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SEGUNDA PARTE

(1966)

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L a disposición simétrica de los edificios me serenó. Fui andando por la acera de


cemento de la tercera hilera y pasé por delante de once pabellones, hasta que
llegué al número 12, la Residencia de Estudiantes Shikouney Elef.
Tiré de las perneras del pantalón tratando de estirarlas para que me taparan los
tobillos, pero no había forma. Mamá me los había hecho hacía tres años, y en esa
época yo era mucho más bajo. Pero esa ropa hecha con sábanas viejas, y las pocas
cosas que había metido en una bolsa arrugada que llevaba bajo el brazo, era la única
que tenía.
Me recibió el aroma a salsa de tomate que salía de la primera habitación de la
izquierda. Era la cocina comunitaria. Una chica vestida con vaqueros y un ceñido top
rojo escarlata manipulaba una cazuela de estofado de verduras, las manos protegidas
con guantes de horno. Mientras iba de un lado a otro, su pelo largo hasta los hombros
se movía cadenciosamente.
—Hola —me dijo en árabe.
No me salió la voz, así que la saludé con la cabeza.
—Disculpa.
Pasó por delante de mí con la cazuela y salió al pasillo.
Del vestíbulo llegaban voces que hablaban hebreo. ¿Qué estarían haciendo en
nuestro pabellón? Debían de ser soldados. Pensé en ocultarme. Pero ¿dónde? La
ventana tenía barrotes. La puerta de la cocina daba al exterior. No había donde ir. Lo
último que deseaba era tener problemas. Creía que me había preparado para vivir
rodeado de judíos, pero ahora, confrontado a la realidad, me di cuenta de lo errado
que estaba.
Se me cayó el alma a los pies cuando entraron en la cocina… pero no vestían
uniforme.
—Shalom. Mah neshmah? —me saludó Zoher en hebreo, tendiéndome la mano.
Apenas lo reconocí así vestido, con vaqueros y una camiseta blanca.
—Tov, todah. Bien gracias —repuse en hebreo, casi olvidándome de respirar.
Había otro muchacho de pie en el vano de la puerta.
—Es el as de las matemáticas, de quien te hablé —le dijo Zoher.
—Soy Rafael, como el ángel, pero todos me llaman Rafi. —El muchacho, que
tenía manchas en la piel, me tendió la mano—. Puedes estar orgulloso. Pocas
personas impresionan a Zoher.
Le di la mano.
—Estamos empezando a formar un grupo de estudios —dijo Zoher—. Mi
hermano sobrevivió al programa y yo he heredado sus notas. ¿Te interesa participar?
¿Qué se proponían? ¿Hacerme fracasar? ¿Humillarme? Tal vez Zoher estaba
resentido porque yo lo había derrotado. Tenía que ser una trampa. Nunca había oído

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que un israelí invitara a un palestino a tomar parte en un grupo. No deseaba
provocarlos. Zoher poseía una agudísima inteligencia para las matemáticas, y las
notas. ¿Tenía opción?
—¿Por qué no? —acepté ensayando una sonrisa.
—El domingo a las seis de la tarde —dijo Zoher—. Habitación número cuatro.
Ellos iban a ocupar la habitación contigua a la mía. Nunca me hubiera imaginado
que tendría que vivir en el mismo pabellón que los judíos. ¿Y si mi compañero de
cuarto también era judío? Me vería obligado a dormir con los ojos abiertos.
—¿Dónde queda el baño? —pregunté.
—Detrás de ti —contestó Rafi.
Los saludé con la mano y entré en el lavabo. Había tres compartimientos, tres
lavamanos blancos y tres espejos rectangulares en los que vi reflejada mi imagen.
¿Cómo era posible que yo viviera así cuando mi familia se lavaba a la intemperie, en
una tina de hojalata y con el agua que subían a cuestas desde la plaza de la aldea? El
rostro de Baba me miraba desde el espejo.
Pensé en cómo se comportaría él en esta situación. Una vez le pregunté cómo
hacía para parecer tan alegre en sus cartas, y me dijo que no iba a permitir que nadie
quebrantara su espíritu. Y me contó que cuando estaba con gente trataba siempre de
encontrar intereses comunes. Si Baba podía ganarse el respeto de los guardias de la
prisión con su canto, sus dibujos y su música, yo debía tratar de hacer lo mismo con
mis aptitudes. Sí, me dije, tal vez fuera una buena idea integrarme en ese grupo de
estudio.
Salí del lavabo y me alejé andando por el pasillo iluminado. Eso era la
electricidad. Con mi llave abrí la puerta de mi nuevo cuarto. Compartiría con un solo
compañero un espacio que era tres veces el tamaño de la tienda de campaña donde
vivía toda mi familia. Iba a dormir en una cama de verdad, mientras que ellos lo
hacían en esteras tendidas en el suelo. Disponía de mi propio escritorio, lavabo en la
habitación y un armario para mí solo.
—Bienvenido. Soy Jameel —dijo en árabe un joven de cinceladas facciones
simétricas. Estaba sentado en el centro de la habitación. Una versión más vieja de
Jameel y una mujer que debía de ser su madre estaban sentados frente a él. Delante de
ellos, sobre un mantel blanco, había un estofado de verduras, tabulé, humus, baba
ganush y pan de pita.
¿Qué era todo eso? Tres chicas vestidas como judías comían sentadas en las
camas. La voz de Fairouz sonaba en una radio que había detrás de ellas.
—Soy Ichmad.
—¿De qué planeta vienes, Ahmad? —Jameel pronunció Ichmad sin acento
campesino. Las chicas rieron echando atrás sus cabezas.
—No le hagas caso —dijo una de ellas, que se puso de pie—. Es el único varón.
Le dio un coscorrón.
—No hagas caso a mis hermanas. —Jameel empujó hacia mí la comida que tenía

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delante—. Por favor.
Su madre llenó un plato con estofado y me lo dio. Me quedé mirándolo. Cómo me
gustaría guardarlo para mi familia.
—Por favor, empieza —dijo Um Jameel.
Me senté al lado de Jameel y devoré el guiso. El rostro de Um Jameel se iluminó
y me sirvió un poco más. Me lo zampé. Me sirvió más.
—Está riquísimo.
No comía un estofado así desde que Baba había ido a la cárcel, hacía seis años.
Aunque consciente de que me observaban, seguí comiendo.
Um Jameel sonrió.
—Mirad cómo aprecia nuestra comida.
—¿Dónde está tu maleta?
Jameel se inclinó para mirar.
—Me agrada viajar ligero de equipaje.
En mi bolsa llevaba mi único pantalón de repuesto y una camisa, más el libro que
el maestro Mohamed me había dado. Nada más.
Um Jameel recogió las cosas y se prepararon para marcharse.
—Os veré, a ti y a Ichmad, el dieciséis.
—Nadie regresa a casa cada quince días —replicó Jameel con voz suave pero
firme.
—No me vengas con eso de nuevo. No quiero tener que preocuparme por lo que
comes o si tienes ropa limpia que ponerte. Quédate aquí si quieres, pero nosotros
iremos.
Jameel se sonrojó.
—Iré.
—Tú también, Ahmad. —Um Jameel volvió a pronunciar mi nombre
correctamente, no como los de mi aldea—. Necesitará ayuda para transportar la
comida. —Se acercó a Jameel, pero me hablaba a mí—. No creo que vaya a permitir
que tú también te mueras de hambre.
Jameel acompañó a su familia a la parada del autobús. Después de acomodar mi
única camisa y mi pantalón en mi armario, eché un vistazo al armario de Jameel.
Había chaquetas y camisas con botones y pantalones de variados colores
ordenadamente colgados, cada cosa en su percha. En los estantes de arriba había
jerséis de diversos grosores, camisetas y pijamas. En la parte de abajo había un par de
sandalias de piel, lustrosas botas negras con plataforma y unas inmaculadas zapatillas
de deporte blancas.
Jameel regresó al cuarto y cerró la puerta.
—No creo que mi madre haya dormido en toda la semana. La ansiedad motivada
por la separación, ya sabes.
Se encogió de hombros, fue hasta la radio y puso música occidental. Del bolsillo
de su camisa extrajo una cajetilla de cigarrillos Time y me ofreció uno.

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—¿Fumas?
—No, nunca —contesté.
—Prueba.
Extrajo uno, lo encendió y me lo dio.
Me recosté en mi cama apreciando su blandura.
—Más tarde, quizá. Fuma tú.
Jameel se llevó el pitillo a la boca y empezó a mover la cabeza, menear las
caderas y saltar por la habitación como un místico sufí en éxtasis. Dio unos
golpecitos con su cigarrillo en el cenicero y luego se desplomó en su cama. Mirando
al techo, se puso a dar perezosas caladas.
—Vayamos a recorrer el campus.
—Necesito libros.
El maestro Mohamed me había advertido que debía pedir los libros en la
biblioteca en cuanto llegara a la universidad, pues eran demasiado caros para
comprarlos.
Fuimos andando a la biblioteca a través de un parque de césped verde y tupido.
Jameel me dio un golpecito en el pecho.
—Mira ese pedazo de sabrosa oveja.
Seguí su mirada, que se había posado en una muchacha israelí sentada en un
banco enfrente de la biblioteca. Llevaba el cuello de la camisa abierto y alcancé a ver
el nacimiento de sus senos. Tenía las piernas cruzadas y sus shorts eran tan cortos que
apenas cubrían las bragas.
—Querría apoyar mi cabeza sobre esas almohadas. —Jameel enseñó sus dientes,
sacudió la cabeza y gruñó cual perro en celo—. Cómo me gustaría cabalgar con mi
camello entre esas montañas.
—Para ya. —Escudriñé el campus para ver si había guardias a la vista—. ¿Y si
alguien te oye?
Se rio, me palmeó la espalda y seguimos andando.

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C uando entré en mi primera clase, Introducción al Cálculo, tuve que detenerme


un instante para asimilar todo lo que vi: paredes recién pintadas, hileras de
pupitres, la gran tarima del profesor, con su silla con ruedas tapizada en piel, y
pizarras relucientes, como nuevas. El aula se llenó rápidamente de estudiantes que
charlaban, todos a la vez, en hebreo. Evité las miradas y tomé asiento en el fondo.
Era el último libre en la última fila, gracias a Alá, pues ya solo quedaban los
situados justo delante del profesor. Había israelíes por todos lados. El que estaba a mi
lado dijo «Yiksah», se levantó y se sentó delante.
Mi mirada se encontró con la del profesor, que se atusó la poblada barba y se
apoyó contra su escritorio. Pocos minutos después, se incorporó y se arregló la kipá.
—Soy el profesor Mizrahi —se presentó.
De su camisa colgaban flecos blancos, lo cual indicaba que era religioso. Esa
clase de judíos creía que Dios les había prometido la tierra de Israel.
Su acento, así como su apellido, me indicaron que era sefardí. Tenía suerte: mi
primer profesor iba a odiarme. El sudor perlaba mi frente.
—Cuando los llame por su apellido, se sentarán donde yo les indique; será el
asiento que ocuparán todo el semestre. —El profesor Mizrahi miró la lista que tenía
en la mano—. Aaron Levi, Boaz Cohen, Yossi Levine…
Llamó a un judío tras otro y fue redistribuyéndolos por el aula. Señaló el pupitre
enfrente del suyo y llamó:
—Ahmad Hamid —con perfecta pronunciación.
Me sentí como un bicho bajo el microscopio, entre dos judíos sefardíes. Yo era el
único árabe no judío de la clase. Me comerían vivo.
—Comencemos.
El profesor Mizrahi cogió la tiza y escribió en la pizarra «3x – (x – 7) = 4x – 5».
—¿Señor Hamid? —me apuntó con la tiza.
—x igual a 6 —repuse desde mi asiento.
—¿Qué ha dicho? —El profesor ladeó la cabeza.
Mi corazón retumbaba como una aldaba contra una puerta.
—x igual a 6.
El profesor parpadeó y leyó el problema siguiente.
—Señor Hamid, ¿puede encontrar la velocidad instantánea o la variación
instantánea de la distancia respecto al tiempo a t = 5 de un objeto que cae de acuerdo
a la fórmula s = 16t2 + 96t?
—El límite es 256, y esta es la velocidad instantánea al final de los cinco
segundos de caída.
El tictac del reloj de pared era ensordecedor.
—Gracias, señor Hamid. Realmente impresionante.

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Tenía clases de Matemáticas y Ciencias desde las ocho de la mañana hasta las
cuatro de la tarde. De camino a la biblioteca para estudiar, di un rodeo y pasé por el
jardín botánico, situado entre el edificio de la administración, en el norte, y la
Biblioteca Nacional, en el sur. Las Sequoia sempervirens y las Sequoiadendron eran
tan gigantescas que sus copas se erguían por encima de los edificios. Cómo me
hubiera gustado traer a mamá para que viera este jardín. Me imaginé a Baba
dibujando su retrato frente a aquellos árboles.
Cuando me encontré delante de la biblioteca, estiré el cuello para ver los grandes
vitrales, iluminados desde el interior, como si el conocimiento y la luz no fueran más
que uno. Abrí la puerta, como si fuese a entrar en un lugar sagrado, y el resplandor de
aquella luz se derramó sobre mí.
—La bolsa sobre la mesa.
Las palabras del guardia armado me abofetearon como una ráfaga de aire frío.
Obedecí. Volcó sobre la mesa mi cuaderno y mi lápiz.
—Contra la pared —ordenó, y la señaló con el dedo—. Quítese los zapatos.
Sentía mi rostro caliente. No quería llamar la atención sobre las sandalias que
mamá me había hecho con una goma de bicicleta, pero no tenía más remedio que
hacer lo que me decía. Desaté despacio los lazos de caucho. El guardia pasó el lápiz
por el bucle de uno de los lazos, lo izó en el aire y lo examinó por los cuatro lados.
—Por aquí —dijo—. Piernas abiertas, brazos extendidos.
Mientras me cacheaba la pierna izquierda, un judío, con un Uzi y una mochila,
entró en la biblioteca. En Jerusalén, todos los soldados israelíes y los reservistas
debían llevar sus Uzis cargados.
—Motie, te creía en el norte —le dijo el guardia mientras me cacheaba la pierna
derecha—. ¿Te has fugado?
—Me transfirieron —contestó Motie—. Por suerte para mí, esta ciudad está llena
de árabes. Nunca habrá aquí soldados suficientes. Lo malo es que tengo que repetir el
año, pero no quería perder también la primera semana.
Por una fracción de segundo deseé haber sido judío, para poder entrar en la
biblioteca sin que me fastidiaran.
Cuatro israelíes, con aspecto de ser capaces de partir nueces con las manos,
hicieron una seña a Motie para que se acercara a la gran mesa donde ellos estaban.
Había mesas vacías por todas partes, pero yo quería encontrar un escritorio
individual. Con el rabillo del ojo vi uno y fui a sentarme allí, como si fuera lo más
natural, y saqué mis programas de estudio.
Unas voces inapropiadamente altas llamaron mi atención y miré en esa dirección.
Mi mirada encontró la de Motie. Volví la cabeza, pero ya era tarde. Me había visto.
Mis ojos se negaban a fijarse en el programa de Introducción al Cálculo. Las
voces roncas sonaban cada vez más altas.
—Ve tú —dijo Motie.
—Tú llevas un arma —le respondió una voz grave.

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Se rieron a carcajadas.
Pegué la vista al programa: observé que el papel se humedecía al contacto con
mis dedos.
El chirrido de una silla al ser apartada de la mesa. El ruido de unas botas que se
acercaban. Respira hondo, me dije. Levanté la vista. Venía hacia mí, con el Uzi en la
mano.
—Perdone. ¿Es usted Motie Moaz? —le preguntó la bibliotecaria interceptándolo.
—Sí, soy yo.
—Aún nos debe libros del año pasado.
—Leo muy despacio —sonrió.
Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
Pero ella no dio el brazo a torcer.
—Venga conmigo. Le daré la lista.
Las botas se alejaron. Por el momento. Necesitaba encontrar el Calculus de W. L.
Wilks antes de que Motie regresara. «Cálculo», rezaba uno de los anaqueles, justo
detrás de su mesa. ¿Mejor esperar a que sus amigos se marcharan? Pero ¿y si se
quedaban en la biblioteca toda la noche? ¿Y si un alumno lo retiraba antes? ¿Por qué
no nos daban la lista de los libros que necesitaríamos durante el curso antes del
comienzo de las clases? Respiré hondo, me levanté y fui hasta allá circundando la
sala cavernosa. Me acerqué a las estanterías por detrás, hasta la sección «Cálculo».
Las voces graves de los hombres enmudecieron cuando llegué. Revisé el estante.
Lo encontré y lo cogí. Tenía varias páginas pegadas. ¿Dónde estaba el índice? Dos
siluetas que cuchicheaban entre sí entraron en mi visión periférica. ¿Dónde estaba el
índice? Aquí. Cerré el libro.
Con el libro bajo el brazo y la cabeza gacha, me dispuse a regresar por el largo y
estrecho pasillo. Antes de que pudiera salir, surgió Motie, como una barrera en medio
de una carretera. Di media vuelta para irme en sentido contrario. Dos israelíes me
detuvieron en el pasillo y me cerraron el paso.
¿Por qué había contestado a las preguntas en clase? Motie me pinchó el estómago
con el cañón de su Uzi.
—¿No estarás colocando algo aquí detrás?
Me pinchó de nuevo.
—Es que necesito este libro. Para la clase. —No podía respirar—. Disculpa,
tengo que pasar.
Se le hincharon las venas del cuello.
—Disculpa. Por favor. Déjame pasar.
—Ven conmigo —dijo Motie.
—¿Adónde?
—Si todo va bien, no te dolerá.
Con el cañón de su arma señaló la mesa.
Me condujo allá con el cañón encajado en mi riñón.

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—Siéntate ahí. —Con el arma señaló una silla. Me hundí en ella. Volvió a
servirse del cañón para empujar un papel hacia mí—. Resuelve el primer problema.
Miré el problema. Sea c(a) = 2000 + 8,6a + 0,5a2, entonces ¿c1(300) =?
—308,6. —Me tembló la voz.
Enarcó la ceja izquierda.
—¿Cuál es tu secreto?
—Ninguno.
Casi no podía hablar. Motie señaló con su Uzi el problema siguiente.
—Supongo que no tiene importancia mientras sigas dándonos las respuestas.
—¿Cómo sabes que te da las respuestas correctas? —preguntó uno de los
forzudos.
Motie arrancó una hoja de su cuaderno.
—Haz tus deberes al mismo tiempo.
Un bibliotecario de barba oscura venía hacia nosotros. Caminaba con los brazos
cruzados y su cara me resultaba familiar. Nos miramos. Era el concursante número
seis. No presagiaba nada bueno.
—¿Os está fastidiando? —preguntó el bibliotecario a Motie.
—Todo bien, Daaveed —dijo Motie—. Es nuestra primera reunión del grupo de
estudio, ¿verdad, Mohamed?
—Sí —murmuré.
—Más fuerte, Mohamed.
—Sí, es un grupo de estudio.
Mi voz sonó algo más audible que mi anterior susurro.
Daaveed me miró con sorna antes de marcharse.
Yo miré a mi «grupo de estudio». El de Zoher y Rafi, el domingo por la noche,
¿sería también a punta de fusil? Eché un vistazo al reloj. Eran las 16.45. ¿Cuánto
tiempo más me retendrían? ¿Me iba a alcanzar el tiempo para hacer mi tarea? Me
quedaría despierto toda la noche. Yo no necesitaba dormir. Motie, en cambio, a lo
mejor se cansaba.
Motie sacó un libro de su mochila y lo arrojó sobre la mesa. La palabra «Física»
estaba garabateada en hebreo con rotulador negro, y debajo «Mar y Jue 9-10.
Profesor Sharon». La sangre me latía en las venas. ¿No era suficiente con preparar
juntos una clase?
—Nu. Vamos. —Motie dio un golpecito en el siguiente problema.
La biblioteca se había llenado de gente. Todas las mesas grandes estaban
ocupadas por estudiantes con sus libros. Miré el reloj: las 16.46. Al menos permitió
que yo hiciera mi tarea. Entraba luz por la ventana. ¿Nunca terminaría este día?
Si Baba estuviese aquí, pensé, me diría que le enseñase a Motie a resolver los
problemas él solo, en vez de darle yo las soluciones. Así que me puse a resolver los
problemas siguientes explicándole previamente cada una de las operaciones. Cuando
estábamos por acabar, Motie ya resolvía los problemas solo limitándose a pedirme

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que comprobara si sus respuestas eran correctas. Y me hablaba sin ayuda de su Uzi.
—Necesito comer algo, pero volveré. —Me sonrió—. Ha sido muy provechoso.
¿Pretendía que lo esperase sentado en la biblioteca? Cargando en mis brazos los
once libros que había sacado, regresé a la residencia. Ojalá no necesitara volver a la
biblioteca en mucho tiempo.
—¡Ábreme! —grité a Jameel desde el pasillo.
Los libros me lastimaban la palma de las manos y los antebrazos. La pila me
llegaba a la cabeza. Jameel no respondía. Cuando intenté extraer la llave de mi bolsa
de papel, desequilibré los libros y se cayeron al suelo. Asustado, los examiné uno por
uno. ¿Y si alguno se había estropeado? ¿Cómo haría para pagarlo? Le había
entregado casi todo el dinero de la ayuda a mamá. Apenas si tenía para el billete de
autobús de regreso a mi aldea y para seis hogazas de pan.
Con el corazón palpitante, abrí la puerta con la llave, limpié cada uno de los libros
y los acomodé con sumo cuidado sobre mi escritorio.

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P asaba de la una de la mañana cuando oí la llave de Jameel en la puerta.


—¿Te has montado una biblioteca propia?
—Y tú ¿aún no has empezado a preparar la clase? —repuse.
—Estoy puliendo mi inglés para el baile del sábado por la noche. —Sonrió—.
Tendrías que ver a esas norteamericanas. ¡Uy, uy, uy! —Sacudió la cabeza—. Ven
conmigo mañana por la noche.
No podía ir. Estaba allí para estudiar. Jameel no tenía la menor idea de los
sacrificios que mi familia se veía obligada a hacer por mí.
—Necesitas ir de tiendas. —Jameel se alisó las solapas—. Tengo que enseñarte a
vestirte.
¿Cómo justificar la compra de unos pantalones nuevos cuando mamá ni siquiera
tenía un jersey para protegerse del viento cortante en invierno?
—Oye, te presto lo que quieras —dijo Jameel—. Ya sé que eres un tacaño —
añadió riéndose.
A la mañana siguiente, desperté pensando con pavor en mi clase de Física. Jameel
me contó que nuestro profesor era famoso por su mente científica rápida y penetrante
y por su aversión a los árabes. La física había sido siempre mi materia favorita, pero
ahora hubiera preferido que no fuera una asignatura obligatoria.
—Vas más ceñido que una momia —me dijo Jameel de camino a clase.
Con su pantalón negro y su jersey de cuello alto del mismo color, y el maletín de
piel colgado al hombro, parecía un profesor. Yo caminaba a su lado, vestido con la
ropa confeccionada por mamá, y sentía en mí las miradas de la gente. Jameel y yo
entramos juntos en clase y fuimos directamente al fondo del aula.
A diferencia de los demás profesores, que vestían tejanos y camisetas de algodón,
el profesor Sharon entró pavoneándose con un traje a rayas impecablemente
planchado y corbata. Sus gruesas gafas, su prominente barba y su desaliñado bigote
desentonaban con el resto de su atuendo.
—¿Ichmad Hamid? —preguntó.
Me tembló el labio superior al oír su voz.
—Presente.
—¿De dónde es usted, señor Hamid?
—De la aldea El Kuriyah, contesté con voz trémula.
Cuando el profesor Sharon hubo terminado de pasar lista, nos miró a Jameel y a
mí como si fuésemos dos miembros de una especie inferior.
—Son tiempos adversos. —Su tono de voz era solemne—. Cada ciudadano israelí
debe permanecer alerta. Vengan a verme si tienen alguna sospecha, por mínima que
sea. Nada es irrelevante. —Carraspeó—. Si un rifle de asalto de gran potencia, cuya
masa es de cinco kilos, dispara una bala de quince gramos a una velocidad inicial de

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300 m/seg, ¿cuál es la velocidad de retroceso, señor Abu Hussein?
Todos los ojos se fijaron en Jameel.
—No estoy preparado para responder.
—Pero esto es algo elemental. ¿Quiere que le ponga un cero? Es preciso que se
sacuda la arena que tiene en la cabeza. Usted y los de su clase son unos inútiles.
La mirada del profesor se encontró con la mía.
—Señor Hamid, ¿puede decírnoslo?
—Menos noventa centímetros por segundo —contesté.
Sharon sacudió la cabeza.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
—El momento lineal del sistema después de que el rifle haya disparado debe ser
igual al momento lineal antes del disparo. Al principio, el momento lineal de la bala y
del rifle era nulo, pues estaban en reposo. Empleando la ecuación de la conservación
del momento lineal (m1 + m2)…
—Motie, ¿es esta una velocidad de retroceso importante? —preguntó el profesor.
—Sí —dijo Motie.
—¿Y qué sucedería si el rifle no estuviera firmemente encajado en el hombro de
quien lo dispara? —Sharon se apoyó contra su escritorio.
—El tirador recibiría un culatazo considerable —contestó Motie.
—Si el tirador sujeta el rifle con firmeza contra su cuerpo, ¿qué sucedería?
—Su cuerpo absorbería la cantidad de movimiento.
—Excelente, Motie. —El profesor me miró—. Si la masa del tirador es de cien
¿kilos, cuál es entonces la velocidad de retroceso a partir del tiro, señor Hamid?
—4,3 cm/seg —repuse.
—Explíquese.
Por su tono, me pareció que esperaba que me equivocara.
—He usado m1 para indicar la suma de la masa del tirador, cien kilos, y la masa
del rifle, cinco kilos, o sea ciento cinco kilos; luego he calculado la velocidad de
retroceso, que ahora es el arma más el tirador, es v1 = (15) × (30 000 cm/seg) (5000 +
100 000) = 4,3 cm/seg.
El profesor se volvió hacia Motie.
—¿Cómo es la magnitud de este retroceso?
—Bastante tolerable —dijo.
—Excelente, Motie. —Sharon sonrió.
Sonó la campana y Jameel fue el primero en salir del aula. Yo me apresuraba a
salir detrás de él cuando alguien me tocó el hombro.
—Lo hemos bordado. —Motie enarcó las cejas—. Vayamos a preparar la del
profesor Sharon. Trabajamos bien juntos.
Si le decía que tenía un curso o algo así, Motie iría a comprobarlo. Si se daba
cuenta de que le había mentido, quién sabe lo que sería capaz de hacer. Hablaría de
este problema con Jameel más tarde, en nuestro cuarto.

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Mientras Motie y yo nos encaminábamos a la biblioteca, me preguntaba si era así
como se sentían los condenados que partían a las galeras.
—Bolsa sobre la mesa —ordenó el guardia—. Póngalo todo a la vista.
—Viene conmigo y no disponemos de mucho tiempo —terció Motie.
Detrás de él pasé delante del guardia y entramos en la biblioteca. En media hora
habíamos acabado la tarea. Le expliqué, como había hecho la vez anterior, la forma
de resolver los problemas. Motie me propuso que una vez por semana hiciéramos
juntos la tarea del profesor Sharon. Asentí. ¿Por qué no? De todos modos, yo tenía
que hacerla.
Jameel estaba sentado en la cama fumando un cigarrillo.
—Nosotros los árabes inventamos el cero —dijo—. Mohamed Ibn Ahmad lo
introdujo en 967 a. C. Occidente no lo obtuvo hasta el siglo XIII. Inventamos el
álgebra. Enseñamos al mundo a separar la trigonometría de la astronomía. Fundamos
la geometría no euclidiana. Los europeos estaban viviendo en cuevas cuando nosotros
inventábamos la física y la medicina. ¿Se olvidó de que otrora dominábamos el
mundo, de España a la China?
Respiró hondo y agitó el puño.
—Estudiaremos juntos.
—¡Que Alá envíe oscuridad al alma del profesor Sharon!
Jameel casi escupió el humo de su pitillo.
Después de la clase del profesor Sharon, Motie, Jameel y yo íbamos juntos a la
biblioteca. Como Motie venía con nosotros, a Jameel y a mí no nos registraban. Les
explicaba a ambos los problemas que teníamos como tarea y ellos los entendían. Al
terminar el mes ya eran capaces de hacerlo solos, pero seguimos trabajando juntos.
A veces, Motie pasaba por nuestra habitación para pedirnos que lo ayudáramos
con otra asignatura. En una ocasión nos trajo un pastel ruso que había preparado su
madre. Era riquísimo y me hizo pensar en la rosquilla de mermelada que Baba me
había dado a probar años atrás.
Al cabo de un mes, el profesor Sharon entregó las tareas de cada uno de los
alumnos, menos la mía.
—La tarea es parte integrante de vuestro curso. —Su voz era severa—. No
toleraré que no hagan sus deberes. —Me miró—. Usted, señor Hamid, ¿se burla de
mí?
¿A qué se refería? Lo miré sin saber qué responder.
—No hizo la tarea de ayer.
—La entregué ayer.
Junté las manos y las apreté para que no se viera que temblaban.
Las venas del cuello del profesor se hincharon.
—¡Está mintiendo, señor Hamid!
—Profesor… —intervino Motie.
Sharon se volvió hacia él.

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—¿Qué quiere?
—Ichmad y yo hicimos juntos nuestra tarea ayer.
—Bien, entonces es que el señor Hamid olvidó entregarla.
—No, no. —Motie negó con la cabeza—. Yo vi cuando la entregaba.
—Bueno, lo verificaré nuevamente.
Sonó la campana.

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25

J ameel se contempló en el espejo. Con sus vaqueros acampanados y su jersey de


cuello alto podrían tomarlo por un judío.
—A estos bailes acuden chicas norteamericanas guapísimas. Ven conmigo. Yo
elegiré la mía primero y te dejaré a ti el resto.
—Debo estudiar ciertos números.
—Lo único que haces es estudiar. Mira cómo vistes. ¿Por qué actúas como un
mártir? En el nombre de Dios, por favor, elige algo que ponerte de mi armario. Me da
vergüenza que me vean contigo. Pareces un refugiado, no un estudiante.
Y se marchó al baile. Como no podía concentrarme, abrí su armario, me quité la
ropa con la que había llegado de casa y me puse un jersey negro de cuello alto y unos
de sus vaqueros acampanados.
Me estudié en el espejo. Cerré los ojos y me imaginé en la fiesta. La orquesta
tocaba. Los chicos y las chicas bailaban, como en el moshav, cuando yo los
observaba con mi telescopio.
Llamaron a la puerta y me asusté.
—¿Hay alguien?
El picaporte giró y entró Zoher.
¿Por qué no la había cerrado con llave?
—La dinámica de las partículas me da problemas. —Se sentó en mi cama y me
miró de arriba abajo—. ¿Vas a salir?
—Sí.
La mentira salió de mi boca antes de que pudiera evitarlo. Ahora estaba obligado
a ir al baile. ¿Qué explicación le daría a Jameel?
—¿Mañana puedes pasarte por mi habitación? Tengo que hacerte una pregunta.
—De acuerdo.
El baile se celebraba en el auditorio situado en el otro extremo del campus, cerca
de la entrada. Tardaría una media hora en llegar andando.
Me maldije cuando pasé por delante de la bandera israelí que flameaba en lo alto
de un mástil y de la lujosa residencia Kiriyah. ¿Por qué no podía adaptarme a este
lugar? ¿Por qué había ayudado a Ali? ¿Por qué no había nacido en Estados Unidos o
en Canadá?
Me acordé de cuando cursaba quinto: el maestro Fouad había levantado en alto un
ejemplar de nuestro libro de historia israelí obligatorio. «Los israelíes exigen que os
enseñe con esto. —Sacudió el libro—. Pero los israelíes han borrado nuestra historia
de este libro. A Palestina, la de antes de 1948, la llaman Eretz Yisrael, la tierra de
Israel, y a nosotros, los árabes de la tierra de Israel. Pero, por mucho que se empeñen,
la historia de nuestro pueblo no puede ser borrada. Somos palestinos y esta es nuestra
tierra».

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Cantamos ¡Filistea! ¡Palestina!
El maestro Fouad nos dijo que, de no haberse producido el auge del
antisemitismo en Europa a finales del siglo XIX, los judíos no habrían aceptado volver
a su tierra natal. Y que cuando Gran Bretaña, después de enfrentar a los judíos contra
los árabes, comprendió que la situación no tenía salida, sometió la cuestión palestina
a la consideración de la Asamblea de las Naciones Unidas. ¿Podía alguien
sorprenderse cuando, después del Holocausto, las Naciones Unidas dividieron la
mayor parte de Palestina y se la adjudicaron a la minoría judía? Ojalá mi pueblo se
hubiera limitado a aceptar la partición, pero Palestina había sido borrada del mapa
antes de que yo naciera.
Chicas en minifalda, shorts y tacones altos se meneaban y sacudían al ritmo de la
música occidental que tocaba una orquesta israelí. Jameel no había exagerado. Lo vi
—su estampa llamaba la atención— en el centro del salón en penumbra conversando
con una muchacha bajita de cabello rubio, como los pétalos de girasol.
Al acercarme, Jameel me vio:
—Vaya por Dios…
—¿Con quién estás conversando? —lo interrumpí.
—Te presento a Deborah.
El efecto estroboscópico de las luces hacía brillar la estrella de David incrustada
de diamantes que lucía la joven en su collar de oro. Centelleaba como si fuera
mágica. En el trabajo, los judíos sefardíes se ponían esas estrellas para que no los
confundieran con árabes.
—Un momento, por favor —le dije a ella en hebreo.
Agarré a Jameel de un brazo y lo llevé hacia la puerta.
—¿Tratas de dislocarme el hombro?
Una vez fuera, escudriñé la zona. Nadie a la vista.
—¿Estás en tus cabales?
Se soltó de un tirón.
—¿Qué pasa?
Puse los ojos en blanco.
—Tío, no entiendes nada.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—¿De qué planeta vienes? —Tenía ganas de sacudirlo—. Ella es judía y tú eres
palestino.
—¿Qué quieres decir?
—No me hagas pensar que tu coeficiente intelectual no llega a sesenta.
—He salido antes con chicas judías israelíes. Y ella, para que lo sepas, es
norteamericana. Me está esperando. Debo regresar.
Se alejó. Yo lo miré incrédulo. Cuando llegó a la entrada, se volvió:
—Me alegro de que por fin te hayas decidido a tomar prestada mi ropa. Luces
mejor que nunca. —Sonrió—. Anda, ven.

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Mantuvo la puerta abierta invitándome a seguirlo, pero yo regresé a nuestro
cuarto.
Zoher abrió la puerta de su habitación. Había un tablero de backgammon sobre
una mesa de plástico.
—¿Juegas? —preguntó.
—Solía jugar.
—Soy el campeón del estado.
—No has jugado con todos los ciudadanos —contesté.
—¿Es un reto? —preguntó sonriente.
No deseaba presumir. No es una buena estrategia.
—Hace mucho que no juego —dije.
—Dame una oportunidad.
Antes de que me hiciera rogar una vez más, cogió la mesa, la acercó a la cama y
empujó una silla para ponerla del otro lado. Se sentó en la cama y con un gesto me
indicó la silla. Llevaba una camisa con botones y sin una sola arruga.
Esto era lo que a mí más me gustaba: una partida entre dos y con un digno
adversario. Como solían decir los muchachos israelíes en el campus: «¡Vamos allá!».
Tiró primero él los dados con sus manos tersas como la piel de un recién nacido,
y luego yo con mis manos callosas e incrustadas de tierra. Zoher sacó un cinco y yo
un seis. Adopté la estrategia del escape. Sin perder un instante, desplacé mis fichas
desde su tablero interior hacia su tablero exterior; pensé dejar algunas a fin de que
pudieran ser usadas como trampolín para entablar una fuerte ofensiva.
Este era también el juego de Baba, la guerra que le encantaba librar. Habíamos
jugado a menudo juntos. Zoher cogió los dados. Una ancha sonrisa apareció en su
cara y un brillo de sudor cubrió su amplia frente. Lanzó el controvertido cinco-tres.
Me enderecé en la silla y miré brevemente a sus ojos color café. Cogió sus fichas
negras, pero no sacó mayor partido del cinco-tres. Lo tenía en mis manos. Baba me
había explicado este movimiento: dejaba expuestas las fichas desamparadas o blots, y
si acertaba, otorgaba inmediata ventaja al contrincante, se perdía la oportunidad de
marcar el punto 3. Zoher sacó un pañuelo del bolsillo.
Empecé a mover mis fichas sin dejar posiciones vacías, directamente enfrente de
las suyas para crear una posición bloqueada. Una vez que hube colocado seis fichas
en las posiciones que no estaban vacías en una casilla, sus fichas no podían escapar.
Cuando llevé mis fichas a mi tablero interior, empecé a liberarlas.
Manchas de sudor aparecieron en la impecable camisa de Zoher.
Cuando terminé, se quedó boquiabierto.
—Magnífica partida —dijo—. ¿Cuándo me darás la revancha?
—Dentro de una semana justa.
Sonrió.
—Vale.
Nos dimos un apretón de manos y yo volví a mi cuarto. Durante el resto del año

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lectivo, todos los sábados por la noche, Zoher y yo jugamos al backgammon y nunca
me ganó, ni una sola vez.

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26

J ameel y yo estábamos en nuestro cuarto empaquetando los libros que nos


llevaríamos en el viaje que cada quince días emprendíamos a Acre, cuando oí
que llamaban a la puerta. Era Deborah.
—Shalom —la saludó Jameel—. ¿Ya estás lista?
Un bolso más grande que uno de mano colgaba de su hombro derecho.
—Me encanta Acre.
Hablaba bien el hebreo, aunque con fuerte acento norteamericano.
Jameel me miró y sonreí. Advertí que la joven llevaba su estrella de David.
¿Acaso Jameel había perdido la cabeza? ¿Y si nos veían los soldados? ¿Qué
pensarían todos?
—¿Listo? —me preguntó en hebreo.
—Tú te sientas al lado de ella —le dije en árabe—. Haré como que no os
conozco.
—Haz lo que te parezca. Vamos —replicó en árabe.
Deborah me sonrió y yo me obligué a mover los labios.
En la estación de autobuses, Deborah se marchó a comprar algo en el quiosco.
Jameel se encogió de hombros.
—Quiere nueces para el viaje.
—¡Ni el Profeta podrá salvarte!
—Dale una oportunidad.
Deborah regresó con una bolsa de nueces calientes y me ofreció una.
—No, gracias.
Sus ojos azules brillaron como el océano a la luz del sol. Era ciertamente la chica
más bonita que había visto en mi vida.
Jameel y Deborah se sentaron juntos en el medio del autobús y yo atrás, solo,
haciendo mi ejercicio de química orgánica. Cuando llegamos, bajé detrás de ellos.
Deborah se volvió.
—Ven.
Esperaron a que yo los alcanzara. Temía la reacción de los padres de Jameel. Yo
solo podía imaginarme lo que habría hecho mamá si yo hubiera llevado a casa a una
chica con la estrella de David colgada al cuello. Era como si la estuviera viendo: se
habría fijado inmediatamente en esa estrella.
—He venido con una amiga —le diría yo.
Mamá se quedaría helada, con la boca abierta y mirada de terror. Daría un chillido
agudo y se pondría a recitar el Corán, invocaría a Alá, al profeta Mahoma o a
cualquier otro que según ella pudiera salvarme.
Entonces vendría Abbas.
—¿La has traído para fornicar en nuestra tienda?

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Mamá me diría:
—Mi corazón está contigo como el fuego y tu corazón está conmigo como una
piedra.
Y después armaría un escándalo.
Um Jameel nos recibió con una sonrisa, un té humeante y una variedad de
platillos que había dispuesto sobre la mesa de la cocina con tabulé, humus, aceitunas,
queso Halloumi frito, falafel, hojas de vid calientes, labneh, baba ganush y lubia bi
zeit.
—Bienvenidos a nuestro humilde hogar —dijo en un hebreo chapurreado—.
Pasad, por favor, ojalá hubiera preparado más.
Deborah, Jameel y Um Jameel se acercaron a la mesa de la cocina. Yo no me
moví.
—Ven —me llamó Um Jameel.
Los seguí a la mesa.
Apareció Abu Jameel trayendo una fuente con brochetas de carne, pollo, cordero
y kafta, de la parrilla que tenían fuera. Nos pusimos de pie. Jameel lo besó en las
mejillas y yo le tendí la mano.
—Te presento a mi amiga Deborah —dijo Jameel.
Abu Jameel estrechó la mano de la chica.
—Nuestra casa es tu casa.
Después de comer, Deborah, Jameel y yo nos marchamos al bazar árabe. Los
puestos estaban repletos de juegos de ajedrez de madera taraceada, narguiles, encajes,
amuletos contra el mal de ojo, collares beduinos de monedas de plata, alfombras
orientales, pañuelos y túnicas árabes, y también camisetas, sombreros y toallas con la
palabra «Israel» impresa en la tela.
Mientras bebíamos un zumo de naranja exprimida que habíamos comprado en un
carrito de la calle, oí la voz de un hombre que llamaba a Jameel desde el interior de
un puesto. Nos abrimos paso entre túnicas de vivos colores y brazaletes de oro y
plata, collares y anillos, hasta el fondo de la tienda.
Jameel y el hombre se abrazaron. Tenía una barba gris y llevaba pañuelo a
cuadros rojos. Con un gesto nos indicó que tomáramos asiento en un diván con
cojines. Apareció una mujer con una fuente de cobre con tacitas de café negro.
Después de beberlo nos marchamos y atravesamos el mercado en dirección a donde
vendían pasteles orientales.
Me estremecí al ver al carnicero con un pedazo de carne cruda colgando de un
gancho. Pensé en el matadero de los judíos. Era obvio por qué no podíamos competir:
mi pueblo no era ni de lejos tan eficiente como los judíos israelíes. Probablemente ese
carnicero troceaba una vaca por mes.
Los vendedores de especias pesaban bolsitas llenas de azafrán, cúrcuma, comino
y canela.
Me fijé en una gran bandeja redonda de kanafi en la ventana y supe que esa era la

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pastelería preferida de Jameel. Un hombre nos sirvió tres porciones y tres vasos de
agua de una jarra, y comimos: Jameel, la chica judía y yo.
De camino a la casa de Jameel, divisé a un grupo de soldados que venía corriendo
en nuestra dirección. Me puse delante de Deborah hasta que ellos pasaron de largo.
Jameel me dio un coscorrón.
—¿Sabes lo que nos harían si se dan cuenta de que ella es judía? —Traté de no
levantar la voz para no llamar la atención—. Podrían matarnos. Te estoy hablando en
árabe. ¿Me entiendes?
—Puede que eso suceda en las aldeas de donde tú vienes, pero en las ciudades es
diferente. Aquí vivimos en paz con los judíos.
—Debes de ser ciego.
Jameel y yo estuvimos cinco minutos riñendo, hasta que nos dimos cuenta de que
Deborah había desaparecido.
—¿Dónde está? —Había pánico en su voz.
—No debimos traerla.
—¡Vamos a buscarla!
—¿Sabes lo que nos harán si a ella le sucede algo? —pregunté.
Recorrimos todos los puestos del bazar corriendo y gritando el nombre de
Deborah. Había gente por todas partes. Niños en cochecitos, ancianos con bastón.
Franceses, ingleses, árabes, hebreos, rusos. Pero ni rastro de Deborah. Y nos llevarían
a la cárcel si a ella le ocurría algo.
La busqué en el interior de cada tienda hasta que la encontré en la que vendía
instrumentos musicales, sentada en una silla rasgueando un oud, muy tranquila, sin
enterarse del susto que nos había dado. Me pregunté si no estaría jugando con
nosotros. ¿Podrían ser tan diferentes las cosas en América?
Jameel interrumpió al dueño, que le estaba mostrando cómo se toca el oud.
—¿Qué haces aquí?
Jameel estaba sin aliento.
—Toco la guitarra desde hace años. Quería probar el oud. Lo escuché en un
concierto que dieron en la escuela y me enamoré de él. —Se volvió hacia el tendero y
le dijo—: Me llevo este.
Le pagó una suma equivalente a la que ganaba yo trabajando dos meses en el
matadero.
Esa noche, Jameel, sus padres y yo nos sentamos en torno a la mesa de café y
aguardamos a que Deborah tocara su nuevo instrumento.
Trató de rasguearlo de pie, pero resultaba raro.
—Los oud fueron pensados para que las personas toquen sentadas —dije.
Se sentó en una silla, frente a mí, y probó de nuevo, pero el oud se giró.
—Tengo que acostumbrarme a sostenerlo. —Sacudió la cabeza y me miró—. Se
resbala de mi regazo. Quiere mirar al techo, no al público.
—Póntelo contra el pecho, no contra la barriga —dije—. Así no se moverá.

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Aquello era muy injusto. Él era incapaz de tocar ese instrumento tan caro. Un día
se iba a aburrir de él y no volvería a usarlo.
—¿Así? —Lo apoyó sobre el regazo.
—Sí, pero endereza más el cuello.
—Me cuesta habituarme a un instrumento sin trastes. Estoy acostumbrada a que
los trastes de la guitarra marquen el lugar exacto del tono.
Se quejaba de eso como si fuera un gran problema. Rasgueó unas pocas veces
más.
—¿Por qué no empiezas con el Maqam Hijaz? —sugerí, suavizando un poco el
tono. A lo mejor su admiración por nuestra música era sincera y merecía una
oportunidad.
—¿El qué?
No sabía qué era, por supuesto.
—Un maqam es un concepto relacionado con las ideas occidentales de «escala» y
«modo». —La miraba mientras se lo decía—. El Maqam Hijaz tiene un si bemol, un
mi bemol y un fa mayor en la armadura de clave, siendo re la tónica.
Tocó las notas.
Me miró con sus hermosos ojos.
—¿Cómo ha estado?
—Tu punteo falla. —Yo estaba hablando como Baba—. Es la muñeca lo que rige
el movimiento del punteo. Tú lo llevas con el antebrazo. Sostén la púa como si fuera
una extensión de tu mano.
—¿Así? —Rasgueó las cuerdas.
—Mantén la muñeca doblada lo más que puedas, sin que ello te impida tocar.
Lo hizo y rasgueó las cuerdas.
—Así es —aprobé—. No dejes que el codo y la muñeca hagan el trabajo.
Tocó el Maqam Hijaz perfectamente. Sonreí como sonreía Baba cuando lograba
enseñarme una melodía.
Cuando terminó, todos aplaudimos.
—Ojalá no tuviera que marcharme de vuelta a casa la semana que viene —dijo.
—¿A casa?
¿No era que todos los judíos creían que Israel era su hogar, el que Dios les había
prometido?
—Mi casa; ya sabes, California —aclaró.
El día antes de marcharse, Deborah vino a nuestro cuarto con una caja.
—Pensé que podríamos compartir nuestra última cena juntos, estilo
norteamericano. —Sonrió—. Pizza, Coca-Cola y Sonny y Cher.
Puso la caja sobre el escritorio de Jameel y enchufó su casete en la pared. Se oyó
la voz de Cher cantando I’ve got you babe. Deborah nos dio un trozo de pizza a cada
uno. Empezábamos a comer cuando alguien llamó a la puerta.
Era mi hermano Abbas. Examinó mi habitación. Se fijó en la estrella de David de

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Deborah y palideció. Lo empujé fuera y cerré la puerta dejándola un poco entornada.
Se tapó los oídos y se puso como una fiera.
—¡Estás de juerga con nuestros enemigos!
Agitó los puños y respiró hondo varias veces.
—Él es Jameel, mi compañero de cuarto. Es palestino, como nosotros.
—¿Y la rubia con la estrella de David? —espetó—. Supongo que esperas que te
crea que ella también es palestina. —Me entregó una carta—. Llegó ayer.
No reconocí el remitente, Abud Aziz, pero sí su dirección. El Centro de
Detención Dror. La extraje del sobre.

Estimado Ichmad:
Usted no me conoce, pero estoy en la cárcel con su padre. Se ha caído.
Los días de visita son el primer martes de cada mes de 12 a 14 horas.
Atentamente,
Abud Aziz

Yo había prometido a Baba que no lo visitaría, pero, en el fondo de mi corazón,


estaba buscando una excusa. ¿Y si lo torturaban y en sus cartas mentía cuando me
decía que se encontraba bien?
—¿Debo ir? —pregunté a Abbas.
—¿Te queda algo de conciencia?
¿Cómo podía Baba, que era tan apolítico y le gustaba tanto contar chistes,
sobrevivir en la cárcel? ¿Y si otros presos le pegaban por ser demasiado complaciente
con los israelíes?
—Me pidió que no fuera —repuse.
Sentí un retortijón en la boca del estómago cuando me di cuenta de que era lunes,
el primer lunes del mes.
—Iré mañana —dije.
Después de dieciocho años, los árabes israelíes ya no necesitaban un permiso para
viajar.
—Mamá le envía esto. —Abbas me entregó una bolsa de papel con almendras—.
Ahora debo regresar.
—Quédate aquí esta noche —le ofrecí—. Duerme en mi cama.
—De ninguna manera. Me niego a confraternizar con el enemigo.
—Espera.
Lo llevé a la cocina para darle lo que guardaba para mi familia.
—Por favor, quédate —rogué una vez más.
Le entregué una bolsa de comida congelada y se marchó.
—¿Qué sucede? —preguntó Jameel cuando regresé al cuarto.
—Mi padre ha sufrido un accidente. Debo ir.

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—¿Quién era ese? —Y se metió el último bocado de pizza en la boca.
—Mi hermano.
—¿Y no lo invitas a que pase? —Se dirigió a la puerta.
—No —contesté en un tono más fuerte del que hubiera deseado—. Se ha
marchado a casa. Mi madre lo necesita.
—¿Y tú no vas?
—Mañana.
Sí. Iría mañana. Abbas me había dado el dinero necesario.
Mientras Jameel dormía, lavé la camisa y el pantalón en el fregadero y los colgué
fuera, en el tendedero. Quería pedirle prestado algo, pero no deseaba llamar la
atención. Limpié mis sandalias con un trapo húmedo.
Cuando oí al almuédano que llamaba a la oración, me duché y me lavé el pelo con
jabón. Delante del portal del campus cogí el primero de los cinco autobuses que debía
tomar. A mi regreso pediría los apuntes y las tareas a Motie, Zoher, Rafi y Jameel.
Durante el viaje me preguntaba qué podría sucederle a Baba si los demás presos
se enteraban de que había construido viviendas para los judíos. ¿Habrían detenido a
alguien de nuestra aldea últimamente? Los israelíes, por supuesto, querían que todo el
mundo lo supiera. Pasaron por mi mente imágenes de Baba golpeado por los presos
palestinos y por los guardias israelíes y apreté fuertemente la bolsa de almendras que
había mandado mamá.
El sol pegaba fuerte y en el autobús hacía un calor agobiante. Me sentía mareado,
deshidratado. Me acordé del primer viaje, años atrás, cuando sin preparación alguna
salí prematuramente de la inocencia de la infancia.
Estudiaba matemáticas, química, física, cualquier cosa con tal de mantener la
mente ocupada. Pero, a pesar de mis esfuerzos, cuando llegué a la prisión, estaba
nervioso y enfermo. Trastabillando, me dirigí a la cárcel diciéndome que Baba debía
de estar muy malherido para que otro prisionero se sintiera en la obligación de
escribirme. ¿Lo reconocería?
Olvidé mi malestar en cuanto oí un grito desgarrador que provenía del corral.
Instintivamente, corrí hacia allí. Un guardia incrustaba su Uzi en las costillas de un
prisionero tumbado en el suelo en posición fetal. ¿Era Baba? No quería mirar, pero
los gemidos me obligaron a hacerlo. El hombre dejó de moverse. ¿Estaba muerto?
Corrí a la entrada y aguardé allí muerto de impaciencia mientras el guardia
voceaba los nombres de los presos uno tras otro. Si había muerto, ¿se molestarían en
gritar su nombre? Pensé en las veces que habían gritado el nombre de Baba, pero
nadie había venido a verlo.
El sol era como un atizador candente. Había varias personas sentadas en la arena.
Un anciano con bastón se desmayó y su familia le mojó la cabeza con agua de una
botella. ¿Por qué no habían construido un pequeño refugio para nosotros? Mano de
obra no les faltaba. Los bebés y los niños lloraban, y yo esperaba. Tenía la boca seca
y la piel me ardía. Por fin, al cabo de dos horas, el guardia gritó el nombre de Baba.

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—¿A quién viene a ver? —me preguntó cuando me acerqué a la puerta.
—A Mahmud Hamid, mi padre —dije, mirando el suelo.
—Ah, ¿usted es el hijo de Mahmud? Una gran voz. Me ha enseñado a tocar el
oud.
Lo miré fijamente y le entregué la bolsa con almendras. Inspeccionó el contenido.
—No puede entrar con esto, pero si quiere yo se la daré luego.
—Gracias —dije.
—Debéis aguardar todos aquí —informó el guardia—. Lamentablemente, todos
los visitantes serán registrados. —Dio media vuelta—. Yo Bo’az, este es el hijo de
Mahmud Hamid; ocúpate de él. —Y luego, volviéndose hacia mí—: Encantado de
conocerlo.
—Lo mismo digo —contesté, y fui al encuentro de Bo’az.
Entré en la habitación con otros hombres. Bo’az me cacheó de arriba abajo sin
hacerme quitar la ropa y me dejó pasar.
Baba apareció en la ventanilla. Tenía la cara curtida como cuero, con profundas
patas de gallo y arrugas verticales en la frente. Me sentí abrumado. ¿Era todo mentira
lo que contaba en sus cartas? Sonrió y vi un destello del padre que yo recordaba.
—¿Le ha ocurrido algo a tu madre o a alguno de tus hermanos?
—Me enteré de tu caída.
Baba sacudió la cabeza.
—Di un traspié y tuve una ligera conmoción. Ya estoy bien.
—Me temí lo peor.
Baba sonrió.
—Estoy muy orgulloso de ti. Un estudiante universitario. ¿Has perdido alguna
clase por venir aquí?
—Puedo recuperarlas. Vendré cada mes —dije.
—De ninguna manera. No quiero que pierdas una sola clase. En la vida, si uno
desea lograr algo importante, él y sus seres queridos han de hacer sacrificios.
Cuando llegó la hora de retirarme, Baba me miró a los ojos:
—Me siento muy orgulloso de ti.
Puso la mano contra el cristal de la ventanilla y yo hice lo mismo. Cuando se lo
llevaban escoltado me quedé mirándolo hasta que abandonaron la habitación y
cerraron la puerta. Después, lloré como un niño.

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27

E l profesor Sharon no estaba en clase. En su lugar, apoyado en su escritorio,


había un hombre pecoso, rubio, de pelo ensortijado, con unos tejanos
desgarrados y la camisa por fuera.
—Reemplazaré al profesor Sharon durante el período de cumplimiento de sus
deberes militares como reservista —anunció.
Recé para que las obligaciones del profesor Sharon se prolongaran veinte días
más, hasta el final del semestre.
Después de la clase, al pasar por delante del despacho del profesor, alcancé a ver
a un soldado uniformado y bien afeitado hablando con el sustituto de Sharon y me
quedé paralizado. Me vino a la memoria la imagen de Baba, en el suelo de casa,
ovillado en posición fetal, mientras el soldado le aporreaba las costillas con su
metralleta. Pensé en el comandante aquel, cruel y desdeñoso, muy parecido al
soldado que se hallaba en el despacho del profesor Sharon.
El mundo se tambaleó ante mis ojos. Los ojos, la nariz, los labios… era el
profesor Sharon, afeitado. Lo miré fijamente. Cuando me vio, bajé la vista y me
marché de allí a trompicones.
Fue hace muchos años y en aquella habitación a oscuras no había más luz que el
resplandor de las linternas con que enfocaban a mi familia. No estaba seguro.
Recordé nuevamente al comandante lleno de odio que se había burlado de Baba, que
lo había escupido y le había hundido la metralleta en el cuerpo. Aquel militar era el
profesor Sharon. Moví la cabeza. No, no era. No podía ser.
Quizá sí.
Quince días después, entré en el aula y me quedé helado, incapaz de avanzar.
Recostado en su silla, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, el profesor Sharon
me miraba fijamente. Si no hubiera sido por los alumnos que empujaban para entrar
en clase, habría dado media vuelta y me habría marchado. Mi corazón palpitaba con
fuerza. Cinco días y termina el semestre, pensé.
Sharon nos entregó un examen práctico para que hiciéramos en casa y que luego,
nos informó, corregiríamos en clase.
—Quería corregirlos personalmente —añadió el profesor Sharon en tono solemne
—. Pero, debido a la creciente hostilidad de los árabes, he adelantado vuestro examen
a pasado mañana.
En los últimos años habían aumentado las tensiones entre Israel, Jordania, Siria y
Egipto por sus derechos sobre el agua y la tierra. Ello dio lugar a una situación
prolongada de guerra y violencia en la zona fronteriza.
Jameel y yo nos encontrábamos en el cuarto de la residencia, sentados a nuestros
respectivos escritorios, aspirando el aroma de un estofado de verduras que nos
llegaba de la cocina, cuando oí los tres golpecitos rápidos típicos de Motie cuando

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llamaba a mi puerta.
—Pasa —dije en hebreo.
—Traed vuestros exámenes prácticos a la cocina —nos pidió—. Saquémonos esto
de encima cuanto antes. Tenemos que ponernos a estudiar cosas más importantes.
Sobre la mesa de la cocina había cinco platos y un gran bol de cereal blanco
cocido, suelto y vaporoso.
Rafi y Zoher ya se habían sentado a la mesa.
—¿Has probado el cuscús? —preguntó Zoher.
Negué con la cabeza.
—Estudiaremos el estilo de Marruecos. —Zoher sirvió cuscús en el plato de cada
uno y Rafi lo cubrió con un cucharón de estofado de verduras—. El cuscús de mi
madre es el mejor de Casablanca.
Comimos y resolvimos entre todos las preguntas de la prueba.
El día del examen entré en el auditorio y me senté al fondo. Fijé la mirada en mi
pupitre, como para despejarme la mente, cuando oí que una voz desconocida nos
informaba que el profesor Sharon no vendría. Se me quitó un peso del corazón.
Cogí la hoja de mi examen, miré la primera pregunta, luego la segunda y la
tercera. Debía de haber un error. El israelí sentado a mi lado también revisaba su
examen. Esa prueba era la misma que la de la clase de repaso.
Había mucha actividad en el aparcamiento frente a las residencias universitarias.
Padres que cargaban maletas en sus coches y grupos de estudiantes con bolsas y
mochilas al hombro en la parada de autobuses y en la calle. El año escolar había
concluido.
Cuando a la mañana siguiente oí que llamaban a mi puerta, lo primero que pensé
fue que era un error. Las habitaciones estaban vacías. Jameel ya se había marchado y
yo estaba a punto de salir para mi aldea a pasar el verano.
Un estudiante israelí, judío, estaba allí de pie, con los brazos en jarras.
—El profesor Sharon desea verte en su despacho. ¡Ahora mismo!
El miedo me paralizó. Fui incapaz de contestarle.
—¿Qué te pasa? —preguntó con sorna.
Mi primer impulso fue huir, retornar a mi pueblo. Sharon seguramente había
estado esperando a que acabara el semestre para tomarla conmigo. Aunque también
cabía que quisiera felicitarme por el resultado de mi examen. Estaba seguro de que
todas mis respuestas eran correctas. Además, si sabía algo sobre Baba, ¿por qué
habría esperado a que terminaran las clases para decírmelo?
Seguía tentado de recoger mis cosas y regresar a mi aldea sin ir a verlo, pero
recordé mi promesa. «Esto no tiene que ver con Baba», intenté convencerme mientras
me dirigía a su despacho. Seguramente él ni siquiera sabía quién era Baba. Con mano
temblorosa, llamé a la puerta.
—Pase —dijo el profesor Sharon.
Colgada detrás de su escritorio había una fotografía de Einstein, con la

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inscripción de la ecuación E = mc2debajo. No podía ser tan malo si admiraba a
Einstein.
—¿Creyó que no me daría cuenta?
El profesor Sharon se irguió con toda su corpulencia detrás de su escritorio y me
clavó una mirada amenazadora.
¿De qué estaba hablando?
—Ha copiado en el examen.
¿Había oído bien? No se trataba de Baba.
—Esto estaba en el suelo, cerca de su asiento.
Agitó en el aire un papel que parecía mi hoja de respuestas de la prueba de
repaso.
—Mi prueba está en mi cuarto.
—Vaya a buscarla. He informado al director del departamento. Será usted
expulsado, a menos que pueda dar una explicación. Aplicamos la política de
tolerancia cero para esta clase de cosas. —Sacudió la cabeza—. Es usted igual que el
terrorista de su padre.
No quería entrar en esa discusión. Sabía que, en Israel, cualquiera que fuera
acusado de apoyar a la OLP era deportado, encarcelado o asesinado. El profesor tenía
mi destino en sus manos. Cada milímetro de mi cuerpo deseaba gritarle: «Lo único
que hacemos es defendernos del terrorismo israelí».
—¿Por qué ustedes los palestinos no se dan por vencidos? Nadie los quiere.
—¿Debieron darse por vencidos los judíos en los campos de concentración?
—Usted no tiene idea de lo que dice. —Su rostro enrojeció de ira.
—¿Acaso Hitler y los nazis querían a los judíos? ¿Quién quería a los judíos?
—¡Cállese! —ladró.
—Nadie quería a los judíos, pero ustedes se defendieron del exterminio. Los
palestinos somos como ustedes.
—No se puede comparar. —Cortó el aire con un dedo—. ¡Fuera de aquí!
Había dado rienda suelta a mi bronca. ¿Cómo se me había ocurrido hablarle de
esa forma? Ahora él no se privaría de contarles a todos lo que sabía sobre Baba. Abrí
la puerta y salí corriendo.
Llamaron a la puerta de mi habitación justo cuando estaba buscando
desesperadamente la prueba de repaso. Mis músculos se tensaron. La puerta se abrió.
—El profesor Sharon se ha vuelto perezoso —dijo Zoher—. Me pregunto en qué
estaría pensando.
Seguí buscando sin contestarle.
—Aquí tienes papel negro y cinta adhesiva —dijo—. Cada uno debe tapar sus
ventanas.
No tenía la menor idea de qué me estaba hablando.
—¿Qué?
—Para que desde el exterior no se vea la luz en caso de guerra —explicó.

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En las últimas semanas, debido a las crecientes tensiones, todo el mundo hablaba
de la posibilidad de una guerra, pero yo no lo había tomado en serio.
Me senté en el borde de la cama y me cubrí los ojos con las manos.
—¿Algún problema?
—El profesor Sharon me ha acusado de copiar.
—Eres el más inteligente de la clase.
—¿Quién me va a creer a mí, un árabe?
—Es absurdo —afirmó con voz serena.
Sharon les contaría a todos que Baba estaba en la cárcel acusado de terrorista. Yo
quería desaparecer antes de que lo supieran.
—Por favor, debo irme.
Metí los libros en una bolsa y salí disparado del cuarto dejando a Zoher sentado
en mi cama. Necesitaba estar solo para pensar.
—¡Espera! —gritó Zoher, pero yo ya estaba abajo.
En el camino de regreso a mi aldea vi militares por todas partes. La policía había
bloqueado la carretera entre Tel Aviv y Jerusalén y paraba a los vehículos para pintar
sus luces de azul oscuro, una medida de precaución por si estallaba la guerra. Cuando
por fin llegué a la aldea, por la tarde, vi a mamá bajando la colina.
—¿Hay combates en Jerusalén? —preguntó.
Bajé la cabeza.
—Me han echado de la universidad.
—Bien. Necesitamos comprar arroz, lentejas y patatas —dijo—, y llenar nuestros
cántaros con agua.
Bajé con ella por el sendero de tierra que discurría entre las casas hasta el llano y
desde allí nos dirigimos a la plaza del pueblo. La plaza bullía de gente; las mujeres
iban deprisa de un lado a otro con los cestos de la compra sobre las cabezas. Cuando
llegamos a la tienda, la cola llegaba hasta la casa de té.
—Tenemos que almacenar provisiones —dijo sin mirarme—. La cabra, los pollos
y las verduras que tenemos no serán suficientes, dado que tal vez no podamos
movernos de allí arriba.
Al parecer, la guerra estaba próxima.
A la mañana siguiente, bajé a la plaza a esperar la llegada de los empleadores
israelíes, pero no apareció ninguno. Entonces fui a la casa de té, me senté con los
demás hombres y escuché las noticias que transmitían las emisoras egipcias.
«Regresa por donde has venido. No tienes posibilidades», decía por la radio una
voz en árabe con acento hebreo. No pude reprimir una sonrisa. Toda esa pesadilla
acabaría pronto. Si los árabes ganaban, Baba sería liberado.
Devoramos el Haaretz, el periódico israelí. El titular de la primera plana decía:
«Los árabes amenazan con arrojarnos al mar». El peso que yo arrastraba desde hacía
siete años se aligeró de pronto. Había esperanza.
El 16 de mayo de 1967, cuando Egipto expulsó a la Fuerza de Emergencia de las

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Naciones Unidas del Sinaí, bailamos el dabke en la plaza del pueblo, frente a la casa
de té. El Mujtar, haciendo girar una ristra de cuentas, nos guio, a mí y a los demás
hombres, cogidos del brazo mientras zapateábamos y saltábamos con brío. A cada
zapateo afirmábamos nuestra relación con la tierra.
Una explosión de llamas y humo se expandió por la plaza como un súbito
vendaval de fuego. Caí hacia atrás y me golpeé la cabeza con la punta de una mesa.
El té caliente se derramó y me cayó en la cara, quemándome la piel. A mi alrededor
volaban vasos que se hacían añicos en el suelo. Abu Hassan se desplomó encima de
mí y otros cayeron encima de él. Se oyó un grito visceral. Me pasé la mano por la
cabeza y la nuca. No había sangre.
—Han alcanzado a Abdul Karim Alwali.
Empujé para liberarme de aquellos hombres que tenía encima, me puse en pie y
miré. No quedaba nada de él más que sangre, pedazos de carne y fragmentos de
huesos. Ziad, su hermano, se hallaba a su lado en el suelo. Tenía trozos de carne roja
donde segundos antes habían estado sus manos. Tenía agujeros de metralla en la cara
y el ojo izquierdo cerrado, tumescente, y sus gritos eran desgarradores.
La camioneta del Mujtar bajó a todo velocidad por la carretera y frenó delante de
nosotros. Los aldeanos levantaron a Ziad y lo pusieron atrás. Su madre corrió hasta el
vehículo, miró a su hijo, pegó un grito y rompió a llorar.
Subió a la camioneta y se sentó a su lado. El Mujtar arrancó y se fue. Algunos
niños salieron de sus casas con cubos de plástico y se pusieron a juntar los trocitos de
carne de Abdul Karim.
Abbas no se había movido de la tienda. Le costaba mucho bajar la colina y no
podía correr. No había razón para que él viera aquello y yo daba gracias al cielo de
que estuviera vivo. Me preguntaba qué estarían haciendo Rafi, Zoher y Motie.
El 22 de mayo me encontraba en la casa de té cuando Egipto anunció que cerraba
los estrechos de Tirán a todos los buques de pabellón israelí. Desfilamos por la plaza
de la aldea con los puños levantados y cantando «Con nuestra alma y nuestra sangre
te liberaremos, Palestina». Se nos unieron más vecinos y recorrimos toda la aldea.
El 5 de junio, a las 7.45 de la mañana, sonaron las sirenas de la defensa civil.
Renació mi esperanza. Bajé la colina a toda carrera hasta la destrozada casa de té.
Cantábamos mientras hacíamos la «V» de la victoria con la mano en alto. Se me
llenaron los ojos de lágrimas. Palestina volvería a pertenecer a los árabes.
«Los bombarderos israelíes cruzaron el espacio aéreo egipcio —informó la
voz de los árabes desde El Cairo—. El fuego de la aviación egipcia derribó las tres
cuartas partes de los cazas israelíes».
Hipnotizado por la radio, yo bebía una taza de café tras otra.
«La fuerza aérea egipcia contraatacó Israel. Las fuerzas israelíes penetraron
en el Sinaí, pero las tropas egipcias las enfrentaron y han pasado a la ofensiva».

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Golpeamos las mesas con los puños. Los árabes estaban ganando. Baba
recuperaría la libertad. La victoria estaba a nuestro alcance.
«En El Cairo, la gente está celebrando. Cientos de miles de ciudadanos
egipcios han tomado las calles cantando “¡Abajo Israel! ¡Ganaremos la guerra!”
—seguía informando la radio—. Hemos derribado ocho aviones enemigos».
Yo rogaba que hubiera supervivientes, para que luego se produjera un canje de
prisioneros.
«En este momento, nuestros aviones y nuestra artillería están bombardeando
todas las ciudades y aldeas de Israel. Vengaremos la dignidad que perdimos en
1948».
Yo sentía que por fin cambiaba mi suerte. Fui a compartir las buenas noticias con
mi familia.
El fragor de un helicóptero que se acercaba llenó el cielo. Se cernió sobre nuestra
aldea y a continuación una explosión ensordecedora sacudió la tierra. El helicóptero
había disparado un cohete a la mezquita. Me quedé paralizado. El almuédano había
llamado a los aldeanos a orar minutos antes. Corrí hacia allí.
Había cuerpos tendidos en el suelo, sangrando por las heridas causadas por la
metralla. Manos que sobresalían de los escombros. Pedazos de brazos, piernas, torsos
y cabezas desparramados por toda la plaza. Reconocí el rostro de Um Tariq boca
abajo en el suelo, quieta, inmóvil, mientras la sangre brotaba por debajo de la cabeza
y anegaba la tierra. Tenía pedacitos de masa encefálica pegados en el pelo negro. Sus
cuatro hijos jalaban de su túnica, pidiéndole a gritos que se levantara. ¿Por qué
disparaban a las aldeas indefensas?
La gente gritaba y corría presa del pánico. Se empujaban y chocaban unos con
otros. Familiares aterrados llamaban a gritos a sus seres queridos y sus nombres
quedaban suspendidos en el aire. Se levantó una densa humareda que impedía ver y
escocía los ojos. Con la cabeza gacha me puse a remover escombros hasta que me
sangraron las manos, pero no me detuve. Podía haber gente enterrada viva. Otros
también removían escombros cerca de allí. Oscureció. Ya no se veía nada. Debía
regresar a la tienda, junto mi familia. Encontré a mamá y Nadia abrazadas, llorando.
—Los israelíes pagarán por esto —le dijo Abbas a Fadi. Temblaba de furia.
Mamá, Abbas, Nadia, Fadi, Hani y yo pasamos la noche abrazados. Sabíamos que
cualquiera de nosotros podía morir en cualquier momento.
A la mañana siguiente, ansioso por escuchar alguna noticia alentadora, bajé a la
casa de té. A eso de las once, la radio anunció que la artillería jordana de largo
alcance había comenzado a disparar artillería contra las zonas suburbanas de Tel
Aviv. Una hora más tarde, se informó que los cazas jordanos, sirios e iraquíes
surcaban el espacio aéreo israelí.
«Los cuarteles sionistas en Palestina están a punto de ser destruidos», aseguró

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la radio egipcia.
Las explosiones y el rumor de los cazabombarderos amigos glorificaban el cielo.
Nuestros hermanos árabes estaban por llegar.
«Las Fuerza Aérea siria ha comenzado a bombardear ciudades israelíes y a
destruir posiciones israelíes», anunció la radio de Damasco.
«Estamos viviendo las horas más sagradas de nuestra vida; unidos a los demás
ejércitos de la nación árabe, estamos luchando con heroísmo y honor contra
nuestro enemigo común —declaró por radio el primer ministro Juna—. Hemos
esperado años esta batalla para borrar la mancha del pasado. Tomad las armas y
recuperad vuestro país robado por los judíos».
De pronto, oí tiros fuera. Salimos a toda prisa de la casa de té. Vimos soldados
israelíes por todas partes. Unos pocos soldados jordanos, descalzos y con fusiles
rudimentarios, habían entrado en la aldea. Un tanque israelí disparó un obús. Los
jordanos, con el cuerpo en llamas, echaron a correr dando vueltas en círculo. Se
arrojaron al suelo y rodaron por la tierra para apagar el fuego, pero las llamas
finalmente los devoraron. Trece jordanos calcinados yacían en la plaza del pueblo;
sus brazos y piernas retorcidos, en posturas antinaturales, y su carne abrasada. Lo
único que quedaba de ellos eran huesos calcinados.
Esa noche ninguno de nosotros pudo dormir. Escuchamos las lejanas explosiones
de morteros y cohetes. Tras dos horas de bombardeos, volvió el silencio. Entonces,
un disparo de mortero explosionó cerca de nuestra tienda de campaña e iluminó el
cielo con su resplandor. Otro disparo detonó muy cerca de nosotros.
—¡Salgamos de la tienda! —gritó mamá.
La parte de atrás estaba en llamas. Mis hermanos escaparon hacia la noche. No
teníamos donde guarecernos. Nos cubría una nube de humo negro. El rostro de mamá
sangraba. Nadia tenía salpicaduras de sangre en la cara. Hani lloraba. Me pasé las
manos por la cara y se llenaron de sangre tibia. La metralla había alcanzado la tienda
y nos había herido.
Nos guarecimos bajo el almendro y una vez más vimos como el fuego destruía lo
poco que teníamos. Las llamas que salían de la tienda iluminaron el rostro angustiado
de mamá. El fragor de los helicópteros que sobrevolaban nuestras cabezas ahogó mis
pensamientos.
Dormimos a la intemperie. En plena noche, otra explosión iluminó el cielo. Los
aviones lanzaban misiles a nuestra aldea. Las casas estaban en llamas. Soñé que el
profesor Sharon me llamaba a la pizarra para resolver una ecuación matemática y yo
no podía ver los números. Sonreía y los israelíes reían y se burlaban de mí. A lo lejos,
los morteros y cohetes seguían explosionando.
Por la mañana, me despertó el agudo silbido de un misil. Nadia consolaba a Hani,
que lloraba. Oí tiros y gritos y bajé la colina a la carrera.
La gente deambulaba aturdida y llorando. Había escombros humeantes por todas

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partes. El olor a carne humana quemada era penetrante, intenso. En el camino, donde
la sangre palestina había sido derramada, había manchas marrón rojizo.
Lo único que quedaba de la mezquita era la aguja del alminar con su corona en
forma de cebolla.
La casa de té estaba atestada de vecinos cantando.
«¡Filistea! ¡Filistea!». Me uní a ellos y repetí el mantra una y otra vez. Mi cuerpo
se mecía atrás y adelante. Dos tanques israelíes irrumpieron en la plaza.
—¡Márchense a Jordania o los mataremos! ¡Esta tierra no les pertenece! —gritaba
el megáfono de los soldados israelíes—. ¡Esta vez no dejaremos ni a uno solo vivo!
Los tanques comenzaron a disparar a los aldeanos. Salimos a trompicones por la
puerta trasera. Yo subí a todo correr por el sendero hasta mi almendro.
Mamá estaba cocinando arroz en una cazuela sobre un pequeño fogón encendido
cerca de Shahida. Decidí no contarle lo que los soldados nos habían dicho. Si nos
obligaban a cruzar la frontera, ya veríamos lo que haríamos. No nos llevaría mucho
tiempo reunir nuestras escasas pertenencias.
—Quiero oír las noticias. Ayúdame a bajar al pueblo —me pidió Abbas.
—Es muy peligroso.
Él no sería capaz de ponerse a resguardo y no había ningún lugar seguro en el
pueblo. Le montaría una radio. Abrí el contenedor de plástico que guardaba debajo
del almendro.
Separé los cables telefónicos, enrosqué un extremo a una rama, el segundo a un
sujetapapeles insertado en un pedazo de cartón y el tercero alrededor de un tubo
metálico que clavé en el suelo. Enrollé un cuarto alambre alrededor de un tubo de
papel higiénico y conecté ambos extremos del cable a un sujetapapeles.
Conecté el cable del auricular al primer sujetapapeles calentando el cobre con un
mechero, dejando que se enfriara y pasándolo luego por debajo del clip. Doblé un
pedazo de cable semejando una «V» y enganché el extremo romo en el sujetapapeles.
Arrimé el extremo en punta al cobre y conecté el otro auricular al otro sujetapapeles.
Con los auriculares puestos moví lentamente la punta del cable retorcido por la
superficie de cobre hasta que oí hablar en árabe. Abbas escuchó las noticias toda la
noche.
El 10 de junio, a las 6.30 de la mañana, la radio israelí informó que la guerra
había terminado. Las Naciones Unidas habían impuesto un alto el fuego. Los israelíes
habían destruido la fuerza aérea egipcia el primer día, antes de que esta pudiera
despegar. Se habían apoderado de la Ribera Occidental, o Cisjordania, la Franja de
Gaza, la península egipcia del Sinaí, los Altos del Golán sirio, Jerusalén Oriental y la
Ciudad Vieja, así como de sus lugares sagrados más importantes. Los aldeanos
lloraban y se abrazaban. Apoyé la cabeza sobre la mesa y cerré los ojos. Todas las
emisoras de radio árabes habían mentido.
«Comenzó a las 7.10 de la mañana —informó la radio israelí de Kol
HaShalom—. Doscientos aviones nuestros llegaron a Egipto volando tan bajo que

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ni uno solo de los ochenta y dos radares egipcios los detectó. Nuestros expertos
pilotos fueron capaces de volar en el más absoluto silencio».
Me tapé los oídos con las manos, pero seguía oyendo.
«Disponíamos de antemano de información sobre nuestros objetivos egipcios.
Conocíamos la ubicación exacta de cada uno de sus aviones de combate, teníamos
una lista completa de todos los pilotos egipcios y hasta podíamos reconocer la voz
de cada uno de ellos. Los egipcios concentraron sus aviones por tipo: Mig,
Ilyushin, Topolev, y cada uno en su propia base, lo cual nos permitió priorizar
nuestros objetivos.
»Los cazas egipcios estaban aparcados al aire libre. Casi todos se hallaban en
tierra y sus pilotos estaban desayunando. Las condiciones para el ataque no
podían ser mejores. La visibilidad era excelente. La sensación térmica por viento y
frío era próxima a cero. Los pilotos egipcios no tuvieron tiempo de llegar a sus
aparatos».
Era muy injusto.
«No solo destruimos todos los aviones egipcios, sino también sus pistas de
aterrizaje con bombas Durandal, que dejaron cráteres de cinco metros de diámetro
y más de metro y medio de profundidad. Los aviones egipcios quedaron atrapados,
sin salida posible, y fueron presa fácil para los cañones de treinta milímetros y los
cohetes termodirigidos que después los barrieron. Cuando dieron las ocho de la
mañana, hora israelí, habíamos efectuado treinta y cinco salidas. Cuatro
aeródromos en el Sinaí y dos en Egipto habían sido destruidos. El principal cable
de comunicaciones entre las tropas egipcias y su cuartel general había sido
cortado. En menos de una hora, nuestra fuerza aérea destruyó doscientos cuatro
aviones. No solo nuestros tanques, nuestra artillería y nuestra aviación eran
superiores a los del enemigo, sino que sabíamos usarlos con mayor eficacia».
Israel decidió anexionarse únicamente Jerusalén Oriental y sus alrededores, y dejó
la Ribera Occidental y la Franja de Gaza como zonas de ocupación militar para tener
algún día la posibilidad de canjearlas por la paz.
El territorio de Israel se multiplicó por tres, dejando a cerca de un millón más de
palestinos bajo el control directo de Israel. Sentía como si me hubieran dado una
patada en el estómago. Israel había demostrado a los árabes que era capaz de lanzar
ataques estratégicos que podían modificar el equilibrio regional, y que estaba
dispuesto a hacerlo. Israel, ahora, tenía una moneda de cambio. Tierra a cambio de
paz. La guerra había terminado.

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28

F adi y yo trabajamos en el matadero toda la semana para poder comprar los


materiales para confeccionar una nueva tienda de campaña. Una vez terminada,
entramos a comer arroz con almendras.
—¡Ichmad Hamid! ¡Salga! —tronó una voz por un megáfono.
Se nos heló la sangre. Los soldados siempre ordenaban a los aldeanos que
salieran de sus casas antes de dinamitarlas, pero yo nunca había oído que llamaran
por el nombre y apellido. Cuando llegaban en busca de alguien determinado, lo
hacían siempre de noche para sorprenderlo dormido. Esto debía de tener que ver con
el profesor Sharon. ¿Y si el profesor les había dicho que me arrestaran? Yo no podía
esperar a que entraran a buscarme y perjudicaran de paso a mi familia. Cuando iba a
incorporarme, mamá me cogió por los hombros y me atrajo hacia sí.
—No, Ichmad, por favor, no vayas —me dijo en voz muy baja al oído.
Fadi, Nadia y Hani parecían estatuas de sal. Fadi sostenía un pan de pita
suspendido sobre su plato. Abbas probablemente ni se daba cuenta de que maldecía
muy fuerte porque tenía los auriculares puestos para escuchar las noticias. Siempre
estaba escuchando la radio que yo le había hecho. Nadia abrazó a Hani.
—¡Ichmad Hamid, salga!
Me separé de mamá y ella se tapó la boca con las manos.
—¡Ichmad! —murmuró con una desesperación estremecedora. Me volví a
mirarla. Me tendió los brazos.
—Todo saldrá bien —le dije.
Salí y cerré la lona de la tienda.
—¿Es usted Ichmad Hamid? —El soldado usó el megáfono a pesar de que yo
estaba delante de él—. Identifíquese.
—Sí, soy Ichmad Hamid.
Él levantó el megáfono y lo orientó en dirección a la aldea.
—Tenemos a Ichmad Hamid. Que suba —dijo.
—¿Qué quieren de mí? —pregunté en hebreo.
—Alguien desea verlo.
Distinguí a lo lejos la silueta de un civil que subía la colina escoltado por
soldados. Entre los uniformes verdes, los cascos metálicos y los M16 reconocí los
ojos enrojecidos de Rafi. Fui a su encuentro.
—Zoher ha muerto —me anunció—. Lo mataron en el Sinaí cuando su tanque se
averió.
Sacudí la cabeza. ¿Qué estaba haciendo Rafi con los militares en mi aldea? ¿Era
cómplice del plan del profesor Sharon para expulsarme? Y yo que tanto lo había
ayudado. Siempre había creído que era mi amigo, por ridículo que eso pudiera
parecer ahora. Quizá Sharon le había contado lo de Baba.

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—Esparcieron sus cenizas en el mar.
¿Había venido hasta aquí para culparme? ¿Por qué otro motivo si no habría hecho
Rafi un viaje de cinco horas para presentarse en una aldea palestina con escolta
militar?
Bajé la cabeza. ¿Sabía Rafi lo de Baba?
—Comprendió lo ocurrido y fue a hablar con el decano. Has sido exculpado.
Levanté la cabeza y lo miré. Tenía lágrimas en los ojos.
—Verás, el destino del profesor Sharon está en nuestras manos.
Los pensamientos se agolparon en mi mente. Era difícil creer que Zoher hubiese
tomado partido por mí en contra de los suyos y que Rafi hubiera viajado hasta mi
aldea en mi busca. De repente pensé: «Nunca más volveré a ver a Zoher», y sentí un
vacío interior.
—¿Dónde está tu casa? —preguntó.
Señalé la tienda.
Pareció sorprendido.
—¿Tratas de volver a tus raíces beduinas?
—No nos dan permiso para otra cosa.
Creció el rugido de los helicópteros en la lejanía. Temblé, pero me contuve de
correr junto a mi familia para protegerlos.
Rafi se volvió hacia un soldado y le preguntó, incrédulo:
—¿Es que la guerra no ha terminado?
—Nunca termina —contestó el otro.
Rafi señaló con la cabeza el pie de la colina.
—¿Vienes?
—¡Ichmad! —gritó mamá. Detrás de ella, Abbas salió de la tienda cojeando.
—¡Regreso a la universidad! —grité para que ella pudiera oírme por encima del
ruido del helicóptero.
Tenía un cántaro en la mano.
—Tenemos que hablar.
—¿No puedes esperar?
El rostro de Abbas perdió el color. Se quitó los auriculares.
—¿Te marchas con ellos?
Rafi ya estaba al pie de la colina.
—¿Vienes?
—Dame un minuto.
Miró al helicóptero.
Mamá tiró el cántaro al suelo. Se hizo añicos.
—Tú no vas a ninguna parte —afirmó cruzándose de brazos.
Di dos pasos hacia ella.
—Debo ir.
—No me hagas esto —suplicó al borde de las lágrimas.

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Yo sabía perfectamente que no podía discutir con ella cuando se ponía así.
—Lo hago por nosotros.
—Te matarán.
—¡Ichmad! —llamó Rafi—. Tenemos que marcharnos.
—¡Un momento! —le grité en hebreo.
Mamá me agarró de los brazos y me sacudió.
—No vayas con ellos —dijo Abbas.
—Es por poco tiempo.
El helicóptero revoloteaba sobre nosotros.
Empecé a caminar.
—Lo siento —dije.
—¡Ichmad! —insistió mamá.
Me volví para mirarla. Me tendió los brazos y me acerqué a ella. Me abrazó con
fuerza.
—¿Qué hemos hecho para merecer esto? —me dijo al oído.
Traté de apartarme, pero ella me estrechó aún más.
—Lo estoy haciendo por nosotros.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Matarnos?
—Ichmad, está oscureciendo —dijo Rafi.
Ella no me soltaba.
—Quiero que te cases y formes una familia.
—Debo irme.
—Por favor, no me dejes.
Me deshice de su abrazo y me marché. Debía regresar a la universidad. Por Baba.
No me importaba que todos me odiaran por lo que ellos creían que él había hecho.
Zoher me había defendido, Rafi había venido a buscarme y Baba creía en mí. Si los
demás se oponían, yo resistiría. No veía el momento de escribir una carta a Baba.
Tenía tantas cosas que contarle.

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29

E l decano me informó que de mí dependía que el profesor Sharon fuera


despedido. Le pedí que me concediera plazo hasta el martes del mes siguiente
para tomar una decisión. Aceptó. Ese día, viajé al Centro de Detención Dror para
cambiar ideas sobre la situación con Baba.
Habían cercado con alambre de púa un terreno del tamaño de un campo de fútbol,
creando así una especie de corral provisional gigantesco no muy lejos del primero.
Había allí tantos presos que apenas tenían espacio para caminar. Me recordó a una
gigantesca lata de sardinas. No había suelo alguno debajo de la tienda, solo tierra.
Había guardias por todas partes. Hombres, mujeres, chicos y chicas se apiñaban
esperando escuchar el nombre de algún ser querido.
Apareció Baba.
—Dile al decano que no deseas que el profesor Sharon sea despedido, siempre y
cuando él te contrate como ayudante de investigación.
Lo miré a través del cristal, con el auricular en la mano. ¿Cómo podía proponer
algo semejante? Noté que le pesaban los ojos. Haría cualquier cosa que Baba me
pidiera.
—¿Y si me sabotea?
—Entonces el decano lo echará. Las personas odian por miedo e ignorancia. Si se
tomaran la molestia de conocer a aquellos a quienes odian y se centraran en sus
intereses comunes, podrían superar ese odio.
—Eres muy optimista. El profesor Sharon es malvado.
—Averigua qué motiva su odio y trata de comprenderlo —me recomendó Baba.
Pensé en Einstein, cuando le dijo a Jaim Weizmann que si los sionistas eran
incapaces de establecer una cooperación sincera y pactos sinceros con los árabes,
entonces no habrían aprendido absolutamente nada de sus dos mil años de
sufrimiento. Einstein había advertido que si los judíos no eran capaces de garantizar
que ambas partes vivieran en armonía, no conocerían otra cosa que problemas y
conflictos durante décadas. El sabio pensaba que los dos grandes pueblos semitas
podían tener un gran futuro común. Quizá Baba tenía razón.
—El decano amenazó con despedirme si no lo contrato a usted como mi ayudante
de investigación —dijo el profesor Sharon—. La verdad, estaba dispuesto a
marcharme. Si no hubiera sido por el padre de Zoher, habría encontrado empleo en
otra parte. Que quede claro: lo hago por Zoher, no por usted.
Y yo lo hacía por Baba.
—Gracias por darme esta oportunidad. Puedo comenzar mañana.
—Sí, lo sé. El decano me ha dicho que usted desea empezar inmediatamente. No
tendremos necesidad de vernos. Estoy tratando de mejorar el silicio como un
semiconductor. —Sonrió satisfecho—. No vuelva a verme hasta que haya descubierto

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cómo lograrlo.
Probablemente creyó que me encomendaba una tarea imposible y que, cuando
volviera a verlo sin ningún resultado, le diría al decano que yo era un inútil. Pues le
iba a demostrar que estaba muy equivocado. Salí de su despacho y fui directamente a
la biblioteca.

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30

E l profesor Sharon levantó la vista de su lectura.


—Buenas tardes —saludé.
Al verme, abrió el cajón de su escritorio y sacó algo que apoyó sobre su regazo.
Sus ojos eran negros como la muerte.
—Le dije que no me molestara.
—Tengo una idea.
Se me había ocurrido después de leer dos artículos. El primero era una
conferencia pronunciada por el físico Richard Feynman en el Caltech, en 1959,
titulada «Hay mucho lugar al fondo», en la que consideraba la posibilidad de
manipular los átomos uno por uno. Creía que su teoría nos ayudaría en nuestras
investigaciones. El segundo era un artículo de 1965, publicado por Gordon E. Moore
en la revista Electronics, en el cual predecía que la capacidad de los transistores en
circuitos integrados se duplicaría cada dos años.
—Esto es inaudito. —Dio una palmada en el escritorio—. Voy a decirle al decano
que esto no puede ser.
—No quiero tener que contarle al decano que usted se ha negado a escuchar mi
idea.
Tamborileó con los dedos, como si le estuviera haciendo perder el tiempo.
—¿Cuál es su estúpida idea?
—Sé que usted desea que me centre en potenciar el silicio como material
semiconductor, pero pienso que, a la larga, el silicio tiene sus limitaciones; problemas
con la generación de calor, los defectos y la física elemental. —Me temblaba la voz.
Descartó mi idea con un gesto de la mano.
—El silicio es lo mejor —dijo.
—Sé muy bien que la tecnología basada en el silicio ha posibilitado el desarrollo
de revolucionarias aplicaciones del microchip en informática, comunicaciones,
electrónica y medicina, pero…
—¿A qué se refiere?
—A las leyes de Moore.
—¿Las leyes de Moore? —Revolvió los ojos.
—Su primera ley dice que la cantidad de espacio requerida para instalar un
transistor en un chip o circuito integrado se reduce aproximadamente a la mitad cada
año y medio.
—Por eso mismo necesitamos potenciar el silicio.
—La segunda ley presupone que el coste de construcción de una planta de
fabricación de chips se duplica aproximadamente cada tres años. Finalmente, cuando
se haga el chip a nanoescala, no solo los precios estarán por las nubes, sino que
además, como las propiedades cambian con el tamaño a nanoescala, será necesaria

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una nueva metodología de diseño. Cuando pasemos del microchip al nanochip, será
preciso reconsiderar los principios fundamentales en que se basa la fabricación de los
chips.
—¿De qué está hablando?
—Sobre que la mejor alternativa aún está por inventarse.
—¿Tiene pensado revolucionar el chip usted solo?
—No deberíamos enfocar esto a partir de un modelo top-down, empezando con el
material en grandes cantidades y cortándolo, moliéndolo, mezclándolo y
moldeándolo o imponiéndole formas aprovechables. Deberíamos tratar de desarrollar
cosas a partir del diseño bottom-up armando los componentes básicos.
—Ya veo que usted es muy ambicioso. ¿Sabe lo que me parece que es usted, así
vestido con esos harapos? El hijo de un terrorista, señor Hamid. Se crio en una tienda
de campaña, sin agua y sin luz eléctrica, y ¿quiere revolucionar la ciencia? ¿Se atreve
a estar en desacuerdo con mi enfoque?
Lo miré a los ojos.
—Usted ve muchas cosas, profesor Sharon. No voy a negar lo que usted acaba de
decir. Pero el hecho de que yo me haya criado en una tienda no tiene nada que ver
con el enfoque que recomiendo.
—Adiós, señor Hamid.
—A usted no le interesa porque soy árabe. Preferiría un enfoque de menor
alcance antes que escuchar mi idea. De acuerdo, no me tenga en cuenta, pero dentro
de unos años verá que yo tenía razón y que usted hubiera podido ser un pionero. Que
yo podría haberlo ayudado a progresar.
—¡No me diga!
—Comprender la nanoescala es importante para entender cómo se construye la
materia y cómo las propiedades de los materiales reflejan sus componentes, su
composición atómica, sus formas y tamaños. Las propiedades excepcionales de la
nanoescala significan que el nanodiseño puede producir resultados sorprendentes que
no se pueden alcanzar de otra manera. Necesitamos entender la estructura del átomo a
fin de manipular mejor sus propiedades, de manera que a nivel atómico podamos
desarrollar materiales combinando átomos.
—Para lograr lo que usted dice haría falta tener una ambición tremenda y dedicar
toda la vida a ello.
—Lo sé.
—¿Y si no se obtiene el resultado esperado?
Repetí lo que Baba siempre me había dicho:
—Solo si nos atrevemos a fracasar, podremos lograr algo extraordinario.
—¿Qué es lo que usted propone?
—Es relativamente sencillo calcular ecuaciones generales para saber cómo se
mueven dos cuerpos aislados bajo la influencia gravitacional de cada uno ellos, pero
es imposible si uno añade un cuerpo más al sistema.

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—¿Cómo propone usted que lo hagamos?
—Podemos insertar los números relativos de posiciones, velocidades y fuerzas en
un instante y calcular cómo habrán cambiado en lapsos de tiempo muy breves. Luego
podríamos repetirlo teniendo en cuenta las nuevas circunstancias, y así
sucesivamente. Si lo repetimos varias veces a intervalos lo bastante breves, podremos
obtener una descripción muy precisa de cómo funciona el sistema.
—Cuanto más cortos sean los intervalos, más precisa la descripción. Pero habría
que efectuar muchísimos cálculos. —Arrugó el entrecejo.
—Los ordenadores pueden hacer el procesamiento de los datos numéricos a gran
escala —afirmé.
—¿Ahora también es experto en informática?
—Los fines de semana y por las tardes puedo ayudar a incorporar los datos en la
perforadora de tarjetas y en el lector de tarjetas. Podemos utilizar el ordenador para
simular configuraciones químicas a fin de entender qué fuerzas actúan entre todos los
átomos en una combinación específica. Una vez que sepamos esto, podremos
determinar cuáles serán las combinaciones y disposiciones estables, así como sus
propiedades.
Sus facciones se habían suavizado, a tal punto que su odio se había transformado
en curiosidad científica. Eso significaba que yo tenía una oportunidad.
—¿Por qué no trabaja en su idea este verano? No hay necesidad de vernos para
trabajar en esto. En septiembre echaré un vistazo a sus resultados. Si no son
prometedores, usted le comunicará al decano que no desea seguir trabajando
conmigo. Si lo son, lo mantendré conmigo todo el año.
—Acepto.
Sharon sonrió. Sabía que de esa manera buscaba cómo eludir la promesa que le
había hecho al decano, pero yo no me dejaría derrotar tan fácilmente.
Ese verano viví prácticamente en el laboratorio de informática, insertando
números, concentrándome en las formas más simples. A principios de otoño
emergieron patrones nuevos. Organicé todas mis tarjetas perforadas, puse por escrito
los datos para el profesor Sharon y aguardé a que no hubiera luz en su despacho para
deslizar el material por debajo de la puerta. Rogué que su amor a la ciencia fuera más
grande que su odio a mi pueblo.
Al día siguiente, me encontraba en el laboratorio de informática introduciendo
números cuando entró el profesor.
—He examinado sus cálculos iniciales. —Cogió mis últimas tarjetas perforadas y
las revisó—. ¿Cómo ha llegado a estos resultados?
Se sentó a mi lado y yo le mostré cómo introducía los números, modificando
apenas las condiciones cada vez y volviendo a introducir los números.
—Le permito quedarse conmigo un poco más y entonces procederé a una nueva
evaluación. ¿Me mostrará sus progresos al final de cada semana?
Su tono era de indiferencia, pero yo sabía que ahora comprendía las posibilidades

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que ofrecía mi investigación.
Jameel regresó a la universidad para cursar el segundo año y volvimos a
compartir habitación. Rafi, quien ahora vivía solo, trasladó el escritorio de Zoher a
nuestro cuarto, donde pasaba la mayor parte de su tiempo libre. Motie se había
casado en verano con su novia del instituto y se mudó a la residencia destinada a los
matrimonios. Pero yo los veía poco, pues dedicaba casi todo mi tiempo libre a
trabajar en el laboratorio.
A los pocos días del regreso de los estudiantes, el profesor Sharon me llamó a su
despacho. Estaba sentado a su pulido escritorio de nogal, rodeado de baldas con
libros de ciencia y matemáticas. Miré la fotografía de Einstein. Me enseñó el único
objeto que había sobre su escritorio: una fotografía en un marco dorado.
—Mi familia —dijo.
—Ah. —Como nos habían robado la tierra, ¿temía por la seguridad de ellos?
¿Tenían miedo de que volviéramos a recuperarla?—. ¿Viven en Jerusalén?
—Están muertos.
Me miró.
Abrí la boca, pero no atiné a decir nada. ¿Iba a culparme de sus muertes?
—Los nazis los mataron.
Me tendió otra fotografía. No estaba enmarcada y sus bordes se veían muy
gastados.
—Este soy yo, a mi llegada al puerto de Haifa.
Se quitó las gafas de montura metálica y las limpió con el pañuelo que extrajo de
su chaqueta de tweed marrón con refuerzos de ante en los codos.
El hombre de la fotografía parecía más muerto que vivo.
—Lo siento.
¿Acaso no comprendía que fueron los nazis, no mi pueblo, los que habían hecho
eso a su familia? ¿Justificaba eso lo que los israelíes nos hacían a nosotros?
—No, no lo siente. —Volvió a ponerse las gafas—. ¿Cómo podría usted
entender? Israel no ha gaseado a personas inocentes ni ha enterrado sus cuerpos como
basura.
Había prometido a Baba, y a mí mismo, que aunque me provocara no discutiría
con él de temas políticos. Pero ¿cómo podía quedarme callado?
—Israel ha causado mucho sufrimiento a mi pueblo.
Aparté los ojos, incapaz de mirarlo de frente. «Y mi pueblo no es responsable de
los gaseos durante la Segunda Guerra Mundial».
—¿Sufrimiento? —Negó con la cabeza—. Usted no sabe lo que es eso. ¿Qué
hicieron mis padres a los nazis? Nada. ¿Y qué consiguieron? Recuerdo a mi padre en
un vagón para ganado, sujetando una bolsa con tres collares de oro, el anillo de
compromiso de mi abuela y candelabros de plata. Las únicas posesiones que nos
quedaban. —Se detuvo a tomar aliento antes de proseguir—. Se proponía comprar
nuestra libertad.

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Crucé los brazos. Pero luego los dejé caer.
—Cuando llegamos a Auschwitz, los nazis separaron a los hombres de las
mujeres. —Se quitó las gafas y se presionó las comisuras de los ojos—. Bishanah
habaah bieretz Yisrael fueron las últimas palabras de mi madre. «El año que viene en
Israel».
Volvió a ponerse las gafas.
Yo quería aceptar el consejo de Baba: «Antes de juzgar a una persona, trata de
imaginar cómo te habrías sentido tú si te hubiera sucedido lo mismo».
—Un soldado SS echó un vistazo a mi hermano pequeño, Abraham, que apenas
tenía seis años, y señaló con el dedo en dirección a la muerte. —El profesor apretó el
puño derecho—. Mi hermano se aferró a la pierna de mi padre gritando: «¡No me
dejes solo!».
—¿Su padre vive? —pregunté.
En el fondo, en algún rincón de mi mente, me seguía sublevando. El sufrimiento
de su familia no le otorgaba el derecho de infligir sufrimiento a los demás.
—Mi padre me dijo en voz baja: «Haz lo que haga falta para sobrevivir. Lucha
por tu vida con todo lo que tengas, y cuando no te sientas con ánimos de seguir
luchando, piensa en mí y lucha un poco más». Y echó a correr tras mi hermano.
¿Acaso creía el profesor Sharon que eso justificaba lo que me había hecho a mí?
No, pensé, aunque en realidad no estaba siendo justo con el profesor. Baba quería que
yo me pusiera en su lugar.
—¿Por qué no fue usted con ellos?
Su rostro se tensó.
—Prometí a mi padre que lucharía hasta el último aliento.
Algo sabía yo de promesas.
—¿Qué les ocurrió a su madre y su hermana?
—Cuando terminó la guerra pregunté a todo el mundo si tenían noticias de mi
madre y de Leah, mi hermana, pero nadie sabía nada. —Miró el jardín por la ventana
—. Circularon listas de supervivientes. Examiné todas aquellas listas buscando sus
nombres, en vano. —Sacudió la cabeza—. Entonces, un día vi a una mujer a quien
reconocí como una de las que viajaban en aquel vagón para ganado. Le rogué que me
contara todo lo que supiese. Le dije que no podía interrumpir mi búsqueda sin haber
averiguado lo que les había sucedido.
—¿Lo sabía?
Asintió.
—Vio a un SS enviar a Leah a la muerte. —Hizo una pausa y se aflojó la corbata
—. Mi madre corrió tras ella y otro soldado le pegó un tiro en la nuca.
Permanecimos un rato en silencio.
—Mi pueblo no cometió esos crímenes —dije luego con más vehemencia de la
que hubiera deseado. Bajé la mirada al reluciente piso de linóleo blanco.
—No, pero amenazáis a mi pueblo.

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—¿Amenazar? Si no poseemos nada.
El profesor Sharon se puso de pie.
—Su pueblo tiene el legítimo derecho de reivindicar esta tierra. —Lo miré
boquiabierto—. No vaya a creer que soy tan estúpido. —Se acercó a la ventana—. No
había otra opción. El Holocausto demostró que los judíos no pueden vivir como una
minoría en el seno de otras naciones. Necesitábamos una patria que fuera nuestra.
—Nosotros no causamos el Holocausto. —Inspiré hondo y añadí—: El
hambriento tiene derecho a tomar un poco de la única comida disponible aunque ello
signifique que otro tendrá menos, siempre y cuando deje suficiente para que ese otro
también pueda comer.
—¿Por qué habría que obligar a alguien a compartir?
—Es la obligación moral del hombre que posee comida.
—Los ganadores hacen lo que quieren. Yo lucho por la vida y la libertad, no por
los derechos ancestrales —dijo.
—¿Y la promesa que Dios hizo a los judíos? —pregunté.
Dio un puñetazo sobre el escritorio y replicó:
—Dios no existe. —Luego se quedó un instante con la mirada abstraída. Su voz
sonó diferente, más suave—: Usted no tiene idea de cuánto he trabajado para llegar
aquí.
Me tendió su mano. Yo la miré. No permitiría que mi odio me impidiera cumplir
con la promesa que le había hecho a Baba. Alargué mi mano y él la estrechó, sin
apretar.
—Esto es para usted. —Me entregó un montón de tarjetas perforadas—. Ha dado
usted con algo.
Pensé que si seguía guardando rencor sufriría. Se me presentaba una oportunidad
y necesitaba aprovecharla al ciento por ciento.
Una vez por semana deslizaba mis resultados por debajo de la puerta del
despacho del profesor. Y él empezó a venir al laboratorio a observar cómo insertaba
yo las simulaciones. El potencial de mi investigación iba en aumento de semana en
semana. Al cabo de poco tiempo, venía al laboratorio e introducía números él mismo.
Cuando los patrones resultaron más claros y pudimos comprender mejor el
comportamiento de los átomos, yo llegaba al laboratorio de informática y encontraba
al profesor introduciendo simulaciones.
Empezamos a vernos en su despacho una vez por semana, y luego, a medida que
avanzábamos en nuestros resultados, casi a diario. Llegó un momento en que yo
acudía a su despacho tan a menudo, que él hizo trasladar allí otro escritorio para mí.
Cuando yo no estaba en clase o en mi cuarto con mis tareas, estaba ocupado tratando
de comprender cómo funcionaban los diferentes sistemas.
El 23 de octubre de 1967, justo cuando acababa de entregarle la última
simulación, llamaron a la puerta de su despacho.
—Está abierta —dijo el profesor Sharon sin levantar la vista de mis resultados.

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Era Abbas.

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31

A ntes de que Abbas dijera nada, supe que había sucedido algo horrible.
—Que Alá proteja a Baba —murmuró.
—¿Le ha pasado algo?
—Debemos ir al hospital inmediatamente.
—¿Qué ocurre? —terció el profesor.
Me volví y le dije:
—Debo ir a ver a mi padre.
—No puede marcharse ahora. Estamos a punto de lograr algo.
—¿Qué haría usted si se tratara de su padre, lo dejaría para más tarde?
Sharon reflexionó un instante y luego negó con la cabeza.
—Vaya. —Posó su mano en mi hombro y me lo apretó suavemente—. Vaya.
Abbas nos miraba boquiabierto, incrédulo.
El profesor le tendió la mano.
—Soy el profesor Sharon. Su hermano es mi ayudante de investigación.
Abbas ladeó la cabeza y le dio la mano tímida y fugazmente.
Mi hermano y yo abandonamos el edificio y cruzamos el jardín en dirección a la
parada de autobuses. Abbas caminaba como un cojo.
—¿Quién es tu nuevo mejor amigo? —me preguntó.
—Mi profesor.
—¿Estabas solo con él, trabajando? —Abbas apenas controlaba su agitación—.
Yo creía que había clases separadas para los árabes. Ya sabes, como nuestras
escuelas, que están separadas de las de ellos. —Se rio, pero no había humor en sus
palabras—. Y resulta que te encuentro solo con un israelí.
Me sorprendí tanto que no atiné a contestar.
—Tú eres un árabe —añadió—. No eres judío. En este país solo quieren judíos.
Cuanto antes lo entiendas, mejor te irá en la vida. No te llenes la cabeza con ideas
falsas, como la igualdad y la amistad.
—Él quiere trabajar conmigo.
—Son nuestros enemigos. ¿No lo ves?
—¿Qué tal la casa nueva? —pregunté para cambiar de tema.
—El padre de Zoher debe de haber tenido bastantes problemas de culpa, y muy
serios, por la muerte de su hijo —contestó Abbas—. ¿Por qué otro motivo un judío se
habría tomado la molestia de edificarnos una casa?
—Zoher era mi amigo. Como tú, yo me figuraba que no podía ser un verdadero
amigo, pero me demostró que sí lo era. Zoher estaba distanciado de su padre, pero, a
pesar de ello, este hombre opta por hacer esto por nosotros en nombre de su hijo. —
Le hablaba con calma, como lo hubiera hecho Baba—. Su padre no tenía por qué
construirnos una casa, pero lo ha hecho.

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—Probablemente no le ha llevado ni cinco minutos obtener el permiso —opinó
Abbas—. Para eso es judío. Tiene su propia constructora. Estoy seguro de que no le
ha costado mucho.
—Tiene tres dormitorios, un cuarto de baño y una gran cocina. Ha colocado una
estufa de leña, ventanas de cristal, una puerta principal y otra atrás. Es una bonita
casa —aduje.
Anduvimos unos minutos en silencio; yo caminaba despacio para adecuarme a su
paso. Finalmente, le puse una mano en el hombro y le dije:
—Me alegro de que hayas venido.
Las palabras que él no pronunció me pesaban. Tragué saliva. No sabía cómo
rebajar la tensión.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté cuando llegamos a la parada.
—Baba está en el hospital y no sé qué le ha sucedido. Soy un lisiado de dieciocho
años. Amal y Sara están muertas. Y mi hermano toma partido por sus asesinos.
¿Cómo crees que me encuentro? —Sus ojos saltones se clavaron en los míos—. Me
alegro de que te haya dejado venir.
—No es mal tipo.
—Que Dios perdone tu estupidez. —Se apartó de mí—. El diablo te ha seducido.
—¿Adónde nos conduce odiarlos?
Abbas puso las manos con las palmas hacia arriba.
—Tienes que escuchar al doctor Habash.
Miré rápidamente alrededor. Si los israelíes se enteraban de que Abbas apoyaba al
doctor Habash, podrían encarcelarlo, enviarlo al exilio o matarlo. Era ilegal apoyar a
un partido que se oponía a que Israel fuera un estado judío.
—Ten cuidado —dije.
—¿No quieres que yo crea que deberíamos tener un estado laico, democrático y
no confesional?
—Él es partidario de la violencia.
—¿Y de qué otra forma vamos a liberar Palestina? ¿Tú crees que basta con
pedirles que queremos un país laico?
—Solo el perdón te hará libre —repetí las palabras de Baba—. ¿Qué es mejor?
¿Perdonar y olvidar, o recordar y amargarse?
—Tú nos traicionas, a Baba y a mí y a nuestras hermanas muertas, trabando
amistad con nuestros opresores. Deben pagar por lo que nos han hecho. No hay un
solo día en que yo no sienta dolor. No puedo trabajar. Baba sigue en la cárcel. Ruego
que llegue el día en que los machaquemos como a dientes de ajo.
—Si nos vengamos de sus actos, seremos iguales a ellos; pero si los perdonamos,
seremos mejores que ellos —dije citando una vez más a Baba.
—Los odio.
—El odio es un castigo que uno se inflige a sí mismo. ¿Crees que ellos sufren
porque tú los odias?

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—Si dejo de odiarlos, ¿pondrán a Baba en libertad, aliviarán mis dolores y nos
devolverán a Amal y Sara?
—¿Y si sigues odiándolos conseguirás todas esas cosas?
Me lanzó una mirada furibunda.
—Ya no te conozco, la verdad.
Suspiré. En realidad, mi hermano no se acordaba mucho de Baba. Hablar con él
de los israelíes era una pérdida de tiempo. Tenía serias dudas de que nuestra relación
volviera a ser un día tan estrecha como antaño. ¿No había sensatez en el mundo?
Durante el viaje al hospital, que quedaba en Beerseba, Abbas apenas me dirigió la
palabra. Me puse a pensar en el profesor Sharon y en mi nueva forma de encarar
nuestra investigación. Analicé mentalmente los datos tratando de encontrar el modo
de aumentar la predictibilidad.
Las sirenas atronaban a medida que nos acercábamos al hospital. Había olor a
muerte en el aire. Entré temblando de miedo.
El guardia apostado en la puerta nos pidió nuestros carnés de identidad y se los
dimos.
—¿A quién vienen a ver? —preguntó.
—A Mahmud Hamid, nuestro padre —respondí.
El guardia examinó los papeles y levantó las cejas.
—¿El convicto? —preguntó.
—Sí —dije.
Él sacó el walkie-talkie que llevaba sujeto al cinturón y pidió una escolta para el
pabellón de prisioneros. Aparecieron dos soldados con casco, armados con Uzis,
granadas y porras, y esposas colgando de sus cinturones. Nos escoltaron hasta una
habitación.
—Desvístanse —ordenó uno de ellos.
Me quité el pantalón.
Abbas abrió los ojos como platos, como si acabara de presenciar un asesinato.
—¿Qué haces? —me preguntó.
—Me desvisto.
—Pues yo no lo haré.
—Le diré a Baba que has venido.
—Bueno… Tengo muchas cosas que contarle.
Intentó sacarse la túnica por la cabeza, pero no podía alzar los brazos lo
suficiente; era mamá quien lo ayudaba a desvestirse. Los soldados nos miraban, así
que me acerqué y le quité la túnica. Nos quedamos de pie, uno al lado del otro, en
ropa interior.
—¡Todo! —ordenó el mismo soldado.
Abbas bajó la vista y se quitó la ropa interior, maldiciendo por lo bajo.
—¡Silencio! —El soldado lo apuntó con su Uzi a la cabeza.
—¡Por favor! —supliqué—. Se está recuperando de su espalda herida. —Miré a

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mi hermano y le pedí en árabe—: ¡Por Dios, Abbas, deja ya de murmurar!
Calló.
Los guardias nos escoltaron hasta el sótano. Había dos guardias más sentados en
la puerta y tres de pie en el interior. Baba estaba encadenado a una camilla ubicada en
un rincón.
La emoción no me permitió hablar. Tomé una de sus manos y Abbas la otra.
—¡Qué grande estás! —le dijo Baba—. Siete años han pasado.
Abbas lo miraba con miedo.
—No te preocupes —dijo Baba—. Me pondré bien.
Acostado en esa camilla, encadenado, parecía un anciano cansado. Miré la tablilla
con su historial. Tenía tres costillas rotas y una severa conmoción.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó Abbas entre dientes.
—Hay un nuevo comandante. —Baba sacudió la cabeza—. Un hombre lleno de
odio. Se le fue la mano. Los demás guardias se sintieron muy mal.
Abbas enrojeció.
—Los guardias me lo quitaron de encima. Soy resistente.
Baba trató de sonreír, pero no podía.
Nos habló de los retratos que había dibujado y de la música que había empezado a
componer. Preguntó por mamá y por el resto de la familia. Nos aseguró que se sentía
bien y casi diría que trató de levantarme el ánimo.
Sonó una campanilla y los visitantes comenzaron a despedirse.
—Volveremos —dije.
—No —contestó Baba—. Tienes que centrarte en tus estudios y ahorrar dinero.
Con tus cartas me basta.
—Hora de marcharse. —El guardia señaló con su Uzi la puerta.
Abbas y yo salimos de allí con la cabeza gacha.
El autobús me dejó delante de la entrada principal del campus de Givat Ram, que
ya estaba a oscuras. Abbas apenas me dirigió la palabra. La luz del despacho del
profesor Sharon estaba encendida. A lo mejor aún estaba trabajando. Entré en el
edificio. Iba por el pasillo en penumbra cuando de pronto oí voces en su despacho.
—Ni siquiera son humanos.
Reconocí la voz de la mujer. Era Aliyah, o así se hacía llamar desde que había
cambiado su nombre a su llegada a Israel procedente de Sudáfrica. Era la esposa de
Sharon.
Era obvio que Aliyah no veía con buenos ojos que su esposo trabajara con un
árabe. Unas semanas antes, el profesor había pillado la gripe y me había pedido que
le llevara los últimos datos a su casa, una antigua casona árabe situada en las
cercanías de la estación central. Se los había entregado a ella pasándole el sobre por
encima de la cadena de la puerta.
—¡Hazlo pasar! —gritó él desde su cuarto.
—¿Qué van a pensar los vecinos?

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Y me cerró la puerta en las narices. Oí gritos en el interior de la casa. Un minuto
después, Sharon abrió la puerta y me hizo pasar. Su mujer no se dejó ver en ningún
momento.
—Este chico es un genio —decía ahora la voz del profesor Sharon—. Su idea
tiene fundamento.
Él tenía problemas en su matrimonio. Le había escuchado decir a otras personas
que Aliyah se quejaba constantemente: que él trabajaba demasiado y no ganaba
bastante dinero, que lo único que le interesaba era la ciencia y nunca hacían algo
juntos porque a él no le apetecía. El profesor argumentaba que ella gozaba de muchos
privilegios: nunca había trabajado en su vida y pasaba el santo día de compras.
Quería que él se dedicara a la industria porque como profesor no ganaba suficiente
dinero. En una ocasión le oí decir que hubiera preferido no haberse casado con ella.
—¿A partir del modelo bottom-up? —Aliyah hablaba como si fuera una experta
en la materia—. Es ridículo.
—Tú ni has terminado la secundaria. Él tiene razón. Ahora lo pequeño es lo
grande. La ciencia va en esa dirección.
—No entiendo cómo puedes trabajar con él. —Su voz rezumaba asco—. Ese
puesto debería ocuparlo un judío.
—Para mí es más importante el progreso de la humanidad.
No pude creerlo. El profesor Sharon defendía mi idea.
—¿Dónde está ese terrorista que tienes de ayudante?
Quise correr a mi cuarto, pero las piernas no me obedecían. ¿Cuándo volvería a
tener otra oportunidad de oír al profesor Sharon defendiéndome, aunque lo hubiera
hecho solo para fastidiar a su esposa?
—Su padre está en el hospital —respondió el profesor.
—Todos esos árabes solo quieren exterminarnos.
—Nosotros tenemos una baza. Tierra a cambio de paz. ¿Qué vamos a hacer con
Cisjordania y Gaza? Allí hay millones de árabes. Y al ritmo que se reproducen, un día
serán muchos más que nosotros.
—Los árabes no son humanos. Son todos terroristas. Lo llevan en la sangre.
—Hablas como una nazi. A largo plazo, si trabajamos juntos, todos saldremos
ganando.
—Esas cucarachas no estarán contentas hasta que recuperen la totalidad de Israel.
Alguien arrastró una silla por el suelo. Me alejé precipitadamente.
A la mañana siguiente, llegué temprano. El profesor ya estaba en su despacho. Me
fijé que había una maleta en un rincón, y una almohada y una manta sobre el diván. A
partir de ese día trabajamos juntos de la mañana a la noche. Yo aguardaba con
impaciencia la taza de café que bebíamos juntos cada mañana. Me había dado la
oportunidad de mi vida, o yo se la había dado a él. O nos la habíamos dado
mutuamente. Quién sabe.

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32

E l año 1969 comenzó con un milagro. La bibliotecaria anunció que estaba


nevando y todos nos precipitamos fuera. Me quedé allí, en camiseta y
pantalones cortos, asombrado, contemplando con qué perfección caían del cielo los
copos. Era la primera vez en mi vida que veía nevar.
Cuando volví a mi cuarto, no podía flexionar los dedos. Me castañeteaban los
dientes. Encendí la estufa de parafina que nos habían dado para calentarnos en las
noches frías y lo coloqué en el centro de la habitación. Jameel entró enfundado en un
abrigo de invierno, con guantes, sombrero y bufanda. Llevaba en la mano una gran
bolsa de la compra.
—Tienes que ir a comprarte algo de abrigo —dijo.
—La nieve no durará.
—Aquí siempre hace frío en invierno cuando llueve. —Jameel sacudió la cabeza
—. Gasta un poquito de tu dinero, no seas tan tacaño. No puedo creer cómo vives.
Jameel se acostó y yo me quedé despierto con mis libros. Pasaba de la
medianoche cuando noté olor a humo. Me asomé al pasillo con la manta echada sobre
los hombros.
Salían llamas de un calefactor de parafina que había junto a la puerta del cuarto
número 5, donde vivían dos israelíes. Seguramente tenían demasiado calor y habían
sacado la estufa al pasillo.
—¡Fuego! —grité lo más fuerte que pude—. ¡Yonatan, Shamuel, saltad por la
ventana!
Me enrollé la manta en la mano y rompí el cristal del extintor de incendios. Sin
dejar de gritar para despertarlos, rocié las llamas. Una espuma blanca cubrió la puerta
y el suelo. Jameel salió en camisa de dormir, con los pelos de punta. Otras puertas se
abrieron y aparecieron israelíes en pijama, ropa interior o albornoces. Algunos
estaban descalzos, otros en zapatillas, botas militares o deportivas. Jameel agarró otro
extintor y me ayudó a combatir las llamas. Los demás intentaban sofocar el fuego con
mantas.
La puerta de la calle se abrió y entraron Yonatan y Shamuel. Habían saltado por la
ventana cuando me oyeron gritar. Había espuma por todas partes y un humo denso
inundaba el pasillo. Abrimos las puertas de ambos lados para que corriera el aire frío.
Jameel, los israelíes y yo trajinamos en medio del frío durante horas limpiando la
espuma. Tiritando, descolgué la puerta quemada y coloqué otra que saqué de un
cuarto vacío.
Cuando hube terminado, todos aplaudieron.
—Eres un héroe, tío. —Yonatan me palmeó la espalda—. ¡Todos a la cocina, a
brindar por Ichmad!
Nos reunimos en la cocina, judíos y árabes, y bebimos sahlab con canela, coco

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molido y pistachos troceados.
Me licencié en Física, Química y Matemáticas con las mejores notas de mi clase.
El profesor Sharon me propuso que, además de seguir con nuestros trabajos de
investigación, fuera su auxiliar de cátedra, remunerado. Con lo organizada que era
mamá, mi salario era más que suficiente para alimentar y vestir a toda la familia.
El profesor insistió en ser mi director de tesis de doctorado. Habíamos publicado
juntos cinco artículos en la prestigiosa Journal of Physics. El profesor había
publicado en dicha revista los resultados de sus investigaciones en tres ocasiones en
toda su carrera. Jameel estaba haciendo su doctorado en Matemáticas y seguíamos
viviendo juntos.
Cuando empecé a trabajar como auxiliar de cátedra del profesor Sharon,
precisamente esa misma semana me enamoré.
—Amani —dijo cuando le tocó presentarse en clase.
Mis ojos se encontraron con los suyos, melosos como los de una gacela, y
tardamos en apartarlos. Antes de Amani, en todo el tiempo que llevaba en la
universidad no había visto una sola muchacha árabe que me pareciera atractiva. Las
chicas bonitas siempre se casaban antes de los dieciocho años.
Sharon también se enamoró aquel semestre. La Asociación por la Paz Mundial
envió a su periodista, Justice Levy, una norteamericana, a entrevistarnos en relación
con el trabajo que hacíamos juntos. Justice tenía un rebelde pelo rojizo que le caía
sobre los ojos, y todo el tiempo que estuvo sentada en el despacho del profesor no
hacía más que echárselo hacia atrás. Le chispeaban los ojos cuando paseó su mirada
por las estanterías de libros. Con su falda larga y vaporosa, su colorida camiseta, la
chaqueta de macramé y signos de paz en plata, del tamaño de un puño, colgando del
cuello y las orejas, era el polo opuesto de Aliyah.
Durante la entrevista, el profesor Sharon no dejaba de mirar a Justice. Ella lo
felicitó por haberme aceptado como ayudante de investigación. Empezaron a salir
juntos. Pocas semanas después, él se mudó al apartamento de ella. Al menos una vez
por semana, como mínimo, Justice se empeñaba en que él me invitara a cenar con
ellos. Mi relación con Amani, en cambio, existía solo en mi imaginación. Poco
tiempo después de que yo pusiera mis ojos en ella por primera vez, le conté a Jameel
que la joven estaba en mi clase. Me dijo que venía de Acre.
—¿Por qué no está casada?
—Ha tenido varias propuestas —explicó Jameel—, pero las ha rechazado. Hizo
una huelga de hambre cuando su padre quiso obligarla a casarse con su primo. ¿Sabes
que está entre las graduadas con mejor nota de su clase?
Quería seguir preguntándole, pero no hubiese sido prudente.
Toda la semana yo esperaba la llegada del martes y jueves por la mañana, de
nueve a diez, los únicos momentos en que podíamos mirarnos.
Al término del primer semestre, recogí los exámenes finales y me dirigí a mi
despacho. El profesor Sharon se había ocupado de que yo dispusiera de una pequeña

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habitación con un escritorio, una lámpara y tres sillas de plástico para recibir a los
estudiantes. Pasé rápidamente con el dedo los cuadernillos azules que contenían las
pruebas hasta que encontré el de Amani. Su calificación era de sesenta y cuatro por
ciento. Me sentí un poco decepcionado. Había creído que era tan hermosa como
brillante, pero sabía que podría ayudarla.
Después de entregar las pruebas corregidas, anuncié a mis alumnos que estaría
disponible en mi despacho para ayudar a los que desearan aprobar el examen Moed
Bet, la segunda oportunidad de pasar el examen que se ofrecía a los estudiantes que
aspirasen a mejorar sus calificaciones.
Me hallaba leyendo un libro sobre cuántica cuando alguien llamó a la puerta.
—Pase —dije en hebreo.
Era Amani, en vaqueros de campana y camiseta roja. Su largo pelo azabache
enmarcaba su rostro de porcelana. Respiré hondo. Venía con una amiga, una chica
obesa y con acné que al parecer la acompañaba en funciones de carabina.
—¿En qué puedo ayudarla? —pregunté en árabe, sorprendido por haber sido
capaz de decir algo coherente. Era sumamente impropio por parte de un hombre
soltero ayudar a una mujer soltera. Las chicas buenas no hablaban con un hombre que
no fuera su esposo. Pero no estábamos en la aldea. A mi entender, la única regla que
yo debía respetar era que mi puerta permaneciera siempre abierta.
—¿Puede ayudarme? —preguntó Amani.
—¿Está dispuesta a trabajar?
—Haré todo lo que haga falta —dijo mirándome a los ojos—. La ciencia es mi
vida.
—¿Por qué razón?
—Las leyes de la naturaleza —sonrió— me fascinan.
Señalé con la mano las dos sillas ubicadas delante de mi escritorio.
—Por favor. —Ambas tomaron asiento—. ¿Ha traído su examen?
Amani colocó su bolso negro sobre el escritorio y sacó la hoja del examen.
Mientras me la tendía, ladeó la cabeza y echó atrás su cabello sedoso sin dejar de
mirarme.
Traté de no mirarla.
—Empecemos por la primera pregunta. Un motor eléctrico con una potencia de
salida de 0,2 hp se utiliza para levantar un contenedor a la velocidad de 5,0 cm/s.
¿Cuál es la mayor masa que este motor puede elevar a esta velocidad constante? —
Carraspeé—. Supongamos que la potencia de salida del motor es de 0,25 hp = 186,5
W. En 1,0 s, el contenedor mg es elevado a una distancia de 0,050 m.
Cuando iba a abrir la boca para concluir, Amani me interrumpió.
—Por lo tanto, el trabajo realizado en 1,0 = (peso) (la altura cambia en 1,0 s) =
(0,050 m). Por definición, potencia = trabajo/tiempo, de modo que 186,5 W = (mg)
(0,00 m) 1,0 s. Utilizando g = 9,81 m/s2, encontramos que m = 381 kg. El motor
puede levantar un contenedor de aproximadamente 0,38 × 103 kg a esta velocidad

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constante.
Me quedé mirándola.
Ella me guiñó un ojo.
Eché un vistazo al reloj. Debía marcharme al cabo de cinco minutos a dictar mi
clase de Física Avanzada. Le propuse que nos viéramos nuevamente por la mañana,
aunque sospechaba que en realidad ella no precisaba mi ayuda. Me pregunté por qué
habría hecho tan mal su examen.
Me sentía seguro al frente de la clase, por más que vistiese la ropa hecha por
mamá. El equilibrio de poderes había cambiado. En mis clases, la autoridad era yo. Y
cuando enseñaba, especialmente en presencia de Amani, tenía confianza en mí
mismo.
Tanto los israelíes como los árabes me decían que me parecía al actor Omar
Sharif. Yo había visto su foto en un diario israelí. El gobierno de Nasser estuvo a
punto de quitarle la ciudadanía cuando la prensa egipcia dio a conocer su romance
con Barbara Streisand, una firme partidaria del Estado de Israel. A veces me daba
cuenta de que las chicas israelíes me miraban, pero nunca me había sentido seguro
hasta que empecé a enseñar.
Todas las mañanas durante una semana Amani acudió a mi despacho acompañada
por su carabina, pero una mañana por fin vino sola. Cuando abrí la puerta para
hacerla pasar, no entró.
—Silwah está enferma —dijo. Sonrió y alzó las cejas.
Me encogí de hombros.
—Dejaré la puerta abierta.
Con una amplia sonrisa, entró y tomó asiento en su silla de costumbre. Yo me
senté a su lado. Volvió la cabeza hacia mí y nuestros ojos se encontraron. Ninguno de
los dos lo reconoció, pero yo estaba seguro de que nos habíamos enamorado.
Amani aprobó el Moed Bet con una nota excelente. Me hubiera gustado atribuir
su éxito a mis clases particulares, pero estaba empezando a sospechar que había
suspendido adrede su primer examen. ¿Lo había hecho para conocerme mejor?
Nadia, mi hermana menor, se había casado hacía un mes con un viudo de nombre
Ziad. Este hombre tenía siete niños. Mamá no cabía en sí de alegría. La esposa del
novio acababa de fallecer y ni él ni nuestra familia podían costear una boda. Mamá
llevó a casa el contrato de matrimonio para que Nadia lo firmase.
Nadia vio a su esposo por primera vez después de casarse, cuando se mudó a vivir
a una habitación que era la mitad del tamaño de mi cuarto de estudiante, en la casa de
sus suegros, con su flamante marido y sus siete hijos. Me sentí mal pensando que
Baba no había podido estar presente para ver a su hija marcharse al hogar de la
familia de su esposo, y me prometí que esperaría a que él recuperase la libertad para
casarme. Se alegró mucho cuando le escribí para contarle que me había enamorado
de Amani. Le dije que no me casaría hasta que él saliera de la cárcel. Mi madre
estaba deseando que yo formara una familia, pero también ella quería que Baba

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estuviera presente. En su contestación me dijo que no tenía por qué esperar, pero lo
convencí de que, para mi carrera, era mejor graduarme primero. Aceptó.
Hacia el final de mi doctorado, el profesor Sharon y yo estábamos a punto de
hacernos una idea de cómo construir materiales con el enfoque bottom-up. Me
propuso que escribiera mi tesis sobre el tema, pero argumenté que el proyecto aún
estaba en pañales. Tenía, en efecto, un potencial extraordinario, pero podría llevarnos
décadas, y yo necesitaba algo maduro, seguro y rápido. Por Baba.
—Si deseas coger el fruto, debes arriesgarte —me dijo, y explicó que se trataba
de una inversión a largo plazo—. Podemos lograrlo si trabajamos juntos.
—Pero mi familia…
—¿Quieres el camino seguro y fácil o el que conduce a la gloria?
—Es que mi padre…
—¿Acaso quiere él un hijo que se contente con el mínimo de su capacidad, o uno
que despliegue al máximo su potencial?
No pude menos que estar de acuerdo con él.
El profesor Sharon y Justice se casaron cuando estaba a punto de obtener mi título
de doctorado. Amani y yo manteníamos una relación platónica y seguíamos
viéndonos para conversar sobre sus deberes de Física. No hacía falta que habláramos
de la química y atracción que nos unía. Por otra parte, yo sabía perfectamente que
nada sexual ocurriría entre nosotros hasta que estuviéramos casados. Sin embargo,
todos sabían que éramos pareja, puesto que Amani siguió viniendo a mi despacho
después de haber aprobado mi curso, semestre tras semestre, durante los dos años y
medio siguientes. Estaba previsto que ella terminaría su licenciatura el mismo año en
que yo acabaría el primer año de mi doctorado. Figuraba en la lista de honor de la
universidad y era la mejor de su clase.
Dos semanas antes de graduarse y regresar a su aldea, Amani y yo estábamos
sentados en mi despacho. Amani preparaba su prueba final de astrofísica. La miré a
los ojos, esos ojos suyos color miel. Deseaba acariciarle su sedoso pelo negro y bajar
la cremallera de su vestido color crema, pero sabía que no podía darle ni un beso.
—¿Me harás el honor de ser mi esposa? —le pregunté.
Tenía que habérselo pedido primero a su padre, pero esas reglas solo se aplicaban
en la aldea.
Sonrió.
—Mi padre está preso —añadí.
Miré al escritorio, temeroso de ver su reacción. Cada vez que surgía el tema de
Baba, yo encontraba la forma de soslayarlo. Nuestra relación se limitaba a las veces
que ella venía a verme al despacho. Cualquier otra cosa le hubiera ocasionado
problemas con su familia.
—No lo sabía —dijo.
—Saldrá libre al finalizar el año escolar. —No mencioné que había estado en la
cárcel mucho tiempo—. Me gustaría casarme contigo entonces.

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—Mi padre —puso una cara como si acabara de beber leche agria— no me
autorizará a casarme a menos que la boda se celebre conforme a la tradición.
—¿Dónde? —pregunté.
—En cualquier parte, menos en Acre —contestó sonriendo.
—¿Y dónde viviremos?
Se encogió de hombros.
—Te amo. —La miré a los ojos. Ansiaba tocar su mano, apretarla en la mía.
Amani se inclinó y me besó, cogiéndome desprevenido. Deseé que lo repitiera,
ansioso. Cerré los ojos un instante. Olía a brisa fresca.
—Amani —dije, y cogí su rostro entre mis manos.
Sonrió y me besó de nuevo. Consciente de que sería la única vez que podría
besarla hasta nuestra boda, retuve su rostro lo más que pude. Agitó las pestañas.
—¿Está Jameel en tu cuarto? —preguntó.
¿Había entendido bien? No debíamos ir más lejos. Si alguien nos descubría, no
solo la reputación de Amani quedaría arruinada, sino también la de toda su familia.
Nadie se casaría con sus hermanas solteras y la gente hablaría mal de sus padres. Si
su familia era conservadora, hasta podía ocurrir que la castigaran o incluso la
mataran. ¿En qué estaba pensando?

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33

A bbas y yo aguardábamos en la entrada del Centro de Detención Dror. Yo


pensaba en lo que habría sucedido si Jameel no hubiera estado en la habitación.
No, me dije, nos habríamos casado enseguida. Mamá y Nadia se habían quedado en
casa preparando la fiesta de bienvenida para Baba. Hani estaba nervioso, pues no
conservaba el menor recuerdo de Baba. Fadi quiso acompañarnos, pero, según la ley
israelí, solo podían acudir dos personas a recibir a un prisionero liberado. No
deseaban que la puesta en libertad diera lugar a una celebración.
Quise que fuera Abbas quien me acompañara. Confiaba en que Baba podría
cambiar su manera de pensar, convencerlo de que la violencia no era el camino.
Abbas estaba obsesionado con el doctor George Habash y su Frente Popular para la
Liberación de Palestina.
Al mediodía, cinco soldados abrieron el portal de entrada y nos apuntaron con sus
armas, a mí, a Abbas y a la docena de palestinos que esperábamos ansiosos la
liberación de nuestros seres queridos.
Así estábamos, en esa incómoda confrontación, cuando de pronto el viento sopló
más fuerte. Las partículas de arena se aflojaron y luego comenzaron a saltar, lo que
indujo un campo eléctrico estático por la fricción. La arena saltando adquirió una
carga negativa respecto al suelo, que a su vez aflojó más partículas de arena. Y así, en
un periquete nos vimos envueltos en una tormenta de arena. De pronto no se veía
nada. Tenía arena en la boca, los oídos y los ojos. Los niños gritaban. Los hombres se
tapaban la cara con sus kufiyyas, lo mismo que las mujeres con sus velos. Abbas
levantó los brazos para protegerse la cara e hizo una mueca de dolor. Cuando todo
pasó, me sacudí la arena del cuerpo y luego traté de quitarla de la cara de Abbas para
que no tuviera que volver a levantar los brazos, pero no quiso que lo hiciera. La
tensión entre ambos era palpable. Me resultaba difícil creer que nos hubiéramos
distanciado tanto. Pese a mis esfuerzos por encontrar algo que nos uniera, Abbas
saboteaba cada una de mis tentativas. No toleraba que yo trabajara con el profesor
Sharon.
Los prisioneros se hallaban sentados en el suelo, en hilera, cubiertos de arena. Un
soldado comenzó a llamarlos por números. Hasta que llegó al número 2023.
Cuando un prisionero oía su número, se adelantaba un paso. Reconocí a Baba
entre la multitud.
El soldado encargado ordenó a los veintiocho presos que saldrían en libertad que
se pusieran en fila. Cuando Baba se incorporó a la fila, los demás presos le
estrecharon la mano y lo felicitaron batiendo palmas. Los guardias que se
encontraban por allí se despidieron de él y le desearon buena suerte. Y cada vez que
Abbas los oía reaccionaba como si le dieran un latigazo. Dos soldados cacheaban a
cada uno de los prisioneros a medida que la fila avanzaba y cruzaban el portal,

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dirigiéndose entonces hacia donde nos encontrábamos esperándolos. Los escoltaban
guardias armados.
Los liberados, vestidos de negro, eran de todas las edades. Algunos no parecían
tener más de doce o trece años, y algunos rondaban los setenta. Los guardias
ayudaron a tenerse en pie a cinco que no podían caminar sin ayuda. A causa de las
tantas despedidas, Baba acabó siendo el último de la fila. Hasta los guardias
apostados en la entrada le palmearon la espalda.
Incapaz de esperar, corrí hacia él. Le faltaban los dos dientes frontales y su rostro
semejaba una bolsa de papel arrugado. Abbas y yo le besamos la mano derecha. Tío
Kamal aguardaba a la vuelta de la esquina, en el coche que usaba como taxi. Habían
pasado muchos años desde la detención de Baba, los suficientes como para que los
israelíes ya no tuvieran a nuestros amigos y familiares en el punto de mira.
Mamá y Nadia habían pegado flores de plástico encima del coche y puesto dentro
galletas con dátiles, pistachos y almendras, higos, albaricoques, naranjas, uvas y
botellas de agua. Baba se sentó al lado de tío Kamal, pero volvía la cabeza hacia atrás
asiduamente y no paraba de repetirme:
—No puedo creer que seas un estudiante universitario.
Abbas, obcecado, hizo todo el trayecto mirando por la ventanilla. Ni Baba ni yo
sabíamos qué decirle para consolarlo.
El patio de la nueva casa de mi familia estaba lleno de gente: la gente de la aldea
había llegado antes que nosotros. Yo me alegraba de que Baba ignorase que nos
habían obligado a vivir durante años en unas infectas tiendas de campaña. No había
alcanzado a apearse del coche cuando mamá, Nadia y Fadi ya lo abrazaban y
besaban. Lloraba cuando dijo:
—Ojalá Amal y Sara estuvieran aquí, con nosotros.
Hani se mantenía apartado. Lo acerqué y se lo presenté a Baba. Hani le tendió la
mano y mi padre se la estrechó largamente. Era una situación incómoda, pero yo
confiaba en que, con el tiempo, entrarían en confianza. Los miembros de la familia y
la gente del pueblo rodearon a Baba prodigándole muestras de afecto.
Abu Sayeed trajo su violín y mamá le regaló a Baba un oud de segunda mano. En
cuestión de minutos, como si no hubieran transcurrido catorce largos años, Baba y
Abu Sayeed se pusieron a tocar juntos. Baba rasgueaba las cuerdas y cantaba a voz en
cuello. Reímos y bailamos hasta altas horas de la madrugada.
El control militar de nuestra aldea había cesado en 1966 y ya no estábamos
sometidos a toques de queda. Ahora los militares controlaban Cisjordania y Gaza.
Del otro lado de la frontera, en el campo de refugiados de Cisjordania, las tiendas se
habían transformado en un laberinto de paredes de bloques y tejados de chapa
ondulada. Durante el día oíamos el ruido de los bulldozers y disparos. Las noches
eran tranquilas, pues la gente, después del toque de queda, se encerraba en sus casas.
A la mañana siguiente, llevé a Baba a la parte trasera de la casa para enseñarle los
catorce olivos que habíamos plantado en su nombre. Amal y Sa’dah, los dos

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primeros, eran árboles muy altos y gruesos. Me recordaban a la gente de mi pueblo.
Yo había pasado horas y horas observando a los israelíes cosechar las aceitunas de los
olivos que habían confiscado a nuestra aldea. Golpeaban violentamente los árboles
con palos para hacerlas caer. A mí me maravillaba comprobar que, a pesar de los
golpes, la aridez del paisaje y el horrendo calor, aquellos árboles sobrevivían y daban
frutos cada año, siglo tras siglo.
Sabía que su fuerza estaba en sus raíces, tan profundas que, aun si los talaban,
volverían a echar retoños para crear las nuevas generaciones. Siempre he creído que
la fuerza de mi pueblo, como la del olivo, está en nuestras raíces.
A la sombra del almendro, le dije a Baba una vez más que deseaba casarme con
Amani. Me dio su bendición. Esa noche, mientras mamá, mis hermanos y yo
estábamos sentados fuera bebiendo té, les comuniqué mi inminente boda.
—¡Por fin! —exclamó mamá.
Decidí ir a casa de Amani y pedir su mano.

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34

E n el autobús que me conducía a casa de Amani, pensé en lo que diría a su padre


y en cómo sería nuestra vida juntos. Nos casaríamos en mi aldea. Nuestro
primer varón se llamaría Mahmud. Me imaginé cómo sería besarla, acariciarla. Una
vez finalizado mi doctorado, viajaría al extranjero, quizás a Norteamérica, a hacer un
trabajo de investigación posdoctoral.
Cuando llamé a la puerta, me asaltó la duda sobre mi aliento. Tenía la garganta
seca. ¿Cómo iba a pedir su mano con mal aliento? Un hombre abrió la puerta.
—Buenas tardes. Soy Ichmad Hamid.
El hombre, casi un cincuentón, tenía los pómulos y el mentón de Amani. Esperé,
pero él no respondía. ¿Por qué no me invitaba a pasar?
—Soy candidato a la obtención de un doctorado en Física, en la Universidad
Hebrea. Desearía hablar con usted.
Impasible, me hizo un gesto para que pasara. Luego miró fuera como si quisiera
asegurarse de que nadie me había visto entrar. Una vez dentro, me quedé de pie, pues
él no me invitó a tomar asiento en los cojines dispuestos en el suelo. El olor de mi
aliento me enfermaba.
—He conocido a su hija Amani en la universidad —empecé.
No podía creer que su padre no me ofreciera ni un vaso de agua. Me fulminó con
la mirada. El silencio en la habitación era aplastante. Cada minuto me parecía un día.
—Soy del Triángulo —me dijo de pronto.
Olvidé todo lo que quería decirle. Se produjo un silencio aún más incómodo. Su
padre debía de haberse enterado de mis intenciones. ¿Por qué otro motivo habría ido
yo a verlo a su casa? Era un candidato al doctorado en Física. Me había ganado el
respeto de profesores y estudiantes, tanto judíos como árabes.
Amani había cumplido veintiún años. En mi país, la mayor parte de las chicas
árabes de su edad no solo estaban casadas sino que ya tenían varios hijos.
Pensé en mamá, que había saltado de alegría cuando Ziad le propuso matrimonio
a mi hermana Nadia sin tener otra cosa que ofrecerle que un cuarto en casa de sus
padres. Nadia y Ziad tuvieron dos hijos y mi hermana estaba embarazada
nuevamente. Eran once los que vivían en esa habitación.
El padre de Amani, con los brazos en jarras, se conducía como si yo le estuviera
haciendo perder el tiempo.
—He venido a pedirle la mano de su hija Amani.
—No lo consiento. —Su negativa fue tajante.
Me sentí como si me hubieran dado una bofetada, aturdido. Nunca había
contemplado la posibilidad de que su padre fuera a negarse. Quizá se había enterado
de que Baba acababa de salir de la cárcel. ¿Se lo habrían contado los israelíes?
—¿Por qué no? —pregunté.

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—Se ha casado con el hijo de mi hermano.
Un cuchillo en mi corazón habría sido más amable.
—¿Dónde está? —pregunté—. Quiero hablar con ella.
—Ahora vive con su esposo.
—Gracias. Gracias por su tiempo —me esforcé en decirle al marcharme de allí.
Una vez en la calle, maldije mi cultura, que privaba a las mujeres del derecho de
elegir esposo. Yo había creído que Amani esperaba que yo fuera a su casa a pedir su
mano. ¿Sería capaz de decirle a Baba que me habían rechazado? Ya había sufrido
bastante. ¿Y yo? ¿Cómo haría para seguir adelante sin ella? ¿Sabía Amani que su
primo iba a casarse con ella? ¿Fue por ese hombre que había hecho la huelga de
hambre, para no tener que casarse con él? ¿Por eso había salido conmigo? ¿Para que
él la considerara una indeseable? ¿Quiso acostarse conmigo para dejar de ser virgen,
y así, si la obligaban a casarse con su primo, él la repudiara y la devolviera a su
familia?
Fui directamente a casa de Jameel. Él conocía mi proyecto, sabía que iba a pedirle
a Amani que se casara conmigo. ¿Por qué no me había mencionado a ese primo?
Abu Jameel, con su bigote bien recortado y su impecable túnica blanca, abrió la
puerta.
—¡Qué honor! —exclamó—. Pasa, pasa. Por favor, ponte cómodo, estás en tu
casa. Um Jameel, tráenos té, tenemos un invitado muy especial. Ichmad está aquí.
Um Jameel apareció con dos vasos de té.
—Voy a traeros una bandeja con mis más ricas galletas en honor de tu visitante —
dijo sonriente.
—Jameel me ha contado que estás haciendo el doctorado. Me alegra mucho que
los dos podáis seguir viviendo juntos —dijo Abu Jameel.
Um Jameel regresó con unas galletas de dátiles aún calientes y una fuente de
baklava. Estuvimos conversando en el salón durante más de una hora sobre mis
éxitos académicos, física, química y la universidad, hasta que entró Jameel.
—¡Qué gran honor! Quiero enseñarte algo —dijo, y me condujo a su habitación.
Me sentí aliviado, pues podría hablar a solas con él, si bien después del rechazo
del padre de Amani, el hecho de que Abu Jameel, director del instituto árabe de Acre,
me tratara con tanto respeto me había reconfortado.
—Supongo que te has enterado de lo de Amani —dijo Jameel nada más entrar en
su cuarto.
—¿Tú lo sabías?
—Fue ayer.
Ayer; mientras festejábamos mi familia y yo mi decisión de ir a pedir su mano,
como si nuestro matrimonio fuera algo seguro.
—¿La merece?
—Abandonó sus estudios en la Universidad de Haifa. Apuesto a que Amani
tendrá que mantenerlo.

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—¿Y mi amistad con ella?
—El cotilleo es como una tormenta en el desierto.
Bajé la vista. Me sentía muy triste.
—¿Sabía que debía casarse con él? —pregunté.
—Creo que sí.
Me faltó la respiración. Así pues, ella solo me había usado.
En el autobús, de regreso a casa, pensé en Amani y sentí mucha rabia. De pronto
recordé que mi familia estaba esperando a que yo les llevara noticias de mi novia.
Cuando llegué a la cresta de la colina, mamá y Nadia corrieron hacia mí ululando.
Baba, rezagado y sonriente, venía tras ellas. Bajé la cabeza. Ellas me rodearon y
siguieron ululando. ¿Qué iba a decirles?
—Al fin algo bueno —comentó mamá.
Mamá y una muy preñada Nadia, con sus dos niños y sus siete hijastros, me
siguieron al interior de la casa, locos de alegría.
—Felicitaciones, hijo. —Baba alargó sus brazos para abrazarme, pero se detuvo
de repente—. Dejadme un minuto a solas con Ichmad —pidió.
Caminamos juntos hacia el almendro. Yo miraba al suelo. Baba me puso una
mano en el hombro.
—¿Qué sucede, hijo?
—No habrá boda.
—Pues entonces no tenía que haberla.
Baba me abrazó. Lo aparté.
—¿Qué haré ahora?
—El éxito en la vida no tiene que ver con nuestros fracasos, ya sean pocos o
muchos, sino con nuestra forma de reaccionar ante ellos. Esto ha sucedido por alguna
razón. Y esa razón te está esperando ahí fuera. Lo único que tienes que hacer es
encontrarla.
Me palmeó la espalda. El peso de mis sueños rotos me agobiaba y tuve que
apoyarme en mi padre para caminar de regreso a la casa.
—Céntrate en tus estudios y sé paciente. La encontrarás donde menos lo esperes.
El profesor Sharon dirigió mi tesis doctoral durante los tres años siguientes. Mi
tesis sobre el desarrollo de un material sin silicio a partir del diseño bottom-up suscitó
interés internacional y me concedieron el Premio Israel de Física. El profesor Smart,
un premio Nobel del Instituto Tecnológico de Massachusetts, se puso en contacto con
el profesor Sharon con vistas a una posible colaboración, y lo instó a que se tomara el
próximo año sabático en el ITM. Sharon le dijo que no iría sin mí.
—No puedo marcharme —le dije al profesor—. Mi familia me necesita.
Me miró desde su escritorio.
—Yo también te necesito.
—No puedo abandonarlos —insistí.
Pese a que seguía siendo un estudiante a tiempo completo, podía mantenerlos con

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el dinero que ganaba como auxiliar del profesor Sharon en su cátedra y en la
investigación. Si me marchaba, no tendrían más remedio que vivir todos del
miserable sueldo de Fadi en el matadero. Sharon conocía mis circunstancias.
—Ya he hablado con el profesor Smart. —Una sonrisa se dibujó en su rostro—.
Podrás trabajar como nuestro investigador posdoctoral. Te pagaremos diez mil
dólares al año. Sabes que ni por asomo podrías ganar semejante cantidad de dinero
quedándote aquí.
Tenía razón. En Israel no había puestos académicos disponibles y los empleos a
los que podía aspirar alguien con mis calificaciones requerían haber cumplido con el
servicio militar.
—Déjeme pensarlo.
Iría a casa a pasar el fin de semana y lo hablaría con Baba. Tras catorce años de
separación no me apetecía marcharme a trabajar tan lejos.
Aquel fin de semana, en casa, le conté a Baba que me habían ofrecido un empleo
como investigador posdoctoral. Me dijo que debía aceptar y que no admitiría una
negativa por mi parte.
Enseguida de terminar mi doctorado, el profesor Sharon, Justice y yo nos
embarcamos en un avión rumbo a América. Tenía pensado vivir frugalmente a fin de
poder enviar a casa cada dólar que me sobrara. Veía desfilar los edificios del
aeropuerto por mi ventanilla a medida que cogíamos velocidad. La propulsión
aumentó y antes de que me diera cuenta habíamos abandonado la tierra.
—Gracias, profesor Sharon.
—Llámame Menájem —me dijo, y sonrió.

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