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1.Introducción:
A comienzos del siglo VIII, el modelo social germano-romano se extendió desde la frontera de
Escocia hasta Gibraltar y desde la costa atlántica hasta la del Adriático. Entre los años 700 y 715,
comenzó la construcción del Imperio Carolingio, con base en el reino de los Francos. Desde éste
momento se dieron varios procesos, que fueron: un cambio de las estructuras sociales mediante un
nuevo sistema denominado “sistema feudal”, una nueva síntesis cultural entre los germanos, los
latinos, etc. la debilitación del territorio sur y una nueva centralización del poder en el norte del
Imperio. La aparición del imperio Carolingio es, para muchos autores, el momento clave donde se
inicia la Edad Media.
En el siglo VI, el reino Franco se encontraba dividido entre Neustria, Austrasia y Borgoña. Los
reyes merovingios, siguiendo la tradición germánica, tenían la costumbre de dividir sus tierras entre
sus hijos, ya que carecían de un amplio sentido de república y concebían el reino más como una
propiedad privada de grandes dimensiones. Aunque, aún así, solían existir disputas con respecto al
reparto territorial. Para obtener el poder militar, los monarcas francos agasajaban a la nobleza y a
sus ejércitos privados con privilegios y tierras. Según pasó el tiempo y según pasaron los reyes
merovingios, cada vez tenían menos poder ante el creciente de los aristócratas dentro de sus
ducados. Ésto también acrecentó el poder de los “Mayordomos de Palacio”, quienes, en principio,
eran servidores del rey y responsables del palacio, pero progresivamente y a partir del siglo VII
desarrollaron un gran poder detrás del trono de Austrasia, el sector noreste del reino de los Francos.
El rey franco de la Dinastía Merovingia, Dagoberto I, consciente de la amenaza que los
Mayordomos representaban, se separó del Mayordomo “Pipino de Landen”. Sin embargo, cuando el
monarca falleció (639), el reino recayó definitivamente en manos de los mayordomos pipínidas. Los
soberanos descendientes de Dagoberto I, a menudo jóvenes, no podían reinar sin la ayuda de los
mayordomos de palacio. Éstos aprovecharon la situación para acrecentar su poder y dirigir el país
mediante el reemplazo de los soberanos (ellos nombraban a los obispos, los condes y a los duques),
además eran los encargados de firmar los acuerdos con los países vecinos y decidían y mantenían
las campañas militares. Tras el gobierno de Dagoberto I y algunos monarcas posteriores, el último
rey merovingio, Childerico III, fue encerrado en un monasterio por Pipino el Breve (751), tras lo
que, Pipino, pidió al Papa Zacarías (741-752) que le reconociese como soberano del reino franco.
Finalmente, tras haber llevado a cabo distintas estrategias, Pipino fue proclamado rey en el año 751,
para, más tarde, en el año 754, ser consagrado en la Basílica de Saint-Denis.
En el año 799, el consejero del rey, Alcuino de York, dirigió a Carlomagno una carta que defendía
su hegemonía como monarca. Para el consejero áulico, los tres poderes que gobernaban el mundo
eran “el emperador de Constantinopla, el pontífice de Roma y el rey de los francos”, y de los tres, la
situación de los dos primeros se había visto debilitada considerablemente. En Bizancio, porque la
madre del Emperador, Irene, había usurpado el trono a su hijo; en Roma, porque el Papa estaba
siendo discutido por sus enemigos políticos, que lo acusaban de corrupción. En éstas circunstancias,
solo el poder del rey franco salvo Gran Bretaña e Irlanda, se imponía sobre toda la Cristiandad
latina, por lo que se procedió a llevar acabo una renovatio Imperii romanorum en la persona de
Carlomagno. De esta forma, la noche del 25 de diciembre del año 800, en la misa del gallo, el Papa
León III, en la Catedral de San Pedro, coronó a Carlomagno, rey de los francos, como emperador
romano, convirtiéndose así en uno de los soberanos más poderosos de su tiempo. El Papa empleó,
para ésto, el ritual de coronación bizantino, pero invirtiendo su orden. Puso la corona sobre la
cabeza de Carlomagno y despué, invitó a la asamblea del pueblo y a los guerreros a aclamarlo. El
orden escogido por el papa fijó para la posteridad la imagen del pontífice que concede el Imperio.