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(1966)
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que un israelí invitara a un palestino a tomar parte en un grupo. No deseaba
provocarlos. Zoher poseía una agudísima inteligencia para las matemáticas, y las
notas. ¿Tenía opción?
—¿Por qué no? —acepté ensayando una sonrisa.
—El domingo a las seis de la tarde —dijo Zoher—. Habitación número cuatro.
Ellos iban a ocupar la habitación contigua a la mía. Nunca me hubiera imaginado
que tendría que vivir en el mismo pabellón que los judíos. ¿Y si mi compañero de
cuarto también era judío? Me vería obligado a dormir con los ojos abiertos.
—¿Dónde queda el baño? —pregunté.
—Detrás de ti —contestó Rafi.
Los saludé con la mano y entré en el lavabo. Había tres compartimientos, tres
lavamanos blancos y tres espejos rectangulares en los que vi reflejada mi imagen.
¿Cómo era posible que yo viviera así cuando mi familia se lavaba a la intemperie, en
una tina de hojalata y con el agua que subían a cuestas desde la plaza de la aldea? El
rostro de Baba me miraba desde el espejo.
Pensé en cómo se comportaría él en esta situación. Una vez le pregunté cómo
hacía para parecer tan alegre en sus cartas, y me dijo que no iba a permitir que nadie
quebrantara su espíritu. Y me contó que cuando estaba con gente trataba siempre de
encontrar intereses comunes. Si Baba podía ganarse el respeto de los guardias de la
prisión con su canto, sus dibujos y su música, yo debía tratar de hacer lo mismo con
mis aptitudes. Sí, me dije, tal vez fuera una buena idea integrarme en ese grupo de
estudio.
Salí del lavabo y me alejé andando por el pasillo iluminado. Eso era la
electricidad. Con mi llave abrí la puerta de mi nuevo cuarto. Compartiría con un solo
compañero un espacio que era tres veces el tamaño de la tienda de campaña donde
vivía toda mi familia. Iba a dormir en una cama de verdad, mientras que ellos lo
hacían en esteras tendidas en el suelo. Disponía de mi propio escritorio, lavabo en la
habitación y un armario para mí solo.
—Bienvenido. Soy Jameel —dijo en árabe un joven de cinceladas facciones
simétricas. Estaba sentado en el centro de la habitación. Una versión más vieja de
Jameel y una mujer que debía de ser su madre estaban sentados frente a él. Delante de
ellos, sobre un mantel blanco, había un estofado de verduras, tabulé, humus, baba
ganush y pan de pita.
¿Qué era todo eso? Tres chicas vestidas como judías comían sentadas en las
camas. La voz de Fairouz sonaba en una radio que había detrás de ellas.
—Soy Ichmad.
—¿De qué planeta vienes, Ahmad? —Jameel pronunció Ichmad sin acento
campesino. Las chicas rieron echando atrás sus cabezas.
—No le hagas caso —dijo una de ellas, que se puso de pie—. Es el único varón.
Le dio un coscorrón.
—No hagas caso a mis hermanas. —Jameel empujó hacia mí la comida que tenía
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delante—. Por favor.
Su madre llenó un plato con estofado y me lo dio. Me quedé mirándolo. Cómo me
gustaría guardarlo para mi familia.
—Por favor, empieza —dijo Um Jameel.
Me senté al lado de Jameel y devoré el guiso. El rostro de Um Jameel se iluminó
y me sirvió un poco más. Me lo zampé. Me sirvió más.
—Está riquísimo.
No comía un estofado así desde que Baba había ido a la cárcel, hacía seis años.
Aunque consciente de que me observaban, seguí comiendo.
Um Jameel sonrió.
—Mirad cómo aprecia nuestra comida.
—¿Dónde está tu maleta?
Jameel se inclinó para mirar.
—Me agrada viajar ligero de equipaje.
En mi bolsa llevaba mi único pantalón de repuesto y una camisa, más el libro que
el maestro Mohamed me había dado. Nada más.
Um Jameel recogió las cosas y se prepararon para marcharse.
—Os veré, a ti y a Ichmad, el dieciséis.
—Nadie regresa a casa cada quince días —replicó Jameel con voz suave pero
firme.
—No me vengas con eso de nuevo. No quiero tener que preocuparme por lo que
comes o si tienes ropa limpia que ponerte. Quédate aquí si quieres, pero nosotros
iremos.
Jameel se sonrojó.
—Iré.
—Tú también, Ahmad. —Um Jameel volvió a pronunciar mi nombre
correctamente, no como los de mi aldea—. Necesitará ayuda para transportar la
comida. —Se acercó a Jameel, pero me hablaba a mí—. No creo que vaya a permitir
que tú también te mueras de hambre.
Jameel acompañó a su familia a la parada del autobús. Después de acomodar mi
única camisa y mi pantalón en mi armario, eché un vistazo al armario de Jameel.
Había chaquetas y camisas con botones y pantalones de variados colores
ordenadamente colgados, cada cosa en su percha. En los estantes de arriba había
jerséis de diversos grosores, camisetas y pijamas. En la parte de abajo había un par de
sandalias de piel, lustrosas botas negras con plataforma y unas inmaculadas zapatillas
de deporte blancas.
Jameel regresó al cuarto y cerró la puerta.
—No creo que mi madre haya dormido en toda la semana. La ansiedad motivada
por la separación, ya sabes.
Se encogió de hombros, fue hasta la radio y puso música occidental. Del bolsillo
de su camisa extrajo una cajetilla de cigarrillos Time y me ofreció uno.
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—¿Fumas?
—No, nunca —contesté.
—Prueba.
Extrajo uno, lo encendió y me lo dio.
Me recosté en mi cama apreciando su blandura.
—Más tarde, quizá. Fuma tú.
Jameel se llevó el pitillo a la boca y empezó a mover la cabeza, menear las
caderas y saltar por la habitación como un místico sufí en éxtasis. Dio unos
golpecitos con su cigarrillo en el cenicero y luego se desplomó en su cama. Mirando
al techo, se puso a dar perezosas caladas.
—Vayamos a recorrer el campus.
—Necesito libros.
El maestro Mohamed me había advertido que debía pedir los libros en la
biblioteca en cuanto llegara a la universidad, pues eran demasiado caros para
comprarlos.
Fuimos andando a la biblioteca a través de un parque de césped verde y tupido.
Jameel me dio un golpecito en el pecho.
—Mira ese pedazo de sabrosa oveja.
Seguí su mirada, que se había posado en una muchacha israelí sentada en un
banco enfrente de la biblioteca. Llevaba el cuello de la camisa abierto y alcancé a ver
el nacimiento de sus senos. Tenía las piernas cruzadas y sus shorts eran tan cortos que
apenas cubrían las bragas.
—Querría apoyar mi cabeza sobre esas almohadas. —Jameel enseñó sus dientes,
sacudió la cabeza y gruñó cual perro en celo—. Cómo me gustaría cabalgar con mi
camello entre esas montañas.
—Para ya. —Escudriñé el campus para ver si había guardias a la vista—. ¿Y si
alguien te oye?
Se rio, me palmeó la espalda y seguimos andando.
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Tenía clases de Matemáticas y Ciencias desde las ocho de la mañana hasta las
cuatro de la tarde. De camino a la biblioteca para estudiar, di un rodeo y pasé por el
jardín botánico, situado entre el edificio de la administración, en el norte, y la
Biblioteca Nacional, en el sur. Las Sequoia sempervirens y las Sequoiadendron eran
tan gigantescas que sus copas se erguían por encima de los edificios. Cómo me
hubiera gustado traer a mamá para que viera este jardín. Me imaginé a Baba
dibujando su retrato frente a aquellos árboles.
Cuando me encontré delante de la biblioteca, estiré el cuello para ver los grandes
vitrales, iluminados desde el interior, como si el conocimiento y la luz no fueran más
que uno. Abrí la puerta, como si fuese a entrar en un lugar sagrado, y el resplandor de
aquella luz se derramó sobre mí.
—La bolsa sobre la mesa.
Las palabras del guardia armado me abofetearon como una ráfaga de aire frío.
Obedecí. Volcó sobre la mesa mi cuaderno y mi lápiz.
—Contra la pared —ordenó, y la señaló con el dedo—. Quítese los zapatos.
Sentía mi rostro caliente. No quería llamar la atención sobre las sandalias que
mamá me había hecho con una goma de bicicleta, pero no tenía más remedio que
hacer lo que me decía. Desaté despacio los lazos de caucho. El guardia pasó el lápiz
por el bucle de uno de los lazos, lo izó en el aire y lo examinó por los cuatro lados.
—Por aquí —dijo—. Piernas abiertas, brazos extendidos.
Mientras me cacheaba la pierna izquierda, un judío, con un Uzi y una mochila,
entró en la biblioteca. En Jerusalén, todos los soldados israelíes y los reservistas
debían llevar sus Uzis cargados.
—Motie, te creía en el norte —le dijo el guardia mientras me cacheaba la pierna
derecha—. ¿Te has fugado?
—Me transfirieron —contestó Motie—. Por suerte para mí, esta ciudad está llena
de árabes. Nunca habrá aquí soldados suficientes. Lo malo es que tengo que repetir el
año, pero no quería perder también la primera semana.
Por una fracción de segundo deseé haber sido judío, para poder entrar en la
biblioteca sin que me fastidiaran.
Cuatro israelíes, con aspecto de ser capaces de partir nueces con las manos,
hicieron una seña a Motie para que se acercara a la gran mesa donde ellos estaban.
Había mesas vacías por todas partes, pero yo quería encontrar un escritorio
individual. Con el rabillo del ojo vi uno y fui a sentarme allí, como si fuera lo más
natural, y saqué mis programas de estudio.
Unas voces inapropiadamente altas llamaron mi atención y miré en esa dirección.
Mi mirada encontró la de Motie. Volví la cabeza, pero ya era tarde. Me había visto.
Mis ojos se negaban a fijarse en el programa de Introducción al Cálculo. Las
voces roncas sonaban cada vez más altas.
—Ve tú —dijo Motie.
—Tú llevas un arma —le respondió una voz grave.
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Se rieron a carcajadas.
Pegué la vista al programa: observé que el papel se humedecía al contacto con
mis dedos.
El chirrido de una silla al ser apartada de la mesa. El ruido de unas botas que se
acercaban. Respira hondo, me dije. Levanté la vista. Venía hacia mí, con el Uzi en la
mano.
—Perdone. ¿Es usted Motie Moaz? —le preguntó la bibliotecaria interceptándolo.
—Sí, soy yo.
—Aún nos debe libros del año pasado.
—Leo muy despacio —sonrió.
Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
Pero ella no dio el brazo a torcer.
—Venga conmigo. Le daré la lista.
Las botas se alejaron. Por el momento. Necesitaba encontrar el Calculus de W. L.
Wilks antes de que Motie regresara. «Cálculo», rezaba uno de los anaqueles, justo
detrás de su mesa. ¿Mejor esperar a que sus amigos se marcharan? Pero ¿y si se
quedaban en la biblioteca toda la noche? ¿Y si un alumno lo retiraba antes? ¿Por qué
no nos daban la lista de los libros que necesitaríamos durante el curso antes del
comienzo de las clases? Respiré hondo, me levanté y fui hasta allá circundando la
sala cavernosa. Me acerqué a las estanterías por detrás, hasta la sección «Cálculo».
Las voces graves de los hombres enmudecieron cuando llegué. Revisé el estante.
Lo encontré y lo cogí. Tenía varias páginas pegadas. ¿Dónde estaba el índice? Dos
siluetas que cuchicheaban entre sí entraron en mi visión periférica. ¿Dónde estaba el
índice? Aquí. Cerré el libro.
Con el libro bajo el brazo y la cabeza gacha, me dispuse a regresar por el largo y
estrecho pasillo. Antes de que pudiera salir, surgió Motie, como una barrera en medio
de una carretera. Di media vuelta para irme en sentido contrario. Dos israelíes me
detuvieron en el pasillo y me cerraron el paso.
¿Por qué había contestado a las preguntas en clase? Motie me pinchó el estómago
con el cañón de su Uzi.
—¿No estarás colocando algo aquí detrás?
Me pinchó de nuevo.
—Es que necesito este libro. Para la clase. —No podía respirar—. Disculpa,
tengo que pasar.
Se le hincharon las venas del cuello.
—Disculpa. Por favor. Déjame pasar.
—Ven conmigo —dijo Motie.
—¿Adónde?
—Si todo va bien, no te dolerá.
Con el cañón de su arma señaló la mesa.
Me condujo allá con el cañón encajado en mi riñón.
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—Siéntate ahí. —Con el arma señaló una silla. Me hundí en ella. Volvió a
servirse del cañón para empujar un papel hacia mí—. Resuelve el primer problema.
Miré el problema. Sea c(a) = 2000 + 8,6a + 0,5a2, entonces ¿c1(300) =?
—308,6. —Me tembló la voz.
Enarcó la ceja izquierda.
—¿Cuál es tu secreto?
—Ninguno.
Casi no podía hablar. Motie señaló con su Uzi el problema siguiente.
—Supongo que no tiene importancia mientras sigas dándonos las respuestas.
—¿Cómo sabes que te da las respuestas correctas? —preguntó uno de los
forzudos.
Motie arrancó una hoja de su cuaderno.
—Haz tus deberes al mismo tiempo.
Un bibliotecario de barba oscura venía hacia nosotros. Caminaba con los brazos
cruzados y su cara me resultaba familiar. Nos miramos. Era el concursante número
seis. No presagiaba nada bueno.
—¿Os está fastidiando? —preguntó el bibliotecario a Motie.
—Todo bien, Daaveed —dijo Motie—. Es nuestra primera reunión del grupo de
estudio, ¿verdad, Mohamed?
—Sí —murmuré.
—Más fuerte, Mohamed.
—Sí, es un grupo de estudio.
Mi voz sonó algo más audible que mi anterior susurro.
Daaveed me miró con sorna antes de marcharse.
Yo miré a mi «grupo de estudio». El de Zoher y Rafi, el domingo por la noche,
¿sería también a punta de fusil? Eché un vistazo al reloj. Eran las 16.45. ¿Cuánto
tiempo más me retendrían? ¿Me iba a alcanzar el tiempo para hacer mi tarea? Me
quedaría despierto toda la noche. Yo no necesitaba dormir. Motie, en cambio, a lo
mejor se cansaba.
Motie sacó un libro de su mochila y lo arrojó sobre la mesa. La palabra «Física»
estaba garabateada en hebreo con rotulador negro, y debajo «Mar y Jue 9-10.
Profesor Sharon». La sangre me latía en las venas. ¿No era suficiente con preparar
juntos una clase?
—Nu. Vamos. —Motie dio un golpecito en el siguiente problema.
La biblioteca se había llenado de gente. Todas las mesas grandes estaban
ocupadas por estudiantes con sus libros. Miré el reloj: las 16.46. Al menos permitió
que yo hiciera mi tarea. Entraba luz por la ventana. ¿Nunca terminaría este día?
Si Baba estuviese aquí, pensé, me diría que le enseñase a Motie a resolver los
problemas él solo, en vez de darle yo las soluciones. Así que me puse a resolver los
problemas siguientes explicándole previamente cada una de las operaciones. Cuando
estábamos por acabar, Motie ya resolvía los problemas solo limitándose a pedirme
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que comprobara si sus respuestas eran correctas. Y me hablaba sin ayuda de su Uzi.
—Necesito comer algo, pero volveré. —Me sonrió—. Ha sido muy provechoso.
¿Pretendía que lo esperase sentado en la biblioteca? Cargando en mis brazos los
once libros que había sacado, regresé a la residencia. Ojalá no necesitara volver a la
biblioteca en mucho tiempo.
—¡Ábreme! —grité a Jameel desde el pasillo.
Los libros me lastimaban la palma de las manos y los antebrazos. La pila me
llegaba a la cabeza. Jameel no respondía. Cuando intenté extraer la llave de mi bolsa
de papel, desequilibré los libros y se cayeron al suelo. Asustado, los examiné uno por
uno. ¿Y si alguno se había estropeado? ¿Cómo haría para pagarlo? Le había
entregado casi todo el dinero de la ayuda a mamá. Apenas si tenía para el billete de
autobús de regreso a mi aldea y para seis hogazas de pan.
Con el corazón palpitante, abrí la puerta con la llave, limpié cada uno de los libros
y los acomodé con sumo cuidado sobre mi escritorio.
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Estimado Ichmad:
Usted no me conoce, pero estoy en la cárcel con su padre. Se ha caído.
Los días de visita son el primer martes de cada mes de 12 a 14 horas.
Atentamente,
Abud Aziz
A ntes de que Abbas dijera nada, supe que había sucedido algo horrible.
—Que Alá proteja a Baba —murmuró.
—¿Le ha pasado algo?
—Debemos ir al hospital inmediatamente.
—¿Qué ocurre? —terció el profesor.
Me volví y le dije:
—Debo ir a ver a mi padre.
—No puede marcharse ahora. Estamos a punto de lograr algo.
—¿Qué haría usted si se tratara de su padre, lo dejaría para más tarde?
Sharon reflexionó un instante y luego negó con la cabeza.
—Vaya. —Posó su mano en mi hombro y me lo apretó suavemente—. Vaya.
Abbas nos miraba boquiabierto, incrédulo.
El profesor le tendió la mano.
—Soy el profesor Sharon. Su hermano es mi ayudante de investigación.
Abbas ladeó la cabeza y le dio la mano tímida y fugazmente.
Mi hermano y yo abandonamos el edificio y cruzamos el jardín en dirección a la
parada de autobuses. Abbas caminaba como un cojo.
—¿Quién es tu nuevo mejor amigo? —me preguntó.
—Mi profesor.
—¿Estabas solo con él, trabajando? —Abbas apenas controlaba su agitación—.
Yo creía que había clases separadas para los árabes. Ya sabes, como nuestras
escuelas, que están separadas de las de ellos. —Se rio, pero no había humor en sus
palabras—. Y resulta que te encuentro solo con un israelí.
Me sorprendí tanto que no atiné a contestar.
—Tú eres un árabe —añadió—. No eres judío. En este país solo quieren judíos.
Cuanto antes lo entiendas, mejor te irá en la vida. No te llenes la cabeza con ideas
falsas, como la igualdad y la amistad.
—Él quiere trabajar conmigo.
—Son nuestros enemigos. ¿No lo ves?
—¿Qué tal la casa nueva? —pregunté para cambiar de tema.
—El padre de Zoher debe de haber tenido bastantes problemas de culpa, y muy
serios, por la muerte de su hijo —contestó Abbas—. ¿Por qué otro motivo un judío se
habría tomado la molestia de edificarnos una casa?
—Zoher era mi amigo. Como tú, yo me figuraba que no podía ser un verdadero
amigo, pero me demostró que sí lo era. Zoher estaba distanciado de su padre, pero, a
pesar de ello, este hombre opta por hacer esto por nosotros en nombre de su hijo. —
Le hablaba con calma, como lo hubiera hecho Baba—. Su padre no tenía por qué
construirnos una casa, pero lo ha hecho.