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Gabriela Farmer
Una de las más memorables navidades que jamás tuve fue al final del año en que me vi
confinada a una silla de ruedas.
Siendo una adolescente hiperactiva, para mí era la opción menos apetecida. Quería viajar y
hacer cosas, ¡no estar encerrada en casa día y noche! Era consejera juvenil en un club
social de la localidad, bailarina y coreógrafa de una compañía teatral de cinco integrantes y
la directora de personal de un centro de voluntariado, para no mencionar que era adicta a
los deportes y los practicaba al menos tres veces por semana.
Pero a pesar de todo, me tocó resignarme a mi silla de ruedas mientras recordaba con
nostalgia la vida activa y movida que hasta entonces había llevado, y me preguntaba si me
estaría despidiendo para siempre de toda esa diversión y ejercicio. Empecé a encerrarme
en mí misma no solo física sino también emocional y mentalmente. No entendía cómo Dios
podía hacerle algo así a alguien tan joven y alegre que tenía toda una vida por delante. Me
convertí en una persona poco sociable, deprimida e introvertida. Mis amigos y familiares
dejaron de invitarme a reuniones y fiestas, no porque no pudiera caminar, sino debido a
que no me soportaban.
Con el correr de los meses se me atrofiaron los músculos por falta de uso. Para colmo,
empecé a sentir frecuentes náuseas y un fuerte dolor en el costado izquierdo cada vez que
me movía. Una vez más tuve que acudir al doctor, solo que esta vez me encontró un quiste
en el ovario izquierdo del tamaño de una naranja que podría ser maligno. El médico
confirmó que las náuseas y los agudos dolores en el abdomen eran síntomas corrientes
cuando había quistes en el ovario. Las molestias se presentaban cada vez que el quiste se
movía. «Deberá tratar de moverse lo menos posible», me advirtió. «El quiste es tan
voluminoso, que si corre demasiado o se excede, podría reventarse, ocasionar hemorragia
interna y por último la muerte».
Señalando la silla de ruedas en la que había ido a su oficina le respondí: «Creo que eso lo
tengo bajo control, señor».
Los resultados de las tomas de sangre señalaban que uno de los indicadores de detección
de tumores en mi organismo presentaba una fuerte anomalía. El nivel normal en la sangre
de dicha substancia, que debía oscilar entre 0 y 37, estaba en 181. El médico me explicó
que de no remover el quiste y posiblemente el ovario de inmediato, era muy posible que
tuviera que vérmelas con un cáncer de ovario.
Me fui a casa a decidir si debía o no someterme a la cirugía. Debido a las molestias que
sentía cada vez que me movía tanto en la rodilla lesionada como en el costado, me costaba
dormir por las noches. Permanecía despierta llorando, pensando en lo que podría suceder
si me muriera y en todo aquello que hubiera querido hacer en mi vida y que aún no había
realizado. Esto sonará bastante dramático, ¡pero en realidad, lo era!
Aunque deba yo pasar por el valle más sombrío, no temo sufrir daño alguno,
porque Tú estás conmigo; con Tu vara de pastor me infundes nuevo aliento[2].
Les avisé a algunos amigos que estaba considerando someterme a la operación y les pedí
que oraran por mí. También llamé a mi madre que mencionó el libro que habíamos estado
leyendo y cuyo título era Prison to Praise[4] (De la cárcel a la alabanza), un relato acerca de
un capellán que enseñaba a las personas a alabar aun en las peores circunstancias y cómo
dichas situaciones se convertían en algo positivo. Pudo ser testigo de inválidos que volvían
a caminar y de niños que resucitaban debido al poder de la alabanza a Dios.
Un par de semanas después de que mi familia y amigos oraran por mí, acudí a otro
hospital para solicitar un segundo diagnóstico. El Doctor Hong me sometió a los mismos
análisis que confirmaron que el quiste en el ovario era de tamaño considerable y que
estaba lleno de algún líquido. El análisis de sangre se hizo con los mismos indicadores
para detectar tumores. Me dijo que regresara en una semana por los resultados.
A la semana siguiente regresé al consultorio del Dr. Hong para que me diera un
diagnóstico final. La prueba de ultrasonido tomó más de lo acostumbrado. Empecé a
preocuparme de que hubieran encontrado más quistes o de que la situación hubiera
empeorado aún más. Inmediatamente me puse a orar y alabar al Señor de todo corazón
invocando el versículo «El justo pasa por muchas aflicciones, pero el SEÑOR lo libra de
todas ellas»[5].
Cuando el Señor promete que hará algo, es porque lo va a hacer. ¡Lo dice muy en serio!
Quedé tan impactada que camino a casa no paraba de reírme mientras temblaba de
entusiasmo.
El testimonio de mi milagrosa curación se difundió por el hospital y entre mis amigos y
familia. Ahora sé que casi todo el mundo está dispuesto a escuchar acerca de los milagros
de un Dios que responde la oración y vela por los Suyos.
El don de la vida, la curación, de una segunda oportunidad, de poder dar testimonio del
poder sanador de Dios es mucho mayor de lo que jamás imaginé. Sin duda alguna fue el
mejor obsequio navideño que jamás podría recibir y nada menos que de parte del Niño
cumpleañero. Ahora soy una joven vivaracha, que puede caminar y bailar gracias a que el
Señor escuchó mi plegaria, vio mis lágrimas y ¡decidió curarme! [6]
[4] Prison to Praise, Merlin R. Carothers, publicado por primera vez en 1970
[5] Salmos 34:19 RVC