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V

VERITAS
Los Dones del Espiritu Santo
Seguna Santo Tomas de Aquino

Padre Peter John Cameron, O.P.


La Serie Veritas está dedicada a Padre Michael J.
McGivney (1852-1890), sacerdote de Jesucristo y
fundador de los Caballeros de Colón.
Caballeros de Colón presenta
La Serie Veritas
“Proclamando la fe en el tercer milenio”

Los Dones del Espíritu Santo


Según Santo Tomás de Aquino

por
Padre Peter John Cameron, O.P.

Editor General
Padre Juan-Diego Brunetta, O.P.
Director del Servicio de Información Católica
Consejo Supremo de los Caballeros de Colón
Nihil Obstat
Censor Deputatis
Padre Donald F. Hagerty, S.T.D.
Imprimatur
Robert A. Brucato, D.D., V.G.
Arquidiócesis de Nueva York
28 de mayo de 2002
(provisto para el texto en inglés)
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Nueva edición revisada y aumentada © 1998 Equipo de traductores de la edición española
de la Biblia de Jerusalén, Desclée De Brouwer, S.A. Bilbao, España.
Portada: El Greco (1541-1614), Pentecostés. Museo del Prado, Madrid. © Scala/Art
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Impreso en los Estados Unidos de América
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ............................................................................... 5

¿Qué son exactamente los dones? ................................................... 6


¿Quién necesita los dones? ............................................................. 7
¿Cómo obtenemos los dones? ......................................................... 7
Los dones nos hacen como Cristo ................................................... 8

LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO ............................................ 9

El don del temor de Dios ............................................................... 9


El don de la piedad ...................................................................... 13
El don de la ciencia ...................................................................... 16
El don de la fortaleza ................................................................... 19
El don del consejo ........................................................................ 22
El don de la inteligencia .............................................................. 25
El don de la sabiduría .................................................................. 28

LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA Y LOS DONES ESPÍRITU SANTO ........ 31

La Anunciación de María y el don del temor de Dios ................... 31


La Visitación de la Santísima Virgen María y el don de la piedad . 32
La Presentación en el Templo y el don de la ciencia ..................... 34
El Niño Hallado en el Templo y el don de la fortaleza ................. 36
Las bodas de Caná y el don del consejo ........................................ 37
“¿Quién es mi madre?” – El don de inteligencia .......................... 39
La Pasión, Pentecostés y el don de sabiduría ................................ 40

FUENTES ....................................................................................... 42
NOTAS AL CALCE ........................................................................... 42
SOBRE EL AUTOR ........................................................................... 42
INTRODUCCIÓN

A través de toda la historia, Dios se ha revelado a sí mismo como el


Dador de Bienes.
La creación es un don. La vida es un don. El Señor dio sus alianzas como
dones, y llamó para sí a Abraham, Moisés y al pueblo judío por pura
generosidad. Aun más, Dios nos envió a su Hijo como un don, y Cristo obtuvo
para todos nosotros el don de la vida eterna.
Dios no quiere nada más que compartir su propia vida con nosotros. El
Señor quiere hacernos, como dice la Escritura, “partícipes de la naturaleza
divina” (2 Pedro 1, 4). Sin embargo, como criaturas, y además pecadoras,,
necesitamos estar preparados y elevados por Dios antes de que podamos
unirnos perfectamente con Él. En una palabra, debemos cambiar.
Parte de nuestra transformación en la persona que Dios quiere que
seamos, sucede porque su gracia nos hace virtuosos. Ser virtuosos no sólo
significa hacer lo correcto, sino ser la clase de persona que hace el bien pronta
y espontáneamente, y con alegría. La vida de las virtudes evita que el mal
envenene el amor que hay en nuestros corazones y nos libera para crecer en
santidad. Pero además de fortalecernos en bondad, también Dios infunde en
nuestras almas los dones de fe, esperanza y caridad, las “virtudes teologales,”
que son nada menos que una participación en la propia sabiduría y el amor
divino de Dios. Por medio de la Fe, la Esperanza y la Caridad somos llevados a
vivir en unión con la Santísima Trinidad aun durante nuestra vida en la Tierra.
Al darnos las virtudes teologales, el Espíritu Santo mora en nosotros y
nos vivifica con abundantes bendiciones de toda clase, haciéndonos día con día
más como Cristo y guiándonos a la vida de perfección en el cielo.
La Escritura enfatiza dos grupos de bendiciones que el Espíritu Santo
ofrece a quienes lo reciben. Primero están los doce “Frutos del Espíritu Santo”
que San Pablo nos enumera en su carta a los Gálatas: amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, generosidad, modestia, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí y castidad (Gálatas 5, 22-23). Además, el
Espíritu nos dota con bendiciones que tradicionalmente llamamos los siete
“dones del Espíritu Santo.” Estos dones en particular son dotes perdurables
(pero no indestructibles) que perfeccionan los buenos hábitos y poderes
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naturales del alma humana y tienen el efecto de hacernos sobrenaturalmente
sensibles y receptivos a las direcciones e inspiraciones de Dios.
El profeta Isaías habla de estos siete dones cuando escribe, profetizando
la venida de Cristo (la “flor de Jesé”):
Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e
inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad
y le inspirará en el temor de Yahveh (Isaías 11, 1-3).1
Estos siete dones – sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios – se mencionan en las Escrituras y han sido recibidos
y explicados por los santos a través de los siglos. Entre éstos, el teólogo
dominico del siglo XIII, Santo Tomás de Aquino, nos ofrece lo que es quizás
la explicación más clara y detallada de cómo obran los dones en nuestra vida.
Nuestra meta con este folleto es presentar la explicación de Santo Tomás junto
con su descripción de cómo podemos ver los dones en acción en la mujer que
fue la morada más perfecta del Espíritu Santo, la Santísima Virgen María.

¿Qué son exactamente los dones?


Los dones del Espíritu Santo son bendiciones conferidas a nuestra alma
para realzar y refinar los poderes naturales que poseen: “El ‘alma’ se refiere al
aspecto más interno del hombre, aquél que es de más valor en él, aquél por el
cual él es más especialmente a imagen de Dios: ‘alma’ significa el principio
espiritual en el hombre”.2
Dios Espíritu Santo obra siempre inspirándonos y guiándonos a mayor
pureza, mayor amor y mayor santidad. Sin embargo, aun con las virtudes
teologales de fe, esperanza y caridad, nuestros corazones pueden permanecer
insensibles al Espíritu Santo. Los siete dones son el remedio para esta pereza.
Realzan los poderes del alma y hacen que nuestros corazones sean más sensibles
a Dios, de modo que podamos seguir fácil y consistentemente los movimientos
e inspiraciones del Espíritu Santo. Los dones son disposiciones habituales
perdurables que nos mantienen finamente armonizados y devotamente
sensibles a las más sutiles insinuaciones de Dios. Nos preparan para Sus
iniciativas y nos permiten actuar de forma santa y hasta divina.
Estas siete gracias son llamadas “ dones” por dos razones. Primero, son “
dones” porque Dios las infunde en nosotros sin esperar recompensa alguna.
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Segundo, son “ dones” porque nos dan el privilegio de responder a
inspiraciones divinas. El nombre de “ dones,” que les da la Escritura parece ser
el más apropiado cuando consideramos las bendiciones supremas y los
beneficios que Dios nos da mediante ellos.

¿Quién necesita los dones?


Todos necesitamos los dones del Espíritu Santo, ya que sin la ayuda de
Dios es imposible que encontremos el camino hacia Él. Además de que
necesitamos que nuestros pecados sean perdonados, necesitamos que Dios
venza nuestros vicios, tonterías, ignorancias, torpeza mental y otros defectos de
mente y alma. Él hace esto de forma maravillosa dándonos estos dones, ya que
compensan de sobra las debilidades de nuestra naturaleza caída y son el
remedio para las enfermedades espirituales que nos privan de una plena
comunión con Dios. Los dones son más que un remedio, nos fortalecen y
reafirman nuestra voluntad de observar las buenas inspiraciones y la guía del
Espíritu Santo. Los dones nos hacen escuchar y obedecer a Dios prontamente y
hacen que realizar su voluntad sea el gozo supremo.

¿Cómo obtenemos los dones?


Los siete dones, al igual que las virtudes teologales de fe, esperanza y
caridad, nos son dados en el santo Bautismo. Una vez recibidos, elevan el alma
y existen como nuevas facultades o poderes sobrenaturales. A diferencia de las
facultades naturales, sin embargo, los dones dependen directamente de Dios
para su ejercicio. Por naturaleza tenemos el poder de pensar y razonar (por
ejemplo), pero cuando nacemos a la vida por la gracia de Dios, somos dotados
con los dones como facultades sobrenaturales, sentidos (por decirlo así) que
hacen posible nuestra vida como nuevas criaturas espirituales. La verdadera
acción o función de los dones – y, por lo tanto, sus beneficios – dependen de la
obra ulterior de Dios. De hecho, con frecuencia la función de los dones es
desconocida para nosotros. No es raro que se nos revelen sólo
retrospectivamente, por medio de un análisis bien informado de nuestros actos.
Esto no debe sorprendernos, ya que en el momento en que ejercimos los dones
nuestra atención estaría fija en Dios y en otros objetos relacionados con Él.
La función de los dones del Espíritu Santo depende, particular y
esencialmente, de la gracia de Dios. Por nuestra parte, podemos cultivarlos
evitando el pecado y practicando las virtudes morales e intelectuales. Debemos
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estar siempre dispuestos a obedecer para deshacernos de aquello que pudiera
impedir u ofrecer resistencia al movimiento del Espíritu Santo. Por ejemplo, si
somos testarudos, egoístas o autocomplacientes, estamos creando obstáculos en
nuestras almas e impidiendo el trabajo de la gracia. No podemos disfrutar de
los dones del Espíritu Santo de forma estable o duradera mientras
permanezcamos dispuestos a pecar o indecisos en cuanto a nuestra
determinación de nunca ofender a Dios. En el Evangelio, Cristo nos recuerda
que “nadie puede servir a dos señores” (Mateo 6, 24).
Los dones del Espíritu Santo aparecen cuando estamos viviendo con
verdadera caridad divina. Cuando amamos a Dios sobre todas las cosas, y
cuando amamos todas las cosas en su nombre, entonces ese mismo fuego de
amor espiritual nos hace sutilmente sensibles a su dirección. Por lo tanto, los
dones aparecen con la caridad y, a su vez, nos llevan a mayor santidad y amor.
Los dones siempre están presentes en conjunto, ya que en la vida de amor
divino forman un todo orgánico integral. (Esto es así aunque, en casos
particulares, es necesaria y evidente la función de un don en particular.) En la
caridad, los dones no se pueden desunir o repartir por separado, y obran de tal
modo que se refuerzan, complementan y recargan unos a otros puesto que
actúan unidos para mantenernos en consonancia con la voluntad de Dios.

Los dones nos hacen como Cristo


Como los dones crean una exquisita sensibilidad y apertura a Dios,
podemos decir que son, en cierto sentido, la dignidad suprema de nuestra
naturaleza humana. Incluso Nuestro Señor Jesucristo, como verdadero hombre,
fue dotado con los dones. En su infinita y amorosa sabiduría, Dios ha
establecido que sólo mediante los dones del Espíritu Santo las almas se hacen
plenamente atentas, alertas y vigilantes a las solicitudes del Espíritu. Cuando
los recibimos, los dones nos conducen a una conformidad más profunda con
Cristo, quien, en su perfecta humanidad, era suprema y perfectamente sensible
y sujeto a las inspiraciones de Dios.
Nuestra participación en la gloria de los dones del Espíritu Santo no está
limitada al tiempo de nuestra corta vida terrenal. Es cierto que, en esta vida
actual, los dones nos ayudan en las áreas que purifican y perfeccionan nuestra
relación con Dios. De manera especial nos protegen contra la tentación y las
pruebas que nos pone el mal. Pero en el cielo, nuestra vida entera seguirá los
movimientos y la vida del Espíritu Santo. Los dones nos permitirán participar
en la vida misma de la Santísima Trinidad, de una forma que sólo Dios puede
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enseñarnos. En su esencia, entonces, los dones del Espíritu Santo perdurarán y
continuarán activos en el cielo. Allí, éstos permanecerán y continuarán activos
en el cielo. Allí serán plenamente permanentes y perfectos, permitiéndonos
disfrutar de una comunión total con Dios y con todos los ángeles y santos en
Él. Juntos nos regocijaremos en el propio amor y belleza de Dios, y
participaremos de ellos juntos como sus amados hijos por siempre.

LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO


El don del temor de Dios
¿Por qué querría Dios darnos un don llamado “temor de Dios?” ¿Cómo
podría el temor ser bueno y deseable? Santo Tomás de Aquino nos dice que
necesitamos el don del temor como una especie de primer comienzo de la
perfección de todos los dones. Porque el temor de Dios nos condiciona a
mostrar la debida reverencia a Dios y a estar totalmente consagrados a Él. De
esta forma, el temor de Dios es la base sobre la cual están construidos los otros
dones.
Como todos los dones del Espíritu Santo, el temor de Dios es una
disposición permanente de los poderes del alma que hace que el creyente sea
receptivo a la inspiración y los movimientos del Espíritu Santo. Cuando
decimos esto, queremos decir que el temor de Dios es una condición duradera
y estable, un refinamiento o disposición que nos hace consistente y felizmente
receptivos a Dios. Sin ser receptivos, sin ser sumisos y dóciles (instruibles),
¿cómo podríamos pasar a disfrutar de los otros dones? El temor de Dios prepara
el camino para el resto de los dones, guiándonos para que reverenciemos a Dios
y evitemos todo aquello que nos aleje de Él.
El temor de Dios no es cuestión de ansiedad o terror. Más bien, se
caracteriza por una determinación serena pero anhelante. ¿Cómo nos ayuda el
temor de Dios a seguir a Dios? Santo Tomás nos ayuda a verlo cuando nos
señala una realidad común de la vida: antes de que las personas puedan
comenzar a hacer el bien, primero deberán apartarse del mal. Según sabemos
por experiencia propia, el temor siempre implica alejarse de algo que
consideramos una amenaza para nuestro bienestar.
En nuestra relación con Dios, el temor puede actuar de dos maneras.
Primero, el temor puede ser un temor al castigo (especialmente el infierno).
Podemos y debemos apartarnos del mal, correr a Dios y permanecer cerca de
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Él cuantas veces nos sintamos intimidados por la realidad del castigo. Santo
Tomás se refiere a esta clase de temor como temor “servil,” el temor de quien
obedece al amo por la posibilidad del castigo. El temor servil, sin embargo, no
incluye toda el margen de libertad y gracia del que Nuestro Señor quiere que
disfrutemos. Existe una segunda y más santa clase de temor que no tiene que
ver con el castigo, sino con el bien maravilloso de comunión con Dios.
Esta segunda clase de temor no le tiene miedo a ser castigado, sino a
perder a Dios. Santo Tomás llama a esto temor “filial,” el temor de los hijos,
puesto que es la clase de temor que un buen hijo deberá tener de quebrantar o
perder su relación con su padre. Tener temor filial significa estar ansioso de
evitar el mal de ofender a Dios o de hacer algo que pudiera dañar nuestra
relación con Él.
Este don del Espíritu Santo, el temor de Dios, es un don del temor filial.
Mediante este don, respondemos a la orientación que nos da el Espíritu,
abandonando los placeres perniciosos sólo por amor a Dios. En efecto, este don
transforma la forma en que vemos a Dios. Santo Tomás llega a decir que la
caridad que da forma al don del temor nos permite ver a Dios a la vez como
nuestro padre y ¡hasta nuestro cónyuge! En otras palabras, la caridad (amor) que
está activa en el Temor de Dios nos hace agudamente sensibles a la forma en
que Dios nos ama y que debemos corresponder a ese amor. Mediante el temor
de Dios, nos hacemos profundamente sensibles a cualquier cosa que pudiera
debilitar nuestra vida de amar a Dios y disfrutar de su amor.
Existe, entonces, algo totalmente irónico sobre el temor de Dios. Este
temor es producido por amor. Según explica Santo Tomás, el amor es la madre
de la que nace el temor, porque una persona teme perder sólo lo que ama.
Cuando nuestros deseos se centran firmemente en algo, no podemos soportar
la idea de perderlo. La privación del objeto de nuestros afectos es algo que
tememos como un mal. En este sentido, entonces, el temor por su misma
naturaleza surge del amor. Este conocimiento profundo nos lleva a
preguntarnos: “¿Qué es lo que verdaderamente temo perder?” Si vemos qué
tememos perder, entonces veremos qué es lo que realmente amamos en la vida.
Sabiendo lo que es el temor, vemos por qué es correcto decir que hasta el
mismo Jesús tenía el don del temor de Dios. Porque cuando tememos a otra
persona con temor filial (hasta a una persona divina, como Dios Padre),
tememos la pérdida de algo asombrosamente bueno. Lo que Cristo temía – lo
que Él ansiaba no perder nunca – era lo más asombroso de Dios, en particular,
su infinito amor. Como resultado, el alma humana de Jesús era movida por el
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impulso del Espíritu Santo a una reverencia profundamente respetuosa a Dios.
Santo Tomás comenta que, como hombre, Cristo tuvo un sentido de reverencia
a Dios más profundo que el que nadie haya tenido.
Debido a este temor santo y amoroso, Jesús no rechazó su agonía o la
angustia de la Pasión. Algo mayor que el tormento de la tortura lo abrumaba
y lo movía a rechazar vehementemente cualquier hecho que lo hubiese
apartado en lo más mínimo de la voluntad de su Padre. Por lo tanto, fue
precisamente la maldad de la violencia y el castigo – la maldad que se suponía
que desanimara a Jesús (¿”No sabes que tengo poder para soltarte y poder para
crucificarte?” [Juan 19, 10]) – lo que lo impulsó. Porque al responder
fielmente al temor de Dios en su alma humana, Jesús dio paso a que el temor
servil de otros fuera transformado en auténtico temor filial. Con su propio
sufrimiento y amor, Jesús nos enseña y nos permite buscar la reconciliación e
infinita comunión con Dios sobre todas las cosas.
El temor de Dios de Jesús nos permite entender cómo podemos esperar
que actúe el temor de Dios en nuestra propia alma. Como vemos en la Pasión,
un efecto importante del temor de Dios es la humildad pura y total. Con el
temor de Dios, no sólo estamos dispuestos sino ansiosos y felices de soportar el
sufrimiento por amor a Dios y su plan de salvación. El santo temor nos
disciplina, para que dejemos de buscar la gloria para nosotros mismos, y por el
contrario, busquemos la gloria de Dios y nuestra propia felicidad en Él. El
temor de Dios reverencia y ama a Dios, y así arranca los verdaderos orígenes del
orgullo humano. El temor es un remedio para todo orgullo y arrogancia del
espíritu, que son los males que más fácilmente nos apartan del Señor.
Este efecto de la humildad aumenta en proporción a nuestra caridad.
Mientras más amamos a Dios, mayor es el temor de ofenderlo y de separanos
de Él. Asimismo, mientras más amamos a Dios, menos tememos al castigo: el
verdadero amor nos libera de la preocuación por nuestro propio bienestar, y
nos hace prestar atención, no al castigo, sino al tremendo amor que no nos
podemos dar el lujo de perder. El amor humilde que indudablemente nos une
a Dios también nos hace tener mayor confianza en la recompensa, y por
consecuencia, menos miedo al castigo.
Un segundo efecto del temor de Dios, entonces, es el incremento de la
Esperanza. Santo Tomás señala que el temor vuelve sumiso al espíritu, de modo
que éste no se enorgullezca de las cosas presentes. Y nos fortalece con el pan de
la esperanza mientras esperamos lo que aún está por venir. El don del Espíritu
no hace que nos preocupe si Dios nos salvará o no, sino hace que deseemos
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evitar cualquier desacato, pecado o negligencia de nuestra parte que pudiera
rechazar o disminuir la efectividad de esa ayuda divina. De esta manera, el
temor y la esperanza trabajan unidos. La esperanza confía en que Dios hará
grandes cosas por nosotros, mientras que el temor nos mantiene puros y
humildes, en el estado perfecto para recibir las gracias llenas de amor de Dios.
En cierto sentido, la esperanza hasta hace que el temor sea más intenso, ya que
mientras más esperanza tengamos en otro (en Dios, en este caso), más deseosos
estaremos de no perder ese don ofendiendo a nuestro benefactor o separándonos
de Él.
El temor de Dios también nos permite vivir la bienaventuranza:
“Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mateo 5, 3), de forma más auténtica.
Porque el don del temor no sólo nos libera de la vanagloria del orgullo;
también nos impide ansiar la fama que puede obtenerse con bienes externos,
tales como honores y riquezas. Por lo tanto, debido al temor sólo ansiamos a
Dios, y nos liberamos del orgullo y la codicia que nos harían correr tras tesoros
que no son el propio Dios.
El temor de Dios también fortalece la virtud de la templanza (esa virtud
que nos mantiene libres y moderados en lo que concierne a los placeres de la
carne). Como el don del temor de Dios nos impulsa a buscar primero que nada
a Dios mientras nos apartamos de todo lo que pudiera ofenderlo o separarnos
de Él, este don también refrena de inmediato el deseo de entregarnos a los
placeres de la carne. Cuando amamos a Dios sobre todas las cosas y el Espíritu
Santo nos lleva a valorar absolutamente su amor, entonces con más facilidad
evitaremos los pecados relacionados con los deseos y placeres del cuerpo.
Santo Tomás nos dice que, de los siete dones del Espíritu Santo, el temor
de Dios es el primero en orden de necesidad, último en el orden de nobleza. El
temor de Dios abre una puerta para hacer el bien. Es el fundamento o el
comienzo de la actividad de todos los otros dones. De esta forma, “el temor de
Yahveh es el principio del saber” (Salmos 111, 10), es la raíz del saber y el inicio
de su vida.
En el cielo, donde el amor es perfecto, no habrá lugar para temor al
castigo (1 Juan 4, 18) ni posibilidad de ofender a Dios. Sin embargo, aun
podemos decir que lo más santo del temor – reverencia a Dios – permanecerá
incluso en la gloria del cielo. Allí, el temor no implicará ansiedad o
preocupación de pecar, sino que será perfecto en completa paz, en el absoluto
rechazo firme y final del mal, y en la tranquilidad total de amar a Dios sobre
todo y en todo.
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El don de la piedad
¿Podríamos alguna vez llegar a demostrar a Dios el honor y la devoción
que Él merece? Aunque tratáramos, nunca podríamos hacerlo por nosotros
mismos. Para poder rendir a Dios la clase de homenaje que le debemos como
sus criaturas e hijos adoptivos, necesitamos la ayuda del Espíritu Santo. El don
de la piedad es el don particular por el que el mismo Dios Espíritu Santo nos
permite acercarnos a Dios a rendirle el homenaje y veneración de la mejor
forma y la más apropiada. En una de las oraciones de su liturgia, la Iglesia
expresa el hecho de que sólo Dios puede enseñanos a alabarlo y honrarlo de
forma apropiada: “Padre, aunque no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras
bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias,
para que nos sirva de salvación, por Cristo, Señor nuestro”.3
El don de la piedad nos ayuda a darnos cuenta de cuál es el propósito
fundamental de nuestra existencia: “Dios nos ha puesto en el mundo para
conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo.”4 Mientras que el temor de Dios
nos ayuda a evitar los males, la piedad nos permite un acercamiento genuino y
santo a Dios, de modo que profundicemos y afirmemos nuestra relación con Él
mediante la adoración y las buenas obras.
Para comprender el don de la piedad – esto es, la disposición especial del
alma mediante la cual el Espíritu Santo nos hace más sensibles a su propia
inspiración – debemos saber lo que es la piedad en general.
Desafortunadamente, la piedad está con frecuencia mal representada y
parodiada por ideas falsas, prejuicios y estereotipos. Tenemos la tendencia a
confundir la verdadera piedad con una clase de falsa dulzura, con devoción
externa superficial y con sentimentalismo fingido en la Iglesia. La piedad
auténtica, sin embargo, está muy lejos de todas esas cosas. La verdadera piedad,
de hecho, es una virtud que gobierna nuestro comportamiento en todo
momento, y no sólo cuando estamos inmersos en la oración, adoración y otros
actos de devoción religiosa. La esencia de la verdadera piedad está en demostrar
el debido honor, respeto y aprecio por aquellos que merecen tal estima.
Al hablar de piedad (la virtud en general, no el don), Santo Tomás de
Aquino explica que ésta tiene que ver con el cumplimiento de nuestro deber y
el espíritu de servicio a aquellos que son importantes en nuestra vida. Antes
que nada, están aquellos con quienes estamos emparentados, de nuestra propia
sangre, y muy especialmente nuestros padres. La piedad también tiene que ver
con el patriotismo, nuestro deber y devoción a nuestro país. Santo Tomás dice
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que la piedad denota la reverencia que tenemos para con nuestros padres y
nuestra patria. Pero la virtud de la piedad naturalmente extiende su
consideración a todos aquellos con quienes compartimos fidelidad o intereses
comunes; por lo tanto, está dirigida al bien común.
Con esto en mente, podemos ver cómo corresponde la virtud de la piedad
al llamado a la justicia del Evangelio: la piedad nos hace reconocer lo que
debemos a los demás, ya sea que tengan un papel superior en nuestra vida
(como en el caso de los padres, maestros, entrenadores y otras autoridades) o
que nos hayan otorgado beneficios específicos (como los amigos, benefactores,
compañeros de trabajo, defensores de toda clase). En justicia – dándole a cada
persona el crédito debido – la piedad nos impulsa a demostrar gratitud y
aprecio a cualquiera que sea fuente de vida, madurez, desarrollo humano y
enriquecimiento personal en nuestra vida. Como virtud, la piedad nos ofrece la
oportunidad de dar una expresión sagrada al amor que tenemos y debemos a
nuestra familia, nación, amigos, colegas y asociados.
Como todos los dones del Espíritu Santo, el don de la piedad es una
disposición permanente o refinamiento de los poderes de nuestra alma.
Específicamente, la piedad nos hace altamente sensibles a las indicaciones del
Espíritu Santo en lo que concierne a honrar a Dios como nuestro Padre.5 Santo
Tomás explica que, porque Dios es llamado Padre nuestro par excellence, la
reverencia a Él es llamada piedad.
Al ser receptivos por el don de la piedad, somos llevados a honrar y servir
a Dios con espíritu filial. La piedad es un don por el cual somos llevados a
participar de manera práctica de la filiación de Jesucristo, el eterno y divino
Hijo de Dios. Al mismo tiempo, el don de la piedad ofrece honor y servicio a
todas las personas con base en nuestra relación con Dios como sus hijos. Por
esta razón Santo Tomás señala que el don de la piedad inspira cualquier acto
por el cual una persona hace el bien a todos por reverencia a Dios.
El interés por otros es la segunda inquietud del don de la piedad. Porque
la piedad, como Dios, tiene interés en acudir en ayuda de los necesitados. Santo
Tomás cita a San Agustín al respecto, quien dice que rendimos honor a quienes
amamos al honrar bien sea su memoria o su compañía. Ayudando a los demás
en sus luchas, honramos al Padre al servir a sus hijos. Esta dinámica de servicio
generoso sigue siendo la vida de la Iglesia, según se evidencia por el amor
mutuo y la constante intercesión de los santos en el cielo. Santo Tomás señala
que los santos continúan manifestando el don de la piedad al honrarse
mutuamente en el cielo y mostrando compasión por nosotros en la tierra en
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nuestros momentos de desdicha. El origen de la intercesión de los santos por
nosotros es un impulso piadoso.
Santo Tomás relaciona las Bienaventuranzas “Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia” (Mateo 5, 6) y “Bienaventurados los
misericordiosos” (Mateo 5, 7) con el don de la Piedad porque la Piedad llena el
corazón de entusiasmo por hacer obras de misericordia. El acto principal de este
don, que es la reverencia filial a Dios permanecerá aun en el cielo porque el
profundo afecto que tenemos por los demás sólo aumentará al entrar al regocijo
de los santos. En el cielo se practica la piedad cuando los santos manifiestan su
amor a Dios al honrarlo juntos y honrar las maravillas que su gracia ha obrado
en todos los elegidos. El don de la piedad persiste en el cielo, donde realza el
regocijo mutuo y el gozo que experimentan los santos en compañía unos de
otros.
Ahora, aunque el don de la piedad afecta naturalmente la forma en que
damos culto a Dios en la oración y en otras prácticas religiosas, tiene que ver
principalmente con nuestra devoción a Dios como sus hijos adoptivos en
Cristo. El don de la piedad nos recuerda que somos hijos de Dios, y nos da una
confianza y satisfacción especial recordarlo. Gracias a este don, damos
verdadero culto y servicio a Dios Padre, honramos a los santos, se hacen buenas
obras para aliviar la desdicha humana y nos regocijamos al ser adoptados en la
vida de la Trinidad.

El don de la ciencia
En nuestro mundo existen tantas opiniones como personas (¡si no más!),
y cuando se trata de preguntas sobre religión encontramos que hasta en la
Iglesia podemos escuchar voces de disidencia y confusión que nos podrían
apartar de la Verdad de Dios. ¿Cómo podemos saber lo que necesitamos creer
y cómo valorar las cosas de acuerdo a la fe? Una gracia que Dios nos da para
capacitarnos para alcanzar una aceptación (acuerdo) completa y profunda de la
verdad de la fe es el don de la ciencia. El don de la ciencia es una disposición
de la mente humana que nos dispone a seguir los impulsos del Espíritu Santo
cuando juzgamos las cosas humanas o creadas con relación a Dios. Mediante el
don de la ciencia, el Espíritu Santo guía nuestro juicio para que podamos
reconocer las cosas creadas – especialmente los pensamientos, las palabras, las
inclinaciones, las circunstancias y las obras del ser humano – a la luz de la fe.
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El don de la ciencia, cuando es eficaz, ayuda a diferenciar entre lo que es
y lo que no es consistente con la fe. Por medio de este don, Dios nos permite
reconocer cuándo algo humano y temporal – un plan, una práctica, una idea –
debe recibirse como consistente con la verdad revelada.
A diferencia de Dios mismo, cuya ciencia es “clara y sencilla,”
instantánea y perfecta, nuestra ciencia humana depende de un proceso de
razonamiento y progreso lógico. Nosotros naturalmente necesitamos ejemplos,
argumentos, diagramas, evidencia, ilustraciones, instrucción y muchas otras
ayudas antes de que podamos saber algo con certeza; y, por supuesto, podemos
cometer errores. Por su parte, Dios juzga la verdad de todas las cosas mediante
un discernimiento sencillo y absolutamente infalible. Y aunque parezca
extraño, Él desea darnos una parte de esa capacidad. Mediante el don de la
ciencia, el Espíritu Santo nos bendice con la capacidad de conocer y juzgar con
una habilidad que se asemeja, hasta cierto punto, a la ciencia perfecta de Dios.
Al enfrentarse a hechos, ideas, circunstancias o cualquier ser creado, el
creyente en quien está activo el don de la ciencia, reconocerá lo que está en
armonía con las verdades de la fe. Este don opera entonces como una especie de
instinto sobrenatural para diferenciar lo auténtico de lo no auténtico en todo lo
que se refiere a Dios y a nuestra salvación. El don de la ciencia evita que los
santos – aquellos que verdaderamente aman a Dios – caigan en errores y
confusiones sobre la fe y la moral.
Según explica Santo Tomás, aunque la fe trata sobre lo divino y eterno
(es decir, Dios), el acto de creer es un hecho temporal y creado en la mente del
creyente. Nuestras ideas sobre Dios, aunque sean ciertas, no son iguales a Dios
mismo. Por eso se necesita un don particular para analizarlas aquí y ahora. La
ciencia nos proporciona un medio para adaptar nuestras creencias a la verdad
de la fe, dándonos así confianza y certeza en los asuntos relacionados con los
juicios prácticos y teóricos de la religión.
En esta explicación de la ciencia, Santo Tomás expresa que la ignorancia
nunca se aparta totalmente de nosotros excepto mediante la infusión de dos
clases de ciencia: ciencia teórica y ciencia práctica. El don de la ciencia del
Espíritu es tanto teórico como práctico. Primero que nada, está comprometido
con la contemplación, iluminando al creyente para que sepa lo que debe creer
por fe. Por lo tanto, la verdad pura sigue siendo el interés principal del don.
Sin embargo , en un plano secundario, el don de la ciencia también se ocupa
de lo que hacemos y pensamos, puesto que nuestras obras y nuestra vida activa
y práctica deberán ser dirigidas por el conocimiento de la verdad divina, los
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asuntos de fe, y las conclusiones a las que nos permiten llegar. La ciencia,
entonces, también evita que nos engañen sobre todo lo relacionado con la vida
moral y los aspectos prácticos que tienen que ver con la fe.
El testimonio de la eficacia del don de la ciencia es la integridad de los
santos. Por la efusión de la gracia del Espíritu, los santos poseían un juicio
seguro en todos los asuntos de fe y los aspectos prácticos, de modo que ellos
nunca se apartaron de los caminos rectos de la justicia y la fe verdadera. El
Espíritu Santo nos llama a la misma clase de santidad y para eso nos da su don
de la Ciencia.
Desafortunadamente, aun así, caemos. Conocemos muy bien la tentación
de dedicarnos a las cosas perversas como si fueran realmente buenas,
enriquecedoras y satisfactorias para nosotros. Cuando nos dedicamos al mal
bajo la apariencia del bien, éste inevitablemente vuelve contra nosotros y nos
traiciona. Las mismas cosas que habíamos deseado dominar, por el contrario,
nos dominan. Nos dejamos cegar por los males (¡disfrazados de bienes!) y nos
roban nuestra libertad auténtica. Las cosas creadas en las que por error
confiamos para realizarnos, se tornan en ocasiones trágicas para apartarnos de
Dios. Santo Tomás analiza estas trampas – esas cosas creadas que por error
buscamos y amamos como si nos fueran a satisfacer – y las compara con ídolos,
los cuales, según dice la Escritura: “son una abominación entre las criaturas de
Dios, un escándalo para las almas de los hombres, un lazo para los pies de los
insensatos” (Sabiduría 14, 11). El don de la ciencia nos da el sentido común
sobrenatural necesario para no caer en estas trampas.
El oficio y función del don de la ciencia es juzgar con rectitud las cosas
creadas para purificar y perfeccionar nuestra relación con Dios. Las cosas creadas
nunca nos pueden llevar al gozo espiritual, a menos que se disfruten en su
relación adecuada y debida con el Bien Divino. De manera especial, el don de
la ciencia del Espíritu nos ayuda a llegar a este recto juicio sobre las cosas
creadas. Nos ayuda a tomar conciencia de la pérdida mortal que nos pueden
provocar las cosas creadas cuando dejamos que nuestra felicidad dependa de
ellas. Y nos ayuda a mantener una relación correcta y santa entre la bondad no
creada de Dios y las cosas de la creación diseñadas para guiarnos hacia la bondad
divina. El don de la ciencia infunde en nosotros un sólido sentido de equilibrio,
proporción y juicio.
Por esta razón, Santo Tomás relaciona el don de la ciencia con la
bienaventuranza de la aflicción (Mateo 5, 5). En esto, él se apoya en el
discernimiento de San Agustín, quien expresa que la ciencia es conveniente
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para los que lloran, esto es, para quienes han aprendido la dura lección de la
derrota que experimentan cada vez que buscan lo perverso como si fuera un
bien. Santo Tomás nos recuerda cuán preciosa es el conocimiento que
adquirimos por nuestros errores. Es cierto que nos llena de dolor por lo que
hemos hecho mal. Pero al mismo tiempo nos da verdadero consuelo, porque el
remordimiento que nos provocan por nuestras caídas finalmente nos persuade
para que aceptemos las cosas creadas de nuestra vida de la forma en que Dios
quiere que las aceptemos: no convirtiéndolas en ídolos sino usándolas por la
Providencia de Dios para que nos acerquen más a su amor. El recto juicio de la
ciencia nos consuela dándonos la seguridad de que las cosas creadas están
ordenadas hacia el bien divino.
Santo Tomás dice que el bienestar que genera el don de la ciencia
comienza ahora pero será completo sólo en el cielo. Por lo tanto, aunque
actualmente, en la tierra, este don combate el hambre de la ignorancia, sólo en
el cielo el don manifestará su verdadero valor. Porque allí está destinado a llenar
y satisfacer la mente con una completa y perfecta certeza, no por fe, sino por
visión, porque en el cielo, veremos a Dios.

El don de la fortaleza
De primera intención, parecería que los dones de fortaleza (valor) y
temor de Dios se invalidan mutuamente. ¿Cómo puede el Espíritu Santo
ofrecernos dos gracias aparentemente opuestas; temor y valor? Debe ser que
estos dos dones realmente no son opuestos, sino complementarios. El temor de
Dios nos hace apartarnos de cualquier mal y abstenernos de cualquier acción
que pudiera ofender a Dios o perjudicar nuestra relación con Él. Sin embargo,
nuestro sagrado compromiso de mantener una relación reverente y recta con el
Padre como sus hijos, está constantemente bajo ataque del mundo y las fuerzas
del mal. La reverencia y el temor de Dios son necesarios, pero no son
suficientes: necesitamos una fuerza adicional que nos dé fortaleza y templanza
en la lucha. Es el don de la fortaleza del Espíritu Santo.
Santo Tomás de Aquino nos enseña que la fortaleza (también llamada
valor), es esa firmeza de mente y espíritu que necesitamos tanto para hacer el
bien como para resistir al mal. Necesitamos esa determinación especialmente
cuando resulta difícil abrazar el bien y evitar el mal. El don de la fortaleza del
Espíritu nos impide ceder a la presión negativa.
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Mediante el poder mismo de Dios, el don de la fortaleza va más allá y
perfecciona la virtud moral natural de la fortaleza. Porque la virtud humana, la
fortaleza, hace que nuestra mente sea capaz de enfrentar y resistir los peligros;
sin embargo, no tiene los recursos para darnos la confianza de que nos
libraremos de todos y cada uno de los peligros que se nos presentan. La completa
confianza sobrenaturalmente estable pertenece al don de la fortaleza. Porque
mediante este don, el Espíritu Santo mueve nuestra mente humana para que
rebase sus habilidades naturales particulares de modo que podamos disfrutar de
una confianza plena y perfectamente bien fundada en la fuerza de Dios. Este
don nos permite continuar y perseverar para que podamos alcanzar los bienes
más difíciles de lograr y soportar los sufrimientos. Por supuesto, el Espíritu
Santo logra final y gloriosamente esta obra espiritual en nosotros cuando nos
lleva a la vida eterna: el fin consumado de todas las buenas obras y la liberación
final de todo peligro.
La fortaleza, que es un don del Espíritu Santo, opera como una confianza
evidente y firme que nos permitirá sortear los terrores y las pruebas de la vida
terrenal hasta alcanzar la alegría eterna del cielo. Dotados de fortaleza, no
cederemos ante cualquier temor que amenace nuestro camino hacia Dios. La
fortaleza no dará audiencia a este temor. A manera de censor sagrado, la
fortaleza elimina toda credibilidad e influencia del temor y el desánimo que nos
alejarían del camino de Cristo.
Esta ayuda divina es sumamente necesaria en nuestra vida de fe. Si se
deja sola, nuestra voluntad humana, débil y pecaminosa, está demasiado
inclinada a alejarse de la dirección de la razón y la conciencia. Cuando nuestra
voluntad encuentra obstáculos para obedecer los dictados de la razón (porque,
por ejemplo, lo que sabemos que es bueno y correcto tiene algunas
características difíciles o desagradables), la fortaleza interviene para eliminar ese
obstáculo. El valor, por lo tanto, ayuda a nuestra voluntad a seguir los dictados
de la razón. Ante los grandes males, el valor logra la adhesión de la voluntad
humana a lo que es realmente bueno.
De manera particular, la fortaleza tiene que ver con el miedo y la
dificultad de la muerte. Entregar nuestra vida es sin duda el mayor reto al valor.
El don de la fortaleza, sin embargo, nos permite rechazar todo aquello que
dificulte nuestra firmeza, especialmente las amenazas a nuestra vida corporal.
En este sentido, la fortaleza hace algo más que frenar nuestro miedo. Más bien,
la fortaleza nos impulsa a perseverar hasta nuestra meta – “el premio a que Dios
me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Filipenses 3, 14),– de manera
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sobrenaturalmente confiada y calculada. Mediante la fortaleza, Dios mismo nos
da seguridad, brindándonos confianza en su poder para ayudarnos a vencer
todas las dificultades y alcanzar la bendición final del cielo.
Con frecuencia en la vida nos enojamos y nos frustramos por nuestra falta
de paciencia. Santo Tomás señala que la paciencia es un fruto del don de la
fortaleza del Espíritu Santo. Por lo tanto, el verdadero remedio para nuestra
impaciencia no está en nosotros, sino en Dios. Ese poder, otorgado en la
fortaleza, hace posible que continuemos y perseveremos a través de todas las
dificultades, grandes y pequeñas, mediante la guía y confianza que nos ha
comunicado el Espíritu.
De manera similar, el sufrimiento prolongado – la habilidad de
perseverar en medio de retos prolongados – es un fruto de este don espiritual.
La fortaleza nos da templanza en las obras buenas, pero arduas. Nos permite
continuar y perseverar en la realización de tareas extenuantes.
Santo Tomás relaciona la bienaventuranza de “hambre y sed de justicia”
(Mateo 5, 6) con el don de la fortaleza. San Agustín sostenía que el valor es
propio de los que tienen sed, porque los sedientos trabajan duro para hacer lo
necesario por conseguir la bebida que satisfará su sed. De la misma forma, los
valientes trabajan duro y se aplican en su anhelo por lograr la felicidad que ellos
saben que recibirán una vez hayan logrado su meta. Tan es así, que los valientes
están dispuestos a apartar sus afectos de las comodidades y placeres mundanos
legítimos. Se sacrifican y despojan a sí mismos sin dejarse vencer por su
sufrimiento. El don de la fortaleza nos llena de un anhelo insaciable que nos
sostiene y nos da el poder de oponernos a los males y seguir adelante con los
actos virtuosos que nos llevan a Dios y al cielo.
Las enseñanzas de Jesús en el Evangelio nos aseguran que, en la
Providencia de Dios, la adversidad es necesaria en la vida actual. La misma
Pasión del Señor es el mayor testimonio de esta verdad. El don de la fortaleza
del Espíritu no revoca o niega este reto, pero nos hace valientes y confiados al
enfrentarlo. Como dice Santo Tomás, la fortaleza provee el “pan de confianza”
que permanece aun en el futuro. Y por eso el don de la fortaleza nos acompaña
hasta la vida de gloria. Porque en el cielo, el acto de valor es el gozo de verse
absolutamente libre de los afanes y los males.
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El don del consejo
Como señalamos previamente en nuestro estudio sobre el don de la
ciencia, los seres humanos somos criaturas racionales. Por lo general, nuestras
acciones siguen cierto grado de premeditación y consideración. Ponderamos y
meditamos, estudiamos, consideramos y rumiamos. Buscamos opiniones
expertas, confiamos en las experiencias de otros y comparamos opciones del
presente con decisiones del pasado. Toda esta investigación razonada tan
característica del pensamiento de los seres reflexivos podría llamarse “la
búsqueda del consejo”.
El Espíritu Santo reconoce y estima esta dinámica tan humana, y adopta
a nuestra manera de pensar un don especial que profundiza y perfecciona el
poder humano de la deliberación. Ese es el don divino del consejo. El don del
consejo nos torna sensibles al movimiento del Espíritu Santo de una manera
sumamente compatible y afín a la forma prudente en que nos motiva a actuar.
La persona humana vive en un constante estado de búsqueda. El
Catecismo nos dice que “sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha
que no cesa de buscar. (...) Y no vive plenamente según la verdad si no reconoce
libremente aquel amor y se entrega a su Creador”.6 En nuestra búsqueda,
necesitamos la guía invaluable, la opinión o “consejo” de Dios, quien sabe todas
las cosas.
Esta guía nos viene del cielo por el don del consejo del Espíritu, por
medio del cual nos guía el propio consejo de Dios. Santo Tomás de Aquino lo
compara con la experiencia de quienes se ocupan de los asuntos humanos, pero
que carecen de los conocimientos necesarios para tomar decisiones. En tal caso,
simplemente acudimos a los que están debidamente calificados para poder
beneficiarnos de su sabiduría y pericia. El don divino del consejo nos mueve a
aprovechar el discernimiento y la guía del Espíritu Santo.
La orientación del don del consejo es siempre altamente específica y
práctica. Se nos da para guiarnos hacia un fin o meta muy particular. ¿Y cuál
es el fin que determina la operación del consejo? El don del consejo no nos
brinda ayuda en los asuntos mundanos. Más bien, este don nos hace sensibles
a la iluminación de Dios en todo lo relacionado con la vida eterna. Todos los
que son amigos de Dios por la gracia pueden esperar el beneficio de recibir Su
consejo sobre lo necesario para la salvación.
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El don del consejo corresponde intrínsecamente a la virtud moral
conocida como prudencia, la virtud principal, que es el hábito de reconocer el
bien y trazar el rumbo correcto para conseguirlo. La prudencia, al igual que el
don del consejo, está dirigida a lograr lo que es específico y particular. Luego
el consejo perfecciona la prudencia en relación con el objetivo final de la vida
eterna. Complementa y perfecciona la prudencia al introducir el juicio y
consejo de Dios mismo, y así, iluminada por el consejo, la prudencia se
convierte en la guía práctica de Dios y se ajusta a la excelencia de la sabiduría
divina.
En la operación del consejo, el Espíritu Santo eleva y ennoblece nuestra
dignidad como personas humanas ayudándonos de forma armónica con nuestra
forma natural de pensar y actuar. Lejos de controlarnos o confundirnos, el
Espíritu protege e ilumina nuestra mente de manera que promueve nuestra
libertad humana. Al avivar nuestra prudencia con el consejo, el Espíritu Santo
abre nuestra mente para que preste atención a la prudencia perfecta de Dios
mismo. Nuestra mente entonces es iluminada sin violencia, de modo que la
dirección sobrenatural es asimilada dentro del proceso natural de la reflexión.
El don del consejo conlleva consecuencias muy prácticas, porque el
consejo nos protege de la necedad y de la impetuosidad (actuar sin pensar).
Dotando el alma con razonamiento moldeado a lo divino, el Consejo nos salva
de los peligros de juicios prácticos apresurados, imprudentes y erróneos en
nuestro camino a la vida eterna. Nos protege de nuestros métodos impulsivos
o precipitados. El don del consejo nos protege de la imprudencia y guía
nuestras acciones prácticas con el juicio más sensato.
Es también muy significativo que el don del consejo nos libere de la
trampa de la confianza en nosotros mismos. No cabe duda de que tenemos
demasiada tendencia a confiar en nosotros mismos y nuestros escasos recursos
para alcanzar nuestras metas. Este individualismo radical nos impide ser
personas maduras y nos engaña con una ilusión de autosuficiencia. En realidad,
por supuesto, la madurez siempre implica una dinámica de interdependencia
vivificante, al tiempo que reconocemos que nuestra necesidad práctica de Dios,
constante, fundamental y muy urgente, es la raíz misma de la vida de la fe.
Santo Tomás señala que hasta los ángeles en el cielo consultan a Dios sobre sus
deberes como nuestros protectores y guardianes. La instrucción siempre sabia
que ellos reciben de Dios también viene del Espíritu mediante un don del
consejo perfectamente adaptado a las inteligencias angelicales. Si los ángeles
con todo su poder y santidad tienen la necesidad del consejo práctico de Dios,
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cuánto más lo necesitamos nosotros, que somos ignorantes y débiles, y estamos
aún a prueba.
El don del consejo es de particular importancia para nuestra cooperación
con el Señor en las obras de su Providencia para nuestro prójimo. Según señala
el Catecismo de la Iglesia Católica: Dios “quiere que cada uno reciba de otro
aquello que necesita, y que quienes disponen de ‘talentos’ particulares
comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y
con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a
la comunicación”.7 Mediante la generosidad a la que somos llevados por el
Espíritu, este don del consejo obra efectivamente para tejer la urdimbre que
está hecha la Iglesia. El Señor una vez habló a Santa Catalina de Siena con estas
palabras: “Yo he dado muchas virtudes y gracias, espirituales y temporales, con
tal diversidad que yo no doy todas las virtudes por igual a cada uno... He
querido que unos necesitasen de otros y que fuesen mis servidores para la
distribución de las gracias y de las liberalidades que han recibido de mí”.8 El
don del consejo asegura que esa distribución divina seguirá continuamente de
acuerdo con el plan de Dios de manera que haya lugar para nuestra cooperación
en la participación de las bendiciones de Dios.
A la luz de la conexión del consejo con las obras de la Providencia, Santo
Tomás de Aquino relaciona el don del consejo con la bienaventuranza
“Bienaventurados los misericordiosos” (Mateo 5, 7). Aquino observa que el
consejo nos guiará inevitablemente a perdonar a los demás, ya que perdonar y
dar misericordiosamente a los otros es, por gracia, el remedio para todos los
males espirituales de nuestra vida. Los sobrenaturalmente misericordiosos
siempre son guiados por el consejo, ya que Dios, quien abre nuestros corazones
a la clemencia, también dirige el ejercicio de esa virtud mediante sus dones.
El don del consejo permanece con nosotros después de la muerte como
un elemento necesario de la vida de gloria. Santo Tomás señala que hasta los
bienaventurados deben realizar algunos actos que tienen un fin, tales como
alabar a Dios o atraer a otros al destino que ellos han logrado. Son el ministerio
de los ángeles y las oraciones de los santos. El papel del don del consejo es dar
forma a estas actividades de acuerdo con lo que Dios sabe que es lo mejor. Por
supuesto, en el cielo nuestra necesidad del consejo no surge de la duda; más
bien es un efecto de nuestra completa atención a Dios y nuestra total confianza
en su amante sabiduría.
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El don de la inteligencia
La mayor parte del dolor que experimentamos parece ser causado por la
falta de inteligencia. Nos sentimos tristes y a veces ofendidos cuando otros
malinterpretan nuestras intenciones, palabras u obras. Esa tristeza se complica
por el hecho de que nosotros también con frecuencia encontramos difícil o
imposible entender las acciones de otros. Pero la inteligencia que buscamos no
se limita a lo que decimos y hacemos. Sentimos una profunda necesidad de que
otros nos entiendan “como somos.” Esto es, anhelamos que otros nos conozcan
con una aceptación total que incluye un profundo aprecio de nuestra propia
identidadr.
De hecho, porque hemos sido creados y ordenados para la felicidad
sobrenatural, permanecemos siempre inquietos y vacíos a menos que
busquemos más allá de nosotros mismos para conocer verdades más profundas
e inefables. Sin embargo, no estamos solos en nuestro deseo de entender y ser
entendidos. ¡Dios también quiere ser entendido por nosotros! Y por eso Él nos
bendice por medio del Espíritu Santo con el don de la inteligencia, para
dotarnos con un claro e íntimo conocimiento de Él.
Santo Tomás de Aquino observa que el conocimiento humano comienza
por el exterior mediante la interacción con las cosas a nuestro derredor por
medio de los cinco sentidos. Sin embargo, la luz natural de la inteligencia que
poseemos tiene un poder limitado. En términos de comprensión, nos puede
llevar sólo hasta cierto punto. Por lo tanto, necesitamos una luz sobrenatural
capaz de atravesar las fronteras que limitan la luz natural de modo que nos dé
acceso a un conocimiento que de otra forma nosotros mismos no podríamos
alcanzar. Éste es el don de la inteligencia que nos da el Espíritu.
Esta inteligencia divina implica cierta excelencia de conocimiento
mediante penetración interna. Santo Tomás señala que el propósito principal
de este don es lograr en el creyente una seguridad espiritual de fe. La función
del don de la inteligencia, entonces, es permitirnos ver el significado – la
esencia y verdad más profunda – de los principios de lo que conocemos en la
vida de la gracia.
Por lo tanto, la inteligencia sirve para satisfacer los anhelos urgentes de
nuestra alma permitiéndonos comprender la verdad sobre nuestro destino final:
somos llamados a la eterna comunión beatífica con Dios. La luz intelectual de
la gracia del don nos permite valorar y aoreciar correctamente este fin último.
Al mismo tiempo, la percepción especial de la verdad producida por la
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inteligencia nos impulsa a aferrarnos a este fin como nuestro bien más preciado.
Su liz nos hace comprender el valor y la importancia de todas las cosas.
Confiamos en el Espíritu Santo mediante el don de la inteligencia para
que ilumine nuestra mente para reconocer la verdad sobrenatural que debe
regir nuestra voluntad. En el proceso, vemos todas las obras humanas con
relación a los preceptos de la Ley Eterna y nuestra meta de la comunión divina.
La luz sobrenatural de la inteligencia supera el alcance de la razón natural
cuando nos dota con el conocimiento de la verdad de cómo la ley divina mide
los actos humanos.
Éste es el valor supremo del don de la inteligencia. Porque la inteligencia
nos revela cómo las verdades eternas y necesarias de Dios sirven de norma
constante para la conducta humana. Como el don de la inteligencia se extiende
a todos los intereses pertinentes para la fe, la inteligencia también abarca las
buenas obras que hacemos. La inteligencia nos ilumina sobre lo que debemos
hacer. Porque las acciones humanas están gobernadas por razones eternas. Y
nuestra razón humana se aferra a las razones providenciales de Dios al
contemplarlas y dejarse guiar por ellas. De esta forma nuestra razón humana es
perfeccionada por el don de la inteligencia para facilitar nuestra disposición a
realizar buenas obras.
Así como todos los que están en estado de gracia poseen caridad divina,
de la misma forma el don de la inteligencia les pertenece. Dios nunca priva de
este don a los santos con respecto a nada que sea esencial para la salvación. Sin
embargo, irónicamente, según explica Santo Tomás, en otros asuntos, a veces
nos priva del don de la inteligencia de modo que nuestra incapacidad para ver
con claridad todas las cosas pueda apartarnos de las tentaciones del orgullo. En
otras palabras, Dios nos protege sabiamente de la soberbia de que cree que lo
sabe todo, haciéndonos un poquito más difícil percibir los asuntos de menor
importancia.
De manera especial, el don de la inteligencia nos brinda un acceso
privilegiado al significado de la Sagrada Escritura. Porque la Inteligencia
ilumina nuestra mente con respecto a lo que hemos escuchado. Santo Tomás
recuerda aquel hermoso momento de ilustración cuando el Señor envió a sus
apóstoles y “abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras” (
Lucas 24, 45). Este don de la divina inteligencia permanece como un beneficio
espiritual del apostolado.
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Al mismo tiempo, aun si ocasionalmente carecemos de cierta claridad y
agudeza intelectual con respecto a ciertos artículos de fe que debemos creer, no
debemos llegar a la conclusión de que la Inteligencia nos ha fallado. Por el
contrario, como creyentes podemos entender con confianza que estos artículos
deben creerse y no deben dejarse por ninguna razón. Porque, como personas
espirituales, la autoridad última en nuestra vida no es nuestro intelecto sin guía
– por más brillante e ingenioso que parezca – sino el discernimiento e
inspiración divinos del Espíritu Santo, compartido con nosotros en la manera
y la magnitud que Él crea apropiado.
Santo Tomás relaciona este don de la inteligencia que proviene del
Espíritu con la bienaventuranza que trata de la pureza de corazón (Mateo 5, 8).
Los limpios de corazón permiten que sus vidas sean depuradas de ideas
caprichosas y errores perjudiciales. Como resultado, la verdad sobre Dios
propuesta a los puros de corazón no se recibe disfrazada de imágenes corporales
o tergiversaciones heréticas. Esta limpieza de recepción y apropiación es el
resultado del don de la inteligencia.
A los limpios de corazón se les promete la recompensa de ver a Dios
(Mateo 5, 8). En nuestra condición actual de peregrinos, el don de la
inteligencia nos da el poder de ver, no lo que Dios es, sino lo que Dios no es.
Según manifiesta Santo Tomás, en esta vida, mientras mejor conocemos a Dios
mejor comprendemos que Él sobrepasa lo que la mente pueda abarcar. Y con
este “conocimiento de ignorancia”, este conocimiento de que todavía no
tenemos conocimiento pleno, viene una paz profunda y permanente. Sin
embargo, hasta en el cielo, el don de la inteligencia del Espíritu continuará
incrementando la percepción que tenemos de lo divino. Porque allí
disfrutaremos de la visión del Señor y contemplaremos la esencia de Dios en la
visión de la eterna bienaventuranza.

El don de la sabiduría
Santo Tomás de Aquino, observando la etimología (los orígenes de la
palabra) del término, define sabiduría como un conocimiento que es
“saboreado”.9 El don de la sabiduría es, entonces, un gusto especial por Dios y
por la verdad sobre Dios que adquirimos por experiencia mediante la acción del
Espíritu Santo. La sabiduría es donde coexisten la ciencia y la experiencia.
La persona sabia, generalmente hablando, es una persona dedicada a la
investigación a fondo, racional, de la causa última de las cosas. Dotada con esta
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consideración de largo alcance, la persona sabia entonces juzga todas las demás
causas de la vida por esa causa última. La persona sabia emite juicios con certeza
de tal forma que coloca todas las cosas en su propio orden de acuerdo con los
dictados de esta perspectiva plena y amplia.
El don de la sabiduría del Espíritu Santo pertenece a la persona en estado
de gracia que conoce la causa que es simplemente la más elevada (la última) sin
calificativos, es decir, Dios. Estas personas son llamadas sabias sin restricción,
ya que son capaces de juzgar y poner en orden todas las cosas de acuerdo con
los designios y prerrogativas divinos de Dios. Porque la sabiduría implica cierta
rectitud de juicio al contemplar y consultar las realidades divinas. Puesto que
las cosas verdaderamente buenas tienen como su causa mayor el bien soberano
y el fin último (Dios mismo), deberá decirse que los verdaderamente sabios
tienen cierta familiaridad de conocimiento con esa causa superior. Y conocerla
transforma radicalmente la vida de la persona sabia.
Mediante la infusión del Espíritu Santo se llega a este juicio. “El hombre
de espíritu lo juzga todo (...) Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio
del Espíritu” (1Corintios 2, 15, 10). A diferencia de la virtud intelectual
adquirida de la sabiduría que se obtiene mediante el esfuerzo humano, el don
de la sabiduría viene del Señor que es el Espíritu. A la misma vez, el don de la
sabiduría presupone fe sobrenatural. Porque esta sabiduría juzga las cosas de
acuerdo con la verdad divina, mientras que la fe reconoce y acepta la verdad
divina por sí misma.
Comúnmente describimos la piedad y el temor como “sabiduría” por
una buena razón. La piedad permanece central al culto que sirve para
manifestar la fe, especialmente mediante nuestra oración de profesión de fe. De
la misma forma, la piedad hace que la sabiduría se manifieste. Rezamos lo que
creemos, reverenciamos y estimamos. Nuestra piedad revela las verdades, los
valores, las motivaciones que gobiernan nuestra vida, esto es, la sabiduría. Más
aún, el temor y la sabiduría comparten una ocupación común, porque, según
dice Santo Tomás, si una persona teme y adora a Dios, demuestra que tiene un
juicio recto sobre las cosas divinas. Ese “juicio recto” constituye el don de la
sabiduría.
La sabiduría promueve un juicio correcto en lo que concierne a realidades
divinas, al igual que a otras cosas, a la luz de las normas divinas por medio de
un verdadero contacto espiritual y una comunión (una “participación de la
misma naturaleza”) con las cosas divinas. Eso quiere decir que el don de la
sabiduría del Espíritu nos da el poder para juzgar correctamente ciertos
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aspectos mediante cierta participación con ellos, o mediante un tipo específico
de “sabor” o experiencia.
La sabiduría no sólo es teórica sino práctica también. Por ser su función
principal, la sabiduría primero contempla las ideas y realidades divinas. Sin
embargo, a la luz de esta contemplación, la sabiduría también dirige las
acciones humanas de acuerdo con las razones divinas. Mediante el acto de
meditación, la sabiduría valora las cosas divinas en ellas mismas. Mediante el
acto de consulta, la sabiduría emite un juicio que dirige los actos humanos de
acuerdo con las directrices divinas. De esa forma vemos cómo la sabiduría es
tanto especulativa como práctica.
La asociación especial y la participación con lo divino que procura la
sabiduría viene del trabajo de la caridad. Como resultado, la sabiduría no puede
coexistir con el pecado mortal. Por lo tanto, la sabiduría habita en todos los que
viven en estado de gracia, libres de pecado mortal. Y el grado de sabiduría que
está inherente en nosotros varía de acuerdo con el grado de nuestra unión con
las cosas divinas. Santo Tomás llega a asegurar que hasta los locos que están
bautizados tienen la cualidad fija del don de la sabiduría, pero no la actividad
del don, debido al impedimento físico que impide su uso de la razón.
Para algunas personas, la medida en que contemplan las cosas divinas y
de dirigen los asuntos humanos de acuerdo a las normas divinas no excederá el
mínimo necesario para la salvación. Todos aquellos que viven en gracia
santificante sin pecado mortal alcanzarán este grado. Sin embargo, ciertas otras
personas reciben un grado más alto del Don de Sabiduría mediante las gracias
extraordinarias dispensadas por el Espíritu Santo. Estas personas, muy
adelantadas en la contemplación e íntimamente familiarizados con los
misterios de Dios, son capaces de comunicar efectivamente estas verdades a los
demás. Más aún, ellos disfrutan de un grado más alto de sabiduría para
organizar su vida humana de acuerdo con las normas divinas, siendo capaces de
dar una dirección a su propia vida y también a la de los demás. Es por esta razón
que las Escrituras nos advierten: “Si ves un hombre prudente, madruga a
seguirle, que gaste tu pie el umbral de su puerta” (Sirácida 6, 36).
Santo Tomás asocia la sabiduría con los pacíficos de las bienaventuranzas.
Porque los pacíficos son los que consiguen paz para sí mismos o para los demás.
Ya que no se limita a la ausencia de conflicto, sino que alcanza la tranquilidad
del orden correcto (tranquilitas ordinis, de acuerdo con la clásica definición de
San Agustín), la paz se produce cuando se da prioridad a lo importante y se
ordena todo en armonía con Dios. Esto es lo que hace la sabiduría. Por lo tanto,
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la paz se lleva bien con la sabiduría. Porque, a medida que la persona sabia
estudia y evalúa el “panorama general” con el afán de servir y promover las
prioridades, de dar a cada cosa el lugar que le corresponde, establece una paz
auténtica gracias al orden correcto que con sus esfuerzos produce. Cuando la
persona sabia considera y evalúa las muchas y variadas opciones que se le
presentan de acuerdo con la mente de Dios, produce la clase de tranquilidad
que sólo es posible cuando todas las piezas de nuestra vida toman su lugar
dentro de un todo divino providencial.
Podemos entender, entonces, por qué el Hijo de Dios se identifica a sí
mismo con la sabiduría. Santo Tomás subraya que el Hijo no es cualquier
palabra, sino la Palabra que respira amor: la Palabra que es sabiduría
acompañada de amor. Consecuentemente, el hecho de que el Hijo haya sido
enviado es ese tipo de iluminación que estalla en amor. El Hijo es enviado cada
vez que alguien tiene conocimiento o percepción de Él. Por esta verdad,
mediante el don de la sabiduría nosotros participamos en la imagen de Jesús.
Porque las personas son llamadas hijas de Dios cuando participan en la imagen
de su único Hijo engendrado, quien es Sabiduría Engendrada. En el don de la
sabiduría del Espíritu Santo que recibimos, entramos al estado de hijos de
Dios.

LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA Y LOS DONE


DEL ESPÍRITU SANTO

La Anunciación de María y el don del temor de Dios


Oramos y esperamos que nuestras oraciones sean escuchadas y
contestadas. Pero, ¿qué haríamos si esa contestación adoptara la forma de un
ángel radiante que pronuncia nuestro nombre en el medio de la sala?
Probablemente nos aterraría al igual que aparentemente aterró a María.
Gabriel la tranquiliza con las palabras: “No temas, María” (Lucas 1, 30). El
arcángel libera a María de su temor para bendecirla con el temor santificado de
Dios. Porque el don del temor de Dios que nos da el Espíritu Santo nos dispone
a reverenciar a Dios y estar completamente dedicados a Él. El temor santificado
de Dios permite a la Santísima Virgen a demostrar a Dios la misma devoción
que Él le demuestra a ella: “¡Alégrate, llena de gracia! El Señor está contigo.
Bendita tú entre las mujeres” (Lucas 1, 28).
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El temor de Dios fortalece, renueva, y transforma la esperanza de María.
En respuesta a las revelaciones del ángel, la Santísima Virgen pregunta:
“¿Cómo puede ser esto?” En la contestación que da el arcángel Gabriel,
también se da una esperanza poderosa. El temor de Dios ayuda a María – y a
nosotros – para ver más allá de lo que consideramos limitante, poco probable
o imposible en nuestras vidas. Nos abre la inmensidad de la misericordia y
providencia de Dios. Todo lo que el Señor nos pide que hagamos en respuesta
es confiar totalmente en su auxilio divino. El temor de Dios evita que
desdeñemos la ayuda de Dios. El temor santificado nos recuerda cuán crucial y
urgente deberá ser siempre la interacción de Dios en nuestra vida de modo que
podamos ser felices, santos y plenos de esperanza.
Al mismo tiempo, vemos en María cómo “el principio de la sabiduría es
el temor de Yahveh” (Salmos 111, 10). Porque recibiendo y creyendo en la
excelencia de Dios revelada en el arcángel Gabriel, la Santísima Virgen
manifiesta el juicio correcto que tiene sobre las cosas divinas. Su gracia como
Trono de la Sabiduría ha empezado a funcionar en el temor reverente con el que
recibe al mensajero de Dios y acepta su mensaje de sabiduría encarnada.
Mediante esta experiencia transformadora de temor santificado, María es
llamada a ver a Dios de una nueva forma. El ángel anuncia que Dios es ahora
su Esposo. San Luis de Montfort escribe: “El Espíritu Santo dio fruto mediante
María, con quien se desposó. A su fiel esposa, María, el Espíritu Santo ha
comunicado sus dones inefables y la ha escogido para dispensar todo lo que Él
posee. El Espíritu Santo dice a María: ‘Eres aún Mi Esposa, firmemente fiel,
pura y fecunda’”.
¿Y cuál fue la respuesta de María a todo esto? La profunda humildad que
es el efecto del temor. “María dijo: ‘He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí
según tu palabra’” (Lucas 1, 38). Ella se ofrece a sí misma a Dios como esclava,
pero no de manera servil. Su único interés es amar más a Dios, cumplir su
voluntad, evitar lo que pudiera ofenderle, y estar cada vez más cerca de Él en
amor y devoción. En su extrema pobreza y humildad, la Santísima Virgen no
busca nada para ella. “Llena de gracia”, el Inmaculado Corazón de María está
tan absolutamente alejado del pecado que el temor de Dios la impulsa a
apartarse de todo mal mientras espera el nacimiento del Salvador con perfecta
tranquilidad. Y mientras permanecemos unidos a la Santísima Virgen en su
temor de Dios, su confianza y tranquilidad se hacen nuestras. Según proclama
la vida y canción de María: “y su misericordia alcanza de generación en
generación a los que le temen” (Lucas 1, 50).
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La Visitación de la Santísima Virgen María y el don de la piedad
En cuanto Gabriel se hubo retirado de su presencia, “María se fue con
prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de
Zacarías y saludó a Isabel” (Lucas 1, 39-40). Al hacer esto, María manifiesta el
don de la piedad del Espíritu que prepara al pueblo de Dios a estar altamente
receptivo de una manera especial a las inspiraciones divinas que Él envía. El
amor de María por su afectuosa relación con Dios la mueve inmediatamente a
rendirle a Él reverencia y culto extraordinario. Y debería movernos a nosotros
también.
La Visitación es un acto que manifiesta el don de la piedad. La piedad es
el cumplimiento de nuestro deber y el escrupuloso servicio a Dios, a nuestra
patria, y a aquellos que están relacionados con nosotros por la sangre o
cualquier otro vínculo. La Visitación da expresión al amor de la Santísima
Virgen por Dios, por el niño en su vientre, por sus parientes Isabel y Zacarías,
por el niño en el vientre de Isabel, y por la alianza común que todos comparten
gracias a las vocaciones divinas que se les han confiado.
Por encima de todo, el don de la piedad es la ofrenda de servicio y honor
especial a Dios como Padre. Isabel proclama el singular honor y servicio que
María ofrece a Dios: “¡Bendita TÚ que has creído que se cumplirían las cosas
que te fueron dichas de parte del Señor!” (Lucas 1, 45). Y el Magnificat de
María (Lucas 1, 46-55) alaba la grandeza del cuidado paternal de Dios,
especialmente al darle cumplimiento a todo lo que “había anunciado a nuestros
padres, a favor de Abraham y de su linaje por los siglos” (Lucas 1, 55). La
piedad de María proclama que Dios como Padre cumple las promesas de los
padres del Antiguo Testamento. Cada vez que nos reunimos a proclamar el
Magnificat de María, valoramos más profundamente nuestra relación con Dios
en las palabras más profundas de culto y honor.
La piedad también tiene que ver con brindar ayuda a los necesitados. San
Agustín escribió que rendimos homenaje a quienes amamos honrando bien sea
su memoria o su compañía. María practica el mayor acto de piedad trayendo a
su Hijo a Isabel – y a nosotros – por reverencia a Dios. Pero al mismo tiempo,
la ofrenda de la Santísima Virgen a Isabel es también una ofrenda a Dios. Isabel
está muy consciente de esto: “¿Quién soy yo para que venga a mí la madre de
mi Señor?” Esta exclamación piadosa de Isabel revela otra dimensión del don:
la piedad nos mueve a honrar la obligación que tenemos con los demás, ya sea
por su superioridad en nuestra vida o por los diferentes beneficios que ellos nos
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aportan. La piedad de Isabel hacia María – y por lo tanto a Dios Padre – expresa
su deuda a María honrando a la Santísima Virgen como la fuente que nos da
Dios de nueva vida, santidad y alegría. Estamos llamados a hacer nuestra la
piadosa veneración de Isabel por María como una forma de cultivar el don de
piedad en nuestra propia alma. Así como María e Isabel se honran una a la otra,
así también los santos se demuestran uno al otro esta clase de piedad en el cielo,
al igual que hacia nosotros en la tierra mediante la compasión que nos
demuestran en los momentos dedesdicha.
Por medio del don de la piedad, el Espíritu Santo nos inspira a ser como
niños ante Dios. María e Isabel, en este momento, son como niñas de una forma
especial, porque ambas esperan un bebé. El don de la piedad nos llama a ser
como niños también. Y al responder a ese don honrando a Dios como Padre,
estaremos seguros en nuestra pequeñez con María de que “Dios exaltó a los
humildes” (Lucas 1, 52).

La Presentación en el Templo y el don de la ciencia


José y María presentaron al Niño Jesús en el templo para cumplir con la
ley de Moisés ofreciendo un sacrificio “como está escrito en la Ley del Señor”
(Lucas 2, 23). Ellos manifiestan en su ofrenda el don de la ciencia del Espíritu.
Porque el don de la ciencia nos permite saber lo que debemos creer y hacer en
relación con Dios, dándonos el discernimiento sobre lo relacionado con la fe. El
don de la ciencia nos proporciona un juicio seguro y correcto sobre los asuntos
de fe. Y así, en obediencia a la fe, María y José presentaron a Jesús a Dios en el
templo.
Allí se encuentran al hombre “justo y piadoso”, Simeón (Lucas 2, 25). El
Espíritu Santo lo ha agraciado a él con un conocimiento especial: “que no vería
la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor” (Lucas 2, 26). Pero el
problema es éste: ¿Cómo conocería Simeón al Mesías cuando éste apareciera?
Es el don de la ciencia del Espíritu el que bendice a Simeón con el juicio seguro
y correcto sobre la identidad de Jesús al ver al Señor con María y José. El don
de la ciencia mueve a Simeón a la convicción de que el bebé que María le ofrece
para sostenerlo en sus brazos es precisamente el objeto de su fe. De la misma
forma, María nos entrega a Jesús mismo para que también podamos
estrecharlos en nuestros brazos, de forma que Él pueda renovar y revivir nuestra
débil fe.
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Simeón reconoce al Dios Encarnado en la carne humana de Jesús
mediante la ayuda sobrenatural del don de la ciencia. El impulso de ese don
mueve a Simeón a cambiar, a expresar su certeza y convicción: “Ahora, Señor,
puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto
mis ojos tu salvación” (Lucas 2, 29-30). El don de la ciencia nos otorga una
forma virtuosa de discernimiento. Nos permite mirar las cosas creadas y
apreciar con certeza cómo sirven de apoyo a nuestras creencias y de alimento a
nuestra vida de fe. Por el don de la ciencia, observamos y estimamos la
presencia y acción de Dios en la creación de una nueva forma: con la “luz para
iluminar a los gentiles” (Lucas 2, 32).
Esta experiencia también bendice a María con una nueva ciencia. Simeón
le asegura: “¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma! – a fin de que
queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lucas 2, 35). La
participación de la Santísima Virgen en la misión redentora de su Hijo hará que
muchos se deshagan de viejos pensamientos e ideas para dar lugar al don de la
ciencia del Espíritu, un conocimiento de la Verdad que nos transforma
uniéndonos a la propia mente y corazón de Dios. Dios nos da a María como una
Madre a quien podemos abrir nuestro corazón y descargar nuestra alma.
Cuando nos entregamos al cuidado maternal de María, ella nos invita a la
Verdad que nos libera, que da pleno sentido y valor a nuestra vida, que la llena
de paz. Por nuestra unión con María, la Esposa del Espíritu Santo, el don de la
ciencia del Espíritu se complace en nosotros.
Ana la Profetisa también confirma el juicio seguro y correcto que rinde
el don de la ciencia en lo que se refiere al Niño Jesús al hablar del niño “a todos
los que esperaban la redención” (ver Lucas 2, 36-38). Nosotros somos parte de
su audiencia; el don de la ciencia del Espíritu nos da oídos para oír, para
escuchar, para creer, para responder en fe.
Nos dice que el Niño Jesús “crecía y se fortalecía, llenándose de
sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él” (Lucas 2, 40). Mediante el don
de la ciencia podemos estar seguros de que creceremos de la misma forma. Y
la Santísima Virgen permanecerá tan importante en nuestro propio proceso de
crecimiento como lo fue en la vida de su Hijo Jesús.

El Niño Hallado en el Templo y el don de la fortaleza


¿Qué clase de terror se apoderaría de los corazones de María y José
cuando descubrieron que su niño no iba con el grupo que regresaba de la fiesta
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de la Pascua en Jerusalén (Lucas 2, 41-45)? ¿Cómo se consolarían y se
fortalecerían ellos mismos mientras regresaban de prisa al lugar donde por
última vez habían visto a su hijo de doce años? Ellos deben que haber sido
animados por el don de la fortaleza del Espíritu Santo.
El don de la fortaleza o valor es una firmeza mental necesaria para hacer
el bien y resistir al mal. Este don supera la virtud moral natural del valor por
su poder para hacernos sentir seguros de que podemos escapar de todos y cada
uno de los peligros, aun de aquellos en que la firmeza es sumamente difícil. Esa
fue situación a la que María y José enfrentaron. El don de la fortaleza les dio el
poder de rechazar las espantosas conjeturas y posibilidades que deben haber
atormentado su mente mientras buscaban angustiados a Jesús (cf. Lucas 2, 48).
La acción principal del don de la fortaleza es permitirnos mantenernos
firmes a pesar de los peligros. De esta forma, el don impidió que María y José
llegaran a conclusiones equivocadas sobre el porqué de la ausencia del niño.
Porque mediante este don, el Espíritu Santo mueve la mente humana de forma
que supera su naturaleza y peculiaridad para que pueda llevar a término una
buena obra comenzada. Unos años antes, Simeón había revelado a José y María
la obra divina que había comenzado en Jesús: “Éste está puesto para caída y
elevación de muchos” (Lucas 2, 34). Por lo tanto, el Espíritu Santo los fortaleció
mediante este don especial para que permanecieran firmes en su confianza a
pesar de las penosísimas ansiedades y pesadillas que los deben haber
atormentado.
María y José buscaron a su hijo perdido como un hombre muerto de sed
busca agua. San Agustín dice que el valor es digno de aquellos que tienen sed
porque ellos trabajan duro por lograr la alegría que brota del bien que buscan.
Los frutos del don de la fortaleza son eminentes en María y José. Ellos
manifiestan una santa paciencia que les permite soportar el mal de estar
separados de su hijo. Y muestran esa templanza que les permite esperar con
perseverancia y fe al tiempo que efectúan las buenas obras necesarias para
restaurar su tranquilidad y paz.
En la providencia de Dios, es necesario que María sufra esta horrible
experiencia. Porque prepara a la Santísima Virgen para esa otra espantosa
experiencia de la cruz. En el Calvario el valor santificado de María se manifiesta
realmente. Sin embargo, esta experiencia de perder a su Hijo a su manera es
símbolo y prefiguración de la Pasión y muerte de Jesús. “Al tercer día” José y
María encuentran a Jesús en el templo. Y al tercer día el Cristo Resucitado se
aparece a sus creyentes. Cuando María halla al Niño Jesús es como una mini
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Resurrección por adelantado. Pero antes del acontecimiento real, María – y
nosotros – debemos fortalecernos con el don de la fortaleza del Espíritu, de
modo que tengamos la perseverancia de permanecer firmes y enfrentar la
muerte en nuestra vida, de cualquier forma en que llegue. Así como el valor
llevó a la Santísima Virgen María a Jesús, así también nuestra unión con María
en el don del valor del Espíritu nos llevará a la vida eterna con Jesús.

Las bodas de Caná y el don del consejo


En el Evangelio de Juan, el primer milagro del ministerio de Jesús es la
transformación del agua en vino en las bodas de Caná (cf. Juan 2, 1-12). Este
signo divino inaugura y señala el impacto de la presencia y el poder
transformador de Dios entre nosotros. ¡Lo que le sucedió a esa agua debe
sucedernos a nosotros, y aun más! Por lo tanto, es de suma importancia el que
tomemos nota de cómo el Señor cambia el agua en vino.
En el centro de la transformación está María, la Madre de Dios. Es María
quien se da cuenta de que se ha acabado el vino. Es María quien le informa a
su Hijo sobre la situación. Y, especialmente, es María quien instruye a los
criados: “Hagan lo que Él les diga” (Juan 2, 5). Quizás el aspecto que más llama
la atención es que los criados efectivamente escuchan a María. Ellos siguen su
consejo.
El don divino del consejo es la forma en que el Espíritu Santo agiliza e
instruye nuestra mente para que haga lo que propicia nuestro bienestar
espiritual. El consejo es una búsqueda razonada que nos lleva a la acción
prudente. Pero en el proceso, el Espíritu Santo protege nuestra libertad, nuestra
habilidad para razonar las cosas por nosotros mismos, y nuestra fuerza de
voluntad. Nótese que los criados no obedecen a la Santísima Virgen como
esclavos tiranizados o sometidos. Más bien, escuchan con atención,
inteligentemente; y toman una decisión. Percibimos que hubo una reflexión y
profunda deliberación en la mente y en el corazón de estos sirvientes, quienes,
sin duda, estaban impresionados por la confianza, la prudencia y la firmeza de
esta singular invitada, a quien ellos, a su vez, decidieron obedecer.
Las palabras del consejo de María llevaron a los criados a su Hijo, y el
don del consejo nos lleva también a Jesús. En nuestra búsqueda del Señor
necesitamos la guía de Dios mismo, que nos aporta el don del consejo. Porque
en este don se nos da el propio consejo de Dios para hacernos santos. Todo aquel
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que es amigo de Dios por la gracia es bendecido por el consejo de Dios para
indicar lo que necesitamos hacer para alcanzar nuestra salvación.
Seguir el consejo del Espíritu implica cierto riesgo. Porque el consejo
podría llevarnos a hacer cosas que, a los ojos del mundo, parecieran no hacer
mucho sentido, ¡como llenar jarras de agua y darla a probar al mayordomo! Por
lo tanto, se requiere un profundo nivel de confianza para beneficiarse
plenamente del don del consejo, la confianza que impulsó a los criados
profesionales a escuchar el consejo de una “perfecta” extraña y hacer lo que su
Hijo les dijera. Esto es exactamente lo que se nos pide que hagamos. Y si lo
hacemos, podemos esperar pasar de criados a invitados a la boda, que son los
primeros en probar el vino selecto que fue reservado para el final.
Para beneficiarnos de este don, debemos renunciar a cualquier confianza
obstinada en nosotros mismos que nos impida seguir el consejo de Dios. San
Agustín escribe que hasta los ángeles consultan a Dios sobre las cosas que están
por debajo de ellos. La ley de la Iglesia dice que confiar en el consejo es una
dinámica saludable y vital de nuestra vida de fe.
El don del consejo del Espíritu Santo atañe a todo lo que lleve a la vida
eterna. El consejo agiliza e instruye nuestra mente para servir al milagro de
Jesús en la celebración de una boda; en la fiesta de su Última Cena donde Él
convierte el vino en su Sangre; y para seguir sirviéndolo hasta que seamos
transformados con Él en la celebración de las bodas del cielo. El consejo y la
mediación maternal de María hacen que sigamos la dirección de Jesús,
especialmente cuando ella ve algo vacío o insatisfecho en nosotros que el amor
de su Hijo puede transformar.

“¿Quién es mi madre?” – El don de inteligencia


Cuando la muchedumbre dice a Jesús que su Madre y hermanos están
afuera esperando para verlo, Jesús responde: “¿Quiénes son mi madre y mis
hermanos? Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana
y mi madre. Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de
Dios y la cumplen” (cf. Marcos 3, 33, 35, Lucas 8, 21). Con esta respuesta, el
Señor revela una nueva inteligencia a sus discípulos, una inteligencia que el
Espíritu Santo continúa dando a los cristianos como un don divino.
La inteligencia presupone cierto conocimiento íntimo. Entender o
ejercitar la inteligencia es “leer por dentro”. Dios entiende que la luz natural
de nuestra inteligencia humana tiene un poder limitado y sólo llega hasta
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cierto punto. Por eso, Él nos da la gracia de la luz sobrenatural del don de
inteligencia por el cual penetramos a la felicidad sobrenatural y la comunión
con Dios para las que fuimos hechos.
Con esta respuesta, Jesús explica a la muchedumbre la necesidad que
tienen de buscar más allá de sus propias nociones, conceptos y prejuicios
preestablecidos para alcanzar verdades más profundas que sólo el Espíritu Santo
puede revelar. Si hacemos eso con amor, entonces el don de inteligencia del
Espíritu nos da una excelencia de conocimiento que penetra internamente
hasta las cosas mismas de Dios. Al mismo tiempo, el Espíritu transforma la
forma en que nos vemos y nos valoramos a nosotros mismos. El don divino de
la inteligencia nos ilumina para ver cómo Cristo nos revela a nosotros mismos.
Nosotros no podríamos ni siquiera entendernos a nosotros mismos
correctamente sin la gracia de Su inteligencia.
El valor especial del don de inteligencia estriba en la forma en que
considera las verdades eternas y necesarias como preceptos confiables para la
conducta humana. El don de inteligencia divina nos lleva a efectuar acciones
humanas bajo la dirección divina. Por eso, la verdadera “madre” de Dios es
aquella que devotamente cumple la voluntad de Dios (cf. Mateo 12, 50,
Marcos 3, 35). En una persona así, la inteligencia y la acción forman un todo
orgánico, integral, que da vida. Cuando cumplimos con la voluntad de Dios,
el Espíritu Santo nos permite ver más allá de las implicaciones inmediatas de
nuestras acciones y entender la verdad sobre nuestro destino final con Dios. Por
lo tanto el propósito del don de inteligencia es darnos una seguridad de fe en
lo que concierne a nuestra identidad ante Dios y la forma en que pertenecemos
a Él.
El don de inteligencia trabaja en concordancia con la bienaventuranza de
pureza de corazón (cf. Mateo 5, 8). Porque no podemos recibir dignamente la
verdad sobre Dios – o la verdad sobre nosotros mismos como hermanos,
hermanas y madre de Jesús – a menos que estemos espiritualmente “limpios”.
Tal pureza es el resultado del don de inteligencia.
La respuesta del Señor a la muchedumbre de ninguna forma es un
desprecio o insulto a la Santísima Virgen. Porque María ardientemente desea
que participemos en la íntima inteligencia del Espíritu Santo. Ella
deliberadamente viene a la muchedumbre – y viene a nuestras vidas – de modo
que cuando tenemos el impulso de recordarle a Jesús la presencia de María, el
Señor, a su vez, será inspirado a bendecirnos con esa inteligencia divina
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mediante la cual participamos en la beatitud de su madre, la primera en
escuchar la Palabra de Dios que es Jesús y actuar según ella.

La Pasión, Pentecostés y el don de sabiduría


“Junto a la cruz de Jesús estaba su madre” (Juan 19, 25). ¿Cómo pudo
María soportar ser testigo de la agonía de su Hijo? La sabiduría le dio el poder
de ser testigo de su Pasión. Porque el Hijo de María no es cualquier Hijo; Él
es la Palabra, y no cualquier palabra, sino la Palabra que respira amor. Santo
Tomás de Aquino escribió que “el Hijo que ha sido enviado es esa clase de
iluminación que estalla en amor”. Hasta en medio de su atroz muerte, Jesús
ofrece a cualquiera que lo mira con amor un conocimiento y percepción
especial de sí mismo. En su Pasión – especialmente en la Eucaristía – Jesús nos
ofrece un conocimiento que podemos saborear. Esto es la sabiduría. Este es el
conocimiento que la Virgen María experimenta en el Calvario aun mientras
participa en la agonía de su Hijo.
La persona sabia es la que considera la última causa de las cosas y la usa
para juzgar otras cosas con certeza. La atención de la persona sabia a la última
causa le da una norma para poner todas las cosas en orden. El don de Sabiduría
del Espíritu nos permite juzgar y poner todo en orden en nuestra vida de
acuerdo con las normas de Dios. A pesar del sufrimiento de la Pasión, este don
le permitió a la Santísima Virgen ver, más allá de la angustia, la causa última
y la necesidad fundamental de que su Hijo muriera por los pecadores. Esa
conciencia permitió a María juzgar correctamente lo que estaba sucediendo en
el Gólgota. Le dio la confianza necesaria para considerar el suceso de acuerdo
con las normas de Dios y confiar en que, aun en el caos de la crucifixión, la
divina providencia mantenía todo en el orden correcto.
El don de sabiduría juzga todas las cosas de acuerdo con la verdad divina.
La sabiduría llena de fe de María la lleva a observar la tragedia de la Pasión
únicamente de acuerdo con la verdad de Dios. Lo mismo se aplica a nosotros.
Mediante el don de sabiduría confiamos plenamente en la verdad divina para
que dé sentido al absurdo, las penas, las angustias y las calamidades de nuestra
vida. Aun en medio de una catástrofe o desastre, la sabiduría restaura el orden
y el propósito divino de nuestra vida. Nos da la confianza de que cada pieza
fracturada de nuestra vida se recompone al encontrar su lugar correcto en el
plan misericordioso de la providencia de Dios. Si tenemos la gracia de aceptar
las normas de Dios, las normas de Dios reinarán en nuestro dolor.
- 38 -
La sabiduría también obra con los apóstoles y la Santísima Virgen en el
Cenáculo en Pentecostés (cf. Hechos 1, 13-14). Porque primero corresponde a
la sabiduría contemplar las realidades divinas, y entonces dirigir la acción
humana de acuerdo con las razones divinas. Juntos contemplan la efusión del
Espíritu Santo con todos sus dones. Y mediante la divina sabiduría que
comparten, dirigen a otros mediante la evangelización a seguir el camino que
es Jesús. Nos traen paz al poner “primero lo primero” en la tranquilidad del
orden mediante el poder del don de sabiduría. Llevan a otros a abrazar la
sabiduría del razonamiento divino, y así entrar al estado de niños de Dios. Y
María, la Madre del Hijo de Dios, es también nuestra madre, pues la sabiduría
nos engendra como hijos del Padre. Porque, en su sabiduría y amor infinitos,
Jesús nos da a María para ser nuestra madre como su regalo final para nosotros
desde la cruz.

- 39 -
FUENTES
San Luis de Montfort. Verdadera Devoción a María.
Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica.
Tomás de Aquino: Los dones del Espíritu: Escritos Espirituales Selectos.
Seleccionados por Benedict Ashley, O.P. Traducidos por Matthew
Rzeczkowski, O.P. New City Press, 1995.
Cesario, Romanus. Introducción a la Teología Moral. Washington, D.C.:
Catholic University of America Press, 2001.

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NOTAS AL CALCE
1
La traducción al inglés es de la Vulgata, la versión Latina de la Sagrada
Biblia, y refleja la Septuagint (la versión griega aun más antigua del
Antiguo Testamento). El texto en latín lee: “(1) Et egredietur virga de
radice Jesse et flos de radice eius ascendet (2) et requiescet super eum
spiritus Domini spiritus sapientiae et intellectus spiritus consilii et
fortitudinis spiritus scientiae et pietatis (3a) et replebit ium spiritus
timoris Domini”.
2
Catecismo de la Iglesia Católica, #363.
3
Misal Romano, Prefacio IV Semanal.
4
Catecismo de la Iglesia Católica #1721.
5
Catecismo de la Iglesia Católica #2781.
6
Catecismo de la Iglesia Católica #27.
7
Catecismo de la Iglesia Católica #1937.
8
Santa Catalina de Siena, Dial. 1, 7. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, #1937.
9
En latín, el lenguaje de Santo Tomás, sabiduría es sapientia y se deriva
del verbo sapere que significa tanto “probar” como “ser sabio”.

- 41 -
SOBRE EL AUTOR
El Padre Peter John Cameron, O.P., es fundador y editor jefe de Magnificat,
al igual que autor de seis libros sobre la espiritualidad. Es también el
director artístico del Blackfriars Repertory Theatre en New York City.
Blackfriars se dedica a “producir obras de teatro con mérito artístico que
reflejan la naturaleza espiritual del hombre y su destino.” El Padre
Cameron da también charlas sobre la Liturgia y sermones.

- 42 -
“La Fe es un regalo de Dios que nos permite conocerlo y
amarlo. La Fe es una forma de conocimiento, lo mismo que la
razón. Pero no es posible vivir en la fe a menos que lo
hagamos en forma activa. Por la ayuda del Espíritu Santo
somos capaces de tomar una decisión para responder a la
divina Revelación y seguirla viviendo nuestra respuesta”.
Catecismo Católico de los Estados Unidos para los Adultos, 38.

Acerca del Servicio de Información Católica


Los Caballeros de Colón, desde su fundación, han participado en
la evangelización. En 1948, los Caballeros iniciaron el Servicio de
Información Católica (SIC) para ofrecer publicaciones católicas
a bajo costo al público en general, lo mismo que a las
parroquias, escuelas, casas de retiro, instalaciones militares,
dependencias penales, legislaturas, a la comunidad médica, o a
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preciosa contribución, más necesaria que nunca, a una sistemática labor de
catequesis. Los Padres sinodales han acogido con gratitud el trabajo de los
catequistas, reconociendo que éstos “tienen una tarea de gran peso en la
animación de las comunidades eclesiales”. Los padres cristianos son, desde
luego, los primeros e insustituibles catequistas de sus hijos... pero, todos
debemos estar conscientes del “derecho” que todo bautizado tiene de ser
instruido, educado, acompañado en la fe y en la vida cristiana.
Papa Juan Pablo II, Christifideles Laici 34
Exhortación Apostólica sobre la Vocación y Misión
de los Laicos en la Iglesia y en el Mundo.

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Los Caballeros de Colón, una sociedad de beneficios fraternales fundada en
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Michael J. McGivney, es la organización más grande de laicos católicos, con
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Proclamando la Fe
En el Tercer Milenio
360-S 5/09

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