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de la Selva
Sabiduría
de la Selva
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VERA BARCLAY
Sabiduría de la Selva
Ilustraciones y cubierta: Pema Cardenas.
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VERA C. BARCLAY
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Introducción inglesa
N.D. Power
Julio, l925
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Primera parte:
Sabiduría de la Selva
“Llévatelo –dijo Akela a papá lobo– y adiéstralo en lo que deba
saber un miembro del Pueblo Libre. Y papá lobo enseñó a
Mowgli su oficio y el significado de las cosas en la selva” (De El
libro de la Selva)1.
¿Y nosotros qué?
A los líderes de lobatos les encanta compartir
anécdotas y chismes de lobatos para sacarnos risas.
Pero, si lo observamos bien, estas historias de los
lobatos son simplemente un reflejo de nuestra forma
de comunicarnos.
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podría infectarse, y hablando de microbios,
asegurémonos de que nos entiendan para que actúen
en consecuencia en el futuro. Despiertemos su deseo
de ayudar y que se pregunten cómo. Luego,
expliquemos con detalles el tratamiento necesario
como parte integral de la historia, pero limitémonos a
los primeros auxilios más simples, ya que las
fracturas, por ejemplo, son más propias de los scouts.
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N.T. (Nota de traducción). Rudyard Kipling escribió El Libro de la Selva y
posteriormente El Segundo Libro de la Selva. El orden de los capítulos de ambos
libros en su edición española no corresponde con el original. Para poder leerlos
todos hay que recurrir a El Libro de las Tierras Vírgenes (Ed, Gustavo Gili.
Barcelona 1980. 14° edición). Este es el orden original en inglés:
(1894) The Jungle Book: 1. Los hermanos de Mowgli. 2.La caza de Kaa. 3. ¡Al
Tigre! ¡Al Tigre! 4. La foca blanca. 5. Rikki-tikki-tavi. 6. Toomai, el de los
elefantes. 7. Los servidores de Su Majestad.
1895) The Second Jungle Book: 8. De cómo vino el miedo. 9. El milagro de
Purun-Bhagat. 10. La selva invasora. 11. Los enterradores.
12. El “ankus” del rey. 13. Quiquern. 14. Los perros jaros. 15. Correteos
primaverales.
Lo que conocemos en España como el Libro de la Selva son las aventuras en las
que aparece Mowgli y comprende sólo estos capítulos: 1, 2, 8, 3, 10, 14, 12 y 15.
El orden de los restantes capítulos en la edición española completa es 13, 5, 7, 4,
11, 9 y 6. De aquí puede proceder la distinta valoración que tienen en España dos
personajes de El Libro de la Selva –Kótik y Darzee– que no figuraban en la
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primitiva y recortada edición. Esta simplificación se ha mantenido en otras
ediciones actuales.
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N.T. En nuestra opinión, la autora quiere dar aquí el espíritu con el que deben
interpretarse las frases de B. P. del Manual de Lobatos: Las especialidades
habitualmente no deberían formar parte del trabajo normal de la manada... y más
adelante insiste: deberán ser alentados para pasarlas... pero sin que esto sea a
expensas del trabajo ordinario de la manada.
Capítulo II La pedagogía de la selva
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Durante el resto del año, debemos
conformarnos con sacar lo mejor posible de una tarea
realizada en condiciones deficientes. Aquí, nuestras
mayores esperanzas radican tal vez en las
posibilidades que nos ofrecen los juegos.
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¡Por supuesto, les gusta el fútbol! Es un juego
alegre y útil que contribuye a hacer de un niño un
buen lobato, y les contaré por qué.
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punto cuando estás absolutamente convencido de que
ese gol no entró. Pero la vida está llena de
contrariedades similares a esta. Un verdadero
deportista dice simplemente: ¡mala suerte! Y
enseguida se pone a jugar con más fervor para
compensar su mala fortuna y marcar un nuevo gol
que, sin duda, será indiscutible. La oportunidad de
demostrar que son buenos lobatos y que conocen la
primera ley del lobato es más importante que ganar un
partido.
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N.T. Esta tesis de la formación del carácter es para la autora uno de los
objetivos esenciales de la etapa lobatos. Así lo expresó en su obra El
lobatismo y la formación del carácter.
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Y creció, creció tan fuerte como debe crecer un niño
que no sabe que está aprendiendo lecciones”. (De El
Libro de la Selva).
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cazuela. Estoy pensando en la forma en que
trabajamos o nos divertimos.
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ganen su descanso y su juego. Aprenderán así, sin
darse cuenta, lecciones que contribuyen a formar su
personalidad porque, por supuesto, trabajamos por
razones elementales de supervivencia y no por un
salario o filantropía. De hecho, si no cocinamos, no
habrá comida; si no buscamos agua, tendremos sed y
estaremos sucios; si no cortamos leña, no habrá fuego;
si no fregamos bien las cazuelas ni recogemos las
basuras, nos intoxicaremos. Hay, por lo tanto, buenas
razones para trabajar y, si tenemos brazos suficientes
para hacer lo necesario, las tareas se terminarán
pronto y sacaremos tiempo para divertirnos.
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Dejemos que aprendan la alegría de ser buenos
y felices en su tiempo de ocio, jugando con los
juguetes que Dios preparó para el hombre mucho
antes de que la civilización inventara el cine y todas
las otras formas de manejar el tiempo.
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N.T. Aunque esta interpretación pueda ser válida –ya que todo en la regla de San
Benito, hasta la disposición material más insignificante, tiende a la santificación y
éste es el pensamiento que le da unidad–, se debe señalar que la frase original es
orare et laborare (Ora et labora).
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Capítulo IV «un corazón valiente y una lengua
cortés»
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Y nosotros deberíamos desarrollar estas dos
cosas en nuestros lobatos. La tarea será tanto más
difícil cuanto que trabajamos con un material
excelente. Como Bagheera en El Libro de la Selva, he
correteado bastante a lo largo y ancho de esta selva
humana, y la verdad es que siempre recibí la mejor
acogida por parte de mis hermanos y hermanas
responsables de las manadas. Pero siempre me ha
sorprendido la gentileza con que muchos lobatos
reciben a un viejo lobo a quien no conocen. Tienen
una cortesía natural y franca que es un atributo de su
edad.
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que él pudiera entregarme sana y salva en las manos
del jefe.
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lejos de ser una cualidad suplementaria. Todos
nuestros esfuerzos se harán en el sentido de que sean
desenvueltos, para que traspasen ese período de la
adolescencia en el que aparece la timidez, a
contrapunto de una exagerada consciencia del "yo", y
lo puedan superar de forma sencilla, manteniendo su
estilo abierto y natural.
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modo!" No apruebo la respuesta de Donald, pero
pienso que su madre recibió una buena lección.
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Capítulo V El castigo en la selva
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Este es un punto a nuestro favor porque, al fin
y al cabo, Akela llega al cubil después de un agitado
día de trabajo y no como Bagheera o Baloo que iban
al encuentro de Mowgli con el rocío de la mañana.
Más aún, nuestra condición humana nos proporciona
un cierto nerviosismo que no tenían papá Lobo ni
mamá Loba ni Bagheera ni Baloo. Además, somos
humanos, tenemos enfados, mal genio, preferencias y
antipatías. Nuestros instintos para saber qué es qué
en la selva no son tan infalibles como los de un oso
adulto o una pantera experimentada. Tampoco somos
psicólogos ni podemos extraer de la realidad
conclusiones correctas de lo que observamos. Y no
conocemos lo suficiente las circunstancias familiares
de cada lobato como para comprender perfectamente
la situación de la manada y ser ecuánimes e
imparciales en nuestras apreciaciones de cada chico.
Es casi un milagro que tan solo nos apartemos un
poquito de la selva ideal.
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– “Luis viene de la manada de T”.
– “Y ¿por qué dejaste la manada de T?”
– “Por el jefe”, dijo en un susurro.
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Pocas personas se imaginan la importancia
que los niños dan a la sonrisa. Ellos tienen miedo y
desconfían de las personas adultas que rara vez
sonríen. Por poco que la sonrisa sea vuestro estado
habitual, bastará un cambio de semblante un día que
queráis reprenderlos para que lo sientan y os miren
con respeto. Si, por el contrario, habitualmente tenéis
melancolía en vuestro rostro, la manada acabará
siendo invadida por la tristeza. Cuando hayáis
acabado con vuestro aspecto serio y solemne gracias
a una sonrisa, la manada entenderá que están
perdonados y que vosotros confiáis en ellos.
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Capítulo VI Adiós a la selva
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La manada, por supuesto, siguió aullando con
toda su alma, y el pequeño aprovechó la insinuación
para expresar libremente su emoción. El nudo que
sentía en su garganta desapareció cuando entonó su
último "mejor".
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Y esto nos lleva a un tema que algunos fingen
ignorar y que debemos afrontar francamente. ¿Por qué
un cierto número de lobatos no pasa a los scouts y, si
pasa, no continúa? No puedo empezar aquí y ahora a
hacer conjeturas sobre todas las posibles causas. Me
limitaré a dar unas sugerencias sobre una de las
razones del abandono, y para expresarlo en pocas
palabras, diría que es la que considero más
importante. Recuerden que el chico que pasa de
lobato a scout se encuentra en una edad de transición,
con una sensibilidad naciente que pide ser tratada con
suma delicadeza. No es un novato normal y sus
conocimientos de socorrismo o orientación no son los
de un scout; tampoco seguirá siendo un lobato.
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hace esconder sus más queridos deseos, sus temores
más vivos, sus intuiciones de desilusión, sus dudas y
sus problemas. Morir como lobato y renacer como
scout va a ser lo que Peter Pan llama una "gran
aventura". Su madre no lo entiende. El cambio para
ella es una mera cuestión de comprar otra camisa
distinta. Akela siempre lo sabe todo: pero él no sabe
qué decirle excepto que no quisiera tener doce años. Y
así pasa a los scouts sin haber expresado las cosas a
aquella persona que menos le intimidaba y en la que
más confiaba. Asciende sin el consejo ni las
sugerencias ni la comprensión que inconscientemente
buscaba. Tampoco ha tenido previamente la ocasión
de trabar amistad con el jefe scout ni con sus nuevos
compañeros. Asciende, aunque no lo parezca, sin todo
aquello que a cualquiera de sus jefes de la manada le
hubiera sido tan fácil enseñarle si se hubieran dado
cuenta de que él no era otra cosa que un lobato.
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están verdes aún y no los considera preparados.
Olvida de nuevo que nuestro amigo se siente como
pez fuera del agua; ni lobato, ni scout. Por otro lado,
unas veces espera demasiado de él y otras lo reprende
con acritud porque es un viejo lobato y todo eso...
Tampoco aprecia la diferencia entre el monótono y
lento aprendizaje de un recién llegado y el ritmo
necesario para aquel que ha vivido esas técnicas. Y
algo más importante aún: cuando repentinamente un
seisenero se encuentra que ya no es responsable de
otros, ni nadie depende de él, ni esperan su ejemplo,
se produce una fuerte reacción (inconsciente del
todo): una relajación de tensión. Y, si esto no se
contrarresta de una vez por todas, sufrirá un daño
importante.
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Finalmente, el equipo de jefes de lobatos se
encontrará con muchos menos problemas. Los chicos
difíciles suelen tener más de once años: el chico de
nuestra anécdota que se fue del grupo, el que rechazó
la disciplina, el perezoso que se esconde en el
campamento, el que protesta e insulta en los juegos, el
que ejerce una mala influencia. Estos suelen ser
"niños difíciles" porque están actuando en un
ambiente equivocado. Son demasiado mayores para
las actividades de los lobatos, demasiado grandes para
jugar con los de ocho años; necesitan la influencia de
un hombre más que de una mujer; quieren ser
miembros de una patrulla en lugar de líderes de una
seisena. Necesitan el trato más directo de compañeros
mayores y no el razonamiento suave de Akela,
Bagheera o Baloo. Están pidiendo que las cosas se les
expliquen a otro nivel, y agradecen el ímpetu fresco
de los preadolescentes y las competiciones entre
patrullas.
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valga la pena a los ojos maravillosos de estos nuevos
e inocentes lobatos.
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Segunda parte:
Los lobatos y la belleza de la naturaleza
I
II
¿Aprecian los niños la belleza? Los adultos que
tienen puntos de vista convencionales lo niegan.
Personalmente afirmo que los niños captan vivamente
la belleza. Es importante que así ocurra porque
cualquier vida que no perciba esa necesidad, puesta en
el ser humano por el misma Dios, realizará
inadecuadamente sus propios anhelos. Está claro que
ellos no expresan su admiración como lo hacen las
personas mayores. No emplean crípticas palabras para
impresionar a la gente y manifestar así lo que
admiran; están demasiado ocupados para hacerlo.
Tampoco observan la belleza como poetas
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sentimentales de poca monta porque la melancolía
sólo existe en personas que han experimentado
desilusiones y en aquellas otras que han decidido ser
pesimistas.
Y esto que digo no es una teoría. Todavía tengo
vivas en mi mente las “aventuras”, como ellos las
llamaban, con las que un grupo de lobatos londinenses
y yo misma exploramos juntos este mundo
maravilloso, y aún me sonrío con complacencia
cuando lo recuerdo.
III
La primera emoción de un niño al encontrarse
con la belleza es sorprenderse. La impresión se
traduce, primero, en un silencio de enormes ojos;
después –si el niño sabe expresar lo que siente– en
alguna observación; luego aparece un deseo intenso
de compartir esa experiencia total; y, por último,
desencadena un torrente de preguntas.
Una cálida mañana de agosto nos detuvimos en
las playas de la isla de Wight y miramos, por primera
vez para muchos de nosotros, la chispeante extensión
del mar. El cielo estaba despejado. Por una vez
estuvimos en silencio. Nos emborrachamos de aquello
y nos sentimos infinitamente contentos porque existía
el mar, porque estábamos vivos para conocerlo,
porque estaba realmente ahí y porque nada podía
llevárselo ni cambiarlo –como un mayor puede
quitarnos un libro con dibujos.– (La gente no puede
llevarse los libros de colores de Dios). Entonces
alguien dijo: “¡No sabía que el cielo pudiera ser tan
azul!”.
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Esto rompió el embrujo y una cascada de
preguntas surgió de repente. ¿Por qué el cielo y el mar
son tan azules?... y así hasta la última. Después surgió
en nosotros la certeza de que el mar iba a ser nuestro
durante diez días. Empezamos a gritar y correr de un
lado a otro, de arriba a abajo, una y otra vez y nos
reímos. Luego alcanzamos un estado experimental de
nuestra admiración: deseamos entrar en el mar. Para
ello apresuramos el paso hacia los empinados
escalones de roca que conducían a la arena dorada y
nos metimos en el mar hasta donde nuestros
pantalones cortos remangados nos lo permitieron.
¿Quién puede decir que nosotros no apreciábamos la
belleza de la obra maestra de Dios, el mar?
Aquella noche, a la excitación del fuego de
campamento y a la aún mayor de dormir en el pajar de
un establo, sumamos la contemplación sobre el mar
de unos destellos grisáceos producidos por las luces
de la orilla opuesta, como si de una ordenada siembra
de estrellas se tratara. “¿Podemos ir a ver esas
lucecitas?”, preguntó un lobato. Los demás se
sumaron suplicantes: “¡Si!”. Echamos a correr y nos
sumergimos en su tranquila y cenicienta belleza, en
silencio. Pronto el interés por una de esas lucecitas
centelleantes, que aparecía y desaparecía a intervalos
regulares, rompió el encanto y nos introdujo en los
insondables enigmas de los barcos y de sus luces.
Un día caluroso: el vago del campamento está
tendido todo lo largo que es sobre la hierba mirando al
cielo.
Tengo en mente leerle la cartilla por la habitual
negligencia en sus obligaciones, pero él rompe el
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silencio primero. “Me interesan mucho las nubes y las
estrellas”, dice pensativo. “¿Cómo se llaman esas que
se amontonan unas sobre otras?”. Entendí en ese
momento por qué no había ido a buscar agua.
Hablamos sobre nubes y estrellas y no de “trabajos”.
Pasábamos, después de una tarde de fútbol,
sobre el puente de Chelsea. “¿No es verdad que tú
querías ser pintora?”, dijo un lobato tocándome en el
brazo, casi mudo de admiración y señalando el
crepúsculo – una amalgama de oro, púrpura y tintes
rosáceos– reflejado en el Támesis. Todos nos paramos
a contemplar el espectáculo. “lncluso sin ser un artista
podrías pintar eso, ¿verdad?”, me comentó, sin duda
para consolarme de mi mediocridad. Y, sin decir nada
más, pensamos en la grandeza de Dios que podía
pintar tales cuadros. Entramos entonces en una
conversación para dilucidar por qué el cielo se pone
así muchas tardes.
Un atardecer, al principio de la primavera. Una
fila de lobatos sobre el cemento gris del patio de un
colegio en Gloster. Supuestamente firmes y en
silencio. De pronto, algo latió en el aire. “Alerta,
¡estaos quietos! dijo un seisenero. “¡Mirad, está
creciendo el verde!” y señaló con su dedo un árbol
que, con un velo de brotes, decía “primavera”, más
claramente que nada. Nos quedamos atentos unos
instantes, felices de contemplar este heraldo de la
naturaleza, un plátano silvestre que había sido el
primero en tener la gran idea de ponerse ya las ropas
de verano.
Montes de Sussex, veredas de Hertfordshire,
orillas verdes y tranquilas, arroyos burbujeantes sobre
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lechos pedregosos dorados al sol, campos
amarillentos con bancales de amapolas, aromas de
alubias en flor, misterios de bosques lejanos... Con
todo eso y más nos hemos regocijado juntos. Pero no
puedo evitar sonreír ante el recuerdo de nuestra
primera tarde en los montes de Hampstead.
Habíamos parado en silencio en esa parte de la
carretera donde las verdes colinas se extienden hacia
un lado, y de pronto una sorprendente vista de
Londres nos saludaba por este. Londres, hermosa,
inabarcable y silenciosa estaba cubierta por un vestido
de humo gris-perla y reconocible aún por San Pablo,
la Abadía y la torre de la Catedral de Westminster. El
paisaje nos había absorbido, pero ahora unos corrían a
atrapar ranas y otros trepaban por las ramas de un
árbol caído. Patsy, un pequeño irlandés, buscaba
desesperadamente un medio de expresar su
admiración. Todos los gritos que dio no le bastaron...
Él experimenta cualquier cosa como un violento
deseo de artista que quería dejar de ser un “medium”
para identificarse con su objeto, porque, de repente,
manifiesta la firme resolución de hacer semáforo1.
Persuade a otro lobato para que haga de receptor. Él
enviará los mensajes. Busca papel y lápiz, pero no
para pedirme un mensaje; a él le desbordan ya un
montón de ellos. Mandó a su receptor, que no parece
movido por el mismo entusiasmo, a una colina
distante. El se sube a un montículo desde donde envía,
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en la soleada atmósfera de la tarde, mensaje tras
mensaje sobre todos las esplendores que le rodean.
Después, en la reunión, se me acercó triunfante
con un trozo de papel algo mugriento que contenía los
mensajes recibidos: “Se ve un paisaje magnífico”;
“Aquí los árboles crecen muy altos”. Tal vez traduzca
un día toda esa riqueza de expresión en una obra lírica
sobre los árboles de Hampstead, sus colinas y sus
valles si el poeta que en él duerme no ha sido
estrangulado en la lucha por la vida que acompaña a
la pobreza o por los convencionalismos del poder y
del dinero.
IV
El sentido de la belleza es innato en los niños,
pero en ciertos momentos se manifiesta más
vivamente.
Es preciso, también, recordar que ellos no
restringen la noción de belleza a la naturaleza salvaje
o al arte. Saben instintivamente lo que Elizabeth
Barret Browning expresa en estas líneas:
“El materialismo que sólo quiere ver en la
naturaleza campos y bosques es esencialmente falso y
antipoético. Donde está la creación está Dios y, por
tanto, la poesía. ¿A dónde podéis subir, descender, o
guiar vuestros pasos sin encontrarle? En el ruido
ensordecedor de vuestras máquinas, en los oscuros
humos de vuestras chimeneas, en las enloquecedoras
calles de vuestras ciudades está tan realmente como
en los pinares de Broken o en las Cataratas del
Niágara. En todas partes naturaleza y poesía se dan la
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mano bajo su mirada. Háblales y te responderán. La
naturaleza tiene mil voces diferentes. Déjanos hacer
un hueco para que comprendas nuestro amor”.
Cuando recorro calles miserables y veo las
expresiones de los niños desamparados, la
profundidad de sus ojos y su sonrisa, me hacen sentir
que tales lugares no pueden ser tan malos cuando
tienen esas flores. Aunque sucias, son el hogar de
alguien, un hogar que quizá no cambiarían por el
mismísimo palacio de Buckingham.
Lógicamente, hay cosas que son más hermosas
que otras; es natural, por ejemplo, que un niño inglés
experimente una atracción instintiva y particular por
el país que lo vio nacer y en el que crecieron sus
antepasados. Todo instinto se orienta hacia un objeto
determinado y, si no lo encuentra, el chico lo dirigirá
hacia otra cosa más o menos inadecuada o depravante.
Un americano observador, Price Collier,
explicó de esta forma el tipo de atracción que un
inglés experimenta por su país y no me resisto a
citarlo.
“Inglaterra es Londres, dijo alguien. Inglaterra
es el Parlamento, dijo otro. Inglaterra es el Imperio,
dijo uno más, pero si no me equivoco, ese trozo de
verdes campos, colinas y valles, esas cercas y árboles
frutales, esa tierra suave es la Inglaterra que los
hombres aman. En la India, Canadá y Australia, a
bordo de sus barcos, en sus enredos militares por todo
el mundo, los ingleses necesitan, a veces, cerrar sus
ojos. Cuando lo hacen, ven campos verdes y
marrones, setos espolvoreados con una suave nevada
de flores, casas de las que cuelgan hiedras y rosales.
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Al abrirlos, tienen los ojos húmedos de recuerdos. El
pionero, el navegante, el colono o el soldado pueden
luchar, matar, sufrir y proclamar su orgullo por un
nuevo hogar o por unas nuevas posesiones. Este amor
es el mismo que tienen por una esposa, unos hijos o
unos amigos. El otro que quiero comentar es
esencialmente distinto: es un amor que mezcla
misteriosamente adoración, dedicación y respeto por
el país que los vio nacer.”
Este amor por la belleza de Inglaterra es propio
del carácter inglés. Y es tan verdadero que se refleja
por todas partes en el espejo de la forma de ser de un
país que es su arte.
“Ellos fueron los primeros en comprender la
belleza de un paisaje”, dice el mismo autor en otra
parte de su obra Inglaterra y las ingleses.
“Si consideramos aisladamente el arte de
griegos, romanos o renacentistas no encontraremos
ningún entusiasmo por su cielo o por su tierra. El
amor por el país natal ha nacido allí y está idealizado
en sus poesías, descrito por el pincel y la pluma de los
ingleses”. Tiene razón. Paseando por la National
Gallery o la Tate Gallery observamos que las mejores
obras de artistas ingleses son pequeños trozos de su
país, no reflejados en un espejo, sino idealizadas
creaciones presididas por una luminosidad –
consagrada por el sueño de los poetas– que jamás se
vio en la tierra o en el mar.
Esta misma peculiaridad aparece en la poesía.
Chaucer, quizás el primer poeta típicamente inglés,
rebosa de amor por la naturaleza. Lo mismo
Shakespeare, aunque éste ama más la naturaleza
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humana. Wordsworth y los del XIX beben en la
misma fuente. No se encuentra nada parecido en la
poesía de otros países.
¿No es una pérdida, una irremediable pérdida,
que los niños ingleses crezcan sin tener la oportunidad
de desarrollar el conocimiento y amor por esa belleza
que responde a las aspiraciones profundas de sus
corazones y en la que fueron formados sus
antepasados?
Así pues, aunque sólo sea un día al mes o unas
semanas al año, saquémosles fuera de las ciudades y
eduquémosles en poseer lo que es suyo: la belleza de
Inglaterra.
Por supuesto que el movimiento scout ha hecho
ya mucho, sin duda, para entregar a los niños esa
parte de su herencia, el retorno hacia lo bello y lo
natural y la inexpresable poesía de la existencia. Los
scouts han demostrado que no es la compasión lo que
se necesita para unir juventud y naturaleza. Bastan
sencillamente un poco de iniciativa y una cuidadosa
organización.
¿Es que aún no es el momento de hacer un
verdadero esfuerzo para ofrecer a los niños la
oportunidad de vivir la belleza de Inglaterra, de
aprender a amar la naturaleza con el mismo amor
sencillo y fraternal que Francisco de Asís tenía por “la
hermana tierra”, “el hermano sol” o los pájaros, de
agradecer a Dios el haber creado cosas tan
maravillosas y de hacer entender al hombre que puede
usar todo esto siguiendo sus leyes naturales y
conseguir que sobreviva a través de los tiempos?
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Tercera parte:
La psicología de la Rama Lobato
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Capítulo I La Buena Acción
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vez descubiertos por cada chico como tales, los
reconoce y acepta, e intenta vivir según ellos. Esta no
empezó considerando a los muchachos de hoy como
descarados, desordenados, crueles, ruidosos, sucios y
traviesos ni dándoles una serie de consejos para ser
perfectos – que no les entran realmente en la cabeza–,
ni ordenándoles observar unos preceptos bajo
amenaza de castigo o promesa de premio. Este
camino, nada psicológico, lleva fracasando muchos
siglos.
Tomemos, por ejemplo, la idea de la buena
acción. Es algo que forma parte de cada chico, desde
siempre. Todos ellos están llenos de energía y
generosidad, de espíritu de iniciativa y de una alegre
amistad por sus semejantes, lo cual, trasladado a la
vida cotidiana, es una cierta disposición para realizar
buenas acciones si se presenta la ocasión. Muchos
hacen buenas acciones, incluso inconscientemente, sin
tener noticia de ello. Otros no tienen oportunidad. En
muchos casos, su buena disposición es tan a menudo
despreciada que algo hace que cambien, de arriba a
abajo, y aparezca como una tendencia para realizar
malas acciones, porque un chico con buena salud
siempre está haciendo algo. Y hay incluso quienes
estuvieron realizando buenas acciones y no se
beneficiaron con ello. Me explico: sin conocer ni
saber que están haciéndolas no hay intención
deliberada y, por tanto, no se convierte en un hábito ni
crece dentro de su carácter. Quizás la tendencia a
hacer una buena acción se desvaneció con la timidez y
la pereza que aparecen tras una infancia generosa, o
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tal vez no existió nunca al alcanzar prematuramente el
natural egoísmo de la madurez.
Pero en los scouts, y antes en los lobatos, los
cincos se conciencian de su disposición a realizar
buenas acciones, algo que desde ese momento
formará parte de ellos.
Observando a mis muchachos veo aparecer a
menudo en sus vidas la buena acción, es decir, les veo
hacer deliberadamente buenas acciones. Pero también
aprecio muchas veces la buena acción inconsciente,
algo hecho por un impulso de generosidad, con
bondad, sin egoísmos, sin que surja el pensamiento
“ésta va a ser mi buena acción del día”. Fueron esta
clase de cosas las que me hicieron darme cuenta de
que B. P. descubrió en los chicos esta predisposición a
hacer buenas acciones y no la implantó en los scouts.
He aquí una pequeña historia sobre la mejor, y
realmente inconsciente, buena acción que he conocido
jamás.
Habíamos esperado con impaciencia aquella
tarde de sábado en la que íbamos a jugar contra los
Ampsteads. Al llegar me sorprendió encontrar al
equipo muy desanimado. “¿Qué pasa?”, dije. “¡Una
tragedia!” respondieron. Pip, el rey de las porteros,
alguien que nunca dejaba que le encajaran un gol (o
casi nunca), tenía los pies completamente paralizados
por un par de botas nuevas y duras que estrenaba ese
día. Nada podía persuadirle de que jugara. Quizás, si
hubiera empleado la obediencia podría haberlo
conseguido, pero el equipo tenía poca fe en un portero
en tales condiciones. Sabían que el desánimo y la falta
de confianza no se pueden evitar tan sólo con una
62
orden. Sabían que si el portero se sentía prisionero de
sus botas nuevas estaría realmente inmóvil. Fue
nuestro delantero centro quien, de pronto, se sacrificó.
“Venga –dijo– te las cambio por las mías”, y sin más
se quitó sus viejas y cómodas botas allí mismo, en
medio de la calle, dejándolas a los pies del triste, y en
ese momento lloroso, Pip. El resto del equipo le libró
con alegría de sus botas y se las dio al delantero
centro quien, con espíritu de un héroe, se fastidió
valientemente llevándolas hasta el final del día. Pero
el equipo le olvidó al instante; el objeto de su
entusiasmo era el ahora recuperado portero. Cuando
regresábamos a casa, después de haber ganado el
partido, iba al lado de Dick y le pregunté: “¿Duelen?”.
Contestó que “no demasiado” y eso fue todo.
63
Capítulo II El uniforme
64
mismos–, no para sacar provecho sino como una
especie de orgullo profesional. Su uniforme les
causaba una continua autosugestión dentro de su
propio entorna. Y esto es exactamente lo que los
uniformes intentan producir. Si lo sientes así, puedes
ayudar a los lobatos a beneficiarse de ello.
Pero estos uniformes no son los únicos. ¿Qué
me dices del uniforme de un futbolista? ¿Has vista
alguna vez a unos niños quedarse callados de repente
y mirar con atención al ver pasar un joven atlético,
rodillas vigorosas bajo su abrigo, botas negras con
cordones blancos, camisa de colores que su bufanda
no tapa, con todo tipo de bellos ideales y el mejor de
los balones de reglamento sujeto bajo el brazo? Es la
representación concreta de todos esos deportistas. El
pequeño y silencioso chico que está junto a ti
experimenta ahora un profundo deseo de ser
futbolista.
¿Y los vestidos blancos? Cuando cantamos el
Te Deum decimos “blancas multitudes de mártires”;
pero creo que los chicos se interesan más por las
blancas multitudes de los jugadores de criquet. Y no
son dos conceptos distintos. Los mártires eran gente
alegre que jugaba con entusiasmo en el mejor de los
deportes, con el mejor de las capitanes; defendían las
porterías de la Iglesia y jugaron duro para toda la
eternidad, teniendo enfrente a los “jugadores del
demonio”, que siempre han perdido el partido con
ellos.
El entusiasmo que despierta en los niños el ser
jugadores de criquet y llevar su atuendo no es sólo por
el mero interés de formar parte de un equipo
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determinado: es una vocación mucho más amplia.
Pude dame cuenta de ello debido a un pequeño pero
singular incidente que tuve la suene de vivir durante
una acampada. Habíamos retado a los lobatos locales,
que no conocíamos, a jugar un partido de criquet. Por
fin llegó el tan esperado y comentado día. Creí que los
chicos querrían llevar el uniforme completo con todas
las insignias de progreso y habilidad. Pero no. Aquel
día eran jugadores de criquet, no lobatos.
A media mañana, Sam, el capitán, dijo que
quería tener una conversación seria con toda la
manada junto a su tienda. Aunque estaban esparcidos
por todas partes jugando a los indios con arcos y
flechas, se reunieron pronto. Después de pedir un
poco de silencio hizo un discurso que no pude
escuchar muy bien. Aun así, pronto pude entender que
pedía a cada lobato vaciar su mochila y reunir toda la
ropa blanca que tuviera para distribuirla entre el
equipo. Esto iba a llevar su tiempo, pero Sam estaba
decidido: tenía la oportunidad de capitanear, de una
vez por todas, un equipe de criquet totalmente blanco.
Hora y media antes de que llegara el otro equipo
volvió a reunir a sus muchachos y los estuvo
vistiendo. Después vino hacia mí, serio y triunfante, y
me preguntó si quería revisar el equipo. Le dije que sí
y los hizo pasar en fila india delante de mí
alineándolos después enfrente. Todos llevaban algo
blanco y el equipo, en general, tenía un aspecto
decididamente blanco. Estaban ahí, relucientes de
agua, jabón y satisfacción. Alguno de los presentes le
echó en cara el haber cuidado más su aspecto que un
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grupo de niñas; pero no era eso, no había vanidad
personal.
El otro equipo llegó luciendo el uniforme de
lobato completo. Mis once pequeños, enfundados en
sus medio rotas y sucias camisetas “blancas” daban
una impresión distinta. ¡Cómo jugaron aquel día!
Nunca pensé que pudieran hacerlo tan bien. Todos y
cada uno demostraron sagacidad y un gran dominio
de sí. Los rastrillos cayeron, los golpes fueran
rechazados, la pelota volaba, los que paraban
estuvieron alerta, los más pequeños jugaron con todo
el paciente cuidado de que fueron capaces mientras él,
Dick y los otros jugadores de mayor resistencia
conseguían carreras continuamente. El otro equipo
parecía estar formado por inútiles. Sin embargo, no se
corearon sus fallos. Mis blancos jugadores nos habían
pedido que, dado que ellos eran nuestros invitados, no
debíamos aplaudir su denota porque eso no era muy
deportivo. Mostraron un gran dominio de sí. Era
criquet.
Por supuesto debo decir que los chicos
prefirieron ese día ser antes jugadores de criquet, y
vestirse como tales, que lobatos. En otra situación
más normal habrían escogido su uniforme antes que
cualquier otro. Y no sólo por afán de disfrazarse sino
sobre todo por lo que significa para ellos. Creo que
todos los lobatos piensan lo mismo.
Dejadnos, pues, enseñar a nuestros chicos a
respetar su uniforme, a que se den cuenta del íntimo
significado que tiene, que es, por así decirlo, “el signo
exterior y visible de un modo de ser interno y
espiritual”, el signo exterior de tener mente y corazón
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de lobato, un alma valiente y animosa que nos hace
dar lo mejor de nosotros mismos. Dejadnos recordar
que porque somos hombres, no ángeles, y porque
tenemos cuerpo y espíritu, estas cosas exteriores son
importantes, esencialmente importantes.
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Capítulo III La Ley de los lobatos
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valoran sobre todo su eficacia a través de las palabras.
Recordad, por ejemplo, nuestro mismo lema:
“Siempre Mejor”. Además de esta máxima el lobato
entiende, por supuesto, los dos preceptos de la ley de
la manada y está decidido a observarlos. Pero sobre
ellos puede añadirse algo de autosugestión si
repetimos frecuentemente la fórmula que empleamos.
Muchas personas buenas han dicho que
deberíamos ser esto o aquello y no las escuchamos.
La ley de los lobatos está expresada en términos
afirmativos: “El lobato escucha y sigue al viejo lobo.
El lobato no se escucha a sí mismo”2.
A fuerza de repetir esa frase acaba por grabarla
inconscientemente en su espíritu. El resultado es
mejor que si se produce por un nuevo esfuerzo de
voluntad. A menudo actúa impulsado por su
inconsciente hasta el punto que tanto la obediencia
como el control de sí mismo se transforman en un
hábito, y finalmente alguna parte de él se avergüenza
cuando no la cumple. La ley de los lobatos llega a ser
una especie de criterio a partir del cual juzga las cosas
de este mundo, incluso cuando es mayor. Se trata,
claro está, de un juicio amable y no de una crítica
impertinente. Ellos nos ven jugando el gran juego de
la vida y se percatan de si observamos las normas que
ellos han llegado a entender tan bien.
“Sólo te has escuchado a ti misma” me
reprocharon un día, porque después de haber
intentado en vano romper un palo con mi rodilla para
72
condensan en pequeñas frases afirmativas que han
conducido al chico al mundo de la autosugestión! Y
esto nos lleva a la conclusión de que los scouts son
esencialmente algo cristiano, si no en el nombre sí en
su espíritu.
Son las primitivas comunidades cristianas,
fundamento de nuestra cultura, que muestran a través
de un largo camino de errores, desatinos y fracasos, el
nacimiento de un conjunto de ideas que funciona. No
te olvides de la ley de los lobatos. Introdúcela en la
mente de tus chicos en todo momento y siempre que
puedas, vívela.
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74
Capítulo IV La Promesa
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eso te hace muy feliz. Le das tu mano izquierda coma
símbolo de confianza y le devuelves el saludo de los
lobatos porque es ya tu hermano. A partir de ahora
tienes con él una nueva relación: eres la única persona
en el mundo a la que él ha prometido ser un auténtico
lobato. Por eso, saca tu corazón de viejo lobo y date
cuenta de que tus lobatos te han prometido todo eso.
Hazles entender que, personalmente, has recibido sus
promesas en nombre de B. P. y del Jefe de Grupo que
te confió esa tarea y autorizó que cada uno de ellos
fueran Viejos Lobos de esa manada. Cuéntales que el
fundador del escultismo sabe muy bien cuántos viejos
lobos en su país y en todo el mundo se esfuerzan por
serlo y se pondría triste si oyera que un lobato no
cumple su promesa. Haz de B.
P. una persona viva, actual y la encarnación de
los ideales scouts. El culto al héroe es un fermento
más poderoso que la simpatía personal. Más aún,
siempre hay algo de ello en todos los amores de un
niño.
Y éste es el mejor camino para enseñarles a
amar una idea, la idea de que es su deber ser leal,
autocontrolarse, ser amable y estar dispuesto siempre
a hacer lo mejor. Hasta que ellos no aprendan a amar
verdaderamente esta idea, la promesa no ejercerá en
su carácter el efecto que podría ejercer. Si tienes éxito
en el crecimiento gradual de tan elevado afecto en sus
pequeños corazones, habrás hecho que esa suponga
probablemente la conclusión de su etapa de lobato.
“Fe, esperanza, amor”, dijo San Pablo, el más realista
de los psicólogos, “y de ellas la más valiosa es el
amor” (1 Cor. 13,13).
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Además del lobato que hace la promesa y de
Akela que la recibe hay también otros implicados:
“con la ayuda del Señor y de todos los lobatos...”
Recuerdo bien el momento en que recibí la
promesa de los doce primeros lobatos de mi manada
actual. Después de la ceremonia los reuní para
decirles lo contenta que estaba por haber acogido sus
compromisos. Les hablé de B. P. y de todos sus
hermanos lobatos esparcidos por el ancho mundo.
Añadí que ni yo, ni el equipo de jefes, ni los lobatos
ni nadie más sabía cómo iban a cumplir su promesa.
Pero “si” hay alguien que lo sabe. ¿Quién es?
Esperaba que alguien hubiera soltado “Dios”, pero el
más pequeño, un chiquillo con la ropa mal puesta y
parpadeantes ojos negros respondió al momento
“Jesús”. Y tenía razón. La idea genérica de un Dios
omnisciente no significa gran cosa para un niño de
esta edad. Pero si de le explica que Jesús, el
carpintero de Nazaret, le conoce y le quiere, esto sí
representa algo importante para él. Tomé esta
respuesta de mi lobatillo y en lugar de contarles lo
que tenía preparado sobre un Dios que todo lo sabe,
les dije lo contento que estaría “Jesús” cada vez que
se enterara de que estaban haciendo lo mejor para
cumplir su promesa, incluso en aquellas ocasiones en
las que nadie podría verlo o saberlo y esas otras en
que los mayores se enfadarían y no entenderían.
Afecta también a todos los lobatos porque los
une, porque tienen el derecho de pedirle ayuda a él y
de pedirla él a los demás, y porque un lobato está
siempre dispuesto a abrir su corazón a todos.
Finalmente, la obligación de hacer cada día alguna
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buena acción, es decir, el gran mandato de la caridad
hecho concreto, le relaciona con toda la gente de casa,
de la escuela, de la calle, que necesita ayuda. Y él está
totalmente dispuesto a abrirles igualmente su corazón.
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Capítulo V El progreso del lobato
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desde el oportunista sin escrúpulos al apático que
amaba sus cadenas. Gente infeliz que o no eran
capaces de disfrutar de este mundo, o no hacían otra
cosa en la vida que perseguir sus placeres. De aquí se
derivaban una serie de falsas reacciones y errores en
aquéllos que intentaban reformar la naturaleza
humana. Así pues, en el pasado, la falta de sentido
común y la inexistencia de unos principios
psicológicos es, en parte, responsable de mucha
infelicidad en el mundo de hoy.
La ambición figura como una de esas fuerzas
importantes que gobiernan a la humanidad. Es digna
de estudio sobre todo porque la palabra es
ambivalente –se usa lo mismo para designar el bien o
el mal–, y nos produce una impresión confusa.
De hecho, la mayoría de nosotros no tiene clara
la actitud que debe tomar ante este concepto y sí la
tiene, por ejemplo, respecto a otras categorías tales
como valor, generosidad a crueldad.
El primer punto a indicar sobre la ambición, es
que me parece un atributo esencialmente masculino.
Una mujer sin una pizca de ambición puede hacer
grandes cosas y tener un carácter noble y firme. Un
hombre sin ambición carece, en cierto modo, de algo
esencial. Y, por desgracia, es la fuerza motriz más
adormecida entre los hombres, exceptuando aquellos
casos en que los devora de forma total3.
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construir y realizar las cazas que la manada decida. El
lobatismo le ha despertado una nueva fuente de
energía en su pequeña alma, y desde ese momento
empezó a crecer para llegar a ser un hombre.
Pero superar la etapa de cachorro es sólo un
paso, y hay una gran cantidad de ellos que dar, en
habilidad o en calidad, abriéndose ante el niño según
crece mes a mes y año tras año. Tal vez el patatierna
de hoy llegue a conquistar un día toldos los escalones
de su progreso y consiga ser un magnífico director de
campamento, a sea delegado del comité nacional para
organizar un centro de formación en un país lejano.
Por supuesto le guiarán otros buenos motivos, y estos
serán más y más predominantes, pero sin ambición
nunca habría logrado alcanzar esa posición.
Podríamos decir que en este momento la
ambición ha dejado de ser un motivo, pero tiene una
especie de energía física de la que se siente lleno.
Posee una superabundancia de vitalidad, de alegría de
vivir, de fuerza, que su escultismo le enseñó a
apreciar, estimular, desarrollar y a incrementar. La
ambición, hoy, le produce salud corporal y energía
mental. Su primer paso en el progreso como lobato
fue el fermento inicial de esa fuerza motriz.
Por ello, tanto en los lobatos como en los
scouts, debemos recordar cómo hay que emplear,
según las circunstancias, todos los medios que nos
ofrece el método para estimular la ambición. Inventar
juegos, crear recursos, realizar cazas y aventuras,
organizar buenas acciones, manualidades, proyectos,
pequeñas responsabilidades... Todas estas cosas
contribuirán a fortalecer esa peculiar ambición para
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sobresalir, tener éxito y ganar las espuelas de una
honorable caballerosidad.
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Capítulo VI Fantasía
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de contarles historias, cada año algunas semanas de
vacaciones junto al mar, excursiones al campo,
“Peter Pan” y otras obras de teatro en Navidad,
sin mentar a Santa Claus o el resplandeciente árbol
con sus adornos. Pero muchos niños que son lobatos
no tienen esas casas. Descubren la fantasía por sí
mismos de una u otra forma. Pero no es fácil, y el
modo con el que subrayan su atracción por el
lobatismo indica, muchas veces, la necesidad
inconsciente que tienen de ella.
Por eso, si queremos entregarles lo mejor de
nosotros mismos, debemos tener presente esa idea. El
mejor modo es intentar recordar cómo nos sentíamos
cuando éramos años. Aquí tenéis varios puntos
prácticos para pensar:
–Deberíamos hacer cualquier esfuerzo para
conseguir un cubil y no reunirnos en una escuela o en
una sala cualquiera.
–Renunciemos a nuestras tardes de sábado y
vayamos con ellos al campo, sobre toda en otoño y
primavera.
–Intentemos con todas nuestras fuerzas
acampar frecuentemente, aunque a veces sólo sea un
fin de semana.
–Aprendamos el arte de contar historias porque
es esencial.
–Tengamos siempre preparados unos cuantos
juegos.
–Recordemos que es más importante inventar
canciones, realizar juegos activos, tener una biblioteca
que multiplicar las insignias.
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–Para despertar el sentido de la fantasía no se
necesita un esfuerzo consciente y organizado. Basta
simplemente tener la oportunidad de barajar cosas
elementales y sencillas tales como fuego, agua,
árboles y oír relatos de aventuras. A propósito de esto
le pregunté una noche a un lobato. “¿Estabais
sentados alrededor del fuego del consejo?”, y me
contestó: “¡no!, estábamos sentados alrededor del
primus”.4
¿Molestaré a alguien si digo que la religión, si
ha de tener algún atractivo para las niños o para
alguien más, debe estar fuertemente impregnada por
la fantasía? Está claro: no me refiero al
sentimentalismo disfrazado de religión que acompaña
al arte romántico de finales del XIX. Hablo de la
fantasía esencial de la fe que nos lleva a creer que
Dios nos ama realmente, que conoce, por pequeñas
que sean, nuestras cosas y eso le alegra o le entristece,
y que él vino a la tierra, nació como uno de nosotros,
llevó nuestra naturaleza humana al cielo y, como ser
humano, nos espera allí.
Nada es tan incomparable en la historia del
alma humana, como la lucha contra mundo, demonio
y carne, ya que está unida con la justicia y enfrentada
con el pecado. La vida de los santos es más poética y
novelesca que la suma de todas las leyendas del Rey
Arturo, de los grandes héroes griegos, de las
campañas francesas, de los clanes irlandeses y de los
trovadores medievales. La esencia profunda de la
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religión es misterio y poesía. El Antiguo Testamento
está tan impregnado de ella como toda la Edad Media.
La vida moderna, desgraciadamente, ha
ahogado el sentido de la fantasía y lo maravilloso,
pero no llegará a destruir la poesía de la auténtica
religión. Y no debemos permitir que la moderno la
camufle demasiado y pierda el encanto que tiene para
los críos.
Nuestros antepasados sabían lo que hacían
cuando para enseñar religión a los niños utilizaban
pinturas y vidrieras más que libros y catecismos.
Contaban historias, representaban misterios,
personificaban virtudes y vicios, celebraban fiestas
con procesiones y ritos de alegría, pena o adoración.
Por ejemplo, cuando iban de procesión el Domingo de
Ramos salían de los muros de la ciudad, cortaban
ramas de olivo y palmas junto al río y volvían
cantando. Otras veces recorrían los campos desnudos
por el invierno y, arrodillándose aquí y allá, pedían
que fuera bendecida la madre tierra y se tornara
fecunda. Los hombres, en aquella época, vivían más
cerca de la naturaleza, de Dios y de la fantasía.
El escultismo nos reconduce hacia ello. Un
altar tosco, la alfombra de hierba verde y musgo, una
pared de ramas y pájaros que cantan a coro forman el
tipo de iglesia preferido por mis lobatos. Un cuento al
resplandor del fuego de campamento y una oración a
la luz de las estrellas parpadeando allá arriba son el
mejor medio para entrar en sus corazones y hacer
brotar un acto de adoración. Pero tengamos cuidado
de que tal acto se dirija al único y verdadero Dios y
no a cualquier espíritu indio que encarne a la
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naturaleza sin tener ningún atributo divino ni incluso
humano, o que una vaga idea de poder o de infinito
usurpe su lugar.
Si estáis ávidos de grandeza, misterio y poesía
leed el maravilloso prólogo de San Juan que cuenta
cómo Dios se hizo hombre, y después la historia de
una vida que es la fantasía más divina de todos los
siglos: una tragedia que termina en un maravilloso
triunfo.
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Capítulo VII El ambiente adecuado
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Impreso en los talleres
de Editorial Baden Powell
San José – Costa Rica
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