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UNAMUNO Y LA IGLESIA CATÓLICA: REACCIÓN CRÍTICA

FELIPE A . LAPUENTE
Memphis State University

Un repaso general a la crítica existente sobre Unamuno y sus relaciones con


la Iglesia arroja una numerosísima porción de opiniones. Este estudio se ciñe a
organizar posiciones dentro de la iglesia oficial (obispos, sacerdotes, teólogos)
y en el laicado. Oteando críticas similares, divergentes u opuestas, saltan a la
vista una serie de preguntas que alumbrarán la encrucijada agónica del pensador
vasco. ¿Entendió la iglesia oficial, desde su atalaya dogmática, el sistema hege-
liano de oposiciones sin síntesis y sin dialéctica en la obra de Unamuno? ¿Ha
fallado la crítica al englobar su problema religioso en una crisis o serie de crisis
sin considerarlo como parte de este zigzagueo ideológico que se repite intermi-
tentemente a través de sus escritos? Finalmente, ¿se puede explicar la reacción
negativa de la iglesia por no entender esta dicotomía de oposiciones? Para zan-
jar todas estas preguntas es preciso hacer una excursión por los vericuetos reli-
giosos de Unamuno, para deslindar su sistema filosófico y terminar, por fin, ha-
ciendo las agrupaciones necesarias de la crítica.
Los primeros contactos de Unamuno con la iglesia oficial debió ser el de su
primer confesor, D. Isidoro de Montealegre y Berriozábal, que también le dio su
primera comunión.1 El segundo sacerdote con el que el niño Miguel entabló
contacto fue el presbítero don Félix Azcuénaga, que era profesor de psicología,
lógica y ética en el cuarto curso del Instituto Vizcaíno (ibid., p. 33). Es el pri-
mer contacto con Kant, Descartes y Hegel a través de las repetidas lecturas de
Balmes y Donoso Cortés en la biblioteca de su padre. En este mismo año, 1878-
79, es ya congregante de San Luis Gonzaga y es elegido secretario de la Con-
gregación con un gran altercado que le debió de gustar. A los catorce años se
nos revela un Unamuno en búsqueda de contradicciones, de dicotomías y de

1. E. SALCEDO, Vida de Don Miguel, Salamanca, Anaya, 1964, pp. 28-29.

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oposiciones: «Compré un cuadernillo y en él empecé a desarrollar un nuevo sis-
tema filosófico, muy simétrico, muy erizado de fórmulas, y todo lo laberíntico,
cabalístico y embrollado que me alcanzaba. Y resultaba, sin embargo, claro, de-
masiado claro. Es lo que me sucede todavía: cuanto más obscura y cabalística
quiero una cosa, más clara me resulta; nunca revelo mejor mi pensamiento que
cuando quiero velarlo».2 Durante la semana Unamuno lo pasa armando y desar-
mando silogismos, negando las premisas que le parecían más indudables «po-
niendo así en un aprieto al adversario, y algunas veces, negaba las dos que era
golpe maestro».
En 1980, Unamuno llega a Madrid practicando misa diaria y comunión men-
sual aunque se halla preocupado por el dogma del infierno y empieza a raciona-
lizar su fe: «Habiendo sido un católico practicante y fervoroso, dejé de serlo,
poco a poco... Un día de carnaval dejé de pronto de oír misa... Siempre volvía
a mis preocupaciones y lecturas del problema religioso, que es lo que me ha
preocupado siempre» (Salcedo, p. 44). Entre sus profesores —Menéndez y Pe-
layo, Castelar, Codera— tiene un profesor de metafísica, D. Manuel Ortí y La-
ra, «pobre espíritu fosilizado en el más vacuo escolasticismo tomista». En las
clases de estos profesores se ve «excitado por sus enseñanzas y no pocas veces
en contra de ellas por mismo» (ibid., p. 43). En Madrid pierde una rutina y en
Bilbao, bajo la influencia de la madre y de la novia se conciencia de la pérdida
de una fe infantil que se aflora y nunca volverá: «Cuando una práctica religiosa
es sentida y vivida como rutina, se hace patente entonces el silencio de Dios y
este silencio empieza desazonando y termina produciendo angustia» (ibid., p.
54). El día de Todos los Santos de 1887 Unamuno va a visitar a su antiguo di-
rector espiritual el P. Juan José de Lecanda que se encuentra en Alcalá de Hena-
res. Esta visita se repetiría en 1888, 1895 y 1897. El P. Lecanda le ha explicado
en 1887 que la vocación sacerdotal no es un mandato sino una invitación.3 Pero
los escrúpulos y la añoranza de su supuesta vocación le ayudaron a crear un
apostolado laico recalcitrante para apagar estos rendimientos. El querer creer no
es más que la búsqueda de la inocencia perdida. La primera rebelión contra la
iglesia la provoca el dogma del infierno. El catolicismo conservador vasco, con
su obsesión en el pecado y la condenación y con una moral inflexible y algo

2. J. ITURRIOZ, «Crisis religiosa de Unamuno joven. Algunos datos curiosos». Razón y Fe,
CXXXII (1944), pp. 103-104. En aquel entonces no existía todavía la Compañía de Jesús en Bilbao
por lo que los siguientes sacerdotes, que luego ingresarían de jesuítas, fueron directores de la congre-
gación: D. Mariano Ibergüengoitia, D. Juan Vicente Derniit y D. Manuel M. Smith; otro director que
luego ingresaría en el oratorio y sería su director espiritual fue D. Juan José de Lecanda.
3. C. MOELLER, «Miguel de Unamuno y la esperanza desesperada», Literatura del siglo XX y
cristianismo, IV, Madrid, Gredos, 1960, pp. 70-71. El falangista católico J. M. PEMAN, en «Unamuno
o la gracia resistida», ABC, 29 de mayo (1949) contra la pérdida de su fe en el rechazo de su voca-
ción religiosa. El mismo Unamuno, Diario, I, pp. 81-82, explica que la vida contemplativa le habría
conducido a la «rumia espiritual, a vivir escarbándose, a la continua labor de topo en su alma».

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jansenista, le lleva hacia una concepción protestante de la radical malicia de la
naturaleza (ibid., p. 75).
Cuando llega Unamuno a Salamanca por primera vez en 1891 se lleva el pri-
mer encontronazo con la jerarquía eclesiástica. El obispo de la ciudad, el P. Cá-
mara, acaba de condenar bajo anatema a varios profesores de la universidad por
haber asistido al sepelio civil de un colega (Salcedo, p. 67). Uno de los conde-
nados, Pedro Dorado Montero, a quien un cerdo le devoró la mano derecha
cuando de niño estaba en la cuna, llegó a ser más tarde amigo de Unamuno. Era
solitario y hermético y se paseaba por los campos con unas alforjitas repletas de
libros. Se convierte de un fervoroso católico en ateo redomado tras su visita a
Italia. El socialismo, cuya simpatía compartían entonces, fue el motivo de su
acercamiento además de sus respectivas crisis religiosas. Después del abandono
de sus prácticas religiosas, se rumorea en Salamanca que Unamuno pasea con
los sacerdotes pero que es ateo, loco, ególatra y peligroso para la juventud. La
enfermedad de su tercer hijo se le presenta como castigo y maldición de su
abandono de la piedad católica. Acusa a su hermana monja, entre sarcástico y
desesperado, de haber tenido «una buena mano» al ser la madrina del bautizo de
Raimundín, y ve esta desgracia como expiación de sus culpas y como castigo a
su soberbia. En estas circunstancias, y tras continuo insomnio, le llega el 21 ó
22 de marzo de 1897 la noche del ataque de angina, con la consiguiente taqui-
cardia, enfermedad que recordará intermitentemente en su vida la garra del Án-
gel de la Nada. Aquella misma madrugada, y sin dormir, Unamuno se escapa al
convento dominico de San Esteban donde se mete en una celda a rezar de cara a
la pared como le hacían hacer en el castigo infantil. Así comienza una amistad
con los dominicos a los que visita asiduamente. Mucho más tarde, el 27 de octu-
bre de 1923, el prior Fray Daniel Avellanosa, tiene que defender a Unamuno,
tras una conferencia en la que se mofaba de las tradiciones como Santiago
Apóstol, la virgen del Pilar y la Inquisición. El P. Avellanosa señala su expre-
sión sincera y las aparentes contradicciones se achacan al estilo paradójico del
vasco (ibid., pp. 249-250). El P. Guillermo Fraile lo recuerda atentísimo aún
con los novicios. Discutió extensamente su obra Del sentimiento trágico como
el P. Matías García, profesor de Dogma, y también trató mucho al P. Getino que
había escrito un libro sobre el gran número de los que se salvan, problema que
discutió mucho con Unamuno. El P. Arintero, autor de libros sobre mística, se
preocupó de Unamuno mientras tuvo esperanza de sacar algún fruto. Pero «al
fin le despidió un día con palabras muy severas, diciéndole que estaba pecando
contra el Espíritu Santo».4 Por aquel entonces, 1897, frecuentaba la iglesia del
convento pero los frailes no creían que hicieron el tan consabido retiro de que
se habla y menos que se confesase y comulgase. Dejó de ir a esta iglesia porque

4. N. GONZALEZ CAMINERO, «Las dos etapas católicas de Unamuno», Razón y Fe, CXVI (sept.-
ocl. 1952), p. 225.

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algunos amigos se burlaban de él. En una carta a Clarín, el 9 de mayo de 1900,
nos dice Unamuno que empezó otra vez con las prácticas religiosas y «aunque
sin creer, empezó a practicar... Pero se percató de que aquello era falso, y vol-
vió a encontrarse desorientado, preso otra vez de la sed de gloria y del ansia de
sobrevivir en la historia». Antes de irse a Alcalá en marzo de 1897 a visitar al P.
Lecanda, Unamuno lee algunos libros del P. Faber, recién convertido al catoli-
cismo en Oxford. Le llega la calma y le salen confesiones como «antes de un
año seré católico o estaré loco» o «siempre conservé una oculta fe en la Virgen
María». Tanto el P. Lecanda como el P. Arintero le habían dicho que la práctica
de la oración, a veces, un buen método de recobrar la paz espiritual y aún la fe.
Se queda con esta frase del P. Faber: «La costumbre de creer debe llegar a ser
más fuerte que la de apoyarse en el conocimiento» (Salcedo, p. 86). Semana
Santa en Alcalá, 1897. Ejercicios espirituales con el P. Lecanda. Unamuno ano-
ta en su Diario que el Miércoles Santo se encuentra enfermo de sequedad. El
Jueves Santo anota: «Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada
más allá de la tumba... La razón lleva... al nihilismo». Viernes Santo: fervor y
sequedad: «una sequedad enorme», «no he podido pegar un ojo». Domingo de
Resurrección «y yo no he resucitado todavía a la comunión de los fieles» (ibid.,
p. 87). Haciéndosele imposible la vida contemplativa se dedicará ahora al apos-
tolado de la pluma. Vuelta a Salamanca, a las iglesias, al P. Arintero. Establece
sus mejores relaciones con el obispo, P. Cámara, y continúa sus visitas al claus-
tro de San Esteban. Soledad. Asco. Angst. De bruces sobre el brocal del conven-
to, Unamuno lanza un grito: «Dios, Dios, Dios!». Y el eco le responde: «Yo, yo,
yo!»(i¿Md.,p. 93).5
Ya rector, Unamuno se deja ver en misa sin comulgar el 1 de diciembre de
1900. A partir de entonces hay que juzgar muchas de sus visitas a la iglesia co-
mo requeridas por su oficio de rector. Se distancia del obispo Fray Tomás de la
Cámara que en 1903 piensa condenar todos sus escritos a instancias de sus ene-
migos en la universidad. Muere el obispo en 1904. En agosto de 1906 Unamuno
va a Málaga a dar conferencias respondiéndole el filósofo Manuel García Mo-
rente que llama a Unamuno «profundamente religioso y místico», y en octubre
va a Barcelona, donde entabla una gran amistad con Juan Maragall, que le ense-
ña la catedral. Vuelta a Salamanca. Insomnio, palpitaciones, vértigo, dolores de
angina de pecho. Desde la cama, Unamuno escucha el bisbiseo del rosario que
rezan su mujer, su madre y su hermana. En nochevieja de ese mismo año siente,
de nuevo, la presencia de la muerte y de la nada y escribe su poema «Es de no-
che en mi estudio». Habla de su «pecho agitado», de su «angina», de que quizás

5. «Uno se explica sin dificultad por qué Miguel de Unamuno, ni en la primera crisis de retroce-
so de Bilbao, ni en la de 1897, pudo, aunque lo anhelaba, reconquistar su derrotada fe católica»
(ibid., p. 226). «Creer con fe católica estaba ya persuadido que le era imposible... Iniciado como es-
taba en la fe luterana y en su manera de interpretar el cristianismo, ¿porqué no adherirse a ella, vivir
de ella y ponerse en contacto con la verdad de ultratumba por medio de ella?» (p. 227).

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«encuentren aquí un cuerpo pálido y frío»; se define como «la cosa que fui yo,
este que espera» y ve «parada ya su sangre» con un «presentimiento misterioso
del allende sombrío».
La vida religiosa de Unamuno oscila entre sus arengas contra la iglesia ofi-
cial y sus amistades con numerosos sacerdotes. Aunque riña con los obispos y
pase por hereje, se reza en su casa el rosario diariamente y don Miguel fuerza a
sus hijos a ir a misa todos los domingos. Se le acusa de ser hereje, izquierdista y
anarquista. Pasan los años de su cese de rector y de su exilio. Estamos en 1930
y Unamuno, ya viejo, ha encontrado a un párroco en Riva de Lago y se levantan
los recuerdos de su propio sacerdocio truncado en la niñez. Y ante este cura ru-
ral piensa en su vida sacerdotal imaginaria con la pérdida de su propia fe pero
con la responsabilidad ética de conservarla en los demás, como hizo con sus hi-
jos. Y así nació San Manuel Bueno, Mártir en su Salamanca, en su re-nada, lo
que no es, como necesidad de entregarse al nihilismo para aplacar su angustia.
Unamuno declara abierto el curso 1931-32 en nombre de Dios Nuestro Se-
ñor ante una constitución republicana arreligiosa. Y este hombre viejo, que tan-
to había atacado a los jesuitas, protesta el voto impuesto a un diputado salmanti-
no, defensor de los jesuitas ante las Cortes. El 20 de septiembre de 1936, ya en
plena guerra que él llama «incivil», lanza un ataque contra los asesinatos y ma-
tanzas de personas laicas y eclesiásticas y los bombardeos de las iglesias. El 14
de abril de ese mismo año había escrito: «toda teología es una egología», «al
poner a Dios, a mi Dios (es decir a mi yo) sobre todo y por encima de la patria y
de la religión, del Estado y de la Iglesia, del Imperio y del Pontificado, declaro
que hay algo que no puedo ni debo sacrificar ni a la patria, ni a la religión, ni al
Estado, ni a la Iglesia».6 En la Salamanca falangista de 1936 trata de defender a
su amigo Atilano Coco, pastor salmantino de la comunidad salmantina, que ha-
bía sido encarcelado por masón y que sería más tarde ejecutado {ibid., p. 97).
Empieza a arrepentirse de su apoyo a los derechistas. El obispo Pía y Deniel pu-
blica una pastoral titulada «Las dos ciudades»: «frente al vandalismo de los hi-
jos de Caín, el heroísmo y el sublime y fructífero martirio de los hijos de Dios».
Rehusa presidir los actos religiosos del 12 de octubre, día de la Raza, y ni si-
quiera se presenta a misa. Después del escándalo ese día en el Paraninfo de la
Universidad con el general Millán Astray, se le acusa también en el Ayunta-
miento de «Erasmo moderno» y de querer «conciliar lo inconciliable: el Catoli-
cismo y la Reforma». Tras perder el rectorado, de nuevo, se enclaustra en su ca-
sa y empieza a escribir sobre la tragedia de las dos Españas con el siguiente
título: «Resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra
civil españolas». En sus cartas a Quintín Torre habla extensamente sobre las dos
Españas: «los hunos y los hotros están ensangrentando, desangrando, arruinan-
do, envenenando y entonteciendo a España». Es un «suicidio moral» y una «lo-

6. L. GONZÁLEZ EGIDO, Agonizar en Salamanca, Madrid, Alianza, 1986, p. 61.

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cura colectiva». Y estampa esta frase lapidaria como contundente convicción de
lo que está viviendo en Salamanca: «no hay nada peor que el maridaje de la
mentalidad de cuartel con la sacristía» (ibid., p. 210). La última carta a Quintín
Torre fechada el 13 de diciembre contiene quejas contra Mola, Martínez Anido
y los falangistas: «Vencerán, pero no convencerán, conquistarán pero no con-
vertirán», «no son civiles... sino africanos... ni menos son cristianos. Porque el
grosero catolicismo tradicionalista español apenas tiene nada de cristiano»
{ibid., pp. 227-228). Apagándose su vida y colgado entre la nada y el ser, escri-
be dos o tres sonetos medulares. Sus últimas palabras, «Dios no puede volverle
la espalda a España», expresan la creencia central de su ideología de oposicio-
nes: «España era un Todo al que podía transferir su Yo que era el Todo total,
que abarcaba a todos los todos» (ibid., p. 255). Hegelianamente, España (políti-
ca, histórica, social) estaba construida de la suma de las parcialidades heterogé-
neas. En su sistema de signos, Dios había tenido repercusiones de sus «yos».
Había sido la clave verbal de su liturgia en las celebraciones eclesiásticas de su
infancia, en sus devociones maternales, en el hilo salvador de sus necesidades
primordiales y de las oquedades del vacío aterrador. Dios-Madre, Eros y Táña-
los. En su vocabulario religioso, Dios y madre habían servido sus respectivos
campos semánticos, la familia y la fe religiosa. Y así, el verbo se deshizo en
Unamuno.7 Murió como vivió, en «una afirmación alternativa de los contra-
rios».8
Dejando aparte las múltiples interpretaciones de la crítica,' es necesario ha-
cer aquí un breve esquema de este sistema de binarios: a cada «sí» se le opone
un «no» que a través de la aniquilación eleva este sí a una afirmación más alta.
7. La más inexplicable narración o invención de la muerte de Unamuno se halla en F. DIEZ MA-
TEO, «De cómo Don Miguel de Unamuno murió católico», Bolívar (Bogotá), 25 (1953), pp. 803-819.
Muchos de los datos de su vida se hallan tergiversados. De sus últimos momentos se dice: «sintiendo
próximo su fin, depositó las ansias de su espiritualidad en confesión ante el representante de Cristo,
y la vida del hombre Unamuno se apagó, dulcemente, en tanto imprimía un beso en el crucifijo y re-
clinaba su cabeza en los brazos del sacerdote amigo» (pp. 815-816).
8. M. DE UNAMUNO, Obras completas, 16 vols., Madrid-Barcelona, 1958-1964, vol. 3, p. 171.
9. García Bacca y Ferrater Mora ven el sistema unamuniano como una derivación del concepto
heraclíteo de potemos (lucha): D. GARCIA BACCA, «Unamuno y la conciencia agónica», Nueve gran-
des filósofos contemporáneos y sus lemas, Caracas, 1947, vol. 1, p. 103. J. FERRATER MORA, Unamu-
no. Bosquejo de una filosofía. Obras selectas, Madrid, 1967, vol. i, p. 67. Laín Entralgo y Blanco
Aguinaga ven en esta lucha una forma dialéctica hegeliana, una alternativa de la afirmación de los
contrarios: P. LAIN ENTRALGO, La generación del 98, Buenos Aires, 1948, p. 152. C. BLANCO AGUÍ-
NAGA, «Aspectos dialécticos de "Tres novelas ejemplares"», en A. Sánchez Barbudo (ed.), Miguel de
Unamuno. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 1974, p. 253. Aranguren ve en Unamuno un fon-
do paulino y luterano: J. L. ARANGUREN, Catolicismo y prelestantismo como formas de existencia,
Madrid, 1952, pp. 195 y ss. E. Díaz y Morón Arroyo consideran el sistema de Unamuno como la
afirmación estática de los contrarios sin dialéctica y sin síntesis: E. DfAZ, Revisión de Unamuno, Ma-
drid, 1968, p. 186. C. MORÓN ARROYO, «Unamuno y Hegel», en A. Sánchez Barbudo (ed.), op. cit.,
p. 151. Fr. Meyer piensa que la dialéctica unamuniana es antitética y «un sadismo del ser», «una
agonía sin esperanza»: Fr. MEYER, La ontología de Unamuno, Madrid, 1968.

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Las oposiciones no se excluyen o anulan mutuamente (ser/no ser). Están dentro
de una polaridad en que la una no puede existir sin referencia a la otra. La no-
menclatura unamuniana para expresar tal relación es asistemática y muy poco
rigurosa: contradicción, paradoja, agonía, polémica, tragedia, dialéctica, lucha,
guerra. No hay aquí neutralización por la superación de Hegel ni por el «salto»
de la fe a lo Kierkegaard. Pero existe una mediación en la misma lucha, en la
fusión originaria por el choque de tos contrarios. Es «alterutral»: el mutuo reco-
nocimiento ontológico, el proceso asintótico de penetración mutua en la que la
individualidad de los extremos no sufre menoscabo sin llegar del todo a la desa-
parición del uno en el otro.10 Se pone de relieve un heraclitismo radical, una
fuerza motriz del ser y una manifestación de la vitalidad del ser. Del darwinis-
mo biológico unamuniano parte de estos conceptos fundamentales: el hambre
de la inmortalidad y la voluntad de serlo todo que se perciben en el instinto bio-
lógico de reproducción e invasión de los seres que ya había preconizado Spino-
za. Estas mutuas invasiones de las oposiciones se extienden al cosmos, a la his-
toria y a la Conciencia Universal del ser divino. La función salvífica que
Unamuno da a Cristo adelanta muchas de las ideas de Teilhard de Chardin. El
dinamismo del cosmos engloba a los seres inferiores (el reino mineral y vege-
tal), al hombre y al Cristo cósmico, donde culmina el proceso evolutivo como
voluntad salvífica de Dios." Unamuno patentiza el esfuerzo de todo el universo
en lucha encarnizada por invadir y ser sus opuestos: yo-Dios, historia-intrahis-
toria, tiempo-eternidad, razón-vida, lógica-pasión, ser-nada. Este anhelo ontoló-
gico se ve amenazado por la pérdida del ser, por la nada, que se desarrolla en
dos polos: la fuga hacia el otro ser implica el abandono del propio, el querer on-
tológico de la vuelta a la nada. El hombre se encuentra, así, escindido y desga-
rrado entre ser uno mismo y querer ser otro. La conciencia humana agudiza en
el hombre el sentimiento de esta desdicha, este dolor trágico, que participa del
desgarramiento del propio Dios-suficiente en la persona de Cristo.12
Con estos antecedentes de la apoyatura metafísica unamuniana, se podrá
comprender mejor el marco teológico desde donde la juzga o la prejuzga la igle-
sia. Entre los obispos, el primero en condenar su obra fue D. Rafael García y
10. R. GARCIA MATEO, «Las "contradicciones" de Unamuno. Base de su pensamiento», Pensa-
miento, núm. 169, vol. 43 (1987), p. 9.
11. Th. DE CHARDIN, L'avenir de l'homme, París, 1959. Para un estudio iluminador sobre Una-
muno y Chardin, véase C. PARÍS, Unamuno, estructura de su modo intelectual, Barcelona, Península,
1968, pp. 133-167.
12. En la visión unamuniana del Dios-sufriente hay intuiciones para la teología moderna a las
que ha aludido J. MoLTMAN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca, 1983. Aún queda por hacer un es-
tudio profundo sobre Unamuno a la luz de la teología posconciliar; para ello, habría que examinar la
crístología de los siguientes teólogos católicos: Karl Rahner, Yves Congar, Hans Küng, Mattias
Scheeben, Edward Schülebeeckk, Henri de Lubac y Rudolf Schnackenburg.

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García de Castro, obispo de Granada, en Los intelectuales y la Iglesia (Madrid,
Fax, 1934): «erró siempre y nunca encontró el camino», «medio Unamuno es
magnífico, pero está negado por el otro medio que es pedestre». En 1938, ya
muerto nuestro autor, el obispo de Salamanca, Enrique Pía y Deniel lo condena
como hereje en la pastoral «Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos inte-
lectuales». La siguiente condena, la más acérrima de la iglesia española, ocurre
en 1953 con la carta pastoral «D. Miguel de Unamuno, hereje máximo y maes-
tro de herejes» de D. Antonio Pildain y Zapaiain, obispo de Canarias. Se hace
una lista de 45 tesis heréticas contra el dogma o la moral (pp. 4-7); se ve un
Unamuno modernista, luterano y «cristiano sin milagros, sin dogmas y sin
creencia en la divinidad de Jesucristo» (p. 8). Entre las tesis condenadas intere-
san las siguientes: creer es crear (1), fe es querer que Dios exista (2), vivir la fe
es dudar (5), Dios y el hombre se hacen mutuamente (26), la humanidad dolori-
da es la Madre de Dios (40). Se acusa a los católicos intelectuales de «mimetis-
mo o cobardía» al elegir a Unamuno como «ídolo intelectual».13 Con el mismo
tono se declara D. Jesús Mérida, obispo de Astorga, en su pastoral del mismo
año «La restauración cristiana de la cultura». En 1954 aparecen dos artículos
por sendos obispos. El primero, cuyo autor es Fray Abino G. Menéndez-Reiga-
da, obispo de Córdoba, apareció en El Español (Madrid, 4-10 de abril), donde
se llama a Unamumo «masoquista torturante» y enfermo de «megalomanía». El
segundo artículo es obra del obispo de Ereso, Zacarías Vizcarra, y salió en la re-
vista eclesiástica Ecclesia (20 de febrero) con el título «Peligro para el bien co-
mún», donde se avisa sobre todo a los jóvenes.14

13. Esta pastoral se funda en los estudios previos del P. Q. PÉREZ, El pensamiento religioso de
Unamuno frente al de la Iglesia, Santander, Sal Terrae, 1946, y del profesor de dogma del Seminario
de Vitoria, J. M. CIRARDA Y LACHIONDO, El modernismo en el pensamiento religioso de Miguel de
Unamuno, Vitoria, 1948. La obra del P. Quintín Pérez representó la respuesta oficial de la jerarquía
eclesiástica española por muchos y contribuyó en gran parte a un ambiente antiunamunista, visceral
y cerril que presionó al Vaticano para ponerlo en el índice. Q. Pérez contrapone página por página
textos de Unamuno, fuera de contexto, con tesis condenadas que hay en el Enchiridion. He aquí un
resumen: la verdad (pp. 31-42), la religión y la moral (pp. 43-58), el alma (pp. 59-76), Dios (pp. 77-
124), la fe (pp. 129-164), Jesucristo (pp. 165-180), la Virgen María (pp. 181-186), el catolicismo
(pp. 187-194), el cristianismo (pp. 195-212) y el protestantismo (pp. 213-230). Se le acusa a Unamu-
no de falta de sinceridad al negar con el pensamiento lo que se afirma con el corazón y viceversa.
«Las filosofías y las teologías heterodoxas son los libros de caballerías de Unamuno» (p. 255). Cirar-
da repite muchas de las ideas del jesuíta y ve un Unamuno agnóstico y pragmatista que trata de pul-
verizar la fe católica y corroerla con aseveraciones heréticas (pp. 19 y 34). Esto ocurre, sobre todo en
su poema El Cristo de Velázquez.
14. A. GONZÁLEZ, «¿Unamuno en la hoguera? Veinticinco años de crítica clerical», Asomante,
XXVII (1961), pp. 7-25, divide la crítica clerical en cuatro momentos históricos: desde 1936 hasta
1948 en que se publica el libro de González Caminero; desde 1949, fecha de la publicación del libor
de H. Benítez, hasta 1952, cuando termina su disputa con A. Sánchez Barbudo; desde 1953, año de
las festividades centenarias en la Universidad de Salamanca, hasta la inserción de la obra unamunia-
na en el índice; finalmente, toda la crítica desde 1957 hasta el presente (pp. 9-10).

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La crítica fuera de la jerarquía puede dividirse en los siguientes grupos: 1)
Los que piensan que Unamuno fue siempre católico, aunque sui generis: H. Be-
nítez, A. Esclasans, J. Marías, A. Zubizarreta;15 2) Los que mantienen que el
vasco perdió para siempre su fe tras su crisis de 1897: N. González Caminero,
Q. Pérez, A. Sánchez Barbudo, J. Manya, P. Turiel, G. de Armas Medina;16 3)
Los que catalogan el pensamiento unamuniano como luterano (Aranguren, Laín
Entralgo) o protestante liberal: N. Orringer, M. Oromí, A. Guy, J. M. Martínez
Barrera, Ch. Moeller y E. Rivera de Ventosa.17
Como resumen y conclusión hay que establecer los siguientes postulados al
revisar las relaciones de Unamuno y la Iglesia: 1) Unamuno tuvo personalmente
grandes amistades entre los religiosos y los sacerdotes; 2) la jerarquía eclesiásti-
ca lo condenó porque partía de otros supuestos filosóficos o no conocía las
fuentes y los postulados del pensador vasco; 3) el sistema unamuniano se ade-
lanta no sólo a la teología radical protestante de la muerte de Dios, sino también
al evolucionismo cristológico de Chardin y a la teología liberal católica poscon-
ciliar; 4) hacen falta, por lo tanto, estudios teológicos que analicen las intuicio-
nes modernísimas sobre conceptos como «iglesia», «Cristo», «fe», que aparecen
desparramados por su obra; 5) todos los estudios futuros deberán tener en cuen-
ta la bipolarización de oposiciones con que Unamuno lanza sus fogonazos teo-
lógicos que no siempre son fuegos fatuos.

15. H. BENÍTEZ, El drama religioso de Unamuno, Buenos Aires, Universidad, 1949; id., «La cri-
sis religiosa de Unamuno», Revista de la Universidad de Buenos Aires, IX (1949), pp. 11-88. A. Es-
CLASANS, Miguel de Unamuno, Buenos Aires, Juventud, 1947. J. MARÍAS, Miguel de Unamuno, Ma-
drid, Espasa, 1943. A. ZUBIZARRETA, Tras las huellas de Unamuno, Madrid, Taurus, 1960.
16. N. GONZÁLEZ CAMINERO, Unamuno, I. Trayectoria de su ideología y de su crisis religiosa.
Comillas, U. Pontificia, 1948. Q. PÉREZ, op. cit., nota 13. A. SÁNCHEZ BARBUDO, Estudios sobre
Unamuno y Machado, Madrid, Guadarrama, 1959. J. MANYA, La teología de Unamuno, Barcelona,
Vergara, 1960. P. TURIEL, Unamuno. El pensador. El creyente. El hombre, Madrid, Cía. Biblio-
gráfica, 1970. G. DE ARMAS MEDINA, Unamuno. ¿Guía o Símbolo?, Madrid, Ribadeneyra, 1958.
17. J. L. ARANGUREN, op. cit., nota 9. P. LAIN ENTRALGO, op. cit., nota 9. N. ORRINGER, Unamu-
no y los protestantes liberales, Madrid, Gredos, 1985. M. OROMJ, El pensamiento filosófico de Mi-
guel de Unamuno. Filosofía existencial de la inmortalidad, Madrid, Espasa, 1943. A. Guv, Unamu-
no et la soif d'étemité, París, Seghers, 1964. J. N. MARTÍNEZ BARRERA, Miguel de Unamuno y el
protestantismo liberal alemán, Caracas, Ministerio de Información y Turismo, 1982. Ch. MOELLER,
op. cit., nota 3. E. RIVERA DE VENTOSA, Unamuno y Dios, Madrid, Encuentro, 1985; ID., «El cristia-
nismo de Unamuno», Cuadernos Hispanoamericanos, 439-440 (1987), pp. 205-230.

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