En la penumbra de la ciudad, un relojero solitario reparaba
relojes rotos. Un día, un cliente le entregó un antiguo reloj de bolsillo heredado de su abuelo. Mientras lo reparaba, el relojero notó una diminuta puerta en su interior. Con curiosidad, la abrió y se encontró a sí mismo, también reparando un reloj. Intrigado, decidió explorar. A medida que atravesaba puertas dentro de puertas, descubrió que cada reloj que arreglaba abría una puerta a un momento específico de su vida. Al final del laberinto, encontró su propia puerta, la última. Temeroso, la abrió y se encontró de nuevo en su taller, rodeado de relojes rotos. Desde entonces, cada reparación era un viaje a un instante irrepetible, un recordatorio de que el tiempo se entreteje en cada tic-tac.