistas que describieron estas cuestiones pueden haber aplicado una categoría conocida a lo que
se presentaba, tal vez, «como una relación de hermanos», b) si el término fue tomado de los relatos indíge-
nas, esta denominación podía incluir a «hermanos» de sangre, «hermanos» como compañeros de la misma
cohorte generacional dentro de un grupo —que podrían haber sido también compañeros de la misma ceremo-
nia de iniciación—, o a los «cuñados» de la terminología occidental. Por lo dicho, estaríamos hablando de una
categoría amplia que incluye relaciones de sangre, de afinidad y político-matrimoniales.
poder estatal y conformadas para sellar acuerdos, recibir raciones o establecer algún
otro tipo de relación con los poblados o las autoridades de la incipiente república.
Hacia mediados del siglo XIX ya no es posible encontrar indicios de jefaturas
duales en las fuentes. El ejemplo de Casimiro mencionado por el viajero George
Musters me ha servido para delinear, de manera muy general, algunas de las nuevas
cualidades que se necesitaban para desempeñarse como jefes (Nacuzzi 1998: 185).
Casimiro vivió desde pequeño en el Fuerte de Patagones, donde aprendió el espa-
ñol. A los trece años escapó «para juntarse con los indios tehuelches», más tarde
pasó a vivir en una colonia sobre el estrecho de Magallanes, hizo un viaje a Chile,
donde «se le cargó de honores y se le dio el grado, la paga y las raciones de capitán
del ejército», volvió al Estrecho, luego al río Negro, y en 1865 viajó a Buenos Aires,
en donde «el gobierno lo reconoció como jefe principal de los tehuelches, y le asig-
nó el grado y la paga de teniente coronel del ejército argentino», enviándolo a for-
mar una colonia en el Estrecho. A pesar de ello Casimiro se quedó en la colonia de
Santa Cruz, en donde Musters lo conoció en 1869, empobrecido y entregado a la
bebida. Además, se había casado seis veces y esas «extensas vinculaciones matrimo-
niales» lo relacionaban con otros jefes y «le daban mucha influencia» (Musters
1979: 98-99). Este ejemplo fue mencionado por mí para resumir las nuevas cualida-
des que se requerían de un cacique en la segunda mitad del siglo XIX: el hecho de
ser culturalmente mestizos, el conocimiento de la lengua española, la posesión de
amplias relaciones políticas, las vinculación de parentesco entre jefes, el haber via-
jado a las ciudades y colonias de los hispano-criollos y negociado con ellos, el reco-
nocimiento como cacique por parte del poder estatal (Nacuzzi 1998: 186-187). Es
un ejemplo muy descentrado para las regiones de la Pampa y el norte de la Patagonia
en donde, para ese momento, se estaban conformando confederaciones de caciques,
siempre impregnadas por las conflictivas relaciones con el blanco y las intensas
negociaciones internas por el poder. Mencioné el paso de los cacicazgos duales a los
unipersonales y el cambio en las cualidades de los hombres que accedían a las jefa-
turas, como situaciones fuertemente influenciadas por el poder colonial y estatal, y
también postulé como un probable siguiente paso de esta ingerencia del estado el
reconocimiento de «algunos jefes como representantes de determinadas ‘confedera-
ciones’» de caciques, aún cuando tales confederaciones podrían haber existido sólo
«en la intención de los blancos de reunir y controlar grupos a través de los propios
indios» (Nacuzzi 1998: 187). Estas cuestiones están siendo ahora muy bien estudia-
das para la región pampeana (De Jong 2006, 2007, por ejemplo).
¿Cómo definiría hoy posibles pasos en la transformación de los cacicazgos?
De un cacicazgo dual o compartido donde las funciones se repartían entre un jefe
de guerra y otro de paz, se habría pasado a los cacicazgos unipersonales (y esto qui-
zás se refleje más en las fuentes que lo que haya sucedido en la realidad, puesto que
los productores de esa documentación eran los mismos interesados en reducir el
elenco posible de caciques con los cuales negociar). En este momento, los grupos
comenzarían a buscar nuevas cualidades en la figura de sus líderes, que estarían
enfocadas tanto en su pericia en la relación con los europeos como en la propia pre-
ferencia de los mismos por algunos personajes. Un tercer paso sería la aparición de
«confederaciones» de caciques, y esto pudo haberse dado igualmente primero en las
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Lidia R. acuzzi Repensando y revisando el concepto de cacicazgo
fuentes, por el afán de los españoles de reunir y controlar grupos a través de los pro-
pios indios» (Nacuzzi 1998: 187), y de lograr acuerdos con grupos de caciques o
comprometer a unos caciques mediante la influencia de otros de sus pares. El cuar-
to paso sería el de la conformación de confederaciones «reales», en las que cualida-
des como las de Casimiro eran de suma importancia y para las cuales el poder his-
pano-criollo tenía una fuerte ingerencia en su propia articulación, poder, influencias,
mecanismos y posibilidades de convocatoria. Finalmente, algunos caciques de esas
confederaciones (no siempre los mismos, cambiando según los momentos políticos)
fueron reconocidos desde el poder estatal como jefes de las mismas. Al mismo tiem-
po se habrían dado profundos cambios también en los aspectos económicos que se
traducen como especializaciones regionales en diversos productos y una rápida vin-
culación a los circuitos comerciales coloniales.
an ser «zonas de contacto entre un territorio y otro» (p. 121). Los desplazamientos
en partidas comerciales o punitivas sí eran muy extensos y, en general, se daban
hacia el gran polo de atracción que era la frontera de Buenos Aires y el ganado de la
pampa bonaerense; las «alianzas y los movimientos tienen como principal objetivo
el acceso a la frontera de Buenos Aires y el ganado cimarrón» (p. 121). Este predo-
minante motivo de alianzas y el sentido de los movimientos sería otro efecto de
sesgo.
Las jurisdicciones propias de cada cacique debieron tener «si no tanta flexibilidad
como las alianzas, mucha movilidad», puesto que estaban en estrecha «relación con
los recursos presentes y su explotación [...] y con la pericia política del cacique que
en algún momento se establecía allí y su fuerza para mantenerse en un delicado equi-
librio con sus vecinos» (p. 140). La región que ocupaba Calpisqui era rica en gana-
do cimarrón, pero había otros recursos disponibles: «tener la casi exclusividad de
negociación con los blancos» como en el caso del cacique Negro puede apreciarse
como un recurso muy explotable (p. 140). En palabras de Boccara (1999: 449), estos
caciques estaban acumulando un capital político (y agrego: simbólico) dadas sus
«relaciones políticas privilegiadas con los españoles» y, agrego, con otros grupos
indígenas.
Sobre la conexión caciques-territorios y las relaciones interétnicas, observé que
los lazos sociales y políticos con los otros grupos trasladan los límites territoriales a
la esfera de las conductas y los acuerdos. El ejemplo de las relaciones entre grupos
de la región de sierra de La Ventana permitía establecer cuatro grados de interacción
entre los indios de ese paraje en base a los aspectos de interés común y al protago-
nismo diferente en el episodio del tratado de paz: los muy vecinos, los vecinos, los
vecinos lejanos, los casi-enemigos (p. 139). Esto se puede proponer sobre la base de
que algunos caciques fueron convocados para opinar sobre la firma del tratado de
paz y otros no, y sobre las referencias a aquellos grupos que no quedarían involucra-
dos en el mismo (p. 134).
Sobre las alianzas políticas de los grupos, un tema muy vinculado con el anterior,
también pueden encontrarse efectos de sesgo. Las alianzas políticas del cacique
Negro eran muy flexibles y cambiantes: mantenía buenas relaciones con los caci-
ques de sierra de La Ventana, de las Salinas (p. 118-119), con Chulilaquini del inte-
rior del río Negro (p. 120), con los aucas (p. 117); además estaba emparentado con
los grupos de sierra de la Ventana (Calpisqui) y con los de San Julián (p. 122). Esto
me parecía el mejor ejemplo de la muy probable influencia de la participación del
blanco en el nuevo escenario de los espacios territoriales y sociales de estos grupos,
puesto que había una «absoluta flexibilidad de las alianzas que se acordaban y se
olvidaban con mucha rapidez y, seguramente, esa modalidad no era totalmente ajena
a la presencia del blanco» (p. 120). Las alianzas en sí mismas habrían sido una prác-
tica que se daba desde siempre, pero los cambios rápidos y constantes serían una
característica que fue provocada por la presencia del blanco.
Profundizar en el análisis de qué caciques eran amigos de cuáles otros me permi-
tió explicar que Calpisqui tenía a sus aliados concentrados geográficamente y que
sus conexiones parecían menos cambiantes: «un cacique con relaciones políticas
más estables» (p. 160). En contraposición, Negro desplegaba una conveniente ubi-
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Lidia R. acuzzi Repensando y revisando el concepto de cacicazgo
cuidad y sus amigos y aliados le permitían cubrir una extensísima área geográfica:
el interior del río Negro, las sierras de Buenos Aires y la frontera con Buenos Aires
(p. 160).
Sobre el parentesco observaba que «se percibe la existencia de muchos caciques
emparentados. Chulilaquini presenta a un cacique, pariente suyo o de su mujer, lla-
mado Talquaquia» (p. 184), un nieto de Cancapol [de una hija mujer] era el marido
de una hija de Chulilaquini; Negro tenía un primo cacique en el río Negro, Katruen
era cuñado de los hermanos Calpisqui y Cayupilqui, Chulilaquini era pariente del
cacique Peinaquin, Quiliner era pariente del cacique Llanalpilque, Maciel era her-
mano del cacique Caqueliete, un hermano de Negro era también cacique. Otro ejem-
plo de unos años antes: el famoso cacique Bravo que en 1745 estaba ubicado en la
«Sierra del Sauce Grande» (que es la de la Ventana) tenía dos sobrinos caciques:
Agustín Mayu y Ayalepe. Mi conclusión era que «éstos resultan ejemplos suficien-
tes como para no descartar la hipótesis de que había familias que conservaban las
jefaturas, se emparentaban entre ellas y las reproducían horizontalmente (hay
muchos hermanos caciques), sin llegar a afirmar que la jefatura era necesariamente
hereditaria de padres a hijos. Podríamos pensar más bien en «linajes» de familias
que detentaban los cacicazgos en una región determinada» (Nacuzzi 1998: 184).
Palermo (1991: 176) también se había referido a diversos ejemplos de caciques
emparentados para mediados del siglo XVIII, afirmando que «el lazo matrimonial
significaba aliados en otros grupos étnicos que, obligados por la solidaridad del
parentesco, prestaban apoyo y protección, [...] este mecanismo serviría de igual
modo para las alianzas de tipo político entre jefes de distintas tribus o parcialida-
des». Boccara (1999: 449) lo ha expresado como una acumulación de capital políti-
co-matrimonial por parte de los caciques que, así, conformaban «la red más extensa
de alianzas con otros grupos indígenas». Bechis ha realizado importantes aportes
sobre los caciques y el parentesco para el siglo XIX que podrían explicar con mayor
pertinencia estos indicios de fines del XVIII. Ella ha descubierto una sucesión alter-
nativa de la jefatura entre dos líneas genealógicas de parcialidades mapuches en
territorio argentino (Bechis 1994) y ha analizado la sucesión adélfica de las jefatu-
ras entre los ranqueles, sin descartar la sucesión de padre a hijos ni la elección explí-
cita por parte del grupo o lo que llamó la «Autoridad Plural» o «Junta de
Principales» que identifica entre los boroganos de Guaminí (Bechis 1998). Para
estos grupos habla de la existencia de «consejeros informales de los caciques gene-
rales» y de que «había ‘como’ un cacicato dual complementario» (Bechis 1998:
192)13.
Morrone (2004) ha visto los cacicazgos de la región pampeana como institucio-
nes imbricadas intrínsecamente con el parentesco, el cual «impone límites impidien-
do la trasgresión de las normas» y cuyo principio básico es la reciprocidad. Para este
autor, la obtención de riquezas por parte del cacique se debe a «obligaciones deriva-
das de la práctica parental, como parte del circuito reciprocitario», y en la misma
clave propone interpretar la disponibilidad de guerreros o fuerza militar. Creemos
13
A pesar de estas destacadas aportaciones, Morrone (2004: 752) ha mencionado una «relativa ausencia de
referencias al factor parentesco en los análisis sobre la autoridad cacical en las sociedades indígenas».
que no es el caso de esos caciques sin poder que ni siquiera pueden exigir a miem-
bros de su grupo la devolución de cautivos a los españoles, aun en situaciones de tra-
tados para un acuerdo de paz, o que no pueden disponer de los caballos necesarios
(que les debería proveer su gente) para un traslado a Buenos Aires. Es una propues-
ta atractiva a nivel teórico, pero no coincide con los datos que las fuentes brindan
para la región pampeano-patagónica. Más que en términos de reciprocidad habría
que pensar en logros de consenso por parte de los caciques o, como ha dicho
Palermo (1991), en términos de solidaridad, apoyo y protección. No hay datos que
indiquen que los caciques podían exigir algún tipo de contribución económica (en
bienes o en trabajo) a los integrantes de su grupo; en cambio, sí hay abundantes indi-
cios sobre las reiteradas explicaciones sobre toma de decisiones en el interior del
grupo, las juntas de jefes, las consultas con caciques vecinos, etc.
Sobre el proceso de cambios que en general aceleró la presencia del blanco en la
región pampeana y norpatagónica, señalé la gran flexibilidad demostrada por los
grupos indígenas ante nuevas situaciones ocurridas en sus territorios (p. 111). Un
ejemplo notable y casi experimental de nueva situación fue la instalación del fuerte
del río Negro. Entre las cuestiones a tener en cuenta como resultado de esta nueva
presencia hay evidentes ajustes en las relaciones interétnicas que se pueden evaluar
como efectos de sesgo, y que detallaríamos como: 1) un acentuado desplazamiento
de caciques y grupos hacia el fuerte, lo cual suscita 2) un intercambio de bienes,
negociaciones y ofrecimiento de protección, información y ayuda por parte de los
indios, y también 3) una reacción defensiva por parte de los indios ante los españo-
les que, con ese emplazamiento, demostraban que estaban «quitándoles sus tierras»
y, como consecuencia de lo anterior, 4) una fuerte conmoción en la estructura de las
alianzas y amistades, que «no aparecen como muy cambiantes sólo porque los indios
estaban buscando confundir a los blancos» (p. 122).
En ese marco, el cacique Negro aparece como el personaje «que mejor llevó a
cabo un proceso de acentuación de su identidad cultural y, por lo tanto, de diferen-
ciación con respecto a los españoles, como estrategia de supervivencia ante la
impuesta relación con los blancos» (p. 160). Negro era identificado alternativamen-
te como jefe de los «pampas» (Viedma), de los «teguelchús» (el Virrey) o de los
peguenchus (Zizur), según quien fuera el representante del estado colonial que estu-
viera refiriéndose a él (p. 114). Este cacique tenía una gran ubicuidad: podía estar en
el río Negro, en el Colorado o en el arroyo del Sauce, en sierra de la Ventana o en
Buenos Aires, y tal ubicuidad no era sólo espacial (p. 117). En efecto, su auto-ads-
cripción cambiaba; podía presentarse como diferente de los «aucas», participar alia-
do con ellos en un ataque a Buenos Aires (p. 117), ser amigo de los aucas (p. 119) o
estar emparentado políticamente con ellos (p. 120). Cardoso de Oliveira (1971) se
ha referido al hecho de que un individuo puede tener diferentes alternativas para su
identificación étnica: invocando la patrilateralidad, la matrilateralidad, su conoci-
miento de la lengua, su lugar de nacimiento, haciendo jugar diversas «identidades
virtuales» según las personas con quienes interactúa y creando fenómenos de «fluc-
tuaciones de la identidad étnica». Estas estrategias pueden ser interpretadas como
esfuerzos de los individuos y los grupos para lograr su supervivencia social (p. 124),
lo cual podría ser pensado también como otro de los efectos de sesgo.
Revista Española de Antropología Americana 87
2008, vol. 38, núm. 2, 75-95
Lidia R. acuzzi Repensando y revisando el concepto de cacicazgo
14
Otros autores se han inspirado en estas propuestas sin citarme. Para la región del Chaco, Vitar (2003:
412-413) postula procesos similares: «los caciques debían reunir ciertos requisitos que los volvían más ‘acep-
tables’ de cara a las necesidades coloniales», y «la existencia de caciques que pactaban con los colonizado-
res, recibiendo de éstos no sólo un trato preferencial sino una ‘institucionalización’ de su autoridad, practica-
da desde la propia concepción del poder por parte del mundo blanco». Para la región pampeana, Morrone
(2004: 754) se refiere a este fenómeno como «jefaturas inducidas por el efecto sesgante de una situación
secundaria», en donde «lo que constituye la fuente de [...] autoridad sería la posición específica que el Estado
[...] otorga a esos caciques» y «su promoción estaría dada más por las necesidades del Estado que por la alte-
ración radical de su posición dentro de la comunidad».
tal que negociaba con ellas, firmaba acuerdos, otorgaba raciones y grados militares
y apoyaba alternativamente a unos caciques o a otros15.
Sobre las cualidades de los caciques y el desempeño diferente de algunos de estos
personajes en relación con los blancos, también realicé algunas observaciones. La
región norte de Patagonia no es una excepción en cuanto a la presentación de los
caciques como personajes claves en los relatos y en la propia relación de los espa-
ñoles con los grupos indios, que estuvo centrada casi exclusivamente en la figura de
sus jefes. Los caciques eran individualizados y nombrados reiteradamente, obse-
quiados y consultados acerca de los movimientos y características de otros grupos
de la región. Ellos representaban a sus grupos y hablaban en nombre de los mismos,
asumiendo la voluntad colectiva en relación con otras sociedades (Clastres 1987:
113) y representando las alianzas, amistades, guerras y enemistades con otros gru-
pos. Para Bechis (1989), la función básica de los jefes era la de ser procesadores de
información intra e inter-étnica y negociadores entre su parcialidad y los criollos,
debían hacerse cargo de las empresas, trabajos e ideales comunes y satisfacerlos con
eficacia.
Negro es un buen ejemplo de negociador y «maestro de ceremonias». Las relacio-
nes de los españoles del fuerte con otros caciques lo tenían casi siempre como
mediador, participante o testigo. Conocía el destino de la expedición al río Negro y
a otros parajes de la costa patagónica antes de que la misma partiera desde Buenos
Aires, y se le había encomendado entregar unas cartas del Virrey al Comandante de
la misma una vez arribada a alguno de esos parajes. La construcción del fuerte en el
río Negro se inició el 22 de abril de 1779, y a las pocas semanas Negro llegó a entre-
vistarse con Francisco de Viedma acompañado de una comitiva de seis «principales»
y un lenguaraz. No sabemos si se trataba de caciques subalternos, pero basta la men-
ción de que se presenta, por lo menos, acompañado de seis hombres que debían ser
jóvenes y fuertes como para que Viedma escribiera «principales». El lenguaraz tam-
bién representa un símbolo de estatus; el cacique no esperaba servirse de intérpretes
de los españoles (Nacuzzi 1998: 177). Negro mantuvo siempre buenas relaciones
con el fuerte y con Viedma; a pesar de ciertos episodios conflictivos con los españo-
les, continuamente enviaba mensajeros asegurando su amistad, aunque al mismo
tiempo corrían rumores de un posible ataque, por ejemplo: de Negro, Chulilaquini y
los «Aucaz», de «Tehuelches» con Quiliner y Negro, o de Negro y los «Aucaz» (p.
178).
Muchas veces esos informes provenían del cacique Chulilaquini. El contrapunto
entre éste y Negro es notable, aunque nunca terminaron enemistados. Chulilaquini
manifestaba en su forma de actuar que a él también le interesaba una buena relación
con Viedma, y va ganando su confianza a través de las informaciones que brinda
sobre ataques posibles, alianzas, enemistades, presentando a caciques amigos, ven-
15
No he profundizado el estudio de las jefaturas en el siglo XIX sobre la base de las fuentes, aunque mi
conocimiento de sus características en el siglo XVIIl me ha llevado a proponer que el poder criollo desplegó
«una tendencia a reconocer a algunos jefes como representantes de determinadas ‘confederaciones’ de ellos,
aún cuando tal agrupación sólo exista en la intención de los blancos de reunir y controlar grupos a través de
los propios indios» (Nacuzzi 1998: 187) como una de las últimas etapas de transformación de los cacicazgos,
que se habría dado en la segunda mitad del siglo XIX.
5. A manera de conclusión
En esta puesta al día sobre el concepto de cacicazgo16, no puede faltar una refe-
rencia a las diversas tipologías en las que se ha tratado de hacer caber a los cacicaz-
gos de Pampa-Patagonia. Nesis y Lucaioli (2006) han presentado una buena síntesis
de los autores que se han ocupado de las jefaturas en otras regiones (y en los cuales
16
Observada en perspectiva, la caracterización que propuse hace diez años sobre el cacicazgo y sus trans-
formaciones en Pampa-Patagonia para fines del siglo XVIII mantiene su vigencia y puede ser extendida hasta
mediados del XIX. Esta revisión fue realizada con el ánimo de criticar mis propios postulados y corroborar si
era tan exigua la producción académica sobre el tema, como lo supuso un colega historiador que, en el marco
de una jornada de debate organizada en agosto de 2006 por el Instituto de Historia Argentina «Emilio
Ravignani» de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, preguntó a los antropó-
logos presentes si la cuestión del cacicazgo no merecía más atención de nuestra parte.
17
Creamer y Hass (1985) proponen para las «sociedades tribales» (estadio previo al de jefaturas) rasgos
que parecen ajustarse más al tipo de situaciones que aparecen en nuestras regiones: comunidades de indivi-
duos muchas veces emparentados, con gran autonomía en su economía pero con lazos políticos y religiosos,
producción de excedente sólo como previsión para momentos de escasez o para situaciones ceremoniales y
en donde los personajes preeminentes no podían tomar ni imponer decisiones colectivas. En la tipología de
Lewellen (1985, citado por Nesis y Lucaioli 2006: 5-6), quien separa a las sociedades preindustriales en dos
grandes grupos teniendo en cuenta la ausencia o la presencia de centralización política, nuestros cacicazgos
estarían entre las bandas y tribus, con rasgos de las bandas como: acceso colectivo a los recursos, líderes situa-
cionales informales, solidaridad en función de la costumbre y la tradición, derecho colectivo al uso de la fuer-
za, ausencia de un grupo de especialistas a tiempo completo; y otros de las tribus: participación en los mer-
cados de intercambio, líderes carismáticos sin poder pero con cierta autoridad en la toma de decisiones, pre-
sencia de una religión shamanística, práctica de rituales de iniciación y pasaje. Aunque no podemos asegurar
la presencia de varios otros rasgos tanto de las bandas como de las tribus.
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18
Deberíamos volver a pensar esas propuestas: algunos grupos, como los aucas, se «especializaron» en
producir ponchos y productos agrícolas, los pampas en manejar y trasladar ganado, los tehuelches en obtener
pieles de animales salvajes (Nacuzzi 1998: 250).
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