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Se acercan las fechas más escalofriantes de nuestro nuevo calendario globalizado.

Vamos, ¡todos a comprar máscaras, calabazas y chucherías! Antes en las fiestas se


emborrachaban y celebraban la recogida de la cosecha. Ahora gastamos más dinero del
normal, en honor al gran Capital.

Bueno, lo cierto es que es común a varias culturas celebrar estas fechas. Al fin y
al cabo, la noche que da paso de octubre a noviembre es una buena fecha para marcar el
fin del tiempo cálido. El paso del verano al invierno que permite a los muertos volver
por una noche a sus hogares en vida. Hay precedentes, por ejemplo el Samhaim, una
fiesta ancestral de la tradición celta irlandesa. En Mesoamérica se gestó una tradición
muy similar sin influencia del Samhaim. Es lo que hoy en día se conoce como el día de
los Muertos, en el que los difuntos pueden pasear de nuevo por las calles. Se lleva
haciendo desde mucho antes de la llegada de europeos al continente, y se cree que el
origen también es astro-climático.

Lo cierto es que ya es una celebración que ha llegado a todo Occidente a lomos


de la globalización. Quizá no llegamos al extremo de dejar que los niños salgan a hacer
el truco o trato (aunque cada vez más; este año les daré coles de bruselas). Pero desde
luego es súper común encontrar a multitudes disfrazadas de médico, vampira, hombre
lobo o Pedro Picapiedra. Evidentemente, con un número mucho mayor de sexualización
en los disfraces femeninos (cómo no, patriarcado strikes again). Y no sé si el 31 es la
noche de Halloween, pero el 1 de noviembre es desde luego el día de los muertos, como
han podido ver reflejado en nuestra portada. Una legión de zombies (más por la resaca
que por el maquillaje) vuelven a sus casas deseando lanzarse en plancha a la cama.

Y esta fiesta, queráis o no, está muy en consonancia con todo lo tenebroso, lo
siniestro, lo inhóspito. Al fin y al cabo, al menos desde el Romanticismo, entendemos la
muerte como algo oscuro, tétrico, algo a lo que temer. Es realmente impresionante como
en cuestión de un siglo hemos pasado de convivir varios días con el muerto en cuerpo
presente a evitarlo a toda costa. Antes se quedaba en casa, los familiares lo limpiaban y
vestían en sus mejores galas. Ahora se lleva a un frío tanatorio, dónde desconocidos lo
preparan para ser visto tras una vitrina. Antes todos los vecinos y cercanos se despedían
del muerto y acompañaban a la familia. Ahora los entierros son muy íntimos y privados.
La muerte es tabú, una parte inevitable de nosotros mismos que nos negamos a mirar.

Parecido a lo que en la rica lengua alemana es llamado Das Unheimliche es


nuestro término siniestro (quizá también podría traducirse como inhóspito). El idealista
alemán Friedrich Wilhelm Joseph Schelling dijo de este concepto lo siguiente: “Lo
siniestro es aquello que, debiendo ser oculto, se ve revelado”. Es algo íntimo, pero acaso
vergonzoso, algo que no todos deben conocer. Algo tan terrible que se guarda siempre
en un cajón escondido y cerrado a doble llave. Los trapos sucios. Y, si esto es lo que
entendemos por siniestro, está claro que la muerte y la enfermedad son de lo más
siniestro para la sensibilidad contemporánea.

Y junto a lo siniestro y lo tenebroso viene el sentimiento más antiguo y primitivo


de todos: el miedo. Ese que nos salva y nos amarga la vida a partes iguales. El miedo
está presente en muchos ámbitos de la vida cotidiana y no tan cotidiana. Numerosos
inventos surgen del miedo: las alarmas, las cerraduras, los guarda-espaldas o la bomba
atómica, por poner algunos ejemplos. Las fobias específicas son uno de los aspectos del
miedo. Freud decía que las fobias específicas, al igual que todas las obsesiones,
dependían del estado emocional (el miedo en este caso) más que de la idea asociada (los
payasos, la oscuridad, etc.). Normalmente la persona se enfrenta, por una situación de
estrés, a grandes cantidades de miedo, a diario y de forma obsesiva. El intento de
racionalizar este miedo desmedido, asociado normalmente a la ansiedad, es la fobia.

Hay muchas fobias, a muchas cosas diversas. Fobia a los exteriores (agorafobia),
fobia a los interiores (claustrofobia), fobia a las alturas (vértigo), fobia a los agujeros
pequeños muy amontonados (tripofobia) y un largo etcétera. Hay algunas fobias
realmente cómicas. Existe, por ejemplo, la anatidaefobia, el miedo a que haya un pato
mirándote a escondidas en todo momento.

En conclusión, no debemos ignorar como un tabú nuestro lado más inhóspito,


siniestro y tenebroso. Debemos abrazar todas las facetas de nuestra interioridad y
celebrar la muerte y lo tenebroso como algo más del proceso de la vida. Hagamos como
las culturas celtas y mesoamericanos y celebremos un día en el que se tienda un puente
entre la vida y la muerte.

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