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Drogarse para ayudar a los demás

TOM DOUGLAS

La primaquina es una droga que se usa contra la malaria. Cuando alguien


infectado con el Plasmodium falciparum de la malaria ingiere la droga en cuestión, se
reduce el riesgo de que el parásito se transmita a los mosquitos y de ahí a otras
personas. Sin embargo, el individuo que ingiere la droga no recibe ningún
beneficio directo. De hecho, se le plantea un riesgo neto, puesto que la primaquina
tiene efectos secundarios y puede afectar a los glóbulos rojos de algunos
individuos genéticamente predispuestos a ello. No obstante, millones de personas
toman una dosis de primaquina al año.

La triptorelina es una droga supresora de la testosterona y ha sido usada


para la «castración química» de delincuentes sexuales, incluyendo pederastas. No
sirve para redirigir la atracción sexual desviada, pero puede atenuarla, y hay
algunos indicios que sugieren que permite reducir el riesgo de reincidencia en
determinados subgrupos de delincuentes sexuales. Ahora bien, los efectos
secundarios para el consumidor también son graves en este caso y pueden consistir
en depresión y debilitamiento de los huesos.

Ambas drogas, por tanto, pueden utilizarse en beneficio de terceros sin que
por ello mejore la situación de quien la consume10. Se ha planteado así la cuestión
de si es ético prescribirlas, incluso en el supuesto de que el consumidor acepte su
uso sin coacción11. Por ejemplo, Kevin Baird y Claudia Surjadjaja han sostenido
que prescribir una única dosis de primaquina en beneficio de un tercero puede ser
ético en algunos casos, pero solo cuando los riesgos para el paciente no superan
determinado umbral. Unos riesgos controlados son asumibles, pero no aquellos
que constituyan una posibilidad significativa de desembocar en daños graves12.

La preocupación aquí no es que la primaquina y la triptorelina se usen en


parte debido a sus beneficios para terceros. Este es el caso de muchas invenciones
médicas, como cuando un enfermo de sida recurre a la terapia antirretroviral en
parte para reducir el riesgo de contagiar a otros. Esto no parece plantear ningún
problema. Más bien ocurre que, al menos en algunos casos, el uso de la primaquina
y la triptorelina puede no tener beneficio alguno para el consumidor e incluso
hacerle correr el riesgo de sufrir secuelas graves. Puede vulnerarse entonces el
principio de que un tratamiento médico que conlleve un riesgo serio no debe ser

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administrado únicamente en beneficio de terceros, por más que en algunas
ocasiones su uso pueda ser voluntario. Semejante tratamiento solo es admisible en
interés del individuo sobre el que se lleva a cabo la intervención.

Llamemos a esto el «requisito del mejor de los intereses».

El requisito del mejor de los intereses se acepta de manera bastante amplia,


al menos como una especie de regla general, tanto por los que se dedican a la ética
médica, como por los que practican la medicina (aunque algunos podrían aceptar
alguna excepción para casos en los que una tercera parte está constituida por
amigos o familiares como, por ejemplo, en casos de la donación de órganos entre
hermanos). Pero lo encuentro problemático. Se considera por lo general como
éticamente aceptable que una persona se someta a un procedimento de riesgo en
su propio beneficio. Y seguramente es más admirable el tomar un medicamento
peligroso en beneficio de otros. Así pues, ¿por qué adoptar un principio que
prohíbe tratamientos altruistas a la vez que permite los que van en el propio
interés? En muchos otros contextos se anima a los individuos a que se expongan a
riesgos físicos y mentales en aras del bien común; considérense en este sentido los
esfuerzos de los Aliados para reclutar soldados que lucharan contra el nazismo en
la Segunda Guerra Mundial.

Puede ser que haya quien piense que el requisito del mejor de los intereses
es necesario para prevenir el mal uso de las tecnologías médicas. Debemos aceptar
este requisito dado que, en caso contrario, es más probable que terminemos
aceptando prácticas médicas indudablemente inmorales en beneficio de la
sociedad. Aunque la aceptación consensuada de intervenciones médicas
arriesgadas, pero socialmente beneficiosas, pueda ser éticamente aceptable
considerada en abstracto, no tenemos manera de aplicarla sin crear también el
riesgo de incurrir en prácticas extremas y éticamente objetables. Así pues,
deberíamos adoptar un requisito moral que excluya cualesquiera intervenciones
seriamente arriesgadas que no beneficien el interés del individuo sobre el que se
realizan.

Este razonamiento puede resultar convincente a primera vista. La historia de


la humanidad ofrece un triste registro de intervenciones médicas intrusivas y
peligrosas, y aun así errónea y coercitivamente realizadas porque eran percibidas
como portadoras de beneficios sociales: piénsese en el uso en el pasado de la
lobotomía cerebral para controlar el supuesto comportamiento antisocial, así como
en la esterilización forzosa para lograr el beneficio social de mejorar los genes de la
humanidad futura.

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Sin embargo, no está claro que la preocupación acerca de los malos usos
pasados sea lo bastante fuerte como para justificar la renuncia a los beneficios
sociales de intervenciones como la dosis única de primaquina o la castración
química inducida mediante triptorelina.

En el siglo XX, coincidiendo con el despertar de los diabólicos intentos de


lograr objetivos sociales mediante la medicina, la estricta aplicación del requisito
del mejor de los intereses podría haber sido razonable. Pero hemos recorrido desde
entonces un largo camino de progreso en el campo de la ética médica; el riesgo de
incurrir en prácticas severamente condenables es mucho menor que antes, al
menos en los países que han experimentado «una revolución en la ética médica» a
finales del siglo XX. Y hemos adquirido una mayor capacidad tecnológica para
lograr verdaderos avances sociales mediante la medicina. Es la hora de repensar el
requisito.

10 Las vacunas solo comparten estos rasgos cuando son usadas en


individuos que previsiblemente se van a beneficiar poco de la vacunación, pero
que de esa manera contribuirán a extender la inmunidad de la manada al resto de
la población.

11 Véase D. Grubin y A. Beech (2010), «Chemical castration for sex


offenders», British Medical Journal 340, 434.

12 J. K. Baird, y C. Surjadjaja (2011), «Consideration of ethics in primaquine


therapy against malaria transmission», Trends in Parasitology 27/1, 15.

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