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literatura-venezolana-no-va-detrs.html
jueves, marzo 24, 2005

LA LITERATURA VENEZOLANA NO VA DETRÁS


DEL CAMIÓN DE LA BASURA

A Guillermo Cabrera Infante with all my heart


Damas y caballeros, sirva la presente para notificarles que,
aunque no bailo ni fumo, brinco de contento por estar aquí
frente a ustedes hoy, 9 de marzo de 2005, en la ciudad de
Mérida.

Aparte de encontrarme a gusto entre tantos amigos, mi


felicidad se debe a que me pidieron que escribiera unas
cuantas líneas sobre lo que le pasa a la literatura venezolana
en estos últimos tiempos y, como comprenderán, eso
representa una oportunidad estupenda para expresar mi
modesta opinión sobre un tema que, supongo, nos interesa a
todos.

Para empezar debo advertirles que no voy a hablar mal del


prójimo, que no voy a despotricar (por los momentos) de los
críticos literarios, que no voy a quejarme de su silencio, que
no voy a enrostrarles el que sólo se dediquen a escribir
cuando les toque hacer sus trabajos de ascenso, que no voy a
burlarme porque sólo hablen de autores que los legitimen a
ellos, que no voy a fastidiarlos porque no le prestan atención
a lo que está pasando en sus narices... No. No voy a hacer
nada de eso porque vinimos a hacer amigos... Tampoco vine
a hablar de política, aunque no está de más que les diga que
es una vergüenza vivir en un país donde tramitar una cédula
de identidad es poco menos que una odisea.

Y ya entrando en materia, acordemos que nuestra literatura


vive un momento muy extraño... Con ella pasa como con la
Vinotinto: después de acostumbrarnos a toda una vida de
fracasos futbolísticos, el equipo venezolano empieza a
obtener victorias y uno, como espectador, no sabe qué cara
poner.

Decía que con la literatura venezolana nos encontramos en


un momento raro pero luminoso en el que las editoriales se
han quitado sus pijamas y se han puesto los pantalones para
seducir al lector. De ahí que hayan desempolvado la
maquinaria que recibe y lee manuscritos, que edita, diseña,
imprime, distribuye y vende libros. El porqué de semejante
situación que en otros lugares es normal y que aquí supone
un prodigio, se torna misteriosa. Quizás el desbordado éxito
de los textos que pretenden analizar el desastre político y
social que padecemos, haya abierto el boquete para que los
editores, por fin, se dieran cuenta de que el mercado editorial
venezolano no es esa sarta de lugares comunes que aún se
repite como si de un mantra se tratase: “que aquí la gente no
lee, que aquí el mercado es muy reducido, que aquí no hay
escritores, que la literatura venezolana es aburrida...”. ¡Puras
necedades! Tal parece que los editores se dieron cuenta de
que las cosas son muy diferentes a lo que reza la comodidad,
que sí hay un público ávido de leer las cuartillas que escriben
no sólo los grandes autores de cualquier parte del mundo,
sino las de los autores venezolanos, y la explicación a este
especial fenómeno habría que buscarla en la necesidad de
revisarnos a nosotros mismos que ha generado el caos que
vivimos.

Hagamos un alto y observemos un momento este punto…


Para nadie es un secreto que este país anda mal, muy mal y,
curiosamente, la respuesta a esta tragedia ha generado, según
mi humilde parecer, un afán introspectivo (no crean que a la
manera polaca, búlgara, boliviana o checa; nuestro cerebro y
nuestro afán rumbero no dan para tanto) que encuentra cierto
refugio en la lectura y cierta intuición de que en los libros
hay respuestas para calmar el desasosiego imperante, dicho
sea de paso, no sólo en nuestro país, sino en el mundo
entero. Esa circunstancia hace que los libros adquieran un
nuevo interés, que los tomos de ensayo, teatro, crónicas y
cuentos, las novelas, los reportajes periodísticos y los
poemarios se hayan transformado a los ojos de nuestros
lectores en una suerte de oráculo al que se acude en busca de
respuestas… Es decir: los venezolanos descubrimos a fuerza
de sufrimiento para qué sirven los libros. ¿Y qué? Búrlense
todo lo que quieran. Nuestro desastre político, económico y
social habla mal de nosotros; dice que somos frívolos, que
hemos sido indolentes, que estamos pagando el precio de
tanta irresponsabilidad y de tanta rumba, pero ese deseo de
buscarnos a nosotros mismos en los libros es un buen
síntoma… No sé de qué, pero es un buen síntoma.

En ese contexto, creo yo, se está produciendo literatura en


este país. Los escritores, que no podemos escapar a esa
dinámica, leemos buscando respuestas y escribimos sabiendo
que, hoy más que nunca, tenemos que darlas porque allá
afuera, en la calle donde te matan para quitarte los zapatos o
te emboscan para secuestrarte y violarte, hay unos lectores
que las esperan, así sea para burlarse o para comprobar que
las suyas no distan mucho de las que encuentran en cada
página.

Aparte de las implicaciones individuales que esta hipótesis


un tanto aventurada trae consigo, sería interesante poner
también bajo el microscopio las otras caras de este asunto. Si
aceptamos que podemos pasar horas especulando sobre el
nacimiento o no de una nueva actitud del público venezolano
frente a los libros de sus coterráneos, también sería
pertinente que nos preguntáramos sobre las consecuencias
que en el ámbito editorial, en el de la crítica y en el de los
autores supondría tal premisa.

En el ámbito editorial, como hemos afirmado, el que haya


lectores (sea por las razones que sea) supone dinero…
Porque, damas y caballeros, la literatura es un negocio. Está
muy bien: hablamos de obras literarias, de creación, de
imaginación, de fantasía y de cosas bellas, pero sobre todo
hablamos de billetes que la editorial invierte y que desea
recuperar y ver convertidos en ganancias. Desde el punto de
vista editorial, la preocupación no se centra en la creación de
obras magnas; se centra en la construcción de una industria,
de un negocio que nos permita ganar dinero para irnos a la
playa porque, por si no lo saben, el dinero sí da la felicidad,
y si no se habían dado cuenta o no lo creen, sepan que los
han engañado.

Aunque no lo digan con la voz de Plácido Domingo, eso está


presente en la mente de los directivos y editores de Planeta,
Alfaguara, Norma, Alfadil, Criteria, Grijalbo-Mondadori y
de la Fundación para la Cultura Urbana. En este particular,
las cabezas de Monte Ávila merecen una mención especial
porque, gracias a Dios, han demostrado que usan el dinero en
lo que lo tiene que usar (que son los libros) y no en la
compra de ametralladoras…

En el caso de la crítica literaria las cosas se complican por


varias razones. Como es tradicional, los críticos literarios
encienden sus pipas, se tocan sus quijadas y escriben desde
sus cubículos universitarios para que los lean otros
especialistas que también encienden sus pipas y se tocan sus
quijadas en sus respectivos cubículos universitarios. En otras
palabras, lo que ellos hacen, no tiene nada que ver —al
menos directamente— con que en la calle haya o no lectores.
Por eso su trabajo no sólo carece del peso que debería tener
en todo este asunto, sino que se pierde la oportunidad de
orientar a los demás en todo lo que se refiere a las obras que
salen a la palestra, de leerlas, analizarlas y despertar en otros
el interés por disfrutarlas. Por eso buena parte de los libros
que ven la luz en el mercado venezolano, pasan sin pena ni
gloria. Como nadie habla de ellos, dejan de existir aunque
estén registrados, tengan en regla su depósito legal y estén en
las librerías.

Por lo mismo de andar fumando pipa y de andar tocándose


las quijadas en la comodidad del claustro, la crítica literaria
venezolana adolece de una absoluta incomprensión acerca de
lo que están haciendo sus paisanos escritores. No sólo no
entienden sus preocupaciones ni sus técnicas ni el desarrollo
de unas cuantas y posibles estéticas, sino que se empeñan en
medirlo todo con los raseros de unos cánones ya vetustos en
lugar de inventar unos nuevos… Por ejemplo: si un autor X
se empeña en reproducir el tono taimado de una
conversación entre dos malandros caraqueños, ya es
“costumbrista”, sin pensar que esa categoría llamada
costumbrismo fue propuesta para los autores del siglo XIX y
que no se amolda a las características de la narrativa actual.
Otro típico rasero de la crítica literaria es medirlo todo con el
canon de Bloom, con el de Barthes, con el de Todorov, con
el de Steiner, Foucault, Habermas o con el de cualquiera de
esos grandes chivos que legitiman a todo el que los nombra.
Que midan a todo el mundo con la vara de Borges no sólo es
aburrido, sino cómodo y oportunista… Claro: es más fácil
escribir sobre un viejo requete-leído, requete-estudiado y
requete-consagrado que romperse la cabeza para estudiar la
obra nueva de alguien nuevo y, para colmo, nacido en estas
tierras.

En el caso de la crítica literaria criolla se cumple una de las


reglas de oro del ser venezolano: para que algo tenga peso y
autoridad debe ser de otro país.

Los críticos literarios venezolanos no entienden que aquí


debemos conjugar esos cánones portentosos de la cultura
universal con nuestro propio canon que suena a hip hop, que
come perros calientes con aguacate y arepas con pernil; que
habla feo y está lleno de los mismos eventos absurdos que
pueblan nuestras calles y nuestra historia. Tampoco
entienden que su misión no es la de instaurarse en jueces
inquisidores ni la de sentenciar si una obra les satisfizo o no;
su trabajo consiste en leer las obras y ayudar a que otros las
lean para que saquen sus propias conclusiones...

En cuanto a los autores, habría que decir que desde hace


años no hay en nuestro país una producción tan interesante y
tan sostenida como la que se está llevando a cabo en los
últimos tiempos. De acuerdo: nadie se ha ganado el Premio
Planeta ni el Premio Herralde ni ningún otro de esos
galardones semejantes al Oscar de la Academia, pero ¿saben
qué? Mejor. Mejor porque los escritores venezolanos
debemos madurar; debemos aprender a ser luz en la derrota y
prudentes en la victoria, a ser estoicos y humildes, a
encerrarnos en nuestro trabajo y buscar por encima de todo
la perfección en lo que hacemos... Los premios son sabrosos,
pero fuerzan a quienes los ganan a pasar por inteligentes, a
producir más y más y a convertir su capacidad de creación
en una fábrica de salchichas desabridas… Y conste que eso
es aquí y en todas partes… De eso están llenas la literatura
española, la colombiana y la mexicana: de novelas peorras,
de obras contrahechas lanzadas con bombos y platillos, ¿y
para qué? Para nada.

Antes que dejarnos inflar por el mercadeo, por la pompa y el


boato, es preferible hacer un ejercicio espiritual que apueste
por la sinceridad y no escribir pensando en el
reconocimiento. Nada es más feo ni más pernicioso para un
escritor que garabatear una oración pensando en el premio
tal o en el premio pascual, como les sucede a muchos
escritores en esta extraña y corrompida época. Un autor
inflado a punta de premios y de reconocimientos no
merecidos es como un deportista de músculos agigantados
con la ignominiosa ayuda de los esteroides y, como sabemos,
lo que les espera a esos débiles de corazón que se dejan
llevar por el lado oscuro de la fuerza en el gimnasio, es que
el pipí se les ponga pequeño o que se mueran de un infarto.

Yo veo a mi alrededor a muchos amigos escritores


trabajando en sus hogares, solos, encerrados y
malhumorados, muchas veces llenos de odio porque el país
se ha vuelto un gran naufragio y porque suponen que nadie
los toma en cuenta. A ellos les propongo que sigan haciendo
su trabajo, que no sean ombliguistas, que lean a los clásicos,
a los grandes maestros contemporáneos y a los que nos
antecedieron, que viajen, que se compren un traje, que se
afeiten (o se depilen, según sea el caso), se bañen y que
vayan y visiten (eso sí: vestidos) las editoriales, que
conversen con la gente, con sus colegas y con sus lectores;
que no crean que “alguien” va a ir a sus casas a “descubrir”
sus talentos, a ungirlos o a legitimarlos. También les
recomendaría que practiquen la humildad, que no crean que
los demás no saben de él porque son brutos, que escriban
poniendo los seis sentidos en la calamidad histórica que
estamos viviendo, en las emociones buenas y malas que eso
produce, que escriban pensando en que tienen que ofrecer
respuestas.

Los autores venezolanos de las nuevas generaciones


(verbigracia: Israel Centeno, los dos Juan Carlos: Méndez
Guédez y Chirinos, Federico Vegas, Rubi Guerra, Eloi
Yagüe, Oscar Marcano, Sonia Chocrón y otros que no
nombro porque estaríamos aquí un largo rato) han
abandonado aquel excesivo formalismo cuya máxima
expresión era el letrerito en la solapa que rezaba: “en esta
obra el lenguaje es el protagonista”. Leer esas palabras y no
comprar el libro eran una sola acción… Gracias al cielo que
nuestros escritores también han abandonado la ojeriza que le
tuvieron durante años a las anécdotas y también aquella
pretensión psicoanalítica según la cual todos los personajes
de sus obras tenían un trauma que los volvía pusilánimes...
De Lorenzo Barquero a Teodoro Camacho y de Andrés
Barazarte a Fernando Castelmar hay un océano de historias
que atrae a más y más lectores.

Supongo que se habrán dado cuenta de que la literatura


venezolana vive un momento muy interesante porque en él
han coincidido el interés de los lectores, la desinhibición de
los editores y el trabajo continuo de los escritores en sus
obras. Quizás haga falta trabajar mucho más, superar el
sinfín de complejos que nos agobian y que nos hacen creer
que nuestra literatura va de último, detrás del camión de la
basura.

Necesitamos inventar algo para que los que estamos


interesados en la producción literaria en nuestro país no
estemos solos. Necesitamos vernos, discutir, proponernos
cosas imposibles… Porque a nuestra literatura, señoras y
señores, le hace falta eso: aspiración, aliento, ganas, bolas,
deseos de superarse y de que la conozcan en muchos lugares
y no sólo en nuestro pequeño y hundido país. Puede que me
digan ingenuo por decir estas cosas, pero no me importa. Las
grandes acciones comienzan así, como unos raptos de
ingenuidad mezclada con algo que no sé definir muy bien,
pero que supongo hecho con la misma materia de los sueños.

Ojalá que este momento luminoso de la literatura venezolana


sea mejor y más largo que el que tuvo la Vinotinto hace unos
meses… porque cuando aprendíamos a poner cara de
ganadores, comenzamos a perder otra vez.
Fabricado por Roberto Echetoa la(s) 10:03 a. m.

Damas y caballeros, sirva la presente para notificarles que,


aunque no bailo ni fumo, brinco de contento por estar aquí
frente a ustedes hoy, 9 de marzo de 2005, en la ciudad de
Mérida.

Aparte de encontrarme a gusto entre tantos amigos, mi


felicidad se debe a que me pidieron que escribiera unas
cuantas líneas sobre lo que le pasa a la literatura venezolana
en estos últimos tiempos y, como comprenderán, eso
representa una oportunidad estupenda para expresar mi
modesta opinión sobre un tema que, supongo, nos interesa a
todos.

Para empezar debo advertirles que no voy a hablar mal del


prójimo, que no voy a despotricar (por los momentos) de los
críticos literarios, que no voy a quejarme de su silencio, que
no voy a enrostrarles el que sólo se dediquen a escribir
cuando les toque hacer sus trabajos de ascenso, que no voy a
burlarme porque sólo hablen de autores que los legitimen a
ellos, que no voy a fastidiarlos porque no le prestan atención
a lo que está pasando en sus narices... No. No voy a hacer
nada de eso porque vinimos a hacer amigos... Tampoco vine
a hablar de política, aunque no está de más que les diga que
es una vergüenza vivir en un país donde tramitar una cédula
de identidad es poco menos que una odisea.

Y ya entrando en materia, acordemos que nuestra literatura


vive un momento muy extraño... Con ella pasa como con la
Vinotinto: después de acostumbrarnos a toda una vida de
fracasos futbolísticos, el equipo venezolano empieza a
obtener victorias y uno, como espectador, no sabe qué cara
poner.
Decía que con la literatura venezolana nos encontramos en
un momento raro pero luminoso en el que las editoriales se
han quitado sus pijamas y se han puesto los pantalones para
seducir al lector. De ahí que hayan desempolvado la
maquinaria que recibe y lee manuscritos, que edita, diseña,
imprime, distribuye y vende libros. El porqué de semejante
situación que en otros lugares es normal y que aquí supone
un prodigio, se torna misteriosa. Quizás el desbordado éxito
de los textos que pretenden analizar el desastre político y
social que padecemos, haya abierto el boquete para que los
editores, por fin, se dieran cuenta de que el mercado editorial
venezolano no es esa sarta de lugares comunes que aún se
repite como si de un mantra se tratase: “que aquí la gente no
lee, que aquí el mercado es muy reducido, que aquí no hay
escritores, que la literatura venezolana es aburrida...”. ¡Puras
necedades! Tal parece que los editores se dieron cuenta de
que las cosas son muy diferentes a lo que reza la comodidad,
que sí hay un público ávido de leer las cuartillas que escriben
no sólo los grandes autores de cualquier parte del mundo,
sino las de los autores venezolanos, y la explicación a este
especial fenómeno habría que buscarla en la necesidad de
revisarnos a nosotros mismos que ha generado el caos que
vivimos.

Hagamos un alto y observemos un momento este punto…


Para nadie es un secreto que este país anda mal, muy mal y,
curiosamente, la respuesta a esta tragedia ha generado, según
mi humilde parecer, un afán introspectivo (no crean que a la
manera polaca, búlgara, boliviana o checa; nuestro cerebro y
nuestro afán rumbero no dan para tanto) que encuentra cierto
refugio en la lectura y cierta intuición de que en los libros
hay respuestas para calmar el desasosiego imperante, dicho
sea de paso, no sólo en nuestro país, sino en el mundo
entero. Esa circunstancia hace que los libros adquieran un
nuevo interés, que los tomos de ensayo, teatro, crónicas y
cuentos, las novelas, los reportajes periodísticos y los
poemarios se hayan transformado a los ojos de nuestros
lectores en una suerte de oráculo al que se acude en busca de
respuestas… Es decir: los venezolanos descubrimos a fuerza
de sufrimiento para qué sirven los libros. ¿Y qué? Búrlense
todo lo que quieran. Nuestro desastre político, económico y
social habla mal de nosotros; dice que somos frívolos, que
hemos sido indolentes, que estamos pagando el precio de
tanta irresponsabilidad y de tanta rumba, pero ese deseo de
buscarnos a nosotros mismos en los libros es un buen
síntoma… No sé de qué, pero es un buen síntoma.

En ese contexto, creo yo, se está produciendo literatura en


este país. Los escritores, que no podemos escapar a esa
dinámica, leemos buscando respuestas y escribimos sabiendo
que, hoy más que nunca, tenemos que darlas porque allá
afuera, en la calle donde te matan para quitarte los zapatos o
te emboscan para secuestrarte y violarte, hay unos lectores
que las esperan, así sea para burlarse o para comprobar que
las suyas no distan mucho de las que encuentran en cada
página.

Aparte de las implicaciones individuales que esta hipótesis


un tanto aventurada trae consigo, sería interesante poner
también bajo el microscopio las otras caras de este asunto. Si
aceptamos que podemos pasar horas especulando sobre el
nacimiento o no de una nueva actitud del público venezolano
frente a los libros de sus coterráneos, también sería
pertinente que nos preguntáramos sobre las consecuencias
que en el ámbito editorial, en el de la crítica y en el de los
autores supondría tal premisa.

En el ámbito editorial, como hemos afirmado, el que haya


lectores (sea por las razones que sea) supone dinero…
Porque, damas y caballeros, la literatura es un negocio. Está
muy bien: hablamos de obras literarias, de creación, de
imaginación, de fantasía y de cosas bellas, pero sobre todo
hablamos de billetes que la editorial invierte y que desea
recuperar y ver convertidos en ganancias. Desde el punto de
vista editorial, la preocupación no se centra en la creación de
obras magnas; se centra en la construcción de una industria,
de un negocio que nos permita ganar dinero para irnos a la
playa porque, por si no lo saben, el dinero sí da la felicidad,
y si no se habían dado cuenta o no lo creen, sepan que los
han engañado.

Aunque no lo digan con la voz de Plácido Domingo, eso está


presente en la mente de los directivos y editores de Planeta,
Alfaguara, Norma, Alfadil, Criteria, Grijalbo-Mondadori y
de la Fundación para la Cultura Urbana. En este particular,
las cabezas de Monte Ávila merecen una mención especial
porque, gracias a Dios, han demostrado que usan el dinero en
lo que lo tiene que usar (que son los libros) y no en la
compra de ametralladoras…

En el caso de la crítica literaria las cosas se complican por


varias razones. Como es tradicional, los críticos literarios
encienden sus pipas, se tocan sus quijadas y escriben desde
sus cubículos universitarios para que los lean otros
especialistas que también encienden sus pipas y se tocan sus
quijadas en sus respectivos cubículos universitarios. En otras
palabras, lo que ellos hacen, no tiene nada que ver —al
menos directamente— con que en la calle haya o no lectores.
Por eso su trabajo no sólo carece del peso que debería tener
en todo este asunto, sino que se pierde la oportunidad de
orientar a los demás en todo lo que se refiere a las obras que
salen a la palestra, de leerlas, analizarlas y despertar en otros
el interés por disfrutarlas. Por eso buena parte de los libros
que ven la luz en el mercado venezolano, pasan sin pena ni
gloria. Como nadie habla de ellos, dejan de existir aunque
estén registrados, tengan en regla su depósito legal y estén en
las librerías.

Por lo mismo de andar fumando pipa y de andar tocándose


las quijadas en la comodidad del claustro, la crítica literaria
venezolana adolece de una absoluta incomprensión acerca de
lo que están haciendo sus paisanos escritores. No sólo no
entienden sus preocupaciones ni sus técnicas ni el desarrollo
de unas cuantas y posibles estéticas, sino que se empeñan en
medirlo todo con los raseros de unos cánones ya vetustos en
lugar de inventar unos nuevos… Por ejemplo: si un autor X
se empeña en reproducir el tono taimado de una
conversación entre dos malandros caraqueños, ya es
“costumbrista”, sin pensar que esa categoría llamada
costumbrismo fue propuesta para los autores del siglo XIX y
que no se amolda a las características de la narrativa actual.

Otro típico rasero de la crítica literaria es medirlo todo con el


canon de Bloom, con el de Barthes, con el de Todorov, con
el de Steiner, Foucault, Habermas o con el de cualquiera de
esos grandes chivos que legitiman a todo el que los nombra.
Que midan a todo el mundo con la vara de Borges no sólo es
aburrido, sino cómodo y oportunista… Claro: es más fácil
escribir sobre un viejo requete-leído, requete-estudiado y
requete-consagrado que romperse la cabeza para estudiar la
obra nueva de alguien nuevo y, para colmo, nacido en estas
tierras.

En el caso de la crítica literaria criolla se cumple una de las


reglas de oro del ser venezolano: para que algo tenga peso y
autoridad debe ser de otro país.

Los críticos literarios venezolanos no entienden que aquí


debemos conjugar esos cánones portentosos de la cultura
universal con nuestro propio canon que suena a hip hop, que
come perros calientes con aguacate y arepas con pernil; que
habla feo y está lleno de los mismos eventos absurdos que
pueblan nuestras calles y nuestra historia. Tampoco
entienden que su misión no es la de instaurarse en jueces
inquisidores ni la de sentenciar si una obra les satisfizo o no;
su trabajo consiste en leer las obras y ayudar a que otros las
lean para que saquen sus propias conclusiones...

En cuanto a los autores, habría que decir que desde hace


años no hay en nuestro país una producción tan interesante y
tan sostenida como la que se está llevando a cabo en los
últimos tiempos. De acuerdo: nadie se ha ganado el Premio
Planeta ni el Premio Herralde ni ningún otro de esos
galardones semejantes al Oscar de la Academia, pero ¿saben
qué? Mejor. Mejor porque los escritores venezolanos
debemos madurar; debemos aprender a ser luz en la derrota y
prudentes en la victoria, a ser estoicos y humildes, a
encerrarnos en nuestro trabajo y buscar por encima de todo
la perfección en lo que hacemos... Los premios son sabrosos,
pero fuerzan a quienes los ganan a pasar por inteligentes, a
producir más y más y a convertir su capacidad de creación
en una fábrica de salchichas desabridas… Y conste que eso
es aquí y en todas partes… De eso están llenas la literatura
española, la colombiana y la mexicana: de novelas peorras,
de obras contrahechas lanzadas con bombos y platillos, ¿y
para qué? Para nada.

Antes que dejarnos inflar por el mercadeo, por la pompa y el


boato, es preferible hacer un ejercicio espiritual que apueste
por la sinceridad y no escribir pensando en el
reconocimiento. Nada es más feo ni más pernicioso para un
escritor que garabatear una oración pensando en el premio
tal o en el premio pascual, como les sucede a muchos
escritores en esta extraña y corrompida época. Un autor
inflado a punta de premios y de reconocimientos no
merecidos es como un deportista de músculos agigantados
con la ignominiosa ayuda de los esteroides y, como sabemos,
lo que les espera a esos débiles de corazón que se dejan
llevar por el lado oscuro de la fuerza en el gimnasio, es que
el pipí se les ponga pequeño o que se mueran de un infarto.

Yo veo a mi alrededor a muchos amigos escritores


trabajando en sus hogares, solos, encerrados y
malhumorados, muchas veces llenos de odio porque el país
se ha vuelto un gran naufragio y porque suponen que nadie
los toma en cuenta. A ellos les propongo que sigan haciendo
su trabajo, que no sean ombliguistas, que lean a los clásicos,
a los grandes maestros contemporáneos y a los que nos
antecedieron, que viajen, que se compren un traje, que se
afeiten (o se depilen, según sea el caso), se bañen y que
vayan y visiten (eso sí: vestidos) las editoriales, que
conversen con la gente, con sus colegas y con sus lectores;
que no crean que “alguien” va a ir a sus casas a “descubrir”
sus talentos, a ungirlos o a legitimarlos. También les
recomendaría que practiquen la humildad, que no crean que
los demás no saben de él porque son brutos, que escriban
poniendo los seis sentidos en la calamidad histórica que
estamos viviendo, en las emociones buenas y malas que eso
produce, que escriban pensando en que tienen que ofrecer
respuestas.

Los autores venezolanos de las nuevas generaciones


(verbigracia: Israel Centeno, los dos Juan Carlos: Méndez
Guédez y Chirinos, Federico Vegas, Rubi Guerra, Eloi
Yagüe, Oscar Marcano, Sonia Chocrón y otros que no
nombro porque estaríamos aquí un largo rato) han
abandonado aquel excesivo formalismo cuya máxima
expresión era el letrerito en la solapa que rezaba: “en esta
obra el lenguaje es el protagonista”. Leer esas palabras y no
comprar el libro eran una sola acción… Gracias al cielo que
nuestros escritores también han abandonado la ojeriza que le
tuvieron durante años a las anécdotas y también aquella
pretensión psicoanalítica según la cual todos los personajes
de sus obras tenían un trauma que los volvía pusilánimes...
De Lorenzo Barquero a Teodoro Camacho y de Andrés
Barazarte a Fernando Castelmar hay un océano de historias
que atrae a más y más lectores.
Supongo que se habrán dado cuenta de que la literatura
venezolana vive un momento muy interesante porque en él
han coincidido el interés de los lectores, la desinhibición de
los editores y el trabajo continuo de los escritores en sus
obras. Quizás haga falta trabajar mucho más, superar el
sinfín de complejos que nos agobian y que nos hacen creer
que nuestra literatura va de último, detrás del camión de la
basura.

Necesitamos inventar algo para que los que estamos


interesados en la producción literaria en nuestro país no
estemos solos. Necesitamos vernos, discutir, proponernos
cosas imposibles… Porque a nuestra literatura, señoras y
señores, le hace falta eso: aspiración, aliento, ganas, bolas,
deseos de superarse y de que la conozcan en muchos lugares
y no sólo en nuestro pequeño y hundido país. Puede que me
digan ingenuo por decir estas cosas, pero no me importa. Las
grandes acciones comienzan así, como unos raptos de
ingenuidad mezclada con algo que no sé definir muy bien,
pero que supongo hecho con la misma materia de los sueños.

Ojalá que este momento luminoso de la literatura venezolana


sea mejor y más largo que el que tuvo la Vinotinto hace unos
meses… porque cuando aprendíamos a poner cara de
ganadores, comenzamos a perder otra vez.
Fabricado por Roberto Echetoa la(s) 10:03 a. m.

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