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HETEROSEXUALIDAD

OBLIGATORIA
Y EXISTENCIA LESBIANA
Adrienne Rich
Tí tu l o : H et ero sexua li dad o bli g at ori a y exi ste nc i a l e sbi ana
Autora: Ad ri e n n e R i c h

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E s t e m at e r i al fu e i m p reso
y co nfecci onad o p o r

L a P l a ta - Arg ent ina - Indo am é rica


P r i m era edi ció n m a r zo de 2 0 1 9
Quiero decir algunas cosas en torno al modo en que fue inicial-
mente concebido Heterosexualidad obligatoria y al contexto en
que vivimos ahora. En parte lo escribí para contrarrestar la can-
celación de la existencia lesbiana de tanta bibliografía feminista,
cancelación que sentía (y siento) que tiene consecuencias no sólo
antilesbianas sino también antifeministas, además de distorsio-
nar también la experiencia de las mujeres heterosexuales. No lo
escribí para ahondar divisiones sino para animar a las feministas
heterosexuales a analizar la heterosexualidad como institución po-
lítica que debilita a las mujeres, y a cambiarla. Esperaba también
que otras lesbianas percibieran la profundidad y la amplitud de la
identificación con mujeres y de la vinculación entre mujeres que
han recorrido como un tema continuo, aunque yerto, la experiencia
heterosexual, y que esto se convertiría en un impulso cada vez más
activo políticamente, no sólo en una ratificación de vivencias perso-
nales. Quería que el artículo sugiriera tipos nuevos de crítica, que
suscitara preguntas nuevas en las aulas y en las revistas univer-
sitarias y que, al menos, esbozara un puente sobre el hueco entre
lesbiana y feminista. Quería, como mínimo, que a las feministas les
resultara menos posible leer, escribir o dar clase desde una pers-
pectiva de heterocentrismo incuestionado.
En los tres años pasados desde que escribí, con esa energía de es-
peranza y de deseo, Heterosexualidad obligatoria, las presiones para
conformarse, en una sociedad de actitud cada vez más conservadora,
se han hecho más intensas. Los mensajes de la Nueva Derecha a
las mujeres han sido, precisamente, que somos propiedad emocional
y sexual de los hombres, y que la autonomía y la igualdad de las
mujeres son una amenaza contra la familia, la religión y el estado.
Las instituciones que han controlado tradicionalmente a las muje-
res –maternidad patriarcal, explotación económica, familia nuclear,

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heterosexualidad obligatoria– se están viendo fortalecidas por la le-
gislación, por los mandatos religiosos, por las imágenes de los medios
de comunicación y por los esfuerzos de la censura. En una economía
que va a peor, la madre sola que intenta mantener a sus criaturas
tiene que hacer frente a la feminización de la pobreza, que Joyce
Miller, de la Coalición Nacional de Mujeres Sindicalistas (National
Coalition of Labor Union Women), ha denominado uno de los princi-
pales problemas de los años ochenta. La lesbiana que no se disfrace
se encuentra con la discriminación laboral y el acoso y la violencia en
la calle. Incluso en instituciones de inspiración feminista, como las
casas de acogida de mujeres maltratadas y los programas de Estu-
dios de Mujeres, a las abiertamente lesbianas se las despide y a las
otras se les aconseja que se mantengan en la sombra. Refugiarse en
la igualdad –la asimilación para quien pueda con ella– es la respues-
ta más pasiva y debilitante a la represión política, a la inseguridad
económica y a un nuevo levantar la veda contra la diferencia.
Quiero señalar que, en este tiempo, se ha ido amontonando in-
formación sobre la violencia masculina contra las mujeres, espe-
cialmente dentro de casa. Al mismo tiempo, al ámbito de la escri-
tura que trata de la relación entre mujeres y de la identificación
entre mujeres como esencial para la supervivencia femenina, ha
ido llegando una corriente continua de textos y de críticas proce-
dentes de mujeres de color en general y de lesbianas de color en
particular (son estas últimas un grupo que está siendo borrado
más radicalmente incluso de la investigación feminista académi-
ca, por el doble sesgo de racismo y de homofobia).1

[1] Véase, por ejemplo, Paula Gunn Alien, The Sacred Hoop: Recove ring the Feminine in Ameri-
can indian Traditions (Boston: Beacon, 1986); Beth Brant, ed., A Gathering of Spirit: Writing and
Art by North American Indian Women (Montpelier, Vt.: Sinister Wisdom Books, 1984), Gloria An-
zaldúa y Cherrie Moraga, eds., This Bridge Calleo My Back: Writings by Radical Women of Color
(Watertown, Mass.: Persephone, 1981; distribuido por Kitchen Table / Women of Color Press,
Albany, N.Y.); J,R. Roberts, Black Lesbians: An Annotated Bibiiography (Tallahassee, Fia.: Naíad,
1981); Barbara Smith, ed., Home Girls: A Black Feminist Anthology (Albany, N.Y.: Kitchen Table /
Women of Color Press, 1984). Como indican Lorraine Bethel y Barbara Smith en «Conditions» 5
The Black Women’s Issue (1980), gran parte de la narrativa negra femenina trata de relaciones
primarias entre mujeres. Quiero citar aquí la obra de Ama Ata Aidoo, Toni Cade Bambara, Buchi
Emecheta, Bessie Head, Zora Neale Hurston, Alice Walker, Donna Allegra, Red Jordán Aroba-
teau, Audre Lorde, Ann Alien Shockley, que, entre otras, escriben directamente como lesbianas
negras. Sobre narrativa de otras lesbianas de color, véase Elly Bulkin, ed., Lesbian Fiction: An
Anthology (Watertown, Mass.: Persephone, 1981). Véase también, sobre la existencia lesbiana

8 ADRIENNE RICH
Ha habido recientemente, entre feministas y lesbianas, un in-
tenso debate en torno a la sexualidad femenina, con líneas a me-
nudo furibundas y amargas, con palabras clave como sadomaso-
quismo y pornografía, definidas de modos distintos según quién
hablara. La hondura de la rabia y del miedo de las mujeres en lo
relativo a la sexualidad y su relación con el poder y el dolor son
reales, incluso cuando el diálogo suena simplista, farisaico o como
monólogos en paralelo.
A consecuencia de todos esos cambios, hay partes de este artículo
que expresaría de otra manera, matizaría o ampliaría si lo escri-
biera hoy. Pero sigo pensando que las feministas heterosexuales
sacarán fuerza política para cambiar si toman una postura crítica
ante la ideología que exige la heterosexualidad, y que las lesbianas
no pueden dar por supuesto que no nos afectan esa ideología y las
instituciones que en ella se fundan. No hay nada en esa ideología
que nos obligue a pensarnos como víctimas, como si nos hubieran
lavado el cerebro o fuéramos del todo impotentes. La coerción y la
obligación están entre las condiciones en las que las mujeres hemos
aprendido a reconocer nuestra fuerza. La resistencia es un tema
importante en este artículo y en el estudio de la vida de las muje-
res, si sabemos qué es lo que buscamos.

«Biológicamente, los hombres tienen una sola orientación inna-


ta: una orientación sexual, que les lleva hacia las mujeres; las
mujeres, en cambio, tienen dos orientaciones innatas: una sexual
hacia los hombres, otra reproductiva hacia sus criaturas.»2

judía actual, Evelyn Torton Beck, ed,, NiceJewish Girls: A Lesbian Anthoiogy (Watertown, Mass.:
Persephone, 1982; distribuida por Crossing Press, Trumansburg, N.Y., 14886); Aüce Bloch, Lifeti-
me Guarantee (Watertown, Mass.: Persephone, 1982); y Melanie Kaye–Kantrowitz y Irena Klep-
tisz, eds., The Tribe ofDina: A Jewish Women’s /Whofogy (Montpelier, Vt.: Sinister Wisdom Books,
1986). La primera formulación que conozco de la heterosexualidad como institución salió en la
revista feminista lesbiana «The Furies», fundada en 1971. Una colección de artículos de esa revis-
ta en Nancy Myron y Charlotte Bunch, eds,, Lesbianism and the Women’s Movement (Oakland,
Calif.: Diana Press, 1975; distribuida por Crossing Press, Trumansburg, N.Y., 14886).
[2] Alice Rossi, Children and Work in the Lives of Women, conferencia dada en la Universidad
de Arizona, Tucson, en febrero de 1976.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 9


«Era una mujer terriblemente vulnerable, crítica, que usaba la
feminidad como una suerte de patrón o medida para medir y des-
cartar a los hombres. O algo parecido: Era una Anna que incitaba
a los hombres a la derrota sin darme cuenta siquiera. (Pero soy
consciente de ello, y ser consciente de ello quiere decir que lo voy
a dejar tras de mí y que me voy a convertir... ¿en qué? Estaba
anclada en una emoción muy común entre las mujeres de nuestro
tiempo, en una emoción que las puede volver resentidas, lesbia-
nas o solitarias. Sí, Anna en aquella época era...
«[Otra línea negra a través de la página].»3
El sesgo de la heterosexualidad obligatoria, que lleva a percibir la
experiencia lesbiana en una escala que va de la desviación a la abe-
rración o a volverla sencillamente invisible, se podría ilustrar con
otros muchos textos además de los dos que acabo de citar. La supo-
sición de Rossi de que las mujeres se sienten atraídas «de manera
innata» sólo por los hombres, o la de Lessing de que la lesbiana no
hace más que dar rienda suelta a su acritud para con los hombres,
no son en absoluto sólo suyas; estos presupuestos son muy corrien-
tes en literatura y en las ciencias sociales.
Aquí me interesan también otras dos cuestiones: primera, cómo
y por qué la elección de mujeres por mujeres como camaradas de
pasión, compañeras de vida o de trabajo, amantes, comunidad, ha
sido aplastada, invalidada, obligada a ocultarse y a disfrazarse;
y, segunda, la virtual o total desatención hacia la existencia les-
biana en una amplia gama de escritos, incluida la investigación
feminista. Es evidente que las dos cosas están relacionadas. Creo
que buena parte de la teoría y crítica feministas están encalladas
en este banco de arena.
El impulso que me organiza es la creencia en que no es suficiente
para el pensamiento feminista que existan textos específicamente
lesbianos. Toda teoría o creación cultural o política que trate la
existencia lesbiana como un fenómeno marginal o menos «natu-
ral», como una mera «preferencia sexual» o como una réplica de
las relaciones heterosexuales u homosexuales masculinas, resulta
profundamente debilitada por ello, al margen de sus restantes
aportaciones. La teoría feminista no puede permitirse más el li-
mitarse a manifestar tolerancia del «lesbianismo» como «estilo de

[3] Doris Lessing, El cuaderno dorado, trad. de Helena Valentí, Barcelona: Noguer 1978, 469.

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vida alternativo » o aludir formalmente a las lesbianas. Hace ya
mucho que es necesaria una crítica feminista de la orientación he-
terosexual obligatoria para las mujeres. En este artículo de explo-
ración, intentaré mostrar por qué. Empezaré por los ejemplos, cri-
ticando brevemente cuatro libros publicados en los últimos años,
escritos desde puntos de vista y orientaciones políticas distintas,
pero todos concebidos, y acogidos favorablemente, como feminis-
tas.4 Todos parten del principio básico de que las relaciones socia-
les entre los sexos están en desorden y son extremamente proble-
máticas, cuando no paralizadoras, para las mujeres; todos buscan
vías de cambio. He aprendido más de unos de esos libros que de
otros, pero una cosa tengo clara: todos ellos habrían sido más pre-
cisos, más potentes, una fuerza más auténtica para cambiar si la
autora hubiera tratado de la existencia lesbiana como realidad y
como fuente de conocimiento y de poder disponible para las muje-
res, o de la institución misma de la heterosexualidad como avan-
zadilla del dominio masculino.5 En ninguno de ellos se plantea

[4] Nancy Chodorow, The Reproduction of Mothering (Berkeley: University of California


Press, 1978, [trad, Barcelona: Gedisa, 1984]; Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Mi-
notaur: Sexual Arrangements and the Human Malaise (Nueva York: Harper and Row, 1976);
Barbara Ehrenreich y Deirdre English, ForHerOwn Good: 150 Yearsofthe Expert’s Advice to
Women (Garden City, N.Y.: Doubleday, Anchor, 1978) [trad. Madrid: Taurus, 1990]; Jean Baker
Miller, Toward a New Psychology of Women (Boston: Beacon, 1976).
[5] Hubiera podido elegir otros muchos libros recientes, influyentes y serios, también an-
tologías, que ilustrarían el mismo punto: por ejemplo, OurBodies, ‘Ourselves, el éxito del
Colectivo del Libro de Salud de las Mujeres de Boston (Nueva York: Simón and Schuster,
1976) [trad. Barcelona: Icaria, 1982]), que Ies dedica un capítulo aparte (e inadecuado) a
las lesbianas, pero cuyo mensaje es que la heterosexualidad es la preferencia de vida de la
mayoría de las mujeres; Berenice Carroll, ed,, Liberating Women’s History: Theoretical and
Criticai Essays (Urbana: University of Illinois Press, 1976), que no tiene ni siquiera un artí-
culo cuota sobre la presencia lesbiana en la historia, aunque un artículo de Linda Gordon,
Persis Hunt etal. observa que los historiadores usan la «desviación sexual» como categoría
para desacreditar y descartar a Anna Howard Shaw, Jane Addams y otras feministas (Histo-
rícal Phallacies: Sexism in American Historícal Writing) y Renate Bridenthal y Claudia Koonz,
eds., Becoming Visible: Women in European History (Boston: Houghton Mifflin, 1977), que
incluye tres alusiones a la homosexualidad masculina pero nada que yo haya podido loca-
lizar sobre lesbianas. Gerda Lerner, ed., The Female Experience: An American Documentary
(Indianapolis: Bobbs–Merriil, 1977) contiene un resumen de dos artículos de postura les-
biana feminista en el movimiento contemporáneo, pero ninguna otra documentación de
la existencia lesbiana. Lerner observa, sin embargo, en su prólogo que la acusación de anor-
malidad ha sido utilizada para fragmentar y para desanimar la resistencia de ías mujeres.
Linda Gordon, en Woman’s Body, Woman’s Right: A Social History of Birth Control in America

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jamás la pregunta de si, en un contexto distinto o en condiciones
de equidad, las mujeres elegirían la pareja y el matrimonio hete-
rosexuales; se asume que la heterosexualidad es la «preferencia
sexual» de la «mayoría de las mujeres», ya sea implícita o explíci-
tamente. En ninguno de estos libros, que se ocupan de la mater-
nidad, los papeles sexuales, las relaciones y las normas sociales
para las mujeres, se analiza nunca la heterosexualidad obligato-
ria como institución que les afecta poderosamente a todas, ni es
siquiera cuestionada indirectamente la idea de «preferencia» o de
«orientación innata».
En Por su propio bien: 150 años de consejos de expertos a las mu-
jeres, de Barbara Ehrenreich y Deirdre English, los excelentes tra-
bajos de estas autoras: Brujas, comadronas y enfermeras: historia
de las sanadoras y Dolencias y trastornos: política sexual de la en-
fermedad, han sido transformados en un estudio complejo y pro-
vocador. En este libro, su tesis es que los consejos que los hombres
profesionales de la salud dan a las mujeres, especialmente en los
campos de sexualidad marital, maternidad y cuidado de las cria-
turas, han repetido los dictados de la economía de mercado y del
papel que el capitalismo ha necesitado que cumplan las mujeres en
la producción y/o reproducción. Las mujeres se han convertido en
consumidoras víctimas de variadas curas, terapias y juicios norma-
tivos en distintos períodos (incluyendo la obligación de las mujeres
de clase media de encarnar y preservar la sacralidad del hogar: la
mitificación «científica» del hogar mismo). Ninguno de los conse-
jos de los «expertos» ha sido ni especialmente científico ni pensado
para las mujeres; ha reflejado necesidades masculinas, fantasías
masculinas sobre las mujeres y el interés masculino en controlar
a las mujeres, particularmente en los dominios de la sexualidad y
la maternidad, unidos a las exigencias del capitalismo industrial.
Gran parte de este libro es tan radicalmente informativo y está

(Nueva York: Viking, Grossman, 1976), observa con precisión que «no es que el feminismo
haya producido más lesbianas. Siempre ha habido muchas lesbianas, a pesar de los altos
niveles de represión; y la mayoría de las lesbianas viven la experiencia de su preferencia
sexual como innata» (p. 410). [A.R., 1986: Es un placer poner al día el primer dato de esta
nota. «The New» Our Bodies, Ourselves (Nueva York: Simón and Schuster, 1984) contiene un
capítulo ampliado sobre Lovlng Women: Lesbian Life and Relationships y además destaca
en todas partes las opciones a favor.de mujeres, en términos de sexualidad, atención a la
salud, familia, política, etc.]

12 ADRIENNE RICH
escrito con una inteligencia feminista tan lúcida, que no paré de
esperar, al leerlo, que se examinara la proscripción básica del les-
bianismo. Nunca llegó.
Esto no puede ser debido a falta de información. Gay American
History de Jonathan Katz nos dice que ya en 1656 la colonia de
New Haven decretó la pena de muerte para las lesbianas.6 Katz
aporta mucha documentación sugerente sobre el «tratamiento» (o
tortura) de las lesbianas por la profesión médica en los siglos XIX y
XX. La obra reciente de la historiadora Nancy Sahli testimonia la
penalización de las amistades intensas entre mujeres universita-
rias durante el paso al presente siglo.7 El irónico título Por su pro-
pio bien puede que se refiriera sobre todo al imperativo económico
a la heterosexualidad y el matrimonio y a las sanciones impuestas
contra las mujeres solteras y viudas, dos tipos vistos entonces y
ahora como anormales. Y, sin embargo, en esta visión general mar-
xista feminista y con frecuencia lúcida de las disposiciones mascu-
linas sobre la salud mental y física de las mujeres, la economía de
la heterosexualidad normativa se queda sin analizar.8
De los tres libros fundados en el psicoanálisis, uno, Toward a New
Psychology of Women, de Jean Baker Miller, está escrito como si
las lesbianas sencillamente no existieran, ni siquiera como seres
marginales. Dado el título de Miller, lo encuentro asombroso. De
todos modos, lo favorable de las reseñas que el libro ha recibido
en revistas feministas, incluidas Signs y Spokeswoman, sugieren
que los presupuestos heterocéntricos de Miller son ampliamente
compartidos. En The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arran-
gements and the Human Malaise, Dorothy Dinnerstein argumen-
ta apasionadamente en favor de que hombres y mujeres compar-
tan las tareas de crianza y de que se ponga término a lo que ella
percibe como simbiosis masculina/femenina de «organización de
género», que ella considera que está llevando a la especie humana

[6] Jonathan Katz, ed., Gay American History: Lesbians and Gay Men in the U.S.A. (Nueva
York: Thomas Y. Crowell, 1976).
[7] Nancy Sahli, Smasftinc Women’s Relationships before the Fall, «Chrysalis: A Magazine of
Women’s Culture» 8 (1979) 17–27.
[8] Este es un libro que yo he apoyado públicamente. Lo seguiría haciendo, aunque con
la reserva citada. Sólo cuando empecé a escribir este artículo me di del todo cuenta de lo
enorme que es la cuestión que el libro de Ehrenreich y English no plantea.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 13


cada vez más cerca de la autoextinción y de la violencia. Aparte de
otros problemas que me causa este libro (incluido su silencio sobre
el terrorismo institucional y casual que los hombres han practica-
do contra las mujeres –y las criaturas– a lo largo de la historia,9 y
su obsesión por la psicología en detrimento de la economía y otras
realidades materiales que ayudan a crear realidad psicológica),
considero la opinión de Dinnerstein de que las relaciones entre
mujeres y hombres son «una colaboración para mantener desqui-
ciada la historia» totalmente ahistórica. Quiere decir con esto una
colaboración para perpetuar relaciones sociales que son hostiles,
explotadoras y destructivas para la vida misma. Entiende que
mujeres y hombres son socios paritarios en el establecimiento de
«pactos sexuales», al parecer ignorando las reiteradas luchas de
las mujeres para resistir a la opresión (la propia y la ajena) y
para cambiar su condición. Ignora, específicamente, la historia
de las mujeres que, como brujas, femmes seules, resistentes al
matrimonio, solteronas, viudas autónomas y/o lesbianas, han con-
seguido, a distintos niveles, no colaborar. Es esta, precisamente,
la historia de la que las feministas tienen tanto que aprender y a
la que cubre un tupido silencio. Dinnerstein reconoce al final de
su libro que el «separatismo femenino», aunque «a gran escala y
a largo plazo ferozmente impráctico», tiene algo que enseñarnos:

[9] Véase, por ejemplo, Kathleen Barry, Female Sexual Slavery (Englewood Cliffs, N.J.: Prentice
Hall, 1979) [trad. Barcelona: La Sal, 1988]; Mary Daly, Gyn/Ecoiogy: The Metaethics of Radical
Feminism (Boston: Beacon, 1978); Susan Griffin, Woman and Nature: The noaring inside Her
(Nueva York: Harper & Row, 1978); Diana Russell y Nicole van de Ven, eds., Proceedings of the
International Tribunal of Crimes against Women (Millbrae, Calif.: Les Femmes, 1976); y Susan
Brownmiller, Against Our Will: Men, Women, and nape (Nueva York: Simón and Schuster, 1975)
[trad. Barcelona: Planeta, 1981]; «Aegis: Magazine on Ending Violence against Women» (Femi-
nist Alliance against Rape, P.O. Box 21033, Washington, D.C. 20009). [A.R., 1986: En los años
ochenta se han publicado obras sobre el incesto y sobre el maltrato a mujeres que no cité en
este texto. Véase Florence Rush, The Bestkept Secret (Nueva York: McGraw–Hill, 1980); Louise
Armstrong, Kiss Daddy Goodnighi: A Speakout on Incest (Nueva York: Pocket Books, 1979);
Sandra Butler, Conspiracy of Silence: The Trauma of Incest (San Francisco: New Glide, 1978);
F. Delacoste y F. Newman, eds., Fight Backl: Feminist Resistance to Male Violence (Minneapo-
lis: Ciéis Press, 1981); Judy Freespirit, Daddy’s Girl: An Incest Survivor’s Story (Langlois, Ore.:
Diaspora Distribution, 1982); Judith Hermán, Father–Daughter Incest (Cambridge, Mass.: Har-
vard University Press, 1981); Toni McNaron y Yarrow Morgan, eds., Voices in the Night: Women
Speaking about Incest (Minneapolis: Ciéis Press, 1982); y la rica, polifacética y útil recopilación
de artículos, estadísticas, listados y hechos Battered Women’s Directory, de Betsy Warrior (que
antes llevaba e! título: Working on Wife Abuse), 8a ed. (Cambridge, Mass.: 1982).

14 ADRIENNE RICH
«Separadas, las mujeres podrían, en principio, ponerse a apren-
der desde cero, incontaminadas por las ocasiones de esquivar esta
tarea que la presencia de los hombres ha ofrecido hasta ahora,
qué es la humanidad auto creadora intacta.»10 Frases como «hu-
manidad auto–creadora intacta» obscurecen la cuestión de lo que,
en realidad, han planteado las numerosas formas de separatismo
femenino. El hecho es que mujeres de todas las culturas y a lo lar-
go de toda la historia han emprendido la tarea de una existencia
independiente, no heterosexual, conectada con mujeres, hasta el
punto permitido por su contexto, a menudo creyendo que eran «las
únicas» que lo habían hecho hasta entonces. La han emprendido
a pesar de que pocas mujeres han estado en una situación econó-
mica que les permitiera rechazar abiertamente el matrimonio, y a
pesar de que los ataques contra las mujeres no casadas han ido de
la difamación y la burla al ginecocidio deliberado, pasando por la
quema en la hoguera y la tortura de millones de viudas y de sol-
teronas durante las persecuciones contra las brujas en la Europa
de los siglos XV, XVI y XVII.
Nancy Chodorow se acerca al borde al reconocimiento de la exis-
tencia lesbiana. Como Dinnerstein, Chodorow cree que el hecho de
que las mujeres, y sólo las mujeres, sean las responsables del cui-
dado de la infancia según la división sexual del trabajo, ha llevado
a toda una organización social de desigualdad de género, y que los
hombres, además de las mujeres, tienen que convertirse en cuida-
dores primarios de la infancia si ha de modificarse esa desigualdad.
Cuando examina, desde una perspectiva psicoanalítica, cómo afec-
ta al desarrollo psicológico de niñas y niños el que hagan de madres
las mujeres, aporta testimonios de que los hombres son «emotiva-
mente secundarios» en las vidas de las mujeres, de que «las muje-
res tienen un mundo interior vivo más rico en que refugiarse... los
hombres no llegan a ser tan importantes emocionalmente para las
mujeres como las mujeres para los hombres.»11 Esto alargaría hasta
finales del siglo XX los hallazgos de Smith–Rosenberg sobre el cen-
trarse emocionalmente las mujeres en mujeres durante los siglos
XVIII y XIX. «Emocionalmente importante» puede, por supuesto,

[10] Dinnerstein, 272.


[11] Chodorow, 197–198.

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referirse a la rabia además de al amor, o a esa intensa mezcla de
ambas que se encuentra con frecuencia en las relaciones de muje-
res con mujeres, un aspecto de lo que he dado en llamar la «doble
vida de las mujeres» (véase luego). Chodorow concluye que porque
las mujeres tienen como madres a mujeres, «la madre sigue siendo
para la niña un objeto [s/c] primario interno, de modo que las rela-
ciones heterosexuales siguen, para ella, el modelo de una relación
secundaría, no exclusiva, mientras que para el niño recrean una
relación primaria exclusiva.» Según Chodorow, las mujeres «han
aprendido a negar las limitaciones de los amantes masculinos por
razones tanto psicológicas como prácticas.»12
Pero las razones prácticas (como la quema de brujas, control
masculino del derecho, la teología y la ciencia, o la inviabilidad
económica dentro de la división sexual del trabajo) las pasa por
alto. El relato de Chodorow apenas ojea las ataduras y las san-
ciones que históricamente han forzado o garantizado el empare-
jamiento de las mujeres con hombres y obstruido o castigado las
parejas de mujeres o la agregación con otras mujeres en grupos
independientes. Liquida la existencia lesbiana con el comentario
de que «las relaciones lesbianas tienden a re–crear emociones y
vínculos madre–hija, pero la mayoría de las mujeres son hetero-
sexuales» (se supone: ¿más maduras, desarrolladas más allá de la
conexión madre–hija?). Y entonces añade: «esta preferencia he-
terosexual y los tabús contra la homosexualidad, además de la
dependencia económica objetiva para con los hombres, vuelven
improbable (aunque más prevalente en los últimos años) la opción
de vincularse sexualmente en primer lugar con otras mujeres.»13
La importancia de este matiz parece irresistible, pero Chodorow
no lo sigue explorando. ¿Quiere decir que la existencia lesbiana
se ha vuelto más visible en los últimos años (en determinados
grupos), que han cambiado las presiones económicas y otras (en el
capitalismo, en el socialismo, o en ambos) y que, en consecuencia,
más mujeres rechazan la «opción» heterosexual? Sostiene que las
mujeres quieren criaturas porque a sus relaciones heterosexuales
les falta riqueza e intensidad, que al tener una criatura una mujer

[12] Ibid198–199.
[13] Ibid., 200.

16 ADRIENNE RICH
intenta recrear su propia intensa relación con su madre. Me pa-
rece que, sobre la base de sus propios descubrimientos, Chodorow
nos lleva implícitamente a concluir que la heterosexualidad no es
para las mujeres una «preferencia», que, como mínimo, separa lo
erótico de lo Emotivo de una manera que a las mujeres les pare-
ce empobrecedora y dolorosa. Y, sin embargo, su libro contribuye
a imponerla. Al ignorar las formas ocultas de socialización y las
presiones que abiertamente han canalizado a las mujeres hacia el
matrimonio y el amor heterosexual, presiones que van de la venta
de hijas a los silencios de la literatura o las imágenes de la televi-
sión, ella, como Dinnerstein, se queda bloqueada en el intento de
reformar una institución hecha por hombres –la heterosexualidad
obligatoria– como si, a pesar de los profundos impulsos emotivos y
las complementariedades que atraen a las mujeres hacia mujeres,
hubiera una inclinación heterosexual místico–biológica, una «pre-
ferencia» u «opción» que les lleva a las mujeres hacia los hombres.
Además, se entiende que esta «preferencia» no requiere explica-
ción, a no ser mediante la tortuosa teoría del complejo femenino de
Edipo o de la necesidad de reproducir la especie. Es la sexualidad
lesbiana (corriente e incorrectamente «incluida» en la homosexua-
lidad masculina) la que es percibida como necesitada de explica-
ción. Este asumir la heterosexualidad femenina me parece de por
sí notable: es una suposición enorme, para haberse deslizado tan
calladamente en los cimientos de nuestro pensamiento.
Una ampliación de este supuesto es esa afirmación, frecuente-
mente oída, que dice que en un mundo de auténtica igualdad, en
que los hombres fueran no opresores y nutricios, todo el mundo
sería bisexual. Semejante noción desdibuja y sentimentaliza la
realidad en la que las mujeres hemos experimentado la sexua-
lidad; es un salto liberal por encima de los trabajos y las luchas
de aquí y ahora, el proceso continuo de definición sexual que
generará sus propias posibilidades y opciones. (También da por
supuesto que las mujeres que han escogido mujeres no lo han he-
cho más que porque los hombres son opresores o no disponibles
emocionalmente, lo cual sigue dejando sin explicar por qué hay
mujeres que siguen teniendo relaciones con hombres opresores
y/o emocionalmente insatisfactorios). Lo que sugiero es que la
heterosexualidad, como la maternidad, necesita ser reconocida
y estudiada en tanto que institución política, incluso, o especial-

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 17


mente, por esos individuos que tienen la sensación de ser, en
su experiencia personal, los precursores de una nueva relación
social entre los sexos.

II

Si las mujeres somos la primera fuente de atención emocional y


cuidados físicos tanto para las niñas como para los niños, pare-
cería lógico, al menos desde una perspectiva feminista, plantear
las cuestiones siguientes: si la búsqueda de amor y de ternura en
ambos sexos no llevará originalmente hacia las mujeres; porqué
iban las mujeres a modificar la dirección de esa búsqueda; por
qué la supervivencia de la especie, el medio de fecundación, y las
relaciones emocionales/eróticas tendrían que llegar a identificar-
se entre sí tan rígidamente; y por qué serían consideradas nece-
sarias ataduras tan violentas para imponer la lealtad emocional
y erótica y el servilismo plenos de las mujeres hacia los hombres.
Dudo que suficientes especialistas y teóricas feministas se hayan
tomado la molestia de identificar las fuerzas sociales que arre-
batan las energías emocionales y eróticas de las mujeres de ellas
y de otras mujeres y de valores identificados con mujeres. Esas
fuerzas, como intentaré mostrar, van de la esclavitud física literal
a la tergiversación y distorsión de las opciones posibles.
Yo no doy por supuesto que el que hagan de madres las mujeres
sea una «causa suficiente» de la existencia lesbiana. Pero la cues-
tión del ejercicio de la maternidad por mujeres ha estado en el aire
mucho últimamente, por lo general acompañada por la opinión de
que un mayor ejercicio de la maternidad por hombres reduciría el
antagonismo entre los sexos y moderaría el desequilibrio sexual de
poder de los hombres sobre las mujeres. Estos debates se plantean
sin hacer referencia a la heterosexualidad obligatoria como fenó-
meno, y mucho menos como ideología. Yo no quiero ponerme a ha-
cer psicología, sino localizar las fuentes del poder masculino. Creo
que sería posible, en realidad, que un gran número de hombres se
ocuparan a gran escala de la atención a la infancia sin que cambia-
ran radicalmente las cotas de poder masculino en una sociedad que
se reconoce en lo masculino.
En su artículo El origen de la familia, Kathleen Gough enumera
ocho características del poder masculino en sociedades arcaicas y

18 ADRIENNE RICH
contemporáneas que querría utilizar como marco: «la capacidad de
los hombres de negarles a las mujeres una sexualidad o de impo-
nerla sobre ellas; de forzar o explotar su trabajo para controlar su
producto; de controlar o usurparles sus criaturas; de confinarlas
físicamente e impedirles el movimiento; de usarlas como objetos
en transacciones entre hombres; de limitar su creatividad; o de
privarles de amplias áreas del conocimiento social y de los descu-
brimientos culturales.»14 (Gough no considera que estos rasgos de
poder impongan específicamente la heterosexualidad, sino sólo que
producen desigualdad sexual). Presento seguidamente las palabras
de Gough en cursiva; la elaboración de cada una de sus categorías,
entre paréntesis, es mía.
Entre las características del poder masculino se incluye el poder
de los hombres:

1. de negarles a las mujeres [su propia] sexualidad – [mediante la


clitoridectomía y la infibulación; los cinturones de castidad; el casti-
go, que puede ser de muerte, del adulterio femenino; el castigo, que
puede ser de muerte, de la sexualidad lesbiana; la negación por el
psicoanálisis del clítoris; la represión de la masturbación; la cancela-
ción de la sensualidad materna y postmenopáusica; la histerectomía
innecesaria; las imágenes falsas del lesbianismo en los medios de
comunicación y en la literatura; el cierre de archivos y la destrucción
de documentos relacionados con la existencia lesbiana]

2. o de imponerla [la sexualidad masculina] sobre ellas – [mediante


la violación (incluida la violación marital) y el apaleamiento de la
esposa; el incesto padre–hija, hermano–hermana; la socialización
de las mujeres para hacerlas creer que el «impulso» sexual mascu-
lino equivale a un derecho;15 la idealización del amor heterosexual
en el arte, la literatura, los medios de comunicación, la publicidad,
etc.; el matrimonio infantil; el matrimonio negociado por otros; la
prostitución; el harem; las doctrinas psicoanalíticas de la frigidez
y el orgasmo vaginal; las imágenes pornográficas de mujeres que
responden con placer a la violencia y a la humillación sexuales (con

[14] Kathieen Gough, The Oríginof the Family, en Rayna[Rapp]Reiter,ed., Towardan Anthro-
pology of Women (Nueva York: Monthly Review Press, 1975) 69–70.
[15] Barry, 216–219.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 19


el mensaje subliminar de que la heterosexualidad sádica es más
«normal» que la sensualidad entre mujeres)]

3. forzar o explotar su trabajo para controlar su producto – [me-


diante la institución del matrimonio y de la maternidad como pro-
ducción gratuita; la segregación horizontal de las mujeres en el
trabajo remunerado; el señuelo de la mujer cuota con movilidad
ascendente; el control masculino del aborto, la anticoncepción, la
esterilización y el parto; el proxenetismo; el infanticidio femenino,
que despoja a las mujeres de hijas y contribuye a la devaluación
de las mujeres en general]

4. controlar o usurparles sus criaturas – [mediante el derecho pa-


terno y el «rapto legal»16; la esterilización obligatoria; el infanti-
cidio sistemático; la separación por los tribunales de las madres
lesbianas de sus criaturas; la negligencia de los ginecólogos; el uso
de la madre como «torturadora cuota»17 en la mutilación genital o
en el vendado de los pies (o de la mente) de su hija para adecuarla
al matrimonio.

5. confinarlas físicamente e impedirles el movimiento – [mediante


la violación como terrorismo, dejando las calles sin mujeres; el pur-
dah; el vendado de los pies; atrofiar las capacidades atléticas de las
mujeres; los tacones altos y la moda «femenina» en el vestir; el velo;
el acoso sexual en la calle; la segregación horizontal de las mujeres
en el empleo; la maternidad obligatoria «a tiempo pleno» en casa; la
dependencia económica impuesta a las mujeres casadas]
6. usarlas como objetos en transacciones entre hombres – [uso de
mujeres como «regalo»; la dote marital; proxenetismo; matrimo-
nios concertados por otros; uso de mujeres como animadoras para
facilitar los negocios entre hombres: por ejemplo, la esposa–anfi-
triona, las camareras de copas forzadas a vestirse para la excita-
ción sexual masculina, chicas reclamo, «bunnies», geisas, prosti-
tutas kisaeng, secretarias]

[16] Anna Demeter, Legal Kidnappíng (Boston: Beacon, 1977), p. XX, 126–128.
[17] Daly, 139–141, 163–165.

20 ADRIENNE RICH
7. limitar su creatividad – [persecuciones de brujas como campa-
nas contra las comadronas y las sanadoras y como pogrom contra
las mujeres independientes y «no asimiladas»;18 definición de los
objetivos masculinos como más valiosos que los femeninos en cual-
quier cultura, de modo que los valores culturales se conviertan en
personificaciones de la subjetividad masculina; la restricción de la
autorrealización femenina al matrimonio y !a maternidad; la ex-
plotación sexual de las mujeres por profesores y artistas hombres;
el desbaratamiento social y económico de las aspiraciones crea-
tivas de las mujeres;19 la cancelación de la tradición femenina]20

8. privarles de amplias áreas de los conocimientos de la sociedad


y de los descubrimientos culturales – [mediante el no acceso de las
mujeres a la educación; el «Gran Silencio» sobre las mujeres y es-
pecialmente la existencia lesbiana en la historia y en la cultura;21
la canalización de roles sexuales que aleja a las mujeres de la
ciencia, la tecnología y otros objetivos «masculinos»; la vincula-
ción socio– profesional entre hombres que excluye a las mujeres;
la discriminación de las mujeres en las profesiones]
Estos son algunos de los métodos con los que se muestra y se man-
tiene el poder masculino.22 Al mirar el esquema, lo que con seguri-
dad queda grabado es que no nos enfrentamos con una simple pre-
servación de la desigualdad y de la posesión de propiedades, sino
con agrupamientos de fuerzas que actúan por doquier y que van de

[18] Barbara Ehrenreich y Deirdre English, Witches, Midwives and Nurses: A History of Wo-
men Heaiers (Oíd Westbury, N.Y.: Feminist Press, 1973) [trad. Barcelona: La Sal, 1981]; Andrea
Dworkin, Woman Hating (Nueva York: Dutton, 1974) 118–154; Daly, 178–222.
[19] Véase Virginia Woolf, A Room of One’s Own (Londres: Hogarth, 1929) [trad. Barcelona: Seix
y Barral, 1989], e Id., Three Guineas (Nueva York: Harcourt Brace, [1938] 1966) [trad. Barcelona:
Lumen, 1983]; Tillie Olsen, Siíences (Boston: Delacorte, 1978); Michelle Cliff, The Resonance of
Interruption, «Chrysalis: A Magazine of Women’s Culture» 8 (1979) 29–37.
[20] Mary Daly, Beyond God the Father (Boston: Beacon, 1973) 347–351; Olsen, 22–46.
[21] Daly, Beyond God the Father, 93.
[22] Fran P. Hosken, The Violence of Power: Genital Mutilation of Pernales, «Heresies: A Femi-
nist Journal of Art and Politics» 6 (1979) 28–35; Ftussell y Van de Ven, 194–195. [A.R., 1986:
Véase especialmente Circumcision of Gírls, en NawaI El Saadawi, The Hidden Face of Eve:
Women in the Arab World (Boston: Beacon, 1982) 33–43]

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 21


la brutalidad física al control de la conciencia, lo cual indica que se
está teniendo que reprimir un enorme contrapeso en potencia.
Algunas de las formas que toma el poder masculino para ma-
nifestarse muestran con más claridad que otras su parte en la
imposición sobre las mujeres de la heterosexualidad. Pero todas y
cada una de las que he enumerado se suman al haz de fuerzas que
han convencido a las mujeres de que el matrimonio y la orienta-
ción sexual hacia los hombres son componentes inevitables de sus
vidas, por más insatisfactorios u opresivos que resulten. El cintu-
rón de castidad, el matrimonio en la infancia, la cancelación de la
existencia lesbiana (excepto como exótica y perversa) en el arte, la
literatura, el cine; la idealización del enamoramiento y del matri-
monio heterosexual, todas estas son formas de coacción bastante
evidentes, siendo las dos primeras ejemplo de fuerza física, y las
dos segundas de control de la conciencia. En cuanto a la clitoridec-
tomía, que ha sido denunciada por las feministas como forma de
tortura femenina, Kathleen Barry señaló en primer lugar que no
se trata sólo de un modo de convertir a una chica joven en mujer
«casable» mediante una cirugía brutal. Lo que busca es que las
mujeres que viven en la intimidad del matrimonio polígino no es-
tablezcan entre ellas relaciones sexuales, de modo que, desde una
perspectiva de fetichismo genital masculino, los vínculos eróticos
femeninos, incluso en una situación de segregación sexual, sean
literalmente extirpados.23
La función de la pornografía para influir en nuestra conciencia
es un asunto público fundamental de nuestra época, cuando una
industria que mueve billones de dólares tiene el poder de difun-
dir imágenes visuales de mujeres cada vez más sádicas y degra-
dantes. Pero incluso la llamada pornografía suave y la publicidad
muestran a las mujeres como objetos de apetito sexual carentes
de contexto emocional, sin significado ni personalidades indivi-
duales, esencialmente como mercancía sexual para el consumo de
hombres. (La llamada pornografía lesbiana, creada para la mira-
da voyeur masculina, carece también de contexto emocional y de
personalidad individual). El mensaje más pernicioso que difun-
de la pornografía es que las mujeres son la presa sexual natural
de los hombres y les encanta, que son congruentes la sexualidad

[23] Barry, 163–164.

22 ADRIENNE RICH
y la violencia y que, para las mujeres, el sexo es esencialmente
masoquista, la humillación placentera, y el abuso físico, erótico.
Pero al lado de este mensaje va otro que no siempre es reconocido:
que la sumisión obligada y el uso de la crueldad, si se producen
dentro de la pareja heterosexual, son sexualmente «normales»,
mientras que la sensualidad entre mujeres, incluidos el respeto y
la reciprocidad eróticas, son «raras», «enfermizas», y o realmente
pornográficas o no muy excitantes comparadas con la sexualidad
del látigo y de la humillación.24 La pornografía no se limita a crear
un clima en el cual resultan intercambiables el sexo y la violen-
cia; amplía la gama de conductas consideradas aceptables para
los hombres en la relación heterosexual, conductas que una y otra
vez despojan a las mujeres de su autonomía, dignidad, potencial
sexual, incluido el potencial de amar y ser amadas por mujeres en
la reciprocidad y la integridad.
En su excelente estudio Sexual Harassment of Working Women:
A Case of Sex Discrimination, Catharine A. MacKinnon configura
la interconexión entre la heterosexualidad obligatoria y la econo-
mía. En el capitalismo, las mujeres son segregadas horizontal-
mente por género y ocupan una posición estructuralmente inferior
en el lugar de trabajo. Esto no es nada nuevo, pero MacKinnon
plantea la pregunta de por qué, aunque el capitalismo «requiera
que un grupo de individuos ocupe puestos de poco prestigio y bajo
salario..., esas personas tienen que ser biológicamente mujeres»,
y señala que «el hecho de que los dadores de empleo hombres no
suelan contratar a mujeres cualificadas, a pesar de que podrían
pagarles menos que a los hombres, sugiere que hay en juego algo
más que el beneficio» [mi subrayado].25 Cita gran cantidad de ma-
terial que prueba que las mujeres no sólo están segregadas en em-
pleos mal pagados del sector servicios (como secretarias, criadas,
enfermeras, mecanógrafas, telefonistas, cuidadoras de criaturas,
camareras) sino que «la sexualización de la mujer» es parte del
trabajo. Es esencial e intrínseca a la realidad económica de las

[24] La cuestión del «sadomasoquismo lesbiano» requiere ser analizada en términos de lo


que enseñan las culturas dominantes sobre la relación entre sexo y violencia. Yo creo que
este es otro ejemplo de la «doble vida» de las mujeres.
[25] Catharine A. MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women: A Case of Sex Discrimi-
nation (New Haven, Conn.: Yale Universfty Press, 1979) 15–16.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 23


vidas de las mujeres la exigencia de que las mujeres «venderán
atractivo sexual a los hombres, que tienden a detentar el poder
económico y la posición para imponer sus preferencias.» Y Mac-
Kinnon demuestra que «el acoso sexual perpetúa esa densa es-
tructura que mantiene a las mujeres a disposición de los hombres
en la parte más baja del mercado laboral. Convergen dos fuerzas
de la sociedad norteamericana: el control viril de la sexualidad
de las mujeres y el control del capital sobre la vida laboral de la
fuerza de trabajo.»26 De esta manera, en el lugar de trabajo las
mujeres están a merced del sexo como poder en un círculo vicioso.
Económicamente discriminadas, las mujeres, ya sean camareras
o profesoras, tienen que aguantar el acoso sexual para conservar
su empleo y aprenden a comportarse de un modo dócil y grata-
mente heterosexual porque descubren que este es su verdadero
mérito para tener el empleo, sean las que sean las características
de su puesto de trabajo. Y, observa MacKinnon, la mujer que re-
siste demasiado decididamente las insinuaciones sexuales en el
lugar de trabajo es acusada de «seca» y asexuada, o de lesbiana.
Esto plantea una diferencia específica entre las experiencias de
las lesbianas y las de los hombres homosexuales. Una lesbiana,
parapetada en su lugar de trabajo a causa de los prejuicios he-
terosexistas, se ve obligada a algo más que a negar la verdad de
sus relaciones externas o su vida privada. Su puesto de trabajo
depende de que finja ser no simplemente heterosexual, sino una
mujer heterosexual en términos de atuendo y del rol femenino y
deferente exigido a las «verdaderas» mujeres.
MacKinnon plantea preguntas radicales sobre la diferencia cuali-
tativa entre acoso sexual, violación y coito heterosexual ordinario.
(«Según dijo un acusado de violación, no había usado «más fuerza
que la habitual entre hombres durante los preliminares»). Critica
a Susan Brownmiler 27 por separar la violación del curso normal de
la vida diaria y por su premisa incuestionada de que «la violación
es violencia, el coito es sexualidad,» lo cual separa totalmente la
violación de la esfera sexual. Y, lo que es más importante, sostie-
ne que «sacar la violación del dominio de «lo sexual», situándola

[26] Ibid., 174.


[27] Brownmiller, Ob. cit.

24 ADRIENNE RICH
en el dominio de «lo violento», permite estar en contra de ella sin
cuestionar hasta qué punto la institución de la heterosexualidad ha
definido la fuerza como una parte normal de «los preliminares».28
«Nunca se pregunta sí, en condiciones de supremacía masculina,
tiene sentido la noción de «consentimiento».29
El hecho es que el lugar de trabajo, entre otras instituciones so-
ciales, es un lugar en el que las mujeres han aprendido a aceptar
la violación por los hombres de sus confines psíquicos y físicos a
cambio de supervivencia; donde las mujeres han sido educadas –
tanto por la literatura romántica como por la pornografía– a au-
topercibirse como presa sexual. Una mujer que quiera eludir esas
agresiones casuales junto con la discriminación económica, es fácil
que recurra al matrimonio como forma de protección deseada, sin
llevar al matrimonio ni poder económico ni social, de modo que se
incorpora a esta institución desde una posición también desventa-
josa. Por último, pregunta MacKinnon: “¿Y si la desigualdad fuera
intrínseca a las concepciones sociales de la sexualidad masculina
y femenina, de la masculinidad y de la feminidad, del erotismo y
del atractivo heterosexual? Los incidentes de acoso sexual sugie-
ren que el propio deseo sexual masculino puede ser excitado por
la vulnerabilidad femenina... A los hombres les parece que pueden
aprovecharse, de modo que todos quieren, y lo hacen. El análisis del
acoso sexual, precisamente porque los episodios parecen un lugar
común, obliga a afrontar el hecho de que la relación sexual se da
normalmente entre desiguales económica (y físicamente)... el re-
quisito aparentemente legal de que la violación de la sexualidad de
las mujeres quede fuera de lo corriente para que sea castigada, con-
tribuye a evitar que las mujeres definan las condiciones corrientes
de su propio consentimiento.”30
Dada la naturaleza y el alcance de las presiones heterosexua-
les –la «erotización cotidiana de la subordinación de las mujeres»,

[28] MacKinnon, 219. Escribe Susan Schechter: «La promoción de la unión heterosexual a
cualquier precio es tan intensa que... se ha convertido en una fuerza cultural por sí misma
que produce los maltratos. La ideología del amor romántico y su celosa posesión de la pa-
reja como propiedad proporcionan el escenario de lo que puede transformarse en abusos
graves» («Aegis: Magazine on Ending Violence against Women» [julio–agosto 1979] 50–51).
[29] MacKinnon, 298.
[30] Ibid., 220.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 25


como lo pone MacKinnon–31 yo cuestiono la perspectiva más o me-
nos psicoanalítica (sugerida por autores como Karen Horney, H.
R. Hayes, Wolfgang Lederer y, más recientemente, Dorothy Din-
nerstein) de que la necesidad masculina de controlar sexualmente
a las mujeres proceda de algún primigenio «miedo a las mujeres»
de los hombres, y de insaciabilidad sexual de las mujeres. Parece
más probable que los hombres realmente teman no que es impon-
gan los apetitos sexuales de las mujeres o que las mujeres quieran
ahogarlos y devorarlos, sino que a las mujeres les fueran ellos del
todo indiferentes, que a los hombres se les permitiera el acceso
sexual y emocional –y, por tanto, económico– a las mujeres sólo en
las condiciones impuestas por las mujeres, quedándose si no en la
periferia de la matriz.
Los medios para garantizar el acceso sexual masculino a las mu-
jeres han sido recientemente objeto de rigurosa investigación por
parte de Kathleen Barry.32 Ha aportado datos amplios y estreme-
cedores de la existencia, a muy gran escala, de esclavitud femenina
internacional, la institución que antes se conocía como «trata de
blancas» pero que de hecho ha incluido siempre, e incluye en este
preciso momento, mujeres de todas las razas y clases sociales. En
el análisis teórico que deriva de su investigación, Barry pone en
relación todas las condiciones impuestas en que las mujeres viven
sometidas a hombres: prostitución, violación marital, incesto pa-
dre–hija y hermano–hermana, maltrato de mujeres, pornografía,
dote marital, venta de hijas, purdah y mutilación genital. Conside-
ra que el paradigma de la violación –en el que la víctima de la agre-
sión sexual es hecha responsable de su propia victimización– lleva
a la racionalización y a la aceptación de otras formas de esclavitud
en las que se dice que la mujer ha «elegido» su destino, lo ha adop-
tado pasivamente, o se lo ha buscado perversamente con su con-
ducta ruda o procaz. Por el contrario, sostiene Barry, «la esclavitud
sexual de las mujeres está presente en TODAS las situaciones en
las que las mujeres o las niñas no pueden cambiar las condiciones
de su existencia; donde, al margen de cómo llegaron a esas con-

[31] Ibid., 221.


[32] Barry, Ob. cit. [A.R., 1986: Véase también Kathleen Barry, Charlotte Bunch y Shirley Cast-
ley, eds., International Feminism: Networking against Female Sexual Slavery (Nueva York: In-
ternational Women’s Tribune Center, 1984).]

26 ADRIENNE RICH
diciones, sea por presión social, dificultades económicas, error de
confianza o ansia de afecto, no pueden salir; y donde están someti-
das a violencia y explotación sexual.»33 Aporta una amplia gama de
ejemplos concretos, no sólo de la existencia de un difundido tráfico
internacional de mujeres, sino también de cómo funciona, ya sea en
forma de una rubia pasada por el «tubo de Minnesota», de chicas
del medio Oeste que se escapan de casa para irse a Times Square,
o de compraventa de jóvenes rurales pobres de Latinoamérica o del
Sudeste de Asia, o proporcionando maisons d’abattage a trabajado-
ras emigrantes en el distrito dieciocho de París. En vez de «acusar
a la víctima» o de intentar diagnosticarle una supuesta patología,
Barry enfoca con claridad la patología misma de la colonización
sexual, la ideología del «sadismo cultural» representada por la in-
dustria pornográfica y por la identificación generalizada de las mu-
jeres como «seres primariamente sexuales cuya responsabilidad es
el servicio sexual de los hombres.»34
Barry configura lo que ella llama una «perspectiva de dominio
sexual» a través de cuya lente el abuso sexual y el terrorismo de
los hombres contra las mujeres han sido hechos casi invisibles,
tratándolos como algo natural e inevitable. Desde este punto de
vista, las mujeres son consumibles mientras puedan ser satisfe-
chas las necesidades sexuales y emocionales del varón. El obje-
tivo político de su libro es sustituir esta perspectiva de dominio
por una medida universal de libertad básica para las mujeres,
libertad de la violencia específica de género, de las restricciones
de movimientos y del derecho masculino de acceso sexual y emo-
cional. Como Mary Daly en Gyn/Ecology, Barry rechaza las racio-
nalizaciones estructuralistas y otros relativismos culturales de la
tortura sexual y de la violencia contra las mujeres. En el primer
capítulo, pide a quienes la lean que rechacen toda escapatoria fá-
cil en la ignorancia y la negación. «La única manera de salir del
escondite, de quebrar las defensas que nos paralizan, es saberlo
todo, todo el alcance de la violencia sexual y del dominio de las
mujeres... Sabiendo, afrontándolo directamente, podremos apren-

[33] Barry, 33.


[34] Ibid,, 103.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 27


der a trazar la vía de salida de esta opresión, imaginar y crear un
mundo que excluya la esclavitud sexual.»35
«Sólo cuando nombremos la práctica, cuando le demos su defi-
nición y forma conceptual, cuando ejemplifiquemos su vida en el
tiempo y en el espacio, quienes son sus víctimas más evidentes
podrán nombrar o definir su experiencia.»
Pero las mujeres son todas, de modos distintos y en grados dis-
tintos, sus víctimas; y parte del problema de nombrar y de concep-
tualizar la esclavitud sexual de las mujeres es, como lúcidamente
lo ve Barry, la heterosexualidad obligatoria.36 La heterosexualidad
obligatoria simplifica la tarea del rufián y proxeneta en los círculos
mundiales de prostitución y de «locales eróticos», mientras que, en
la intimidad de la casa, le lleva a la hija a «aceptar» el incesto/vio-
lación por su padre, a la madre a negar lo que sucede, a la esposa
maltratada a seguir con un marido que abusa de ella. «Amistad
y amor» es una táctica básica del rufián, que se dedica a llevar al
proxeneta para que madure a la chica desorientada o a la que se
escapa de casa. La ideología del amor romántico heterosexual, que
le han hecho brillar desde la infancia los cuentos de hadas, la te-
levisión, el cine, la publicidad, las canciones populares, los cortejos
nupciales, es una herramienta en las manos del rufián que no vaci-
lará en utilizar, como demuestra Barry. La indoctrinación infantil
de las mujeres en el «amor» como emoción puede ser, en general,
un concepto europeo; pero una ideología más universal habla de la
primacía y de lo incontrolable del impulso sexual masculino. Esta
es una de las muchas reflexiones que ofrece la obra de Barry:
«Mientras los adolescentes aprenden cuál es su poder sexual a tra-
vés de la experiencia social de su impulso sexual, las adolescentes
aprenden que el lugar del poder sexual es masculino. Dada la impor-
tancia que se le da al impulso sexual masculino en la socialización
tanto de niñas como de niños, la temprana adolescencia es, probable-
mente, la primera fase significativa de identificación masculina en
la vida y en el desarrollo de las niñas... Cuando la chica joven se va

[35] Ibid., 5.
[36] Ibid., 100. [A.R., 1986: Esta afirmación ha sido entendida en el sentido de que sostiene que
«todas las mujeres son víctimas» pura y simplemente, o de que «la heterosexualidad equivale
a esclavitud sexual»; yo diría, más bien, que a todas las mujeres les afectan, aunque de modo
diverso, las actitudes y prácticas deshumanizadoras dirigidas a las mujeres como grupo.]

28 ADRIENNE RICH
dando cuenta de sus propios y crecientes deseos sexuales... se aleja
de sus relaciones con amigas, hasta entonces primordiales. Al pasar
a un plano secundario, al disminuir su importancia en su vida, su
propia identidad asume también un papel secundario y se identifica
cada vez más con lo masculino.»37
Tenemos todavía que preguntarnos por qué algunas mujeres
nunca se alejan, ni siquiera temporalmente, de sus «relaciones
hasta entonces primordiales» con otras mujeres. Y ¿por qué se
da la identificación con lo masculino –la configuración de los pro-
pios vínculos sociales, políticos e intelectuales con hombres –entre
sexual– mente lesbianas de toda la vida? La hipótesis de Barry
nos lanza a nuevas preguntas, pero aclara la diversidad de formas
en que se presenta la heterosexualidad obligatoria. En la místi-
ca del impuso sexual masculino que todo lo puede y todo lo con-
quista, del pene–con–vida–propia, se enraíza la ley del derecho
sexual masculino sobre las mujeres, que justifica, por una parte,
la prostitución como presupuesto cultural universal y, por otra,
defiende la esclavitud sexual dentro de la familia con el pretexto
de la «intimidad familiar e irrepetibilidad cultural».38 El impulso
sexual masculino adolescente, que, como les enseñan tanto a las
como a los jóvenes, cuando se dispara no puede ni hacerse respon-
sable de sí mismo ni aceptar un no como respuesta, se convierte,
en opinión de Barry, en la norma y razón de la conducta sexual
masculina adulta: una condición de desarrollo sexual atrofiado.
Las mujeres aprenden a aceptar como natural la inevitabilidad de
este «impulso» porque lo reciben como dogma. De ahí, la violación
marital; de ahí, la esposa japonesa que hace resignadamente la
maleta de su marido para que se vaya a pasar un fin de semana en
los burdeles kisaeng de Taiwán; de ahí, el desequilibrio de poder,
tanto psicológico como económico, entre marido y mujer, emplea-
dor y trabajadora, padre e hija, profesor y alumna.
«El efecto de la identificación con lo masculino consiste en: hacer
propios los valores del colonizador y participar activamente en el
proceso de la propia colonización y de la del propio sexo... La iden-
tificación con lo masculino es el acto mediante el cual las mujeres

[37] ibid., 218.


[38] Ibid., 140.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 29


colocan a los hombres por encima de las mujeres, ellas incluidas,
en cuanto a credibilidad, categoría e importancia en la mayoría de
las situaciones, sin considerar la calidad relativa que las mujeres
puedan aportar a la situación... La interacción con mujeres es vista
como una forma inferior de relación a todos los niveles.»39
Lo que merece un análisis más profundo es la doblez de pensa-
miento en que caen muchas mujeres y de la que ninguna mujer
está jamás libre del todo: a pesar de las relaciones mujer–con–
mujer, de las redes femeninas de apoyo, de la confianza y aprecio
que se sienta por un sistema de valores femenino y feminista, la
indoctrinación en la credibilidad y prestigio masculinos pueden
aún provocar acomodos en el pensamiento, cancelaciones de senti-
mientos, castillos en el aire, y una profunda confusión intelectual
y sexual.40 Cito aquí una carta que recibí el día en que estaba
escribiendo este párrafo: «He tenido muy malas relaciones con los
hombres; ahora estoy metida en una separación muy dolorosa.
Estoy intentando encontrar mi fuerza entre las mujeres; sin mis
amigas, no podría sobrevivir.» ¿Cuántas veces al día dicen las mu-
jeres palabras como éstas, o las piensan o las escriben, y cuántas
veces se reinstaura la sinapsis?
Barry resume así sus resultados: «Teniendo en cuenta el desa-
rrollo sexual atrofiado que se entiende que es normal en la pobla-
ción masculina, y teniendo en cuenta la cantidad de hombres que
son rufianes, proxenetas, miembros de bandas esclavistas, fun-
cionarios corruptos que participan en este tráfico, propietarios,
gestores, empleados de burdeles y de instalaciones de habitacio-
nes y de diversión, proveedores de pornografía, asociados con la
prostitución, con el maltrato de mujeres, corruptores de menores,
perpetradores de incesto, chulos (servicio completo) y violadores,
una no puede no quedarse momentáneamente boquiabierta ante
la enorme población masculina dedicada a la esclavitud sexual

[39] Ibid., 172.


[40] He sugerido en otro lugar que la identificación con lo masculino ha sido una poderosa
fuente de racismo entre las mujeres blancas y que con frecuencia han sido mujeres ya per-
cibidas como «desleales» con los códigos y sistemas masculinos las que han luchado activa-
mente contra él (Adrienne Rich, Disioyal to Civilization: Feminism, fíacism, Gynephobia, en
On Lies, Secrets, and Silence: Seiected Prose, 1966–1978, [Nueva York: W.W. Norton, 1979])
[trad. Barcelona; Icaria, 1983].

30 ADRIENNE RICH
de las mujeres. La enormidad del número de hombres dedicados
a estas prácticas debería motivar la declaración de una situación
de emergencia internacional, de una crisis en la violencia sexual.
Pero lo que debería de ser motivo de alarma es, en cambio, acep-
tado como relación sexual normal.»41
Susan Cavin, en una tesis rica y provocadora, aunque altamente
especulativa, sugiere que el patriarcado llega a ser posible cuando
la banda femenina originaria, que incluye a las criaturas pero ex-
cluye a los adolescentes varones, es invadida y dominada numé-
ricamente por hombres; que la violación de la madre por el hijo,
y no el matrimonio patriarcal, se convierte en el primer acto de
dominio masculino. El primer paso, o palanca, que hace posible
que esto ocurra, no es un simple cambio de la tasa de masculini-
dad; lo es también el vínculo madre–hijo, manipulado por los ado-
lescentes varones con el fin de seguir estando dentro de la matriz
después de la edad de exclusión. Se utiliza el afecto materno para
imponer el derecho masculino de acceso sexual que, sin embargo,
a de ser sustentado a partir de entonces por la fuerza (o mediante
el control de la conciencia), puesto que el vínculo adulto originario
profundo es el de la mujer hacia la mujer.42 Considero esta hi-
pótesis extremamente sugerente, puesto que una forma de falsa
conciencia que contribuye a la heterosexualidad obligatoria es el
mantenimiento de una relación madre–hijo entre mujeres y hom-
bres, incluida la demanda de que las mujeres proporcionen solaz
maternal, nutran sin cuestionar nada y muestren compasión ha-
cia sus acosadores, violadores y agresores (además de hacia los
hombres que pasivamente las vampirizan).
Pero sean cuales sean sus orígenes, cuando miramos dura y cla-
ramente el alcance y el nivel de elaboración de las medidas dise-
ñadas para mantener a las mujeres dentro de un contexto sexual
masculino, resulta inevitable preguntarse si la cuestión que las
feministas tienen que plantearse no es la simple «desigualdad de
género» o el dominio masculino de la cultura o los meros «tabús
contra la homosexualidad», sino la imposición sobre las mujeres

[41] Barry, 220.


[42] Susan Cavin, Lesbian Origins (Tesis doctoral, Ruígers University, 1978), inédita, cap. 6.
[A.R., 1986: Esta tesis ha sido publicada recientemente como Lesbian Origins (San Francisco:
Ism Press, 1986)].

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 31


de la heterosexualidad como medio de garantizar el derecho mas-
culino de acceso físico, económico y emocional.43 Uno de muchos
mecanismos de imposición es, evidentemente, el hacer invisible la
posibilidad lesbiana, un continente sumergido que se asoma frag-
mentario de vez en cuando a la vista para ser hundido de nuevo.
La investigación y la teoría feministas que contribuyen a la in-
visibilidad o a la marginación del lesbianismo trabajan de hecho
contra la liberación y la potenciación de las mujeres como grupo.44
El supuesto de que «la mayoría de las mujeres son heterosexuales
por naturaleza» es un muro teórico y político que bloquea el femi-
nismo. Sigue siendo un supuesto sostenible en parte porque la exis-
tencia lesbiana ha sido borrada de la historia o catalogada como
enfermedad, en parte porque ha sido tratada como excepcional y
no como intrínseca, en parte porque reconocer que, para las muje-
res, la heterosexualidad puede no ser en absoluto una «preferencia»
sino algo que ha tenido que ser impuesto, gestionado, organizado,
propagado y mantenido a la fuerza, es un paso inmenso a dar si
una se considera libre e «innatamente» heterosexual. Sin embargo,
no ser capaces de analizar la heterosexualidad como institución es
como no ser capaces de admitir que el sistema económico llamado
capitalismo o el sistema de castas del racismo son mantenidos por
una serie de fuerzas, entre las que se incluyen tanto la violencia
física como la falsa conciencia. Para dar el paso de cuestionar la

[43] Mi percepción de la heterosexualidad como institución económica está en deuda con


Lisa Leghorn y Katherine Parker, que me dejaron leer el manuscrito inédito de su libro
Woman’s Worth: Sexual Economics and the World of Women (Londres y Boston: Routledge
& Kegan Paul, 1981).
[44] Sugeriría que la existencia lesbiana ha sido más reconocida y tolerada donde ha pa-
recido una versión «anormal» de la heterosexualidad; por ejemplo, donde las lesbianas,
como Stein y Toklas, han representado papeles heterosexuales (o así lo parecía en público)
y han sido primariamente identificadas con la cultura masculina. Véase también Claude E.
Schaeffer, The Kuterai Female Berdache: Couher, Guide, Prophetess, and Warrior, «Ethno-
history » 12–3 (verano 1965) 193–236. (Berdache: «un individuo de un sexo fisiológico de-
finido que asume el papel y el estatuto del sexo opuesto y que es visto por la comunidad
como perteneciente fisiológicamente a un sexo pero que ha adoptado el papel y estatuto
del sexo opuesto» (Schaeffer, 231) La existencia lesbiana ha sido, también, relegada a ser
un fenómeno de la clase privilegiada, decadencia de élite (como en la fascinación con las
lesbianas parisinas de salón como Renée Vivien y Natalie Clifford Bamey), o la oscuridad
de «mujeres comunes» tales como las que describe Judy Grahn en The Work of a Common
Woman (Oakland, Calif.: Diana Press, 1978) y True Life Adventure Stories (Oakland, Calif.:
Diana Press, 1978).

32 ADRIENNE RICH
heterosexualidad como «preferencia» u «opción» para las mujeres
–y hacer el trabajo intelectual y emocional que viene después– se
requerirá una calidad especial de valentía en las feministas hetero-
sexualmente identificadas, pero creo que los beneficios serán gran-
des: una liberación del pensamiento, un explorar caminos nuevos,
el desmoronarse de otro gran silencio y una claridad nueva en las
relaciones personales.

HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y EXISTENCIA LESBIANA 33


Silvina Ocampo

Cuentos completos I
ePub r1.0
Moro 23.07.13

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Título original: Cuentos completos I
Silvina Ocampo, 1999

Editor digital: Moro


ePub base r1.0

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Carta perdida en un cajón

¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas
entre las líneas del libro que leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los
objetos que miro? No me parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea
igual al tuyo. Sospecho que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del
mío, que el ángel guardián de tu infancia no se parecía al mío. Como si se tratara de
alguien que hubiera entrevisto en la calle, me parece que no nos hemos conocido en
la infancia y que aquella época hubiera sido mero sueño. Pensar de la mañana a la
noche y de la noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en esa
manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier trabajo. A veces, al oír
pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir. Imagino las frases que dices, los
lugares que frecuentas, los libros que te gustan. En medio de la noche, me despierto
con sobresaltos preguntándome: «¿dónde estará esa bestia?» o «¿con quién estará?»
A veces, con mis amigos, llevo el diálogo a temas que fatalmente atraen comentarios
sobre tu modo de vivir, sobre las particularidades de tu carácter, o bien paso por la
puerta de tu casa, perdiendo un tiempo infinito en esperarte para ver a qué horas sales
o cómo te has vestido. Ningún amante habrá pensado tanto en su amada como yo en
ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel de tus brazos oscura en los
pliegues del codo o en el cuello como arena húmeda. «¿Será suciedad?», pienso,
esperando con un defecto nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable.
Podría dibujar tu cara con los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus
líneas: me guardaré de hacerlo, pues temo mejorar tus facciones o divinizar la
expresión un poco bestial de tus mejillas prominentes. Será una mezquindad de mi
parte, pero todas mis mezquindades te las debo a ti. Después de nuestra infancia, que
transcurrió en un colegio que fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y
dormíamos en el mismo dormitorio, podría enumerar algunos furtivos encuentros: un
día en el andén de una estación, otro día en una playa, otro día en un teatro, otro día
en la casa de unos amigos. No olvidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los
otros, pero el último me parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en
aquella casa perdí por la fracción de un segundo el conocimiento. Tus pies lascivos
estaban desnudos. Pretender describir la impresión que me causaron las uñas de tus
pies sería como pretender reconstruir el Partenón. Creo, sin embargo, que en la
infancia tuve el presentimiento de todo lo que iba a sufrir por ti. Oí a mi madre
pronunciar tu nombre cuando entramos a visitar por primera vez aquel colegio donde
había en el jardín tantos jaracandas en flor y aquellas dos estatuas sosteniendo globos

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de luz en cada lado del portón.
—Alba Cristián es hija de una amiga mía. La internarán también aquí. Es de tu
edad —dijo mi madre cruelmente.
Sentí un extraño malestar: pensé que era por culpa del colegio donde me iban a
internar. Sin embargo, inconscientemente, como esos antiguos anillos que contenían
veneno debajo de un camafeo o de una piedra, tu nombre semejante también a un
círculo me pareció venenoso. Otro presentimiento me avasalló aquel día del paseo a
los lagos de Palermo, cuando nos bajamos a comer la merienda sobre el césped y que
Máxima Parisi te enseñó unas tarjetas postales que no quiso enseñarme a mí y que al
final de la tarde, comiendo un helado de frambuesa, se recostó sobre tu hombro en el
ómnibus que nos llevó de vuelta al colegio. En aquella intimidad que me excluía,
sentí la amenaza de otras desventuras. No creas que olvidé la llave misteriosa de tu
mesa de luz que hacía sonreír a Máxima Parisi ni aquel atado de cigarrillos
americanos que fumaron sin convidarme en la glorieta de los arbustos «cuerpo a
tierra» decían ustedes «como los soldados», en aquel escondite que aborrecí hasta el
día de hoy. No creas que olvidé aquel libro pornográfico, ni el gato que bautizaban
con un nuevo nombre estrafalario cada día, ¡pobre diablo! Ni aquella suerte de
supositorios para perfumar el baño con olor a rosa que disolvían en un vaso de agua y
que se pasaban por el pelo y por los brazos. No creas que olvidé la enfermedad de
Máxima cuando te colgaste de mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu amiga
predilecta y que me invitarías a tu casa de campo durante el verano. No me hice
ilusiones, además no me inspirabas ninguna simpatía. No aspiré a tu amistad sino
para alejarte de otras. En el fondo de mi corazón se retorcía una serpiente semejante a
la que hizo que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso.
Sospechaba que mi vida sería una sucesión de fracasos y de abominaciones. No
hay niño desdichado que después sea feliz: adulto podrá ilusionarse en algún
momento, pero es un error creer que el destino pueda cambiarlo. Podrá tener
vocación por la dicha o por la desdicha, por la virtud o por la infamia, por el amor o
por el odio. El hombre lleva su cruz desde el principio: hay cruces de madera tosca,
de aluminio, de cobre, de plata o de oro, pero todas son cruces. Bien sabes cuál es la
mía, pero tal vez no sepas cuál es la tuya, pues no todos los seres son lúcidos, ni
capaces de leer el destino en los signos que diariamente ven a su alrededor. ¿Será
cruel advertírtelo? Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima. Me
molesta que alguien aún crea que somos amigas de infancia. No falta quien me
pregunte con tono almibarado y escandalizado a la vez:
—¿No tenés amigos de infancia?
Yo les respondo:
—No me casé con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco discernimiento
para elegirlos, ¿cómo habrán sido las equivocaciones de mis primeros años? Las

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amistades de infancia son erróneas, y no se puede ser fiel al error indefinidamente.
Aquel día, en casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nube envolvió mi
nuca, mi cuerpo se cubrió de escalofríos. Tomé un libro que estaba sobre la mesa y
comencé a hojearlo ávidamente: sólo después advertí que el libro se titulaba Balance
de las ventas de animales bovinos. La dueña de casa me ofreció una naranjada
horrible «de alfileres» como denominábamos toda bebida que llevaba soda. Bebí de
un trago para ocultar el temblor de mi mano; felizmente hacía calor y salí al balcón
con el pretexto de tomar fresco y de mirar la vista que abarcaba el Río de la Plata a lo
lejos y en primer plano el Monumento de los Españoles que divisado de ese ángulo
parecía, más que nunca, un gigantesco postre de bodas o de primera comunión.
Sonreí a tu cara de bestia, sonreíste. Vivir así no era vivir. Sentí vértigos, náuseas.
Desde aquel séptimo piso contemplé la calle pensando cómo sería mi caída, si me
tiraba de esa altura. Un puesto de fruta, cajones de basura al pie de la casa (estarían
en huelga los basureros) y una baranda alta me molestaban para imaginar la escena.
Traté de concentrarme en esa idea llena de dificultades para serenarme. Tenía el
poder, que ahora no tengo, para desdoblarme: conversé con la gente que me rodeó,
reí, miré a todos lados con los ojos clavados en el fondo de aquel precipicio con
cajones de basura, con frutas y con hombres que pasaban. Todo era menos inmundo
que tu cara. «De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuántos libros tengo que
renegar para no compartir mis gustos contigo», pensé al mirar hacia el interior del
departamento a través del vidrio de la ventana. «Quiero mi soledad, la quiero con mil
caras impersonales.» Te miré y a través del vidrio que reverberaba tembló tu cara de
piraña como en el fondo del agua. Pensé en quien no puedo pensar por causa tuya y
en el sortilegio que me envolvía. Estás en mí como esas figuras que ocultan otras más
importantes en los cuadros. Un experto puede borrar la figura superpuesta pero
¿dónde está el experto? Necesito dar una explicación a mis actos. Después de haberte
saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té. Aceptaste. Te dije que en
mi casa había pintores. Sugeriste felizmente que sería mejor ir a tu casa. En el
momento en que prepares el té y lo dejes sobre la mesa fingiré un desmayo. Irás a
buscar un vaso de agua que yo te pediré, entonces echaré en la tetera el veneno que
traigo en mi cartera. Servirás el té después de un rato. Yo no tomaré el mío, pensé
como delirando mientras me hablabas.
No cumplí mi proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado usar ese
procedimiento para matar a L. Deseché la idea porque la muerte no me pareció un
castigo.
—¿Qué te pasa? —me decía L.
La conversación recaía sobre ti. Le decía de ti las peores cosas que pueden decirse
de un ser humano. Hablé de suciedad, de mentiras, de deslealtad, de vulgaridad, de
pornografía. Inventé cosas atroces que resultaron maravillosas. No sospeché que por

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primera vez L. se interesaba en tu personalidad, en tu vida, en tu manera de sentir y
que todo había nacido de mi imaginación.
Durante el tiempo que dediqué a pensar sólo en ti, a hablar de tus terribles
vestimentas, de tu malignidad, de tu falta de asco para meterte en la boca dinero sucio
y cosas que encontrabas en el suelo, con mi complicidad, con mis sospechas, con mi
odio construí para ustedes ese edificio de amor tan complicado donde viven alejados
de mí por mi culpa. Quiero que sepas que debes tu felicidad al ser que más te desdeña
y aborrece en el mundo. Una vez que ese ser que te adorna con su envidia y te
embellece con su odio desaparezca, tu dicha concluirá con mi vida y la terminación
de esta carta. Entonces te internarás en un jardín semejante al del colegio que era
nuestra prisión, un jardín engañoso, cuidado por dos estatuas, que tienen dos globos
de luz en las manos, para alumbrar tu soledad inextinguible.

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Las vestiduras peligrosas

Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en
persona cuando charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan,
como decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin
quitarle algo de su gracia.
Me decía:
—Piluca, haceme un vestido peligroso.
Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso,
hacía cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin
contar cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que
daba miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor
era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la
niña vivía para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse
y perfumarse; en seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas
menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en la iglesia rezando.
Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le
dije, de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido.
Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente
asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y
había que prender con alfileres, sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco
delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en la
entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un
bigotudo, frente al espejo miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres,
la primera vez me dijo:
—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.
Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:
—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?
Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los
alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona
no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y
que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.
Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el diario.
Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por
el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula.
Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un

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cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más
quería? Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me
daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella
nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz,
pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo
para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la
había abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es
ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?
Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser
eléctrica estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas
de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón de carreteles de
sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran
un amor, brillaban en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de
trabajo no parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada.
Hay bondades que matan, como dije anteriormente; son como una pistola al
pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el
modelo —rogaba la Artemia.
—Pero niña, no tengo tiempo.
—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.
—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar—.
Me tenía dominada. A veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos
desteñidos por la luz, para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba.
Llevaba siempre su estampita en mi bolsillo.
La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen
que la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin
embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea propia, sus vestidos, ya lo
dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo cortaba
cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré
gotas de sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás
extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y
rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran
escote por donde me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus
pechos. Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que
comprar la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper,
no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía una
reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían como en una
compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta de calle y
después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que admirar la silueta

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envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a regañadientes yo le había
cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi, estaba
demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando.
Una muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la dejaron
inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un jumper
de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente
descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una
amiguita o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una
muchacha de Budapest que no había conocido. ¡Qué sensibilidad!
—Debió de sucederme a mí —me contestó, enjugándose las lágrimas.
—Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer
sacrificarse por la humanidad.
—Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba
esa mujer. El jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí.
No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una
tacita de tilo.
Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para
que se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:
—¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!
—¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no
contestaba, prosiguió: —¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para
mostrarlo, acaso?
Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la
antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero.
—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los
demás.
—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a
cambiar. Ayúdeme, entonces —me dijo.
El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa
negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como
el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies
perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al
menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando
terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al
espejo, viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se
transparentaba a través de la gasa. Le pregunté:
—¿Cómo le hago el viso?
—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está

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muy anticuada.
Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor,
no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en
toda la santa noche.
Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en
una mano, mientras con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en
Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres
de la mañana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con
manos y pies pintados.
La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla.
—No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien —exclamó
sacudiendo la cabeza.
—Pero, niña, no diga esas cosas.
—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
—¿Qué éxito es ése? No es nada de envidiar.
—No me entiende, Régula.
—Llámeme Piluca y no se enoje.
El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color
de carne, que representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse
todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo,
Régula Portinari, metida en ésas; no parecía posible.
Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero
no sabía los efectos que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir.
Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro
nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos,
piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso.
Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie
vio salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al
menor movimiento. Le previne:
—Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario,
sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza
de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que
la ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido
era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían
abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre.

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Una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban.
En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una
camisa a cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito,
me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda bien el pantalón?
Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que
no volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche
patrullero de la policía estaba estacionado frente a la puerta. Ese silencio, esa luz
cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios:
Una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en
una calle oscura y después la acuchillaron por tramposa.

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Cuadernos LIRICO
Revista de la red interuniversitaria de estudios sobre las
literaturas rioplatenses contemporáneas en Francia
16 | 2017
Esnobismos

La política de la pose
Sylvia Molloy

Electronic version
URL: http://journals.openedition.org/lirico/3576
DOI: 10.4000/lirico.3576
ISSN: 2262-8339

Publisher
Réseau interuniversitaire d'étude des littératures contemporaines du Río de la Plata

Electronic reference
Sylvia Molloy, « La política de la pose », Cuadernos LIRICO [En línea], 16 | 2017, Puesto en línea el 23
septiembre 2017, consultado el 30 abril 2019. URL : http://journals.openedition.org/lirico/3576 ; DOI :
10.4000/lirico.3576

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SinDerivar 4.0 Internacional.
La política de la pose 1

La política de la pose
Sylvia Molloy

Publicado en Poses de fin de siglo : Desbordes del género en la modernidad (Buenos Aires, Eterna
Cadencia Editora, 2012, pp. 41-53). Agradecemos a Sylvia Molloy y Leonora Djament su autorización
para reproducirlo.
El momento en que el garzón arranca el loto, para
conducir su agrado al visitante. El otro garzón que
apoyándose en el azar de su memoria repite
felizmente el verso. Y el poeta que enterrado en su
silencio y en el coro de los otros silencios siente
como la futura plástica en que su obra va a ser
apreciada y recibe como una nota anticipada.
JOSÉ LEZAMA LIMA , « Julián del Casal »

1 En un simposio que tuvo lugar hace años intenté resumir el tema que me ocupa en este
libro, es decir las economías del deseo en la América latina finisecular, considerando
cómo esas economías marcaban lo que podría llamarse de manera muy general, las
políticas culturales del modernismo. Concretamente, dedicaba especial atención al tema
del que vengo hablando, es decir, la desazón que provoca en ciertos intelectuales de la
época la figura de Oscar Wilde. Mi trabajo intentaba recuperar aquel momento, fugaz y
sin duda utópico, en que los dos « lados » de Wilde, el frívolo, si se quiere, y el político,
podían pensarse juntos antes de que la presión de la ideología los separara, supeditando
el primero al segundo hasta hacerlo desaparecer.
2 A juzgar por la reacción de uno de los moderadores, la ambivalencia y la desazón no se
limitaban al siglo pasado, ya que su comentario, cediendo a su vez a una ideología vuelta
naturalizado hábito de lectura, retuvo uno solo de esos aspectos de Wilde, el que llamaré,
por conveniencia, el frívolo. Pasó a considerar la relación entre Wilde e Hispanoamérica
en términos de mímica y de mistificación, recalcando su ligereza de gesto superfluo : en
Hispanoamérica se había jugado a ser (o parecer : volveré sobre esta diferencia) Wilde,
como quien se pone un disfraz o se coloca un clavel verde en la solapa. El decadentismo
era, sobre todo, cuestión de pose1.

Cuadernos LIRICO, 16 | 2017


La política de la pose 2

3 Esta reacción no estaba tan lejos de cierta lectura de la lectura finisecular que se hizo en
la época misma, aquella lectura que veía la pose como etapa pasajera correspondiente a
un primer modernismo de evasión, distinto de un segundo modernismo americanista, el
que era « de veras ». Fue esa, por ejemplo, la lectura de Max Henríquez Ureña. A
propósito de las « Palabras liminares » de Darío a Prosas profanas, escribe : « Rubén asume
una pose, no siempre de buen gusto : habla de su espíritu aristocrático y de sus manos de
marqués […]. Todo esto es pose que desaparecerá más tarde, cuando Darío asuma la voz
del Continente y sea el intérprete de sus inquietudes e ideales »2.
4 Desdeñada como frívola, ridiculizada como caricatura, o incorporada a un itinerario en el
que figura como etapa inicial y necesariamente imperfecta, la pose decadentista despierta
escasa simpatía. Yo quisiera proponer aquí otra lectura de esa pose : verla como gesto
decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines del XIX ; verla, sí, como
capaz de expresar, si no « la voz del Continente », por cierto una de sus muchas voces, y
verla precisamente como comentario de las « inquietudes e ideales » de ese continente.
Quiero considerar la fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto
político.

Dar a ver : el cuerpo (en) público


5 En el siglo XIX las culturas se leen como cuerpos : piénsese en las lecturas anatómicas que
hace Sarmiento tanto de España como de la Argentina, o en las enfermedades de
occidente, considerado organismo vivo, vaticinadas por Max Nordau, para dar tan solo
dos ejemplos. A su vez, los cuerpos se leen (y se presentan para ser leídos) como
declaraciones culturales. Para reflexionar sobre el trabajo de pose, quiero rescatar ese
cuerpo, recalcar su aspecto material, su inevitable proyección teatral, sus connotaciones
plásticas ; ver qué gestos acompañan, antes bien determinan, la conducta del poseur.
Pensar sobre todo cómo se construye un campo de visibilidad dentro del cual la pose es
reconocida como tal y encuentra una coherencia de lectura.
6 La exhibición, como forma cultural, es el género preferido del siglo XIX, la escopofilia, la
pasión que la anima. Todo apela a la vista y todo se especulariza : se exhiben
nacionalidades en las exposiciones universales, se exhiben nacionalismos en los grandes
desfiles militares (cuando no en las guerras mismas concebidas como espectáculos), se
exhiben enfermedades en los grandes hospitales, se exhibe el arte en los museos, se
exhibe el sexo artístico en los « cuadros vivos » o tableaux vivants, se exhiben mercaderías
en los grandes almacenes, se exhiben vestidos en los salones de modas, se exhiben tanto
lo cotidiano como lo exótico en fotografías, dioramas, panoramas. Hay exhibición y
también hay exhibicionismo. La clasificación de la patología (« obsesión morbosa que lleva
a ciertos sujetos a exhibir sus órganos genitales ») data de 1866 ; la creación de la
categoría individual, exhibicionista – categoría que marca el paso del acto al individuo –, de
1880.
7 Exhibir no solo es mostrar, es mostrar de tal manera que aquello que se muestra se
vuelva más visible, se reconozca. Así, por ejemplo, los fotógrafos de ciertas patologías
retocaban a sus sujetos para visibilizar la enfermedad : como muestran los archivos
médicos de la ciudad de París, a las histéricas se les pintaban ojeras, se las demacraba, a
efectos de representar una enfermedad que carecía de rasgos definitorios. Me interesa esa
visibilidad acrecentada en la medida en que es indispensable para la pose finisecular.

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La política de la pose 3

Manejada por el poseur mismo, la exageración es estrategia de la provocación para no


pasar desatendido, para obligar la mirada del otro, para forzar una lectura, para obligar
un discurso. No difiere esta estrategia del maquillaje, tal como lo entiende Baudelaire :
« el maquillaje no ha de esconderse o evitar ser descubierto ; al contrario, debe exhibirse,
si no con afectación, por lo menos con una suerte de candor »3.
8 El fin de siglo procesa esa visibilidad acrecentada de maneras diversas, según dónde se
produce y según quién la percibe Así, la crítica, el diagnóstico o el reconocimiento
simpático (o antipático) son posibles respuestas a ese exceso, a la vez que son, no hay que
olvidar, formas de una escopofilia exacerbada. Mírese desde donde se mire, el exceso
siempre fomenta lo que Felisberto Hernández llamaría más tarde « la lujuria de ver ».

Jugar al fantasma
9 En dos ocasiones, al hablar de un « raro », recurre Darío a un precepto de la cábala citado
por Villiers de l’Isle Adam en La Eva futura : « Prends garde ! En jouant au fantôme, on le
devient »4. En el ensayo de Los raros dedicado a Lautréamont, escribe en efecto Darío : « No
sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral,
siquiera fuese por bizarría literaria o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo
de la Kábala : No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo »5. Y en « Purificaciones
de la piedad », artículo publicado a los pocos días de la muerte de Oscar Wilde, observa
Darío, como ya he mencionado, que « desdeñando el consejo de la cábala, ese triste Wilde
jugó al fantasma y llegó a serlo »6. En ambos casos la frase se usa de manera admonitoria,
para señalar los excesos de dos escritores y las trampas de una simulación que tuvo
consecuencias funestas. Pero el giro interpretativo que da Darío a la frase es curioso.
Jugar al fantasma y llegar a serlo supondría un afantasmamiento, una desrealización, un
volverse no-tangible o no-visible. En cambio, la frase de Darío parece indicar lo contrario :
un exceso de visibilidad, de presencia. Aplicada a Wilde, que es el « fantasma » que aquí
me interesa, significa que el juego de Wilde se volvió excesivamente visible, y que ese
exceso llevó a Wilde a su ruina. Wilde juega a ese algo que no se nombra y de tanto jugar a
ese algo – de tanto posar a ese algo – da visibilidad, llega a ser ese algo innombrable.
10 No está de más recordar aquí la densa textura semántica que adquirió el término
« posar » en los procesos judiciales de Wilde. En carta a su hijo Lord Alfred Douglas del 1°
de abril de 1894, escribe el marqués de Queensberry : « No es mi propósito analizar esta
intimidad [se refiere a la relación entre Wilde y su hijo], y no hago denuncias. Pero en mi
opinión posar a algo es tan malo como serlo [to pose as a thing is as bad as to be it] » 7.
Cuando unos meses más tarde se presenta Queensberry en casa de Wilde, lo acusa
nuevamente de pose : « No digo que usted lo sea, pero lo parece, y posa a serlo, lo que es
igualmente malo »8. En carta a su suegro, por la misma época, escribe Queensberry : « Si
estuviera seguro del asunto [the thing], mataría al tipo de inmediato, pero solo puedo
acusarlo de posar »9. Por fin, el 18 de febrero de 1895, a manera de provocación, deja
Queensberry una tarjeta para Wilde en el Albermarle Club de Londres con la errata que
pasó a ser célebre : « To Oscar Wilde posing Somdmite » - para Oscar Wilde, que posa de
somdomita [sic] »–. El resto, como dicen, pertenece a la historia.
11 Lo que no se nombra (el algo, el lo, el asunto) es desde luego el ser homosexual de Wilde, lo
que no cabe en palabras porque no existe todavía como concepto (es decir, el homosexual
como sujeto), pero que el cuerpo, los gestos, la pose de Wilde anuncian10. « Es importante

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La política de la pose 4

recordar – escribe Moe Meyer – que Wilde no fue procesado inicialmente por actividad
sexual perversa (sodomía) sino por un acto perverso de significación (posar de sodomita)
Fue inicialmente un reo semiótico, no un reo sexual11. Que la corona iniciara luego un
segundo proceso, acusando a Wilde ya no de posar sino de ser, muestra la fuerza
identificatoria de esa pose. La pose abría un campo político en el que la identificación – en
este caso, el homosexual – empezaba a cobrar cuerpo, era re-presentado, inscripto. Los
juicios de Wilde, iniciados por la denuncia de una pose, brindaron un espacio de
clasificación. Como observa Jeffrey Weeks, « Los juicios no solo fueron muy dramáticos,
fueron altamente significativo en que crearon una imagen pública para el homosexual »12.

El amaneramiento voulu
12 Si bien no toda pose finisecular remite directamente al homosexual, sujeto en vías de ser
formulado y para cuya formulación, tanto cultural como específicamente legal, será
decisivo el aporte de Wilde, el concepto de pose remite a un histrionismo, a un derroche, y
a un amaneramiento tradicionalmente signados por lo no masculino, o por un masculino
problematizado ; amaneramiento que, a partir de Wilde, y acaso más en Hispanoamérica
que en Europa (volveré sobre este punto), se torna cada vez más sospechoso, sujeto de ese
ya mencionado pánico teorizado por Eve Sedgwick13. Es decir, la pose finisecular – y aquí
está su aporte decisivo a la vez que su percibida amenaza – problematiza el género, su
formulación y sus deslindes, subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos
reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el
reconocimiento de un deseo más que en pactos culturales, invitando a (jugando a) nuevas
identidades. Se trata ahora no meramente de actitudes – languidez, neurastenia, molicie
–, sino de la emergencia de un sujeto y, se podría agregar, atendiendo a las connotaciones
teatrales del término, de un nuevo actor en la escena político-social.
13 En Hispanoamérica, la pose finisecular plantea nuevos patrones de deseo que perturban y
tientan a la vez. Por eso – para conjurar su posible carga transgresiva, por lo menos
homoerótica – se la suele reducir a la caricatura o neutralizar su potencial ideológico
viéndola como mera imitación. Se la acepta como detalle cultural, no como práctica social
y política. Se la reduce al afeminamiento jocoso ; para citar a un crítico, a « una fastidiosa
cháchara de snobs que van a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos,
monóculo impertinente en el ojo, y crisantemo en el ojal »14.

Pose y patología
14 En su mencionada reseña acerca del « piadoso y definitivo libro » de Edmond Lepelletier
sobre Verlaine, escribe Rubén Darío :
Los amigos de asuntos tortuosos se encontrarán desilusionados al ver que lo
referente a la famosa cuestión Rimbaud se precisa con documentos en que toda
perspicacia y malicia quedan en derrota, hallándose, en último resultado, que tales
o cuales afirmaciones o alusiones en prosa o verso no representan sino aspectos de
simulación, tan bien estudiados por Ingegnieros [sic].15
15 La cita de Darío me lleva a reflexionar sobre un último aspecto de la pose. No en la pose
como signo de amaneramiento, como visibilización de la no-masculinidad, sino en el
amaneramiento, la visibilización de la no-masculinidad – la homosexualidad, en el caso
preciso de Verlaine – como pose. Aparentemente se trata de una simple inversión de

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La política de la pose 5

términos. Propongo que la inversión es algo más, que los términos no son exactamente
reversibles ni equivalentes, que su inversión imprime una nueva dirección en lo que
podríamos llamar la epistemología de la pose. El doble itinerario sería el siguiente : 1) la
pose remite a lo mentado, al algo cuya inscripción la constituye la pose misma : la pose
por ende representa, es una postura significante ; pero 2) lo no mentado, una vez inscripto
y vuelto visible, se descarta ahora como « pose » : una vez más la pose representa (en el
sentido teatral del término) pero como impostura significante. Dicho aún más
simplemente : la pose dice que se es algo, pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no
serlo.
16 La cita de Darío también me sirve como introducción a la obra de quien se empeñó en
trabajar la pose clínicamente con ejemplar ahínco, incorporándola a su sitema a la vez
como patología y como terapia. Hablo por supuesto de José Ingenieros – que no es Ingegnieros
, como escribe Darío, sospecho que no inocentemente –, quien dedica buena parte de su
investigación psiquiátrica al estudio de la simulación, transformándola de fenómeno
puramente biológico de adaptación (el mimetismo animal) en categoría moral negativa.
La simulación, para Ingenieros, es una estrategia de adaptación que importa un falseo, y
es po rende moralmente objetable, es « un medio fraudulento de lucha por la vida »16. [E]n
la simulación – añade – las apariencias exteriores de una cosa o acción hacen confundirla con
otra, sin que efectivamente le equivalga » (S, p. 123 ; subrayado en el original). Para
Ingenieros, no se puede simular (posar) ser lo que se es : la pose necesariamente miente 17.
17 And yet, and yet… Hay un curioso desliz, en una serie de ejemplos en La simulación en la
lucha por la vid, que seriamente cuestiona esta aseveración :
El ambiente impone la fraudulencia : vivir, para el común de los mortales, es
someterse a esa imposición, adaptarse a ella.
Quien lo dude, imagínese por un momento que el astuto especulador no simule
honestidad financiera ; que el funcionario no simule defender los intereses del
pueblo ; que el literato adocenado no simula las cualidades de los que triunfan ; que
el comerciante no simule interesarse por sus clientes ; que el parásito no simule ser
útil a su huésped, […] ; que el pícaro no simule la tontería y el superior la
inferioridad, según los casos ; el niño una enfermedad, el maricón el afeminamiento
[…] (S, p. 185).
18 Si no me equivoco, el último ejemplo rompe notablemente con el esquema de simulación
fraudulenta : el maricón no simula ser lo que no es (como el astuto especulador que
simula ser honesto) sino, podría decirse, lo que es. La simulación, la pose, parecería
reforzar en lugar de reemplazar con el signo opuesto. El ejemplo no cabe pues dentro del
planteo de Ingenieros a menos de imaginar una interpretación de proyección ideológica
más drástica. El « maricón » es « en realidad » un hombre, por lo tanto, al simular lo
femenino, posa a lo que no es. Así, el homosexual, como sujeto que trasciende las
categorías del binarismo genérico, queda efectivamente eliminado en el planteo de
Ingenieros, reducido a ser « en realidad » una cosa que « simula » ser la otra.
19 La actitud de vigilancia casi policíaca por parte del médico legista que efectúa
« determinaciones periciales […] de alto interés penal » con el propósito de
« desenmascarar a los simuladores » (S, p. 254) recuerda la vigilancia de Queensberry,
empeñado en ver si Oscar Wilde era o no era eso. Pero en el caso de Ingenieros, el
desenmascaramiento de la pose, a la vez que confirma la pericia del diagnosticador,
produce otro resultado. No lleva a la acusación sino a un desplazamiento de patologías –
no es, se hace ; o dicho en términos de época, no es degenerado sino simulador –, y ese
desplazamiento produce una suerte de alivio cultural. No solo exime al simulador sino a

Cuadernos LIRICO, 16 | 2017


La política de la pose 6

sus supuestos modelos, de quienes nos asegura Ingenieros que « en realidad » siempre
fueron fumistas, es decir, poseurs : « Entre los literatos novicios es frecuente encontrar
sujetos que simulan poseer malas cualidades, creyéndolas verdaderas en los fumistas por
quienes están sugestionados » (S, p. 259). Según Ingenieros, nadie es, todos se hacen 18.
Véase por ejemplo el caso siguiente :
Un joven literato [la versión previa del texto, en los Archivos de psiquiatría y
criminología agrega : « decadente »], sugestionado por los fumistas franceses,
creyóse obligado a simular los refinamientos y vicios fingidos po restos,
conceptuándolos verdaderos. Simulaba ser maricón [la versión previa dice :
« pederasta pasivo »], haschichista, morfinómano y alcoholista. […] Todo era
producto de sus pueriles sugestiones, fruto de las fumisterías de los estetas y
superhombres cuyas obras leía de preferencia y bajo cuya influencia vivía, tratando
de ajustar sus actos y sus ideas al « manual del perfecto literato decadente » (S,
p. 241).
20 Otra versión del mismo caso, citada en La simulación de la locura, también de Ingenieros
– fue de hecho su tesis doctoral –, añade detalles interesantes sobre el trabajo de
simulación del sujeto observado :
Al poco tiempo manifestó profunda aversión por el sexo femenino, enalteciendo la
conducta de Oscar Wilde, el poeta inglés que en aquel entonces acababa de ser
condenado en Londres, sufriendo en la cárcel de Reading las consecuencias de sus
relaciones homosexuales con Lord Douglas. Escribió y publicó una « Oda a la belleza
masculina » y llegó a manifestar que solo hallaba placer en la intimidad masculina.
Algunas personas creyeron verdaderas esas simulaciones, alejándose
prudentemente de su compañía ; por fortuna, sus amigos le hicieron comprender
que si ella podía servir para sobresalir literariamente entre sus congéneres
modernistas, en cambio le perjudicarían cuando abandonara esos estetismos
juveniles.
El simulador protestó que nadie tenía derecho de censurarle sus gustos, ni aun so
pretexto de considerarlos simulados. Mas, comprendiendo que, al fin de cuentas,
nadie creería en ellos, renunció a sus fingidas psicopatías. 19
21 Que el ser visto como maricón o como pederasta pasivo se considerara en principio algo
deseable y, más aún, motivo de prestigio literario es harto dudoso. Vistos los esfuerzos
por blanquear vidas de escritores, ya heterosexualizándolas, ya patologizándolas, que
vengo comentando, es poco probable que esta simulación (si de simulación se trata)
añadiera prestigio literario a la vida de nadie en América latina. El episodio sirve en
cambio para disminuir aún más al individuo, presentado como ingenuo, fácilmente
sugestionable, y sobre todo poco inteligente : cree dignas de emulación conductas que ya
son, como todo el mundo sabe e Ingenieros se empeña en insistir, fingidas. 20
22 De qué modo, concretamente, se simula ser pederasta pasivo y de qué modo se detecta
esa simulación – es decir : cuál es la pose o serie de poses que a la vez señalan una
identidad e inconfundiblemente revelan su impostura – es algo que Ingenieros no
explicita. El sucinto, bastante patético final del párrafo es rico en hiatos : el « simulado »
pederasta pasivo « protesta », luego « comprende », luego « renuncia » : nunca sabremos,
a ciencia cierta, a qué. Del mismo modo, creo que también « renuncian » las culturas
hispanoamericanas del fin del siglo XIX a asumir esas poses que durante un brevísimo
momento significaron más allá de su propia simulación. Vaciadas de pertinencia, quedaron
arrumbadas, como utilería en desuso, en el closet de la representación para no hablar del
closet de la crítica. Creo que era justo devolverles la llamativa visibilidad que alguna vez
tuvieron.

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La política de la pose 7

NOTES
1. El mismo trabajo, leído ante la Asociación Internacional de Hispanistas en sesión plenaria,
suscitó una reacción similar por parte de una persona del público, quien preguntó si la
ambivalencia de Martí y de Darío con respecto a Wilde no tendría que ver con el hecho de que
estaban preocupados con algo « más importante », es decir, « la construcción de una identidad
continental ».
2. Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1962,
p. 97.
3. Charles Baudelaire, « Le peintre de la vie moderne », en Œuvres complètes, Paris, Gallimard,
« Pléiade », 1954, p. 914.
4. Mathieu Villiers de l’Isle Adam, L’Eve future, en Œuvres complètes I, Ginebra, Slatkine Reprints,
1970, p. 103.
5. Rubén Darío, Obras completas 2, Madrid, Afrodisio Aguado, op. cit., p. 436.
6. Ibid., t. 3, p. 471.
7. H. Montgomery Hyde, The Trials of Oscar Wilde, Londres, Dover Publications, 1973, p. 71.
8. Ibid., p. 73.
9. Ibid., p. 74.
10. Véanse al respecto las inteligentes observaciones de Alan Sinfield : « El desafío para el crítico
es recuperar el momento de indeterminación. No es que la idea que tenemos hoy de ‘el
homosexual’ se disimulara tras estos silencios, como una estatua debajo de una sábana,
plenamente formada y pronta a ser revelada ». The Wilde Century : Effeminacy, Oscar Wilde and the
Queer Moment, Nueva York, Columbia University Press, 1994, p. 8.
11. Moe Meyer (comp.), The Politics and Poetics of Camp, Nueva York y Londres, Routledge, 1994,
p. 98.
12. Jeffrey Weeks, Coming Out : Homosexual Politics in Britain from the Nineteenth Century to the
Present, Londres, Quartet, 1977, p. 21.
13. Eve Kosofsky Sedgwick, Between Men : English Literature and Male Homosocial Desire, Nueva York,
Columbia University Press, 1985.
14. Pedro Emilio Coll, en Arnold L. Ulner, Enrique Gómez Carrillo en el modernismo, 1889-1896, Diss.
Univ. of Missouri, 1972, p. 207.
15. Rubén Darío, Obras completas 2, op. cit., p. 718.
16. José Ingenieros, La simulación en la lucha por la vida (1903), en Obras completas I, revisadas y
anotadas por Aníbal Ponce, Buenos Aires, Ediciones L. J. Rosso, 1933, p. 114 ; subrayado en el
original. Las citas de esta obra aparecen de ahora en adelante directamente en el texto
precedidas por S.
17. En otro capítulo apunta Ingenieros : « Simular […] es adoptar los caracteres exteriores y
visibles de lo que se simula, a fin de confundirse con lo simulado. La mentira, la hipocresía, la
astucia, pueden asumir formas que involucren el fenómeno especial de la simulación, pero no son
siempre y necesariamente simulaciones » (S, p. 209).
18. Al alivio cultural que propone Ingenieros, el « se hace » en lugar del « es », se oponen desde
luego algunos textos ansiosos : el ya mencionado « estudio social » de Adolfo Batiz o la obra
teatral Los invertidos (Obra realista en tres actos) de José González Castillo (1914), Buenos Aires,
Puntosur Editores, 1991.
19. José Ingenieros, La simulación de la locura (1901), en Obras completas II, Buenos Aires, Ediciones
L. J. Rosso, 1933, pp. 24 y 25.

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La política de la pose 8

20. En otra ocasión observa Ingenieros que « D’Annunzio (italiano que ha sufrido contagios
psicológicos franceses) ha simulado ser partidario del amor sororal y del homosexualismo ; es
verosímil considerar simulados tales ‘refinamientos’ del instinto sexual. Se comprende que […]
no copuló con sus hermanas o con otros hombres » (« Psicología de los simuladores », en Archivos
de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines, II, 1903, p. 477). Llama la atención el uso de la palabra
« verosímil » en lugar, propongo, de « preferible ». También llama la atención que en una versión
posterior de este texto, recogido en La simulación en la lucha por la vida, desaparece toda mención
de homosexualismo. Sólo le queda a D’Annunzio la simulación del incesto, afectación,
suponemos, menos peligrosa (S, p. 232).

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Cuadernos LIRICO
Revista de la red interuniversitaria de estudios sobre las
literaturas rioplatenses contemporáneas en Francia
16 | 2017
Esnobismos

La política de la pose
Sylvia Molloy

Electronic version
URL: http://journals.openedition.org/lirico/3576
DOI: 10.4000/lirico.3576
ISSN: 2262-8339

Publisher
Réseau interuniversitaire d'étude des littératures contemporaines du Río de la Plata

Electronic reference
Sylvia Molloy, « La política de la pose », Cuadernos LIRICO [En línea], 16 | 2017, Puesto en línea el 23
septiembre 2017, consultado el 30 abril 2019. URL : http://journals.openedition.org/lirico/3576 ; DOI :
10.4000/lirico.3576

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SinDerivar 4.0 Internacional.
La política de la pose 1

La política de la pose
Sylvia Molloy

Publicado en Poses de fin de siglo : Desbordes del género en la modernidad (Buenos Aires, Eterna
Cadencia Editora, 2012, pp. 41-53). Agradecemos a Sylvia Molloy y Leonora Djament su autorización
para reproducirlo.
El momento en que el garzón arranca el loto, para
conducir su agrado al visitante. El otro garzón que
apoyándose en el azar de su memoria repite
felizmente el verso. Y el poeta que enterrado en su
silencio y en el coro de los otros silencios siente
como la futura plástica en que su obra va a ser
apreciada y recibe como una nota anticipada.
JOSÉ LEZAMA LIMA , « Julián del Casal »

1 En un simposio que tuvo lugar hace años intenté resumir el tema que me ocupa en este
libro, es decir las economías del deseo en la América latina finisecular, considerando
cómo esas economías marcaban lo que podría llamarse de manera muy general, las
políticas culturales del modernismo. Concretamente, dedicaba especial atención al tema
del que vengo hablando, es decir, la desazón que provoca en ciertos intelectuales de la
época la figura de Oscar Wilde. Mi trabajo intentaba recuperar aquel momento, fugaz y
sin duda utópico, en que los dos « lados » de Wilde, el frívolo, si se quiere, y el político,
podían pensarse juntos antes de que la presión de la ideología los separara, supeditando
el primero al segundo hasta hacerlo desaparecer.
2 A juzgar por la reacción de uno de los moderadores, la ambivalencia y la desazón no se
limitaban al siglo pasado, ya que su comentario, cediendo a su vez a una ideología vuelta
naturalizado hábito de lectura, retuvo uno solo de esos aspectos de Wilde, el que llamaré,
por conveniencia, el frívolo. Pasó a considerar la relación entre Wilde e Hispanoamérica
en términos de mímica y de mistificación, recalcando su ligereza de gesto superfluo : en
Hispanoamérica se había jugado a ser (o parecer : volveré sobre esta diferencia) Wilde,
como quien se pone un disfraz o se coloca un clavel verde en la solapa. El decadentismo
era, sobre todo, cuestión de pose1.

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La política de la pose 2

3 Esta reacción no estaba tan lejos de cierta lectura de la lectura finisecular que se hizo en
la época misma, aquella lectura que veía la pose como etapa pasajera correspondiente a
un primer modernismo de evasión, distinto de un segundo modernismo americanista, el
que era « de veras ». Fue esa, por ejemplo, la lectura de Max Henríquez Ureña. A
propósito de las « Palabras liminares » de Darío a Prosas profanas, escribe : « Rubén asume
una pose, no siempre de buen gusto : habla de su espíritu aristocrático y de sus manos de
marqués […]. Todo esto es pose que desaparecerá más tarde, cuando Darío asuma la voz
del Continente y sea el intérprete de sus inquietudes e ideales »2.
4 Desdeñada como frívola, ridiculizada como caricatura, o incorporada a un itinerario en el
que figura como etapa inicial y necesariamente imperfecta, la pose decadentista despierta
escasa simpatía. Yo quisiera proponer aquí otra lectura de esa pose : verla como gesto
decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines del XIX ; verla, sí, como
capaz de expresar, si no « la voz del Continente », por cierto una de sus muchas voces, y
verla precisamente como comentario de las « inquietudes e ideales » de ese continente.
Quiero considerar la fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto
político.

Dar a ver : el cuerpo (en) público


5 En el siglo XIX las culturas se leen como cuerpos : piénsese en las lecturas anatómicas que
hace Sarmiento tanto de España como de la Argentina, o en las enfermedades de
occidente, considerado organismo vivo, vaticinadas por Max Nordau, para dar tan solo
dos ejemplos. A su vez, los cuerpos se leen (y se presentan para ser leídos) como
declaraciones culturales. Para reflexionar sobre el trabajo de pose, quiero rescatar ese
cuerpo, recalcar su aspecto material, su inevitable proyección teatral, sus connotaciones
plásticas ; ver qué gestos acompañan, antes bien determinan, la conducta del poseur.
Pensar sobre todo cómo se construye un campo de visibilidad dentro del cual la pose es
reconocida como tal y encuentra una coherencia de lectura.
6 La exhibición, como forma cultural, es el género preferido del siglo XIX, la escopofilia, la
pasión que la anima. Todo apela a la vista y todo se especulariza : se exhiben
nacionalidades en las exposiciones universales, se exhiben nacionalismos en los grandes
desfiles militares (cuando no en las guerras mismas concebidas como espectáculos), se
exhiben enfermedades en los grandes hospitales, se exhibe el arte en los museos, se
exhibe el sexo artístico en los « cuadros vivos » o tableaux vivants, se exhiben mercaderías
en los grandes almacenes, se exhiben vestidos en los salones de modas, se exhiben tanto
lo cotidiano como lo exótico en fotografías, dioramas, panoramas. Hay exhibición y
también hay exhibicionismo. La clasificación de la patología (« obsesión morbosa que lleva
a ciertos sujetos a exhibir sus órganos genitales ») data de 1866 ; la creación de la
categoría individual, exhibicionista – categoría que marca el paso del acto al individuo –, de
1880.
7 Exhibir no solo es mostrar, es mostrar de tal manera que aquello que se muestra se
vuelva más visible, se reconozca. Así, por ejemplo, los fotógrafos de ciertas patologías
retocaban a sus sujetos para visibilizar la enfermedad : como muestran los archivos
médicos de la ciudad de París, a las histéricas se les pintaban ojeras, se las demacraba, a
efectos de representar una enfermedad que carecía de rasgos definitorios. Me interesa esa
visibilidad acrecentada en la medida en que es indispensable para la pose finisecular.

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La política de la pose 3

Manejada por el poseur mismo, la exageración es estrategia de la provocación para no


pasar desatendido, para obligar la mirada del otro, para forzar una lectura, para obligar
un discurso. No difiere esta estrategia del maquillaje, tal como lo entiende Baudelaire :
« el maquillaje no ha de esconderse o evitar ser descubierto ; al contrario, debe exhibirse,
si no con afectación, por lo menos con una suerte de candor »3.
8 El fin de siglo procesa esa visibilidad acrecentada de maneras diversas, según dónde se
produce y según quién la percibe Así, la crítica, el diagnóstico o el reconocimiento
simpático (o antipático) son posibles respuestas a ese exceso, a la vez que son, no hay que
olvidar, formas de una escopofilia exacerbada. Mírese desde donde se mire, el exceso
siempre fomenta lo que Felisberto Hernández llamaría más tarde « la lujuria de ver ».

Jugar al fantasma
9 En dos ocasiones, al hablar de un « raro », recurre Darío a un precepto de la cábala citado
por Villiers de l’Isle Adam en La Eva futura : « Prends garde ! En jouant au fantôme, on le
devient »4. En el ensayo de Los raros dedicado a Lautréamont, escribe en efecto Darío : « No
sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral,
siquiera fuese por bizarría literaria o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo
de la Kábala : No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo »5. Y en « Purificaciones
de la piedad », artículo publicado a los pocos días de la muerte de Oscar Wilde, observa
Darío, como ya he mencionado, que « desdeñando el consejo de la cábala, ese triste Wilde
jugó al fantasma y llegó a serlo »6. En ambos casos la frase se usa de manera admonitoria,
para señalar los excesos de dos escritores y las trampas de una simulación que tuvo
consecuencias funestas. Pero el giro interpretativo que da Darío a la frase es curioso.
Jugar al fantasma y llegar a serlo supondría un afantasmamiento, una desrealización, un
volverse no-tangible o no-visible. En cambio, la frase de Darío parece indicar lo contrario :
un exceso de visibilidad, de presencia. Aplicada a Wilde, que es el « fantasma » que aquí
me interesa, significa que el juego de Wilde se volvió excesivamente visible, y que ese
exceso llevó a Wilde a su ruina. Wilde juega a ese algo que no se nombra y de tanto jugar a
ese algo – de tanto posar a ese algo – da visibilidad, llega a ser ese algo innombrable.
10 No está de más recordar aquí la densa textura semántica que adquirió el término
« posar » en los procesos judiciales de Wilde. En carta a su hijo Lord Alfred Douglas del 1°
de abril de 1894, escribe el marqués de Queensberry : « No es mi propósito analizar esta
intimidad [se refiere a la relación entre Wilde y su hijo], y no hago denuncias. Pero en mi
opinión posar a algo es tan malo como serlo [to pose as a thing is as bad as to be it] » 7.
Cuando unos meses más tarde se presenta Queensberry en casa de Wilde, lo acusa
nuevamente de pose : « No digo que usted lo sea, pero lo parece, y posa a serlo, lo que es
igualmente malo »8. En carta a su suegro, por la misma época, escribe Queensberry : « Si
estuviera seguro del asunto [the thing], mataría al tipo de inmediato, pero solo puedo
acusarlo de posar »9. Por fin, el 18 de febrero de 1895, a manera de provocación, deja
Queensberry una tarjeta para Wilde en el Albermarle Club de Londres con la errata que
pasó a ser célebre : « To Oscar Wilde posing Somdmite » - para Oscar Wilde, que posa de
somdomita [sic] »–. El resto, como dicen, pertenece a la historia.
11 Lo que no se nombra (el algo, el lo, el asunto) es desde luego el ser homosexual de Wilde, lo
que no cabe en palabras porque no existe todavía como concepto (es decir, el homosexual
como sujeto), pero que el cuerpo, los gestos, la pose de Wilde anuncian10. « Es importante

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La política de la pose 4

recordar – escribe Moe Meyer – que Wilde no fue procesado inicialmente por actividad
sexual perversa (sodomía) sino por un acto perverso de significación (posar de sodomita)
Fue inicialmente un reo semiótico, no un reo sexual11. Que la corona iniciara luego un
segundo proceso, acusando a Wilde ya no de posar sino de ser, muestra la fuerza
identificatoria de esa pose. La pose abría un campo político en el que la identificación – en
este caso, el homosexual – empezaba a cobrar cuerpo, era re-presentado, inscripto. Los
juicios de Wilde, iniciados por la denuncia de una pose, brindaron un espacio de
clasificación. Como observa Jeffrey Weeks, « Los juicios no solo fueron muy dramáticos,
fueron altamente significativo en que crearon una imagen pública para el homosexual »12.

El amaneramiento voulu
12 Si bien no toda pose finisecular remite directamente al homosexual, sujeto en vías de ser
formulado y para cuya formulación, tanto cultural como específicamente legal, será
decisivo el aporte de Wilde, el concepto de pose remite a un histrionismo, a un derroche, y
a un amaneramiento tradicionalmente signados por lo no masculino, o por un masculino
problematizado ; amaneramiento que, a partir de Wilde, y acaso más en Hispanoamérica
que en Europa (volveré sobre este punto), se torna cada vez más sospechoso, sujeto de ese
ya mencionado pánico teorizado por Eve Sedgwick13. Es decir, la pose finisecular – y aquí
está su aporte decisivo a la vez que su percibida amenaza – problematiza el género, su
formulación y sus deslindes, subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos
reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el
reconocimiento de un deseo más que en pactos culturales, invitando a (jugando a) nuevas
identidades. Se trata ahora no meramente de actitudes – languidez, neurastenia, molicie
–, sino de la emergencia de un sujeto y, se podría agregar, atendiendo a las connotaciones
teatrales del término, de un nuevo actor en la escena político-social.
13 En Hispanoamérica, la pose finisecular plantea nuevos patrones de deseo que perturban y
tientan a la vez. Por eso – para conjurar su posible carga transgresiva, por lo menos
homoerótica – se la suele reducir a la caricatura o neutralizar su potencial ideológico
viéndola como mera imitación. Se la acepta como detalle cultural, no como práctica social
y política. Se la reduce al afeminamiento jocoso ; para citar a un crítico, a « una fastidiosa
cháchara de snobs que van a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos,
monóculo impertinente en el ojo, y crisantemo en el ojal »14.

Pose y patología
14 En su mencionada reseña acerca del « piadoso y definitivo libro » de Edmond Lepelletier
sobre Verlaine, escribe Rubén Darío :
Los amigos de asuntos tortuosos se encontrarán desilusionados al ver que lo
referente a la famosa cuestión Rimbaud se precisa con documentos en que toda
perspicacia y malicia quedan en derrota, hallándose, en último resultado, que tales
o cuales afirmaciones o alusiones en prosa o verso no representan sino aspectos de
simulación, tan bien estudiados por Ingegnieros [sic].15
15 La cita de Darío me lleva a reflexionar sobre un último aspecto de la pose. No en la pose
como signo de amaneramiento, como visibilización de la no-masculinidad, sino en el
amaneramiento, la visibilización de la no-masculinidad – la homosexualidad, en el caso
preciso de Verlaine – como pose. Aparentemente se trata de una simple inversión de

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La política de la pose 5

términos. Propongo que la inversión es algo más, que los términos no son exactamente
reversibles ni equivalentes, que su inversión imprime una nueva dirección en lo que
podríamos llamar la epistemología de la pose. El doble itinerario sería el siguiente : 1) la
pose remite a lo mentado, al algo cuya inscripción la constituye la pose misma : la pose
por ende representa, es una postura significante ; pero 2) lo no mentado, una vez inscripto
y vuelto visible, se descarta ahora como « pose » : una vez más la pose representa (en el
sentido teatral del término) pero como impostura significante. Dicho aún más
simplemente : la pose dice que se es algo, pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no
serlo.
16 La cita de Darío también me sirve como introducción a la obra de quien se empeñó en
trabajar la pose clínicamente con ejemplar ahínco, incorporándola a su sitema a la vez
como patología y como terapia. Hablo por supuesto de José Ingenieros – que no es Ingegnieros
, como escribe Darío, sospecho que no inocentemente –, quien dedica buena parte de su
investigación psiquiátrica al estudio de la simulación, transformándola de fenómeno
puramente biológico de adaptación (el mimetismo animal) en categoría moral negativa.
La simulación, para Ingenieros, es una estrategia de adaptación que importa un falseo, y
es po rende moralmente objetable, es « un medio fraudulento de lucha por la vida »16. [E]n
la simulación – añade – las apariencias exteriores de una cosa o acción hacen confundirla con
otra, sin que efectivamente le equivalga » (S, p. 123 ; subrayado en el original). Para
Ingenieros, no se puede simular (posar) ser lo que se es : la pose necesariamente miente 17.
17 And yet, and yet… Hay un curioso desliz, en una serie de ejemplos en La simulación en la
lucha por la vid, que seriamente cuestiona esta aseveración :
El ambiente impone la fraudulencia : vivir, para el común de los mortales, es
someterse a esa imposición, adaptarse a ella.
Quien lo dude, imagínese por un momento que el astuto especulador no simule
honestidad financiera ; que el funcionario no simule defender los intereses del
pueblo ; que el literato adocenado no simula las cualidades de los que triunfan ; que
el comerciante no simule interesarse por sus clientes ; que el parásito no simule ser
útil a su huésped, […] ; que el pícaro no simule la tontería y el superior la
inferioridad, según los casos ; el niño una enfermedad, el maricón el afeminamiento
[…] (S, p. 185).
18 Si no me equivoco, el último ejemplo rompe notablemente con el esquema de simulación
fraudulenta : el maricón no simula ser lo que no es (como el astuto especulador que
simula ser honesto) sino, podría decirse, lo que es. La simulación, la pose, parecería
reforzar en lugar de reemplazar con el signo opuesto. El ejemplo no cabe pues dentro del
planteo de Ingenieros a menos de imaginar una interpretación de proyección ideológica
más drástica. El « maricón » es « en realidad » un hombre, por lo tanto, al simular lo
femenino, posa a lo que no es. Así, el homosexual, como sujeto que trasciende las
categorías del binarismo genérico, queda efectivamente eliminado en el planteo de
Ingenieros, reducido a ser « en realidad » una cosa que « simula » ser la otra.
19 La actitud de vigilancia casi policíaca por parte del médico legista que efectúa
« determinaciones periciales […] de alto interés penal » con el propósito de
« desenmascarar a los simuladores » (S, p. 254) recuerda la vigilancia de Queensberry,
empeñado en ver si Oscar Wilde era o no era eso. Pero en el caso de Ingenieros, el
desenmascaramiento de la pose, a la vez que confirma la pericia del diagnosticador,
produce otro resultado. No lleva a la acusación sino a un desplazamiento de patologías –
no es, se hace ; o dicho en términos de época, no es degenerado sino simulador –, y ese
desplazamiento produce una suerte de alivio cultural. No solo exime al simulador sino a

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La política de la pose 6

sus supuestos modelos, de quienes nos asegura Ingenieros que « en realidad » siempre
fueron fumistas, es decir, poseurs : « Entre los literatos novicios es frecuente encontrar
sujetos que simulan poseer malas cualidades, creyéndolas verdaderas en los fumistas por
quienes están sugestionados » (S, p. 259). Según Ingenieros, nadie es, todos se hacen 18.
Véase por ejemplo el caso siguiente :
Un joven literato [la versión previa del texto, en los Archivos de psiquiatría y
criminología agrega : « decadente »], sugestionado por los fumistas franceses,
creyóse obligado a simular los refinamientos y vicios fingidos po restos,
conceptuándolos verdaderos. Simulaba ser maricón [la versión previa dice :
« pederasta pasivo »], haschichista, morfinómano y alcoholista. […] Todo era
producto de sus pueriles sugestiones, fruto de las fumisterías de los estetas y
superhombres cuyas obras leía de preferencia y bajo cuya influencia vivía, tratando
de ajustar sus actos y sus ideas al « manual del perfecto literato decadente » (S,
p. 241).
20 Otra versión del mismo caso, citada en La simulación de la locura, también de Ingenieros
– fue de hecho su tesis doctoral –, añade detalles interesantes sobre el trabajo de
simulación del sujeto observado :
Al poco tiempo manifestó profunda aversión por el sexo femenino, enalteciendo la
conducta de Oscar Wilde, el poeta inglés que en aquel entonces acababa de ser
condenado en Londres, sufriendo en la cárcel de Reading las consecuencias de sus
relaciones homosexuales con Lord Douglas. Escribió y publicó una « Oda a la belleza
masculina » y llegó a manifestar que solo hallaba placer en la intimidad masculina.
Algunas personas creyeron verdaderas esas simulaciones, alejándose
prudentemente de su compañía ; por fortuna, sus amigos le hicieron comprender
que si ella podía servir para sobresalir literariamente entre sus congéneres
modernistas, en cambio le perjudicarían cuando abandonara esos estetismos
juveniles.
El simulador protestó que nadie tenía derecho de censurarle sus gustos, ni aun so
pretexto de considerarlos simulados. Mas, comprendiendo que, al fin de cuentas,
nadie creería en ellos, renunció a sus fingidas psicopatías. 19
21 Que el ser visto como maricón o como pederasta pasivo se considerara en principio algo
deseable y, más aún, motivo de prestigio literario es harto dudoso. Vistos los esfuerzos
por blanquear vidas de escritores, ya heterosexualizándolas, ya patologizándolas, que
vengo comentando, es poco probable que esta simulación (si de simulación se trata)
añadiera prestigio literario a la vida de nadie en América latina. El episodio sirve en
cambio para disminuir aún más al individuo, presentado como ingenuo, fácilmente
sugestionable, y sobre todo poco inteligente : cree dignas de emulación conductas que ya
son, como todo el mundo sabe e Ingenieros se empeña en insistir, fingidas. 20
22 De qué modo, concretamente, se simula ser pederasta pasivo y de qué modo se detecta
esa simulación – es decir : cuál es la pose o serie de poses que a la vez señalan una
identidad e inconfundiblemente revelan su impostura – es algo que Ingenieros no
explicita. El sucinto, bastante patético final del párrafo es rico en hiatos : el « simulado »
pederasta pasivo « protesta », luego « comprende », luego « renuncia » : nunca sabremos,
a ciencia cierta, a qué. Del mismo modo, creo que también « renuncian » las culturas
hispanoamericanas del fin del siglo XIX a asumir esas poses que durante un brevísimo
momento significaron más allá de su propia simulación. Vaciadas de pertinencia, quedaron
arrumbadas, como utilería en desuso, en el closet de la representación para no hablar del
closet de la crítica. Creo que era justo devolverles la llamativa visibilidad que alguna vez
tuvieron.

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La política de la pose 7

NOTES
1. El mismo trabajo, leído ante la Asociación Internacional de Hispanistas en sesión plenaria,
suscitó una reacción similar por parte de una persona del público, quien preguntó si la
ambivalencia de Martí y de Darío con respecto a Wilde no tendría que ver con el hecho de que
estaban preocupados con algo « más importante », es decir, « la construcción de una identidad
continental ».
2. Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1962,
p. 97.
3. Charles Baudelaire, « Le peintre de la vie moderne », en Œuvres complètes, Paris, Gallimard,
« Pléiade », 1954, p. 914.
4. Mathieu Villiers de l’Isle Adam, L’Eve future, en Œuvres complètes I, Ginebra, Slatkine Reprints,
1970, p. 103.
5. Rubén Darío, Obras completas 2, Madrid, Afrodisio Aguado, op. cit., p. 436.
6. Ibid., t. 3, p. 471.
7. H. Montgomery Hyde, The Trials of Oscar Wilde, Londres, Dover Publications, 1973, p. 71.
8. Ibid., p. 73.
9. Ibid., p. 74.
10. Véanse al respecto las inteligentes observaciones de Alan Sinfield : « El desafío para el crítico
es recuperar el momento de indeterminación. No es que la idea que tenemos hoy de ‘el
homosexual’ se disimulara tras estos silencios, como una estatua debajo de una sábana,
plenamente formada y pronta a ser revelada ». The Wilde Century : Effeminacy, Oscar Wilde and the
Queer Moment, Nueva York, Columbia University Press, 1994, p. 8.
11. Moe Meyer (comp.), The Politics and Poetics of Camp, Nueva York y Londres, Routledge, 1994,
p. 98.
12. Jeffrey Weeks, Coming Out : Homosexual Politics in Britain from the Nineteenth Century to the
Present, Londres, Quartet, 1977, p. 21.
13. Eve Kosofsky Sedgwick, Between Men : English Literature and Male Homosocial Desire, Nueva York,
Columbia University Press, 1985.
14. Pedro Emilio Coll, en Arnold L. Ulner, Enrique Gómez Carrillo en el modernismo, 1889-1896, Diss.
Univ. of Missouri, 1972, p. 207.
15. Rubén Darío, Obras completas 2, op. cit., p. 718.
16. José Ingenieros, La simulación en la lucha por la vida (1903), en Obras completas I, revisadas y
anotadas por Aníbal Ponce, Buenos Aires, Ediciones L. J. Rosso, 1933, p. 114 ; subrayado en el
original. Las citas de esta obra aparecen de ahora en adelante directamente en el texto
precedidas por S.
17. En otro capítulo apunta Ingenieros : « Simular […] es adoptar los caracteres exteriores y
visibles de lo que se simula, a fin de confundirse con lo simulado. La mentira, la hipocresía, la
astucia, pueden asumir formas que involucren el fenómeno especial de la simulación, pero no son
siempre y necesariamente simulaciones » (S, p. 209).
18. Al alivio cultural que propone Ingenieros, el « se hace » en lugar del « es », se oponen desde
luego algunos textos ansiosos : el ya mencionado « estudio social » de Adolfo Batiz o la obra
teatral Los invertidos (Obra realista en tres actos) de José González Castillo (1914), Buenos Aires,
Puntosur Editores, 1991.
19. José Ingenieros, La simulación de la locura (1901), en Obras completas II, Buenos Aires, Ediciones
L. J. Rosso, 1933, pp. 24 y 25.

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La política de la pose 8

20. En otra ocasión observa Ingenieros que « D’Annunzio (italiano que ha sufrido contagios
psicológicos franceses) ha simulado ser partidario del amor sororal y del homosexualismo ; es
verosímil considerar simulados tales ‘refinamientos’ del instinto sexual. Se comprende que […]
no copuló con sus hermanas o con otros hombres » (« Psicología de los simuladores », en Archivos
de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines, II, 1903, p. 477). Llama la atención el uso de la palabra
« verosímil » en lugar, propongo, de « preferible ». También llama la atención que en una versión
posterior de este texto, recogido en La simulación en la lucha por la vida, desaparece toda mención
de homosexualismo. Sólo le queda a D’Annunzio la simulación del incesto, afectación,
suponemos, menos peligrosa (S, p. 232).

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Género y teoría queer*

"" Teresa de Lauretis

Fui formalmente educada en Italia, pero la mayor parte de mis investigaciones se


llevaron a cabo en EE. UU., en un terreno cultural y político en algunos momentos
intersectado por eventos en Europa (por ejemplo, los movimientos estudiantiles y de
mujeres a finales de la década de 1960 y principios de la década de 1970), pero más
bien abierto a cambios e innovaciones –en particular en los discursos institucionales
y las prácticas de género–.

En EE. UU., en la década de 1960 y principios de la década de 1970, el activismo


político entró en los campus universitarios con los movimientos contraculturales (el
movimiento por la libertad de expresión “Free Speach Movement”, los movimientos
feministas, el movimiento de los Panteras Negras) y la protesta masiva de estudiantes
y profesores contra la guerra en Vietnam y la invasión de Camboya por EE. UU. Los
estudiantes se politizaron y solicitaron que se impartieran cursos cuyos contenidos no
se consideraban académicos y que estaban relacionados con los movimientos sociales
que agitaban la esfera pública. Debido a que las universidades estatales estadouni-
denses siguen las reglas del mercado capitalista, pronto aparecieron programas de
pregrado en estudios de la mujer (Women’s Studies), en cultura popular, en estudios
afroamericanos, nativos estadounidenses, chicanos y latinos.

El concepto de género fue introducido y articulado por las investigadoras feministas


en varios campos disciplinarios, en el marco de Women’s Studies; y fue el eje central,
el elemento cohesivo de la crítica feminista hacia el patriarcado occidental. Género o
bien “el sistema sexo-género”, como lo nombraron las antropólogas feministas, fue el
marco en el cual las feministas analizaron la definición socio-sexual de la Mujer como
divergente del estándar universal que era el Hombre. En otras palabras, género no
pertenecía a los hombres, género era la marca de la mujer, la marca de una diferen-
cia que implica el estado subordinado de las mujeres en la familia y en la sociedad,
debido a un conjunto de características relacionadas a su constitución anatómica
y fisiológica –características tales como la inclinación al cuidado, la maleabilidad,
la vanidad… no necesito seguir, ustedes saben a qué me refiero–. Género, como lo

*Esta conferencia, pronunciada el 29 de abril de 2014 en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal


Gorini en la Ciudad de Buenos Aires, es una versión de otras intervenciones anteriores. Parte de las
secciones dedicadas a “Género” formaron parte de la conferencia magistral dictada en la Universi-
dad Nacional de Córdoba el 24 de abril del 2014 con el título “Los equívocos de la identidad”. Las
secciones centradas en teoría queer provienen de una conferencia dictada en España en 2011 y luego
publicada en de Lauretis (2011: 298-311).
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entendían las investigadoras feministas, era la suma de esas características, ya sea


que tuvieran alguna base en la naturaleza o que fueran enteramente impuestas por
el condicionamiento cultural y social. Con respecto a este tema, hubo mucho debate
y división en el movimiento, pero en ambos casos, para todas nosotras en aquella
época, género nombraba una estructura social opresiva para las mujeres.

Los llamados Gender Studies, o estudios de género, se desarrollaron más tarde, en


parte como una crítica al feminismo y al énfasis separatista que en aquel tiempo
tenían los estudios de la mujer. De hecho, no es una coincidencia que el estudio de
los hombres y de las masculinidades fuera y siga siendo una preocupación importante
de los estudios de género. Los estudios lésbicos y gay se sumaron más tardíamente a
los programas universitarios, probablemente debido a su interés por la sexualidad,
y los estudios queer no aparecieron hasta mediados de la década de 1990.

Fue en este contexto que a mediados de la década de 1980 propuse la idea de una
“tecnología del género”. Me pregunté: si el género no es una simple derivación
del sexo anatómico sino una construcción sociocultural, ¿cómo se logra aquella
construcción? Me pareció que el género era una construcción semiótica, una repre-
sentación o, mejor dicho, un efecto compuesto de representaciones discursivas y
visuales que, siguiendo a Michel Foucault y Louis Althusser, yo vi emanar de varias
instituciones –la familia, la religión, el sistema educacional, los medios, la medicina,
el derecho–, pero también de fuentes menos obvias: la lengua, el arte, la literatura, el
cine, etcétera. Sin embargo, el ser una representación no lo previene de tener efectos
reales, concretos, ambos sociales y subjetivos, en la vida material de los individuos.
Por el contrario, la realidad del género consiste precisamente en los efectos de su
representación: el género se “real-iza”, llega a ser real, cuando esa representación
se convierte en auto-representación, cuando uno lo asume individualmente como
una forma de la propia identidad social y subjetiva. En otras palabras, el género es
tanto una atribución como una apropiación: otros me atribuyen un género y yo lo
asumo como propio –o no–.

Todos sabemos esto, hoy en día. Pero quisiera retroceder brevemente a esos años
para subrayar que el entendimiento actual del concepto de género tiene sus oríge-
nes en el movimiento de las mujeres y en los estudios feministas, mucho antes del
cambio institucional a estudios de género. Quiero destacarlo porque esa historia está
desapareciendo: en una década o más, quizás nadie recordará que el concepto crítico
de género –la idea de que los individuos son de hecho constituidos como sujetos por el
género– no existió antes que la teoría feminista lo elaborase como un nuevo modo
de conocimiento, una práctica epistémica surgida en el marco de un movimiento político
de oposición radical.

Quizás el ensayo más influyente sobre género fue “The Traffic in Women” (“El tráfico
de mujeres”) de Gayle Rubin que definió la mutua implicancia de sexo y género en el
concepto de sistema sexo-género. Fue publicado en 1975, en un volumen misceláneo
bajo el explícito título Hacia una antropología de las mujeres. Rubin, antropóloga femi-
nista, comenzó su ensayo afirmando que “un ‘sistema sexo-género’ es el conjunto de
arreglos por los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos
de actividad humana, y en los cuales estas necesidades sexuales transformadas son
satisfechas” (Rubin, 1975). Luego de una discusión de Claude Lévi-Strauss y Jacques
Lacan virtualmente sin precedentes en los escritos feministas de aquel tiempo, Rubin
concluyó su sinopsis del recuento de Freud sobre la sexualidad femenina con la
afirmación –un tanto sorprendente– que “el psicoanálisis es una teoría del género”
(Rubin, 1975). Sorprendente, primero, porque Freud casi nunca habló de género (la
palabra alemán Geschlecht no distingue género de sexo) y, seguidamente, porque la
misma Rubin, diez años después, drásticamente, separó el género del sexo.
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En un ensayo titulado “Reflexionando el sexo: notas para una teoría radical de la


sexualidad”, Rubin (1989) afirma que “una teoría autónoma y una política específica
de la sexualidad deben ser desarrolladas separadamente de la crítica feminista del
género” en cuanto el género es la estructura social de la opresión de las mujeres. Por
sexualidad, Rubin claramente quiere decir actos sexuales o comportamiento sexual,
en particular prácticas sadomasoquistas entre hombres. Y estas, ella debía pensar
que no tenían nada que ver con el psicoanálisis... Su equivocación es ilustrativa
de cómo la temprana crítica feminista leía a Freud de manera altamente selectiva
y reducida (no siendo diferente, en este sentido, de la cultura estadounidense en
general).

Sin embargo, la idea de Rubin que género y sexualidad deben ser diferenciados con-
ceptualmente, sigue siendo fundamental para el estudio de los procesos sociales, por
ejemplo, las relaciones entre política y teoría. Eso es lo que voy a plantear en esta
presentación, tomando como ejemplo el actual debate sobre la política antisocial de
la teoría queer.

La expresión “teoría queer” nació en 1990 como tema de un workshop que organicé
en la Universidad de California en Santa Cruz. El término queer tiene una larga
historia; en inglés existe desde hace más de cuatro siglos, y siempre con denotaciones
y connotaciones negativas: extraño, raro, excéntrico, de carácter dudoso o cuestio-
nable, vulgar.1 En las novelas de Charles Dickens, Queer Street denominaba una parte 1. Etimología probable: de la raíz ‘t
(w) erk’, que da en alemán moderno
de Londres en la que vivía gente pobre, enferma y endeudada. En el siglo pasado, quer (qwer en alemán antiguo), que
significa oblicuo, diagonal, inclinado;
después del célebre juicio y posterior encarcelamiento de Oscar Wilde, la palabra en neerlandés dwars; en inglés (to)
queer se asoció principalmente con la homosexualidad como estigma. Fue el movi- thwart, en latín torcere. Teoría torcida:
prejuicios y discursos en torno a “la
miento de liberación gay de la década de 1970 el que la convirtió en una palabra de homosexualidad” es el título de un
libro publicado en Madrid en 1998
orgullo y en un signo de resistencia política. Al igual que las palabras gay y lesbiana, por la editorial Siglo Veintiuno, citado
por Sáez, Javier (2004). Teoría queer
queer ha designado, en primer lugar, una protesta social, y sólo en segundo lugar y psicoanálisis, Madrid, Síntesis.
una identidad personal.

Cuando organicé el workshop (working conference) titulado “Queer Theory”, para mí la


teoría queer era un proyecto crítico cuyo objetivo era deshacer o resistir a la homoge-
neización cultural y sexual en el ámbito académico de los “estudios lésbicos y gay”,
así llamados, que se consideraban como un único campo de investigación. Pero, por
supuesto, eso no era así: los hombres gay y las lesbianas tenían historias diferentes,
diferentes maneras de relacionarse entre sí y diferentes prácticas sexuales. Las les-
bianas no eran, en aquel tiempo, los principales objetivos de las estrategias de comer-
cialización de un “estilo de vida” gay (saunas abiertos las veinticuatro horas del día,
cruceros y paquetes de vacaciones, moda). Más aún, las lesbianas tenían una fuerte
relación con el movimiento feminista, aunque a veces fuera conflictiva. De hecho,
las cuestiones de las diferencias raciales y étnicas, planteadas por los colectivos de
lesbianas negras, chicanas y latinas en su crítica al feminismo blanco, moldearían el
feminismo de la década de 1980 y de ahí en adelante.

Mi proyecto de “teoría queer” consistía en iniciar un diálogo entre lesbianas y hombres


gay sobre la sexualidad y sobre nuestras respectivas historias sexuales. Yo esperaba
que, juntos, rompiéramos los silencios que se habían construido en los “estudios
lésbicos y gay” en torno a la sexualidad y su interrelación con el sexo y la raza (por
ejemplo, el silencio en torno a las relaciones interraciales o interétnicas). Las dos
palabras, teoría y queer, aunaban la crítica social y el trabajo conceptual y especulativo
que implica la producción de discurso. Yo contaba con ese trabajo colectivo para 2. Esta edición especial reunió las
contribuciones hechas a la conferen-
poder “construir otro horizonte discursivo, otra manera de pensar lo sexual” (de cia por Tomas Almaguer, Sue-Ellen
Case, Julia Creet, Samuel R. Delany,
Lauretis, 1991: 11).2 Si bien ese no era un proyecto utópico, en aquel momento yo Elizabeth Grosz, Earl Jackson, Ekua
todavía imaginaba que las prácticas teóricas y las prácticas políticas eran compatibles. Omosupe, y Jenniffer Terry. La traduc-
ción del artículo se encuentra en List
Pensando en la subsiguiente evolución de la teoría queer, ya no estoy segura. Reyes y Teutle López (2010: 21-46).
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El diálogo que yo esperaba no se produjo, aunque se publicaron algunos trabajos


individuales sobre la sexualidad gay y lesbiana, en particular el libro Homos (Bersani,
1996) y mi propio libro The Practice of Love: Lesbian Sexuality and Perverse Desire (1994). A
lo largo de la década de 1990, la alarmante propagación de la epidemia de sida reclamó
la atención tanto de los movimientos sociales como de los medios de comunicación. El
3. Coalición del sida para trabajo de grupos como AIDS Coalition to Unleash Power3 (act up) y Nación Queer
desatar el poder.
hizo espectacularmente visible en todos los sectores sociales la importancia de la pre-
vención y amplió la gama de identidades sexuales no normativas. La política de la
sexualidad que Rubin, en la década de 1970, y yo misma en la década de 1990 esperá-
bamos, se convirtió en una política de las identidades de género: los términos que han
surgido en relación con prácticas de disputa, de-construcción o re-significación del
género ponen al género como la medida de la identidad de la persona.

Actualmente, el discurso sobre género ha opacado o dejado de lado la problemática


de la sexualidad y la dimensión sexual de la identidad que fue tan importante para
la generación de Stonewall de las décadas de 1970 y 1980. Paradoxalmente, esto sucede
aunque la sigla utilizada en muchas partes del mundo, lgbti (lesbianas, gays, bisexua-
les, transexuales e intersexuales), se refiera a identidades sexuales no normativas.
También el actual término queer, al mismo tiempo que conserva algo de su connotación
histórica de desviación sexual, ha llegado a ser una identidad de género, es decir, se
queda lejos de lo que es específico de la sexualidad, el perverso polimorfo de Freud,
que Mario Mieli en Italia y Guy Hocquenghem en Francia volvieron a teorizar durante
4. Ver: Mieli (2002) y la visionaria y radical década de 1970.4
Hocquenghem (1972).

¿Por qué el género se ha convertido en marca privilegiada de la identidad? ¿Por qué


las políticas de género han reemplazado las políticas sexuales? Creo que la respuesta
a esta pregunta tiene que ver con la sexualidad en el sentido freudiano, la co-presencia
de pulsiones en conflicto en la psique individual, con su carácter obstinado y, a menu-
do, destructivo, y las dificultades que esto causa tanto al individuo como a la sociedad.

Si la primera contribución de Freud a la epistemología moderna es el concepto de


inconsciente (das Unbewusste), la segunda debe ser el de sexualidad infantil, o sea, una
sexualidad de pulsiones parciales, polimorfa, auto-erótica, no reproductiva y sin normas.

Es un lugar común decir que la sexualidad infantil se desarrolla en dos fases sucesivas,
la fase oral y la fase anal, que preceden al desarrollo de los órganos sexuales y a la
irrupción de ciertas hormonas en la pubertad. El lugar común implica que realmente
sólo esto último cuenta, es decir que la sexualidad es la sexualidad genital adulta.
Pero este punto de vista popular y médico se contradice con consideraciones obvias:
las manifestaciones infantiles de placer sexual, oral y anal permanecen plenamente
activas en la sexualidad adulta; más aún, estas y otras pulsiones parciales, así lla-
madas, pueden en realidad ser más poderosas que la actividad genital. Así sucede,
por ejemplo, en lo que Freud llama perversiones y la psiquiatría actual denomina
parafilias: fetichismo, exhibicionismo, voyeurismo, sadismo, masoquismo, pedofilia,
zoofilia, necrofilia, coprofilia, y urofilia, por nombrar algunas. Por lo tanto, entre los
comportamientos sexuales conocidos, hay varios que claramente se remontan a los
placeres infantiles y producen satisfacción sexual, incluso independientemente de
la actividad genital.

El término parafilia fue adoptado por el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos men-
tales de la Asociación Psiquiátrica Americana (dsm-iii) en 1980, nos informa John Money:

En el momento de su fundación a finales del siglo xix, la sexología hizo su entrada


en el sistema de justicia penal a través de la psiquiatría forense, notablemente bajo
la tutela de Richard von Krafft-Ebing (1886-1931). La psiquiatría forense tomó prestada
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la nomenclatura del derecho para clasificar a los delincuentes sexuales como


desviados sexuales y pervertidos sexuales. La psiquiatría forense también retomó
del código penal su lista oficial de las perversiones. Más tarde, los términos perversión
y desviación darían lugar al término parafilia (Money, 1999: 55).5 5. Gracias por esta referencia a
Timothy N. Koths, doctorado en
History of Consciousness, University
of California, Santa Cruz.
Parafilia puede sonar más neutral, menos “patologizante” que perversión, pero todavía
nombra comportamientos sexuales que se consideran anormales. Lo normal no es
objeto de debate en el derecho penal o en la psiquiatría forense. Y podríamos recordar
que el mismo John Money inició la práctica clínica, ahora común en muchos países
de occidente, de tratar a los niños intersex, nacidos con múltiples órganos genitales
o con genitales que la medicina considera indeterminados –tratarlos con cirugía u
hormonas para “normalizar” sus cuerpos ya sea como cuerpos femeninos o como
cuerpos masculinos–.6 6. La noción médica de género,
distinguida de la de sexo, la acuñó
en 1915 el británico Blair Bell, espe-
cialista en personas intersexuales.
A diferencia de la psiquiatría, al psicoanálisis no le atañe lo normal, la normalidad Ver: Dreger (1998) y Castel (2003).
sexual. Al contrario, para Freud, la sexualidad es la dimensión más compleja de la
vida humana, que va desde la perversión a la neurosis y hasta la sublimación; es
compulsiva, no contingente e incurable. Con el psicoanálisis, la teoría queer podría
ampliar su gama de preocupaciones a todas las formas de comportamiento sexual;
no para clasificar o tipificar como delito, no para “proteger a la sociedad” o para
apuntalar vínculos sociales, sino para entender sus condiciones de posibilidad. Esto es
así porque la sociedad –todas las sociedades– contiene tanto fuerzas negativas como
positivas. Mientras que se teoriza sobre la sociabilidad y la afectividad en las comu-
nidades queer a nivel local y mundial, no se pueden ignorar los aspectos compulsivos,
perversos e ingobernables de la sexualidad que nos confrontan en la esfera pública,
en la familia y también en nosotros mismos. El problema está en ¿cómo plantear una
sociabilidad queer hecha de vínculos afectivos y, al mismo tiempo, de impulsos contra-
sociales?¿Cómo podemos pensar juntos, por ejemplo, los matrimonios entre personas
del mismo sexo y la práctica masculina de sexo anal sin protección (barebacking) o el
asesinato en serie y la búsqueda de comunidad espiritual?

La teoría freudiana de la sexualidad plantea la hipótesis de la presencia de dos pulsio-


nes o fuerzas psíquicas contrarias, coexistiendo y actuando juntas pero diversamente
combinadas durante diferentes momentos de la vida psíquica de cada individuo.
Las pulsiones de vida son energía psíquica ligada a objetos (personas, ideas, incluso
ideales) y, por lo tanto, son apego, lazo social, creatividad; en este sentido, Freud las
nombró utilizando el término platónico Eros y puntualizó: “el Eros de los poetas y
filósofos” (Freud, 1978). La pulsión de muerte, por el contrario, es pura negatividad,
es energía psíquica desligada de cualquier objeto, incluso del mismo yo, que merma
su coherencia y, por consiguiente, la cohesión de lo social. Freud, seguramente, no era
optimista. Su teoría no ofrece soluciones prácticas –y no era esa su intención– pero
precisamente porque su teoría es especulativa, no sistemática e, incluso, contradictoria
permanece abierta a lo nuevo. Y es así, por ejemplo, en lo que concierne a la cuestión
del género y a su compleja relación con lo sexual.

A diferencia de la psicología, el psicoanálisis no se ha ocupado del concepto de género.


Sin embargo, recientemente, Jean Laplanche, psicoanalista y profesor de psicoanálisis
en la Universidad de París, quien fue el más atento lector de Freud, ha introducido la
cuestión del género en el psicoanálisis en el contexto de su propia teoría de lo sexual
(o de la seducción generalizada). Planteándolo de manera muy simple, Laplanche sos-
tiene que la sexualidad no es innata, no está presente en el cuerpo cuando nacemos,
sino que viene del otro, de los adultos, y es un efecto de seducción. La sexualidad es
implantada en el recién nacido, el infante –un ser sin lenguaje (in-fans) e inicialmente
sin yo– por las acciones necesarias del cuidado materno: alimentar, asear, tener en
brazos, etcétera.; acciones que son necesarias por la prematuridad del ser humano
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recién nacido, quien no puede sobrevivir sin una persona adulta que lo alimente,
lo mantenga caliente, sano y confortado. En la madre y otros cuidadores adultos,
estos actos están acompañados por inversiones afectivas conscientes y también por
fantasías inconscientes que se transmiten al bebé como mensajes o significantes enig-
máticos; enigmáticos no sólo porque el bebé no es capaz de traducirlos, sino porque
están imbuidos de las fantasías sexuales conscientes e inconscientes de los adultos,
padres o cuidadores. En el bebé, estos significantes enigmáticos intraducibles están
sometidos a la represión primaria y constituyen el primer núcleo del inconsciente
del niño o de la niña.

Cuando crecen y el yo se forma y desarrolla, se producen traducciones parciales, pero


estas también dejan residuos sin traducir que permanecen inscritos en el aparato psí-
quico del individuo como huellas mnémicas o memoria irrecordable de excitaciones y
placeres del cuerpo. Tales residuos enigmáticos actúan, dice Laplanche (1992), “como
una astilla en la piel” o podríamos decir, como un software o un virus instalado en
en una computadora: siguen vivos, aunque sin ser detectados, y se reactivan en la
sexualidad adulta a veces bajo formas que nos parecen vergonzosas o inaceptables.
De esto provienen los conflictos, ya sean morales o neuróticos, que todos experimen-
tamos en nuestra vida sexual.

El género, en cambio, es una manifestación del yo consciente o preconsciente. A pesar


de que también viene del otro pues es asignado por los padres o los médicos, a menudo
antes del nacimiento. El género no es, como la sexualidad, el implante somático de una
excitación psicofísica particularmente insistente en las llamadas zonas erógenas; no
es implantado en formas que la niña o el niño no puedan comprender y a las cuales
puedan solamente reaccionar. El género requiere una acción de parte del niño o de
la niña; él o ella tienen algún rol que jugar en la construcción del género, lo deben
asumir, es decir, deben hacerlo propio a través de un proceso de identificación. La
identificación como niña o como niño –ya que ninguna otra alternativa se ofrece en
la niñez– generalmente se lleva a cabo muy temprano, aun antes del descubrimiento
de las diferencias anatómicas. En los años subsiguientes, esa identificación puede
ser confirmada y convertirse en una identidad de género o puede ser cuestionada,
rechazada o transferida a otro género.

Sin lugar a dudas, las fantasías conscientes e inconscientes de los padres, hermanos
y otros miembros de la familia juegan una parte, de hecho una parte determinante,
en las identificaciones y des-identificaciones de género del niño o de la niña, y, por
lo tanto, en las múltiples articulaciones de la identidad de género en la edad adulta.
Pero en todos los casos, tanto las tempranas identificaciones como las posteriores
identidades de género requieren la participación del yo, aunque sea solamente un
yo infantil. En suma, mientras que la sexualidad es implantada en el recién nacido
como una excitación psicofísica que el bebé no puede controlar o metabolizar y, por
lo tanto, permanece inconsciente, la identificación de género es un proceso consciente
o pre-consciente en el cual la niña o el niño participan activa y alegremente.

Laplanche fue el primero, posiblemente el único teórico del psicoanálisis, en abordar


la cuestión del género directamente. En primer lugar, él puntualiza que el género es
múltiple, ya que diferentes identificaciones de género pueden coexistir en una misma
persona, pero la categoría social del género es binaria, hombre o mujer, porque el
género es asignado en base al sexo anatómico o, mejor dicho, a la percepción que
los adultos tienen de ello que, a su vez, se basa en la visibilidad del órgano genital
externo. Por esta razón, la categoría de género como la categoría de sexo cae bajo
la lógica binaria del falo –ya sea con o sin, ya sea varón o mujer–; una lógica que, en
su binarismo rígido y sesgo genital, borra o niega el polimorfismo y, sobre todo, las
dimensiones inconscientes de la sexualidad.
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En segundo lugar, Laplanche destaca la tendencia por privilegiar el género en los


discursos occidentales sobre identidad y plantea que el desplazamiento de la cuestión
de la identidad sexual a la de la identidad de género es un signo de represión (refou-
lement), la represión de la sexualidad infantil y su sustitución por el género como una
categoría más aceptable para los adultos y su auto-entendimiento. “Pienso”, escribe,
“que incluso en nuestro tiempo, la sexualidad infantil es lo que más repugna a la
visión del adulto. Incluso hoy en día, lo que resulta más difícil de aceptar [para los
adultos] son los llamados ‘malos hábitos’ de la infancia”7 (Laplanche, 2007: 157). 7. “Je crois que, même de nos jours,
la sexualité infantile proprement
(Pensemos en la película de Almodóvar, La mala educación y su ingenioso juego de dite est ce qui répugne le plus
à la vision de l’adulte. Encore
palabras, precisamente sobre los malos hábitos aprendidos en la escuela). aujourd’hui, le plus difficilement
accepté, ce sont les ‘mauvaises
habitudes’, comme on dit”.
La importancia de la labor de Laplanche para la teoría queer es que articula las rela-
ciones entre sexualidad y género como resultado de la interacción de tres factores:
el género, el sexo (anatómico-fisiológico) y lo propiamente sexual, es decir, la sexua-
lidad como efecto de la represión, la fantasía y el inconsciente. Laplanche está de
acuerdo con los investigadores que dicen que la identidad de género es anterior a la
identidad sexual, pero no está de acuerdo con su conclusión de que el género organiza
la sexualidad.8 Laplanche sostiene que, al contrario, mientras que el género se adquiere 8. Cf. Person y Ovesey’s (1984).

muy pronto, sus significados sólo le quedan claros al niño o a la niña con la percepción
del sexo, es decir, con la diferencia sexual anatómica y, por lo tanto, con la entrada
en juego del complejo de castración. Él señala que, aunque se han planteado muchas
preguntas y dudas sobre la universalidad del complejo de castración, la lógica binaria
predominante en la cultura occidental también parece reinar a nivel del individuo
porque a ese complejo están ligados los recuerdos que afloran durante el análisis.

Aquí Laplanche añade algo que, viniendo de un psicoanalista, me parece bastante


excepcional: “Lo que el sexo y su brazo secular, podría decirse, el complejo de cas-
tración, tienden a reprimir, es lo sexual infantil. Reprimirlo es precisamente crearlo
reprimiéndolo”9 (Laplanche, 2007: 173). Para parafrasearlo: tanto la institución social 9. “Ce que le sexe et son bras séculier,
pourrait-on-dire, le complexe de
de sexo-género como el concepto psicoanalítico de complejo de castración que la castration, tendent à refouler, c’est le
justifica y hace cumplir (en tanto que es “su brazo secular”) tienen el efecto de reprimir, sexuel infantile. Le refouler, c’est-à-dire
précisement le créer en le refoulant”.
contener o refrenar lo sexual que fue el descubrimiento fundamental de Freud: la
sexualidad perversa y polimorfa que es oral, anal, para-genital, no reproductiva; una
sexualidad que precede a la percepción de las diferencias de sexo y de género y que,
en última instancia, es incontenible por estas. Incontenible porque está reprimida,
es decir, inconsciente, fuera del ámbito del yo y, sin embargo, capaz de ser reactivada.
Esta sexualidad, entonces, no termina con la pubertad sino que persiste en la vida
adulta de varias formas.

Para resaltar esta concepción específica de la sexualidad, Laplanche acuña el neo-


logismo francés le sexual (con ‘a’ en vez de ‘e’, sexual en vez de sexuel) de la palabra
Sexualtheorie, que Freud utiliza en su trabajo inaugural Tres Ensayos de Teoría Sexual
(1905). En Freud, él puntualiza, Sexual distingue lo propiamente sexual de Geschlecht,
la palabra alemana que significa ‘sexo/género’, y no bromea diciendo: “Hubiera sido
impensable para Freud titular su trabajo “Tres Ensayos de Teoría del Género”.

Laplanche sostiene que el complejo de castración como el de Edipo y el mítico ase-


sinato del padre son esquemas narrativos preformados, códigos mítico-simbólicos
transmitidos y modificados por las culturas, que ayudan “al pequeño sujeto humano
a ligar y simbolizar, o […] traducir, los mensajes enigmáticos y traumáticos proceden-
tes del otro adulto”10 (Laplanche, 2007: 212); estos ayudan al niño a encontrar un lugar 10. “[...] le petit sujet humain à
traiter, c’est-à-dire à lier et symboliser,
en la familia, la comunidad, el socius; nos ayudan a historizarnos. Aunque Laplanche ou encore à traduire, les messages
énigmatiques traumatisants qui
apunta con ironía que nada es menos sexual que el mito de Edipo o la tragedia de lui viennent de l’autre adulte”.
Sófocles. Estas estructuras narrativas colectivas y otras similares en otras culturas no
están inscritas en el aparato psíquico del lado de lo reprimido, como comúnmente se
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supone, sino del lado de lo que reprime (non pas du côté du refoulé, mais du refoulant).
Es decir que están inscritas no del lado de lo sexual, sino del lado de lo que reprime
lo sexual, dando lugar a la neurosis o, en el mejor de los casos, del lado de lo que
pone freno a lo sexual, lo contiene, lo organiza y, en última instancia, lo des-sexualiza
en el nombre del apego, del vínculo social, de la familia, de la procreación, del
futuro.

La ironía de esta propuesta por un teórico del psicoanálisis es evidente, ya que los
conceptos de falo y de complejo de castración son piedras fundantes de todo dis-
curso psicoanalítico, incluso el de Freud, por ejemplo, como en sus tardíos escritos
sobre la sexualidad femenina. Parece, por lo tanto, que aquellas infames nociones
psicoanalíticas –infames para las feministas y otros estudiosos del género– no son
enemigas sino aliadas del género; son instrumentales en la construcción del género,
afirmándolo y reafirmándolo cuando es necesario. Si el complejo de castración y el
complejo de Edipo son instrumentales en la construcción del género y, de este modo,
producen mujeres y hombres, identidades, comportamientos y jerarquías sociales al
reprimir lo sexual, lo sexual reprimido debe ser tenido en cuenta como un componente
problemático y no reconocido de la identidad y de la sociedad.

Déjenme ponerlo de esta manera: podemos sí privilegiar el género y podemos reba-


tirlo, re-significarlo o transcenderlo, pero lo que crea disturbio es lo sexual –sus
dimensiones reprimidas e inconscientes, sus aspectos perversos, infantiles, vergon-
zosos, repugnantes, asquerosos, destructivos y auto-destructivos– que la identidad
personal raras veces admite y que el discurso político sobre género debe eludir por
completo para lograr aceptación social y reconocimiento legal de nuevas o cambiantes
identidades de género.

El discurso de las identidades sexuales o de género ha sido político desde sus inicios,
ya sea conservador en los estudios “científicamente neutrales” de Money y Stoller,
o explícitamente contestatario en la crítica feminista de las décadas de 1960 y 1970
que por primera vez planteó el género como una estructura social opresiva. Esa com-
prensión crítica del género, alcanzada en el contexto de un movimiento feminista,
inicialmente radical, de oposición a la sociedad patriarcal, fue la base de todas las
prácticas de deconstrucción del género y de los discursos que siguieron su estela.
Hoy tenemos muchas identidades de género, lgbtiq, pero la cuestión política de las
identidades sexuales, especialmente aquellas estigmatizadas como parafilias o tras-
tornos de la identidad, todavía se encallan en lo sexual.

El malestar de la civilización, tal como lo veía Freud, consiste en una paradoja funda-
mental: las instituciones de la sociedad civil, la familia, la educación laica y la religión
tienen el propósito de frenar o contener lo sexual y de canalizarlo hacia el vínculo
social y el bien común. El tabú del incesto sirve para llevar a cabo el parentesco y
crear el vínculo social; el complejo de Edipo para unir el apego a la reproducción
sexual y social; y el complejo de castración para organizar el género y asegurar una
articulación fluida de la labor reproductiva. La paradoja es que el refreno de lo sexual,
lo que Freud llamó represión, también produce la sexualidad como algo más que
sexo, como síntoma, compulsión, agresión. Freud, además, mostró cómo el yo lleva
a cabo la represión psíquica de manera más eficiente que el Estado lleva a cabo la
represión política.

La negatividad inherente en esta visión de la sociedad humana está en conflicto


con la política de las identidades o, de hecho, con cualquier política, si entendemos
por política una acción destinada a conseguir un objetivo social, ya sea este el bien
común o el bien de algunos. El conflicto entre sexualidad y política es el núcleo de
lo que he llamado los equívocos del género, la confusión entre género y sexualidad.
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Creo que este mismo conflicto permea el actual debate sobre la política antisocial
de la teoría queer.

“La tesis antisocial en la teoría queer” (Caserio, 2006: 819-828) se asoció primero con
la teorización que hizo Leo Bersani en Homos (1996) de las prácticas sexuales gay
como “anticomunitarias, anti-identitarias y de autodisolución”. En los últimos cuatro
o cinco años, la tesis antisocial de la teoría queer se identifica con un polémico libro
de Lee Edelman titulado No Future (2008) y subtitulado La teoría queer y la pulsión de
muerte. Edelman propone lo queer (“queerness” o la queerdad) como la figura de una
postura ética contra el “futurismo reproductivo” de la sociedad actual, representado
por la imagen mediatizada del Niño (Child), que representa la posibilidad del futuro,
de un mundo mejor, la supervivencia del género humano y de la vida misma. Su antí-
tesis es lo queer, sobre todo el hombre gay, los homosexuales que no se reproducen,
representados en la cultura como narcisistas, anti-sociales y portadores de muerte.

No Future (2008) insta a las personas queer a rechazar el orden social heteronormado
en el que la violencia y el asesinato se llevan a cabo en el nombre de ese Niño y,
desafiante, insta a abrazar una identificación con la pulsión de muerte como figu-
ra del desmontaje de la identidad individual y del orden social en el que vivimos.
Para Edelman, desde una perspectiva psicoanalítica inspirada en Lacan, lo queer (la
queerdad) nombra la negatividad de la pulsión, lo anti-social que está en la sexuali-
dad o, dicho con sus palabras, “la pulsión de muerte que siempre informa al orden
simbólico” en cuanto inherente a cada sujeto individual (Edelman, 2008: 25). Si bien
los términos que usa Edelman son los de Lacan, y no los de Freud, su argumento
se desprende de lo que acabo de describir como la paradoja de la visión que tiene
Freud de la sociedad: el estancamiento de la civilización, la obstrucción al progreso
que la civilización misma produce al reprimir lo sexual. Paradójicamente, lo sexual,
excluido por el vínculo social, se mantiene dentro de lo social como un exceso indo-
mable e incontenible, una fuerza de conflicto, desligamiento y desagregación. Esta
es la negatividad de la pulsión de muerte. El libro de Edelman, al enlazar la teoría
queer y la pulsión de muerte, primero reclama la sexualidad para la teoría queer y,
luego, empuja los límites conceptuales del pensamiento queer más allá de la zona de
confort del principio de placer.

La controversia sobre este libro ha subido las apuestas políticas en la comunidad


queer. Por un lado, hay quienes plantean una utopía queer, que imaginan lo queer como
la posibilidad de un futuro colectivo mejor o escriben sobre el “optimismo queer” y
sobre cómo “pensar para sentirse mejor” en el presente.11 Por otro lado, están aquellos 11. Cf. Muñoz (2009) y
Snediker (2008).
que piensan que el libro de Edelman no es suficientemente político y preferirían “una
formulación política más explícita del proyecto antisocial”, que articule las formas
de “una negatividad política explícita” (Halberstam, 2006: 823). La frase “negatividad
política” apunta hacia otro equívoco: la política no es negativa sino positiva en su
esencia y, más aún, cuando es de oposición. La confrontación política, la oposición
o el antagonismo es cualquier cosa menos antisocial, de hecho, es constitutiva de una
sociedad democrática. Lo que sí es antisocial o contra-social es la sexualidad, el prin-
cipio de placer y, sobre todo, la pulsión de muerte.

Con relación al libro de Edelman, se puede formular la pregunta que Judith Halberstam
plantea brevemente a propósito de Homos (Bersani, 1996): ¿puede uno “identificar una
trayectoria política en un proyecto radicalmente no-teleológico”? (Halberstam, 2006:
823). Esta pregunta es tan relevante para No Future (2008), como para la teoría queer
en general. En la medida en que es teoría, es decir, una visión conceptual, una visión
crítica o especulativa del lugar de la sexualidad en lo social, la teoría queer no es un
mapa o un programa de acción política. Lo cual no quiere decir que no pueda existir
una política queer no-teleológica; sino que se necesita de algún tipo de traducción de
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una a otra, se requiere de una traducción desde la abstracción de la teoría o la filosofía


a la acción concreta de la política.

No tengo una traducción que ofrecer con respecto a la teoría queer, pero sé que eso
se hizo, en otro período histórico, con al menos otra teoría. Como observa Stuart
Hall, Antonio Gramsci rearticuló o tradujo conceptos marxistas como el de modos de
producción o el de fuerzas y relaciones de producción, desde su “nivel más general de
abstracción” en la formulación de Karl Marx, a un nivel de concreción y especificidad
adecuadas para una determinada coyuntura histórica. Los conceptos de Gramsci, por
lo tanto, aunque derivan de los de Marx, fueron diseñados para funcionar a un nivel
de concreción histórica y, no obstante, continúan “trabajando dentro de su campo
de referencia” (Hall, 1996: 414-415).

Stuart Hall argumenta en su ensayo que la obra de Gramsci fue relevante no sólo para
la política de los trabajadores de las fábricas italianas en las primeras décadas del
siglo xx, sino también “para el estudio de la raza y la etnicidad” en las últimas décadas
de aquel siglo. Ojalá encuentre la teoría queer traductores de semejante magnitud.
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## Bibliografía

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La tecnología del género*

Teresa de Lauretis

Deseo agradecer a mis alumnos/as del seminario de Historia


de la Conciencia sobre Temas en teoría feminista: tecnologías
de género por sus comentarios y observaciones y a mi colega
Hayden White por su lectura cuidadosa de este ensayo, todos/
as ellos/as me ayudaron a formular más claramente algunos
de los problemas aquí discutidos.

* Tomado de Technologies of Gen-


der. Essays on Theory, Film and
Fiction, London, Macmillan Press,
1989, págs. 1-30.

6
En los escritos feministas y en las prácticas culturales de los años 60 y 70, la
noción de género como diferencia sexual era central para la crítica de protesta, la
relectura de las representaciones culturales y narrativas, el cuestionamiento de las
teorías de la subjetividad y la textualidad, para la escritura, la lectura, y para el
carácter de espectador/a. La noción de género como diferencia sexual ha
fundamentado y sustentado las intervenciones feministas en la arena del
conocimiento formal y abstracto, en los campos cognitivos y epistemológicos
definidos por las ciencias sociales y físicas tanto como por las ciencias humanas
o humanidades. Al mismo tiempo e independientes de aquellas intervenciones
se elaboraban prácticas y discursos específicos, y se creaban espacios sociales
(espacios generizados, en el sentido de los “espacios de mujeres” [women’s
room], tales como los grupos CR, los comités de mujeres dentro de las disciplinas,
los Estudios de la Mujer [Women’s Studies], los periódicos o medios de
información colectivos feministas, etc.) en los cuales la diferencia sexual misma
podía afirmarse, consignarse, analizarse, especificarse o verificarse. Pero esa
noción de género como diferencia sexual y sus nociones derivadas -cultura de
mujeres, maternidad, escritura femenina, femineidad, etc.- se han tornado,
ahora, una limitación, algo así como una desventaja para el pensamiento
feminista.
Al enfatizar lo sexual, la diferencia sexual es en primera y última instan-
cia una diferencia de las mujeres respecto de los varones, de lo femenino res-
pecto de lo masculino; y aún la noción más abstracta de diferencias sexuales
que resulta no de la biología o de la socialización sino del significado y de
los efectos discursivos (el énfasis aquí está puesto menos en lo sexual que en
las diferencias en tanto différance), termina siendo, en última instancia, una
diferencia (de mujer) respecto del varón, o mejor, la instancia misma de la
diferencia en el varón. El hecho de que se siga planteando la cuestión del género
en uno u otro de estos términos, cuando la crítica al patriarcado ya ha sido
completamente delineada, mantiene al pensamiento feminista atado a los
términos del patriarcado occidental mismo, contenido en el marco de una
oposición conceptual que está “siempre lista” inscripta en lo que Fredric Jameson
llamaría “el inconciente político” de los discursos culturales dominantes y sus
“narrativas principales” subyacentes -sean ellas biológicas, médicas, legales,
filosóficas o literarias- y, de esta manera tenderá a reproducirse a sí mismo, a
retextualizarse, aún en las reescrituras feministas de las narrativas culturales, como
veremos.
El primer límite de diferencia(s) sexual(es), entonces, es que constriñe al
pensamiento crítico feminista dentro del marco conceptual de una oposición
sexual universal (la mujer como la diferencia respecto del varón, ambos
universalizados; o la mujer como diferencia tout court, y por esto igualmente
universalizada) que hace muy difícil, si no imposible, articular las diferencias de
las mujeres respecto de la Mujer, es decir, las diferencias entre las mujeres o,
quizás más exactamente, las diferencias dentro de las mujeres. Por ejemplo,
las diferencias entre las mujeres que usan velo, las mujeres que “visten la
máscara” (en palabras de Paul Laurence Dunbar, frecuentemente citado por las
mujeres escritoras norteamericanas negras), y las mujeres que “se enmascaran”
(el término es de Joan Riviere) no pueden entenderse como diferencias sexua-

7
les. 1 Desde ese punto de vista, no existirían diferencias en absoluto, y todas las
mujeres no serían sino copias de diferentes personificaciones de alguna arquetípica
esencia de mujer, representaciones más o menos sofisticadas de una femineidad
metafísico-discursiva.
Una segunda limitación de la noción de diferencia(s) sexual(es) es que trata de
retener o de recuperar el potencial epistemológico radical del pensamiento
feminista dentro de las paredes de la casa principal, tomando prestada la metáfora
de Audre Lorde antes que la nietzscheana prisión del lenguaje, por razones que en
este momento parecerán superficiales. Por potencial epistemológico radical quiero
decir la posibilidad, ya emergente en los escritos feministas de la década de los 80,
de concebir al sujeto social y a las relaciones de la subjetividad para la socialización
de otro modo: un sujeto constituido en el género, seguramente, no sólo por la
diferencia sexual sino más bien a través de representaciones lingüísticas y culturales,
un sujeto en-gendrado también en la experiencia de relaciones raciales y de clase,
además de sexuales; un sujeto, en consecuencia, no unificado sino múltiple y no
tanto dividido como contradictorio.
Para comenzar a especificar esta otra clase de sujeto y articular sus relaciones
con un campo social heterogéneo, necesitamos una noción de género que no esté
tan ligada con la diferencia sexual como para ser virtualmente coextensiva con ella
y, como tal, por una parte, se presuponga al género como derivado no
problemáticamente de la diferencia sexual mientras, por otro lado, pueda ser
subsumido en las diferencias sexuales como un efecto del lenguaje o como
puramente imaginario, nada que ver con lo real. Este lazo, esta mutua contención
entre género y diferencia(s) sexual(es), necesita ser desatada y deconstruida. Puede
ser un punto de arranque pensar al género en paralelo con las líneas de la teoría
de la sexualidad de Michel Foucault, como una “tecnología del sexo” y proponer
que, también el género, en tanto representación o auto-representación, es el
producto de variadas tecnologías sociales -como el cine- y de discursos
institucionalizados, de epistemologías y de prácticas críticas, tanto como de la vida
cotidiana.
Podríamos decir entonces que, como la sexualidad, el género no es una
propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los seres humanos, sino
el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las
relaciones sociales, en palabras de Foucault, por el despliegue de una tecnología
política compleja.2 Pero debe decirse ante todo, y de ahí el título de este ensayo,
que pensar al género como el producto y el proceso de un conjunto de tecnologías
sociales, de aparatos tecno-sociales o bio-médicos es, ya, haber ido mas allá de
Foucault, porque su comprensión crítica de la tecnología del sexo no tuvo en cuenta

1
Para más discusiones de estos términos, ver de LAURETIS, Teresa ed., Feminist Studies/
Critical Studies, Bloomington, Indiana University Press, 1986, especialmente los ensayos
de Sondra O’Neale y Mary Russo.
2
FOUCAULT, Michel, The History of Sexuality. Vol.I: An Introduction, trad. Robert
Hurley, Nueva York, Vintage Books, 1980, pág. 127. [Hay traducción castellana, Historia
de la sexualidad, Madrid, Siglo veintiuno, 1977]

8
la instanciación diferencial de los sujetos femeninos y masculinos, y al ignorar las
conflictivas investiduras de varones y mujeres en los discursos y las prácticas de la
sexualidad, la teoría de Foucault, de hecho, excluye, si bien no impide, la
consideración del género.

Procederé a establecer una serie de cuatro proposiciones en orden


decreciente de auto-evidencia y luego volveré sobre ellas para elaborarlas con más
detalle.
(1) El género es (una) representación, lo que no quiere decir que no tenga
implicaciones concretas o reales, tanto sociales como subjetivas, para la vida material
de los individuos. Todo lo contrario.
(2) La representación del género es su construcción, y en el sentido más simple
se puede afirmar que todo el arte y la cultura occidental es el cincelado de la historia
de esa construcción.
(3) La construcción del género continúa hoy tan diligentemente como en
épocas anteriores, por ejemplo, como en la era victoriana. Y continúa no sólo
donde podría suponerse -en los medios, en la escuela estatal o privada, en los
campos de deportes, en la familia, nuclear o extendida o de progenitura única-
para resumir, en lo que Louis Althusser ha llamado los aparatos ideológicos del
Estado. La construcción del género continúa también, aunque menos obviamente,
en la academia, en la comunidad intelectual, en las prácticas artísticas de
vanguardia y en las teorías radicales y hasta y por cierto especialmente, en el
feminismo.
(4) En consecuencia, paradójicamente, la construcción del género es también
afectada por su deconstrucción; es decir por cualquier discurso, feminista u otro, que
pudiera dejarla de lado como una tergiversación ideológica. Porque el género, como
lo real, es no sólo el efecto de la representación sino también su exceso, lo que
permanece fuera del discurso como trauma potencial que, si no se lo contiene,
puede romper o desestabilizar cualquier representación.

1. Buscamos género en el American Heritage Dictionary of the English


Language y encontramos que es primariamente un término clasificatorio. En
gramática es una categoría por la que se clasifican palabras y formas gramaticales
de acuerdo no sólo al sexo o a la ausencia de sexo (que es una categoría particular
llamada género natural y típica del idioma inglés, por ejemplo) sino también por
otras características, por ejemplo, las morfológicas en lo que se llama género
gramatical en las lenguas romances. (Recuerdo un trabajo de Roman Jakobson
titulado El sexo de los cuerpos celestiales en el que, luego de analizar el género de
las palabras para Sol y Luna en una gran variedad de lenguajes, llegó a la refrescante
conclusión de que no hay ningún patrón que sustente la idea de una ley universal
determinante de la masculinidad o la femineidad del Sol o de la Luna. ¡Gracias al
cielo!).

9
El segundo sentido de género dado en el diccionario es clasificación de
sexo; sexo. Esta proximidad entre gramática y sexo, sumamente interesante, no
se encuentra entre las lenguas romances (las que, se cree comúnmente, son
habladas por gente más romántica que la anglo-sajona). El español género, el
italiano genere y el francés genre no tienen directamente la connotación de un
género personal, que es trasmitido, en cambio, por la palabra para el sexo. Y por
esta razón, podría parecer que la palabra genre adoptada del francés para referir
a la clasificación específica de las formas artísticas y literarias (en primer lugar
la pintura) está también desprovista de toda denotación sexual, como lo está
también la palabra genus, la etimología latina de género, usada en inglés
como un término clasificatorio en la biología y en la lógica. Un interesante
corolario de esta peculiaridad lingüística del inglés, o sea la aceptación del
género que refiere al sexo, es que la noción de género que estoy discutiendo,
y por lo tanto la totalidad de la enmarañada cuestión de la relación del género
humano con la representación, son totalmente intraducibles a cualquier lengua
romance, un pensamiento sensato para quien pudiera estar tentado de adoptar
una visión internacionalista, no digo universal, del proyecto de teorizar sobre el
género.
Volviendo al diccionario, entonces, encontramos que el termino género es
una representación; y no sólo una representación en el sentido en el que cada
palabra, cada signo, refiere (representa) a su referente, ya sea un objeto, una cosa
o un ser animado. El término género es, en efecto, la representación de una
relación, ya sea que pertenezca a una clase, a un grupo o a una categoría. El género
es la representación de una relación, o, si puedo, por un momento, entrometerme
con mi segunda proposición, el género construye una relación entre una
entidad y otras entidades que están constituidas previamente como una clase,
y esa relación es de pertenencia; de este modo, el género asigna a una entidad,
digamos a un individuo, una posición dentro de una clase y, por lo tanto,
también una posición vis-a-vis con otras clases preconstituidas. (Estoy usando
el término clase deliberadamente, pero aquí no quiero significar clases
social(es), porque deseo retener la comprensión de Marx de clase como un
grupo de individuos ligados por determinaciones sociales e intereses -incluyendo,
muy puntualmente, la ideología- la que no es ni elegida libremente ni fijada
arbitrariamente). Así, el género representa no a un individuo sino a una relación,
y a una relación social; en otras palabras, representa a un individuo en
una clase.
El género neutro en inglés, una lengua que se apoya en el género natural
(notamos, al pasar, que natural está siempre presente en nuestra
cultura desde el comienzo mismo que es, precisamente, el lenguaje) se
atribuye a palabras referidas a entidades sin sexo o asexuadas, objetos o
individuos marcados por la ausencia de sexo. Las excepciones a esta regla
muestran la sabiduría popular del uso: una criatura [child] es neutro en género,
y su modificador posesivo correcto es its -como me enseñaron cuando
aprendí inglés hace muchos años- aunque la mayoría de la gente use his y
algunos más reciente y raramente y hasta inconsistentemente usen his
o her. Aunque una criatura tiene un sexo por naturaleza, no adquiere un
género hasta que se vuelve (o sea hasta que sea significado/a como) niño

10
o niña.3 Lo que la sabiduría popular sabe, entonces, es que el género no es el sexo,
un estado natural, sino la representación de cada individuo en términos de una
relación social particular que pre-existe al individuo y es predicada en la oposición
conceptual y rígida (estructural) de dos sexos biológicos. Esta estructura concep-
tual es lo que las científicas sociales feministas han designado el sistema sexo-
género.
Las concepciones culturales de lo masculino y lo femenino como dos categorías
complementarias aunque mutuamente excluyentes en las que los seres humanos
están ubicados, constituye en cada cultura un sistema de género, un sistema
simbólico o sistema de significados que correlaciona el sexo con contenidos
culturales de acuerdo con valores sociales y jerarquías. A pesar de que los
significados cambien en cada cultura, un sistema sexo-género está siempre
íntimamente interconectado en cada sociedad con factores políticos y económicos.4
Siguiendo esta línea de pensamiento, la construcción cultural de sexo en género y
la asimetría que caracterizan a todos los sistemas de género a través de las culturas
(aunque en cada una en un modo particular) son entendidos como ligados
sistemáticamente a la organización de la desigualdad social.5
El sistema sexo-género, en suma, es tanto una construcción sociocultural como
un aparato semiótico, un sistema de representación que asigna significado (identidad,
valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad.
Si las representaciones de género son posiciones sociales que conllevan diferentes
significados, entonces, para alguien ser representado y representarse como varón
o mujer implica asumir la totalidad de los efectos de esos significados. Así, la
proposición que afirma que la representación de género es su construcción, siendo
cada término a la vez el producto y el proceso del otro, puede ser reformulada más
exactamente: la construcción del género es tanto el producto como el
proceso de su representación.

2. Cuando Althusser escribió que la ideología representa no el sistema de


relaciones reales que gobiernan la existencia de los individuos, sino la relación

3
No necesito detallar otras excepciones bien conocidas en el uso del inglés tales como el de
embarcaciones y de automóviles y de naciones como femeninas. [N.T. Esto no sucede en
castellano]. Ver SPENDER, Dale, Man Made Language, Londres, Routeledge y KEGAN, Paul,
1980, para un examen útil de los problemas suscitados en la investigación sociolingüística
feminista anglo-americana. Acerca de los problemas filosóficos de género en el lenguaje, y
especialmente su subversión en prácticas de escrituras por el empleo estratégico de
pronombres personales, ver WITTIG, Monique, The Mark of Gender, FEMINIST ISSUES 5, nº 2 (Fall
1985): 3-12.
4
Ver ORTNER, Sherry B. y WHITEHEAD, Harriet, Sexual Meanings: The Cultural
Construction of Gender and Sexuality, Cambridge, Cambridge University Press, 1981.
El término sistema sexo/género, fue usado primero por RUBIN, Gayle, The Traffic in
Women: Notes toward a Political Economy of Sex, en Toward an Antropology of Women,
ed. REITER, Rayna, Nueva York, Monthly Review Press, 1975, págs. 157-210.
5
COLLIER, Jane F. y ROSALDO, Michelle, Politics and Gender in Simple Societies, en ORTNER
y WHITEHEAD, Sexual Meanings, pág. 275. En el mismo volumen ver también ORTNER,
Sherry B., Gender and Sexuality in Hierarchical Societies, págs. 359-409.

11
imaginaria de esos individuos con las relaciones reales en las que ellos viven y
que gobiernan su existencia, estaba también describiendo, a mi modo de ver, el
funcionamiento del género.6 Pero, se objetará, que el equiparar género con
ideología es una reducción o una sobresimplificación. Ciertamente Althusser no lo
hace, y tampoco el pensamiento marxista tradicional, donde el género es algo así
como una tema marginal, algo limitado a la cuestión de la mujer.7 Porque, como
la sexualidad y la subjetividad, el género está ubicado en la esfera privada de la
reproducción, la procreación y la familia y no en la esfera pública, social, de lo
superestructural, a la que la ideología pertenece y es determinada por las fuerzas
económicas y las relaciones de producción.
Y más aún, continuando con la lectura de Althusser, encontramos el enunciado
enfático Toda ideología tiene la función (que la define) de constituir individuos
concretos como sujetos (p.171). Si sustituimos género por ideología, la proposición
todavía tiene sentido, pero con un leve cambio de términos. El género tiene la
función (que lo define) de constituir individuos concretos como varones y mujeres.
En ese cambio es precisamente donde se puede ver la relación de género con
ideología y vérselo también como un efecto de la ideología del género. El cambio
de sujetos a varones y mujeres marca la distancia conceptual entre dos órdenes
de discurso, el discurso de la filosofía o teoría política y el discurso de la “realidad”.
El género es dado (y dado por sentado) en el último, pero excluido en el primero.
Aunque el sujeto de la ideología althusseriano se deriva más del sujeto de Lacan
(que es un efecto de significación, fundado en un falso reconocimiento) que del
sujeto de clase unificado del humanismo marxista, es también un sujeto sin género,
y tampoco ninguno de estos dos sistemas consideran la posibilidad -y menos aún
el proceso de constitución- del sujeto femenino.8 Por lo tanto, por la propia
definición de Althusser, estamos autorizadas a preguntar, si el género existe en la
realidad, si existe en las relaciones reales que gobiernan la existencia de los
individuos pero no en la teoría filosófica o política, entonces, ¿qué representa, por

6
ALTHUSSER, Louis, Ideology and Ideological State Apparatuses (Notes Towards an Investigation,
en Lenin and Philosophy, Nueva York, Monthly Review Press, 1971, pág. 165. Están
incluidas en el texto referencias subsiguientes de este trabajo.
7
Cf. The Woman Question: Selections from the Writings of Karl Marx, Frederick
Engels, V. I. Lenin, Joseph Stalin, Nueva York, International Publishers, 1951.
8
Una exposición clara acerca del contexto teórico del sujeto en la ideología de Althusser puede
encontrarse en BELSEY, Catherine, Critical Practice, Londres, Methuen, 1980, págs. 56-
65. En la teoría del sujeto de Lacan, “la mujer” es, por supuesto, una categoría fundamental,
pero precisamente como “fantasía” o “síntoma” para el varón, como explica Jacqueline Rose:
La mujer está construida como una categoría absoluta (excluida y elevada al mismo tiempo)
una categoría que parece garantizar esa unidad del lado del varón...El problema es que una
vez que la noción de mujer ha sido tan inexorablemente expuesta como una fantasía,
entonces cualquier pregunta semejante [la pregunta por su propia jouissance] se vuelve casi
imposible de hacer (LACAN, Jacques, Feminine Sexuality, ROSE, Jacqueline, Nueva York,
W. W. Norton, 1982, págs. 47-51. Sobre los sujetos de Lacan y de Althusser juntos, ver HEATH,
Stephen, The Turn of the Subject, CINE-TRACTS, nº 8, Summer-Fall 1979, 32-48.

12
último, de hecho, sino la relación imaginaria de los individuos con las relaciones
reales en las que viven?. En otras palabras, la teoría althusseriana de la ideología es
ella misma prisionera y ciega de su propia complicidad con la ideología de género.
Pero esto no es todo: lo más importante y lo que va más al punto de mi argumento
es que, en la medida en que una teoría pueda ser validada por los discursos
institucionales y adquirir poder o control sobre el campo de los significados sociales,
la teoría de Althusser puede funcionar en sí misma como una tecnología del género.
La novedad de la tesis de Althusser radica en su percepción de que la ideología
opera no solo semi-autónomamente desde el nivel económico sino también,
fundamentalmente, por medio de su compromiso con la subjetividad (La categoría
de sujeto es constitutiva de toda ideología, escribe en la p.171). Es, entonces,
paradójico y hasta muy evidente que la conexión entre género e ideología -o la
comprensión del género como una instancia de la ideología- no podría haber sido
establecida por él. Pero la conexión ha sido explorada por otra vía, por algunas
pensadoras feministas quienes también son marxistas. Michèle Barrett, una de ellas,
afirma que no sólo es la ideología un lugar primario de construcción del género, sino
que la ideología de género...ha jugado un papel importante en la construcción
histórica de la división capitalista del trabajo y en la reproducción de la fuerza de
trabajo, y en consecuencia es una fiel demostración de la conexión integral entre
la ideología y las relaciones de producción.9
El argumento de Barret (propuesto originalmente en su libro de 1980
Women’s Oppression Today) se inscribe en el contexto del debate producido
en Inglaterra por la teoría del discurso y otros desarrollos post-althusserianos de
la teoría de la ideología y, más específicamente, por la crítica de la ideología
promovida por el periódico feminista británico m/f sobre las bases de las nociones
de representación y diferencia trazadas desde Lacan y Derrida. Barret cita el trabajo
de Parveen Adams A Note on the Distinction between Sexual Division and Sexual
Difference, donde la división sexual refiere a las dos categorías mutuamente
excluyentes de varones y mujeres como dadas en la realidad: En términos de
diferencias sexuales, por otra parte, lo que se debe captar es, precisamente, la
producción de diferencias a través de sistemas de representación; el acto de la
representación produce diferencias que no pueden ser conocidas de antemano.10
La crítica de Adams a una teoría (marxista) feminista de la ideología que
descansa en la noción de patriarcado como dado en la realidad social (en otras
palabras, una teoría basada en el hecho de la opresión de las mujeres por los varones)
reside en que tal teoría está basada en un esencialismo, sea biológico o sociológico,
que asoma aún en el trabajo de aquellas que, como Juliet Mitchell, podría insistir en
que el género es un efecto de la representación. En los análisis feministas, sostiene

9
BARRET, Michèle, Ideology and the Cultural Production of Gender, en Feminist
Criticism and Social Change, ed. NEWTON, Judith y ROSENFELT, Deborah, Nueva
York, Methuen, 1985, pág. 74.
10
ADAMS, Parveen, A Note of the Distinction between Sexual Division and Sexual Differences,
M/F, nº 3, 1979, 52 (citado en BARRETT, pág. 67).

13
Adams, el concepto de un sujeto femenino descansa sobre una homogénea
opresión de las mujeres en un estado, la realidad, dado previamente a las prácticas
representacionales (pág. 56). Al señalar que esa construcción del género no es más
que el efecto de una variedad de representaciones y prácticas discursivas que
producen diferencias sexuales no conocidas de antemano (o, en mi propia
paráfrasis, el género no es más que la configuración variable de posicionalidades
sexo-discursivas), Adams cree que puede evitar la simplicidad de una relación
antagónica que está siempre lista entre los sexos que, a sus ojos, es un obstáculo,
tanto para los análisis como para las prácticas políticas feministas (pág. 57). Estoy
de acuerdo con la respuesta que da Barret en este punto, especialmente en cuanto
a sus implicaciones para las políticas feministas: Nosotras no necesitamos hablar de
división sexual como siempre lista ahí; nosotras podemos explorar la construcción
histórica de las categorías de masculinidad y femineidad sin estar obligadas a
rechazar que, históricamente específicas como son, ellas no obstante existen hoy
en términos sistemáticos y hasta predictivos (Barrett, págs. 70-71).
Sin embargo, el sistema conceptual de Barrett no permite una comprensión de
la ideología de género en términos teóricos específicamente feministas. En una nota
agregada en la reedición de 1988 del ensayo que he estado citando, reitera su
convicción de que la ideología es un lugar extremadamente importante de la
construcción del género pero que debería entendérsela más como una parte de una
totalidad social que como una práctica o un discurso autónomos (p.83). Esta noción
de totalidad social y el espinoso problema de la relativa autonomía de la ideología
(en general, y presumiblemente de la ideología de género en particular) respecto
de los medios y las fuerzas de producción y/o de las relaciones sociales de
producción permanecen muy vagos y no resueltos en los argumentos de Barrett,
quien se vuelve menos puntual y menos comprometida a medida en que continúa
con la discusión de los modos en los que la ideología de género es (re)producida
en la práctica cultural (literaria).
Otra manera potencialmente mas útil de plantear la cuestión de la ideología de
género está sugerida, aunque no desarrolada totalmente, en el ensayo de 1979 de
Joan Kelly The Doubled Vision of Feminist Theory. Una vez que se acepta que la
noción feminista fundamental es que lo personal es político, Kelly afirma que no es
posible mantener que hay dos esferas de realidad social: la privada, la esfera
doméstica de la familia, la sexualidad y la afectividad, y la esfera pública del trabajo
y la productividad (que incluiría todas las fuerzas y la mayoría de las relaciones de
producción, en términos de Barrett). En cambio, podemos imaginar varias clases
interconectadas de relaciones sociales, relaciones de trabajo, de clase, de raza, y de
sexo/género: Lo que vemos no son dos esferas de realidad social, sino dos (o tres)
conjuntos de relaciones sociales. Por ahora, podría denominarlas relaciones de
trabajo y de sexo (o de clase y de raza, y de sexo/género).11 No solamente los

11
KELLY, Joan, Women, History and Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1984,
pág. 58. En el texto hay referencias subsiguientes a este trabajo.

14
varones y las mujeres están posicionados/as en forma diferente en esas relaciones,
sino que -éste es un punto importante- las mujeres son afectadas de manera
diferente en los diferentes conjuntos.
La doble perspectiva del análisis feminista contemporáneo, continúa Kelly, es
en la que podemos ver los dos órdenes, el sexual y el económico, operando
conjuntamente: en cualquiera de las formas históricas que toma la sociedad
patriarcal (feudal, capitalista, socialista, etc.), un sistema sexo-género y un
sistema de relaciones productivas operan simultáneamente...para reproducir
las estructuras masculino-dominantes y socioeconómicas de ese orden social
particular (pág. 61). En esta doble perspectiva, por ende, es posible ver bastante
claramente la obra de la ideología del género: el lugar de la mujer, o sea, la posición
asignada a las mujeres por nuestro sistema sexo/género, como ella enfatiza no es
una esfera separada o un dominio de existencia sino una posición dentro de
la existencia social general (pág. 57). Ese es otro punto muy importante.
Porque si el sistema sexo-género (al que prefiero llamar género tout court para
retener la ambigüedad del término, lo que lo hace eminentemente susceptible al
control de la ideología tanto como de la deconstrucción) es un conjunto de
relaciones sociales obtenidas a lo largo de la existencia social, entonces el género
es ciertamente una instancia primaria de la ideología y, obviamente, no sólo para
las mujeres. Más aún, es indiferente respecto de si los individuos particulares se ven
a sí mismos/as primariamente definidos/as (y oprimidos/as) por el género como las
feministas culturales blancas, o primariamente definidas (y oprimidas) por la raza o
las relaciones de clase como las mujeres de color.12 La importancia de la formulación
de Althusser acerca de la función subjetiva de la ideología -otra vez, en suma, que
la ideología necesita un sujeto, un individuo concreto o una persona para obrar sobre
ella- aparece ahora más claramente y, como desearía proponer, más central para el
proyecto feminista de teorización sobre el género como fuerza político-personal,
tanto negativa como positiva.
Afirmar que la representación social de género afecta a su construcción
subjetiva y que, viceversa, la representación subjetiva del género -o auto-
representación- afecta a su construcción social, deja abierta una posibilidad de
agencia y de auto-determinación en el nivel subjetivo e individual de las prácticas
cotidianas y micropolíticas que Althusser mismo podría claramente rechazar. A pesar
de todo, yo reclamaría esta posibilidad aunque pospongo la discusión hasta las
secciones 3 y 4 de este ensayo. Por el momento, volviendo a la proposición 2 que
fue reformulada como La construcción de género es tanto el producto como
el proceso de su representación, puedo reescribirla: La construcción del
género es el producto y el proceso de ambas, de la representación y de la
auto-representación.

12
Ver, por ejemplo, COLLINS, Patricia, The Emerging Theory and Pedagogy of Black Women’s
Studies, FEMINIST ISSUES 6, nº 1 Spring 1986, 3-17; DAVIS, Angela, Women, Race and Class,
Nueva York, Random House, 1981; y HOOKS, Bell, Ain’t a Woman: Black Women and
Feminism, Boston, Long Haul Press, 1981.

15
En la medida en que concierne a una teoría de género, ahora debo discutir con
Althusser un problema adicional y es que en su visión, la ideología no deja nada
afuera. Es un sistema infalible cuyo efecto es borrar sus propias huellas
completamente, de modo que, cualquiera que esté en la ideología, capturado/a
en sus redes, se cree a sí mismo/a fuera y libre de ella. No obstante, hay un afuera,
un lugar donde la ideología puede verse como lo que es: mistificación, relación
imaginaria, engaño; y ese lugar es, para Althusser, la ciencia o el conocimiento
científico. Este no es el caso del feminismo y de lo que propongo llamar, para evitar
ulteriores equivocaciones, el sujeto del feminismo.
Por la frase el sujeto del feminismo entiendo una concepción o una
comprensión del sujeto (femenino) no sólo distinto de la Mujer con mayúscula, la
representación de una esencia inherente a toda las mujeres (que puede verse
como la Naturaleza, la Madre, el Misterio, la Encarnación del Demonio, el Objeto del
Deseo y del Conocimiento [masculinos], la Condición Femenina Propiamente Dicha,
la Femineidad, etc.), sino también distinta de las mujeres, de las reales, seres
históricos y sujetos sociales que son definidos por la tecnología del género y
engendradas realmente por las relaciones sociales. El sujeto del feminismo en el que
pienso es uno no tan definido, uno cuya definición o concepción está progresando,
en éste y otros textos críticos feministas; y, para insistir el punto una vez más, el
sujeto del feminismo, muy semejante al sujeto althusseriano, es un constructo
teórico (una manera de conceptualizar, de comprender, de explicar ciertos
procesos, no las mujeres). Sin embargo, es diferente del sujeto de Althusser, que
siendo completamente en la ideología, se cree a sí mismo/a fuera y libre de ella:
el sujeto que veo emergiendo de los escritos corrientes y de los debates dentro del
feminismo está al mismo tiempo dentro y fuera de la ideología de género y es
consciente de estarlo, consciente de ese doble tironeo en direcciones opuestas, de
esa división, de esa visión doble.
Mi propio argumento en Alicia ya no iba en ese sentido: la discrepancia, la
tensión y el constante deslizamiento entre la Mujer como representación, como el
objeto y la condición misma de la representación, y, por otra parte, las mujeres como
seres históricos, sujetos de relaciones reales, están motivadas y sostenidas por una
contradicción lógica e irreconciliable en nuestra cultura: las mujeres están a la vez
dentro y fuera del género, a la vez dentro y fuera de la representación.13 Esas mujeres
continúan deviniendo la Mujer, continúan atrapadas en el género como el sujeto
althusseriano lo está en la ideología, y nosotras persistimos en esta relación
imaginaria aun cuando sabemos, como feministas, que no somos eso, sino que
somos sujetos históricos gobernadas por relaciones sociales reales, que incluyen
centralmente al género; tal es la contradicción sobre la que debe construirse la teoría
feminista y su misma condición de posibilidad. Obviamente, entonces, el feminismo

13
DE LAURETIS, Teresa, Alice Doesn’t: Feminism, Semiotics, Cinema, Bloomington,
Indiana University Press,1984. [Hay traducción castellana, Alicia ya no: Feminismo,
Semiótica, Cine, Madrid, Ediciones Cátedra, 1992].

16
no puede catalogarse como ciencia, como un discurso o una realidad fuera de la
ideología, o afuera del género como una instancia de la ideología.14
De hecho, el cambio en la conciencia feminista que se produce en esta década
puede decirse que ha comenzado (si se necesita una fecha) en 1981, el año de la
publicación de The Bridge Called My Back, la colección de escritos de las mujeres
radicales de color editado por Cherrie Moraga y Gloria Anzaldúa, la que fue seguida
en 1982 por la antología de Feminist Press editada por Gloria Hull, Patricia Bell Scott
y Barbara Smith con el titulo All the Women Are White, All the Blacks Are Men,
but Some of Us Are Brave.15 Fueron estos libros los que primero hicieron
asequibles para todas las feministas los sentimientos, los análisis y las posiciones
políticas de las feministas de color, y sus críticas del feminismo blanco, la corriente
principal. El cambio en la conciencia feminista que fue impulsado inicialmente por
trabajos como éstos resulta mejor caracterizado por la conciencia y el esfuerzo de
trabajar la complicidad del feminismo con la ideología, tanto con la ideología en
general (incluyendo el liberalismo clásico o burgués, el racismo, el colonialismo, el
imperialismo y, podría agregar también, con algunas salvedades, el humanismo)
como con la ideología de género en particular, es decir, con el heterosexismo.
Dije complicidad, no adhesión plena, porque es obvio que el feminismo y la
plena adhesión a la ideología de género, en las sociedades centradas en lo masculino,
son mutuamente excluyentes. Y agregaría, además, que la conciencia de nuestra
complicidad con la ideología de género y las divisiones y contradicciones que sirven

14
Acerca de la crítica feminista de la ciencia, FOX KELLER, Evelyn, Reflections on Gender
and Science, New Haven, Conn., Yale University Press, 1985 expresa: Una perspectiva
feminista acerca de la ciencia nos enfrenta a la tarea de examinar las raíces, las dinámicas
y las consecuencias de... lo que debe ser llamado el sistema ciencia-género. Esto nos
conduce a preguntarnos cómo las ideologías de género y ciencia se moldean una a la otra en
su construcción mutua, cómo la construcción funciona en nuestros acuerdos sociales y cómo
afecta a los varones y a las mujeres, a la ciencia y a la naturaleza (pág. 8). [Hay traducción
castellana, Reflexiones sobre género y ciencia, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim,
1989]. Desplazándonos desde la cuestión de la mujer en ciencia para examinar las distintas
epistemologías que animan la crítica feminista de la ciencia, HARDING, Sandra, The Science
Question in Feminism, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1986, plantea alguna
cuestiones teóricas cruciales considerando las relaciones entre conocimiento y ser, entre
epistemología y metafísica y las alternativas a las epistemologías dominantes desarrolladas para
justificar los modos de búsqueda de conocimiento de la ciencia y las formas de ser en el mundo
(pág. 24). Las críticas feministas de la ciencia, argumenta, han producido una colección de
cuestiones conceptuales que amenzan tanto a nuestra identidad cultural como a una sociedad
democrática y socialmente progresista, como a nuestro núcleo de identidades personales en
tanto individuos genéricamente diferentes (págs. 28-29). Es apropiada una última referencia
en este contexto: WARREN, Mary Ann, Gendercide, Towota, N.J., Rowman y Allanheld,
1985, un estudio sobre la creciente tecnología de la selección de sexo, reseñada por
MINDEN, Shelley, en The Women’s Review of Books, febrero de 1986, págs. 13-14.
15
This Bridge Called My Back fue publicado originalmente por Persephone Press en 1981.
Ahora está disponible en su segunda edición, reimpresa por Kitchen Table, Women of Color
Press, Nueva York, 1983.

17
a ella son lo que debe caracterizar hoy a todos los feminismos en los Estados Unidos,
ya no sólo a las mujeres de clase media blancas que fueron las primeras forzadas a
examinar nuestra relación con las instituciones, con las prácticas políticas, con los
aparatos culturales, y entonces también con el racismo, el antisemitismo, el hetero-
sexismo, el clasismo, etc.; porque la conciencia de complicidad con las ideologías
de género de sus culturas y subculturas particulares está también emergiendo en los
escritos más recientes de las mujeres negras y latinas y de aquellas lesbianas, de
cualquier color, que se identifiquen a sí mismas como feministas.16 Hasta qué grado
esta más nueva o emergente conciencia de complicidad actúa con o contra la
conciencia de opresión, es una cuestión central para la comprensión de la ideología
en estos tiempos posmodernos y poscoloniales.
Esta es la razón por la que a pesar de las divergencias, de las diferencias polí-
ticas y personales y del empeño que encierran a los debates feministas dentro y
a través de líneas sexuales, raciales y étnicas, podemos mantener la esperanza de
que el feminismo seguirá desarrollando una teoría radical y una práctica de
transformación sociocultural. Para que ello ocurra, sin embargo, debe retenerse la
ambigüedad del género; y esto es sólo aparentemente una paradoja. No podemos
resolver o disipar la incómoda condición de estar al mismo tiempo dentro y fuera
del género o bien por desexualizarlo (haciendo del género meramente una
metáfora, una cuestión de differánce, de efectos puramente discursivos) o por
androginizarlo (alegando la misma experiencia de condiciones materiales para
ambos sexos en una clase, raza o cultura determinada). Pero me he anticipado a
lo que discutiré más adelante. Me he extralimitado nuevamente, ya que no he
trabajado aún en la tercera proposición, la que establece que la construcción de
género a través de su representación continúa hoy tanto o más que en otros
tiempos. Comenzaré con un muy simple ejemplo cotidiano y luego continuaré con
pruebas más elevadas.

3. La mayoría de nosotras -las que somos mujeres; no se aplicará a quienes son


varones- cuando completa un formulario, probablemente examina el casillero F
antes que el M. Difícilmente ocurriría que marcáramos el M. Sería como hacer trampa
o, peor, como no existir, como borrarnos del mundo. (Para los varones marcar el
casillero F, aunque estuvieran tentados de hacerlo, tendría otra serie de implicaciones).
Porque en el preciso instante en que por primera vez marcamos el cuadradito al lado
de la F, ingresamos oficialmente en el sistema sexo-género, en las relaciones sociales
de género y devenimos en-gendradas [en-gendered] como mujeres; es decir, no es
sólo que las demás personas nos consideren mujeres, sino que desde ese momento
nosotras mismas nos hemos estado representando como mujeres. Ahora bien,

16
Ver, por ejemplo, CLARK, Cheryl, Lesbianism: An Act of Resistance, y QUINTANALES, Mirtha,
I Paid Very Hard for My Inmigrant Ignorance ambos en This Bridge Called My Back,
MORAGA, Cherrie From a Long Line of Vendidas, y RADFORD-HILL, Sheila, Considering
Feminism as a Model for Social Change, ambos en de LAURETIS, Feminist Studies/Critical
Studies, y BULKIN, Elly, BRUCE PRATT, Minnie y SMITH, Barbara, Yours in Struggle:
Three Feminist Perspectives on Anti-Semitism and Racism, Brooklyn, N.Y., Long Haul
Press, 1984.

18
pregunto, ¿no es eso lo mismo que decir que la F al lado del casillero que marcamos
al llenar el formulario se nos ha adherido como un vestido de seda mojado? ¿O que
mientras creíamos que marcábamos la F en el formulario, en realidad la F nos
marcaba a nosotras?.
Este es, por supuesto, el proceso descripto por Althusser con la palabra
interpelación, el proceso por el cual una representación social es aceptada y
absorbida por un individuo como su (de ella o de él) propia representación y así
volverse, para ese individuo, real, aún cuando en realidad es imaginaria. No obstante,
mi ejemplo es demasiado simple. No explica cómo se construye la representación
y cómo entonces se la acepta y se la absorbe. Para este propósito vayamos ante todo
a Michel Foucault.
El primer volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault ha tenido gran
influencia, en especial su atrevida tesis de que la sexualidad, comúnmente pensada
tanto natural como íntima y privada, es en realidad completamente construida en
la cultura de acuerdo con los propósitos políticos de la clase social dominante. El
análisis de Foucault comienza con una paradoja: las prohibiciones y regulaciones
relativas a los comportamientos sexuales, ya sean hablados por autoridades
religiosas, legales o científicas, lejos de constreñir o reprimir la sexualidad, por el
contrario la han producido y continúan haciéndolo en el sentido en que la maquinaria
industrial produce bienes o comodidades y al hacerlo, también produce relaciones
sociales.
De ahí la noción de tecnología del sexo, que define como un conjunto de
técnicas para maximizar la vida que han sido desarrolladas y desplegadas por la
burguesía desde finales del siglo XVIII para asegurar su supervivencia de clase y su
hegemonía permanente. Esas técnicas involucran la elaboración de discursos
(clasificación, medición, evaluación, etc.) acerca de cuatro figuras privilegiadas u
objetos de conocimiento: la sexualización de los niños y del cuerpo femenino, el
control de la procreación y la psiquiatrización del comportamiento sexual anómalo
como perversión. Estos discursos implementados a través de la pedagogía, la
medicina, la demografía y la economía, fueron fijados o sostenidos por las
instituciones del estado y se tornaron especialmente focalizados en la familia;
sirvieron para difundir e implantar, en el sugestivo término foucaultiano, esas
figuras y modos de conocimiento en cada individuo, familia e institución. Esta
tecnología, remarcó, hizo del sexo no sólo un asunto secular, sino también un
asunto del estado; para ser más exactos, el sexo se convirtió en una materia que
requería del cuerpo social en su totalidad y virtualmente de todos sus individuos,
que se pusieran a sí mismos bajo vigilancia.17

17
FOUCAULT, M., The History of Sexuality, pág. 116. El parágrafo precedente aparece
también en otro ensayo de este volumen, The Violence of Rethoric, [hay traducción castellana,
La violencia de la retórica. Consideraciones sobre representación y género, en TRAVESÍAS, Año
2, nº 2, (octubre 1994)] escrito antes que este trabajo, cuando primero consideré la
aplicabilidad de la noción de Foucault de tecnología de sexo para la construcción del género.
Escribí: Así como es iluminador su trabajo para nuestra comprensión de los mecanismos de
poder en las relaciones sociales, su valor crítico está limitado por su descuido por lo que, después
de él, podríamos llamar la tecnología del género, las técnicas y estrategias discursivas por
las cuales es construido el género.

19
La sexualización del cuerpo femenino ha sido ciertamente una figura u objeto
de conocimiento favoritos en los discursos de la ciencia médica, la religión, el arte,
la literatura, la cultura popular, etc. Desde Foucault han aparecido varios estudios
que consignan el tema, más o menos explícitamente, en su esquema histórico
metodológico;18 pero la conexión entre mujer y sexualidad y la identificación de lo
sexual con el cuerpo femenino, tan penetrante en la cultura occidental, había sido,
desde hacía mucho, una preocupación mayor de la crítica feminista y del
movimiento de mujeres con independencia de Foucault, por supuesto. En particular
la crítica de cine feminista se había ocupado de ese tema con un esquema
conceptual que, aunque no procedía de Foucault, no era, sin embargo, del todo
disímil.
Desde un tempo antes de la publicación del primer volumen de Historia de
la sexualidad en Francia (La volonté de savoir, 1976) las teóricas feministas del
cine habían estado escribiendo acerca de la sexualización de la estrella femenina en
la narrativa del cine y analizando las técnicas cinemáticas (iluminación, encuadre,
edición, etc.) y los códigos cinemáticos específicos (por ejemplo, el sistema de la
mirada) que construye a la mujer como imagen, como el objeto de la mirada
voyeurista del espectador; y habían desarrollando un relevamiento y una crítica de
los discursos psico-sociales, estéticos y filosóficos que subyacen en la representación
del cuerpo femenino como el sitio primario de la sexualidad y del placer visual.19
El entender al cine como una tecnología social, como un aparato cinemático fue
desarrollado en la teoría del cine contemporáneamente con el trabajo de Foucault,
pero independientemente de él; más bien, como la palabra apparatus sugiere, fue
influenciado directamente por el trabajo de Althusser y Lacan.20 Hay pocas dudas,
en todo caso, de que el cine -el aparato cinemático- es una tecnología de género
como he argumentado a lo largo de Alicia ya no, espero que convincentemente,
si bien no con estas mismas palabras,
La teoría del aparato cinemático está más interesada que la de Foucault en
responder a ambas partes de la pregunta de la que partí: no sólo cómo es construida
por la tecnología dada la representación del género, sino también cómo es asimilada
subjetivamente por cada individuo al que esa tecnología se dirige. Para la segunda
parte de la cuestión, la noción crucial es el concepto de espectador/a, que la teoría

18
Por ejemplo, POOVER, Mary, Scenes of an Indelicate Character: The Medical Treatment of
Victorian Women, REPRESENTATIONS, nº 14 (Spring 1986) 137-68; y DOANE, Mary Anne Clinical
Eyes: The Medical Discourse, un capítulo de su libro The Desire to Desire: “The Woman’s
Film” of the 1940s, Bloomington, Indiana University Press, 1987.
19
Aunque pueden encontrarse referencias más detalladas del trabajo feminista en cine en Alice
Doesn’t, deseo mencionar dos textos críticos fundamentales, ambos publicados en 1975 (el
año en que Surveiller et Punir [Discipline and Punish] de Foucault apareció por primera
vez en Francia) [Hay traducción castellana, Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI]: MULVEY,
Laura, Visual Pleasure and Narrative Cinema, SCREEN 16, nº 3 (Agosto 1975), 6-18; y HEATH,
Stephen, Narrative Space, ahora en Questions of Cinema, Bloomington, Indiana University
Press, 1981, págs. 19-75.
20
de LAURETIS, Teresa y HEATH, Stephen, eds., The Cinematic Apparatus, London,
Macmillan, 1980.

20
feminista del cine ha establecido como concepto generizado, es decir, los modos
en los cuales cada espectador/a individual es apelado por la película, los modos en
los cuales su identificación (femenina o masculina) es solicitada y estructurada en
el film mismo,21 están íntima e intencionalmente, conectados con el género del
espectador/a, aunque no siempre explicitamente. En ambos, en los escritos críticos
y en las prácticas del cine de mujeres, la exploración de la condición de espectadora
femenina está dándonos un análisis sutilmente articulado, de las modalidades de ver
cine por las mujeres y formas cada vez más sofisticadas de dirección al hacer cine
(como se discute en los capítulos 7 y 8).
Este trabajo crítico está produciendo un conocimiento del cine y de la
tecnología del sexo al que la teoría de Foucault no podría conducir, en sus propios
términos, ya que ahí la sexualidad no es entendida como generizada, como teniendo
una forma masculina y una forma femenina, sino que se la toma como una y la misma
para todos y, consecuentemente, como masculina (discusiones posteriores sobre
este punto se encontrarán en el capítulo 2). No estoy hablando de la libido, que
Freud decía que era sólo una, y pienso que puede haber estado en lo cierto. Estoy
hablando aquí de la sexualidad como una construcción y una (auto)representación,
y que ambas sí tienen una forma femenina y una forma masculina, a pesar de que
en el esquema mental centrado en lo masculino o patriarcal la forma femenina es
una proyección de la masculina, su opuesto complementario, su extrapolación, la
costilla de Adán, como se suele decir. Así que, aún cuando esté localizada en el
cuerpo de la mujer (vista, escribió Foucault, como completamente saturada con
la sexualidad, pág. 104), la sexualidad es percibida como un atributo o una
propiedad del varón.
Como Lucy Bland afirma en respuesta a un artículo sobre la construcción
histórica de la sexualidad en términos foucaultianos -un artículo que no
sorprendentemente omite lo que ella considera uno de los aspectos centrales de
la construcción histórica de la sexualidad, es decir su construcción como género
específico- las concepciones variadas de la sexualidad a través de la historia
occidental, aunque diversas entre sí, se han basado en el contraste permanente
entre la sexualidad masculina y la femenina.22 En otras palabras, la sexualidad
femenina ha sido invariablemente definida en contraste tanto como en relación al
varón. La concepción de la sexualidad sostenida por las feministas de la primera ola,
hacia el cambio de siglo, no fue una excepción: si ellas reclamaban la castidad y
se oponían a toda actividad sexual porque degrada a las mujeres al nivel de los
varones, o si clamaban por una libre expresión de la función natural y calidad
espiritual del sexo de parte de las mujeres, era porque el sexo significaba

21
En el texto fílmico en particular, pero siempre por medio del aparato completo, incluyendo
los géneros cinemáticos, la industria fílmica, y la historia de la máquina-
cinematográfica completa, como Stephen Heath la ha definido. (The Cinematic
Apparatus: Technology as Historical and Cultural Form, en de LAURETIS y HEATH, The
Cinematic Apparatus, pág. 7).
22
BLAND, Lucy, The Domain of the Sexual: A Response, SCREEN EDUCATION, nº 39 (Summer 1981),
pág. 56. En el texto están incluidas referencias subsiguientes de este trabajo.

21
intercambio heterosexual y primariamente penetración. Es recién en el feminismo
contemporáneo que han aparecido las nociones de una sexualidad de las
mujeres diferente o autónoma y de identidades sexuales no-masculino- relacionadas.
Pero igual, Bland observa, el desplazamiento del centro de la escena sexual del
acto sexual como penetración queda como una tarea que aún hoy nos preocupa
(pág. 67).

La polaridad masculino/femenino ha sido y sigue siendo un tema central en casi todas


las representaciones de la sexualidad. Para el “sentido común”, la sexualidad
masculina y la femenina se erigen como distintas: la sexualidad masculina es
entendida como activa, espontánea, genital, fácilmente elevada por “objetos” y
fantasías, mientras que la femenina es pensada en términos de su relación con la
sexualidad masculina, básicamente como expresión y respuesta al varón. (pág. 57)

De aquí la paradoja que estropea la teoría de Foucault, al igual que otras teorías
contemporáneas radicales pero androcéntricas: para combatir la tecnología social
que produce la sexualidad y la opresión sexual, esas teorías (y sus políticas
respectivas), negarán al género. Pero negarlo es ante todo negar las relaciones
sociales de género que constituyen y legitiman la opresión sexual de las mujeres
y, en segundo lugar, negar al género es permanecer en la ideología una ideología
que (ni coincidentemente ni, por supuesto, intencionalmente) en forma manifiesta
está al auto-servicio de los sujetos generizados masculinos.
En su libro colectivo, las autoras de Changing the Subject discuten acerca de
la importancia y los límites de la teoría del discurso y desarrollan sus propias
propuestas teóricas desde una crítica pero también desde una aceptación de las
premisas básicas del postestructuralismo y la deconstrucción.23 Por ejemplo,
aceptan la destitución postestructuralista del sujeto unitario y la revelación de su
carácter constituyente y no constituido, (pág. 204) pero mantienen que la
deconstrucción del sujeto unificado, el individuo burgués (el sujeto-como-agente)
no es suficiente para una comprensión precisa de la subjetividad. En particular, el
capítulo de Wendy Hollway Gender difference and the production of subjetivity
postula que lo que cuenta para el contenido de la diferencia de género son los
significados genérico-diferenciados y las posiciones permitidas diferentemente a los
varones y a las mujeres en el discurso. Así, por ejemplo, como todos los discursos
sobre la sexualidad son genéricamente diferenciados y en consecuencia múltiples
(hay al menos dos en cada instancia específica o momento histórico), las mismas
prácticas de (hetero)sexualidad son, del mismo modo, para significar diferentemente
a mujeres y a varones, porque ellos están siendo leídos a través de discursos
diferentes (pág. 237).
El trabajo de Hollway concierne al estudio de las relaciones heterosexuales
como el sitio primario donde la diferencia de género es re-producida (pág. 228)

23
HENRIQUES, Julian, HOLLWAY, Wendy, URWIN, Cathy, VENN, Couze y WALKERDINE,
Valerie, Changing the Subject: Psychology, social regulation and subjectivity,
London, Methuen, 1984. Subsiguientes referencias a este trabajo se incluyen en el texto.

22
y se basa en el análisis de materiales empíricos extraídos de relatos de individuos
de sus propias relaciones heterosexuales. Su proyecto teórico es ¿cómo podemos
entender la diferencia de género de una manera que pueda dar cuenta de los
cambios?.

Si no hacemos esta pregunta, el cambio de paradigma desde una teoría biologicista


a una del discurso de la diferencia de género, no constituye un gran avance. Si el
concepto de discursos es sólo un reemplazo de la noción de ideología, entonces nos
quedamos con una de dos posibilidades. O la explicación ve a los discursos como
repitiéndose mecánicamente a sí mismos, o -y esta es la tendencia de la teoría
materialista de la ideología- los cambios en la ideología se siguen de cambios en las
condiciones materiales. De acuerdo a tal uso de la teoría del discurso la personas son
víctimas de ciertos sistemas de ideas que están fuera de ellas. El determinismo
discursivo surge en contra del viejo problema de la agencia, típico de toda suerte de
determinismos sociales. (pág. 237)

La “laguna” en la teoría foucaultiana, como ella la ve, consiste en su explicación


de los cambios históricos en los discursos. El acentúa la relación mutuamente
constitutiva entre poder y conocimiento: cómo cada uno constituye al otro para
producir las verdades de una época particular. Antes que igualando poder y
opresión, Foucault los ve como productores de significados, valores,
conocimientos y prácticas, pero ni positivos ni negativos intrínsecamente. Sin
embargo, Hollway advierte, él todavía no da cuenta acerca de cómo la gente es
constituida como resultado de ciertas verdades que se vuelven corrientes antes
que de otras (pág. 237). Ella entonces reformula, y redistribuye, la noción de poder
de Foucault sugiriendo que el poder es lo que motiva (y no necesariamente de
una manera conciente o racional) las “investiduras” individuales en posiciones
discursivas. Si en cualquier momento hay algunos discursos sobre la sexualidad
rivales y hasta contradictorios -más que una única, abarcadora o monolítica
ideología- entonces lo que hace que uno/a tome una posición en un cierto discurso
antes que otra es una “investidura” (este término traduce el alemán Besetzung, una
palabra usada por Freud y convertida al inglés como catexia), algo entre un
compromiso emocional y un interés creado, en el poder relativo (la satisfacción,
el premio, la retribución) que esa posición promete (pero que no necesariamente
siempre satisface).
El de Hollway es un intento interesante de reconceptualizar el poder de tal
manera que la agencia (antes que la elección) pueda existir para el sujeto, y
especialmente para aquellos sujetos que han sido (percibidos como) “víctimas” de
la opresión social o inhabilitados especialmente por el monopolio discursivo del
poder-saber. Esto no sólo puede explicar por qué, por ejemplo, las mujeres (que
son personas de un género) han tenido históricamente diferentes investiduras y así
han tomado posiciones diferentes de género y de prácticas sexuales e identidades
(celibato, monogamia, no monogamia, frigidez, rol sexual actuado [sexual-role
playing], lesbianismo, heterosexualidad, feminismo, antifeminismo, posfeminismo,
etc.), sino que también permite explicar, a la vez, el hecho de otras dimensiones
mayores de diferencia social tales como clase, raza y edad intersectadas con
género para favorecer o no ciertas posiciones (pág. 239), tal como Hollway sugiere.

23
Sin embargo, su conclusión de que cada relación y cada práctica es un lugar de
cambios potenciales tanto como de reproducción no dice qué relación con la
potencialidad para el cambio en las relaciones de género -si es un cambio tanto de
conciencia como un cambio en la realidad social- puede ofrecer resistencia a la
hegemonía de los discursos.
¿Cómo los cambios en la conciencia afectan o producen cambios en los
discursos dominantes? O de otra manera, ¿las investiduras de quiénes reditúan mayor
poder relativo? Por ejemplo, si decimos que ciertos discursos y prácticas, si bien
marginales con referencia a instituciones, pero no obstante disruptivos u oposicionales
(por ejemplo, el de las mujeres de cine y el de los colectivos de salud, las revisiones
por parte de los Women’s Studies y de los Afro-American Studies del canon
literario y de los planes de estudio, la creciente crítica del discurso colonial) tienen
el poder de “implantar” nuevos objetos y modos de conocimiento en sujetos
individuales ¿se sigue que estos discursos de resistencia o contra-prácticas (como
Claire Johnston llamó al cine de los años 70 “contra-cine”) pueden volverse
dominantes o hegemónicos? Y si es así ¿cómo? ¿O no necesitan volverse dominantes
para que cambien las relaciones sociales? Y si no, ¿cómo cambiarán las relaciones
sociales de género? Puedo resumir estas preguntas en una como sigue: si, como
Hollway escribe, la diferencia de género es...reproducida en las interacciones
cotidianas de las parejas heterosexuales, a través de la negación del carácter
relacional de la subjetividad, no unitario, no racional (pág. 252), ¿que persuadirá
a las mujeres a investir otras posiciones, otras fuentes de poder capaces de cambiar
las relaciones de género, cuando ellas hubieran asumido la posición corriente (de
hembra en la pareja), en primer lugar porque esa posición les permite, como
mujeres, un cierto poder relativo?
Lo que estoy tratando de decir, por más que acuerdo con Hollway en la mayor
parte de su argumentación y a pesar que me agrada su esfuerzo por redistribuir el
poder entre la mayoría de nosotras, es que para teorizar como positivo el poder
“relativo” de los/las oprimidos/as por las relaciones sociales corrientes se necesita
algo más radical, o quizás más drástico, de lo que ella parece querer asegurar. El
problema se agrava por el hecho de que las investiduras estudiadas por Hollway se
consiguen y se afianzan por medio de un contrato heterosexual; es decir, su objeto
de estudio es el lugar mismo en el cual las relaciones sociales de género y, por lo
tanto, la ideología de género son re-producidas en la vida cotidiana. Cualquier
cambio que pueda resultar en eso, no obstante que pueda ocurrir, es semejante a
cambios en la “diferencia de género”, precisamente, más que cambios en las
relaciones sociales de género: cambios, en suma, en la dirección de mayor o menor
“igualdad” de las mujeres con los varones.
Aquí el problema está puesto claramente en evidencia, en la noción de la(s)
diferencia(s) sexual(es), su fuerza conservadora limitando y trabajando contra el
esfuerzo de repensar sus propias representaciones. Creo que para imaginar al
género (varones y mujeres) de otra manera, y (re)construirlo en otros términos que
aquellos dictados por el contrato patriarcal, debemos dejar el esquema de referencia
centrado en lo masculino en el cual género y sexualidad son (re)producidos por el
discurso de la sexualidad masculina o, como Luce Irigaray ha escrito tan bien, de la
hom(m)osexualidad. Este ensayo podría constituir un mapa aproximado de los
primeros pasos de la salida.

24
Desde otro marco de referencia completamente distinto, Monique Wittig ha
subrayado el poder de los discursos para “hacer violencia” en la gente, una violencia
que es material y física, aunque producida tanto por los discursos abstractos y
científicos como por los discursos de los medios masivos de comunicación.

Si el discurso de los sistemas teóricos modernos y de la ciencia social ejerce(n) poder


sobre nosotros, es porque trabajan con conceptos que nos tocan estrechamente...
Funcionan como conceptos primitivos en un conglomerado de toda clase de disciplinas,
teorías e ideas corrientes que llamaré el pensamiento conservador. (Ver El pensamiento
salvaje de Claude Lévi-Strauss). Ellos conciernen a mujeres, hombres, sexo,
diferencia y toda la serie de conceptos que soportan esa marca, incluyendo a otros
tales como historia, cultura y lo real. Y a pesar de que ha sido acep-tado en años
recientes que no hay cosas tales como la naturaleza, que todo es cultura, permanece
allí dentro de esa cultura un núcleo de naturaleza que resiste el examen, una relación
excluida de lo social en el análisis; una relación cuya característica está ineluctablemente
en la cultura tanto como en la naturaleza y que es la relación heterosexual. La llamaré,
la relación obligatoria entre varón y mujer.24

Afirmando que los discursos de la heterosexualidad nos oprimen en el sentido


en que nos previenen de hablar a menos que hablemos en sus términos (pág. 105),
Witting recobra el sentido de la opresión del poder tal como está imbricado en los
conocimientos controlados institucionalmente, un sentido que de alguna manera se
había perdido al dar lugar al énfasis de la versión foucaultiana del poder como
productivo y, en consecuencia, como positivo. Mientras que sería difícil refutar
que el poder es productor de conocimientos, significados y valores, parece bastante
obvio que debemos distinguir entre los efectos positivos y los opresivos de tal
producción. Y esto no es una cuestión para la práctica política únicamente, sino,
como Wittig nos recuerda enérgica-mente, es especialmente una cuestión para
plantearse respecto de la teoría.
Reescribiré, entonces, mi tercera proposición: La construcción de gé-
nero prosigue hoy a través de varias tecnologías de género (por ejem-
plo, el cine) y de discursos institucionales (por ejemplo, teorías) con
poder para controlar el campo de significación social y entonces pro-
ducir, promover e “implantar” representaciones de género. Pero los
términos de una construcción diferente de género también subsisten en
los márgenes de los discursos hegemónicos. Ubicados desde afuera del
contrato social heterosexual e inscriptos en las prácticas micropolíticas,
estos términos pueden tener también una parte en la construcción del
género, y sus efectos están más bien en el nivel “local” de las resistencias,
en la subjetividad y en la auto-representación. Retomaré este punto en
la sección 4.
En el último capítulo de Alicia ya no, usé el término experiencia para
designar al proceso por el cual se construye la subjetividad para todos los seres

24
WITTIG, Monique, The Straight Mind, FEMINIST ISSUES, nº1 (Summer 1980), 106-107. Subsiguientes
referencias a este trabajo se incluyen en el texto.

25
sociales. Buscaba definir la experiencia más precisamente como un complejo de
efectos de significado, hábitos, disposiciones, asociaciones y percepciones, resultantes
de la interacción semiótica del yo y del mundo externo (en palabras de Ch. Peirce).
La constelación o configuración de efectos de significado que llamo experiencia
cambia y es reformada continuamente para cada sujeto con su compromiso
continuo con la realidad social, una realidad que incluye -y para las mujeres,
centralmente- las relaciones sociales de género. Porque, tal como empecé a
argumentar en ese libro siguiendo las visiones críticas de Virginia Woolf y Catherine
Mac Kinnon, la subjetividad y la experiencia femeninas descansan necesariamente
en una relación específica con la sexualidad. Y aunque desarrollada insuficientemente,
esta observación me sugiere que lo que estoy tratando de definir con la noción de
un complejo de hábitos, asociaciones, percepciones y disposiciones que la en-
gendran a una como mujer, lo que estaba tratando de dar a entender era
precisamente la experiencia de género, los efectos de significado y las auto-
representaciones producidas en el sujeto por las prácticas socioculturales, los
discursos y las instituciones dedicadas a la producción de mujeres y varones. Y
seguramene no fue casual, entonces, que mi análisis haya sido concerniente al cine,
a la narrativa y a la teoría. Porque ellas mismas son, por supuesto, tecnologías de
género.
Ahora bien, afirmar que la teoría (un término genérico para cualquier discurso
teorético que procure dar cuenta de un objeto particular de conocimiento, y en
realidad construya ese objeto en un campo de significado como su propio dominio
de conocimiento, el dominio llamado frecuentemente disciplina) es una tecnología
de género puede parecer paradójico, dado el hecho que he lamentando a través
de la mayoría de estas páginas; es decir, que las teorías que están disponibles para
ayudarnos y que delinean el pasaje desde la sociabilidad a la subjetividad, desde los
sistemas simbólicos a la percepción individual o desde las representaciones
culturales a la auto-representación -un pasaje en espacios discontinuos, debería
decir- son o bien indiferentes al género o incapaces de conceptualizar un sujeto
femenino.25 Son indiferentes al género, como las teorías de Althusser y de Foucault,
o los trabajos tempranos de Julia Kristeva o de Umberto Eco; o bien, si efectivamente
se preocupan por el género, como lo hace la teoría freudiana del psicoanálisis (más
que cualquier otra, en realidad, con excepción de la teoría feminista), y si
efectivamente ofrecen entonces un modelo para la construcción del género en la
diferencia sexual, sin embargo, su diseño del terreno entre la sociabilidad y la
subjetividad es tal que deja al sujeto femenino irremediablemente prisionero en los
pantanos patriarcales o varado en alguna parte entre el demonio y el profundo mar
azul. Sin embargo, y éste es mi argumento en este libro ambos tipos de teorías y
las ficciones que ellas inspiran, contienen y promueven alguna representación de
género, no menos que lo que hace el cine.

25
Puede también sonar paradójico afirmar que la teoría es una tecnología social en vista de la
creencia común que la teoría (y en forma similar la ciencia) es lo opuesto a la técnica, al
empírico saber-cómo, pericia manual, conocimiento práctico o aplicado, en resumen, todo
lo que se asocia al término tecnología. Pero confío que todo lo dicho tan largamente en
este ensayo me exime de la obligación de definir otra vez lo que entiendo por tecnología.

26
Un ejemplo es el trabajo iluminador de Kaja Silverman sobre subjetividad y
lenguaje en psicoanálisis. Al afirmar que la subjetividad es producida a través del
lenguaje y que el sujeto humano es semiótico y, por tanto, también un sujeto
generizado, Silverman hace un esfuerzo valiente, en sus palabras, para crear un
espacio para el sujeto femenino dentro de [sus] las páginas, aunque este espacio
fuera solo negativo.26 Y, por cierto, en el esquema lacaniano de su análisis, la
cuestión de género no encaja, y el sujeto femenino puede ser definido sólo
vagamente como un punto de resistencia (pág. 144, pág. 232) a la cultura patriarcal,
como potencialmente subversivo (pág. 233), o como estructurado negativamente
en relación al falo (pág. 191). Esta negatividad de la mujer, su carencia o
trascendencia de las leyes y procesos de significación tiene una contraparte en la
teoría psicoanalítica postestructuralista, en la noción de femineidad como una
condición privilegiada, una cercanía a la naturaleza, el cuerpo, el costado maternal
o el inconciente. Sin embargo, estamos prevenidas, esta femimeidad es puramente
una representación, una posicionalidad dentro del modelo fálico de deseo y
significación; no es una cualidad o una propiedad de las mujeres. Lo que equivale
a decir que la mujer, como sujeto de deseo o de significación, es irrepresentable,
o, mejor, que en el orden fálico de la cultura patriarcal y en su teoría, la mujer es
irrepresentable excepto como representación.
Pero aún cuando difiere de la versión lacaniana predominante en crítica literaria
y teoría del cine, y aún cuando efectivamente pone la cuestión de cómo una se
convierte en una mujer (como hace, por ejemplo, la teoría de las relaciones
objetales, que ha interesado a las feministas tanto, si no más, que Lacan o Freud),
el psicoanálisis define a la mujer en relación con el hombre, desde dentro del
mismo esquema de referencia y con las categorías analíticas elaboradas para dar
cuenta del desarrollo psicosocial del varón. Esta es la razón por la que el psicoanálisis
no se dirige, no puede dirigirse, a la compleja y contradictoria relación de las mujeres
con la Mujer, que en cambio define como una simple ecuación: mujeres = Mujer =
Madre. Y ése, tal como he sugerido, es uno de los efectos más profundamente
arraigados de la ideología de género.
Antes de pasar a considerar las representaciones de género que están
contenidas en otros discursos corrientes, de interés para el feminismo, deseo volver
brevementee a mi propia posición vis-à-vis el problema de comprender al género
tanto a través de una lectura crítica de la teoría como a través de las configuraciones
cambiantes de mi experiencia como feminista y como teórica. Si no pude dejar de
ver, aunque no lo haya podido formular en mis primeros trabajos, que el cine y las
teorías narrativas eran tecnologías de género,27 no fue sólo porque había leído a
Foulcault y a Althusser (que no habían dicho nada acerca del género) y a Woolf y
a MacKinnon (que sí lo hicieron), sino también porque había absorbido como mi
experiencia (a través de mi propia historia y compromiso en la realidad social y en

26
SILVERMAN, Kaja, The Subject of Semiotics, Nueva York, Oxford University Press, 1983,
pág. 131. Subsiguientes referencias a este trabajo, se incluyen en el texto.
27
Encuentro que escribí lo siguiente, por ejemplo: La narrativa y el cine apelan al
consentimiento de las mujeres y por un excedente de placer esperan seducir a las mujeres en
la femineidad, (Alice Doesn’t, pág. 10).

27
los espacios generizados de las comunidades feministas) el método analítico y crítico
del feminismo: la práctica de la auto-conciencia. Porque la comprensión de la
propia condición personal como mujer en términos sociales y políticos y la constante
revisión, revaluación y reconceptualización de esa condición en relación a la
comprensión de otras mujeres de sus posiciones sociosexuales, generan un modo
de aprehensión de toda realidad social que se deriva de la conciencia de género. Y
desde esta aprehensión, desde este conocimiento personal, íntimo, analítico y
político de la fuerza penetrante del género, no hay retorno a la inocencia de la
“biología”.
Esta es la causa por la que encuentro imposible compartir las creencias de
algunas mujeres en un pasado matriarcal o en un contemporáneo reino “matrístico”
presidido por la Diosa, un reino de tradición femenina, marginal y subterráneo y, más
aún, positivo y bueno, amante de la paz, ecológico, matrilineal, matrifocal, no indo-
europeo, etc.; en suma, un mundo no tocado por la ideología, la lucha racial y de
clase ni por la televisión; un mundo no problematizado por las demandas
contradictorias y las gratificaciones opresivas del género tal como yo, y seguramente
esas mujeres también, experimentamos cotidianamente. Por otra parte, y en gran
medida por las mismas razones, encuentro igualmente imposible dar lugar al género
ni como una idea esencialista y mítica del tipo que acabo de describir, ni como la
idea liberal-burguesa estimulada por los anuncios de los medios: algún día, pronto
quizás, las mujeres tendrán sus carreras, sus propios apellidos y su propiedad, hijos/
as, maridos y/o amantes femeninas de acuerdo a sus preferencias y todo sin alterar
las relaciones sociales existentes y las estructuras heterosexuales a las que nuestra
sociedad, y muchas otras, están atadas firmemente.
Aún este escenario que, honestamente debo admitir, asoma suficientemente
a menudo en el fondo de un cierto discurso feminista sobre el género, aún este
Estado Ideal de igualdad de género, no es suficiente para disuadirme de afirmar al
género como una cuestión radical para la teoría feminista. Y así llego a la última de
las cuatro proposiciones.

4. El estado ideal de igualdad de género, tal como acabo de describir, es un


blanco fácil para los deconstructivistas. Concedido. (A pesar de que no es del todo
una figura de paja porque es una representación real, es como si lo fuera:
simplemente vaya al cine en su próxima salida y podrá verla). Pero además de los
ejemplos flagrantes de la representación ideológica del género en cine, donde la
intencionalidad de la tecnología está virtualmente puesta en primer plano en la
pantalla; y además del psicoanálisis, cuya práctica médica es más una tecnología de
género que su teoría, hay otros sutiles esfuerzos para contener el trauma del género:
la ruptura potencial del tejido social y del privilegio del varón blanco que podría
sobrevenir si se difundiera esta crítica feminista de género como producción ideo-
tecnológica.
Consideremos, por ejemplo, la nueva ola de escritos críticos masculinos sobre
el feminismo que han aparecido últimamente. Filósofos varones escribiendo como
mujer, críticos varones leyendo como una mujer, varones en el feminismo. ¿Qué es
esto? Claramente es un hommage (el juego de palabras es demasiado tentador como
para no hacerlo) ¿pero para qué fin? Porque la mayor parte en forma de menciones

28
breves o de escritos ocasionales, esos trabajos no avalan ni valorizan en los medios
académicos el proyecto feminista per se. Lo que ellos valoran o legitiman son ciertas
posiciones dentro del feminismo académico, esas posiciones que sirven o bien a uno
o a ambos: a los intereses críticos personales y a los asuntos teóricos androcéntricos.28
Como se señala en la introducción a la reciente colección de ensayos sobre
Gender and Reading, hay evidencia de que los varones son “lectores resistentes”
de la ficción de las mujeres. Más exactamente, no es que los varones no puedan
leer los textos de las mujeres, en realidad es que no quieren.29 En la medida en
que la teoría avanza, la evidencia es muy fácil de comprobar mediante una rápida
ojeada al índice de nombres de cualquier libro que no se identifique a sí mismo
específicamente como feminista. La pobreza de referencias tanto a críticas femeninas
como feministas es tan consistente que una podría estar tentada, como hizo Elaine
Showalter, de dar la bienvenida al pasaje a la crítica feminista por parte de
(prominentes) teóricos varones.30 Y la tentación puede ser irresistible si, como los
editores de Gender and Reading, uno/a está interesado/a en que esas discusiones
de diferencia de género no impidan el reconocimiento de la variabilidad
individual y del suelo común compartido por todos los humanos (pág. xxix;
énfasis agregado).

28
Ver SHOWALTER, Elaine, Critical Cross-Dressing: Male Feminists and the Woman of the Year,
Raritain 3, nº 2 (1983), 130-49; SPIVAK, Gayatri Chakravorty Displacement and the Discourse
of Woman in Desplacement: Derrida and After, ed. KRUPNICK, Mark, Bloomington,
Indiana University Press, 1983, págs. 169-95; RUSSO, Mary, Female Grotesques: Carnival and
Theory, en de LAURETIS, Feminist Studies/Critical Studies, págs. 213-229; y JARDINE,
Alice et al, eds., Men on Feminism, Nueva York, Methuen, 1987.
29
FLYAN, Elizabeth A. y SCHWEICKART, Patrocinio P. eds., Gender and Reading: Essays
on Readers, Texts and Contexts, Baltimore, John Hopkins University Press, 1986, p. xviii.
Este pasaje en la introducción remite específicamente al ensayo de FETTERLEY, Judith,
Reading about Reading, págs. 147-64. Referencias subsiguientes a este volumen están
incluidas en el texto. El énfasis programático de tal rechazo está corroborado por la evidencia
histórica que Sandra Gilbert y Susan Gubar aportan para documentar la formación de una
respuesta retrógrada de misoginia intensificada con la cual los escritores (modernistas) varones
saludaron la entrada de las mujeres en el mercado literario desde finales del siglo diecinueve,
en su ensayo Sexual Linguistics: Gender, Language, Sexuality, New Literary History 16, nº
3 (Spring 1985), 524.
30
SHOWALTER, Critical Cross-Dressing, pág. 131. Sin embargo, como Gilbert y Gubar también
señalan, tal movimiento no es inaudito o necesariamente desinteresado. Puede ser -¿y por
qué no?- que el esfuerzo de los escritores (varones) europeos desde la Edad Media por
transformar la materna lingua, o lengua materna (la vernácula) en un cultivado patrius sermo,
o habla paterna (en los términos de Walter Ong), como un instrumento más adecuado para
el arte, haya sido un esfuerzo para sanar lo que Gilbert y Gubar llamaron la herida lingüística
masculina”: “Duelo y vigilia por el patrius sermo perdido, modernistas y posmodernistas
masculinos transforman la vernácula materna en una nueva aurora del patriarcado en la
que pueden despertar los viejos poderes de la Palabra del Padre, GILBERT y GUBAR, Sexual
Linguistics, págs. 534-35.

29
Los límites y el riesgo de esta visión del género como diferencia genérica
aparecen especialmente manifiestas cuando, en uno de los ensayos de la colección
que propone A Theory for Lesbian Readers, Jean Kennard se encuentra acordando
con Jonathan Culler (según Showalter) y re-inscribe sus palabras y las de él en las
suyas propias: Leer como una lesbiana no es necesariamente lo que ocurre cuando
una lesbiana lee...La hipótesis de una lectora lesbiana [es lo que] cambia nuestra
aprehensión de un texto dado.31 Irónicamente, o, diría mejor, gracias a la mano de
Dios, este último enunciado contradice y va en dirección opuesta al propio proyecto
crítico de Kennard, claramente establecido unas pocas páginas antes: Lo que deseo
sugerir aquí es una teoría acerca de la lectura que no simplifique demasiado el
concepto de identificación, que no subsuma la diferencia lesbiana bajo un
universal femenino...Es un intento de sugerir una manera en que las lesbianas
podrían releer y escribir acerca de los textos. (pág. 66)
La ironía está en que el enunciado de Culler -en la línea de la desconstrucción
derrideana, que es el contexto de esta afirmación- intenta hacer al género sinónimo
de la(s) diferencia(s) discursiva(s), diferencias que son efectos del lenguaje o de
posiciones en el discurso, y así ciertamente independientes del género del lector
(esta noción de diferencia ya fue mencionada a propósito de la crítica que le hizo
Michèle Barret). Lo que Kennard está sugiriendo, entonces, es que Culler puede leer
no sólo como una mujer sino también como una lesbiana, y eso subsumiría la
diferencia lesbiana no sólo bajo un universal femenino sino también bajo el
universal masculino (que el mismo Jonathan Culler podría no aceptar representar,
en nombre de la différance). La mano de Dios es bienvenida porque el presentimiento
crítico y la presunción inicial de Kennard (que las lesbianas leen en forma diferente
de las mujeres comprometidamente heterosexuales tanto como de los varones) son
muy correctas, en mi opinión; solamente, deben ser justificadas, o rendir cuenta por
otros medios que las teorías masculinas de la lectura o la psicología de la Gestalt
(porque además de Lacan y Derrida, por vía de Culler, Kennard extrae su teoría de
la lectura polar de la teoría de Joseph Zinker sobre las características opuestas o
polaridades). Para los propósitos del tema que estamos tratando, la mano de Dios
puede ser personificada en la evaluación crítica que hace Tania Modleski de la
hipótesis Showalter-Culler:

Para Culler, cada etapa de la crítica feminista vuelve cada vez más problemática la
idea de “experiencia de mujeres”. Poniendo en cuestión esta noción, Culler logra abrir
un espacio para las interpretaciones feministas masculinas de los textos literarios. Así,
en un punto él cita la observación de Peggy Kamuf acerca del feminismo como una

31
KENNARD, Jean E., Ourselves behind Ourselves: A Theory for Lesbian Readers, en FLYNN y
SCHWEICKART, Gender and Reading, pág. 71. Aquí Kennard cita y readapta (al reemplazar
la palabra mujer por la palabra lesbiana) a CULLER, Jonathan On Deconstruction: Theory
and Criticism after Structuralism, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1982, págs. 49
y 50; en la pág. 50 Culler mismo cita a Showalter. [Hay traducción castellana de la obra Sobre
la deconstrucción, Madrid, Cátedra, 1992].

30
forma de lectura y pide prestado un término, bastante irónicamente, de Elaine
Showalter para sugerir que “leer como una mujer” es en última instancia no una
cuestión del género efectivo de cualquier lector/a: una y otra vez, Culler habla sobre
la necesidad para la crítica de adoptar lo que Sholwater ha llamado la “hipótesis” de
una mujer lectora en lugar de apelar a la experiencia de los/as lectores/as reales.32

Entonces, al mostrar cómo Culler acepta el relato de Freud en Moisés y el


monoteísmo y por tanto especula que una crítica literaria propensa a indagar los
significados legítimos de un texto debe ser vista como “patriarcal”, Modleski
sugiere que Culler es él mismo patriarcal justo en el punto en que parece ser más
feminista; cuando se arroga a sí mismo y a otros críticos masculinos la habilidad
de leer como una mujer por “hipotetización” de las mujeres lectoras (pág. 133).
Una crítica feminista, concluye, repudiaría la “hipótesis” de una lectora mujer y
promovería en cambio la real lectora femenina.33
Paradójicamente, como señalo en el capítulo 2 con referencia a la postura de
Foucault acerca del tema de la violación, algunos de los más sutiles intentos de
contener este trauma de género están inscriptos en los discursos teóricos cuyo
mayor propósito explícito es deconstruir el status quo en el Texto de la Cultura
Occidental: la filosofía antihumanista y la deconstrucción derrideana misma, tal como
aparecen reformados en los estudios literarios y textuales en la academia anglo-
norteamericana. En su análisis de la noción de femineidad en la filosofía francesa
contemporánea, Rosi Braidotti ve a esta noción como central para sus preocupaciones
principales: la crítica de la racionalidad, la demistificación de la subjetividad unificada
(el individuo como sujeto del conocimiento), y la investigación de la complicidad
entre conocimiento y poder. La crítica radical de la subjetividad, argumenta, ha
resultado focalizada en un número de cuestiones concernientes al rol y al status
de la “femineidad” en el esquema conceptual del discurso filosófico.34 Este interés
parece ser una extraordinaria co-ocurrencia de fenómenos: el renacimiento del

32
MODLESKI, Tania, Feminism and the Power of Interpretation: Some Critical Readings, en de
LAURETIS, Feminist Studies/Critical Studies, pág. 132. Referencias subsiguientes a este
trabajo están incluidas en el texto. Ver también, en el mismo volumen, MILLER, Nancy
K.,Changing the Subject: Authorship, Writing, and the Reader, págs. 102-120.
33
La lectora femenina real de Modleski parece paralela a las lectoras lesbianas de
Kennard. Por ejemplo, y cito de su conclusión, Kennard afirma: La lectura polar, entonces,
no es una teoría de la lectura lesbiana, sino un método particularmente apropiado para
lectoras lesbianas, pág. 77. Este enunciado, sin embargo, es también puesto en cuestionamiento
por la preocupación de la autora, unas pocas líneas más abajo, para satisfacción de todas las
posibles lectoras: La lectura polar permite la participación de cualquier lectora en cualquier
texto y así abre la posibilidad de disfrutar la más amplia gama de experiencia literaria. Al final,
esta lectora queda confusa.
34
BRAIDOTTI, Rosi, Modelli di dissonanza: donne e/in filosofia, en MAGLI, Patrizia, ed., Le
donne e i segni, Urbino, Il lavoro editoriale, 1985, pág. 25. Aunque, como entiendo, se
consigue una versión inglesa de este artículo, ésta y las subsiguientes referencias incluidas
en el texto están traducidas por mí, de la versión italiana.

31
movimiento de mujeres, por una parte, y la necesidad de reexaminar los cimientos
del discurso racional percibida por la mayoría de los filósofos europeos, por la otra.
Braidotti continúa, entonces, la discusión sobre las formas múltiples que asume esa
femineidad en el trabajo de Deleuze, Foucault, Lyotard y Derrida, y
concurrentemente, el rechazo firme de cada filósofo de identificar la femineidad
con las mujeres reales. Por el contrario, es solamente abandonando la insistencia en
la especificidad sexual (género) que las mujeres, como ellos lo ven, podrían ser el
grupo social mejor calificado (porque son oprimidas por la sexualidad) para adoptar
un sujeto radicalmente “otro”, des-centrado y de-sexualizado.
Así, desplazando el tema del género sobre una ahistórica figura de la
femineidad puramente textual (Derrida); o cambiando la base sexual del género
bastante más allá de la diferencia sexual, sobre un cuerpo de placeres difusos
(Foucault) y superficies investidas libidinalmente (Lyotard), o en un lugar-corporal
de afectividad indiferenciada, y por lo tanto un sujeto liberado de la (auto-
)representación y los constreñimientos de la identidad (Deleuze); y finalmente por
desplazamiento de la ideología, pero también de la realidad -la historicidad- del
género sobre este sujeto difuso, descentrado o deconstruido (pero ciertamente no
femenino); así es que, paradójicamente otra vez, estas teorías hacen su apelación
a las mujeres, nombrando el proceso de tal desplazamiento con el término
deviniendo mujeres (devenir-femme).
En otras palabras, sólo negando la diferencia sexual (y el género) como
componentes de la subjetividad en las mujeres reales, y por lo tanto negando la
historia de la opresión y la resistencia política de las mujeres, tanto como la
contribución epistemológica del feminismo para la redefinición de la subjetividad
y la sociabilidad, pueden los filósofos ver en las mujeres el depositario privilegiado
del futuro de la humanidad. Eso, observa Braidotti, no es más que el viejo hábito
mental [de los filósofos] de pensar lo masculino como sinónimo de universal...el
hábito mental de traducir a las mujeres como metáfora (págs. 34-35). Que ese
hábito es más viejo, y por lo tanto más duro de romper que el sujeto cartesiano,
puede explicar la omisión predominante, cuando no es desprecio directo, que los
intelectuales varones tienen por la teorización feminista, a pesar de gestos
ocasionales en la dirección de las luchas de las mujeres o la concesión de status
político al movimiento de mujeres. Esto no impediría y de hecho no impide a las
teóricas feministas la lectura, relectura y reescritura de sus trabajos.
Por el contrario, la necesidad de la teoría feminista de continuar su crítica radical
de los discursos dominantes de género, tal como estos son, al mismo tiempo que
intentan eliminar por completo la diferencia sexual, es mucho más insistente desde
que la palabra postfeminismo fue pronunciada, y no en vano. Esta clase de
deconstrucción del sujeto es efectivamente una manera de recontener a las
mujeres en la femineidad (Mujer) y reposicionar la subjetividad femenina en el
sujeto masculino, como quiera que sea definido. Además, cierra la puerta en la cara
del sujeto social emergente al cual estos discursos supuestamente están tratando
de ubicar, un sujeto constituido a través de una multiplicidad de diferencias en la
heterogeneidad material y discursiva. Nuevamente, entonces, reescribo: si la
desconstrucción de género inevitablemente produce su (re)construcción,
la pregunta es ¿en qué términos y en interés de quiénes es producida la
de-re-construcción?

32
Volviendo al problema que procuré elucidar en la discusión del ensayo de Jean
Kennard, la dificultad que encontramos al teorizar la construcción de la subjetividad
en textualidad se incrementa y la tarea es proporcionalmente más urgente cuando
la subjetividad en cuestión es en-gendrada en una relación con la sexualidad que
es por completo no representable en los términos de los discursos hegemónicos
sobre la sexualidad y el género. El problema, que es un problema para todos/as los/
as eruditos/as y docentes femninistas, es uno que enfrentamos casi diariamente en
nuestro trabajo, es decir, que la mayoría de las teorías disponibles de lectura,
escritura, sexualidad, ideología o cualquier otra producción cultural, están construidos
sobre narrativas masculinas de género, tanto edípicas o anti-edípicas, limitadas por
el contrato heterosexual; narrativas que tienden persistentemente a re-producirse
a sí mismas en las teorías feministas. Ellas tienden a, y lo harán así a menos que
una resista constantemente, recelosa de su rumbo. Esta es la razón por la que la
crítica de todos los discursos concernientes al género, incluidos aquellos producidos
o promovidos como discursos feministas, continúan siendo tan vitalmente una
parte del feminismo como lo es el actual esfuerzo de crear nuevos espacios de
discurso, de reescribir las narrativas culturales y de definir los términos de otra
perspectiva, una perspectiva desde “otra parte”.
Porque, si esta perspectiva no se ve en ningún lado, no se da en ningún texto,
no se la reconoce como una representación, no es que nosotras -feministas,
mujeres- no hayamos, todavía, tenido éxito en producirla. Es, más bien que lo que
hemos producido no es recognoscible, precisamente, como una representación.
Porque esa “otra parte” no es algún distante pasado mítico o alguna historia futura
utópica: es la otra parte del discurso aquí y ahora, los puntos ciegos, o el fuera de
plano de sus representaciones. La pienso como espacios en los márgenes del
discurso hegemónico, espacios sociales cavados en los intersticios de las instituciones
y en las grietas y resquebrajaduras de los aparatos del poder-saber. Y es allí donde
pueden formularse los términos de una diferente construcción de género, términos
que sí tengan efecto y se afiancen en el nivel de la subjetividad y de la auto-
representación: en las prácticas micropolíticas de la vida de todos los días y en las
resistencias cotidianas proporcionan tanto la agencia como los recursos de poder
o de habilitar investiduras; y en las producciones culturales de las mujeres
feministas, que inscriben ese movimiento dentro y fuera de la ideología, que cruzan
de atrás para adelante los límites -y las limitaciones- de la(s) diferencia(s)
sexual(es).
Quiero ser muy clara respecto de este movimiento de atrás para adelante a
través de los límites de la diferencia sexual. No me refiero a un movimiento de un
espacio a otro más allá o afuera de él: digo, desde el espacio de una representación,
la imagen producida por representación en un campo discursivo o visual, hacia el
espacio exterior de la representación, el espacio exterior del discurso, que podría,
entonces, pensarse como “real”; o, como diría Althusser, desde el espacio de la
ideología al espacio del conocimiento científico y real; o, nuevamente, desde el
espacio simbólico construido por el sistema sexo-género a una “realidad” externa
a él. Porque, claramente, no existe una realidad social para una sociedad dada fuera
de su particular sistema sexo-género (la categoría mutuamente excluyente y
exhaustiva de lo masculino y lo femenino). A lo que me refiero, en cambio, es a
un movimiento desde el espacio repre-sentado por/en una representación, por/

33
en un discurso, por/en un sistema sexo-género, hacia el espacio no representado
aunque implícito (invisible) en ellos.
Hace un momento usé la expresión fuera de plano, tomada de la teoría del
cine: el espacio no visible en el cuadro pero que puede inferirse a partir de lo visible
en el cuadro. En el cine clásico y comercial, el fuera de plano es, de hecho, borrado,
o, mejor, refundido y encerrado en la imagen por las reglas cinemáticas de la
narrativa (entre ellas, el primero, el sistema toma/reverso de toma). Pero el cine de
vanguardia ha mostrado que el fuera de plano existe concurrentemente y a lo largo
del espacio representado, lo ha hecho visible reparando su ausencia en el cuadro
o en la sucesión de cuadros, y ha mostrado que incluye no sólo a la cámara (el punto
de articulación y perspectiva desde el que la imagen se construye) sino también al
espectador (el punto donde la imagen es recibida, re-construida y re-producida en/
como subjetividad).
Ahora bien, el movimiento dentro y fuera del género como representación
ideológica, que digo que caracteriza al sujeto del feminismo, es un movimiento de
atrás para adelante entre la representación de género (en su marco de referencia
centrado en lo masculino) y lo que esa representación omite o, más significativamente,
vuelve no representable. Es un movimiento entre el espacio discursivo (representado)
de las posiciones que los discursos hegemónicos vuelven disponibles y el fuera de
plano, la otra parte, de esos discursos: esos otros espacios tanto discursivos como
sociales que existen, desde que las prácticas feministas los han (re)construido, en
los márgenes (o “entre líneas”, o “a contrapelo”) de los discursos hegemónicos y en
los intersticios de las instituciones, en prácticas de oposición y en nuevas formas de
comunidad. Esas dos clases de espacios no están ni en oposición uno con otro ni
eslabonados en una cadena de signicación, pero coexisten concurrentemente y en
contradicción. El movimiento entre ellos, por lo tanto, no es el de una dialéctica, de
una integración, de una combinatoria, o de la différance, sino que es la tensión de
la contradicción, de la multiplicidad y de la heteronomía.
Si bien en las narrativas principales, cinemáticas y otras, las dos clases de
espacios están reconciliados e integrados, como el hombre incluye a la mujer en su
hu(man)idad, su ho(m)osexualidad [N.T. juego de palabras entre man, woman,
(man)kind y ho(m)osexuality], sin embargo, las producciones culturales y las
prácticas políticas del femnismo los han mostrado como espacios separados y
heterónomos. Así, habitar ambas clases de espacios al mismo tiempo es vivir la
contradicción que, he sugerido, es la condición del feminismo aquí y ahora: la tensión
de un doble esfuerzo en direcciones contrarias -la negatividad crítica de su teoría,
y la positividad afirmativa de sus políticas- es tanto la condición histórica de
existencia del feminismo como su condición teórica de posibilidad. El sujeto del
feminismo es en-gendrado allí. Es decir, en otra parte.

Traducción de Ana María Bach y Margarita Roulet

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