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OBLIGATORIA
Y EXISTENCIA LESBIANA
Adrienne Rich
Tí tu l o : H et ero sexua li dad o bli g at ori a y exi ste nc i a l e sbi ana
Autora: Ad ri e n n e R i c h
E s t e m at e r i al fu e i m p reso
y co nfecci onad o p o r
7
heterosexualidad obligatoria– se están viendo fortalecidas por la le-
gislación, por los mandatos religiosos, por las imágenes de los medios
de comunicación y por los esfuerzos de la censura. En una economía
que va a peor, la madre sola que intenta mantener a sus criaturas
tiene que hacer frente a la feminización de la pobreza, que Joyce
Miller, de la Coalición Nacional de Mujeres Sindicalistas (National
Coalition of Labor Union Women), ha denominado uno de los princi-
pales problemas de los años ochenta. La lesbiana que no se disfrace
se encuentra con la discriminación laboral y el acoso y la violencia en
la calle. Incluso en instituciones de inspiración feminista, como las
casas de acogida de mujeres maltratadas y los programas de Estu-
dios de Mujeres, a las abiertamente lesbianas se las despide y a las
otras se les aconseja que se mantengan en la sombra. Refugiarse en
la igualdad –la asimilación para quien pueda con ella– es la respues-
ta más pasiva y debilitante a la represión política, a la inseguridad
económica y a un nuevo levantar la veda contra la diferencia.
Quiero señalar que, en este tiempo, se ha ido amontonando in-
formación sobre la violencia masculina contra las mujeres, espe-
cialmente dentro de casa. Al mismo tiempo, al ámbito de la escri-
tura que trata de la relación entre mujeres y de la identificación
entre mujeres como esencial para la supervivencia femenina, ha
ido llegando una corriente continua de textos y de críticas proce-
dentes de mujeres de color en general y de lesbianas de color en
particular (son estas últimas un grupo que está siendo borrado
más radicalmente incluso de la investigación feminista académi-
ca, por el doble sesgo de racismo y de homofobia).1
[1] Véase, por ejemplo, Paula Gunn Alien, The Sacred Hoop: Recove ring the Feminine in Ameri-
can indian Traditions (Boston: Beacon, 1986); Beth Brant, ed., A Gathering of Spirit: Writing and
Art by North American Indian Women (Montpelier, Vt.: Sinister Wisdom Books, 1984), Gloria An-
zaldúa y Cherrie Moraga, eds., This Bridge Calleo My Back: Writings by Radical Women of Color
(Watertown, Mass.: Persephone, 1981; distribuido por Kitchen Table / Women of Color Press,
Albany, N.Y.); J,R. Roberts, Black Lesbians: An Annotated Bibiiography (Tallahassee, Fia.: Naíad,
1981); Barbara Smith, ed., Home Girls: A Black Feminist Anthology (Albany, N.Y.: Kitchen Table /
Women of Color Press, 1984). Como indican Lorraine Bethel y Barbara Smith en «Conditions» 5
The Black Women’s Issue (1980), gran parte de la narrativa negra femenina trata de relaciones
primarias entre mujeres. Quiero citar aquí la obra de Ama Ata Aidoo, Toni Cade Bambara, Buchi
Emecheta, Bessie Head, Zora Neale Hurston, Alice Walker, Donna Allegra, Red Jordán Aroba-
teau, Audre Lorde, Ann Alien Shockley, que, entre otras, escriben directamente como lesbianas
negras. Sobre narrativa de otras lesbianas de color, véase Elly Bulkin, ed., Lesbian Fiction: An
Anthology (Watertown, Mass.: Persephone, 1981). Véase también, sobre la existencia lesbiana
8 ADRIENNE RICH
Ha habido recientemente, entre feministas y lesbianas, un in-
tenso debate en torno a la sexualidad femenina, con líneas a me-
nudo furibundas y amargas, con palabras clave como sadomaso-
quismo y pornografía, definidas de modos distintos según quién
hablara. La hondura de la rabia y del miedo de las mujeres en lo
relativo a la sexualidad y su relación con el poder y el dolor son
reales, incluso cuando el diálogo suena simplista, farisaico o como
monólogos en paralelo.
A consecuencia de todos esos cambios, hay partes de este artículo
que expresaría de otra manera, matizaría o ampliaría si lo escri-
biera hoy. Pero sigo pensando que las feministas heterosexuales
sacarán fuerza política para cambiar si toman una postura crítica
ante la ideología que exige la heterosexualidad, y que las lesbianas
no pueden dar por supuesto que no nos afectan esa ideología y las
instituciones que en ella se fundan. No hay nada en esa ideología
que nos obligue a pensarnos como víctimas, como si nos hubieran
lavado el cerebro o fuéramos del todo impotentes. La coerción y la
obligación están entre las condiciones en las que las mujeres hemos
aprendido a reconocer nuestra fuerza. La resistencia es un tema
importante en este artículo y en el estudio de la vida de las muje-
res, si sabemos qué es lo que buscamos.
judía actual, Evelyn Torton Beck, ed,, NiceJewish Girls: A Lesbian Anthoiogy (Watertown, Mass.:
Persephone, 1982; distribuida por Crossing Press, Trumansburg, N.Y., 14886); Aüce Bloch, Lifeti-
me Guarantee (Watertown, Mass.: Persephone, 1982); y Melanie Kaye–Kantrowitz y Irena Klep-
tisz, eds., The Tribe ofDina: A Jewish Women’s /Whofogy (Montpelier, Vt.: Sinister Wisdom Books,
1986). La primera formulación que conozco de la heterosexualidad como institución salió en la
revista feminista lesbiana «The Furies», fundada en 1971. Una colección de artículos de esa revis-
ta en Nancy Myron y Charlotte Bunch, eds,, Lesbianism and the Women’s Movement (Oakland,
Calif.: Diana Press, 1975; distribuida por Crossing Press, Trumansburg, N.Y., 14886).
[2] Alice Rossi, Children and Work in the Lives of Women, conferencia dada en la Universidad
de Arizona, Tucson, en febrero de 1976.
[3] Doris Lessing, El cuaderno dorado, trad. de Helena Valentí, Barcelona: Noguer 1978, 469.
10 ADRIENNE RICH
vida alternativo » o aludir formalmente a las lesbianas. Hace ya
mucho que es necesaria una crítica feminista de la orientación he-
terosexual obligatoria para las mujeres. En este artículo de explo-
ración, intentaré mostrar por qué. Empezaré por los ejemplos, cri-
ticando brevemente cuatro libros publicados en los últimos años,
escritos desde puntos de vista y orientaciones políticas distintas,
pero todos concebidos, y acogidos favorablemente, como feminis-
tas.4 Todos parten del principio básico de que las relaciones socia-
les entre los sexos están en desorden y son extremamente proble-
máticas, cuando no paralizadoras, para las mujeres; todos buscan
vías de cambio. He aprendido más de unos de esos libros que de
otros, pero una cosa tengo clara: todos ellos habrían sido más pre-
cisos, más potentes, una fuerza más auténtica para cambiar si la
autora hubiera tratado de la existencia lesbiana como realidad y
como fuente de conocimiento y de poder disponible para las muje-
res, o de la institución misma de la heterosexualidad como avan-
zadilla del dominio masculino.5 En ninguno de ellos se plantea
(Nueva York: Viking, Grossman, 1976), observa con precisión que «no es que el feminismo
haya producido más lesbianas. Siempre ha habido muchas lesbianas, a pesar de los altos
niveles de represión; y la mayoría de las lesbianas viven la experiencia de su preferencia
sexual como innata» (p. 410). [A.R., 1986: Es un placer poner al día el primer dato de esta
nota. «The New» Our Bodies, Ourselves (Nueva York: Simón and Schuster, 1984) contiene un
capítulo ampliado sobre Lovlng Women: Lesbian Life and Relationships y además destaca
en todas partes las opciones a favor.de mujeres, en términos de sexualidad, atención a la
salud, familia, política, etc.]
12 ADRIENNE RICH
escrito con una inteligencia feminista tan lúcida, que no paré de
esperar, al leerlo, que se examinara la proscripción básica del les-
bianismo. Nunca llegó.
Esto no puede ser debido a falta de información. Gay American
History de Jonathan Katz nos dice que ya en 1656 la colonia de
New Haven decretó la pena de muerte para las lesbianas.6 Katz
aporta mucha documentación sugerente sobre el «tratamiento» (o
tortura) de las lesbianas por la profesión médica en los siglos XIX y
XX. La obra reciente de la historiadora Nancy Sahli testimonia la
penalización de las amistades intensas entre mujeres universita-
rias durante el paso al presente siglo.7 El irónico título Por su pro-
pio bien puede que se refiriera sobre todo al imperativo económico
a la heterosexualidad y el matrimonio y a las sanciones impuestas
contra las mujeres solteras y viudas, dos tipos vistos entonces y
ahora como anormales. Y, sin embargo, en esta visión general mar-
xista feminista y con frecuencia lúcida de las disposiciones mascu-
linas sobre la salud mental y física de las mujeres, la economía de
la heterosexualidad normativa se queda sin analizar.8
De los tres libros fundados en el psicoanálisis, uno, Toward a New
Psychology of Women, de Jean Baker Miller, está escrito como si
las lesbianas sencillamente no existieran, ni siquiera como seres
marginales. Dado el título de Miller, lo encuentro asombroso. De
todos modos, lo favorable de las reseñas que el libro ha recibido
en revistas feministas, incluidas Signs y Spokeswoman, sugieren
que los presupuestos heterocéntricos de Miller son ampliamente
compartidos. En The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arran-
gements and the Human Malaise, Dorothy Dinnerstein argumen-
ta apasionadamente en favor de que hombres y mujeres compar-
tan las tareas de crianza y de que se ponga término a lo que ella
percibe como simbiosis masculina/femenina de «organización de
género», que ella considera que está llevando a la especie humana
[6] Jonathan Katz, ed., Gay American History: Lesbians and Gay Men in the U.S.A. (Nueva
York: Thomas Y. Crowell, 1976).
[7] Nancy Sahli, Smasftinc Women’s Relationships before the Fall, «Chrysalis: A Magazine of
Women’s Culture» 8 (1979) 17–27.
[8] Este es un libro que yo he apoyado públicamente. Lo seguiría haciendo, aunque con
la reserva citada. Sólo cuando empecé a escribir este artículo me di del todo cuenta de lo
enorme que es la cuestión que el libro de Ehrenreich y English no plantea.
[9] Véase, por ejemplo, Kathleen Barry, Female Sexual Slavery (Englewood Cliffs, N.J.: Prentice
Hall, 1979) [trad. Barcelona: La Sal, 1988]; Mary Daly, Gyn/Ecoiogy: The Metaethics of Radical
Feminism (Boston: Beacon, 1978); Susan Griffin, Woman and Nature: The noaring inside Her
(Nueva York: Harper & Row, 1978); Diana Russell y Nicole van de Ven, eds., Proceedings of the
International Tribunal of Crimes against Women (Millbrae, Calif.: Les Femmes, 1976); y Susan
Brownmiller, Against Our Will: Men, Women, and nape (Nueva York: Simón and Schuster, 1975)
[trad. Barcelona: Planeta, 1981]; «Aegis: Magazine on Ending Violence against Women» (Femi-
nist Alliance against Rape, P.O. Box 21033, Washington, D.C. 20009). [A.R., 1986: En los años
ochenta se han publicado obras sobre el incesto y sobre el maltrato a mujeres que no cité en
este texto. Véase Florence Rush, The Bestkept Secret (Nueva York: McGraw–Hill, 1980); Louise
Armstrong, Kiss Daddy Goodnighi: A Speakout on Incest (Nueva York: Pocket Books, 1979);
Sandra Butler, Conspiracy of Silence: The Trauma of Incest (San Francisco: New Glide, 1978);
F. Delacoste y F. Newman, eds., Fight Backl: Feminist Resistance to Male Violence (Minneapo-
lis: Ciéis Press, 1981); Judy Freespirit, Daddy’s Girl: An Incest Survivor’s Story (Langlois, Ore.:
Diaspora Distribution, 1982); Judith Hermán, Father–Daughter Incest (Cambridge, Mass.: Har-
vard University Press, 1981); Toni McNaron y Yarrow Morgan, eds., Voices in the Night: Women
Speaking about Incest (Minneapolis: Ciéis Press, 1982); y la rica, polifacética y útil recopilación
de artículos, estadísticas, listados y hechos Battered Women’s Directory, de Betsy Warrior (que
antes llevaba e! título: Working on Wife Abuse), 8a ed. (Cambridge, Mass.: 1982).
14 ADRIENNE RICH
«Separadas, las mujeres podrían, en principio, ponerse a apren-
der desde cero, incontaminadas por las ocasiones de esquivar esta
tarea que la presencia de los hombres ha ofrecido hasta ahora,
qué es la humanidad auto creadora intacta.»10 Frases como «hu-
manidad auto–creadora intacta» obscurecen la cuestión de lo que,
en realidad, han planteado las numerosas formas de separatismo
femenino. El hecho es que mujeres de todas las culturas y a lo lar-
go de toda la historia han emprendido la tarea de una existencia
independiente, no heterosexual, conectada con mujeres, hasta el
punto permitido por su contexto, a menudo creyendo que eran «las
únicas» que lo habían hecho hasta entonces. La han emprendido
a pesar de que pocas mujeres han estado en una situación econó-
mica que les permitiera rechazar abiertamente el matrimonio, y a
pesar de que los ataques contra las mujeres no casadas han ido de
la difamación y la burla al ginecocidio deliberado, pasando por la
quema en la hoguera y la tortura de millones de viudas y de sol-
teronas durante las persecuciones contra las brujas en la Europa
de los siglos XV, XVI y XVII.
Nancy Chodorow se acerca al borde al reconocimiento de la exis-
tencia lesbiana. Como Dinnerstein, Chodorow cree que el hecho de
que las mujeres, y sólo las mujeres, sean las responsables del cui-
dado de la infancia según la división sexual del trabajo, ha llevado
a toda una organización social de desigualdad de género, y que los
hombres, además de las mujeres, tienen que convertirse en cuida-
dores primarios de la infancia si ha de modificarse esa desigualdad.
Cuando examina, desde una perspectiva psicoanalítica, cómo afec-
ta al desarrollo psicológico de niñas y niños el que hagan de madres
las mujeres, aporta testimonios de que los hombres son «emotiva-
mente secundarios» en las vidas de las mujeres, de que «las muje-
res tienen un mundo interior vivo más rico en que refugiarse... los
hombres no llegan a ser tan importantes emocionalmente para las
mujeres como las mujeres para los hombres.»11 Esto alargaría hasta
finales del siglo XX los hallazgos de Smith–Rosenberg sobre el cen-
trarse emocionalmente las mujeres en mujeres durante los siglos
XVIII y XIX. «Emocionalmente importante» puede, por supuesto,
[12] Ibid198–199.
[13] Ibid., 200.
16 ADRIENNE RICH
intenta recrear su propia intensa relación con su madre. Me pa-
rece que, sobre la base de sus propios descubrimientos, Chodorow
nos lleva implícitamente a concluir que la heterosexualidad no es
para las mujeres una «preferencia», que, como mínimo, separa lo
erótico de lo Emotivo de una manera que a las mujeres les pare-
ce empobrecedora y dolorosa. Y, sin embargo, su libro contribuye
a imponerla. Al ignorar las formas ocultas de socialización y las
presiones que abiertamente han canalizado a las mujeres hacia el
matrimonio y el amor heterosexual, presiones que van de la venta
de hijas a los silencios de la literatura o las imágenes de la televi-
sión, ella, como Dinnerstein, se queda bloqueada en el intento de
reformar una institución hecha por hombres –la heterosexualidad
obligatoria– como si, a pesar de los profundos impulsos emotivos y
las complementariedades que atraen a las mujeres hacia mujeres,
hubiera una inclinación heterosexual místico–biológica, una «pre-
ferencia» u «opción» que les lleva a las mujeres hacia los hombres.
Además, se entiende que esta «preferencia» no requiere explica-
ción, a no ser mediante la tortuosa teoría del complejo femenino de
Edipo o de la necesidad de reproducir la especie. Es la sexualidad
lesbiana (corriente e incorrectamente «incluida» en la homosexua-
lidad masculina) la que es percibida como necesitada de explica-
ción. Este asumir la heterosexualidad femenina me parece de por
sí notable: es una suposición enorme, para haberse deslizado tan
calladamente en los cimientos de nuestro pensamiento.
Una ampliación de este supuesto es esa afirmación, frecuente-
mente oída, que dice que en un mundo de auténtica igualdad, en
que los hombres fueran no opresores y nutricios, todo el mundo
sería bisexual. Semejante noción desdibuja y sentimentaliza la
realidad en la que las mujeres hemos experimentado la sexua-
lidad; es un salto liberal por encima de los trabajos y las luchas
de aquí y ahora, el proceso continuo de definición sexual que
generará sus propias posibilidades y opciones. (También da por
supuesto que las mujeres que han escogido mujeres no lo han he-
cho más que porque los hombres son opresores o no disponibles
emocionalmente, lo cual sigue dejando sin explicar por qué hay
mujeres que siguen teniendo relaciones con hombres opresores
y/o emocionalmente insatisfactorios). Lo que sugiero es que la
heterosexualidad, como la maternidad, necesita ser reconocida
y estudiada en tanto que institución política, incluso, o especial-
II
18 ADRIENNE RICH
contemporáneas que querría utilizar como marco: «la capacidad de
los hombres de negarles a las mujeres una sexualidad o de impo-
nerla sobre ellas; de forzar o explotar su trabajo para controlar su
producto; de controlar o usurparles sus criaturas; de confinarlas
físicamente e impedirles el movimiento; de usarlas como objetos
en transacciones entre hombres; de limitar su creatividad; o de
privarles de amplias áreas del conocimiento social y de los descu-
brimientos culturales.»14 (Gough no considera que estos rasgos de
poder impongan específicamente la heterosexualidad, sino sólo que
producen desigualdad sexual). Presento seguidamente las palabras
de Gough en cursiva; la elaboración de cada una de sus categorías,
entre paréntesis, es mía.
Entre las características del poder masculino se incluye el poder
de los hombres:
[14] Kathieen Gough, The Oríginof the Family, en Rayna[Rapp]Reiter,ed., Towardan Anthro-
pology of Women (Nueva York: Monthly Review Press, 1975) 69–70.
[15] Barry, 216–219.
[16] Anna Demeter, Legal Kidnappíng (Boston: Beacon, 1977), p. XX, 126–128.
[17] Daly, 139–141, 163–165.
20 ADRIENNE RICH
7. limitar su creatividad – [persecuciones de brujas como campa-
nas contra las comadronas y las sanadoras y como pogrom contra
las mujeres independientes y «no asimiladas»;18 definición de los
objetivos masculinos como más valiosos que los femeninos en cual-
quier cultura, de modo que los valores culturales se conviertan en
personificaciones de la subjetividad masculina; la restricción de la
autorrealización femenina al matrimonio y !a maternidad; la ex-
plotación sexual de las mujeres por profesores y artistas hombres;
el desbaratamiento social y económico de las aspiraciones crea-
tivas de las mujeres;19 la cancelación de la tradición femenina]20
[18] Barbara Ehrenreich y Deirdre English, Witches, Midwives and Nurses: A History of Wo-
men Heaiers (Oíd Westbury, N.Y.: Feminist Press, 1973) [trad. Barcelona: La Sal, 1981]; Andrea
Dworkin, Woman Hating (Nueva York: Dutton, 1974) 118–154; Daly, 178–222.
[19] Véase Virginia Woolf, A Room of One’s Own (Londres: Hogarth, 1929) [trad. Barcelona: Seix
y Barral, 1989], e Id., Three Guineas (Nueva York: Harcourt Brace, [1938] 1966) [trad. Barcelona:
Lumen, 1983]; Tillie Olsen, Siíences (Boston: Delacorte, 1978); Michelle Cliff, The Resonance of
Interruption, «Chrysalis: A Magazine of Women’s Culture» 8 (1979) 29–37.
[20] Mary Daly, Beyond God the Father (Boston: Beacon, 1973) 347–351; Olsen, 22–46.
[21] Daly, Beyond God the Father, 93.
[22] Fran P. Hosken, The Violence of Power: Genital Mutilation of Pernales, «Heresies: A Femi-
nist Journal of Art and Politics» 6 (1979) 28–35; Ftussell y Van de Ven, 194–195. [A.R., 1986:
Véase especialmente Circumcision of Gírls, en NawaI El Saadawi, The Hidden Face of Eve:
Women in the Arab World (Boston: Beacon, 1982) 33–43]
22 ADRIENNE RICH
y la violencia y que, para las mujeres, el sexo es esencialmente
masoquista, la humillación placentera, y el abuso físico, erótico.
Pero al lado de este mensaje va otro que no siempre es reconocido:
que la sumisión obligada y el uso de la crueldad, si se producen
dentro de la pareja heterosexual, son sexualmente «normales»,
mientras que la sensualidad entre mujeres, incluidos el respeto y
la reciprocidad eróticas, son «raras», «enfermizas», y o realmente
pornográficas o no muy excitantes comparadas con la sexualidad
del látigo y de la humillación.24 La pornografía no se limita a crear
un clima en el cual resultan intercambiables el sexo y la violen-
cia; amplía la gama de conductas consideradas aceptables para
los hombres en la relación heterosexual, conductas que una y otra
vez despojan a las mujeres de su autonomía, dignidad, potencial
sexual, incluido el potencial de amar y ser amadas por mujeres en
la reciprocidad y la integridad.
En su excelente estudio Sexual Harassment of Working Women:
A Case of Sex Discrimination, Catharine A. MacKinnon configura
la interconexión entre la heterosexualidad obligatoria y la econo-
mía. En el capitalismo, las mujeres son segregadas horizontal-
mente por género y ocupan una posición estructuralmente inferior
en el lugar de trabajo. Esto no es nada nuevo, pero MacKinnon
plantea la pregunta de por qué, aunque el capitalismo «requiera
que un grupo de individuos ocupe puestos de poco prestigio y bajo
salario..., esas personas tienen que ser biológicamente mujeres»,
y señala que «el hecho de que los dadores de empleo hombres no
suelan contratar a mujeres cualificadas, a pesar de que podrían
pagarles menos que a los hombres, sugiere que hay en juego algo
más que el beneficio» [mi subrayado].25 Cita gran cantidad de ma-
terial que prueba que las mujeres no sólo están segregadas en em-
pleos mal pagados del sector servicios (como secretarias, criadas,
enfermeras, mecanógrafas, telefonistas, cuidadoras de criaturas,
camareras) sino que «la sexualización de la mujer» es parte del
trabajo. Es esencial e intrínseca a la realidad económica de las
24 ADRIENNE RICH
en el dominio de «lo violento», permite estar en contra de ella sin
cuestionar hasta qué punto la institución de la heterosexualidad ha
definido la fuerza como una parte normal de «los preliminares».28
«Nunca se pregunta sí, en condiciones de supremacía masculina,
tiene sentido la noción de «consentimiento».29
El hecho es que el lugar de trabajo, entre otras instituciones so-
ciales, es un lugar en el que las mujeres han aprendido a aceptar
la violación por los hombres de sus confines psíquicos y físicos a
cambio de supervivencia; donde las mujeres han sido educadas –
tanto por la literatura romántica como por la pornografía– a au-
topercibirse como presa sexual. Una mujer que quiera eludir esas
agresiones casuales junto con la discriminación económica, es fácil
que recurra al matrimonio como forma de protección deseada, sin
llevar al matrimonio ni poder económico ni social, de modo que se
incorpora a esta institución desde una posición también desventa-
josa. Por último, pregunta MacKinnon: “¿Y si la desigualdad fuera
intrínseca a las concepciones sociales de la sexualidad masculina
y femenina, de la masculinidad y de la feminidad, del erotismo y
del atractivo heterosexual? Los incidentes de acoso sexual sugie-
ren que el propio deseo sexual masculino puede ser excitado por
la vulnerabilidad femenina... A los hombres les parece que pueden
aprovecharse, de modo que todos quieren, y lo hacen. El análisis del
acoso sexual, precisamente porque los episodios parecen un lugar
común, obliga a afrontar el hecho de que la relación sexual se da
normalmente entre desiguales económica (y físicamente)... el re-
quisito aparentemente legal de que la violación de la sexualidad de
las mujeres quede fuera de lo corriente para que sea castigada, con-
tribuye a evitar que las mujeres definan las condiciones corrientes
de su propio consentimiento.”30
Dada la naturaleza y el alcance de las presiones heterosexua-
les –la «erotización cotidiana de la subordinación de las mujeres»,
[28] MacKinnon, 219. Escribe Susan Schechter: «La promoción de la unión heterosexual a
cualquier precio es tan intensa que... se ha convertido en una fuerza cultural por sí misma
que produce los maltratos. La ideología del amor romántico y su celosa posesión de la pa-
reja como propiedad proporcionan el escenario de lo que puede transformarse en abusos
graves» («Aegis: Magazine on Ending Violence against Women» [julio–agosto 1979] 50–51).
[29] MacKinnon, 298.
[30] Ibid., 220.
26 ADRIENNE RICH
diciones, sea por presión social, dificultades económicas, error de
confianza o ansia de afecto, no pueden salir; y donde están someti-
das a violencia y explotación sexual.»33 Aporta una amplia gama de
ejemplos concretos, no sólo de la existencia de un difundido tráfico
internacional de mujeres, sino también de cómo funciona, ya sea en
forma de una rubia pasada por el «tubo de Minnesota», de chicas
del medio Oeste que se escapan de casa para irse a Times Square,
o de compraventa de jóvenes rurales pobres de Latinoamérica o del
Sudeste de Asia, o proporcionando maisons d’abattage a trabajado-
ras emigrantes en el distrito dieciocho de París. En vez de «acusar
a la víctima» o de intentar diagnosticarle una supuesta patología,
Barry enfoca con claridad la patología misma de la colonización
sexual, la ideología del «sadismo cultural» representada por la in-
dustria pornográfica y por la identificación generalizada de las mu-
jeres como «seres primariamente sexuales cuya responsabilidad es
el servicio sexual de los hombres.»34
Barry configura lo que ella llama una «perspectiva de dominio
sexual» a través de cuya lente el abuso sexual y el terrorismo de
los hombres contra las mujeres han sido hechos casi invisibles,
tratándolos como algo natural e inevitable. Desde este punto de
vista, las mujeres son consumibles mientras puedan ser satisfe-
chas las necesidades sexuales y emocionales del varón. El obje-
tivo político de su libro es sustituir esta perspectiva de dominio
por una medida universal de libertad básica para las mujeres,
libertad de la violencia específica de género, de las restricciones
de movimientos y del derecho masculino de acceso sexual y emo-
cional. Como Mary Daly en Gyn/Ecology, Barry rechaza las racio-
nalizaciones estructuralistas y otros relativismos culturales de la
tortura sexual y de la violencia contra las mujeres. En el primer
capítulo, pide a quienes la lean que rechacen toda escapatoria fá-
cil en la ignorancia y la negación. «La única manera de salir del
escondite, de quebrar las defensas que nos paralizan, es saberlo
todo, todo el alcance de la violencia sexual y del dominio de las
mujeres... Sabiendo, afrontándolo directamente, podremos apren-
[35] Ibid., 5.
[36] Ibid., 100. [A.R., 1986: Esta afirmación ha sido entendida en el sentido de que sostiene que
«todas las mujeres son víctimas» pura y simplemente, o de que «la heterosexualidad equivale
a esclavitud sexual»; yo diría, más bien, que a todas las mujeres les afectan, aunque de modo
diverso, las actitudes y prácticas deshumanizadoras dirigidas a las mujeres como grupo.]
28 ADRIENNE RICH
dando cuenta de sus propios y crecientes deseos sexuales... se aleja
de sus relaciones con amigas, hasta entonces primordiales. Al pasar
a un plano secundario, al disminuir su importancia en su vida, su
propia identidad asume también un papel secundario y se identifica
cada vez más con lo masculino.»37
Tenemos todavía que preguntarnos por qué algunas mujeres
nunca se alejan, ni siquiera temporalmente, de sus «relaciones
hasta entonces primordiales» con otras mujeres. Y ¿por qué se
da la identificación con lo masculino –la configuración de los pro-
pios vínculos sociales, políticos e intelectuales con hombres –entre
sexual– mente lesbianas de toda la vida? La hipótesis de Barry
nos lanza a nuevas preguntas, pero aclara la diversidad de formas
en que se presenta la heterosexualidad obligatoria. En la místi-
ca del impuso sexual masculino que todo lo puede y todo lo con-
quista, del pene–con–vida–propia, se enraíza la ley del derecho
sexual masculino sobre las mujeres, que justifica, por una parte,
la prostitución como presupuesto cultural universal y, por otra,
defiende la esclavitud sexual dentro de la familia con el pretexto
de la «intimidad familiar e irrepetibilidad cultural».38 El impulso
sexual masculino adolescente, que, como les enseñan tanto a las
como a los jóvenes, cuando se dispara no puede ni hacerse respon-
sable de sí mismo ni aceptar un no como respuesta, se convierte,
en opinión de Barry, en la norma y razón de la conducta sexual
masculina adulta: una condición de desarrollo sexual atrofiado.
Las mujeres aprenden a aceptar como natural la inevitabilidad de
este «impulso» porque lo reciben como dogma. De ahí, la violación
marital; de ahí, la esposa japonesa que hace resignadamente la
maleta de su marido para que se vaya a pasar un fin de semana en
los burdeles kisaeng de Taiwán; de ahí, el desequilibrio de poder,
tanto psicológico como económico, entre marido y mujer, emplea-
dor y trabajadora, padre e hija, profesor y alumna.
«El efecto de la identificación con lo masculino consiste en: hacer
propios los valores del colonizador y participar activamente en el
proceso de la propia colonización y de la del propio sexo... La iden-
tificación con lo masculino es el acto mediante el cual las mujeres
30 ADRIENNE RICH
de las mujeres. La enormidad del número de hombres dedicados
a estas prácticas debería motivar la declaración de una situación
de emergencia internacional, de una crisis en la violencia sexual.
Pero lo que debería de ser motivo de alarma es, en cambio, acep-
tado como relación sexual normal.»41
Susan Cavin, en una tesis rica y provocadora, aunque altamente
especulativa, sugiere que el patriarcado llega a ser posible cuando
la banda femenina originaria, que incluye a las criaturas pero ex-
cluye a los adolescentes varones, es invadida y dominada numé-
ricamente por hombres; que la violación de la madre por el hijo,
y no el matrimonio patriarcal, se convierte en el primer acto de
dominio masculino. El primer paso, o palanca, que hace posible
que esto ocurra, no es un simple cambio de la tasa de masculini-
dad; lo es también el vínculo madre–hijo, manipulado por los ado-
lescentes varones con el fin de seguir estando dentro de la matriz
después de la edad de exclusión. Se utiliza el afecto materno para
imponer el derecho masculino de acceso sexual que, sin embargo,
a de ser sustentado a partir de entonces por la fuerza (o mediante
el control de la conciencia), puesto que el vínculo adulto originario
profundo es el de la mujer hacia la mujer.42 Considero esta hi-
pótesis extremamente sugerente, puesto que una forma de falsa
conciencia que contribuye a la heterosexualidad obligatoria es el
mantenimiento de una relación madre–hijo entre mujeres y hom-
bres, incluida la demanda de que las mujeres proporcionen solaz
maternal, nutran sin cuestionar nada y muestren compasión ha-
cia sus acosadores, violadores y agresores (además de hacia los
hombres que pasivamente las vampirizan).
Pero sean cuales sean sus orígenes, cuando miramos dura y cla-
ramente el alcance y el nivel de elaboración de las medidas dise-
ñadas para mantener a las mujeres dentro de un contexto sexual
masculino, resulta inevitable preguntarse si la cuestión que las
feministas tienen que plantearse no es la simple «desigualdad de
género» o el dominio masculino de la cultura o los meros «tabús
contra la homosexualidad», sino la imposición sobre las mujeres
32 ADRIENNE RICH
heterosexualidad como «preferencia» u «opción» para las mujeres
–y hacer el trabajo intelectual y emocional que viene después– se
requerirá una calidad especial de valentía en las feministas hetero-
sexualmente identificadas, pero creo que los beneficios serán gran-
des: una liberación del pensamiento, un explorar caminos nuevos,
el desmoronarse de otro gran silencio y una claridad nueva en las
relaciones personales.
Cuentos completos I
ePub r1.0
Moro 23.07.13
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Título original: Cuentos completos I
Silvina Ocampo, 1999
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Carta perdida en un cajón
¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas
entre las líneas del libro que leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los
objetos que miro? No me parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea
igual al tuyo. Sospecho que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del
mío, que el ángel guardián de tu infancia no se parecía al mío. Como si se tratara de
alguien que hubiera entrevisto en la calle, me parece que no nos hemos conocido en
la infancia y que aquella época hubiera sido mero sueño. Pensar de la mañana a la
noche y de la noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en esa
manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier trabajo. A veces, al oír
pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir. Imagino las frases que dices, los
lugares que frecuentas, los libros que te gustan. En medio de la noche, me despierto
con sobresaltos preguntándome: «¿dónde estará esa bestia?» o «¿con quién estará?»
A veces, con mis amigos, llevo el diálogo a temas que fatalmente atraen comentarios
sobre tu modo de vivir, sobre las particularidades de tu carácter, o bien paso por la
puerta de tu casa, perdiendo un tiempo infinito en esperarte para ver a qué horas sales
o cómo te has vestido. Ningún amante habrá pensado tanto en su amada como yo en
ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel de tus brazos oscura en los
pliegues del codo o en el cuello como arena húmeda. «¿Será suciedad?», pienso,
esperando con un defecto nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable.
Podría dibujar tu cara con los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus
líneas: me guardaré de hacerlo, pues temo mejorar tus facciones o divinizar la
expresión un poco bestial de tus mejillas prominentes. Será una mezquindad de mi
parte, pero todas mis mezquindades te las debo a ti. Después de nuestra infancia, que
transcurrió en un colegio que fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y
dormíamos en el mismo dormitorio, podría enumerar algunos furtivos encuentros: un
día en el andén de una estación, otro día en una playa, otro día en un teatro, otro día
en la casa de unos amigos. No olvidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los
otros, pero el último me parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en
aquella casa perdí por la fracción de un segundo el conocimiento. Tus pies lascivos
estaban desnudos. Pretender describir la impresión que me causaron las uñas de tus
pies sería como pretender reconstruir el Partenón. Creo, sin embargo, que en la
infancia tuve el presentimiento de todo lo que iba a sufrir por ti. Oí a mi madre
pronunciar tu nombre cuando entramos a visitar por primera vez aquel colegio donde
había en el jardín tantos jaracandas en flor y aquellas dos estatuas sosteniendo globos
Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en
persona cuando charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan,
como decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin
quitarle algo de su gracia.
Me decía:
—Piluca, haceme un vestido peligroso.
Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso,
hacía cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin
contar cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que
daba miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor
era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la
niña vivía para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse
y perfumarse; en seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas
menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en la iglesia rezando.
Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le
dije, de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido.
Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente
asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y
había que prender con alfileres, sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco
delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en la
entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un
bigotudo, frente al espejo miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres,
la primera vez me dijo:
—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.
Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:
—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?
Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los
alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona
no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y
que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.
Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el diario.
Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por
el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula.
Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un
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cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más
quería? Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me
daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella
nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz,
pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo
para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la
había abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es
ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?
Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser
eléctrica estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas
de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón de carreteles de
sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran
un amor, brillaban en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de
trabajo no parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada.
Hay bondades que matan, como dije anteriormente; son como una pistola al
pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el
modelo —rogaba la Artemia.
—Pero niña, no tengo tiempo.
—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.
—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar—.
Me tenía dominada. A veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos
desteñidos por la luz, para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba.
Llevaba siempre su estampita en mi bolsillo.
La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen
que la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin
embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea propia, sus vestidos, ya lo
dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo cortaba
cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré
gotas de sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás
extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y
rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran
escote por donde me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus
pechos. Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que
comprar la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper,
no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía una
reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían como en una
compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta de calle y
después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que admirar la silueta
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envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a regañadientes yo le había
cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi, estaba
demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando.
Una muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la dejaron
inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un jumper
de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente
descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una
amiguita o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una
muchacha de Budapest que no había conocido. ¡Qué sensibilidad!
—Debió de sucederme a mí —me contestó, enjugándose las lágrimas.
—Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer
sacrificarse por la humanidad.
—Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba
esa mujer. El jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí.
No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una
tacita de tilo.
Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para
que se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:
—¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!
—¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no
contestaba, prosiguió: —¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para
mostrarlo, acaso?
Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la
antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero.
—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los
demás.
—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a
cambiar. Ayúdeme, entonces —me dijo.
El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa
negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como
el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies
perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al
menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando
terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al
espejo, viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se
transparentaba a través de la gasa. Le pregunté:
—¿Cómo le hago el viso?
—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está
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muy anticuada.
Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor,
no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en
toda la santa noche.
Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en
una mano, mientras con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en
Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres
de la mañana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con
manos y pies pintados.
La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla.
—No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien —exclamó
sacudiendo la cabeza.
—Pero, niña, no diga esas cosas.
—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
—¿Qué éxito es ése? No es nada de envidiar.
—No me entiende, Régula.
—Llámeme Piluca y no se enoje.
El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color
de carne, que representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse
todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo,
Régula Portinari, metida en ésas; no parecía posible.
Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero
no sabía los efectos que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir.
Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro
nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos,
piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso.
Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie
vio salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al
menor movimiento. Le previne:
—Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario,
sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza
de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que
la ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido
era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían
abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre.
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Una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban.
En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una
camisa a cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito,
me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda bien el pantalón?
Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que
no volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche
patrullero de la policía estaba estacionado frente a la puerta. Ese silencio, esa luz
cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios:
Una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en
una calle oscura y después la acuchillaron por tramposa.
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Cuadernos LIRICO
Revista de la red interuniversitaria de estudios sobre las
literaturas rioplatenses contemporáneas en Francia
16 | 2017
Esnobismos
La política de la pose
Sylvia Molloy
Electronic version
URL: http://journals.openedition.org/lirico/3576
DOI: 10.4000/lirico.3576
ISSN: 2262-8339
Publisher
Réseau interuniversitaire d'étude des littératures contemporaines du Río de la Plata
Electronic reference
Sylvia Molloy, « La política de la pose », Cuadernos LIRICO [En línea], 16 | 2017, Puesto en línea el 23
septiembre 2017, consultado el 30 abril 2019. URL : http://journals.openedition.org/lirico/3576 ; DOI :
10.4000/lirico.3576
Cuadernos LIRICO está distribuido bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-
SinDerivar 4.0 Internacional.
La política de la pose 1
La política de la pose
Sylvia Molloy
Publicado en Poses de fin de siglo : Desbordes del género en la modernidad (Buenos Aires, Eterna
Cadencia Editora, 2012, pp. 41-53). Agradecemos a Sylvia Molloy y Leonora Djament su autorización
para reproducirlo.
El momento en que el garzón arranca el loto, para
conducir su agrado al visitante. El otro garzón que
apoyándose en el azar de su memoria repite
felizmente el verso. Y el poeta que enterrado en su
silencio y en el coro de los otros silencios siente
como la futura plástica en que su obra va a ser
apreciada y recibe como una nota anticipada.
JOSÉ LEZAMA LIMA , « Julián del Casal »
1 En un simposio que tuvo lugar hace años intenté resumir el tema que me ocupa en este
libro, es decir las economías del deseo en la América latina finisecular, considerando
cómo esas economías marcaban lo que podría llamarse de manera muy general, las
políticas culturales del modernismo. Concretamente, dedicaba especial atención al tema
del que vengo hablando, es decir, la desazón que provoca en ciertos intelectuales de la
época la figura de Oscar Wilde. Mi trabajo intentaba recuperar aquel momento, fugaz y
sin duda utópico, en que los dos « lados » de Wilde, el frívolo, si se quiere, y el político,
podían pensarse juntos antes de que la presión de la ideología los separara, supeditando
el primero al segundo hasta hacerlo desaparecer.
2 A juzgar por la reacción de uno de los moderadores, la ambivalencia y la desazón no se
limitaban al siglo pasado, ya que su comentario, cediendo a su vez a una ideología vuelta
naturalizado hábito de lectura, retuvo uno solo de esos aspectos de Wilde, el que llamaré,
por conveniencia, el frívolo. Pasó a considerar la relación entre Wilde e Hispanoamérica
en términos de mímica y de mistificación, recalcando su ligereza de gesto superfluo : en
Hispanoamérica se había jugado a ser (o parecer : volveré sobre esta diferencia) Wilde,
como quien se pone un disfraz o se coloca un clavel verde en la solapa. El decadentismo
era, sobre todo, cuestión de pose1.
3 Esta reacción no estaba tan lejos de cierta lectura de la lectura finisecular que se hizo en
la época misma, aquella lectura que veía la pose como etapa pasajera correspondiente a
un primer modernismo de evasión, distinto de un segundo modernismo americanista, el
que era « de veras ». Fue esa, por ejemplo, la lectura de Max Henríquez Ureña. A
propósito de las « Palabras liminares » de Darío a Prosas profanas, escribe : « Rubén asume
una pose, no siempre de buen gusto : habla de su espíritu aristocrático y de sus manos de
marqués […]. Todo esto es pose que desaparecerá más tarde, cuando Darío asuma la voz
del Continente y sea el intérprete de sus inquietudes e ideales »2.
4 Desdeñada como frívola, ridiculizada como caricatura, o incorporada a un itinerario en el
que figura como etapa inicial y necesariamente imperfecta, la pose decadentista despierta
escasa simpatía. Yo quisiera proponer aquí otra lectura de esa pose : verla como gesto
decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines del XIX ; verla, sí, como
capaz de expresar, si no « la voz del Continente », por cierto una de sus muchas voces, y
verla precisamente como comentario de las « inquietudes e ideales » de ese continente.
Quiero considerar la fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto
político.
Jugar al fantasma
9 En dos ocasiones, al hablar de un « raro », recurre Darío a un precepto de la cábala citado
por Villiers de l’Isle Adam en La Eva futura : « Prends garde ! En jouant au fantôme, on le
devient »4. En el ensayo de Los raros dedicado a Lautréamont, escribe en efecto Darío : « No
sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral,
siquiera fuese por bizarría literaria o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo
de la Kábala : No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo »5. Y en « Purificaciones
de la piedad », artículo publicado a los pocos días de la muerte de Oscar Wilde, observa
Darío, como ya he mencionado, que « desdeñando el consejo de la cábala, ese triste Wilde
jugó al fantasma y llegó a serlo »6. En ambos casos la frase se usa de manera admonitoria,
para señalar los excesos de dos escritores y las trampas de una simulación que tuvo
consecuencias funestas. Pero el giro interpretativo que da Darío a la frase es curioso.
Jugar al fantasma y llegar a serlo supondría un afantasmamiento, una desrealización, un
volverse no-tangible o no-visible. En cambio, la frase de Darío parece indicar lo contrario :
un exceso de visibilidad, de presencia. Aplicada a Wilde, que es el « fantasma » que aquí
me interesa, significa que el juego de Wilde se volvió excesivamente visible, y que ese
exceso llevó a Wilde a su ruina. Wilde juega a ese algo que no se nombra y de tanto jugar a
ese algo – de tanto posar a ese algo – da visibilidad, llega a ser ese algo innombrable.
10 No está de más recordar aquí la densa textura semántica que adquirió el término
« posar » en los procesos judiciales de Wilde. En carta a su hijo Lord Alfred Douglas del 1°
de abril de 1894, escribe el marqués de Queensberry : « No es mi propósito analizar esta
intimidad [se refiere a la relación entre Wilde y su hijo], y no hago denuncias. Pero en mi
opinión posar a algo es tan malo como serlo [to pose as a thing is as bad as to be it] » 7.
Cuando unos meses más tarde se presenta Queensberry en casa de Wilde, lo acusa
nuevamente de pose : « No digo que usted lo sea, pero lo parece, y posa a serlo, lo que es
igualmente malo »8. En carta a su suegro, por la misma época, escribe Queensberry : « Si
estuviera seguro del asunto [the thing], mataría al tipo de inmediato, pero solo puedo
acusarlo de posar »9. Por fin, el 18 de febrero de 1895, a manera de provocación, deja
Queensberry una tarjeta para Wilde en el Albermarle Club de Londres con la errata que
pasó a ser célebre : « To Oscar Wilde posing Somdmite » - para Oscar Wilde, que posa de
somdomita [sic] »–. El resto, como dicen, pertenece a la historia.
11 Lo que no se nombra (el algo, el lo, el asunto) es desde luego el ser homosexual de Wilde, lo
que no cabe en palabras porque no existe todavía como concepto (es decir, el homosexual
como sujeto), pero que el cuerpo, los gestos, la pose de Wilde anuncian10. « Es importante
recordar – escribe Moe Meyer – que Wilde no fue procesado inicialmente por actividad
sexual perversa (sodomía) sino por un acto perverso de significación (posar de sodomita)
Fue inicialmente un reo semiótico, no un reo sexual11. Que la corona iniciara luego un
segundo proceso, acusando a Wilde ya no de posar sino de ser, muestra la fuerza
identificatoria de esa pose. La pose abría un campo político en el que la identificación – en
este caso, el homosexual – empezaba a cobrar cuerpo, era re-presentado, inscripto. Los
juicios de Wilde, iniciados por la denuncia de una pose, brindaron un espacio de
clasificación. Como observa Jeffrey Weeks, « Los juicios no solo fueron muy dramáticos,
fueron altamente significativo en que crearon una imagen pública para el homosexual »12.
El amaneramiento voulu
12 Si bien no toda pose finisecular remite directamente al homosexual, sujeto en vías de ser
formulado y para cuya formulación, tanto cultural como específicamente legal, será
decisivo el aporte de Wilde, el concepto de pose remite a un histrionismo, a un derroche, y
a un amaneramiento tradicionalmente signados por lo no masculino, o por un masculino
problematizado ; amaneramiento que, a partir de Wilde, y acaso más en Hispanoamérica
que en Europa (volveré sobre este punto), se torna cada vez más sospechoso, sujeto de ese
ya mencionado pánico teorizado por Eve Sedgwick13. Es decir, la pose finisecular – y aquí
está su aporte decisivo a la vez que su percibida amenaza – problematiza el género, su
formulación y sus deslindes, subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos
reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el
reconocimiento de un deseo más que en pactos culturales, invitando a (jugando a) nuevas
identidades. Se trata ahora no meramente de actitudes – languidez, neurastenia, molicie
–, sino de la emergencia de un sujeto y, se podría agregar, atendiendo a las connotaciones
teatrales del término, de un nuevo actor en la escena político-social.
13 En Hispanoamérica, la pose finisecular plantea nuevos patrones de deseo que perturban y
tientan a la vez. Por eso – para conjurar su posible carga transgresiva, por lo menos
homoerótica – se la suele reducir a la caricatura o neutralizar su potencial ideológico
viéndola como mera imitación. Se la acepta como detalle cultural, no como práctica social
y política. Se la reduce al afeminamiento jocoso ; para citar a un crítico, a « una fastidiosa
cháchara de snobs que van a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos,
monóculo impertinente en el ojo, y crisantemo en el ojal »14.
Pose y patología
14 En su mencionada reseña acerca del « piadoso y definitivo libro » de Edmond Lepelletier
sobre Verlaine, escribe Rubén Darío :
Los amigos de asuntos tortuosos se encontrarán desilusionados al ver que lo
referente a la famosa cuestión Rimbaud se precisa con documentos en que toda
perspicacia y malicia quedan en derrota, hallándose, en último resultado, que tales
o cuales afirmaciones o alusiones en prosa o verso no representan sino aspectos de
simulación, tan bien estudiados por Ingegnieros [sic].15
15 La cita de Darío me lleva a reflexionar sobre un último aspecto de la pose. No en la pose
como signo de amaneramiento, como visibilización de la no-masculinidad, sino en el
amaneramiento, la visibilización de la no-masculinidad – la homosexualidad, en el caso
preciso de Verlaine – como pose. Aparentemente se trata de una simple inversión de
términos. Propongo que la inversión es algo más, que los términos no son exactamente
reversibles ni equivalentes, que su inversión imprime una nueva dirección en lo que
podríamos llamar la epistemología de la pose. El doble itinerario sería el siguiente : 1) la
pose remite a lo mentado, al algo cuya inscripción la constituye la pose misma : la pose
por ende representa, es una postura significante ; pero 2) lo no mentado, una vez inscripto
y vuelto visible, se descarta ahora como « pose » : una vez más la pose representa (en el
sentido teatral del término) pero como impostura significante. Dicho aún más
simplemente : la pose dice que se es algo, pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no
serlo.
16 La cita de Darío también me sirve como introducción a la obra de quien se empeñó en
trabajar la pose clínicamente con ejemplar ahínco, incorporándola a su sitema a la vez
como patología y como terapia. Hablo por supuesto de José Ingenieros – que no es Ingegnieros
, como escribe Darío, sospecho que no inocentemente –, quien dedica buena parte de su
investigación psiquiátrica al estudio de la simulación, transformándola de fenómeno
puramente biológico de adaptación (el mimetismo animal) en categoría moral negativa.
La simulación, para Ingenieros, es una estrategia de adaptación que importa un falseo, y
es po rende moralmente objetable, es « un medio fraudulento de lucha por la vida »16. [E]n
la simulación – añade – las apariencias exteriores de una cosa o acción hacen confundirla con
otra, sin que efectivamente le equivalga » (S, p. 123 ; subrayado en el original). Para
Ingenieros, no se puede simular (posar) ser lo que se es : la pose necesariamente miente 17.
17 And yet, and yet… Hay un curioso desliz, en una serie de ejemplos en La simulación en la
lucha por la vid, que seriamente cuestiona esta aseveración :
El ambiente impone la fraudulencia : vivir, para el común de los mortales, es
someterse a esa imposición, adaptarse a ella.
Quien lo dude, imagínese por un momento que el astuto especulador no simule
honestidad financiera ; que el funcionario no simule defender los intereses del
pueblo ; que el literato adocenado no simula las cualidades de los que triunfan ; que
el comerciante no simule interesarse por sus clientes ; que el parásito no simule ser
útil a su huésped, […] ; que el pícaro no simule la tontería y el superior la
inferioridad, según los casos ; el niño una enfermedad, el maricón el afeminamiento
[…] (S, p. 185).
18 Si no me equivoco, el último ejemplo rompe notablemente con el esquema de simulación
fraudulenta : el maricón no simula ser lo que no es (como el astuto especulador que
simula ser honesto) sino, podría decirse, lo que es. La simulación, la pose, parecería
reforzar en lugar de reemplazar con el signo opuesto. El ejemplo no cabe pues dentro del
planteo de Ingenieros a menos de imaginar una interpretación de proyección ideológica
más drástica. El « maricón » es « en realidad » un hombre, por lo tanto, al simular lo
femenino, posa a lo que no es. Así, el homosexual, como sujeto que trasciende las
categorías del binarismo genérico, queda efectivamente eliminado en el planteo de
Ingenieros, reducido a ser « en realidad » una cosa que « simula » ser la otra.
19 La actitud de vigilancia casi policíaca por parte del médico legista que efectúa
« determinaciones periciales […] de alto interés penal » con el propósito de
« desenmascarar a los simuladores » (S, p. 254) recuerda la vigilancia de Queensberry,
empeñado en ver si Oscar Wilde era o no era eso. Pero en el caso de Ingenieros, el
desenmascaramiento de la pose, a la vez que confirma la pericia del diagnosticador,
produce otro resultado. No lleva a la acusación sino a un desplazamiento de patologías –
no es, se hace ; o dicho en términos de época, no es degenerado sino simulador –, y ese
desplazamiento produce una suerte de alivio cultural. No solo exime al simulador sino a
sus supuestos modelos, de quienes nos asegura Ingenieros que « en realidad » siempre
fueron fumistas, es decir, poseurs : « Entre los literatos novicios es frecuente encontrar
sujetos que simulan poseer malas cualidades, creyéndolas verdaderas en los fumistas por
quienes están sugestionados » (S, p. 259). Según Ingenieros, nadie es, todos se hacen 18.
Véase por ejemplo el caso siguiente :
Un joven literato [la versión previa del texto, en los Archivos de psiquiatría y
criminología agrega : « decadente »], sugestionado por los fumistas franceses,
creyóse obligado a simular los refinamientos y vicios fingidos po restos,
conceptuándolos verdaderos. Simulaba ser maricón [la versión previa dice :
« pederasta pasivo »], haschichista, morfinómano y alcoholista. […] Todo era
producto de sus pueriles sugestiones, fruto de las fumisterías de los estetas y
superhombres cuyas obras leía de preferencia y bajo cuya influencia vivía, tratando
de ajustar sus actos y sus ideas al « manual del perfecto literato decadente » (S,
p. 241).
20 Otra versión del mismo caso, citada en La simulación de la locura, también de Ingenieros
– fue de hecho su tesis doctoral –, añade detalles interesantes sobre el trabajo de
simulación del sujeto observado :
Al poco tiempo manifestó profunda aversión por el sexo femenino, enalteciendo la
conducta de Oscar Wilde, el poeta inglés que en aquel entonces acababa de ser
condenado en Londres, sufriendo en la cárcel de Reading las consecuencias de sus
relaciones homosexuales con Lord Douglas. Escribió y publicó una « Oda a la belleza
masculina » y llegó a manifestar que solo hallaba placer en la intimidad masculina.
Algunas personas creyeron verdaderas esas simulaciones, alejándose
prudentemente de su compañía ; por fortuna, sus amigos le hicieron comprender
que si ella podía servir para sobresalir literariamente entre sus congéneres
modernistas, en cambio le perjudicarían cuando abandonara esos estetismos
juveniles.
El simulador protestó que nadie tenía derecho de censurarle sus gustos, ni aun so
pretexto de considerarlos simulados. Mas, comprendiendo que, al fin de cuentas,
nadie creería en ellos, renunció a sus fingidas psicopatías. 19
21 Que el ser visto como maricón o como pederasta pasivo se considerara en principio algo
deseable y, más aún, motivo de prestigio literario es harto dudoso. Vistos los esfuerzos
por blanquear vidas de escritores, ya heterosexualizándolas, ya patologizándolas, que
vengo comentando, es poco probable que esta simulación (si de simulación se trata)
añadiera prestigio literario a la vida de nadie en América latina. El episodio sirve en
cambio para disminuir aún más al individuo, presentado como ingenuo, fácilmente
sugestionable, y sobre todo poco inteligente : cree dignas de emulación conductas que ya
son, como todo el mundo sabe e Ingenieros se empeña en insistir, fingidas. 20
22 De qué modo, concretamente, se simula ser pederasta pasivo y de qué modo se detecta
esa simulación – es decir : cuál es la pose o serie de poses que a la vez señalan una
identidad e inconfundiblemente revelan su impostura – es algo que Ingenieros no
explicita. El sucinto, bastante patético final del párrafo es rico en hiatos : el « simulado »
pederasta pasivo « protesta », luego « comprende », luego « renuncia » : nunca sabremos,
a ciencia cierta, a qué. Del mismo modo, creo que también « renuncian » las culturas
hispanoamericanas del fin del siglo XIX a asumir esas poses que durante un brevísimo
momento significaron más allá de su propia simulación. Vaciadas de pertinencia, quedaron
arrumbadas, como utilería en desuso, en el closet de la representación para no hablar del
closet de la crítica. Creo que era justo devolverles la llamativa visibilidad que alguna vez
tuvieron.
NOTES
1. El mismo trabajo, leído ante la Asociación Internacional de Hispanistas en sesión plenaria,
suscitó una reacción similar por parte de una persona del público, quien preguntó si la
ambivalencia de Martí y de Darío con respecto a Wilde no tendría que ver con el hecho de que
estaban preocupados con algo « más importante », es decir, « la construcción de una identidad
continental ».
2. Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1962,
p. 97.
3. Charles Baudelaire, « Le peintre de la vie moderne », en Œuvres complètes, Paris, Gallimard,
« Pléiade », 1954, p. 914.
4. Mathieu Villiers de l’Isle Adam, L’Eve future, en Œuvres complètes I, Ginebra, Slatkine Reprints,
1970, p. 103.
5. Rubén Darío, Obras completas 2, Madrid, Afrodisio Aguado, op. cit., p. 436.
6. Ibid., t. 3, p. 471.
7. H. Montgomery Hyde, The Trials of Oscar Wilde, Londres, Dover Publications, 1973, p. 71.
8. Ibid., p. 73.
9. Ibid., p. 74.
10. Véanse al respecto las inteligentes observaciones de Alan Sinfield : « El desafío para el crítico
es recuperar el momento de indeterminación. No es que la idea que tenemos hoy de ‘el
homosexual’ se disimulara tras estos silencios, como una estatua debajo de una sábana,
plenamente formada y pronta a ser revelada ». The Wilde Century : Effeminacy, Oscar Wilde and the
Queer Moment, Nueva York, Columbia University Press, 1994, p. 8.
11. Moe Meyer (comp.), The Politics and Poetics of Camp, Nueva York y Londres, Routledge, 1994,
p. 98.
12. Jeffrey Weeks, Coming Out : Homosexual Politics in Britain from the Nineteenth Century to the
Present, Londres, Quartet, 1977, p. 21.
13. Eve Kosofsky Sedgwick, Between Men : English Literature and Male Homosocial Desire, Nueva York,
Columbia University Press, 1985.
14. Pedro Emilio Coll, en Arnold L. Ulner, Enrique Gómez Carrillo en el modernismo, 1889-1896, Diss.
Univ. of Missouri, 1972, p. 207.
15. Rubén Darío, Obras completas 2, op. cit., p. 718.
16. José Ingenieros, La simulación en la lucha por la vida (1903), en Obras completas I, revisadas y
anotadas por Aníbal Ponce, Buenos Aires, Ediciones L. J. Rosso, 1933, p. 114 ; subrayado en el
original. Las citas de esta obra aparecen de ahora en adelante directamente en el texto
precedidas por S.
17. En otro capítulo apunta Ingenieros : « Simular […] es adoptar los caracteres exteriores y
visibles de lo que se simula, a fin de confundirse con lo simulado. La mentira, la hipocresía, la
astucia, pueden asumir formas que involucren el fenómeno especial de la simulación, pero no son
siempre y necesariamente simulaciones » (S, p. 209).
18. Al alivio cultural que propone Ingenieros, el « se hace » en lugar del « es », se oponen desde
luego algunos textos ansiosos : el ya mencionado « estudio social » de Adolfo Batiz o la obra
teatral Los invertidos (Obra realista en tres actos) de José González Castillo (1914), Buenos Aires,
Puntosur Editores, 1991.
19. José Ingenieros, La simulación de la locura (1901), en Obras completas II, Buenos Aires, Ediciones
L. J. Rosso, 1933, pp. 24 y 25.
20. En otra ocasión observa Ingenieros que « D’Annunzio (italiano que ha sufrido contagios
psicológicos franceses) ha simulado ser partidario del amor sororal y del homosexualismo ; es
verosímil considerar simulados tales ‘refinamientos’ del instinto sexual. Se comprende que […]
no copuló con sus hermanas o con otros hombres » (« Psicología de los simuladores », en Archivos
de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines, II, 1903, p. 477). Llama la atención el uso de la palabra
« verosímil » en lugar, propongo, de « preferible ». También llama la atención que en una versión
posterior de este texto, recogido en La simulación en la lucha por la vida, desaparece toda mención
de homosexualismo. Sólo le queda a D’Annunzio la simulación del incesto, afectación,
suponemos, menos peligrosa (S, p. 232).
La política de la pose
Sylvia Molloy
Electronic version
URL: http://journals.openedition.org/lirico/3576
DOI: 10.4000/lirico.3576
ISSN: 2262-8339
Publisher
Réseau interuniversitaire d'étude des littératures contemporaines du Río de la Plata
Electronic reference
Sylvia Molloy, « La política de la pose », Cuadernos LIRICO [En línea], 16 | 2017, Puesto en línea el 23
septiembre 2017, consultado el 30 abril 2019. URL : http://journals.openedition.org/lirico/3576 ; DOI :
10.4000/lirico.3576
Cuadernos LIRICO está distribuido bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-
SinDerivar 4.0 Internacional.
La política de la pose 1
La política de la pose
Sylvia Molloy
Publicado en Poses de fin de siglo : Desbordes del género en la modernidad (Buenos Aires, Eterna
Cadencia Editora, 2012, pp. 41-53). Agradecemos a Sylvia Molloy y Leonora Djament su autorización
para reproducirlo.
El momento en que el garzón arranca el loto, para
conducir su agrado al visitante. El otro garzón que
apoyándose en el azar de su memoria repite
felizmente el verso. Y el poeta que enterrado en su
silencio y en el coro de los otros silencios siente
como la futura plástica en que su obra va a ser
apreciada y recibe como una nota anticipada.
JOSÉ LEZAMA LIMA , « Julián del Casal »
1 En un simposio que tuvo lugar hace años intenté resumir el tema que me ocupa en este
libro, es decir las economías del deseo en la América latina finisecular, considerando
cómo esas economías marcaban lo que podría llamarse de manera muy general, las
políticas culturales del modernismo. Concretamente, dedicaba especial atención al tema
del que vengo hablando, es decir, la desazón que provoca en ciertos intelectuales de la
época la figura de Oscar Wilde. Mi trabajo intentaba recuperar aquel momento, fugaz y
sin duda utópico, en que los dos « lados » de Wilde, el frívolo, si se quiere, y el político,
podían pensarse juntos antes de que la presión de la ideología los separara, supeditando
el primero al segundo hasta hacerlo desaparecer.
2 A juzgar por la reacción de uno de los moderadores, la ambivalencia y la desazón no se
limitaban al siglo pasado, ya que su comentario, cediendo a su vez a una ideología vuelta
naturalizado hábito de lectura, retuvo uno solo de esos aspectos de Wilde, el que llamaré,
por conveniencia, el frívolo. Pasó a considerar la relación entre Wilde e Hispanoamérica
en términos de mímica y de mistificación, recalcando su ligereza de gesto superfluo : en
Hispanoamérica se había jugado a ser (o parecer : volveré sobre esta diferencia) Wilde,
como quien se pone un disfraz o se coloca un clavel verde en la solapa. El decadentismo
era, sobre todo, cuestión de pose1.
3 Esta reacción no estaba tan lejos de cierta lectura de la lectura finisecular que se hizo en
la época misma, aquella lectura que veía la pose como etapa pasajera correspondiente a
un primer modernismo de evasión, distinto de un segundo modernismo americanista, el
que era « de veras ». Fue esa, por ejemplo, la lectura de Max Henríquez Ureña. A
propósito de las « Palabras liminares » de Darío a Prosas profanas, escribe : « Rubén asume
una pose, no siempre de buen gusto : habla de su espíritu aristocrático y de sus manos de
marqués […]. Todo esto es pose que desaparecerá más tarde, cuando Darío asuma la voz
del Continente y sea el intérprete de sus inquietudes e ideales »2.
4 Desdeñada como frívola, ridiculizada como caricatura, o incorporada a un itinerario en el
que figura como etapa inicial y necesariamente imperfecta, la pose decadentista despierta
escasa simpatía. Yo quisiera proponer aquí otra lectura de esa pose : verla como gesto
decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines del XIX ; verla, sí, como
capaz de expresar, si no « la voz del Continente », por cierto una de sus muchas voces, y
verla precisamente como comentario de las « inquietudes e ideales » de ese continente.
Quiero considerar la fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto
político.
Jugar al fantasma
9 En dos ocasiones, al hablar de un « raro », recurre Darío a un precepto de la cábala citado
por Villiers de l’Isle Adam en La Eva futura : « Prends garde ! En jouant au fantôme, on le
devient »4. En el ensayo de Los raros dedicado a Lautréamont, escribe en efecto Darío : « No
sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral,
siquiera fuese por bizarría literaria o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo
de la Kábala : No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo »5. Y en « Purificaciones
de la piedad », artículo publicado a los pocos días de la muerte de Oscar Wilde, observa
Darío, como ya he mencionado, que « desdeñando el consejo de la cábala, ese triste Wilde
jugó al fantasma y llegó a serlo »6. En ambos casos la frase se usa de manera admonitoria,
para señalar los excesos de dos escritores y las trampas de una simulación que tuvo
consecuencias funestas. Pero el giro interpretativo que da Darío a la frase es curioso.
Jugar al fantasma y llegar a serlo supondría un afantasmamiento, una desrealización, un
volverse no-tangible o no-visible. En cambio, la frase de Darío parece indicar lo contrario :
un exceso de visibilidad, de presencia. Aplicada a Wilde, que es el « fantasma » que aquí
me interesa, significa que el juego de Wilde se volvió excesivamente visible, y que ese
exceso llevó a Wilde a su ruina. Wilde juega a ese algo que no se nombra y de tanto jugar a
ese algo – de tanto posar a ese algo – da visibilidad, llega a ser ese algo innombrable.
10 No está de más recordar aquí la densa textura semántica que adquirió el término
« posar » en los procesos judiciales de Wilde. En carta a su hijo Lord Alfred Douglas del 1°
de abril de 1894, escribe el marqués de Queensberry : « No es mi propósito analizar esta
intimidad [se refiere a la relación entre Wilde y su hijo], y no hago denuncias. Pero en mi
opinión posar a algo es tan malo como serlo [to pose as a thing is as bad as to be it] » 7.
Cuando unos meses más tarde se presenta Queensberry en casa de Wilde, lo acusa
nuevamente de pose : « No digo que usted lo sea, pero lo parece, y posa a serlo, lo que es
igualmente malo »8. En carta a su suegro, por la misma época, escribe Queensberry : « Si
estuviera seguro del asunto [the thing], mataría al tipo de inmediato, pero solo puedo
acusarlo de posar »9. Por fin, el 18 de febrero de 1895, a manera de provocación, deja
Queensberry una tarjeta para Wilde en el Albermarle Club de Londres con la errata que
pasó a ser célebre : « To Oscar Wilde posing Somdmite » - para Oscar Wilde, que posa de
somdomita [sic] »–. El resto, como dicen, pertenece a la historia.
11 Lo que no se nombra (el algo, el lo, el asunto) es desde luego el ser homosexual de Wilde, lo
que no cabe en palabras porque no existe todavía como concepto (es decir, el homosexual
como sujeto), pero que el cuerpo, los gestos, la pose de Wilde anuncian10. « Es importante
recordar – escribe Moe Meyer – que Wilde no fue procesado inicialmente por actividad
sexual perversa (sodomía) sino por un acto perverso de significación (posar de sodomita)
Fue inicialmente un reo semiótico, no un reo sexual11. Que la corona iniciara luego un
segundo proceso, acusando a Wilde ya no de posar sino de ser, muestra la fuerza
identificatoria de esa pose. La pose abría un campo político en el que la identificación – en
este caso, el homosexual – empezaba a cobrar cuerpo, era re-presentado, inscripto. Los
juicios de Wilde, iniciados por la denuncia de una pose, brindaron un espacio de
clasificación. Como observa Jeffrey Weeks, « Los juicios no solo fueron muy dramáticos,
fueron altamente significativo en que crearon una imagen pública para el homosexual »12.
El amaneramiento voulu
12 Si bien no toda pose finisecular remite directamente al homosexual, sujeto en vías de ser
formulado y para cuya formulación, tanto cultural como específicamente legal, será
decisivo el aporte de Wilde, el concepto de pose remite a un histrionismo, a un derroche, y
a un amaneramiento tradicionalmente signados por lo no masculino, o por un masculino
problematizado ; amaneramiento que, a partir de Wilde, y acaso más en Hispanoamérica
que en Europa (volveré sobre este punto), se torna cada vez más sospechoso, sujeto de ese
ya mencionado pánico teorizado por Eve Sedgwick13. Es decir, la pose finisecular – y aquí
está su aporte decisivo a la vez que su percibida amenaza – problematiza el género, su
formulación y sus deslindes, subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos
reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el
reconocimiento de un deseo más que en pactos culturales, invitando a (jugando a) nuevas
identidades. Se trata ahora no meramente de actitudes – languidez, neurastenia, molicie
–, sino de la emergencia de un sujeto y, se podría agregar, atendiendo a las connotaciones
teatrales del término, de un nuevo actor en la escena político-social.
13 En Hispanoamérica, la pose finisecular plantea nuevos patrones de deseo que perturban y
tientan a la vez. Por eso – para conjurar su posible carga transgresiva, por lo menos
homoerótica – se la suele reducir a la caricatura o neutralizar su potencial ideológico
viéndola como mera imitación. Se la acepta como detalle cultural, no como práctica social
y política. Se la reduce al afeminamiento jocoso ; para citar a un crítico, a « una fastidiosa
cháchara de snobs que van a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos,
monóculo impertinente en el ojo, y crisantemo en el ojal »14.
Pose y patología
14 En su mencionada reseña acerca del « piadoso y definitivo libro » de Edmond Lepelletier
sobre Verlaine, escribe Rubén Darío :
Los amigos de asuntos tortuosos se encontrarán desilusionados al ver que lo
referente a la famosa cuestión Rimbaud se precisa con documentos en que toda
perspicacia y malicia quedan en derrota, hallándose, en último resultado, que tales
o cuales afirmaciones o alusiones en prosa o verso no representan sino aspectos de
simulación, tan bien estudiados por Ingegnieros [sic].15
15 La cita de Darío me lleva a reflexionar sobre un último aspecto de la pose. No en la pose
como signo de amaneramiento, como visibilización de la no-masculinidad, sino en el
amaneramiento, la visibilización de la no-masculinidad – la homosexualidad, en el caso
preciso de Verlaine – como pose. Aparentemente se trata de una simple inversión de
términos. Propongo que la inversión es algo más, que los términos no son exactamente
reversibles ni equivalentes, que su inversión imprime una nueva dirección en lo que
podríamos llamar la epistemología de la pose. El doble itinerario sería el siguiente : 1) la
pose remite a lo mentado, al algo cuya inscripción la constituye la pose misma : la pose
por ende representa, es una postura significante ; pero 2) lo no mentado, una vez inscripto
y vuelto visible, se descarta ahora como « pose » : una vez más la pose representa (en el
sentido teatral del término) pero como impostura significante. Dicho aún más
simplemente : la pose dice que se es algo, pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no
serlo.
16 La cita de Darío también me sirve como introducción a la obra de quien se empeñó en
trabajar la pose clínicamente con ejemplar ahínco, incorporándola a su sitema a la vez
como patología y como terapia. Hablo por supuesto de José Ingenieros – que no es Ingegnieros
, como escribe Darío, sospecho que no inocentemente –, quien dedica buena parte de su
investigación psiquiátrica al estudio de la simulación, transformándola de fenómeno
puramente biológico de adaptación (el mimetismo animal) en categoría moral negativa.
La simulación, para Ingenieros, es una estrategia de adaptación que importa un falseo, y
es po rende moralmente objetable, es « un medio fraudulento de lucha por la vida »16. [E]n
la simulación – añade – las apariencias exteriores de una cosa o acción hacen confundirla con
otra, sin que efectivamente le equivalga » (S, p. 123 ; subrayado en el original). Para
Ingenieros, no se puede simular (posar) ser lo que se es : la pose necesariamente miente 17.
17 And yet, and yet… Hay un curioso desliz, en una serie de ejemplos en La simulación en la
lucha por la vid, que seriamente cuestiona esta aseveración :
El ambiente impone la fraudulencia : vivir, para el común de los mortales, es
someterse a esa imposición, adaptarse a ella.
Quien lo dude, imagínese por un momento que el astuto especulador no simule
honestidad financiera ; que el funcionario no simule defender los intereses del
pueblo ; que el literato adocenado no simula las cualidades de los que triunfan ; que
el comerciante no simule interesarse por sus clientes ; que el parásito no simule ser
útil a su huésped, […] ; que el pícaro no simule la tontería y el superior la
inferioridad, según los casos ; el niño una enfermedad, el maricón el afeminamiento
[…] (S, p. 185).
18 Si no me equivoco, el último ejemplo rompe notablemente con el esquema de simulación
fraudulenta : el maricón no simula ser lo que no es (como el astuto especulador que
simula ser honesto) sino, podría decirse, lo que es. La simulación, la pose, parecería
reforzar en lugar de reemplazar con el signo opuesto. El ejemplo no cabe pues dentro del
planteo de Ingenieros a menos de imaginar una interpretación de proyección ideológica
más drástica. El « maricón » es « en realidad » un hombre, por lo tanto, al simular lo
femenino, posa a lo que no es. Así, el homosexual, como sujeto que trasciende las
categorías del binarismo genérico, queda efectivamente eliminado en el planteo de
Ingenieros, reducido a ser « en realidad » una cosa que « simula » ser la otra.
19 La actitud de vigilancia casi policíaca por parte del médico legista que efectúa
« determinaciones periciales […] de alto interés penal » con el propósito de
« desenmascarar a los simuladores » (S, p. 254) recuerda la vigilancia de Queensberry,
empeñado en ver si Oscar Wilde era o no era eso. Pero en el caso de Ingenieros, el
desenmascaramiento de la pose, a la vez que confirma la pericia del diagnosticador,
produce otro resultado. No lleva a la acusación sino a un desplazamiento de patologías –
no es, se hace ; o dicho en términos de época, no es degenerado sino simulador –, y ese
desplazamiento produce una suerte de alivio cultural. No solo exime al simulador sino a
sus supuestos modelos, de quienes nos asegura Ingenieros que « en realidad » siempre
fueron fumistas, es decir, poseurs : « Entre los literatos novicios es frecuente encontrar
sujetos que simulan poseer malas cualidades, creyéndolas verdaderas en los fumistas por
quienes están sugestionados » (S, p. 259). Según Ingenieros, nadie es, todos se hacen 18.
Véase por ejemplo el caso siguiente :
Un joven literato [la versión previa del texto, en los Archivos de psiquiatría y
criminología agrega : « decadente »], sugestionado por los fumistas franceses,
creyóse obligado a simular los refinamientos y vicios fingidos po restos,
conceptuándolos verdaderos. Simulaba ser maricón [la versión previa dice :
« pederasta pasivo »], haschichista, morfinómano y alcoholista. […] Todo era
producto de sus pueriles sugestiones, fruto de las fumisterías de los estetas y
superhombres cuyas obras leía de preferencia y bajo cuya influencia vivía, tratando
de ajustar sus actos y sus ideas al « manual del perfecto literato decadente » (S,
p. 241).
20 Otra versión del mismo caso, citada en La simulación de la locura, también de Ingenieros
– fue de hecho su tesis doctoral –, añade detalles interesantes sobre el trabajo de
simulación del sujeto observado :
Al poco tiempo manifestó profunda aversión por el sexo femenino, enalteciendo la
conducta de Oscar Wilde, el poeta inglés que en aquel entonces acababa de ser
condenado en Londres, sufriendo en la cárcel de Reading las consecuencias de sus
relaciones homosexuales con Lord Douglas. Escribió y publicó una « Oda a la belleza
masculina » y llegó a manifestar que solo hallaba placer en la intimidad masculina.
Algunas personas creyeron verdaderas esas simulaciones, alejándose
prudentemente de su compañía ; por fortuna, sus amigos le hicieron comprender
que si ella podía servir para sobresalir literariamente entre sus congéneres
modernistas, en cambio le perjudicarían cuando abandonara esos estetismos
juveniles.
El simulador protestó que nadie tenía derecho de censurarle sus gustos, ni aun so
pretexto de considerarlos simulados. Mas, comprendiendo que, al fin de cuentas,
nadie creería en ellos, renunció a sus fingidas psicopatías. 19
21 Que el ser visto como maricón o como pederasta pasivo se considerara en principio algo
deseable y, más aún, motivo de prestigio literario es harto dudoso. Vistos los esfuerzos
por blanquear vidas de escritores, ya heterosexualizándolas, ya patologizándolas, que
vengo comentando, es poco probable que esta simulación (si de simulación se trata)
añadiera prestigio literario a la vida de nadie en América latina. El episodio sirve en
cambio para disminuir aún más al individuo, presentado como ingenuo, fácilmente
sugestionable, y sobre todo poco inteligente : cree dignas de emulación conductas que ya
son, como todo el mundo sabe e Ingenieros se empeña en insistir, fingidas. 20
22 De qué modo, concretamente, se simula ser pederasta pasivo y de qué modo se detecta
esa simulación – es decir : cuál es la pose o serie de poses que a la vez señalan una
identidad e inconfundiblemente revelan su impostura – es algo que Ingenieros no
explicita. El sucinto, bastante patético final del párrafo es rico en hiatos : el « simulado »
pederasta pasivo « protesta », luego « comprende », luego « renuncia » : nunca sabremos,
a ciencia cierta, a qué. Del mismo modo, creo que también « renuncian » las culturas
hispanoamericanas del fin del siglo XIX a asumir esas poses que durante un brevísimo
momento significaron más allá de su propia simulación. Vaciadas de pertinencia, quedaron
arrumbadas, como utilería en desuso, en el closet de la representación para no hablar del
closet de la crítica. Creo que era justo devolverles la llamativa visibilidad que alguna vez
tuvieron.
NOTES
1. El mismo trabajo, leído ante la Asociación Internacional de Hispanistas en sesión plenaria,
suscitó una reacción similar por parte de una persona del público, quien preguntó si la
ambivalencia de Martí y de Darío con respecto a Wilde no tendría que ver con el hecho de que
estaban preocupados con algo « más importante », es decir, « la construcción de una identidad
continental ».
2. Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1962,
p. 97.
3. Charles Baudelaire, « Le peintre de la vie moderne », en Œuvres complètes, Paris, Gallimard,
« Pléiade », 1954, p. 914.
4. Mathieu Villiers de l’Isle Adam, L’Eve future, en Œuvres complètes I, Ginebra, Slatkine Reprints,
1970, p. 103.
5. Rubén Darío, Obras completas 2, Madrid, Afrodisio Aguado, op. cit., p. 436.
6. Ibid., t. 3, p. 471.
7. H. Montgomery Hyde, The Trials of Oscar Wilde, Londres, Dover Publications, 1973, p. 71.
8. Ibid., p. 73.
9. Ibid., p. 74.
10. Véanse al respecto las inteligentes observaciones de Alan Sinfield : « El desafío para el crítico
es recuperar el momento de indeterminación. No es que la idea que tenemos hoy de ‘el
homosexual’ se disimulara tras estos silencios, como una estatua debajo de una sábana,
plenamente formada y pronta a ser revelada ». The Wilde Century : Effeminacy, Oscar Wilde and the
Queer Moment, Nueva York, Columbia University Press, 1994, p. 8.
11. Moe Meyer (comp.), The Politics and Poetics of Camp, Nueva York y Londres, Routledge, 1994,
p. 98.
12. Jeffrey Weeks, Coming Out : Homosexual Politics in Britain from the Nineteenth Century to the
Present, Londres, Quartet, 1977, p. 21.
13. Eve Kosofsky Sedgwick, Between Men : English Literature and Male Homosocial Desire, Nueva York,
Columbia University Press, 1985.
14. Pedro Emilio Coll, en Arnold L. Ulner, Enrique Gómez Carrillo en el modernismo, 1889-1896, Diss.
Univ. of Missouri, 1972, p. 207.
15. Rubén Darío, Obras completas 2, op. cit., p. 718.
16. José Ingenieros, La simulación en la lucha por la vida (1903), en Obras completas I, revisadas y
anotadas por Aníbal Ponce, Buenos Aires, Ediciones L. J. Rosso, 1933, p. 114 ; subrayado en el
original. Las citas de esta obra aparecen de ahora en adelante directamente en el texto
precedidas por S.
17. En otro capítulo apunta Ingenieros : « Simular […] es adoptar los caracteres exteriores y
visibles de lo que se simula, a fin de confundirse con lo simulado. La mentira, la hipocresía, la
astucia, pueden asumir formas que involucren el fenómeno especial de la simulación, pero no son
siempre y necesariamente simulaciones » (S, p. 209).
18. Al alivio cultural que propone Ingenieros, el « se hace » en lugar del « es », se oponen desde
luego algunos textos ansiosos : el ya mencionado « estudio social » de Adolfo Batiz o la obra
teatral Los invertidos (Obra realista en tres actos) de José González Castillo (1914), Buenos Aires,
Puntosur Editores, 1991.
19. José Ingenieros, La simulación de la locura (1901), en Obras completas II, Buenos Aires, Ediciones
L. J. Rosso, 1933, pp. 24 y 25.
20. En otra ocasión observa Ingenieros que « D’Annunzio (italiano que ha sufrido contagios
psicológicos franceses) ha simulado ser partidario del amor sororal y del homosexualismo ; es
verosímil considerar simulados tales ‘refinamientos’ del instinto sexual. Se comprende que […]
no copuló con sus hermanas o con otros hombres » (« Psicología de los simuladores », en Archivos
de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines, II, 1903, p. 477). Llama la atención el uso de la palabra
« verosímil » en lugar, propongo, de « preferible ». También llama la atención que en una versión
posterior de este texto, recogido en La simulación en la lucha por la vida, desaparece toda mención
de homosexualismo. Sólo le queda a D’Annunzio la simulación del incesto, afectación,
suponemos, menos peligrosa (S, p. 232).
Fue en este contexto que a mediados de la década de 1980 propuse la idea de una
“tecnología del género”. Me pregunté: si el género no es una simple derivación
del sexo anatómico sino una construcción sociocultural, ¿cómo se logra aquella
construcción? Me pareció que el género era una construcción semiótica, una repre-
sentación o, mejor dicho, un efecto compuesto de representaciones discursivas y
visuales que, siguiendo a Michel Foucault y Louis Althusser, yo vi emanar de varias
instituciones –la familia, la religión, el sistema educacional, los medios, la medicina,
el derecho–, pero también de fuentes menos obvias: la lengua, el arte, la literatura, el
cine, etcétera. Sin embargo, el ser una representación no lo previene de tener efectos
reales, concretos, ambos sociales y subjetivos, en la vida material de los individuos.
Por el contrario, la realidad del género consiste precisamente en los efectos de su
representación: el género se “real-iza”, llega a ser real, cuando esa representación
se convierte en auto-representación, cuando uno lo asume individualmente como
una forma de la propia identidad social y subjetiva. En otras palabras, el género es
tanto una atribución como una apropiación: otros me atribuyen un género y yo lo
asumo como propio –o no–.
Todos sabemos esto, hoy en día. Pero quisiera retroceder brevemente a esos años
para subrayar que el entendimiento actual del concepto de género tiene sus oríge-
nes en el movimiento de las mujeres y en los estudios feministas, mucho antes del
cambio institucional a estudios de género. Quiero destacarlo porque esa historia está
desapareciendo: en una década o más, quizás nadie recordará que el concepto crítico
de género –la idea de que los individuos son de hecho constituidos como sujetos por el
género– no existió antes que la teoría feminista lo elaborase como un nuevo modo
de conocimiento, una práctica epistémica surgida en el marco de un movimiento político
de oposición radical.
Quizás el ensayo más influyente sobre género fue “The Traffic in Women” (“El tráfico
de mujeres”) de Gayle Rubin que definió la mutua implicancia de sexo y género en el
concepto de sistema sexo-género. Fue publicado en 1975, en un volumen misceláneo
bajo el explícito título Hacia una antropología de las mujeres. Rubin, antropóloga femi-
nista, comenzó su ensayo afirmando que “un ‘sistema sexo-género’ es el conjunto de
arreglos por los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos
de actividad humana, y en los cuales estas necesidades sexuales transformadas son
satisfechas” (Rubin, 1975). Luego de una discusión de Claude Lévi-Strauss y Jacques
Lacan virtualmente sin precedentes en los escritos feministas de aquel tiempo, Rubin
concluyó su sinopsis del recuento de Freud sobre la sexualidad femenina con la
afirmación –un tanto sorprendente– que “el psicoanálisis es una teoría del género”
(Rubin, 1975). Sorprendente, primero, porque Freud casi nunca habló de género (la
palabra alemán Geschlecht no distingue género de sexo) y, seguidamente, porque la
misma Rubin, diez años después, drásticamente, separó el género del sexo.
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Sin embargo, la idea de Rubin que género y sexualidad deben ser diferenciados con-
ceptualmente, sigue siendo fundamental para el estudio de los procesos sociales, por
ejemplo, las relaciones entre política y teoría. Eso es lo que voy a plantear en esta
presentación, tomando como ejemplo el actual debate sobre la política antisocial de
la teoría queer.
La expresión “teoría queer” nació en 1990 como tema de un workshop que organicé
en la Universidad de California en Santa Cruz. El término queer tiene una larga
historia; en inglés existe desde hace más de cuatro siglos, y siempre con denotaciones
y connotaciones negativas: extraño, raro, excéntrico, de carácter dudoso o cuestio-
nable, vulgar.1 En las novelas de Charles Dickens, Queer Street denominaba una parte 1. Etimología probable: de la raíz ‘t
(w) erk’, que da en alemán moderno
de Londres en la que vivía gente pobre, enferma y endeudada. En el siglo pasado, quer (qwer en alemán antiguo), que
significa oblicuo, diagonal, inclinado;
después del célebre juicio y posterior encarcelamiento de Oscar Wilde, la palabra en neerlandés dwars; en inglés (to)
queer se asoció principalmente con la homosexualidad como estigma. Fue el movi- thwart, en latín torcere. Teoría torcida:
prejuicios y discursos en torno a “la
miento de liberación gay de la década de 1970 el que la convirtió en una palabra de homosexualidad” es el título de un
libro publicado en Madrid en 1998
orgullo y en un signo de resistencia política. Al igual que las palabras gay y lesbiana, por la editorial Siglo Veintiuno, citado
por Sáez, Javier (2004). Teoría queer
queer ha designado, en primer lugar, una protesta social, y sólo en segundo lugar y psicoanálisis, Madrid, Síntesis.
una identidad personal.
Es un lugar común decir que la sexualidad infantil se desarrolla en dos fases sucesivas,
la fase oral y la fase anal, que preceden al desarrollo de los órganos sexuales y a la
irrupción de ciertas hormonas en la pubertad. El lugar común implica que realmente
sólo esto último cuenta, es decir que la sexualidad es la sexualidad genital adulta.
Pero este punto de vista popular y médico se contradice con consideraciones obvias:
las manifestaciones infantiles de placer sexual, oral y anal permanecen plenamente
activas en la sexualidad adulta; más aún, estas y otras pulsiones parciales, así lla-
madas, pueden en realidad ser más poderosas que la actividad genital. Así sucede,
por ejemplo, en lo que Freud llama perversiones y la psiquiatría actual denomina
parafilias: fetichismo, exhibicionismo, voyeurismo, sadismo, masoquismo, pedofilia,
zoofilia, necrofilia, coprofilia, y urofilia, por nombrar algunas. Por lo tanto, entre los
comportamientos sexuales conocidos, hay varios que claramente se remontan a los
placeres infantiles y producen satisfacción sexual, incluso independientemente de
la actividad genital.
El término parafilia fue adoptado por el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos men-
tales de la Asociación Psiquiátrica Americana (dsm-iii) en 1980, nos informa John Money:
recién nacido, quien no puede sobrevivir sin una persona adulta que lo alimente,
lo mantenga caliente, sano y confortado. En la madre y otros cuidadores adultos,
estos actos están acompañados por inversiones afectivas conscientes y también por
fantasías inconscientes que se transmiten al bebé como mensajes o significantes enig-
máticos; enigmáticos no sólo porque el bebé no es capaz de traducirlos, sino porque
están imbuidos de las fantasías sexuales conscientes e inconscientes de los adultos,
padres o cuidadores. En el bebé, estos significantes enigmáticos intraducibles están
sometidos a la represión primaria y constituyen el primer núcleo del inconsciente
del niño o de la niña.
Sin lugar a dudas, las fantasías conscientes e inconscientes de los padres, hermanos
y otros miembros de la familia juegan una parte, de hecho una parte determinante,
en las identificaciones y des-identificaciones de género del niño o de la niña, y, por
lo tanto, en las múltiples articulaciones de la identidad de género en la edad adulta.
Pero en todos los casos, tanto las tempranas identificaciones como las posteriores
identidades de género requieren la participación del yo, aunque sea solamente un
yo infantil. En suma, mientras que la sexualidad es implantada en el recién nacido
como una excitación psicofísica que el bebé no puede controlar o metabolizar y, por
lo tanto, permanece inconsciente, la identificación de género es un proceso consciente
o pre-consciente en el cual la niña o el niño participan activa y alegremente.
muy pronto, sus significados sólo le quedan claros al niño o a la niña con la percepción
del sexo, es decir, con la diferencia sexual anatómica y, por lo tanto, con la entrada
en juego del complejo de castración. Él señala que, aunque se han planteado muchas
preguntas y dudas sobre la universalidad del complejo de castración, la lógica binaria
predominante en la cultura occidental también parece reinar a nivel del individuo
porque a ese complejo están ligados los recuerdos que afloran durante el análisis.
supone, sino del lado de lo que reprime (non pas du côté du refoulé, mais du refoulant).
Es decir que están inscritas no del lado de lo sexual, sino del lado de lo que reprime
lo sexual, dando lugar a la neurosis o, en el mejor de los casos, del lado de lo que
pone freno a lo sexual, lo contiene, lo organiza y, en última instancia, lo des-sexualiza
en el nombre del apego, del vínculo social, de la familia, de la procreación, del
futuro.
La ironía de esta propuesta por un teórico del psicoanálisis es evidente, ya que los
conceptos de falo y de complejo de castración son piedras fundantes de todo dis-
curso psicoanalítico, incluso el de Freud, por ejemplo, como en sus tardíos escritos
sobre la sexualidad femenina. Parece, por lo tanto, que aquellas infames nociones
psicoanalíticas –infames para las feministas y otros estudiosos del género– no son
enemigas sino aliadas del género; son instrumentales en la construcción del género,
afirmándolo y reafirmándolo cuando es necesario. Si el complejo de castración y el
complejo de Edipo son instrumentales en la construcción del género y, de este modo,
producen mujeres y hombres, identidades, comportamientos y jerarquías sociales al
reprimir lo sexual, lo sexual reprimido debe ser tenido en cuenta como un componente
problemático y no reconocido de la identidad y de la sociedad.
El discurso de las identidades sexuales o de género ha sido político desde sus inicios,
ya sea conservador en los estudios “científicamente neutrales” de Money y Stoller,
o explícitamente contestatario en la crítica feminista de las décadas de 1960 y 1970
que por primera vez planteó el género como una estructura social opresiva. Esa com-
prensión crítica del género, alcanzada en el contexto de un movimiento feminista,
inicialmente radical, de oposición a la sociedad patriarcal, fue la base de todas las
prácticas de deconstrucción del género y de los discursos que siguieron su estela.
Hoy tenemos muchas identidades de género, lgbtiq, pero la cuestión política de las
identidades sexuales, especialmente aquellas estigmatizadas como parafilias o tras-
tornos de la identidad, todavía se encallan en lo sexual.
El malestar de la civilización, tal como lo veía Freud, consiste en una paradoja funda-
mental: las instituciones de la sociedad civil, la familia, la educación laica y la religión
tienen el propósito de frenar o contener lo sexual y de canalizarlo hacia el vínculo
social y el bien común. El tabú del incesto sirve para llevar a cabo el parentesco y
crear el vínculo social; el complejo de Edipo para unir el apego a la reproducción
sexual y social; y el complejo de castración para organizar el género y asegurar una
articulación fluida de la labor reproductiva. La paradoja es que el refreno de lo sexual,
lo que Freud llamó represión, también produce la sexualidad como algo más que
sexo, como síntoma, compulsión, agresión. Freud, además, mostró cómo el yo lleva
a cabo la represión psíquica de manera más eficiente que el Estado lleva a cabo la
represión política.
Creo que este mismo conflicto permea el actual debate sobre la política antisocial
de la teoría queer.
“La tesis antisocial en la teoría queer” (Caserio, 2006: 819-828) se asoció primero con
la teorización que hizo Leo Bersani en Homos (1996) de las prácticas sexuales gay
como “anticomunitarias, anti-identitarias y de autodisolución”. En los últimos cuatro
o cinco años, la tesis antisocial de la teoría queer se identifica con un polémico libro
de Lee Edelman titulado No Future (2008) y subtitulado La teoría queer y la pulsión de
muerte. Edelman propone lo queer (“queerness” o la queerdad) como la figura de una
postura ética contra el “futurismo reproductivo” de la sociedad actual, representado
por la imagen mediatizada del Niño (Child), que representa la posibilidad del futuro,
de un mundo mejor, la supervivencia del género humano y de la vida misma. Su antí-
tesis es lo queer, sobre todo el hombre gay, los homosexuales que no se reproducen,
representados en la cultura como narcisistas, anti-sociales y portadores de muerte.
No Future (2008) insta a las personas queer a rechazar el orden social heteronormado
en el que la violencia y el asesinato se llevan a cabo en el nombre de ese Niño y,
desafiante, insta a abrazar una identificación con la pulsión de muerte como figu-
ra del desmontaje de la identidad individual y del orden social en el que vivimos.
Para Edelman, desde una perspectiva psicoanalítica inspirada en Lacan, lo queer (la
queerdad) nombra la negatividad de la pulsión, lo anti-social que está en la sexuali-
dad o, dicho con sus palabras, “la pulsión de muerte que siempre informa al orden
simbólico” en cuanto inherente a cada sujeto individual (Edelman, 2008: 25). Si bien
los términos que usa Edelman son los de Lacan, y no los de Freud, su argumento
se desprende de lo que acabo de describir como la paradoja de la visión que tiene
Freud de la sociedad: el estancamiento de la civilización, la obstrucción al progreso
que la civilización misma produce al reprimir lo sexual. Paradójicamente, lo sexual,
excluido por el vínculo social, se mantiene dentro de lo social como un exceso indo-
mable e incontenible, una fuerza de conflicto, desligamiento y desagregación. Esta
es la negatividad de la pulsión de muerte. El libro de Edelman, al enlazar la teoría
queer y la pulsión de muerte, primero reclama la sexualidad para la teoría queer y,
luego, empuja los límites conceptuales del pensamiento queer más allá de la zona de
confort del principio de placer.
Con relación al libro de Edelman, se puede formular la pregunta que Judith Halberstam
plantea brevemente a propósito de Homos (Bersani, 1996): ¿puede uno “identificar una
trayectoria política en un proyecto radicalmente no-teleológico”? (Halberstam, 2006:
823). Esta pregunta es tan relevante para No Future (2008), como para la teoría queer
en general. En la medida en que es teoría, es decir, una visión conceptual, una visión
crítica o especulativa del lugar de la sexualidad en lo social, la teoría queer no es un
mapa o un programa de acción política. Lo cual no quiere decir que no pueda existir
una política queer no-teleológica; sino que se necesita de algún tipo de traducción de
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No tengo una traducción que ofrecer con respecto a la teoría queer, pero sé que eso
se hizo, en otro período histórico, con al menos otra teoría. Como observa Stuart
Hall, Antonio Gramsci rearticuló o tradujo conceptos marxistas como el de modos de
producción o el de fuerzas y relaciones de producción, desde su “nivel más general de
abstracción” en la formulación de Karl Marx, a un nivel de concreción y especificidad
adecuadas para una determinada coyuntura histórica. Los conceptos de Gramsci, por
lo tanto, aunque derivan de los de Marx, fueron diseñados para funcionar a un nivel
de concreción histórica y, no obstante, continúan “trabajando dentro de su campo
de referencia” (Hall, 1996: 414-415).
Stuart Hall argumenta en su ensayo que la obra de Gramsci fue relevante no sólo para
la política de los trabajadores de las fábricas italianas en las primeras décadas del
siglo xx, sino también “para el estudio de la raza y la etnicidad” en las últimas décadas
de aquel siglo. Ojalá encuentre la teoría queer traductores de semejante magnitud.
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## Bibliografía
Teresa de Lauretis
6
En los escritos feministas y en las prácticas culturales de los años 60 y 70, la
noción de género como diferencia sexual era central para la crítica de protesta, la
relectura de las representaciones culturales y narrativas, el cuestionamiento de las
teorías de la subjetividad y la textualidad, para la escritura, la lectura, y para el
carácter de espectador/a. La noción de género como diferencia sexual ha
fundamentado y sustentado las intervenciones feministas en la arena del
conocimiento formal y abstracto, en los campos cognitivos y epistemológicos
definidos por las ciencias sociales y físicas tanto como por las ciencias humanas
o humanidades. Al mismo tiempo e independientes de aquellas intervenciones
se elaboraban prácticas y discursos específicos, y se creaban espacios sociales
(espacios generizados, en el sentido de los “espacios de mujeres” [women’s
room], tales como los grupos CR, los comités de mujeres dentro de las disciplinas,
los Estudios de la Mujer [Women’s Studies], los periódicos o medios de
información colectivos feministas, etc.) en los cuales la diferencia sexual misma
podía afirmarse, consignarse, analizarse, especificarse o verificarse. Pero esa
noción de género como diferencia sexual y sus nociones derivadas -cultura de
mujeres, maternidad, escritura femenina, femineidad, etc.- se han tornado,
ahora, una limitación, algo así como una desventaja para el pensamiento
feminista.
Al enfatizar lo sexual, la diferencia sexual es en primera y última instan-
cia una diferencia de las mujeres respecto de los varones, de lo femenino res-
pecto de lo masculino; y aún la noción más abstracta de diferencias sexuales
que resulta no de la biología o de la socialización sino del significado y de
los efectos discursivos (el énfasis aquí está puesto menos en lo sexual que en
las diferencias en tanto différance), termina siendo, en última instancia, una
diferencia (de mujer) respecto del varón, o mejor, la instancia misma de la
diferencia en el varón. El hecho de que se siga planteando la cuestión del género
en uno u otro de estos términos, cuando la crítica al patriarcado ya ha sido
completamente delineada, mantiene al pensamiento feminista atado a los
términos del patriarcado occidental mismo, contenido en el marco de una
oposición conceptual que está “siempre lista” inscripta en lo que Fredric Jameson
llamaría “el inconciente político” de los discursos culturales dominantes y sus
“narrativas principales” subyacentes -sean ellas biológicas, médicas, legales,
filosóficas o literarias- y, de esta manera tenderá a reproducirse a sí mismo, a
retextualizarse, aún en las reescrituras feministas de las narrativas culturales, como
veremos.
El primer límite de diferencia(s) sexual(es), entonces, es que constriñe al
pensamiento crítico feminista dentro del marco conceptual de una oposición
sexual universal (la mujer como la diferencia respecto del varón, ambos
universalizados; o la mujer como diferencia tout court, y por esto igualmente
universalizada) que hace muy difícil, si no imposible, articular las diferencias de
las mujeres respecto de la Mujer, es decir, las diferencias entre las mujeres o,
quizás más exactamente, las diferencias dentro de las mujeres. Por ejemplo,
las diferencias entre las mujeres que usan velo, las mujeres que “visten la
máscara” (en palabras de Paul Laurence Dunbar, frecuentemente citado por las
mujeres escritoras norteamericanas negras), y las mujeres que “se enmascaran”
(el término es de Joan Riviere) no pueden entenderse como diferencias sexua-
7
les. 1 Desde ese punto de vista, no existirían diferencias en absoluto, y todas las
mujeres no serían sino copias de diferentes personificaciones de alguna arquetípica
esencia de mujer, representaciones más o menos sofisticadas de una femineidad
metafísico-discursiva.
Una segunda limitación de la noción de diferencia(s) sexual(es) es que trata de
retener o de recuperar el potencial epistemológico radical del pensamiento
feminista dentro de las paredes de la casa principal, tomando prestada la metáfora
de Audre Lorde antes que la nietzscheana prisión del lenguaje, por razones que en
este momento parecerán superficiales. Por potencial epistemológico radical quiero
decir la posibilidad, ya emergente en los escritos feministas de la década de los 80,
de concebir al sujeto social y a las relaciones de la subjetividad para la socialización
de otro modo: un sujeto constituido en el género, seguramente, no sólo por la
diferencia sexual sino más bien a través de representaciones lingüísticas y culturales,
un sujeto en-gendrado también en la experiencia de relaciones raciales y de clase,
además de sexuales; un sujeto, en consecuencia, no unificado sino múltiple y no
tanto dividido como contradictorio.
Para comenzar a especificar esta otra clase de sujeto y articular sus relaciones
con un campo social heterogéneo, necesitamos una noción de género que no esté
tan ligada con la diferencia sexual como para ser virtualmente coextensiva con ella
y, como tal, por una parte, se presuponga al género como derivado no
problemáticamente de la diferencia sexual mientras, por otro lado, pueda ser
subsumido en las diferencias sexuales como un efecto del lenguaje o como
puramente imaginario, nada que ver con lo real. Este lazo, esta mutua contención
entre género y diferencia(s) sexual(es), necesita ser desatada y deconstruida. Puede
ser un punto de arranque pensar al género en paralelo con las líneas de la teoría
de la sexualidad de Michel Foucault, como una “tecnología del sexo” y proponer
que, también el género, en tanto representación o auto-representación, es el
producto de variadas tecnologías sociales -como el cine- y de discursos
institucionalizados, de epistemologías y de prácticas críticas, tanto como de la vida
cotidiana.
Podríamos decir entonces que, como la sexualidad, el género no es una
propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los seres humanos, sino
el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las
relaciones sociales, en palabras de Foucault, por el despliegue de una tecnología
política compleja.2 Pero debe decirse ante todo, y de ahí el título de este ensayo,
que pensar al género como el producto y el proceso de un conjunto de tecnologías
sociales, de aparatos tecno-sociales o bio-médicos es, ya, haber ido mas allá de
Foucault, porque su comprensión crítica de la tecnología del sexo no tuvo en cuenta
1
Para más discusiones de estos términos, ver de LAURETIS, Teresa ed., Feminist Studies/
Critical Studies, Bloomington, Indiana University Press, 1986, especialmente los ensayos
de Sondra O’Neale y Mary Russo.
2
FOUCAULT, Michel, The History of Sexuality. Vol.I: An Introduction, trad. Robert
Hurley, Nueva York, Vintage Books, 1980, pág. 127. [Hay traducción castellana, Historia
de la sexualidad, Madrid, Siglo veintiuno, 1977]
8
la instanciación diferencial de los sujetos femeninos y masculinos, y al ignorar las
conflictivas investiduras de varones y mujeres en los discursos y las prácticas de la
sexualidad, la teoría de Foucault, de hecho, excluye, si bien no impide, la
consideración del género.
9
El segundo sentido de género dado en el diccionario es clasificación de
sexo; sexo. Esta proximidad entre gramática y sexo, sumamente interesante, no
se encuentra entre las lenguas romances (las que, se cree comúnmente, son
habladas por gente más romántica que la anglo-sajona). El español género, el
italiano genere y el francés genre no tienen directamente la connotación de un
género personal, que es trasmitido, en cambio, por la palabra para el sexo. Y por
esta razón, podría parecer que la palabra genre adoptada del francés para referir
a la clasificación específica de las formas artísticas y literarias (en primer lugar
la pintura) está también desprovista de toda denotación sexual, como lo está
también la palabra genus, la etimología latina de género, usada en inglés
como un término clasificatorio en la biología y en la lógica. Un interesante
corolario de esta peculiaridad lingüística del inglés, o sea la aceptación del
género que refiere al sexo, es que la noción de género que estoy discutiendo,
y por lo tanto la totalidad de la enmarañada cuestión de la relación del género
humano con la representación, son totalmente intraducibles a cualquier lengua
romance, un pensamiento sensato para quien pudiera estar tentado de adoptar
una visión internacionalista, no digo universal, del proyecto de teorizar sobre el
género.
Volviendo al diccionario, entonces, encontramos que el termino género es
una representación; y no sólo una representación en el sentido en el que cada
palabra, cada signo, refiere (representa) a su referente, ya sea un objeto, una cosa
o un ser animado. El término género es, en efecto, la representación de una
relación, ya sea que pertenezca a una clase, a un grupo o a una categoría. El género
es la representación de una relación, o, si puedo, por un momento, entrometerme
con mi segunda proposición, el género construye una relación entre una
entidad y otras entidades que están constituidas previamente como una clase,
y esa relación es de pertenencia; de este modo, el género asigna a una entidad,
digamos a un individuo, una posición dentro de una clase y, por lo tanto,
también una posición vis-a-vis con otras clases preconstituidas. (Estoy usando
el término clase deliberadamente, pero aquí no quiero significar clases
social(es), porque deseo retener la comprensión de Marx de clase como un
grupo de individuos ligados por determinaciones sociales e intereses -incluyendo,
muy puntualmente, la ideología- la que no es ni elegida libremente ni fijada
arbitrariamente). Así, el género representa no a un individuo sino a una relación,
y a una relación social; en otras palabras, representa a un individuo en
una clase.
El género neutro en inglés, una lengua que se apoya en el género natural
(notamos, al pasar, que natural está siempre presente en nuestra
cultura desde el comienzo mismo que es, precisamente, el lenguaje) se
atribuye a palabras referidas a entidades sin sexo o asexuadas, objetos o
individuos marcados por la ausencia de sexo. Las excepciones a esta regla
muestran la sabiduría popular del uso: una criatura [child] es neutro en género,
y su modificador posesivo correcto es its -como me enseñaron cuando
aprendí inglés hace muchos años- aunque la mayoría de la gente use his y
algunos más reciente y raramente y hasta inconsistentemente usen his
o her. Aunque una criatura tiene un sexo por naturaleza, no adquiere un
género hasta que se vuelve (o sea hasta que sea significado/a como) niño
10
o niña.3 Lo que la sabiduría popular sabe, entonces, es que el género no es el sexo,
un estado natural, sino la representación de cada individuo en términos de una
relación social particular que pre-existe al individuo y es predicada en la oposición
conceptual y rígida (estructural) de dos sexos biológicos. Esta estructura concep-
tual es lo que las científicas sociales feministas han designado el sistema sexo-
género.
Las concepciones culturales de lo masculino y lo femenino como dos categorías
complementarias aunque mutuamente excluyentes en las que los seres humanos
están ubicados, constituye en cada cultura un sistema de género, un sistema
simbólico o sistema de significados que correlaciona el sexo con contenidos
culturales de acuerdo con valores sociales y jerarquías. A pesar de que los
significados cambien en cada cultura, un sistema sexo-género está siempre
íntimamente interconectado en cada sociedad con factores políticos y económicos.4
Siguiendo esta línea de pensamiento, la construcción cultural de sexo en género y
la asimetría que caracterizan a todos los sistemas de género a través de las culturas
(aunque en cada una en un modo particular) son entendidos como ligados
sistemáticamente a la organización de la desigualdad social.5
El sistema sexo-género, en suma, es tanto una construcción sociocultural como
un aparato semiótico, un sistema de representación que asigna significado (identidad,
valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad.
Si las representaciones de género son posiciones sociales que conllevan diferentes
significados, entonces, para alguien ser representado y representarse como varón
o mujer implica asumir la totalidad de los efectos de esos significados. Así, la
proposición que afirma que la representación de género es su construcción, siendo
cada término a la vez el producto y el proceso del otro, puede ser reformulada más
exactamente: la construcción del género es tanto el producto como el
proceso de su representación.
3
No necesito detallar otras excepciones bien conocidas en el uso del inglés tales como el de
embarcaciones y de automóviles y de naciones como femeninas. [N.T. Esto no sucede en
castellano]. Ver SPENDER, Dale, Man Made Language, Londres, Routeledge y KEGAN, Paul,
1980, para un examen útil de los problemas suscitados en la investigación sociolingüística
feminista anglo-americana. Acerca de los problemas filosóficos de género en el lenguaje, y
especialmente su subversión en prácticas de escrituras por el empleo estratégico de
pronombres personales, ver WITTIG, Monique, The Mark of Gender, FEMINIST ISSUES 5, nº 2 (Fall
1985): 3-12.
4
Ver ORTNER, Sherry B. y WHITEHEAD, Harriet, Sexual Meanings: The Cultural
Construction of Gender and Sexuality, Cambridge, Cambridge University Press, 1981.
El término sistema sexo/género, fue usado primero por RUBIN, Gayle, The Traffic in
Women: Notes toward a Political Economy of Sex, en Toward an Antropology of Women,
ed. REITER, Rayna, Nueva York, Monthly Review Press, 1975, págs. 157-210.
5
COLLIER, Jane F. y ROSALDO, Michelle, Politics and Gender in Simple Societies, en ORTNER
y WHITEHEAD, Sexual Meanings, pág. 275. En el mismo volumen ver también ORTNER,
Sherry B., Gender and Sexuality in Hierarchical Societies, págs. 359-409.
11
imaginaria de esos individuos con las relaciones reales en las que ellos viven y
que gobiernan su existencia, estaba también describiendo, a mi modo de ver, el
funcionamiento del género.6 Pero, se objetará, que el equiparar género con
ideología es una reducción o una sobresimplificación. Ciertamente Althusser no lo
hace, y tampoco el pensamiento marxista tradicional, donde el género es algo así
como una tema marginal, algo limitado a la cuestión de la mujer.7 Porque, como
la sexualidad y la subjetividad, el género está ubicado en la esfera privada de la
reproducción, la procreación y la familia y no en la esfera pública, social, de lo
superestructural, a la que la ideología pertenece y es determinada por las fuerzas
económicas y las relaciones de producción.
Y más aún, continuando con la lectura de Althusser, encontramos el enunciado
enfático Toda ideología tiene la función (que la define) de constituir individuos
concretos como sujetos (p.171). Si sustituimos género por ideología, la proposición
todavía tiene sentido, pero con un leve cambio de términos. El género tiene la
función (que lo define) de constituir individuos concretos como varones y mujeres.
En ese cambio es precisamente donde se puede ver la relación de género con
ideología y vérselo también como un efecto de la ideología del género. El cambio
de sujetos a varones y mujeres marca la distancia conceptual entre dos órdenes
de discurso, el discurso de la filosofía o teoría política y el discurso de la “realidad”.
El género es dado (y dado por sentado) en el último, pero excluido en el primero.
Aunque el sujeto de la ideología althusseriano se deriva más del sujeto de Lacan
(que es un efecto de significación, fundado en un falso reconocimiento) que del
sujeto de clase unificado del humanismo marxista, es también un sujeto sin género,
y tampoco ninguno de estos dos sistemas consideran la posibilidad -y menos aún
el proceso de constitución- del sujeto femenino.8 Por lo tanto, por la propia
definición de Althusser, estamos autorizadas a preguntar, si el género existe en la
realidad, si existe en las relaciones reales que gobiernan la existencia de los
individuos pero no en la teoría filosófica o política, entonces, ¿qué representa, por
6
ALTHUSSER, Louis, Ideology and Ideological State Apparatuses (Notes Towards an Investigation,
en Lenin and Philosophy, Nueva York, Monthly Review Press, 1971, pág. 165. Están
incluidas en el texto referencias subsiguientes de este trabajo.
7
Cf. The Woman Question: Selections from the Writings of Karl Marx, Frederick
Engels, V. I. Lenin, Joseph Stalin, Nueva York, International Publishers, 1951.
8
Una exposición clara acerca del contexto teórico del sujeto en la ideología de Althusser puede
encontrarse en BELSEY, Catherine, Critical Practice, Londres, Methuen, 1980, págs. 56-
65. En la teoría del sujeto de Lacan, “la mujer” es, por supuesto, una categoría fundamental,
pero precisamente como “fantasía” o “síntoma” para el varón, como explica Jacqueline Rose:
La mujer está construida como una categoría absoluta (excluida y elevada al mismo tiempo)
una categoría que parece garantizar esa unidad del lado del varón...El problema es que una
vez que la noción de mujer ha sido tan inexorablemente expuesta como una fantasía,
entonces cualquier pregunta semejante [la pregunta por su propia jouissance] se vuelve casi
imposible de hacer (LACAN, Jacques, Feminine Sexuality, ROSE, Jacqueline, Nueva York,
W. W. Norton, 1982, págs. 47-51. Sobre los sujetos de Lacan y de Althusser juntos, ver HEATH,
Stephen, The Turn of the Subject, CINE-TRACTS, nº 8, Summer-Fall 1979, 32-48.
12
último, de hecho, sino la relación imaginaria de los individuos con las relaciones
reales en las que viven?. En otras palabras, la teoría althusseriana de la ideología es
ella misma prisionera y ciega de su propia complicidad con la ideología de género.
Pero esto no es todo: lo más importante y lo que va más al punto de mi argumento
es que, en la medida en que una teoría pueda ser validada por los discursos
institucionales y adquirir poder o control sobre el campo de los significados sociales,
la teoría de Althusser puede funcionar en sí misma como una tecnología del género.
La novedad de la tesis de Althusser radica en su percepción de que la ideología
opera no solo semi-autónomamente desde el nivel económico sino también,
fundamentalmente, por medio de su compromiso con la subjetividad (La categoría
de sujeto es constitutiva de toda ideología, escribe en la p.171). Es, entonces,
paradójico y hasta muy evidente que la conexión entre género e ideología -o la
comprensión del género como una instancia de la ideología- no podría haber sido
establecida por él. Pero la conexión ha sido explorada por otra vía, por algunas
pensadoras feministas quienes también son marxistas. Michèle Barrett, una de ellas,
afirma que no sólo es la ideología un lugar primario de construcción del género, sino
que la ideología de género...ha jugado un papel importante en la construcción
histórica de la división capitalista del trabajo y en la reproducción de la fuerza de
trabajo, y en consecuencia es una fiel demostración de la conexión integral entre
la ideología y las relaciones de producción.9
El argumento de Barret (propuesto originalmente en su libro de 1980
Women’s Oppression Today) se inscribe en el contexto del debate producido
en Inglaterra por la teoría del discurso y otros desarrollos post-althusserianos de
la teoría de la ideología y, más específicamente, por la crítica de la ideología
promovida por el periódico feminista británico m/f sobre las bases de las nociones
de representación y diferencia trazadas desde Lacan y Derrida. Barret cita el trabajo
de Parveen Adams A Note on the Distinction between Sexual Division and Sexual
Difference, donde la división sexual refiere a las dos categorías mutuamente
excluyentes de varones y mujeres como dadas en la realidad: En términos de
diferencias sexuales, por otra parte, lo que se debe captar es, precisamente, la
producción de diferencias a través de sistemas de representación; el acto de la
representación produce diferencias que no pueden ser conocidas de antemano.10
La crítica de Adams a una teoría (marxista) feminista de la ideología que
descansa en la noción de patriarcado como dado en la realidad social (en otras
palabras, una teoría basada en el hecho de la opresión de las mujeres por los varones)
reside en que tal teoría está basada en un esencialismo, sea biológico o sociológico,
que asoma aún en el trabajo de aquellas que, como Juliet Mitchell, podría insistir en
que el género es un efecto de la representación. En los análisis feministas, sostiene
9
BARRET, Michèle, Ideology and the Cultural Production of Gender, en Feminist
Criticism and Social Change, ed. NEWTON, Judith y ROSENFELT, Deborah, Nueva
York, Methuen, 1985, pág. 74.
10
ADAMS, Parveen, A Note of the Distinction between Sexual Division and Sexual Differences,
M/F, nº 3, 1979, 52 (citado en BARRETT, pág. 67).
13
Adams, el concepto de un sujeto femenino descansa sobre una homogénea
opresión de las mujeres en un estado, la realidad, dado previamente a las prácticas
representacionales (pág. 56). Al señalar que esa construcción del género no es más
que el efecto de una variedad de representaciones y prácticas discursivas que
producen diferencias sexuales no conocidas de antemano (o, en mi propia
paráfrasis, el género no es más que la configuración variable de posicionalidades
sexo-discursivas), Adams cree que puede evitar la simplicidad de una relación
antagónica que está siempre lista entre los sexos que, a sus ojos, es un obstáculo,
tanto para los análisis como para las prácticas políticas feministas (pág. 57). Estoy
de acuerdo con la respuesta que da Barret en este punto, especialmente en cuanto
a sus implicaciones para las políticas feministas: Nosotras no necesitamos hablar de
división sexual como siempre lista ahí; nosotras podemos explorar la construcción
histórica de las categorías de masculinidad y femineidad sin estar obligadas a
rechazar que, históricamente específicas como son, ellas no obstante existen hoy
en términos sistemáticos y hasta predictivos (Barrett, págs. 70-71).
Sin embargo, el sistema conceptual de Barrett no permite una comprensión de
la ideología de género en términos teóricos específicamente feministas. En una nota
agregada en la reedición de 1988 del ensayo que he estado citando, reitera su
convicción de que la ideología es un lugar extremadamente importante de la
construcción del género pero que debería entendérsela más como una parte de una
totalidad social que como una práctica o un discurso autónomos (p.83). Esta noción
de totalidad social y el espinoso problema de la relativa autonomía de la ideología
(en general, y presumiblemente de la ideología de género en particular) respecto
de los medios y las fuerzas de producción y/o de las relaciones sociales de
producción permanecen muy vagos y no resueltos en los argumentos de Barrett,
quien se vuelve menos puntual y menos comprometida a medida en que continúa
con la discusión de los modos en los que la ideología de género es (re)producida
en la práctica cultural (literaria).
Otra manera potencialmente mas útil de plantear la cuestión de la ideología de
género está sugerida, aunque no desarrolada totalmente, en el ensayo de 1979 de
Joan Kelly The Doubled Vision of Feminist Theory. Una vez que se acepta que la
noción feminista fundamental es que lo personal es político, Kelly afirma que no es
posible mantener que hay dos esferas de realidad social: la privada, la esfera
doméstica de la familia, la sexualidad y la afectividad, y la esfera pública del trabajo
y la productividad (que incluiría todas las fuerzas y la mayoría de las relaciones de
producción, en términos de Barrett). En cambio, podemos imaginar varias clases
interconectadas de relaciones sociales, relaciones de trabajo, de clase, de raza, y de
sexo/género: Lo que vemos no son dos esferas de realidad social, sino dos (o tres)
conjuntos de relaciones sociales. Por ahora, podría denominarlas relaciones de
trabajo y de sexo (o de clase y de raza, y de sexo/género).11 No solamente los
11
KELLY, Joan, Women, History and Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1984,
pág. 58. En el texto hay referencias subsiguientes a este trabajo.
14
varones y las mujeres están posicionados/as en forma diferente en esas relaciones,
sino que -éste es un punto importante- las mujeres son afectadas de manera
diferente en los diferentes conjuntos.
La doble perspectiva del análisis feminista contemporáneo, continúa Kelly, es
en la que podemos ver los dos órdenes, el sexual y el económico, operando
conjuntamente: en cualquiera de las formas históricas que toma la sociedad
patriarcal (feudal, capitalista, socialista, etc.), un sistema sexo-género y un
sistema de relaciones productivas operan simultáneamente...para reproducir
las estructuras masculino-dominantes y socioeconómicas de ese orden social
particular (pág. 61). En esta doble perspectiva, por ende, es posible ver bastante
claramente la obra de la ideología del género: el lugar de la mujer, o sea, la posición
asignada a las mujeres por nuestro sistema sexo/género, como ella enfatiza no es
una esfera separada o un dominio de existencia sino una posición dentro de
la existencia social general (pág. 57). Ese es otro punto muy importante.
Porque si el sistema sexo-género (al que prefiero llamar género tout court para
retener la ambigüedad del término, lo que lo hace eminentemente susceptible al
control de la ideología tanto como de la deconstrucción) es un conjunto de
relaciones sociales obtenidas a lo largo de la existencia social, entonces el género
es ciertamente una instancia primaria de la ideología y, obviamente, no sólo para
las mujeres. Más aún, es indiferente respecto de si los individuos particulares se ven
a sí mismos/as primariamente definidos/as (y oprimidos/as) por el género como las
feministas culturales blancas, o primariamente definidas (y oprimidas) por la raza o
las relaciones de clase como las mujeres de color.12 La importancia de la formulación
de Althusser acerca de la función subjetiva de la ideología -otra vez, en suma, que
la ideología necesita un sujeto, un individuo concreto o una persona para obrar sobre
ella- aparece ahora más claramente y, como desearía proponer, más central para el
proyecto feminista de teorización sobre el género como fuerza político-personal,
tanto negativa como positiva.
Afirmar que la representación social de género afecta a su construcción
subjetiva y que, viceversa, la representación subjetiva del género -o auto-
representación- afecta a su construcción social, deja abierta una posibilidad de
agencia y de auto-determinación en el nivel subjetivo e individual de las prácticas
cotidianas y micropolíticas que Althusser mismo podría claramente rechazar. A pesar
de todo, yo reclamaría esta posibilidad aunque pospongo la discusión hasta las
secciones 3 y 4 de este ensayo. Por el momento, volviendo a la proposición 2 que
fue reformulada como La construcción de género es tanto el producto como
el proceso de su representación, puedo reescribirla: La construcción del
género es el producto y el proceso de ambas, de la representación y de la
auto-representación.
12
Ver, por ejemplo, COLLINS, Patricia, The Emerging Theory and Pedagogy of Black Women’s
Studies, FEMINIST ISSUES 6, nº 1 Spring 1986, 3-17; DAVIS, Angela, Women, Race and Class,
Nueva York, Random House, 1981; y HOOKS, Bell, Ain’t a Woman: Black Women and
Feminism, Boston, Long Haul Press, 1981.
15
En la medida en que concierne a una teoría de género, ahora debo discutir con
Althusser un problema adicional y es que en su visión, la ideología no deja nada
afuera. Es un sistema infalible cuyo efecto es borrar sus propias huellas
completamente, de modo que, cualquiera que esté en la ideología, capturado/a
en sus redes, se cree a sí mismo/a fuera y libre de ella. No obstante, hay un afuera,
un lugar donde la ideología puede verse como lo que es: mistificación, relación
imaginaria, engaño; y ese lugar es, para Althusser, la ciencia o el conocimiento
científico. Este no es el caso del feminismo y de lo que propongo llamar, para evitar
ulteriores equivocaciones, el sujeto del feminismo.
Por la frase el sujeto del feminismo entiendo una concepción o una
comprensión del sujeto (femenino) no sólo distinto de la Mujer con mayúscula, la
representación de una esencia inherente a toda las mujeres (que puede verse
como la Naturaleza, la Madre, el Misterio, la Encarnación del Demonio, el Objeto del
Deseo y del Conocimiento [masculinos], la Condición Femenina Propiamente Dicha,
la Femineidad, etc.), sino también distinta de las mujeres, de las reales, seres
históricos y sujetos sociales que son definidos por la tecnología del género y
engendradas realmente por las relaciones sociales. El sujeto del feminismo en el que
pienso es uno no tan definido, uno cuya definición o concepción está progresando,
en éste y otros textos críticos feministas; y, para insistir el punto una vez más, el
sujeto del feminismo, muy semejante al sujeto althusseriano, es un constructo
teórico (una manera de conceptualizar, de comprender, de explicar ciertos
procesos, no las mujeres). Sin embargo, es diferente del sujeto de Althusser, que
siendo completamente en la ideología, se cree a sí mismo/a fuera y libre de ella:
el sujeto que veo emergiendo de los escritos corrientes y de los debates dentro del
feminismo está al mismo tiempo dentro y fuera de la ideología de género y es
consciente de estarlo, consciente de ese doble tironeo en direcciones opuestas, de
esa división, de esa visión doble.
Mi propio argumento en Alicia ya no iba en ese sentido: la discrepancia, la
tensión y el constante deslizamiento entre la Mujer como representación, como el
objeto y la condición misma de la representación, y, por otra parte, las mujeres como
seres históricos, sujetos de relaciones reales, están motivadas y sostenidas por una
contradicción lógica e irreconciliable en nuestra cultura: las mujeres están a la vez
dentro y fuera del género, a la vez dentro y fuera de la representación.13 Esas mujeres
continúan deviniendo la Mujer, continúan atrapadas en el género como el sujeto
althusseriano lo está en la ideología, y nosotras persistimos en esta relación
imaginaria aun cuando sabemos, como feministas, que no somos eso, sino que
somos sujetos históricos gobernadas por relaciones sociales reales, que incluyen
centralmente al género; tal es la contradicción sobre la que debe construirse la teoría
feminista y su misma condición de posibilidad. Obviamente, entonces, el feminismo
13
DE LAURETIS, Teresa, Alice Doesn’t: Feminism, Semiotics, Cinema, Bloomington,
Indiana University Press,1984. [Hay traducción castellana, Alicia ya no: Feminismo,
Semiótica, Cine, Madrid, Ediciones Cátedra, 1992].
16
no puede catalogarse como ciencia, como un discurso o una realidad fuera de la
ideología, o afuera del género como una instancia de la ideología.14
De hecho, el cambio en la conciencia feminista que se produce en esta década
puede decirse que ha comenzado (si se necesita una fecha) en 1981, el año de la
publicación de The Bridge Called My Back, la colección de escritos de las mujeres
radicales de color editado por Cherrie Moraga y Gloria Anzaldúa, la que fue seguida
en 1982 por la antología de Feminist Press editada por Gloria Hull, Patricia Bell Scott
y Barbara Smith con el titulo All the Women Are White, All the Blacks Are Men,
but Some of Us Are Brave.15 Fueron estos libros los que primero hicieron
asequibles para todas las feministas los sentimientos, los análisis y las posiciones
políticas de las feministas de color, y sus críticas del feminismo blanco, la corriente
principal. El cambio en la conciencia feminista que fue impulsado inicialmente por
trabajos como éstos resulta mejor caracterizado por la conciencia y el esfuerzo de
trabajar la complicidad del feminismo con la ideología, tanto con la ideología en
general (incluyendo el liberalismo clásico o burgués, el racismo, el colonialismo, el
imperialismo y, podría agregar también, con algunas salvedades, el humanismo)
como con la ideología de género en particular, es decir, con el heterosexismo.
Dije complicidad, no adhesión plena, porque es obvio que el feminismo y la
plena adhesión a la ideología de género, en las sociedades centradas en lo masculino,
son mutuamente excluyentes. Y agregaría, además, que la conciencia de nuestra
complicidad con la ideología de género y las divisiones y contradicciones que sirven
14
Acerca de la crítica feminista de la ciencia, FOX KELLER, Evelyn, Reflections on Gender
and Science, New Haven, Conn., Yale University Press, 1985 expresa: Una perspectiva
feminista acerca de la ciencia nos enfrenta a la tarea de examinar las raíces, las dinámicas
y las consecuencias de... lo que debe ser llamado el sistema ciencia-género. Esto nos
conduce a preguntarnos cómo las ideologías de género y ciencia se moldean una a la otra en
su construcción mutua, cómo la construcción funciona en nuestros acuerdos sociales y cómo
afecta a los varones y a las mujeres, a la ciencia y a la naturaleza (pág. 8). [Hay traducción
castellana, Reflexiones sobre género y ciencia, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim,
1989]. Desplazándonos desde la cuestión de la mujer en ciencia para examinar las distintas
epistemologías que animan la crítica feminista de la ciencia, HARDING, Sandra, The Science
Question in Feminism, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1986, plantea alguna
cuestiones teóricas cruciales considerando las relaciones entre conocimiento y ser, entre
epistemología y metafísica y las alternativas a las epistemologías dominantes desarrolladas para
justificar los modos de búsqueda de conocimiento de la ciencia y las formas de ser en el mundo
(pág. 24). Las críticas feministas de la ciencia, argumenta, han producido una colección de
cuestiones conceptuales que amenzan tanto a nuestra identidad cultural como a una sociedad
democrática y socialmente progresista, como a nuestro núcleo de identidades personales en
tanto individuos genéricamente diferentes (págs. 28-29). Es apropiada una última referencia
en este contexto: WARREN, Mary Ann, Gendercide, Towota, N.J., Rowman y Allanheld,
1985, un estudio sobre la creciente tecnología de la selección de sexo, reseñada por
MINDEN, Shelley, en The Women’s Review of Books, febrero de 1986, págs. 13-14.
15
This Bridge Called My Back fue publicado originalmente por Persephone Press en 1981.
Ahora está disponible en su segunda edición, reimpresa por Kitchen Table, Women of Color
Press, Nueva York, 1983.
17
a ella son lo que debe caracterizar hoy a todos los feminismos en los Estados Unidos,
ya no sólo a las mujeres de clase media blancas que fueron las primeras forzadas a
examinar nuestra relación con las instituciones, con las prácticas políticas, con los
aparatos culturales, y entonces también con el racismo, el antisemitismo, el hetero-
sexismo, el clasismo, etc.; porque la conciencia de complicidad con las ideologías
de género de sus culturas y subculturas particulares está también emergiendo en los
escritos más recientes de las mujeres negras y latinas y de aquellas lesbianas, de
cualquier color, que se identifiquen a sí mismas como feministas.16 Hasta qué grado
esta más nueva o emergente conciencia de complicidad actúa con o contra la
conciencia de opresión, es una cuestión central para la comprensión de la ideología
en estos tiempos posmodernos y poscoloniales.
Esta es la razón por la que a pesar de las divergencias, de las diferencias polí-
ticas y personales y del empeño que encierran a los debates feministas dentro y
a través de líneas sexuales, raciales y étnicas, podemos mantener la esperanza de
que el feminismo seguirá desarrollando una teoría radical y una práctica de
transformación sociocultural. Para que ello ocurra, sin embargo, debe retenerse la
ambigüedad del género; y esto es sólo aparentemente una paradoja. No podemos
resolver o disipar la incómoda condición de estar al mismo tiempo dentro y fuera
del género o bien por desexualizarlo (haciendo del género meramente una
metáfora, una cuestión de differánce, de efectos puramente discursivos) o por
androginizarlo (alegando la misma experiencia de condiciones materiales para
ambos sexos en una clase, raza o cultura determinada). Pero me he anticipado a
lo que discutiré más adelante. Me he extralimitado nuevamente, ya que no he
trabajado aún en la tercera proposición, la que establece que la construcción de
género a través de su representación continúa hoy tanto o más que en otros
tiempos. Comenzaré con un muy simple ejemplo cotidiano y luego continuaré con
pruebas más elevadas.
16
Ver, por ejemplo, CLARK, Cheryl, Lesbianism: An Act of Resistance, y QUINTANALES, Mirtha,
I Paid Very Hard for My Inmigrant Ignorance ambos en This Bridge Called My Back,
MORAGA, Cherrie From a Long Line of Vendidas, y RADFORD-HILL, Sheila, Considering
Feminism as a Model for Social Change, ambos en de LAURETIS, Feminist Studies/Critical
Studies, y BULKIN, Elly, BRUCE PRATT, Minnie y SMITH, Barbara, Yours in Struggle:
Three Feminist Perspectives on Anti-Semitism and Racism, Brooklyn, N.Y., Long Haul
Press, 1984.
18
pregunto, ¿no es eso lo mismo que decir que la F al lado del casillero que marcamos
al llenar el formulario se nos ha adherido como un vestido de seda mojado? ¿O que
mientras creíamos que marcábamos la F en el formulario, en realidad la F nos
marcaba a nosotras?.
Este es, por supuesto, el proceso descripto por Althusser con la palabra
interpelación, el proceso por el cual una representación social es aceptada y
absorbida por un individuo como su (de ella o de él) propia representación y así
volverse, para ese individuo, real, aún cuando en realidad es imaginaria. No obstante,
mi ejemplo es demasiado simple. No explica cómo se construye la representación
y cómo entonces se la acepta y se la absorbe. Para este propósito vayamos ante todo
a Michel Foucault.
El primer volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault ha tenido gran
influencia, en especial su atrevida tesis de que la sexualidad, comúnmente pensada
tanto natural como íntima y privada, es en realidad completamente construida en
la cultura de acuerdo con los propósitos políticos de la clase social dominante. El
análisis de Foucault comienza con una paradoja: las prohibiciones y regulaciones
relativas a los comportamientos sexuales, ya sean hablados por autoridades
religiosas, legales o científicas, lejos de constreñir o reprimir la sexualidad, por el
contrario la han producido y continúan haciéndolo en el sentido en que la maquinaria
industrial produce bienes o comodidades y al hacerlo, también produce relaciones
sociales.
De ahí la noción de tecnología del sexo, que define como un conjunto de
técnicas para maximizar la vida que han sido desarrolladas y desplegadas por la
burguesía desde finales del siglo XVIII para asegurar su supervivencia de clase y su
hegemonía permanente. Esas técnicas involucran la elaboración de discursos
(clasificación, medición, evaluación, etc.) acerca de cuatro figuras privilegiadas u
objetos de conocimiento: la sexualización de los niños y del cuerpo femenino, el
control de la procreación y la psiquiatrización del comportamiento sexual anómalo
como perversión. Estos discursos implementados a través de la pedagogía, la
medicina, la demografía y la economía, fueron fijados o sostenidos por las
instituciones del estado y se tornaron especialmente focalizados en la familia;
sirvieron para difundir e implantar, en el sugestivo término foucaultiano, esas
figuras y modos de conocimiento en cada individuo, familia e institución. Esta
tecnología, remarcó, hizo del sexo no sólo un asunto secular, sino también un
asunto del estado; para ser más exactos, el sexo se convirtió en una materia que
requería del cuerpo social en su totalidad y virtualmente de todos sus individuos,
que se pusieran a sí mismos bajo vigilancia.17
17
FOUCAULT, M., The History of Sexuality, pág. 116. El parágrafo precedente aparece
también en otro ensayo de este volumen, The Violence of Rethoric, [hay traducción castellana,
La violencia de la retórica. Consideraciones sobre representación y género, en TRAVESÍAS, Año
2, nº 2, (octubre 1994)] escrito antes que este trabajo, cuando primero consideré la
aplicabilidad de la noción de Foucault de tecnología de sexo para la construcción del género.
Escribí: Así como es iluminador su trabajo para nuestra comprensión de los mecanismos de
poder en las relaciones sociales, su valor crítico está limitado por su descuido por lo que, después
de él, podríamos llamar la tecnología del género, las técnicas y estrategias discursivas por
las cuales es construido el género.
19
La sexualización del cuerpo femenino ha sido ciertamente una figura u objeto
de conocimiento favoritos en los discursos de la ciencia médica, la religión, el arte,
la literatura, la cultura popular, etc. Desde Foucault han aparecido varios estudios
que consignan el tema, más o menos explícitamente, en su esquema histórico
metodológico;18 pero la conexión entre mujer y sexualidad y la identificación de lo
sexual con el cuerpo femenino, tan penetrante en la cultura occidental, había sido,
desde hacía mucho, una preocupación mayor de la crítica feminista y del
movimiento de mujeres con independencia de Foucault, por supuesto. En particular
la crítica de cine feminista se había ocupado de ese tema con un esquema
conceptual que, aunque no procedía de Foucault, no era, sin embargo, del todo
disímil.
Desde un tempo antes de la publicación del primer volumen de Historia de
la sexualidad en Francia (La volonté de savoir, 1976) las teóricas feministas del
cine habían estado escribiendo acerca de la sexualización de la estrella femenina en
la narrativa del cine y analizando las técnicas cinemáticas (iluminación, encuadre,
edición, etc.) y los códigos cinemáticos específicos (por ejemplo, el sistema de la
mirada) que construye a la mujer como imagen, como el objeto de la mirada
voyeurista del espectador; y habían desarrollando un relevamiento y una crítica de
los discursos psico-sociales, estéticos y filosóficos que subyacen en la representación
del cuerpo femenino como el sitio primario de la sexualidad y del placer visual.19
El entender al cine como una tecnología social, como un aparato cinemático fue
desarrollado en la teoría del cine contemporáneamente con el trabajo de Foucault,
pero independientemente de él; más bien, como la palabra apparatus sugiere, fue
influenciado directamente por el trabajo de Althusser y Lacan.20 Hay pocas dudas,
en todo caso, de que el cine -el aparato cinemático- es una tecnología de género
como he argumentado a lo largo de Alicia ya no, espero que convincentemente,
si bien no con estas mismas palabras,
La teoría del aparato cinemático está más interesada que la de Foucault en
responder a ambas partes de la pregunta de la que partí: no sólo cómo es construida
por la tecnología dada la representación del género, sino también cómo es asimilada
subjetivamente por cada individuo al que esa tecnología se dirige. Para la segunda
parte de la cuestión, la noción crucial es el concepto de espectador/a, que la teoría
18
Por ejemplo, POOVER, Mary, Scenes of an Indelicate Character: The Medical Treatment of
Victorian Women, REPRESENTATIONS, nº 14 (Spring 1986) 137-68; y DOANE, Mary Anne Clinical
Eyes: The Medical Discourse, un capítulo de su libro The Desire to Desire: “The Woman’s
Film” of the 1940s, Bloomington, Indiana University Press, 1987.
19
Aunque pueden encontrarse referencias más detalladas del trabajo feminista en cine en Alice
Doesn’t, deseo mencionar dos textos críticos fundamentales, ambos publicados en 1975 (el
año en que Surveiller et Punir [Discipline and Punish] de Foucault apareció por primera
vez en Francia) [Hay traducción castellana, Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI]: MULVEY,
Laura, Visual Pleasure and Narrative Cinema, SCREEN 16, nº 3 (Agosto 1975), 6-18; y HEATH,
Stephen, Narrative Space, ahora en Questions of Cinema, Bloomington, Indiana University
Press, 1981, págs. 19-75.
20
de LAURETIS, Teresa y HEATH, Stephen, eds., The Cinematic Apparatus, London,
Macmillan, 1980.
20
feminista del cine ha establecido como concepto generizado, es decir, los modos
en los cuales cada espectador/a individual es apelado por la película, los modos en
los cuales su identificación (femenina o masculina) es solicitada y estructurada en
el film mismo,21 están íntima e intencionalmente, conectados con el género del
espectador/a, aunque no siempre explicitamente. En ambos, en los escritos críticos
y en las prácticas del cine de mujeres, la exploración de la condición de espectadora
femenina está dándonos un análisis sutilmente articulado, de las modalidades de ver
cine por las mujeres y formas cada vez más sofisticadas de dirección al hacer cine
(como se discute en los capítulos 7 y 8).
Este trabajo crítico está produciendo un conocimiento del cine y de la
tecnología del sexo al que la teoría de Foucault no podría conducir, en sus propios
términos, ya que ahí la sexualidad no es entendida como generizada, como teniendo
una forma masculina y una forma femenina, sino que se la toma como una y la misma
para todos y, consecuentemente, como masculina (discusiones posteriores sobre
este punto se encontrarán en el capítulo 2). No estoy hablando de la libido, que
Freud decía que era sólo una, y pienso que puede haber estado en lo cierto. Estoy
hablando aquí de la sexualidad como una construcción y una (auto)representación,
y que ambas sí tienen una forma femenina y una forma masculina, a pesar de que
en el esquema mental centrado en lo masculino o patriarcal la forma femenina es
una proyección de la masculina, su opuesto complementario, su extrapolación, la
costilla de Adán, como se suele decir. Así que, aún cuando esté localizada en el
cuerpo de la mujer (vista, escribió Foucault, como completamente saturada con
la sexualidad, pág. 104), la sexualidad es percibida como un atributo o una
propiedad del varón.
Como Lucy Bland afirma en respuesta a un artículo sobre la construcción
histórica de la sexualidad en términos foucaultianos -un artículo que no
sorprendentemente omite lo que ella considera uno de los aspectos centrales de
la construcción histórica de la sexualidad, es decir su construcción como género
específico- las concepciones variadas de la sexualidad a través de la historia
occidental, aunque diversas entre sí, se han basado en el contraste permanente
entre la sexualidad masculina y la femenina.22 En otras palabras, la sexualidad
femenina ha sido invariablemente definida en contraste tanto como en relación al
varón. La concepción de la sexualidad sostenida por las feministas de la primera ola,
hacia el cambio de siglo, no fue una excepción: si ellas reclamaban la castidad y
se oponían a toda actividad sexual porque degrada a las mujeres al nivel de los
varones, o si clamaban por una libre expresión de la función natural y calidad
espiritual del sexo de parte de las mujeres, era porque el sexo significaba
21
En el texto fílmico en particular, pero siempre por medio del aparato completo, incluyendo
los géneros cinemáticos, la industria fílmica, y la historia de la máquina-
cinematográfica completa, como Stephen Heath la ha definido. (The Cinematic
Apparatus: Technology as Historical and Cultural Form, en de LAURETIS y HEATH, The
Cinematic Apparatus, pág. 7).
22
BLAND, Lucy, The Domain of the Sexual: A Response, SCREEN EDUCATION, nº 39 (Summer 1981),
pág. 56. En el texto están incluidas referencias subsiguientes de este trabajo.
21
intercambio heterosexual y primariamente penetración. Es recién en el feminismo
contemporáneo que han aparecido las nociones de una sexualidad de las
mujeres diferente o autónoma y de identidades sexuales no-masculino- relacionadas.
Pero igual, Bland observa, el desplazamiento del centro de la escena sexual del
acto sexual como penetración queda como una tarea que aún hoy nos preocupa
(pág. 67).
De aquí la paradoja que estropea la teoría de Foucault, al igual que otras teorías
contemporáneas radicales pero androcéntricas: para combatir la tecnología social
que produce la sexualidad y la opresión sexual, esas teorías (y sus políticas
respectivas), negarán al género. Pero negarlo es ante todo negar las relaciones
sociales de género que constituyen y legitiman la opresión sexual de las mujeres
y, en segundo lugar, negar al género es permanecer en la ideología una ideología
que (ni coincidentemente ni, por supuesto, intencionalmente) en forma manifiesta
está al auto-servicio de los sujetos generizados masculinos.
En su libro colectivo, las autoras de Changing the Subject discuten acerca de
la importancia y los límites de la teoría del discurso y desarrollan sus propias
propuestas teóricas desde una crítica pero también desde una aceptación de las
premisas básicas del postestructuralismo y la deconstrucción.23 Por ejemplo,
aceptan la destitución postestructuralista del sujeto unitario y la revelación de su
carácter constituyente y no constituido, (pág. 204) pero mantienen que la
deconstrucción del sujeto unificado, el individuo burgués (el sujeto-como-agente)
no es suficiente para una comprensión precisa de la subjetividad. En particular, el
capítulo de Wendy Hollway Gender difference and the production of subjetivity
postula que lo que cuenta para el contenido de la diferencia de género son los
significados genérico-diferenciados y las posiciones permitidas diferentemente a los
varones y a las mujeres en el discurso. Así, por ejemplo, como todos los discursos
sobre la sexualidad son genéricamente diferenciados y en consecuencia múltiples
(hay al menos dos en cada instancia específica o momento histórico), las mismas
prácticas de (hetero)sexualidad son, del mismo modo, para significar diferentemente
a mujeres y a varones, porque ellos están siendo leídos a través de discursos
diferentes (pág. 237).
El trabajo de Hollway concierne al estudio de las relaciones heterosexuales
como el sitio primario donde la diferencia de género es re-producida (pág. 228)
23
HENRIQUES, Julian, HOLLWAY, Wendy, URWIN, Cathy, VENN, Couze y WALKERDINE,
Valerie, Changing the Subject: Psychology, social regulation and subjectivity,
London, Methuen, 1984. Subsiguientes referencias a este trabajo se incluyen en el texto.
22
y se basa en el análisis de materiales empíricos extraídos de relatos de individuos
de sus propias relaciones heterosexuales. Su proyecto teórico es ¿cómo podemos
entender la diferencia de género de una manera que pueda dar cuenta de los
cambios?.
23
Sin embargo, su conclusión de que cada relación y cada práctica es un lugar de
cambios potenciales tanto como de reproducción no dice qué relación con la
potencialidad para el cambio en las relaciones de género -si es un cambio tanto de
conciencia como un cambio en la realidad social- puede ofrecer resistencia a la
hegemonía de los discursos.
¿Cómo los cambios en la conciencia afectan o producen cambios en los
discursos dominantes? O de otra manera, ¿las investiduras de quiénes reditúan mayor
poder relativo? Por ejemplo, si decimos que ciertos discursos y prácticas, si bien
marginales con referencia a instituciones, pero no obstante disruptivos u oposicionales
(por ejemplo, el de las mujeres de cine y el de los colectivos de salud, las revisiones
por parte de los Women’s Studies y de los Afro-American Studies del canon
literario y de los planes de estudio, la creciente crítica del discurso colonial) tienen
el poder de “implantar” nuevos objetos y modos de conocimiento en sujetos
individuales ¿se sigue que estos discursos de resistencia o contra-prácticas (como
Claire Johnston llamó al cine de los años 70 “contra-cine”) pueden volverse
dominantes o hegemónicos? Y si es así ¿cómo? ¿O no necesitan volverse dominantes
para que cambien las relaciones sociales? Y si no, ¿cómo cambiarán las relaciones
sociales de género? Puedo resumir estas preguntas en una como sigue: si, como
Hollway escribe, la diferencia de género es...reproducida en las interacciones
cotidianas de las parejas heterosexuales, a través de la negación del carácter
relacional de la subjetividad, no unitario, no racional (pág. 252), ¿que persuadirá
a las mujeres a investir otras posiciones, otras fuentes de poder capaces de cambiar
las relaciones de género, cuando ellas hubieran asumido la posición corriente (de
hembra en la pareja), en primer lugar porque esa posición les permite, como
mujeres, un cierto poder relativo?
Lo que estoy tratando de decir, por más que acuerdo con Hollway en la mayor
parte de su argumentación y a pesar que me agrada su esfuerzo por redistribuir el
poder entre la mayoría de nosotras, es que para teorizar como positivo el poder
“relativo” de los/las oprimidos/as por las relaciones sociales corrientes se necesita
algo más radical, o quizás más drástico, de lo que ella parece querer asegurar. El
problema se agrava por el hecho de que las investiduras estudiadas por Hollway se
consiguen y se afianzan por medio de un contrato heterosexual; es decir, su objeto
de estudio es el lugar mismo en el cual las relaciones sociales de género y, por lo
tanto, la ideología de género son re-producidas en la vida cotidiana. Cualquier
cambio que pueda resultar en eso, no obstante que pueda ocurrir, es semejante a
cambios en la “diferencia de género”, precisamente, más que cambios en las
relaciones sociales de género: cambios, en suma, en la dirección de mayor o menor
“igualdad” de las mujeres con los varones.
Aquí el problema está puesto claramente en evidencia, en la noción de la(s)
diferencia(s) sexual(es), su fuerza conservadora limitando y trabajando contra el
esfuerzo de repensar sus propias representaciones. Creo que para imaginar al
género (varones y mujeres) de otra manera, y (re)construirlo en otros términos que
aquellos dictados por el contrato patriarcal, debemos dejar el esquema de referencia
centrado en lo masculino en el cual género y sexualidad son (re)producidos por el
discurso de la sexualidad masculina o, como Luce Irigaray ha escrito tan bien, de la
hom(m)osexualidad. Este ensayo podría constituir un mapa aproximado de los
primeros pasos de la salida.
24
Desde otro marco de referencia completamente distinto, Monique Wittig ha
subrayado el poder de los discursos para “hacer violencia” en la gente, una violencia
que es material y física, aunque producida tanto por los discursos abstractos y
científicos como por los discursos de los medios masivos de comunicación.
24
WITTIG, Monique, The Straight Mind, FEMINIST ISSUES, nº1 (Summer 1980), 106-107. Subsiguientes
referencias a este trabajo se incluyen en el texto.
25
sociales. Buscaba definir la experiencia más precisamente como un complejo de
efectos de significado, hábitos, disposiciones, asociaciones y percepciones, resultantes
de la interacción semiótica del yo y del mundo externo (en palabras de Ch. Peirce).
La constelación o configuración de efectos de significado que llamo experiencia
cambia y es reformada continuamente para cada sujeto con su compromiso
continuo con la realidad social, una realidad que incluye -y para las mujeres,
centralmente- las relaciones sociales de género. Porque, tal como empecé a
argumentar en ese libro siguiendo las visiones críticas de Virginia Woolf y Catherine
Mac Kinnon, la subjetividad y la experiencia femeninas descansan necesariamente
en una relación específica con la sexualidad. Y aunque desarrollada insuficientemente,
esta observación me sugiere que lo que estoy tratando de definir con la noción de
un complejo de hábitos, asociaciones, percepciones y disposiciones que la en-
gendran a una como mujer, lo que estaba tratando de dar a entender era
precisamente la experiencia de género, los efectos de significado y las auto-
representaciones producidas en el sujeto por las prácticas socioculturales, los
discursos y las instituciones dedicadas a la producción de mujeres y varones. Y
seguramene no fue casual, entonces, que mi análisis haya sido concerniente al cine,
a la narrativa y a la teoría. Porque ellas mismas son, por supuesto, tecnologías de
género.
Ahora bien, afirmar que la teoría (un término genérico para cualquier discurso
teorético que procure dar cuenta de un objeto particular de conocimiento, y en
realidad construya ese objeto en un campo de significado como su propio dominio
de conocimiento, el dominio llamado frecuentemente disciplina) es una tecnología
de género puede parecer paradójico, dado el hecho que he lamentando a través
de la mayoría de estas páginas; es decir, que las teorías que están disponibles para
ayudarnos y que delinean el pasaje desde la sociabilidad a la subjetividad, desde los
sistemas simbólicos a la percepción individual o desde las representaciones
culturales a la auto-representación -un pasaje en espacios discontinuos, debería
decir- son o bien indiferentes al género o incapaces de conceptualizar un sujeto
femenino.25 Son indiferentes al género, como las teorías de Althusser y de Foucault,
o los trabajos tempranos de Julia Kristeva o de Umberto Eco; o bien, si efectivamente
se preocupan por el género, como lo hace la teoría freudiana del psicoanálisis (más
que cualquier otra, en realidad, con excepción de la teoría feminista), y si
efectivamente ofrecen entonces un modelo para la construcción del género en la
diferencia sexual, sin embargo, su diseño del terreno entre la sociabilidad y la
subjetividad es tal que deja al sujeto femenino irremediablemente prisionero en los
pantanos patriarcales o varado en alguna parte entre el demonio y el profundo mar
azul. Sin embargo, y éste es mi argumento en este libro ambos tipos de teorías y
las ficciones que ellas inspiran, contienen y promueven alguna representación de
género, no menos que lo que hace el cine.
25
Puede también sonar paradójico afirmar que la teoría es una tecnología social en vista de la
creencia común que la teoría (y en forma similar la ciencia) es lo opuesto a la técnica, al
empírico saber-cómo, pericia manual, conocimiento práctico o aplicado, en resumen, todo
lo que se asocia al término tecnología. Pero confío que todo lo dicho tan largamente en
este ensayo me exime de la obligación de definir otra vez lo que entiendo por tecnología.
26
Un ejemplo es el trabajo iluminador de Kaja Silverman sobre subjetividad y
lenguaje en psicoanálisis. Al afirmar que la subjetividad es producida a través del
lenguaje y que el sujeto humano es semiótico y, por tanto, también un sujeto
generizado, Silverman hace un esfuerzo valiente, en sus palabras, para crear un
espacio para el sujeto femenino dentro de [sus] las páginas, aunque este espacio
fuera solo negativo.26 Y, por cierto, en el esquema lacaniano de su análisis, la
cuestión de género no encaja, y el sujeto femenino puede ser definido sólo
vagamente como un punto de resistencia (pág. 144, pág. 232) a la cultura patriarcal,
como potencialmente subversivo (pág. 233), o como estructurado negativamente
en relación al falo (pág. 191). Esta negatividad de la mujer, su carencia o
trascendencia de las leyes y procesos de significación tiene una contraparte en la
teoría psicoanalítica postestructuralista, en la noción de femineidad como una
condición privilegiada, una cercanía a la naturaleza, el cuerpo, el costado maternal
o el inconciente. Sin embargo, estamos prevenidas, esta femimeidad es puramente
una representación, una posicionalidad dentro del modelo fálico de deseo y
significación; no es una cualidad o una propiedad de las mujeres. Lo que equivale
a decir que la mujer, como sujeto de deseo o de significación, es irrepresentable,
o, mejor, que en el orden fálico de la cultura patriarcal y en su teoría, la mujer es
irrepresentable excepto como representación.
Pero aún cuando difiere de la versión lacaniana predominante en crítica literaria
y teoría del cine, y aún cuando efectivamente pone la cuestión de cómo una se
convierte en una mujer (como hace, por ejemplo, la teoría de las relaciones
objetales, que ha interesado a las feministas tanto, si no más, que Lacan o Freud),
el psicoanálisis define a la mujer en relación con el hombre, desde dentro del
mismo esquema de referencia y con las categorías analíticas elaboradas para dar
cuenta del desarrollo psicosocial del varón. Esta es la razón por la que el psicoanálisis
no se dirige, no puede dirigirse, a la compleja y contradictoria relación de las mujeres
con la Mujer, que en cambio define como una simple ecuación: mujeres = Mujer =
Madre. Y ése, tal como he sugerido, es uno de los efectos más profundamente
arraigados de la ideología de género.
Antes de pasar a considerar las representaciones de género que están
contenidas en otros discursos corrientes, de interés para el feminismo, deseo volver
brevementee a mi propia posición vis-à-vis el problema de comprender al género
tanto a través de una lectura crítica de la teoría como a través de las configuraciones
cambiantes de mi experiencia como feminista y como teórica. Si no pude dejar de
ver, aunque no lo haya podido formular en mis primeros trabajos, que el cine y las
teorías narrativas eran tecnologías de género,27 no fue sólo porque había leído a
Foulcault y a Althusser (que no habían dicho nada acerca del género) y a Woolf y
a MacKinnon (que sí lo hicieron), sino también porque había absorbido como mi
experiencia (a través de mi propia historia y compromiso en la realidad social y en
26
SILVERMAN, Kaja, The Subject of Semiotics, Nueva York, Oxford University Press, 1983,
pág. 131. Subsiguientes referencias a este trabajo, se incluyen en el texto.
27
Encuentro que escribí lo siguiente, por ejemplo: La narrativa y el cine apelan al
consentimiento de las mujeres y por un excedente de placer esperan seducir a las mujeres en
la femineidad, (Alice Doesn’t, pág. 10).
27
los espacios generizados de las comunidades feministas) el método analítico y crítico
del feminismo: la práctica de la auto-conciencia. Porque la comprensión de la
propia condición personal como mujer en términos sociales y políticos y la constante
revisión, revaluación y reconceptualización de esa condición en relación a la
comprensión de otras mujeres de sus posiciones sociosexuales, generan un modo
de aprehensión de toda realidad social que se deriva de la conciencia de género. Y
desde esta aprehensión, desde este conocimiento personal, íntimo, analítico y
político de la fuerza penetrante del género, no hay retorno a la inocencia de la
“biología”.
Esta es la causa por la que encuentro imposible compartir las creencias de
algunas mujeres en un pasado matriarcal o en un contemporáneo reino “matrístico”
presidido por la Diosa, un reino de tradición femenina, marginal y subterráneo y, más
aún, positivo y bueno, amante de la paz, ecológico, matrilineal, matrifocal, no indo-
europeo, etc.; en suma, un mundo no tocado por la ideología, la lucha racial y de
clase ni por la televisión; un mundo no problematizado por las demandas
contradictorias y las gratificaciones opresivas del género tal como yo, y seguramente
esas mujeres también, experimentamos cotidianamente. Por otra parte, y en gran
medida por las mismas razones, encuentro igualmente imposible dar lugar al género
ni como una idea esencialista y mítica del tipo que acabo de describir, ni como la
idea liberal-burguesa estimulada por los anuncios de los medios: algún día, pronto
quizás, las mujeres tendrán sus carreras, sus propios apellidos y su propiedad, hijos/
as, maridos y/o amantes femeninas de acuerdo a sus preferencias y todo sin alterar
las relaciones sociales existentes y las estructuras heterosexuales a las que nuestra
sociedad, y muchas otras, están atadas firmemente.
Aún este escenario que, honestamente debo admitir, asoma suficientemente
a menudo en el fondo de un cierto discurso feminista sobre el género, aún este
Estado Ideal de igualdad de género, no es suficiente para disuadirme de afirmar al
género como una cuestión radical para la teoría feminista. Y así llego a la última de
las cuatro proposiciones.
28
breves o de escritos ocasionales, esos trabajos no avalan ni valorizan en los medios
académicos el proyecto feminista per se. Lo que ellos valoran o legitiman son ciertas
posiciones dentro del feminismo académico, esas posiciones que sirven o bien a uno
o a ambos: a los intereses críticos personales y a los asuntos teóricos androcéntricos.28
Como se señala en la introducción a la reciente colección de ensayos sobre
Gender and Reading, hay evidencia de que los varones son “lectores resistentes”
de la ficción de las mujeres. Más exactamente, no es que los varones no puedan
leer los textos de las mujeres, en realidad es que no quieren.29 En la medida en
que la teoría avanza, la evidencia es muy fácil de comprobar mediante una rápida
ojeada al índice de nombres de cualquier libro que no se identifique a sí mismo
específicamente como feminista. La pobreza de referencias tanto a críticas femeninas
como feministas es tan consistente que una podría estar tentada, como hizo Elaine
Showalter, de dar la bienvenida al pasaje a la crítica feminista por parte de
(prominentes) teóricos varones.30 Y la tentación puede ser irresistible si, como los
editores de Gender and Reading, uno/a está interesado/a en que esas discusiones
de diferencia de género no impidan el reconocimiento de la variabilidad
individual y del suelo común compartido por todos los humanos (pág. xxix;
énfasis agregado).
28
Ver SHOWALTER, Elaine, Critical Cross-Dressing: Male Feminists and the Woman of the Year,
Raritain 3, nº 2 (1983), 130-49; SPIVAK, Gayatri Chakravorty Displacement and the Discourse
of Woman in Desplacement: Derrida and After, ed. KRUPNICK, Mark, Bloomington,
Indiana University Press, 1983, págs. 169-95; RUSSO, Mary, Female Grotesques: Carnival and
Theory, en de LAURETIS, Feminist Studies/Critical Studies, págs. 213-229; y JARDINE,
Alice et al, eds., Men on Feminism, Nueva York, Methuen, 1987.
29
FLYAN, Elizabeth A. y SCHWEICKART, Patrocinio P. eds., Gender and Reading: Essays
on Readers, Texts and Contexts, Baltimore, John Hopkins University Press, 1986, p. xviii.
Este pasaje en la introducción remite específicamente al ensayo de FETTERLEY, Judith,
Reading about Reading, págs. 147-64. Referencias subsiguientes a este volumen están
incluidas en el texto. El énfasis programático de tal rechazo está corroborado por la evidencia
histórica que Sandra Gilbert y Susan Gubar aportan para documentar la formación de una
respuesta retrógrada de misoginia intensificada con la cual los escritores (modernistas) varones
saludaron la entrada de las mujeres en el mercado literario desde finales del siglo diecinueve,
en su ensayo Sexual Linguistics: Gender, Language, Sexuality, New Literary History 16, nº
3 (Spring 1985), 524.
30
SHOWALTER, Critical Cross-Dressing, pág. 131. Sin embargo, como Gilbert y Gubar también
señalan, tal movimiento no es inaudito o necesariamente desinteresado. Puede ser -¿y por
qué no?- que el esfuerzo de los escritores (varones) europeos desde la Edad Media por
transformar la materna lingua, o lengua materna (la vernácula) en un cultivado patrius sermo,
o habla paterna (en los términos de Walter Ong), como un instrumento más adecuado para
el arte, haya sido un esfuerzo para sanar lo que Gilbert y Gubar llamaron la herida lingüística
masculina”: “Duelo y vigilia por el patrius sermo perdido, modernistas y posmodernistas
masculinos transforman la vernácula materna en una nueva aurora del patriarcado en la
que pueden despertar los viejos poderes de la Palabra del Padre, GILBERT y GUBAR, Sexual
Linguistics, págs. 534-35.
29
Los límites y el riesgo de esta visión del género como diferencia genérica
aparecen especialmente manifiestas cuando, en uno de los ensayos de la colección
que propone A Theory for Lesbian Readers, Jean Kennard se encuentra acordando
con Jonathan Culler (según Showalter) y re-inscribe sus palabras y las de él en las
suyas propias: Leer como una lesbiana no es necesariamente lo que ocurre cuando
una lesbiana lee...La hipótesis de una lectora lesbiana [es lo que] cambia nuestra
aprehensión de un texto dado.31 Irónicamente, o, diría mejor, gracias a la mano de
Dios, este último enunciado contradice y va en dirección opuesta al propio proyecto
crítico de Kennard, claramente establecido unas pocas páginas antes: Lo que deseo
sugerir aquí es una teoría acerca de la lectura que no simplifique demasiado el
concepto de identificación, que no subsuma la diferencia lesbiana bajo un
universal femenino...Es un intento de sugerir una manera en que las lesbianas
podrían releer y escribir acerca de los textos. (pág. 66)
La ironía está en que el enunciado de Culler -en la línea de la desconstrucción
derrideana, que es el contexto de esta afirmación- intenta hacer al género sinónimo
de la(s) diferencia(s) discursiva(s), diferencias que son efectos del lenguaje o de
posiciones en el discurso, y así ciertamente independientes del género del lector
(esta noción de diferencia ya fue mencionada a propósito de la crítica que le hizo
Michèle Barret). Lo que Kennard está sugiriendo, entonces, es que Culler puede leer
no sólo como una mujer sino también como una lesbiana, y eso subsumiría la
diferencia lesbiana no sólo bajo un universal femenino sino también bajo el
universal masculino (que el mismo Jonathan Culler podría no aceptar representar,
en nombre de la différance). La mano de Dios es bienvenida porque el presentimiento
crítico y la presunción inicial de Kennard (que las lesbianas leen en forma diferente
de las mujeres comprometidamente heterosexuales tanto como de los varones) son
muy correctas, en mi opinión; solamente, deben ser justificadas, o rendir cuenta por
otros medios que las teorías masculinas de la lectura o la psicología de la Gestalt
(porque además de Lacan y Derrida, por vía de Culler, Kennard extrae su teoría de
la lectura polar de la teoría de Joseph Zinker sobre las características opuestas o
polaridades). Para los propósitos del tema que estamos tratando, la mano de Dios
puede ser personificada en la evaluación crítica que hace Tania Modleski de la
hipótesis Showalter-Culler:
Para Culler, cada etapa de la crítica feminista vuelve cada vez más problemática la
idea de “experiencia de mujeres”. Poniendo en cuestión esta noción, Culler logra abrir
un espacio para las interpretaciones feministas masculinas de los textos literarios. Así,
en un punto él cita la observación de Peggy Kamuf acerca del feminismo como una
31
KENNARD, Jean E., Ourselves behind Ourselves: A Theory for Lesbian Readers, en FLYNN y
SCHWEICKART, Gender and Reading, pág. 71. Aquí Kennard cita y readapta (al reemplazar
la palabra mujer por la palabra lesbiana) a CULLER, Jonathan On Deconstruction: Theory
and Criticism after Structuralism, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1982, págs. 49
y 50; en la pág. 50 Culler mismo cita a Showalter. [Hay traducción castellana de la obra Sobre
la deconstrucción, Madrid, Cátedra, 1992].
30
forma de lectura y pide prestado un término, bastante irónicamente, de Elaine
Showalter para sugerir que “leer como una mujer” es en última instancia no una
cuestión del género efectivo de cualquier lector/a: una y otra vez, Culler habla sobre
la necesidad para la crítica de adoptar lo que Sholwater ha llamado la “hipótesis” de
una mujer lectora en lugar de apelar a la experiencia de los/as lectores/as reales.32
32
MODLESKI, Tania, Feminism and the Power of Interpretation: Some Critical Readings, en de
LAURETIS, Feminist Studies/Critical Studies, pág. 132. Referencias subsiguientes a este
trabajo están incluidas en el texto. Ver también, en el mismo volumen, MILLER, Nancy
K.,Changing the Subject: Authorship, Writing, and the Reader, págs. 102-120.
33
La lectora femenina real de Modleski parece paralela a las lectoras lesbianas de
Kennard. Por ejemplo, y cito de su conclusión, Kennard afirma: La lectura polar, entonces,
no es una teoría de la lectura lesbiana, sino un método particularmente apropiado para
lectoras lesbianas, pág. 77. Este enunciado, sin embargo, es también puesto en cuestionamiento
por la preocupación de la autora, unas pocas líneas más abajo, para satisfacción de todas las
posibles lectoras: La lectura polar permite la participación de cualquier lectora en cualquier
texto y así abre la posibilidad de disfrutar la más amplia gama de experiencia literaria. Al final,
esta lectora queda confusa.
34
BRAIDOTTI, Rosi, Modelli di dissonanza: donne e/in filosofia, en MAGLI, Patrizia, ed., Le
donne e i segni, Urbino, Il lavoro editoriale, 1985, pág. 25. Aunque, como entiendo, se
consigue una versión inglesa de este artículo, ésta y las subsiguientes referencias incluidas
en el texto están traducidas por mí, de la versión italiana.
31
movimiento de mujeres, por una parte, y la necesidad de reexaminar los cimientos
del discurso racional percibida por la mayoría de los filósofos europeos, por la otra.
Braidotti continúa, entonces, la discusión sobre las formas múltiples que asume esa
femineidad en el trabajo de Deleuze, Foucault, Lyotard y Derrida, y
concurrentemente, el rechazo firme de cada filósofo de identificar la femineidad
con las mujeres reales. Por el contrario, es solamente abandonando la insistencia en
la especificidad sexual (género) que las mujeres, como ellos lo ven, podrían ser el
grupo social mejor calificado (porque son oprimidas por la sexualidad) para adoptar
un sujeto radicalmente “otro”, des-centrado y de-sexualizado.
Así, desplazando el tema del género sobre una ahistórica figura de la
femineidad puramente textual (Derrida); o cambiando la base sexual del género
bastante más allá de la diferencia sexual, sobre un cuerpo de placeres difusos
(Foucault) y superficies investidas libidinalmente (Lyotard), o en un lugar-corporal
de afectividad indiferenciada, y por lo tanto un sujeto liberado de la (auto-
)representación y los constreñimientos de la identidad (Deleuze); y finalmente por
desplazamiento de la ideología, pero también de la realidad -la historicidad- del
género sobre este sujeto difuso, descentrado o deconstruido (pero ciertamente no
femenino); así es que, paradójicamente otra vez, estas teorías hacen su apelación
a las mujeres, nombrando el proceso de tal desplazamiento con el término
deviniendo mujeres (devenir-femme).
En otras palabras, sólo negando la diferencia sexual (y el género) como
componentes de la subjetividad en las mujeres reales, y por lo tanto negando la
historia de la opresión y la resistencia política de las mujeres, tanto como la
contribución epistemológica del feminismo para la redefinición de la subjetividad
y la sociabilidad, pueden los filósofos ver en las mujeres el depositario privilegiado
del futuro de la humanidad. Eso, observa Braidotti, no es más que el viejo hábito
mental [de los filósofos] de pensar lo masculino como sinónimo de universal...el
hábito mental de traducir a las mujeres como metáfora (págs. 34-35). Que ese
hábito es más viejo, y por lo tanto más duro de romper que el sujeto cartesiano,
puede explicar la omisión predominante, cuando no es desprecio directo, que los
intelectuales varones tienen por la teorización feminista, a pesar de gestos
ocasionales en la dirección de las luchas de las mujeres o la concesión de status
político al movimiento de mujeres. Esto no impediría y de hecho no impide a las
teóricas feministas la lectura, relectura y reescritura de sus trabajos.
Por el contrario, la necesidad de la teoría feminista de continuar su crítica radical
de los discursos dominantes de género, tal como estos son, al mismo tiempo que
intentan eliminar por completo la diferencia sexual, es mucho más insistente desde
que la palabra postfeminismo fue pronunciada, y no en vano. Esta clase de
deconstrucción del sujeto es efectivamente una manera de recontener a las
mujeres en la femineidad (Mujer) y reposicionar la subjetividad femenina en el
sujeto masculino, como quiera que sea definido. Además, cierra la puerta en la cara
del sujeto social emergente al cual estos discursos supuestamente están tratando
de ubicar, un sujeto constituido a través de una multiplicidad de diferencias en la
heterogeneidad material y discursiva. Nuevamente, entonces, reescribo: si la
desconstrucción de género inevitablemente produce su (re)construcción,
la pregunta es ¿en qué términos y en interés de quiénes es producida la
de-re-construcción?
32
Volviendo al problema que procuré elucidar en la discusión del ensayo de Jean
Kennard, la dificultad que encontramos al teorizar la construcción de la subjetividad
en textualidad se incrementa y la tarea es proporcionalmente más urgente cuando
la subjetividad en cuestión es en-gendrada en una relación con la sexualidad que
es por completo no representable en los términos de los discursos hegemónicos
sobre la sexualidad y el género. El problema, que es un problema para todos/as los/
as eruditos/as y docentes femninistas, es uno que enfrentamos casi diariamente en
nuestro trabajo, es decir, que la mayoría de las teorías disponibles de lectura,
escritura, sexualidad, ideología o cualquier otra producción cultural, están construidos
sobre narrativas masculinas de género, tanto edípicas o anti-edípicas, limitadas por
el contrato heterosexual; narrativas que tienden persistentemente a re-producirse
a sí mismas en las teorías feministas. Ellas tienden a, y lo harán así a menos que
una resista constantemente, recelosa de su rumbo. Esta es la razón por la que la
crítica de todos los discursos concernientes al género, incluidos aquellos producidos
o promovidos como discursos feministas, continúan siendo tan vitalmente una
parte del feminismo como lo es el actual esfuerzo de crear nuevos espacios de
discurso, de reescribir las narrativas culturales y de definir los términos de otra
perspectiva, una perspectiva desde “otra parte”.
Porque, si esta perspectiva no se ve en ningún lado, no se da en ningún texto,
no se la reconoce como una representación, no es que nosotras -feministas,
mujeres- no hayamos, todavía, tenido éxito en producirla. Es, más bien que lo que
hemos producido no es recognoscible, precisamente, como una representación.
Porque esa “otra parte” no es algún distante pasado mítico o alguna historia futura
utópica: es la otra parte del discurso aquí y ahora, los puntos ciegos, o el fuera de
plano de sus representaciones. La pienso como espacios en los márgenes del
discurso hegemónico, espacios sociales cavados en los intersticios de las instituciones
y en las grietas y resquebrajaduras de los aparatos del poder-saber. Y es allí donde
pueden formularse los términos de una diferente construcción de género, términos
que sí tengan efecto y se afiancen en el nivel de la subjetividad y de la auto-
representación: en las prácticas micropolíticas de la vida de todos los días y en las
resistencias cotidianas proporcionan tanto la agencia como los recursos de poder
o de habilitar investiduras; y en las producciones culturales de las mujeres
feministas, que inscriben ese movimiento dentro y fuera de la ideología, que cruzan
de atrás para adelante los límites -y las limitaciones- de la(s) diferencia(s)
sexual(es).
Quiero ser muy clara respecto de este movimiento de atrás para adelante a
través de los límites de la diferencia sexual. No me refiero a un movimiento de un
espacio a otro más allá o afuera de él: digo, desde el espacio de una representación,
la imagen producida por representación en un campo discursivo o visual, hacia el
espacio exterior de la representación, el espacio exterior del discurso, que podría,
entonces, pensarse como “real”; o, como diría Althusser, desde el espacio de la
ideología al espacio del conocimiento científico y real; o, nuevamente, desde el
espacio simbólico construido por el sistema sexo-género a una “realidad” externa
a él. Porque, claramente, no existe una realidad social para una sociedad dada fuera
de su particular sistema sexo-género (la categoría mutuamente excluyente y
exhaustiva de lo masculino y lo femenino). A lo que me refiero, en cambio, es a
un movimiento desde el espacio repre-sentado por/en una representación, por/
33
en un discurso, por/en un sistema sexo-género, hacia el espacio no representado
aunque implícito (invisible) en ellos.
Hace un momento usé la expresión fuera de plano, tomada de la teoría del
cine: el espacio no visible en el cuadro pero que puede inferirse a partir de lo visible
en el cuadro. En el cine clásico y comercial, el fuera de plano es, de hecho, borrado,
o, mejor, refundido y encerrado en la imagen por las reglas cinemáticas de la
narrativa (entre ellas, el primero, el sistema toma/reverso de toma). Pero el cine de
vanguardia ha mostrado que el fuera de plano existe concurrentemente y a lo largo
del espacio representado, lo ha hecho visible reparando su ausencia en el cuadro
o en la sucesión de cuadros, y ha mostrado que incluye no sólo a la cámara (el punto
de articulación y perspectiva desde el que la imagen se construye) sino también al
espectador (el punto donde la imagen es recibida, re-construida y re-producida en/
como subjetividad).
Ahora bien, el movimiento dentro y fuera del género como representación
ideológica, que digo que caracteriza al sujeto del feminismo, es un movimiento de
atrás para adelante entre la representación de género (en su marco de referencia
centrado en lo masculino) y lo que esa representación omite o, más significativamente,
vuelve no representable. Es un movimiento entre el espacio discursivo (representado)
de las posiciones que los discursos hegemónicos vuelven disponibles y el fuera de
plano, la otra parte, de esos discursos: esos otros espacios tanto discursivos como
sociales que existen, desde que las prácticas feministas los han (re)construido, en
los márgenes (o “entre líneas”, o “a contrapelo”) de los discursos hegemónicos y en
los intersticios de las instituciones, en prácticas de oposición y en nuevas formas de
comunidad. Esas dos clases de espacios no están ni en oposición uno con otro ni
eslabonados en una cadena de signicación, pero coexisten concurrentemente y en
contradicción. El movimiento entre ellos, por lo tanto, no es el de una dialéctica, de
una integración, de una combinatoria, o de la différance, sino que es la tensión de
la contradicción, de la multiplicidad y de la heteronomía.
Si bien en las narrativas principales, cinemáticas y otras, las dos clases de
espacios están reconciliados e integrados, como el hombre incluye a la mujer en su
hu(man)idad, su ho(m)osexualidad [N.T. juego de palabras entre man, woman,
(man)kind y ho(m)osexuality], sin embargo, las producciones culturales y las
prácticas políticas del femnismo los han mostrado como espacios separados y
heterónomos. Así, habitar ambas clases de espacios al mismo tiempo es vivir la
contradicción que, he sugerido, es la condición del feminismo aquí y ahora: la tensión
de un doble esfuerzo en direcciones contrarias -la negatividad crítica de su teoría,
y la positividad afirmativa de sus políticas- es tanto la condición histórica de
existencia del feminismo como su condición teórica de posibilidad. El sujeto del
feminismo es en-gendrado allí. Es decir, en otra parte.
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