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Comunicación y Sociedad - 9°1

EL DILEMA DE LAS REDES SOCIALES: DE USUARIOS A PRODUCTOS

En la era digital, las redes sociales han tomado un papel dominante en la vida de las personas. Nos permiten conectarnos con amigos
y familiares, compartir momentos especiales y expresar nuestras ideas al mundo. Sin embargo, detrás de la aparente camaradería
virtual, se esconde un oscuro secreto: para las redes sociales, nosotros no somos los clientes, sino los productos.

En un mundo donde la privacidad es cada vez más un bien escaso, las plataformas sociales han encontrado una manera insidiosa de
capitalizar nuestras interacciones y comportamientos. En lugar de pagar una suscripción o una tarifa por el acceso, nos encontramos
pagando con una moneda más preciada: nuestros datos personales. Cada clic, cada like y cada comentario son minuciosamente
rastreados y analizados para crear perfiles detallados que luego son vendidos a anunciantes ávidos de dirigirse a sus audiencias
precisas.

La ironía es palpable. Mientras pensamos que estamos navegando libremente por nuestras redes sociales favoritas, somos en
realidad los sujetos de un experimento psicológico masivo, diseñado para mantenernos pegados a las pantallas y consumir más
contenido. Las notificaciones, los feeds interminables y las recomendaciones personalizadas son solo algunas de las técnicas
utilizadas para mantenernos enganchados, prolongando nuestro tiempo en la plataforma y generando más oportunidades de exhibir
publicidad dirigida.

El modelo de negocio de las redes sociales, donde la atención se ha convertido en la moneda de cambio, crea un círculo vicioso.
Cuanto más tiempo pasamos en estas plataformas, más datos generamos y más valiosos nos volvemos para los anunciantes. Esto
fomenta la creación de contenido diseñado específicamente para capturar nuestra atención rápida y mantenernos desplazando el feed
infinitamente. En este proceso, nuestra experiencia en línea se convierte en una amalgama de manipulación psicológica y exposición
a mensajes publicitarios cuidadosamente elegidos.

La brecha entre lo que vemos en línea y la realidad se vuelve cada vez más amplia. Las redes sociales nos presentan una versión
idealizada de la vida de los demás, contribuyendo a la creación de una cultura de comparación constante y baja autoestima. A medida
que los algoritmos nos alimentan contenido que refuerza nuestras creencias existentes, corremos el riesgo de quedar atrapados en
burbujas de información, aislados de perspectivas divergentes y diálogos significativos.

Aunque es difícil imaginar un mundo sin redes sociales en la actualidad, es importante reconocer los peligros inherentes a este modelo
de negocio. Es imperativo que nos volvamos consumidores conscientes y críticos, que exijamos transparencia en el uso de nuestros
datos y que consideremos los costos ocultos de nuestra participación en estas plataformas.

En última instancia, debemos recordar que nuestra atención y nuestros datos son recursos valiosos. Merecemos una experiencia en
línea que no esté diseñada para explotar nuestras debilidades, sino para enriquecer nuestras vidas y fomentar conexiones genuinas.
Es hora de cuestionar el statu quo y demandar un cambio en la relación entre nosotros y las redes sociales, para que podamos
recuperar el control sobre nuestras experiencias digitales y no ser simplemente productos en manos de algoritmos insaciables.

El poder de las palabras

Días pasados en un vagón de subterráneo me tocaron como vecinos cuatro adolescentes varones
cuyas edades oscilarían entre los 18 y 22 años.
Comunicación y Sociedad - 9°1

No pude seguir el tema del múltiple diálogo, pero lo que si resonó en mis oídos como un golpe de
martillo regular y frecuente fue la palabra “boludo”. Cada uno de ellos era llamado así por el otro,
entre risotadas, exclamaciones y una evidente excitación verbal propia de la edad.

No soy una moralista, en principio no estoy en contra de las así llamadas “malas palabras” y hasta
creo que son necesarias y casi irreemplazables en determinados momentos de estallido emocional,
pero esta palabra usada de este modo por los chicos de hoy me da qué pensar.

Cuando yo tenía su edad, uno llamaba amistosamente “che”. Hace pocos años comenzó a cundir la
denominación supuestamente cariñosa de “loco”, y hoy tenemos el “b…”. Como si fuera muy natural
que uno le diga a otro de esa manera. Como si fuera muy encomiable que mis cuatro vecinos de
subterráneo fuesen cuatro “b..”, es decir, la multiplicación de “b..” por cuatro.

Cada palabra que pronunciamos es como una descarga de electricidad. Es energía y produce un
insoportable efecto sobre el medio. Ese efecto es progresivo porque se expande como la onda
alrededor de la piedra en el agua. Una palabra puede ayudar a levantarte o destruirte, eso dice la
historia de Hsien Sheng Liang. Y no hay que ser un chino para comprenderlo.

Nuestras palabras tienen un poder ilimitado. Por eso solemos decir que “el pez por la boca muere”.
Cuántas veces hacemos el gesto de “cosernos” la boca porque sabemos que con una palabra de
más o de menos puede matar o revivir a alguien; llevarlo a la guerra o a la paz, a la felicidad o a la
desdicha. “Que tus palabras sean mejores que el silencio” reza otro dicho oriental.

¿Qué país, qué sociedad va a resultar de una juventud cuyos miembros se llaman entre ellos
idiotas?... Si los chicos adoptaran otras palabras, si se dijeran “bocho” o “genio” o “as”, ¿no sería una
fórmula más feliz para un país con necesidades reales de mejorar en tantos aspectos? Seguramente
el efecto de estas palabras sería otro.
Y podríamos empezar a construir entre todos una sociedad de bochos, de genios y de ases.
Recuperar los valores. Volver a ser la clase de sociedad que dio a un San Martín, a un Sarmiento, a
un Borges o a un Fangio. Devolverles a las palabras su sentido y su poder.

Alina Diaconú. Revista Nueva

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