Está en la página 1de 4

EL MEJOR REGALO DE NAVIDAD

Gabriela Farmer

Una de las más memorables navidades que jamás tuve fue al final del año en que me vi
confinada a una silla de ruedas.

A comienzos del verano se me rompió el ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha


en un accidente mientras practicaba deporte y posteriormente se me dañó el nervio
adyacente. Caminar, incluso con muletas me producía muchísimo dolor. Finalmente —pese
a la vergüenza que ello me producía— opté por permitir que se me empujara de un lado a
otro en una silla de ruedas. Visité sin éxito varios hospitales y médicos en busca de una
solución rápida. En vista de que la medicina occidental tradicional no funcionaba en mi
caso, acudí a curanderos chinos que usaban yerbas. Desafortunadamente aquellos
tampoco me ofrecían mayor esperanza. Uno de ellos diagnosticó como «especialmente
inquietante» mi estado. Indicó que probablemente debería someterme a una costosa
cirugía. Otro diagnosticó fisioterapia intensiva y otro más recomendó riesgosos
medicamentos alternativos y procedimientos dolorosos y de efectos dudosos. Al parecer la
única solución disponible dentro de mi presupuesto era esperar varios meses hasta que la
lesión se curase por sí sola.

Siendo una adolescente hiperactiva, para mí era la opción menos apetecida. Quería viajar y
hacer cosas, ¡no estar encerrada en casa día y noche! Era consejera juvenil en un club
social de la localidad, bailarina y coreógrafa de una compañía teatral de cinco integrantes y
la directora de personal de un centro de voluntariado, para no mencionar que era adicta a
los deportes y los practicaba al menos tres veces por semana.

Pero a pesar de todo, me tocó resignarme a mi silla de ruedas mientras recordaba con
nostalgia la vida activa y movida que hasta entonces había llevado, y me preguntaba si me
estaría despidiendo para siempre de toda esa diversión y ejercicio. Empecé a encerrarme
en mí misma no solo física sino también emocional y mentalmente. No entendía cómo Dios
podía hacerle algo así a alguien tan joven y alegre que tenía toda una vida por delante. Me
convertí en una persona poco sociable, deprimida e introvertida. Mis amigos y familiares
dejaron de invitarme a reuniones y fiestas, no porque no pudiera caminar, sino debido a
que no me soportaban.

Con el correr de los meses se me atrofiaron los músculos por falta de uso. Para colmo,
empecé a sentir frecuentes náuseas y un fuerte dolor en el costado izquierdo cada vez que
me movía. Una vez más tuve que acudir al doctor, solo que esta vez me encontró un quiste
en el ovario izquierdo del tamaño de una naranja que podría ser maligno. El médico
confirmó que las náuseas y los agudos dolores en el abdomen eran síntomas corrientes
cuando había quistes en el ovario. Las molestias se presentaban cada vez que el quiste se
movía. «Deberá tratar de moverse lo menos posible», me advirtió. «El quiste es tan
voluminoso, que si corre demasiado o se excede, podría reventarse, ocasionar hemorragia
interna y por último la muerte».

Señalando la silla de ruedas en la que había ido a su oficina le respondí: «Creo que eso lo
tengo bajo control, señor».

Los resultados de las tomas de sangre señalaban que uno de los indicadores de detección
de tumores en mi organismo presentaba una fuerte anomalía. El nivel normal en la sangre
de dicha substancia, que debía oscilar entre 0 y 37, estaba en 181. El médico me explicó
que de no remover el quiste y posiblemente el ovario de inmediato, era muy posible que
tuviera que vérmelas con un cáncer de ovario.

En ese momento la última esperanza que me quedaba de recuperarme se desvaneció. Por


mucho que el doctor trató de minimizar lo peor, les puedo decir que lo último que una
chica de 19 años desea escuchar es no solo que es una inválida sino que podría estar
muriéndose.

Me fui a casa a decidir si debía o no someterme a la cirugía. Debido a las molestias que
sentía cada vez que me movía tanto en la rodilla lesionada como en el costado, me costaba
dormir por las noches. Permanecía despierta llorando, pensando en lo que podría suceder
si me muriera y en todo aquello que hubiera querido hacer en mi vida y que aún no había
realizado. Esto sonará bastante dramático, ¡pero en realidad, lo era!

Afortunadamente mantenía en la mesita de noche un cuadernillo con una compilación de


versículos de la Biblia. Siempre que me ponía a pensar en lo peor que me podría pasar, me
concentraba en la sección acerca de cómo vencer el temor. Algunos pasajes me fueron de
gran ayuda:

Tú guardas en completa paz a quien siempre piensa en ti y pone en ti su


confianza[1].

Aunque deba yo pasar por el valle más sombrío, no temo sufrir daño alguno,
porque Tú estás conmigo; con Tu vara de pastor me infundes nuevo aliento[2].

Cuando siento miedo, pongo en ti mi confianza. Confío en Dios y alabo Su


palabra; confío en Dios y no siento miedo. ¿Qué puede hacerme un simple
mortal?[3]
Aunque el médico quería operar a la mayor brevedad para evitar que el quiste se reventara,
mi familia, amigos y yo creíamos que antes de proceder era conveniente pedir una segunda
opinión. El tiempo de recuperación para una operación de esa índole era de alrededor de
tres meses ¡lo cual significaba que estaría inválida durante la época navideña! Además era
tan costosa que se salía de mis posibilidades.

Les avisé a algunos amigos que estaba considerando someterme a la operación y les pedí
que oraran por mí. También llamé a mi madre que mencionó el libro que habíamos estado
leyendo y cuyo título era Prison to Praise[4] (De la cárcel a la alabanza), un relato acerca de
un capellán que enseñaba a las personas a alabar aun en las peores circunstancias y cómo
dichas situaciones se convertían en algo positivo. Pudo ser testigo de inválidos que volvían
a caminar y de niños que resucitaban debido al poder de la alabanza a Dios.

A partir de ese día me entregué a la alabanza. Esta se convirtió en mi salvavidas y me sacó


del hoyo que yo misma me había cavado. Cada vez que pensaba en mi situación, alababa al
Señor por ello, le agradecía mis problemas de salud y por la perspectiva de lo que parecía
ser una operación inevitable. ¡Jamás imaginé los asombrosos milagros que se producirían
gracias al poder de la oración y la alabanza!

Un par de semanas después de que mi familia y amigos oraran por mí, acudí a otro
hospital para solicitar un segundo diagnóstico. El Doctor Hong me sometió a los mismos
análisis que confirmaron que el quiste en el ovario era de tamaño considerable y que
estaba lleno de algún líquido. El análisis de sangre se hizo con los mismos indicadores
para detectar tumores. Me dijo que regresara en una semana por los resultados.

A la semana siguiente regresé al consultorio del Dr. Hong para que me diera un
diagnóstico final. La prueba de ultrasonido tomó más de lo acostumbrado. Empecé a
preocuparme de que hubieran encontrado más quistes o de que la situación hubiera
empeorado aún más. Inmediatamente me puse a orar y alabar al Señor de todo corazón
invocando el versículo «El justo pasa por muchas aflicciones, pero el SEÑOR lo libra de
todas ellas»[5].

Al finalizar la ecografía, el Dr. Hong me condujo a su despacho para enseñarme el


resultado de la prueba. «Este es su ovario izquierdo», me dijo señalando la placa que
sostenía en la mano, «y este es el derecho. Como puede ver, son idénticos. ¡Ambos están
libres de quistes!» Meneé la cabeza y volví a mirarlo. «Y aquí tengo los resultados del
análisis de sangre —continuó, haciendo caso omiso de mi asombrada expresión—. Todos
los parámetros de detección de tumores están dentro de los límites normales». Casi no
podía creer lo que me estaba diciendo el galeno.

Cuando el Señor promete que hará algo, es porque lo va a hacer. ¡Lo dice muy en serio!
Quedé tan impactada que camino a casa no paraba de reírme mientras temblaba de
entusiasmo.
El testimonio de mi milagrosa curación se difundió por el hospital y entre mis amigos y
familia. Ahora sé que casi todo el mundo está dispuesto a escuchar acerca de los milagros
de un Dios que responde la oración y vela por los Suyos.

¡Y eso no es todo! Pude acceder a un seguro de salud que me permitió inscribirme en un


programa de fisioterapia mediante el cual en cuestión de pocos meses se me curó la pierna
sin necesidad de cirugía ¡y justo para la temporada de Navidad! No solo estaba libre de
cáncer sino que pude volver a caminar y reintegrarme a mi grupo de danza y hacer
presentaciones por todo el país. Ahora que sabía lo que era padecer dolores, sentirme
solitaria, insegura y deprimida, mi deseo era demostrar a todos en hospitales y orfanatos
que hay un Dios que vela por ellos de la misma forma que lo hizo por mí.

El don de la vida, la curación, de una segunda oportunidad, de poder dar testimonio del
poder sanador de Dios es mucho mayor de lo que jamás imaginé. Sin duda alguna fue el
mejor obsequio navideño que jamás podría recibir y nada menos que de parte del Niño
cumpleañero. Ahora soy una joven vivaracha, que puede caminar y bailar gracias a que el
Señor escuchó mi plegaria, vio mis lágrimas y ¡decidió curarme! [6]

[1] Isaías 26:3 RVC

[2] Salmos 23:4 RVC

[3] Salmos 56:3–4 NVI

[4] Prison to Praise, Merlin R. Carothers, publicado por primera vez en 1970
[5] Salmos 34:19 RVC

[6] 2 Reyes 20:5

© La Familia Internacional, 2012

También podría gustarte