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Obra coral costumbrista, publicada en Madrid en dos entregas, entre 1871 y

1872, siguiendo el modelo de Los españoles pintados por sí mismos. Contó


con la colaboración y participación literaria de escritores como Benito Pérez
Galdós, Carlos Frontaura, Julio Nombela, Ventura Ruiz Aguilera o Enrique
Pérez Escrich.
Presentada en su cubierta como una «colección de estudios acerca de los
aspectos, estados, costumbres y cualidades generales de nuestras
contemporáneas», fue una recopilación más de tipos o estampas, en esta
ocasión de estereotipos femeninos del siglo XIX español, en la línea de El
álbum del bello sexo o las mujeres pintadas por sí mismas (1843).​
Hay que señalar que en la cubierta se anuncia la participación de
Campoamor y de otros autores que no llegaron a redactar artículo alguno.

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AA. VV.

Las españolas pintadas por los


españoles
Colección de estudios acerca de los aspectos, estados, costumbres y
cualidades generales de nuestras contemporáneas

ePub r1.0
Titivillus 08.09.17

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Título original: Las españolas pintadas por los españoles. Colección de estudios acerca de los
aspectos, estados, costumbres y cualidades generales de nuestras contemporáneas
AA. VV., 1872
Ilustraciones: Aristi, L. Burgos, J. L. Pellicer, Feñer
Ilustración de cubierta: Admiring from afar, 1882, John Bagnold Burgess

Editor digital: Titivillus


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ÍNDICE

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ESCRITORES ARTÍCULOS
Roberto Robert Introducción
Pascual Ximenez Crós La nerviosa
Ventura Ruiz Aguilera Ella es él
Ángel Avilés La niña casadera
Manuel del Palacio La cuca
Antonio Ribot y Fontseré La militara
Manuel Matoses La futura
Eduardo Saco La literata
Antonio María Segovia La viuda
Roberto Robert La señorita cursi
Sebastián Mobellan Rosa la solterona
Florencio Moreno Godino La colillera
Adolfo Mentaberry La peinadora
B. Pérez Galdós La mujer del filósofo
A. Sánchez Pérez La crónica
Roberto Robert Las comadres políticas
Pedro Avial La celosa
Enrique Pérez Escrich La mujer sin tacha
Fernando Martín Redondo La visitera
Carlos Frontaura La fea
Roberto Robert La enamorada
Julio Nombela La mujer casera
Eduardo de Palacio La económica
Leoncio Alier La pollita
Francisco Cantarel La maldiciente
Manuel Matoses La bien relacionada
Ricardo Puente y Brañas La siempreviva
Roberto Robert La española neta
Eduardo Quilez La habladora
Maximino López La espanta-novios
P. Ximenez Crós La que va a todas partes
Enrique V. Cárdenas La casa-hijas
Eduardo Saco La supersticiosa
F. Moreno Godino La elegante
S. de Mobellan La suegra
D. Enrique Pérez Escrich La cómica de la legua
Roberto Robert La tertuliana de café
E. Rodríguez Solís La bailarina
A. Sánchez Pérez La aficionada
Francisco Flores y García La pobre vergonzante
Pablo Nougués La pensionista
E. de Lustonó La que viene a menos
Roberto Robert La pitonisa del barrio
Pedro Avial La bonita… y no más
Luis Rivera La actriz de nacimiento
Leoncio Alier La que no quiso casarse
B. Pérez Galdós Cuatro mujeres
Ángel del Palacio La modelo

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F. Moreno Godino La vieja verde
Ángel Avilés La curiosa
Manuel Matosos La conspiradora
Roberto Robert La que va a caer
Pablo Nougués La Séneca
Enrique V. Cárdenas La trapisondista
Adolfo de Mentaberry La duquesa
Roberto Robert La que espera en el café
P. Ximenez Crós La que tiene muchos novios
A. Sánchez Pérez La mojigata
Francisco Cantarell La amable
Manuel Matoses Las que se pintan
Roberto Robert La amiga
Eusebio Blasco La suripanta
Pablo Nougués La mujer de empresa
Carlos Frontaura La madre de la dama joven
Roberto Robert La Venus caduca
Florencio Moreno Godino La cenicienta
Manuel Matoses La señora de pronto
Manuel del Palacio La que lleva perro

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INTRODUCCIÓN
Grande sería mi desengaño, si se me demostrara no ser la ocasión presente la más
oportuna para dar a luz el libro de Las Españolas pintadas por los Españoles.
Por mi parte, considero no solo oportuna, sino necesaria, urgente, la publicación
de este libro, y creo tener sobra de argumentos en que apoyarme.
Pues qué, ¿no es hora ya de que nos conozcamos? ¿No es hora ya de que las
españolas sepan de un modo claro y concreto lo que piensan de ellas los españoles?
Ha cundido entre el bello sexo de mi patria el alarmante rumor de que la
generación masculina actual le juzga desacertadamente y tiene formado un concepto
muy desfavorable de sus cualidades. Quéjase el bello sexo de que el rumor cunda
anónimo; de que no sean concretos los cargos que se le dirigen, y pide que se le digan
cara a cara las buenas y las malas cualidades que se le atribuyen. Cierto que en ello
tiene razón, y sería género de vileza en nosotros el no dar oídos a las quejosas y a las
que piden; pues entre hombres de pro,

a dama que ruega,


ceder es preciso.

Menester es que cada cual sea responsable de sus juicios; menester es que se
atienda a las fundadas reclamaciones a que estamos dando motivo; que ya toca a
nuestro decoro el satisfacer según es debido a las españolas, mostrando al propio
tiempo que al buen pagador no le duelen prendas.
Porque verdaderamente, lo de andar diciendo de palabra en corrillos si las
mujeres son así o si son asá, es muy cómodo, porque a nadie compromete; pero no
basta decirlo: es necesario probarlo con notoria publicidad por medio de documentos
fehacientes, que lleven al pié la firma de quien asevere, y queden depositados en el
ministerio de Fomento para todos los efectos imaginables.
Vergüenza es que no se haya podido poner en claro todavía lo que en resumen
piensan en España los varones con respecto a las hembras sus compatriotas.
Vivimos en plena confusión, sin regla fija, sin criterio conocido, y para colmo de
rubor, parece como que huimos el cuerpo y nos parapetamos detrás de lo absurdo,
conservando por toda afirmación las contradictorias del soneto de Lope:

Es la mujer del hombre lo más bueno,


es la mujer del hombre lo más malo.

Esto es indigno de un siglo analítico y quintesenciador como el nuestro.


Y además, todo lo que es objeto del conocimiento humano lo describimos, lo
sometemos al juicio; de todo decimos con más o menos acierto cómo es y cómo

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desearíamos que fuese, y no tememos exponer nuestras teorías a la luz del sol ni
lanzarlas a las públicas discusiones.
Solo al tratar del sexo femenino nos apartamos de los procedimientos comunes, y
esto, tienen razón ellas, no puede continuar así.
Lo que ellas dicen: «No sabe una cómo gobernarse para ser buena a gusto de esos
picaros» (porque, sabadlo, españoles, las españolas nos llaman picaros).
Y dicen más: dicen que no las conocemos poco ni mucho, y que no sabemos
cómo son ni cómo querríamos que fuesen.
«Porque (atiendan ustedes a lo que añaden ellas) por qué dicen que las francesas
son todas artificio, y luego se quejan de que no sabemos hacernos atractivas como las
francesas; ponderan la instrucción de las alemanas, y no nos instruyen a nosotras, ni
dejan de llamarnos marisabidillas si mostramos deseos de instruirnos; se dejan
cautivar del nimio tocado de la vecina, y truenan contra la esposa si se propone
mostrar igual esmero; leen embobados a madama Staël, y nos llaman politiconas si
emitimos parecer sobre los negocios públicos; tal hay que admira la libertad de la
soltera inglesa, y apenas sale una a la calle sola, ya la mira como mujer de poco más
o menos. ¿Qué hemos de hacer, desgraciadas de nosotras, si el hombre, debiendo ser
nuestro Mentor es nuestra esfinge, siempre con el problema escrito en la frente y
siempre mudo a nuestras preguntas?».
Así suelen decir las españolas en general, y aun he oído decir a una: «La mujer
podrá condenarse por su gusto, pero a gusto de ustedes ni condenarse puede».
Y esto es grave. Convengamos en que esto es muy grave.
La acusación podrá no ser del todo fundada, si se dirige contra todos los
españoles; pero correspóndenos, cuando menos, demostrar lo falso de su fundamento.
Fuera de que, seamos francos, existen entre los varones ciertas individualidades
que cohonestan, si no justifican, el duro lenguaje con que suele expresarse el bello
sexo respecto a nosotros.
Pues bien, españoles, harto poderosas son las armas de que dispone el bello sexo;
no dejemos en sus manos la de esas justas quejas, y a todos nos tendrá cuenta.
No haré a mis contemporáneos el agravio de imaginar que teman los resultados
que pueda traer consigo «1 decir la verdad en esta materia.
¿Cómo habían de temer?

¿Españoles no sois? Pues sois valientes.

Formalicémonos, midamos la gravedad del asunto, y digamos cada uno por su


cuenta y bajo su responsabilidad lo que opinemos de las españolas.
Diga el hombre cuál es en su concepto la buena y cuál la mala, y exprese el
porqué y el cuándo y el cómo; manifieste cómo cree que son las españolas y cómo
deberían ser para su gusto; aclare por qué alaba en la ajena lo que en la propia
reprende; añada por qué censura en la española lo que en la extranjera le es grato;

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abra su pecho, suelte la lengua; entáblese pleito si necesario fuere; pero demos cara a
la verdad, salgamos de confusiones, y comience a establecerse la regla general que
sirva de criterio común en lo sucesivo.
Dejen de predominar vulgaridades propaladas, ya por mujeriegos, ya por hombres
poco afectos al sexo femenino; y desde aquel lugar eminente, que dista por igual de
los afectos extremos y donde la imparcialidad asienta su solio, díctense los fallos que
honren a la buena, enmienden a la extraviada, enseñen a la ignorante, sonrojen a la
presumida, animen a la tímida, y contribuyan al mejoramiento de todas las que son y
han de ser compañeras nuestras y de nuestros sucesores.
Aunque solo fuera por egoísmo, sería conveniente que supieran nuestras
compatriotas a qué atenerse sobre nuestro modo de pensar acerca de ellas, y no dicho
a buen tun tun, sino claro y razonado, y sobre todo lógico; porque, no hay que
olvidarlo: la mujer quiere que en tratándose de ella, sobre todo para censurarla, sea
lógico el hombre.
Y en verdad que, si tratamos de España y sus glorias, nunca dejamos de
mencionar a la heroína de Zaragoza, y a la heroína de Granada, y a las heroínas de
Gerona; nos envanecemos con el saber de la Latina, doña Beatriz Galindo;
enaltecemos el de doña Oliva Sabuco; celebramos el ingenio de la monja de México
y el de doña María de Zayas; llamamos doctora ilustre del catolicismo a Santa Teresa,
y estas glorias reclamamos como nuestras por ser españolas las que las alcanzaron.
Pero en hablándose de algo frívolo o disparatado, nunca falta una voz de hombre
que exclame con desdén: ¡Cosas de mujeres!
Preséntese en una reunión cualquiera una latinista más aventajada si cabe que la
Galindo, y será objeto de burla.
Acuda una mujer varonil a tomar parte en una lucha armada, y se la mirará con
mezcla de horror y desprecio; intente alguna contemporánea penetrar los misterios de
la vida, y se la silbará por fatua y ridícula, y la que escriba versos, no saldrá mucho
mejor librada que las otras.
Y las españolas, que lo saben y reflexionan sobre ello, acaban por retorcerse las
manos exclamando: ¡Pero, Dios mío! cómo ha de ser una?
Y aquí de mi libro: responda cada cual lo que le parezca, que la pregunta no
puede ser más congruente.
¿No dice usted a veces, señor español: «Estoy encantado de la amabilidad de
fulanita», y luego a los dos minutos dice a su novia o a su mujer que ha estado
demasiado amable con otro?
Pues explique usted cómo ha de ser la mujer para quesea encantadora por lo
amable sin serlo demasiado.
Y usted ¿no se queja de las indiscreciones de sus compatriotas?
Pues narre usted cómo son las indiscretas.
Hable cada uno de las que conozca, preséntelas tales cuales las vea, y salgan a
pública luz los aciertos y extravíos de todos en tan importante negocio.

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La pintura de Las Españolas no podía, no debía ser obra de una sola mano.
Ni los españoles hablan de ser responsables de las opiniones de uno solo, ni a las
españolas les había de importar gran cosa una opinión aislada.
Cada cual habla de la feria según le va en ella; conque si el libro llega a estar
escrito por un adversario, siquiera inconsciente, del bello sexo, o por un recién
escarmentado o por un vengativo, ¿a dónde íbamos a parar?
Atento a estas consideraciones, me propuse dar a luz la presente obra, con el
auxilio de españoles solteros, casados y viudos, entre los cuales los hubiese de todas
edades y condiciones, a fin de que los conceptos y los puntos de vista fuesen muchos,
y a ser posible, opuestos, y del conjunto de opiniones parciales pudiese deducirse un
concepto general.
La acogida que halló mi propósito fue digna del más excelente, y los españoles
que me ayudan a llevarlo a cabo se prestaron con tan buena voluntad a mis deseos,
que por lo pronto, dejándome muy agradecido, me han inclinado a creer que no son
tan malos ellos como las españolas dicen.
Ojalá queden éstas igualmente contentas; que yo quisiera, a fe, verlas alguna vez
convencidas de que se les hace justicia.
Pese el juicio femenil en su balanza lo que haya de buen deseo, malignidad,
acierto, candidez, apasionamiento y benevolencia, que de todo puede haber, en ]as
siguientes páginas; reclame si lo cree conveniente, proteste si le parece, apele,
confórmese, o queme el libro; para todo tiene expedito derecho.
Si algo bueno encuentra en la lectura que le ofrezco, no lo desaproveche le ruego;
y de lo malo, espero que no culpe la intención de los autores, que han prometido decir
verdad y contribuir lealmente al objeto que me propuse dando a conocer LAS
ESPAÑOLAS PINTADAS POR LOS ESPAÑOLES.

ROBERTO ROBERT

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LA NERVIOSA
¿Queréis ver antes un ejemplar de la familia? Pues aquí le tenéis; miradle.
Espigadita, vivaracha y graciosa como una ardilla, tiene los ojos negros, la boca
fresca, el cuello largo, y un cutis tan fino, tan finito, tan finísimo, que a través de la
epidermis se vislumbran claramente las azuladas venas de su sangre. Si mira, se come
la gente con los ojos; si habla, pronuncia con una volubilidad y una rapidez que
asombran; si anda, pisa menudito, menudito, y corre más que siete… ¡con unos pies
tan chiquitines!… Goza de palideces intermitentes y de ojeras crónicas. Lánguida y
soñadora en días de lluvia, pizpereta y despierta por lo común como la alondra en
primavera, malhumorada en ocasiones, displicente de vez en cuando, insinuante con
frecuencia y apasionada siempre, esa bonitísima criatura que habla con los ojos y
escribe con los pies, más que niña, más que flor, más que pájaro, es lo que
técnicamente se llama… un manojito de nervios. ¡Pero qué nervios!
Aquello no son nervios: son verdaderos alambres sin capa aisladora que van uno
por uno a sumergir la punta en pilas eléctricas de primera fuerza. —¿Que dónde las
guarda?— ¡Vaya usted a averiguarlo! Yo lo que únicamente puedo decir es que la tal
criatura me parece más peligrosa que un torpedo, y que si alguno por acaso fortuito
roza con suavidad la yema del dedo meñique sobre la satinada palma de su mano, la
nerviosa comienza a soltar chispas como una bobina de Ruhmkorff en acción por
todos los poros de su cuerpecito, y usted se queda tieso, patidifuso y electrizado al
recibir aquella terrible descarga por contacto.
Mientras fue chica, nada. Muy vivita, muy impaciente, muy caprichosita, muy
exigente, pero… ¡nada! ni ella misma comprendió que tenía nervios. ¡Mas el día que
cumplió quince años!… Desde esa fecha data su enfermedad.
Aquel día la pusieron como vulgarmente se dice de largo; y para solemnizar la
fiesta e introducirla en sociedad, quisieron sus papás llevarla a un gran baile que daba
una familia amiga. Hasta la noche del mencionado día todo fue de bien en mejor.
Clara (que así llaman a esta nerviosa) concurrió a la misa de los Italianos, paseó
su remonísima gracia por el Retiro, y solo experimentó seis o siete sacudidas de
nervios en ese intervalo, ocasionadas por otros tantos pisotones que en la falda de su
vestido dieran, unas veces sus pies y otras los pies del prójimo. Mas al ir por la noche
a envolver su cuerpecito en la crujiente seda de un vestido de baile (único en su
especie por aquel entonces), la criada que alumbraba los misterios de tocador y que
era por cierto de esas que llaman de en medio, vertió… ¡imprudente! casi todo el
aceite de una lámpara solar sobre aquel cuerpo escotado y… ¡aquí fue Troya! Verse la
criatura manchado su cuerpo, convencerse de la imposibilidad de asistir dignamente a
la fiesta, desesperarse y comenzar el jaleo, todo fue uno. Gritó, pateó, lloró, insultó de
lo lindo a la culpable, quiso pagarle, rompió en su cólera la inmaculada falda, arrojó
las flores, se deshizo el peinado, se mesó los caballos, se arañó el rostro, hasta que,
presa de un terrible accidente, al fin cayó exánime entre los brazos de su asustado

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padre. ¡Aquél fue el primero! ¡Desde esa fecha data su enfermedad!
Unas veces, según dicen, porque no tenía novio, y otras por los pesares que le han
ocasionado cuantos tuvo, la infeliz ha sufrido y ha hecho sufrir en su casa lo que no
es decible. ¡Qué síncopes! ¡Qué convulsiones! ¡Qué crisis!
La han visitado cuantas celebridades médicas encierra la corte, y al fin y a la
postre han tenido que convencerse ella y la familia, de que para la curación de su mal
no hay más tratamiento indicado que la tila cocida, el agua de azahar y la mucha
distracción.
¡Sobre todo lo último! ¡Ése sí que es remedio! Soñar que le diera a ella el
accidente, ni en los preparativos, ni en el tiempo que dura una representación teatral,
un baile o un concierto… ¡eso, jamás! A la vuelta, aun algunas veces solía
acometerle… pero pocas. ¡Picaros nervios, no parece sino que sepan cuando los
divierten!
Tampoco faltaban profanos en el arte de curar que le propinasen remedios
caseros, y eran muchos los parientes y amigos que aconsejaban, cuál los baños, cuál
el cambio de aires, cuál el matrimonio; creyendo cada uno que su medicamento era el
único y verdadero calmante y emoliente que había de suavizar, flexar, apaciguar y
dominar aquellos nervios facciosos y pecadores.
Su padre, que la idolatraba y que veía la imposibilidad de proporcionarle él
distracciones sin intermitencia y de por vida, halló cuerdo el consejo y dio en decir
con tal motivo entre familia que iba a buscarla un buen partido.
Y como el que busca halla, a la postre se le encontró el novio deseado: un buen
muchacho, ancho de espaldas, sano, con alguna hacienda, honradote y afable, el cual
se enamoró a poco de las infinitas seducciones de la niña como un podenco, hasta las
uñas, bárbaramente.
Trataron de casarse, pero… ¿y los nervios? La agitación natural, la zozobra del
caso, el pesar de la separación materna, la atracción de lo desconocido, el miedo
consiguiente, el rubor, el pudor y el calor (porque era en julio) todo fue parte a que su
enfermedad se recrudeciese y agriase y a que sus nervios se estiraran, se enroscaran y
se crisparan como nunca. ¡Ah remalditísimos nervios!
Siete veces hubo que dilatar el plazo fatal. Afortunadamente las crisis iban
perdiendo su intensidad, y al octavo señalamiento de día y en fuerza de que todo llega
en este mundo, pálida, ojerosa y desencajada, con las manos tembladoras y
castañeteando los dientes como si tuviera tercianas, llegó a la iglesia Clarita sostenida
por sus progenitores y el novio y rodeada de parientes y amigos. Allí por fin, y
ayudada con sorbos de azahar, acabó por casarla católicamente un cura en menos que
canta un gallo.
Terminada la sacra ceremonia (que se verificó de noche) la subieron medio
convulsa y nerviosísima en un carruaje, la condujeron a su nueva casa, y escurriendo
todos el bulto como sombras chinescas, se afufaron para evitar las emociones y
sollozos consiguientes a una despedida de tal género, dejándola a solas con su esposo.

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Los consejeros de la tal medicina desandaban el camino consolando a los papás y
asegurándoles la pronta y radical curación. «Desde mañana, decía uno, se acabaron
los accidentes, y si llegamos a tener la dicha de que nos dé algún fruto de bendición,
cambio completo de naturaleza: la van ustedes a ver más gorda que su mamá». Así
sea, decían los afligidos padres.
Pero… pasó la noche, llegó la aurora, sonaron las doce, y cuando al fin pudo
entrar a verla su temerosa mamá, la encontró… ¡Sí curación! ¡Sí medicina! ¡Sí
gorduras!… Veintidós convulsiones le dieron en el trascurso de aquel pavoroso día…
¡¡Veintidós convulsiones!! La infeliz estaba deshecha, sus papás inconsolables, el
marido… asustado.
Hoy lleva cuatro años de matrimonio. Tiene en Madrid su morada, y continúa
sufriendo siempre horriblemente de los nervios. Muchos de ustedes la tratarán, casi
todos la habrán visto y mirado en los circos, en el Prado o en los conciertos, porque
es monísima.
Ni vive, ni deja vivir a su pobre marido, que está ya enteco y goza como ella de
palideces intermitentes y de ojeras crónicas. Sus menores caprichos son órdenes para
él: ¡por no disgustarla!… El día que se levanta de la cama diciendo que está nerviosa
(por supuesto que lo está siempre), aquel día es de puro jolgorio, y con tan fausto
motivo las criadas bailan en un pié, la gata se sube por las paredes, el marido anda a
ratos como un azacan y a ratos no sabe donde esconderse, y en fin, la casa entera se
estremece en sus cimientos. ¡Todo por esos pícaros nervios!
¿Y cuando está sufriendo un embarazo? ¿Y cuando se le malogra? Porque se le
malogra siempre… Pero, en fin, me convenzo de lo inagotable del caso y lo
abandono. Dejemos, pues, a Clarita, que al remate no es sino un ejemplar de la clase,
de esa falange numerosísima que se subdivide en miles de familias, que a su vez se
descomponen en millones de especies que dan lugar finalmente a un enjambre
infinito de individuos, o si usted lo quiere más claro, de individuas.
¡Oh, las nerviosas! Las nerviosas son hoy una verdadera plaga en nuestra España.
Y que es un tipo nacional, no hay que darle vueltas… En Francia aún podría
hallarse algo que se le aproximara un tanto; pero en el resto de Europa… ¡quiá! Si allí
existe ese temperamento presenta otros caracteres, otros fenómenos, otro modo de
ser, ¡Pero en Madrid! ¡Pero en nuestras capitales de provincia! ¡Pero hasta en los
pueblecillos de nuestra tierra!… ¡Válgame Dios, qué nube de nerviosas! ¡Y qué
diversas manifestaciones para el mismo mal!
A ésta le da una pataleta furiosa y desarrolla en el acceso una cantidad de fuerzas
tan exorbitantes, que no podría con ella un toro: su marido es hombre de peso y sin
embargo lo zarandea y lo muele y lo destroza, y no logra nunca sujetarla. ¡Qué
nervios aquéllos! ¡Ni el acero Krupplos iguala en dureza!
A aquélla le da por quedarse inmóvil. Cierra los ojos, aprieta los dientes y se pasa
las horas de esta conformidad. A la gente que la rodea todo se le vuelven friegas y
más friegas, sinapismos y más sinapismos, y ahumarla con papel de estraza que

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queman junto a sus narices. Pero… nada; hasta que los nervios no aflojan… Y lo más
raro en éstas es que oyen durante el acceso.
Yo conozco una que padece eso que llaman la risa. La verdad es que hasta que
usted se persuade de que aquello es un mal, el verla le produce a cualquiera el
mismísimo efecto que Mariano Fernández. Esta nerviosa fue novia de un amigo mio,
y cierta noche que medio tronaron en una reunión de confianza, al verle ella
enamorando a otra, comenzó a encelarse; por fin se emberrenchinó, y… ¡zas! le dio
el accidente. El muchacho, que tiene buen fondo, no pudo permanecer impasible; se
aproximó primero al grupo, cogió entre las suyas las manos de la risueña, y por fin la
deslizó en el oído algunas palabritas dulces, como «Vida mía, tanto como yo te
quiero», etc., etc…: en fin, que a la chica se le pasó.
—Eso será desmayo, apuntó una.
—Darle algún alimento, gritaron otras.
—Aquí traigo un chocolate, dijo la dueña de la casa.
—Que lo sorba, exclamaron todos.
—Venga, repuso el muchacho, quien cogiendo el plato y doblando galantemente
una rodilla, lo presentó a su amor.
Ella se incorporó en la butaca, probó dos o tres veces a coger la jícara, pero le
temblaba tanto la mano… hasta que al fin logró agarrar el canjilon del asa, y como
estaba tan nerviosa y como no tenía fuerza en los dedos… ¡cataplum! jícara y
soconusco cayeron de golpe sobre el claro pantalón de mi infeliz amigo, quien no
tuvo más remedio que aumentar en 200 reales el presupuesto de aquel día. ¡Bernaldez
le hizo uno nuevo!
Pues en un pueblecito de Andalucía tuve yo el gusto de vivir bajo el mismo techo
que otra nerviosa… Éste es el caso más raro que conozco. Era una hermosa chica de
veinte años, de buenas carnes, coloradita y aparentemente sanísima; pero… ¡bobería!
los nervios no la dejaban a sol ni sombra. Ni tenía accidentes, ni convulsiones, ni
risas, ni nada, y sin embargo padecía mucho, pero mucho, ¡más que Sidouia!
—¿Qué tal estamos hoy? solían preguntarle todos, y ella contestaba
ordinariamente:
—¡Ay D. Fulano, fatal, muy fatal!
Nunca supo explicar bien lo que sentía, pero creía que (aparte del malestar
general) los nervios le formaban sin duda una especie de nudo sobre el costado
izquierdo y poco más o menos por el sitio en que suelen tener el corazón algunas
mujeres, nudo que la oprimía, nudo que la angustiaba, nudo en conclusión que la
hacia sufrir en este valle de lágrimas lo temporal y lo eterno. Hasta aquí no hay
rareza, lo considero; ¡esos endiablados nervios revisten tan diversos caracteres! Pero
lo estupendo, lo fenomenal, lo imprevisto del caso es la medicina con que lograba
siempre deshacer ese pícaro nudo. Ustedes por ser un mal del corazón van a creer que
con azafrán, con digital o con cualquiera de esas cosas que dicen que lo curan: ¡pues
no señor! La receta conque lo combatía, la poción con que lo calmaba, el

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medicamento en fin con que lo destruía era… ¡pásmense ustedes!… ¡eran lonjas de
jamón magro! Sí señor, yo lo he visto. Tarde o temprano, de día o de noche, en
sintiéndose la señorita el nudo, corría una criada a la despensa como alma que lleva el
diablo, cortaba una buena rebanada del susodicho, volvía como un rehilete junto a la
paciente, ella empezaba a comerlo poquito a poco, y antes que desapareciera la lonja
ya hacía rato que había desaparecido el mal.
Pues ¿y las que van por las calles haciendo muecas con la boquita?
Pues ¿y las que enferman con el calor de julio y únicamente se curan en Deva o
Biarritz?
Pues ¿y las que brincan en cuanto araña usted con la uña la seda de su vestido?
Pues ¿y…
Pero noto que el asunto es inacabable y bueno será que yo no trate de irritar los
nervios de mis lectores con un artículo tan largo como nervioso.
Conste por fin que mi humilde individuo comprende y deplora los dulces defectos
de la mujer linfática; que conoce y respeta los graves inconvenientes de la sanguínea,
pero que considera y oree firmemente que no hay defectos ni inconvenientes que se
acerquen, lleguen ni igualen a los terribilísimos y espeluznantes de la mujer nerviosa.

Nota 1.ª No se lo cuenten ustedes a ninguna idem porque me arañará.


Nota 2.ª La conciencia me obliga a confesar que como todo está sujeto en la tierra
a la ley de las compensaciones, aun con esos defectillos a cuestas y algunos más, ni
han existido, ni existen, ni existirán sobre el planeta mujeres más graciosas, más
mimosas y más opíparamente apetitosas que las nerviositas de mi tierra.

P. XIMENEZ CRÓS

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ELLA ES ÉL
Si por el título que encabeza estas líneas ha llegado alguien a figurarse que doña
Petronila Calaguala, de quien, con permiso de ustedes, voy a decir cuatro palabras, es
una heroína de rompe y rasga, una individua varonil, bigotuda, aventurera, de las que
pisan fuerte, fuman puro, hablan gordo, pegan al marido, plantan una bala donde
clavan el ojo, y que mejor se pondrían, por ejemplo, a la cabeza de una barricada en
días de revolución que al frente de una tienda de modistas; sí alguien, repito, ha
llegado a figurarse que doña Petronila es mujer de esos tratos, vive en un error
lamentable.
No es tampoco una de esas otras damas histéricas, remilgadas, sutiles como
lagartijas, que bajo la capa de la modestia, de la dulzura, casi de la santidad,
mezcladas con los modales más distinguidos y el trato social más afectuoso, ocultan
un genio insufrible, siendo en vez de los ángeles los demonios del hogar.
Doña Petronila ocupa un término medio entre los dos extremos indicados, y
apostaría yo cualquier cosa a que mis lectores la conocen, y si no conocen a ella
precisamente, conocerán a alguna mujer que se le dé un aire de familia indubitable.
Pero, en verdad, no hay mucha exactitud en decir que conocen a doña Petronila;
más habría en asegurar que en ella conocen al marido de esta señora (aunque en la
vida lo hayan visto ni menos dado los buenos días), por la sencilla razón de que él ha
abdicado en ella su completa personalidad, de que ella lo eclipsa hasta anonadarle.
Nada tiene, pues, de particular que habiéndola encontrado yo una mañana en la calle
de Carretas, la saludase diciéndole impensadamente:
—¡Felices, amigo Silvestre! ¿Cómo está ese valor?
Porque se llama Silvestre de las Ovejas el cónyuge de mi apreciable amiga doña
Petronila.
Es hombre angelical; no lo es tanto su figura; pero él pudiera decir a esto lo que
aquella fea que a uno que la había llamado buena moza le respondió con desparpajo:
—Aunque no lo soy, me paseo entre ellas.
Tal vez yo me equivoque al apreciar su figura; pero si un señor que tiene tres
dedos de frente, y esa bastante calzada; ojos saltones y parados, boca tan rasgada que
toda ella es un rasgón, y labios abiertos por una sonrisa eternamente imbécil, que
pone de manifiesto un teclado de piano, digo una dentadura a la que no falta ni una
sola pieza, y las piezas son de padre y muy señor mío; si una criatura de estas
circunstancias, amen de su cortedad y sosera perdurables, ofrece atractivos
suficientes para despertar simpatías superficiales o profundas, confieso que no lo
entiendo. Y el exterior de Silvestre es un espejo clarísimo de su alma, que más de
cuatro califican de cántaro.
Esperar de Silvestre resolución, ánimo, actividad, iniciativa para nada, es pedir
peras al olmo.
—Imposible parece, oí un día a cierto conocido mío, que haya persona tan inútil

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como Ovejas; no es ni sal, ni agua, ni pescado. Él, ciertamente, nada necesita, porque
doña Petronila, como los reyes absolutos respecto de sus vasallos, se ha encargado de
pensar y obrar por su marido.
Como Virgilio guiaba al Dante por los diversos círculos del infierno.

Ond’io per lo tuo me’ penso e discerno,


Che tu mi segui, ed io saró tua guida,
E trarrotti di qui per luogo eterno,

así doña Petronila guía (y perdonen ustedes la comparación) a Silvestre por las
vueltas y revueltas, encrucijadas y travesías de la sociedad, separándolo de los
peligros que a cada paso se presentan al incauto y aun al más precavido mortal, para
conducirlo sano y salvo y sin detrimento en su imbécil sonrisa al término de sus
deseos. Por lo demás, doña Petronila no tiene parentesco ni afinidad remota ni
propincua con el cantor de la Eneida, y lo mismo le sucede a su marido relativamente
al sublime poeta florentino.
Mas no se presuma que aunque ella le conduzca y guie por medio de la sociedad,
vayan siempre unidos a vista del público: nada de esto. Me explicaré.
De pocos meses acá este matrimonio tiene más hambre que un maestro de
escuela; ha quedado cesante Silvestre, que desempeñaba un empleo de sobrestante de
una obra, y es preciso reponerlo en él o colocarlo en otro.
Silvestre se aflige, y aún tengo entendido que lamentando la injusticia con que se
pagan aquí los servicios que prestan los hombres de mérito, en cuyo número él,
modestamente, se incluye, aunque indigno, según manifiesta (en lo cual puede tener
la seguridad de que nadie se ocupará en desmentirle), lamentando, pues, todas estas
enormidades, ha llegado hasta verter abundantes lágrimas y convertirse en un brazo
de mar.
Doña Petronila, con más pecho que él, no solo sufre resignada los golpes de la
adversidad, sino que se complace en retarla, oponiendo la energía y entereza de su
carácter.
—Cualquiera, al verte, le dice, pensará que se acerca el fin del mundo.
—Yo por ti siento nuestra situación.
—Pues no la sientas.
—Los cuartos se acaban, y ya, como no empeñemos el modo de andar, no sé qué
vamos a hacer.
—¿Por qué no ves a López y a las de Pelines, para que nos presten algo con qué
proporcionarnos víveres?
—¡Si no sirvo para esas cosas!
—¡Ya tenemos lo de siempre!
—Yo quisiera presentarme a López; ¡pero si no puedo!
—Pues hijo, se hace un poder. Lo que es hoy no cedo; quiero que aprendas a

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buscártelas.
—Corriente, haremos la prueba.
En efecto, Silvestre coge el sombrero y el bastón, dispuesto a realizar la hazaña
del siglo. Sus primeros pasos por la calle son firmes y rápidos, gallarda su apostura,
casi marcial, y en su rostro se pinta el heroico valor que le anima. Pero a medida que
se va acercando al domicilio de López, vuélvese lento su paso, es menos soberbio su
talante, menos viva su mirada, en una palabra, Silvestre está alicaído. Sube la escalera
de la casa donde vive su presunta víctima, y dirige la mano al timbre del cuarto; pero
lejos de tomarlo, renuncia a llamar, tiembla como un azogado, y regresa a su tugurio
con el desaliento pintado en su fisonomía.
—Está visto, no eres para nada, le dice ella al verlo entrar; me lo estaba temiendo.
—Genio y figura hasta la sepultura. Yo no sirvo para pedir; se acabó; me pondría
de veinte colores.
—No esperaba de ti otra cosa. ¡Qué hombre más inútil! Yo iré.
—Sí, Nilita, preséntate a López.
—En el acto. Y como lo promete lo cumple.
López es soltero, hombre pudiente (como dice doña Petronila), dispuesto a hacer
un favor a cualquier amigo, y si es amiga dos favores, tres favores, cuatro favores, en
lo cual demuestra que además de generoso es galante. Silvestre admira por la
milésima vez el ingenio y abnegación de su costilla. Y cuando nuestra estimable doña
Petronila no se ha parado en pelillos para acometer al filantrópico solterón, menos ha
de pararse tratándose de las de Pelines, tres hermanas ricas; a quienes la de Calaguala
de las Ovejas ha prestado servicios particulares (porque es muy servicial nuestra
valerosa matrona) y que merecen agradecimiento y recompensa. Si otro día tengo
más tiempo que hoy, contaré a ustedes la clase de servicios a que aludo.
Vamos a lo del destino.
¿De dónde sacará doña Petronila las recomendaciones que necesita para
conseguir la colocación de su marido?
Es un secreto que existe en las profundidades tenebrosas de lo desconocido.
Ella anda, trota, corre, galopa, baja, sube, se agita, suda para que la victoria
corone pronto sus afanes; averigua si no lo sabe, y huele si no lo ve, y si no lo huele
lo adivina, quién conoce al portero de tal oficina, al escribiente, al auxiliar y al jefe
del negociado tal, y al director del ramo, y al ministro y a los amigos, parientes y
testamentarios de todo el personal burocrático de que ha menester, y una vez provista,
según he dicho, de proyectiles para atacar en regla la plaza, ora espera a cada uno de
por sí en su propio domicilio, tanto de noche como de día, ora los acecha cerca de la
oficina donde van a trabajar, y así que los atisba, se lanza sobre la presa y despliega
su maravillosa verbosidad, que amenaza no tener fin; el asalto se repite así infinidad
de veces; los atacados la temen como a una peste, sueñan con ella, se ponen febriles
en cuanto la ven, aunque sea a cien leguas, y no encuentran medio de sacudírsela de
encima.

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Yo sospecho lo que dice a cada víctima de sus embestidas, porque tiene una
especie de patrón para lo que le conviene hablar y hacer en semejantes ocasiones.
Se planta en casa del diputado a Cortes por su provincia, sujeto a quien no ha
saludado en la vida, y le acomete en estos o parecidos términos:
—Aunque no he tenido el honor de tratar a usted, porque hace veintiocho años
que falto de la tierra y aún era usted párvulo, sabiendo que es usted hombre generoso
y patriota de ley, no he creído molestarle proporcionándole una ocasión en que
ostentar nuevamente la nobleza de sus sentimientos. Mi marido está cesante, cesante
para asombro de los buenos liberales que siempre han puesto en las nubes los
eminentes servicios de Silvestre.
Aquí se lleva el pañuelo a los ojos, y finge limpiarse una lágrima que no asoma.
—Bien está, señora; hágame usted el obsequio de mandarme una relacioncita de
esos servicios. ¿Los prestó acaso cuando la guerra civil?
—Algunos. Me consta que durante la guerra todas las noches concurría al café, y
allí era uno de los que más hablaban contra los partidarios de D. Carlos, o llámense
facciosos. Además cantaba el trágala y otros himnos por el estilo, que más de una vez
le causaron anginas de órdago.
—¿Y después?…
—Después… yo diré a usted: como el hambre no da espera y tiene cara de hereje,
y era forzoso comer o sucumbir tontamente, Silvestre aceptó un destinillo en la
policía secreta, que le dieron los moderados.
Suprimida a la raíz de los sucesos de setiembre esa benéfica institución, quedó,
como digo, cesante, pero siempre dispuesto, como en tiempo de la guerra civil, a los
mayores sacrificios en favor de la libertad. Últimamente desempeñaba la plaza de
sobrestante de unas obras, y le han despedido por economías.
—Señora, siento decir a usted que…
—Ahora en las elecciones de diputados a Cortes, un primo de Silvestre, Luciano
de las Ovejas, ha votado por usted, y aunque piensa pedirle para sí y para un hermano
suyo un par de empleos buenos, puedo asegurar que tendrá una satisfacción completa
cuando sepa que también ha colocado usted a mi Silvestre.
Al ministro le cuenta, por ejemplo, que ha tratado a un sobrino tercero del abuelo
de su Excelencia, que le felicita por haberse elevado a un puesto que debe a sus
incomparables merecimientos, y que Silvestre le ha defendido, contra viento y marea,
de sus detractores en cuantas ocasiones se han presentado; que los tiempos son
difíciles; que el casero la aprieta; que el comerciante de ultramarinos la echa el quién
vive; en una palabra, que la patria está oprimida, aunque nunca haya sido más libre
que ahora.
Lo gracioso del caso es que aquel

Gran padre de la patria, honor hispano,

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tan excelente que ni buscado con candil, y aquel ministro destinado por la
Providencia a regenerar este desdichado país, son, si no la sirven, las nulidades más
nulas y los enemigos más encarnizados que el país y las instituciones tienen.
Conque vayan ustedes concertando estas medidas.
El insigne Silvestre, a semejanza de ciertos personajes de algunos dramas que no
salen a la escena más que en dos o tres situaciones culminantes, o como las figuras de
reloj que solo aparecen al sonar las horas, tampoco suele presentarse, si acaso, más
que a dar las gracias a sus protectores. Su sonrisa, porque de palabras es tan avaro
como Harpagon lo era del dinero, es la que en tales casos dice con la elocuente
expresión que la caracteriza: Ecce homo.
Regla general: doña Petronila (y cuando digo doña Petronila digo las españolas
que tienen su misma idiosincrasia), doña Petronila siempre es casada y siempre
muestra decidida afición a abusar del pronombre posesivo. Así se le oye a menudo:
mi Silvestre hizo esto; mi Silvestre hizo lo otro; mi Silvestre es un bendito; mi
Silvestre es la honradez personificada; y en efecto, es tan de ella, da él tales pruebas
de que no se pertenece en cuerpo ni en alma, y tiene doña Petronila tan acreditada a
los ojos de todo el mundo la posesión absoluta del caballero de las Ovejas, a quien ha
expropiado de las tres potencias del alma por causa de utilidad petronilesca, o si se
quiere de entrambos consortes, que nunca del pronombre aquel se hizo mejor uso.
De recién casados intentó Silvestre ejecutar inocentemente varios pinitos de
independencia y de autonomía; pero doña Petronila, que no era celosa ni lo es, pero
que no renuncia a su autoridad, le ató corto, y principió a educarlo y amoldarlo de tal
suerte a sus órdenes, a sus gustos y a sus caprichos, que en breve tiempo lo convirtió
en un ser tan manso como el animal de su apellido.
Figúrense ustedes que cuando esto sucedió se hallaban, d poco menos, en la luna
de miel.
La primera escaramuza tuvo efecto en una noche de verano. Doña Petronila había
llevado siempre colgado del brazo, o si se quiere, ella había ido siempre colgada del
de su marido, cuando éste significó deseos de salir a dar una vuelta por el Prado. El
calor era sofocante, el cuarto que ocupaban una sartén, causas suficientes para ir en
busca de aire respirable.
—Nilita, ¿quieres que salgamos a estirar las cuerdas?
—No tengo gana de vestirme.
—Así estás bien, de trapillo; nos sentaremos aunque sea junto al monumento del
Dos de Mayo.
—¡Ave María Purísima!
—¡Anda, mujer!
—No seas plomo, digo que no.
—Vaya, pues iré yo solo.
Silencio.
—¿No me contestas?

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Silencio.
—¿Estás enfadada?
—¿Yo?… ¡No tendría mal trabajo! Puedes ir a paseo, corre, yo te abriré la puerta.
Se levanta, pero de muy mal gesto, y se dirige a la puerta.
Silvestre se sienta y se pone a cantar el Mambrú, que es lo primero que le ocurre
en tanto ella hace que solloza y hace que llora, destrozando el corazón de su tierno
cónyuge. Al principio solían ir a visitar a Silvestre condiscípulos y amigos; pero
muchos tuvieron que abandonarlo por causa de doña Petronila.
—Sinforiana, decía ella a la criada, orden para en adelante: cuando vuelva a
preguntar por el amo el sujeto que ha venido ahora, que no está en casa.
—Pero Nilita, exclamaba el marido acaramelando lo posible la voz, mira que es
uno de mis mejores amigos, persona apreciabilísima por mil conceptos.
—A ti todos te parecen inmejorables.
Doña Petronila se preciaba de entendida en materias culinarias; pero la verdad es
que hacia unos guisotes infernales, en términos de que Silvestre estuvo un día si se va
al otro mundo, a consecuencia de haber condescendido a los deseos de su esposa
probando uno de sus platos favoritos. El bálsamo de Fierabrás tomado por D. Quijote
en la famosa batalla contra los rebaños de ovejas y carneros, no produjo efectos más
rápidos y maravillosos. No obstante, al cabo de algún tiempo se hallaba tan habituado
a las comidas estrafalarias dirigidas y aun compuestas por su cara mitad, que se hacia
lenguas de ella y de ellas.
Mucho he oído hablar acerca de este matrimonio: todas las apariencias revelan
que entre marido y mujer existe una armonía envidiable, que se aman lo mismo que
en los felices tiempos del noviaje. Sin embargo, ella es muy superior a él en
inteligencia y en todo; es intrépida, activa, ingeniosa, entrometida, conoce mil veces
mejor el mundo que Silvestre, el cual está constantemente en babia, por cuyo motivo
nadie comprende cómo doña Petronila se atrevió a cargar con semejante ganga.
Yo tal vez encuentre la clave de este enigma.
Cuando comenzaron a tratarse, doña Petronila era huérfana de padre y madre, y
por añadidura, pobre, desdicha que después de casada ha seguido afligiéndola aun en
los días de su mayor prosperidad.
Necesitaba, pues, pescar un individuo que le proporcionase artículos de comer,
beber, arder, vestir y otros.
Contaba treinta años cumplidos, y no era cosa de esperar más tiempo a que le
lloviese de la luna un marido cortado a medida de su gusto.
Concurría además la circunstancia de que la envidia murmuraba si antes de sus
relaciones con Silvestre las tuvo con un subteniente de lanceros, y si de aquí resultó o
no resultó… en fin, dichos que dice la gente, según la frase de una vecina amiga
suya; y baste con lo apuntado, que yo por mi parte en esto no entro ni salgo.
Necesitaba doña Petronila echar un puntal a su honra, que se empeñaban en derribar,
y por ende se vio obligada a apechugar (otra palabra de la vecina) con el simpático

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Silvestre de las Ovejas.
En todas las conversaciones y actos más o menos domésticos, más o menos
públicos, en que toma parte Silvestre a presencia de su mujer, esta desempeña un
oficio parecido al de un director de orquesta, con la diferencia de que así como el
director de orquesta ha de marcar con la batuta el orden de todas las voces e
instrumentos, así doña Petronila insinúa con la expresión mímica de todo su cuerpo, y
en particular de sus miradas, de sus palabras o de sus pisotones, el orden que Silvestre
debe seguir en sus discursos.
Cuando a este infeliz se le escapa una frase inoportuna, o da un paso en falso o
que destruye los planes de doña Petronila, los ojos de ésta le confunden, le devoran, o
bien un pisotón mayúsculo o un pellizco disimulado que le hacen, si es de día ver las
estrellas y si de noche contemplar el sol en todo su esplendor, le ordenan de una
manera inequívoca que selle sus labios y no se meta en honduras sin una mano que le
proteja. Cuando no hay posibilidad, ya por la distancia de uno a otro consorte, ya por
diferente motivo, de hacer que Silvestre comprenda a fuerza de indirectas del Padre
Cobos los límites de sus facultades para regirse por sí solo, entonces doña Petronila
busca en los inagotables recursos de su industriosa facundia términos hábiles para
disculparle.
En resolución: él ve y oye por los oídos y por los ojos de doña Petronila, quien
asume y echa sobre sí toda la responsabilidad de actos de que Silvestre debiera ser
único autor y editor responsable.
Tiene ella del castor la industria, la actividad de la ardilla, la previsión de la
hormiga, y en sus pretensiones la pesadez: ama a su marido como se ama a todo
desgraciado, a todo enfermo, a toda persona débil, con un amor que se parece mucho
a la compasión: es el brazo derecho, el báculo, el escudo, el ángel tutelar, el
procurador, el apoderado de Silvestre: doña Petronila además de ser ella es él.
Si los colores con que he pintado a mi simpática amiga les parecen a ustedes
demasiado subidos de tono, rebájenlos a su capricho, suavicen sus asperezas cuanto
gusten: si por el contrario, juzgasen demasiado pálidos sus tonos, súbanlos de punto,
y brotará en esencia y presencia, bien la Petronila que arrastra la cola del vestido por
las altas esferas sociales, bien la tía o la señá Petronila que habita la bohardilla o el
sótano de la casa.

VENTURA RUIZ AGUILERA

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LA NIÑA CASADERA
Quisiera yo que ahora mismo me trajesen una coleccioncita de media docena o
una, que por mucho trigo nunca es mal año, de niñas casaderas, a fin de examinarlas
y estudiarlas, para poder luego describirlas exactamente.
Algo de lo que hacen los pintores con los modelos.
Tomar de ésta un rasgo, de la otra una facción.
Que como yo tomara bien esos rasgos, seguro estaba de hacer un articulo de los
de rompe y rasga.
Y cogiendo con acierto esas facciones y lanzándolas al público, tendría la
evidencia de conmover más gente que cuando se echaron al campo los de nuestra
guerra civil.
Por desdicha, yo tengo que bastarme a mí mismo, y, recurriendo al arsenal que la
memoria y la imaginación me ofrecen, hacer pasar por vivo lo pintado.
¡Ay! repito, ¡si pudiera dar cuerpo en un instante a los tipos que la ilusión forja en
mi cerebro!…
En fin, no quiero desmejorarme pensando en esto demasiado.
Vamos a echar en el molde la hirviente sustancia de las ideas, y salga lo que
saliere……
Llegó el ansiado cuanto temido momento de poner a la niña de largo.
Parece como que esta trasformación debía verificarse sin más que añadir un poco
de tela al traje: pero no… es algo más complicada, algo que produce el cambio total
del individuo del sexo femenino, o sea de la individua de que se trata.
Poéticamente, es la trasformación de la larva en mariposa, supuesto que la niña al
hacerse mujer parece como que toma alas.
En más exacta comparación, viene a ser un hecho análogo al que se verifica
cuando rompe el huevo que le encierra el astuto animal que conocemos bajo el
nombre de cocodrilo.
Ambos comienzan por arrastrar cola y concluyen por devorar hombres, ocultando
esta siniestra intención bajo la máscara de la inocencia.
(Entre paréntesis: no os alarméis, bellas lectoras, por este párrafo de tremebundo
estilo, pues el que más y el que menos está siempre dispuesto, como le pasa al autor
de estas líneas, a dejarse devorar por cualquiera de vosotras. ¡Le destrozáis a uno tan
agradablemente!).
Desde que la niña se viste de largo cambia totalmente de modo de ser.
Antes no solo jugaba en casa con las muñecas, sino que en los paseos públicos se
entretenía con sus demás compañeras en correr y saltar que era un gusto.
Es curioso observar como en cortísimo intervalo pasan las jóvenes, desde la
libertad mayor al más grande encojimiento (cuando menos aparentemente), y desde
los juegos más inocentes a los actos más serios, y hasta si se quiere… peliagudos.
Verdad que no es oro todo lo que reluce, pues ya esa misma inocente larva, aun

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antes de llegar a niña casadera, hace sus primeros ensayos de coquetería con los
cadetes y los estudiantinos de segunda enseñanza.
Bien puede asegurarse que casi todas ellas, cuando alcanzan la categoría del tipo
que intentamos apuntar, están a la altura de su importante misión.
El lenguaje de los ojos, el del abanico, el de las flores, todos los medios, en fin, de
expresar ideas y sentimientos sin tener que recurrir a sonidos articulados, se
encuentran ya en el arsenal de la niña casadera, que no escasea el usarlos cuando
llega la ocasión.
Es cosa que verdaderamente desespera encontrarse por la calle, en paseo, en el
teatro, con uno de esos pimpollos que le dicen a uno con una mirada tan tierna como
expresiva:
—Caballero, me está usted gustando.
¡Y no poder oírlo sonar en aquellos labios de grana!
Verdad es también que el martirio suele ser tan grande para quien se lo calla como
para quien no puede oírlo.
De los vagos deseos, de la inexplicable melancolía cantados y decantados por los
poetas, va quedando ya solo la mitad: hay que suprimir lo de vago e inexplicable.
La generalidad de las niñas casaderas saben que su deseo es tener cuanto antes
novio, y que la melancolía proviene de no encontrarle pronto.
Por eso cuando un pollo comienza a osear y o sea a hacer el oso a una muchacha,
ésta sabe ya el atrevido pensamiento del galán, y siendo de su gusto, no pierde medio
ni ocasión de alentarle a que declare en la aduana de Cupido la mercancía amorosa
que oculta bajo la solapa izquierda de la levita.
Lo terrible es que si ésta (la levita) no revela por la calidad del paño y por lo
escogido del corte que su dueño no pertenece a una clase tanto o mejor acomodada
que la de la niña, viene la autoridad materna a segar en flor los deseos de nuestra
heroína.
Las mamás quieren que los novios de sus hijas posean buenas prendas, en toda la
extensión de la palabra.
Y es de ver el desacuerdo que por punto general existe entre las madres y las hijas
en este sustancialismo punto y en todos los que se refieren a fijar el porvenir de las
niñas, lo cual depende, primero, de la diferencia de edades, y luego de que la pasión
calurosa no puede tomar el mismo rumbo que toma la razón calculadora y fría.
—¿De qué sirve, exclama la mamá, el haberle costeado maestro de francés, y que
diga a la perfección Comment vous portez-vous, y haya comenzado a traducir aquello
del Telémaco, Calypso ne pouvait se consoler du depart d’Ulisse, etc.? ¿De qué
sirven los tres o cuatro años de solfeo, piano y canto, y la paciencia con que toda la
familia ha aguantado el desesperante sonsonete de las escalas y de las vocalizaciones,
hasta que la niña ha podido tocar la polka titulada El último suspiro, y cantar la
romanza Io morro per te? ¿De qué sirve todo esto, si no le sirve para pescar un novio
de circunstancias?

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Y la niña se empeña, a pesar de todo, en que ha de querer a Fulanito, que es
estudiante de segundo año de leyes o sigue la carrera de empleado, hallándose con
cuatro mil reales (y el descuento) en las oficinas de la diputación provincial, donde
por el pícaro estado financiero que atravesamos, hasta se suele retrasar durante
algunos meses el pago de los haberes. ¡Si al menos se pudiera suspender también el
comer en todo ese tiempo!
Una vez entablada la lucha entre madre e hija, refiere esta llorosa y
románticamente sus penas al objeto que, las causa, y entre protestas de eterno cariño
deciden resistir al monstruo desnaturalizado que trata de apretar las clavijas del amor
hasta romper bruscamente las delicadas cuerdas del sentimiento.
Puede suceder una de dos cosas: o que venzan los amantes y termine la
tragicomedia en la calle de la Pasa, donde se halla, bajo el nombre de vicaría, la
solución del problema, en que puede haber entrado como dato eficaz un paso de
rapto, o que, mediante un cambio brusco de aires y de clima, se salga la madre con su
empeño de no convertirse en suegra, aplicando aquella receta tan bien formulada por
un poeta elegantísimo que dice:

Para encontrar un remedio


de amor en la cruda guerra,
no hay como poner por medio
mucho tiempo y mucha tierra.

Y es probado.
Lo malo será que, perdido aquel novio, se pase el tiempo y con él se pase la niña,
y no vuelva a presentarse otro mozo que vaya con buen fin, sino algún camastrón con
más colmillos que un elefante, que diga que se casará el día menos pensado, y tanto
lo piense, que acabe por no casarse nunca.
Y entonces será el rechinar de dientes y las reconvenciones, porque aparecerá la
primera causa como la blanca y luminosa indicación de que la vida es un soplo; y se
caerá la muela de la risa, dejando un hueco que solo se cubre a fuerza de dengues; y
el terso cutis comenzará a apergaminarse, poniéndose como los campos que se
preparan para la sementera, esto es, lleno de surcos.
Tan fatal es este período en que la niña casadera deja de ser niña y hasta de ser
casadera sin haberse casado, que renuncio a describirlo.
Esto no quiere decir que vaya yo a apadrinar enlaces disparatados que suelen traer
muy malas consecuencias.
Piensen los padres de las niñas que están en estado de merecer, que la mayor parte
de las veces la inclinación de sus hijas depende de la educación que se las ha dado y
de las circunstancias en que se las coloca en el momento crítico en que el corazón se
decide.
Piensen las niñas que las exterioridades suelen no corresponder a las condiciones

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del alma, base, cuando son buenas, de la futura felicidad.
Pero ¿quién me habrá metido a mí a predicador?
¡Jóvenes incautas, pintadas mariposas, tiernas florecillas, niñas casaderas, en
suma, abrid el alma a los dulces cuanto fugaces antojos del amor puro y ardiente, que
los goces que él proporciona no tienen rival en el mundo, y cuando desaparecen, ni la
luz brilla, ni el sol calienta, ni la naturaleza ríe!
¡Aprovechad el tiempo!
¡Amad con toda la fuerza de vuestra alma joven y fogosa!
¡Prended en la red de vuestros encantos al que se descuide, y enlazad vuestra
suerte a la suya, como la yedra se enlaza al olmo!
Y una vez unidos,
¡Creced… etcétera!

ANGEL AVILÉS

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LA CUCA

Todos la habéis visto, aunque es seguro que no todos la conocéis.


Viste generalmente de negro, y suele llevar margaritas en la cabeza.
Su edad varía por lo común entre los treinta y los cincuenta; el menos o el más de
estas dos fechas constituyen la excepción.
Parece viuda, y se dan casos en que lo es. Sin embargo, acostumbra ir
acompañada, sobre todo de noche.
En política es comunista, en literatura romántica, en religión atea.
Frecuenta los Bufos y los campos Elíseos; cuando refresca lo hace en el Iris;
alguna vez se permite pagar.
Debió ser bonita en su juventud; ahora tiene pretensiones de graciosa.
Por muy tronada que se encuentre, no le faltan nunca dos cosas buenas: las botas
y los guantes claros. Delira por tener reloj.
Tal es la cuca bajo el punto de vista físico; estudiémosla ahora en sus diferentes
aspectos.
Hace algunos años me daba yo por joven y me tomaban por alegre; lo mismo en
el grande que en el pequeño mundo mi papel se cotizaba a la par, y las muchachas se
disputaban mi conversación, única cosa que podía ofrecerles. Las invitaciones y los
convites llovían sobre mí.
Una tarde (serian lo más las tres, pues me acababa de acostar) me sorprendió la
criada con una carta, que después de embalsamar la habitación me dejó ver al abrirla
una elegante tarjeta de cuerpo entero, en que se leía:

FULANA DE TAL
tiene el honor de invitar a usted al baile y concierto
con que inaugura esta noche sus salones. Calle de…

Lo singular del lance es que yo no conocía ni de nombre siquiera a doña Fulana


de Tal. Es más, creo que no había pasado nunca por la calle a donde me citaba.
Mi primer pensamiento fue no acudir a la cita. La imaginación me representaba
en aquella tarjeta la emboscada de un acreedor, la burla de un enemigo o de un rival,
la venganza de un hombre público o de una mujer no secreta; todo, menos lo que me
prometía. Dando vueltas en mi cerebro a estas ideas me dormí.
No ya la del alba, la del alumbrado sería cuando me desperté. Lo primero que vi
sobre la mesa fue la tarjeta, que parecía una provocación. Solo entonces, consideré
indigno esquivar el reto.

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Vestime, pues, con los trapitos de cristianar, y con unos cuantos reales en un
bolsillo, unos cuantos cigarros en el otro, y las manos en los dos, enderecé mis pasos
hacia el café Suizo. Lo menos diez de mis amigos estaban sentados alrededor de una
mesa, y ¡oh casualidad! los diez tenían delante de sí una tarjeta igual a la mía.
—¿Qué es eso? Les pregunté no sin asombro.
—Ya lo ves, me respondieron a un tiempo cuatro o cinco; que estamos invitados a
una reunión.
—Donde se bailará, exclamó uno.
—Donde se cantará, añadió otro.
—Donde se cenará, murmuró el más viejo.
—Todo eso y mucho más, interrumpió el que ocupaba la cabecera y el único que
tomaba café.
—Pues, ¿qué es ello? dije a mi vez.
—¡Qué! ¿No lo sabes, incauto? ¿No lo adivináis, imbéciles?
—No, no, no.
—Yo sí; nos invitan a una soirée de cucas.

II

Todavía recuerdo la gacetilla que al día siguiente apareció en las columnas de un


periódico neo-católico.
«Brillantes, decía, estuvieron anoche los salones del callejón del Perro.
»Cuanto encierra Madrid de distinguido en artes, letras, armas y hermosura, todo
allí se dio cita; la señora se lució en los honores de la casa».
No hay para qué decir que la gacetilla era obra de uno de nuestros más notables
poetas.
Y ciertamente, para el curioso poco conocedor del mundo o del idioma que
hubiera asomado la cabeza por allí, la reunión ofrecía un golpe de vista encantador.
Había entre los hombres mancebos elegantes, militares de graduación, filósofos y
literatos, célebres los unos y aspirantes a la celebridad los otros: entre las damas no
pocas bien vestidas, muchas agradables, algunas hermosas: en fin, ¿qué más? hasta
había algunas hijas con madre.
—Esto no quita que de vez en cuando se oyera al pasar por cerca de un grupo:
—Anda, niña, ves a ver si Fulano quiere darte una vaca.
—Mamá, por ser sota me he quedado sin nada al tercer golpe.
—¿Ha reparado usted, doña Mónica, como levanta muertos la viudita?
O bien estos diálogos entre caballero y señora:
—¿Me concederá usted el honor de una polka?
—Sí señor, pero a cambio de una armadura.
—Vamos, Lolita, que ya la he visto a usted acertar tres o cuatro seguidas.

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—Pues ya ve usted, no tengo más que siete pesetas.
—Picarona, eso no prueba más sino que se va usted al rio.
Y todo esto mezclado con música y baile, entre parejas que desfilaban por un
pasillo hacia el comedor y por un gabinete hacia otro, sitio que no quiero nombrar,
pero donde también entré para contemplar el cuadro más abigarrado y grotesco que
pude nunca imaginarme y que consiguió sorprenderme, a mí, que había visitado
como artista las cuevas de los gitanos en Andalucía y los bodegones de los traperos
en París.
Figuraos una mesa ovalada ocupando todo el centro de una gran sala, y en torno
de esa mesa treinta o cuarenta personas de ambos sexos, sentados por lo general los
hombres y de pié las mujeres, salvo alguna cuya belleza o más bien que esto, las
cantidades que apunta, la hacen acreedora a un lugar escogido.
Figuraos aquel conjunto de bocas que murmuran, de brazos que se retiran o se
adelantan, de monedas que van y vienen, de juramentos por lo bajo, de sonrisas por
todo lo alto, y dominando esta especie de tempestad donde lo que más aterra es el
silencio, una voz pausada siempre, a menudo conmovida, nunca amenazadora, que
repite cada cinco minutos: —¡Juego!
Después de esto, unos instantes de agitación; luego, la calma; un poco más tarde,
la explosión de todas las iras, de todos los deseos, de todas las vanidades del corazón
humano.
—¡Buen rey! Exclama uno que fuera de allí pasa por un demagogo furioso.
—Hubiera querido ser caballo, prorrumpe otro que por masque quiera no puede
dejar de ser burro.
—Yo llevaba medio duro a las de abajo, grita con decidido acento una joven
encantadora.
—Miente usted, responde con tranquilidad un honrado padre de familia.
—Hija mía, dice una mamá al oír el ruido de la disputa, no cuestiones con
hombres groseros.
—A ver, pocas palabras, o le vuelvo a cualquiera un revés.
Esta insinuación restablece la tranquilidad en todos los espíritus.
Es, como si dijéramos, el sálvese el que pueda, que impide cuando no precipita
las grandes catástrofes.

III

Dejé la sala de juego sofocado por aquella atmósfera, y me instalé en un sofá del
gabinete. La péndola de la chimenea acababa de sonar dos veces, para decirnos al
oído que eran las dos de la madrugada.
Cerca de mí se hallaba sentada también una mujer elegante y no mal parecida. Yo
recordaba haber visto aquella cara en otro tiempo y en otro lugar, y medité.

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Durante largo rato, no me atreví a creer a mis ojos. Era ella, sí, la misma que yo
me figuraba. Pero ¡qué cambio! Yo la había conocido inocente y joven, esperanza de
una familia que la amaba, encanto de una sociedad que embellecía con sus atractivos.
Me acuerdo de que la oí cantar la Traviatta: de fijo no pensaba aún en representarla.
Por fin nos aproximamos, y como era de esperar nos reconocimos. Mi amiga de la
niñez había sido tres años corista, uno escaso ama de llaves de un americano sin
ingenio, en la actualidad ribeteaba calzado por la mañana y zurcía voluntades por la
noche. La había presentado en la reunión una que pasaba por tía suya y a quien sin
serlo de nadie todos llamaban del mismo modo.
Ella fue la que me inició en los misterios de esa ciencia especial que se llama la
cuqueria y que tiene sus profesoras en todas las clases, particularmente en la siempre
benemérita de las huérfanas de coroneles y viudas de jefes políticos.
También aprendí, gracias a ella, que si algunas aplicaciones de esta ciencia no son
antiguas, la primitiva ciencia lo es.
La cuca desciende en linea recta de la buscona de Quevedo, tiene muchos puntos
de contacto con la Celestina y no pocas analogías con la beata.
Hay cucas de corazón y de cabeza: las de corazón viven poco y llegan cuando
más a patronas de huéspedes; las de cabeza acostumbran a morirse muy tarde y
concluyen regularmente en prestamistas. Unas y otras creen asegurado el cielo, como
la Magdalena, a fuerza de haber amada mucho.
Todas suelen tener poco que perder, y sin embargo yo he visto a una perder…
diez y siete cartas seguidas de a peseta.

MANUEL DEL PALACIO

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LA MILITARA
Llamándose militares los hombres que ejercen la profesión de las armas, las
mujeres que ejercen dicha profesión deberían llamarse militaras. No es así sin
embargo; no se da esta acepción a la palabra militara en ningún diccionario de la
lengua, y no es extraño, porque al menos en Europa y en nuestros tiempos, la
profesión de las armas no es ejercida por mujeres, si bien algunas hay dotadas de tan
belicosos instintos como los héroes y semidioses de la Ilíada.
Pero esas mujeres guerreras son como las mujeres sabias; no son verdaderas
mujeres, son apóstatas, son ex-mujeres que han hecho traición a su sexo. Su
resellamiento de género es evidente. ¡Cimbrería!
Y además, la afición a la guerra, que no basta para hacer de un hombre un militar,
tampoco basta para hacer de una mujer una militara. Es menester para ser militar
serlo de oficio, ejercer, como he dicho, la profesión de las armas.
Sin duda ha habido mujeres que han ejercido tan noble profesión, pero la han
ejercido fingiéndose hombres, lo que no tiene perdón de Dios, porque sería
concebible que un hombre se hiciera pasar por mujer para no ir a la guerra, pero ¡para
ir a la guerra hacerse pasar una mujer por hombre! Vamos, que se ven cosas… ¡Qué
contraste forman esas amazonas con esos miserables que se mutilan despiadadamente
para librarse de quintas, lo que, entre paréntesis, es un robo que de sí mismo hace el
individuo a la patria, según aseguran los exentos!
Ello es que se ha convenido, a pesar de las indicadas aberraciones sexuales, en
declarar a la mujer incompatible con la profesión de las armas.
¿No existen pues militaras, tomando este vocablo en su sentido propio? ¡Ay! no,
no existen, y es el caso que tampoco da el diccionario a la palabra ningún otro
significado.
Afortunadamente, podemos hojear el vulgo, si así puede decirse, en lugar de
interrogar al vocabulario, y lo que por cortedad no nos diga la sabia Academia, nos
lo dirá la turba multa que no se muerde la lengua ni tiene en ella pelos.
Sí, el vulgo nos lo dirá, y va a ser ahora mismo.
¿No dice Quevedo que la gallina es la mujer del gallo? Pues con más razón aún
puede decir el vulgo que la militara es la hembra o la gallina del militar, y hacer
luego extensiva la calificación a todas las individuas o individuos femeninos de toda
la militar cohorte.
Así es precisamente como procede el vulgo. Llama militaras a las hermanas, a las
cuñadas, a las sobrinas, a las primas, en una palabra, a todas las faldas que se
albergan con el militar bajo el mismo techo, ya sea éste el de un pabellón sostenido
por el Estado, ya sea el de una vivienda particular por la cual la militara paga o hace
pagar al marido, lo que es exactamente lo mismo, un alquiler que no baja de cuatro
reales y medio diarios, aparte la portería, aunque la casa no la tenga. Generalmente la
tiene. Suponemos a la militara de guarnición en Madrid o en alguna capital de

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provincia. ¡Bien guardada estaría la casa sin portería! ¡Y que no vale nada el ajuar de
la militara! Pues es una friolera. Tres cofres, dos maletas, nueve sillas de Vitoria y un
espejo, reñido con el azogue, que tiene debajo una como mesa de pino, pintada al
óleo por Rafael, si se llama Rafael el asistente, indistintamente destinada a lavabo, a
tocador, a escritorio, a mesa de tresillo, a idem de comer, etc.
De la militara antigua, y al decir antigua no queremos significar de los tiempos de
Mari-Castaña, sino de la que nosotros conocimos en nuestra adolescencia y hasta en
nuestra edad adulta, no se encuentra ya un ejemplar ni aun en estado fósil. Ha
desaparecido sin dejar rastro, como los fósforos sin humo. En la época que estamos
atravesando se vive muy de prisa, todo pasa pronto; las metamorfosis, y no son otra
cosa todos los fenómenos del mundo, se suceden con una rapidez vertiginosa. La
manera de existir, la manera de ser de la sociedad, se modifica incesantemente por el
reactivo de nuevas instituciones y a consecuencia de nuevos prodigios científicos e
industriales, y lo que goza al parecer de más estabilidad y consistencia, lo que parece
formar una parte constitutiva del organismo social, desaparece de la noche a la
mañana, sin que nadie se aperciba de su desaparición, como si no hubiese existido
nunca.
Y por eso, porque son tan súbitas y continuas las peripecias, porque suceden
tantas cosas en tan poco tiempo, los que somos hoy viejos nos creemos mucho más
viejos de lo que se creían nuestros padres cuando tenían la edad que tenemos ahora
nosotros. Ellos debieron vivir más larga vida o nosotros deberíamos vivirla más corta,
para que quedásemos iguales. ¿Pues qué, no se vive más ahora en diez años, después
de las grandes conquistas que hemos hecho en el tiempo y en el espacio, que entonces
en ochenta?
¡Haber asistido a la extinción de la militara! ¡Haber sido testigos oculares de la
desaparición de una especie en el globo! Eso es más que haber visto borrar a Cartago
del mapa; es más que haber presenciado la catástrofe de Pompeya; es podernos llamar
contemporáneos de un cataclismo a que hemos sobrevivido; es casi ser Noé; es
conservar una idea clara de que hemos dado de comer a un megaterio. Porque desde
la época de la militara hasta nuestros días, han pasado más cosas en el mundo a la
vista de sus moradores, que desde la época del megaterio hasta la época de la
militara.
Los jóvenes del día (no voy a predicar contra ellos ni a reconvenirles por sus
costumbres), los jóvenes del día, que no saben lo que era un fraile ni lo que era una
manóla, no saben tampoco lo que era una militara en otro tiempo, y nosotros no
podemos decírselo. Cuadros nuevos y no viejos liemos de colgar de las paredes de
esta galería, sin que hayan figurado nunca en ninguna otra exposición. El que quiera
ver el retrato de la militara antigua magistralmente trazado, tómese, no la molestia,
sino el placer, de hojear los escritos de los inimitables Bretón y Serra, y no pida otra
cosa. Nosotros nada tenemos que ver con lo pasado, y no hemos de ir ahora a
embarrilarnos en una galera ni a pedir por favor a un alcalde de monterilla que nos

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suministre, como a la militara, un bagaje mayor o menor con que acompañarla en sus
romerías y peregrinaciones, que eran los actos más característicos de su vida. No
puedo recordar aquel sombrero sin enternecerme. Solo por el sombrero de viaje de la
militara debía haberse perpetuado el tipo. Nómade antes que hubiera ferrocarriles, la
militara seguía a su marido por todos los andurriales y vericuetos para recordarle que
era su mujer, como si no lo tuviese el pobre demasiado presente. Si algo hay en el
mundo de que el casado no se olvida nunca, es de que está casado. «¿En qué lo
conoce?» se le podría preguntar como a aquel jugador que se quejaba de que perdía.
La militara de hoy es más sedentaria que la antigua. No suele acompañar a su
marido en sus excursiones lejanas, sino cuando se lo mandan a un punto que se pueda
ir por camino de hierro, y aún así suele aprovechar la ocasión para que tomen baños
de mar dos o tres criaturas que tiene raquíticas y con escrófulas. De un tiro mata dos
pájaros.
La militara, como nosotros la hemos conocido, no pertenece ya a nuestra época.
La suprimió el vapor, que con el tiempo suprimirá también a los militares
suprimiendo la guerra. A no ser que para suprimir la guerra suprima a los militares,
pues aún no se ha resuelto si la guerra es para los militares o si los militares son para
la guerra.
Es evidente que siendo la militara la mujer del militar, si no hubiera militares no
habría mujeres de militares y por consiguiente no habría militaras. Entre tanto las que
hay han quedado reducidas a la condición de simples mujeres como todas las demás,
sin caracteres propios, sin diferenciarse ninguna de ellas de las restantes mujeres más
que individualmente, es decir, en lo que entre si se diferencian todas las mujeres unas
de otras. Los distintivos de grupos han desaparecido y han quedado solo los
personales, los idiosincrásicos, y aún éstos se disfrazan, se tergiversan, se encubren
con tanta maña, que basta que una mujer ostente una cualidad física o moral en grado
muy superlativo, para que se pueda presumir que la cualidad que ostenta es
precisamente la cualidad de que carece. La que gasta muy buen color, es sospechosa
de descolorida; sospechosa es de calva la que exhibe mucho pelo. ¡Qué hermosa
dentadura tiene una que yo conozco! Y tiene la ventaja de ser postiza; cuando se
descompone, se gobierna mejor que las naturales. Se manda a casa del dentista, y
aquel día la señora, que por falta de muelas no puede salir a la calle, se queda en
cama quejándose… de dolor de muelas.
La militara, como todas las hijas de padre y madre antropomorfos usadas en el
día, es un accesorio de un traje; ella, propiamente hablando, no es la mujer, sino la
percha de que la mujer se cuelga; la mujer es el vestido, es el polisón, es la moña, es
el cosmético en que se trasforma tan completamente, que ha habido marido que se ha
enamorado perdidamente de su mujer creyendo que era otra. La militara, como la que
no lo es, tiene la estatura que la dan los tacones de su calzado o de sus zancos; exhibe
la forma que la imponen su corsé y la demás maquinaria; gasta tanto cabello como
quiere y del color que quiere; es, a voluntad, morena como una andaluza o rubia

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como una alemana, pálida como un lirio o colorada como una amapola.
Resulta de lo expuesto, que en la época presente, fuera de la cual está
expresamente prohibido ir a ajustar partes para que funcionen en este teatro, la
militara se ha convertido en mujer como todas las otras, como la médica, como la
abogada, como la escribana, como la boticaria, y, por consiguiente, no constituye
ninguna variedad ni especie que pueda aislarse del cuadro general de las mujeres. ¿A.
qué pues la he traído aquí? ¿Qué tiene que hacer en este coliseo? La culpa no es mía;
yo no quería traerla. ¡Roberto Robert! ¡Roberto Robert! me has metido en un
berenjenal de todos los diablos, y así ellos te lleven y a mí contigo.
No puedo salir del paso. Ya algunos años antes de la elida de la raza espúrea de
los Borbones, como dicen los patriotas, busqué a la militara para cumplir con un
compromiso análogo al que rae ha hecho contraer ese condenado de Roberto Robert,
y no pude encontrarla, porque ya entonces el nuevo sistema de locomoción había
suprimido sus caracteres propios y específicos. ¿Cómo pues la he de encontrar ahora?
Voy sin embargo a intentar un último esfuerzo.
Me han dicho que la militara antigua no se ha reconstituido como el mundo
antediluviano de Cuvier, pero que después de la caída de los Borbones se han
improvisado en el ejército unos oficiales sui generis, a que corresponden unas
oficialas de brocha gorda, que son las militaras típicas del día, las únicas que no se
confunden con las demás mujeres.
Me han hecho también observar, que así como el rayo en una violenta revolución
atmosférica suele trocar los polos de la aguja magnética, así también, después de
ciertas tempestades políticas, varían de sitio los galones de muchos sargentos,
subiéndose de improviso desde el antebrazo al brazo, ya que no se bajen a la
mismísima bocamanga.
Precisamente enfrente de mi casa, en un cuarto tercero por más señas, vive la cara
mitad de un comandante muy patriota, que está suscrito a La Iberia. ¡Si será liberal!
Su mujer es una militara que me ha llamado muchas veces la atención con sus
churriguerescos perifollos, con su hiperbólica manera de extremar las modas, con su
calzado chulo, y, sobre todo, con sus perfumes de rosa y patcholí, que en algunas
casas del barrio obligan a los vecinos delicados de los nervios a tener los balcones
cerrados todo el día. De una de las viviendas, la más expuesta a los efluvios, se han
mudado cinco inquilinos en dos meses.
La militara me conoce de vista, pero no nos saludamos. ¿Quieres, Robert, que
vaya a verla? Tú dirás que si, malvado, para comprometerme. Pues bien, iré; la
estudiaré de cerca; me introduciré en su casa, y no perderé de ella ni una palabra, ni
un gesto. ¿Pero cómo? ¿Con qué pretexto me introduzco? ¿Qué escena inventaré para
introducirme? ¿Estará el comandante en casa? No es lo regular; es muy aplicado; son
las dos de la tarde, y todos los días, a las doce en punto, en una casa de la calle de
Espoz y Mina se abre un libro de cuarenta; y ocho hojas, a cuya lectura es ciegamente
aficionado.

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Antes de llamar a la puerta, escucho atentamente. Oigo mucho ruido dentro. La
militara está en conversación con otra que la habrá ido a visitar, y que debe también
ser militara. Como la casa es muy reducida, no pierdo ni una palabra del diálogo. Me
abstengo, pues, de llamar, y me ahorro la visita.
—Mi comendanta, dice la forastera, ¡qué suerte tiene usted con los machacantes!
¿Creerá usted que en un mes he tenido siete y que aún no he topado con uno que atine
a fajarme la criatura?
—¡Toma! Responde la de la casa, porque su marío de usted es novato en el
regimiento y no conoce al presonal. Mi Paco, que ha sido tanto tiempo primero de la
cuarta, me ha sacado el mejor chico de la compañía. Es reganchao.
—No me arregosto con los reganchaos; son muy marrajos.
—Sabiendo tratarlos, no. De que vino el mio, le dije: «Mira, Domínguez, si te
portas como es debido, tendrás un real mensual todos los meses; pero si te escurres, la
primera vez vas al calabozo y la segunda te arrimo un pié de paliza que te vuelvo
mico». Pues misté lo que es hablar con caráter, ni una vez ha metido la pata.
—Conmigo la meten todos esos picaros azafraneros.
—Desengáñese usted doña Petra, no tiene usted bastante caráter para esa
gentuza. El mío, de que tocan diana, ya está haciendo zafarrancho. Después me
arregla los chicos, me les pasa revista de policía, después me hace el chocolate,
después me trae la compra, después me levanta las camas, después me saca de la
alcoba todo lo que hay que sacar, después me afeita a mi pariente, después me peina,
después me lava, después me plancha, después me saca a los chicos a paseo, con un
salero, que ya… Le voy a hacer un delantal blanco con caldas almidonadas. ¡Verdad
que lo hace por el interés, porque al fin, un real de plus mensual todos los meses!…
Sobre el tema de los pobres asistentes, que lo pasan casi tan mal como la
gramática y las buenas maneras, discurren las dos interlocutoras largo rato. Después
hablan de otra cosa.
—Ayer, dice la de la casa, me encontré en la calle de Postas a la capitana Velasco,
y no me saludó. ¡Si creerla que yo me iba a rebajar saludándola primero!
¡Ensubordinada! ¡Puede que se figure que aún duran aquellos tiempos en que su
capitán Velasco nos metia en la correcion!
—No le haga usted caso, mi comendanta; eso es el derecho del pataleo. Está
quemada porque su marido no ha sacado más que la gracia general. Capitán era y
capitán es, mientras que el marido de usted que era primero de la cuarta, es todo un…
—Porque el capitán Velasco ha sido blanco, y no se comprometió a tiempo como
nosotros. ¡Misté qué gracia! ¡Si querrán esos gandules que nos quedemos prostegados
los que hemos trabajado en la cosa! ¡Pero anda, que si no me ha saludado, bien la he
refastidiado! Al pasar junto a ella, me levanté la falda para que se muriera de envidia
al verme las botas emperiales de color de canela, con lazos azules, borlas verdes,
hebillas de plata y botones de oro. ¡Ha escupido más hiel!
La comandanta se acerca sin duda al oído de su interlocutora, y hablan las dos en

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voz tan baja que apenas puedo oír más que el murmullo de las palabras. Supongo que
lo que dicen no tiene para mí importancia.
Me parece que las dos interlocutoras acaban de levantarse. Oigo que se acercan a
la puerta, sin duda para despedirse. ¿Qué hago? Bajo la escalera sin ruido. Al pasar
por delante de la puerta del cuarto principal, me parece que oigo un doble chasquido
que casi se me figura un doble latigazo. ¿Será un beso? ¿Será ese doble beso de
despedida que no se niegan ni aun las mujeres que más se odian?
Después… no oigo nada más.
No sé si los fragmentos de diálogo que Le copiado, únicos que he podido
conservar en la memoria, bastan para dar una idea aproximada de la militara del día.
Con menos datos que yo he recogido para rehacer a la militara, han rehecho algunos
naturalistas sus floras y sus faunas y han rehabilitado algunos historiadores la
sociedad antigua reducida a polvo. Preciso es sin embargo confesar que la militara
del día no forma el tipo de una especie, sino la variedad de un tipo. No todas las
militaras son como mi vecina. Conste.

A. RIBOT Y FONTSERÉ

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LA FUTURA
¡Vive Dios! traqueteado lector, que si no sabes apreciar en su justo valor los
quilates de la esperanza; si has hecho tuyas, por casualidad, aquellas palabras del
poeta, Lasciate ogni, etc., ¡vive Dios! repito, que en este caso debes no pasar adelante
en el camino que trazan estas enmarañadas líneas y dejarme que le recorra
acompañado de los que saben que la esperanza es el vital aliento que nos anima a
seguir esta vida azarosa llena de tropiezos y contrariedades, de goces futuros y males
pasados, de halagüeños recuerdos y esperanzas acarameladas.
A bien que ¿cómo no has de conocer la esperanza? ¿Quién ha dejado de llevar los
labios al borde de la copa que la contiene? ¿Quién no ha sido muchacho y ha dejado
de dormir una noche con el recuerdo de ponerse al día siguiente un trajecito nuevo?
¿Quién no ha jugado en su vida un décimo de la lotería con la esperanza de alcanzar
un premio el día del sorteo? ¿Quién no ha deseado la llegada de una hora en que se
citó a la amante para expresarle el cariño en alguna de sus múltiples manifestaciones?
¿Quién no ha esperado el logro de un destino? ¿Quién no persigue su comodidad, su
fortuna o su gloria?
¡Ah! todos, todos esperan, todos sufren con tranquilidad o por lo menos con
paciencia las contrariedades ante la esperanza de alcanzar un bien apetecido, soñado,
presupuestado, digámoslo así.
Y ¿qué bien más apetecido para una joven que persiguió a Himeneo, que la de
una boda bien hecha, una posición asegurada, un ensueño de amor realizado?
Y si eres tan desgraciado que no la conozcas, ¿quieres, oh lector, saber lo que es
la esperanza? Pues ama, busca una mujer medio ángel, en la cual deposites tus
sentimientos, auséntate de ella durante un mes, recibe sus perfumados billetes, vuelve
a su lado, estrecha su mano nuevamente, siente sus palpitaciones, acuerda con ella el
día en que has de hablar a papá, vístete de negro ese día,

acude, corre, vuela,


traspasa la alta sierra, ocupa el llano,
no perdones la espuela,

preséntate al futuro suegro, pídele la mano de tu Sofía, agradécele el


otorgamiento, ves a contárselo al juez y al cura, si te has de casar por partida doble,
colócate, en fin, en la situación del hombre que dice: «dentro de quince días me
caso;» y si en todos y cada uno de estos momentos no experimentas las dulces
alternativas de la esperanza… ¡que me emplumen consiento!
Ahora bien; si tú siendo hombre y teniendo tu carrera deseas que llegue

el dulce instante de llamarla esposa,

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¿qué no ha de desear ella, qué no ha de esperar, si sabe que su porvenir es ése; si
aprendió de sus amigas que la colocación de la mujer es el casamiento, y si la
experiencia le ha podido ya demostrar que para conquistar a un hombre es preciso
formar un voluminoso expediente, que empieza por notas o señas telegráficas, y que
antes de llevarlo a la vicaría y al juzgado necesita salvar mil peripecias, fundadas en
la natural aversión de ellos al yugo matrimonial, en la falta de dote de la doncella, y
en otros mil fútiles (¿fútiles? ¡bah! ¡dicho queda!) motivos?
¡Ah! sí; la vida de la mujer es una esperanza continua. Cuando niña espera ser
joven y hermosa para adornar sus encantos y servirse a los solteros como sirven el
prosaico pavo en las fondas, rodeado de flores. Cuando joven desea un amante;
cuando le tiene desea casarse, y cuando le dio el sí, cuando de él lo recibió aquella
noche en que los papás de ambos jugaban a la treinta y una; cuando ya todos saben
que se han dado los primeros pasos en la senda de lo legal, ¿qué esperanza habrá en
el mundo que iguale a la que experimenta la futura desposada? ¿Qué artista habrá
deseado con más impaciencia la terminación de su obra? ¿Qué general habrá ansiado
con más vehemencia el triunfo en la batalla? ¡Oh! no hay esperanza, no hay deseo, no
hay impaciencia como la que experimenta la joven doncella quince días antes de
firmar sus esponsales (si sabe firmar).
Porque es lo que ella se dice allá en sus adentros, es lo que piensa al propio
tiempo que deja caer su cuerpo sobre el solitario lecho, es lo que se pregunta en esas
horas de la noche en que tú casado ya quizás no tienes en que pensar de
extraordinario, es lo que ella recapacita: ¿Se volverá atrás? ¿Me hará traición? ¿Me
repudiará en el último momento? Cierto es que se ha ratificado delante del juez,
cierto que nos hemos tomado los dichos, pero ¡tales casos se ven! ¡tales hombres
andan por esos mundos! que ¿quién es capaz de predecir lo que ha de acontecer
mañana? Bien mirado, él es bueno, ¡eso sí!… es decir… buenos todos lo son en
visita; pero luego… ¡Oh! y yo no puedo tener queja. Me ha dado pruebas, ¡yo lo
creo! Si no me quisiera, ¿hubiera sufrido por mí durante dos inviernos las
inclemencias del tiempo? ¿Hubiera venido desde Málaga, abandonándolo todo el día
en que supo por telégrafo que yo tenía aquellas calenturas? ¿Y el día que se gastó su
dinero por regalarme una joya? ¿Y la cara que puso el día en que reñimos y dije que
no nos volveríamos a ver? ¿Y la sumisión y respeto con que pidió un armisticio
primero y la paz incondicional más tarde? ¡Ah! no, no puedo tener queja, no: Luis me
quiere, Luis no me hará traición, Luises un caballero. Y eso que los amigos… ¡Oh!
no hay plaga mayor para un amante que los amigos. ¡Si se acabara la casta! Porque
ahora le pondrán a Luis la cabeza… y le dirán que mire lo que se hace, y saldrá a
relucir lo del lazo eterno, y lo de la indisolubilidad del matrimonio, y quizás… quizás
le convenzan… Pero no, no, ¡imposible! ¿Mi Luis serme infiel? ¡Jamás! ¡Vana
quimera!
Y pensando en esto se queda la infeliz dormida y sueña que Luis hace el día de la
boda lo que aquel del cuento, que fue por tabaco y no volvió, o sueña que a Luis le

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pasó algo o enfermó o murió la víspera del casamiento, y al verse amenazada de
soltería la novia en vísperas se asusta, lanza un grito, se despierta, tienta la cama, abre
los ojos, hace memoria, se convence de que ha sido víctima de una pesadilla, y
vuelve a dormirse con la zozobra del anterior ensueño.
¡Oh! ¡Efectos de la esperanza! Adelante.
Fuerza será declarar que el tipo que quiero presentarte no pertenece a la alta
sociedad, donde las bodas y sus vísperas, más bien que una peripecia de la vida que
lleva a la familia de los cónyuges algo de extraordinario y nuevo, es uno de los
acontecimientos naturales y previstos que se pactan y tratan con la misma frialdad
que pacta un ministro de Estado un tratado de amistad y comercio en el cual no ha de
hallar para si propio ventaja alguna.
En esas regiones suceden las cosas de distinto modo.
Los respectivos papás se reunieron, acordaron el enlace, el uno hizo mil encomios
de las haciendas que su hijo aportaba, el otro citó los pormenores de la casta de su
hija, hizo cada cual la apología de su respectivo vástago, se consultó oficialmente a la
familia, se solicitó el permiso de su majestad, y esto arreglado, el escribano acudió a
la casa y hubo actas levantadas, dichos tomados a domicilio, amonestaciones
dispensadas, bendición papal… ¡Vaya usted a saber!
La novia de este rango no hace nada, no la corresponde otra cosa que dejarse
casar, y se deja casar con impasibilidad en la capilla improvisada en la misma casa.
El equipo (creo que no se dice así; me parece que es más aristocrático decir
trousseau) se encarga a Mad. Leontine, el mueblaje a M. Prevost, los carruajes a
París, los caballos a Londres, las joyas a Samper, el calzado a Reynaldo, y todos y
cada uno de estos ilustrísimos artesanos van paulatinamente depositando sus encargos
con una o dos semanas de anticipación.
¿Qué emociones ha de experimentar una novia de esta clase? ¡Ah! ninguna. Todo
se lo encuentra hecho, todo se lo dan arreglado, a veces hasta el cariño conyugal, y el
día que se casa se limita a abandonar la casa de sus papás para ir a ocupar otra en que
ella será la directora. «¡Tendrá esposo!». Ésta es para ella la única variación.
«¡Esposo! ¿Y qué es un esposo? Un mueble más». Esto dice ella. «¡Esposa! ¿Y qué
es una esposa? Un dije nuevo, una sortija nueva, un reloj bonito». Esto dice él. «¿Y
merece esto que yo me tome el trabajo de pensar en que mañana cambio de estado?».
Esto dicen ambos.
Por eso yo digo que no es mi tipo aquél en que el casamiento no altera las ideas,
no modifica las costumbres, no asegura un porvenir asegurado ya por el nacimiento.
Tampoco es mi tipo la hija de la señá Nicolasa la albañila, que según dicen en la
vecindad se casa con Pepe el oficial de carpintero que trabaja más arriba, porque las
vísperas de este matrimonio se reducen a que él salga el domingo anterior a
comprarse una capa y un traje (chaqueta por supuesto), y a que ella se haga un
vestido de lana y pida a la señá Tomasa la prendera que la empreste otro de seda para
ir a la iglesia.

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En efecto, ¿qué necesitan saber estos novios? ¿No le dijo a él el padre de ella que
si la quería se la había de llevar desnuda, porque no tenía posibles para más? ¿No
contestó él que así la quería porque él tampoco tenía mas que su jornal y veinte duros
ahorrados para pagar al casero los primeros meses? ¿No se ha prestado a ser padrino
el maestro del chico «porque le tiene ley y quiere costear la comida de aquel día, lo
cual que se verificará en la Pradera?». ¿No sabe ella, mejor dicho, no cuenta ya ella
con el fregadero que la ofreció la Tuerta, con tres sillas que la madre le regala, con
una mesa que la va a dar la vecina del 10, con dos toallas que ha ofrecido la madrina,
con un pañuelo para la cabeza que la llevará la mujer de aquel señor que siempre
recomendó a su padre para que le dieran trabajo, y en fin, con algo que la dará el
tendero, amen del ofrecimiento de que cuando necesiten algo que allí está él?
Pues bien, si esta infeliz sabe que el día de su boda na habrá en casa más dinero
que el que él cobró de la semana anterior; si sabe que no va a salir de estrecheces; si
no puede esperar más que «pan para hoy y hambre para mañana» ¿cómo ha de ver en
el matrimonio más que un paso que es preciso dar porque así lo hacen los demás?
¿Cómo ha de tena? ansiedad o impaciencia para casarse si se para a discurrir en que
ante la seguridad de que mañana tendrá hijos, está la inseguridad de que no tenga
quedarles que comer, porque él no trabaja en un mes o dos, o porque el oficio de él se
ponga malo, o porque le ocurra una desgracia que le deje inútil para siempre?
¡Oh, no! Mi tipo, o por mejor decir, el que yo he ideado describir, es el de esa
mujer que pertenece a la llamada clase media, la cual toma un poco de las costumbres
aristocráticas, y otro de la clase menesterosa…
Porque has de saber que si la chica lleva dos riquísimas, colchas para la cama, es
porque una se la regala mamá que no la usó sino el día de su casamiento, y la otra la
hizo la muchacha a crochet, desojándose por las noches y empleando en ella media
cosecha del algodón de los Estados-Unidos.
Y has de saber que la media sillería de la sala la compró él y ella hizo las fundas.
Y has de saber que él se ha gastado el sueldo de medio año en comprar cómoda,
espejo, mesa de escritorio, un lavabo regular, seis cuadros que parecen hechos al óleo
y son imitación, un reloj de pausado campaneo, etc., etc. Y ella, como le toca la
cama, ha tenido que comprar lana y tela para dos colchones (porque el de la criada,
de uno viejo de mamá se arreglará), y un juego de sábanas y almohadas con las
iniciales, amen de la cama de hierro y el ajuar para la cocina.
Además la infeliz ha tenido que comprar cuatro varas de holanda para hacerle a él
la camisa de novio, así como él le ha regalado a ella los pendientes para aquel día.
Ése es, pues; ése es mi tipo.
¿Crees que ella descansa ni un momento desde que lo del casamiento es cosa
formal, desde que se han dado los primeros pasos? Pues no señor, porque faltan
quince días, y en ese tiempo tiene que acabarse aquel vestido de seda que
D. Pantaleon la ha regalado en corte, y tiene que hacer los dobladillos de los pañuelos
nuevos, y acabar la colcha, y marcar los manteles y servilletas, en fin, ¡que ella

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misma no sabe si tendrá tiempo para tanto!
Y no creas que su imaginación para un momento, no señor; que aunque la ves
cose que te cose, hecha una negra, ella está en todo. Mira tú, ayer tomó los dichos;
por eso llama a mamá y la dice: —¿Han traído ya los dulces? —Sí. —¿Cuántos
trajeron? —Seis libras, hija, los que dijiste. —Bueno, porque ya sabes que es preciso
aprovechar los seis cucuruchos; hay que enviar uno al jefe de papá, porque ése tiene
dinero y algo me regalará; otro a la señora del principal, que ha dicho que soy
simpática; otro… —Todo se hará como tú quieras. —Lo digo porque es preciso
aprovecharlos. Ya ves, esos cucuruchos comprometen al que los recibe a devolver
una fineza, y hay que enviarlos a personas rumbosas y de dinero. —Y dime, hija,
¿habéis pensado algo de la comida del día de la boda? A mí me parece que en el
Vivero… —Ah, no, mamá, eso sería muy cursi. Luis quiere que tomemos el
chocolate en el café y que comamos en La Española; es mejor y se quita una de
pensar en eso. A más de que esto el padrino lo hará como quiera, porque es cuenta
suya.
Y estando en esto suele entrar él a decir que ha visto un cuarto que quiere que lo
vean ella y mamá antes de comprometerse con el casero, y ella contesta: —Pero
hombre, ¿no lo has visto tú ya? ¿O crees que tengo tanto tiempo de sobra? En fin,
iremos, porque si no lo hace una todo… ¡Ah! bien hacéis en casaros: si no fuera por
nosotras… ¡Vamos! Si no fuera por nosotras, ¿qué sería en el mundo de vosotros? —
¡Tienes razón!
Y como mamá ha salido un momento de la habitación porque ya empieza a tener
confianza al «¡tienes razón!» acompaña un abrazo de ensayo y un beso de imitación
que la muchacha rechaza con… sentimiento, preciso es decirlo, y le añade: —Vamos,
no seas loco; ten paciencia, hijo mío, ten paciencia. Y, una cosa te prevengo: si
después de casado has de abrazar a otra, ahora estás a tiempo, vuélvete atrás, porque,
eso si, si una vez casados te viera yo en brazos de otra mujer, ¿qué sé yo? ¡me moriría
de repente!
Con esto Luis se ratifica más y más, se enamora doblemente, se sobresalta, y
haciendo un nuevo esfuerzo, la da al fin un beso por sorpresa y a buena cuenta, a que
ella contesta mirándole con tiernos ojos poniéndose colorada y llamándole traidor. Él
se sonríe, se oyen los pasos de mamá, y se imita entonces la continuación de un relato
o de una conversación que si mamá es suspicaz «y ha sido cocinero antes que fraile»
comprende lo violento de aquel lenguaje al parecer tranquilo.
Pero llega la víspera, la verdadera víspera de la boda, y allí son de ver los apuros
de la novia que ha visitado cien veces la nueva casa y siempre le ha faltado alguna
cosa, alguno de esos pequeños enseres que no tuvo presentes al comprar los
cachivaches. Siempre dice: «Estoy atolondrada. ¡Qué memoria la mía! 4Pues no se
me ha olvidado?…».
A veces se presentan en la víspera trascendentales obstáculos. El zapatero no
acabó las botitas. ¡Voto a tal! D. Rufino no trajo aún los cubiertos de plata que ofreció

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costear. ¿Lo hará con mala intención? La criada que tenía encargada no vino aún del
pueblo. ¡Por vida de!… Falta el lazo de gró que ha de ponerse en la cintura. ¿Ha visto
usted que desgracia?
A todo esto, sus amigas Joaquinita y Luisita y Felipita vienen a dar la
enhorabuena, a ver los regalos y a escudriñar la habitación. «Ésta es la alcoba. —¡Ah,
vamos! ¡Está bien! —¡Qué cama más hermosa! —¡Y qué bien puesta! —¡Y qué
elegante!». Joaquinita mira a su novio con aire compungido como quien dice:
«¿Cuándo nos veremos nosotros tan cerca?». Luisita dice al oído a Felipita que no
han tenido gusto para la puntilla, que es muy cursi. Otra censura el color de la estera
del gabinete. A otra le parecen pobres los regalos, y todas las amiguitas, en fin,
encuentran algo que censurar, aunque se vayan reconcomiendo de envidia y de
ambición. ¡Cosa natural!
Vienen ese mismo día las consultas sobre a quien se ha de convidar para mañana.
«A la de Rodríguez no, porque traerá a sus muchachos y son muy empalagosos; a las
de García menos, porque son ciento y la madre y se encajarán todos; a las de Méndez
tampoco, porque no han sido para mandarme una miserable pulsera de regalo; a las
de Ruiz no hay que pensar en ello, porque son más murmuradoras… ¿A quién
convido?».
Y sin éstos, otros mil y mil cuidados, mil y mil recuerdos, mil y mil pequeñeces,
todos innumerables, que hacen de la novia la víspera de sus bodas una víctima
prematuramente sacrificada.
Porque es lo que yo digo: ¿duermen estas jóvenes la víspera de sus desposorios?
¡Ah! no, lector mío, no lo creas aunque ellas lo aseguren. Todas se casan con un
sueño de retraso y con la esperanza de dormir poco o nada la noche de la boda.
Y luego, que la víspera hay que dar las últimas puntadas, arreglar la ropa por el
orden que al día siguiente se la ha de poner, ha de dar en fin la última mano al equipo
y prepararlo todo, y a veces dan las doce de la noche y le falta arreglar el pelo para
que mañana resulte rizado, y fregarse y frotarse con cold-cream y esencias y aromas
para que el novio crea que le toca en suerte una ninfa bajada de las regiones celestes,
y cortarse las uñas, y arreglarse, en fin, poniendo en juego lo que el arte femenil ha
inventado de más coquetón…
Y se acuesta tarde… pero no duerme, porque dentro de veinticuatro horas su
suerte será otra, su soledad habrá desaparecido, su abandonado lecho será ya lecho
matrimonial, y piensa, en fin, en muchas cosas que yo no debo revelar aquí porque
respeto la conciencia de las esposas futuras.
Y ella resume en aquella noche toda su historia pasada, y escribe en su
imaginación toda su historia futura, y se considera ya colgada del brazo de Luis que
la lleva aquí y allá, al café y al teatro, al Prado y a un concierto casero, donde no se
llamará ya la Pepita o la Elvirita, sino la de Gómez o la de Pérez.
¿Y ha de dormir la muchacha con estas ilusiones? No, amigo mío, no duerme. Por
el contrario, se levanta temprano, despierta a mamá para que se vaya aviando y la

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ayude. T mamá derrama las primeras lágrimas de reglamento y repite aquellos
consejos tantas veces dichos y tan cuidadosamente explicados. Y ella, atolondrada
con la proximidad del instante feliz, lo oye todo como quien oye llover, y todo se la
vuelve pedir y más pedir, que necesita en aquellos momentos cien ayudantes.
—«Pónme aquí un alfiler. —Mírame el vestido. —Dame ese lazo. —¿Dónde están
los pendientes? —¿Dónde puse los guantes? —¿Dónde eché el pañuelo bordado?». Y
mamá la ayuda a aturdirse. —«Hija, estás descolorida; pásate la toalla por la cara;
serénate; ¡si todo esto es natural! ¡Ay, hija de mi alma! Dios te dé buena suerte. Me
parece que te pierdo para toda mi vida. ¡Qué será de ti!». —«Pero mamá…». —«¡Ah!
tú no sabes lo que es una hija, pero ya lo sabrás». Y aquí lágrimas, sollozos y
exclamaciones. Y ella pregunta con impaciencia: «¿Ha venido ése? ¡Caramba!
¡Cuánto tarda Luis! ¿Si…».
Se oye rodar un coche. «¡Ahí está!» gritan todos; bajan, se empaquetan, llegan, y
a la puerta de la iglesia vuelven, los olvidos. —«¿Y las arras? —Me las dejé en casa.
—Yo olvidé mi devocionario. —Yo mis… —¡Que vaya la Pepa en un momento! —
¡Voto va! —¡Siempre se olvida algo en estos casos!».
Penetran al fin en la sacristía… y aquí, amado lector, permíteme que dé por
terminada mi misión, puesto que mi tipo de futuro perfecto, imperfecto o
pluscuamperfecto, se convierte ya en presente de indicativo, y deja de ser novia,
soltera, amable, dulce y poética para convertirse en… ¡alto allá! que esto ya es objeto
de un nuevo tipo que tal vez alguno describirá con el titulo de La recién casada.
Réstame preguntar: ¿Puede darse momento más solemne en la mujer que el de la
víspera de su boda? ¡Oh! ¡no le hay! ¡Día feliz! ¡Día feliz!
Salvo, por supuesto, aquellos casos en que, además de los indicados
anteriormente, la novia en vísperas no experimenta ninguna sensación agradable, y en
que, por el contrario, o aparece indolente como la que se casa por poderes, o triste
como la que se casa por violencia, o acongojada por una viudez prematura como la
que adquiere un marido in articulo mortis.
Pero de éstas no me ocupo, porque en el primer caso se casan con una X
matemática, en el segundo con un enemigo odioso, en el tercero con un cadáver…
Todo lo cual, convengamos en ello, no es casarse.

MANUEL MATOSES

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LA LITERATA

Por estas asperezas se camina


de la inmortalidad al alto asiento.

Ninguna, entre la variedad infinita de especies de la familia humana, más saliente


ni de caracteres más propios y peculiares, que aquélla de que vamos a ocuparnos, si
no con la fuerza y brillantez de colorido que por primera condición requieren los
asuntos de género, al menos con el acento y riqueza de detalles que nos presta el
modelo y nuestra modesta experiencia en la descripción gráfica de los asuntos
d’aprés nature.
El estudio de la mujer, a que con tanta afición se han dedicado las tres, cuartas
partes de los hombres con el mismo resultado práctico que los partidarios de la
aereostática en el curso y dirección de los globos, ofrece en medio de sus
inexplicables misterios fisiológicos algún que otro claro a que como tabla de
salvación se agarra fuertemente quien se lanza en busca de rumbo fijo en el revuelto
mar de las pasiones femeninas.
Conocer la mujer, delinearla en sus aficiones y extravagancias, imprimir con toda
verdad la expresión de sus cualidades y guardar la armonía de sus múltiples detalles
con el tono general de la especie, es obra para encomendada a superiores
inteligencias, a maestros en el arte, no a sencillos bosquejadores, que por sentimiento
y carácter satisfacen sus aspiraciones con el croquis en que apenas se apuntan los
primeros rasgos de expresión y sentido general de la obra.
Por eso, dejando yo la demostración de tales verdades a quien o quienes las sepan
bien tejer, y concretándome por completo a la ligera exposición de un tipo
remarcable (como diría un académico galicista), empuño de bien a bien la paleta,
derramo en su pulimentada superficie los colores de más brillante luz, y partidario
decidido de la verdad en tono y efectos que revelen ligereza, travesura y vigor, me
siento delante de la imprimada tela para mostrar a ustedes en boceto, lo que en la
sociedad moderna conocemos con este nombre: La Literata.

II

Ha dicho un poeta:

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Los siglos a los siglos se suceden;
los hombres a los hombres se atropellan.

Y como consecuencia de esta fatal verdad, hemos experimentado en breve


espacio una transición social no tan rápida como brusca y de incalculables
consecuencias.
Era la mujer, en el tiempo de nuestros progenitores, un ser que, envuelto en una
basquiña de medio paso y picarescamente recatada en amplio y onduloso velo, apenas
si descubría otra cosa que la peina monumental, el libro de rezo y los menudos pies
encerrados, ya en el chapín de raso, ya en el zapato de galgas.
Su trono era el estrado, su esfera de acción el círculo de la familia, sus ocios las
cuarenta horas, sus placeres el sarao y la botillería, su lujo el manucordio y la
carroza, su debilidad el rosario y los frailes.
El horror que por todas partes se la inspiraba a la instrucción, la continua
presencia del padre confesor, la interminable serie de letanías, procesiones y triduos
en que miraba repartidas las horas de su vida, apenas si la permitían un momento que
consagrar a la lectura, y solo robando algún instante a tan inacabable misticismo,
podía la más vertiginosa fijar la vista en las páginas de la Atala, del Solitario del
Monte Salvaje, o en alguna otra flamante traducción de Chateaubriand o del vizconde
d’Arlincourt.

¡Quantum mutatus ab illo!

Húndese de pronto y de una sola vez la sociedad antigua con sus caracteres
peculiares, truena el cañón arrojando metralla contra los muros carcomidos del
pasado régimen, estallan en fragmentos las bases de una organización secular, y entre
el fragor de la lucha, y el humo de la pólvora, y el estampido del bronce surgen, como
las apoteosis de la escena mágica, las ideas modernas vistiendo con nuevas y
deslumbradoras luces el escenario de la acción social, llegando con su empuje y
poderío hasta los últimos intersticios sociales.
Nada se salva de lo que fue; apenas si resta algo de lo que existió, y gracias que
en el choque sobrenatural del pasado con el presente se levante todavía, como barrera
insuperable, algún resto de tradición, aunque cubierto ya con la corteza de un
recuerdo sangriento.

¿Qué fue de la mujer que conocíamos en el silencio religioso de la familia, en el


rubor hipócrita de la vida social pseudo-contemplativa? ¿Restan siquiera de ella los
caracteres exteriores de su adorno y embellecimiento?
¡Ni aun eso! Los que así la buscaren habrían de acudir forzosamente a
contemplarla en los recuerdos inapreciables de Goya y D. Ramón de la Cruz. ¿Pero
será que la mujer ha desaparecido en tan monstruosa trasformación?

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Nada menos que eso: la mujer existe, ha cambiado de ropas, ha mistificado sus
creencias, ha refundido sus inclinaciones, ha sido víctima forzosa de la mutación, y
entre sus innumerables aspectos ofrece el que voy a presentar a ustedes en el tipo que
me tocó delinear en esta colección.

III

Rotos de una sola vez los lazos que retenían fuertemente a la mujer sujeta al
prosaísmo de la vida familiar, siéntese animada de un espíritu nuevo y aspira a la
participación del aplauso en los trabajos del entendimiento humano, y he aquí a la
literata surgiendo entre las vaporosas nubes de la nueva civilización como otra Venus
nacida de las espumas del mar.
No la reviste ya uno solo de los caracteres con que la conocíamos: a la timidez
propia o fingida ha sucedido la desenvoltura estudiada; su cabeza, envuelta antes en
recatados pliegues, aparece ahora dando al aire el cabello deshecho en flotantes rizos,
y a la mirada pudorosa y cobarde ha reemplazado la visual arrogante y altiva a través
de las gafas insolentemente sentadas en el piramidal de la nariz.
Aquellos ocios repartidos antes en iglesias y locutorios, constituyen ahora el
mejor tiempo de la inspiración y el sentimiento material, y a la lectura inocente del
Añalejo y las Conversaciones con Cristo, han relevado las Aventuras del Barón de
Foblás y La Mitología comparada.
Así aparece la literata, que en su primera etapa responde al dominio de su
organización, dejándose llevar tan solo por los arrebatos de la poesía para ser primero
bucólica y sentimental como un corderillo y más tarde impetuosa y volcánica como
predilecta sacerdotisa de Melpómene.
¡Pobre mujer! Durante un tiempo, la desquician las dulzuras del idilio y la
absorben las delicias de la anacreóntica, sin ver más paraíso que el que la muestran
los apóstoles soporíferos del clasicismo; pero suena de nuevo el momento de la
trasformación, y arroja desdeñosamente la siringa y el cayado para empuñar el thirso,
y coronada de pámpano; confundirse en un coro de bacantes y sátiros y ser participe
en las liviandades de una saturnal.
¡Pobre mujer! ¡Antes la conmovían los ecos de la lira de Melendez y de Iglesias,
y ahora la subyugan las pasiones de Larra y Espronceda!
Pero la literata en su aparición era mirada como un objeto raro en la familia; sus
parientes y amigos la compadecían; llegaban a considerarla fuera del estado natural
de razón, y hasta la toleraban por esta causa aquel desdén, aquel soberbio desprecio
con que les miraba después de haber escrito entre las páginas del libro del gasto
diario ya una imitación de Víctor Hugo, ya el principio de un poema sobre El juicio
final.
Pasó la edad de aquella literata, pálida, ojerosa, inclinada al excepticismo,

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envuelta con estudiado deshabillé en la blanca bata, propensa al suicidio, enemiga del
matrimonio, dada a las pasiones fuertes, ambiciosa del rapto y del tósigo, que
comprometía la paz de una familia huyendo hasta el pueblo inmediato de su
residencia con el primer truhán que llegaba a conocerla, y acabando después en buena
esposa de un especiero o de un escribiente de loterías.
Pero no sucumbió allí la literata. Si terminó su primera época, no por eso
dejaremos de encontrarla nuevamente grande, piramidal, inconmensurable, en la de
nuestros días.
Los tiempos de la literata que acabamos de bosquejar, eran todavía monótonos en
el cuadrante de los siglos para ofrecer emociones sobrenaturales.
Languidecía la literatura uncida al carro de los dramaturgos franceses, y las
pasiones humanas apenas si daban ocasión al ingenio para empresas que la enervasen
y entusiasmasen.
A falta de asunto fijáronse todas las miradas en el rumbo de la nave del Estado;
lanzóse cada cual a opinar según sus teorías o planes, y haciéndose poco a poco la
atmósfera, empezóse a pensar en alta voz.
Brotó entonces el periodismo, fuente inagotable de discusión y emociones de todo
género, y fue tal el vértigo con que a él se lanzaron los espíritus, que alcanzando el
contagio a la familia, arrastró en pos de sí a la mujer, para presentárnosla bajo dos
nuevas fases, la literata de hoy y la literata del porvenir.
La literata de nuestros días no tiene relación alguna con la primitiva literata; es
un tipo de esencia y caracteres propios, en el que se reflejan todos los accidentes y
detalles de un momento histórico vertiginoso y solemne.
Por una extraña particularidad, las literatas de principios del siglo pertenecían
todas, o en su mayor parte, al estado honesto: era su afición una manía de la juventud,
tal vez por esto disculpable, que venía a terminar en los altares de Himeneo.
La literata de nuestros días pertenece de hecho al estado conyugal, y de derecho a
la prensa y a la escena. Los hombres, en un momento de inocente expansión, dijeron
que la mujer era la base de la familia y de la sociedad; la mujer, en su prodigiosa
inteligencia, se apoderó instantáneamente de esta concesión, y sin fuerzas para
contenerse en los límites de lo justo y lo natural, se lanzó a la senda de que se creía
dueña, y apoderándose de cuantos medios ponía el hombre a su alcance, se hizo
escritora para ser luego propagandista, y desbarró en la propaganda como había
desbarrado en la poesía.
Por eso ven ustedes con que fruición se entrega a fundar revistas, semanarios y
bibliotecas cualquier señora dando al olvido los calzoncillos de su esposo, y como
publica tomo sobre tomo con sus inspiraciones poéticas, ya con el nombre de Cuentos
de color de rosicler y A la luz de la luna, ya escribe drama sobre drama condenando
la esclavitud o combatiendo el pauperismo.
Por eso la ven ustedes abonada gratis en todos los teatros reclamando su derecho
de autora, cuando no improvisando espectáculos para el socorro de las víctimas del

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Congo, o fundando ateneos y asociaciones para protestar contra el tributo de sangre y
defender la abolición de la esclavitud. Por eso funda periódicos y compromete a
cuantos emborronan papel para que figuren en la lista de colaboradores, y los dedica
al príncipe H o la duquesa Z.
Por eso vive en continua conversación con libreros y editores, y hace que se
anuncien sus obras, y envía el elogio hecho de su mano, o publica el sumario de su
último número, y por eso… está adelantando gigantescamente la aparición de la
literata del porvenir, es decir, de la literata política, de la ciudadana del club y del
folleto, de la proclama y del petróleo.

Cuando llegue el momento, tendrá el honor de hablar a ustedes de ella su


afectísimo…

EDUARDO SACO

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LA VIUDA
Grande metamorfosis produce el matrimonio, y más especialmente en la mujer
que en el hombre. Algunas de las causas de aquel más son puramente físicas y
fisiológicas: éstas se las dejo al curioso lector; y pido a la lectora, aunque la supongo
no menos curiosa, que me dispense de puntualizarlas. Atengámonos por ahora a otros
efectos del consorcio conyugal, y estudiémoslos en la consorte en su último término,
esto es, cuando ha dejado ya de serlo, y para hablar más claro todavía, en la viudez.
Teóricamente podría cualquiera figurarse que la mujer viuda, sometida a una
observación, así… (¿cómo lo diré yo?) así… puramente externa, es sumamente
parecida a la mujer soltera: ¡error grave!
Míreselas con atención a una y otra, en la calle, por ejemplo: cuando en el rostro
de una soltera fijamos los ojos, ella baja los suyos, y parece como que exclama, allá
para sus adentros: «¡Ay, Jesús!». Por el contrario: cuando clavamos en una viuda la
mirada, ella nos la devuelve altiva y arrogante, como quien dice para su capote: «¿Y a
mí, qué?».
Yo no soy muy feliz en esto de comparaciones, y así es que por más que busco
alguna para aclarar mi pensamiento, no me ocurre otra que la del recluta o soldado
bisoño puesto en cotejo de un veterano aguerrido y fogueado. Perdóneseme lo trivial
del símil en gracia de su exactitud.
Y ésta tan marcada diferencia entre la doncella libre y la casada que dejó de ser
esto y aquello, se hace más patente cuanto más de cerca se las examina. Porque aquel
diversa aspecto que dejo apuntado, puede también notarse entre la mujer que tiene
marido y la que no le ha tenido todavía; pero la que le tuvo y se quedó sin él, se
distingue muy particularmente de las otras dos.
No es necesario ser Cuvier ni Linneo ni otro alguno de esos grandes naturalistas
familiarizados con las clasificaciones, para caracterizar la especie viuda, y aun sus
infinitas variedades. Seria muy largo y enojoso el describirlas todas; pero no
cumpliría mi propósito si no bosquejase, siquiera sea a grandes rasgos[1], algunas de
las principales.
Empecemos, si ustedes gustan, por…
LA VIUDA VERDE. —Esto de verde no significa, por supuesto, que no esté madura,
sino que, al contrario, se parece a una planta verde, lozana, y muy en disposición de
dar fruto. La mujer que tan en sazón se queda viuda, siente casi en el mismo instante
la necesidad y la conveniencia de dejar de serlo: por inspiración, y como si dijéramos
inconscientemente[2], empieza a tender sus redes y echar sus aparejos, aun antes de
que se enfríe el cadáver de su adorado esposo. Pero estas artimañas son de muy
distinta estofa que las que solía usar allá cuando soltera. Entonces eran las galas, los
moños y las flores; ahora son los crespones y gasas fúnebres. Entonces eran las
sonrisas, los quiebros, los remilgos y los dengues; ahora son el semblante

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melancólico, las cejas remontadas, los ojos clavados en el cielo y arrasados en
lágrimas, los suspiros lastimeros, y hasta el llanto y los sollozos. Cuando soltera, se
iba a pasear a las calles, a las tiendas de modas, a los paseos y a los teatros; cuando
viada, hay que echar los anzuelos frecuentando las iglesias, por supuesto las más
concurridas; yendo al jubileo, en el cual puede entrarse y salirse muchas veces, como
para probar fortuna y correr el albur toties quoties; acudiendo a los sermones de los
oradores de fama, únicos que atraen gran muchedumbre masculina. Y no hay para
qué añadir que a todos esos ejercicios piadosos ha de ir la viuda, no precisamente por
el camino más corto, sino por el menos solitario, donde es muy posible encontrarse
algún pez que caiga en el garlito[1] a vista de la enlutada belleza, de la tristísima
hermosura.
Regla general. —LA VIUDA VERDE tiene obligación de ser joven y linda, y si
pudiere hermosa.
Si alguno creyese que hay en esta descripción algo de falso o de arbitrario, le
ruego que me diga, si por acaso ha visto en su vida una viuda de estas que llamamos
verdes en un paraje desierto, mal pergeñada, y con aquel desaliño, y aquel desorden
en su toilette[2] y aquel desgarbo en toda su persona, que acusan[3] una melancolía
profunda, una enagenacion del pensamiento, una preocupación[4] invencible.
Un inconveniente tiene esta situación, esta que pudiéramos llamar posición social
de viuda verde, y es que dura muy poco, en lo cual se asemeja a los destinos públicos,
y… a otras muchas cosas mundanas. En efecto, no hay verdor que al cabo no se
marchite y se ponga amarillento o negruzco. La viuda de esta especie, o se destruye
por las segundas nupcias, o prolongándose, se desnaturaliza y se desvirtúa, como las
interinidades gubernamentales y las cámaras constituyentes. Así es como la viuda
verde viene con el trascurso del tiempo a degenerar en la que podríamos llamar…
LA VIUDA SECA. —Seca, porque ha enjugado su llanto, el cual es ley de naturaleza
que no sea perdurable. Seca, porque pierde por lo regular la lozanía de su
complexión, la frescura de su rostro, el brillo de la tez, y la morbidez de las formas.
La viuda seca es generalmente capaz de secar a cualquiera con la eterna narración
de su dicha conyugal pretérita, con los recuerdos de aquel dominio absoluto que
ejercía sobre su difunto esposo, el cual, sometido a todas sus voluntades y caprichos,
pasaba la vida entera en complacerla, regalarla, mimarla y hacerle arrumacos. «Así
es, añade, que nunca he podido resolverme a casarme segunda vez, aunque he tenido
veinte proporciones. ¡Pepe de mi alma![1] ¿Dónde había yo de encontrar otro Pepe?
¡El vacío que él me ha dejado no me le llena a mí nadie!».
A cualquiera podría parecer inverosímil esta protesta solemne y pública de viudez
sempiterna, porque siendo muy a propósito para alejar pretendientes, es en la viuda
un procedimiento enteramente contrario a su interés bien entendido. Mas no hay que
olvidar que la viuda seca tiene completamente perdidas las esperanzas de dejar de
serlo, y si alguna vislumbra, la establece sobre la remota probabilidad de que un
varón caprichoso y tan desesperado como ella, tome a empeño el vencer y domeñar

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aquella jactanciosa resistencia de la viuda a la reiteración del connubio[2]. De esta
variedad de la especie pasemos, dando un salto, a la diametralmente opuesta; es a
saber:
LA VIUDA REINCIDENTE. —De éstas las hay que han despachado tres o cuatro
maridos: forman una clase, un carácter tan marcado, y sobre todo tan cómico, que de
buena gana le bosquejaría yo aquí a no parecerme una profanación tocar a figura en
que ya el magistral pincel de INARCO CELENIO lució todo su acierto y valentía. ¿Quién
no conoce a aquella Doña Irene, joya del teatro español y arquetipo admirable de la
viuda reincidente?
—«Lo que sé decirle a usted es que aún no había cumplida los diez y nueve
cuando me casé de primeras nupcias con mi difunto D. Epifanio, que esté en el cielo.
Y era un hombre que, mejorando lo presente, no es posible hallarle de más respeto,
más caballeroso…, y al mismo tiempo más divertido y decidor. Pues, para servir a
usted, ya tenía los cincuenta y seis muy largos de talle, cuando se casó conmigo».
Se habla luego de la prole, y dice doña Irene: «¡Ay, señor! dan malos ratos, pero
¿qué importa? Es mucho gusto, mucho… ¡Hijos de mi vida! Veintidós he tenido en
los tres matrimonios que llevo hasta ahora, de los cuales solo esta niña me ha venido
a quedar».
¿Por qué admiramos tanto la verdad de este retrato? Porque en la sociedad
estamos tropezando con el original a cada paso. ¿Quién no ha oído mil veces a la
viuda reincidente quejarse, como doña Irene, de que «desde el último mal parto que
tuvo quedó tan sumamente delicada de los nervios… Y va ya para diez y nueve años
si no son veinte?». Pues, ¿y la evocación de los maridos en cualquier apuro?
—«¡Porque me ven sola y sin medios, y porque soy una pobre viuda, parece que
todos me desprecian y se conjuran contra mí! —Al cabo de mis años y de mis
achaques, verme tratada de esta manera, como un estropajo, como una puerca
cenicienta, vamos al decir… ¿Quién lo creyera de usted?… ¡Válgame Dios!… ¡Si
vivieran mis tres difuntos!… Con el último difunto que me viviera, que tenía un
genio coma una serpiente… Que lo mismo era replicarle que se ponía hecho una furia
del infierno; y un día del Corpus, yo no sé por qué friolera, hartó de mojicones a un
comisario ordenador, y si no hubiera sido por dos padres del Carmen que se
apusieron de por medio, le estrella contra un poste de los portales de Santa Cruz».
No añadamos una sola pincelada a tan magistral pintura, y pasemos a observar el
contraste de otro tipo singular: el de…
LA VIUDA FANTÁSTICA. —Por otro nombre, la que se dice viuda sin haber tenido
jamás marido. —Yo no lo invento, pero malas lenguas lo aseguran, que doña X…,
hoy viuda, nunca fue casada. Por de pronto, lo que no puede negarse es que si ha
tenido maridos, pasan de media docena; porque en sus conversaciones, que son
interminables y de una prodigiosa locuacidad, se la oye hablar de su marido el
brigadier, de su marido el general, de su marido el diputado, de su marido el
gobernador civil, de su marido el regente de Audiencia, de su marido el director de

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telégrafos, de su marido el abogado, etc. —Aunque bien mirado, en todo esto puede
no haber contradicción; porque en España, donde todos servimos para todo, este
marido, en apariencia multiforme, pudo muy bien ser una persona sola, única y
verdadera: y vamos a demostrarlo.
Llamémosle, por ejemplo, D. Sisebuto, y supongamos que era letrado en
cualquier rincón de una provincia (ya tenemos aquí al abogado). —Eligiéronle para
representar a su campanario en el Congreso (cátenle ustedes diputado). —Vino de
oposición, por supuesto, y se convirtió al ministerialismo, de cuyas resultas se le
confirió a poco un gobierno importante (marido gobernador). —Acomodándole más
una toga, sentó a poco plaza y le encaramaron al primer puesto de una Audiencia
(marido regente). —Cesante a los tres meses, se pronunció echándose al campo[1] al
frente de unos cuantos facinerosos bautizados de patriotas, y como éstos pasaban de
14,se puso tres galones en la bocamanga. Venció la insurrección, y aquel… gobierno
(llamémosle así) premió los servicios del paisano-coronel, dándole entrada en el
ejército con el grado de brigadier. (¿Tenía razón doña X…?). Al mismo tiempo se le
hizo director de telégrafos, para que tuviese el gusto de que le explicasen por primera
vez aquel reloj mágico que con su misterioso chiqui-chaque, hace que por medio de
un alambre se oigan a millones de leguas las palabras que en voz baja pronuncia un
telegrafista (otro marido siendo el mismo). —Por último, como no parecía justo que
un tan consecuente liberal se atascase más de seis meses en la humilde posición de
brigadier, consiguió sin dificultad la faja y con ella la aptitud necesaria para la
presidencia del Consejo.
Toda esta historia se la había forjado doña X…, aunque en rigor es por todo
extremo inverosímil. (¿Verdá-usté, señor lector?). Pero las citadas malas lenguas
sostienen que no hay tal marido uno ni múltiple, sino que como doña X… tiene a su
lado una niña de veinte años que no ha conocido a su padre, en lo cual se parece a
todo el mundo menos a su madre, ésta le ha fabricado uno a su gusto, confiriéndole,
auctoritate qua fungor, todos aquellos empleos y dignidades.
Y el mejor día oirán ustedes a doña X… hablar de su marido el literato, título casi
tan fácil de adquirir en España como el de marqués o como el de general: basta para
ello, pongo por caso, que se publique una colección como la de LAS ESPAÑOLAS
PINTADAS POR LOS ESPAÑOLES; que el editor se vea un día apurado por un artículo; que
se le encomiende a un amigo de pocas letras pero de mucho desparpajo, y que este
amigo, ufano de hombrearse con escritores de ingenio y caletre, le endilgue unas
cuantas hojas de papel manuscrito, y firme al pié de la última con todas sus letras…

ANTONIO MARÍA SEGOVIA

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LA SEÑORITA CURSI
¡Mal año para los etimologistas! Échense a revolver raíces y desinencias, barajen
cuanto quieran copto y sánscrito, griego y hebreo, a ver si sacan en limpio de dónde
nos vino el vocablo.
Y trabajo les mando también a los que presumen de saber describir clara y
concretamente las cosas.
¿Qué es cursi? ¿En qué consiste el ser cursi? les preguntaremos, y ya nos parece
oírles responder:
—Consiste en cierto no sé qué…
¡Basta! Enterados.
En cambio el empírico se echa a la calle, da una mirada, señala entre cien mujeres
una, y dice con la infalibilidad del buen sentido: «¡Allá va una cursi!».
Y cursi es.
La cursi no engaña jamás con falsas apariencias, al contrario.
Divídese y subdivídese el tipo, de manera que sería innumerable el catálogo de
sus familias, géneros y especies; pero la índole es una y se evidencia de manera, que
aun entre personas de menos que mediana discreción, rara vez se califica de señorita
cursi a la que no lo merece.
Hay cursis precoces: niñas que aún visten de corto, y de las cuales se puede
vaticinar que serán cursis andando el tiempo.
Ser cursi, imprime carácter; si se entra en el gremio, no se sale de él.
La coqueta puede acaso dejar de ser coqueta, la fea puede dejar de ser fea; pero la
cursi, cursi muere.
La naturaleza y la organización social se ponen de acuerdo para crear una cursi^ y
la crean cabalita.
Si los romanos la hubiesen conocido con este nombre, indudablemente hubieran
dicho: cursi nascitur.
Cursis hay churriguerescas; todas greñas, todas colores chillones, con
ahuecamientos y redundancias que aturden.
Haylas con cierta propensión arqueológica, rezagadas siempre: las que en tiempo
del romanticismo defendieron a última sangre la peineta, las galgas y las mangas de
jamón, así como hoy profesan el culto de las ojeras, el rodete bajo y el Renato de
Chateaubriand, o séase René, como le llaman ellas y sus traductores predilectos.
De ciertas cursis que hoy solo cuentan la tierna edad de catorce años, se puede
asegurar desde ahora que en 1890 se preguntará: ¿Por qué no se casó fulanita?
La cursi se casa poco. No acertaríamos acaso a dar la razón de ese hecho; más nos
atrevemos a responder de su certeza, plenamente convencidos de que la experiencia
no desmentirá nuestro aserto.
Por lo pronto convendrán todos mis lectores en que suele decirse una señorita
cursi, y no una señora cursi; y no sucede así porque la cursi al casarse deje de serlo,

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pues el matrimonio no entraña eficacia alguna para trocar esencialmente un ser en
otro.
Digámoslo todo, lo bueno y lo malo. Hay en toda cursi, hasta en la menos cursi,
algo de originalidad, si no en ideas, en aspiraciones y sentimientos, y no puede ser
cursi la señorita que carezca de imaginación por completo.
La cursi por excelencia viste siempre con atraso respectivamente a la moda más
generalizada, y nótese que no viste nunca con arreglo a una moda que pasó, sino que
se engalana con prendas que pertenecen a distintas épocas, y entre aquéllas suele
haber una que nunca ha sido moda: creación propia y exclusiva de la persona que la
usa.
Esa prenda es una revelación; es el sello individual de cada una; ninguna cursi la
copia de otra; cada cual inventa y lleva la suya, y se las respetan mutuamente como
las marcas de fábrica.
Una cosa muy particular debíamos haber dicho antes y no se nos ha ocurrido
hasta ahora.
Las cursis no se conocen entre sí, no tienen noción alguna de que existan como
raza.
Regla general: no es cursi la mujer de quien otra dice que lo es.
Nada de extraño tendría que una cursi ignorase de sí misma que lo fuese; pero lo
extraordinario es que teniendo machas de ellas buen discernimiento, y todas en
general poco o mucho de la adivinación que constituye el artista, no se encuentre
ejemplo de una cursi que conozca que otra lo sea.
Los jugadores, los poetas, los músicos, los hombres que viven extramuros del
Código penal; en resumen, todos los que tienen maneras de ser excepcionales, por
cortos de alcances que sean, en seguida se adivinan y conocen unos a otros. Las
cursis nunca. Ve una cursi a otra y dice: ¡Qué bien va aquélla!
La cursi ha nacido en la clase media, y se ha ido extendiendo por las inferiores
primero y por las superiores después: cosa que tiene una explicación natural y
sencillísima. La clase media estuvo siempre en contacto con las inferiores y no
siempre con las superiores, y la cursi es un producto de la confusión de clases.
Mujeres hay que no saben vestir como es debido. Carecen por completo de gracia
natural o no tienen más gracia que aquélla con que siempre la hembra se diferencia
del macho, aun entre los irracionales.
La mayor parte de esas mujeres llaman temerariamente cursis a todas las que no
hacen como ellas, es decir, que se someten serviles a todas las prescripciones de los
periódicos de modas.
Llaman elegante a la que es una copia exacta del figurín, y cursi a la que dotada
de iniciativa protesta con acierto o sin él contra la autoridad de las modistas.
En las poblaciones domingueras se cita como más elegante a la mujer que lleva
mayor número de costosos atavíos, y cursi a la que tiene poca ropa, por más que con
solo el donaire natural ejerza más prestigio en los corazones o en los sentidos.

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Las criadas de servir y las doncellas de labor llaman siempre cursi a la amiga
íntima o a la parienta de sus amos que, siendo reconocidamente menesterosa, no viste
a usanza de los dueños de la casa.
Para los mozos y dependientes que medran con sisas y propinas, cursi es la
señorita que gozando o pareciendo que goza de algún bienestar, sabe poner en claro
las cuentas y no consiente que por fraude le cobren lo que no debe.
¡Cuántos errores sobre las cursis! Pero cualesquiera que sean los errores y
preocupaciones en la materia, la cursi existe: está probado.
Cursi es la que con los cordones de un uniforme viejo de artillería rodada se
ornamenta con arabescos el espaldar de un abrigo y con antiestético cinismo se jacta
de ser autora de semejante despropósito.
Cursi es la que cuando son moda los adornos de pieles de martas o boas, alterna
con las que los llevan, guarneciendo sus vestidos de gala coa tiras de piel de conejo,
esté o no apolillada.
Cursi es la que viste hábito por economía y lo achaca a antojo devoto.
Cursi es la que exige de su familia que dé bailes a estudiantes y empeña las
sábanas para comprar velas.
¿Acabaríamos la enumeración? Sí, pero tarde.
Hay, empero, una cursi… Es decir, asila llaman. ¿Lo será? A ver. ¿Qué les parece
a ustedes?
Anita (por ejemplo) es tenida por cursi de solemnidad. Y ¿qué hace Anita (por
ejemplo)?
Vive con su madre en un cuarto tercero, tan elevado como humilde. Madruga,
borda, lee novelas, manda reteñir sus vestidos; restaura personalmente su calzado
cuando éste solo ha padecido leve detrimento; se hace la pomada, tiene álbum, asiste
de vez en cuando a teatros de segundo orden, y va a ver la parada, si la parada se
verifica en día festivo.
Se desoja trabajando hasta deshora de la noche; economiza, no murmura, tiene
buen juicio y manos hábiles. Aún conserva su semblante un resto de su hermosura,
que antes que su juventud se va acabando…
De todo lo dicho no ven nada sus amigas, ni los amigos de sus amigas: unas y
otros la llaman la cursi.
Amó y fue querida; fue olvidada y no olvidó. Guarda en su corazón el culto de
aquel amor primero… digo mal: de aquel único amor; y aun hoy, al peinarse, deja
suelto sobre la frente un mechoncito corto que riza aparte, porque allá, en otro
tiempo, cuando él no estaba obeso ni tenía título de licenciado, solía decir con
apasionada ternura que aquel rizo era el complemento de las gracias de Anita.
Trabaja hoy junto al velador mismo de aquel tiempo en que él la requebraba, le
hacia idilios en honesta prosa, le ponía cuidadosamente la ceniza del cigarro en una
cajita de papel hecha por él mismo, la ayudaba a devanar, amenizando la faena coa
mil cariñosas travesuras, y le estrechaba furtivamente la mano, haciendo un gracioso

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y aniñado mohin, cuando ella, con adorable malicia, le daba la izquierda en vez de la
derecha.
Allí, en la silenciosa noche de invierno, recuerda la hora en que le solía oír
subiendo la escalera; recuerda su modo de llamar, dónde dejaba la capa, y la hora a
que se iba para volver al día siguiente, y aquellas despedidas en que se decían
veintiocho veces adiós, como en el dúo de Rigoletto.
Parte de su corazón vive en lo pasado. Ustedes comprenden el porqué, ¿no es
verdad? ¡Ah reaccionarita!… Pero te respeto.
Pues y ¿Claudina? (Supongamos que esta otra se llame Claudina).
La infeliz ha sido condenada a cursi perpetua.
Su familia había poseído algunos bienes de fortuna, pero vino su familia a menos
y tuvo que cercenar gastos y mudar de hábitos. Veíase pobre entre muchos parientes
ricos, y el temor, muy natural, de verse además menospreciada, la indujo a conservar
ciertas apariencias. Los padres de Claudina educaron a ésta en el mayor respeto y
veneración hacia aquellos parientes bien acomodados, y la acostumbraron a
mencionarlos siempre diciendo: Nuestro tío fulano, que es tan rico; nuestra prima
fulana, que es tan rica…
Ella y los suyos padecían amarguras cada vez que se anunciaba una fiesta en casa
de los susodichos parientes. Andaban medio locos preguntando: ¿Nos convidarán?
¿No nos convidarán?
Eran convidados por mera fórmula y aceptaban cordialmente, llevando a la fiesta
la alegría del amor propio satisfecho, como si fuera una condecoración de brillantes.
Y así se acostumbró Claudina a hacer burla de lo que es ridículo para el
acaudalado frívolo; así adoptó las muletillas de los que poseen acerca de los que no
poseen, y en su estado menesteroso se acomodó a opiniones, dichos y hábitos que
eran el sarcasmo más cruel de su propio estado.
¡Ay! Cuando Claudina volvió en su acuerdo, ya parientes y conocidos no la
conocían sino por la cursi trasnochada.
Antes de llegar a tal extremo, cuando tenía que ir a comer o al teatro con alguno
de aquellos parientes, ¡lo que padecía la muchacha! Planchaba su ropa blanca la
víspera, con febril actividad; pasaba con frenesí la goma elástica por los guantes
menos echados a perder, mientras su madre le recosía una ceja del vestido; peinábala
por favor, atormentándola materialmente, una vecina, que la despellejaba
inmaterialmente después; abrillantaba con polvos de asta de ciervo unos baladíes
pendientes de oro; punzábase cien veces el dedo con la prisa de remendar cien
pequeñeces; amanecía velando; iba a la fiesta pálida y dolorida, y todo ¿para qué?
para que entre las ricas resaltasen su pobreza y su encogimiento, y de oído en oído
anduviera silbando el apodo de cursi, cursi.
Bien hacia en presentarse con el mayor aliño, y no se lo reprendo; pero ¿por qué
se quejaba de la peinadora y de la modista y de la costurera, seres fantásticos que para
nada habían intervenido en su traje y en su tocado?

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¿Por qué? Porque era cursi.
En la comida elogia todos los platos, aunque le sepa más bien su ordinario
alimento, y sus amigas, con más delicado paladar, dicen cursi, al oiría.
Y si hiciese dengues o dijera que no le causaba novedad lo que comía, dirían
también cursi.
Ella la pobre no es mala. Cree que para ser persona decente ha de tener los
mismos gustos e inclinaciones de aquella parentela, y lo procura.
A fuerza de tiempo y perseverancia, ha logrado someterse a la más rigurosa
disciplina.
Cursi hasta la muerte, adivina lo que piensan, aman, temen, sueñan y fingen
aquellos parientes ricos que son lo bello ideal para ella; y ya identificada con ellos,
como ellos piensa, ama, teme, sueña y finge.
Abandonada a su propia iniciativa, habría sido una cursi común; asimilándose
extravagancias ajenas, es una cursi resellada.
No se viste de invierno ni de verano sino al tiempo que sus parientes: ellos son su
almanaque; adopta sus modas, colores y tocados: ellos son su figurín; propaga sus
aforismos políticos: ellos son su filosofía; odia las revoluciones como los ricos;
menosprecia a los que no tienen que perder, sin advertir que se menosprecia a sí
misma; teme a la plebe ignorante, ella, que aún escribe ybierno y ojepto… ¡Pobre
muchacha, víctima inocente de las sandeces y vanidad de sus padres y de las
exigencias de la parentela!
Desgracia es haber nacido cursi; pero en el seno de ciertas familias esta desgracia
puede llegar a lo trágico.
¡Pobre Claudina! Comenzó temiendo ser irrespetuosa; no se resistió a llevar hasta
la abnegación su obediencia; no vio más senda que el surco trazado por la rutina; y
por no dar que decir al mundo, se ha violentado, se ha torcido y deformado
moralmente; ahogó su iniciativa, y hoy repite como un loro, y refleja como una hoja
de lata y no como un espejo.
Ella habría vestido mal y discurrido poco; pero habría sentido bien, y ahora que se
ha sacrificado a los suyos viste peor, no discurre, condena sus mejores sentimientos, y
el premio de ese heroísmo consiste en que sus sacrificadores la califiquen de cursi en
grado heroico y eminente.
Y la que cae en ese abismo de las cursis no se redime ni puede ocultar su
desgracia, si bien no lo pretende tampoco, pues según hemos dicho, la cursi no sabe
que lo sea.
Hemos hablado con algún detenimiento de Claudina porque abunda mucho, más
que algunos piensan, el tipo de cursi por consanguinidad.
Los parientes ricos, Balzac lo ha explicado, son el infierno de los parientes (y
sobre todo de las parientas) pobres.
Cuando hablan de los suyos Claudina y su familia delante de los extraños, nunca
dejan de decir: «Nos reciben muy bien; jamás se olvidan de nosotros; nos aprecian

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mucho;» y después a sus solas meditan en el aprecio tal como ellos lo habrían
querido, lo comparan con el que reciben, y acaban por ponerse tristes.
La gente grosera, si es pobre, no perdona a los pobres la vanidad, pero aún les
perdona menos la delicadeza.
Para esa gente, ser bien educado y no tener dinero, es ser cursi; ser pobre y no ser
bajo, es ser cursi.
En muchas bohardillas hay pobres muchachas sin otro amante que el del folletín
que leen; sin más joyas que las que sueñan; que lo economizan todo menos su salud;
temerosas de Dios, del casero y del qué dirán; muchachas que jamás han podido
escoger el color de su vestido; que empiezan el día cantando la jota y suelen acabarlo
llorando.
Preguntad en su barrio cómo se llaman, y nadie os sabrá decir su nombre. Dad sus
señas y os contestarán: ¡Ah, ya sé; es la señorita cursi!
Me equivoqué. Hay en el barrio un ser que recuerda su nombre y apellido: el
tendero que les vende al fiado.
El tendero pasa toda la semana temiendo que la chica le salga cursi; pero paga la
chica el sábado, y ya no cree que lo sea.
A nosotros la infeliz no nos debe nada: tengamos, pues, siquiera tanta discreción
como el tendero.
Ser joven, ser pobre, ser honesta, ser alegre, aunque no se sea elegante ni se tenga
refinado el gusto, no es ser cursi.

ROBERTO ROBERT

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ROSA LA SOLTERONA
Rosa es una niña encantadora. Se agita como un colibrí, sonríe como un ángel,
gorjea como un canario, y lo ignora, todo como un bienaventurado.
Tiene padres, lo cual es lógico, pues solo a Eva le fue dado nacer sin ellos.
Va al Prado durante el verano para compartir con sus amigas los juegos de la
niñez junto a la fuente de Cibeles, esa diosa del Olimpo que tiene la ventaja de no
envejecer nunca sobre su pedestal de piedra.
Rosa no se cuida de nada, ni aun de su bella madre, que sentada a respetable
distancia, no aparta de ella los ojos, ni los oídos del caballero que está a su lado.
Es la compensación de la edad.
La niña juega al escondite y la madre al escondido, para que todo quede en casa.
Pero la niña crece en edad y la madre mengua en belleza. Es necesario, pues,
entrar en el período de la rigidez y de la mojigatería.
Un consejo de familia acuerda enviar a un colegio a la niña. El punto elegido es
Francia, donde hay colegios para todos los gustos y paladares, o como si dijéramos
donde se encuentran todas las sucursales de las Salesas.
Pero el tiempo se pasa y la niña no va al colegio. ¿Para qué? Es mucho más
cómodo acudir a su educación en la propia casa. Además, hoy es inútil todo lo que
tienda a gastos superfluos. La niña es bella, y con esto tiene formado su patrimonio.
¿No es el destino exclusivo de la mujer el matrimonio? Pues cuando tenga la edad
que la naturaleza requiere, no faltará un primogénito de un título de Castilla, o un
viejo banquero, o un alto funcionario, o un militar de graduación que apechugue con
el ángel, solo por el placer de estar más próximo al cielo.
Pero la madre, que es discreta, le dice un día a su marido:
—Rosa va creciendo, y es preciso pensar seriamente en su educación.
—Pensemos, dice el esposo.
—Creo que lo más acertado sería sujetarla en casa, dándole los maestros
necesarios para asegurar su educación.
—Me parece bien pensado. Dibujo, francés, nociones de inglés, música… ¿Para
qué mas?
—Le sobra con esto. En tal virtud, será conveniente que desde mañana te ocupes
en buscar personas de reputación y confianza que coronen la empresa.
—Mañana tendrás elegidos los maestros y serán presentados a nuestra hija.
—Así sea, dice la madre añadiendo para sus adentros: Esa niña va a conseguir
hacerme vieja, y no me conviene arrinconarme todavía.
A los pocos días los maestros se ceden el puesto al lado de Rosa. Uno entra y otro
sale. Los afilados dedos de la criatura recorren el terso teclado del piano y se
embadurnan con el sutil polvo negro del lápiz. En cambio su organización se
desarrolla, balbuciendo algunas palabras francesas y olvidando muchas españolas.
Ha cumplido quince años. Es una edad encantadora. Se sueña en todo y no se

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piensa en nada. Es ser como los pájaros, las flores y las mariposas.
En esto llega la época de las confidencias. Margarita es la doncella de Rosa y su
primera amiga, como de costumbre. Cintura de avispa, ojos chispeantes, boca
sensual, cabellos de ébano, y veinticuatro años por añadidura.
Es una tentación, y como tal lo es de Rosa.
Una noche se halla Margarita en su habitación, embebida, en la lectura de un
libro.
Como da la espalda a la puerta, Rosa entra de puntillas, le cubre los ojos, y le dice
con enérgico acento:
—La bolsa o el libro.
Margarita da un chillido y se levanta.
—Hija, le dice Rosa riendo, ¡qué asustadiza te has hecho! Sin duda te ha quedado
esta mala costumbre desde aquélla, mentira que me contaste.
—¿Cuál, señorita?
—Olvidadiza eres. Un día me dijiste que estando en tu cuarto viste entrar a media
noche una fantasma que se fue alzando, alzando, alzando hasta tocar con las narices
en el techo, según a ti te pareció; y que luego, rodeándote el cuello con dos brazos
que imitaban a las aspas de un molino de viento, se fue bajando, bajando, bajando
hasta tocar su boca con la tuya; y que tú, creyendo que te iba a besar, le pegaste un
mordisco y le dejaste media nariz colgando, visto lo cual por la fantasma, dio un
rugido y salió volando por la ventana, mediante dos alas tamañas como las dos
sábanas de mi cama.
—Y es verdad que me sucedió; y es más, que por aquella época había un mozo en
el pueblo con el que me querían casar mis padres, aunque yo no quería; y siempre he
creído que el que se me apareció era Satanás, con la cara de aquel aborrecido
mancebo, para ver si me tentaba.
—¡Jesús, qué miedo! dijo Rosa tapándose la cara con las manos y mirando por
entre el hueco de los dedos. Y dime, ¿por qué no te casaste queriendo tus padres que
lo hicieras?
—¡Toma! porque no me gustaba el novio.
—¿Tan feo era?
—No señora, sino muy gallardo y sobre todo rico.
—¿Y desobedeciste a tus padres?
—¡Vaya! ¡Pues ahí es puñalada de pícaro el casarse con quien no le gusta a una!
—En ese caso, si tengo un novio que me guste, aunque mis padres no quieran,
puedo casarme con él?
—Claro está.
—Bueno es saberlo, dice Rosa.
—Pero eso no quiere decir, añade la doncella, que se obre de este modo con el
primer badulaque que se encuentre al salir a la calle.
—¿Pues con quién?

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—Con aquél a quien se tenga amor.
—Pues qué, ¿no se puede amar a todos?
—No, señorita, con uno basta y sobra.
—Ta, ta, ta, ta, responde Rosa castañeteando los dedos. Entonces los preceptos
divinos están demás. «Ama a tu prójimo como a ti mismo». «Amaos los unos a los
otros». ¿Es esto acaso música celestial? Veo que estás muy atrasada en gramática.
Amar, ¿de dónde se deriva? La palabra lo está diciendo: de amor. Luego el amor es
un precepto universal y no exclusivo. Y yo lo he de cumplir al pié de la letra, amando
a cuantos prójimos se me presenten. Entre paréntesis, ¿qué libro es ése?
—Una novela de amores.
—Ajajá; préstamela, porque quiero leerla.
—¿Y si la ven sus papás de usted?
—Que la vean.
—Me echarán de casa.
—¿Tan mala es?
—Al contrario, señorita; si se embelesa una con las cosas que le pasan a la joven
que es la protagonista.
—Pues mira, quiero leerla. De día te toca a ti y de noche 4 mí. Echo la llave a mi
cuarto, y ni el espíritu malo entra en él. ¿Quieres así?
—Como usted guste.
Desde aquella noche da principio Rosa a la lectura de su nuevo devocionario. Es
el libro en cuestión una de esas novelas nocivas donde las emociones se suceden sin
interrupción y cuyos episodios recorren toda la escala social.
Todas esas novelas han sido leídas, devoradas y comentadas por la tercera parte
de las mujeres que componen la sociedad civilizada del universo, lo mismo las que
pertenecen al mundo galante y a la vida airada que las que viven recogidas en una
modesta honradez y con unción evangélica.
Sino que entre unas y otras existe una pequeña distinción de formas, y es que,
mientras las que viven en el escándalo las leen a la luz del día, las que viven en el
recogimiento las devoran a la luz de la noche.
Diferencia entre ambas:
La que media entre la luz del sol y la luz de una lámpara.
Diferencia de moralidad:
Ninguna.
Efectos de la inmoralidad literaria del libro:
Que mientras a la prostituta no la puede hacer honrada, a la mujer honrada puede
prostituirla.
¿Es poco esto?
Pasemos adelante.
La niña lee la primera noche un capítulo y parte de otro. A la siguiente le va
gustando el argumento y lee mas.

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A la cuarta noche se desvela dos horas más, y a la octava amanece con el libro en
la mano, la vista candente, los labios marchitos y el corazón palpitante.
Los padres se asustan, acuden a un médico, el cual la pulsa, le examina la lengua,
y…
—La edad, dice a los padres. Lo único que necesita, es distracción y ejercicio.
No tengo más que recetar.
Pero la verdadera farmacopea de la niña no está en la ciencia de Galeno ni en la
del doctor Simón.
Su verdadero médico es Margarita, ese Mefistófeles del hogar doméstico
encarnado en el cuerpo de una doncella bonita y desengañada.
—A propósito, le dice un día Rosa a Margarita, ¿has traído el libro que me
prometiste?
—Lo tengo en mi ropero hace dos días.
—Y dime, ¿quién te los deja?
—Señorita…
—Hija, si yo no te merezco confianza, cuéntaselo a mi madre.
—Me los deja… un primo mío.
—¿Es buen mozo?
—Ya lo creo. Como que es sargento de artillería montada.
—¿Y te casarás con él?
—A eso estamos.
—Bueno, yo seré la madrina. Ahora venga el libro. ¿Sabes que el último que me
dejaste era divino? ¡Vaya un episodio terrible! Un hombre que seduce a una mujer
casada y después le pide una cita que la dama le concede en el jardín; y ¡qué jardín
aquel tan^ melancólico! ¿Verdad? Llega él y trepa por la ventana. ¡Ay qué miedo me
dio entonces! Y ella, ¿te acuerdas qué valiente ella? ¡Jesús! Cuándo él se apoya en el
antepecho para penetrar en el gabinete, y la dama le detiene con una mano
aferrándole el cuello, y con la otra le apoya la boca de una pistola en la frente, se me
puso el pelo de punta, ¡de punta, te digo! Ah… y mira, después… es decir,
inmediatamente, cuando ella dispara ¡bun! y se retira sombría y silenciosa, después
de verle caer desplomado, con la cabeza hecha pedazos… ¡Oh! vamos, me gustó
mucho; porque es muy bonito, vamos, muy horrible.
—Pues los hay de todas clases; otros que sin ser horribles son muy curiosos.
—¿De veras?
—Yo sé de algunos…
—¿Y aún no me los has contado? Anda, cuenta, cuenta, interrumpe Rosa
acomodándose en un sillón junto a la ventana.
—Le contaré a usted uno recientito.
—Venga.
—El caso es histórico. Dos jóvenes se amaban.
—Lo primero, qué edad tenían.

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—La joven diez y siete años y el mozo veinte.
—Está bien, prosigue.
—La familia de la joven, es decir, los padres, no se oponían a que el mozo
visitase la casa, porque no veían en su conducta nada que indicase el amor que
profesaba a su hija.
—Es decir, que se amaban sin consentimiento de los padres.
—Generalmente es lo que sucede, aun cuando no debiera ser así. Las hijas no
ocultan nada a su madre hasta que se enamoran; desde este momento cesa entre
ambas la confianza.
—¿Y por qué es eso?
—Porque la naturaleza humana es así, responde Margarita creyendo haber dicho
una gran cosa.
—Prosigue.
—Un día que la niña había salido, tuvo la madre que buscar no sé qué cosa. Y
busca por aquí, y revuelve por allá, entró en el dormitorio de su hija para hacer la
misma operación. Entretenida se hallaba de este modo, cuando dando la vuelta a la
llave de un cajoncito le abrió, y cátese usted su sorpresa cuando se da de manos a
boca con un almacén de objetos desconocidos para ella. Lo primero que sacó fue un
manojo de cartas atadas con una cinta color de rosa y escritas en papel vitela.
—¿Eran de amor?
—Sí, señorita, de amor y muy de amor. Siguió registrando y fue sacando flores
secas, cintas, un anillo con dos letras entrelazadas, un mechón de pelo dentro de un
medallón de oro, una cruz de oro para el cuello, un pañuelo con la cifra de la niña, un
bolsillo de abalorios, y otra porción más de frioleríllas que le había regalado él. La
madre al ver esto se tragó la tostada; pero deseando afirmarse y conocer al pecador
que había hecho a su hija pecadora, leyó las cartas y quedó convencida de que el
joven que las visitaba era el único criminal. Inmediatamente le comunicó a su marido
el hecho con pelos y señales, añadiendo de su cosecha lo que tuvo por conveniente.
El caso es que cuando llegó el joven, se encaró con él la madre y en buenas, pocas y
corteses palabras, le echó de su casa.
—¿Y qué hizo él? interrumpió Rosa.
—Poca cosa: ocho días después sacar depositada a la joven, casarse con ella, y…
—¿Y nada mas?
—Y aburrirse los dos pasado algún tiempo, terminando por separarse para
siempre.
—¡Bonito desenlace! Por eso no me casaré. Tú me has dicho que los hombres son
pérfidos, falsos, audaces, y no he de olvidar tan fácilmente tus lecciones. A propósito:
¿sabes a quien vi anoche en el baile de la marquesa?
—¿Al señorito Enrique?
—Al mismo.
—¿Bailó usted con él?

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—Toda la noche. ¡Si vieras qué cosas me decía!
—Ya lo creo; como que para eso ha hecho Dios el amor.
—Pues mira, lo acertaste.
—Hola, hola, ¿con que la cosa fue más lejos?
—Que si fue… Nada menos que me hizo una declaración, y como me decía
aquello con tanta humildad… acabé por corresponderle.
—Hizo usted bien. Cuando el corazón manda es fuerza obedecer.
Desde este momento empieza la granizada de cartas. Si fuera posible reunir en un
tomo todas las que se han escrito a los veinte años, indudablemente sería un libro que
podría pagarse a precio de oro. Si algunos o algunas de las que esto lean las han
conservado como recuerdos de la juventud, les aconsejamos que las lean, a ver si no
se horrorizan de las simplezas que escribieron y las arrojan al fuego por el miedo de
que puedan caer en ajenas manos.
¡Válgame Dios y qué de frases pomposas y campanudas campean en todas ellas!
Las de ellos, llamando a sus amadas ángeles, huríes y diosas; poniéndoles en la
cara luceros en vez de ojos, perlas en lugar de dientes; arrancándoles a todas las
Venus sus narices de mármol para plantárselas de carne, pero iguales a las otras, al
objeto de su veneración; convirtiendo sus bocas en tiestos, a fuerza de repetirles que
sus labios son claveles; revolviendo, en fin, el cielo y la tierra, para usurpar al uno el
pelo de las vírgenes, las alas de los ángeles, la blancura al ropaje del Padre Eterno, las
estrellas, los rayos a la luna, sus prismas al sol, y a la otra, sus flores, sus brisas, sus
auras y sus ambientes y aromas; los murmullos a las fuentes, los cantos a las aves, el
follaje y toda la creación entera para formar con ella el cuerpo del objeto amado y
decir que su amor es célico, puro y diáfano, que el Paraíso se hizo para ellos, y que
sin ella, la muerte es el único remedio que podría poner fin a su dolor.
Las de ellas, si bien menos exageradas en la hipérbole, no por eso dejan de tener
su ángel mio y su alma de mi alma con su correspondiente aleluya de tus ojos me
fascinan y tu voz me embriaga, terminando siempre con la imprescindible forma de
tuya hasta la muerte.
De manera que no hay una sola carta de amor, de las primeras que se escriben, en
que no campeen tres frases sacramentales, escritas indistintamente por los dos sexos,
y son: ángel, embriaga y muerte.
Consecuencia de todo:
Que de creer a esta gente, resulta que la tercera parte del mundo se compone,
según ellas, de ángeles con sombrero de copa, levita y pantalones, y según ellos, de
querubines con miriñaque, escofieta y pelo postizo.
Y luego aquello de ángel mio, tuyo hasta la muerte, sin calcular el barbarismo
que cometen sujetándose a la mortalidad, cuando debían saber, por los rudimentos de
doctrina cristiana, que los ángeles son inmortales, y que era más sencillo que dijesen:
tuyo por toda mi incorruptibilidad, que tuyo hasta la muerte.
En fin, Rosa ha entrado en sociedad por la puerta del amor. Su educación está

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completa. Habla el francés, dibuja, toca el piano, canta… y no sabe coser. Es decir,
que sabe todo lo inútil para el hogar doméstico y todo lo útil para hacer desgraciado a
un hombre.
Es verdad que borda flores y pespuntea pañuelos; ¿pero, basta con esto?
El fuego de su primer amor, avivado por el soplo maléfico de Margarita, toma un
incremento alarmante. Hay que advertir que cuando falta la doncella sobra una amiga
para producir los mismos resultados en el virgen corazón de la primera juventud.
Rosa dice a Margarita:
—Este amor me matará. Siento un infierno en el alma.
Y escribe a Enrique:
—No concibo la existencia sin tu amor. El día que me falte me mato.
No hay veinte años enamorados sin la idea del suicidio, decimos nosotros, y sin
embargo, todos llegamos después a cumplir los treinta y ainda mais.
Llega un día en que el joven debe emprender un viaje; Rosa pretende arrojarse
por el balcón; Margarita la convence de que es mejor arrojarse en la cama.
Pero Rosa desea despedirse de su amado, y la entrevista se efectúa en la puerta de
la escalera, con o sin permiso del portero.
Una vez frente a frente, los ojos de ambos parecen canales de tejado en día de
tempestad. Enrique lleva su desesperación hasta un punto, que le vale un abrazo de
Rosa. Empeñado en que su cabello tiene la culpa de aquella separación, le da tales
tirones, que al fin se queda con un manojo de negras hebras en la mano, exclamando
con dolorido acento:
—Yo no puedo vivir sin ti.
—Ni yo.
—Ni yo.
—¡Rosa!
—¡Enrique!
—¡La señora! exclama Margarita apareciendo como la sombra de Hécuba.
—¡Adiós! —¡Adiós!
Y… tableau.
Ocho días después, las espuelas de un oficial de artillería resuenan sobre el
enlosado de la calle. Como es el jefe de la batería en que milita e] primo de
Margarita, esta pone la media en el corazón de Rosa para engancharla en el
regimiento.
Quince días después Enrique no existe.
El oficial de artillería, con su dorado uniforme, perturba los sentimientos de la
sensible Rosa.
Aquí el amor toma otra forma. Rosa no come, ni duerme, ni sonríe. Ama como
Safo, y sueña en la trágica muerte de aquella desgraciada heroína. Ahora sí que su
amor va de veras. Quiere casarse. Pero a los seis meses el oficial sale de guarnición a
Cádiz. Rosa tiene unos furiosos celos de las gaditanas. El oficial le jara constancia

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eterna, Rosa le jura amor eterno, Margarita les jura complicidad eterna, y…
La del alba sería dos meses después, cuando Rosa ve en el Retiro unos ojos que se
clavan en ella. Piensa en el oficial y mira al que la mira. Es el nuevo Adonis, el
primogénito de un título de Castilla. La sigue, la ve en el teatro, luego en paseo,
después en un baile, y cátese usted a Rosa en vísperas de ceñir una corona condal.
—No he amado como amo a éste, dice Rosa.
Y Margarita contesta:
—Es que ahora va de veras; los otros fueron devaneos de los primeros años.
Y se pasó un año así… y el título de Castilla se casó con otra.
—Es mi último amor, dice Rosa.
Pasó trece meses en viudez y a los catorce ya amaba a un diplomático.
Los padres de Rosa murieron en tanto, dejándole un decente capital.
Rosa tiene ya treinta y ocho años, treinta y ocho arrugas y treinta y ocho ex-
amantes.
Es decir, que ha terminado su juventud, su amor y su dinero.
—La vida es una miseria, exclama un día mientras se embadurnaba el rostro con
albayalde, bermellón y polvos de arroz.
No recibe ya visitas en el día, porque la luz del sol ofende su arrugado cutis.
En cambio lo emplea en el tocador, para recibir de noche a media docena de
viejos remozados, antiguos diplomáticos, generales de cuartel, y títulos atrasados en
rentas y adelantados en deudas.
La política y algunos guiños de ojos de los más verdes completan la noche.
Pero los años pasan, las necesidades apremian, los tertulianos desaparecen, y una
mañana se ve precisada Rosa a firmar el siguiente billete, dirigido a un ex-embajador:
«Mi banquero no me ha enviado la renta de este mes; acudo confiadamente a mi
bondadoso amigo, para que supla esta imperdonable falta».
El ex-embajador sabe que el banquero es un ser ideal, pero recuerda un pasado
agradable y no se escusa de acudir al presente. Envía el dinero y dice cerrando la
gabeta:
—Cara me cuesta; pero por una vez, pase.
En esta situación, van pasando los días.
Rosa vive sola, y si alguna vez un amigo desperdigado va a visitarla, es para
decirle ingenuamente:
—La encuentro a usted inconocible. ¿Está usted enferma?
—Sí, dice Rosa, sufro bastante.
¡Horrible situación! Al fin, la necesidad de la vejez la obliga a morirse, que es lo
más acertado, o a perder la vergüenza, que es lo más frecuente.
¿Y la música, el francés, el inglés y el dibujo? Todo es inútil. Si hubiera recibido
la educación del porvenir, la que forma a la mujer en el hogar doméstico, la que crea
a la esposa y a la madre, otra cosa seria.
Pero desgraciadamente, la educación que se da en España a la mujer, puede

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condensarse en esta gráfica frase: «Educación de ahuyenta matrimonios».
Y si no, que respondan por nosotros muchas solteronas.

S. DE MOBELLAN DE CASAFIEL

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LA COLILLERA

Españoles; existe en España, y especialmente en la villa y corte de Madrid, un


tipo español por todos sus cuatro costados, o mejor dicho, por todas sus infinitas
puntas; tipo originario de esta clásica tierra de la afición al tabaco, al contrabando y a
la infracción de la ley.
Este tipo es la colillera.
Ignoro si la Academia española ha admitido y consignado en su diccionario la
denominación susodicha; pero de todos modos es tan castiza como otras muchas
adoptadas por la Academia.
Pero por si algunos de mis lectores (pocos) ignoran el significado de la palabra
colillera, voy a hacerles una definición clara, terminante y precisa.
Colillera es la que recoge puntas de cigarros fumados; más en atención a que a
estas puntas se las llama colillas, y esta palabra tiene cierto sabor marítimo, bien
puede sustituirse el verbo coger por el de pescar.
Quedamos, pues, en que la colillera pesca colillas; ésta es la base de su industria;
pero su industria consiste en vender el tabaco recolectado: si se le fumase, sería
viciosa y no industrial.
Entonces no sería tipo ni mucho menos, y la colillera es un tipo muy español.
Debo hacer una salvedad.
He dicho que la colillera coge o pesca colillas, en el mismo sentido en que se dice
que tal o cual general ganó una batalla, no por medio de la acción personal, sino
combinando la estrategia, dirigiendo los movimientos y alentando el valor de sus
huestes; pues así como hay grandes capitanes que nunca se han batido, en la acepción
material de esta palabra, del mismo modo jamás la colillera ha recogido la más
mínima punta de cigarro.
¡Oh! La colillera es discreta y conoce los deberes que la impone su profesión.
Si una sola vez recogiese por medio del gancho o de la mano la más insignificante
y apurada colilla, ¡adiós industria, crédito, respetabilidad y fortuna!
La colillera tiene más pudor que los tahoneros, mozos de café y sacristanes, pues
los primeros pisan el pan, los segundos, en un momento de apuro, enjugan los vasos
con el pañuelo de los mocos, y los terceros limpian las imágenes con un prosaico y
mundanal plumero.
La colillera perpetra quizá más horrores, pero en la sombra, en el misterio, en el
secreto de la vida privada.
Su éxito consiste en el misterio de sus confecciones, en la posibilidad de vender
magníficos géneros a un precio fabulosamente equitativo.

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En los tiempos del oscurantismo, cuando las más inocentes industrias eran
perseguidas, cuando el tabaco estaba, más que estancado, petrificado, la profesión de
colillera era casi titánica y casi poética, por la terrible grandeza del peligro.
Madrid, en pequeño, era entonces lo que los montes de Toledo, Gibraltar o Sierra
Morena.
Hoy el oficio de colillera no es lucrativo, pero sí vulgar.

II

Edad provecta, cabeza grande, frente deprimida, ojos grises, labios delgados,
dientes grandes y negros, color de cigarro de papel sucio en la cara y de tabaco
Kentuky en las manos, pies chatos y juanetudos, mantilla de manto en los días claros
o pañuelo-mantón de color oscuro en los días turbios, vestido inmemorial de alepín
de la reina (léase rey), medias negras y zapatos rusos de la valentía: he aquí la
colillera en su parte exterior y física, con ligeras variantes.
Porque, o la colillera se asemeja a ciertas razas reales que siempre conservan un
tipo especial, o su oficio imprime el aspecto susodicho a la colillera.
La colillera tiene grandes cualidades. Es emprendedora como un viajero
explorador del África, activa hasta el punto de no declararse nunca en huelga, sobria
como un moro de kabila, y andarina como el Judío Errante.
Es además astuta, silenciosa, insinuante y prestidigitadora; y digo
prestidigitadora, porque causa admiración la prontitud, perfección y destreza con que
colillas de todas clases, tamaños y procedencias se trasforman entre sus dedos en una
cosa parecida al tabaco picado, y luego en mazos de cajetillas blancas, iguales,
correctas y coquetamente atadas con un hilo encarnado o azul.
La colillera es la hada de los desperdicios, y como además posee algunos
conocimientos en química, me atrevo a llamarla la Locusta del tabaco.
Casi siempre está casada, o cosa así, con un hombre que padece de dolores
reumáticos o d3 alguna otra enfermedad que produce impedimento físico; de suerte
que siempre ella es la sostenedora y dueña arbitra del hogar doméstico. Suele tener
tres hijos, dos muchachos y una niña, a quienes desde la infancia educa
convenientemente para que la secunden en su oficio, haciéndoles comprender que
tienen que ganarse el sustento.
¡Cosa rara! La colillera siempre está en estado interesante.
¿Pues cómo, se me dirá, siendo así no suele tener más que tres hijos?
No sé qué contestar a esta pregunta. Tal vez la colillera sufrirá muchos malos
partos; quizá la sabia naturaleza ha ordenado que la mayor parte de la prole
colilleresca muera en los primeros albores de la vida, con objeto de que no se
multiplique la especie, o acaso yo tomo por embarazo lo que puede ser hidropesía.
En fin, no sé.

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En religión la colillera cree poco en Dios.
En política es progresista y teme vagamente a la Internacional.
Respecto a moral filosófica es escéptica y ergotista, hasta el punto de hacer el
siguiente dilema: el vicio de fumar es parecido a la necesidad de beber; cuando se
tiene mucha sed, apenas se nota diferencia entre el agua de la Mancha y la de la,
fuente del Berro, ergo ¿qué más da fumar vuelta de abajo o colilla putrefacta? Ergo
en vez de ejercer un oficio mal mirado, hasta cierto punto, no titubeo en decir que es
filantrópico, útil y necesario, supuesto que proporciono a la humanidad viciosa, solaz
y esparcimiento, mediante una módica retribución.
No obstante estas argucias dialécticas, la colillera es poco sensible. En julio siente
algo el sol, en enero un poco el frío.
En cuanto a las chinches y demás insectos, los desprecia.
Otras dos cosas raras: la colillera suele tener la voz dulce y un nombre poético.
Conocí una que se llamaba Margarita, conozco otra que se llama Laura, y no pierdo
la esperanza de encontrarme a Galatea con una cesta de cajetillas en el brazo.

III

Apenas el rubicundo Apolo esparce sobre el haz de la tierra las doradas hebras de
sus hermosos cabellos, y apenas, los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas
lenguas saludan la aparición de la naciente aurora, que con sus rosados dedos abre los
balcones del Oriente, cuando la colillera salta, no de las blandas plumas del lecho,
sino del jergón relleno de hojas secas, despojos de los árboles de la Virgen del Puerto,
y después de desperezarse, despertar a la familia y atender a las primeras e
indispensables faenas domésticas, se sienta cabe una mesa de pintado pino, y
ayudada de su marido, o cosa así, e hijos, se entrega a la elaboración de su mercancía.
(Creí que no se acababa este período).
Terminado el trabajo, hecho ya cierto número de cajetillas-torpedos, que deben
reventar en los intestinos de algunos incautos, la familia se desayuna, la madre y los
tres hijos se lanzan a la calle, mientras el marido, o cosa así, se queda en casa para
espumar el puchero.
Ya en la calle, la madre y los hijos se dividen, es decir, que aquélla se va por un
lado y éstos por otro.
Sigamos a éstos.
Los muchachos llevan cada uno de ellos una vara corta, atravesada en uno de sus
extremos por un clavo muy puntiagudo, y la niña un bote de hoja de lata colgado al
cuello por medio de una cuerda.
Y comienza la pesca.
¡Qué pesca, gran Dios! La pesca del cocodrilo, la pesca de la ballena, las pescas
de un entorchado, de una dirección o de una capitanía general de Cuba, no son nada

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en comparación de la pesca de las colillas.
¡Qué actividad y astucia tienen que emplear, qué humillaciones que sufrir y qué
peligros que correr los pequeños colilleros!
A veces pretenden deslizarse en un café que les promete abundante recolección de
puntas, y se hallan con un mozo que les espera en acecho y que los arroja a puntapiés
de aquel privilegiado recinto. A veces ven junto a un montón de basura una magnífica
punta de cigarro, o mejor dicho, un cigarro apenas fumado y que a ellos les parece tan
largo como las escolopendras del charco de Tebas; su corazón palpita de alegría, se
acercan, van ya a pescarle hincando en él el clavo de su vara, cuando he aquí que un
enorme mastín se arroja sobre ellos y los pone en precipitada fuga.
¡Oh mozos de café, oh perros, animales serviles, esclavos del fuerte, verdugos del
débil! ¿cuándo dejareis de ensañaros contra el araposo?
¡Oh mar de la sociedad, negro, tormentoso y fétido! ¿cuándo dejarás de producir
colillas que tienten la codicia de los pescadores?
¡Pobres niños, que volvéis a vuestra casa golpeados y rendidos de fatiga!
¡Desgraciada niña, que en vez de un ramo de olorosas flores lleva en el pecho un
sucio bote de hoja de lata lleno de desperdicios de asqueroso tabaco!

IV

Entre tanto la madre, o séase la colillera, anda las siete partidas del mundo.
Si os halláis en el elegante Suizo, en el rico Fornos, en la política Iberia, o en el
espacioso Imperial, no temáis encontraros con ella.
Estáis fuera de cacho, como dicen los taurómacos.
Pero de aquellos abajo, ninguno; es decir, que a excepción de unos pocos
establecimientos comme il faut, en los que la colillera no espera hallar compradores,
todos los demás, desde Lavapiés hasta Maravillas, desde las Pañuelas hasta
Chamberí, están bajo el dominio de aquella activa propagandista del humo.
Todo lo recorre: las tiendas, los cafés cantantes, las fondas de cubiertos a cuatro
reales. Espía la salida de los trabajadores del taller y de los albañiles de la obra.
Aparece en las estaciones de los ferro-carriles, especialmente si llegan viajeros de
Cuenca.
Se multiplica. Está a la vez en todas partes. Se asemeja a aquel prestijiador que
salió en un mismo día y a una misma hora por todas las puertas de San Petersburgo.
Vuelve a su casa a la caída de la tarde, después de haber andado leguas; come
frugalmente; riñe un poco con su marido, o cosa así; indica a los niños los lagos,
golfos, charcos y ensenadas en donde pueden pescar con éxito; examina la
recolección de puntas recogidas en el día; emplea en ellas sus conocimientos
químicos, echándolas en remojo al mismo tiempo que los garbanzos, y terminados
todos estos quehaceres, torna a salir al mercado inmenso.

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Y sola, sin hablar con nadie, excepto lo necesario para anunciar y vender su
mercancía, anda, anda, anda hasta las dos de la mañana.
Duerme tres horas solamente; es casi como Macbeth: ha matado el sueño.

Merced a esta actividad prodigiosa, la colillera vive y da el sustento a su familia.


Sus hijos van casi siempre descalzos; sus alimentos no suelen ser muy
confortables; a su marido, o cosa así, se le agrava el reuma, por falta de abrigo, en
tiempo de invierno: todo esto es muy triste; pero a aquella mujer superior la hacen
poca mella tales pequeñeces.
Su aparición en los sitios donde va a vender es repentina y como espectral.
Estáis sentados a una mesa; de repente veis aproximarse una cosa oscura, y oís
una voz suave que os dice:
—¿Quiere usted cajetillas de superior tabaco? —No señora.
—Son buenas y muy baratas.
Calláis.
—Se pueden probar, insiste la colillera.
—No, gracias, no fumo.
En esta ocasión y en otras varias, la irritación que le produce la dificultad de la
venta, es causa de que la colillera se vaya por los cerros de Úbeda.
Porque así como todo claro horizonte tiene puntos negros, así la colillera carece
de una cualidad: la prudencia.
Si fuera prudente… ¡Quién sabe! Quizá hubiera llegado a reina constitucional.
Si oye decir a un hombre: no fumo, suele contestarle: usted disimule, no había
advertido que tiene usted facha de marica.
Pero cuando llega a su colmo la reprimida exasperación de la colillera es si algún
chusco, después de fumarse uno de los cigarros que ella le ha dado a prueba, dice con
sorna tirando la punta:
—No me gustan, señora.
Entonces le mira indignada, y agriando la voz le dice:
—Lo que a usted le gusta es fumar de gorra.
No obstante estos percances del oficio, la colillera vende. No se ha extinguido la
raza de los que en otro tiempo imponían dinero en las sociedades de crédito y
compraban acciones de minas y sortijas de diamantes de lance.
Estad seguros de que si hay algún tonto económico que fume, la colillera le
encontrará.
Y si alguno abriga el temor de que andando el tiempo, cuando ni los negros ni los
chinos quieran resignarse al penoso trabajo del cultivo del tabaco se extinga la planta,
deseche el recelo: la colillera venderá siempre una materia fumable envuelta en un

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papel y que haga humo.
Fumadores, la colillera vela por vosotros: ¡fumad en paz!

F. MORENO GODINO

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LA PEINADORA
Es uno de los tipos más curiosos y divertidos que pasean la villa coronada. Con su
vestido de lana, su pañolón y su manto en invierno, y su flotante falda, su sombrilla y
sus escarpines en verano, desde las nueve de la mañana está en la calle y va de casa
en casa lisando cabelleras, haciendo bandeaux, rellenando crepés, y poniendo trenzas
postizas a domicilio.
La peinadora recorre toda la escala social, desde la dama de mostrador o la
fondista, que desde muy temprano tienen que estar acicaladas, hasta la elegante
señora que abandona tarde las batistas de su voluptuoso lecho y entra en el tocador de
tres a cuatro; de manera que cuando llega a estas mansiones de la opulencia tiene
hecha su provisión de episodios, chistes y anécdotas galantes, que cuenta con
volubilidad para distraer el fastidio de sus abonadas predilectas, las cuales, mujeres,
en fin, son curiosas y se dignan dejar que asome a sus purpúreos labios desdeñosos
una sonrisa protectora que alienta la narración de aquella gacetilla ambulante, cuya
lengua se mueve con tanta rapidez como sus manos manejan el cepillo, la tenaza y los
peines de concha.
No hablemos de los polvos, tinturas y otros excesos que la química ha inventado
para prolongar la juventud, porque parecería poco galante; más la peinadora conoce
todos estos secretos, y los usa hábil y discretamente sin revelar nunca a una
parroquiana los misterios de la toilette de otra. Únicamente cuando entra algún galán
almibarado, uno de esos felices mortales que tienen el privilegio de ser recibidos en el
tocador, después, por supuesto, que la dama está aderezada, y oye que el hombre,
deslumbrado por la opulencia de una cabellera rubia o negra, magnetizado por la
atracción de una lánguida mirada azul u oscura, y trastornado con el penetrante aroma
de los cien perfumes, cuyas coquetas redomas cinceladas se esparcen todavía en
desorden sobre el mármol de la mesa guarnecida de seda y encajes, oye, digo, que sus
labios trémulos de emoción pronuncian, por ejemplo, estas frases: «Está usted hoy
hechicera; sus rizos son verdaderamente «espléndidos y de un brillo tan puro… La
naturaleza solamente tiene el poder de realizar tales prodigios…». La peinadora
entonces se sonríe maliciosamente mientras cepilla los peines y ayuda a la doncella a
colocar los frascos en su estuche. Ella conoce el misterio de aquellos encantos, y su
orgullo de artista reclama mentalmente una parte en la fascinación que producen y en
el culto que inspiran; pero el hombre, del todo absorto en la contemplación de la
diosa, no repara en las ninfas, no ve nada, y sus ardientosas miradas vagan inquietas
desde el ebúrneo seno descubierto hasta la moña azul de la chinela blanca que un
pliegue caprichoso del peinador permite siempre ver cuando el pié es chico; que
cuando no, ya se sabe, el pudor y la moral se oponen a que ojos indiscretos…
La peinadora toma su mantilla, la desdobla con garbo, se la pone en la cabeza, y
después de mirarse en el espejo, saluda y sale diciendo con voz argentina: Hasta
mañana.

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Da allí se va a otra parte, donde entra sonriendo con aire misterioso y los ojos
cargados de revelaciones. Va a peinar a una señorita.
Las niñas solteras acostumbran ocultar que tienen peinadora; sin duda no quieren
asustar a los futuros maridos con la perspectiva de este gasto, o tal vez comprenden
instintivamente que la apreciable artista puede convertirse fácilmente en mensajera de
amor, y adivinan que esta perspectiva es una de las fases del Minotauro y no debe
seducir a ningún predestinado. Ello es que cuantas veces sus admiradores se extasían
ante el primor de su tocado y lo celebran, ellas dicen: ¿Sí? ¿estoy bien? pues no sé
cómo; yo me peino sola…
Aquí es donde la peinadora hace sus confidencias, contando a la señorita, y aun a
su madre, todo cuanto sabe, porque está segura de que no han de hacerle traición.
—¿Qué trae usted? Su semblante está encendido y parece usted muy agitada.
—Nada, señorita, el deber de mi oficio es ver, oír y callar; pero a veces se ven
cosas que, vamos, como una aunque pobre es honrada…
—¿Qué?
—Pues, se subleva la conciencia. ¡Un marido tan bueno!…
—Diga usted, diga, exclaman la mamá y la niña a dúo; ya sabe que aquí somos
mudas.
—¡Ah! si todas las señoras fueran como ustedes; pero hay una desmoralización
que espanta.
—No, dice la mamá con voz grave y grande austeridad de gesto; delante de la
niña no diga usted cosas de esta especie. ¡Pobre ángel! Y mira enternecida a la
inocente hermosura, cuyos cabellos están ya destrenzados y caen en ondosa lluvia de
seda sobre un peinador blanco como la nieve.
—Sí, sí, mamá, que cuente; aquí nadie nos oye.
—Además que, después de todo, lo que yo he visto no tiene nada de particular; a
veces las apariencias…
—En fin, ¿qué ha sido ello?
—Nada; venía de peinar a la generala C… y cuando iba a entrar en el tocador,
tropecé en la puerta con el capitán S… que salía al mismo tiempo; un buen mozo, con
bigotes rubios retorcidos y un aire muy marcial.
La señorita se ha puesto como la grana y respira con dificultad; un furor mal
disimulado brilla en sus hermosos ojos, su madre lo nota y se apresura a intervenir
diciendo:
—Eso nada tiene de particular, Gertrudis ¿usted ignora que el Sr. S… es ayudante
del general?
—¡Su ayudante!… me lo pensé.
—Ahí lo tiene usted ya explicado. La peinadora, que había visto la turbación de
su señorita, no insiste más, concluye de alisar los bandeaux, hace tres sortijillas en la
frente, y se despide como siempre diciendo: Hasta mañana.
Mas después que ha cerrado la puerta, la niña deshecha en lágrimas se arroja al

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cuello de su mamá.
—¡Madre mía, madre mía! ¡Es un infame, me engaña, ama a otra, César no me
quiere, ya lo has oído!
—Cálmate, hija mía, no seas injusta; el general puede darle una orden para su
mujer, y el pobre chico ¿qué había de hacer más que cumplirla?
—¿Si? Bueno; pues por si acaso, ya verá esta noche en el teatro: no he de mirarle
una sola vez, y el domingo en casa de la marquesa no bailaré con él. ¡Monstruo!…
¡En el tocador de la generala!… ¡Una vieja!
—Eso no; la pasión te hace injusta; la generala tiene mi edad; unos treinta y…
—Cuarenta y…, mamá.
—¡Insolente! Vaya Y. a su cuarto y no salga de allí sin orden mía. Esta noche no
iremos al teatro.
La joven se retira de muy mal humor, y su madre murmura tristemente:
—¡Ah! Los hijos ¡qué ingratos! nos matan a disgustos. Todo esto y las amarguras
que luego pasaría el pobre capitán por la peinadora.
Otras veces sucede que riñen dos amigas porque una sabe que su marido va a casa
de la otra con frecuencia excesiva, y lo ha sabido por una indiscreción de la
peinadora.
Esta además suele ser concurrente asidua a los bailes de Capellanes, donde
acompaña calladamente alguna vez a una dama celosa que sigue los libertinos pasos
de su adorado tormento y quiere sorprenderle en flagrante delito de infidelidad.
La importancia social de la peinadora es tan grande, que hasta bodas ya
concertadas se desbaratan por ella.
Conozco un caso de estos ocurrido el invierno pasado. Amaba cierto joven a una
niña bella, y al parecer era correspondido por ésta, cuya familia lo sabía y daba
gustosa su consentimiento para e] enlace. La niña era rica, y el novio, aunque no
tanto, ocupaba una posición distinguida en el mundo; era elegante, estaba en moda, y
pasaba por haber tenido recientemente una cuantiosa herencia. No había hecho
variación ostensible en su tren de vida; pero, como antes gastaba ya mucho, a nadie le
extrañó, y su forzada modestia se tomó por un rasgo de buen gusto.
Cierto día que la familia congregada departía sobre la boda próxima y hacia en
coro un elogio pomposo del feliz mortal que iba a entrar en el gremio, llegó la
peinadora, y tomando la conversación donde la encontraba, se permitió decir:
—Ya, ya, buena suerte tiene usted, señorita. Haber cautivado a un hombre como
ése, tan inconstante, tan mimado por las mujeres…
—¿Le conoce usted?
—Ya lo creo; visita muchas casas donde yo peino y ¡sé cada historia suya!…
—Todo eso acabará en casándose conmigo, dijo vivamente la niña queriendo
evitar que las infidelidades de su novio fuesen pasto de la murmuración íntima y
manantial inagotable de broma.
—Naturalmente, ¡pues no faltaba más! Y era afortunado, porque sin ser rico, tenía

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muchas conquistas.
—No es pobre tampoco, dijo la novia algo picada.
—Mas bien…
—Está usted poco enterada, Gertrudis, insistió ella con orgullo; tiene seis mil
duros de renta.
—Señorita, ni dos mil; mire usted que yo le conozco bien.
—Es que últimamente heredó de una tía esa fortuna.
—¡Ah! Eso es diferente; yo no lo sabía. La artista en cabellos salió y fue a
embellecer la cabeza de otra hermosa, triste por el abandono del mismo seductor, a
quien se había visto en el caso de expedir sus pasaportes desterrándolo del reino de
sus amores, y la noble familia de la novia quedó deliberando acerca de la autenticidad
de la cifra a que ascendían las rentas del futuro, discurriendo medios de
comprobación.
—Bueno sería, observó la mamá con decisivo acento, que hecho el matrimonio
resultase que tu marido tenía menos de lo que hemos calculado. Es preciso
averiguarlo ahora que es tiempo todavía.
—¡Como que yo me voy a casar sin tener una seguridad!… exclamó la sensible
doncella haciendo un delicioso mohín de vanidosa suficiencia.
Un relámpago de satisfacción iluminó los ojos grises de la respetable mamá, a la
par que otra hija suya, de la escuela romántica, elevaba los suyos al cielo con
desolada y compasiva expresión.
Aquel mismo día se dio comisión a un respetable amigo de la casa, hombre muy
reservado y discreto, que en sus verdes mocedades hizo la corte a aquella madre
previsora, para tomar informes.
Pero éstos llegaron antes de lo que se pensaba. Al día siguiente la peinadora entró
muy triunfante y contó al cónclave femenino una conversación que había tenido con
la hermosa abandonada: su resumen era que el galán no había heredado nada de su
tía; que los seis mil duros de renta eran un mito.
Madre e hija se miraron consternadas, y la hermana romántica las contempló un
instante con expresión sardónica.
Siguióse un largo consejo de familia, y aquella tarde la novia estuvo de paseo
muy sería con su novio y más amable con otros adoradores que hacia tiempo no
miraba.
Por la noche el amigo de confianza confirmó la versión de la peinadora: había
preguntado diplomáticamente al mismo interesado, y éste con caballeresca franqueza
le confesó que era pobre, autorizándole para declararlo así donde le conviera.
Comprendiendo de dónde partía la investigación, prefirió la muerte de sus esperanzas
a realizarlas por medio de una mentira.
Pero tanta lealtad no podía quedar sin recompensa; y así la primera vez que el
joven vio a su novia ésta le trató con frialdad, rompió él con ella, y, a fuer de hombre
de mundo, tras breve angustia se quedó tan fresco, diciendo que había pasado sobre

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su corazón el cauterio de la ingratitud y por su mente la esponja de la vulgaridad,
cosas ambas que son remedio heroico a las grandes pasiones desgraciadas.
Tiempo después supo el secreto de esta intriga, y cuando otra aventura galante
puso en su camino a la peinadora, le mostró su agradecimiento dándole una cariñosa
palmada en la mejilla y en la mano dos escudos de oro para ayudar a su dote; porque
las peinadoras están sujetas a la común flaqueza de las hembras y se casan también
siempre que pueden.

ADOLFO MENTABERRY

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LA MUJER DEL FILÓSOFO
Dos causas determinan principalmente el carácter de las personas: o las
cualidades innatas, o las que nacen y se desarrollan en la naturaleza a consecuencia
de la educación y del trato. Son éstas las que por lo general enaltecen o rebajan el
alma de la mujer, que más flexible y movediza que su compañero en goces y
desdichas, cede prontamente a la influencia exterior, adopta las ideas y los
sentimientos que se le imponen, y concluye por no ser sino lo que el hombre quiere
que sea.
La mujer aislada, sobre todo en nuestro país, donde la emancipación de tan
privilegiado ser no ha pasado de los códigos de alguna asociación extravagante,
ofrece bien escasos tipos a la investigación del hombre observador y curioso.
Para explorar con fruto en la muchedumbre femenil es preciso considerar a la
mujer unida, formando ya la pareja social y siendo un reflejo de las locuras o de las
sublimidades del hombre. ¡Y qué singular aspecto ofrecen las cualidades de éste
pasando al través del carácter de su compañera, como pasa la luz descomponiéndose
y alterándose al través del cristal! Habréis visto muchas veces pasearse por la escena
del mundo al avaro, al hipócrita, al mentiroso y a otros muchos más o menos raros.
Todo esto es muy curioso; pero ¡cuánta mayor extrañeza no ofrecen tales y tan feos o
risibles vicios, si encarnados en el alma de un hombre se proyectan, digámoslo así,
como sombras, sobre el alma de una mujer sin contaminarla! Es de suponer que más
de una vez habréis fijado la atención con asombro en esos seres desdichados que el
mundo designa llamándoles la mujer del avaro, la mujer del hipócrita, pobres
hembras que en sí no son ni avaras ni hipócritas, pero que por vivir unidas a quien
posee cualquiera de aquellas fealdades morales, se distinguen de las demás de su sexo
y son una especialidad, como otras muchas marcadas desde el nacer con indeleble
sello. Son el marido mismo, imperfectamente reproducido; son un facsímile
incorrecto, una aberración fotográfica, un vislumbre, una caricatura si se quiere.
Estas consideraciones hemos hecho buscando entre la multitud de hembras de
todas clases que pueblan y regocijan el suelo de la católica España, una que se
distinguiera entre todas las de su sexo por un desmedido amor a los trabajos
especulativos; y, digámoslo en honor de la verdad, casi en honor suyo, no la hemos
encontrado. La filosofante no existe: este monstruo no ha sido abortado aún por la
sociedad, que sin duda, a pesar de la turbación de los tiempos, no ha encontrado
materiales para fundirla en la misma turquesa de donde salió hace medio siglo la
literata sentimental y hace treinta años la poetisa romántica.
Es cierto que hace poco ha aparecido una escrescencia informe, una aberración
que se llama la mujer socialista; y puede ser que las fuerzas generadoras de la
naturaleza hayan lanzado al mundo en este tipo un esbozo de la filosofante que ha de
venir, cuando Dios se fuere servido de fustigar con nuevos azotes éste tan apaleado
linaje a que pertenecemos.

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Pero sea lo que quiera, ello es que la mujer consagrada a las investigaciones de la
idea pura no existe, por lo menos entre nosotros. Aun no tenemos noticias de que
haya sido el terror de cualquier barrio de Madrid una kraussista, una hegeliana, una
cartesiana o una peripatética. El único ser que alguna semejanza pudiera tener con
las anteriores personalidades enteramente convencionales, es la mujer del filósofo, y a
tan desdichado cuan anómalo ejemplar de la rareza humana vamos a consagrar este
artículo.
Y aquí viene como anillo al dedo el nombrar a doña María de la Cruz Magallon y
Valtorres, mujer casada por lo religioso y lo civil (æclesia et republica) con uno de
los más estupendos sabios de estos tiempos: hombre que, a tantas y tantas calidades
propias de su inteligencia, añade las de ser bibliófilo, anticuario y rebuscador de
papeles viejos, con lo cual dicho se está que calienta una silla en cada uno de esos
panteones que se llaman Academias, y goza entre los doctos de un prestigio parecido
al que inspiraban aquellos antiguos oráculos tan ininteligibles como graves, y objeto
siempre de admiración ciega y supersticiosa.
Pues bien; el doctor X inspira a cuantos le rodean un sentimiento parecido a la
superstición, y la persona más fascinada es su consorte, que se considera puesta a
gran altura sobre las demás de su sexo por estar enlazada con varón tan por encima de
los otros mortales.
Este matrimonio vive modestamente, aunque sin estrechez, porque el lujo
chocarla de frente con los fueros de la filosofía, y la miseria es exclusivo don de
poetas y literatos, alcanzando rara vez a los académicos y a los árcades. No tienen
hijos, pues a nadie se esconde que los filósofos solo se reproducen de peras a higos y
en muy contadas ocasiones, por contener en sus naturalezas contemplativas la menor
cantidad posible de animal. Aquel hogar no se parece a hogar alguno, del mismo
modo que el filósofo no tiene punto de semejanza con ninguna otra curiosidad de la
creación.
Nos está vedado penetrar en ciertas interioridades del matrimonio; pero aun sin
necesidad de hacer exploraciones indiscretas, sabemos que el doctor X se consagra
noche y día a sus estudios, sumergiéndose en cuerpo y alma en el océano sin fondo de
la idea. En tan fatigosa tarea, el buen hombre se consume y adelgaza; el desarrollo
excesivo de sus facultades mentales impide en él todo otro desarrollo, y cada vez es
más espíritu y menos materia, según su gráfica expresión. El día no tiene bastantes
horas para su trabajo, ni la lámpara de la noche suficiente petróleo para alumbrar su
incesante lectura, escritura o meditación. Revuelve mil libros, hojea códices, saca
apuntes, escribe cuartillas, y se enflaquece, como si cada idea le sacara del cuerpo
una buena porción de su natural sustancia. Añádase a esto que es sobrio sobre toda
ponderación más en el beber que en el comer, y se comprenderá cómo el doctor X va
paso a paso encaminado a asimilar su naturaleza con la de un exprimido y enjuto
bacalao.
Y en tanto (¡oh falta de equilibrio!) doña María de la Cruz engorda más cada día,

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y rebosa salud por todos sus poros.
Pasa un año y otro, y la mujer del filósofo no tiene hijos a pesar de desearlos
ardientemente, aunque no sea más que uno que perpetúe las glorias de su padre. La
infeliz contempla el perenne afán de su esposo, advierte cómo se espiritualiza y
adelgaza el sabio entre los sabios, y cada día se aburre mas.
Este aburrimiento va creciendo y apoderándose de su espíritu. La mujer del
filósofo también tiene sus horas contemplativas y sus momentos de profunda
abstracción.
A su casa no van más que sabios, pero ¡qué sabios! académicos de todas las
corporaciones conocidas y algún discípulo con antiparras, amarillo como un códice y
desabrido como un sistema filosófico. Ninguno de estos seres saca a doña María de la
Cruz de su aburrimiento, así como tampoco el buen doctor X, que, cuando se
encuentra a solas con ella y en los breves momentos que le deja libre el trabajo, le
explica complicadas teorías sobre la naturaleza y el espíritu. Él tiene costumbre de
relacionar siempre el efecto con la causa en todos los accidentes de la vida, pero esto
no es entretenimiento para la melancólica esposa que cada día se aburre mas.
Y para que comprendas, lector amigo, la magnitud de SU hastío, añadiré algunas
noticias acerca de las relaciones de doña Cruz. Sus amigas son:
Doña Antonia Cazuelo de la Piedra, mujer del investigador de antigüedades
prehistóricas.
Doña Pepita Ariana de los Vedas, hija del profesor de sánscrito.
Doña Rebeca Talmud, hermana del hebraizante.
Doña Rosa de los Vientos, esposa del principal astrónomo del Observatorio.
Doña Margarita Romero y la Zarza, hermana del profesor de botánica.
En las casas de todas estas veneradas personas suele haber reuniones íntimas,
sobre las cuales los respectivos sabios que habitan allí proyectan triste y fatídica
sombra. En casa de los Cazuelo de la Piedra, el niño recita por las noches la
conjugación griega, para que la tertulia admire precocidad tan inverosímil. En casa
del profesor de sánscrito, Pepita hace minuciosa relación de la ceremonia del último
grado conferido en la Universidad, y pasa revista a las togas rojas, amarillas o azules
que exornaban tan interesante escena. En casa del hebraizante, su hermana no puede
eximirse de referir los triunfos académicos de aquél, el número de prólogos que lleva
escritos para apadrinar otros tantos libros, y la cantidad de ediciones de sus obras que
han hecho los libreros de Leipsique y Francfort. ¡Ciencia, ciencia por todas partes, en
casa y fuera de casa! Doña Cruz se aburre más cada día, y remedando a su esposo en
las aficiones contemplativas, busca consuelo en la soledad, y se extasía evocando
algún recuerdo de cosa ignorante, profana e iliteraria que endulce tan desabrida
existencia.
Con estas ideas doña Cruz se asoma al balcón de su casa y contempla con
arrobamiento la muchedumbre que va y viene, el vulgo alegre, movible, ajeno a las
abstracciones, y que no estudia, ni escribe, ni se consume día por día. Doña Cruz

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siente una admiración instintiva hacia todo lo que es ignorante, y aborrece aquella
perfección intelectual que distingue a su consorte de las demás curiosidades de la
creación.
Y sigue él adelgazando y consumiéndose, y ella echando carnes y reventando de
salud y lozanía. Pasan años y ningún hijo viene a hacer menos tristes y soporíferas las
horas de este matrimonio. Está escrito que el filósofo no ha de reproducirse, y que en
la tierra no ha de quedar un vástago para perpetuar las abstracciones del uno y los
tormentos de la otra. Ella, que se cree de una fecundidad prodigiosa, está destinada a
no ser madre. ¡Terrible privación! En vano su esposo le explica un día en que por
casualidad hablan de este asunto, la teoría de las Mónadas de Leibnitz. Ella no
entiende de mónadas, y llora la esterilidad de una unión formada por dos seres de tan
diversa naturaleza y espíritu.
Pero llega un momento en la vida de nuestra heroína, en el cual se para, piensa,
calcula y toma una resolución definitiva. Conviene hacer aquí una bifurcación, es
decir, considerar lo que haría la mujer del filósofo en dos casos distintos, según los
sentimientos y la educación que le supongamos.
Al llegar al apogeo del aburrimiento (y sabido es que la mujer puede hacer frente
al peligro y a la desgracia pero jamás al hastío), al llegar a ese instante supremo en
que es difícil aguantar más tiempo el peso de la cruz que se lleva a cuestas, la esposa
del doctor X puede seguir dos caminos: o llenarse de resignación y seguir adelante, o
cortar por lo sano y romper los lazos morales y sociales, volviendo la espalda a dos
cosas igualmente austeras, la moral y la ciencia.
Si la mujer del filósofo es una de esas naturalezas impresionables y nerviosas, de
fácil voluntad y dispuestas a dejarse arrastrar por cualquier arrebato de pasión o
despecho, entonces es probable que busque fuera de casa lo que en ella no ha podido
encontrar, y abandone para siempre la compañía de tan extraño ser. Incapaz de elevar
su espíritu a las regiones de lo absoluto, tira a lo vulgar, como la cabra al monte; no
comprende lo meritorio que sería unir hasta el fin su existencia a la de aquel buen
hombre tan superior por la inteligencia a los demás de su especie, y huye buscando
lejos del santo hogar de la ciencia las distracciones y los placeres que allí no existen.
No puede soportar el fastidio, cree que tiene derecho a la mitad de las horas y a la
mitad de la atención que su esposo consagra a abstrusas cavilaciones. Es orgullosa y
egoísta. La gloria no vale más que ella; todo lo quiere para sí; no comprende que
quepa en el hombre otro amor que el de la mujer, ni otro anhelo que el de contentarla.
Turbada, desalentada y ciega da el paso fatal y no vuelve más al buen camino.
Pero si por el contrarío la mujer del filósofo es persona que tiene alta idea del
deber y recta conciencia; si tiene en el fondo del alma esa fuerza incontrastable que
vence las momentáneas y seductoras alteraciones nerviosas; sí sabe sobreponer la voz
serena de su razón a la chillona algarabía de los sentidos que claman sin cesar en
momentos de turbación moral y de duda, entonces inclinará la cabeza respetando el
destino y las conveniencias sociales, y se encerrará en la triste vivienda, continuando

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en el desempeño de su fastidioso papel con cristiana resignación.
¡Y cuidado si es triste su casa! Allí ni un niño que juegue, ni un perro que ladre;
ningún extraño y disonante rumor ha de turbar el silencio profundo en que necesita
vivir la inteligencia del sabio. Algunas flores crecen tristes y descoloridas en un
balcón, esforzándose en alegrar aquel recinto. Los días son más largos allí dentro, y
las noches parece que no tienen fin. El tic-tac de un reloj está diciendo continuamente
los instantes de tristeza que trascurren, y allí la uniformidad es la vida, y el fastidio es
un sistema.
Entre tanto algo se ha de hacer para calmar la impaciencia y natural inquietud de
que la mujer del filósofo está poseída. Anhelando ejercitar las fuerzas de su espíritu
en alguna cosa, se hace mojigata, y ya la tenéis metida en el golfo de las más oscuras
abstracciones, casi lo mismo que su esposo. Pasa todos los días cuatro horas en la
iglesia comiéndose a Cristo por los pies, como vulgarmente y de un modo muy
gráfico se dice. Goza mucho contemplando la faz amarilla y charolada de éste y del
otro santo, y se entretiene en aquel inocente y soso comercio con las imágenes,
atiborrándose de letanías, rosarios, novenas, cuarenta horas y demás refrigerios
espirituales. Su marido entre tanto se guarda muy bien de cohibir tan inofensivo
pasatiempo, y como advierte que ella se va volviendo cada vez más austera, más
agria y sobre todo más impertinente, él por su parte se va encerrando más dentro de
su filosofía, como el galápago dentro de su concha. Se van reconcentrando uno y
otro, aislándose cada día más, viviendo dentro de sí con menosprecio y desgana de
todo lo que pasa al exterior.
Pero véase qué singular desequilibrio: él enflaquece más y más con sus libros, y
ella crece en gordura con sus santos. La disparidad aumenta. Hoy son más antitéticos
que ayer, y mañana más que hoy, porque el filósofo es cada día más filósofo y su
esposa cada día más mujer.
Así pasan los años y él se seca. El ejercicio de pensar consume la savia de su
cuerpo, como una llama el líquido que le da la vida. Aquella máquina se va a parar
fatigada de tanta faena, y el buen espíritu de nuestro doctor agita las alas
preparándose a partir para la región de donde quizás no debía nunca haber salido. En
una palabra, el filósofo se muere del modo más apacible y sencillo del mundo; inclina
la frente sobre el libro, contrae ligeramente los músculos de su rostro y espira. Su
mujer se le encuentra así cubierto de una aureola de gloría y mal alumbrado por la
débil llama de la lámpara, que se extingue también poco apoco por no vivir más que
su dueño.
¿Y qué siente doña Cruz en aquel supremo instante? La mojigatería produce
cierta insensibilidad; pero no es tanta la de la mujer del sabio que permanezca
indiferente ante la ascensión (así puede llamarse) de éste. Después de todo y a pesar
de su pena, a doña Cruz le parece que no se ha muerto nada en la casa. Un cuarto
vacío, un libro huérfano y la ciencia de luto, según la fórmula oficial publicada al día
siguiente en los periódicos.

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Doña Cruz lee con gozo mezclado de melancolía los elogios póstumos, las
gacetillas apologéticas, la ofrenda final de insípidos ditirambos que acompaña la
inhumación del filósofo. Aquel matrimonio ilógico se deshace; aquel lazo absurdo se
rompe; aquella pareja formada tan solo por lo convencional, y en ningún modo por la
naturaleza, se desbarata. La mujer del filósofo queda libre: pasan meses, y ¡cosa
singular! ya la compañía de los santos no le es tan agradable. La casa se anima; caras
alegres y voces sonoras sustituyen a la voz y a la cara del profesor de sanscristo y del
astrónomo del Observatorio. Doña Cruz sale y entra, va aquí y allí, se sonríe, y un
día… ¡cielos! se casa. Inútil es decir que su segundo esposo no es ningún filósofo ni
otro ser alguno que remotamente se le parezca. Es un señor de la curia, retirado a la
vida privada después de hacerse rico; hombre ignorante y vulgar si los hay en la
tierra. ¿Necesitaremos decir que doña Cruz tiene un chiquillo todos los años? No;
esto se supone.
Lector impresionable, no vayas a deducir de esta fabulilla, retrato, cuadro de
costumbres, o historia si quieres, que los filósofos no deban casarse. ¡Qué herejía!
Cásense enhorabuena; pero ya habrás observado más de una vez en cuantos apuros
domésticos se ven metidos los hombres demasiado sabios, demasiado estudiosos y
demasiado abstraídos. La inteligencia, lector amigo, también tiene su higiene, y si a
esto añades que ninguna mujer casada con filósofo seguirá fácilmente a su marido a
las regiones de la idea pura, puedes deducir la moraleja de este artículo.

B. PÉREZ GALDÓS

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LA CRÓNICA…

Sí, señores, la crónica… no precisamente escandalosa, pero poco menos: allí está;
aquélla es; Mariquita Indaga, o bien doña María, o simplemente María, que de todas
estas maneras habrán oído ustedes nombrarla por innumerables personas que la
conocen, y que, con mayor o menor intimidad, son admitidas en su ameno y
agradable trato.
Mariquita Indaga es un verdadero misterio, un enigma indescifrable, o por lo
menos todavía no descifrado. Parece soltera, algunos afirman que es casada, muchos
sostienen que es viuda; su edad se desconoce, su procedencia se ignora; solamente
saben de ella, los mejor enterados, que vive con desahogo, gracias a una renta que así
puede ser viudedad, como orfandad, como intereses de la Deuda; que viste con
elegancia y buen gusto, que frecuenta algunas reuniones de la aristocracia, y que se
deja ver a menudo en el teatro.
Y… ahí la tienen ustedes en ese palco bajo. No es hermosa en verdad, pero tiene
gracia; y muchas de las más lindas pollas recién salidas del colegio rinden un tributo
de admiración involuntaria, y juntamente da envidia, a la naturalidad de buen tono
con que mueve alternativamente los gemelos y el abanico, a ese aire de no afectada
distinción con que dirige, ora una sonrisa, ora una rápida mirada de inteligencia; al
desenfado honesto con que envía un saludo afectuoso al amigo que ve en las butacas,
y vuelve después para decir dos palabras al que está a §u lado en el palco.
Si la comparación, sobre ser demasiado vulgar, no pudiese parecer poco galante,
diríamos que María Indaga es una verdadera ardilla; ni un instante cesa en su
movimiento; la actividad de sus ojos vivos y penetrantes no puede ser descrita, ni aun
agotando las exageraciones todas de las poesías orientales: arriba y abajo, a derecha y
a izquierda, al escenario y al paraíso, a todas partes mira, todo lo escudriñan sus
gemelos investigadores, y cada nuevo descubrimiento motiva un comentario que
María comunica a la preciosa niña, rubia y de ojos azules, que la acompaña, y que
contesta siempre con una silenciosa sonrisa, o a cualquiera de los jóvenes que,
renovados constantemente, ocupan siempre el palco afortunado.

II

Mariquita Indaga, como todas las mujeres de cierta edad, desmerece mucho
cuando es observada desde cerca: fuerza es, sin embargo, confesar, para ser
imparciales, que el desmerecimiento se refiere exclusivamente a sus gracias físicas, y

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está compensado por lo chispeante y peregrino de su inimitable y encantadora charla.
Un amigo (no recuerdo su nombre ni hace al caso) me presentó a ella: cierto que
necesité rogarle repetidas veces y con grandes instancias: María me saludó con una
inclinación de cabeza, entornó con 'gracia sus párpados, y me tendió con elegante
cordialidad su diminuta mano. La presentación estaba aceptada, y desde aquel mismo
instante se estableció entre nosotros una buena amistad: amistad que desde entonces
acá no disminuye, pero no aumenta; se está como se estaba; hoy es tal cual fue el
primer día y tal cual será probablemente dentro de muchos años.
—Conozco el nombre de este caballero, dijo al joven que me presentaba, y tengo
de él excelentes noticias que me obligan a darme el parabién por contarle en el
número de mis amigos.
—Señora —dije yo verdaderamente sorprendido—, es para mí muy grato el saber
que mi nombre ha llegado hasta usted, bien que sienta de todo corazón que la realidad
haya de hacerme perder en su concepto: esto no obstante, y solo por la buena
intención, yo agradezco desde ahora tan lisonjeros informes a la persona que los haya
dado.
Esperaba yo que esto daría ocasión a que se me dijese cómo y por qué conducto
hablan llegado hasta María esos informes: no fue así.
Después he sabido, por diferentes experiencias, que María nada dice de lo que se
refiere a ella: en ésta, como en las demás ocasiones, solo habló de lo que se refería a
los demás.
Admitido en su trato, empezó desde luego a considerarme como de casa: me
señaló una silla, que ocupé con docilidad, y continuó la serie de sus curiosas
observaciones, interrumpida un momento por mi aparición en el palco.
—¡Ah! —exclamó de pronto volviendo la vista hacia la derecha y mirando y
hablando a un tiempo— allí está Rosario. ¡Y qué desmejorada está la pobre! Es
natural, el último disgusto ha sido terrible. La infeliz niña tiene la desgracia de perder
a su padre, a quien creíamos todos inmensamente rico, resultando después que solo
deja deudas, y Paco O’Ryan, con quien debía casarse antes de quince días, recoge su
palabra. ¡Oh! ha estado a la muerte la pobrecilla: más de un año hace que no se la
veía por ninguna parte. Me agradó de verla…; pero ¡calla! mire usted, mire usted, si
está haciendo señas al militar aquel… al que está en la fila segunda; vaya con
Rosario, le ha dado por el ramo de guerra; y él no es despreciable, buen mozo,
simpático y… toma, pues ya lo creo, como que es Manolito Sánchez, ¡Ay, Dios mío!
a buena parte ha ido a parar la infeliz Rosario, vade mal en peor, Paco O’Ryan era un
calculador, pero Manolito es un calavera perdido. Jugador, pendenciero… a disgustos
mató a Lola, su primara mujer.
Como los pormenores de aquella historia me interesaban poco, aproveché una
ocasión para retirarme.
Los ofrecimientos fueron breves y afectuosos: sin efusión, pero con franqueza.
Decididamente Mariquita Indaga es excelente para amiga, pensé, y convencido de

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ello resolví cultivar estas relaciones.

III

Tres años han trascurrido desde entonces: en esos tres años, ya lo he dicho, ni un
paso atrás ni un paso adelante he dado en su estimación ni en su confianza, por lo
menos ostensiblemente. En su casa los días de recepción —porque en otros nunca he
conseguido verla—; en el paseo, en los espectáculos, la he hallado igual siempre; la
misma sonrisa, idéntico agrado, conversación análoga, y la misma desenfadada
franqueza, que se aproxima, sin tocarlos nunca, a los límites del descoco.
Ella lo sabe todo; lo que no sabe lo presume, lo que no presume lo inventa, y sus
inventos y sus presunciones se convierten en realidades. Nada se oculta a su
perspicacia.
La próxima quiebra del banquero, el matrimonio en vísperas de efectuarse, el
divorcio intentado, la seducción lograda, la misteriosa aventura, el lujo no explicado,
la ruina de esta familia, el encumbramiento de la otra, todo lo explica, todo lo prevé y
todo lo anuncia tan precisa y tan exactamente como predice el astrónomo un eclipse
de luna.
Sus investigaciones, lo mismo que el amor de D. Juan Tenorio, recorren toda la
escala social.
Ninguna prueba la encuentra desprevenida, ninguna pregunta la sorprende,
ningún curioso la interroga que no sea satisfactoriamente contestado.
En algunas ocasiones, yo, que nada tengo de supersticioso, he llegado a sospechar
que Mariquita era el demonio en persona.
No puedo olvidar una noche en que, por una especie de apuesta hecha en son de
broma, pero con cierto empeño, recorrimos todos los palcos de un teatro, pasamos
después a recorrer las butacas, y principiamos a recorrer la galería (todo con los
gemelos por supuesto), y entonces nos dimos por vencidos, proclamando a Mariquita
Indaga la primera y acaso la única maestra en su arte.
—¿Quién es aquella niña rubia, decíamos, y por qué está triste?
—¿Cuál? ¡Ah! sí, ya la veo; es Pepita H.: está tísica, y aunque ella lo ignora, la
tristeza de los seres que la rodean la impresiona mucho. Pobre niña, sus padres
adoran en ella, y ella ha sido causa de que no se hayan separado; porque hubo hace
tres años un suceso… ya recordarán ustedes… se habló mucho de él en Madrid. La
madre ha sido siempre una mala cabeza; ya cuando soltera dio mucho que hablar con
un primo suyo que luego se ha casado en América.
—Y aquella morena de cabellera rizada, ¿quién es?
—¿Aquélla? Pues hombre, si todos la conocen; Concha N.; uno de los mejores
partidos de Madrid: por eso, observen ustedes que es el foco a donde convergen todos
los gemelos de la platea. Trabajo perdido. Ella está enamorada (pero cuenta con

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reservarlo, que esto nadie lo sabe) de un muchacho, pianista de muchas esperanzas,
que la da lecciones de música y… de amor. Los padres no saben nada, ni según las
trazas lo sabrán hasta que sea demasiado tarde para evitar el escándalo.
—¿Y sabe usted quién es esa niña que está sola en el palco del centro?
—¿Niña? me gusta, pues si es una señora de cerca de cuarenta años. ¡Milagros
del tocador! ¡Efecto de la distancia! Esa 63… Carolina L. en Madrid, Alexandrina en
París; su marido despacha Le Charivari y Le Petit Journal en un kiosko en la capital
de Francia; aquí ella consume las rentas del duque R.
—¿Y ésa? ¿Y aquélla? ¿Y la de más allá? ¿Y…
—Ésta es fulana, casada con mengano, hija de zutano y perengana, hace esto,
espéralo otro: la de más allá es viuda; la de más acá mal casada; aquélla está en la
luna de miel, él es rico, ella pobre, su abuelo se suicidó, su tío es millonario en el
Perú, un primo suyo es secretario de la embajada: aquélla es modista: la otra era
bailarina en Londres hace cinco meses: ésa fue actriz en Bruselas hace quince años:
ésta es novia de un jugador: la de enfrente mujer de un emigrado: la que está más
cerca es poetisa y ama en silencio a su cuñado: aquella de la izquierda pinta desde
que tuvo la desgracia de dejarse seducir por un pintor de escaso mérito: esa de la
última fila perdió a su esposo, y abandonó a sus hijos para vivir libremente con un
hombre que la explota.

Y la vida de cada una, y la genealogía de cada otra, y las salidas y las entradas de
todas, y las vicisitudes de sus vidas, y las alternativas de sus prósperas o adversas
fortunas, todo era relatado por Mariquita Indaga con exactitud y precisión, que
nuestros más minuciosos informes confirmaban.

IV

Ahora bien: ¿dónde, cuándo, de qué modo adquiría Mariquita tantos datos,
noticias tan curiosas y pormenores tan reservados?
Éste es su secreto.
Ella no falta ni en un ápice a las prescripciones del buen tono. Cumple con
exactitud escrupulosa hasta con los más insignificantes artículos del trato social: paga
visitas, felicita días, obsequia a quien debe obsequiar, recibe a quien debe recibir; ni
por olvido ni por distracción deja de poner en todos sus actos el refinamiento más
exquisito de las buenas formas.
En todas partes es bien recibida; de todas sus relaciones usa, sin permitirse abusar
de ninguna, y de este modo, aunque sin que yo conozca los medios, ha resuelto el
problema cuya solución buscan inútilmente y con tanto empeño todos los jefes de
policía: saber todo lo que ocultan los demás, sin que los demás sepan ni aun lo que
ella no oculta.

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Degeneraciones de este tipo son algunos otros menos distinguidos y sobre todo
menos elevados.
La comadre chismosa, la portera entrometida, la desocupada de pueblo, la
solterona de provincia, personajes son que tienen con Mariquita Indaga ciertas
relaciones de analogía; pero ni llegan en sus pobres y pequeñas averiguaciones a la
exactitud admirable de mi amiga, ni llevan su esfera de acción más allá de la
determinada por los vecinos de un trozo de calle, o por las familias más conocidas de
una población de tercer orden.
De éstas es prudente huir, porque enojan, hastían, y sobre todo, dan informes
equivocados, que casi siempre la envidia, el despecho o los celos inspiran.
De Mariquita Indaga es conveniente ser amigo, porque sus noticias, acabadas
siempre y perfectas, imparciales en la mayor parte de los casos, ya que casi nunca
trata a las personas cuya historia refiere, pueden ser de provecho y de utilidad suma
en ocasiones graves de nuestra vida.
Si el Estado sostiene a costa de grandes sacrificios pecuniarios una policía que
pocas veces vale para algo, ¿por qué la sociedad no había de recompensar a las
crónicas vivientes que casi siempre sirven para mucho?

A. SÁNCHEZ PÉREZ

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LAS COMADRES POLÍTICAS
No me cabe duda, la revolución se ha consumado: ya estamos todos metidos en la
danza: las comadres se han hecho políticas.
Yo también creía, lo mismo que usted, señor leyente, que las comadres
ejercitaban sus facultades nada más que fiscalizando los actos domésticos de sus
respectivos parientes y vecinos…
Es decir, yo sabía además, y usted también, que solían merodear por el campo de
la medicina, y no ignoraba que en tiempo del ambo y terno, a más de ocupar algunos
ocios en formar cábalas, después que las tenían hechas, pedían devotamente a Dios
que tuviera la bondad de dejar todas sus ocupaciones y se sirviese colocar las bolitas
de la lotería en tal disposición, que salieran premiados los números que ellas jugaban.
Pero lo que yo no vi en mucho tiempo y he visto ahora patente, es que las
comadres, apoderadas de los asuntos políticos, lavan, retuercen, secan, repasan y
aplanchan todos los problemas que la gobernación de los Estados entraña, y mírelas y
óigalas usted, y se persuadirá de que no comienzan a tientas ni proceden vacilantes
como los utopistas recién nacidos a la vida pública, sino que se estrenan rajantes con
audaces afirmaciones, y desde la noción más sencilla se encaraman de un salto a la
síntesis más trascendental y compleja.
Después de lo que he visto en ellas, y examinados ciertos caracteres que son a
todas comunes, me atrevo a asegurar que las comadres políticas constituyen una clase
de la sociedad española; son un elemento activo y eficaz de nuestra existencia como
nación, y no me causaría la menor sorpresa el verlas organizarse en gremio, tomar
actitud de beligerantes, y reclamar voz y voto en la resolución de todas las materias.
Yo tengo para mí que las comadres se creían digna y suficientemente
representadas por aquella señora que no ha mucho se sentaba en el trono de Fernando
el Santo y Fernando VII, y en virtud de esto se contentaban con la propaganda de los
remedios empíricos y el examen del estado económico de todo bicho viviente,
instituyendo sobre cuanto malgastaba el inquilino de la bohardilla y cuanto
escatimaba el del cuarto principal.
Esto en mí concepto lo hacían por pelotones reunidos al acaso; pero hoy,
huérfanas de representación tradicional y legítima, o creyéndolo así, hacen como la
España de 1808, es decir: constituyen una especie de consejo supremo y llaman a sí
todos los asuntos nacionales.
El modo de ser de la clase de comadres, tan espontáneo y oportuno como todo lo
que procede directe et inmediate de la sabia naturaleza, causa profunda admiración,
porque es perfectamente armónico y se manifiesta por iguales medios en todas las
provincias españolas. Donde hay seis comadres políticas hay una sola opinión; donde
hay seiscientas, una opinión sola.
Si veis alguna mujer que no esté de acuerdo con ellas, ésa podrá ser política o
politicona; pero no es comadre.

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La unanimidad de pareceres no es un progreso en las comadres; digámoslo en su
elogio: éste fue don con que siempre fueron favorecidas por el cielo, y es sabido que
desde que hubo comadres en el mundo, todas estuvieron de acuerdo en que el
cangrejo era colorado y andaba hacia atrás; en que la hormiga sabía labrar almacenes
subterráneos y los llenaba de provisiones durante el verano para consumirlas durante
el invierno, y en que el cisne antes de morir convertía su graznido en voz agradable y
se cantaba a sí mismo un De profundis delicioso.
Pero sí bien esa unanimidad no es un progreso en las comadres, bueno es saber y
asentar que es prenda que no han perdido al penetrar en la esfera política.
Al pié de las escalerillas, en las galerías de las casas de vecindad, a la puerta de
las iglesias, en las tiendas de modas, en las fuentes públicas, en los mercados,
alrededor del brasero, podéis oír formuladas en concisos aforismos las opiniones de
esa derrengada y respetable clase.
Dicen algunos que no nos entendemos; que hay planteado un problema social
pavoroso y sin medio de solución presentido; enmudece en momentos solemnes la
voz del hombre sesuda, que se abisma en las más recónditas profundidades
científicas…
Entre tanto, si pudierais oír a todas las comadres juntas, porción numerosísima de
españolas, que acaso considerasteis ajenas de todo punto a la enmarañada ciencia
política en particular y a todas las demás en general, las oiríais gloriarse de poseer el
mejor tino y acierto para resolver todas y cada una de las partes del problema, y en un
periquete os revelarían lo pasado, lo presente y lo porvenir de todas las instituciones.
Yo he oído a muchas, que equivale a decir que las he oído a todas.
Para las comadres lo pasado es lo mejor, lo presente es lo peor, y lo porvenir será
lo pasado.
La comadre es lógica y progresiva a su modo.
Bello ideal de las comadres antes que hubiera frailes: nada de innovaciones; no
debe haber frailes.
Bello ideal de las comadres hoy: nada de lo innovado; deberían volver los frailes.
Aforismos invariables de las comadres:
Sobre el sistema métrico: Esto no puede durar.
Sobre todo ministerio nuevo: Esto no puede durar.
Sobre el matrimonio civil donde es reciente: Esto no puede durar.
Aspiraciones de la comadre en materia de gobierno: Uno que dé palos.
No importa que todos los gobiernos, cual por una cosa, cual por otra, hayan
apaleado a toda la parentela de la comadre: no importa. Ella, firme en sus opiniones,
quiere que se den palos.
Cualidad extraordinaria de la comadre: El espíritu de adivinación.
No hay una que no haya adivinado cien sucesos en su vida.
A propósito del éxito más inesperado de cualquier acontecimiento político, la
oiréis decir: Apenas vi que sucedía tal cosa, ya me figuré lo que iba a resultar, y ¡ya

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ve usted! no me engañaba.
Y esto lo afirman ellas con un tono de convicción tan profundo, que no podéis
menos de pensar ¡aun hay candor en la tierra!
Digo y repito que no hay dolencia de la patria que a curar no se comprometan, ni
conflicto que no resuelvan, ni nudo que no desaten.
Tiene la comadre una fe inquebrantable en sí misma.
A veces en dos horas no ha podido conseguir que su chico se lave la cara, y
hablando de política exclama:
—¡Ah, si yo mandara! No se reirían de mí.
Y asomada a la ventana del patio, en coloquio, político también, con la vecina,
olvida que se le está quemando el guisado, y dice sentenciosa:
—Nada, señora Micaela, nada, créame usted todo anda mal, porque en España
nadie cumple con su obligación.
Y esta verdad soltada al aire del patio y comprobada prácticamente en las
hornillas, creo que baste para dar idea del buen sentido de las comadres.
Es tan espontáneo en las comadres el ser políticas, que ni siquiera saben que lo
sean: así como el verdadero elegante lo es sin saberlo y el verdadero sabio nunca tal
llega a creerse.
De ahí el que esas comadres no puedan sufrir que las mujeres hablen de política.
Una comadre pasará una hora tratando de demostrar que antiguamente las cosas
iban mejor; se esforzará en probar que los sentimientos humanitarios para abolir la
pena de muerte, no deben mostrarlos primero los legisladores ilustrados, sino los
asesinos indoctos; afirmará que la república es imposible; no vacilará en asegurar que
la libertad de la plebe es funesta; pero si una contertulia emite un parecer contrario al
suyo, a los cinco minutos ya dice que las mujeres no deben ocuparse en cosas
políticas.
Y dice lo que siente; porque para ella, pedir que el gobierno apalee, y que se dé
garrote a medio mundo, y que se trastornen todas las instituciones, no es hablar de
política, es soltar el freno a la lengua, abandonarse a su propensión natural, como
nada el pez y como vuela el pájaro.
Las comadres no quieren bien a los hombres que hablan de política, si no hablan
de política con ellas.
Aviso a los amantes de toda hija de comadre: Para congraciarse con la futura
suegra, el mejor medio es facilitarle que hable de política, no interrumpirla, y fingirse
persuadido por ella.
Indudablemente dirá o pensará: Es un chico bastante simpático.
Frases que toda comadre repite cien veces al año:
«¿La Internacional? ¡Cuatro locos, señora, cuatro locos!».
«Yo le aseguro a usted que me gustaría poderle decir cuatro cosas a ese señor
Castelar; que oiría lo que quizá no haya oído nunca. Yo se lo aseguro a usted».
«A mi padre, que era un señor de mucha experiencia, siempre le oí decir lo

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mismo: los hombres solo se meten en política para medrar».
«En otro tiempo no había guerras».
«Desengáñese usted y antiguamente no se oía hablar de robos».
Pero es que todas, todas dicen lo mismo, sin habérselo oído unas a otras; que es lo
grande.
La joven que pasa años y años oyendo siempre repetir las mismas sandeces y las
cree, es un castigo que la Providencia va preparando para el infeliz mortal que con
ella se case; porque ésa es comadre antes que esposa, antes que novia; primero
comadrea que ama, y sería espantoso ver la deformidad intelectual de mil pobres
niñas de bonito exterior, cuyas madres, con tal de tenerlas siempre al lado, las
condenan a no oír nunca una idea razonable.
Las comadres protestan siempre de su desprecio a la hez del pueblo, a la canalla.
Les repugna a todas igualmente que se las pueda confundir con gente de poco
más o menos.
La comadre, entiéndase bien, toda comadre desearla que la sociedad se dividiera
en dos clases, a lo menos, y cree {aunque sea hija de cordelero o de bodegonero) que
hecha la división, la tocarla a ella estar en los privilegiados.
No sé si se explica el como podría suceder así; pero me consta que lo cree.
No puede ver a los nobles modernos: se ríe de ellos; pero venera
extraordinariamente a los fundadores de las antiguas casas nobles, perdonándoles el
que fuesen modernos entonces.
Habladle de un rey que en tiempos remotos concediese alguna extraordinaria
distinción a un plebeyo de su tierra, y regocijada se deshará en elogios de aquel rey.
Habladle de algún plebeyo que en nuestros días haya obtenido una cruz u otro
distintivo semejante, y la veréis escandalizarse y exclamar que todo se prostituye hoy
día; que no se hacen más que disparates, y «¡miren qué condecorado! ¡Qué bien le
estará la cruz con las alpargatas! ¡Ni sabe leer siquiera!
Porque la comadre es tal, que si usted, le dijese que Carlomagno no sabía leer, le
llamarla a usted embustero y quizá le arañarla.
Se lo advierto a usted para que no se lo diga nunca.
Si un día le dice usted que circula poco dinero, exclamará en seguida:
—¡Oh! en otro tiempo todo iba bien, todo el mundo ganaba muchísimo dinero;
los hombres solo se ocupaban en sus negocios y se vivía en la abundancia.
Si al otro día le dice usted que se van a emprender grandes obras, prepárese usted
para oírle decir:
—Hoy todo anda mal porque los hombres no piensan más que en negocios; antes
no había ese afán de dinero; había moralidad; hoy nadie piensa más que en vivir en la
abundancia.
La comadre es susceptible de grande entusiasmo. Por ejemplo: le explicará a
usted con tranquila satisfacción que en otro tiempo había en tal sitio unas casuchas
muy feas y lóbregas formando calles peligrosas; pero que un gobierno paternal las

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demolió, dejando allí una hermosa plaza rodeada de hermosos edificios.
Pero si un día el municipio trata de derribar otras casuchas feas y lóbregas y
convertir en hermosa plaza un sitio peligroso, levántase la comadrería enérgicamente,
y cuellierguida y trémula de histérico, protesta, chilla a riesgo de ahogarse, anuncia la
entronización de la barbarie, y abomina de la piqueta… demoledora, que es el
adjetivo inseparable de piqueta cuando habla una comadre.
La actual revolución podrá ser más o menos fecunda; de su programa podrá
quedar más o menos residuo en las instituciones; pero es indudable que nos ha
revelado por completo a la comadre política, y por éste solo hecho nos dejará a todos
agradecidos.
¿Subsistirá tanto como la presente civilización la comadre política?
¿Desaparecerá fugazmente como la senaduría hereditaria y el imperio de
Maximiliano?
No nos atrevemos a afirmar cosa alguna sobre tan incierto punto; pero nos parece
imposible que la naturaleza, al reunir los componentes de un organismo tan
complicado como el de la comadre política, se haya propuesto darle vida efímera.
Hemos dicho antes que la manifestación de la comadre en el sentido político era
reciente; pero debemos advertir que, en concepto nuestro y de personas más
entendidas que nosotros, hace años que se tenían barruntos de su existencia e influjo.
Un discreto comentador de Espronceda asienta que cuando el poeta dijo:

Turba de viejas que ha mandado y manda,

no quiso dar a entender que fueran materialmente mujeres cargadas de años los
que, con casaca bordada y sombrero con plumas, proclamaban las resoluciones regias
desde las respectivas tribunas de las dos Cámaras, sino que aquellos ministros vivían
y ejercían inspirados por el espíritu que anima a las comadres políticas.
Interpretación que no rechazo y arroja gran claridad sobre el oscuro pasaje del
poema.
Esto solo bastaría para demostrar que las comadres políticas odiaron siempre lo
demagógico y son firme baluarte contra toda utopía.
No las veréis jamás contaminadas por el ansia de innovar que desde el principio
del mundo lo trastorna todo; y es seguro que si hubiesen existido a par del caos,
habrían suplicado al Criador que no hiciera la luz, temerosas de pasarlo mal fuera de
las tinieblas.
Ésta es la más sobresaliente cualidad de nuestro tipo. Esencialmente conservador,
desdeña y combate lo presente, sin incurrir en contradicción alguna, porque cree que
lo presente es una fortuita desviación, y que lo permanente es lo pasado, a que
pertenece en cuerpo y alma.
Cuando se habla de hombres ilustres de otro tiempo, a todos se los figura con
abultado vientre, altos y corpulentos, en el vigor de la edad, sobrios y gruesos, sabios

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y religiosos.
Profesa la opinión de que hoy día todo está corrompido menos ella y su esposo (si
éste se deja gobernar por ella); y si el esposo es empleado y su jefe le favorece,
exceptúa también al jefe de la nota de inmoralidad que hace pesar sobre todas las
generaciones vivientes. En lo cual muestra ser agradecida.
El elogio más cumplido que podemos hacer de la comadre política consiste en
asegurar que siempre estuvo de acuerdo con los hombres eminentes que procuraron,
aunque con mala fortuna, afirmar el orden y labrar la felicidad de la patria sin oír el
parecer de nadie.
Los ministros constitucionales que durante treinta años han regido a España, no
pueden alabarse de haber ideado ni practicado nada que mil veces no haya constituido
los programas de gobierno que prevalecen en las tertulias de esas señoras.
No me extrañará, no, el verlas organizarse un día formando una liga que a modo
de la antifilibustera y antiinternacional se presente a pretender la gobernación del
Estado.
Y si llega semejante caso, es muy posible que, por no oirías (yo a lo menos no me
opondría), se les permita hacer un ensayo, y veamos realizado en parte el
pensamiento de Picón en su Isla de San Balandrán.
Porque como ellas se empeñen y se amotinen por lograrlo… ¿quién resiste a su
garrulería, a sus tenaces vociferaciones; quién se atreve a ametrallarlas?…
Yo no, ni español alguno.
Quedarán entonces muchos calcetines sin remendar; faltarán muchos botones en
las camisas; pero el espíritu tradicional cobrará vigor nuevo y los hombres podrán
entregarse un poco al descanso: no mucho, un par de días.
Lo que tienen de hombruno las comadres políticas parece que lo adquiere su sexo
siempre que los varones se afeminan. De modo que tal vez dentro de pocos años la
organización oficial de aquéllas sea un hecho consumado.
¡Yo te saludo, futuro gremio de comadres! Ya que no pueda llamarte gentil ni
sandunguero, te reconozco y acato por representante de todos los siglos que ya
pasaron y también del siglo presente cuando sea pretérito.
Yo confieso y declaro que no recibes inspiraciones de los políticos mejor
intencionados, sino que en ti se inspiran ellos cuando se resisten heroicamente a que
detrás del lunes venga el martes y detrás de julio agosto.
Discute sin empacho, teoriza sin temor, absuelve y condena según te plazca; y
sobre todo prolonga tu existencia entre nosotros, que te haremos siempre justicia.
Te prometemos que a cada afirmación de ministro conservador, levantaremos la
voz para reivindicar tu derecho, diciendo:
¡Así opinan las comadres!
Tú eres la musa; tuya es la gloria.

ROBERTO ROBERT

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LA CELOSA

(BOCETO)

Entre los terribles males que proporciona al hombre (y entiéndase que al decir
hombre quiero designar al hombre y a la mujer); entre los terribles males, repito, que
proporciona al hombre esa funesta imposibilidad de estar solo, origen y raíz de todas
las calamidades que aquejan a nuestra especie, según la opinión de La Bruyère,
descuella la pasión de los celos, que ha inmortalizado a Otelo y al tío Macaco. No
sabré deciros, ni hay necesidad de que os lo diga, lectoras desocupadísimas, cuál es la
intensidad de esa pasión, cuáles sus efectos, cuáles sus causas; empero como vosotras
y yo tenemos mucho tiempo que perder, podemos entretenernos en disertar acerca de
este asunto, que, bien considerado, es de los más importantes que se ofrecen a la
consideración del filósofo, del literato y del presbítero.
Si yo tuviera a mano uno de esos libros en que se hallan coleccionados los
pensamientos, máximas, anécdotas, chascarrillos, preceptos y refranes referentes al
amor, las mujeres, y todo lo que de estas cosas se deriva, que han discurrido y
pensado los autores antiguos y modernos, no dejaría de incluir en esta parte de mi
articulo algunas docenas de los que se refieren a los celos, punto y objeto de mi
disertación; más como no tengo ese libro, he de abstenerme de mostrar mi erudición
en letras sagradas y profanas. Ignorante y todo, como soy, no desconfío de salir airoso
de mi empresa, si mi audacia y la benevolencia de mis lectoras me ayudan en ella.
Nacen los celos del amor; más no solamente del amor del hombre a la mujer y
viceversa, sino de todo amor de las personas hacia las cosas, y de los animales hacia
los individuos masculinos o femeninos de su especie. No describiré con rasgos
virgilianos los celos del toro, ni robaré a Dickens los colores de su paleta para pintar
los del perro, ni tomaré a Lope por modelo para describir los del gato, ni me inspiraré
en Toussenel para hablar de los del pájaro, porque supongo al lector convencido de la
existencia de los celos en los animales expresados y en las condicionas necesarias
para hacer por sí mismo las observaciones conducentes a llevar el convencimiento a
su ánimo, si ya su ánimo no estuviera convencido de la verdad de mi afirmación.
Tiene celos el propietario de una capa, del individuo desarrapado y grotesco que
dirige a aquella prenda una mirada codiciosa en noche fría y lugar despoblado;
tiénelos el conservador, del comunista; el elector, del diputado; el pueblo, del
monarca; el cura, del liberal: celos engendrados por el amor a la capa, al monopolio,
a los honores, a la libertad y a la prebenda. Ello es cierto que estos celos, originados
por el afecto de las personas a las cosas, no son tan intensos, tan violentos, tan
impetuosos, tan vehementes ni tan dignos de consideración como los producidos por
el amor de las personas entre si. Los celos verdaderos, legítimos, auténticos, son los

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que resultan del cariño que hombres y mujeres se profesan.
Cuando dos que bien se quieren (como dice la copla) se declaran mutuamente su
sentir, no existe entre ambos el menor asomo de celos. La expansión del alma en
aquellos momentos no permite pensar en otra cosa que en amar, en abstraerse en la
contemplación de la persona querida, en gozar de la posesión de lo que durante largo
tiempo fue objeto constante de nuestro deseo. Después el amor entra, como todas las
cosas, en el período normal, adquiere carácter de costumbre, se convierte en
ocupación diaria, muy agradable, muy dulce, pero diaria y ocupación. Entonces
vienen los celos a romper la monotonía del cuadro, a darle animación y vida;
entonces sí que el amor es amor. Los celos son al amor lo que las espinas a la rosa; no
nos avenimos a concebir el uno sin la compañía de los otros.

Perdóneme la lectora las anteriores vulgares reflexiones, y ayúdeme con su


benevolencia a emprender la difícil y ardua y en mal hora por mí comenzada empresa
de describir la mujer celosa.
De la celosa puede decirse lo que del poeta: nascitur. La celosa nace. La primer
idea que concibió su infantil inteligencia, contenía, siquiera en germen, la pasión de
los celos que más tarde había de desarrollarse y crecer al calor de las influencias
exteriores e internas, hasta constituir el carácter, el modo de ser, el distintivo
particular de la individua que es objeto de estos desaliñados apuntes. Cuando niña,
tenía celos de todas las niñas y de todas las mujeres y de todos los hombres, y hasta
del perro y del gato y del loro y del canario. En el paseo, en visita, en todas partes,
mostraba el afán de ser la preferida, la sola agasajada, mimada y acariciada. Si alguna
vez, jugando al corro o a la limon en la plaza de Oriente, oía decir a cualquier
espectador o espectadora, refiriéndose a otra niña: «¡Qué niña tan hermosa!» o «¡qué
niña tan amable!» o «¡qué niña tan bien vestida!» salía furiosa del corro o suspendía
en aquel punto el juego para ocultar su semblante en el regazo de la niñera que la
acompañaba. Cierto día arañó a ésta por celos de un buen mozo, cabo segundo de
coraceros del Rey, a quien la joven doméstica acababa de dar una ligera, aunque
ostensible, muestra de cariño.
Para evitar a la niña los disgustos consiguientes, emplearon sus padres el medio
de no elogiar en su presencia a ninguna persona, ni animal irracional, ni cosa mueble
o inmueble; de suerte que la pobre criatura fue formando un concepto en extremo
desfavorable de todo lo que la rodeaba, y se consideró muy luego como emblema de
perfección y único ser digno de amor, consideración y respeto.
La niña comenzó a ser mujer, y como es natural, comenzaron a declarársela los
pollos y aun algún que otro gallo. La celosa, acostumbrada a desconfiar hasta de su
sombra, fue dando calabazas a todos sus amantes, y hubiera tardado mucho tiempo en
tener novio a no haberla decidido a ello el ejemplo de sus compañeras, alguna de las
cuales contaba con uno para cada día de la semana.
Ser novio de niña celosa es el oficio más maldito del mundo, como diría

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Quevedo. Son achaques generales de los amores juveniles escribir billetes, pasear
aceras, abrigar esquinas, hacer telégrafos, oler ventanillos, sufrir desdenes, sobornar
porteras, huir de padres y tutores, aguantar vientos, lluvias y escarchas y llevar micos;
más todos estos inconvenientes son nada en comparación de los que asedian al que
mantiene relaciones amorosas con una niña atacada de la manía de los celos. Para ese
desventurado el amor viene a ser una verdadera batalla: amar es lo mismo que estar
de monos. Y no hay necesidad de que yo explique lo que estas monadas significan.
El amante de la niña celosa ha de ser un esclavo entregado en cuerpo, lo mismo
que en alma, a los caprichos de la celosa que le favorece con su cariño. El pobre ha
de permanecer constantemente en la calle, frente al balcón de su adorada, por si ésta
tiene el capricho de asomarse; ha de estar siempre en el descansillo de la escalera
pronto a recibir cualquier orden que su dueña y señora tenga a bien comunicarle; ha
de acompañar a su novia a misa, sea cualquiera la religión que profese; al teatro, a
paseo (detrás, a razonable distancia, como un lacayo), a las reuniones, a los bailes, a
San Sebastián, a Biarritz o a Getafe, o a donde su adorada veranee, si veranea su
adorada.
Está el muchacho plantado en la opuesta acera, retratándose en su rostro el
aburrimiento propio de la situación, cuando la celosa asoma su faz por entre las
cortinillas. Alza el desventurado la cabeza y envía a su amada una sonrisa triste. La
celosa le mira, corre la cortina y se oculta en un rincón de su estancia para derramar
abundantes lágrimas. «¡No me ama! dice. ¡Se aburre esperándome! ¡No se alegra al
verme! ¡Me vende! ¡Me engaña! ¡Ama a otra!». Y no sale de su error hasta que el
pobre muchacho, a fuerza de ayunos, penitencias y cilicios, la persuade de su
constancia inquebrantable y de su amor ardiente e infinito. Si en vez de mostrar
tristeza y aburrimiento el infeliz amante, muestra alegría, contento y regocijo, el
efecto es el mismo: los amantes se ponen de monos. ¿A qué insistir en este punto?
Para la celosa todo sirve de pretexto a los celos; el aire, la tierra, el agua, el fuego,
Dios y sus santos, las cuatro virtudes cardinales y los mandamientos de la Iglesia, el
verano, la primavera, el día, la noche, los animales y las plantas; de todo saca
pretexto para heautontimorumenizarse (palabra nueva).
Por eso la celosa de quien más arriba hice mención no halló durante el breve
espacio de su juventud un novio capaz de resistir sus impertinencias, y por su afán de
ser amada con un amor imposible en este mundo material y relativo, quedó, como se
dice, para vestir imágenes, entrando en el gremio de las solteronas, que tiene por
divisa el lasciate ogni speranza, voi che intrate, del Alighieri. No se ha enmendado
por esto la buena señora, y continúa, a pesar de todos los desengaños recibidos,
haciendo sufrir a todas las personas con quienes trata las consecuencias de su carácter
celoso. Por eso en la casa de pupilos, donde reina y gobierna, no permite que ninguno
de los huéspedes ande en amoríos ni reciba visitas femeniles. Donde está doña
Dolores (que así se llama) no levanta el gallo ninguna otra mujer: verdad es que doña
Dolores no permitirá que ninguna traspase los umbrales de su hospitalaria morada. El

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huésped predilecto de doña Dolores es un sexagenario enjuto y mal encarado que no
habla de las mujeres sino para decir pestes de todas ellas. Está separado de su esposa
por… incompatibilidad de carácter, si mal no recuerdo.
Doña Dolores tuvo celos en su infancia de todas sus compañeras y de todas las
personas que la rodeaban; en su juventud se desesperó pensando que todas las
jóvenes aspiraban a arrebatarla el amor de su novio; en la edad madura tiene celos de
todas las mujeres en general y de las patronas de huéspedes en particular.
Después de tratar de la celosa soltera, voy a decir algunas palabras respecto a la
celosa casada, y en vez de meterme en filosofías que a nada sino a fastidiar al lector
conducen, referiré en estilo mondo y lirondo lo que sé con respecto al asunto.
Yo conozco a una doña Vicenta, capaz de dar quince y raya a todas las celosas de
la tierra y de los demás planetas habitados. Es tal, que todos los maridos, víctimas de
los celos de sus mujeres, acuden a casa de doña Vicenta a buscar en el espectáculo del
mal ajeno algún lenitivo al propio dolor. Doña Vicenta no cruza jamás la palabra con
ninguna mujer, ha reñido con todas sus amigas, y con la ferocidad y descompostura
de su semblante aleja de su camino a cuantas individuas halla al paso. Doña Vicenta
no vé, ni oye, ni respira, ni come, ni bebe, ni dice cosa que no sea celos, celos y celos;
ocúpase constantemente en espiar a su marido, y atenta al desempeño de esta que
juzga obligación imprescindible, descuida los quehaceres domésticos. No descuida,
empero, doña Vicenta la guarda de su conyugal fidelidad, anteponiéndola a todo lo
criado, como muchas otras mujeres que cifran todos sus deberes en el desempeño de
uno solo, frecuentemente el que menos trabajo cuesta cumplir. El pobre Álvarez (que
así llama doña Vicenta al incauto personaje que cometió la indiscreción de darla ante
el ara mano y palabra de esposo); el pobre Álvarez, decimos, comprende que le
cuesta demasiado cara la castidad de su consorte; pero sea por la escasez que se
observa de esa preciosa cualidad en este viejo mundo, sea por otro cualquier motivo
que no hemos de averiguar, es el caso que Álvarez soporta pacientemente el yugo de
su celosa mitad y acepta las amarguras que ésta le proporciona, como indispensable
compensación de la felicidad que halla en la posesión absoluta de doña Vicenta, a
quien, si bien considera como autora de sus padecimientos, mira igualmente como
muralla inexpugnable ante la cual se estrellan los dardos acerados de la seducción.
Doña Vicenta pasaría de buen grado sin criada; pero como es preciso que
mientras ella cela y vigila a su esposo alguien se encargue de encender lumbre, y
poner el puchero, y fregar los platos, y barrer la casa, la buena señora no puede
prescindir de tener una doméstica que se ocupe en todos estos pormenores. Obligada
por esta razón a admitir faldas en su domicilio, elige siempre criadas feas, horribles,
viejas endemoniadas, inverosímiles. Doña Vicenta se ha creado un tipo de fealdad, al
que es fuerza pertenezcan las individuas que hayan de servir en su casa; lo cual no
impide que doña Vicenta desconfíe de todas ellas y las considere cual huries
celestiales que conspiran contra su paz doméstica, poniendo cerco al débil y mal
seguro amor conyugal del desgraciado Álvarez.

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Por eso antes sufrirá doña Vicenta el mayor suplicio qué consentir que Álvarez se
quede en casa acompañado del monstruo que les sirve, ni que el susodicho monstruo
penetre en el cuarto de Álvarez cuando Álvarez está encerrado en su cuarto, ni que
tenga el monstruo relación de ninguna clase con nuestro amigo Álvarez. Doña
Vicenta tiene muy mala opinión de su marido; le cree enamorado, galanteador,
seductor, calavera; y si bien no tiene una exagerada opinión de las cualidades
personales de su esposo, le cree dotado de ese encanto misterioso que atrae y seduce;
de ese quid que sabe conquistarse el afecto del sexo bello. Verdad es que doña
Vicenta tiene peor opinión de las mujeres que de Álvarez, y si juzga a este aficionado
a las faldas en demasía, piensa que todas las hembras son livianas, ligeras, coquetas y
amigas de belenes, galanteos y aventuras non sanctas. Por eso teme que la buena
disposición de su esposo hacia el fruto prohibido, unido a la pecaminosa inclinación
del fruto, han de dar al traste con la paz de su hogar si no previene con energía las
fatales consecuencias que la libertad de su marido habría de producir.
En casa de doña Vicenta, doña Vicenta es la dueña del dinero. Álvarez recibe
todas las tardes dos reales en plata de manos de su esposa; reales cuya honesta
inversión ha de justificar, entregando a su esposa tres o cuatro terrones de azúcar de
pilón y cuatro cuartos, o dos cuartos y una caja de cerillas. Doña Vicenta entrega a su
esposo una cajetilla de Canet al mismo tiempo que los dos reales, y si pudiera hasta le
abonaría en el café, pagando ella por adelantado: tal es la escama de la buena mujer.
Álvarez sin dinero la parece excesivamente peligroso: con que ¿qué sería si a su
propensión natural hacia el bello sexo se uniera la posibilidad de satisfacer esas
necesidades accesorias del amor que se traducen en dinero contante y sonante?
Como los celos de doña Vicenta vencen y dominan a la razón fría y severa, y no
hay nada que los acalle y amortigüe, todas las precauciones de que llevo hecha
mención, y otras que me callo, le parecen insuficientes. Álvarez, viejo y feo, y sin
dinero, que es lo más grave, le parece tan propio para caer en las redes de la
seducción, que doña Vicenta no se muestra satisfecha de sus grandes precauciones y
toma otras mayores aun. ¿Quién sino doña Vicenta se acerca casi todos los días al
portero de la oficina donde ejerce Álvarez su empleo? ¿Quién sino ella, cubierto el
rostro con espeso velo, se acerca al susodicho portero, entablando con él un breve y
animado diálogo?
—¿El Sr. Álvarez, está? dice doña Vicenta con voz trémula.
—Creo que sí, contesta el portero.
—Vaya usted a ver.
—¿Qué recado le llevo?
—Ningún recado. Vea usted si está, y vuelva usted a decírmelo.
—Pero ¿qué le digo?
—No le diga usted nada. Solo quiero saber si está.
—Entonces no voy, contesta el portero arrellanándose en su sillón y empuñando
la badila del brasero.

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—Es que soy… su esposa, replica doña Vicenta llena de ira e impaciencia.
—¡Ya! exclama el portero. Voy, señora, voy.
Y en efecto, va, y vuelve diciendo que Álvarez está en la oficina y que lee la
Gaceta en aquel momento, o que trabaja en algún expediente.
Y doña Vicenta con mirada escrutadora observa el semblante del portero, y
procura adivinar en las inflexiones de la voz de éste si es o no cierto lo que asegura.
Otras veces doña Vicenta, para sorprender a su marido, le dice al regresar éste a
su casa (a las cuatro y cuarto de la tarde, ni antes ni después) de vuelta de la oficina:
—Mira, Álvarez, ahí ha estado una señora a preguntar por ti.
—¿Señora? exclama Álvarez asombrado. Yo no conozco a ninguna señora. Será
una equivocación.
Y esto lo dice con tal candor, que doña Vicenta no puede menos de comprender la
inocencia de su esposo.
No hay para qué decir que la venida de la señora ha sido una invención ingeniosa
de doña Vicenta «para sacar de mentira verdad».
Otras muchas particularidades pudiera añadir respecto a la vida y milagros de este
matrimonio; pero mi natural discreción sujeta mi pluma y sella mis labios. No diré ni
escribiré, por tanto, nada que tenga la relación más remota con cierto cuartito
sotabanco de la calle de Jardines, alquilado a nombre de Rosa Menéndez, costurera, y
en el cual pasa dos horas, plus minusve, todos los días un individuo parecido por
detrás al marido de doña Vicenta. Si esta señora llegase a saberlo, sería capaz de
atormentar doblemente al inofensivo Álvarez.
Y no terminaré este boceto sin trascribir esta sentencia, o cosa así, que acabo de
encontrar en un papel viejo:
«Los celos indiscretos de la mujer no producen por lo regular otro efecto que
hacer al marido inconstante. Una señora discreta, a quien dijeron que su marido
cortejaba a muchas mujeres hermosas, respondió:
»—Poco me importa que mi marido pasee su corazón todo el día, con tal que a la
noche me le traiga a casa».

PEDRO AVIAL

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LA MUJER SIN TACHA

La experiencia había enseñado a Pantaleón Prudente que la mayor calamidad para


un hombre de bien era casarse con una mujer perfecta. Pantaleón vive, y aun casi nos
atrevemos a asegurar que es tan inmortal como Aquiles, exceptuando el talón, y no
tenemos la menor duda de que al leer este artículo derramará abundantes lágrimas de
gratitud, exclamando con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Benditas sean las manos
del que lo ha escrito!».
Pantaleón conoció a Soledad en el Pardo. Ambos a dos hijos de Madrid, tenían la
costumbre de acudir alegres y gozosos a coger bellotas el día de San Eugenio.
Pantaleón vio a Soledad sentada a la sombra de una encina, con el delantal lleno
de ese fruto que tanto engorda a la familia sin desperdicios del compañero de San
Antón.
—Me gusta esta muchacha, se dijo partiendo una bellota entre colmillo y
colmillo.
Y dirigiéndole una de esas miradas que son un poema de amor, se comunicó entre
Pantaleón y Soledad ese fluido dulcísimo del corazón que brota por las pupilas,
estableciéndose el lenguaje expresivo del alma con el vocabulario, sin palabras, de
los ojos.
Difícilmente en el universo existe una gente más campechana que los hijos de
Madrid, y que con más facilidad contraiga amistades cuando se encuentra en el
campo.
Pantaleón bailó unas seguidillas con Soledad, le compró panecillos del santo, y al
regresar aquella tarde a la corte le declaró su amor junto a la Puerta de Hierro.
Tres meses después, convencidos de que hablan nacido el uno para el otro, un
cura los casó en latín, y comenzó la vida feliz del matrimonio.

II

El matrimonio es una comedia cuyos entreactos muchas veces se convierten en


lazo corredizo que estrangula la felicidad. En este caso, si el mártir es el marido, la
mayor desgracia que puede acontecerle es tener lo que en el lenguaje familiar se
llama una mujer perfecta, porque no tiene más que dos caminos escabrosos y
desagradables ambos: o buscarle un amante a su mujer, o pegarse un tiro. Esto tiene
algo de inmoral, pero en cambio es gráfico, verdadero hasta dejarlo de sobra.
¡Ah! se nos olvidaba decir que Pantaleón era un modesto empleado de Hacienda.

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Sus jefes le llamaban el Suizo por su exactitud, y sus compañeros Job por su
paciencia; aborrecía las plumas de acero, dando la preferencia a las de ganso, y
gastaba manguitos de percalina negra para conservar las mangas de la levita.
Pantaleón no tenía color político, pero siempre que caía algún ministerio perdía el
color de la cara temiendo quedarse cesante. Sin embargo, su exactitud de cronómetro
y su honradez de cuákero le sacaban incólume de todos los frecuentes cambios
ministeriales.
Cuando algún compañero le preguntaba: «Pantaleón, ¿qué hay de política?».
Pantaleón, dejando asomar una sonrisa indefinible a sus labios, respondía
encogiéndose de hombros: «No sé nada».
Siempre que en la oficina se hablaba de mujeres, de aventuras galantes, de
conquistas amorosas, Pantaleón decía:
—Yo no puedo tomar parte en esta cuestión, no conozco a otra mujer que la mía.
Éste era el tipo, hombre-máquina movido por la rueda motora del deber y de la
exactitud. Pantaleón, cosa inverosímil, llegó a copiar los expedientes sin leerlos.
En cuanto a Soledad, ¡oh! Soledad era una mujer sin tacha, un gran modelo de
honradez del hogar doméstico, una Lucrecia de sotabanco, no tenía precio, y por eso
sin duda Pantaleón no tenía voz ni voto en la casa; porque cuando la mujer es
perfecta, ¿qué le queda al marido?
El tipo de Soledad era verdaderamente severo: labios delgados y unidos como una
línea, cejas arqueadas, mirada serena, frente modesta, rostro ovalado, dientes blancos
y color sano; era, en fin, una de esas mujeres que, siendo bonitas, muy pocas veces se
atreven los hombres a decirlas: «Me gusta usted».
Soledad se levantaba una hora antes que su marido, le llevaba el chocolate a la
cama, le cepillaba la ropa, le planchaba el sombrero al día siguiente de haber llovido,
le registraba los bolsillos, y no le permitía nunca que llevara más de ocho cuartos en
el del chaleco, y seis cigarrillos de papel en la petaca.
Ante estas muestras de amor conyugal, Pantaleón solía decirse:
—Mi mujer no tiene precio; pero…
Este pero con puntos suspensivos era un poema sin palabras que decía mucho;
decía tanto, que no podía decir mas.
Soledad, escudada con sus bellas cualidades morales, se había convertido en el
tirano de la casa; era un Dionisio de Siracusa, sin pelo de barba, y vestido con un traje
de percal.
Pantaleón no podía romper un plato sin verse amenazado de un disgusto
doméstico, que son los que más abruman al hombre a quien le gusta vivir dentro de la
legalidad del matrimonio.
Cuando Pantaleón tenía que pedirle algo a su mujer, sentía escalofríos en todo el
cuerpo, y su frente se llenaba de gruesas y frías gotas de sudor. Sabía de antemano
que le diría que no.
El no era un monosílabo que estaba siempre en los labios de Soledad, el estribillo

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favorito, el punto final que ponía a todas las cuestiones domésticas: una especie de
necesidad suspendida siempre de la punta de la lengua.
—Querida Soledad, yo quisiera decirte una cosa.
—Siempre será una tontería: di lo que quieras.
—Pues has de saber que en la oficina ha entrado un auxiliar…
—Y a mí, ¿qué?
—Joven muy simpático.
—Y a mí, ¿qué?
—Y muy guapo.
—¡Bah! Todos los hombres del mundo están demás para mí, exceptuando mi
marido.
—Sí, ya lo sé, mujer; ya lo sé.
—¿Lo dices en tono de broma?
—No, mujer.
—Es que ni con un candil encontrarás en todo Madrid una mujer como yo; tenlo
entendido.
—¡Oh! lo que es eso, contestaba Pantaleón sonriéndose…
—Soy honrada, y no ha sido poca ganga la tuya tropezar conmigo, en estos
tiempos en que a los hombres se les da tantas veces gato por liebre.
—¡Oh, quién lo duda! añadía Pantaleón mirando de reojo la puerta, como si
deseara poner término con la ausencia a la escena íntima que tenía lugar.
—Es que a mí lo mismo me importa que lo dudes que que lo creas; soy franca y
me gusta el pan, pan, y el vino, vino; pero ya se vé, en este mundo, a las mujeres
como yo, que son de exclusiva propiedad de sus maridos, se nos desatiende y se nos
trata como a esclavas, mientras que a otras picaras que tienen cada mes un amante, y
se van a donde Dios sabe mientras su marido está en la oficina, se las tienen muchas
consideraciones, se las mima, se las lleva en volandas; pero es sabido que en este
mundo todas las…
Aquí Pantaleón colocaba siempre cariñosamente la mano derecha sobre la boca
de su mujer, sin duda por no dejarle concluir la palabra, y sonriéndose como un
conejo después de verse libre de los dientes del galgo, se marchaba a la oficina
diciéndose para su capote:
—¡Qué mujer la mía! Es una Lucrecia, pero…
Por la tarde, cuando regresaba a casa, solía comprar cuatro cuartos de caramelos;
porque sabido es que a las mujeres nunca les amargan los dulces, y entrando muy
satisfecho en su sotabanco se los presenta a Soledad, esperando encontrar el oportuno
agradecimiento.
Pero ¡ay! aquellos caramelos eran siempre para Pantaleón amargos como el
acíbar: Soledad al verlos ponía el hocico apretado, practicaba un estremecimiento
nervioso en la punta de la nariz, que era el síntoma infalible de una tempestad
doméstica.

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—¡Hola! ¡Caramelos! ¿Y quién te hadado estos caramelos, hijo mío? exclamaba
Soledad fijando en su marido una mirada que le cogía por el cogote como un ratón
cogido por unas tenazas.
—Los he comprado para ti, contestaba Pantaleón con una voz dulce, cariñosa,
llena de ternura.
—¡Para mí! ¿eh? No hay como ser hombre; ellos sí que son dichosos; ellos
pueden tenerlo todo, comprarlo todo, disfrutar de todo; pero nosotras, ¡pobres
mujeres! Nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino, y cuando nos ven
indignadas, como nos creen tontas, nos traen un dulcecito para que callemos.
¡Infames! ¡Hipócritas! ¡Tunantes! Si todas fueran como yo, el mejor quemado.
En estos casos, Pantaleón, aturdido como una golondrina que recibe un cañazo en
la cabeza, daba vueltas por la habitación procurando calmar a su esposa y diciéndose
para sí mismo:
—¡Qué mujer la mía! Es una verdadera romana del buen tiempo, pero…
Soledad, escudada con la perfección de sus condiciones morales, encontraba
siempre un motivo para reñir a su marido; era en ella un vicio de la sangre, una
segunda naturaleza.
Si al pobre Pantaleón se le ocurría rasurarse el rostro una vez más de lo
acostumbrado a la semana, Soledad, mientras su marido se encontraba con la navaja
en la mano delante del espejo, daba vueltas en derredor suyo como la pantera que se
dispone a lanzarse sobre la presa.
De repente se cuadraba delante de su marido, y poniendo una carita que hacia
temblar a Pantaleón desde la punta del cabello hasta la planta de los pies, le decía con
un retintín casero de primera fuerza:
—Mucho te afeitas, mucho te cuidas el rostro; ¿tienes por ahí algún dolor de
caleza?
Pantaleón, con grave riesgo de degollarse, procuraba tranquilizar a su mujer,
haciéndole mil protestas de amor y fidelidad, diciéndose al mismo tiempo para su
sayo:
—¡Cuánto me ama! No hay en el mundo dos mujeres como la mía, pero…
Otras veces Pantaleón olvidaba el aseo de su persona con el objeto de no infundir
celos a su mujer, a fin de que reinara la paz conyugal en el hogar doméstico.
Pero Soledad era una mujer perfecta y se hallaba en abierta oposición contra las
imperfecciones de su marido.
—Sí, eso es, le decía, te dejas la barba; como ya me has atrapado, te importa poco
cuidar de tu persona. ¡Ah! bien se conoce que tú sabes hasta dónde llega mi honradez,
mi virtud, y me miras con desprecio porque tienes la seguridad de que no he de faltar
nunca al sagrado juramento que hice al pié del altar.
Pantaleón exhalaba un suspiro, y cogiendo los chismes lleno de mansedumbre se
afeitaba el rostro y se ponía unas gotas de agua de Colonia en el pañuelo.
Pero ¡ay! el fragante perfume del agua de Colonia se convertía poco después en

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un terrible entreacto de la comedia del matrimonio, porque Soledad al registrar los
bolsillos de su marido por la mañana olía el pañuelo y comenzaba un nuevo catálogo
de recriminaciones.
Pantaleón no podía saludar a una vecina, no podía tener amigos; era un hombre,
en fin, a quien su mujer le había robado la fuerza de voluntad.
¿Pero cómo enfadarse con ella, cuando había tenido la inmensa fortuna de casarse
con una mujer perfecta?
Pantaleón un día al abandonar su casa después de una de sus frecuentes luchas
domésticas, en la que siempre representaba el papel de víctima, tuvo un gran
pensamiento, un pensamiento sublime, piramidal: buscarle un querido a su mujer.
Esta idea inmoral llenó de alegría el corazón del marido, y la esperanza, esa bella flor
del alma, brotó en su pecho, de que aún podían brillar para él días de paz y ventura.
Aquella misma noche confió su pensamiento a un cesante que vivía en la
boardilla de su misma casa. El cesante aceptó, le declaró su amor a Soledad, y ¡oh
desgracia increíble! Soledad, que era una mujer perfecta y que tenía el no siempre en
la punta de la lengua, dio unas calabazas de marca mayor al pretendiente.
Pantaleón, al saber el mal éxito de su empresa, exclamó entre triste y gozoso:
—¡Qué mujer la mía! Ni doña Aldonza Coronel, ni la casta Susana, ni la
pudorosa Rhut se avergonzarían al verse comparadas con ella, pero…
Estos peros se fueron indigestando en el estómago de Pantaleón. Su vida era un
continuo sobresalto, un disgusto interminable.
Muchas veces la quería echar de hombre fuerte, de amo de casa; tuvo hasta
pensamiento de romperle un hueso a su mujer; pero ¡cómo, Dios mío! ¡Si era tan
perfecta!
Pantaleón, viendo que se prolongaban los amargos entreactos de la comedia del
matrimonio, estudió profunda y filosóficamente su situación, y se convenció de que
no le quedaban más que dos caminos: o ser injusto con su mujer, o apelar a la fuga;
buscar en otro hemisferio la libertad perdida, la paz de su intranquilo espíritu, y es
indudable que optó por esto, aunque no tenemos datos fidedignos para asegurarlo.
Solo diremos que una mañana amaneció un cartel pegado en todas las esquinas de
Madrid.
Hemos tenido la curiosidad de copiar este cartel sin otro objeto de enterar de él a
nuestras queridas suscritoras, porque siendo apasionados del bello sexo, creemos que
no les será del todo inútil tener una copia en su casa. El cartel decía así:

¡¡¡ALTO!!!
SOLTERONES

No os caséis nunca con una mujer perfecta, porque es la mayor calamidad que
puede caberle a un hombre de bien: escuchad mi voz, que es el eco de la experiencia,
y aprended de memoria las preguntas y respuestas que a continuación consigna el

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marido más desgraciado de la mujer más perfecta.
Pregunta. —¿Qué es una mujer perfecta?
Respuesta. —Un ángel de la tierra que habla, come, bebe y duerme, etc., etc., y
reúne todas las perfecciones del cuerpo y del alma.
P. —¿Se encuentra ese bello ideal en la tierra de los hombres?
R. —Muy raras veces.
P. —¿Por qué dicen entonces las mujeres con tanta frecuencia que son perfectas?
R. —Porque la mujer es un ser sensible, espiritual y débil que abusa del adjetivo
perfecto, como abusa de su misma debilidad, porque sabe que es la gran palanca para
mover a su antojo a los hombres.
P. —¿No basta a una mujer para ser perfecta ser honrada?
R. —No.
P. —¿Y ser hacendosa?
R. —No.
P. —¿Y ser limpia?
R. —No.
P. —¿Y ser bonita?
R. —No.
P. —¿En qué consiste, pues, la perfección de la mujer?
R. —En ser bonita, dulce, cariñosa, modesta, condescendiente, humilde, amante,
sencilla, candorosa, honrada, madre de familia, y otras dos mil cosas más que no
enumero por no ser molesto.
P. —¿Y cómo puede conseguirse que una mujer atesore en su alma todas esas
bellas perfecciones?
R. —Educándola desde el primer día del matrimonio, para que convierta en un
paraíso el hogar doméstico y en un nido de amor el lecho nupcial.
P. —¿Y si ella no se deja educar?
R. —Entonces sigue mi ejemplo; coge la espada de Alejandro, y corta el nudo
gordiano.

EPÍLOGO

¿Qué fue de Pantaleón? ¿Qué fue de Soledad, la mujer más perfecta que convirtió
en un infierno el hogar doméstico? Nosotros nada podemos decir, ignoramos la
última palabra que pronunció el matrimonio que nos ocupa; pero quizá nuestros
lectores habrán encontrado por ahí alguna vez a Soledad y a Pantaleón, bajo distintos
nombres y con diversa forma, paseándose cogidos del brazo por las calles de Madrid
con la sonrisa en los labios, y el hastío, el malestar y la melancolía en el corazón.
Pero ¿qué podemos hacer nosotros, criaturas imperfectas, para corregir los vicios
de la sociedad? Nada, absolutamente nada: dejar que ruede la bola, y decir bajo, muy

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bajo, muy bajito, que lo peor del mundo han sido, son y serán los hombres y las
mujeres.

ENRIQUE PÉREZ ESCRICH

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LA FEA
Si yo dijera que todas las lectoras de este libro son prodigios de hermosura, sería
un adulador, y nunca me dio por ahí, y así estoy yo de medrado. Lectoras tendrá este
libro que serán feítas, sin poderlo remediar, y fuera una falta de consideración no
dedicarles un artículo, y no cantar sus alabanzas, que muchas feas hay dignas de ser
alabadas, no por mí, que no paso de ser un feo, más feo que ellas, sino por el mismo
Apolo.
No se asusten, pues, las feas creyendo que voy a decir pestes de ellas: no, señoras,
no tengo esas malas intenciones; ni se ufanen tampoco las bonitas, porque este
artículo no va con ellas, que si ellas tienen la ventaja de ser bonitas, feas hay que son
hermosísimas, y con una hermosura mucho más duradera que la de las hermosas, por
más que yo tenga la debilidad crónica de gustar mucho más de las hermosas que de
las feas, siquier sean aquellas unos diablillos tentadores, capaces de volver loco al
hombre más grave y pacífico.
Pero no porque a mí me gusten las bonitas dejo de conocer que las feas pueden
ser, y son, ángeles de bondad y de pureza, por todo extremo dignas de la más
profunda admiración; y algunos maridos habrá por esos mundos que cualquier cosa
darían porque sus mujeres hubieran sido feas, lo cual habría proporcionado a los
pobres la ventaja de vivir siempre en paz; porque a las feas, por punto general, no las
persiguen mucho los buscadores de gangas y burladores de maridos, bien que se dan
casos de hombres que por todo atropellan, y aun a las feas se atreven.

***

Cuando voy yo a una reunión y veo una fea sentada en segundo término, mirando
con la sonrisa en los labios las parejas que bailan, o hablan, o se miran, mi sensible
corazón me lleva al momento al lado de la pobre fea abandonada.
Aquella pobre mujer sufre, indudablemente sufre, y es un deber de todo hombre
bien nacido socorrer al que sufre, consolar al triste.
La fea me recibe muy bien; se la vé hacer esfuerzos por dibujar en sus labios una
sonrisa más expresiva, y lo haría si aquellos dientes, que se le salen de la boca, no se
lo impidieran, y en sus ojos brilla cierta satisfacción, cierto orgullo: sus ojos dicen
claramente su agradecimiento. Empieza nuestra conversación, y en verdad les digo a
ustedes que he encontrado yo feas con quienes se habla muy a gusto largas horas. La
fea es muy observadora, vé todo lo que se vé y lo que no se vé, profundiza hasta lo
más hondo del corazón ajeno y nada se le escapa, ningún pensamiento, ningún
sentimiento. Ella adivina por qué está distraída y preocupada aquella hermosa dama,
señora de un brigadier exento de servicio; a quién persigue, no al brigadier, sino a la
brigadiera, un ayudante de campo, no exento como el brigadier, célebre por sus
aventuras amorosas y su osadía temeraria; ella vé claramente los celos que devoran a

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aquella rubia espiritual que va a casarse con un calaverón deshecho; ella adivina el
tremendo batacazo que va a dar aquel banquero arruinado por una primera bailarina y
cinco o seis segundas y terceras; ella, en fin, puede hacer la historia de todos aquellos
seres, felices en la apariencia, que representan en la sociedad diversos papeles,
logrando engañar a todos, menos a aquella fea tan modesta, tan risueña, tan a la
buena de Dios.
Una fea así le encanta a usted toda la noche, y maldita la gana que le da a uno de
bailar unos lanceros con aquella esbelta joven de cabeza griega, con unos ojos
capaces de encender el casi extinguido fuego en un corazón de sesenta o setenta años,
ni de llevar del brazo al buffet a aquella jamona que enseña unos hombros, y algo
más, de admirable contorno e irreprochable blancura, ni de probar fortuna jugando
una vaca con el brigadier exento, que tiene una suerte loca, y todas las noches se lleva
los bolsillos rebosando napoleones. A todo esto es preferible la conversación con la
fea, conversación chispeante, filosófica, a las veces amarga, pero siempre discreta,
amena, interesante. Dice las cosas de una manera tan sencilla, con tanta oportunidad,
con tanta inocencia, que no parece que haya en ella intención ni malicia; y sin
embargo, nada hay tan malicioso, tan intencionado, tan alevoso, si así puede decirse,
como lo que dice la fea de las demás.
Líbrenos Dios de incurrir en el desagrado de una de esas feas implacables.
Procuremos, por el contrario, ganar su confianza, captarnos su simpatía, y será
entonces nuestra más íntima y dulce amiga.

***

Otro tipo de fea se encuentra frecuentemente: la fea rebelde a su destino, que no


puede disimular lo que le pesa haber nacido fea, y que tiene declarada la guerra a
todas las que no lo son. No es esta fea, como la otra, discreta, amable, tierna: es
imprudente, hosca, dura: no aborrece solo a las mujeres, aborrece también a los
hombres, y «¡Jesús! dice; los hombres… para quemarlos». ¡Qué más quisiera ella que
poder quemarlos!… Para esta mujer no hay amor desinteresado, no hay felicidad en
el matrimonio, no hay matrimonio bien avenido, no hay mujer que quiera a su marido
ni marido que no se la pegue a su mujer. Anda siempre husmeando vidas ajenas, y es
la trompeta del escándalo con singular fruición; pero todo lo hace ruda,
violentamente, sin escrúpulos. Cuenta lo que sabe y lo que no sabe lo inventa, y así
entretiene su mal humor y divierte sus ocios forzosos de fea de solemnidad.
No confesará ella que ningún hombre le ha gustado alguna vez —y sin embargo,
¡le gustan tantos!— no negará ella que fulanita, pongo por caso, es muy bella; pero…
los peros de esta fea son terribles… Si confiesa que es bella fulanita, a renglón
seguido le sacará a relucir sinndmero de faltas o defectos que afeen verdaderamente a
la que ella misma llama hermosa, y se quedará tan satisfecha de que ha hecho el
elogio de fulanita.

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Si esta fea es rica, que suele serlo en justa compensación, se deja solicitar por
todos los que tengan ese mal gusto; que siempre hay hombres que pretenden a una
mujer que tiene dinero, aunque sea, pongo por caso, más fiera que la leona del Retiro,
y entre todos elije, cauta, astuta, con alevosía y ensañamiento, a aquél en quien
sorprende cualidades más a propósito para ser ella quien le domine y le maneje, y le
traiga y le lleve, y le haga su esclavo fiel y sumiso. Por eso habrán ustedes advertido
que el marido de una fea es siempre un infeliz a quien su mujer llevarla al pilón si se
le antojase. Ella quiere hacer ver que una fea tiene tanto… ¡qué tanto! más poder que
la más hermosa para sujetar y domar a un hombre, y todo su placer es que se diga
hablando de su marido: «Pero ¿cómo está ese hombre tan chochito con su mujer?…
Por fuerza tiene un encanto especial que no tienen las demás mujeres». Ella se lo ha
buscado obediente, pusilánime, infeliz; en una palabra, para hacer de él lo que se le
ocurra, para llevarle siempre consigo, para hacerse ver con un buen mozo al lado —
porque una fea no se casa con un feo—, para humillar a tantas mujeres bonitas que
andan por ahí sin marido y casi sin esperanzas de tenerlo.

***

La fea compuesta es atroz, dicho sea sin ofender a nadie: es una fea que tiene
gusto especial en ser más fea de lo que es realmente.
¿Han visto ustedes cosa más fea que una fea compuesta, con el traje
exageradamente a la moda, adornada de los colores más vivos y rabiosos, llena de
pelos postizos la cabeza, y con la cara embadurnada, revocada, estucada y hecha
propiamente una plasta?
Esta fea compuesta es objeto de la mayor simpatía de parte de todos los
perfumistas, inventores y vendedores de cosméticos, pomadas, elixires y demás
remedios heroicos propios para tapar las canas, hacer salir el pelo, estirar las arrugas,
desterrar las pecas, aterciopelar el cutis, dar hermosura a quien no la tiene y
desmentir e inutilizar las partidas de bautismo. Vayan ustedes por gusto a casa de esa
fea cuando ella no esté, y procuren que una doncella indiscreta —que siempre lo son
las doncellas—, les enseñe el tocador de la señora, y allí verán ustedes horrores,
verdaderos horrores. Allí el frasco de la leche antifélica conversando con el de aceite
de bellotas con savia de coco ecuatorial, el paquete de polvos de arroz descansando
sobre el bote de carmín para los labios, el pincel de pintar cejas apoyado
gallardamente en el frasco de velutina, la opiata odontálgica sobre el prospecto que
contiene la manera de usar el agua de Barcelona. Allí verán ustedes el cofrecito de
belleza que le costó 250 francos, la toalla de Venus, los mil y un botes de esencias y
perfumes; y si miran ustedes con cuidado, no dejarán de encontrar rizos sueltos,
moñas, menos bonitas que las de los toros, trenzas de todos colores, rellenos,
tirabuzones, en fin, una peluquería.
La fea está siempre suscrita a un periódico de modas, al mejor, y para ella son

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leyes ineludibles todos los preceptos de la moda, por poco apropiados que sean a la
edad y circunstancias físicas de la paciente. Si el periódico de modas trae en un
figurín un vestido de color de rosa para señorita, mándaselo hacer inmediatamente;
porque ella es una señorita, y es verdad, solo que ya tiene cincuenta y cinco años, y
me quedo corto.
Esta fea suele ser rica, o estar a lo menos en posición desahogada, y esta
favorable circunstancia le permite consagrar tanto esmero, tan excesivo cuidado a
hermosear su persona, bien que el efecto es contraproducente, porque una fea cuanto
más se compone más fea parece.
Podrán ustedes encontrar muchas mujeres hermosas que saben que lo son y
presumen de serlo mucho más de lo que a la modestia y a la misma hermosura
conviene; mujeres que le miran a uno de una manera que parece que le dicen:
«¡Hombre, no sea usted tonto, asómbrese usted de verme!» mujeres que le
perdonarán a usted una inconveniencia, un atrevimiento, un requiebro de mal gusto,
pero no le perdonarán nunca que no demuestre ante ellas la más profunda admiración
y que las mire con indiferencia; pero entre todas las hermosas presumidas, no hay
ninguna que lo sea tanto como una fea compuesta. Yo he llegado a figurarme que
algunas feas tienen por gracia especial, y en compensación de carecer de toda gracia,
la ventaja de que el espejo no sea para ellas lo que es para el resto de los mortales: sin
duda cuando se miran al espejo no se copia en éste su figura, sino la de una mujer
regular, pasadera, graciosita por lo menos.
Este efecto de óptica debe existir indudablemente para las feas que andan por ahí
tan ufanas y pizperetas, muy persuadidas de que tienen muy buen ver y que puede
enamorarse de ellas cualquier hombre de buen gusto. ¡Ah! ¡Qué días, o mejor dicho,
qué noches tan felices son para estas feas las noches de Carnaval! Ellas son las
máscaras más revoltosas, las que más corretean, embroman y sacan de sus casillas a
los más sesudos homes. Ellas pasean por el salón del brazo de los mejores mozos, y…
¡ah! podría escribir un poema —quien lo supiera escribir— pintando las emociones
de una grandísima fea que se oye llamar ángel, que escucha palabras apasionadas,
apremiantes súplicas de amor y protestas de una pasión frenética… La fea que estas
cosas oye en un baile de máscaras, que se vé agasajada, enamorada, piropeada,
apremiada, estrechada, conmovida y enardecida por las frases más insinuantes, más
tiernas, más comprometedoras… ¡qué poco tarda en quitarse la careta!… A las
súplicas del galán rendido que la acompaña, cede al fin; ¿qué ha de hacer más que
ceder?… Y se quita el antifaz para que el galán no se le caiga muerto de amor… Y
entonces es cuando la triste lleva el gran desengaño; entonces es cuando el galán se
queda más mudo que una estatua de la plaza de Oriente, o huye pretextando que va a
llamar a un amigo, o sin pretextar nada echa a correr como si acabara de ver a un
acreedor o al demonio, que viene a ser lo mismo. Ya he visto yo en el ambigú del
Teatro Real, en una noche de baile, a una fea que, convidada por un derretido galán,
tuvo la inadvertencia de quitarse la careta para sacarle de penas, y se quedó allí sola

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delante de la mesa y de dos raciones de jamón con guisantes y una lata de pimientos:
el doncel todavía está corriendo.

***

No puedo concluir este ligerísimo boceto sin hablar de una fea que todas las
personas sensatas miran siempre con simpatía: la fea modesta, la fea buena, la fea que
sabe que lo es y procura poseer la hermosura duradera, la hermosura más amable y
más útil a los demás, la hermosura de la virtud. Todos conocemos familias en las que
hay, por ejemplo, dos hermanas bellas y una fea. Si esta última es buena, nada puede
superar a su abnegación, a su cariñoso interés por sus hermanas^ a su generosidad, a
su desprendimiento de todas las vanidades del mundo. Esta mujer incomparable es
feliz en la felicidad de los demás, es caritativa, es una santa, cuya fealdad física
solamente asusta a los indiferentes, a los tontos, pero no a los que saben sentir y
comprender la virtud. Si pudiéramos leer en el corazón de esa mujer, veríamos acaso
guardado allí un amor profundo, grande, inmenso, y leeríamos el nombre, siempre
fijo allí, de un hombre que no sabe siquiera que es objeto de tan grande amor…
Si lo supiera, acaso preferiría el amor de aquella mujer fea al de otra hermosa.
Ella lo guarda eternamente, y vive en perpetua dulcísima ilusión con aquel amor que
nunca ha de revelarse, y sufre a veces, pero halla un gran consuelo que dulcifique su
sufrimiento, el consuelo de hacer bien, el consuelo de que las gentes digan: «¡Ah, es
muy buena, es una santa!». Bendiga Dios a las feas que son como la que acabo de
señalar; ellas suelen ser la alegría, la paz, el arreglo, la ventura, el honor de la familia,
con su caridad, con su abnegación, con su vigilancia, con su modestia, con su
laboriosidad, con su amor filial, con su cariño fraternal, y en una palabra, con sus
virtudes imponderables.

***

Mucho más pudiera decir de las feas, porque es grande la variedad de tipos en el
género; más como temo abusar de la bondad de los lectores, que ya estarán
impacientes por saborear los donaires de otros escritores más lozanos que yo,
bastante averiado ya y sin tiempo ni humor de rebuscar chistes y agudezas, aquí
acabo, haciendo notar que en España, particularmente, suele haber feas con
muchísimo salero y muchísima gracia, y que le vuelven loco a cualquiera. Como que
éste es el país de lo bueno, y francamente, señoras y señores, las feas españolas valen
muchísimo más que las bonitas, de otros países. Y me quedo corto.

CARLOS FRONTAURA

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LA VISITERA
—Deme usted el brazo, doña Leocadia.
—¿Para qué?
—Para presentar a usted ante el público.
—No sé si debo…
—¡Dichosa usted, que no sabe si debe! Pues yo sí: sé que debo un artículo, y
deseo pagarle cuanto antes. Con que, venga ese brazo… Así… Ahora, hágame usted
el favor de adelantarse con dignidad, como cuando hacia usted damas jóvenes el año
38… Recoja usted un poco la falda, porque se la voy pisando… Reprima usted ese
movimiento de caderas, que es de mal tono… Perfectamente… Deténgase usted aquí:
ya hemos llegado. Ahora, no me interrumpa usted mientras improviso un pequeño
discurso que estuve componiendo y aprendiendo anoche de memoria.
«Lectoras y lectores; Óiganme ustedes dos palabras; seré breve. En este país,
donde se crían exquisitos garbanzos indígenas y se cultivan exóticas constituciones
democráticas, la naturaleza próvida derramó a manos llenas los tesoros de la
inteligencia y del saber entre los afortunados naturales que se comen estas
constituciones y practican aquellos garbanzos… Creo que he trabucado las ideas…;
como no tengo costumbre de hablar en público…
Decía, pues, que en esta tierra venturosa, donde abundan tanto los escritores, con
perdón de ustedes, no puede sorprenderles que el más adocenado de todos ellos venga
a pedir autorización para ofrecerles un artículo que, por no ser de primera necesidad,
está exceptuado del arbitrio municipal. Aunque no escritor concienzudo, soy escritor
de conciencia, y no acostumbrado a dar gato por liebre en mis guisos literarios. Así,
pues, declaro solemnemente que el trabajo que voy a presentarles no es original, sino
copia más o menos perfecta de la naturaleza. No es un tipo novelesco, una creación
arbitraria; es un personaje, y siento en el alma que altas razones de filología
trascendental no me permitan decir una personaja, con lo cual quedaría mejor
expresado mi pensamiento. Tengo, pues, el honor de ofrecer a ustedes un artículo de
carne y hueso, que es el que ven ustedes colgado de mi brazo».
Ahora, señora doña Leocadia, voy a permitirme empuñar la trompa épica para
cantar las alabanzas de su persona; por lo tanto, y a fin de no ofender la característica
modestia de usted, le ruego me deje solo con estos señores…
—Pues, lo que es para este viaje…
—Es usted muy amable.
—¡Vaya con el hombre!
—Mil gracias, doña Leocadia.

***

Reanudando mi improvisación, queridos lectores, digo que esa señora que he

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tenido el honor de presentaros bajo su verdadero nombre de doña Leocadia, tiene
cuarenta y cinco años según la partida de bautismo, y treinta y ocho según sus propias
declaraciones; y tiene además ocho dientes postizos, una casita de su pertenencia
en N…, donde reside habitualmente, un loro de veintidós años y una hija de diez y
siete, ambos muy bien educados, un gato de Angola y otros efectos de menos valor.
Hace ocho años quedó viuda de su primero y único marido y de su penúltimo
diente. Como coincidieron estas dos pérdidas, y doña Leocadia, bien que apreciase a
su esposo, idolatraba su dentadura, no pudo saberse a punto fijo cuál de las dos
desgracias tuvo mayor parte en su dolor. Lo que sí se supo a los dos días por una
sincera amiga de la inconsolable viuda, fue que doña Leocadia, contra su costumbre,
sonreía (yo creo que era una sonrisa de amargura) a cuantas personas iban a darle el
pésame, y que por los poros de aquella melancólica sonrisa se filtraban dos hileras de
bellísimos dientes artificiales.
Una amiga cariñosa jamás se detiene en el camino de sus observaciones, y la
amiga de doña Leocadia creyó notar, pasados dos meses… Pero no tengo el tiempo
de sobra para entregarme a esta especie de disección psicológica. Sinteticemos, pues,
como diría cualquier articulista de fondo. Las observaciones de la excelente amiga de
doña Leocadia la llevaron como en tranvía a esta conclusión: «Decididamente hay
viudas que, no contentas con gastar dientes postizos, usan maridos artificiales».
He dicho que doña Leocadia tiene una hija de diez y siete años; no he dicho
todavía que es medianamente agraciada, que excede a su madre en estatura, que se
llama Visitación, y que a pesar de su edad y de su desarrollo físico, usa pantaloncitos
y vestido corto, como las niñas de diez años. Las amigas de doña Leocadia declaran
mancomunadamente e in solidum que la chica «está hecha una mujerona» y que ya
sería tiempo de vestirla de largo; pero la mamá protesta contra tales sugestiones
pubertinas, y jura y perjura que la chicuela solo gusta de jugar con las muñecas; que
no se debe violentar a la naturaleza haciendo mujeres antes de tiempo a las niñas, y
que ella sabe mejor que nadie cómo ha de educar la suya.
¿Ven ustedes qué sensatas son las reflexiones de doña Leocadia? Pues ¡admírense
ustedes! las amigas van por ahí diciendo que doña Leocadia no quiere vestir de mujer
a su hija porque se hace la ilusión de que, llevándola con la falda a media pierna, las
trenzas colgando y el sombrerito caído sobre las cejas, la mamá parece más joven, y
ejerce así el monopolio de las miradas, atenciones y galanterías del sexo menos bello
que el bello sexo.
Ofendería los puros sentimientos maternales de doña Leocadia si intentase
vindicarla de tales acusaciones. No se crea por esto, sin embargo, que la heroína de
mi historia está exenta de toda clase de defectos. Por el contrario, soy el primero en
reconocer que tiene varias debilidades de menor cuantía, y dos algo más acentuadas,
cuales son: una debilidad de estómago que la obliga a comer poco y a menudo, y otra
debilidad consistente en que (lo diré en la forma gráfica que emplean sus amigos) «se
pirra por las visitas». Ni éste es un pecado mortal, ni un arma de oposición contra el

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ministerio, ni un acto penado por el Código, ni veo en ello la razón de que las amigas
de doña Leocadia la hayan apellidado la visitera, como no me parecería lógico que a
cualquiera encopetada dama, a quien la gusten con exceso los rábanos, por ejemplo,
se la llamase la rabanera.
Doña Leocadia no es rica, pero con sus seis mil reales de viudedad y la renta de
su casita vive con cierto desahogo en N…, y aún la queda, después de cubiertas sus
atenciones, un remanente que la permite hacer de tarde en tarde alguna excursión a la
corte en compañía de su hija. Este año ha venido con objeto de visitar la exposición
de bellas artes, hacer una visita de altares que tenía ofrecida desde que sufrió el
último ataque gastro-hepático, y al propio tiempo visitar a la familia de un alto
funcionario que sirvió años atrás en clase de meritorio en la misma dependencia de
que era oficial primero el difunto esposo de doña Leocadia. A esta circunstancia debo
el honor de haberla presentado a ustedes.
Pero la vida de Madrid, que tanto seduce a la hija, se hace pronto insoportable
para la madre, que echa de menos las comodidades de su casa, los animados diálogos
con el loro, y especialmente el trato social y el comercio recíproco de visitas que
constituye las cuatro quintas partes de su capital de satisfacciones.
Así, pues, no es en la corte donde debe estudiarse la idiosincrasia moral de doña
Leocadia, sino en el punto de su ordinaria residencia.
Allí habían ustedes de verla, siempre afanosa, siempre trabajando, siempre
ocupada y preocupada con el cuidado de sus asuntos. Y no es la administración de su
modesta fortuna lo que la trae tan atareada, que para eso tiene un administrador; ni el
gobierno interior de la casa, encomendado a su hija casi exclusivamente; ni la afición
a los estudios o a los trabajos intelectuales. Nada de eso. Doña Leocadia no hace ni
piensa ni se ocupa de otra cosa que de sus visitas, y preciso es hacerla la justicia de
que desempeña con celo, lealtad e inteligencia su vasto negociado.
Lleva sus libros con una regularidad y limpieza que envidiarían muchos tenedores
reducidos a la categoría de medias-cucharas. El más importante de todos, y que
constituye, por decirlo así, la base del sistema de contabilidad de doña Leocadia, es el
calendario, literalmente lleno en todas sus márgenes de notas, llamadas, signos,
abreviaturas y jeroglíficos, que están explicados y detallados ampliamente en otro
cuaderno de grandes dimensiones. ¿A. qué cansarme en hacer el inventario de los
libros de doña Leocadia? Basta decir que, merced a sus ingeniosas combinaciones,
puede saber al primer golpe de vista en qué día del año celebran su santo cada uno de
los individuos de las familias con que está en relaciones; cuándo y en qué iglesia
deben efectuarse los funerales, aniversarios, etc., de los amigos difuntos; cuál es
aproximadamente el periodo de gestación en que se encuentran fulana, mengana y
perengana, deducido muchas veces, a falta de signos visibles, de la época del
casamiento; cuántas visitas ha hecho a cada familia desde que se relacionó con ella, el
día y hora en que las hizo y la hora y día en que la han sido devueltas; y por último,
hasta lleva anotados en un gran libro, que pudiera llamarse copiador de

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conversaciones, los puntos principales de que se trató en cada una de las visitas y los
hechos más salientes de las reuniones, espectáculos o festividades a que ha
concurrido.
Su colección de tarjetas, esquelas de defunción, partes de boda y de cambio de
domicilio e invitaciones de todo género, perfectamente clasificadas y enlegajadas,
son una cosa notable y bastarla para acreditar a un coleccionador de documentos.
Doña Leocadia, que, sin agraviarla, no es de las que han inventado la pólvora,
tiene, sin embargo, un tacto especialísimo, una gran penetración, casi un verdadero
talento cuando se ocupa de su especialidad, que son las visitas. Entrando en una casa
adivina al primer golpe de vista el estado moral y aun material de la familia, y con
arreglo a él sabe sacar en la conversación todo el partido posible.
Muchas veces, detrás de la plácida sonrisa de la señora, y a través de la afable
frase del esposo, el ojo clínico de doña Leocadia lee, como en sus libros, párrafos
enteros de dramáticas escenas conyugales, que nadie habría sospechado. Entonces la
visitera, aprovechando una corta ausencia del dueño de la casa, se acerca a la señora
y la dice al oído: «Tiene usted un marido insoportable; pero no sea usted niña,
procure divertirse, y…».
Si, por el contrario, se vé un instante a solas con el esposo, le mira fijamente,
cierra después los ojos, suspira y le dice a media voz: «Es amiga mía, la quiero como
a una hermana, pero conozco su carácter… Nada, nada; usted es joven todavía, y si
dentro de casa no es usted feliz… ¡pish! mujeres no faltan…».
Algunas veces doña Leocadia llega a una casa en ocasión en que está sola la
señora, según la ha dicho al entrar la criada. «Me alegro infinito, dice la visitera,
porque así podremos tener una hora de conversación». Pues bien, a pesar de este
propósito y de que, en efecto, encuentra absolutamente sola a su amiga, doña
Leocadia permanece solo cinco minutos sentada y se despide con cierta sonrisita
maliciosa.
—¿Tan pronto? dice la señora.
La interpelada acentúa aún más su sonrisa, mira a su amiga entrecerrando los
ojos, y después de una pausa dice encaminándose a la puerta:
—El undécimo no estorbar.
Doña Leocadia es naturalmente algo propensa a la murmuración, y, sin embargo,
la practica con cierta habilidad; razón por la que no llega a hacerse antipática a sus
innumerables visitas.
Sabe al dedillo la historia de todas las mujeres de la localidad. Lleva la alta y baja
de los novios que han tenido todas las muchachas de más viso. Sabe el origen del lujo
que gasta desde Carnaval acá la mujer del recaudador de contribuciones. Está al
corriente del número de pesetas que gastó D. Casimiro en las últimas elecciones para
ser diputado; y por cierto que solo perdió la elección por ocho votos. Conoce, a pesar
de la discreción guardacartoniana del médico, la causa patológica que obliga a la hija
del escribano a ir a tomar baños en el mes de febrero. Está, en fin, enterada de todo lo

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que pasa y de todo lo que deja de pasar en N… Doña Leocadia lo sabe todo, todo. Lo
único que ignora es que yo me había propuesto acabar con ella (quiero decir, terminar
mi artículo) esta noche, que el artículo se va haciendo largo, que necesito entregarlo
mañana temprano a mi buen amigo Robert, y que no tengo tiempo para corregirle, ni
esto sería fácil, aunque lo enviase a una casa de corrección.

FERNANDO MARTÍN REDONDO

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LA ENAMORADA

¿Cómo la quiere usted, blanca, finísima y aniñada, manantial inagotable de


diminutivos? Pues hágase usted amar en Valencia. ¿O la prefiere usted ante todo
morena, de formas redondeadas, tan propensa al enérgico arrebato de pasión como al
deliquio, movediza hasta en el reposo como la esfera perfecta sobre la superficie
plana? Pues, hombre, vaya usted a las Andalucías, y si queda usted descontento yo
pago daños y perjuicios. Y si llevase usted su refinamiento hasta el punto de exigir
una enamorada de tal condición que cada día sostenga una lucha consigo misma,
deseando ser vencida por el amor, y lográndolo, por supuesto, lléguese usted a
Galicia. Y si aún ambiciona usted más; si quiere ver enamorada a la mujer varonil, de
líneas severas y grave continente; si quiere usted ver la trasformación de lo adusto en
lo suave, de lo áspero en lo amorosamente blando, trepe usted por las montañas de
Asturias o por las de Cataluña, y oirá arrullar como paloma a la hembra que tal vez
juzgó usted, que había de rugir a manera de osa.
«¡No hay amor en las mujeres! ¡No hay mujer enamorada!» dice el vulgo de mis
compatriotas.
¿Con que no?
¿Pues en quién está el amor? ¿En los sochantres? ¿En los que aceptan la cruz de
Carlos III? ¿En los que buscan honores de jefe de administración?
¡Con que no hay mujer enamorada!
Pues entonces, ¿quién está enamorado en España? ¿La milicia nacional? ¿Las
sociedades económicas? ¿Los veteranos? ¿Los prestamistas? ¿El Tribunal de
Cuentas? ¿Quién, vamos a ver quién?
Yo perdono al vulgo ese error, como le perdono el de la monarquía democrática y
hereditaria; pero no paso por él; protesto contra él, y no quiero que se me confunda
con los extraviados.
¡Que no hay española enamorada! ¡Y hay quien se atreva a decirlo en letras de
molde! No lo pudiste imaginar tú nunca, ¡oh Guttenberg!
¡Pues si precisamente la española nació para amar; si casi no hace otra cosa; si
vive de eso!
Allí donde las mujeres son doctoras o taquígrafas, o mozas de almacén, o
filósofas, podéis imaginar un gran número de ellas no enamoradas; pero suprimid en
las españolas el amor, y ¿qué os queda de ellas? Quiero que me digáis qué os queda:
vamos a ver, ya escucho.

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II

«Las españolas, dice madama de Lambert, son vivas y «arrebatadas; cautivan los
sentidos, pero no el corazón».
Pues… mucho me repugna desmentir a las señoras; pero, perdone usted, madama
de Lambert, si le digo que la han engañado.
Lo que usted afirma no puede ser fruto de sus propias observaciones; es imposible
creerlo de persona tan discreta como usted Por noticias vagas, incompletas, inexactas,
ha formado usted su composición de lugar y ha escrito: «Las españolas son vivas y
arrebat…». Pero no: no quiero repetirlo; porque es tan absurda y tan ofensiva la cosa,
que hasta casi me pesa de haberla copiado.
Pero, señor, estoy yo loco, o ¿no es ésta la patria de la enamoradísima Isabel de
Segura, eterna gloria de España?
¿Está aquí o en Francia la siempre famosa Peña de los Enamorados?
¿A qué país hubo de mendigar el buen Lope La Esclava de su galán, que yo
siempre tuve por española castiza?
Cuanto más lo reflexiono…
«¡Vivas y arrebatadas» nada más!
¡De suerte que aquel milagro de amor, cuya memoria eterniza Teruel en lugar
consagrado, lo verificó una pizpereta baladí!
¡De suerte que aquella condesa de Castilla que se quedó voluntariamente
prisionera, exponiéndose a la muerte por salvar a su esposo, no era una española
enamorada!
¡Ah! pero ya estoy oyendo el reparo. Ya oigo que me replican: «Esto era en otros
tiempos; esto no sucede hoy día». Es claro: virtud, fortaleza, decoro, todo naufragó en
otros tiempos, y por no conceder nada simpático al siglo actual, hasta se pretende
negar a las españolas la cualidad de enamoradas.
¡Pobres doncellas, o lo que fuereis, las que por ingratitudes y traiciones de los
hombres os arrojáis al mar, bebéis el ácido clorhídrico, os precipitáis desde el
sotabanco a la calle, o más infelices aun, forcejeáis asidas a las rejas de una casa de
dementes pidiendo amor a las aves que pasan volando, y a las nubes que se
desvanecen, y al sol que os parece menos bello que el ser amado; he aquí cómo se os
juzga!
Pero ¿nos hemos de cansar en balde con quien está decidido a no convencerse, o
nos hemos de entretener demostrando evidencias?
De ningún modo.
Castigue su propia incredulidad a los que nieguen a la mujer española la gracia o
desgracia de enamorar y enamorarse, y ¡ojalá les venga de mis compatriotas mismas
el castigo!
A vosotras los entrego, lectoras mías; y si los encontráis en vuestro camino, haced
de ellos mangas y capirotes: sed duras, sed insensibles… Pero es tontería esperarlo de

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vosotras; que más deseosas de verles convencidos que castigados, seréis capaces de
enamoraros de uno cada una… por lo menos.

III

Sí, españoles incrédulos; sí, madama de Lambert: la española no solamente se


enamora, sino que suele enamorarse en edad temprana.
Chiquillas hay a quienes apenas se las viste de largo ya es menester atarlas corto,
nada más que por el pícaro enamoramiento.
¡Y luego dirán!
Ama principalmente la española al hombre valeroso. El Cid ha producido entre
nosotros toda una literatura: ocho siglos de nuestra historia son ocho siglos de
heroicas hazañas; y por si acaso la paz de tiempos sucesivos hubiese podido
modificar esa inclinación del bello sexo, nuestras guerras en el Nuevo Mundo y en
Flandes y en Italia la mantuvieron en su mismo ser y estado; y aún después, por si se
adormecía o aletargaba, la vino a despertar y vigorizar la guerra de la Independencia.
Y la hembra española, cuando se apasiona del valor, es insaciable; quiere que su
amado sea valiente como se es rubio o moreno; la más culta quisiera verle arrancar,
como hizo el Gran Capitán, siete rejas de su calle; otra se complace viendo al suyo
vestido de miliciano, porque imagina las heroicidades de que sería capaz si la ocasión
se presentase; y hasta la más ínfima se goza en ver al suyo con un chirlo en la cara,
antes que huido.

IV

Cada vez que las universidades anuncian vacaciones, se desatan mil tempestades
en el corazón de nuestras adolescentes.
Cada vez que se cambia la guarnición de una plaza, hay llantos y desesperaciones
femeniles capaces de ablandar corazones de piedra.
Digan ustedes que todo esto no sea debido al amor; ¿qué me importa? ¿lo sabrán
ustedes mejor que ellas?
¿Creen ustedes que la mayor parte de las cartas que conduce el correo son de
comercio o de industria? No: son de enamoradas y de empleos públicos: porque,
créanlo ustedes, en España los hombres piensan principalmente en el empleo: las
mujeres en el amor.
Observen ustedes, si pueden alguna vez, a dos enamorados a quienes la ausencia
separe por más o menos tiempo.
Él, pensando piadosamente, piensa en su amada y le escribe con alguna

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frecuencia; pero va al café, va al teatro, fuma, lee periódicos, trata de su carrera, o de
su candidatura, o de su herencia, y aun no suele rehuir la ocasión de un galanteo.
Pero ¿y ella? Ella ama. Ni más ni menos: ama. Piensa en él todo el día; huye de
cuanto de él la distrae; le escribe todos los días largamente. «¿Qué hará ahora? Ayer
era domingo, ¿en qué se ocuparía?». Así pasa el tiempo. Si despierta repentinamente
el frío, lo primero que se le ocurre es que él se llevó poco abrigo y que es algo
descuidado en este punto.
¿Se le ocurre a él esto? ¡Bah!
¿Por qué no come la niña? ¿Por qué no sale la niña? ¿Por qué, meditabunda y
apoyando la cabeza en la palma de la mano, se pasa largas horas y suspira y se seca
los ojos? ¿Por qué?
¡Jum!

Hay enamoradas alegres. Mujeres de corazón sencillo e índole risueña, que


alegran la casa y la tertulia; mujeres a quienes les parece la cosa más natural del
mundo el ser amadas de buena fe y pagar leal y cordialmente con cariño a toda ley el
cariño que se les muestra.
Si no encuentran obstáculos; si la vida no las obliga a pasar por ciertas
vicisitudes, no se apasionan, y por lo mismo suelen parecer incapaces de elevarse a la
categoría de verdaderas enamoradas.
Pero esto es mera apariencia.
Dejad que su corazón haya contraido al hábito de amar y se haya posesionado de
su mente la idea de ser amada; esperad a que tenga ya concebida la idea de su
porvenir, y si por acaso la traición o la muerte del amante sobrevienen, veréis
nublarse para siempre el brillo chispeante de sus ojos, veréis mustia la boca risueña,
embotado el agudo ingenio, y trocarse en maquinales todos los movimientos de aquel
ser, cuya espontaneidad solo era debida al amor.
Y si éstas se enamoran así, ¿qué harán las otras?
¡Ah, inexperto joven! tal vez algún día te encuentres cara a cara con una española
desgarbada, corta de genio, ruda, con cara de boba, desmemoriada y de escaso
entendimiento, y dirás: «Ésa si que es incapaz de enamorarse; ¡si parece una pava!».
¡No lo digas, no lo pienses, temerario, que acaso esté la pobre enamorada de ti
mismo!

VI

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A la mujer más discreta y señora de sí misma, a la que con más aplomo niegue y
con mayor serenidad oculte su amor, sometedla al tormento de los celos o de la
ausencia, y por más que mienta su boca, confesarán su semblante, su inquietud, su
inapetencia, sus arrebatos.

No sé si existe alguna española que no haya amado a algún militar; pero sé que
abunda extraordinariamente la enamorada castrense.
Créanlo ustedes: son innumerables lasque en lo amatorio no conciben lo bello
ideal sin espada al lado.
Si es por adoración o veneración a la fuerza, me explico el que haya mujeres que
no quieran novio que no pertenezca por lo menos a la milicia ciudadana; así como las
hay que no se creen amadas si el objeto de su cariño no les ameniza la existencia con
una que otra paliza.
Si hay placer inefable para la enamorada española, consiste en ver apacible, suave
y tierno con ella al que se representa fiero, áspero e imperioso con los otros.
La generalidad de nuestras compatriotas, no solo siente profundamente la pasión
del amor, sino que lo revela de continuo.
En el teatro, presenciarán tal vez impasibles la lucha de dos bandos que
ensangrientan una ciudad, sembrando la orfandad y el luto por do quiera; se
conmoverán poco ante la ruina de un imperio; pero al llegar a las quintillas en que la
dama joven habla de sus quebraderos de cabeza, allí es el sacar de pañuelos y el
recoger lágrimas.
De ahí que se les oiga decir tantas veces: «El drama no vale gran cosa; pero lo
que es el final, vamos, es precioso».
No perdonan los excesos cometidos por ambición, no estiman los sacrificios
hechos por patriotismo; pero los delitos cometidos por amor los disculpan y
cohonestan con la más cristiana benevolencia.
¡Como que son cómplices!
¡Si pudiera averiguarse de cuánto heroísmo han dado pruebas muchas españolas
que escandalizan chillando amedrentadas al ver huir de ellas a un ratón!
¿Por qué miente la española más veraz? Solo por amor.
La que es dócil, bien criada, amante de su familia, respetuosa, resuelta a toda
lealtad, aunque la amenacen con bayonetas, engañará a su padre, si el amor se lo
manda.
¿Le piden a usted libros, eh? Présteselos usted de historia, de crítica, de
costumbres, de caracteres, y si leen cien páginas bostezarán doscientas veces. Pero
¿aventuras de amantes? Esto ya es otra cosa. Las españolas no pueden sufrir aquellos
libros en que se trata de dos amantes que al fin no se salieron con la suya. Esto a cada
lectora le parece una fatídica amenaza. Quieren que los amantes salgan bien librados
y sean felices, y lo agradecen como si fuese un anticipo hecho a buena cuenta a las
lectoras.

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Haga usted una prueba: pregunte en una reunión de mujeres quién fue Churruca,
quién fue Balmis, quién fue Ali-Bey.
Después pregunte quién fue Manrique: todas conocen a uno solo; precisamente al
que no ha existido. ¿Y por qué?
¡Y me vendrán a decir que no hay enamoradas!
¿Pues cómo se ha de demostrar que las hay de todo género y matiz?
Yo no pienso, ni mucho menos, negarles a mis compatriotas ninguna de sus bellas
cualidades; pero debo atreverme a decir una cosa, y es que a muchas se les atribuyen
virtudes que no son sino enamoramiento.
Mujeres hay que habrían sido y han sido tal vez el diablo en persona; pero se
enamoraron, y son recogidas, son previsoras, son fieles, son pacientes, son buenas.
Sucede a veces que una traición, una felonía inmerecida, lastimándolas en los
afectos y la dignidad, mata en su pecho el amor, y ya deshecho el encanto que las
sujetaba, recobra la índole sus bríos, y se vé a esas mujeres proceder de una manera
extravagante. Y dicen por ahí: «¡Pero cómo se ha vuelto fulana!». No se ha vuelto, ha
reanudado el hilo de su carácter: sigue siendo lo que era: ustedes no la conocían en su
ser, sino en un estado.

VII

Hay enamoradas que no lo parecen, y no lo parecen porque son felices; son


correspondidas y no temen dejar de serlo. ¡Oh, escogidas, cuan pocas sois!
Pero existen. Hay mujeres verdaderamente enamoradas de sus maridos; mujeres
que no se han visto burladas en ninguna de las esperanzas que fundaron en la vida
conyugal; y pasan años, y sin embargo su pasión no mengua. No hablo de las mujeres
que profesan a su marido un afecto tranquilo y casi fraternal, no: hablo de las
verdaderamente apasionadas.
¿He dicho que son felices?… Sí, lo son; pero no todas: algunas reciben un castigo
terrible…
Algunas de esas mujeres no pueden amar a los hijos que no se parecen a su
marido. No todo es precocidad en España. Hay mujer inocente que por espacio de
largo tiempo se cree incapaz de apasionarse de hombre alguno.
Cásase con un sujeto estimable, a quien profesa un buen afecto; pero sucede que,
después de casada, se vé en grave conflicto, y no por culpa suya, sino que por
morosidad de su naturaleza se le despierta entonces la pasión del amor.
A mí no me digan: ella no tiene la culpa. Díganme que el honor, la fe conyugal, la
virtud, exigen… Ya lo sé, y convengo en ello.
Pero ¿qué hace la española en ese caso? Hace diversas cosas: a mí solo me toca
decir una. En ese caso… ama.
—¡Mal hecho!

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—Tan mal hecho como encanecer, ensordecer, envejecer…
—Es que ésta es ley general dictada por la naturaleza.
—Y oiga usted, las excepciones de esa ley ¿las he dictado yo por ventura?
—Es que el amor de esa mujer es inmoral.
—¿Y por ventura es moral un terremoto o un niño de dos cabezas? Pues
castíguelos usted, señor moralista.
¿He dicho que aquella de quien hablábamos, ama? Pues ahora añado que ama
fuerte. Para que se fastidie usted.

VIII

Españolas hay, y no pocas, que pasan por ligeras e inconstantes, y son todo lo
contrario.
¿Qué más quisieran ellas sino que fuese digno de su inmenso amor el primer
hombre a quien lo consagran?
Pero tienen la desdicha de equivocarse. En su extraordinario idealismo, aman en
un hombre las bellas cualidades que le atribuyen, le aman por ellas con todo su
corazón; pero llega el momento en que se desengañan: ven claramente que el objeto
amado carece de las perfecciones que amaban en él, y, como es natural, dejan de
amarle.
Dejan de amarle, pero no de amar.
Aman a otro, le aman de buena fe; vuelven a engañarse, y de error en error, de
engaño en engaño, pierden la lozanía, pierden la esperanza y adquieren el
convencimiento de que su amor no puede hallar correspondencia en la tierra.
Entonces…
Entonces el mundo maldiciente de los hombres dice con desprecio:
—¿Quién, fulana? ¡Pues si ha tenido relaciones con medio mundo!
De todo se acuerda el mundo menos del respeto que merecería la que procedió
siempre de buena fe. Lo que debería ser su gloria, es su vituperio.
Yo digo como Jesús: Fulana, mucho te será perdonado, porque has amado mucho.

IX

De la mar el mero y de la tierra el carnero, y de las enamoradas las devotas.


La mujer que de día y de noche se reprende a sí misma su amor, se promete
ahogarlo en el corazón, y pide candorosamente el auxilio de la divina gracia, y sigue
más y más enamorada… ¡Oh!
Hay bárbaros que tienen la suerte de ser amados así. Y digo bárbaros, porque no

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hay hombre capaz de corresponder a semejante enamoramiento.
Ella toma una resolución: se encierra en lugar retirado, se rodea de silencio y
tinieblas, concentra su pensamiento en Dios, se aprieta las sienes con ambas manos, y
sin embargo, por un resquicio de la imaginación se desliza algo que poco a poco se va
convirtiendo en la imagen del hombre amado.
Ella no quería: al contrario, procuraba olvidarle…
Aún se esfuerza más: sale de casa, va al templo, se arrodilla a los pies de Jesús
crucificado, llora, se exalta, cobra ánimo, se fatiga o se tranquiliza, no sé, y se vuelve
a su casa.
Al llegar… el aire de la calle, el espectáculo de objetos mundanos; ¿qué se yo?
Lo que sé es que ella quisiera no ser hermosa, no ser débil, no amar, no ser amada…
Es decir: ¿desea también no ser amada? Porque de esto no estoy muy seguro, y
temo equivocarme.
Lo que sé es que pelea consigo misma; que se avergüenza de que lo mundano la
distraiga del amor infinito; que se cree indigna y sacrílega y sin perdón, y a pesar de
esto, mientras el feliz mortal juega sus carambolitas, y casi renunciarla al placer de ir
a verla solo por tomar el desquite, ella, inquieta con su tardanza, exclama:
«Perdonadme, Dios mío; ¡me ama tanto!…».
¡Pobre mujer! En sus aspiraciones al amor infinito encuentra siempre algo de
mundano, y en el afecto hacia su amante mezcla siempre algo divino.
¿Suelen ser duraderas esas luchas?
Sí, Padre, muy duraderas: no acaban nunca.
La devota enamorada no acaba de decidirse nunca entre la tierra y el cielo: algo
de su ser la eleva; otro algo abate su vuelo. Rauda lo toma a veces; cree llegar a
confundirse con la divinidad, y ¡oh pasajero vigor! cae en brazos de su amado, y
todavía le agradece que la haya recogido, evitándole la muerte; porque, no hay duda,
ella habría muerto sí hubiese caído en el peñasco del desamor.
Y entonces, sobre enamorada, agradecida… Calcule usted.
Yo la admiro, la compadezco… y me siento enternecido al reflexionar sobre su
suerte.
Porque la pobre ya no sabe qué poner de su parte. Todo lo que la buena fe puede
inspirar, todo lo ha puesto en práctica.
En ciertos momentos de ofuscación ha intentado disculparse a sus propios ojos;
cuando cree haberlo conseguido, corre con infantil confianza al crucifijo para
preguntarle si son valederas sus escusas; pero al verse delante de él, no se atreve; toda
disculpa le parece frívola, falsa, egoísta, y se calla y se aleja pensando: «No, no se lo
diré».
Lo cual no es tan risible como parece.
¡Oh devota, flor de las enamoradas!…
San Agustín lloró leyendo en Virgilio las amorosas cuitas de la diosa Dido.
Y si un santo se mostró tan sensible a las supuestas aflicciones de una falsa

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divinidad, bien puedo yo compadecer a la devota enamorada; que al fin y al cabo
existe real y verdaderamente en la tierra, y especialmente en España.

ROBERTO ROBERT

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LA MUJER CASERA
¿Y ésta, no es también española?
No la busquéis en el estrado, porque lo tiene siempre como una tacita de plata, y
solo se abre aquel santuario cuando se vé obligada a recibir una visita de alto copete.
Tampoco la hallareis en el tocador: por la mañana o por la tarde, cuando sus
quehaceres le dejan un momento de respiro, sé peina en cinco minutos, y el tocador
es una habitación de lujo para ella, un requisito indispensable de la casa, que solo
sirve para que no lo echen de menos los amigos cuando al final de la primera visita
les enseña, movida por la costumbre y estimulada por un amor propio muy escusable,
las dependencias de su morada.
No os figuréis tampoco que vais a verla en el gabinete, escenario en donde la
mujer francesa luce su educación, su fina sátira, su chispeante ingenio.
Para sorprenderla en situación es preciso buscarla en el comedor, en la despensa,
en la cocina o en los dormitorios; pero donde hay necesidad de hallarla siempre es en
el cuarto de los leones.
Éste es su campo de batalla.
Por la noche, después de haber acostado a sus hijos, después de haberlos rezado y
de haber dado algunas vueltas para tapar a uno, observar si es o no tranquila la
respiración de otro, se dedica a zurcir el siete que uno de los rapaces se ha hecho en el
pantalón jugando al toro, pega el botón que falta en la blusa del más pequeño, coge
los puntos sueltos en las calcetas de la niña, y con estas reparaciones y otras análogas
evita, como ella dice con su lenguaje gráfico, que se vayan por allí las prendas,
consiguiendo que sus hijos estén limpios, aunque remendados, y que no se tire por la
ventana lo que con tanto trabajo gana en la oficina o en el taller su pobrecito marido.
Después toma la cuenta a la criada, y en esta operación luce sus dotes
económicas. Tal artículo es caro, tal otro hay que buscarlo en otra tienda, porque con
unos cuantos pasos más se encuentra en otro almacén, cuyo amo, como buen
cristiano, prefiere dar gusto a los parroquianos a satisfacer su desordenada codicia.
Entonces es cuando la doméstica sisona se halla en presencia del juez más
temible; entonces es cuando se entablan entre ama y criada éstos o parecidos
diálogos:
LA DOMÉSTICA. —Una libra de aceite.
LA SEÑORA. —¡Aceite!
—Sí, señora.
—¿Pues no trajo usted ayer también?
—Ya se vé que sí.
—¿Y se ha gastado todo?
—Sí, señora.
—No puede ser.

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—Pues la aceitera no tiene ni una gota, y en los guisados y el candil se ha
gastado, que lo que es yo no me lo he comido.
—Nadie dice a usted eso, pero es preciso andar con tiento… ¡Ya se vé, como a
ustedes no les cuesta ganarlo!
—Si lo hubiera por junto…
—Sucedería lo que ya ha sucedido. En efecto, la mujer de su casa se ha
convencido de que, cuando la criada es sisona, de nada le sirve tener las cosas al por
mayor.
Los garbanzos, el azúcar, el arroz, todos esos artículos son objeto de su sisa, y o
los da a las personas de su familia, que no pueden vivir sin verla una vez por semana
al menos, o los vende en la tienda; y como a los tenderos les tiene cuenta estar bien
con las criadas, se los compran, la encubren, y la cuenta sale igual.
Por eso muchas mujeres de su casa lo encierran todo y lo dan tasado a las criadas;
pero la que tal hace se gana las murmuraciones de las domésticas en sus expansiones
con los porteros y los demás colegas suyos de la vecindad.
La mujer de su casa que yo es presento, después de sacar la cuenta, abre la
despensa, entrega a la criada los comestibles que han de servir para el día siguiente,
da un vistazo a la cocina para ver si está bien recogido el fuego o si se han olvidado
de echar a remojo los garbanzos, espera a su marido, se satisface conque le cuente lo
que ha sabido aquella noche en el café o en donde ha estado, vuelve a ver a los niños,
encarga a la criada que apague bien la luz para que no se prenda fuego, se acuesta,
reza y se duerme como una bendita.
Por la mañana es la primera que se despierta, la primera que descubre el tizo
torpemente arrojado al fogón, murmurando:
—¡Jesús! parece que no tiene usted narices.
—Yo, señora…
—¿No ha visto usted ese tizo?
—Entre el carbón estaba; que yo no lo he fabricao.
—¿Y para qué son los ojos? ¡Válgame Dios, qué vida!… Siempre rabiando con
estas condenadas muchachas. Los niños se despiertan.
Ella los viste, después de hacerlos persignarse y rezar; ella los lava y los asea; ella
distribúyeles el desayuno, con paciencia unas veces, impaciente otras; corrige sus
caprichos, dirime sus cuestiones, castiga sus abusos, y entre caricias, amenazas,
encargos y murmuraciones los despide a la escuela.
Acto continuo se consagra a su marido.
—Hoy te toca mudarte de camisa.
—Pero, mujer, si me mudé el domingo.
—Bien, pero como es jueves…
—Si está aún limpia…
—Mejor… con eso la muchacha no la estropeará tanto al lavarla. Bonitas son
ellas… Si hay manchas restriegan, y hasta que sale el pedazo… Como no les cuesta

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el dinero…
—Hágase tu voluntad.
—Sí, hombre, sí… eso no cuesta trabajo… Voy a darte un limpión a la levita.
—Que lo haga la muchacha.
—Calla, hombre, calla… ¡tiene unas manos! En cuanto coge una prenda por su
cuenta la quita un par de años de vida.
—Pero te cansas.
—Mi gusto es que vayas curiosito. Luego dicen las gentes: «¡Cómo cuida la de
López a su marido!» y esto me enorgullece.
—A ver si luego sales a paseo.
—Lo que es hoy no hay que contar conmigo para nada.
—Pero ¿por qué?
—Tengo un cesto de ropa para repasar que da miedo.
—Mañana puedes…
—Hay que dejarla hoy lista para que la moje mañana la muchacha y se pueda
poner a planchar al mediodía. Los días son tan cortos…
—Pues lo que es el sábado…
—El sábado es día de limpieza… La semana pasada no se hizo más que cumplir y
mentir, y los muebles se estropean con el polvo.
—La criada puede encargarse.
—Quita, quita, ellas no hacen más que salir del paso… lo que vé la suegra, como
dice el refrán, y yo me desespero al ver los rincones que me deja.
—Está visto que te has empeñado en vivir emparedada.
—Lo primero es la casa.
—¿Y la salud?
—A mí me dan la vida los quehaceres.
—Pero no haces ejercicio.
—Vaya si lo hago… por las noches caigo rendida.
—Hay que dar un poco de expansión al ánimo.
—Con lidiar con los chicos tengo bastante.
—Pero estamos quedando mal con los amigos.
—Hijo mío, no es posible repicar y andar en la procesión. Ya querrá Dios que
nuestra Luisita sea grande, y entonces me ayudará. ¿Pero no notas que entra aire?…
Esa picara muchacha habrá dejado el balcón mal cerrado… no tienen cabeza, y eso
que se lo encargué… está visto, lo que una no hace…
Dejando a su marido terminar el tocado, cierra el balcón, va a la cocina, observa
el resultado del barrido y acompaña a estos actos frases como éstas:
—Deja usted abierto el balcón, y no solo entra aire, sino que como está abierta la
ventana de la cocina se pasa la candela, y eche usted arrobas de carbón.
—Pero mujer, ¿no vé usted que la olla se va a tragar la espuma?
—Eso es, todo lo limpia usted con la rodilla… Así están ellas, que da vergüenza

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dárselas a la lavandera.
—Traiga usted esa escoba, mujer; vé usted, me ha dejado usted aquí una arroba
de polvo. ¿Y aquella telaraña? ¿Me quiere usted decir para qué son los zorros?
—¡Eso, con garbo!… De ese modo se entra por la porquería… Mas despacio,
mujer de Dios; traiga usted, traiga usted, que no saben ustedes dónde tienen su mano
derecha.
En seguida se dirige al cuarto de los leones, se sienta junto a un canastillo de ropa
blanca, zurce una prenda, remienda otra, de dos hace una, ternea una sábana, pega
botones, restaura presillas, y en medio de sus faenas no se olvida de preguntar a la
criada:
—¿Ha echado usted el tocino?
—Ponga usted ya el arroz.
—Vaya usted a buscar a los niños.
A la hora de la comida todo está preparado.
Los niños llegan, el uno trae las manos llenas de tinta, el otro se ha desgarrado la
blusa, la niña se ha manchado de lodo.
—¡Jesús, qué manos! dice; anda a lavarte con jabón… aunque sería preciso
echarte en la colada.
—¡Válgame Dios, qué siete!… ¿Cómo te lo has hecho, hombre? No hay manos
que basten… Yo a componer y vosotros a destrozar.
—Pero mujer, cómo se ha puesto esa niña… Por fuerza se ha metido en un
charco… No ven ustedes por donde andan.
Durante la comida ella hace plato, distribuye las raciones con equidad, da a cada
cual lo que más le gusta y salpica su conversación con estas reprimendas a los niños:
—Juanito, ¿para qué se ha hecho el pan? ¿Te parece que está en el orden empujar
con los dedos?
—No vayas tan deprisa, mujer… La sopa está rabiando y te vas a quemar.
—No seas glotón, Antonio, que comes más con los ojos que con la boca.
—A ver si te estás quieto, muchacho, que parece que tienes hormiguillo.
—Hoy se le ha ido a usted el santo al cielo con la sal.
—No tire usted la comida que sobre, que es un pecado mortal. Esos garbanzos
fritos pueden servir para el desayuno mañana, y si no, se dan a los pobres, que
poquito que lo agradecen.
Si va de visita o recibe a alguna amiga, aunque su interlocutora, según costumbre,
empiece a murmurar del prójimo o de la prójima, pronto varía de conversación, y
después de formular su credo social con la frase:
—Yo no me ocupo de lo del vecino, bastantes quebraderos de cabeza tengo
encima; cada cual en su casa y Dios en la de todos.
Después de evadir la murmuración exterior, por decirlo así, entra en otro orden de
murmuraciones interiores.
—¡Jesús! exclama, yo no sé lo que tiene fulanita, pero no le paran las criadas en

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casa.
—Como no está encima de ellas…
—Pues hace mal, que la que quiera estar bien servida tiene que saber hacerlo.
—Ella está todo el día de pingo.
—Es verdad, y francamente, no sé cómo se arreglan algunas para poder estar en
todas partes.
—¡Toma! dejando la casa abandonada.
—¿Y qué capital hay que resista ese desorden? Una tiene de qué vivir y siempre
anda a la cuarta pregunta; como quien dice, estirando los cuartos.
—Tiene usted razón, señora… las casas andan por las nubes.
—La casa es un renglón, que ya, ya…
—Y en teniendo hijos…
—No me hable usted por Dios; por más que me mate para que vayan decentes…
el dinero de Salamanca es poco.
Pero cuando está elocuente es al tratar el capítulo de las criadas.
—Calle usted, señora, exclama; el ramo está perdido. Antes le tomaban a una ley;
pero ahora… Entre peinarse, ir a la plaza a que los zánganos las levanten de cascos y
charlar con las otras criadas de la vecindad, se les va el día. ¡Pues y cuando les da por
cantar! Toda la fuerza se les va por la boca. Y qué exigencias: para un mal puchero
que ponen, un mal fregado y un mal barrido, se dejan de pedir que es un gusto. Ya
son buenas alhajas… Le digo a usted que si me pudiera pasar sin ellas…
¿Queréis verla entusiasmada? Pues preguntadle cómo se hace tal o cual guisado.
Veréis qué fe en su procedimiento… qué alegría cuando ha encontrado el medio de
que tal o cual plato le salga casi de balde.
En las grandes crisis de la familia, ella es la que sostiene el ánimo de todos.
Que se va la criada… no importa; ella sabe hacer todo lo necesario, y por
añadidura se echa la mantilla y va a buscar quien reemplace a la ausente.
Que hay un enfermo… no hay que apurarse; ella conoce los medios más eficaces,
no necesita médico, como dice. Sabe hacer sinapismos y poner sanguijuelas. Para que
nada falte, se multiplica, y vela al enfermo, y pasa veinte noches sin desnudarse, y en
medio de su fatiga no le falte tiempo para pedir a Dios misericordia, para
encomendarse al santo de su devoción, para consolar a los que se afligen en torno
suyo.
Para ella no hay paseos ni teatros: se pasa meses enteros sin salir a la calle, y solo
en los días clásicos, en ferias, por San Isidro, en las verbenas y el día del Corpus, saca
los trapitos de cristianar y se divierte, como dice, con santa resignación, «Hasta otro
año».
Ahora bien; ¿creéis que esta mujer es desgraciada?
Las que vivís en el bullicio del mundo, las que vais a la moda, las que os aburrís
en vuestra casa cuando hace mala noche y no podéis salir, ¿pensareis que la mujer
casera es una víctima?

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No lo creáis: es el tipo de la mujer feliz. Ha sembrado todos sus sentimientos en
el reducido espacio del hogar, ha repartido su alma entre su esposo y sus hijos, tiene
la inmensa satisfacción de que todo lo que le rodea es obra suya, y avanza por el
mundo escoltada por el amor de su familia, por el respeto de la sociedad.
¿Os habéis reído al verla en esta galería? Yo estoy seguro de que algún lector
sentirá agolparse a sus ojos una lágrima recordando a su madre.
Esto no sucederá a nuestros nietos.
La mujer casera se va marchando con el hogar y la familia.
Por eso era preciso retratarla, y ahí la tienen ustedes.

JULIO NOMBELA

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LA ECONÓMICA
No ha estudiado en ningún autor, no ha leído siquiera los discursos de nuestros
más valerosos ministros de Hacienda, y, sin embargo, como vulgarmente se dice,
echen ustedes guindas a la tarasca. Ella conoce todos los recursos rentísticos y ha
encontrado la deseada fórmula para nivelar los presupuestos de su casa.
Y no crean ustedes que deja de acudir a las necesidades de su familia, aunque su
malévolo marido murmura por lo bajo de la frugalidad de la comida y de la nulidad
del almuerzo.
La mujer económica se basta a sí misma, y hasta puede decirse que sobra a su
marido. Es una hormiguita que todo lo aprovecha, incluyendo el dinero que su
consorte suele dejarse olvidado en el chaleco, en tanto que se entrega al desapacible
sueño; porque el marido es tan bueno que hasta sueña con su económica mujer. Vive
con el convencimiento de que no es sino un cero, cuyo valor y significación serian
nulos separándose de su mujer, que es la cifra significativa.
La voluntad del fenómeno economista es la orden del día y de la noche. ¡Cuántas
de éstas ha pasado el buen hombre cantando, paseando y zarandeándose con un niño
de pocos meses a cuesta?, fiel traslado de su mamá y preciosa alhaja con que el
marido ha visto redondeada su fortuna!
Una niñera, aunque pudiera pagarla, merced a un sueldo regular que cobra, y no
diré que gana, en el ministerio de la Gobernación, sería un lujo que la esposa, la
económica esposa no se permite.
Ha sucedido más de cuatro veces que el angelito, desconociendo todavía el
peligro de muerte en que pondría a cualquier adulto el canto de su papá, se ha
divertido acompañándole con sus manecitas y tocando el tambor en las espaldas del
ilustre progenitor.
En este caso el paciente se permite alguna queja; pero la mujer económica duerme
profundamente y sueña con el gasto de la compra del siguiente día.
A veces, cuando hace falta un papel para envolver especias, la esposa, que no
consiente a su víctima que gaste dos cuartos en La Correspondencia, va y coge un
expediente, digámoslo así, que su hombre ha llevado de la oficina, y dispone de
alguna o algunas hojas.
Cuando el pobre empleado, trabajador infatigable, como condición del oficio,
busca su expediente, y sabe que su esposa le ha despachado en parte, se lamenta, y
recibe por toda contestación un bufido. «A bien, murmura él para sí, que no será éste
el primero que se traspapele».
Escusado es decir que el día en que se cobra la paga, la incorruptible señora no
consiente que su administrado se quede sin tabaco, y le da, a buena cuenta, una peseta
de España con su conejo, para que la invierta en cigarrillos. Calcula, hace
montoncitos del dinero, y distribuye mentalmente la suma, exclamando después con
tono angustioso: «No queda ni un cuarto en pagando a todo el mundo: ni para

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comprarme un vestido, y estoy desnudita».
El paciente cordero calla. Si las levitas hablaran, ¡qué cosas podría contestar la
del empleado a la dueña de su dueño! Pero como el traje llega a amoldarse al que le
lleva, la levita, prudente, se contenta con sonreír por los codos.
La salud no se compra, dice la gente; y es tanta verdad, como que, convencida la
mujer económica de ello, tiene a prevención en su casa una cajita con algunos
medicamentos homeopáticos, que administra, según un manual que hojea para el
caso, bien sea a su marido o bien a su hijo.
¡Oh, mujer deliciosa! Todo lo sabe; en todos sus actos resplandece el espíritu
económico que la distingue: hasta en la ciencia médica.
Bien mirado, la muerte no es más que una economía de la vida. Por esto, aun
suponiendo que a su consorte se le lleven los demonios, muy señores suyos, ella no
se aparta de la buena administración.
Yo no sé quién ha comparado a la mujer económica con la sanguijuela,
fundándose en que molesta más que beneficia; pero haya sido quien fuese, no me
parece exagerado el paralelo.
La casa donde anida es un palacio encantado; las puertas de la sala, gabinete y
alcoba, no se abren sino en el momento crítico de entrar alguna persona, porque de lo
contrario todo se pone perdido de polvo, y se estropea en cuatro días. Los muebles
están completamente disfrazados de fantasmas, envueltos cuidadosamente en
percalina. Si llueve, en aquella casa no se permite la entrada a nadie sin advertirle
primero que se limpie muy bien los zapatos en un ruedo o un fragmento de alfombra
colocados en la antesala; y aun muchas veces, cuando la lluvia es excesiva, no se deja
pasar a nadie sino al comedor y a la cocina. Sin embargo, hay una cosa que la mujer
económica no economiza nunca: las lágrimas; ese tesoro que ha dejado de serlo desde
que han dado en despilfarrarle las mujeres. Lloran por su difunta madre; lágrimas
preciosas: por sus hijos; lágrimas que excitan las nuestras: por su esposo ¡caso
extraño y raro! porque no pueden comprarse un abrigo o porque se quedan sin
entrada para asistir a un espectáculo: lloran porque las conmueve la representación de
un drama y por las desdichas que afligen a la heroína de una novela.
Lloran por todo y por nada; y —fenómeno que las caracteriza— las mujeres que
más lágrimas han vertido, son las que menos han llorado durante su vida. Así se
explican las lágrimas de las mujeres económicas: lloran, porque no las cuesta ni
siquiera el menor trabajo.
Por supuesto que cuando el hombre lleva el gasto de la casa, como suele decirse,
la casa es un infierno, porque el enemigo está en la mujer económica, que todo lo
encuentra caro, malo y desorganizado. Empezando por el tendero de comestibles, y
concluyendo por la criada, para ella el mundo es una vasta, cuadrilla de rateros que
viven a expensas de su marido y otros tontos.
La mujer económica es uno de esos tipos que nunca se concluyen de analizar, y
que presenta fases muy diferentes, aunque siempre en armonía con su sistema

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proteccionista; pero bien entendido, como la caridad bien ordenada. Generalmente es
sensible en apariencia, y hasta suele llorar las miserias de sus prójimos; pero vayan
ustedes a pedirla una peseta, y de seguro se quedarán sin los cuatro reales.
Si ella necesita un vestido, puede que se enternezca y se le compre; paro que se
atreva su marido a comprarse un sombrero, y la oirán ustedes exclamar, cuando
menos: «Ahora no te hacía falta; el otro no estaba tan malo: a ver cómo le cuidas, que
ya ves, hijo mío, que no estamos todos los días para despilfarros semejantes».
Yo he conocido a una de estas apreciables esposas, que cuando se permitía su
marido tomar café dos noches seguidas, le amenazaba con el divorcio; y ¡pásmense
ustedes! el hombre se entristecía.
«¿Qué va a ser de ti, decía, cuando yo muera?» especie de augurio que suele
preceder a un discurso encomiástico de sus propias virtudes, o a un ataque violento, a
una recriminación en boca de la mujer hacendista.
Conozco a otra inmensamente rica, que cuando va al teatro con su marido y sus
dos hijas, y no va por cierto con mucha frecuencia, dispone que durante ocho días se
disminuya la cantidad de garbanzos en la comida de toda la familia; es decir, de los
criados de la casa. No es necesario añadir que estos están deseando que la señora se
divierta; y ella no cesa de repetir durante una quincena: «¡Cómo nos divertimos!
¿verdad fulano?». Este fulano es el marido.
¿Pues y la cocinera, generalmente vizcaína o gallega, que consigue meter la
cabeza, como ellas dicen, en una casa grande, y pertenece a la variedad de las
económicas? Y esto es indispensable, tratándose de vizcaínas y gallegas. ¡Qué es
verla en la compra; y durante el ejercicio de su pringoso ministerio, cómo escatima,
cómo busca, cómo averigua el puesto o el establecimiento donde se venden los
artículos de primera y aun de segunda necesidad con más baratura! ¡Qué interés la
mueve en beneficio de sus amos! ¡Qué instinto tan económico guía sus
investigaciones!
Oirán ustedes decir que sisa, que comparte con el ayuntamiento este dulcísimo
derecho al cobro de un arbitrio; pero ¡niéguenlo ustedes! la cocinera es una mujer
económica, et voila tout. Sus cuentas son claras, sus sentimientos nobles, sus
aspiraciones el beneficio de la casa. No se puede pedir más. Pasados algunos años,
verán ustedes cómo tiene reunidos en el fondo de su baúl algunos miles de reales,
fruto de sus economías. Por más que la maledicencia diga lo que quiera, la mujer
económica es un regalo para el hombre. Ella dispone de los placeres, de las
costumbres^ de los pensamientos de su consorte, y los enfrena cuando pueden
conducirle al precipicio de gastar una peseta. Sueña infidelidades en él,
malversaciones, extravíos punibles; aborrece a los amigos que ordinariamente le
acompañan: incendiaria los cafés, los teatros, las tabaquerías, y hasta a los sastres y a
los zapateros; porque todo lo vé por el prisma de su fanatismo administrativo. Y ¡oh,
fatalidad! ¡Caprichosa hembra! ¡diosa económica que persigues a los buenos!
ordinariamente a una mujer aprovechada proporcionas un hombre pródigo hasta el

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despilfarro, amante de la vida alegre y de las emociones del placer, como a las feas
buenos mozos, y como a las niñas bonitas hombres que apenas lo parecen.
Cuando la mujer económica sabe la renta, el sueldo o la retribución que percibe
su marido, cada paso es un gazapo; esto es, cada fin de semana, de quincena, de mes
o de trimestre, hay toros y cañas entre los cónyuges. Y bien mirado, más le vale al
marido que no haya toros sino en esos días; porque como siempre puede sucederle a
uno alguna desgracia mayor que la que deplora, justo es que se felicite de su buena
suerte.
Al marido siempre le queda un recurso: triste es confesarlo, y no muy prudente
descubrirlo; pero, por si ustedes no lo saben, voy a decírselo. El recurso, es…
engañar a la mujer económica; y crean ustedes que esto es lo que hacen los picaros
desagradecidos.
Ya se vé, la administración gubernamental es una carga más que un beneficio: los
ejemplos así lo demuestran; y la administración gubernamental-casero-femenil es
mucho más que una carga; y el hombre más pacífico tiene sus humos de libre, feliz e
independiente, y ya que no pueda desprenderse de la carga, procura a lo menos
aliviarse de una parte de ella.
¿Qué hace un pueblo cuando le pesan mucho los impuestos? Negarse a pagarlos;
ocultar sus propiedades, su industria, sus medios de vivir: ¿no es esto? Pues lo mismo
hace un hombre con una mujer económica.
Esto es lo que viene practicando hace algún tiempo el marido de quien hablé a
ustedes al principio de este artículo (?). Un prestamista le proporciona dinero,
mediante un descuento mensual de la paga, que se justifica a los ojos de la mujer
económica, haciéndola creer que es un descuento oficial en virtud de las economías.
Desde entonces ya no hay disgustos en el matrimonio. La mujer es feliz, porque
todo lo ignora, y el marido porque vive a su gusto.
Sí, a su gusto: no se lo digan ustedes a ella; pero a mí me consta que hace pocas
noches se gastó doscientos reales en una cena, en unión de… otra mujer menos
económica, pero más amable. El prestamista de costumbre adelantó sobre su paga
aquella cantidad al humilde marido.
Si ella lo supiera…

EDUARDO DE PALACIO

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LA POLLITA

Pero, contémplela usted, y diga si puede haber criatura más mona.


¡Con qué disimulo procura mirar si le arrastra bien el vestido!
Mire usted qué ojeada echa al paso para verse en los cristales de las tiendas.
¡Con qué viveza se compara con las que transitan por su lado!
«¡Qué elegante va aquélla!».
«¡Jesús, qué adefesio!».
«¡Preciosa mantilla!».
«¡Qué bien hace el guante claro!».
Las señoritas de diez y ocho años le parecen viejas… ¡Ya se vé, hoy por primera
vez sale vestida de largo!… ¡Hoy, hoy mismo!
Ayer aún llevaba los brazos colgando; aún cantaba de día por la calle, abrazada al
cuello de su hermano: de su hermano, que ayer le parecía mayor que ella, y hoy le
parece un chiquillo.
¿Qué mira ahora, que vuelve la cabeza? ¡Ah! ya: mira a dos novios que van del
brazo… ¡Pero qué mirada más absorvente!
No te impacientes, hija mía, que ya te llegará el turno.
Ahora se detiene para hablar a su madre. ¿Qué irá a decirle?
Si yo pudiera oír… A ver.
—¿Ves, mamá? Las tres más elegantes que han pasado, todas llevaban vestido
azul: todas.

El estado de pollita dura poco: ¡vida de lepidóptero!


¡Hola! Un conocedor del bello sexo, buen mozo, bien puesto, la mira, se detiene;
la mira… Esa mirada es para ella un berbiquí; le quita la respiración, la pone
colorada… Quiere volver los ojos, y no puede; tropieza…
Pero, señor, ¿qué es esto? Ayer lo veía todo sin extrañeza…
La pollita se encuentra con un corro de amigas que juegan a juegos infantiles…
¡Qué extraño efecto le producen! ¡Jugar! ¡delante de todo el mundo! ¡Dar saltos, dar
voces!…
¡Y sin embargo, ella lo hacia el domingo pasado, hoy hace ocho días… ¡Cosa más
rara!
Sus amigas la convidan a entrar en el corro; le saltan encima abrazándola, la
despeinan, le arrugan los ornamentos, y gritan como unas loquillas: «¡Ya somos una
más, una más: volver a empezar!…».
¡Qué cosa tan inverosímil para ella! ¡Y qué cosa tan molesta!
No sabe qué replicar; no sabe cómo deshacerse de aquel enjambre; procura

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apartarse, desahuecar el vestido, aliñar el tocado; se avergüenza de que todavía la
tomen por una chiquilla, y luego, ¿qué pensarán aquellos dos jóvenes que la iban
siguiendo?

Han pasado ocho días.


Si todos los progresos humanos se realizaran con la brevedad con que se realizan
en la pollita, antes de un año ya no tenía nada que hacer la humanidad en el mundo.
Ya sabe por qué la miran. Ya no confunde las ideas relativas a cada género de
amor; ya no tiene un solo paladar. Las fábulas de La Cigarra y La Hormiga, y de La
Zorra y La Cigüeña, le parecen la cosa más estúpida que se ha podido inventar en el
mundo. ¡Y fueron tanto tiempo sus delicias!
Antes se adormecía de gusto oyendo consejas de gigantes princesas encantadas;
hoy se dormiría de fastidio.
—Mamá, dice un día de pronto, lee Roma al revés; ¡verás!
—¿Queeee?
—Que leas Roma al revés: ¡verás lo que resulta!
—Hija, no te entiendo; no me quiebres la cabeza.
—¡Ave María! Como es tan difícil… Resulta amor.
—Bien, ¿y qué?
—Nada, que es una casualidad. Yo lo he descubierto. ¡Oh, y sin querer!
—No sé a qué viene… Todas las palabras leídas al revés dicen alguna otra cosa.
—Ya, pero algunas no dicen nada. Por ejemplo… Prim… dobladillo…, Roma, al
revés, a lo menos tiene sentido.
Y se va corriendo por la casa, y diciendo: Ro-ma, am-or; Ro-ma, am-or… Y llega
a su cuarto, y allí baja la voz, y a solas repite: Amor, amor, amor, amor…
La tempesta é vicina.

II

Han pasado otros ocho días.


Ya la trasformacion es visible, es patente.
Es lo que hay que oír lo que hablan ella y sus compañeras; porque sabido es que
las pollitas se reúnen en numerosos grupos. Necesitan, como los académicos,
verificar en común sus respectivas observaciones, comunicarse los innumerables
conocimientos que en pocos días adquieren sobre perifollos, sobre el giro qué van
tomando sus afectos, y sobre mil cosas: porque todo lo conocido hasta entonces les
ofrece nuevos aspectos.
Con admirable seguridad establecen reglas y se proponen línea de conducta, y
salpican el universo entero con sus dichos.
Ayer, como quien dice, averiguaron que existía el amor, y hoy ya creen conocer

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sus leyes, sus efectos, su influencia…
A muchas les da por fingir desprecio al sexo feo; por repetir que no les importa de
ningún hombre; que todos son unos tiranos; que el amor es una bobería…
Y lo dicen con una gracia, y se lo gorgean unas a otras con tan inesperadas salidas
de tono, con tan sorprendentes incongruencias, que yo dejarla el mejor sermón por
oirías. ¡Qué tiene que ver!
¡Y qué presumidilla se va volviendo! —Mamá, no te pongas ese mantón, que ya
no los lleva nadie.
—¡Jesús! ¡Me da una rabia este pelo! En cuanto doy cuatro pasos, ya se me han
deshecho los bucles.
El primer día que un joven audacísimo se acerca al paso a la pollita y le dice
disimuladamente: «¡Qué bonita es usted!» nada más que esto, ¡uf! ¡qué abrasadora
corriente le sube del pecho al rostro! ¡con qué estampido se le cierra la garganta! Es
cosa de pedir agua a voces.
¿Y si el joven insiste? ¿Si la sigue? ¿Si pasea su calle? ¿Si se hace presentar en la
reunión? ¿Si la saca a bailar el primero? ¿Si le dice que no puede vivir sin ella? ¡Ella,
arbitra de la existencia de un hombre! ¡Ella, señora absoluta de un corazón que ya
entra en quinta!
¿Quién duerme aquella noche? La mamá, sí; el sereno del barrio, si; la policía, sí;
pero ¡ella! Ella ha descubierto mil leguas más de mundo; ella ha ensanchado su
dominio hasta lo infinito, como es infinito el corazón humano; ella tiene por esclavo
eterno y voluntario a un hombre que solo por la viva fuerza serviría una temporada al
rey mismo: si ella quiere, él dejará la carrera; si ella quiere, se casará con él mañana;
si ella quiere… Piensa en todo 16 que ella podría querer, y todo lo vé fácil. Se vuelve
de un lado; se vuelve del otro; quiere reflexionar… No; los amantes de las dos
novelas que ha leído no eran como el suyo: eso sí que no. ¡Se agita la pobre! Está más
desvelada que cuando se acostó: mucho más. Y piensa: si los padres de él se
opusieran… ¡Y qué dirá Inesita cuando lo sepa! ¡Qué de envidias entre las amigas! Y
he de averiguar cuánto le falta para acabar la carrera. ¡Y Loreto, que es tan
presumida, que a todas quiere pasar delante! ¿Ves? ella todavía no tiene novio. Y se
conoce que me quiere; eso sí que se conoce enseguida. Si mamá notó algo… ¡Y a mí,
que no me gustaban con patillas!
Y penetra la claridad del alba en aquel dormitorio donde es imposible dormir, y el
gobernador de la provincia telegrafía al ministro de la Gobernación: «Ha trascurrido
la noche sin novedad».
¡Ah, ignorante!

III

Desde entonces el nombre del pollo amado suena de continuo en sus labios.

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—Mamá, el primo Venancio ha estrenado un precioso pantalón de última moda.
Es idéntico al de Miguel.
—En el Real habían anunciado la Lucrecia; pero antes pondrán La Traviatta. Me
lo ha dicho Miguel.
—¿La mejor peluquería? Vaya usted a casa de Sisí.
—Pero, chica, ¿tú qué sabes?
—Yo… Es donde se afeita Miguel.
—No me gusta ese café. ¡Es más cursi!…
—¡Pues si nunca has entrado en él!
—No, pero… por Miguel lo sé.
—Sí, señora; sí, señora: antes de fin de mes habrá bullanga; que se lo ha confiado
a Miguel un comandante de reemplazo.

En las reuniones de las pollitas, dirigen la conversación las que tienen novio, esté
o no oficialmente reconocido.
Se expresan en ciertas materias con una malicia que es el asombro de los viejos; a
veces revelan con la más graciosa imprudencia lo que parecen más interesadas en
tener oculto, y a veces, por lo contrario, creen ocultar con extrema discreción lo que
ponen más al descubierto.
Gran sensación cuando se casa una que fue compañera de colegio, o es vecina de
alguna de ellas y más o menos conocida de todas.
Allí se habla de los regalos de boda, del probable porvenir de entrambos, de cuál
de los desposados vale más… Ninguna de ellas cambiarla por él su novio.
Hay pollitas que… ¡cómo ha de ser! coquetean. Sí, pobrecitas, sí: algunas tienen
esta desgracia.
Delante de un espejo toman ciertas actitudes, y se prometen elegir la que les
parezca más graciosa, para adoptarla en el paseo o en el teatro.
Mucho inclinar la cabeza a un lado. Esta actitud la prefieren muchas, porque es la
más a propósito para oír bien aquellas dulcísimas cosas que el picarillo sabe decir en
voz baja, cuando parece que ni siquiera mueve los labios.
Cuando sostienen entre varias una de aquellas madejas de conversaciones propias
de la excitación de su edad, y de repente una de ellas calla, se atusa rápidamente el
cabello y se da dos inteligentes manotones en la falda del vestido, y estira el lazo del
cuello…, es que se acerca él. Le ha visto desde lejos. Le conoce entre mil.
Cuando hay conflicto entre pollita y novio, en el corro se habla en voz baja; las
caritas sonrosadas se acercan, tomando una expresión inverosímil de puro grave.
Allí se sostiene que no es de caballeros hacer lo que él ha hecho.
Allí se afirma que si él la quisiera verdaderamente, de otro modo se habría
portado.
Allí levanta la voz la que dice que el que le faltase a ella tan descaradamente, no
volvería a recibir ni palabra ni mirada suya.

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Y si llega el caso en que los amantes se reconcilien, todas las que todavía no
tienen novio desaprueban la reconciliación.

IV

A veces se habla formalmente, y entre personas mayores, de algún suceso en que


el amor haya tenido parte. De pronto, la pollita dice: —Pues yo en lugar de ella
habría hecho tal cosa. —¿Qué sabes tú? pregunta la madre asombrada. La chica
conoce su imprudencia y tartamudea: —Digo… que me parece…; porque una… —
Vaya, vaya, dice la madre algo inquieta, las niñas no deben entender de esas cosas.
Y añade en su pensamiento: estas chiquillas de hoy día no sé de donde sacan…
Yo a su edad, ¡ni soñarlo!
La pollita no se sacia de experimentar el dominio que ejerce sobre el que ha
jurado amarla eternamente.
Querría ella realizar todos los imposibles.
Querría… en primer lugar, que él viese en ella la criatura más atractiva, más
bella, más complaciente; y querría, también en primer lugar, que el novio fuese su
más rendido esclavo, que hiciera alarde de ello, y que fuese un Proteo puesto a sus
órdenes. Si fuma, se pregunta si dejarla de fumar por ella; si no fuma, se pregunta si
por ella se aficionaría al tabaco; si él es hombre de armas tomar, se complace en
horrorizarse pensando en los peligros a que se exponen los hombres valientes; sí se
habla de uno que con riesgo de la vida hizo alguna hazaña, se satisface pensando:
esto también lo habría hecho él. Si es de carácter pacífico, se alegra pensando que ése
es el más a propósito para la vida conyugal.
La pollita que tiene novio alegre y decidor, habla pestes de los poco dados a
gracias y chistes; la que da de primeras con un joven de humor opuesto, no tiene en
buen concepto a los muy alegres.
Sucede en ocasiones que a la pollita le dura un año el primer novio.
Llega el rompimiento, y…
No tengo para qué ponderar su disgusto, su pesadumbre.
«¡Él, que juraba!… ¡Yo, que creía!… ¡Qué desengaño! ¡Son unos perversos! ¿Yo
amar en mi vida? ¿yo? aunque me… ¡Nunca!».
Pero lo grande es cuando al cabo de otro año, la pollita, muy puesta sobre sí,
conoce que ni había empezado a amar al tal novio, ni aquél era el camino, ni padeció
más que en su vanidad los efectos de un pueril despecho.
Y entonces… ¿Saben ustedes lo que sucede también entonces?
Que cuando se habla de ella en ciertas reuniones y alguno dice: «Si, la pollita»
siempre hay alguna madre que replica:
—Pues ya no es tan pollita, que digamos.
—Señora, si es muy joven…

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—Lo que es, es aniñada.
—Pero ¿qué edad puede tener?
—No sé; pero dos años atrás ya estaba cansada de tener novios… Con que, a ver.
—Pues no creía yo…
—¡Vaya! Lo menos le lleva año y medio a la mía.
Ello podrá no ser exacto; pero inexactitudes como ésta se deben perdonar a las
madres, sobre todo cuando no se proponen adobarnos para yernos.
La reunión acuerda que ya la pollita no sea tenida por tal en lo sucesivo.
Respetemos, pues, su acuerdo, poniendo remate a este artículo.
La pollita pasa a la categoría de niña casadera, y yo no debo pasar de ahí.
He llegado al límite, y la dejo en la frontera de su nuevo estado, en que acontece
lo que Ángel Aviles supo referir muy bien, como ustedes han visto.

LEONCIO ALIER

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LA MALDICIENTE
¿Quién lo diría a veces, no es verdad? Porque con aquel habla tan suave, y aquella
vocecita simpática y un semblante atractivo, parece que no debería pensar ni decir
nada malo; pero sí, sí; fíese usted y saldrá escarmentado.
¡Es que es mucho cuento! Demasiado puede ella conocer que por su pícara lengua
se va quedando sin una persona que la quiera bien; pero en lugar de enmendarse, lo
hace al revés: de día en día va aguzando las saetas que lanza sobre todo bicho
viviente, y si no siempre es mortífero el veneno en que las baña, la falta no consiste
en su voluntad, sino en su talento.
Sí a lo menos todas las maldicientes fuesen feas, podría uno mirarlas con cierta
compasión, porque en el pecado llevarían la penitencia; pero lo terrible es que las
haya muy agraciadas: tanto, que a primera vista solo se esperan consuelos y palabras
afectuosas de aquellos hermosos labios que todo lo ajan y amargan.
El único gozo de la maldiciente es poder hablar de una mujer verdaderamente
culpable, aunque de ninguna ha podido averiguar que lo sea tanto como ella habría
deseado.
La maldiciente provoca la confianza de las personas con quienes entra en
relaciones, a fin de saber bien pronto sobre qué punto podrá hablar mal de ellas.
Para ella no hay recato que no sea hipocresía; no hay negocio que no sea
fraudulento; no hay afecto que no sea interesado; no hay falta leve que merezca
perdón; no hay hecho alguno en el mundo que no tenga un móvil muy censurable, y
hasta cuando no lo cree así, así lo dice; porque su propensión es a maldecir.
Cuando no tiene de quién hablar mal, habla mal de sí misma, y en ese ejercicio
estaría siempre acertada, si no calificase de excesiva templanza su cobardía y de
demasiado amor a la franqueza su incontinencia de lengua.
Y tiene una gracia especial la maldiciente, y es que hace pagar a otros la mayor
parte de sus culpas.
Pregunta a una madre cómo está de salud su hija, y le responde la madre:
—No está mal; solo que con estos fríos le ha dado un poco de tos, y como la niña
es así, finita, como usted sabe…
Ya no necesita más. Aquel mismo día esparce el rumor de que la niña está atacada
del pecho, y no deja de añadir:
—Yo no lo habría sospechado; pero su madre misma, como quien dice, ha venido
a confesármelo.
La muy picara, encarga mucho que le guarden el secreto las personas a quienes
comunica sus maliciosas noticias; pero como a los amigos les habla mal de los
amigos y a los parientes les habla mal de los parientes, refiriéndoles cosas que no
pueden callarse sin menoscabo del decoro propio o de la familia, resulta que cuando,
pregonado el secreto, sobrevienen las peleas y los disgustos, y se sabe que la causa ha
nacido de la maldiciente, ella se indigna, y replica que no habría ocurrido el menor

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disgusto si las personas a quienes se confió hubieran sido reservadas.
¡Ah! Cuando considero que el bello idioma español, tan susceptible de ternura y
nobleza en boca de la mujer, se emplea tan indignamente, querría que todas las
maldicientes fuesen a lo menos tartamudas o solo supieran hablar ruso, para que no
las entendieran más que los académicos que supieran el ruso.
Toda hermosa, toda rica, toda mujer amada es objeta de maledicencias femeniles.
¿Queréis saber en vuestra tierra cuál es la mujer de quien peor hablan las
mujeres? Es aquella de quien mejor hablan los hombres.
Cuando una maldiciente pondera la fealdad de una conocida suya, cuanto más fea
la supone se figura que tanto más hermosa ha de parecer ella al que la escucha.
Esta afirmación, que tengo por acertada, no ha nacido de mí. La hizo una señora
que durante su vida dio muestras de más que regulares entendederas.
La maldiciente se fortalece en el ocio.
Suda un hombre y se afana trabajando para reunir un caudal que le consienta vivir
descansado el último tercio de su vida. Ea, ya lo ha conseguido; ya se retiró de los
negocios; ya puede gozar de una felicidad relativa; pero… allí está su mujer, su mujer
que se aburre en el ocio; que como no lee, ni pasa largas horas en el tocador, ni tiene
ocupación alguna, se entrega por completo a la maledicencia.
¿Mujer ignorante y ociosa?… No diré que sean maldicientes todas que se hallen
en ese caso; pero si ustedes no me conceden unas noventa y cinco por ciento, lo
disputaremos.
Hay maldicientes de circunstancias y hasta involuntarias. Me explicaré por medio
de un ejemplo.
Si usted, señor lector, quiere enterarse de las cualidades de una moza casadera,
hija de un médico que tenga una posición regular, no pida usted noticias a ninguna
otra moza casadera, hija de médico con regular posición. ¿Me ha comprendido usted?
Es que sin malignidad tal vez, es fácil, muy fácil que a la chica le alarguen la
edad, le acorten el caudal y le entrecorten con puntos suspensivos el relato de sus
prendas de carácter.
La maldiciente no siempre logra sus triunfos hablando mal. Muchas veces con
decir: «¡Dios mío!» hace más daña que la peste; otras veces con un ademan, con una
mirada, causa estragos.
Agustina me acuerdo que se llamaba una buena señora que padecía crueles
angustias para ocultar al mundo el grave detrimento que hablan padecido sus
intereses. Tuvo que empeñar cierta sortija que tenía grabada una fecha memorable, y,
en vez de piedras preciosas, una cajita de tapa esmaltada que encubría una cifra. La
pobre Agustina no pudo rescatar la joya, y disimulando su vergüenza, decía que se la
había enviado a un hermano que tenía en América.
Pero la maldiciente lo husmeó, se enteró, compró la sortija, se la enseñó a sus
amigas reunidas, y con el aire de la mayor inocencia dijo:
—¿Verdad que no está mal? Por una friolera la compré en una casa de empeños

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con una porción de chucherías.
No digo si lloró aquel día Agustina. ¿Para qué?
La maldiciente, cuando no tiene que maldecir, calla. Pero ya he dicho que a veces
maldice hasta callando.
Consiente que sus criadas le cuenten todo lo que quieran sobre los defectos de las
personas a quienes han servido; y cuando la muchacha ya ha exprimido todo el jugo
de su memoria, y no tiene más que contar, entonces ella, que haciéndose la distraída
no ha desperdiciado un ápice del relato, dice:
—Mire usted; déjese de esas historias, porque cada cual hace lo que le parece, y a
mí no me gusta saber vidas ajenas.
¡Ah, bribona! Y no hace otra cosa en su vida que satisfacer su pasión a costa de
ajenas vidas y honras.
Cuentan que en cierta elevada esfera vivía una hermosa señora, a quien varias
maldicientes motejaban de fea.
Quiso ella castigarlas, y lo consiguió, porque cada semana le quitaba a una de
ellas el amante. Con todas hizo lo mismo, de modo que en lo sucesivo no pudieron
llamarla fea; pero desde entonces la acusaron de viciosa e inconstante.
Mas suponiendo que esa señora hubiese logrado cerrar la boca a las maldicientes,
no todas son aptas para tomar la venganza que tomó ella. Hay estómagos de
estómagos.
Tomasito estaba en víspera de casarse con Adela: como que no faltaban más que
ciertas formalidades para la celebración de un matrimonio esperado con vivas ansias
por la familia de la novia.
De repente se opone el padre del mozo, le amenaza con desheredarle, y viendo
que ni aun así cedía, le escribe que si no retira la palabra empeñada y no vuelve
inmediatamente al hogar paterno, será culpable de la muerte de su madre, qué no
podrá resistirlo.
El pobre mozo, aterrado, se arranca de los brazos de la novia, le devuelve su
libertad y vuela a su tierra.
Adela y su familia estaban consternadas. Todo era en la casa tristeza y silencio.
En medio de aquella consternación, aparece un día la maldiciente. Entra risueña,
besa a la madre, besa a la hija, da una mirada al rededor, y con voz argentina
pregunta:
—¿Y Tomasito? ¿Tan bueno, eh? Me alegro.
Y no satisfecha con lanzar ese dardo, cuando le advirtieron su inoportunidad, ella
replicó:
—Pues yo no vi que Adela estuviera triste; antes al contrario, me pareció que…
Seria aprensión mía.
Ella fue la que al referirle que Lucia acababa de huir con su amante, preguntó:
—¿Con cuál?
Algo se había murmurado sobre si Juan Antonio Palomares visitaba con

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demasiada frecuencia a su amiga Esperanza, cuyo marido estaba ausente.
Pero solo a nuestra maldiciente se le podía ocurrir la diabólica ocurrencia de
encargar una caja de sobres y papel de cartas con las iniciales J. A. P., dejarlos
pagados y mandar que los enviasen a casa de Esperanza, apenas llegó el marido con
ciertos barruntos que le traían inquieto.
Y después que hubo promovido el conflicto, fue contándolo por todas partes y
diciendo que lo sabía por una cuñada del litógrafo.
¡Es la peste en figura de mujer!
La maldiciente, si es mujer de dinero, se complace en zaherir a las que se ven
obligadas a cercenar gastos. Prefiere imaginar que la economía es efecto de avaricia,
que de hábitos de orden.
Es además monótona.
En el paseo, no vé más que feas, desaliñadas, ridículas. En las familias no
encuentra más que viejos memos, esposas o zalameras y falsas o ariscas y cerdosas;
en los dramas, todos los afectos nobles los tacha de imposibles o exagerados.
Aborrece los periódicos, porque dicen insolencias que resuenan más que las suyas.
Ella querría ser la única que pudiera llamar cuadrúpedo, bribón, borracho, falsario
y asesino a quien se le antojara.
Si a lo menos la maldiciente pudiese invocar, a modo de circunstancia atenuante,
alguna virtud notable…
Por desgracia no suele suceder así.
El defecto de la maledicencia va generalmente acompañado de otros muchos.
¡Ay del hombre que caiga en manos de una maldiciente beata!
¡Ay de la familia que abrigue en su seno una mujer que por maldiciente se haya
quedado soltera!
¡Ay de la esposa mal correspondida, que confía sus cuitas a la maldiciente!
No puede haber parentela bien unida, ni confianza conyugal, ni desliz oculto, ni
reputación segura, donde entre una de esas víboras.
Ocio, ignorancia, mezquindad de ánimo: grande es vuestra maldecida victoria
cuando os enseñoreáis de una pobre española.
Pero, señor, cuando parece que solo fueron criadas para contener todo lo bueno
que a los españoles nos falta, ¿no es un dolor verlas llenas de…
¡Vamos, no me quiero sofocar!

FRANCISCO CANTAREL

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LA BIEN RELACIONADA
Muchos sabios fisiólogos y pensadores eminentes han creído descubrir en el
corazón humano el egoísmo como móvil directo de una gran parte de los actos del
individuo.
No sé si después de un detenido examen tendría alguna objeción que oponer a esa
idea; pero lo que desde luego puedo asegurar es que a primera vista la opinión de
esos fisiólogos ha encontrado en mi raciocinio una acogida benévola: más aun:
simpática.
En efecto, la poca experiencia con que ya camino por este mundo, y la práctica,
que tanto enseña, me han hecho entrever, en más de un favor recibido, en más de
cuatro otorgados, en algunos actos de heroísmo, en muchos de caridad y en no pocos
de desprendimiento, un fondo, una base egoísta que, sin quitar un ápice de mérito a
los hechos generosos, oscurece en parte la pureza de su origen.
¡Cuánta limosna se da para recibir el elogio del que la necesita! ¡Cuánto favor se
dispensa a cambio de una frase de agradecimiento! ¡Cuan fácil es, teniendo dinero,
ser caritativo! ¡Cuan poco cuesta dispensar protección y apoyo al que lo ha menester,
si el otorgante tiene posición y medios para proteger y apoyar!
Frecuentemente, el que tiende una protectora mano al desvalido ¿qué hace sino
comprar por un puñado de oro, que le sobra, una satisfacción interna, de que carece?
Pero esto del egoísmo es preciso estudiarlo con detenimiento; porque así como se
dan casos en que por esta pasión puede un acto de virtud convertirse en una
especulación odiosa, no es menos cierto que en otras ocasiones el egoísmo puede ser
un deseo noble y justo, como lo es a veces la ambición, clamor propio, el orgullo, y
aun el patriotismo, dicho sea con permiso de los que opinen en sentido contrario.
Creo, por lo tanto, que podríamos convenir en que el que se esfuerza por lograr a
todo trance el título de generoso y caritativo, y persigue el diploma de tal sin reparar
en los medios, sin regatear gastos, sin escatimar sacrificios, como si se tratara de
alcanzar el grado de bachiller en moral, es distinto de aquel que logra el título sin
pensarlo, sin esperarlo y sin perseguirlo, y que solo conoce el bien que hace por el
deseo que tiene de hacer otro nuevo.
Porque hay que establecer la debida diferencia entre el que dice: «Hoy he hecho
tantos favores; los apuntaré en mi memoria» y el que, olvidando los que ha hecho
hoy, solo piensa en los que pueda hacer mañana; entre el que se frota las manos al
recordar las miserias que ha remediado, y el que se acongoja por las que no ha podido
remediar.
Si convenimos en esto, lectora mía —que a las lectoras me dirijo—, tendré ya
mucho adelantado para bosquejar el tipo de la mujer bien relacionada, que de una
interminable lista de mujeres de varias clases, caracteres, opinión y circunstancias, he
entresacado para presentarle a tu vista (y perdón por la llaneza en el tratamiento).
El hallazgo del tipo, debo confesarlo ingenuamente, ha sido para mí agradable:

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¿no ha de saberse con satisfacción que hay mujeres que viven haciendo favores,
donde hay tantas que solo viven de recibirlos?
Porque yo, con el título de bien relacionada, quiero distinguir tan solo a la que
por varios medios, lícitos todos, y Dios me libre de pensar de otro modo, ha adquirido
un caudal numeroso de amigos, a los cuales molesta de tarde en tarde con tal cual
recomendación para el que recurre a ella en demanda de la misma, y de cuyas
recomendaciones jamás obtiene ella más ventaja que la de poder decir sin afectación:
«Yo soy feliz con solo ver que lo son los que me rodean».
Pues bien, esta mujer, en el apogeo de su estado, frisa en los cuarenta años, y ni es
tan coqueta que pretenda ocultarlos tras un artificioso barniz, ni tan despreocupada
que no sepa que la buena forma es el todo en ocasiones.
Papá fue intendente o administrador de no sé qué aduanas, y su conducta
intachable, su probidad y su celo le captaron las simpatías de todos los que tuvieron
ocasión de tratarle, y aun la de algunos ministros que le llamaron más de cuatro veces
para hacerle de palabra el panegírico de su honradez, acreditada ya en la hoja de
servicios y en otros documentos oficiales. Por otra parte, papá no era de estos que se
meten en política: para él tan prójimos eran los blancos como los negros; así es que
en uno y otro bando tenía personas que se honraban con tenerle por amigo. ¡Si viera
usted cuántos coches fueron el día de su entierro!
Mi tipo, joven entonces, pensó tomar estado para tener quien mirara de cerca por
ella, y trascurrido el año de luto se unió conyugalmente a uno de aquellos amigos a
quienes papá prefería, y que era su vivo retrato en costumbres, laboriosidad,
educación y fineza.
Diez años vivieron en santa paz, hasta que una picara e inoportuna pulmonía
cortó el hilo de la vida de este honrado servidor del gobierno, cuya muerte llenó de
dolor a sus numerosos amigos, entre los cuales los había ¡yo lo creo! de
respetabilidad y de nombradla.
Recibió la viuda nuevas proposiciones de matrimonio; pero rechazólas todas con
humildad y modestia, porque, como ella decía: «Con mí viudedad, lo poco que me
produzcan los bienes que tengo en el pueblo, y la casita que tengo en Madrid, saco lo
suficiente para vivir con desahogo y sin opulencia, y yo no necesito mas».
Y en efecto, así vive aun hoy.
Pero el caudal mejor que de su padre y esposo recibiera en herencia; es
precisamente el que a ella más la enorgullece. Me refiero a las relaciones de amistad
que ha heredado, y que ella por su parte procuró aumentar honrosa y noblemente, y
cuya conservación es hoy día su cuidado favorito.
Y así como otras al llegar a la edad provecta dedican todo su afecto al perro
faldero, o al amante ambicioso, o a la literatura ramplona, doña María (que de algún
modo he de llamarla) se dedicó a aliviar las desgracias del prójimo, utilizando para
ello la influencia que el buen nombre de su padre y esposo la habían proporcionado.
Aquel coronel fiel amigo de papá; aquel subsecretario que tomaba café con el

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esposo; aquel escritor que iba in illo tempore a la tertulia de casa, cuando en casa
había tertulia; aquel conocimiento hecho un año en San Sebastián; el que tenía el
abono del teatro (cuando había abono) junto al nuestro; el que va a casa de las de
López; el que la presentaron el día del Corpus otros amigos que no recuerdo; las
esposas de esos amigos, con alguna de las cuales ha intimado; los demás parientes de
todos esos amigos… unos y otros, estos y aquéllos, los de acá y los de allá, todos, en
fin, han admirado siempre las Virtudes que adornan a doña María: los que conocieron
a sus padres y a su esposo, añaden al afecto que ella les inspira, el que les produce el
recuerdo de aquellos santos varones, y todos, como digo, la han dicho mil veces, y se
lo han demostrado varias, que «están deseando servirla, que ponen a su disposición
sus humildes servicios, y que una simple notita que les envíe basta para que ellos se
«desvivan por complacerla».
Así es que doña María, que no tiene pasión política; más aun, que no sabe lo que
son bandos en política, ni en ciencias, ni en artes, ni en nada, tiene varios amigos en
cada partido, en cada profesión, en cada fortuna, en cada ramo del saber humano, y
es, con esta suma de relaciones, feliz, porque la consideran; dichosa, porque puede
hacer bien a las gentes a costa de poco trabajo.
Inútil será decir el cuidado, la perseverancia, la asiduidad con que doña María
conserva las amistades de estas gentes. Mil tarjetas al año, quinientas cartas por el
correo, y un pequeño desembolso de cuando en cuando, la bastan para cumplir como
debe con aquellas personas. Todas las mañanas su primer ocupación es la de quedar
bien con los amigos, a los que mima y adula. Con el libro de visitas en una mano, La
Correspondencia en la otra, y el calendario a la vista, empieza la operación que ella
llama: «Echar comida a sus pollitos».
—¿Qué día es hoy? ¿San Luis? Tarjeta a Gómez y Rodríguez, visita a Luisita
Prado, un ramilletito modesto a D. Luis Ponce… ¿Qué dice La Correspondencia,
¿Que han ascendido a fulano? Carta felicitándole, sin que se olvide el decir «que es
acreedor al ascenso». ¿Que ha hecho dimisión mengano? Esquela deplorando que se
retire de la vida pública, donde tanto bien hacia a sus conciudadanos. ¿Han llegado de
baños los de X.? Tarjeta hoy y visita mañana. ¿Se van fuera los de L? A despedirlos.
¿Ha publicado N. un libro? Felicitación. ¿Tiene H. un nuevo vástago? Enhorabuena.
¿Se quedó viudo B.? Pésame, etc., etc., etc.
Porque no ocurre nada, no acontece nada, por insignificante que sea, en las
familias de los amigos de doña María, sin que ella no se crea obligada a enviarles, a
manifestarles la expresión de sus sentimientos, siempre con delicadeza, con
sinceridad.
Por Noche-Buena, por Pascuas, por la recolección y en otras varias épocas del
año, doña María recibe de su pueblo tal cual pavo bien cebado, media docena de
gallinas, cestos de frutas, cajones de bollos hechos por aquellas monjas «que los
sacan a las mil maravillas». Y ¿para quién creen ustedes que doña María quiere todo
aquello? ¿Para ella? Nada de eso. Para sus amigos, para complacer a sus amigos, para

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hacer finezas a sus amigos, para tener contentos a sus amigos.
Esta política de atracción produce óptimos frutos, porque no se da un solo caso en
que al recibir un modesto regalo dejen de exclamar los obsequiados: «¡Pobre
Mariquita! ¡Mira cómo se acuerda de nosotros! ¡Es una infeliz! ¡Nos quiere tanto!
¡Yo la tengo un cariño!…».
Ahora bien; ¿quieren ustedes decirme qué favor pedirá doña María que le sea
negado por todos los que de ella tienen formado tan elevado como legítimo concepto?
¿Quieren ustedes decirme qué recomendación negará doña María al que necesitado
de ella se presente a solicitarla?
Así es, que desde la portera de la casa que quiere meter a su chico en unas
oficinas donde se haga hombre, hasta el hijo de un ricachón, que ricachón y todo
necesita una recomendación para que su hijo encuentre benevolencia en el tribunal
que ha de examinarle, todos recurren a doña María, que con su dulzura, su bondad y
sus muchas relaciones, es la encargada en la sociedad de socorrer a cada persona con
los esfuerzos de los demás. ¿Qué mejor lazo de unión entre las familias que doña
María?
Y como todos lo saben, como su fama es notoria entre sus amigos, entre sus
vecinos, en su pueblo y en todas partes; como todo el mundo dice: «¿Doña María?
¡Ya está bien relacionada, ya! Conoce medio Madrid. ¡Pídale usted un favor y verá
como lo hace volando!» de aquí que parezca que en la casa de doña María hay
continuo jubileo.
Allí llega todo el mundo; todo el mundo va a pedir una misma cosa, y todo el
mundo sale complacido.
La mujer del médico del pueblo necesita una recomendación para que resuelvan
pronto el expediente de su viudedad; la vecina de la boardilla quisiera que su hijo,
que le ha tocado la suerte de soldado, no saliera de Madrid, para estar a su vera; el
novio de la criada (honrados muchachos ambos) quisiera una plaza de cualquier cosa,
porque acaba de cumplir y quiere trabajar; el vecino del principal pide una tarjeta
para ver al ministro a solas y proponerle un proyecto; el hijo de López quisiera un
ascenso, el de Rodríguez un traslado, el de Sánchez una permuta, etc., etc., etc.
Y ¿tan difíciles, tan arduas, tan trascendentales son las peticiones que a doña
María hacen y que ella traslada a sus amigos? ¡Resolver un expediente! ¡Dejar en
Madrid a un quinto! ¡Una plaza en resguardos! ¡Una hora de audiencia! ¡Un
ascensillo! ¡Un traslado! ¡Una permuta! ¿Qué obra de romanos pide doña María?
Porque ella ya se guarda bien de no meterse a pedir favores trascendentales. ¿Un
gobierno de provincia? ¿Una recomendación para elecciones? ¿La concesión de una
contrata? ¡Oh! eso jamás lo pide doña María, la cual, cuando más se aparta de sus
propósitos, es cuando pide para alguno una cruz sencilla de esas que de puro comunes
y manoseadas ya son distinguidos los que no la tienen.
Además que ella, como no da tarjetas ni esquelas recomendatorias por hacer gala
de sus vastas relaciones, procura molestar solo lo preciso, lo puramente preciso,

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recomienda a personas siempre de buenas costumbres, y todo esto facilita
notablemente su humanitaria empresa.
Y ¡qué cartas! ¡qué tarjetas! ¡qué modo de pedir tan delicado, tan humilde, tan
cariñoso! Vean ustedes un autógrafo suyo que conservo en mi poder:
«Estimado Álvarez: El dador de la presente es un honrando padre de familia que
se ha quedado sin pan. Su probidad, su buen celo, su aplicación y su intachable
conducta me mueven a recomendarlo a usted eficazmente, en la convicción de que
ahora, como siempre, encontrará en usted la desgracia un protector cariñoso.
Atiéndale usted, pues, en su petición; favorézcale, ya que puede hacerlo, y tendrá
usted la satisfacción envidiable de haber salvado del hambre y la miseria a una
familia honrada. Esto espera de usted su afectísima amiga Q. B. S. M. —María de
la X. —Tantas cosas a Lola, a la cual visitaré un día de éstos».
Si la recomendación es por tarjeta, escribe de su puño y letra sobre el nombre
litografiado la frase: «Recomienda eficazmente a su amigo el Sr. D. N. N. al dador de
la presente su afectísima y segura servidora…».
Doña María es, en resumen, el paño de lágrimas de sus parientes lejanos, de los
parientes de los amigos, de sus criados y los parientes de éstos, y de todos aquéllos,
en fin, que más o menos de cerca solicitan su apoyo, que siempre encuentran, sin que
sea parte a disminuir el buen deseo de la recomendadora la diferencia de edades,
posición o fortuna.
¿No ha de ser, pues, legítima mi satisfacción, amable lectora, al haber tenido la
suerte de emborronar un poco de papel describiendo a grandes brochazos uno de los
tipos más virtuosos, más encantadores, más halagüeños de entre los muchos que
suministra esa mitad humana depositaria de todos los afectos, de todas las pasiones,
de todos los sentimientos conocidos?
¡Ah! sí. Dichoso me considero con haber sido el encargado de presentar a una
española, cuya abundancia de buenas cualidades se utiliza hasta para recomendar mis
defectos literarios.
Porque, eso sí, yo no me presento sin apoyo. Sabe, lectora mía, que acudo a ti con
una recomendación de doña María, a la cual, aunque solo de vista, debes conocer.
Conste así.

MANUEL MATOSES

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LA SIEMPREVIVA

¿Pero sabe usted, mi querido Robert, en qué intrincado soto me ha metido al


encargarme que pinte una española?
¡Bonita se va a poner la retratada por mí, cuando repare que en vez de pintar su
retrato solo he dibujado un mamarracho, digno de figurar en el más grotesco pliego
de aleluyas!
¡Pobres mujeres!
Cuando los españoles tuvimos la ocurrencia de presentar al público nuestros
retratos, fuimos tan cautos, tan egoístas y tan desconfiados, que publicamos un libro
titulado Los Españoles pintados por sí mismos.
Entonces no quisimos encomendar a extraña pluma ni a femenil caletre la tarea de
ensalzar nuestras virtudes, por temor de que a la par se metiesen a descubrir nuestros
defectos. En aquella ocasión practicamos la utilitaria doctrina de Juan Palomo; pero
hoy que ha llegado su vez a las españolas, no queremos reconocerles el mismo
derecho, y henos aquí a más de veinticinco hombres publicando un libro con el título
de LAS ESPAÑOLAS PINTADAS POR LOS ESPAÑOLES.
¿Cur tam varie? que dijo el otro.
Hace muchos años, cuando el editor D. Ignacio Boix publicó aquella curiosa
colección de tipos, nada habría tenido de extraño que los españoles se encargasen de
pintar a las españolas, porque muchas seguramente no sabrían pintarse; pero en el
año de gracia de 1871, ¿quiere usted decirme, señor D. Roberto, cuál es la mujer de
España que no se pinta sola, desde la dama más aristocrática hasta la más popular de
las fregatrices?
Pero usted manda, y yo obedezco.
Pintaré el retrato de una española de la mejor manera que me sea posible.
Desgraciadamente no pertenezco a la familia de los Madrazos literarios, que tan
brillantes retratos han presentado ya en esta galería. Mi paleta es harto pobre: el
manojo de mis pinceles no es más que una brocha gorda, y de seguro que nadie
conoceria el original de mi relato a no revelarlo el título que lo encabeza, y que traerá
a la memoria de mis lectores aquella famosa inscripción: Éste es un gallo.

II

La siempreviva no es un tipo exclusivamente madrileño, ni aun castellano, ni


andaluz, ni particular de una provincia de España. Es un tipo tan sobradamente

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español, que bien puede llamársele europeo y hasta universal.
Tampoco pertenece a esa raza de tipos que solo se encuentran en los grandes
centros de población. La siempreviva nace, crece, se desarrolla y dicen que muere, lo
mismo en las grandes ciudades que en las modestas villas o en los pueblos de corto
vecindario.
En cualquier lugar de España hallareis tres tipos indispensables: el alcalde, el cura
y la siempreviva.
Pero ahora observo que he pintado ya algunas de sus principales circunstancias,
sin haber definido previamente mi tipo.
¿Qué es la siempreviva?
Dadas sus condiciones de juventud permanente, no titubeo en afirmar que la
siempreviva es la última encarnación, la moderna forma de aquellos seres inmortales
que figuran entre los dioses mayores y menores, los héroes, las musas y las ninfas de
que nos habla la mitología.
Siempre joven como Hebe, arrogante como Juno, más bailarina que Terpsícore y
tan habladora como Eco, la siempreviva se burla del trascurso de los años, que o no
pasan por ella, o pasan sin desteñir su mejilla, sin encoger su talle, sin platear ni uno
solo de sus cabellos.
Yo no sé, ni a nadie le importa saber, si la constante juventud de la siempreviva es
debida a su privilegiada naturaleza o a la prodigiosa habilidad que desplega en su
tocado. Quizás haya ejemplos de todo; pero yo no debo perseguir a mi tipo hasta el
espejo de su tocador, y en último caso no son los afeites los que constituyen su
manera de ser.
Porque no hay que confundir a la siempreviva con la retocada.
La cascarilla de plata, el corcho quemado, el carmín y la tintura Padró, podrán
pulir el cutis de una mujer marchita, oscurecer sus cejas, sonrosar sus labios, teñir de
rubio o de negro sus cabellos grises; pero no podrán fortalecer su cuerpo, rejuvenecer
su alma, llenarla de ilusiones infantiles, y éstos son precisamente los rasgos
característicos de la siempreviva.
En una palabra: mejor dicho, en siete: la retocada se hace; la siempreviva nace.
¡Nace como la flor del campo, como la seta del bosque, como el sol, como el
poeta! ¡Sin que nadie la forme, sin que nadie la eduque! ¡Porque Dios quiere que
nazca siempreviva!
Muchos de vosotros, mis queridos lectores, habréis abandonado alguna vez el país
natal y regresado al hogar paterno después de una larga ausencia.
Muchos también habréis visitado dos o tres veces una misma población, con
intervalos de algunos años.
En el primer caso, ¿no habéis encontrado convertidas en madres de familia o en
murmuradoras beatas a muchas niñas compañeras de vuestra infancia, mientras que la
hija de fulano o la sobrina de mengano se conserva casi tan joven, tan elegante y tan
coqueta como aquel día en que os separasteis de su lado?

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Y en el segundo caso, ¿no habéis notado con gran extrañeza que en las distintas
ocasiones que estuvisteis en aquella ciudad os han llamado la atención las hermanas
del médico o las primas del escribano, por su perpetua juventud, su constante buen
humor y su continua asistencia a los paseos y las: reuniones?
¡Ah! que ya me parece oíros exclamar:
—¡Calle! ¡Así es Vicentita!
—¡Así es la Petra!
—¡Así es doña Purificación!
¡Sí, amigos míos, sí! En todas partes hay Vicentitas, y Petras, y doñas
Purificaciones: ¡y ése es el verdadero tipo de la siempreviva!
En sus relaciones amorosas, pesa sobre ella la fatalidad de ser el primer amor de
los mozalvetes del pueblo, y la novia forzada, es decir, obligada de todos los
forasteros.
Pero la siempreviva nunca se casa, a no ser con su opinión: y aunque en la del
público llegue a hacerse sospechosa, por los muchos amantes que se le han conocido,
lo cierto es que su vida íntima suele ser de las menos reprensibles; como que le va en
ello la conservación de su dilatada juventud. En abono de su conducta debo consignar
aquí, que oyendo referir a un amigo mío sus aventuras amorosas con una siempreviva
de primer orden, recordé más de una vez aquellos dos endecasílabos de El Diablo
Mundo:

¡Tanto pudor a los cincuenta años!


¡Oh incansable virtud de la matronal

Además, cuando la siempreviva se hace verdaderamente digna por su edad de


llevar este nombre, aspira más a la admiración envidiosa de las mujeres que a la
pasión ardiente de los hombres.
Su principal deseo es brillar a todas horas. Ni el rigor del frío, ni el calor, ni la
lluvia la retraen de presentarse en el paseo, en el teatro, en las verbenas, en todas
partes. Su continua presencia en cualquier reunión o espectáculo hace que nuestros
ojos se acostumbren a verla, hasta tal punto, que su ausencia en una procesión, por
ejemplo, sería tan notable como la falta de la cofradía celebrante.
Y sin embargo, la inverosímil perpetuidad de su juventud ha sido más de una vez
origen de su desgracia. En mi segundo viaje a una de las más bellas ciudades que
baña el Mediterráneo, cometí involuntariamente una indiscreción de la que nunca me
arrepentiré bastante.
Un rico forastero iba a casarse con una linda muchacha, al parecer de diez y
nueve años. La noche que me la enseñó en el teatro.
—Envidio a usted su suerte, le dije. ¡Qué mujer tan hermosa!
—¿Verdad que si?
—Solo recuerdo, continué diciéndole, haber visto unos ojos tan encantadores

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como los de esa niña: los de otra joven que conocí en esta población hace diez y siete
años. Por cierto que se parecía bastante a su novia de usted.
—¿De verás?
—¡Pobrecilla! ¿Qué habrá sido de ella? Huyó de su casa con un infame
seductor…
—¿Cómo se llamaba? me preguntó el forastero.
Entonces le dije inocentemente, porque el suceso había sido público, el nombre y
circunstancias de aquella desgraciada criatura. Figúrense mis lectores cuál sería mi
asombro al oír exclamar al enamorado:
—¡Diablo! ¡Pues si es la misma!
Escusado creo añadir que yo me quedé petrificado y la boda en agua de cerrajas,
todo por culpa de aquella juventud inquebrantable. ¡Durante diez y siete años, la
siempreviva había permanecido completamente estacionaria!
Otra de las cualidades que más resaltan en mi tipo, es su estudiada reserva
respecto de todo lo pasado. Obrando de otra manera revelaría fácilmente su
disimulada edad.
La siempreviva pudiera ser una excelente cronista; pero no la preguntéis sobre
acontecimientos anteriores a dos o tres años, porque os dirá que ignora el contenido
de la pregunta: ni apeléis a su testimonio para probar la veracidad de cualquier suceso
que ella haya presenciado hace algún tiempo, si no queréis exponeros a que os
conteste agriamente:
—¡Está usted equivocado! En esa época andaba yo de pantalones, y no me
ocupaba más que de mis muñecas.
¡Y la verdad es que entonces contaba ya más de veinticinco años! Pero sería
mucha pretensión exigir más franqueza de la siempreviva, tan mujer al fin como la
flor de un día.
Su continua sonrisa oculta perfectamente la amargura que siente en todas partes al
recordar que hace muchos se halló en situaciones análogas.
¡Miradla en una función de iglesia! No conoceréis que está echando de menos las
largas filas de Padres Jerónimos y Franciscanos.
¡Vedla en una tribuna del Congreso oyendo a Castelar con patriótico entusiasmo!
¡La está mortificando el recuerdo de Alcalá Galiano en La Fontana de Oro!
¡Observadla en el teatro, en la primera representación de una comedia! Ríe,
aplaude y sufre interiormente acordándose del estreno de la Marcela.
Pero… ¡perdonadme, lectores míos! Tengo forzosamente que terminar aquí el
retrato de la siempreviva.
¡Huyendo de mis toscos pinceles, se ha metido en el teatro: y ese templo, del que
no soy más que un pobre sacristán, es para mi siempreviva una verdadera iglesia de
refugio que no puedo profanar, y tengo que respetar a mi victima dentro de aquel
recinto!
Una aclaración importante para concluir.

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He dicho al empezar este artículo que la siempreviva nace, crece, se desarrolla y
dicen que muere. ¿Por qué he subrayado la palabra dicen? Vais a saberlo.
Aunque nadie me pregunta la edad que tengo, debo decir que cuento muchos años
más de los necesarios para ser elector, y alguno más de los que vivió Jesucristo entre
nosotros. Pues bien; ¡en el trascurso de mis años he conocido a muchas siemprevivas
y pero no recuerdo que haya muerta ninguna!
(Cae el telón).

RICARDO PUENTE Y BRAÑAS

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LA ESPAÑOLA NETA
¡Existe! Vive entre nosotros por fortuna, y es falsa la noticia de que el tipo haya
naufragado en la borrasca revolucionaria que corremos desde principios del siglo.
Las españolas de hoy son menos hipócritas unas y menos descocadas otras, que a
fines del pasado siglo; se guardan a sí mismas sin necesidad de las dueñas y las rejas
del siglo XVIII; son más libres y por lo tanto más leales y francas que nunca.
¡Oh que anticipados lagrimones arqueológicos derraman algunos en Madrid,
lamentando la desaparición de la mano la y deduciendo de ahí que el tipo español se
ha perdido!
Pero, señoras y caballeros, digo, ciudadanos de ambos sexos, ¿tan desdichados
habíamos de ser que estuviese el tipo de nuestras compatriotas cifrado en aquélla
manolería incivil, desconocida en tiempo de nuestros bisabuelos, y cuyo efímero
reinado no extendió sus límites más allá de algunos miserables barrios de la villa de
Madrid?
¡Pues qué! ¿en los tiempos que ustedes creen mejores no eran españolas las
españolas y solamente lo eran las de los barrios bajos de la corte?
Ea, déjense de sandios aspavientos y de infantiles, cuando no cocodrilescos
lloriqueos, y no nos abarraganen el tipo de la española neta ni le den por muerto.
Vivo ingenio, gracia no aprendida, facundia para donaires, instintiva honestidad y
fortaleza de ánimo, no le faltan hoy día a la española, y la que en más alto grado
posea dichas cualidades, creo que sin error pueda ser calificada de española neta.
Si comparamos la educación que recibe la mujer en nuestra patria con la aptitud
que para todo muestra, cierto «que no podremos quejarnos de las compañeras que nos
han trocado en suerte.
La malignidad rutinaria, dice que antes las muchachas eran menos desenvueltas.
Pero antes abundaba más aquella mojigata que con tanto garbo nos retrató
Moratín el joven.
En tiempo de Moratín se decía también que antes las chicas andaban más
recogidas.
Pero también se decía entonces que era escándalo ver la gala que se hacia del
vicio, según exclamaba un autor severo:

… y nuestras Julias,
mas que ser malas quieren parecerlo.

Pero abundaban más aquellas escenas sangrientas, de que siempre eran causa los
nocturnos galanteos.
Dejemos pues a los que comprometidos a alabar lo pasado alabarían con exceso a
la generación actual que hoy abominan, si esos comprometidos volviesen a nacer

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dentro de cien años.
No: la española neta no es una hembra desgarrada y tabernaria, enemiga de todo
lo culto y ajena a todo deseo de perfeccionarse: se puede muy bien ser española neta
sin haber frecuentado las tabernas, hablando regularmente el patrio idioma y algún
otro, gustando de la buena sociedad y conmoviéndose con la música de Bellini.
Solo en la mujer española pudo notar Calderón a un tiempo mismo aquellos dos
armonizados aspectos…

de señora en el aliño,
de aldeana en el donaire;

porque la española es señoril de suyo y por lo mismo es sencilla.


Es nuestro tipo muy tradicionalista, y por esta causa conserva ciertos resabios de
que podría prescindir muy bien sin perjuicio suyo, y antes creo que con ventaja.
Como en España no se escriben libros para las mujeres, ellas tienen que
aprendérselo todo por sí mismas, y como la idea que tienen formada del decoro de su
sexo las tiene cohibidas, no dan las muestras que dar podrían de su iniciativa.
La española neta es patriota: pocos asuntos públicos la interesan; pero cuando se
le habla en nombre de la patria, su corazón responde siempre con simpático latido.
Porque es patriota y porque ama la tradición, asiste a las fiestas de toros; pero no
crean ustedes que hoy día sea tipo de española neta la menos sensible a las frecuentes
desgracias del circo y la que más impasible presencia allí espectáculos repugnantes,
no.
Al contrario: si hoy se inventasen las fiestas de toros, no habría buena española
que no levantase la voz contra ellas; que no echase en cara a los hombres el indigno
desperdicio de la vida en los redondeles; que no experimentara náuseas en aquellos
casos en que es necesario cubrir de arena los charcos de sangre y coser los vientres de
los caballos.
Pero… ella es así. Las corridas de toros, según ha oído decir, nos caracterizan;
son asunto exclusivamente nacional, y por esto las resiste todavía, si bien ya no hace
más que resistirlas, y debo añadir que en aquellas provincias donde la tradición y el
falso pretexto de lo característico de la fiesta no han hecho continuas las corridas de
toros, no hay española alguna que las alabe ni desee.
A una niña española que nunca haya visto mantillas, dadle una mantilla sin
decirle para qué sirve. Ya veréis cuan poco tarda en colocársela donde es debido, y
cómo se arrebuja en ella cruzando los paños sobre el pecho, y cómo parece que nadie
sino ella fue la primera inventora de aquella españolina prenda.
Hombres de otros países, acostumbrados al trato de sus paisanas, podrán alabar a
éstas por más instruidas, por más arriesgadas en hablar de todo; pero jamás ocultan la
viva impresión que les causa la gracia y el decoro naturales en la española.
La sencillez y la viveza se hermanan muy bien con la gravedad de la española

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neta.
Don Juan Eugenio Hartzenbusch hace decir con felicísimo acierto a una simple
bonetera madrileña:

A veces juguetoncilla
en casa, a veces apática,
parezco una diplomática
en tomando la mantilla.

Para burlas y para veras sirven en efecto las españolas, y así como en París la
mujer de más fama suele ser la de más ingenio y en Londres la más aristocrática, a
nuestras compatriotas no les basta con poseer en sumo grado una de estas dotes: es
menester que se presenten adornadas de entrambas, porque pueden.
La española neta no puede prescindir de un ideal religioso. En ningún país ha
habido más famosos teólogos que en España; en ninguno ha dominado más tiempo el
exclusivismo religioso; en ninguno está menos razonada la fe, y si esto último sucede
entre los españoles, ¿qué no sucederá entre las españolas?
En cuanto a la parte positiva de la religión, sabido es que la española reza en latín
una letanía que no entiende, y oye en latín la misa y recibe en latín los sacramentos;
pero a ella no le importa no entenderlo: hasta creo que lo prefiere, porque cuanto más
misterioso y oscuro, más agradable para ella. Su imaginación, como imaginación
femenil, se complace y recrea cerrando los ojos a la luz del sol y abriendo los
sentidos a todas las nebulosidades, y creo que se proporciona un refinamiento de
placer procurando ignorar la verdad de ciertas cosas, porque presiente que son más
bellas del modo que ella se las idea.
Las imágenes de santos, y sobre todo de santas, cuajadas de joyas preciosas y de
exvotos de todo género, pregonan la idolatría de la española; pero en su descargo
debemos decir que la española es idólatra de todo lo que cree sublime.
No quisiera ofender a mujer alguna; pero sin hacer responsables a las demás de su
inferioridad, bien puedo dar como indudable que nuestra compatriota vence a las
mujeres de otras muchas naciones en punto a honestidad, que es principalísima
prenda.
Ciertas corrupciones de que adolecen las ya viciosas, las han adquirido unas
pocas por contagio y han sido las últimas de Europa en adquirirlas, y según he podido
observar, es tal la estimación en que se tiene la mujer de nuestra tierra, que aun la que
se vende a la infamia no se vende toda, y en su mayor degradación quiere ser señora
de algo suyo.
La española neta es quien es. Quiero decir que como mujer siente el valor de su
personalidad y es de las que menos imitan a las otras.
Las mujeres francesas escriben ya mucho para el público y se dicen unas a otras
en sus libros el concepto en que se tienen y lo que les da o quita mérito.

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Esto, que con el tiempo no dudo que podrá dar buenos resultados, ha creado hasta
ahora en Francia, unos modos de ser convencionales, que contrarían la espontaneidad
y deforman los caracteres.
Además, como las expresadas mujeres escriben mucho (relativamente a lo que
aprenden), suelen equivocarse (y no lo digo en son de agravio) muchas veces.
Dice la señora de Girardin, a pesar de su buen juicio:
«El italiano tiene más talento que la italiana.
»El español tiene más talento que la española.
»El alemán tiene más talento que la alemana.
»El inglés tiene más talento que la inglesa.
»El ruso tiene más talento que la rusa.
»El griego tiene más talento que la griega.
»Pero el francés tiene menos talento que la francesa, y no hablo ya del francés
vulgar, sino del que pueda ser contado como superior entre lo más escogido».
¿Qué podemos replicar a esto? Que ninguna española neta incurriría en ese
pecado de pueril vanidad habiendo recibido la instrucción que en la señora de
Girardin reconocemos.
Precisamente la española ama y respeta a sus compatriotas porque reconoce en
ellos la superioridad del sexo, y tal 63 la rectitud de su instinto y tal el sentimiento de
su dignidad, que tomaría sobre sí la resolución de los negocios si se creyese con más
talento que el hombre para resolverlos.
A la señora de Girardin se le debe replicar lisa y llanamente: si la francesa tiene
más talento que el francés, que lo pruebe.
A esa escritora contesta con nota bien disonante una ciudadana de los Estados
Unidos, que dice:
«¿Veis cuan relajado está el carácter entre los españoles, los italianos y los
franceses? Pues la culpa la tienen las mujeres de esas naciones. En vez de aspirar al
dominio de sus respectivos compatriotas, por medio del saber, el raciocinio y la
profundidad de miras, pasan el tiempo inventando monadas, discurriendo sobre lo
que podrá dar mayor brillo a su tez o más gracia a sus ademanes, sin sospechar que
de este modo confiesan su flaqueza y fortalecen a los hombres en sus ideas de
superioridad y dominio».
Y vean ahí nuestras lectoras como las escritoras de otros países no las tratan tan
bien como los españoles, de quien tanto suelen quejarse.
¿Qué querría la señora Rebeca Smith (que éste es el nombre de la autora del
párrafo que acabo de citar), qué querría?
¿Que las niñas de España desde su más tierna edad contrastaran la influencia de la
tradición, de las costumbres, de la educación y del ejemplo?
Nos parece imposible que tal cosa desee, porque no cabe en lo humano.
La española aprovecha la escasa instrucción que recibe. ¿Es culpa suya que el
bobo de su padre se contente con verla hacer una cortesía a la francesa, con que toque

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al piano una romanza, sepa bordar y hacer mermeladas y nada mas?
La señora Smith habla de las españolas como suelen hablar de los menesterosos
los que ya se han encontrado con un caudal hecho al venir al mundo.
Si las españolas no brillan por el saber, ¿es porque se opongan a adquirir
conocimientos? Si razonan poco, ¿es acaso porque se nieguen a ejercitar su razón? Y
si no tienen profundidad de miras, ¿es que por ventura se les enseña algo más que la
superficie de las cosas?
Estimárselas debe por su adivinación y sus aciertos, y no echárseles en cara
errores y faltas de conocimientos de que no tienen culpa.
La que como la señora Smith ha nacido y vivido en un país donde la conciencia
es libre, donde la tradición es democrática, donde el saber y el ganarse el sustento
nunca fueron vilipendiados, donde los medios de educarse abundan tanto como los de
instruirse, es por demás severa, es injusta al vituperar en las españolas aquello mismo
que debiera inclinar su ánimo a compadecerlas.
Y es de advertir que ni ahora ni nunca han dado indicios de esterilidad el
entendimiento ni el corazón de las españolas.
Sin más objeto que citar de pasada algunos nombres de españolas célebres,
podemos extractar las noticias de un libro que está a nuestra vista^ donde se
mencionan las siguientes:
La valerosa María Pita, gallega, cuyo heroico ardimiento salvó a la Coruña en
1589.
María de Estrada, asturiana, consorte de Pedro Sánchez Farsan, mujer
verdaderamente hazañosa, que peleó a caballo y lanza en mano, poniendo espanto y
asombro en cuantos la miraban.
Y advertimos de paso que no es menester remontarse a clases superiores ni a
tiempos remotos para dar con ejemplos de extraordinario valor en pecho de española;
pues el discreto Feijóo decía a principios del siglo:
«Y yo conocí una que examinada en el potro sobre un delito atroz que habían
cometido sus amos, resistió las pruebas de aquel riguroso examen, no por salvarse a
sí, sí solo por salvar a sus amos; pues a ella le había tocado tan pequeña parte en la
culpa, ya por ignorar la gravedad de ella, ya por ser mandada, ya por otras
circunstancias, que no podía aplicársele pena que equivaliese, ni con mucho, al rigor
de la tortura».
Pero ese acto de varonil resistencia y de acendrada lealtad redunda solo en honor
de una española, y ya que el citado autor refiere a renglón seguido lo que honra a
muchas, séame lícito copiar también el párrafo siguiente que dice:
«Pero de mujeres a quienes no pudo exprimir el pecho la fuerza de los cordeles,
son infinitos los ejemplares. Oí decir a personas que habían asistido en semejantes
actos, que siendo muchas las que confiesan al querer desnudarlas para la ejecución,
rarísima, después de pasar este martirio de su pudor, se rinde a la violencia del cordel.
¡Grande excelencia verdaderamente del sexo, que las obligue más su pudor propio

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que toda la fuerza de un verdugo!».
Aquí para recordar la fortaleza de la mujer española en tiempos más próximos,
basta que se quiera volver los ojos a nuestra guerra de la Independencia, a las que,
como Mariana Pineda, eternizaron ilustremente su nombre en la lucha con el
despotismo, y a las que durante la guerra civil y en posteriores discordias se han
acreditado de valerosas.
Volviendo al extracto de la lista, española fue doña Ana de Cervaton, dama de
honor de la segunda esposa de D. Fernando el Católico, y mujer que siendo celebrada
por bella, lo fue aún más por entendida.
Isabel de Joya, que en el siglo XVI predicó dentro del templo en Barcelona,
explicó en Roma a presencia de los cardenales las sutilezas de Scoto, y arrebató con
su elocuencia a gran número de judíos, que abrazaron el cristianismo.
La toledana Lucía Sigeo, de quien ha escrito un bello libro nuestra preclara
contemporánea doña Carolina Coronado, supo latín, griego, hebreo, árabe y siriaco, y
fue docta en filosofía y buenas letras.
Doña Oliva Sabuco de Nantes, natural de Alcázar, supo física, medicina, moral y
política, y tuvo aliento para arrojarse a destruir los errores fundamentales que en
física y medicina privaban en las escuelas.
Doña Bernarda Ferreyra, portuguesa, que conocía varios idiomas y fue muy
entendida en poética, retórica, filosofía y matemáticas.
Doña Juliana Morella, barcelonesa, que a los doce años defendió conclusiones
públicas de filosofía, y a los diez y siete argüía públicamente en el colegio de jesuitas
de León de Francia; supo filosofía, teología, música y jurisprudencia. Sabía hablar
catorce lenguas, y ¡oh rareza! no fue tachada de habladora.
La monja de México Sor Juana Inés de la Cruz, fue celebrada como poetisa, pero
entendió más aún de todas cuantas facultades se enseñaban en su tiempo.
No pretendo lastimar la modestia ni tampoco herir la susceptibilidad de ninguna
de mis contemporáneas ilustres: no las citaré pues por sus nombres, pero algunas son
hoy las que dentro y fuera de España brillan por su buen entendimiento y otras
prendas.
Mas debe considerarse que las españolas entendidas no maravillan comparadas
con el vulgo de su sexo, sino comparadas con lo poco que se cultivan sus facultades.
El caballero portugués D. Francisco Manuel, aun confesando que había juzgado
con alguna severidad a las mujeres en general, decía: «Creo en verdad que hay
muchas mujeres de gran juicio. En España y fuera de ella, vi y traté algunas».
No porfiemos ya más en desmentir con dichos y ejemplos a los que desconocen lo
que es la española.
Que tres siglos de educación frailuna la han perjudicado, es verdad; pero ¿no nos
han perjudicado también a los españoles?
En cuanto a facilidad para aprender, yo no sé qué mujer puede competir con la
española, y en nuestras comarcas industriales, donde a cada paso la mecánica

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introduce novedades en las operaciones, no sé que jamás las mujeres más rudas hayan
sido obstáculo a que un aparato a ellas encomendado pueda cambiarse en seguida por
otro de diferente manejo.
La española neta es limpia por naturaleza; pero ya sé que en alguna ciudad de
España no tiene siquiera agua para lavarse y se ve precisada a irla a buscar a dos
leguas de distancia.
La española neta tiene recto sentido; pero cuando los españoles más eminentes se
andan desmintiendo por espacio de años enteros sobre las verdades más palmarias,
¿querrán exigir ustedes que cada española vea más claro que todos los obispos, que
todos los ministros, que todos los magistrados, que todas las dinastías?
La española neta es honesta; ¿pero ha de ser cada una de ellas superior al influjo
de toda una corte corrompida como la de Felipe IV, la de Carlos IV y la de Isabel II?
La española neta es leal y concienzuda; pero en épocas en que los que guían la
nave del Estado truecan y venden sus opiniones, sacrifican alevosamente a sus
amigos, se convidan a espectáculos pacíficos para asesinarse, ¿exigirán ustedes de
cada una de ellas más virtudes que de todos los políticos que por turno van
medrando?
Lo menos que puede decirse de la española neta es que ni su pudor, ni su buen
sentido, ni su aptitud intelectual, ni su ternura, ni su esfuerzo serán aventajados por
otra alguna, ni lo han sido.
Y tan discreta es la española neta, que, estoy cierto de ello, las que lean este
artículo dirán para sí: Justa y halagüeña es la pintura del tipo de la española neta; pero
el tipo… no soy yo.

ROBERTO ROBERT

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LA HABLADORA

No, no, apreciabilísimas lectoras, no soy yo de esos bellacos malandrines que


afirman que la palabra mujer es sinónimo de habladora. No puedo yo convenir con
esos espíritus poco investigadores que creen a pies juntillos que la locuacidad es uno,
acaso el principal, de vuestros defectos capitales. Mil y mil ocasiones he tenido en
que poder admirar y aplaudir vuestra prudente reserva y vuestro elocuente silencio, y
así quiero que conste para los efectos que puedan convenir a todas en general y a
cada una en particular.
Pero no habréis de negarme, hecha esta salvedad, que la mujer habladora existe; y
si prescindís por un momento de la pasión de partido, que diría un político, fuerza os
será confesar también que la habladora abunda mucho más de lo que fuera de desear.
Sí, lectoras de mi alma, la habladora existe en número tan considerable, y es por
lo tanto tan conocida, que acaso por esta razón se ha exagerado el mal y hemos
convenido, digo, han convenido esos pícaros en atribuir este defecto, que es un
defecto de padre y muy señor mío, a todas las españolas habidas y por haber.
Pero aquí estoy yo que, aunque español, amo la equidad y la justicia, y juro por
quien soy y por quien fui, que he de estampar la verdad en estos mal pergeñados
renglones.
Sí, lectoras idolatradas, yo me propongo bosquejar el tipo de la habladora, y
¡ojalá este modestísimo trabajo mío sirva de punto de comparación para que el
inexperto pollo y el gallo malicioso no confundan con ella a la muchacha alegre y
pizpereta que, en un momento de algazara, da rienda suelta a su buen humor
charlando por los codos, o bien, apasionada como nunca, descubre en frases tan
sencillas como abundantes los más puros afectos de su alma!

II

Acaba de cumplir los anhelados quince abriles. Ya los severos papás la permiten
alternar en las conversaciones de las personas mayores, y la joven habladora entra en
el goce de este derecho con un afán y un entusiasmo indescriptibles. Ya no se la
considera como una chiquilla. Ya puede, sin ser objeto de burla y risas, hablar del
amor y emitir su parecer en todo aquello que fuere de su agrado. Ya la juventud
masculina le procura frecuentes ocasiones en que poder lucir sus prodigiosas
facultades, y visitas, reuniones, paseos y espectáculos, no tienen para ella otro objeto
que el de soltar la taravilla. No la preguntéis si el drama ha sido de su gusto y la

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reunión o el paseo han estado animados. No lo sabe. No ha podido hacerse cargo de
ello, ocupada en referir a fulanito o a menganito las excelencias del folletín que acaba
de leer o las emociones y sobresaltos que la producen sus primeros ensayos
amorosos.
En esta edad la habladora puede hacerse tolerable en gracia de la ingenuidad y
viveza que resplandecen en sus conversaciones, aparte de que es poco exigente. Un
solo interlocutor, o mejor dicho, un solo oyente le basta. Mas adelante la cosa varía
por completo. Entonces no se contenta, no puede contentarse con hablar sin descanso.
Es necesario que todos presten atención a lo que ella dice, y no queda satisfecha si el
auditorio en masa no da señales de su complacencia al escucharla.
La habladora es un tipo que se conoce a la legua. Si tiene gran fuerza de voluntad,
reprimirá sus pasiones y ocultará sus defectos todos, menos el de querer hablar
siempre con privilegio exclusivo. Esclava de su vicio, por más que haya recibido una
educación esmerada, por más que tenga un buen talento, faltará a todas las
conveniencias sociales a trueque de satisfacer aquel vivísimo deseo de charlar que ha
llegado a ser en ella una necesidad imperiosa.
Si su maestro la explica la lección de piano, por ejemplo, le interrumpirá mil
veces con cuantas salidas de pié de banco se le ocurran, que no serán pocas, y el
pobre señor tratará en vano de proseguir y hacerse comprender.
Para la habladora el mayor aliciente del amor está en lo originado que es a
sostener polémicas y entablar discusiones en que ella lleva, como dicen los músicos,
la parte cantante.
Es poco fuerte en materia de retórica y poética, y en elocuencia deja bastante que
desear al menos exigente. Mas aun poseyendo estas envidiables dotes, incurrirá a
cada paso en disparates garrafales.
Su palabra precede al pensamiento, y las más de las veces empieza sus
interminables discursos sin tener la menor idea de lo que va a decir.
En el teatro habrán ustedes de fijarse necesariamente en ella, aun cuando les
separe una gran distancia. Ustedes oirán sus cuchicheos y sus exclamaciones
altisonantes durante la representación, y la verán gesticular como una mona y
manotear como un payaso. Observen ustedes cómo se vuelve y se revuelve en todas
direcciones en busca de algo que la llame la atención, para comunicar
inmediatamente sus impresiones al infeliz que la acompaña.
¿Infeliz he dicho? Pues me quedo corto. El acompañante de la habladora es sin
disputa el ser más desdichado de la tierra, sobre todo si ha jurado ante Dios y el
alcalde ser el eterno compañero de aquella chicharra. No hay para él tregua ni
descanso. No le basta encerrarse en su despacho pretextando graves ocupaciones o
fingir agudas dolencias al refugiarse en el lecho conyugal. Él tendrá que oirla, mal
que le pese. Ahora le referirá mil cosas que olvidó contarle el día anterior. Luego le
presentará y apoyará varios proyectos económico-domésticos. Después regañará
durante horas enteras a la criada y a los chiquillos, y, si es necesario, hasta al minino.

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Si el marido, o el víctima, que no sé qué nombre darle, se insurrecciona y
pretende hacerla callar, es hombre perdido. No solamente no consigue su objeto, sino
que la procura de este modo un nuevo asunto que viene como de molde para que la
conversación no se acabe, a menos que la dé el antojo de ir a buscar fuera de casa
nuevos seres a quienes sacrificar.
Llega la hora del reposo. Todo el mundo se entrega al sueño; pero el marido de la
habladora no tiene este derecho en tanto que su inhumana costilla permanezca
despierta.
—Oye, fulano, ¿qué es eso que be oído decir esta mañana, de que el gobierno
piensa cerrar las Cortes?… ¡Calla!… ¡Se me figura que llora el niño!… No; son unos
que pasan por la calle. Pero ¿no decías tú que esta colcha no abrigaba? ¡Pues, hijo,
apenas!… Di, ¿no es la hermana de Pedrosa aquella que encontramos esta tarde en la
calle de Atocha? ¡Hombre, mira tú lo que estará diciendo de nosotros su cuñada!
¡Cerca de un mes que lleva enferma y aún no hemos ido a verla! ¡Vamos, no sé qué
gusto tienes en dejarte esas patillas tan largas! Pareces un chino. Pero ¿no ves que
estás destapándome?… Hoy le he comprado a Adolfito unas medias de estambre…
Di, ¿no tenías tú una receta contra los sabañones? Pero ¿qué es eso? ¿te estás
durmiendo? ¡Ah!… ¡Creía!… ¿Te he dicho que esta mañana ha roto la muchacha la
sopera grande? Sí, es verdad, no me acordaba. Mira, quiero que nos suscribamos a
esa novela que han echado por debajo de la puerta: ya ves tú, ¡a cuarto la entrega!
Hombre, he visto ayer en la calle de Postas unos tartanes… ¿Te acuerdas como se
titula aquella comedia en que la Matilde hacia un papel tan bonito?… ¡Mira, no te
duermas! Pues esta mañana estaba yo acordándome de unos versos que tú me hiciste
cuando éramos novios… ¿Y qué habrá sido de aquella doña Faustina que vivía con
mamá?… ¡A. ver si no te se olvida traerme aquellas pastillas que te dijo la de
Fernández! ¡Oye! ¡Oye, hombre!… Pero ¿te estás durmiendo? ¡Mira! ¡Oye!… Hoy
me ha dicho el médico que tú no debías tomar café, porque… ¡ah!… el café… ¡aaah!
… es muy… ¡aaaaaah!…
Durante la noche es muy fácil que la habladora se despierte, es casi seguro.
Entonces ella encontrará medio de interrumpir el pacifico sueño de su consorte para
obligarle a escuchar el monólogo interrumpido por Morfeo. Y esto se repite
diariamente, ¡pásmense ustedes! ¡y llega un día en que el infeliz esposo muere sin
que a nadie se le ocurra sospechar siquiera que en aquella casa se ha cometido un
asesinato!…
La habladora, por regla general, es poco o nada instruida, y en este caso, el
sufrirla, el tolerarla, siquiera sea por un momento, es un verdadero acto de heroísmo.
¡Ah! La habladora ignorante es una verdadera plaga. Oídla, oídla hablar, y ella os
hará saber que Foblás salió del vientre de la ballena y que el Ticiano venció a los
moros en la batalla de Pavia. Oídla hablar de modas, una de sus conversaciones
favoritas, y ella os describirá los peinados más en boga durante el reinado de Luis
equis v, amen de otros mil disparates que empezarán por desternillaros de risa y

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acabarán por haceros desear la muerte.
Supongamos que la habladora le dispensa a usted el honor de dejarle que conteste
a alguna pregunta suya o refiera lo que tuviere deseos de referir. Pues, aún así y todo,
esté usted seguro de que no hablará veinte palabras seguidas sin que aquella chicharra
le interrumpa con réplicas, objeciones y preguntas, hasta que usted, deplorando su
lamentable empeño, renuncie forzosamente al uso de la palabra.
¿Van ustedes a una reunión, a un concierto? Renuncien generosamente al placer
de oír una romanza de La Favorita o un nocturno de Zabalza, si la habladora ha
usado, o más bien, ha abusado del derecho de asistir a aquel sarao.
¿Hace una fermata la soprano o ejecuta el pianista un paso difícil y delicado?
Pues estén ustedes muy persuadidos de que entonces se le ocurrirá a la habladora
explicar a la señora que tiene al lado, en voz alta por supuesto, los adornos de guipure
que ha mandado poner en el vestido que va a hacerle madama Honorina.
Entonces le dirá a fulanito, que se halla situado en el opuesto extremo de la sala:
—¡Ah! ¡Esta música de Donizetti me arrebata! ¡Qué sentimiento! ¡Qué poesía! etc.,
etc.
¿Queréis martirizarla horriblemente? Hablad de algo que ella no entienda. Haced
una disertación acerca de los diversos sistemas planetarios o las diferentes escuelas
filosóficas, y si no tenéis corazón de hiena y entrañas de tigre, habrá de moveros a
compasión la angustia indescriptible y de atroz desasosiego de aquella parlanchina
sin ejercicio.
No puede darse nada más cómico y original que la entrevista de dos habladoras.
No se disputan dos partidos políticos la olla del presupuesto con más encarnizamiento
ni con más tesón que aquellas dos charlatanas se disputan el uso de la palabra. Las
dos hablan a dúo. Las dos en competencia alzan la voz. Las dos accionan como
actores bufos. Las dos se levantan de sus asientos, y fuera de sí, creyendo verse
respectivamente privadas de sus derechos de bachillería, se separan reprimiendo a
duras penas el deseo de vengar de cualquier modo tamaña ofensa.
Entre las infinitas víctimas de la habladora, merece citarse el comerciante al por
menor. El día que la habladora no tiene humor u ocasión de hacer visitas, y se vé, por
cualquier concepto, privada del auditorio casero, se lanza por esas calles a ver
tiendas, como ella dice, y entonces ¡ay de la tienda, bazar o almacén donde caiga
aquella nube! No esperéis que deje títere con cabeza ni cosa con cosa.
Ella os impedirá, respetables comerciantes, que sirváis a los demás clientes, y se
enterará de la calidad y precios de todos los objetos, como si se tratara de pediros la
tienda en traspaso. Ella os pondrá, en cambio, al corriente de las ventajas y
desventajas que ofrece la tienda de fulanito o de menganito, y abandonará vuestro
local dejándole convertido en un cajón de sastre, para continuar en los
establecimientos de vuestros colegas sus terroríficas correrías.
¿Quién de ustedes no la ha visto en visita? La habladora toma la palabra. Y
¿cómo no? ¿Quién se atrevería a disputarle este derecho? El temerario que

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acometiese tamaña empresa conseguiría, a lo sumo, dejar oír alguna que otra pequeña
frase, haciendo con la charlatana un dúo soberanamente desagradable.
A la llegada de la habladora no hay necesidad de preguntar por su salud; ella da,
sin que ustedes la interroguen, cuenta detallada de su estado fisiológico, en tanto que
besuquea a las señoras y a los niños y estrecha la mano a los caballeros. Antes que
ustedes, fingiendo una alegría inmoderada, acaben la frasecilla de dichosos los ojos
que la ven a usted; antes que ustedes hayan tenido tiempo para ponerse en pié,
empieza la habladora, no el diálogo, porque donde ella sienta sus reales no hay
diálogo posible, sino un monólogo capaz de acabar con la paciencia de un santo, pero
de un santo que tenga mucha paciencia.
—¡Ay! exclama al entrar, dando un resoplido con ciertas pretensiones de suspiro;
¡Jesús, vengo sofocada! —No se molesten ustedes ¡Ay, hija, estas distancias la matan
a una! —Conque ¿cómo están ustedes? —Yo, hija, siempre con una pesadez… Ahora
estoy tomando la homeopatía. —¿Y qué saben ustedes de Conchita?… ¡Verán ustedes
qué bien la sientan aquellas aguas! ¡Yo pensaba ir allá este verano; pero, hija, no me
atrevo a dejar la casa sola, y eso que la criada que ahora tengo es de toda confianza!
¿Sabe usted quién me la recomendó? La Pepita Molina. Aquella señora gruesa que
tiene un bigotito… Sí, una que va a casa de Rojas. —¡Ah! y a propósito de Rojas.
¡Ahora acabo de encontrarme a la pobre Rosarito! ¡Bendito Dios, y qué
desmejoradísima está! —¡Calla, calla! ¿Este vestido se le han hecho a usted ahora?
Pues hija, es precioso. —Y ¿qué tal vamos de piano? Ahora estudiará usted poco; con
estos calores… —¡Pues sí, está muy lindo ese vestido! —¡Ay, señor, y qué pícaro
mundo! —¡Ah! pues como iba diciendo, he visto a la pobre Rosarito. —Pero hija,
¡qué lujo en aquellos jardines del Retiro! —¡Pues al fin ha salido verdad aquello de
que se casaba la Casilda!… ¡Vaya, vaya! —Conque, vamos, ¿qué me dicen ustedes?
… —¡Ven, ven aquí, Merceditas! ¡Dame un beso, monina! —¿A que no saben
ustedes lo que he soñado esta noche?… Vamos, señor, si hay cosas… —¡Ay! ¡esa
niña se va a caer! —Ahora verán ustedes qué pulsera me ha regalado mi señor
marido… ¡Qué bonita! ¿eh?… —Pero ¿no les hace a ustedes daño ese resol"? —¡Ah!
¿Y se acabaron por fin aquellas zapatillas?…
Basta, basta para maestra. Las víctimas de la habladora intentan en vano tomar
una pequeña parte en la conversación. ¡Que si quieres! Aquello es un huracán
deshecho.
El desgraciado mortal que la acompaña pone en juego al cabo de algunas horas de
visita todos los recursos de la mímica, todos cuantos gestos pueda hacer figura
humana para tratar de persuadir a aquella bachillera de que es tiempo sobrado de
dejar en paz a tan apreciables gentes. Pero, nada, todos aquellos esfuerzos son
inútiles. Sigue la charla, y el infeliz tiene que acudir al recurso extremo, y poniéndose
en pié, dice a su costilla, o lo que sea, con el acento más expresivo del mundo:
—Fulanita, cuando tú quieras…
A lo que fulanita contestará irremisiblemente:

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—Hombre, ¿qué prisa tienes?… Siéntate un momento, que ahora nos iremos.
Esta escena suele repetirse dos o tres veces. La habladora se decide por fin a dejar
el campo, y todo el mundo se pone en pié. Pero aquí empieza la segunda parte, que
suele ser la más lastimosa, y en esta ocasión lo es efectivamente. No extrañen ustedes
que en esta segunda sesión dure la despedida tanto como la visita. Tampoco se
sorprendan si al salir de la sala acompañando a aquel papagayo con faldas empieza el
tercer acto en la meseta de la escalera para proseguir durante el lento descenso de la
habladora y concluir únicamente cuando, llegando al portal, piérdense en el espacio
los últimos ecos de aquella garganta privilegiada.
¡Y qué soberbia colección de historias, cuántos chascarrillos y sucedidos tiene
siempre a mano la habladora! ¿No la habéis oído referir los ingeniosos robos de
Candelas, los horrores de la Inquisición y las peripecias de la guerra civil? ¿No os ha
contado el viaje que hizo salvando más de noventa leguas en la clásica galera para ir
a reunirse con su marido, y las mil travesuras que hacia cuando pequeña en el
colegio? Pues no parece sino que ha contraído el compromiso formal de referirlas
cotidianamente, y al mes de honraros con la amistad de aquella parlanchina, os las
sabréis perfectamente de memoria.
La mentira, o por lo menos la exageración, campea libremente en los relatos todos
de la habladora. Y ¿cómo no? Es preciso las más de las veces inventar mil patrañas
para hacer interesantes aquellos interminables monólogos, y cuando faltan materiales
para continuar, la habladora se lanza al campo de la novela, con unas dotes capaces
de causar envidia a todos los Dumas presentes y futuros.
La habladora no suele tener predilección marcada por tales o cuales asuntos; pero
en el caso contrario, se aficiona a referir vidas ajenas y a dar a conocer la crónica
escandalosa. ¡Guay entonces de los infelices a quienes dé el nombre de amigos!
Pero no hay que confundir el tipo de la habladora con el de la chismosa y
maldiciente, por más que tenga con estas ciertos puntos de contacto. Si la habladora
descubre secretos ajenos o lastima alguna reputación, no lo hace ciertamente
obedeciendo a malas pasiones; obra inconscientemente, y hecho ya el daño, deplora
su imprudencia mucho más, si cabe, que la misma persona ofendida.
La habladora charla sola lo mismo que acompañada; es decir, sin cesar. En estos
soliloquios finge un interlocutor que lleva la parte contraria con objeto de que no se
agote la materia.
No hay habladora que deje de tener algún que otro animalito doméstico, con el
cual ¡oh, cielos! deliberan, discuten y debaten lo mismo que con una persona. Estos
animalitos, a fuerza de oirías charlar sin tregua ni descanso, acaban, si no por hablar,
por comprender el castellano como un académico de la lengua o poco menos.
La imaginación vehemente y continuamente excitada de la mujer habladora, la
hace soñar mil cosas absurdas cuantas veces se entrega al reposo. Dormida
acostumbra a hablar en voz alta, y viene a hacer una recopilación o extracto de cuanto
ha charlado durante el día. Así es que amanece ojerosa, sobresaltada y febril, y se

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viste de prisa y corriendo para descubrir a la fámula o al primero que halla a tiro el
susto que ha llevado al caer en un pozo, o las maravillas nunca vistas ni oídas de que
ha disfrutado durante su permanencia en un palacio encantado.
Los rasgos característicos de la habladora experimentan en el trascurso de los
años, pocas y leves variaciones. En la edad madura, sin embargo, se agria el carácter
de las personas, y la habladora desciende en los últimos años de su vida al rango de
las murmuradoras, chismosas y maldicientes.
No se entienda por esto que cesa en su constante afán de hablar: la habladora
charla lo temporal y lo eterno con las personas que rodean su lecho mortuorio, hasta
que se paraliza la circulación de la sangre y el alma vuela a regiones desconocidas.

EDUARDO QUILEZ

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LA ESPANTA-NOVIOS

No hay libro malo, dicen, que no contenga algo bueno, y por mi parte creo que es
verdad, y estoy dispuesto a asegurar que lo que se dice de los libros puede aplicarse a
las mujeres, con tal que ellas se avengan a declarar que también puede aplicarse a
nosotros los del sexo feo.
Hay una porción de muchachas, ¿qué digo una porción? hay un sinnúmero de
muchachas que han tenido novio o novios, y de las cuales hablan pestes los
susodichos novios y dicen muchas alabanzas las demás personas. ¿Quién tiene razón:
los novios o los demás?
—Unos y otros.
—¿Cómo puede ser esto?
—De la manera más natural y sencilla, y me lisonjeo de hacerlo comprender sin
grandes dificultades, si ustedes me dejan hablar y no me interrumpen.
—Hable usted pues, señor autor, que ya escuchamos.
—Pues atención, que ya estoy hablando.

II

(Habla el autor).
Supónganse ustedes una moza de aspecto agradable, hacendosa, entendida en las
labores de su sexo, sumisa a sus padres y de reputación sin tacha.
Esa niña ¿quién lo duda? será justamente alabada de cuantos la conozcan, y aún
más de cuatro veces se la citará como ejemplo digno de imitación en las casas de sus
conocidas.
Pero…
Aquí entra el pero. Supónganse ustedes además (cosa perfectamente compatible
con lo que hasta ahora hemos dicho} que la expresada moza o señorita dice en más
de una ocasión en voz alta, que su amiga Pilar o su amiga Carmen se ha casado^con
un pelele que solo gana sesenta reales diarios.
Hétenos aquí a nuestra protagonista convertida en espanta-novios de sesenta
reales para abajo, que son la inmensa mayoría de los novios españoles.
Demos, empero, que no habiendo cometido la imprudencia que acabamos de
suponer, ha sabido la muchacha atraerse un novio a su gusto.
Él la quiere, ella le quiere, los padres quieren… corriente.
Se habla un día en presencia de los novios de cierta conocida suya casada, cuya

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conocida ha tenido un disgusto por aquellos días, con motivo de no haberle satisfecho
su esposo un deseo desde largo tiempo manifestado por ella.
Si la chica dice aquello de: pues conmigo no habría sucedido; eso sí que no;
primero… qué sé yo; pero, vamos, yo no hubiera pasado por ello.
He ahí que ya asoma la espanta-novios.
Sin embargo, en ese caso, el novio es uno solo, dirán ustedes, y el que haya
disgustado a uno no prueba…
Voy a ello, voy a ello: no corramos, que para todo hay tiempo.
La que no atempera sus ínfulas a su dote o al peculio de su familia, es una
espanta-novios.
La que teniendo novio que gana el sustento trabajando, dice que si se casa es para
no hacer nada y tener quien la mime, es espanta-novios.
La que critica a los matrimonios jóvenes porque no lo gastan todo en boato, es
espanta-novios.
La que a sus amigas les dice que ella no se casa para esclavizarse, sino para ser
libre, es espanta-novios.
La que al casarse una amiga, tacha de miserable la fiesta nupcial y el ajuar de la
casa, aunque todo ello represente el sueldo de un año de su futuro, es espanta-novios.
El lector. —Pues por esta regla, casi todas.
El autor. —Hemos dicho que nadie nos interrumpirla. Ya hablarán ustedes
después, ¡qué diantre!
Doy otro sesgo a mi discurso, y prosigo.

III

(Prosigue el autor).
Pero antes reclamo de ustedes un sí o un no, para encaminar con más seguro
resultado el proceso de mis principales argumentos.
¿No es verdad que en todos los casos que he citado la protagonista es
verdaderamente espanta-novios?
—… Sí, vamos, sí señor.
—Ajá. Ahora prosigo.
Hay una porción de muchachas a la buena de Dios, como suele decirse, que no
hacen daño a nadie, pero que se lo hacen a sí mismas por su imprudencia.
Manosean con demasiada familiaridad; hablan al oído a sus amigos para decirles,
no malicias, sino cosas insustanciales; se ríen demasiado; no saben fingir que ignoran
ciertas cosas que acaso no deberían saber; por excesiva imprevisión hacen demasiada
confianza de sus conocidos; por la seguridad que tienen de la inocencia de sus
acciones, temen poco o nada el qué dirán, y de todo esto resulta ¿qué? que todas las

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mencionadas son espanta-novios.
Otras, por no correr ese riesgo, caen en el exceso opuesto. No las abandona un
instante el anhelo de parecer perfectas, y como no pueden lograrlo, solo consiguen
parecer menos buenas que son realmente.
Aceptables serian, y mucho, si se dieran a conocer en su propio ser y estado; pero
como todo lo que dicen y hacen es fingido y encaminado a que se les atribuyan las
mayores perfecciones, y como las pobres fingen mal, de ahí que en seguida penetre el
recelo en el pecho de cuantos mortales podrían ofrecerles su mano y su nombre; y
siendo ésas las mujeres más inútiles para la falsedad, cobran fama de falsas, y todos
huyen de ellas como de la peste, achacándoles precisamente todos los defectos
opuestos a las buenas prendas que ellas deseaban se les atribuyeran.
Me parece que no me negarán ustedes que también esas sean espanta-novios.
La que tuvo un novio que por causa de ella se vio obligado a romper la cabeza a
un transeúnte inofensivo; y luego tuvo otro que casualmente por causa de ella se halló
con la cabeza rota por otro hombre inofensivo; y después tuvo otro que, aunque ella
no quería, salió a romperse la cabeza con su mejor amigo, ¿qué es?
La que, fría como el hielo, aparta los ojos de los hombres colocados por el caudal
y la educación al nivel de ella, y solo acepta los homenajes de los que se ciernen en
esferas muy superiores, ¿qué es?
Y la que de buenas a primeras convierte en sustancia la más obligada lisonja, y
toma por declaraciones de amor los baladíes cumplimientos, y un día y otro repite a
sus íntimas que su único apuro consiste en escoger entre tantos como la pretenden,
¿qué es?
Es como la anterior y como todas las que hasta ahora nos han dado materia:
espanta-novios.

IV

Entre todas hay una…


¿Por qué pondrán algunas tan pertinaz empeño en que su novio ande
desasosegado por celos?
Porque es de saber que hay novias de ésas. Quieren ver al novio celoso, y no
están contentas si el pobre mártir no padece de ese mal.
En vano es que él con toda buena fe le diga: Mira, yo conozco tanto tu lealtad;
estoy tan persuadido de que me amas a mí sincera y exclusivamente, que no puedo
estar celoso.
—Pues esto es porque no me amas, replica ella.
—Al contrario, hija mía; precisamente lo que en ti me enamora es que te creo
incapaz de darme fundamento para la menor sospecha injuriosa.
—Sin embargo, cuando se ven ciertas cosas, es preciso no amar o tener horchata

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en vez de sangre para no alarmarse.
—Pero, criatura, ¿qué he visto yo?
—Demasiado has visto al entrar que Luisito me apretaba con vehemencia la
mano. Todo el mundo lo ha notado ¿y tú no? también sería buena casualidad.
—Ea, no me hagas reír con tu Luisito, que es un bobalicón. Tú no puedes amarle.
—Sí, llámale bobalicón, y éramos novios cuando niños.
—Razón en mi favor.
—Di también que mi primo Ignacio es bobalicón; anda, dilo; y toda la noche
quiere que esté bailando con él.
—Porque tú le dices que te saque siempre a bailar para que yo me enoje.
—Pero ¡habrase visto!
Y lo más cargante (llamemos a las cosas por su nombre), lo más cargante,
señores, es que esa mujer es incapaz de tener celos de su novio. Pero consigue
aburrirle, desesperarle, trocar su amor en enfado, y por mucho que él la haya
queríalo, llega un día en que no puede más y la deja.
Hagamos una pausa, ya que parece que esta parte del asunto ha concluido.

(Aquí el autor se arrellana satisfecho frotándose las manos, echa una rápida mirada
a sus oyentes para gozarse en el efecto que les produce, y enseguida continúa
diciendo):
Sin embargo, sea breve la pausa, porque aunque parece que ha concluido, sigue
todavía y voy a decir cómo.
Es a saber: que la chica no ha escarmentado, y si tiene otro novio da en la misma
tema.
Si por casualidad un día le dice él en tono de broma: ¡Vamos, vamos, que con
mucho interés ha estado mirándola a usted Ramón! ella experimenta
instantáneamente una profunda alegría. Ya cree tener al novio en la pendiente de los
celos; ya no falta sino que ella dé un empujoncito para que él se precipite al fondo del
abismo.
Desde entonces no cesa; finge que se le escapan alabanzas de Ramón; todo el día
está con que «hemos encontrado a Ramoncito y se empeñó en acompañarnos;
Ramoncito quería convidarnos hoy; antes que a sus primas ha querido ofrecernos los
billetes. Si queremos ir a tal sitio reservado, no tenemos más que avisar a
Ramoncito…».
Llega al extremo de fingir que esconde cartas en el seno para que el novio la pida
cuenta de ellas; se muestra con Ramoncito más afable que con los otros para excitar
las sospechas del novio; y tales cosas hace, que a veces logra la satisfacción de

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sembrar la enemistad entre dos hombres que no tenían motivo alguno para quererse
mal.
Y cuando por ese loco empeño han huido de su lado los novios que de veras la
querían, exclama ella: ¡Son unos falsos, unos corazones de piedra, todos, todos!
Y digo yo, señores, ¡vaya un modo de querer y un corazón que tiene ella!

VI

Hay algunas muy atractivas, muy simpáticas, que en todo dan la razón al
pretendiente… durante los primeros días.
Pero apenas el hombre ha declarado sus honestos propósitos, y ha sido aceptado
por la familia, y ha empeñado su palabra, y está lo que se llama comprometido, la
chica se le vuelve completamente del revés.
Todo lo que antes le celebraba se lo censura agriamente.
Los amigos del novio son los hombres más antipáticos; los gustos del novio los
más opuestos a los suyos; el partido político del novio el peor; los proyectos del
novio los más disparatados.
El hombre se admira a cada paso, y un día no puede menos de decirle:
—Pero, Pilarcita, antes no eras así.
—¿Qué estás diciendo? Afortunadamente, cuantos me conocen saben que
siempre he pensado lo mismo.
—No, que al principio mis amigos te eran simpáticos.
—Pues no faltaba más sino que el primer día te hubiera dicho: Caballero, los
amigos de usted me encocoran. ¡Si que habría estado lindo!
—Es que todo cuanto yo hacia te era agradable.
—Me era indiferente y te lo elogiaba por urbanidad. Ahí tienes.
—Antes me decías que el pasatiempo más culto y honesto era el que yo prefería:
la ópera, y hoy, porque ayer estuve en Los Puritanos…
—Es que antes no tenías obligaciones preferentes.
—No me desesperes, mujer; el venir a verte a ti no lo considero yo como una
obligación; no hay contento como el de estar a tu lado…
—¡Ya se conoce!
—¿Pues no te pregunté ayer sí te sabía mal y me dijiste que no?
—Pues no faltaba sino que de rodillas te hubiera rogado que no fueras. ¡Bonita
soy yo para eso!
Y así eternamente… digo, no: así hasta que el novio espantado del porvenir que le
amenaza, se vuelve atrás, rompe su palabra y recobra su libertad, por más que ella
diga que hasta entonces la había tiranizado.
No hablo de otras que merecen capítulo aparte y por algún otro concepto se hallan
incluidas en esta galería de españolas, porque al considerar el discreto lector algunos

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de sus rasgos, harto conocerá que son de las que podrían colocarse entre las espanta-
novios.

VII

Ahora bien, amados oyentes míos, ¿tenía yo razón al comienzo de mi artículo


para suponer que convendrían ustedes en la bondad y eficacia de las razones que iba a
exponerles acerca de las espanta-novios?
¿Callan ustedes?
¿Mueven la cabeza en sentido afirmativo?
¿Qué es esto?
¿Es que me dicen que sí o cabecean de sueño?
Mas vale no averiguarlo.
Desaparezcamos de puntillas…

MAXIMINO LÓPEZ

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LA QUE VA A TODAS PARTES
Como el perejil: lo mismo que el perejil, que en todas las salsas entra.
Y éste si que es un tipo realmente genérico; tipo de corte y de cortijo, de ciudad y
de villorrio, que a donde va usted lo encuentra.

… Pauperum tabernas
Regumque turres.

Que en este caso particular, viene a decir poco más o menos:


Lo mismo en Madrid y en Burgos, que en Benasque o Calasparras.
¡Y en todas partes, hombre; en todas partes!
Mujer-ferrocarril, porque se traslada de un punto a otro con la velocidad del rayo;
mujer-farol, porque se la vé desde lejos y da siempre mala luz; mujer-mosca, porque
acude a todos los sitios y en todos incomoda; mujer-camello, porque mientras está de
muestra no necesita comer en ocho días; mujer-imperdible, porque parece que la lleva
usted enganchada en el faldón de la levita; mujer-grano, porque consigue montársele
a cualquiera en la punta de la nariz; mujer-pública, porque goza perennemente de
plena publicidad; mujer-semidios, porque goza de omnipresencia como este
caballero; mujer-exposición, porque pasa los días enseñándose; mujer-indispensable,
porque no se concibe fiesta sin ella; mujer-guardia civil, porque acude allá a donde va
la gente; mujer-cataplasma, mujer-chinche, mujer-perejil, por remate y acabamiento,
que en todas las salsas entra.
¡Éste es el tipo de que se trata!
Vaya usted a cualquier pueblo desconocido, y antes de dar cincuenta pasos por él
ha tropezado usted ya con ella; y desde aquel punto hasta el de su marcha, bien puede
usted ir a misa, y acudir a la feria, y visitar al alcalde, y ver la procesión, y presenciar
el baile, y asistir a la boda del tío fulano, y pasear por la plaza; que en la feria, en la
visita, en la iglesia, en el paseo, en la boda, en el baile y en todas partes tropezará
usted con ella y se dará de bofetadas con su cara.
¡Oh! ¡lo que es este tipo es una verdadera calamidad!
¡Y hay muchas! Su número en cada población está en razón directa del de
habitantes e inversa del amor al trabajo y al hogar. En las ciudades son Gacetas, en
las aldeas Diario de Avisos, y en todas partes Correspondencias.
Saben… ¡la mar de cosas! Debían emplearlas en la estadística.
Son monárquicas en los distritos rurales, y en los grandes centros republicanas.
Cada lugarejo tiene en la clase una reina que empuña el cetro de por vida, y aun
gracias si en vez de electivo no es hereditario el sistema y cuando acaba el reinado de
la madre no comienza el de la hija. En Madrid, en Barcelona, etc., tiene esa falange
femenina una presidenta que dura dos, tres, cuatro años: por fin cae del poder y se

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confunde en la masa común de esas simples ciudadanas; porque abjurar del tipo, eso
es punto menos que imposible: la que se contagia una vez… De higos a brevas parece
como que desaparece alguna; no hagan ustedes caso, está representando el papel de
cometa: eso es que se ha casado o que se le ha muerto una tía. Pasa un mes, pasan
dos… y vuelve a brillar el tipo con la misma luz de candil que acostumbraba.
En este género hay toda la variedad de tintas apetecible: desde el rojo más subido
hasta el violeta más lila.
Por ejemplo: hay mujeres de ese tipo que lo pasan holgada y aun suntuosamente,
y otras que viven en la estrechez, como quien dice respecto al arco iris: color
anaranjado y color verde. Las primeras le exhiben a usted en un día (passez moi el
anglicanismo) cinco o seis vestidos. Traje de mañana, traje de tomar las once, traje de
las tres y cuarto, traje de paseo, traje de reunión, etc. Las segundas, como no tienen
más que tres, no pueden sacar más a relucir. Pero de mañanita se ponen la falda de un
vestido, el cuerpo de otro y las caídas del tercero; al mediodía se encajan el cuerpo
del primero, las caídas del segundo y la falda del otro, y con tal sistema, y haciendo
en un solo día cuantas permutaciones y combinaciones son posibles entre las piezas
sueltas de sus trajes, logran de un tirón el andar por las calles pomposas y satisfechas
como reinas de la moda, el parecer un arlequín a cualquiera, y el enterar por ende a
todo el mundo antes de cuatro días del color, calidad, número, riqueza y buen gusto
de todas las prendas de su ropero.
Por ejemplo: las hay cursis, sobre toda ponderación, y las hay hasta semi-
elegantes. Esto es, distintas intensidades de un mismo color. Elegante del todo yo no
he visto ninguna.
Por ejemplo: las hay cuasi aceptables, contando, por supuesto, con la mano de
gato y los revoques; y las hay tan supinamente feas, que a mí cuando las miro me
entran unas ganas de llorar y un desconsuelo…
Pero de todos modos son insufribles.
¡Mire usted que eso de salir de casa un hombre honrado con la idea de arreglar un
asunto, echarse a nado por esas calles, y en el punto más raro y más excéntrico, en el
portillo de Gilimon, pongo por caso… ¡zas! la mujer: desempeñar la comisión,
dirigirse a la carrera de San Jerónimo, encontrar unos amigos, y cuando está usted
aun cambiando un saludo tranquilamente… ¡cataplum! la misma mujer: dar media
vuelta, marcharse a los toretes, llegar, acomodarse, y en el momento que comienza
usted a pasar revista, volver los ojos al palco más inmediato, y… ¡cuernos! la propia
mujer: ¡aburrirse de mirar barbaridades tauromáquicas, tomar distraídamente las de
Villadiego, enderezar los pasos hacia la Castellana, y antes de dar la primera vuelta
tropezarse de narices con la tal, con la propia, con la misma, con la mismísima mujer!
… ¡Eso, ni hay paciencia que lo sufra, ni linfa que lo aguante! Et sic de cæteris;
porque usted se marcha a su casa malhumorado y aburrido y se esconde entre las
cuatro paredes de su habitación, y ella continúa impertérrita su vida al aire libre,
frecuentando las reuniones, los cafés, los conciertos, los teatros, los paseos, las plazas

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y los callejones, de día y de noche, en invierno y en verano, con frío y con calor, con
sol, con luz y con moscas.
De tanto enseñarse, casi todas acaban por conseguir algún mote. A launa le
llaman la marquesa del Panecillo, porque se los come a pares en Fornos; a la otra la
vizcondesa del Mantecado, porque tuerce los ojos y tiene un vestido que verla con él
es lo mismo que ver un sorbete de aquella clase; a la de más allá la llaman… en fin,
qué sé yo, una porción de porciones de atrocidades.
Faltarles jamás a ellas billetes ni invitaciones para el estreno de un teatro, la
inauguración de una obra, distribuciones de premios, comidas de pobres, funciones
de Santa Bárbara, etc., etc., ¡imposible!

Pues no faltaría
sino que faltara,

como dice mi paisano Liern. No parece sino que cada una tenga establecida una
agencia general de aquellas cartulinas para su uso particular y exclusivo.
Hombre, aquí hay una de esas mujeres que me ponen malo. El día que menos, me
la encuentro diez veces. Su cara se me ha hecho ya antigua de puro verla; me parece
el propio retrato de doña Urraca. Pues el otro día, y después de completar la docena
de encuentros antes de la puesta del sol, aburrido y excitado, por no tropezarla más,
quise marcharme a casa en pies ajenos. Me acerco a un simón, abro la portezuela,
meto las narices dentro del carruaje, y… ¡pum! tropiezo con las suyas, que
penetraban por la otra portezuela: ni dije «usted dispense» y eché a correr como gato
escaldado. Ignoro su nombre, el pueblo de su naturaleza y la casa en que vive; no la
he oído el metal de voz, ni sé si habla en castellano; me parece cursi, no me gusta ni
pizca, me ahorcarla primero que tenerla por mujer… y sin embargo, he soñado más
de cincuenta veces con ella, y sufro unas pesadillas horribles, y me levanto malo, y
todas las noches cuando me retiro a casa abro temblando la puerta de mi cuarto,
porque la misma antipatía me persuade de que me la voy a encontrar también allí. Y
estoy dudando a qué santo hacerle oración, de los que hacen caso de esos
memoriales, para que implore de la divina gracia el inmenso favor de que yo no
tropiece con ella todos los días, a todas horas y en todas partes.
Esas mujeres conocen a todo el mundo, y todo el mundo las mira (aun sin
haberlas hablado jamás) como personas de su confianza. Los camareros de café las
saludan, los acomodadores de teatros las sonríen, y hasta los mozos de cordel las
hablan.
Ni barren nunca, ni cosen nunca, ni crían hijos, ni paran en su casa un minuto:
estrictamente, hasta debe faltarles el tiempo para comer y para mudarse trajes.
Usted no las hallará nunca en su cuarto remendando un calcetín al marido,
enhebrando una aguja a su abuela o lavando y fajando a un chiquitín (si son madres);
pero en cambio las verá usted siempre pidiendo en las iglesias, alumbrando en las

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procesiones, asistiendo a los conciertos, culebreando en el Retiro, bailoteando en las
reuniones, de cuerpo presente en las paradas, de gran gala en los aprieta-manos (que
con perdón así deben llamarse ahora), y en todas partes, hombre, en todas partes,
excepto en las únicas donde podrían hacer falta.
Nada, nada, lo dicho: como el perejil, lo mismo que el perejil, que en todas las
salsas entra. ¡Vaya un tipo!

P XIMENEZ CRÓS

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LA CASA-HIJAS
No la confundan ustedes con la casamentera, porque no tienen nada
absolutamente que ver la una con la otra.
La casamentera no necesita tener hijas para ser lo que es; a ello la llevan la
vocación, el genio entrometido o la necesidad de apelar a recursos extravagantes con
que ganar el sustento.
La casa-hijas no es así. Si no fuese madre, no pensaría en casar a nadie, y sí en
ello pensaba alguna vez, no emplearía para ello los medios que emplea; no se
aguzaría tan puntiagudamente su ingenio; no pasaría malas noches ni haría enormes
sacrificios de todo género; no haría, en fin, lo que solo hace una madre para colocar,
como dicen, a sus hijas.
Excusado es añadir que cuantas más hijas tiene, más casa-hijas es, y esto no es
verdad de Pero-Grullo, supuesto que en otras materias trabajosas, cuanto más las
practica uno más se cansa de ellas y con menos ánimo las repite; pero en la casa-
hijas, cada tarea llevada a cabo es otro tanto de ánimo para llevar adelante las que
están por realizar.
La casa-hijas es mujer que no suele revelar en lo más mínimo el talento de que
está dotada, hasta llegar a la última parte de su vida: esto es, hasta que su hija mayor
corre peligro de quedar soltera.
Algunas hay que fueron siempre listas, y al llegar al caso de que hablamos, con la
excitación que les produce el deber de madres, no hay para qué ponderarlo, hablan
como cicerones, corren como ardillas, vuelan como águilas, discurren como
Maquiavelo, cantan al oído de los solteros como sirenas, y mientras parecen
dormidas, revuelven a toda la soltería masculina de su tierra.
Éstas, que fueron siempre listas, son las que menos nos interesan; porque, si no
para casar hijas, para cualquier otra cosa habrían demostrado su habilidad a la corta o
a la larga.
La que yo tomo por tipo es la que, por el contrario, únicamente ha sentido
avivarse extraordinariamente su ingenio y su actividad para lo que indica el título de
este artículo.
Para ser del todo francos, hemos de advertir de paso que hay algunas casa-hijas
que sin dejar de ser activas y de calentarse mucho los cascos para conseguir su
objeto, nada logran: hacen bobadas, se dejan dominar por el fin y no aciertan con los
medios; pero no por eso dejan de emplear, aunque sin acierto, cuantas estratagemas
les sugiere su pobre caletre, oscurecido por la presión de las circunstancias.
Todas las madres ¿hay cosa más natural? desean ver casadas y bien casadas a sus
hijas; pero las hay que se contentan con desear el casamiento: no lo trabajan, no lo
preparan, no conocen el uso de la liga ni del anzuelo, no saben poner garlitos en sitio
conveniente y frecuentado por los más incautos y sabrosos pececillos, y si las hijas no
se ayudaran con la natural penetración que la Providencia les otorgó para fines

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semejantes, no saldrían nunca del triste celibato.
La casa-hijas, a medida que la mayor de éstas se va acercando a la edad núbil, va
granando en el arte fisionómico aplicado a los solteros y también a los viudos.
Según el dote con que pueden contar las chicas, así sube o baja la puntería, y si
las chicas no pueden contar con dote alguno, en vez de disparar al vuelo dispara en
los terrones, donde suelen cogerse muy estimadas perdices.
Si una de las hijas casaderas sabe hacer compotas, y en presencia de la madre dice
algún mortal casadero algo de su afición a los dulces, ya pueden ustedes contar con
que la boca se les va a hacer agua oyendo lo maravilloso que de las compotas filiales
refiere la que le dio el ser.
Y así es en todo.
Hablase de un viudo algo acomodado y de buena edad que piensa en casarse, y
poco a poco o de prisa, según convenga, resultará de lo que diga la madre, que una de
sus hijas, por su carácter festivo, pero tranquilo; por lo bien enseñada que está a llevar
una casa; por su docilidad y por otras mil prendas, parece que nació ex profeso para
esposa de un viudo.
Cuando hay en perspectiva un novio no acostumbrado al bullicio de las grandes
poblaciones y de esos que llaman amigos de lo positivo, hay que oír a la madre. Sus
chicas, si no fuera por ella, nunca se harían un vestido; sus chicas no saldrían nunca
de casa; sus chicas nunca han sido amigas de reuniones. La mayor sobre todo,
siempre dice que por su gusto viviría en el campo.
Para el presunto novio músico, siempre tiene una hija cuya voz es encantadora y
cuya única afición es la música. Déjenla ustedes ir de cuando en cuando a la ópera, y
no pide otra cosa en todo el año.
Para las tertulias en que se baila, por de contado, siempre tiene una hija que es un
primor en la danza, sin que haya tenido maestro: ella sola se lo aprende todo con una
vez que lo vea, y ha enseñado a una porción de amigas.
¿Se habla de buena letra? ¡Oh! pues para eso una de sus bijas. Y si se sabe de
positivo que la tiene mala, no importa. Se la ha echado a perder con la falta de uso,
pero la tenía preciosa, y más de cien veces había dicho su maestra, que como se
dedicara a la caligrafía, podría, en caso de una desgracia (de que Dios nos libre)
ganarse muy bien la vida dando lecciones.
La casa-hijas no es de las que llevan a sus hijas a todas partes; pero es de las que
saben donde han de llevarlas, cuándo y de qué manera.
Cuando hay en perspectiva un novio grave que teme los gastos que ocasiona el
cargar con una familia, entonces poca butaca, pocos perifollos, nada de echar plantas;
se adopta un discreto término medio que sin suponer pobreza ni tacañería, suponga
buen juicio, hábitos económicos, previsión y demás prendas análogas.
En otros casos, por el contrario (sobre todo si hay dote y no se sabe cual puede
ser), de cuando en cuando se hace gala de haberse dado un buen rato, y dice ella: No
somos ricos, pero, alabado sea Dios, no está una en el caso de privarse de todo. Las

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niñas están en edad de divertirse, y como a Dios gracias no carecen de todo, bien
pueden de cuando en cuando gozar de algún honesto placer. A su padre y a mí no nos
han de enterrar con lo poco que tenemos; para nadie ha de quedar sino para ellas; de
demasiadas cosas se privan por ahora las pobres, porque algo se ha de guardar para lo
porvenir, y por si mañana (lo que Dios no quiera) tuviésemos algún contratiempo;
pues hoy en día están de tal manera las cosas que nadie puede decir con seguridad
«tengo esto o tengo lo otro» porque a lo mejor el que más seguro cree tener lo suyo se
ve privado de ello sin saber como. En casa, en buena hora lo diga, no sobra, pero
tampoco me quejo, porque a Dios gracias no falta, y si mañana o el otro se casan las
niñas, grandes riquezas no llevarán, pero quiero decir que no saldrán desnudas de
nuestro lado.
Donde hay mucho que admirar, y aún diría donde tienen que aprender los más
hábiles diplomáticos, es en una lucha sorda y fría entre dos casa-hijas que sin
decírselo, sin aludir a ello, sin que parezca en lo más mínimo, se disputan
secretamente un novio.
Las hijas en ese caso no son más que unos peones de ajedrez que no sospechan en
qué casilla van a dar jaque. Las madres, las casa-hijas, son las que dicen a cada una
respectivamente: hoy te colocas aquí, ahora pasas allí; esta noche cuando yo te haga
seña me has de hacer tal pregunta; mañana no vamos a misa a las diez, sino a las
once. El jueves en vez de pasar la noche en casa de Encarnación iremos a ver a doña
Ceferina. Este lazo verde arrincónale, no te va bien; ponte aquel adorno encarnado. Si
cuando lleguemos frente a la tienda paso de largo, no lo extrañes; tú no mires al
pasar, ya te diré yo si volveremos o no.
¡Ah, cuando en la misma reunión y a presencia del presunto futuro novio se
encuentran las dos casa-hijas beligerantes!
Cada palabra, cada movimiento, cada ademan, cada mirada es accidente
inseparable de un todo grandioso.
Al poco tiempo de ese ejercicio, a cada lado de los ojos de la casa-hijas se van
marcando tres o cuatro sutiles surcos a modo de radios.
El ser se ha completado.
Si hubo acierto en casar a la primera; si la madre se convence de que los medios
por ella puestos en juego fueron los que encaminaron y determinaron el casamiento,
sigue su derrotero con una seguridad, con una convicción tan tranquilizadora y con
una experiencia tan profunda, que la ahorra la mitad de las operaciones, de las
marchas y contramarchas hechas durante su primera campaña.
Al cuarto de hora de hallarse por primera vez entre diez hombres casables, ya
sabe cuales ofrecen y cuales no probabilidades para sus negocios.
Prudente como la serpiente y sin la candidez de la paloma, va recta cuando hay
peligro en torcerse; tuerce el paso cuando no conviene atacar de frente; latet in herba,
cuando su presencia puede ser perjudicial a sus proyectos, y se yergue y ondula
sibilante a su debido tiempo.

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Cuando no se apresara a atraer a su propia casa a la futura presa o futuro yerno, es
porque le conviene más hacer como si por casualidad le encontrara al paso; cuando le
contradice, es por la conveniencia de darle la razón al día siguiente, colmándole de
excusas y lisonjas; cuando le da la razón hoy con el intento de contradecirle mañana,
es para ponerle a prueba.
La casa-hijas es una mártir, se despoja de todas sus inclinaciones, renuncia a todo
con gusto, hace completa abnegación de sí misma. El día que cree que tiene
asegurado el casamiento de una de ellas con tal que pase un año entero sin salir de
casa más que los domingos, por callejera que sea no mueve pie ni brazo los otros
días: es como si la hubiesen leído en la Ordenanza: «La madre que abandonase el
punto, será pasada por las armas».
¡Lo que mienta, señor, lo que miente! Pero por ellas. Profesa la máxima de que el
fin justifica los medios, y con tal de casar por si misma a sus hijas, es capaz… iba a
decir de todo: es capaz de muchísimo.
Es de advertir que la casa-hijas adquiere con el tiempo un defecto grave.
Si al principio les salieran novios a las chicas y se casaran, no lo adquiriría; pero a
medida que ve la necesidad de sus esfuerzos para colocarlas, se va convenciendo de
que solo a ella tiene que ser debido el milagro, y tanto llega a aficionarse a esa idea,
que después nunca le parece del todo bien ningún novio que tengan sus niñas, si ella
no se lo ha traído.
Esta circunstancia suele dificultar el logro de lo que principalmente se propone;
pero no llega nunca el caso de que se empeñe en hacer preferir al novio espontáneo el
novio por ella cazado, si bien tampoco se resuelve a creer del todo que valga más
aquel que éste.
Los últimos días de la casa-hijas son tristes.
Después de casarlas a todas, que a veces son cuatro o cinco (y aun se han dado
casos de seis), entra en un forzado repuso contrario a los hábitos adquiridos, y llega a
creer que para ser dichosa debía haberla concedido el cielo otra hija que casar.
Ella no lo confiesa; ella da en público gracias a Dios porque al cabo de sus años le
concede algún descanso y la dicha de ver bien colocadas a sus hijas; pero no es cierto,
en prueba de lo cual se altera toda su organización; se aburre; no sabe qué hacer de
los consejos que su experiencia le dicta; no tiene a donde ir a hacer aplicación de sus
facultades; sus ideas adquiridas le sirven de estorbo; su actividad no encuentra pábulo
y la consume. Parece feliz, le dan la enhorabuena, pero e^a padece; que no a tontas y
a locas preguntó el poeta:

¿Quién no lleva escondido


un rayo de dolor dentro del pecho?

A veces no se resigna con su suerte, y se propone continuar en la aplicación de


sus conocimientos casando sobrinas o parientas allegadas.

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Pero ¡oh desgracia! no parece ella misma. Como si la aconsejaran los enemigos
de su gloria, cuantos pasos da son otros tantos desaciertos, confirmando el dicho de
que nunca segundas partes fueron buenas.
Y la razón de esto es que ella es casa-bijas y no casa-parientas ni casa-primas, y
lo que hacía muy bien trabajando con sus propios instrumentos y siendo única
directora y mangoneadora con sus hijas, lo hace mal con las otras que no en todo ni a
todas horas pueden seguir su inspiración ni recibir sus avisos ni seguirlos al pié de la
letra.
Para seguir triunfante por la senda emprendida, sería menester que le diesen niñas
muy jóvenes a quienes pudiese ella modelar a su gusto, sobre quienes pudiera ejercer
continua vigilancia, que dependiesen exclusivamente de ella y no recibiesen más
inspiraciones que las suyas; pero con muchachas casi diré prestadas, ¿qué ha de hacer
la pobre, si lo que ella prepara bien esta noche se lo echan a perder a la mañana
siguiente?
Tras esta desdicha suele venir otra peor, y es que se quejan de ella y le echan la
culpa de todo noviaje fracasado aquellos mismos que le han impedido salir con
lucimiento de su empeño.
Entonces viene lo de decirle que bien se conoce que la cosa no iba con sus hijas;
que de otro modo conduela los asuntos cuando le iba algo a ella; que no se ha portado
como requerían los fueros de la sangre, y aun la llaman entrometida, cuando la
verdad es que si ella deseó casar, los padres de la candidata no deseaban menos que
casara, y si ella se encargó gastosa del negocio, gustosos también se lo
encomendaron.
Un golpe de esos altera notablemente a la casa-hijas, que como no esté ya
monomaniaca, renuncia para siempre a sus ilusiones, y como Don Quijote, vuelve
maltrecha a encerrarse en su bogar, calunmiada y tenida en menos por los mismos en
quienes quiso derramar sus beneficios.
De la casa-hijas no queda en el vulgo de sus conocidos otro recuerdo que el de las
ridiculeces que hizo y de la impaciencia que en ella descubrieron alguna vez por
hallar maridos para sus niñas. Del sentimiento que la inspiraba, nadie se acuerda; de
la necesidad y la previsión que la impulsaron y guiaron, parece como que nadie tenga
la menor noticia.
Cuando después de haber conocido a una casa-hijas se llega a conocer a otra, dice
la gente: ¡Qué mujer! se parece a fulana o a doña fulana (que también hay doñas entre
ellas); se dejaría ahorcar con tal de ver casadas a sus hijas. Y se ríen todos.
Solo sus hijas dicen a veces entre sí, aunque no hagan conversación de ello:
—La pobre, mamá… ella sí que no pensaba más que en nosotras. Ella sí que todo
lo sacrificaba a nuestro bienestar. Con tal de vernos bien casadas… ¡Pobreeita! Como
ella hay pocas o ninguna.

ENRIQUE V. CÁRDENAS

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LA SUPERSTICIOSA

Quiero que sepas, considerado lector, si, como presumo, no lo sabes, que uno de
los propósitos que con mayor heroísmo cumplió siempre mi voluntad, fue el de
apartar de todas mis elucubraciones literarias (o literatescas, como gustares) el
espinoso, delicado y venerable asunto de la religión.
Creí siempre que a cuanto de superior se había dicho en su favor y sobre sus
excelencias, nada sabría añadir; y he sentido a la vez natural, invencible aversión a
mortificar, cuando menos con opiniones ajenas, el sentimiento o las creencias de los
que todavía profesaren algunas.
Y perdónenme de buena fe tales advertencias, cuantos al apercibirse del título que
encabeza estas líneas hubiéranse figurado que las servia de motivo una entidad social
que de una muy augusta creencia sabe hacer el irresistible fundamento de sus
aficiones y apetitos mundanos, el mejor escudo de sus bellaquerías y la piedra de
toque de sus experimentos materiales.
Nada tan lejos de mi ánimo como el ocuparme de la beata, ni consagrar mi
atención a la pintura de las que en nuestros días son conocidas con el nombre de neo-
católicas, es decir, de esas mujeres que viendo perdidas la frescura y lozanía de los
años juveniles, y con ellas los atractivos todos de la vida para que fueron creadas,
encubren los despojos del tiempo o del vicio con austera basquiña y luengo velo,
hacen del templo casa propia, de la novena y los gozos oficio cotidiano, y del rosario
y del confesor confidentes íntimos de sus envenenadas murmuraciones.
No ha de ser, y así os lo prometo, la supersticiosa que voy a describiros aquella
que equivocando el fundamento y santidad de las doctrinas y los ritos, presta indebido
culto, por ignorancia o mala fe, al objeto de sus veneraciones.
No es la superstición religiosa el punto de mis propósitos: no se trata aquí de
exponer con pelos y señales los desvaríos de esas cucarachas de sacristía que no
consagrarían un recuerdo a Santa Polonia si no creyesen, porque así se lo enseñaron,
que posee la especial gracia de reparar statim las dolencias de pechos, desde las que
produce el pelo hasta las del cáncer, sin la dolorosa intervención del bisturí de
Federico Rubio, de Martínez Molina o de Velasco: no es cosa de fijar mientes en esas
preocupadas de tres al cuarto que no prestarían sus cuidados a la infeliz parturienta
sin colocar a la cabecera de su lecho la efigie de San Ramón, aun cuando de repente
haya de ser sustituida por el forceps: no vale la pena de tomar en serio la debilidad de
las que a ojos cerrados creen en la licuefacción milagrosa de la sangre de San Genaro,
ni la de aquellas que en el momento de una conmoción eléctrico-atmosférica se
apresuran a encender el cabo de vela devuelto por la parroquia cuando sirvió para

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alumbrar el monumento de Jesús Sacramentado, ni la de aquellas otras que bendicen
a Santa Lucía por la curación de la oftalmía catarral que padecieron, y les cuidó
sencillamente el de guardia en la casa de socorro.
Todas estas supersticiosas, por ridículas y vulgares que aparezcan, tienen todavía
para su defensa aquellas deliciosas lecciones de un pasado afrentoso, del que la
ignorancia y la malicia hicieron rudo baluarte contra la razón, la fe verdadera y los
irresistibles argumentos del análisis.
Pero es el caso que existen en medio de nosotros, sin antecedente, sin historia, sin
causa, me atrevería a decir, si no se atravesase aquí lo de nullus efectus sine causa, y
lo más positivo de nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, otra infinita
serie de supersticiones de carácter exclusivamente material, dando lugar a una no
menos dilatada especie de seres (por lo general femeninos) que vienen a constituir y
caracterizar un tipo con todos los detalles, accidentes y calidades de tal.
A esa especie, a éste su tipo es al que he de consagrarme en esta ocasión, y para
ello, y aun cuando no tuviere más objeto que el de granjearme las simpatías de las
supersticiosas católicas, no empezaré mi obra sin encomendarme de todo corazón y
buena voluntad a Santa Rita (que, como ustedes saben, es la abogada de los
imposibles).

II

Dos hechos de innegable fundamento pudieran, a mi juicio, servir de pretexto a


las debilidades de que voy a dar a ustedes cuenta.
El primero, la inexplicable pero positiva desgracia de muchos sáres cuya
imaginación les sirve principalmente para atormentarse con la existencia de peligros,
riesgos o accidentes desgraciados que solo existen en su espíritu.
El segundo, la tan sabida verdad de que «el sentido común es el menos común de
todos los sentidos».
Porque sino, díganme: ¿a qué obedecen esos infundados temores, esos
improcedentes sustos, esa continua agitación, ese repentino estremecimiento de que
frecuentemente vemos víctimas a personas de quienes teníamos derecho a esperar que
procediesen con juicio, en gracia siquiera de lo ridículo de sus sobresaltos, de lo
extravagante de sus inquietudes, de lo inverosímil de sus preocupaciones?
¿A qué obedecen, si no es a los impulsos de una superstición (todavía por
calificar), esas buenas gentes que por nada del mundo acometerían en martes una
empresa, por trivial y sencilla que ella fuese?
¿Qué experiencia funesta, qué sanción deplorable ha lanzado a la masa común de
los débiles de espíritu aquella piedra negra con que señalan ese día de la semana
como nefasto Y de horribles consecuencias?
¿Qué augur, qué santón, qué derviche o qué sacristán de aldea habrá sido el autor

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de este axioma de la simplicidad formulado con todos los caracteres de precepto
evangélico: En martes ni te cases ni te embarques?…
Pues variemos de especie.
¿A qué causa, a qué origen, a qué fundamento misterioso obedecen, no ya la niña
inquieta y ligera de cascos, pronta al temor de lo más fútil y deleznable, sino el
hombre circunspecto, modelo de sensatez y aplomo, para resistirse, si es que por fin
ceden, a sentarse a la mesa cuyos comensales compongan el número 13?
¿Qué fetichismo se engendra por esta causa para dar con uno de los trece en el
cementerio dentro del término de un año?
¿Qué son sino supersticiosas de no clasificada especie las mujeres que vuelven
precipitadamente el pan colocado en el sentido inverso de su elaboración y cochura?
La que se sobrecoge, palidece y muestra en semblante y movimientos todos los
caracteres de un temor colosal, porque la casualidad vertió el salero o derramó el
vino, ¿a qué secreto presentimiento de fatalidad rinde culto?
¿Qué teme la cocinera ochentona cuando repara sobrecogida que la escoba ocupa
en el rincón del hogar contraria colocación de la natural y consuetudinaria?
¿Quién la habló de aquelarres y conventículos baraonenses?
Y a esta otra, pobre doncella asustadiza, cuando no está al paño el objeto de sus
debilidades eróticas, ¿quién le hizo dar un eco lúgubre y pavoroso a los aullidos del
perro vecino, a los maullidos del casero gato, o a los silbidos de la avecinada
lechuza?
¿Por qué razón esotra muchacha pizpereta, que cruza la calle sosteniéndose en
coquetón equilibrio sobre dos piececitos de colibrí, y acogiendo con traviesa sonrisa
las frases de los ocupados en su seguimiento y requiebro, entra saltando en aquella
casa de vecindad dudosa, y sale a poco rata pensativa y meditabunda, después de
haber escuchado a una zurcidora de embelecos presagiarla horrores por el simbolismo
estúpido de los naipes?
¿Qué misterioso horror han podido ejercer en su ánimo aquellas farsas
representadas alegóricamente, en las que un rey hace de amante o perseguidor, y una
sota de rival, y una carta la cita por esquinas, y otra la ofrece besos y abrazos?
Pues sepa, quien no lo supiere, que las supersticiosas de este género han sido y
son el objeto de una de las industrias más lucrativas de cuantas conoce la aberración
humana.
Pero no han concluido aquí todas los especies del tipo.
Falta aún por enumerar la que preocupa, y no poco, a ciertas gentes por el
encuentro de un tuerto a la salida de la casa propia; funestísimo accidente que por sí
solo basta para encerrarles de nuevo entre las paredes del hogar y resistir a todo
humano propósito en el término de veinticuatro horas.
Falta consignar todavía que son infinitas las madres de familia que hacen
suspender de la faja en que envuelven a sus hijos una bolsita (regalo de la monja
amiga o del sacerdote conocido) donde se encierran algunos textos del Evangelio;

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costumbre que respondiendo a un sentimiento de religioso respeto, bien digno de
estimación, traducen muchas por preservativo contra el mal de ojo y las brujas.
Falta todavía exponer la inexplicable fe de atar a los pequeñuelos, durante el
período de la dentición, del collar anodino, que por misteriosa virtud facilita la salida
y evita los dolores.
Falta aún por registrar el origen de esa tradicional costumbre a que obedécela
nodriza que suspende de su cuello, a guisa de milagroso amuleto, una bolita de cristal
cuajado, como el más seguro y eficaz preservativo contra la retirada de la leche.
Falta aún por conocer a qué tradición obedece la doncella que esquiva cuanto
puede servirse del vaso en que bebió su amante, por no conocer sus secretos.
Y no acabaríamos nunca si hubieran de quedar aquí referidas y detalladas tantas y
tantas y tan incalificables sencilleces, por no darles otro nombre, como en el catálogo
de las preocupaciones humanas figuran puestas en constante práctica.
Afortunadamente los errores, por su condición de tales, van desapareciendo uno
tras otro, y la luz de la verdad y los irrebatibles argumentos de la razón, llegando día
tras día hasta las últimas trincheras de la ignorancia, concluirán por dar al traste con
la obra de la candidez y los amaños de la explotación.
Yo seré de los primeros en felicitarme de tal resultado, si en mis días llegare, aun
cuando por él haya de desaparecer de la escena social el tipo que sirvió de asunto a
estas mal pergeñadas líneas.

EDUARDO SACO

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LA ELEGANTE

Dicen que España es el país de los contrasentidos y de las aptitudes desplazadas,


y ciertamente me voy convenciendo de esta verdad, al considerar que el hombre más
previsor en política que he encontrado es un sastre, el más inteligente en tauromaquia
un presbítero, y el astrónomo más notable un celador de alcantarillas.
Pero si aún me faltasen pruebas del susodicho aserto, considerándome y
conociéndome a mí mismo (que dicen que es la más difícil de las ciencias), hallaría
una contundente.
Yo, el más antiestético, el más antielegante de los nacidos, voy a escribir de una
materia, de lo más abstracto y metafísico que puede ser la materia.
Perdón, pues, amables lectoras: conste que han abusado de mi candor; que he sido
catequizado, impulsado e impelido por… no diré por quién… Callo y me sacrifico.
Ahora… ¡Dios sobre todo!

II

En primer lugar, ¿qué es elegancia?


Desconfiando de mi suficiencia para contestar a esta pregunta, si yo fuera
espiritista y médium, evocaría un espíritu superior: el de Platón, por ejemplo; pero
estoy casi seguro que el elegante filósofo me diría lo siguiente, poco más o menos:
Lee un período de Cervantes, un terceto del Dante, una frase de Castelar, un
alejandrino de Racine o una estancia de Tíbulo.
Oye una melodía de Bellini.
Contempla el friso del Partenon, la curvatura del golfo de Nápoles en la playa de
la Margelina, la luna bañando a Cádiz en una noche de estío, y… Adiós, tengo prisa,
me voy.
Y con éstas o pocas más palabras, creo o quiero suponer que el espíritu escurriría
el bulto, creyendo haberme puesto en materia y alumbrado los oscuros desvanes de
mi mente.
¡Sea todo por Dios! Proseguiré solo la ímproba tarea de asir el aire, la luz, la
electricidad, la poesía: todo lo impalpable.
Comenzaré por la mujer.

III

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Vedla; allí va: es el arquetipo de la belleza del alma, el ideal de los sueños
poéticos, lo desconocido para muchos, el éxtasis para unos pocos.
Es la flor no clasificada, la rara avis, la mujer elegante, en fin.
¡Bah! exclamará tal vez alguna de mis lectoras, la cosa no es para tanto; hay
muchas mujeres elegantes.
Poco a poco, señora o señorita mía, el género no abunda, como usted cree. Será
usted bonita, joven, graciosa; tendrá abono en la ópera, y ¿quién sabe? quizá un
cochero inglés.
Leerá usted cinco periódicos de modas y analizará veinticinco figurines cada
semana.
Sabrá usted emplear convenientemente los rulós.
Casará usted con prismática armonía los colores rayo de sol, agua marina e iris.
Distinguirá usted, a la primera ojeada, las mínimas diferencias del tafetán gris del
de color crepúsculo.
La galantería me manda reconocer en usted estas y otras cualidades.
Y sin embargo, puede usted no ser elegante.
Si pertenece usted a las altas clases sociales, está en inminente peligro de
extralimitarse.
Puede usted ser cocotte en Francia.
Fasihonable en Inglaterra.
Cursi en España…
¿Cursi? ¡Qué horror!
Sí, señora o señorita, cursi en toda la terrible acepción de la palabra; porque no
solo es cursi la que va a la parada y usa botas de almacén y guantes de Valladolid.
La riqueza tiene también sus escollos.
Cristo dijo: «Es más difícil que un rico se salve, que el que un camello pase por el
ojo de una aguja».
Pero yo, como no estoy tan autorizado como el Salvador, me limito a decir:
Es fácil que una mujer rica se pierda en el laberinto de la moda, no obstante el
hilo de todas las modistas del mundo.
Porque se necesitan mucho tacto, discreción y talento para contener la
imaginación sobreexcitada en los límites del buen gusto y no caer en las
extravagancias de la moda.
La mujer rica y ociosa tiene muchos escollos que evitar, muchas tentaciones que
reprimir, por lo mismo que es más vasta la esfera en que vive; y por la facilidad de
satisfacer sus deseos y aspiraciones, se halla en idéntico caso que Góngora, poeta de
quien usted, señora mía, tal vez ha oído hablar, el cual primero fue elegante, y
luego… gongorino.
Creo que debe haber diferencias entre la manifestación de la elegancia en ambos
sexos; pero yo observo tan poco al hombre exterior, que apenas me atrevo a
indicarlas: solo me parece que, si la mujer nunca es demasiado femenina, el hombre

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debe conservarse varonil; porque el que se afemina se envilece. Conozco alguno que
hace treinta años usa el traje del mismo corte y de casi idénticos colores, y no
obstante oigo decir de él: «¡Qué elegante es fulano!».
Y esto, en efecto, ¿en qué consiste? ¿En el aire, en el pensamiento noblemente
empleado que se asoma al exterior?
No acierto a definirlo.

IV

La mujer verdaderamente elegante puede ser bonita o fea, pero casi siempre se
observarán en ella las señales de su raza privilegiada. La frente alta, las orejas
pequeñas, los ojos dulces o vivos, el cuello y las manos ligeramente prolongadas y el
pié graciosamente arqueado como el de La Leda de Benvenuto Cellini. Así debieron
ser, o tal debieron verlas en su imaginación, los poetas y los amantes: Ruht, la linda
espigadora; Safo, la poetisa; Beatriz, Victoria Colonna y Julieta. Estas mujeres reales
o imaginadas debieron deslizarse sobre la tierra como un ángel que ha perdido sus
alas, pero que aún conserva algo de su origen o de su predestinación celeste,
templando la frialdad de la vida desamorada con el fuego de su pensamiento o de su
corazón, haciendo ondular graciosamente sus sencillas vestiduras, y realizando, en
fin, esa óptica del amor y de la poesía que se llama elegancia.
Así como el escritor de genio modifica las leyes del idioma, del mismo modo la
mujer elegante no acata servilmente las prescripciones de la moda, sino que las
inventa y perfecciona; Suben o bajan el peinado, el talle, la falda; se hincha ésta como
una vela latina o se ciñe al cuerpo como un sudario; se cubre de cintas, se riza en
infinitos volantes, se envuelve en uno y otro peplum: la figura femenina tan pronto se
parece a la columna como a la pirámide, raquetas que, desde tiempo inmemorial, se
envían mutuamente el volante de la moda; y la mujer elegante, asida firmemente a la
roca de la estética, resiste a esta inundación de caprichosas extravagancias.
La elegancia no reconoce clases ni jerarquías. Si sois inteligente y penetráis en el
gabinete de la verdadera gran señora, en la elección y colocación de los bronces
antiguos, de las ricas porcelanas, de los muebles raros y preciosos, se os revelará la
mujer elegante tan claramente como en el modesto ajuar del cuartito de la hija del
pueblo: porque la elegancia no es esencia, sino atributo; no es origen, sino derivación;
no es superficie, sino fondo; o mejor dicho: es el conjunto de todas estas cosas.
Pero para llegar a esta manifestación plástica de la elegancia femenina (y subrayo
la palabra para dar a entender que dejo al hombre aparte) es necesario partir del alma,
espíritu o quisicosa interior.
Un poeta ha dicho:

Bajo una forma muy bella

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puede haber mal corazón.

Yo rechazo el concepto en lo que a la mujer atañe. Un estudio constante, hijo de


mi afición al bello sexo, me ha hecho observar, reconocer y sostener lo contrario, y
puedo proclamar muy alto esta consoladora verdad:
La mujer elegante de mal corazón es un fenómeno de la naturaleza y de la
sociedad.

En todas las mujeres elegantes, pertenezcan a unas u otras clases, se notan casi los
mismos gustos e inclinaciones de bondad y belleza, idénticas costumbres, repulsiones
o simpatías; salvas, naturalmente, las exigencias de posición social.
La mujer elegante, rica o gran señora, es sencilla, afable y bondadosa, como la
hija del pueblo elegante; y ésta, aun sin educación y rodeada por lo común de seres
toscos y vulgares, presiente todas las filigranas de la amabilidad y del traje, peculiares
a aquélla.
A ambas les repugnan los postizos, los cosméticos y los perfumes penetrantes.
Ambas llevan la cintura y los pies holgados.
Como saben que la limpieza es base de toda elegancia, tienen siempre las manos
esmeradamente cuidadas, porque tal mano, tal mujer.
Verdad es que poseen exclusivos privilegios de raza. Por ejemplo: una mujer
elegante tiene el don especial de vestirse sin arrugar el traje ni ajar la ropa blanca, y
de atravesar por sitios sucios o enloda dos sin mancharse la falda ni el calzado.
Todo esto sin cuidado ni esfuerzo, y merced solo a una difícil facilidad que ni en
elegancia ni en poesía se pueden definir.
Aun cuando la mujer elegante paga tributo a la coquetería, como cada hija de
Eva, su deseo de agradar es más limitado, más íntimo, menos ostentoso que en las
demás mujeres. Casi ama más la elegancia ajena que la propia, pues ésta en ella es un
gozo y una satisfacción personal e instintiva, como en el armiño la repulsión a
manchar su nívea blancura.
Según mi modo de pensar, la mujer, especialmente la mujer española, no ha
comprendido su misión más que a medías. De soltera procura realzar sus gracias, sus
cualidades, ocultando los defectos: todo esto a fin de agradar y fijar la elección de un
hombre que ha de ser su compañero en la vida; halla este compañero, y en
agradecimiento a esta preferencia se despoja, por falta de cuidado, de sus atractivos, y
solo pone en relieve los defectos. Busca la felicidad en el matrimonio, que aunque
participa de sacrificio, está basado en el amor, y cuando la alcanza, se despoja de ella
a sí propia.
Es como si un ángel se cortara las alas, o como si un avaro, después de descubrir

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un tesoro, le arrojase al mar.
La mujer elegante se aparta casi siempre de tan mal camino, y si se casa procura
ser a un mismo tiempo novia y mujer de su marido, cultivando sus cualidades y
cuidando de su persona con el mismo esmero que de soltera.

VI

Desgraciadamente la elegancia es una especie de masonería, en cuyos altos


secretos hay muy pocos iniciados. Las mujeres elegantes se reconocen entre sí, y son
conocidas por muy pocos hombres de quienes no les separen uno u otro obstáculo.
Sisón ricas, en esa conjunción de dos estrellas que se llama matrimonio tienen que
someterse a las exigencias de clase; si son pobres, no pueden subir; de suerte que, por
no quedarse notando en el vacío del alma, ahogan sus aspiraciones y se unen a un
hombre que no es su compañero en el corazón.
Por fortuna, para ellos, no para ellas, partiendo del principio de que la mujer
elegante es buena y discreta, suele ser buena esposa y buena madre de familia,
ocultando entre la ceniza del hogar doméstico la chispa de idealidad nunca extinguida
en el fondo de su alma.
También a veces la mujer elegante se entrega a las ascéticas voluptuosidades de la
devoción, buscando al pié de los altares o en la soledad del claustro la aspiración no
realizada en el mundo.

VII

¡Oh, mujer… más aun: mujer elegante, es decir, perfección de la mujer, síntesis
de lo bueno y de lo bello, miel sobre hojuelas, copa cincelada, guardadora de un
generoso espíritu, frágil maravilla de gracia, hermoso pretexto para que inmigre a la
tierra un alma hermosa, perdona si he osado hablar de ti con pobre lengua y estilo
chabacano! Un poeta oriental dice que Dios había hecho blanca la rosa, pero que
habiéndola mirado Adán en el momento de entreabrirse, tuvo vergüenza y se paso
rosada. Pues bien: yo por lo desnudo me parezco a Adán, y tú indudablemente a la
rosa; pero ¡ah! si te sonrojas, que no sea de indignación contra este tu humilde
adorador desde lejos.

F. MORENO GODINO

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LA SUEGRA
—¡Virgen Santísima! ¡mi marido se muere! ¡Doctor, por piedad, sálvelo usted!
¡sálvelo usted, Dios mio! si él falta, ¿qué va a ser de mi?
—Señora, la ciencia ha terminado su misión. He apurado cuantos recursos son
posibles en casos tan críticos como éste; pero solo la voluntad de Dios puede obrar el
milagro.
Las anteriores palabras se cruzan entre una bella joven y un feo médico en el
interior de un aristocrático gabinete, amueblado con sencilla y suprema elegancia.
El doctor, tieso como un cirio pascual, con la mirada pudibunda, el sombrero en
la mano y el traje correctamente negro, como el heraldo de la muerte, permanece
impasible frente por frente de la enamorada paloma que, recostada en una duquesita,
con el rostro sepultado en las manos, recorre toda la escala de los sollozos y toda la
metamorfosis de las lágrimas.
—¿Pero no tiene remedio? balbucea al fin, desprendiendo de sus velados ojos una
de esas miradas que parecen salir del fondo de un relámpago.
—En mi humilde entender, no. Sin embargo, bueno será, como último recurso,
que cite usted una junta de médicos todo lo antes posible.
—¡Oh! sí, sí, al momento, dice Isabel agitando convulsivamente el cordón de la
campanilla.
Un criado se presenta.
—¿Qué manda la señora?
—Toma un coche, dos, tres, los que se necesiten, y vé en busca de los señores
cuyos nombres y señas llevas en este papel. No vuelvas sin ellos. ¡Dios mío, qué
desgracia! ¿Es la hora de que le dé la medicina?
—Si señora. Una cucharada, después de revolver el agua del vaso.
Isabel entra precipitadamente en la habitación del enfermo. Éste se halla como el
que ha sido dejado por las manos de Dios en las manos de un mal médico, y por
añadidura homeópata: sin cura.
Una señora anciana que está sentada a la cabecera del moribundo, dice para sus
adentros cuando vé a Isabel derramar en las fauces del marido aquella agua
clarificada:
—Lo que es a mí no me han de matar con enjuagatorios.
Isabel, después de cubrir con un papel blanco la boca del vaso para que no se
evapore la diluición de los glóbulos, vuelve su vista hacia, la anciana, la cual, con el
egoísmo de los años, se encoje de hombros.
Lo que equivale a decir sencillamente:
—Lo mismo me da que se muera o no.
Queda reconocida la suegra en este lacónico indiferentismo de caridad
evangélica.
Isabel rompe a llorar.

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—Vaya, hija mía, dice la madre sacándola por la mano de la habitación; es
preciso acostumbrarse a todo. Si Dios lo dispone así, no es posible atentar a sus
designios. Que llores, es muy justo, pero no que te desesperes. ¡Pobre Luis! ¿Crees
que yo no deploro esta desgracia? Tan bueno, tan amable, tan complaciente… Y a
propósito, lo suyo no tiene remedio, como ves; horas más, horas menos, todo está
terminado al parecer. Pero por lo mismo es necesario que pienses algo en ti… en tu
porvenir. Eres joven… bella… el mundo está lleno de seducciones; mañana puedo
faltarte, ¿y qué sería de ti, sola y abandonada a tus propias fuerzas? No, hija mía,
Dios nos manda no abandonarnos, porque él no nos abandona. Creo, pues, que es
hora de secundar el pensamiento de tu marido.
—¡Oh! siendo su voluntad, haré cuanto desee.
—Pues bien, se trata de una cosa muy natural, de su testamento.
—¿Testamento?
—Claro es que sí. Me lo dijo terminantemente hace dos horas, y por satisfacer su
deseo envié a buscar un escribano.
—¿Pero a mí qué me importa todo si lo pierdo a él?
—Todo eso es muy bueno y muy santo; pero, hija mía, los muertos no comen y
los vivos sí. ¿Te parece prudente que le deje sus bienes al aguador o al portero? Si
cuando uno se muere se los pudiera llevar, pase; pero teniendo que dejarlos, es
preferible que los disfrute un estómago agradecido que no un extraño. ¡Dios mío, yo
daría lo que me resta de vida por poder salvar la suya!
—¡Madre mía! dice Isabel cayendo en los brazos de la lógica suegra.
Entre tanto en el gabinete contiguo se hallan sentadas dos damas hablando
cautelosamente para no interrumpir la lúgubre soledad del moribundo.
Son dos amigas de la casa un poco entradas en años y por lo tanto envidiosas.
—¿Has oído lo que ha dicho esa buena señora a su hija?
—No, me hallaba distraída.
—Pues ¡asómbrate! le ha dicho que daría gustosa lo que le resta de vida por
salvar la de su yerno.
—Se habrá equivocado. Querría decir que daría gustosa lo que le resta de vida por
ver terminada la de su yerno.
—A lo menos ya lo ha desahuciado echando al médico y llamando al escribano.
—¡Desahuciar! No parece sino que ese pobre hombre ha dejado de estar
desahuciado desde el momento en que se casó.
—¿Tan desgraciado ha sido?
—Tanto, que estoy segura de que se muere contento por no ver a su suegra.
—Y sin embargo, ella lo cuida y no se separa de la cabecera de la cama.
—¿Sí, eh? Pues mira, es para tener el gusto de convencerse de que se ha muerto.
—¡Hija, qué corazón!
—Ella sabe bien, que su cara es para su yerno una gota de cicuta aplicada a su
lengua. La suegra lo sabe también; y por un cálculo a lo Locusta, que, como sabes,

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era una célebre envenenadora, ha hecho el siguiente raciocinio:
—Si para acabar con un ser humano se necesitan treinta gotas de cicuta, y mi cara
es para mi yerno una gota, presentándosela treinta veces acabará por dejar este
mundo, dejar sus bienes a mi hija y dejarme en paz, que son tres patrimonios
impagables. Y he aquí por qué entra y por qué sale hasta salirse con la suya.
—¿Y por qué ese odio?
—Por una razón muy lógica; porque ha hecho feliz a su hija.
—¿Lo crees así?
—Los trato desde que se casaron. Su casa era un paraíso, y ellos, solos y felices
como Adán y Eva, disfrutaban de toda la paz evangélica de los bienaventurados; pero
un buen día, la suegra, es decir, la serpiente, cae de improviso en aquel edén, se
enrosca al árbol de la felicidad del matrimonio, silba al oído del yerno, envenena el
corazón de la hija, y el ángel de los celos, de la discordia y de la perturbación entra en
la casa a garrotazo limpio, destruye las ilusiones del uno, las esperanzas de la otra, el
bienestar de los dos, y el diablo… se encargó de hacer lo demás.
—Ese diablo, ¿fue algún pecador con sombrero de copa?
—Hija, tanto como eso no te podré decir: solo sé que la niña iba a baños
acompañada de su madre… y de un primo en noveno grado.
—Pero la madre…
—Vive pegada como un molusco al dinero de su yerno.
Dicen que tenía un carácter angelical con su marido; pero que no bien se murió
éste y la hija se casó…
Pasos acompasados y cautelosos interrumpen la conversación.
Una de las damas entreabre la puerta de la habitación del enfermo y sepulta sus
ojos en la oscuridad.
—¿Quién es? dice la otra.
—El escribano que sale de terminar el testamento.
—Ahora sí que es hombre al agua.
—¿Quién, el escribano?
—No, el enfermo.
—Escucha, escucha.
—¡Ay, Dios mio! ¿Si se habrá muerto?
—¿Por qué lo supones?
—¿No oyes pasos de varias personas que se acercan? Sin duda son los
enterradores.
—¡Jesús, hija, qué lúgubre estás! ¿Qué pito tocan aquí esas gentes?
—¿Pues quiénes son esos hombres?
—Son… los médicos.
—¡Ah! así morirá tranquilo. Los médicos entran en la cámara mortuoria
acompañados de la suegra. El enfermo abre los ojos, alza la cabeza, los mira, vé a su
suegra… y se vuelve tranquilamente del otro lado.

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Uno de los médicos al ver este movimiento dice:
—Se ha salvado. La suegra al oír este augurio fatídico para ella exclama:
—Al fin Dios ha escuchado mis plegarias. ¡Hijo de mi corazón, si los buenos no
deben morir nunca!
Y oyendo esto, dice una de las damas para sus adentros:
—Siendo eso así, no sé cómo has nacido.
—¿Conque se ha salvado? repite la suegra acercándose al lecho.
—Ha hecho crisis la enfermedad. Lo repito, señores, dice mirando a sus
compañeros; ese hombre está vivo.
—¡Si está muerto! interrumpe la suegra.
—Es natural, dice una de las envidiosas al oído de la otra. ¡Médicos y suegra! La
pócima bastaba para reventar a un toro, cuanto más a un hombre.
Anunciada la fatal nueva, el escribano anuncia que se va a abrir el testamento.
La suegra hace retumbar la casa con sus quejidos y lamentos. Sus ojos parecen
dos mangas de riego. Los circunstantes se hallan como asombrados con lo que ven.
¡Llorar una suegra es el gran milagro hecho por Dios!
El escribano empieza la lectura. Los sollozos de la suegra apenas le dejan leer.
—Item, es mi voluntad que todos mis bienes pasen a poder de mi hermano, el
cual obrará con arreglo a las instrucciones del codicilo.
La suegra se queda como quien vé a un acreedor: estática.
—¡Cuando digo que era un pillo!… exclama en el colmo de la indignación.
Y con la nariz hecha un granate y los labios hechos espuma, entra donde se hallan
las dos damas.
—¡Conque ha muerto! exclama una de ellas toda compungida.
—Era natural, responde la suegra. ¡Si estaba podrido!
—Pues no lo parecía.
—Calle usted, señora; si en cataplasmas para los bubones, en magnesia para el
estómago y en enjuagatorios para la garganta, hemos gastado un capital.
—¡Ah! cuando se tiene para gastar…
—Si, buen tole tole le dio al dinero ustedes saben que mi fuerte es la economía.
Pues bien, todo era inútil con él. Era capaz de gastarse la figura. No sé qué demonios
hacia con el dinero. Y luego aquel carácter… vivíamos materialmente sacrificadas.
Yo les aseguro a ustedes que si vive estaba dispuesta a separarme de él, porque de lo
contrario era exponerme a reventar de un berrinche. ¡Jesús, qué hombre! Bien se lo
decía a Isabel antes de que se casara:
—Hija, el matrimonio es un saco, en cuyo fondo hay cien culebras y una anguila:
la cuestión está en meter la mano y en sacar la anguila.
—La he sacado, replicaba mi hija. Y bien lo ha visto después: no anguila, sino
serpiente, y de cascabel, fue lo que sacó.
En esto entra en la estancia un caballero. La vieja se queda como la mujer de
Loth, al ver aquella cara.

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—Señora, dice el caballero después de saludar; estoy encargado de la última
voluntad de mi hermano, que es ésta. Y diciendo y haciendo, le entrega un papel.
La suegra lee lo que sigue:
—Todos mis bienes le serán entregados a mi mujer.
—¡Oh, Dios mio! no los bienes, sino a él, es al que nosotras querríamos. ¡Es una
desgracia espantosa!
Y rompe a llorar.
Una de las damas le dice a la otra:
—Llora por el miedo de que resucite.
—Como antes lloraba por el miedo de que no se muriese, replica la otra.
—Es la única vez que ha tenido sentido común mi^yerno, murmura la suegra.
—Es la primera vez que ha dado pruebas de mentecato mi hermano, dice el
caballero.
—Me he muerto a tiempo, replica el difunto desde la eternidad.
¿Y la esposa? Inconsolable.
Y así pasa un año. La hija ha llorado dos meses y ha dejado de llorar otros dos.
Al quinto mes le dice la madre:
—Isabel, los médicos te aconsejan los baños. Vamos a tomarlos a San Sebastián.
—¡Jamás! replica la hija. Mi dolor ahuyenta de mi alma el ruido y las
distracciones: iremos a otra parte más solitaria.
—Sea, dice la madre.
Y un coche de primera clase las conduce a Bilbao, y de allí una diligencia las deja
en un oculto pueblo de la costa de Cantabria.
Como no tienen privilegio exclusivo ni de Dios, ni del diablo, ni del gobierno
para estar melancólicas, he aquí que a los pocos días se encuentran en la playa con un
mortal que, envuelto en una sábana como una tortuga en su concha, entra en el agua
al propio tiempo que ellas.
Señoras y señoritas, lo que hay que ver en este mundo es una playa en la hora del
baño, cuando los bañistas salen de sus nidos para zambullirse en el agua.
Comprendo el divorcio desde el momento en que los ojos pueden fijarse en una
mujer saliendo a la luz del sol desde el fondo de la garita para dirigirse al agua.
Pantalón hasta media pierna, pié descalzo o con zapato de goma, gorra de hule en
forma de boina, y chaqueta ceñida a la cintura por un cinturón. Las formas
protuberantes y prominentes de la estatuaria femenina adquieren una desproporción
tan exagerada, que no acierta un mortal a comprender cómo aquella especie de
molusco puede, dos horas después, inspirar pasiones desastrosas y arrebatos febriles
solo^ por la variación de traje.
Pero sucede, y con esto basta.
El bañista masculino, al ver aquella rubia cabeza sostenida sobre la superficie del
agua como una flor dentro de un búcaro, dice zambulléndose como una sardina: —Es
un pez que se debe pescar en seco.

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Y la viuda, que maquinalmente se fija en él, responde a un pensamiento que la
acaricia:
—No caeré en ninguna red.
Y la suegra, que está haciendo calceta sentada en la orilla sobre la arena, añade
contemplándolos dentro del agua:
—Son dos corazones en remojo.
Y el diablo, que está detrás de la suegra, le sopla al oído esta frase:
—Tú los escabecharás. Aquella noche, los pocos bañistas que hay y los muchos
que han llegado deciden divertirse.
Al efecto se anuncia un baile.
Puestos de acuerdo todos para no faltar, dan principio a la fiesta con el
indispensable vals, que es lo que más une los cuerpos, dos cinturas y dos cabezas.
El bañista en cuestión invita a bailar en seco al pez que ha olfateado en el agua.
Una joven madrileña se sienta al piano y preludia el magnífico vals de Ardite.
La pareja se lanza como un torbellino por el salón, seguida de otras.
Isabel baila; ¿y el difunto?
El difunto llama a la tumba vecina, sirviéndose de un hueso como llamador.
—¿Quién? murmura una voz hueca y sorda:
—Vecino, hace ocho meses que dejé una viuda en el mundo, la cual a estas horas
está bailando: ¿qué dice usted a eso?
—¿Que qué digo?
—Sí señor, porque me interesa.
—Pues oiga usted lo que digo:

Mujeres que estáis bailando,


al infierno vais saltando.

—Vecino, ¿es usted el Sr. Claret?


—El mismo.
—Pues buenas noches.
—¿Cómo me ha conocido usted?
—Por sus versos. Además, como profetiza usted que las mujeres que bailan se
van al infierno saltando, y mi suegra no baila, que es la que me conviene que se vaya
de cabeza, repito a usted las buenas noches.
Y volviéndose del otro lado exclama:
—¡Cuando digo que me he muerto a tiempo!
¿Por qué baila Isabel?
Por una razón sencillísima. Cuando se habló de baile, se resistió valientemente a
concurrir.
Pero como allí estaba su madre para torcerle las intenciones, le dijo:
—Hija, la viudez tiene sus límites y la sociedad sus exigencias. Porque llores y te

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desesperes no ha de resucitar tu marido. Así, pues, es preciso que te resignes con las
conveniencias del mundo y que empieces a darte un poco a luz.
Eres sensata, y creo que mis consejos son los de una buena madre.
El diablo, que oye este diálogo, da un brinco por la ventana y se lanza por el
espacio exclamando:
—Esta vieja va a acabar por pervertirme.
Bailando con Isabel el pescador en seco, le deja caer sobre la cabeza esta bomba:
—Después de Dios, usted.
La suegra, en tanto, hace a una señora que está, sentada a su lado esta pregunta:
—¿Conoce usted a aquel caballero?
—Bastante, replica la señora.
—¿Quién es?
—Un título de Castilla, rico y no mal mozo.
—Cuéntate en mi casa, piensa la suegra.
—Cuéntate con los difuntos, piensa la señora.
Y es que la suegra calcula en casarlo con su hija, y la señora, que hace años
conoce a la suegra y adivina su intención, raciocina acertadamente. Quince días
después Isabel sonríe, toca un poco el piano, se viste con esmero, se pone pelo
postizo, y se da unas pasadas de mano de gato por la cara. El título de Castilla está
enamorado de la hija y encantado de la suegra. La amabilidad de ésta es seductora.
—¡Título y rico! dice a su hija. Es el colmo de la felicidad.
En esto regresan a Madrid. Las visitas menudean, los meses se pasan, los duelos
se evaporan, y…
En la iglesia de San Luis se verifica el entierro de un vivo a los doce meses, ocho
días y quince horas de haberse enterrado a un muerto.
Isabel entra en el gremio de la grandeza de España. Se ha casado.
Los veinte primeros días de matrimonio todo va a pedir de boca.
Pero llega el día último del mes, y la suegra, viendo que su yerno no le entrega los
dineros para los gastos de la casa, le dice:
—Federico, hoy es el último día del mes, y por lo tanto hay que pagar: da, pues,
la orden a tu administrador para que me entregue los fondos necesarios.
—Querida mamá, replica el noble, aquí no hay más administrador que yo, y en
cuanto a lo demás, viva usted tranquila, pues todo está pagado.
—¡Cómo! ¿Tú te ocupas de esas pequeñeces, que son exclusivo derecho de las
mujeres?
—¿Y por qué no? El ojo del amo engorda al caballo.
—Aquí no se trata de ojos ni de cuadrúpedos; se trata de que tengas dignidad para
no rebajarte a esas fruslerías. Mi hija posee bienes…
—Que ha puesto en mis manos para que se los administre con los míos.
—Pero esto es horrible.
—Es lógico, señora.

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—Es el despilfarro.
—Al contrario, es la economía.
—Es decir, que se propone usted tomar la cuenta del aceite, de los garbanzos,
de…
—De todo, señora. Es la manera de cursar con provecho las matemáticas.
—Creí que mi hija se había casado con un caballero y no con un mercachifle.
—Señora…
—Señor…
Y la suegra concluye por asegurar que si su difunto esposo viviera le ajustaría las
cuentas, y por jurar que se irá de la casa antes que someterse a aquella odiosa
coacción.
Pero como va en coche y engorda sobre las costillas del yerno, la cosa pasa por
entonces hasta nueva ocasión. Pero eso no impide que le diga a su hija:
—¿Es natural que tu marido nos prive de lo necesario, cuando necesita atender a
lo superfluo?
—Es un hombre de orden, replica la hija.
—Ya lo creo, como que es progresista.
—La opinión política no hace al caso.
—Pero sí hace mi opinión sobre la querida que mantiene.
—¿Querida?
—¿Tienes cataratas hija mía? Si no ves, es porque te ha dado adormideras para
que te se cierren los ojos.
—Pero ¿qué está usted diciendo?
—Lo que solo tú ignoras. Pero ante todas las cosas soy tu madre, y no es justo
que vivas engañada por un perdido. Ponte la mantilla y pronto te convencerás de lo
cierto.
La hija se deja arrastrar por la madre como un autómata.
Es de noche. Atraviesan algunas calles y se sitúan en la sombra proyectada por
una portería sin luz.
Diez minutos hace que esperan, cuando ven salir de la casa de enfrente al marido
dando el brazo a una elegante joven vestida de negro. Un lacayo abre la portezuela de
una berlina, en la que se acomoda la pareja, y un minuto después los caballos toman
el trote.
Isabel está a punto de desmayarse. Una vez en su habitación, se encierra en ella
sin querer recibir a su marido. Al siguiente día se arma en la casa el juicio final.
Gritos, sollozos, súplicas, convulsiones, y por último la palabra «divorcio» cae sobre
las cabezas como pedrisco en otoño.
No hay medio de entenderse; no hay paciencia para oír, ni tranquilidad para
raciocinar, ni se puede atender a nada.
A las primeras palabras del uno sigue una serie de exclamaciones de la otra;
cuando él quiere dar un consejo, ella necesita a toda prisa un anti-histérico; el pañuelo

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de la dama ya está todo empapado en lágrimas; ella dirige entrecortadas
exclamaciones al cielo, y él quisiera disponer de los tormentos del infierno.
¡Qué escena! Escena terrible, inolvidable. Y ¿por causa de quién? ¿De quién?
Al fin el marido se hace escuchar de su mujer unas horas después, y resulta que la
dama en cuestión era… la hermana del noble que estaba de tertulia en la casa.
Derrotada la suegra, toma, las de Villadiego.
Y el diablo, al verla marchar, dice rascándose la oreja con la punta de la cola:
—Éstas van a desalojarnos el infierno.
—¿Y por qué? le dice otro.
—Porque haciendo que los hombres se condenen en el mundo, Dios se los lleva
luego al cielo con redención de sus culpas.
¡Éstas son las suegras!

S. DE MOBELLAN DE CASAFIEL

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LA CÓMICA DE LA LEGUA

La cómica de la legua es una actriz reñida con el arte, una planta perenne, inodora
y sin flor, como esos arbustos que la moderna horticultura nos ha traído del Japón que
viven en todos tiempos y en todas estaciones.
El kilómetro ha reemplazado a la legua, pero la cómica existe hoy como existió
ayer, como existirá mañana. No el ferro-carril, ni el telégrafo eléctrico, ni la dirección
del globo, en el caso de que se descubra, causarán la menor alteración en el tipo,
porque la cómica de la legua no es otra cosa que una berruga del arte, una
excrecencia de bastidores, producto de la desgracia y las pretensiones mal fundadas
que desde Lope de Rueda hasta nosotros va sucediéndose periódicamente, y es
probable que no desaparezca de la faz de la tierra hasta la conclusión del mundo.
El teatro tiene su caló como los gitanos y los presidiarios. Agustín Rojas, el
célebre Caballero del Milagro, dice que hay ocho maneras de representantes o
compañías de la legua, y las nombra del modo siguiente: Bululú, Naque, Gangarilla,
Cambalco, Garnacha, Bojiganga, Farándula y Compañía, y nosotros añadiremos
otro nombre: Barco de caña, que indudablemente se olvidó de consignar el célebre
representante.
Procuraremos en pocas palabras hacer la definición de los nombres citados.
Bululú es una compañía formada por un hombre solo; viaja a pié, llega a un pueblo,
habla con el alcalde, con el cura o con alguna persona pudiente, y subido sobre una
mesa representa una farsa haciendo él solo el papel de todos: esto le produce algunos
cuartos o algunas provisiones, y continúa su camino. Naque es una sociedad de
actores que forman dos individuos que representan piezas de dos personajes,
soliloquios o monólogos, etc., etc. Gangarilla es compañía más formal, y el número
de sus individuos suele regularmente elevarse a cuatro o cinco, entre los cuales va
siempre uno que hace el papel de bobo[1] y otro que toca alguna locura[2] con la
guitarra; por lo regular un muchacho joven hace el papel de dama. Cambalco,
aprovechándonos de una frase feliz de Agustín Rojas, se compone de una mujer que
canta y cuatro hombres que lloran, sin más equipaje que un lio de ropa que podría
arrastrar una araña. Garnacha ya es una compañía que se permite llevar dos mujeres,
cinco hombres y un muchacho que representa particulares[3]. La Bojiganga, la
Farándula y Compañía, por tener muchos puntos de similitud las unas con las otras,
y ser ya una reunión formal de cómicos con más mudanzas que la luna y más peligros
que en frontera, las describiremos juntas, diciendo lacónicamente que éstas ya buscan
para sus espectáculos teatros iluminados por la luz artificial y presididos por la
autoridad del pueblo, permitiéndose viajar en galera, carro o cualquier vehículo de

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trasporte cuando el moderno ferrocarril no les proporciona billete de tercera a mitad
de precio.
En otra época estas compañías, que no carecían de un vestuario decente,
representaban en los pueblos las fiestas de Corpus, muy buscadas por los cómicos y
los poetas, porque además de ser muy lucrativas alcanzaban cierta popularidad
siempre grata a los artistas.
Pero algunos dirán: el autor de este artículo nos está hablando del tiempo de
Mari-Castaña; a lo que contestará el que esto escribe que hace tres años en un pueblo
del Maestrazgo ha visto representar sobre una mesa por dos cómicos, varón y
hembra, nada menos que El Trovador de D. Antonio García Gutiérrez. Bien es verdad
que el público ingrato no premió los heroicos e increíbles esfuerzos del ingenioso
matrimonio dándoles al final la copa[1], tan deseada de todos los émulos de Talía.
Pero ahora se me ocurre que hablando del caló de bastidores me olvido de la
protagonista de este artículo.

II

Figúrate, querido lector, que la cómica de la legua que voy a presentar a los ojos
de tu inteligencia lleva por nombre de pila uno de los innumerables que ha
inmortalizado el Martirologio romano, por ejemplo: Ederlinda, u otro si éste no te
gusta, porque para el caso es completamente igual.
Ederlinda se llama actriz y está reñida con el arte; vive de ejecutar comedias y se
encuentra a trescientas mil leguas de la Matilde Diez y la Teodora Lamadrid.
Su madre, viendo en la chica un seguro contra la miseria, la dedica a la honrada
profesión de modista; pero la muchacha, que tiene un genio emprendedor, un corazón
caliente y una imaginación soñadora, cansada de la eterna monotonía de los
dobladillos y todos los prosaicos y rutinarios ejercicios de la aguja, un día, como si
obedeciera a la sublime inspiración que siente dentro de su ser, colocándose una
mano sobre el pecho y dirigiendo una mirada al cielo llena de dulce y poética
vaguedad, exclama: «Quiero ser cómica; quiero sobre mi frente sentir el laurel de
Apolo; quiero oír los aplausos del público y aspirar el perfume de la gloria».
Y dicho y hecho, un teatro casero le abre las puertas, y Ederlinda comienza a
familiarizarse con el colorete, el cold-cream y la tinta china.
Un día, o por mejor decir, una noche cierto empresario amigo de la juventud la ve
representar una comedia, y prendado, si no de su talento de su talante, le propone un
ajuste.
El incienso tiene un no sé qué que aturde y fascina. Ederlinda oye pronunciar al
oído por unos labios lisonjeros palabras de color de rosa, proposiciones dulces y
halagadoras, y las acepta por amor… al arte.
Desde este venturoso instante la joven actriz cambia la mantilla por una pamelita

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con velo, y su madre (mártir resignada) trueca el mantón de tartán por un abrigo de
merino negro que la da cierta respetabilidad y carácter de persona decente.
Por lo general, el primer ajuste de la cómica de la legua, página bella de su
historia de artista, se firma en la hermosa primavera de la vida y nunca se recuerda
sin dedicarle una lágrima y un suspiro.
En los diez años primeros de teatro la cómica ambulante, la ave viajera de
bastidores suele conocer muchos empresarios; pero el recuerdo del primero no se
borra tan fácilmente de su corazón.
El tiempo, ese judío errante que no se detiene nunca ni aún en verano para
enjugarse el sudor, no pasa impunemente para la cómica de la legua. Su rostro va
perdiendo poco a poco las delicadas y suaves tintas de la juventud; su talle la esbeltez
y flexibilidad de los veinte años.
El tropel de adoradores que otros tiempos felices se arrastraban a sus pies
prodigándole mil deferencias a su hermosura, al sorprender en la frente la primera
arruga mensajera de la vejez, huye de ella lanzando una carcajada de desprecio.
La ingratitud de las individualidades que quemaron incienso a la frescura de sus
mejillas, a la morbidez de sus formas, no es lo que más entristece ni más pena causa a
la cómica de la legua. El público, ese público ingrato, para quien los cómicos no son
otra cosa que una misa de cuerpo presente, le hace apurar el amargo cáliz del dolor,
con sus groseras silbas, con sus salvajes desprecios, y en vano la infeliz se esfuerza
por arrancarle, ya que no un aplauso, al menos una sonrisa de cariño; pero todos sus
recursos, todos sus desvelos, todas sus gracias se estrellan contra la fría indiferencia
del espectador, cuya ingratitud llega hasta el desagradable extremo de silbarla.
Por fin llega un día, día de luto, día de amargura, de dolor infinito, y Ederlinda se
encuentra sola, sin más patrimonio que los recuerdos de ayer y los amargos
desengaños del presente. Para ella el porvenir es una palabra que está de sobra en el
diccionario.
Muchas veces suele acontecer que, aburrida de la eterna soledad que la rodea, se
coloca delante de un espejo y exclama en un arranque de amarga desesperación:
—¡Público ingrato! yo he sido tu delicia, tu encanto, y la indiferencia es el pago
que me das. ¡Maldito seas!
Pero estos momentos trágicos duran poco. Se calma de repente, y soltando una
carcajada estrepitosa empieza a cantar con toda la fuerza de sus pulmones:

Ayer maravilla fui


y hoy sombra mía no soy.

III

Todo edificio que amenaza ruina necesita un apoyo que le sostenga. Ederlinda lo

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comprende así, y desde el instante que tan salvador pensamiento comienza a germinar
en su cerebro, invoca con todo fervor a la diosa del arte para que le preste su ayuda, y
se atavía con lo más seductor, lo más vistoso de su equipaje. Se pinta con más
esmero, procura darle a su voz una entonación dulce y apasionada, estudia el modo
de mirar y la manera de sonreírse, hasta que por fin encuentra otro desecho de la
escena que pueda servirle de media naranja.
Cuando esto sucede, o por mejor decir, cuando encuentra el hombre que le hace
falta, una nueva estrella alumbra para los dos, y entonces exclaman: «Habíamos
nacido el uno para el otro;» pero ¡ay! ésta es una ilusión que adormece por un
momento su amargo presente, ilusión que el infortunio se complace en que no se
desvanezca nunca, que la acompañe hasta el borde de la tumba, porque el teatro es el
campo de los ingratos. ¡Desgraciados de aquellos que sin los dones necesarios para la
escena se atreven a buscar en ella un sueldo mezquino con que matar el hambre que
les atormenta! ¡Desgraciados de aquellos que sin más dones que su impotencia y su
audacia se lanzan a ser sultanes de una compañía cuando solo son esclavos de su
insensatez, porque si pisan la escena, si llegan a ataviarse con una corona de cartón y
un cetro de madera, si el público en un instante de galantería les hace la limosna de
un aplauso, ni tolas las amarguras de una larga y penosa existencia de bastidores, ni
las frecuentes y prolongadas vacaciones que les proporcionen la escasez de las
contratas, ni el desprecio de los espectadores, ni la voz abrumadora de sus
conciencias serán bastantes a arrancarles del teatro! Una fuerza misteriosa ¡es sujetará
a los bastidores a pesar suyo; de día en día verán morir sus esperanzas, convertirse su
vida en una agonía sin fin, y su muerte, ¡oh, su muerte!… pero hagamos punto final a
este párrafo.

IV

Los cómicos llaman a Madrid el hoyo grande, sin duda porque Madrid es el
inmenso hospital donde se refugian durante algunas temporadas del año y desde
donde salen contratados para todos los puntos de España.
La cómica de la legua, soltera o casada, procura tener un nido en esta villa del oso
y el madroño, porque no todas las patronas de huéspedes toleran las artísticas
necesidades de su vida privada.
Figúrate por un momento, querido lector, una salita monísima por lo pequeña,
casta por lo blanco de sus paredes, humilde por la poca elevación de su techo, y
recatada porque solo una ventana microscópica deja entrar en su seno un rayo de
moribunda luz.
Esta sala tiene una alcoba, y esta alcoba, que carece de puertas vidrieras, se halla
adornada con unas cortinas de tela de algodón de color dudoso y de hechura tan
extravagante, que la pobre está diciendo a voz en grito: «Me han improvisado».

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Algunas sillas de Vitoria con reminiscencias de otras provincias en los asientos,
un sofá respetable por su vejez, una consola cuyo espejo tiene una luna llena de
lunares, y una pequeña mesa de caoba orgullosa de sus servicios, son los muebles que
adornan la habitación de la émula de Talía.
Sobre uno de los lienzos de la pared se ve un cuadro que según aseguran lenguas
maldicientes representa a Ederlinda en traje de mora, retrato debido al pincel de un
admirador de su belleza artística.
Alrededor de esta efigie y como prestándole su sombra bienhechora, suelen verse
algunas coronas de laurel, mudos testigos de su pasada gloria, que la cómica conserva
para dar un mentís a la maledicencia, aun a despecho de la sabrosa salsa del estofado
para quien las crió la sabia naturaleza.
Y después de todo, ¿qué daño hace a nadie nuestra Ederlinda con poseer coronas
que siempre son una sólida garantía para el caballo blanco que piensa contratarla?
Pero ¡ay! aquellas hojas verdes hijas de Apolo, de que tan amantes y avaros se
mostraban los antiguos, van poco a poco tomando un color de chocolate trasnochado,
al mismo tiempo que las arrugas extendiéndose en toda su longitud por la frente de la
cómica, le anuncian la fatal vejez, período funesto para las hijas del arte, pendiente
resbaladiza que la conduce protestando al respetable estado de característica.
Desde este momento ya no basta soñar en la gloria, es preciso hacer calceta y
mitones durante los ensayos, y adquirir un rico caudal de conocimientos médicos, útil
siempre para curar todos los alifafes a los demás compañeros mártires.
A una característica de la legua no le basta ser característica: necesita ser la madre
cariñosa de toda la compañía, tener ojos y no ver, oídos y no oír, una gran
imaginación para trasformar en pocos minutos unas enaguas en un alquicel moro, una
toalla en un turbante, una levita en un traje de abate, un sombrero viejo de copa alta
en un birrete de Felipe II; en una palabra, es preciso que sea la sibila, el paño de
lágrimas de sus compañeros; que tenga pendiente de los labios una gran multitud de
exclamaciones para enaltecer el mérito de sus compañeros; que celebre la frescura de
la dama, la entonación del galán, etc., etc., y aun con todas estas condiciones, se ve
muchas veces obligada a hacerse una cruz en la boca y a quedarse sin ajuste.
Pero este artículo va haciéndose largo, y como dice muy bien mi querido y
antiguo amigo Roberto Robert, de las cosas de telón adentro falta hacer un libro que
no dejaría de ser entretenido.
Terminemos, pues, diciendo que si bien el kilómetro ha matado a la legua, la
cómica de ésta ha existido, existe y existirá mientras ese padre del día a quien
llamamos sol, preste su vivificante calor al universo.

ENRIQUE PÉREZ ESCRICH

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LA TERTULIANA DE CAFÉ
Ya es forzoso distinguir entre bello sexo y sexo femenino.
Nadie me ataje, déjenme hablar y me explicaré. La distinción no es tan sutil como
puede parecer a primera vista, y la sutileza reprensible está en los que tratan de
confundir lo bello con lo no bello.
¿Cómo imagina el amante a la amada?
De un modo verdaderamente bello.
Le atribuye pensamientos y gustos delicados, lo exquisito de la sensitiva, lo
inmaculado del armiño, lo impalpable del aroma. Cree verla alegrándose con la
aurora, llenarse de melancolía al ponerse el sol, casi santa en todas sus aspiraciones.
Suponed al tierno adolescente a cuya vista pasa una forma femenil, esbelta y
gallarda. Lo primero que se le ocurre al verle la frente es pensar en el cielo; la oye
hablar, y el timbre de su voz le encanta; si ríe ¡cómo comunica ideas risueñas! si
llora, parécele que llora la naturaleza toda: el causante de sus lágrimas debe de ser un
sacrílego que ha infringido las leyes más venerandas del universo: la pena que altera
las suaves líneas del hermoso semblante, aviva más y más los afectos despertados por
el conjunto de tantas gracias: el gusto producido por la contemplación de la belleza
física se funde con la compasión que el dolor despierta, y de ahí resulta un estado de
ánimo que… en fin, cátese usted al muchacho enamorado.
Demos ahora que pierde de vista al objeto de su amor, y entonces viene, como es
natural, aquello de desear para ella todas las dichas imaginables y no concebirla sino
dotada abundantemente de todas las cualidades que constituyen la más alta expresión
de la belleza moral.
El mozo anda bebiendo los vientos por ella, y no la encuentra ni en teatros ni en
paseos; se entristece, como si el mundo fuese un destierro; ya le parece que habría
sido demasiada felicidad el encontrarla otra vez; ya empieza a preguntarse si aquella
forma fue real o fue soñada…
Y por cuanto, una noche se topa de manos a boca con su deidad en el café… tal o
cual. ¡Es ella, ella misma; con el mantón de cuadros, sí señor, y la anciana que la
acompañaba; con el mismísimo perrito: vaya, es ella!
La vé entre una nube de humo de tabaco; se acerca más y la vé mejor, y la vé en
ruin prosa, torciendo con disimulo la vista hacia las fotografías que cerca de ella se
están regateando; oyendo comentar en voz alta los anuncios de Holloway, o aguzando
el oído porque a su lado refieren un chascarrillo en voz baja.
¡Y es ella! Pero es ella sin las trasparentes alas, sin el casto cendal, sin aureola.
Junto a sus breves y graciosos pies, hay otros cubiertos de becerro y de barro; del
fleco de su mantón cuelga una colilla; los camareros que van y vienen le pisan el
borde del vestido; penetran en sus oídos frases que deberían estremecerla; es
insensible a las interjecciones groseras…
¡Hay una edad en que es triste pensar que la amada suda y digiere!…

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¿Aquella muchacha es bella?…
Podía serlo cantando, paseando, amando, en el teatro entre esplendidez y lujo, en
el hogar pobre, honesto y aseado; pero en un café, donde se respira todo lo
hombruno, entre gente que fama y bebe licores y disputa y grita, ¿qué hace allí el
sexo si es bello? ¿Qué tiene que hacer allí?
¡Tertuliana de café!… ¡Bello sexo! No puedo en modo alguno asociar estas dos
ideas.
Y lo peor no es que vaya al café, sino que vuelva a ir y se encuentre bien en
aquella atmósfera, y aún exclame alguna vez con pesar:
—¡Ya hace tres noches que no vamos al café!
¿Hay nostalgia más grosera? ¿Puede haberla?
Pero vamos a ver: esas señoras que concurren diariamente al café, ¿qué se
proponen?
Me parece que tengo derecho para preguntármelo.
Así supiera responderme.
Confieso mi ignorancia y acusóme de mi curiosidad: entre las infinitas cosas que
se pueden hacer en un café, no doy con ninguna que justifique la presencia diaria del
sexo femenino en semejante sitio.
De fijo que la calificación de bella aplicada al sexo femenino en general, debió de
consagrarse antes que las mujeres frecuentasen con asiduidad aquellos
establecimientos donde se desembellecen.
Usted verá por esas calles a la matrona de traza respetable que camina a buen
paso. Anda resuelta, va a cosa hecha. No es extraño: ha caído la noche y se la oye
quejarse del relente. Sin duda aquella buena señora se retira de prisita a su casa.
Por poco aficionado que sea usted a la vida de familia, se complace en suponer a
la transeúnte en un cuartito retirado del hogar y quizá sentada junto a una cuna, donde
duerme envuelto entre limpios y suaves pañales el tierno infante. Recuerda usted la
sagrada lámpara solemnizada por Virgilio; y si no la rueca y el huso patriarcales, a lo
menos la costura, el bordado, el piano, las faenas domésticas, el libro, los cuidados
maternales que a la matrona ennoblecen… Digo, me parece que esto es bello sexo…
¿Sí? Pues buenas y gordas.
La señora no está en casa: iba al café y avivaba el paso; porque todos los días a
aquellas horas ya está allí, fija en su sitio predilecto y con su tertulia.
Vaya usted a su casa y hallará en efecto cuna y rorro, pero no madre. Tal vez una
criada dormitando o curioseando con las vecinas y los porteros, si es que no ha salido
a ver si pilla al asistente del cuarto principal pegándosela con su paisana, en cuyo
caso ya están frescos ellos, ella y sus amos.
Bien puede el chiquillo desgañitarse; bien puede quemarse la cena una o dos
veces por semana; bien pueden ella y el marido lamentarse de que todo está muy
caro: la señora, a pesar de todo, sigue fiel a su costumbre.
—¡Si ya decía yo que era tarde! exclama al entrar; ya han tomado fulanita y

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menganita.
Y ciertamente, una porción, docenas de fulanitas y menganitas están en el café
hace horas.
Hay allí viudas, casadas y hasta solteras, muchas mujeres cuyo estado civil se
ignora, y hemos llegado ya al caso de oír más de una vez la siguiente afirmación tan
inverosímil como cierta:
—Conozco a esa señora mucho: la conozco del café.
Yo creo que es perdonable el que ciertas madres vistan a sus hijas de corto
durante demasiados años; pero que las lleven al café… ¡Ah! y lo mejor es que se las
oye decir muy presumidas:
—Lo que es mi hija, nunca se separa de mi lado.
Una noche tienen que distraer a la niña porque se ha embobado contemplando a
dos ciudadanas muy llenas de albayalde y colorete, muy ensortijadas de dedos y muy
enmarañadas de pelo, que miran con desenfado, andan con valentía, toman primero
leche amerengada y luego jamón, pagan en oro, y salen derribando banquetas con los
miriñaques y levantando mucho ruido y polvareda con la larga cola del vestido.
—¡Jesús qué mujeres! dice la niña; ¿quiénes serán?
Yo no sé lo que le contesta la madre, pero sé que al día siguiente vuelve al café
con su hija.
Pues otra tertuliana dice muy inocentemente:
—No sé por qué han de ir al café esas mujeres. —¡Rayo del cielo! ¡Precisamente
por eso, porque van esas digo yo que no debían ir ustedes!
Comprendo que hablen ustedes de jugadas de Bolsa, de crímenes célebres, de los
pliegues que debe tener el cuerpo del vestido y del vuelo correspondiente a la falda,
de si se casó ya aquel sujeto, pero ¡en un café!…
Hay hombres intratables que les achacan a ustedes, señoras, el hablar siempre mal
de sus amigas y el callar siempre la mitad del mal que piensan de ellas.
Esto es intolerancia y parcialidad: algo han de hacer ustedes, incluso el murmurar,
como los hombres; pero ¡en el café!…
¡Oh, y las hay aficionadas!… ¡Uf! Y las hay que se creen tan ingeniosas en buscar
pretextos para pasar toda la noche en los citados establecimientos…
Las hay que gastando diariamente el importe de dos tazas de café, sostienen que
con irse de casa ahorran mucho en el gasto del alumbrado.
Si esas señoras no hubieran tomado la costumbre de asistir átales sitios, ¡cómo
hablan de caer en tanta ignorancia o tanta malicia! ¿Quién sabe?
Y la cosa no lleva trazas de enmienda.
En algunos cafés predomina ya el elemento femenil. Ciertos pollos, y aun ciertos
gallos, no paran un momento en un café donde no haya tertulia de señoras.
Y ténganlo ustedes entendido, almas mías: en el café no siempre se distingue de
buenas a primeras ni de buenas a segundas la mujer honesta de la buscona. Conque…
su alma en su palma.

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Yo no dudo de la honradez de ustedes; pero lo cierto es que todas ustedes, sin
distinción, han sido objeto de la siguiente pregunta:
—¿Quién es aquélla?
¡Aquélla! ¿Comprenden ustedes?
Vamos, la verdad: ¿no le irrita a usted, señora, que le llame aquélla el primer
desconocido?
Usted me dirá que los hombres son maliciosos, convenido; y que nada respetan,
es muy cierto; que es usted, a Dios gracias… ¡sí, no lo dudo! y precisamente por eso
le digo como amigo y con el tono más sincero, benévolo y cariñoso:
—Amiga mía… no sea usted tertuliana de café.
¿No recuerda usted, doña Eulalia, que la otra noche su hija Leonorcita oyó
disputar a dos médicos forenses y quería saber el significado de un verbo…
encarnado, aunque nada tenía de divino?
Y usted, linda Atanasia, ¿no me refirió usted misma el disgusto que tuvo cuando
un hombre medio bebido la tomó por otra y llamaron ustedes la atención de todo el
público?
Y usted, Julianita, ¿no tuvo usted ayer noche a una que sola o acompañada entró
en dos horas cinco veces y tomó leche con tostada y café con tostada y chocolate con
tostada y después media tostada? ¿Quiere usted exponerse a tenerla hoy más cerca, a
su lado mañana, y a que la salude a usted un día por la calle?
¿Y todas ustedes, en fin, no repiten constantemente sus quejas sobre la falta de
atención y de descortesía de algunos de sus contertulios?
Ridículos eran los juegos de prendas, es verdad; desagradable es estar dale que
dale toda la noche con una calceta interminable; pero ustedes, que tienen una
imaginación tan fecunda, ¡podrían tan fácilmente, sin ir al café, entretener las noches!
Ea, ¡si yo sé que ustedes son muy celosas de su buen nombre y capaces de
heroicos esfuerzos por conservarle!
No más café, ¿eh?
Hay muchos teatros en Madrid; los libros se venden ahora baratos; la mayor parte
de los adornos que tanto realzan la hermosura, se los pueden hacer ustedes mismas;
sus amigas irán un día a ver a ustedes, y otro día pueden ustedes ir a verlas a ellas.
Conque a ver que malo es ello; espectáculo, lectura, labores de su sexo, un poquito de
murmuración también… a ver si acomoda.
¡Ah! Me replica usted que eso es prosaico y viejo… Pues con usted no va nada,
señora.
Quédese usted con la poesía de la tertulia cafetera, cuyos encantos goce muchos
años; siga usted no separándose nunca de su hija (¡pobrecita!); acostúmbrela al olor
de las tagarninas y a presenciar el bello espectáculo de una muchedumbre más o
menos alcoholizada…, y ¡larga vida al cafetero! y a usted, y beso a su esposo las
manos.
Pero… tú, bello sexo; tú que te sientes lastimado si no es bello cuanto te rodea; tú

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que eres fragante y pudoroso; tú que aspiras a superar lo más bello que de ti imaginen
los hombres…: ya, ya lo sé; tú no serás nunca (y yo me felicito por ello) tertuliana de
café.

ROBERTO ROBERT

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LA BAILARINA
(Antaño y ogaño).

Vedla convertida en un brazo de mar, confundida entre tules, gasas y linon de un


verde capaz de competir con las ondas del Océano.
La bailarina de hoy es ni más ni menos que la bolera de ayer; ¡pero qué
diferencia, estimado lector! ¡qué cambio! ¡qué progreso tan progresivo separa a la
una de la otra!
La bolera que podríamos llamar de antaño, vestía largas faldas y cuerpos altos, y
bailaba con un decoro y una gracia, que era el encanto de propios y extraños; su
honestidad era proverbial, sus peinados encantadores, sus zaragüelles largos, y su
trabajo carecía de pretensiones.
Asistía puntualmente a sus ensayos a la hora marcada (las ocho de la mañana),
con el frío de enero y el sol de junio; planchaba sus innumerables enaguas, tenía sus
pantalones, bordaba sus vestidos, hacia sus puntillas, adornaba sus moñas, tejía sus
golpes y hombreras, y no se desdeñaba jamás de ir a cumplir con su deber
acompañada de su honrada madre; se casaba regularmente con su pareja o con
alguno de sus compañeros; criaba sus hijos, y era, en fin, un modelo de trabajo y
honradez.

II

¡Qué diferencia entre la bolera de antaño y la bailarina de ogaño!


La bailarina de hoy ha conseguido el imposible tras del cual caminan en balde los
políticos de todo el globo, o lo que es lo mismo, ha realizado la ley del progreso en
toda su extensión.
He aquí su vida.
Ensaya a las nueve (cuando ensaya), y prefiere pagar una multa a madrugar.
Tiene planchadora, modista y peinadora, y no falta jamás a los ensayos de
orquesta, por cumplir y dice, con su deber, pero en realidad para saludar al
aristocrático pollo que la flecha los gemelos desde su platea.
Gana menos sueldo y arrastra un lujo fabuloso; regaña a cada momento con el
director, y amenaza a la empresa con romper su escritura, porque no necesita, dice,
del teatro para vivir.
Usa madre por el bien parecer, y porque como dijo aquel autor, no se comprende

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una bailarina sin madre; se casa alguna vez con algún segundón de casa rica, y no
tiene jamás hijos, al menos ostensiblemente.
Sigue la escuela economista, y reduce la tela de sus trajes a la más mínima
expresión, pudiendo pasar muy bien su vestido de hoy por el volante de un traje de la
bolera de ayer.
Se viste de hombre por dar gusto a la empresa, pero en realidad para estar más
bonita, siquiera esta nueva gracia haya de costar el pan a uno de sus compañeros cuyo
puesto usurpa.
¿Pero qué importa? La bailarina de hoy es un tanto filósofa, y grita con
Espronceda:

¡Que haya un cadáver mas!…

III

La bolera de ayer, sin abandonar nunca el escenario, vigilada por el padre,


custodiada por la madre y espiada por los hermanos, no se atrevía a levantar los ojos
del suelo, empleando para con su novio el mudo pero expresivo lenguaje de los ojos.
La bailarina de hoy, sola como un hongo, resuelta y animosa, tolera que el
enamorado pollo la acompañe, y aún se permite el lujo de salir fuera y ocupar un
asiento no lejos de su enamorado doncel.
Antes, cuando el autor (así se llamaba el que hacia cabeza de las compañías) le
ordenaba un nuevo traje, la bolera, pidiendo prestada alguna prenda a sus compañeras
y haciendo y deshaciendo, se arreglaba lo mejor que podía para salir del apuro.
Hoy, como las exigencias son mayores, y de esto ninguna culpa tiene la bailarina,
es preciso echar mano de los grandes recursos, y cual nuevos ministros de Hacienda
arrojar un empréstito a la plaza (vulgo la escena), hacer una nueva y atrevida
operación, empeñar el crédito o hipotecar el equipaje.

IV

Antes la bailarina parecía un cristalino lago de la poética Suiza: hoy la bailarina


se asemeja al agua del mar encerrada entre los altos muros de un puerto.
Ayer había un género de baile que se llamaba grotesco, hoy, en cambio, tenemos
la gimnasia y el can-can.
Antes una bailarina no se presentaba ante el público sino después de cinco o seis
años de trabajos y estudio, años mortales de angustias y miserias, y esto para
comenzar su carrera bailando en último término.

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Hoy la bailarina estudia en la academia de Perico el carretero, y no se contrata
sino como bailarina de punta o como otra primera.

Y no se crea que la bailarina de hoy, es decir, la semilla de que ha brotado


semejante fruto ha nacido en España, no: por fortuna y para honra nuestra esa planta
exótica ha sido importada de extranjero suelo.
No, no fueron españolas las bailarinas del famoso Circo, donde sin quererlo y
quizás sin sospecharlo nadie se arrojaron los primeros granos de tan mala semilla,
que fortalecieron después los cuerpos de bailarinas extranjeras del teatro de la Ópera,
y hace muy poco las escandalosas cuadrillas de L’œil Crevé, ejecutadas por bailarinas
francesas en los Bufos Arderius.
Esto no bastaba, y un director de baile, extranjero también, hizo anunciar en los
carteles del elegante coliseo de Jovellanos, Gran can-can de loretas.
Una de dos: o este hombre nos juzgó ignorantes o inmorales. O pensó que
desconocíamos el francés y el significado de loreta, o nos creyó inmorales pensando
que a nuestro silencio uniríamos nuestros aplausos; por fortuna se equivocó, y la
mayoría del público y de la prensa protestaron contra semejantes escándalos.
Y por si esto no era suficiente, la empresa del café-teatro de Capellanes nos
obliga a contemplar diariamente unas famosas pinturas colocadas sobre el cartel de
anuncio, que ofenden el pudor dé la mujer y ultrajan la moral pública.
Después de todo, no queremos ser tachados de injustos o de severos: quizás al
recordar las glorias de la antigua bolera hablamos de memoria, o lo que es lo mismo,
de oídas, y juzgamos con alguna severidad a la bailarina de hoy, sin pensar que la
bailarina de hoy y la bolera de ayer eran hermanas, hijas de Eva, mujeres al fin, y
susceptibles por lo tanto de los mismos defectos e idénticas virtudes.

VI

Vamos a terminar.
En varias ocasiones hemos visto ocuparse, y contra ello hemos protestado con
toda la energía de que somos capaces, acerca de la inmoralidad que reina en los
teatros y muy especialmente entre las bailarinas.
Esto no es otra cosa que una calumnia grosera inventada por niños verdes, por
viejos amarillos y amantes desdeñados.
La desgracia de la actriz, y sobre todo de la bailarina, consiste en hallarse
colocada una vara más alta que el resto de las demás mujeres y expuesta por lo tanto

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a los tiros de todo un público.
La escena de un teatro es una especie de exposición, aparador público o mesa de
feria en que la actriz se expone a las miradas de una multitud consciente o
inconsciente, para obtener la silba o el aplauso.
Desgraciada la mujer que ha de disfrazarse con un traje raro y exponerse a la
burla o los vítores de un público que allí las desprecia y fuera las halaga; que por
deferir a la opinión de su novia o de su esposa, enemigas mortales de la mujer del
teatro, se burla de ella desde la butaca, para venir más tarde a caer rendido a sus
plantas.
La desgracia de las actrices, repetimos, consiste en ser el blanco de todas las
miradas, de todos los desdenes, de todas las burlas de una colectividad que fuera de
allí encuentra en su misma casa y quizás en su propia mujer semejantes o mayores
vicios de que juzga víctima a la infortunada actriz.
Frecuentad los bailes de la generala B… y allí sabréis que la coronela C…
sostiene relaciones amorosas con un lindo cadete que acaba de llegar al regimiento,
faltando así a la fe conyugal y a la disciplina.
Asistid a la tertulia de un magistrado, y os dirán que el juzgado de ascenso dado
al moderno Sr. A… es debido a la belleza de su encantadora esposa.
Haceos presentar en las reuniones que da la directora de algún ministerio, y oiréis
que no hay expediente que resista a su atrevida mirada.
Recordad ciertos sonetos, justamente célebres, y adivinareis lo que jamás, ni en
sueños, pudisteis sospechar.

Pues si esto acontece en todas partes y en todas las clases sociales, porque la
humanidad es una en todas ellas y en todos los tiempos, con sus mismos defectos e
idénticas virtudes, ¿a qué acriminar tanto a las mujeres del teatro y sobre todo a la
infortunada bailarina?
Al criticar nosotros con el respeto debido a la bailarina de hoy, cuyo tipo nos
hemos propuesto reseñar, nos falta decir lo más importante, a saber: que la mayoría
de las bailarinas de hoy, ni han nacido, ni se han criado en el teatro, sino que
pertenecen a diferentes clases de la sociedad.
Son mujeres que, no encontrando medio mejor para exponer y hacer resaltar sus
gracias, buscan un empeño, comprometen a una empresa, y penetran en los teatros en
clase de meritorias y sin sueldo, quitando el pan a las verdaderas hijas del teatro; y
todo, ¿para qué? para convertir el escenario de un teatro en el campo de sus
conquistas, haciendo recaer la mancha de su inmoralidad sobre mujeres que nada han
hecho para merecerla, y que muy bien podrían ser presentadas como modelos de
honradez y virtud.
No, las verdaderas mujeres del teatro, las bailarinas que han hecho del arte
coreográfico su carrera y en ella han cifrado su porvenir y su ventura, que no han
entrado en él para lucir su belleza sino para labrarse un porvenir, ni son tan inmorales

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ni tan lindas, ni arrastran ese insultante lujo que enrojece la cara de vergüenza.
Y véase como la antigua bolera y la moderna bailarina han sido suplantadas por
mujeres advenedizas, y como a la honestidad ha sucedido el descaro, al trabajo la
vagancia y a la virtud el vicio, y mientras la verdadera bailarina se encuentra sin
ajuste, la advenediza tiene de sobra escrituras y protectores.
Y como esto es lo que al empresario interesa, poco o nada le importa que una
buena y honrada bailarina perezca de hambre si la mala e inmoral le trae a su teatro
un protector, una platea más abonada, y un bombo diario en la gacetilla de un
periódico.

E. RODRÍGUEZ SOLÍS

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LA AFICIONADA

Insisto, con permiso de ustedes, en que hay contratiempos afortunados, y digo


que insisto, porque yo he dicho esto mismo alguna vez; y si no lo he dicho he debido
decirlo, y para el caso es equivalente.
No llevaré mi optimismo hasta el extremo de creer lo que dice el adagio de no
hay mal que por bien no venga; pero si aseguro que en ocasiones vemos males y
desventuras en sucesos que, bien mirados, no son a la postre para nosotros sino
faustos acontecimientos.
¡Cuánto suele haber de amargura, cuánto de pena en el primer desengaño
amoroso, en la primera ilusión desvanecida! y sin embargo, ¡cuántas y cuántas veces
esta desilusión y aquel desengaño son origen dichoso de duradera bienandanza!
Mas de uno y más de dos hechos podría yo elegir entre los innumerables que
conozco conducentes a probar la exactitud de mi aserto; me limitaré, no obstante, a
narrar lo que hace poco tiempo me ocurrió precisamente cuando juzgaba ser el
hombre más desdichado de la tierra.
Era una mañana, ¡qué mañana! su recuerdo solo pone miedo en mi espíritu y
dolor en mi frente. Quise escribir y no pude; pretendí leer, y logré solamente
aburrirme; visitáronme dos majaderos, y en casa no supieron negarme; tenía una cita
y llegué tarde, bien que a esta desgracia estoy ya muy acostumbrado: solo, triste,
melancólico, paseaba mi odio sin objeto y mi estómago sin almuerzo por las calles
más concurridas de Madrid, hasta que, sin saber cómo ni cuándo, di conmigo y con
mi aburrimiento en el café de Fornos.
¿Piensan ustedes que sabía yo dónde me hallaba? Pues nada de eso:
maquinalmente penetré en aquel templo de la gastronomía, maquinalmente ocupé un
asiento, y maquinalmente permanecí en él hasta que un camarero, colocando debajo
de mis narices la carte (o si ustedes lo prefieren la lista), consiguió sacarme del
doloroso letargo moral.
Pues como digo volví en mí, y sin abandonar por completo mis negras
imaginaciones, me resigné a pedir un almuerzo suplicando al mozo que me evitase la
molestia de discurrir dándome los platos que él tuviera por conveniente. Entre tanto y
mientras el almuerzo venía, comencé a orientarme y a examinar, por distracción, a
todos y a cada uno de mis vecinos.
Quienes serian, todos lo presumen: los mismos de siempre: el novel empleado
D. F., el escritor D. L., el diplomático H. y nada más; pero desde luego llamó mi
atención cierto grupo como de unos cinco jóvenes que entre voces y carcajadas, entre
brindis y vítores terminaban un almuerzo, del cual, por los restos, podía juzgarse que

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había sido digno de una boda.
Algo de boda había en el asunto por lo que después supe: tratábase de un adiós a
la vida de soltero que uno de aquellos jóvenes celebraba en compañía de sus
compañeros de locuras y de amoríos.
Uno a uno fueron desfilando los parroquianos hasta dejarnos solos, a mí con mi
tristeza y a los jóvenes con su alegría. ¡Desgarrador contraste!
Oí entonces que exclamaba uno, el más sereno de todos: «Señores es tarde;
brindemos por la buena suerte del morilundo, y cada cual a sus ocupaciones».
La proposición del brindis se acogió con aplauso, y el iniciador empuñando
limpia copa colmada de champagne espumoso dijo:
—Brindo porque nuestro amigo de hoy, el compañero que perdemos halle en
brazos de la artista hechicera a quien ha de unirse, una compensación de las
diversiones que por ella abandona.
—Gracias, amigo mío, dijo el casado en ciernes: quiero advertirte, sin embargo,
que mi esposa futura no es uña artista ni siquiera pretende serlo; es solamente una
aficionada.
Tres gritos contestaron simultáneamente a esa rectificación.
—¡Una aficionada! ¡Oh!
—¡Una aficionada! ¡Ah!
—¡Una aficionada! ¡Ay! Y las copas cayeron al suelo, y las manos que las
sostenían se abrieron lentamente, y los brazos a que las manos estaban pegadas
colgaron inertes a lo largo del cuerpo, y los cuerpos se dejaron caer en las banquetas
del restaurant.
—¿Pero qué os sucede? preguntó el preopinante casi tan asombrado como yo.
Repusiéronse poco a poco los compañeros del estupefacto joven, y uno de ellos, el
que parecía de más edad, soltó la voz a las siguientes o parecidas razones.

II

—¡Ay amigo mío! ¿Has dicho aficionada? Sí, me parece habértelo oído, estoy
seguro de que ésas han sido tus palabras. Solamente aficionada, ya lo oís, señores,
dice solamente, como si con ser aficionada no tuviera ya bastante para matar a
nuestro pobre amigo a fuerza de pesadumbres. Es tarde, es tarde, ya lo sé, para que
retires tu promesa; la desgracia es inevitable, lo comprendo y lo deploro; pero quiero
que vayas advertido, quiero que al pronunciar ante el sacerdote un si funesto, sepas a
lo que te comprometes y adivines lo que te espera, que no es nada bueno; no, amigo
mio.
—Yo tenía una prima, aún la tengo, solo que ella no me tiene a mí porque Dios
me tuvo de su mano; Dios se lo pague a Dios. La quería yo como un insensato;
hubiera sido capaz hasta de casarme con ella; pero ¡ay! era, como tú dices, solamente

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aficionada; cantaba, amigos míos, cantaba de afición, y el entrañable amor que le
profesé un día, no pudo resistir a las duras pruebas a que se vio sujeto: sucumbió el
cariño, y yo dejé de amarla.
Pero en el tiempo que nuestras relaciones duraron, ¿quién sería capaz de imaginar
lo que yo sufrí? Nadie: ni yo acertaría a explicarlo, ni, puesto que acertase, podríais
vosotros comprenderme.
Nuestras más tiernas pláticas eran interrumpidas por la amiguita fulana que venía
a ensayar un dúo; nuestros proyectos de paseo se frustraban porque la señora
mengana tenía que estudiar el acompañamiento de una cavatina.
¿Y qué os diré de cuando el obstáculo era un zanguango con poblada barba que
en las mías osaba decir a mi novia: Io t’amo, y en su arrebato artístico tomaba sus
manos y se las llevaba al lado del corazón?
Por supuesto que en aquella bendita casa, mansión del arte, no había tiempo para
nada: dos criadas y un fámulo traía la niña al retortero; aquéllas arreglando trajes,
aplanchando corbatas, rizando puños; éste corriendo las siete partidas para buscar el
dúo de Ildegonda, la serenata de Schubert, el Ave María de Gounod, el nocturno, el
diurno, el… ¡qué sé yo! Y ¿cómo yo, profano en el arte, había de arreglarme para
hablar a mi prima? Levantábase a mediodía, y sin tocar ni arreglar, buscaba entre sus
papeles los dúos, tercetos o romanzas que había de ensayar por el día o había de
cantar por la noche: echaba, antes de almorzar, una ojeada al traje que pensaba llevar
al concierto de la señora de López. Terminado el almuerzo, recibía acompañada de su
señora mamá a varios amigos que acudían para felicitarla por el triunfo alcanzado en
la reunión de la señora de González; engolfábanse unos y otras en conversación, que
indefectiblemente versaba siempre sobre dos asuntos únicos: o la supremacía
innegable de la música alemana, o la ridiculez de la niña de Pérez, o de la cuñada de
García en la última soireé musical de la condesa X.
Si por acaso veía un momento a mi prometida sola, cosa que acontecía muy rara
vez, aventuraba una frase de elogio, una palabra de cariño; pero ella, sin escucharme,
interrumpíame de repente para mirar si el aria de Lucrecia perdía o no perdía
brillantez trasportándola: cuando más me favorecía contestaba a mis requiebros con
trozos de dúos o de romanzas.
—Deseando estoy, dije un día, que seas mi esposa, y entonces…
—Entonces… me dijo:

Oh si ben mio coll essere


Io tuo, tu mia consorte,
Avró piu…

Debo advertir que mi prima tiene poquita voz, pero desagradable, bien que en
cambio desafina horriblemente: calculad ahora los trabajos que pasaría yo para lograr
que en las reuniones serias a que acudía la aplaudiesen con entusiasmo fingido. Yo

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era el reclutador de alabarderos, y puedo asegurar que desplegué en este ejercicio
una constancia de que nunca me hubiera creído capaz.
Esto, sin embargo, una noche, tiemblo al pensarlo, mi prima estuvo feroz; se
equivocó ochenta veces, se bajaba por terceras, perdió el compás, y… al concluir los
aplausos fueron menos nutridos, oyéndose algunas mal comprimidas carcajadas.
Volvió a casa hecha una verdadera furia; por el camino desgarró los guantes; me
dejó caer los papeles de música (de los cuales llevaba yo una respetable cantidad
todas las noches a las casas en que ella cantaba), y como para sincerarme la hiciera
observar que aquella noche estaba ligeramente ronca, enojóse conmigo, me llamó
estúpido, y me prohibió que volviese a dirigirle la palabra.
Hícelo así, y no podéis figuraros lo mucho que después he agradecido aquella
despedida.

III

Conticuere omnes… quiero decir que a esta relación lastimosa siguió una pausa
breve, a la que puso término otro de los convidados tomando la palabra para decir
poco más o menos:
—También yo, también yo he padecido bajo el poder de una aficionada: no era mi
prima, pero me trataba como si yo fuera su primo: conocíla en el Prado una mañana
del abril florido, y su gracia natural, la languidez majestuosa de su paso, lo expresivo
de su mirada, lo cándido de su sonrisa trastornaron mi cabeza. La seguí, logré
escribirla, pude hablarla, un amigo de confianza me presentó en su casa, y en poco
menos de dos meses me encontré en la envidiable posición de novio oficial.
Las peripecias a que da origen un amor naciente habíanla apartado por algún
tiempo de su afición al arte del divino Rafael; pero consolidada ya su nueva situación
de prometida esposa, reanudó con más ardor sus tareas.
Inútilmente le hablaba su madre, apreciable señora, de costuras o de bordados;
solo para irritar sus nervios servia que la nombrasen la cocina; ni por acaso se hubiera
humillado a elaborar un plato de crema o una compota; habíase propuesto pintar los
cuadros que habían de adornar nuestra casa. Al efecto y no bien se arreglaba con
cierto sans-souci, que juzgaba de buen tono, instalábase en el Museo y allí delante del
cuadro de Las Lanzas o frente al del Pasmo de Sicilia o a La Perla, se pasaba las
horas muertas llenando su lienzo de horribles figuras que ella decía ser copia de los
susodichos originales.
El día que por razón del mal tiempo no podía acudir a ésta su ocupación favorita,
consolábase discurriendo cuadros originales ya de historia ya de género, y aun
algunas veces descendía hasta el retrato.
Éste fue el origen de nuestra ruptura. Penetraba yo muy pocas veces en lo que
llamaba ella su estudio: un día, sin embargo, me llamó con misterio, y tomando, no

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sin cierta emoción, mi mano derecha, condújome al estudio, en el que entré
conmovido. —Aquí tienes, me dijo mostrándome un lienzo como de medio metro
cuadrado, lo que estaba haciendo para ti, por eso no quería que entrases: tómalo, ya
está concluido. Yo lo tomé, y después de dar las gracias quise examinar
cuidadosamente el obsequio. La cosa bien merecía ser examinada; ello venían a ser
varias capas de colores distintos superpuestas unas a otras, formando, por una
caprichosa combinación, algo semejante a una luna llena.
—¿Está parecido, verdad? me preguntó la aficionada.
—Sí, ya lo creo, dije yo; y ¿quién es?
—¿Cómo quién es? ¿Pues que no le conoces? dijo con ira mal dominada.
—¿Pues no he de conocerle? me apresuré a decir para evitar una escena: lo digo
por broma; pero a la legua se ve que es…
—¿Quién?
—¿Quién? toma… ¿quién?… tu papá.
—Eres un necio, me dijo, y arrancando el lienzo de mis manos, lo desgarró, lo
pisoteó, y concluyó gritándome: «Por lo que hago con tu retrato puedes comprender
cuanto me molesta la presencia del original».
La despedida estaba pronunciada, el compromiso roto, y aquí me tenéis. Aquel
día respiré «con libertad por primera vez después de tres meses.

IV

Un profundo suspiro sucedió a estas palabras: lanzábale el tercero de los jóvenes,


quien, en pos de otros suspiros más hondos todavía, dijo:
—Dichosos vosotros y bienaventurados que solo de lejos y superficialmente
habéis tratado a la aficionada: yo ¡pobre de mí! la tengo en mi familia, dentro de mi
casa; es, debo decirlo, mi hermana, MI MISMA HERMANA, niña infeliz a quien profeso
entrañable cariño y cuya maldita afición al arte escénico me ha proporcionado y aún
ha de proporcionarme los peores ratos de mi vida.
En sus primeros años era Eloísa, que tal es el nombre de mi desdichada hermana,
una verdadera joya; linda, vivarachita, monuela, de ojos chispeantes, de agudas
ocurrencias, hacíase querer a primera vista y encantaba a todos los que oían un
instante su inconexa charla.
Ocho años tendría apenas cuando un conocido nuestro dio en la flor de escribir
comedías, y como no hallase fácil y expedito acceso en teatros públicos, perseguido,
según él, por intrigas de bastidores y malquerencias de envidiosos, construyó un
teatrito en su casa misma, reunió allí a sus más íntimos amigos, e inició una serie de
funciones dramáticas en que, nuevo Moliere y más aún que Moliere, era el susodicho:
autor, actor, empresario, consueta, traspunte, avisador, etc., todo a un tiempo.
Aconteció, pues, que en uno de sus dramas introdujo un papelito de niña

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exclusivamente destinado a mi hermana, mis padres, padres al fin, no supieron vencer
el deseo de ver como se extendía el reducido círculo de los que admiraban y
celebraban las infantiles gracias de Eloísa, aceptaron el ofrecimiento y hasta lo
admitieron con gratitud: ¡pobre hermana mía! de entonces data su locura, cuyo
término por desgracia no veo próximo.
El triunfo que Eloisita alcanzó no es para descrito: la verdad es que estuvo
admirable y hechicera. Las palmadas no dejaban oír sus palabras; ramos, dulces,
coronas cubrieron por dos o tres veces el escenario, y concluida la función creí que
entre todos se comían a la pequeña actriz; éste la cogía, aquél la tomaba, de brazos en
brazos, de palmas en palmas, entre mimos y besos rodó la niña por todo el salón dos
o tres veces. Mi madre lloraba de gozo, mí padre ocultaba difícilmente la satisfacción
inmensa, el orgullo indecible que inundaba su paternal espíritu.
La función se repitió ¿pues no había de repetirse? y se repitió no ya solamente en
el teatrito del mencionado Moliere y más que Moliere, si que en muchos otros teatros
todas las noches y en casa todos los días.
No entraba en mi casa una sola persona que no hubiera de oír una vez por lo
menos el parlamento de Eloisita, sin perjuicio de ver antes las coronas y los ramos y
los versos que mamá guardaba como reliquias.
Al cabo tanto hicieron unos y otros y tanto dijeron, que creímos buenamente tener
en Eloisa una actriz verdadera, y ella misma se lo creyó.
Pero ¡ay! que pasaron los años y con los años pasaron las gracias infantiles que,
por desgracia, no fueron sustituidas con otras.
Eloisa, que cuando niña parecía lista, vivaracha y traviesa, ha perdido su travesura
y su viveza; tiene una inteligencia vulgar y un gusto endiablado; es fría como un
carámbano en la escena, y por añadidura carece de instrucción artística; esto es
natural: acostumbrada a juzgarse desde su infancia como actriz notable, nunca piensa
estudiar en nadie lo que en su opinión ella posee, y si alguna vez se digna asistir al
teatro, es para censurar con aire de suficiencia la entonación de Teodora, el
amaneramiento de Matilde, la exageración de Pepita Hijosa y la frialdad de Elisa
Boldun.
Nada encuentra en el teatro que le satisfaga: solamente recuerda haber visto a
Julián (D. Julián Romea) bastante bien en algunas obras; y aunque ella por modestia
no lo dice, échase de ver en todas sus censuras la comparación mental que establece
entre su modo de entender tal o cual situación y la manera como las actrices de
profesión la ejecutan.
Pues pensar que ella haga en todo el día alguna cosa que no sea repasar papeles,
leer comedias, estudiar actitudes al espejo y acudir a ensayos, es locura: ni quiere
hacer nada, ni aunque quisiera sabría hacerlo: sabe solamente representar comedias, y
digo sabe, por decir algo, porque si la verdad ha de hablarse, esto es de lo que sabe
menos: bien que ella se tenga por actriz universal y apta para hacer toda clase de
papeles, dama joven, dama matrona, característica, graciosa…

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Con este género de vida ya comprenderán ustedes que mi pobre mamá es una
víctima: de función en función, de ensayo en ensayo, andando todo el día la pobre
señora de aquí para allá, visitando a las amigas que tienen reunión, recibiendo poetas
caseros a todas horas, ni hay para ella punto de descanso ni encuentra modo de cuidar
de su casa y de su familia.
Dos veces ha estado Eloisa a punto de casarse, y las dos veces ha reñido con el
novio por las maldecidas comedías. Una vez porque su prometido dirigiendo un
ensayo se permitió hacerle una observación, dejó el ensayo, dejó la casa, y no
consintió en volver a verle. Con el segundo novio riñó por cuestión de no sé qué
reparto de papeles.
Lo peor del caso es que estas dichosas aficionadas, y mi hermana entre ellas,
suelen aficionarse a cosas para las cuales presentan poca o ninguna aptitud. Eloisa,
por ejemplo, tiene voz regular y buen oído y cantarla bien, pues solo en muy contados
casos y únicamente en familia se atreve a cantar una piececilla sin importancia.
Y…

IV

Basta, interrumpió entonces el interesado. Conozco perfectamente a esas


aficionadas que retratáis y a muchas otras que no habéis citado. La que nos persigue
con su aria eterna, siempre la misma; la que asegura, y tiene razón, que toca muy mal,
y después de dejarse rogar mucho, toca con gran sentimiento… de los oyentes; la que
mendiga aplausos y solo sabe hallarlos en cambio de las burlas de que hace víctimas
a sus mejores amigas; la literata que escribe haber sin ache y censura a Bretón y
habla de Tirso, a quien atribuye la Rueda de la Fortuna, y cree que Rubí es autor de
los Autos sacramentales. Conozco esa polilla de las re aniones de medio carácter; ese
ser insufrible que está en todas partes como Dios, y en todas partes sobra y molesta;
esa mujer cócora que agua todas las alegrías, que afea todas las funciones y que no
parece satisfecha si no nubla las fiestas más amenas; pero hay, y es justo confesarlo,
otra clase de aficionadas que vosotros no conocéis y que conocen pocos, por lo
mismo que no se exhiben, ni anhelan brillar, ni buscan aplausos.
Éstas, lejos de ser un martirio, constituyen la alegría de su familia y hacen el
encanto de su hogar. Modestas sin afectación, porque conocen la dificultad del arte a
que rinden culto y al que consagran ratos de descanso y de esparcimiento, ni ocultan
su habilidad, ni la pasean de casa en casa. La afición es entonces un adorno más en la
mujer y tiene muchas probabilidades de llegar a ser una virtud como fuente
inagotable de buenos sentimientos y de dulzura de carácter. A esta clase de
aficionadas creo que pertenece la mujer que será mi esposa.

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V

Estábame yo como un bobo escuchando a este último orador, cuando una mano se
apoyó sobre mi hombro: volví la vista y tuve el gusto de hallar a un amigo antiguo.
Rogóme que le acompañase, y como yo pretendiese pagar mi almuerzo, rae hizo
saber que se había anticipado a ello ahorrándome esta molestia.
Salimos juntos, y en sabrosas pláticas pasamos la tarde.

EPÍLOGO

Dígase ahora que no hay contratiempos felices.


Mi mal humor de la mañana vino a ser para mi:
Un almuerzo opíparo.
Un paseo agradable con un amigo muy querido… y materia para un artículo que,
temeroso de haber, sido demasiado difuso, tengo el honor de ofrecer a ustedes He
dicho.

A. SÁNCHEZ PÉREZ

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LA POBRE VERGONZANTE
¡Cuánta razón tenían aquellos filósofos!… Hubo tiempos,

años felices cuando Dios quería,

en que algún pensador, miembro de una flamante escuela comunista, se atrevió a


decir en letras de molde que la caridad era un crimen.
Cuantos tuvieron noticia de esta especie pusieron el grito en el cielo, y hasta yo,
yo que me precio de ser un hombre despreocupado, lanzándome a los horrores de una
polémica, sostuve grandes discusiones con aquel que tan malparada dejaba la caridad,
y hasta creo que le convencí de su error.
Sin embargo, hoy no dejo de conocer que mi contendiente tenía mucha razón, si
bien no era una razón absoluta, al asegurar que la caridad era un crimen.
No era ni es uno solo, han sido varios los filósofos que han sentado y sientan tan
terrible máxima.
Alguien ha dicho que las circunstancias que rodean al escritor en su vida privada
influyen mucho en sus ideas públicas.
Ateniéndose a ese dicho, estoy por conceder la razón, sin disputar con ellos, a los
que han afirmado que la caridad es un crimen.
Acaso se han visto acosados incesantemente por esa recaudadora de todos los
tiempos que se llama ella misma pobre vergonzante y que de todo necesita menos de
la caridad pública.
Si éste ha sido el motivo de que tal cosa se diga, yo disculpo y perdono de todo
corazón a los que tan grave ofensa infirieron a la más sublime de las virtudes y al más
santo de los deberes.
¡Desgraciados! Comprendo su desesperación.

***

Existe en España, principalmente en Madrid, una pléyade de vividoras que, a


semejanza de las langostas, asuelan sin darse momento de reposo los dilatados y
feraces campos de la credulidad pública, mereciendo el calificativo de desgraciadas
por parte de unos, el de víctimas sociales por parte de otros, y excitando el
sentimiento de la filantropía en todos los corazones magnánimos.
¡Cuántas veces, oh lector benévolo, no te habrás visto agradablemente
sorprendido en medio del bullicio de una procesión, de una plaza o de un paseo, por
una señora decentemente vestida que asiéndote suavemente del gabán, bajos los ojos
y toda ruborosa y confusa habrá exclamado en un tono que tú solamente has podido
oír a pesar de encontrarte rodeado de gente: «Caballero, soy una pobre vergonzante,

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socórrame usted por el amor de Dios!».
Como el hábito hace al monje, tú al ver delante de ti implorando tu socorro a una
mujer que lleva manto u toca, aunque sea usada, te figuras estar mirando la viuda de
un bravo militar a quien el gobierno desatiende por las ideas políticas del difunto, o te
imaginas la huérfana de un comerciante quebrado, o la esposa de un cesante que tuvo
un gran destino, o en resumen, un ser misterioso, casi fantástico, pero siempre una
mujer decente, una pobre más digna de compasión por su clase que las pobres que
yertas de frío piden limosna públicamente en las puertas de los templos y en las
esquinas de las calles.
Y como es natural, dadas tus creencias y tus preocupaciones, lector incauto, si
llevas dinero (lo cual es muy discutible), después de ponerte encendido como un pavo
porque juzgas herir la dignidad de la pobre, la entregas disimuladamente el par de
pesetas que acaso tenías para convidar a tu novia, y te marchas triste, sombrío y hasta
conmovido de aquella desgracia, que tú atribuyes a la viciosa organización que nos
rige.
Si en vez de entregarte a consideraciones tan dolorosas fueras menos sentido y te
dedicaras a seguir los pasos de la pobre vergonzante, observarías que de cinco en
cinco minutos, durante dos o tres horas, se repite la escena que tanto te ha
mortificado, y que la pobre vergonzante ha ganado en ese tiempo más dinero que tú
en una semana. (Se entiende, si no eres empleado del gobierno).

***

La pobre vergonzante que en medio del bullicio o en los parajes solitarios asalta
diariamente al transeúnte en cuya fisonomía cree encontrar mayor contingente de
candidez o generosidad, es precisamente la antítesis de lo que representa; pero como
en esta bienaventurada sociedad solo hay que guardar las formas exteriores; como las
corrientes de la opinión siempre se deslizan por el cauce de las apariencias, de aquí
que tengamos que, además de sufrir a los caballeros de industria y a los vagos de
todas especies y categorías, a la profesora de la mendicidad, o sea la pobre
vergonzante, que si no lo es, al menos lo parece.
La mujer que acepta la cómoda manera de vivir a costa del prójimo, estudia
detenidamente su plan de acción, y una vez decidida a representar el papel de
víctima, facilísimamente entra en el gremio de los seres privilegiados, casi podría
asegurarse que es feliz, y hasta pudiera creerse que lo pasa tan bien como un ministro
cesante o como un párroco de aldea.
Porque ¿qué inconvenientes ofrece el pasar dos o tres bolas cada día dedicada a la
dulce ocupación de pedir, cuando verificándolo en calidad de pobre vergonzante ha
de apiadarse todo el mundo y solo el que nada posea dejará de socorrerla?
Aunque bien mirado, ella pocas veces se dirige al que no tiene dinero, lo cual se
conoce a la legua.

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Verdad es que el pedir limosna suele ser repugnante para una persona decente,
pero esto es el primer día, que una vez acostumbrada, hasta es divertido, máxime
cuando a la pobre vergonzante rara vez se socorre con calderilla, por no herir su
delicadeza, y lo que mucho produce jamás puede repugnar a quien por su provecho
vive engañando al mundo.
Supongamos que la vergonzante por antítesis pide limosna diariamente a
veinticinco caballeros (caballeros según su dicho), y supongamos también que recoge
de cada uno, por término medio, una peseta.
Ahora figúrense ustedes cómo vivirá la persona que disfruta un salario de cinco
duros.
Si es anciana, todo el mundo la respeta por el respeto que las canas infunden.
Si es joven y bonita, nadie osa ofender su pudor porque no crea que un caballero
pueda nunca abusar de la desgracia, toda vez que el pedir limosna una mujer que
podía valerse de su hermosura, más que deber, el mundo entiende que es virtud.
Así, pues, libre de todo peligro, ejerce su honrada profesión, vive a sus anchas, y
disfruta sin cortapisas de ningún género de todos los placeres de la vida, de todos los
beneficios de la tierra.
Ella lo entiende, como dijo el otro.

***

La pobre vergonzante de esta especie puede ser la viuda de un militar a quien su


modesto sueldo no permita vivir con las mismas comodidades y con el mismo lujo
que cuando lucían las estrellas de su marido, y que, no pudiendo resignarse a una
existencia más tranquila y retirada, y sobre todo más conforme a su estado, hace el
sacrificio de algunas horas todos los días, las que destina a engañar bobos, para no
dejar su palco de la ópera, ni interrumpir sus periódicas tertulias de confianza, ni
dejar de arrastrar sedas, porque todavía tiene pensamiento de atrapar un coronel en
cambio del comandante que perdiera.
Puede ser la esposa del desgraciado que, por efecto de las frecuentes convulsiones
políticas o de los eternos odios de bandos, ha descendido desde el elevado puesto de
una dirección al inseguro destino de escribiente temporero en la oficina más
insignificante de un ministerio.
Este destinillo, sin embargo, le produce para ir saliendo aunque con trabajo; pero
su mujer, que está acostumbrada a cenar todas las noches en el café, a vivir en piso
principal, en buena calle, y a tener criados, no puede en manera alguna amoldarse a la
estrechez, no puede prescindir de ninguno de estos menesteres, y se devana los sesos
y procura hallar un recurso que la salve de lo que ella llama privaciones.
Al fin lo encuentra. Entrar en el gremio de las pobres vergonzantes.
Entra, y todo se ha salvado.
También pertenece a tan terrible cofradía ¡y esto es lo más triste! la que sin saber

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ensartar una aguja puede acreditar que es costurera porque así consta en su cédula de
vecindad, sin embargo de haber estado dedicada libremente, amparada por la ley, a
otra profesión muy distinta, a una profesión que el gobierno quiere cubrir (por lo fea)
con la de costurera, pero está en la obligación de proteger, puesto que paga
contribución como industria reconocida.
¿Se van ustedes enterando?
No puedo ser más explícito tratándose de costureras de esta clase.
La costurera en cuestión, cansada de ejercer su ordinario oficio, y si no cansada
desesperada porque no le produce cuanto ella quisiera, ensaya una semana el papel de
pobre vergonzante, y lo de vergonzante es para ella lo más difícil; ensaya, digo, y una
vez en carácter, se lanza resuelta a la escena, arrancando del compasivo público
lágrimas como limones.
El que poniendo en la mano del pobre ciego o en el sombrero del infeliz tullido
un ochavo moruno cree haber cumplido con los santos deberes de caridad y de
humanidad, lo menos que se atreve a dar a la pobre de mantilla o de toca es una
peseta, porque como dejo dicho, nadie juzga prudente socorrer con calderilla a esta
clase de necesitadas.
Como la cabra siempre tira al monte, sucede que la pseudo-vergonzante se
acuerda de sus buenos tiempos de costurera a la manera que lo entiende el gobierno,
y sin perjuicio de practicar diariamente su nueva industria, dedícase en sus ratos de
ocio, que forman la mayor parte del día y de la noche, a sus antiguas y casi necesarias
ocupaciones.
Así, los cuatro o cinco duros que ella recoge cuotidianamente, en su parte más
principal sirven para subvenir a las necesidades y aun a los vicios de cierto joven
elegante, que sin trabajar ni ocuparse en nada útil, lujosamente vestido, pasa la flor de
su vida en los garitos del juego y en todos los demás centros que simbolizan la
corrupción en sus diversas y múltiples manifestaciones.
Para esto sirve ¡oh público sencillo! la peseta o el escudo que, quizás haciendo un
gran sacrificio entregas con la mayor finura a la pobre vergonzante que te he
malamente bosquejado.
Después vente con consideraciones filosóficas que hasta en denjagógicas rayan, al
ver el desamparo de tan desgraciada criatura.
¡Tú sí que eres desgraciado!

***

También pertenece al oficio, y ésta es la vergonzante más temible, la marquesa


arruinada, la coronela viuda que no disfruta viudedad por haberse casado con el
difunto cuando éste era subalterno, la consorte del abogado sin pleitos, la esposa del
empleado cesante que ha de mantener un gran tren para casar decentemente a su hija,
y en fin, todas aquellas que representaron un distinguido papel en la sociedad y a todo

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trance se empeñan en seguir representándolo.
Esta sucursal de la laboriosa compañía de las vividoras emplea para ejercer su
profesión un procedimiento más decoroso, más elevado, y sobre todo más sencillo
qué el que usan sus colegas.
En lugar de lanzarse a la calle a explotar la generosidad de los desconocidos, esta
fracción, por el contrario, vive solo de sus conocimientos, únicamente se dirige a sus
amigos de confianza.
Quincenalmente o mensualmente escriben una docena de cartas que
respectivamente envían a otros tantos amigos elegidos entre los más ricos y
generosos que conocen.
Cada una de aquellas cartas encierra con levísimas variantes este contenido:

«Señor don fulano de tal:


»Por ser usted uno de mis mejores amigos y la única persona de mi completa
confianza, me atrevo a dirigir a usted la presente, después de haber sostenido una
terrible lucha conmigo misma, encaminada a pintarle lo violento y excepcional de mi
situación.
(Aquí entra una descripción patética y aterradora).
»Por lo tanto, si usted se digna amenguar en lo posible mi crítica posición, yo,
además de agradecerlo con toda mi alma, reintegraré a usted oportunamente, pues
esto no puede durar mucho tiempo.
»Espero de la caballerosidad de usted que esto quede en el más absoluto
silencio».
»Sin otra cosa particular, me repito, etc.
»Fulana».
El que recibe una de estas epístolas se conmueve, filosofa gran rato, aunque sin
culpar a la sociedad presente que es demasiado justa para él, y concluye por enviar a
su desgraciada amiga un billete de quinientos reales por el correo interior sin
escribirla una palabra, porque cuanto pudiese decirla rebajaría la dignidad de tan
elevada señora.
No piensa en el reintegro de su desembolso, y el que pensase sería inútil, y solo
desea que aquella mujer desventurada logre alcanzar mejores días.
Ella recibe mensualmente una suma con la cual podrían vivir holgadamente
media docena de familias verdaderamente desgraciadas: gasta superfinamente este
dinero en coches, en bailes y en teatros, jamás socorre a los desvalidos, y…

Y el mundo en tanto sin cesar navega


por el piélago inmenso del vacío.

***

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Ya me parece que oigo decir a más de un lector encarándose conmigo:
«¡Según usted, no existe la pobre vergonzante!».
Sí señor, existe por desgracia; pero no es la que usted ve, no es la que a usted se
llega en el paseo, no es la que le escribe por el correo interior invocando su
caballerosidad, es la virtuosa madre que por alguna veleidad de la fortuna no tiene
pan que dar a sus hijos, y antes de ser gravosa a nadie empeña sus trajes y sus alhajas,
vende sus muebles, agota todos sus recursos, y hasta es capaz de morirse de hambre
en un rincón cuando de todo llega a carecer, porque nadie se aperciba de su miseria.
¿Le parece a usted que hay en esto exageración?
Si le parece, es porque no conoce el mundo, porque no se ha tomado el trabajo de
estudiar la sociedad en que vivimos.
Esta pobre vergonzante, si sale a la calle impelida por los gritos lastimeros de sus
hijos a pedir una limosna, representa una vergüenza verdadera, un rubor no fingido, y
apenas ha reunido lo necesario para que su familia no perezca de hambre, regresa a su
casa satisfecha y dando gracias a Dios.
Vamos a ver, dígame usted ahora que ésta no es una pobre vergonzante, ¡una
pobre de verdad!
Lo es también la honrada esposa del desgraciado artista a quien nadie compra sus
obras porque carece de reputación.
La que contempla meses y meses a su marido sufriendo en el lecho del dolor los
accidentes de una penosa enfermedad y que solo contaba para vivir con el sueldo de
aquél.
La madre de muchos hijos que solo cuenta para mantenerlos y educarlos con el
cortísimo haber de siete ú ocho reales diarios, porque su esposo murió como militar
pundonoroso defendiendo a su patria.
Y otras muchas que no enumero por no fatigar demasiado a mis lectores.
Ésta es, en sus diferentes manifestaciones, la pobre vergonzante; pero ésta
generalmente no sale a pedir en público fingiendo que lo hace en secreto, ni escribe a
nadie epístolas como la que copio más arriba, ni tiene palco en la ópera, ni asiste a los
bailes, ni, en una palabra, vive a costa del prójimo.
Vosotros ¡oh ilustres varones! los que vivís en situación de poder consolar al
afligido, los que llenáis vuestro corazón con el dulce sentimiento de la fraternidad
humana, buscad, indagad el paradero de esas víctimas sociales, de esas familias
desgraciadas, de esas verdaderas pobres, socorred sus necesidades, enjugad sus
purísimas lágrimas, y habréis cumplido con el más grande de vuestros deberes.
En vez de entregar vuestro dinero a esas pobres vergonzantes que no poseen el
menor resto de vergüenza y que indudablemente son más ricas que vosotros,
entregadlo sin escrúpulos y sin miramientos a las que verdaderamente lo necesitan, y
habréis merecido bien de la humanidad.
Si no las conocéis, buscadlas.
Y si por acaso os salen alguna vez al encuentro, no titubéis ni un minuto,

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entregadlas inmediatamente el busto de D. Amadeo representando veinte reales.
¿Y cómo, dirán de nuevo mis lectores, vamos a distinguir a las verdaderas pobres
de las que no lo son, si ambas salen a pedirnos?
¡Ah, inocentes, y sobre inocentes egoístas! ¿Queréis por ventura que yo os enseñe
hasta a conocer las personas? ¿No habéis aprendido a distinguir la moneda buena de
la falsa? Pues aplicad el cuento, porque según dice Espronceda en su Diablo Mundo,

… en el mundo hay que aprender


a sentir crecer la yerba.

FRANCISCO FLORES Y GARCÍA

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LA PENSIONISTA
En este país de empleados y de cesantes, la pensionista forma un verdadero grupo
social y de los más instructivos. Nace, por lo común, en el modesto desahogo de la
clase media, crece en el olvido involuntario de las cosas domésticas, y se educa en las
pueriles vanidades de una opulencia engañosa. De aquí sus amarguras, sus desgracias
y sus tropiezos frecuentes.
Hay pensionistas de varias edades y categorías: las hay jóvenes y las hay viejas,
las hay viudas y las hay huérfanas, las hay que cuentan sus mesadas por cientos de
reales y las hay que las cuentan por cientos de duros; escusado es decir que las hay
bonitas y las hay feas. Entre unas y otras invaden todas las esferas de la vida.
Se las encuentra en la corte con su título de excelencias y sus humos de grandes
señoras. Se las tropieza en las iglesias con sus hábitos de compunción y sus ribetes de
fanatismo. Se las distingue en el teatro con su traje de suripantas o sus pretensiones
de partiquinas. Se las halla en el café con su media tostada de abajo y su media copa
mezclada. Se las vé en la romería de San Isidro con su botijo encarnado en la mano y
su pañuelo de rosquillas debajo del brazo. Se las sorprende, por fin, en los humildes
rincones del quinto piso con su apariencia de modistas y sus pujos de cortesanas.
Pero lo que divide la especie en dos grandes familias es el novio. El novio es para
las mujeres lo que el rocío para las flores, lo que el agua para los peces, lo que el aire
para las aves: una necesidad primaria e ineludible. Sino que existen mujeres que
buscan el novio para marido, mujeres que lo buscan para maridear, y mujeres que lo
quieren para entre-marido. He ahí el toque de la clasificación psicológica y
fisiológica que hemos menester.
Figuraos una pensionista viuda a quien impresione fuertemente el recuerdo de sus
grandezas de casada, o una pensionista huérfana a quien aguijen sin descanso los
ejemplos de matrimonios deslumbradores, y tendréis conocida la primera familia de
la especie. Ésta podría llamarse la familia de las pensionistas casaderas. Su principal
cuidado y su eterna preocupación, es hallar un marqués, un embajador, un banquero,
o un almacenista de alfombras que les dé su nombre. Allí son los afeites, los
perfumes, los vinagrillos, los cosméticos, el agua de Barcelona, la toalla de Venus, los
empréstitos ruinosos, las cuentas abrumadoras y los descuentos asfixiantes.
Figuraos una pensionista huérfana que tiene miedo infinito a los azares de la
fortuna, o una pensionista viuda que tiene amor decidido a la tutela del presupuesto, y
ya estáis enfrente de la segunda familia de la especie, la cual se podría denominar la
familia de las pensionistas célibes. Todo menos casarse es su divisa. Aquí son de ver
las citas clandestinas, los parentescos improvisados, las uniones temporales y los
divorcios prematuros. Cupido guarda para estas ejemplares Susanas todas sus
travesuras, y Mercurio no siempre les niega sus dones.
Claro está que en ambas categorías hay su aristocracia, su mesocracia y su
democracia. No hay que decir que varían los perfiles y los pormenores de cada tipo,

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según la posición económica de la protagonista. Pero esto no altera la sustancia de las
cosas. Pasemos, pues, adelante.
Dos veces por lo menos en el año rige para las pensionistas el principio de
igualdad. ¡Dichosas ellas! puesto que dos veces al año se exige su presencia personal
en las oficinas del Estado para pasarles revista. ¡Qué espectáculo el de esas dos
fechas! Yo he asistido a él, durante una buena época de mi vida, y no hubiera
cambiado el privilegio por un palco de abono en la ópera, ni por un abono de tendido
en la sombra, aunque fuese entusiasta de los toros y a pesar de creerme más que
aficionado a la música.
Huérfanas apolilladas, de sesenta años de edad, con la piel curtida como el
cordobán y los cabellos descoloridos como la ceniza; viudas de veintiséis años no
cumplidos, con los ojos provocadores como la malicia y los labios estimulantes como
la pimienta; sayas de percal cubriendo formas de alabastro que merecían la seda y el
terciopelo; rostros de diosas bajo cabellos de oro y cabellos de ébano sobre
semblantes de azucena; perlas en donde debía haber callos y callos en donde debía
haber perlas… ¡Cuan extraños contrastes no he presenciado en la galería semestral
de" pensionistas!…
Entre otras notabilidades conocí por este medio a la bella Carolina, célebre hoy en
los anales del demi monde, linda muchacha de rostro angelical, de talle ñexible, de
pié menudo, de hechizos sobrehumanos: nácar sobre amapola, nieve sobre fuego,
huérfana de un antiguo vista (que no sé si sería en vida ciego), la cual ¡no se asusten
mis inocentes lectores! parecía no haber encontrado medio de disimular la inoportuna
ínñamacion de su vientre. Era la única tacha que se podía poner a la pureza de su
contorno. Y ella debía saberlo, porque al oírse llamar huérfana, cubrió púdicamente
con sus manos su accidental flaqueza.
Así entré también en el comercio amistoso de una excelente señora, ya en paz
eterna, cuyos ojos dulces como el azul de los cielos y cuya faz serena como el agua
de la laguna, no habrían revelado a nadie ni el corazón tempestuoso que latía bajo la
pañoleta de blondas, ni el bolsillo extenuado que agonizaba bajo la airosa falda de
glacé perla claro. Víctima infeliz de la vanidad tanto como del amor, vivió viuda diez
y seis meses y murió tísica en diez y seis semanas.
Una anciana respetable he tratado por fin en aquella fecha, que cobraba los
servicios hechos por su difunto padre al rey D. Fernando VII, y era de carácter tan
vario como indefinido continente. A pesar de su peluca semi-rubia, semi-castaña, y de
sus ojillos grises, semi-vivos, semi-apagados, no cabía decidir sobre su edad, que
oscilaba entre los cuarenta y los ochenta. Ni hermosa ni fea, ni fresca ni ajada, ni alta
ni baja, ni gruesa ni flaca, parecióme desde el primer momento una memoria curiosa
de los archivos oficiales. Amena en su conversación, ejemplar en su trato, artista en
sus devociones, devota en sus costumbres, y en sus alegrías como en sus epigramas
circunspecta, diríase que era el último resplandor de una generación futilmente
discreta.

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Lo mismo cantaba la Traviata en las Flores de María que el Tantum ergo en los
conciertos de confianza. Lo mismo satirizaba a cierta prima suya porque se
encenagara en el ascetismo, que a cierto su buen tertulio porque se apasionase de
Voltaire y del barón de Holbach. Abrazaba a los revolucionarios y les llamaba «mis
hijos» lo mismo que festejaba a los neo-católicos y les decía «mis camaradas».
Reíase de las debilidades episcopales como un presbiteriano, y se indignaba contra
las profanaciones jacobinas como un legitimista. Elogiaba alternativamente a
Garibaldi y al Papa, a doña Isabel II y al duque de Montpensier. Solo tenía una
pasión, que era la de su personal independencia…
Y esa mujer vive todavía en una casita que dirigió como arquitecto, entre su piano
y su harpa, entre el retrato de Calomarde y el busto de Juan Padilla, entre sus cuarenta
y sus ochenta del pico. ¡Qué réditos ha cobrado a la patria el benemérito progenitor
de tan simpática dama!
Como se vé, el personal femenino de las clases pasivas es muy abundante en
ejemplares especiales y curiosos. Desde el ama del cura, rechoncha y coloradota,
hasta la fornarina del ministro, altiva y resplandeciente; desde los siete reales de la
hija del administrador de loterías, hasta los dos mil pesos de la viuda del intendente
de la Habana… ¡qué escala y qué fases!
Mas, sin embargo, todas las pensionistas se parecen en una cosa: en el horror que
sienten hacia las reformas y en el amor que profesan al statu quo. Todas son
conservadoras. No parece sino que presienten cuan amenazado anda su peculio por
las vías de la mudanza.
No me amenacéis… deliciosos querubines del paraíso tradicional… Yo reconozco
que brillan en vuestro cielo sonrisas acreedoras a toda subvención y que se esconden
entre vuestros caprichos terrenales virtudes superiores a todo encomio. ¡Cómo no, si
he visto agonizar sobre un lecho de pajas, humedecidas con el vapor de inmensos
infortunios, a una pobre criatura que consumió la juventud en el trabajo y la
existencia en la caridad, no abrigando otro dolor (al despedirse de la tierra) sino el de
no trasmitir a su nodriza, enferma y rodeada de pequeñuelos, la miserable limosna
con que la patria indemnizaba el martirio de un héroe oscuro!!…

PABLO NOUGUÉS

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LA QUE VIENE A MENOS
«¡Oh, témpora! ¡Oh, mores! ¡Qué feliz era yo en vida de mi esposo! ¡Cómo se
complacía en darme gusto mi apreciable Celestino que en pié descanse!».
Así clamaba una viuda infeliz recordando los buenos tiempos en que solía ser
esposa de un empleado de Hacienda, mucho más antiguo que las contribuciones y los
empréstitos y el archivo y demás aparatos que un ministerio requiere.
Es verdad que no tenía motivo para menos la buena señora, porque su difunto
disfrutaba, según ella, un sueldo de 30,000 reales, fuera del último cero, dicho sea en
honor de la verdad.
¡Qué lujo gastaba entonces la adorada, aunque nunca adorable esposa! Ni la bella
princesa Sulamit alcanzó tantas y tantas muestras del amor profundo de su fantástico
Salomón, como Enriqueta (porque entonces se llamaba Enriqueta) consiguió de su
Celestino.
Y ahora se ve sola y abandonada de todos, como la miseria y la vulgaridad. Es
una señora «que ha venido a menos» o como quien dice: es una señora que no
conserva de su estado primitivo sino el recuerdo, esa mancha que nos imprime el
tiempo al pasar sobre nosotros.
La señora que viene a menos ha entrado ya en la edad madura; porque necesita un
pretérito de toda clase de felicidades, un pretérito sobre qué hacer historia, y la de una
muchacha que cuenta pocos años de edad, generalmente hablando, ofrece pocas
peripecias.
La señora que viene a menos debe de ser viuda, por una razón análoga, o por lo
menos, es necesario que lo diga, y esto suele bastar en la mayor parte de los casos.
Si es guapa, tiene que haberlo sido mucho más, y si es fea, ha de haber padecido
siquiera una terrible enfermedad que la robó su belleza.
Es preciso que del paralelo entre el presente y el pasado resulte la señora actual
como la antítesis de la señora que fue. Es menester que se supla la falta de esperanzas
con la sobra de recuerdos. Todo el mundo cree en la ley de las compensaciones, hasta
el punto de imaginárselas cuando no existen. ¿Se siente usted enfermo? pues ande
usted, que para eso no le falta qué comer. ¿No tiene usted una peseta? en cambio
disfruta usted de buena salud. ¿Qué, le faltan a usted ambas cosas? váyase lo uno por
lo otro, que bastantes años ha estado usted bueno y sano, y ha tenido dinero y
comodidades.
La señora que viene a menos ha disfrutado de muy buena salud y ha vivido
holgadamente: en compensación ahora no puede disfrutar^de ninguna felicidad. Por
eso suspira frecuentemente, y se la llenan los ojos de lágrimas, y se la hace la boca un
agua cuando algún caballero cesante o lipendi la dirige algún requiebro, o se atreve a
proponerla un segundo enlace.
Su corazón, como su cara, iban siempre cubiertos por un velo fúnebre: todo ha
cambiado en ella, hasta su nombre; ya no la conocen más que sus amigos de la

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juventud por el nombre de Enriqueta; se llama Soledad, nombre característico de las
desamparadas. Su traje es negro como sus pensamientos: su existencia es un romance
terrible, con su viñeta a la cabeza, que es un retrato de la fotografía del que fue su
esposo, retrato que no se aparta… de un alfiler de pecho, fijo siempre en un cajón de
la cómoda de la viuda.
La señora que viene a menos saluda a todos los vecinos de su casa y conoce la
historia de cada cual por medio de las criadas que, según numerosas experiencias, se
ha demostrado que son los mejores conductores del calórico y de los secretos ajenos.
Esta curiosidad inocente de la señora obedece también a la ley de las
compensaciones; es muy justo que ella se entere de las vidas y milagros de los demás,
después de haber despilfarrado el relato de la suya, mucho más milagrera, si no
milagrosa, que la del mismo San Vicente de Paúl, salva sea la parte.
Todas las criadas de la vecindad saben que la señora es viuda, aunque sin
constarlas oficialmente que antes fue casada; pero basta que ella lo diga. Todas tienen
noticia de las felicidades pasadas de doña Soledad y de sus infortunios presentes: a
ellas debo yo estos apuntes, relatados por la mía con más malicia que caridad. Dicen
que la señora sale todas las mañanas muy temprano y no vuelve hasta el oscurecer, y
añade la portera, esa maga de los tiempos modernos que adivina cuanto sucede en un
kilómetro alrededor de su portería e inventa lo que no adivina, que la señora Soledad
sale después a favor de las sombras de la noche y no la oye volver nunca.
Yo la he seguido algún día llevado por la curiosidad, y he podido comprender
algo de su misteriosa vida. Doña Soledad se dirige a casa de la duquesa X o de la
marquesa Z, espía el momento en que cualquiera de ellas sale a la calle, la ataja el
paso, y con lacrimoso acento la refiere por vigésima vez la historia de sus infortunios:
alguna de estas narraciones suele diferir bastante de la del día anterior, y todas ellas
están mucho más lejos de la verdad. Pero la señora aristocrática se enternece,
ostensiblemente por lo menos, y abre el porta-monedas para cerrar la boca de la
peticionaria.
Esta derrama algunas lágrimas después de examinar la moneda que ha recibido, y
desaparece. Se dirige a un establecimiento de comidas, almuerza, y sale ya más
consolada en busca de otra parienta o pariente.
No pierde el sermoncito ni la novena, ni deja de comprar alguna friolera para
tomar un bocadito a las altas horas de la noche; porque el mucho llorar debilita, y la
pobre señora llora cada día más que el resto de los mortales en un año con las
medidas gubernativas.
Come en fonda; los mozos la conocen, así como todos los detalles de su historia:
la que no han conocido nunca ha sido su generosidad. Aseguran que algunas veces no
come sola, pero esto debe ser por vengarse de la ruindad de la pobre señora.
Lo que es indudable es que toma café en el de San Luis con un ciudadano
contemporáneo de su difunto Celestino, y que salen uno tras otro por no dar que decir
a las gentes, y que suelen permitirse el exceso de asistir al teatro, pero siempre con la

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mayor prudencia y cautela, a la localidad más oscurita, y se sientan tan juntos, sin
duda para no parecer más que una sola persona, que, según dicen los acomodadores,
no necesitaban comprar más que dos medias entradas.
La señora que viene a menos suele casarse en segundas nupcias; pero éste es un
casus belli, y semejante vulgaridad es indigna de la clase. Algunas veces la señora
pretende una viudedad, otras consigue un estanco; esto consiste en que se halla bien
relacionada o logra ponerse en contacto con algún personaje.
Las menos afortunadas no aspiran a tanto y se contentan con los buenos oficios de
la gente filantrópica.
No faltan algunas que siguen la honrosa carrera de patronas, pero siempre en la
esfera más humilde. Ellas, y solo ellas, son las que se atreven a pedir pupilos a «seis
reales con principio y postre». Ellas las que, con el mayor desinterés posible,
anuncian en La Correspondencia de España, eco imparcial de la opinión de la prensa
y de las patronas, las gangas más positivas que aparecen en la cuarta plana del diario
noticiero, a excepción de las líneas consagradas al aceite de bellotas, revalenta
arábiga y sastrería póstuma de la funebridad.
Verbigracia, y vamos al decir: «Una señora viuda cede habitación y cama con
asistencia o sin ella, para un caballero o dos. Se advierte que no es casa de
huéspedes». Y no está demás la advertencia, porque a primera vista cualquiera cree lo
que no es.
Otras veces se lee: «Una señora sola, condición sine qua non, desea salir de
Madrid afuera, con un caballero sin hijos: tendrá quien la abone».
Alguna establece una almoneda perpetua de muebles, y hasta se dan casos de
señoras que vienen a menos que se ganan la subsistencia con el nobilísimo arte de
echar las cartas. Son hormiguitas que no se dejan morir como las mujeres vulgares.
Estas sucumben en la oscuridad y la miseria o consagran sus cariñosos desvelos al
hijo de sus entrañas, al esposo querido o al venerable padre. La viudez o la orfandad
las deja sumidas en el desconsuelo. Estas dignísimas esposas, hijas, amantes o
heroicas señoras no caben dentro del tipo de la señora que viene a menos. Ellas están
unidas a la humanidad por las virtudes y el sentimiento: la señora Soledad es el
«águila caudal» de que hablaba Quevedo, que no está asida sino a los escudos de sus
semejantes hasta cierto punto.
La señora que viene a menos solamente tiene un punto de contacto con el mundo,
o para decir con más propiedad, un apunte, un ciudadano que vive, como ella, de su
industria y que no naufraga tampoco muy fácilmente en el océano social.
Su modo de vivir es «muy oriental, pero poco civilizado» como dice aquel
personaje de una zarzuela: consiste todo el artificio en ofrecer, por medio de
anuncios, colocaciones, mediante una fianza o dinero para alguna empresa, o
descubrimientos especiales para cualquier uso, pidiendo a cada individuo que cometa
la inocentada de creer en semejantes gollerías, cuatro o cinco sellos de correos para
dirigir la contestación al que hace la pregunta. Inocentada es también decir a ustedes

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que la fianza suele desaparecer por el mismo conducto que los sellos, y que el amigo
de la señora que viene a menos tiene la modestia de no dar su nombre para tan
ingeniosas negociaciones.
Tal para cual: doña Soledad y su amigo viven a costa del país y menosprecian las
murmuraciones. La señora que viene a menos vive para sí y el caballero hace lo
propio: forman una asociación explotadora y ninguno de los socios quiere ofender al
otro haciéndole partícipe de ganancias a que no ha contribuido.
Cuando llega el día de la ruptura y la razón social desaparece, se cantan las
cuarenta y se ponen como nuevos recíprocamente ambos consocios.
Cuando la señora, a fuerza de venir a menos, viene a enfermar y a morirse,
solamente puede contar con el hospital y el hoyo grande. Entonces comprende su
verdadera soledad, pero ya es tarde. Es una planta parásita, cuando menos, cuya
conservación a nadie interesa: la sociedad nada la debe sino disgustos alguna vez, y
no se preocupa de la suerte de la pobre buscona.
No hay quien vele por ella; no deja en la tierra quien la llore: si alguno recuerda
su nombre será para escarnecerla, quizás para difamarla, y basta sus estudiadas
quejas, sus cómicos suspiros y forzadas lágrimas se recordarán por alguno de sus
amigos para hacer reír a los que le escuchen.
La señora que había venido a menos ha muerto. Tranquilícense ustedes, que
también muere aquí este artículo.
Me parece que me porto como caballero; no puedo hacer más que matar a la
protagonista de mi obra, para quitar a ustedes de encima esa plaga social.

E. DE LUSTONÓ

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LA PITONISA DEL BARRIO

Lo mismo en el barrio de Maravillas que en el del Barquillo; así en Sevilla como


en Barcelona, y donde quiera, en fin, que haya barrios, hay sus respectivas pitonisas.
Sobre todo en los barrios antiguos, en aquéllos donde ni las casas ni su alineación
han sido en largo tiempo alteradas; allí donde las familias que viven hoy son
descendientes de las que estrenaron las habitaciones; allí es donde se encuentra
perenne y en toda la plenitud de su ser la pitonisa; allí, cuando se va acabando una, se
está completando otra que, a su debido tiempo, pacífica y ordenadamente le sucede
en su espinoso cargo, con tácito pero unánime asentimiento del vecindario.

II

La pitonisa del barrio es mujer francota, de buena salad, servicial y de índole


generosa; se detiene a hablar a todas las puertas de calle y a las de todos los vecinos
que encuentra abiertas al subir y bajar las escaleras de su casa; a cada vecino da de
paso una noticia; porque madruga, hace diligencias, se entera, tiene buena memoria, y
le gusta propagar los conocimientos humanos. ¡Buena persona! diría Marcos Zapata.
Debía haber dicho también que tiene siempre más de cuarenta años; porque si
bien no existe ley alguna que fije la edad en que se pueda desempeñar tan honroso
ministerio, la opinión no concede sus sufragios a las de menos edad que la susodicha,
y las mujeres que aspiran a ocupar las vacantes, en vez de sublevarse o apelar a bajas
intrigas, esperan pacientemente el turno, convencidas de que sin el apoyo de la
opinión en vano tratarían de imponerse.
Es asunto de prestigio y confianza, y nada mas.

III

Ella sabe… ¿quién es capaz de decir lo que sabe?


Con referencia a su barrio, lo sabe todo; de los demás sabe mucho, y de algunas
leguas en contorno sabe algo.
De genealogías de los más antiguos habitantes del barrio, sabe por lo menos hasta
tres generaciones, inclusas las ramas colaterales y sus entronques; de incendios y
demás siniestros ocurridos, da razón sin pasar en silencio accidente alguno de
mediana importancia; de cuando se hizo la fuente; de cuando pasaron por allí uno a

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quien iban a ahorcar; de las rentas que cobraban los frailes en toda aquella
demarcación; de las funciones que celebraban; de los privilegios que tenían; de
quienes en el barrio fueron afrancesados el año de ocho y de quienes fueron realistas
cuando cayó la sistema; de quien tuvo escondido al general que estaba perseguido y
conspiraba y de si éste pagó bien o mal el beneficio; de quienes se enriquecieron con
el matute y de quienes vinieron a menos, y si fue por propia o ajena culpa; de todas
estas cosas y otras muchas es sabedora la pitonisa del barrio.

IV

¿Pero es esto solamente lo que la caracteriza? ¡Bah! ¡Pues si esto es bicoca y


nonada!
Ella es la que tiene la botellita de árnica y el aguardiente alcanforado, y la imagen
de San Ramón Nonato y el clisterio (al que da otro nombre) que están siempre en uso
por el barrio; porque cuando un vecino le devuelve uno de esos objetos, otro se lo
está pidiendo prestado.
Y hay más. ¿Creerían ustedes que hay más? Pues hay más, digo; porque con su
aptitud y su buena voluntad, lo mismo es para un barrido que para un fregado; y así
como es capaz de pasarse toda la mañana en la cocina de la de al lado, que celebra
fiesta de familia, cuidando de todos los guisos y enseñando a la hija mayor el modo
de componer las albondiguillas y darles forma dentro de una jícara con su tapadera
sin manosearlas, así también por la tarde acude a cambiar la ropa de cama de una
enferma que no puede menearse, y por la noche, o va a la novena, o lava y tuerce
cuatro trapitos, o da una vuelta por la verbena, y al día siguiente vuelve a estar en pié
al cantar el gallo.

Sus conocimientos prácticos, su excelente memoria y su experiencia le granjean


continuos elogios de cuantos la tratan; pero, si bien debemos declarar que no le pesa
ni mucho menos de verse bien quista, preciso es añadir que no se envanece en
proporción de los elogios que se le tributan.
La pitonisa del barrio no recibe de la deidad noticias sobre lo porvenir; pero ella
las deduce de lo presente y lo pasado.
Cuando ella dice: ahora sí que va a apretar el frío; vamos a tener un invierno
crudo porque ha llovido el día de san Tal y desde entonces todos los días hemos
tenido nieblas; y yo me acuerdo de que esto solo lo he visto una vez en mi vida, que
fue el año de tantos, cuando por Reyes hubo cinco lavanderas heladas en el rio, y

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además que el dolorcillo sordo y traidor que tengo en esta pierna solo me aqueja
cuando el tiempo va para muy frío y hace tres días que no me deja sosegar; cuando
ella dice éstas o semejantes razones, todo el vecindario se apresura a preparar los
abrigos, y si aquel año el frío no es muy riguroso, no importa: el vecindario cree que
sí porque ella lo ha dicho; que a esto y mucho más conduce la idolatría, y todo barrio
idolatra a su respetuosa pitonisa, porque le halaga el creer que en ningún otro barrio
hay mujer tan entendida y útil.
¿Por qué se purgan o dejan de purgarse los individuos de la vecindad?
Porque aconsejó ella.
¿Por qué acuden para ciertos y determinados artículos a una droguería que está
muy lejos, habiendo otras más cerca?
Porque para aquellos artículos la droguería lejana merece la más ciega confianza
de la pitonisa.
¿Se instala en el barrio una familia desconocida?
La pitonisa es la que primero forma concepto de ella: primero por los muebles,
cuya cantidad y calidad le revelan muchas cosas; después por la cara y pelaje de los
individuos, y después por las horas a que entran y salen de casa, si van juntos o cada
uno por su lado y hacia dónde se encaminan. Después caza indicios al vuelo, recoge
por casualidad una noticia, se topa de manos a boca con un pariente o amigo del
vecino nuevo; y si no es así, de otro modo cualquiera, ello es que muy en breve
nuestra mujer sabe más que todo el barrio junto acerca de la vida y los hechos de los
recién llegados al barrio.

VI

Si se descubre una mala acción cometida por persona que tiene conocimiento en
el barrio y gozaba en él de buena fama, tengan ustedes por seguro que más de cuatro
personas dirán:
—¡Mire usted lo que son las cosas! ¡Y parecía tan hombre de bien! ¡Canastos qué
buen ojo tiene la señora Pepa! Mas de dos y más de tres veces la oí hablar de él, y
siempre decía: Será muy bueno; pero no sé lo que tiene en aquella mirada, que a mí
no me gusta.
Cuando quebró el curtidor de la esquina, unos decían que era jugador; otros, que
había malbaratado el caudal con una bailarina; los de más allá dijeron que todo lo
había gastado en sociedades mineras: hasta hubo quien le colgó al pobre hombre el
haberse arruinado porque había tenido que comprar a jueces y escribanos para que no
le echaran a presidio, habiéndole descubierto que era monedero falso.
¿Pero quién dio con la verdadera causa?
¡Quién había de ser! La señora Pepa.
Ella nunca dio crédito a todas aquellas habladurías, y siempre mostró la sospecha

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de que la causa de la ruina del curtidor era una cuñada muy beata, que él por caridad
había recogido; una cuñada que poco a poco había llegado a dominarle; que no se
trataba con nadie; que apenas comía y engordaba mucho, y ¿qué sé yo qué cosas?
El pobre curtidor cerró su establecimiento y se murió de pesadumbre.
Al poco tiempo la cuñada dijo que le había caído la lotería, y se compró una casa.
Súpolo el barrio y hubo un coro al unísono, repetido durante largo tiempo, coro
cuya letra era del tenor siguiente:
—¡Caramba con la señora Pepa! ¡Si parece bruja!
A ella no se le quitaba de la cabeza que la cuñada era una picara, y ¡mire usted! al
fin salimos con que ha comprado una casa.
Y si la señora Pepa se hubiera equivocado y a la cuñada le hubiera caído la
lotería, tampoco habría importado nada. Con pruebas a la vista, la señora Pepa habría
podido desengañarse de su error; pero sus admiradores, o más bien dicho, sus
devotos, no.

VII

¡Con qué placer saborea lo que dice! No quiero tacharla de parlanchina; pero es
aficionada a narrar sucesos, y lo hace con tanto gusto suyo como de los que la
escuchan.
Materia de los mayores triunfos de su elocuencia son aquellas narraciones en que
explica el curso de una larga enfermedad a que sucumbió por fin alguna vecina del
barrio.
Por supuesto que la pitonisa no puede ver a los médicos ni pintados. Alguna vez,
cuando a ella le parezca, no vacilará en llamar al sangrador, pero al médico nunca.
Cuando habla de éstos, no es para decir que visitan a tal o cual familia, sino para
decir: a Juan le mató tal médico, a Pedro le mató tal otro.
El barrio en general, no hay para qué dudarlo, participa de sus opiniones y suele
dejar que se agraven en su recinto las enfermedades, sin acordarse de que haya
médicos en el mundo. Cuando en una casa están a punto de perder toda esperanza de
salvación para el enfermo, entonces piensan, como recurso extraordinario, en la
medicina; pero antes de resolverse a llamar a la puerta del doctor, vacilan y dicen
entre sí: ¿Qué va a decir la señora Pepa?
Si sobreviene la muerte, la opinión del barrio condena al médico, y ninguno de
los parientes y allegados del difunto quiere tener la culpa de haberle llamado (pues
culpa lo consideran), y después cada uno procura explicar a la señora Pepa las cosas
de manera que no crea esta que quien primero habló de médico fue la persona que le
dirige la palabra, y por último, se justifican echando sobre el muerto la
responsabilidad de lo ocurrido, por haber sido él quien propuso si sería del caso,
dándolo ya todo por perdido, intentar la calaverada de buscar salud en la medicina.

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Ella cree de buena fe que el difunto y su familia hicieron un disparate, y no deja
de echárselo en cara; pero como no es inexorable ni rencorosa siquiera, se lo perdona
con magnanimidad, y en esos casos es cuando refiere a sus atentísimos oyentes las
notables enfermedades padecidas por personas amigas suyas, el respectivo curso de
esas enfermedades sin pasar por alto vicisitud alguna, y las torpezas mortales
cometidas por los médicos, precisamente cuando la enfermedad había hecho crisis y
el enfermo iba a ponerse bueno.

VIII

Hay en muchos barrios mujeres ventaneras, habladoras y chismosas, que no


deben ser consideradas como otros tantos aspectos y variantes de nuestro tipo.
La pitonisa no es chismosa ni murmuradora: es discreta, y aunque refiere mucho,
en sus relaciones se distingue claramente lo distante que se halla de la charla y la
maledicencia.
La pitonisa es benévola.
Díganlo tan innumerables favores como tiene hechos a todo el vecindario; la
paciencia con que sufre a los impertinentes chiquillos que entran de continuo en su
casa y a su sabor la revuelven; la buena voluntad con que por Carnaval completa los
disfraces de las mozas, peinando a una, prestando unas preciosas cintas o una buena
saya a otra, y enseñando a todas los modos de hacerse con sus propias ropas los más
variados trajes de capricho.
La pitonisa no es de aquellas que al dar noticias de otras personas dice por
ejemplo: Doña Petra estuvo casada con un señor alto y grueso que tenía la nariz
colorada de tanto beber, y tuvo una hija tan mala cabeza como una tía suya que mató
a disgustos a su pobre marido; no, la pitonisa dice: Doña Petra tenía un marido muy
buen mozo y fue madre de una niña rubia o morena.
Cuidado, empero, con que doña Petra o su hija traten de causar el menor daño a
persona alguna y ella tenga que intervenir en el negocio, porque una vez
comprometida su negra honrilla, no se callará nada de cuanto sepa, y entonces se verá
si hasta entonces no había dicho más por prudencia o por ignorancia.
Cuando llega la muerte para ella, hay una verdadera desolación en el barrio y sus
amigos llegan a creer de buena fe que nunca podrán consolarse.
Pero… se consuelan.
Sin embargo, no la olvidan, y durante largo tiempo se oye decir con frecuencia en
el barrio:
—Hoy hace tantos días o meses que murió la pobre de la señora Pepa.
—Esta randa me la dio la señora Pepa.
—Ayer hemos comido bacalao con patatas, que estaba riquísimo. Aun me
acuerdo del día que la pobre señora Pepa me enseñó cómo se guisaba.

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Y en alguna casa se sirven de una alcuza o de una redomita que le había
pertenecido, y durante toda una generación se le llama la alcuza o la redoma de la
señora Pepa.

ROBERTO ROBERT

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LA BONITA… Y NO MÁS
¿Y no más? ¿Pues qué más quería usted que fuera, hombre de Dios? dirá de cierto
algún lector al tropezar con el epígrafe de este artículo. Y no me extrañará que lo
diga, porque conozco más de uno y más de veinte hombres tan apasionados de la
estética, que tienen la belleza por la primera condición de que deben estar dotados los
objetos. Tampoco me extrañará que alguna fea contemple con agrado el epígrafe de
mi artículo, adivinando tras las cinco palabras que lo constituyen toda una crítica de
la belleza mujeril, al par que una exposición completa de principios, de los cuales se
deduzca que la hermosura no tiene en el sexo bello la importancia que los escritores y
los que no escriben la atribuyen.
Si alguna fea, en la más exacta acepción de la palabra, piensa que el autor de este
escrito va a romper lanzas contra las mujeres bonitas, se equivoca de medio a medio.
Si algún aficionado a mujeres hermosas presume que el abajo firmado adora la
fealdad y detesta la hermosura, se equivoca también. No sabe el que en este momento
tiene el honor de dirigirse al público ilustrado, si acertará a exponer clara y
correctamente el objeto que se propone al trazar estas líneas, y por esto y porque
desea que nadie abrigue duda de ningún género acerca de la sinceridad de sus
intenciones, declara que no le ha movido a publicar las presentes reflexiones ningún
sentimiento bastardo de odio ni venganza, sino el honrado y laudable deseo de
enaltecer al bello sexo, deduciendo de la censura de algunas mujeres el elogio de
otras, para que el curioso lector, con perfecto conocimiento de causa, falle y decida
en pro de las más dignas y merecedoras de afecto, estima y consideración.

***

Hecha esta advertencia debo entrar en materia y comenzar a cumplir mi cometido


descubriendo el tipo de la bonita… y no más, y al poner manos a la obra me hallo en
la más triste situación en que jamás se halló hombre alguno, puesto que el tipo de que
debo tratar es de tal naturaleza, que se escapa a mi tosco espíritu de observación y se
niega a encerrarse dentro de mi humilde estilo. Decir de una mujer que es bonita, es
bien fácil decir; decir que no es más que bonita, no es tampoco difícil; pero dibujar y
contornear el tipo de la mujer que no tiene otra misión en la tierra que la de ser
bonita, es empresa que podrá ser llana y sencilla para claros ingenios, pero que para
mí no es sino ardua y difícil y punto menos que imposible de realizar.
Digo esto para que el lector sepa a qué atenerse y no pase adelante si busca en
este artículo cosas hondas y de sentido, y para que en ningún caso tenga motivos para
motejarme de poco sincero, ya que los ha de tener de sobra para tacharme de
ramplón, difuso y falto de ingenio.

***

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La bonita se diferencia notablemente de la buena moza. Esta luce en la calle y en
el palco, allí donde puede ostentar su espléndida y fornida belleza; aquella brilla en la
carretela o en la platea, allí donde puede ofrecer a la consideración de los aficionados
su rostro delicado, sonrosado y agraciado, sus hombros blancos, mórbidos y
redondos, y sus manos suaves y diminutas. La buena moza nos seduce por el
conjunto, la bonita por los detalles. Hay en la buena moza algo de varonil, de
imponente, de dominante, que en vano buscaríamos en la bonita. La buena moza
parece que subyuga, que manda, que impone a los que la ven la obligación de
admirarla; el bello ideal de la bonita es el suspiro, la contemplación, el éxtasis. En la
religión del amor aquella viene a ser una especie de San Cristóbal hembra; esta
representa un papel semejante al de Santa Filomena… con urna de cristales y todo.

***

Las heroínas se nos aparecen a través de los tiempos bajo la figura y aspecto de
buenas mozas. La madre de los Gracos debió ser lo que se llama vulgarmente una
real hembra. Juana de Arco, la heroína de Peralada, la monja Alférez, Theroigne de
Mericourt y Agustina Aragón, fueron sin duda buenas mozas. También lo fue, y de
ello doy testimonio, cierta lavandera que en la revolución del 54 llevó a cabo la
hazaña que refirió por entonces un aleluyero (o aleluyista) en los siguientes términos:

Una mujer varonil


desarma a un guardia civil.

Las heroínas del amor, ya inmortalizadas por los poetas o ya creadas por la mente
de éstos, pertenecen casi siempre (o mucho me equivoco) al gremio de las bonitas.
Helena (con h), Cleopatra, Dido, Lesbia, Delia, Cinthia, Beatriz, Laura, Leonor,
Isabel de Segura, fueron bonitas y archibonitas, si hemos de creer a los que las
amaron. De Safo me figuro que debió ser fea, y me fundo en el desvío con que la
trató el bellísimo Faon.
Un tomo y dos y ciento pudiera llenar con ejemplos y citas en demostración de
que en este mundo ha habido y hay mujeres bonitas; pero en España escribo y con
españoles hablo, y no creo necesario cansarme en probar lo que (y no lo echéis a mala
parte) está harto probado. Un santo, de cuyo nombre no me acuerdo, decía: Si quieres
milagros, mira. Yo, humilde pecador, me permito decir a mis compatriotas: Si queréis
ver muchachas bonitas, tomaos el trabajo de abrir los ojos.

***

Revenons à nos moutons, que dijo Panurgo. Volvamos a nuestro asunto y tratemos
de la bonita… y no más, que a eso se dirige el presente artículo, por más que hasta

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ahora lo disimule bastante.
La bonita… y no más es un tipo harto frecuente en nuestra sociedad y lo será sin
duda en todas las sociedades. Hay entre nosotros infinidad de mujeres muy bonitas,
muy seductoras, muy recomendables por su aspecto exterior, más en cuyo interior no
existe la menor señal de inteligencia, el menor átomo de espíritu, el rastro más
insignificante de pensamiento. Como el busto de la fábula, inspiran al que las
contempla la célebre cuanto sencilla reflexión siguiente:

Tu cabeza es hermosa,
pero sin seso.

Estas pobres criaturas, verdaderas pobres de espíritu, nacieron con cierta


predisposición hacia la tontería; predisposición que se acrecentó notablemente
merced a las circunstancias que desde la niñez las rodearon, y merced sobre todo a su
fatal y mal empleada belleza. La educación femenil no existe en España, y se puede
asegurar que la mujer que sale lista y dispuesta, a su natural ingenio, no a la
enseñanza, lo debe. Nacer bonita y rica por añadidura y además tonta, son tres
condiciones de las cuales resulta la perfección del tipo de que tratamos. La que nace
en tales condiciones no halla en la sociedad la enseñanza que proporcionan las
desventuras, esa enseñanza que la fea pobre recoge de la experiencia del mundo y que
convierte a la tonta en discreta y en sabia a la ignorante.
Acostumbrada desde sus primeros años a que la llamen bonita, no es nada extraño
que la mujer de quien hablo cifre todo su conato en conservar y en acrecentar su
belleza. De aquí que en vez de ilustrarse y de atender a las faenas domésticas, la
bonita solo lee los periódicos de modas, y su única faena consiste en dar a los mil
menjurjes que la industria de los perfumistas inventa, la aplicación que estos
industriales recomiendan.
¡Qué bonita es la bonita! Y sin embargo, ¡cuánto pierde de encanto la que no
abriga ninguna idea en su cerebro, la que no es más que bonita! Tras aquellos ojos tan
bellos no hay nada más que un estúpido sentimiento de satisfacción personal; tras
aquella frente que pudiera abrigar nobles y elevadas ideas, no hay sino el último
figurín.
La bonita… y no más no cose, por no perder la suavidad de sus manos; no lee, por
temor de que se la enrojezcan los párpados; no llora, por la misma razón; no se agita,
por no despojar a su plácido semblante del sello de tranquilidad que juzga
indispensable condición de la belleza; no ríe, por miedo de alterar, siquiera
momentáneamente, las lineas de su rostro; no piensa, por no distraerse del único
pensamiento, del de parecer bonita.

***

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La bonita suele casarse, y con los datos arriba expuestos no es difícil averiguar
cuál será el destino de su infeliz marido.
¿No habéis oído mil veces, en el teatro y en el paseo y allí donde se reúnen las
gentes, decir: Qué bonita es la mujer de fulano? ¿Y no habéis sorprendido más de una
vez las miradas envidiosas que dirigen a fulano los admiradores de su mujer? ¿Y no
habéis manifestado repetidas veces vuestra extrañeza al saber que fulano era
desgraciado con su mujer y se daba a todos los diablos por haberla llevado al altar?
Pues si esto habéis visto y oído (porque lo habéis oído y visto, no me cabe duda),
¿habré de cansarme en describiros los inconvenientes de casarse con mujeres que no
tienen otra dote personal que su hermosura?
La bonita y no más suele ser sucia, mal educada, perezosa, derrochadora, y… ¡la
mar!

***

La mayor parte de las mujeres que se pierden son bonitas… y no más. Es probado.

***

No es difícil que la bonita recobre su razón y su reflexión a medida que va


desapareciendo su hermosura, y es natural que pase la vejez triste y preocupada
exclamando, como la heroína de la canción, si bien por distinto motivo:

Combien je regrette
mon bras si dodu,
ma jambe bien faite,
et le temps perdu!

***

Los cortesanos de la belleza son como todos los cortesanos. ¡Qué animación, qué
alegría en casa del poderoso! ¡Qué lisonja, que reverencias, qué muestras de
admiración en torno de la bella! Pierda aquél su fortuna, ésta su belleza, y veréis
como cambia el cuadro. ¡Qué soledad! ¡Qué abandono! ¡Qué aislamiento! Apenas
turba el silencio el ruido del sarcasmo. Una alteración en la Bolsa o unas viruelas
destruyen una corte, acaban con una religión, con la corte de la fortuna y la religión
de la belleza.
La virtud modesta, oculta, escondida, tiene pocos adoradores y aun éstos le
sobran, porque le basta la aprobación de la conciencia y tiene por recompensa
suficiente la tranquilidad que procura al que la practica. Ésa no muere, ésa no se
acaba, ésa no se consume, ésa no sufre menoscabo, cualesquiera que sean las

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circunstancias y los accidentes del tiempo y de la fortuna.

***

De todo lo cual resulta, señoras mías, que es muy bueno ser hermosa, pero que es
necesario ser algo más que hermosa para llenar los fines que la naturaleza marca al
bello sexo.

PEDRO AVIAL

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LA ACTRIZ DE NACIMIENTO

—¿De nacimiento? Vamos, querrá usted decir que nació predestinada para brillar
en la escena; que desde sus primeros pasos en la vida revela ya el genio que ha de
vale ríe más tarde triunfos, coronas y la consiguiente ovación, en el apogeo de la
gloria, de una música de regimiento pagada por el público (público son cuatro
abonados a turno) y que la acompaña la noche de su beneficio desde el teatro a la
casa de pupilos que habita la diosa. Actriz que nació con genio ¿es verdad? ¿Es eso a
lo que usted llama actriz de nacimiento?
—No señor, mi actriz de nacimiento es un tipo más general de lo que usted se
figura. No aseguraré a usted que nace con talento o con disposición natural para las
tablas; lo que desde luego me atrevo a decir es que nace fatalmente para ser actriz.
¿Por qué? me preguntará usted. —Hombre, muy sencillo, porque sus padres ejercen
la profesión de actores y ella viene al mundo, como quien dice, en el teatro. Ella, la
pobrecita, ignora si es buena o mala la carrera que ha de emprender; sus padres saben
solo que el arte está perdido (así dicen todos), y sin embargo, el destino, el
implacable destino que nos coge de la mano y nos lleva al templo de la gloria o al
hospital, sabe positivamente que aquella niña ha de ser actriz.
¡Sí señor, actriz!
Porque son actores sus padres, y nada más. Podrá tener talento, podrá dejar un
nombre en la historia del arte, podrá acaso arrostrar una existencia precaria en esos
oscuros teatros de provincia, y ejecutando de cualquier manera las obras de nuestros
ingenios… en fin, nadie sabe lo que ella podrá ser una vez lanzada al torbellino; pero
que ha de ser actriz, eso está fuera de duda.
Quizá sea fea, ¡desdichada! y tenga mala voz, y el público se atreva con ella…
(Un paréntesis: atreverse el público con una actriz es perderla el respeto y
silbarla; con las demás mujeres sucede lo contrario, atreverse con ellas y perseguirlas
amorosamente hasta la catástrofe).
Decíamos que quizá se atreva el público con ella, y de derrota en derrota vaya la
pobre actriz recorriendo el repertorio moderno hasta que los desengaños y la
necesidad le obliguen a limitar su talento… a los papeles secundarios.
En este caso, si alguno le pregunta ¿por qué es usted actriz? podrá contestar como
el almirante suizo en la zarzuela bufa:
—¿Cómo es usted almirante en un país que no tiene mar?
—Lo soy… por derecho de nacimiento. ¿Comprenden ustedes ahora el tipo que
traemos entre manos?
Pues vamos a describir la vida y milagros de esta españolita.

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II

Cuando su madre se sintió embarazada fue un día bien triste para la familia. Era
en el mes de agosto.
Un empresario, mejor dicho, un agente de esos que sirven de intermediarios entre
el empresario y el actor mediante un módico tanto por ciento, se había presentado el
día anterior a contratarla como primera actriz para Cartagena por la temporada del
próximo invierno. Su esposo era gracioso, y entre los dos podían reunir un sueldo
regular.
Pero no podían empezar a trabajar hasta octubre.
De modo que la madre de nuestra actriz calculaba: dos meses lo menos que tiene
ya de fecha esta fechuria, y otros dos que pasarán antes de trabajar, son cuatro; dos
meses que trabaje disimulando la cosa, seis; otro mes a disgusto del público: total,
que para últimos de diciembre tengo que dejar de trabajar indispensablemente por
causa superior.
—¡Y tan superior! añadía el gracioso. Estamos bien. Seis meses llevamos sin
contrata empeñando tus trajes de reina, y ahora que nos prometíamos un invierno
completo, solo podemos aprovechar tres meses, y gracias, porque si el empresario
conoce algo, adiós mi dinero.
—Tú tienes la culpa.
—¡Mujer, yo!
—Sí, tú; estamos sin contrata tanto tiempo, y no se te quita el buen humor.
—Pues ya lo creo. Es lo único que me queda.
—¡Ya!
—¿Pues qué quieres? ¿Que porque estoy sin contrata me figure que estoy sin
mujer? Chica, chica, eso sería faltar a Dios en primer lugar, y después a este cura,
porque yo soy muy buen esposo y te quiero como el día que te conocí en el teatro de
Tarragona…
—¡No me lo recuerdes!…
—En fin, mujer, hay que resignarse. ¿Y tendremos niño o niña? ¿No conoces tú
por los síntomas si será pez o rana?
—Temprano quieres tú que conozca.
—Adelante con los faroles. Uno más a comer pan, el cual empieza por
impedirnos ganar el ídem. ¡Qué ganga!

Yo soy la nata y flor


del amor…

—¡Calla! Creo que suena la campanilla. Es el agente que viene con la escritura y
el préstamo.
—¡Pues chica, que ignore la ocurrencia! La escritura fue firmada. La temporada

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dio principio en octubre, y ya al mes siguiente empezó el respetable público de
Cartagena a escamarse con la barriga de la primera dama.
Una noche se hacia Don Juan Tenorio, y ella representaba a doña Inés, a la
inocente doña Inés.
—¡Qué corto le está el hábito por delante! dijo una señora desde las butacas.
—¿Corto? replicó un jorobado muy amigo del arte, pues no hay que decir por
qué. No fue necesario más. El público exigió otra dama.
Hacer papeles de inmaculada pureza con trajes cortos por delante, no puede ser:
no hay arte ni prestigio que lo resistan.
Y luego por Navidad se trataba de hacer un a propósito y la dama tenía que
representar a la Virgen.
—¡Bonita estarla la Virgen! exclamó el jorobado delante de los abonados más
influyentes, y el empresario trajo al punto otra primera dama.

III

Nació, pues, la actriz, hija de legítimo matrimonio (se dan casos) entre un
gracioso de mucho pesquis y una primera dama de facultades.
En cualquier familia que no pertenezca al ejercicio, el nacimiento de una niña trae
consigo largos quebraderos de cabeza.
¡Una mujer! ¿Qué haremos de ella cuando le llegue la hora? Si es pobre, ¡cómo
casarla! Si es rica, ¡cuánto cuidado hasta ponerla en libertad, esto es, en el
matrimonio!
¡Dichosos padres los tuyos, oh niña que naciste entre las bambalinas de
Cartagena! Ellos no se preocupan por tu porvenir. O vives, en cuyo caso ganarás
sueldo en cuanto sepas hablar, o te mueres, en cuyo caso tampoco hay que pensar
mucho en lo que han de hacer contigo.
La niña empieza a desarrollarse con el nombre de Concepción.
Su padre tuvo mucho empeño en que se llamara Concepción, porque de este
modo (pensaba él) todo el mundo la llamará Concha. Concha de niña, Concha de
joven, Concha de jamona, y cuando llegue a vieja será también Concha, ¿Quién se
atreve a decir doña Concepción? No señor, Concha. La Sampelayo es característica
hace ya medio siglo, ¿y creerán ustedes que entre bastidores le llama nadie doña
Concepción? ¡Ya, ya! Concha, y hasta Conchita he oído yo que la llamaba Romea
algunas veces.
A los cinco años de edad la niña Concha ha recorrido media España recibiendo
besos de los traspuntes más afamados.
Sabe ya leer y empieza a hacer garabatos con la pluma.
Su bautismo artístico tiene efecto de la siguiente manera:
Se trata de representar una de esas comedias en que el autor ha puesto una niña

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que dice tres veces papaíto mio, mamá, y otras lindezas en situaciones de efecto.
Concha aprende las palabras y las pronuncia en alta voz con un tonillo delicioso.
Sale por la noche y el público la aplaude y la llama a la escena.
Dos pesetas le vale cada noche este triunfo.
La aficionada al arte que empieza por ir al Conservatorio y por estudiar desde la
galería del teatro del Príncipe a los primeros actores, sufre una presión de veinte
calenturas la primera noche que se presenta al público.
Concha no experimentó la más ligera emoción.
Se había amamantado entre bastidores; había observado desde niña que salir al
público era simplemente dar dos pasos más hacia las candilejas y hablar más alto.
Ella no conocía el teatro desde fuera.
Así como no hay hombre grande para su ayuda de cámara, tampoco hay público
para la actriz de nacimiento.
Suele haber aplausos, suele haber flores, regalitos, silbas estrepitosas, raido de
todas clases, ¡pero público! ¿Qué es eso de público?

IV

Llega Conchita a los trece años, y, ¡válgame Dios! se ajusta ya como otra damita
joven. Este otra significa en el teatro segunda, solo que es más bonito.
Con su vestido de cola, su corpiño abultado para que parezca mujer, su peinado
arquitectónico y unos guantes claros, sale a la escena y se lleva las simpatías de los
abonados más Tenorios.
Con la misma naturalidad entra en escena que yo en el café Suizo; con el mismo
gracejo habla delante del público que un diputado en el Congreso.
Aquel terreno es el suyo.
Pisa por vez primera aquellas tablas; ¿pero qué le importa? ¿No son todas
iguales?
Llevad un marinero de un buque a otro. Siempre se encuentra a merced de las
olas, que son su elemento. Mudad la actriz de teatro, siempre se encontrará delante de
las candilejas y el apuntador, que son su océano.
Conviene no olvidar una observación importante.
La actriz de nacimiento no es nunca polla. Esta etapa de la mujer social no tiene
razón de ser en la mujer teatral. Las bambalinas de la vida como las de la escena se
han ido descorriendo para ella a medida que ha ido dando los primeros pasos, y
cuando un día se viste de largo, sabe ya perfectamente por qué y para qué.
Una actriz que vive en contacto con el público, tan lleno de asechanzas, deberá
ser víctima de algún Lovelace…
¡Quiá!
El Lovelace llega siempre tarde.

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La actriz no conoce al público sino mucho después de haber conocido a sus
compañeros.
Cuando los adoradores que por contrata les salen en cada localidad a las actrices
no reparan aún en aquella niña, ya ella hace telégrafos con un segundo galán joven, y
una noche averigua su papá que los tramoyistas la han visto bajar al foso.
¡El foso, donde se hunden por escotillón desde las reinas de Egipto hasta el asno
de La Almoneda del Diablo!
¡El foso, donde descansa todo lo inservible! Allí dejó Conchita sus ilusiones.
Dos años después se daban de sopapos varios jóvenes aficionados al arte,
disputándose los amores vírgenes de aquella niña encantadora, mientras ella entraba
de lleno en su carrera haciendo ya todas las damas jóvenes y algunas primeras en
comedias de costumbres.
No, no seré yo quien asegure a ustedes que Conchita no tenga amores más o
menos ardientes, y amores variados como los postres en las fondas.
Lo que me atrevo a asegurar es que la actriz de nacimiento se casa con un cómico.
¿Por qué? En primer lugar, porque no aparece otro fácilmente, y después porque dos
a ganar ya es otra cosa, ¡y qué demonio! al que más y al que menos le gusta hacer lo
que han hecho sus padres.
La mayor parte de las gentes que tienen sentimientos religiosos no reconocen por
causa más que el haberlos tenido también sus padres.
¿Conque se heredan ciertas enfermedades y no quieren ustedes que se hereden las
preocupaciones?

Cuando la actriz de nacimiento tiene verdadero génio artístico, llega más pronto
que otra alguna al pináculo de la gloria.
Contribuyen a ello:
La educación, la costumbre, el ejemplo.
Así es que, si recorremos la historia del teatro, veremos que la mayoría de las
mujeres notables pertenecían a familias de actores, y sus primeros pasos los han dado
desde el cuarto-vestuario a la concha del apuntador.
Parándose un punto a contemplar esta existencia del arte llena de peripecias, se
comprende fácilmente el prestigio que ejerce sobre las imaginaciones juveniles y
soñadoras.
Verdaderamente es admirable ver que en medio de una sociedad en que se niega
todo a la mujer, pueda esta vivir decorosamente de su trabajo rodeada de todos los
esplendores del lujo, de todos los atractivos de la seducción.
¿Qué importa que el inocente público tenga siempre en los labios una palabra de
sospecha injuriosa para la virtud de la actriz?

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Observen ustedes que cuanto más tonto es un hombre peor suele pensar de los
demás.
Hay ser tan bonachonamente estúpido que cuando usted le habla del talento de
una actriz pregunta indefectiblemente:
—¿Con quién está enredada?
¡Ah picarillo! ¡Cómo sabe decir todo aquello que cree conveniente para que le
tengan por listo!
¿Había él, el hortera o el comerciante, después de dejar la modesta labor de la
tienda o el bufete, de confesar su inocencia?
No, modesto menestral, honrado comerciante que engañas al comprador
llevándole un duro de momio y llamas ladrón al píllete que te saca un pañuelo del
bolsillo; no, tú tienes boca y lengua, a Dios gracias, y los domingos y días de guardar
te propinas una butaca para algo. Este algo es el espíritu de crítica que reside en todos
los cerebros y que tú aplicas con asombrosa complacencia a la virtud de la actriz que
más brilla.
El día que te cuentan el último amor de la primera dama crees haber descubierto
un problema, y no sabes que tu mancebo te pone en ridículo con tu mujer.
Doblemos la hoja.
La virtud y el vicio no son patrimonio de ninguna clase.
Yo he visto la lucha que esas pobres actrices sostienen con todo lo que las rodea,
en busca de una posición social, libre, feliz e independiente como se abrió la España
al cartaginés.
Algunas lo consiguen, otras sucumben.
Respetemos la desgracia de los vencidos y arrojemos una rosa a los pies del
talento triunfante.
¡Cuántas vigilias, cuántos estudios, cuántos sueños se han desvanecido y han
vuelto a nacer antes de llegar a esa cúspide que aparece de pronto deslumbradora ante
los ojos de la multitud como la decoración de gloria iluminada por bengalas!

VI

Habéis visto muchas veces que algunas actrices se casan y abandonan la escena.
Ninguna de estas actrices es de nacimiento.
Salieron ayer de la muchedumbre, brillaron un día, hicieron su negocio, y vuelven
a la muchedumbre, que es su patria.
¡Vulgaridad!
Entre estas actrices y Conchita hay toda una sociedad por medio.
Todos los días ocurren en el teatro casos de tener que socorrer a un actor
desvalido. Se hace una lista de suscricion y cada cual deja allí su óbolo. Como si no
fuera bastante esta diaria limosma, continuamente son solicitadas por las señoras

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aristócratas para trabajar en beneficio de los pobres. Y las mismas que dudan de las
virtudes de la actriz tienen que reconocer en ellas la primera de todas, la caridad.
Aquí entramos de lleno en los rasgos que son peculiares a todas las actrices, y yo
no quiero salir de mi tipo, que es una especialidad en la generalidad.
Además es fácil que otra pluma más experta haya tratado de bosquejar la actriz.
Concretándome, para terminar, a la actriz de nacimiento, quiero hacer observar
que su fin es como fue su principio.
Salió (le una familia de actores, y-si ella tiene familia, dejará actores también en
pos de sí.
En los teatros hay dinastías que duran años y hasta siglos.
De cuando en cuando sale de esas dinastías un genio que es el encanto de su
generación y la honra de la patria.
Se parecen en esto a las dinastías de los reyes.
Pero más afortunado el genio de la actriz que el genio del monarca, cuesta a su
patria menos dinero, y no causa con sus triunfos ni lágrimas ni sangre.

LUIS RIVERA

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LA QUE NO QUISO CASARSE

Ella así lo dice; ¿pero ustedes lo creen?


Yo no.
Y no solamente no lo creo, sino que creo todo lo contrario a lo que ella dice sobre
ese punto, uno de los que más a menudo trata.
Esa misma insistencia en asegurar que bien casada estaría si hubiera querido, y la
poca maña con que en toda conversación procura introducir sus accidentes, sin
paréntesis, para poder decir a tuertas o a derechas que si se ha quedado soltera por su
gusto ha sido, hacen sospechar a cuantos la oyen de la veracidad de su aserto.
No pasemos, empero, adelante sin establecer una distinción indispensable.
Hay efectivamente mujeres que no se casan porque no quieren.

II

Son mujeres egoístas en sumo grado que se aplican a sí mismas todos los afectos
benévolos; mujeres que aman su manguito, su braserillo, su abanico, su baño, su
butaca, su sueño tranquilo; en resumen: lo sacrifican todo a su persona y a lo que a su
persona es conveniente; pero no aman a nadie más en este mundo.
Su ciego egoísmo les hace concentrarse en sí mismas, y son de tal índole, que
viven persuadidas de que el dolor de muelas ajeno nunca ha sido ni puede ser tan
vivo como el que ellas padecen.
Esas mujeres no solo no aman, sino que no se dejan amar. Encaminadas todas sus
acciones a complacerse a sí mismas, nada agradecen; porque si un beneficio o una
muestra de afecto reciben, imaginan que fue acción interesada y que a nadie le ha de
costar caro sino a ellas mismas.
Hablan a veces de amor y de amistad; pero hablan de ello sin saber lo que dicen,
solo, por ajustarse a lo que creen que es una mera convención hipócrita de la
sociedad, y no hay más que oír la monotonía y las frases estereotipadas con que se
expresan para convencerse de que no sienten ni creen lo que dicen.
Esas de quienes voy hablando no pueden ver a los niños sin fruncir
inmediatamente el ceño.
La idea de que si se casaran podrían llegar a tener hijos que llorasen, causasen
destrozos, exigiesen continuamente cuidados y les quitasen horas de sueño, bastaría
para hacerles mirar con horror el matrimonio.
Por lo demás, no amando a nadie, no entiende que de nadie pueda ser amada, y en

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todo caso, como ya dije antes, culpa siempre los móviles del amor que se le profesa.
Por ejemplo: si es rica, presumirá siempre que todo hombre que la ame la ama
única y exclusivamente por su dinero; pero lleva más allá las cosas todavía, porque si
no es rica y es hermosa, tachará de egoísta al que confiese amarla por su hermosura, y
sí un extraviado le atribuye bellas prendas morales y le dice que por ellas la ama, dirá
que no es menor egoísmo amar lo bello moral que lo bello físico.
Ahora bien: de esa clase de mujeres no he pensado ocuparme sino para decir que
sé que existen; que ésas en efecto no se casan porque no quieren; pero que
precisamente yo me propuse tratar en este artículo de las que nada tienen que ver con
ellas; esto es, de la que dice que no se casó porque no quiso, y no es cierto. ¡Ay!… no
es cierto.

III

Aquellas de quienes he pensado ocuparme se propusieron casarse todas; más por


desgraciada excepción se encontraron en uno de aquellos rarísimos casos en que la
mujer propone y el hombre dispone.
Ya pueden ustedes comprender que no he de hacerlas responsables in solidum de
su desgracia, ni puedo en general acusarlas de un capitalísimo defecto como a las que
no se casaron porque no quisieron; y aunque de muchas de aquéllas es notorio que
parte de culpa les cabe en su involuntaria soltería, tienen en favor suyo, además de las
circunstancias atenuantes que el sexo lleva consigo, otras individuales que acaso sepa
yo dar a conocer a mis lectores.

IV

Vamos a ver si me explico.


La madre de Eulalia tiene huéspedes estudiantes, y Eulalia tiene quince años.
O diez y seis, que lo mismo da para el caso.
Uno de los huéspedes se fija en qué con poco dinero puede ir siempre más limpio
y bien planchado que otros, tener mejor habitación y mejor cama, y ser, en fin, el
huésped predilecto.
Si quieres ser amado, ama, dice el Libro; y él hace una leve modificación en el
texto y traduce: si quieres estar bien cuidado, finge amor a Eulalia.
Y así lo hace.
Lo que al chico le inspira su propio interés es elocuentismo: la inexperiencia y la
buena índole de la muchacha subliman más y más esa elocuencia.
Empiezan los demás huéspedes a encelarse al ver la predilección de que es objeto

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el estudiante vividor; murmuran, se quejan, y la madre obliga a nuestro héroe a que
declare sus intenciones, que por supuesto resultan ser las más santas, con lo cual
queda legitimada su posición excepcional en la casa.
Llega el verano, el mozo se vuelve a su tierra, y desde allí escribe una sentida
carta a la novia diciéndole que su padre está irritadísimo con él porque ha descubierto
sus proyectos de matrimonio; que su madre no hace más que llorar de día y de noche;
que si ella lo exige, él se mantendrá firme y le cumplirá su palabra; pero que teme
con esto causar la muerte de los amados seres que le dieron la vida y han hecho por él
mil sacrificios.
Todo es falso; pero ya sabe él que Eulalia será incapaz de reclamarle el
desempeño de su palabra, y efectivamente, la pobre le escribe llorando y le devuelve
la libertad (que él se hubiera tomado).
Y aunque en su vida otro hombre vuelva a decirle a Eulalia: «buenos ojos tienes»
y aunque Eulalia viva cien años, no se cansará de repetir que si no se casó fue porque
no quiso.
Ésta, sin embargo, tiene algún fundamento, siquiera aparente, de que dice lo
cierto.

Vamos, empero, a las que no tienen excusa, ni jamás la tuvieron, para creer que
podían haberse casado y hacen alarde jactancioso de voluntaria soltería.
Tiene una muchacha un vecino o, pariente, camastrón que vive en uno, de los
pisos de la casa que ella habita y suele visitar a la familia.
Ese hombre no tiene o parece que no Mene trapicheos; ese hombre no visita a
nadie más que a la familia de la mujer de quien hablamos; ese hombre hace tal
confianza de la susodicha familia, que siempre que tiene que comprarse camisas o
corbatas, consulta con la chica y la madre y la tía sobre el color, el precio y la
hechura; ese hombre, cuando hay barricadas, cuando hay cólera, las tranquiliza y las
visita con más frecuencia. Además (¡ojo a lo que sigue!) cuando se habla de si la
chica se casará o no, él dice que sobre este particular está muy tranquilo, porque tiene
la certeza de que cuando a ella se le antoje se casará en seguida.
¿Qué significa todo esto para ella? Que el vecino o el pariente es uno de aquellos
hombres de entendimiento reposado y claro, de costumbres puras y afectos
tranquilos, que está reuniendo su capitalito sin más objeto que poderle decir a ella un
día: Ea, ya tenemos asegurado el porvenir. ¿Me quiere usted? ¿Sí? pues al juzgado, a
la vicaria, a casita, y laus Deo.
Pasan años. El hombre se muere. En cuyo caso desde aquel momento no cesa ella
de decir hasta el fin de sus días:
—Si yo hubiera sido como otras, que no ocultan su vergonzosa impaciencia,

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podía haber casado muy bien. Y con persona acomodada. Y de mucho entendimiento.
Y que bien claro lo había dicho él en cien ocasiones; que si yo no me casaba era
porque no quería; que ahí están mi madre y mi tía y mi prima, llenas de vida, que lo
pueden atestiguar. Pero el pobre está debajo de tierra y yo no he querido ofender su
memoria.
Y si él en vez de morirse se va fuera de España, entonces dice ella:
—Si yo fuese como otras, él no se habría marchado y casados estaríamos; pero
como nunca he sido egoísta y se trataba de su bienestar, dije: Anda, y Dios te dé
buena suerte, que yo no seré de otro mientras viva. Y he cumplido mi palabra.
Y aun si ni siquiera se va él de España y sigue visitándola, entonces dice que
habría podido casarse con otros.

VI

Porque es de saber que hay mujeres a quienes nadie les ha conocido el menor
amago de novio, y en llegando a cierta edad dicen que los han tenido a manojos.
Y no contentas con decirlo, sacan por testigos de su aserto al primer conocido,
que no suele desmentirlas en sus barbas, pero en ausencia suya se lava y disculpa del
falso testimonio.
Algunas de estas mujeres se achacan el cariño de todos los que han amado a sus
amigas, vecinas y parientas.
Juanito, dicen, el que se casó luego con Amalia, anduvo mucho tiempo a mi
alrededor; pero yo no le hice caso: era demasiado ligero de cabeza.
(Y a veces es verdad que Juanito había ido alrededor suyo; pero ¿para qué? para
cortejar a su futura, en cuya casa no era admitido todavía).
Hay muchas que podrían haberse casado con varios que ¡mire usted que
casualidad! se murieron todos.
Hay otras más ingeniosas, más artistas, en cuanto a cohonestar su soltería.
Una mujer sola es capaz de decir:
«Que podía haberse casado con fulano; pero no le quiso porque era bullanguero.
Que podía haberse casado con mengano; pero no le quiso porque aunque muy
rico era calavera.
Que podía haberse casado con zutano; pero no le quiso porque quería llevársela a
América.
Que podía haberse casado últimamente con otro; pero no quiso por no dejar a…
su madrastra, a cualquiera comodín que le sirva para el caso.

VII

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Todas estas que dicen y repiten: «yo no me casé porque no quise» suelen tener
lenguas de víbora cuando se trata de los hombres.
De todo casamiento que se anuncia auguran mal y procuran apartar cuanto
pueden de la senda del matrimonio a las jovencitas con quienes tratan.
Saben de memoria un sinnúmero de anécdotas relativas a matrimonios
desgraciados, de cuyas desgracias, por supuesto, siempre tuvo el marido la culpa, y
en todas partes espetan sus terroríficos relatos para poner miedo y desconfianza en el
ánimo de las doncellas casaderas.
Se forman allá una teoría de talco y oropeles sobre las excelencias del celibato
femenil, y la propagan día y noche para edificación de su sexo.
Para nada se acuerdan de mentar aquellos últimos años de la vida, cuya soledad
hiela el corazón con solo imaginarlo; todo lo refieren a la comodidad de la que vive
independiente; a la paz de la que vive libre de celos y traiciones conyugales; no saben
o no quieren ver en los hijos más que chiquillos llorones, causa de congojas y
pesadumbres; ni piensan ni sienten cuan incompleto vive el ser humano si no
participa de lo más íntimo de los ajenos afectos.
Así acaban no solo por vocear de continuo que no se casaron porque no quisieron,
sino que con escandaloso arrojo añaden que se alegran de no haberse casado.

VIII

El castigo de esas señoras consiste primero en su forzada soltería, y con decir


forzada queda bastante encarecido el castigo.
Pero no es éste solo el que les cae encima. Llevan otro, con que ellas mismas nos
vengan cumplidamente de los ultrajes que hacen de continuo a nuestro sexo.
Este otro castigo consiste en que ninguna de esas mujeres cree a ninguna otra
cuando la oye decir que no se casó porque no quiso.
Apenas una de ellas suelta semejante aserto, la que la oye dice en seguida para sí
con burlesca intención:
—Sí, como yo.
Y si aquélla no se cansa de repetirlo, tampoco ésta se cansa de replicar lo mismo.
Después que en medio de un corro se fatiga una para dejar bien sentado, con mil
comprobantes de palabra, que si hubiese querido se hubiera podido casar
magníficamente, las otras se reúnen a espaldas suyas y haciendo mil aspavientos
dicen:
—¿Pero han oído ustedes a esa mujer? ¿A quién le va a contar esos disparates?
¡Si en su vida se le ha conocido un novio! Ha hablado de su primo, que no la podía
ver ni pintada; de fulano, que si iba a su casa era por pasar el rato y divertirse con sus
ridiculeces; de aquel otro, que nunca hizo más que negocios con su padre y bien claro
dijo siempre que si se había de casar había de ser con mujer de mucho dinero. ¡Y a

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esos llama novios!
—No hay más que dejarla, interrumpe una del corro. Tiene esa manía… Pues si
ella dice que pudo casarse bien, ¡qué no podría decir una sí se pusiera a hablar de
esto!
Y apenas se va la que acaba de usar de la palabra, ya las otras se miran
sonriéndose y dicen:
—Pues ésta padece del mismo mal. ¿Qué podría ella decir aunque hablase un año
entero? Como si no supiéramos que jamás la había sucedido nada.
Y ¡ay de la que hable! porque a todas las sucederá lo mismo en cuanto vuelvan ta
espalda.
Ese mutuo despellejamiento de las solteras involuntarias es una venganza
providencial para nosotros.
Como venganza, podría ser poco laudable; pero como providencial, debemos
reverenciarla.
Son incorregibles; conste así.
Podría ser muy bien que una de ellas leyese este artículo y dijese para sí: Yo
también he dicho alguna vez que no me casé porque no quise; pero yo podría
probarlo.
¿Ya piensa usted en probarlo? Pues tampoco es verdad.

LEONCIO ALIER

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CUATRO MUJERES
Sr. D. Roberto Robert
Mi estimado amigo: No sé como podré salir del aprieto en que usted me pone
pidiéndome una mujer, pues aunque la circunstancia de española que usted expresa
por añadidura parece facilitar el cumplimiento del encargo, ello es que ni yo tengo el
tal objeto (llamarémosle así por ahora), ni deseo adquirirlo, a Dios gracias, ni lo daría
a dos tirones, encaso que la Divina Majestad o Patillas me lo depararan, que uno y
otro suelen dar estos regalos a la humanidad incorregible.
Pero a falta de hermosos, interesantes y vivos ejemplares de tan noble especie,
usted se contenta con el retrato, con una imagen cualquiera que recuerde las facciones
del objeto amado, y esto ya es otra cosa. Andan tantas por ahí de tan diversas
condiciones, figuras y modales, que el dibujante menos experto podría, tomando de
ésta la nariz, de aquélla el pié, de estotra los ojos, trazar curiosos tipos que no dejarla
de admirar con gusto la posteridad entusiasmada. Y ¡asómbrese usted! ante la
fecundidad de la naturaleza y de la sociedad en feliz consorcio o además de las que
existen per se, como diría cualquier filósofo, tenemos las que deben sus propiedades
físicas y morales al hombre con quien se han unido. Yo tengo para mí, según otra vez
dije, que para formar una buena colección de esta soberbia fauna y al mismo tiempo
gigantesca flora, es preciso buscar elementos en el matrimonio. Y dada la estupenda
diversidad de tipos masculinos, ¿no es verdad que hay también donde escoger
tratándose de mujeres? Pues no digo nada si el observador dirige sus miradas al
campo político, y no contento con explorar lo que la próvida naturaleza ha creado allí
variando los accidentes del homo sapiens, se dedica al examen y estudio de la mujer
política, no llamada así porque profese determinadas ideas de partido, sino porque
tiene en toda su persona, así como en su lenguaje y modales, el sello de las creencias
que aquel esclarecido mortal, su digno esposo, profesa.
Fíjese usted bien en esta circunstancia, y comprenderá qué magnífico campo no
surcado aún ofrezco a los colaboradores de LAS ESPAÑOLAS PINTADAS POR LOS
ESPAÑOLES. Usted, que tiene tan buen ingenio, lo puede cultivar mejor que nadie, y en
caso de que se decida a emprender tan agradable tarea, yo podría darle el archivo de
algunos datos preciosos, recogidos con verdadero amor al asunto.
No se precipite usted, amigo mío, y proceda con método, que sin esto, como
sucede en todas las ciencias, no es posible hacer cosa alguna de provecho. No se
aturda usted dudando a quién dar la preferencia, y oiga la voz de la desinteresada
prudencia que aconseja dar aquélla sin reparo alguno a la mujer del progresista, a
quien pudiera llamarse, usando un tropo, la progresista, personaje que unido desde el
año 12 a todas las glorias del parlamentarismo y a todos los conatos de la libertad, es
una elocuente síntesis de la historia contemporánea. Y en efecto, ¿conoce usted
documento más curioso que doña Baldomera Gutiérrez, esposa de aquel famoso

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ayacucho que finó hace dos años sin perder ni un ápice de su antigua fe en la eficacia
de ciertos hombres y de ciertas cosas?
Ella, que data, si no estamos equivocados, de 1822, mamó con la leche el amor a
la libertad, política se entiende, pues como hija y como esposa no hay ejemplo de más
honrada docilidad que la suya. En 1840, y cuando aún no había pasado de los diez y
ocho, sus delicadas manos se entretenían en mil diversas labores destinadas a adornar
uniformes de sus hermanos, primos, sobrinos y allegados, que pertenecían todos a la
milicia nacional. Cordones de pasamanería, borlas, granadas, ribetes, plumeros,
bandas, franjas, tahalíes, galones, eran su honesta ocupación, y no hay que hablar de
la bandera de cierto batallón de artillería, que fue objeto de extraordinario entusiasmo
en las paradas y formaciones. No sabemos si fue su rara habilidad o su hermosura lo
que cautivó al furibundo ayacucho que le dio la mano de esposo el año 41.
¡Matrimonio felicísimo y jamás minado por la discordia! A. pesar de los mil trabajos
que ambos pasaron por rechazar el soborpo de los moderados, jamás quisieron salir
de su honrada pobreza, y vivían modestamente con los escasos rendimientos de un
almacén que habían heredado de sus abuelos, y que en aquella época no producía
gran cosa porque el comercio andaba por los suelos. El año 54 les sacó de apuros,
dando al ayacucho una elevada posición política y a doña Baldomera abundante tema
para expresar su entusiasmo. El niño mayor, que apenas contaba doce años, lucía sus
habilidades caligráficas en las oficinas de la administración provincial, y el más
pequeño, que aún no tenía once, estaba de meritorio en las de correos. Su familia
prospero entonces, ¡qué felicidad! parecía que aquello no había de acabarse nunca, y
doña Baldomera en su optimismo lo manifestaba así, diciendo: —¡Gracias a Dios!
Ahora ya pueden esperar sentados los señores moderados.
Pero ¡ay! quantum, est in rebus inane, como dice el latino. Vino el año 56, y la
honrada familia se quedó de nuevo sin otros emolumentos que los de su odio a la
tiranía y los de su incontrastable consecuencia. Él rechazó con indignación toda
propuesta de resellamiento, y se retiró a la vida privada con cierto majestuoso desdén
a las cosas públicas, ni más, ni menos que como Carlos usted cuando se encerró en
Yuste. La casa se vio frecuentada por las eminencias del partido, y aun se habló de
conspiraciones que tenían lugar en aquel honradísimo recinto.
La familia ayacucha vivía con dignidad, manteniendo incólumes sus principios y
esperando la venida de ciertas mitológicas individualidades, como esperan los
hebreos la venida del Mesías. Pasaron años y más años, y él se hizo antidinástico; fue
de los que almorzaron con más constancia, de los que más trabajaron en los comités,
de los que hicieron verdaderos prodigios de movilidad por propagar la mortífera
fórmula de o todo o nada. Pasaron aún más años, y llegó por fin el felicísimo de
1868, y entonces la sombría casa se iluminó con todas las irradiaciones del poder y
del presupuesto. Él ocupó una elevadísima posición política: los chicos, que ya eran
grandes, siguieron los pasos de su aprovechado papá, y ella se puso más gruesa; su
semblante adquirió desde entonces una particular sonrisa, que no es fácil confundir

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con ninguna otra manifestación del alborozo humano, sonrisa propia del que tiene la
sartén por el mango, como vulgarmente se dice. Se la vio desde entonces vivir con
cierto lujo; se habló de sus tertulias, no ciertamente el modelo de lo fashionable, pero
dignas de ser mencionadas por la historia en atención a la discreta confianza que en
ellas reinaba. Su coche, que tenía algo de epigramático, era el primero que aparecía
por las tardes en la Castellana, y antes faltaba el primer violín en un teatro o concierto
que faltar doña Baldomera Gutiérrez.
Cuando usted la retrate, no se olvide de volver enérgicamente por la honra de la
familia ayacucha, ultrajada de las viperinas lenguas de la envidia, pues me consta que
en aquel lujo satisfecho, feliz y que tenía cierta puerilidad encantadora, no tuvieron
arte ni parte ninguna clase de inmoralidades como las que se cuentan de otras
personas. El esposo de doña Baldomera era un hombre honrado a carta cabal, y es
lástima que no viviera más tiempo para regodeo de la familia y gloria de la
administración. Se murió cuando iba a ser diputado, y director, y subsecretario, y
ministro, y embajador, y qué sé yo… Doña Baldomera, que era excelente esposa,
lloró a su marido y lo está llorando todavía. ¡Ella que había estado pensando cuál
escogería entre las dos legaciones de Austria y Prusia! ¡Ella que ya le había oído
recitar algunos párrafos del discurso que había de pronunciar el año siguiente en las
futuras Cortes! ¡Ella que en la última crisis estuvo toda la noche sin dormir porque al
menor ruido le parecía que un emisario del regente tocaba a la puerta para llevarle a
formar ministerio! Sic transiit gloria mundi.
Hoy doña Baldomera se halla en un estado de lamentable decadencia,
intelectualmente hablando, y siempre dominada por profunda tristeza. Sus dos hijos
se han afiliado en distintos bandos aunque siempre conservando la misma
denominación, y son enemiga os irreconciliables. Va perdiendo la fe en la eficacia de
ciertas palabras y de ciertas cosas, y cuando le dicen que la cosa pública anda mal,
mueve la cabeza y exclama: «Ya se están acabando los hombres de bien».
Además doña Baldomera, que siempre fue buena cristiana, es ahora un poco
devota, aunque habla mil pestes de los curas y dice que si desde luego se les hubiera
atado corto, como su marido deseaba, ya andarían mejor las cosas de España. Su vida
es monótona y triste, le falta entusiasmo, y cualquiera diría que va a desaparecer para
unirse a su leal esposo en la mansión de los justos.
Por tanto dese usted prisa a retratarla, porque la progresista se va, llevada por la
mudable condición de los tiempos que no permiten a ciertas especies durar mayor
plazo del que necesitan para producir sus naturales frutos. Doña Baldomera (y si
usted quiere personificar en ella a su partido, hágalo en buen hora) ya dio de sí todo
lo que tenía que dar; no es más que un recuerdo ilustre y una elocuente página en la
historia contemporánea.
Si no le basta a usted con este tipo para su galería, puede echar mano de doña
Leopoldina de Manzanares, hoy condesa de Vicálvaro y señora que lejos de hallarse
en decadencia, como podía creer un observador superficial, está en el colmo de la

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fortuna. No se busque en su historia abolengo tan antiguo como el de doña
Baldomera, pues esta doña Leopoldina es más moderna, y hasta 1860 no se la vio por
esas calles deslumbrando a todos por su elegancia y buen tono. Y no hay que dudarlo:
encanta su conversación, seducen sus maneras, enamora su trato, y hasta cautivan sus
defectos. Usted, que si no la ha tratado la ha oído hablar muy de cerca, sabrá esto
mejor que yo. De su marido no tengo que hablarle a usted, porque harto le conocemos
todos; diputado que habla bien; empleado que no administra mal; ministro que
entiende de achaque de elecciones más que cuantos han fatigado el telégrafo en el
ministerio de la Gobernación: éste es el hombre.
Difícil es el análisis psicológico o histórico de doña Leopoldina. Desde luego, si
usted la retrata, no le supóngalos timbres nobiliarios con que se exornan otras damas
muy conocidas. Ésta, nacida en la clase media, pertenece a la hornada de la novel
aristocracia con que los poderes contemporáneos han querido sustituir la aristocracia
antigua plantando un garabateado escuden en las puertas de los banqueros, de los ex-
ministro3, de los bolsistas y de algunos contratistas de obras públicas.
Doña Leopoldina es persona amabilísima, como antes dije a usted Las
recepciones de su casa han adquirido cierta celebridad, no solo por la elegancia y
buen tono en ellas desplegados (palabrilla que es preciso usar), sino porque se habla
mucho de alta política en su casa, especie de elegantísimo y perfumado club donde se
elaboran combinaciones muy ingeniosas y se crean notabilidades en todos los ramos.
Domina en estas reuniones el gusto francés: los que allí concurren son lo más
escogido de la sociedad; y en verdad, doña Leopoldina no escatima nada para que sus
amigos queden contentos. Considere usted que ella posee muy buenas rentas en
consolidado y además fincas rústicas y urbanas de gran valor, pues su marido hizo
muy buenas adquisiciones en bienes nacionales.
Cuenta ya a estas horas la de Manzanares algunos hijos, y usted que los conoce,
sabe cuan listos son. Detalles de su persona no necesito dar, puesto que es muy vista
de todo el mundo en teatros, en paseos, en todas partes. Es guapa, viste bien, tiene
especial maña para cautivar a las gentes, y muchos condes que jamás pensaron poner
los pies en su casa los pusieron en fin, no sé si para dicha o desgracia de entrambos.
Ya van dos. Pero si quiere usted otro tipo ahí tiene usted a doña Ramona de Loja,
marquesa viuda de Arlaban, dama de otro origen, que aunque ha venido a menos, no
por eso deja de meter bastante ruido. Si tiene usted su retrato, como espero, ponga
usted punto en boca sobre ciertas particularidades de su historia, porque de
nombrarlas, quedarla ella muy mal parada y usted con nota de maldiciente y de
irrespetuoso por tratarse de una señora. La marquesa viuda de Arlaban es una jamona
ilustre de hermosura trasnochada, y lleva en su rostro claras señales de inveterados
padecimientos morales y de berrinches mayúsculos, que la han trocado de amable y
melosa que era en adusta y gruñona. La muerte de su esposo, y más que nada la
pérdida de su antigua influencia y prestigio, han puesto sobre su rostro las tocas de
una viudez doblemente marchita y doblemente fastidiosa. Por algún tiempo estuvo

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completamente eclipsada; más otra vez ha sacado los pies fuera del plato, y recibe
nuevamente en su casa, abierta a los antiguos amigos de su inolvidable consorte.
Como es mujer que ha brillado mucho, tiene gran séquito de admiradores,
especialmente entre la gente de cierta sociedad. Sus reuniones íntimas, aunque
entristecidas por melancólicos recuerdos, no dejan de ser brillantes, y de ellas se
habla mucho en Madrid. Figúrese usted que allí la chismografía política tiene un
verdadero templo; considere usted el gasto de flores simbólicas que acompaña a estos
conciliábulos elegantísimos, donde van a ostentar su hermosura y a desahogar su
encantador enojo tantas damas apuntadas en los carnets (hablemos como ellas) del
travieso Asmodeo; reflexione usted en el papel histórico de doña Ramona, en sus
agostadas esperanzas, en las mil circunstancias morales y sociales que le han dado
celebridad, y comprenderá que sus tertulias chismográficas no dejan de tener interés.
Por lo demás, la señora de quien hablo a usted y cuya representación plástica le
recomiendo, tiene en su fisonomía como en toda su persona y costumbres rasgos muy
fáciles de retratar. Los miopes ojos de nuestros observadores la encuentran hermosa,
pero bien sabe usted que en su casa se han ensayado todos los artificios del tocador,
no suficientes sin embargo a mermar la alarmante cifra de los cincuenta años. Fue
bella, no es posible dudarlo; fue elegante y lo es todavía, aunque afecta en cuestiones
de modas cierto rigorismo tradicional que la deja muy atrás de su antigua amiga doña
Leopoldina de Manzanares. Así como ésta tiene la gracia y la movilidad de la dama
francesa, aquélla es muy inglesa y no se cuida de disimularlo. Advertiré a usted con
todo, para que no dé demasiada extensión al anglicanismo de esta señora, que su
marido, que en paz esté, hombre muy dado a la política, jamás tuvo nada de inglés en
esta clase de asuntos, pues sus costumbres públicas, según resulta de eruditísimas
investigaciones, más se parecían a las del sultán de Joló que a las de otro soberano
alguno.
Es sensible que ni usted ni yo la conozcamos de otro modo que de vista, pues
habríamos de adquirir excelentes datos para la pintura. Verdad es que la voz pública
se ha ocupado tanto de ella, que casi no es preciso más. Es inmensamente rica, mucho
más que doña Leopoldina; no olvide usted esta circunstancia.
Van tres. Si cree usted que aún no es suficiente colección y desea alguna más,
vuelva usted los ojos a doña Cándida de la Rápita, que aunque bastante decrépita,
todavía da qué hablar con sus travesuras y atrevimientos. ¿Querrá usted creer que aún
coquetea como si estuviera en sus verdes años, en aquellos años floridos e
inolvidables cuando su querido y feroz consorte andaba por esos campos matando
gente como en tiempo de los mismos moros?
Ya sabe usted que es excesivamente devota y santurrona, sin dejar por eso de ser
un verdadero basilisco por las palabras y por los hechos. Como todas las cosas malas,
ha tenido esta mujer una fecundidad horrorosa, y sus célebres hijos, ya barbados y
con muchos humos, nos vuelven locos cuando hablan y nos envenenan cuando
escriben. Pero deje usted a los hijos y fíjese tan solo en la famosa madre. La verdad

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es que es fea a carta cabal. ¿Contribuirá esta circunstancia a hacer más fácil su
retrato? Tal vez, y parodiando una frase sacramental, podremos decir que hay caras
que se retratan por sí mismas. La de doña Cándida es una de éstas.
No quiero cansarle más ni insistir en las particularidades de esta buena señora de
la Rápita, a quien conocen todos los chicos de las calles, acostumbrados de antaño no
solo a verla sino también a faltarle al respeto con inmenso desparpajo. Concluyo,
pues, mi ingenioso amigo, recomendándole que vacíe este metal que le doy, ya
convenientemente derretido, en la misma admirable turquesa de donde han salido
otras figuras que el público ha visto arrogantemente puestas sobre sus pedestales, en
la vasta galería escultórica de LAS ESPAÑOLAS PINTADAS POR LOS ESPAÑOLES. El material
es bueno, no falta más que un buen molde, y ése no lo tengo yo.
Me ha pedido usted una mujer y le mando el material de cuatro. Usted que tiene
buena mano, fabríquelas a su gusto, con lo cual quedaremos todos bien, usted con
mayor fama de artista, los lectores del libro contentos como unas pascuas, y
descargado de un pesado compromiso su afectísimo amigo,

B. PÉREZ GALDÓS

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LA MODELO
No vamos a describir, como el título de este bosquejo hace suponer, a la mujer de
su casa, modelo por el que deberían estar copiadas todas las mujeres. Acometer
tamaña empresa sería atrevido para los maestros; para nosotros los neófitos es
imposible.
¡Dista tanto la modelo mujer de la mujer modelo! La que nosotros vamos a
dibujar es la que atiende a su subsistencia por medio de la exhibición de su
hermosura; la que convierte su cuerpo un manjar, y se sirve por raciones y a
domicilio.
La más pequeña imperfección puede hacer a veces que una modelo se muera de
hambre: el pintor, rigorista hasta el extremo, tratándose del arte no perdona jamás ni
un sabañón en la punta de la nariz, ni un dedo del pié con juanete.
La modelo para el pintor no es una mujer, es una estatua; si está bien modelada,
sirve para el caso y se le da carta de naturaleza en el gremio, donde entra a ganar
ocho reales por hora como los coches de alquiler.
La clase de modelos es inmensa y variada; existen, primero la vestida, o sea la
más barata, la cual solo necesita tener buena cara, buen color y talle flexible; viene
después la que pone los brazos y el escote, término medio entre el pudor y la
desvergüenza, y termina la colección la completamente desnuda.
Ésta es la verdadera modelo, la que orgullosa de su valía desprecia a toda aquella
de su oficio que no llegue al grado de desnudez a que ella ha llegado, gracias a su
buena conformación.
Preguntad a una de estas modernas Frinés:
—¿Qué tal modelo es fulana?
Y os contestará con aire desdeñoso:
—Buena, pero no se desnuda.
El poder servir un día para el natural, es el legítimo y último grado en su campaña
artística. Porque la modelo es artista por naturaleza y sentimiento. Ella os dará su
opinión sobre cualquier obra de arte, y os sacará a relucir todas las faltas de que
pueda adolecer o todas las bellezas que atesore. Educada al lado de pintores, viviendo
de estudio en estudio, ¿qué extraño es que aprenda a murmurar del mismo a quien
ayer mostraba sus atractivos? ¿Qué extraño es que la mujer que durante media hora
ha de permanecer inmóvil, en una posición casi siempre incómoda, recoja todas las
frases, todos los elogios o todas las censuras que durante esa media hora se
pronuncian? ¡Y se pronuncian tantas en un estudio!
Ha dicho no sé quién (juraría que es un hermano mío) que el día que nuestros
pintores dibujen como pintan, pinten como sienten y sientan como critican, nuestra
escuela de pintura será la primera de todas y la maestra de las demás.
La modelo es la encarnación del pintor, tiene todas sus virtudes y todos sus vicios,
pero uno, sobre todo, más desarrollado que los demás: la murmuración. En cambio,

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generalmente, es honesta. Explicaremos su honestidad.
La modelo, esa mujer que no tiene escrúpulo en exponerse delante de un pintor, y
por una retribución mezquina, tal como Dios la hizo, bien sea por un resto de pudor
de que no ha podido desprenderse, bien por un sentimiento artístico inexplicable, os
rehusará la entrada en el estudio haciéndoos esperar hasta haberse vestido de pies a
cabeza. Es la antigua Pitonisa, cuyos misterios estaban velados a los profanos. Pues
bien, a esa misma mujer hacedla creer que sois pintor; menos aun: decidla que sois un
gran aficionado y comprador de cuadros, y caerá el velo que os impedía
contemplarla, o lo que es lo mismo, os permitirá entrar en su misterioso templo. No
importa que la examinéis atentamente ni que interroguéis su semblante esperando
hallar en él un vestigio de vergüenza, estoy seguro que ni se pondrá colorada; pero si
después de haberla examinado a vuestro placer descubre que ni habéis pintado ni
habéis comprado un cuadro en vuestra vida, huid, huid, desgraciados, porque esa
Venus cuyos encantos han profanado vuestros ojos, os arañará, y os los sacará si
puede, como en castigo de su indiscreción.
—¿Cuál es el término de la carrera de esta mujer?
—Nadie lo sabe, pero quizás sea la carrera misma.
¡Injusta recompensa a su abnegación y sus sacrificios por el arte!
El arte, sí, porque la verdadera modelo no trabaja por el miserable sueldo que la
ofrecen, sino por satisfacer una necesidad de su alma, acaso incomprensible para su
oscura inteligencia, porque necesita de una atmósfera especial para respirar y para
vivir, y esa atmósfera la halla solamente en el arte.
Vive entre pintores porque se halla en su centro; sacadla de esa vida, prometedla
ganar más con menos trabajo y más decorosamente, y no lo aceptará.
¿Qué la importa saber que su belleza ha de marchitarse al soplo de los años? El
porvenir no la aterra, porque conoce su porvenir. Como la mariposa, revolotea
alrededor de la luz, y llega un día en que quemadas sus vistosas alas, perece aplastada
por el peso inflexible de la necesidad.
Sin embargo, no todas son tan infortunadas; algunas después de haber figurado en
mármoles y lienzos y haber sido contempladas por miles de ojos, han tenido la buena
suerte de encontrar alguno que, prendado de sus atractivos, se haya sentido capaz de
darles su mano y su apellido. Una recuerdo (¡qué hermosa era!) se casó no hace
mucho con un opulento inglés. No puedo resistir al deseo de contar la historia de
Angelita.
Sus primeros años están envueltos, como los de la mayor parte de sus congéneres,
en la noche de los tiempos; con todo, tengo por seguro que sus padres no fueron
modelos de nada y mucho menos de honradez.
Muertos éstos, y viéndose desamparada a los diez y seis años, edad en que el alma
extiende poco a poco las alas para remontar el vuelo de pronto, tuvo necesidad de
sostener una terrible lucha entre el instinto que la impelía al bien y los ejemplos que
desde niña había tenido a la vista. La virtud, como más fuerte, triunfó por fin, y

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Angelita entró de oficiala en un gran taller.
Allí pasó cuatro años viviendo en la misma casa y siendo a la vez costurera y
doncella del ama del obrador.
Pero llegó un día en que un enamorado o un ocioso, que para el caso da lo mismo,
vertió en su oído ese dulce veneno, esas palabras trémulas que acariciando la
presunción de la mujer van a depositarse en el fondo de su corazón, como va una bala
a depositarse en el fondo del mar para no volver a salir de él.
El amor es un escopetazo tirado a un gorrión: o le mata, o le sirve de aviso para
huir.
Pero esta vez el tiro dio en el blanco, es decir, en el corazón de Angelita.
¿Para qué detenernos en detalles que todo el mundo conoce por experiencia
propia?
Tiernas miradas, cartas, suspiros, paseos por debajo de los balcones… y no hubo
mas.
A los quince días Angelita se despidió del taller y fue a habitar con su amado una
preciosa boardilla.
Así vivió por espacio de algunos meses; pero un día su amante la comunicó la
triste noticia de que tenía que partir para un largo viaje, el cual no podía emprender
con ella por ser un mueble demasiado incómodo.
Hubo llantos, protestas de amor, veinte duros que recibió Angelita con oferta de
enviarle más, y el galán partió a Filipinas.
¿Quién después de haberse acostumbrado a comer perdices se resigna
voluntariamente a comer patatas?
¿Cómo había de volver Angelita a tomar la aguja y a estropearse los dedos?
¡Imposible!
El recuerdo de su amante duró en su corazón hasta que se acabaron los veinte
duros; entonces desesperada hizo lo que todas las mujeres y aún todos los hombres
hacen cuando pretenden algo: echarse a la calle.
La casualidad, esa diosa que lo mismo lleva a uno a romperse una pierna que a
comprar en la lotería el premio grande, deparó un conocido a Angelita.
—¡Adiós, Ángela! ¿A dónde va usted tan sola? dijo el conocido.
—A matar el tiempo, contestó Angelita.
—¿Y Ramón? (Este Ramón era el amante desertor).
—Se ha marchado a Filipinas. Y rompió a llorar al decir estas palabras, no
sabemos si por su amor o por los veinte duros que le hablan seguido tan de cerca.
—¡Vamos! no se aflija usted, Angelita, ¡qué diablo, mientras pueda usted coser!
—Si, pero el caso es que no encuentro dónde. Angelita mentía descaradamente a
pesar de ser gallega.
—Eso es lo peor, ¡caramba! prosiguió el conocido.
—No, lo peor es que Ramón me dejó solo veinte duros y ya los he gastado.
—¡Ahora que me acuerdo! Si usted no tuviera inconveniente, podría ganar doce o

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catorce reales diarios.
—Ya lo creo que no tengo inconveniente, pero ¿cómo?
—Muy sencillo. Yo tengo un amigo pintor a quien hace falta una buena modelo.
Usted me parece muy a propósito, y…
—¡Eso jamás! Antes me pondré a pedir limosna. Ya hemos dicho que Angelita
mentía descaradamente.
—Bueno, quiere decir que si tiene usted escrúpulo en servir al natural, podrá
hacerlo vestida, aunque gane menos.
—De esa manera no tengo inconveniente en aceptar.
—Pues véngase usted conmigo.
Y efectivamente, en el estudio del pintor X empezó su enseñanza y aprendió los
primeros rudimentos del arte, a razón de cinco reales por hora.
El trato engendra la familiaridad, y tres o cuatro horas diarias de trato con un
pintor ya pueden comprender nuestros lectores la familiaridad que engendrarían. Así,
pues, no deben extrañar que haciendo falta un día un brazo desnudo no pusiera
obstáculo Angelita a descubrir el suyo. Después del brazo hizo falta copiar algo más,
y Angelita, por no estropear el conjunto del cuadro, tuvo al fin que acceder a las
súplicas del artista.
A las tres semanas servia de modelo de natural a todos los pintores de Madrid.
Se hizo artista por la razón que antes hemos expuesto, y explotó el tesoro que la
generosa naturaleza le concediera.
Pero un extravagante inglés la vio fielmente reproducida en un Juicio de Paris, y
con esa tenacidad a prueba de desdenes que poseen los hijos de Albion, no descansó
hasta encontrarla y ofrecerla su mano.
No se crea que Angelita aceptó en seguida tan halagüeñas proposiciones; le dolía
dejar una vida tan llena para ella de encantos, almuerzos, días de campo, la gloria de
verse admirada y reproducida, y finalmente, todas las ilusiones de la juventud que
quizá valen más que la fortuna.
Pero aconsejada por todos sus amigos cedió por último a las instancias del
enamorado inglés, y dando un adiós a lo pasado, dejó las orillas del enteco
Manzanares para ir a habitar en las del Támesis caudaloso.
Hoy día es una gran señora que llama la atención por su belleza y su elegancia, y
sin embargo, el recuerdo de su primer amante viene a turbar algún momento su
felicidad.
El corazón humano es como un cementerio: todo lo que ha existido, todo lo que
ha turbado de alguna manera la monotonía de nuestra vida tiene en él una cruz, una
lápida ante la cual nos arrodillamos alguna vez, pero ante la cual nos levantamos en
seguida limpiándonos los ojos… y los pantalones.
¿Qué es la memoria del pasado ante la felicidad del presente?
¡He aquí la historia de Angelita! ¡He aquí la modelo!
Quizá diréis que el retrato es algo inverosímil; pero si queréis convenceros de la

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verdad, id a Londres, y preguntad a cualquiera por Angelita, en la seguridad de que…
no la conoce.
La modelo, para concluir, es una mujer como otra cualquiera. Si veis en la calle a
una joven que se mete en un portal para atarse una liga, no os fiéis de ese pudor de
doublé, quizá es una modelo.
Una frase que resume todo lo dicho y que puede servir de epílogo o post-scriptum
a este mal pergeñado articulejo: ¡La modelo gasta pantalones!

ANGEL DEL PALACIO

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LA VIEJA VERDE
Puesto que tengo imprescindible necesidad de padecer, o lo que es lo mismo, de
escribir, quiero padecer por la justicia, practicando, por medio de esta obra de
misericordia, otra no menos peliaguda y meritoria, cual es la de levantar al caído, o
séase a la caída, de la consideración y del respeto públicos. Para lograr tamaña
empresa, para destruir rutinarios axiomas y equivocadas creencias que han adquirido
la estúpida sanción de innumerables generaciones, me gustarla estar dotado de la
elocuencia de Cicerón antes de que le picasen la lengua, o poseer la péñola que de
una espetera dejó colgada Cervantes no bien hubo terminado el Quijote.
Repito que la empresa es ardua para fuerzas tan débiles como las mías, pues
desde Terencio, que llamó agua estancada cubierta de légamo verde al tipo de que
voy a ocuparme, hasta Valmiki o Shakespeare (no sé cuál de los dos), que con suma
fatuidad le clasifica de fuego fatuo, genios y medianías, tirios y troyanos, hombres y
mujeres, y hasta animales, como más adelante tendré el honor de demostrar, en todos
los tiempos y países parece como que se han unido en una injusta cruzada para vejar
y burlarse del susodicho tipo, que no obstante tantas y tan autorizadas opiniones, a mí
me parece laudable y hasta benemérito.
Con efecto, amado lector, después de Dios, a quien algunos han llamado y llaman
el Dios de los ejércitos, no hay un ser menos comprendido que la vieja verde, ni
amalgama más absurda que lo viejo y lo verde, ni, dado el caso de hallarse unidas
ambas cualidades, burla más infundada y contraproducente.
Si en el antiguo sitio del Buen-Retiro, y no digo moderno Parque de Madrid
porque después de la tala la cosa sería más difícil, existiera una encina centenaria
coronada de verde follaje, causarla la admiración de todo el vecindario de la villa
coronada y a nadie le pasarla por las mientes menospreciar a aquel fenomenal
producto de la naturaleza; pues bien, lo que no en el físico, sucede en el orden moral,
siendo en éste, a mi entender, mucho más apreciables y útiles el prolongado verdor
del espíritu, la necesidad de expansión, el infinito deseo de agradar a sus prójimos, y
en fin, las innumerables cualidades peculiares que tanto enaltecen a la respetable
clase de matronas, vulgar y rutinariamente llamadas viejas verdes.

II

Un rey se obstina en ser rey contra el voto de sus pueblos, y esto se halla natural;
a un autor le silban cinco dramas y se empeña en escribir el sexto, y esto parece
disculpable; un ministro cae siete veces de, la poltrona envuelto en las ruinas del país,
y lucha y se afana para ocuparla por la octava vez, y esto quizá se califica de
patriótico, y en cambio a una débil mujer se la critica el deseo de conservar o

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aparentar que conserva juventud, corazón, belleza; todo lo que perdió…
¡Oh! injusticia humana, ¡oh! hombres irreflexivos y monopolizadores, ¿hasta
cuándo abusareis de vuestra usurpada superioridad?
Lanzo este apostrofe a los hombres, porque ellos han hecho las leyes, han
sancionado las costumbres, y se han colgado a la espalda la alforja de sus vicios y
ridiculeces, tanto es así, que un viejo verde no es medido con el mismo rasero, que
una vieja verde.
El verdor del viejo es casi simpático, casi natural.
La verdura de la vieja es una ensalada sin sal y con mucho vinagre.
—¿Por qué?
—Quia nominor leo, o Juan, o Cosme, etc., etc.
Está bien; pero la verdad es la verdad, y lo cierto es que con frases no se oscurece
ni se tergiversa: si el hombre no debe ser nunca ridículo, la mujer está en su derecho
pretendiendo agradar el más tiempo posible, puesto que el hombre la ha repartido este
papel en la comedia de la vida.
¡Pobrecillas! ¡Y cómo se afanan para desempeñarle con acierto, sobre todas, esas
señoras de edad provecta a quienes no quiero nombrar! Así como la condesa Trifaldi
y sus dueñas no tenían hacienda suficiente para hacerse rapar las barbas que un
maligno encantador había hecho nacer en su cutis antes terso, del mismo modo las
antedichas señoras consumen toda su renta y ahorros en comprar bisoñés, añadidos y
pelucas a fin de ocultar la calvicie, tanto más dolorosa cuanto que no es prematura, en
lo cual no hacen más que imitar a otras individuas mucho más jóvenes que ellas. ¿Y
luego?… ¡Qué de cosméticos, polvos, aguas tofanas y menjurjes! ¡Cuántos tormentos
para atenuar el volumen de los pies desarrollado por la edad! ¡Qué complicada
combinación de lazos, cintas y colores, tan vivos éstos, que las exponen a las iras de
los insipientes perros! Percance al cual yo me refería en el comienzo de este artículo.
Pues ¿y los dientes artificiales? ¡Gran Dios!
¡Qué surgidero tan inagotable de contrariedades y sobresaltos!
Yo he visto… ¡aun lo recuerdo con horror! he visto en el paseo de la Alameda de
Cádiz una señora elegantísima, de blancas y redondas mejillas, al lado de un
caballero que amorosamente la contemplaba. Ella, negligentemente inclinada hacia el
mar, oía conmovida las tiernas frases de su admirador, cuando de pronto una astilla,
desprendida quizá del mastelero de algún buque, viene, impelida por una ráfaga de
viento, a herir en el rostro a la señora, lanza ésta un grito, un objeto indefinible cae al
Océano y acudimos algunos transeúntes, y… ¡oh asombro! hallamos a la dama, a
quien todos de vista conocíamos, con las mejillas tan hundidas como las de las brujas
de Macbeth.
El mar se había tragado una dentadura postiza, una obra maestra de Mahkean, y
lo que es más doloroso, dos mil reales, importe de la susodicha dentadura.
No hubo buzo para aquellas perlas.

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III

Y no se tienen en cuenta tales sacrificios, se menosprecia tanta abnegación, se


marca con el estigma del, ridículo la frente de… la vieja verde, la frente cuyas
arrugas ella con tanto esmero pretende ocultar; ella, que tan profundamente lleva
grabada en su alma la máxima evangélica de amaos unos a otros; ella, que a cambio
de una sonrisa da el corazón, y por un beso el corazón y sus dependencias; ella, la
vestal del amor, la guardadora del fuego sagrado… ¡Oh ingratitud!
Si amase a un gato, a un perro, a algún animal irracional, enhorabuena; pero amar
a un hombre o a varios hombres, ¡anatema, anatema, anatema!
Se ven los efectos y no se investigan las causas; se conoce a la vieja verde, pero
no se hace una revista retrospectiva de su infancia, de su adolescencia y de su
juventud.
Era fea, pero era joven, y por tanto sometida a las leyes naturales de la edad; no
ha encontrado quien la ame, y como, magüer fea, tiene también su alma en su
almario, el almario continúa abierto hasta ver si alguien hace uso del alma.
Era bonita, la han amado, pero su primavera de amor ha sido tardía; y como
cuando hace frío en junio suele hacer calor en noviembre, deduzcan ustedes las
consecuencias.
Era bonita y de corazón apasionado; se dio a leer las novelas de Ana Radecliffe y
de Arlincourt, y soñando siempre con el Solitario del monte Salvaje, el Prado, el
Retiro y el coliseo de la Cruz no la parecían suficientemente salvajes, ni los
lechuguinos de su época tan solitarios como ella necesitaba para decidirse a amarlos,
y de aquí su soledad de corazón hasta que, andando el tiempo, se decidió a amar a los
hombres en sociedad.
Además, la hora del amor no suena en un mismo minuto para todos, y no hay
ninguna ley votada en Cortes que consigne la edad en que las mujeres han de
encontrar su media naranja, o naranjo, a gusto del consumidor.
Pero dejemos lo pasado y atengámonos a lo presente, que es la vieja verde.
El que prescindiendo de la superficie se va al fondo; el que, bastante filósofo,
hace caso omiso de las apariencias, o mejor dicho, comprende que todo en el mundo
es más o menos aparente e ilusionador; el que por relación o experiencia propia sabe
que así como no hay hombre grande para su ayuda de cámara (idea nueva) no hay
belleza física que resista al análisis íntimo de un año de contacto; el que, en fin,
consigue poder amar a una vieja verde, éste habrá tocado la meta de la felicidad
humana en lo que a la parte femenina se refiere.
Porque la pollita es aire.
La joven humo y cálculo.
La mujer de treinta años cálculo y fuego.
Y la vieja verde… la mar.
La mar, no tempestuosa, sino clara y tersa como la que se descubría desde la gruta

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de Calipso; la mar que en su combado lomo recibe y sostiene al buque, sin
preguntarle de dónde viene ni a dónde va.
La vieja verde da todo cuanto tiene, y en cambio solo exige un poco de cariño.
La vieja verde es una odalisca que no necesita más eunucos que su vejez, y por
tanto, su marido o amante están siempre libres de cacho.
La vieja verde no tiene las exigencias peculiares a las demás mujeres: a las
jóvenes para contentarlas es preciso quizá regalarlas, por ejemplo, un chal de
cachemira, mientras que para volver loca de alegría a una vieja verde basta con
nombrarla en diminutivo. ¿Se llama Dolores? pues la llamáis Lolita; si su nombre es
Blanca, decidla ¡Blanquita! y a tan poca costa la rejuveneceréis en veintidós años por
lo menos.
No obstante, el trato, consorcio, maridaje, y más que todas estas cosas, los amores
de una vieja verde tienen también sus puntos negros. La mayor parte de las individuas
de esta respetable y no comprendida especie, son amables, resignadas, cariñosas,
porque a pesar de la vanidad inherente al sexo, comprenden que el género que dan
está averiado o es de contrabando en la aduana del amor; pero haylas también que, a
fuerza de fingirse jóvenes, llegan ellas mismas a persuadirse de que lo son, o por lo
menos a creerse tan acreedoras como si lo fuesen, y entonces… más no, entonces no
pasa nada, porque no puedo creer que entre mis contemporáneos haya uno que
aguante a una vieja verde, casquivana, exigente con el hombre que la ama o la finge
amor; este ser humano sería tan raro como el megaterio del Paraguay que existe en la
Historia Natural.
Pues si la vieja verde se aquieta y deja de ser verde tan luego como logra ser
correspondida en amores, ¿cómo hay tantas? ¿Quién ha conocido una vieja verde que
deje de serlo?
Comprendo, amadísimo lector, lo justo y oportuno de la pregunta, y confieso que
me he equivocado y que por meterme en el terreno de la hipótesis he faltado a la
verdad. Si la hipótesis fuese cierta, las consecuencias también lo serian; quiero decir,
que si una vieja verde llegara a ser amada verdadera y desinteresadamente (pues por
el interés muchas lo son), sería igualmente cierto que ella tendría todas las buenas
cualidades que yo la atribuyo; pero desgraciadamente esta suposición es un ideal no
realizado todavía y que probablemente no lo será jamás.
El judío errante vagaba por toda la tierra anhelando un sitio de reposo.
La vieja verde anda por todas partes buscando un corazón masculino que la
consuele de la pérdida de la juventud.

IV

Parece providencial el que yo escriba este artículo en época en que se multiplican


los bailes de máscaras.

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Porque si el breve reinado de la violeta es la primavera, el de la vieja verde es el
Carnaval.
Así como el empleado vive esperando la paga todo un mes, de igual modo la vieja
verde sobrelleva el peso de los años pensando en las Carnestolendas para ocultar lo
más posible las suyas arrugadas.
Llegados los primeros bailes la vieja verde reviste el arnés, o séase el talar
dominó o capuchón, se cala la celada o careta, se calza las manoplas, o si se quiere
guantes de Valladolid, y se lanza al palenque o salón, viva, ágil y sutil y animada de
aquella efímera y aparente juventud tanto más impetuosa por cuanto es más breve.
Durante el Carnaval la vieja verde bulle, baila, embroma, oye frases de amor, da
citas, recibe obsequios, apretones de manos y convites de café y media tostada como
el resto de las demás mortales. No como la mariposa de flor en flor, pero sí como la
oruga de hoja en hoja, la vieja verde salta de adolescente en adolescente, de
provinciano en provinciano, desplegando en la elección de sus pasajeros amantes un
tacto que revela su profunda experiencia.
Desgraciadamente el número de incautos va disminuyendo de día en día, y cada
año van siendo más frecuentes los diálogos parecidos al siguiente:
—¿Me das el brazo?
—Sí, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que te quites la careta.
—¿Para qué?
—Toma, para verte.
—Ya me ves.
—El bulto.
—¿Qué más quieres ver?
—La cara.
—Ya me ves los ojos.
—Las viejas tienen los ojos brillantes.
—Luego me descubriré.
—Pues luego te daré el brazo. Abur.
La vieja verde se queda inmóvil un instante, deja caer los brazos con desaliento, y
tal vez murmura:
—¡Dios mío! ¿hasta cuándo?
Quizá la vieja verde no es tan desgraciada como parece a primera vista; acaso, en
sus amores sin esperanza, goza amorosos e ideales deleites. No sé. Balzac ha dicho:
«Bienaventuradas las viejas verdes, porque de ellas es el reino del amor».

F. MORENO GODINO

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LA CURIOSA
Si yo participara de la opinión general, que tiene por curiosos a todos los
individuos del sexo femenino, o séase individuas, en vez de titular a este articulejo la
curiosa, le habría bautizado con el nombre genérico de la mujer; pero no, yo opino
que hay mujeres que son y otras que no son curiosas; no soy de los que creen que la
diferencia entre ambas solo estriba en el mayor o menor grado de desarrollo de la
curiosidad, condición, según ellos, innata y característica en la más hermosa mitad
del género humano.
Entiéndase bien que me refiero a la curiosidad como defecto y aun como vicio,
pues ni trato de examinar el tipo de la mujer curiosa, en el sentido de limpia y amiga
de la limpieza, acepción que también tiene esta palabra, ni he de concretarme a hablar
del deseo constante de extender la esfera de los conocimientos que poseemos, deseo
que todos, hembras y varones, sentimos en nuestro fuero interno y ejercitamos
constantemente; origen de notabilísimos descubrimientos y manantial de
innumerables bienes para los que habitamos en este mundo bajo… o alto, según el
punto desde donde se le mire.
La curiosa que yo intento describir es aquélla cuyo inmoderado deseo de saber la
conduce a tratar de enterarse de lo que no la importa ni poco ni mucho; a inmiscuirse
en lo que no le va ni le viene, según se dice vulgar pero gráficamente; a investigar lo
que hace o intenta o piensa o sueña o puede soñar hacer fulanita o menganito; lo que
quiere o desea o le sucede o puede sucederle a cualquier ser animado o inanimado, y
para llegar a este fin no omite paso, ni perdona medio, ni pierde ripio, y arrostra por
todo hasta satisfacer lo que un amigo mío llamaba «hidrofobia de meterse en camisa
de once varas» enfermedad que suelen padecer algunas mujeres.
El complemento de ese funesto afán de escudriñarlo y saberlo todo, es poder
publicarlo y circularlo entre todo el mundo; así es que una mujer cuya curiosidad
consistiera solamente en gustar de saber vidas ajenas, guardando con prudencia y
sigilo el secreto de sus investigaciones, no podría en puridad y rigor ser calificada de
curiosa.
La verdadera curiosa hace incesantes indagaciones y almacena noticias, con
objeto de difundirlas entre sus relaciones y conocimientos (y no digo amistades,
porque las curiosas no tienen amigos).
¿A qué fin habría un ministro de la Guerra de proveer los arsenales de todo
género de armas, sino para poder emplearlas cuando llegase la ocasión? Y un
industrial o comerciante ¿no produce o adquiere efectos para cambiarlos por otros o
por dinero, que tanto monta, y volverlos a cambiar y vivir de este constante tráfico?
Pues así trafica la curiosa con las noticias que adquiere.
Por la curiosidad pudiéramos explicarnos muchos movimientos del alma y aun
del cuerpo, que suelen llamarse propensiones y aun pasiones; porque muchas veces el
amor es mera curiosidad, la ambición nace y se alimenta en tal fuente, la vanidad la

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tiene por base, y la glotonería y casi todos los instintos sensuales arrancan de la
picara curiosidad.
Tan antigua como el mundo y como la primera mujer, según el Génesis, vemos en
el paraíso terrenal a nuestra madre Eva morder aquella terrible manzana, que aún
tiene atragantada el linaje humano, solo por la imprudente y fatal curiosidad de
conocer el gusto del fruto prohibido y qué le sucedería cuando fuese tan sabia y
poderosa como quien la había criado. Y no se contentó con probarla, sino que fue con
la noticia a su hombre y le hizo caer en la tentación, y nos legó a todos las
consecuencias de su falta y aun su falta misma, porque desde entonces existen y
existirán las mujeres curiosas.
Hombres curiosos los hay, y buena prueba de ello es aquel curioso impertinente,
tipo inmortal del inmortal Manco de Lepanto; pero son menos y no constituyen el
objeto de mis elucubraciones. Si así fuera, ya saldría yo del paso no más que con
fotografiar aquí a un mi amigo que conoce a todo el mundo, que se halla en todas
partes, encuentra a uno y le hace veinte gruesas de preguntas en menos que canta un
pollo, pareciendo como que exige las respuestas en un lenguaje conciso y breve como
el de la telegrafía, y que, infatigable investigador de las ajenas acciones, ha elevado
su curiosidad a la categoría de profesión, de la cual honradamente vive como puede
vivir un médico de la suya.
La curiosa, que es mi tipo, no vive de su curiosidad, pero moriría si no pudiera
satisfacerla. Tiene expertos los sentidos, de lo mucho que los ejercita, y no hay
cocinero que la gane a paladar, ni lince avista, ni a olfato perro perdiguero, ni conejo
a oído, ni ciego a tacto, porque las noticias entran por los sentidos, y si estas puertas
no están abiertas de par en par, la serian de poco provecho.
Juicio ha de tener el menos posible, porque siendo persona juiciosa no podría
apoderarse la curiosidad de ella, pero sí cierto ingenio e imaginación para hallar
trazas con que llegar al objeto constante de sus ansias, que es rastrearlo y saberlo todo
con pelos y señales.
No diré que entre las jóvenes no haya curiosas, que ya Campoamor lo ha
demostrado en su bellísima poesía titulada Por el ojo de la llave, ni que falten entre
las viejas; pero el tipo completo de la curiosa se halla entre las mujeres de edad
mediana, que no ignoran la causa de muchas cosas y por otra parte poseen todavía
actividad bastante para alimentar el instinto a que rinden culto.
Métense en casa de sus conocidas y allí averiguan la vida y milagros de otras, y
por lo que ven y observan, la de aquellas mismas a quienes visitean.
Si por acaso algún criado o criada les lleva algún recado de la amiguita fulana, los
interrogan de mil modos para enterarse de cuanto sucede en la casa: si hay pocos o
muchos intereses; de dónde proceden; qué se come; a qué hora se levantan y se
acuestan los amos; si se llevan bien o mal; el carácter íntimo de cada uno; los
defectos de cada cual; si entran muchas o pocas personas; de qué clase y con qué
confianza; si el vestido de fulanita ha costado más o menos de lo que se les ha dicho a

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las amigas; si… pero sería el cuento de nunca acabar entretenerse en ir enumerando
todas las preguntas que la curiosa hace y todos los registros que toca en tales
ocasiones.
Pues no se diga, cuando es imposible averiguar directamente algo, los medios que
su entonces fecunda inventiva sugiere a la curiosa.
Recuerdo haber oído hablar de una residente en cierto pueblo, que se levantaba
muy de madrugada a examinar los desperdicios que de noche arrojaban a la calle las
criadas de sus vecinas, con el objeto de averiguar qué habían comido éstas el día
anterior. Y al día siguiente iba de casa en casa contando a fulanita lo que comía
menganita, y censurando a las unas por manirotas y a las otras por cicateras.
Para la curiosa, cada misterio es un estímulo y un incentivo, y si tarda en descifrar
el enigma, sufre de un modo indecible.
Jamás ha podido imaginarse un tormento mayor, ni Dante creo que haya ideado
en su infierno nada comparable para castigar a los diferentes condenados que pinta,
como para una curiosa un baile de máscaras, sobre todo siendo concurrido, porque si
no puede conocer, como es fácil que suceda, todos los rostros que se ocultan bajo los
antifaces, pasa un rato tan malo como los hipócritas de la Divina comedia bajo sus
hábitos de plomo.
Recuerdo que una señora conocida mía, de cuyo nombre no quiero acordarme,
porque era tan curiosa como no es posible figurarse, fue en cierta ocasión a un baile
de máscaras.
Cada dominó azul, rosado o negro que pasaba por delante de ella era un acicate
que le punzaba la curiosidad.
—Mire usted, me decía, aquella del cucurucho debe ser la señora de tal; la del
manto estrellado es fulanita. La he conocido en lo desgarbada.
Y al decir esto, la del cucurucho pasó por delante de ella y la dijo en esa algarabía
peculiar a las máscaras:
—¡Adiós, fulana! ¿A que no me conoces?
—¡Vaya si te conozco!
—¿A que no?
—¿A que sí?
Y acercándose a la curiosa, añadió:
—Vamos, dime al oído quién soy.
—Eres… y en voz baja le dijo un nombre.
La máscara pareció agitarse y palidecer, si bien esto no pudo verse a causa del
antifaz negro que la cubría el rostro.
—¿Me prometes no decírselo a nadie?
—Confía en mí, mascarita.
Y la máscara siguió paseando y se perdió en el océano de gasa y de seda que
rebosaba por los salones.
—Mire usted cómo no me había equivocado. Es la señora de X… Usted es

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discreto y se lo digo en confianza.
Por supuesto que mi curiosa consideraba discreto a todo el mundo, y no había
persona en quien no estuviese dispuesta a confiar sus secretos más íntimos.
—¿Es posible? exclamé yo; pero ¿y su marido?…
—¡Su marido! ¡Hombre, no sea usted inocente! ¿Pues para qué se habrían
inventado entonces las caretas?
Cada vez que dando la vuelta por el salón pasaba aquella máscara del brazo de su
pareja, que era un chico muy guapo, se acercaba a la curiosa y la decía:
—¿No me descubrirás?
—Descuida, te lo prometo.
Tan luego como pude desprenderme del lado de aquella señora, que me tenía frito
con sus preguntas y sus observaciones, fuime para no volver por aquel sitio en toda la
noche.
No podía yo, sin embargo, olvidarme del incidente que había presenciado.
¿Será posible, decía entre mí, que la señora de X… haya venido al baile sin su
marido? ¡Una mujer que parecía tan buena, tan honrada! ¡Vaya usted luego a fiarse de
nadie!
A los dos días fui a casa de unas amigas y encontré a mi curiosa que al entrar yo
estaba asegurando con ahínco algo que acababa de decir.
—Nada, exclamó al verme, aquí tienen ustedes una persona que también lo ha
visto y no me dejará mentir.
—¿De qué se trata? dije después de los saludos de ordenanza.
—¿De qué ha de ser? Del baile último, Acabo de decirles a estas que vi allí a la
de X… y no quieren creerme. Hágame usted el favor de decir que usted la vio
también.
—Yo…, balbuceé, creo que…
Y no me atrevía a asegurar lo que no me constaba positivamente.
—Pero eso es horrible, decía una señora casi tan curiosa como la que había
promovido el incidente escandaloso; ¡una mujer casada ir a un baile con otra persona
que su marido!
—Y un pollo muy elegante que era, añadió la curiosa.
—Pues, señoras, exclamó a esto un caballero anciano de benévolo aspecto que
había hasta entonces escuchado la conversación con muestras de impaciencia, yo
puedo asegurarles a ustedes que nada de lo que aquí se ha dicho es cierto: me consta
lo contrario.
—¿Y cómo le consta a usted? dijo la curiosa algo picada.
—Porque hoy mismo he ido a visitar a X… y su señora estaba en cama.
—¿Y no es más que eso? se apresuró a decir la curiosa. ¡Miren qué gracia! ¿Pues
no vé usted que esa circunstancia viene en apoyo de mi aserto? Estaría en cama a
causa del cansancio del baile.
—No, señora, dijo el anciano, está en cama porque precisamente la noche que

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usted dice haberla visto en el baile, dio a luz un robusto niño, que es hoy el encanto
de sus padres.
—¡Ah!… exclamó la curiosa haciendo una mueca de rabia.
—¡Já! ¡já! ¡já! exclamamos nosotros riendo de todo corazón.
Aquella risa era la vindicación de la honradísima señora de X… y una banderilla
de fuego para la curiosa, que a poco se retiró de la casa corrida como una mona.
¿Creéis, lectores míos, que escarmentó por esto? ¡Qué disparate!
Poco después la vi en otra parte indagando noticias para ir a contarlas por ahí, sin
pensar en que pudieran ser verdaderas o falsas y en que su curiosidad podría servir de
instrumento a la difamación y a la calumnia, como suele suceder a muchas que,
creyendo inocente eso de averiguar vidas ajenas, investigan e indagan lo que no las
importa, quizá para morder y destruir las más sólidas reputaciones.
De mí sé decir que miro a las curiosas como cercanas parientas de las chismosas,
y huyo de ambas como de un hierro ardiendo.

ÁNGEL AVILÉS

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LA CONSPIRADORA

No: ustedes no la conocen, estoy seguro de ello.


Habrán ustedes visto por ahí muchas veces La Habladora, La Pollita, La
Enamorada, y todas las mujeres, en fin, que aparecen en este libro determinando un
tipo, un carácter o una condición; pero en cuanto a La Conspiradora, ¿cuándo la han
visto ustedes? ¡Oh, nunca!
Y es natural, señores, muy natural.
Tanto que ni basta ser hombre, ni es suficiente ser conspirador para conocer a La
Conspiradora.
Hay sus razones. En primer lugar La Conspiradora no se muestra a todos; en
segundo lugar su tipo no es constante, no es cotidiano, sino periódico.
Así como algunas aves huyen al otoño y vuelven a la primavera, así también La
Conspiradora, para vivir, para tomar forma, digámoslo así, necesita un grado
determinado de calor en la atmósfera política.
Ahora bien, como la política en nuestro país aparece como los colores en un
caleidoscopio, resulta que la conspiradora entra de servicio y queda de reemplazo
(¡otra comparación!) con una frecuencia extraordinaria.
Cuando los que han de ser más tarde ministros nos llaman conciudadanos;
cuando las noticias políticas se suprimen de oficio en los periódicos y se dicen
oficiosamente al oído; cuando se murmura que han preso a fulano o mengano; cuando
los de abajo empujan y los de arriba resisten; cuando se reparten sigilosamente
impresos clandestinos; cuando se va al café a preguntar qué hay de cosas; cuando, en
fin, gritan unos «orden» y murmuran otros «libertad…» aparece la conspiradora.
Cuando hay milicia nacional; cuando se toca públicamente el himno de Riego;
cuando la prensa suelta a todo trapo su aluvión de frases peculiares; cuando se
suprimen los consumos (señal segura); cuando hay iluminaciones espontáneas;
cuando se publican alocuciones en la Gaceta de Madrid y bandos cotidianos en las
esquinas…, entonces la conspiradora cesa en sus funciones, desaparece y vuelve a
confundirse con las demás de su sexo.

II

He dicho mal, he dicho «aparece» «desaparece» y no hay tal. Quiero rectificar.


¿Cómo ha de desaparecer si, según dije antes, ustedes suponen su existencia, sin
tener de ella un dato real, efectivo, palpable? ¿Cómo ha de desaparecer si solo nota su

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presencia un número reducido de personas?
Porque, eso sí, y mire usted si es cosa rara: la conspiradora es prudente y
reservada, ¿no es verdad que parece mentira? Pues no lo es.
A veces, sí señor, a veces «resuella por la herida» como suele decirse; pero es
inevitable, completamente inevitable, y corrige inmediatamente el rapto de
entusiasmo que la delata.
Por ejemplo:
Se asoma a la ventana y vé abierta la ventana de la vecina (esposa de un
empleado del gobierno); entonces entona con fuertes pulmones las primeras frases del
himno

Si Torrijos murió fusilado,


no murió por servil ni traidor.

Y aquí reprime el canto, ahoga la voz y observas que su imprudencia ha sido


notada por más personas que aquella que la ocasionó.
Otro ejemplo:
Como las conversaciones sacan los asuntos enredados unos tras otros, ocurre un
día que habiendo empezado a hablar de la ventaja de los pantalones de patencourt, se
llega a murmurar de la subida del pan, y después se pasa a decir algo de las cosas del
día, de la impaciencia política y de los que mandan.
—¡Son unos pillos! dice ella en un arranque.
—Pues, mire usted que los otros…, añádela madre de un gobernador.
—Todos, señora, todos; tiene usted razón, interrumpe ella corrigiendo su
impertinencia.
Y a menudo suelta frases que no por ser concisas dejan de suplir un discurso
completo, como «Ande usted, que ya se volverá la tortilla» o «Pierda usted cuidado,
que ya será otra cosa» o «Dentro de poco veremos» y otras análogas.
Aparte de esto, es la misma reserva, y usted la tratará quizá, la hará visitas, sabrá
usted que su esposo anda escondido, y no sabrá usted que ella «anda en esas cosas»
hasta que un día después del triunfo llega usted a saber por azar que la orden del
alzamiento vino de fuera dirigida a doña fulana, que doña fulana la recibió de noche,
que volvió a vestirse, que fue a casa de don fulano, que dio la señal convenida para
que la dejaran hablar con él (porque se le supone ausente) y que C por B le dijo:
«Esto pasa: vea usted lo que acabo de recibir».

III

Y esa misma confianza depositada en ella, ese convencimiento pleno que llega a

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adquirir de que tiene en su mano el nudo de una trama, el triunfo de una idea y hasta
el porvenir de un pueblo (fíjense ustedes bien, porque no es hipérbole); esa
importancia, digo, que llega a adquirir, la alienta más y más a desplegar su actividad,
su perseverancia, su celo, su prudencia y su arrojo; que todas estas condiciones reúne.
Así es que los hombres importantes que andan en el ajo no tienen para ella secreto
alguno, y ¡ay de ellos si lo tuvieran!
A veces encuentra a uno de ésos en la calle y le detiene; la criada que la
acompaña se separa unos pasos según costumbre; entonces ella pregunta al recién
encontrado:
—¿Qué me dice usted de bueno?
—Pues he sabido esto… y esto… y esto…
Si durante el coloquio se acerca algún amigo, la conversación se corta
rápidamente, y se imita como se puede que se estaba hablando de otra cosa.
Por regla general, si usted se acerca alguna vez a dos personas que le saludan con
turbación y que una de ellas reanuda el diálogo con la frase obligada: «Pues como iba
diciendo…» después de la cual se encuentra perpleja para continuar, es cosa segara
que hablaban en secreto.
La época, las circunstancias y las condiciones de las personas le indicarán a usted
si se hablaba o no de política. Si una de esas personas es mujer, puedo asegurar a
usted que es mi tipo La Conspiradora, porque si no fuera ella, ¿qué cosa podrá
decirse en secreto a una mujer que no pueda revelarse a cualquier hombre?

IV

¿He dicho que tenía presencia de ánimo? Pues me alegro, porque voy a
demostrarlo con un ejemplo.
Una mañana suena violentamente la campanilla de la casa. Es la policía que va a
sorprender al marido de La Conspiradora. Excuso decir que con frecuencia la policía
es la que resulta sorprendida, porque doña fulana (la llamaré ya así para evitar
alusiones) lo tiene todo previsto: se presume que han de ir a sorprender su casa, y ha
tomado ya sus medidas. El esposo ha dormido fuera o tiene medios seguros de
ocultarse en casa, o facilidad para pasar a la habitación de otro vecino sin riesgo
alguno.
Pues bien… llega la policía y doña fulana acude al ventanillo y pregunta:
—¿Quién?
—La autoridad.
—¡Vaya unas horas de venir a molestar! ¿Y qué quiere la autoridad?
—¡Abra usted la puerta!
—Es que estoy sola, y yo soy una señora, y…
—¡Abra usted! repito.

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—Bueno, abriré, pero se me ocurre una cosa. ¿Y si ustedes en vez de ser la
autoridad fueran gente que viniera con mala intención? (Observación lógica que irrita
al que la recibe).
—Señora, vea usted aquí la orden del gobernador en virtud de la cual…
—Bueno, bajo su responsabilidad de usted va todo.
Y abre, y en este tiempo el pájaro ha volado si debía volar, y si no había para qué,
ella se ha burlado a su manera de los polizontes.
Y empieza el registro: de una habitación se pasa a otra, se hacen abrir los baúles,
se escudriñan cómodas, cajones, camaranchones y boardillas, y la autoridad emplea
dos horas en una requisa monótona que ella sabe sazonar con pullas u observaciones
sarcásticas.
—Pero hombre de Dios, ¿usted cree que mi esposo iba a estarle esperando a usted
para que viniera a prenderle?
—Sí, mire usted papeles, ¡ahí iban a estar los papeles interesantes para que usted
los cogiera! ¿Tan tontos nos creen ustedes?
—¡Vaya un gobierno! Nunca hemos estado peor, ni siquiera respetan a las
señoras.
Al marcharse la policía nota el inspector una puerta que no se ha abierto.
—A ver, abra usted, ahí.
—Quisiera suplicar a usted…
—Abra usted y calle.
—Se abrirá, señor, se abrirá. Doloroso es que una persona como usted se vea en
estos casos, pero ¿qué remedio? Ya está abierta la puerta.
—¡¡Uff!! ¡Cierre usted!
—Paciencia y barajar; el que acepta el oficio que usted desempeña tiene que pasar
por todo, hasta por esta habitación

Conque… ¿tiene agallas La Conspiradora?

Por eso, por su energía, se hace acreedora a que la confíen las más delicadas
empresas.
Ella madruga, trasnocha y se fatiga de día; ella va y viene, conduce órdenes, da
avisos, facilita evasiones de emigrados, recolecta y reparte socorros, distribuye
paquetes de impresos que envía a provincias envueltos en un «fardo de telas;» ella es
uno de los hilos importantes de la tela revolucionaria y a veces el eslabón que enlaza
la junta central con las juntas locales, éstas con los comités de distrito, éstos con las
comisiones de barrio.
Ella recibe del extranjero la correspondencia sibilítica de los conjurados, que va

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dirigida a su nombre; ella la conduce al oportuno destino; ella traslada verbalmente
esos acuerdos que fuera imprudente confiar al papel; ella lo hace todo, lo que puede y
lo que no puede, lo sencillo y lo arduo, lo fácil y lo dificultoso, todo con una energía
sublime, con una constancia admirable, con una asiduidad y precisión pasmosas.
Y ¿cómo no si tiene por estímulo «el triunfo de la idea» y por escudo (no siempre
invulnerable) la autoridad de su sexo?
Por otra parte, no crea usted que ella se mete en esas cosas a tontas y a locas. En
primer lugar, siempre hay un padre, un hermano o un esposo cuyo porvenir depende
del triunfo, y en segundo lugar, ¿usted sabe la experiencia que ella ha adquirido y el
interés que en ella despertaron los trastornos políticos, las persecuciones que sufrió su
familia y los vaivenes que experimentó su fortuna?
Muchas veces dice: «¡Ah! si mi padre no se hubiera metido en política, otro gallo
nos cantara. ¡Cuánto dinero le costó la libertad! ¡Cuántos destrozos nos ocasionaron
los facciosos!» etc., etc.
¿Cómo ha de permanecer pues indiferente ante una idea que le recuerda tantas
escenas de su vida?

VI

Usted no tiene más que ver lo siguiente:


Su padre fue de los exaltados aquellos que siempre andaban con la maleta al
hombro: o huyendo disfrazados a la emigración, o volviendo de Francia a disfrutar de
las expansiones constitucionales.
¡Los palos que le dieron! ¡¡Oh!! ¡Los garrotazos que arreó! ¡¡Uff!!
Fue miliciano y alcalde, tomó parte en lo de las Cabezas de San Juan, estuvo en la
Plaza Mayor aquélla picara noche del año 22, y murió en el puente de Luchana
siendo aún ella una muchacha.
La madre sufrió mil sustos y contratiempos. La zurraron la badana por negra las
hermanas de un intendente; pegó ella a las intendentas cuando Riego fue ya dueño de
toda Andalucía, y en fin, o no se la veía salir de casa ni asomarse al balcón cuando
los blancos subían, o había de lucir sus hermosas cintas moradas cuando los blancos
bajaban; cintas que en letras de oro ostentaban el mote:

Juré mi suerte,
Constitución o muerte.
—Antes morir
Que querer a un servil.

Con tales padres, ¿qué inclinación quieren ustedes que tuviera la muchacha?

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Libérala, sí señor, libérala y tres más, «porque lo ha mamado, porque lo heredó
de sus padres, porque es liberal la sangre de sus venas» y en cuanto oye hablar de
inquisición, se pone fuera de sí, se le crispan los nervios, y quisiera ser hombre para
hacer una… que fuera sonada.
Casó con un hombre que es su media naranja en todo y por todo. Hijo de unos
labradores acomodados, vino a Madrid a estudiar leyes, y alcanzó el título de
abogado cuando los padres llevaban invertidos en libros, matrículas, hospedaje y
gastos diversos la mitad de su caudal.
Joven aún le dio por la política, por escribir en los papeles públicos, por perorar
en los cafés, y por líratarse con los principales hombres del partido liberal.
El año 41 ya era miliciano, y en aquellos trastornos que iniciaron O’Donnell en
Pamplona, Piquero en Vitoria, en Zaragoza Borso, Concha en Madrid y en Zamora
Orive, trajinó, sufrió aguaceros, hizo guardias, y pasó, en fin, un mes de octubre que
se lo da al más pintado de estos políticos que hay ahora.
Casado ya, continuó con ardimiento la propaganda, logró significarse, creció su
importancia, se hizo cuasi necesario, y en tiempos de efervescencia, ya se sabe: la
primer prisión decretada es la suya, el primer registro que se ordena el de su casa, el
primer disfrazado que traspasa la frontera es él, el marido de La Conspiradora, que
va a gastarse en Portugal en un año lo que ganó en su bufete durante un invierno.
Con éstas y las otras ella «se ha hecho a las armas» y ha adquirido tal práctica que
al primer periódico denunciado, a la primer medida represiva del gobierno, le arregla
a él la maleta, le reúne el dinero disponible, y lo deja todo dispuesto para la primer
eventualidad.
¡Y tiene un ojo para ver venir los acontecimientos! Puede decirse que olfatea a la
reacción.

VII

Pues… ahí tienen ustedes, ésa es La Conspiradora.


Es decir, ése es uno de los caracteres de la conspiradora, porque la clase en
general tiene cien divisiones y subdivisiones, varios y multiplicados aspectos.
Porque como la política en España ha extendido ya sus brazos a toda clase de
personas, como son ya tan abigarrados los elementos que componen los partidos, en
cuanto llega una de esas épocas de efervescencia política. La Conspiradora brota con
sus múltiples personificaciones, ya en la esposa del abogado o del artista, ya en la
hermana del menestral, ya en la amante del dependiente de comercio, ya en la
prometida del periodista perseguido, ya en la fiel doméstica del ex-diputado, del ex-
ministro o del ex-director de un ramo.
Y desde la que anda en los manejos principales de la trama, hasta la que solo sabe
(por una vecina que le ha oído a su marido que trata a un asistente de un capitán

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«muy liberal») que se va a armar, todas conspiran.
Y como los gobiernos que hasta hoy hemos tenido, siempre han creído que lo
mejor es atar corto a sus enemigos, ellos mismos sin saberlo, sin pensarlo siquiera,
han aumentado considerablemente las conspiradoras.
Supongan ustedes que un menestral cualquiera es llevado a la cárcel una noche
«por verter opiniones contrarias al actual orden de cosas» como se dice
ministerialmente hablando.
¿Qué es lo que hace la mujer de ese menestral? Primero, llorar y patear: segundo,
aborrecer al gobierno: tercero, trabajar porque caiga.
Pídanle ustedes que esconda en su casa un par de fusiles. Los esconderá.
Pídanle que trasporte de un punto a otro unos cuantos paquetes de cartuchos. Los
trasportará haciendo uso de sus refajos.
Pídanle sus vestidos para que pueda escapar un comprometido, pídanle que
introduzca proclamas en tal o cual sitio, pídanle que vigile tal o cual casa mientras en
ella se celebra una junta importante. Todo lo hará, con tal de ver a su marido libre.
Ya no se acuerda de que siempre le dijo: «¿Por qué te metes en esas cosas si a ti
no te han de hacer general?». Entonces solo se acuerda de que su marido está
encerrado, de que no gana un cuarto, de que todo está empeñado, y de que se come
mal y de fiado.
Pero esta conspiradora no es reservada; ella es la que aborrece a los agentes de
orden público, a los polizontes, la que les pone apodos según el traje que visten;
«guindillas» «mangas verdes» «amarillos;» ésta es la que suelta alguna pulla cuando
pasa a su lado un inspector de vigilancia y la que le insulta y reúne a sus vecinas y
arma un escándalo que obliga a la autoridad a poner pies en polvorosa; ésta es la que
cura heridos y los esconde en su casa en días de jarana, cosa que no hace la descrita
anteriormente, a la que pudiera llamarse en lenguaje contemporáneo, la conspiradora
consciente.

VIII

¿Conspiradoras? ¡Oh! Las hay a cientos.


Y eso que no cuento entre ellas a la que conspira por medio de padre-nuestros, es
decir, a la que se pasa rezando toda una mañana en la iglesia para que Dios haga de
modo que una mañana aparezcan colgados todos los liberales y repantigado en el
trono alguno de esos innumerables Carlos que sucesivamente van ofreciéndonos su
protección y apoyo.
Yo no creo que eso sea conspirar.
Introducir al final de cada rosario un Ave-María «por el triunfo de la buena
causa;» quemar cuantas constituciones se vienen a la mano; decir al oído a la vecina
que D. Félix ha dicho que pronto vendrá el señor; dar un real y unos versos para

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aumentar una suscricion política; ¿es esto conspirar?
No.

IX

Ahora… pido la palabra para terminar este artículo. ¿Concedida? Gracias.


Al tomar la pluma para emborronar unas cuantas cuartillas hablando de La
Conspiradora, he oído las voces de algunos lectores que me decían:
—¿Va usted a hablar de la conspiradora? ¡A. ver como me la trata usted! ¡Duro en
ella!
—Sí, sí, ¡palo! ¡qué no se meta donde no la llaman!
—¡Miren la entrometida!
—¡Rómpala usted un hueso!
Confieso que hubiera deseado contestar respetuosamente a todos los que me
dirigían observaciones. Pero, en fin, más vale tarde que nunca, queda abierta la
discusión.
—Pues… lo dicho ¡buena andaría la política si la mujer interviniera en ella!
—Pues qué, ¿tan lucida anda la cosa pública?
—¡Buenos decretos darían las mujeres!
Esto me dicen, y yo pregunto:
—¿Eran mujeres aquellos gobernantes que obligaban al ciudadano a afeitarse de
éste o del otro modo?
—Pero la mujer, me replican, no debe cuidarse sino de su casa y de su familia.
Bien, señores, no me opongo; pero en este caso sería preciso renunciar a que la
idea de la patria tuviera una María Aragón, el partido liberal una Mariana Pineda y la
causa del cristianismo innumerables heroínas y mártires que abandonaron su hogar y
sus familias para ir a exponer su vida en defensa de la idea nueva.
Por mi parte no quiero renunciar al orgullo que me corresponde por haber existido
españolas que han legado a la posteridad un nombre glorioso.
El que piense en sentido contrario que alce el dedo.
¡Oh! Seguramente no le alzará nadie.
Si es mujer, por aquello de que todo lo que sea defender el sexo es digno de
aprobación y elogio.
Y si es hombre, porque… ¡señores, los hombres tenemos tanto por qué callar!…

MANUEL MATOSES

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LA QUE VA A CAER
¡Apetitoso cebo para la curiosidad femenil!
¡La que va a caer!…
Quizá ya espere alguna mujer el momento de la caída para jactarse de su virtud
jamás puesta a prueba; quizá otra piense encontrar en esa caída una disculpa a sus
propias debilidades…
El vulgo de los hombres espera que caiga para exclamar: ¡al fin, como todas!; el
vulgo de las mujeres honradas, para mostrarse implacable; solo las virtuosas, las que
con entereza de ánimo lucharon y vencieron, solo esas serian capaces de tender los
brazos a la desgraciada y recibirla en ellos para que no se despeñara al abismo.
Porque las mujeres que tuvieron la dicha de nacer y vivir pacíficamente honradas,
son por lo general inexorables con las femeniles flaquezas; y no contentas con la
consideración que por honradas se les tributa, envidian más de una vez el lauro solo
debido a la virtud triunfante.
Perdóneseme esta digresión y cualquiera otra en que incurriere; que hoy, como
otros días, me siento propenso a digresiones.
¡La que va a caer!
¡Ah! iba a decir antes, que ni las mujeres honradas tendrán motivo para jactancia,
ni las virtuosas para rasgos de caridad, ni el vulgo para repetir vaciedades; porque la
protagonista de este artículo no caerá en él; si cae en efecto, será en otra parte. Aquí
solo va a caer… y al fin, ¿quién sabe? tal vez no caiga.
Figurémonos una mujer que acaso proceda de aquellas alturas serenas, diáfanas,
risueñas, donde la honestidad vegeta apacible, criada en una atmósfera sana para la
conciencia; figurémonos que la hemos visto nacer, la hemos admirado en los
primeros años de su vida, y besando su tersa frente, nos hemos despedido de ella
viéndola entrar en la edad adulta.
Al cabo de algún tiempo, aquella conciencia, antes inspiradora de afectos puros,
ha enmudecido; aquella frente serena, tersa, radiante, se ha anublado y parece
preñada de tempestades; el paso de aquella mujer es tortuoso, porque sigue a ciegas el
vaivén de sus pensamientos; sus alegrías tienen algo de lúgubre: no puede sonreír a la
luz del sol; toda virtud le parece idealizada por un genio malquisto con ella; se
anticipa a compadecerse al igual de las que ya cayeron; cree que ha bajado pocos
peldaños de la pureza, pero que volver a subir uno es un esfuerzo inmenso: esa… ésa
va a caer.
¿Por dónde ha pasado, que en tan poco tiempo ha podido llegar desde las floridas
cumbres a los áridos despeñaderos del torrente?
¿Quién la condujo por los atajos de la pasión o del vicio? ¿Dónde están éstos?
Eso quisiera yo saber para levantar un plano topográfico, y me lo pagarían muy
bien los padres de familia que por los pícaros negocios no tienen tiempo para cuidar
de la moralidad de sus hijas.

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La que va a caer no siempre anduvo por caminos floridos, ni siempre se empeñó
en correr por pendientes de movedizos pedregales.
La que va a caer… Pero, silencio…; acérquese usted, lector, y mire usted a
hurtadillas una que viene hacia acá vestida de negro. ¿Ve usted qué bellos ojos
relampaguean debajo de aquel velo? Albora que se acerca más, échele usted, como
por casualidad una mirada; verá usted qué bello es su rostro melancólico. Palidita ¿no
es verdad? pero hasta esa misma palidez la hace más interesante. Mírela usted ahora
por detrás: ¡buen talle, buen aire! y la traza muy señoril y honesta. ¡Qué lástima!
Digo ¡qué lástima! porque ésa va a caer.
Conozco de su historia lo que le voy a contar a usted ahora mismo.
De esa mujer ha visto usted poco. Si bellos tiene los ojos, lindísima tiene la boca,
graciosa la forma de la cabeza, que se ensancha suavemente hacia las sienes;
abundante, negro y sedoso el cabello, y ovalado el rostro, que con una frente poco
espaciosa se corona. Camina lenta y se mueve con gracia; es algo corta de vista; le
gustan el dulce y la música de Donizetti; lee poco, y se complace en meditar o en
dejar libre su imaginación por espacio de dos o tres horas antes de acostarse,
reclinada en una butaca.
Pero esto, me dirá usted, no es su historia. Cierto. Usted va a lo positivo, y no
tiene como yo la picara propensión a las digresiones, que alejan del punto principal.
Lo principal es la historia. Vamos, pues, a ella.
Pues señor, esa mujer que usted ha visto es hija de padres ricos, pero honrados.
Criáronla estos con gran recogimiento y educáronla unas monjas, únicas maestras
suyas; de suerte que cuando dejó de ir al convento, época en que tendría unos diez y
siete años, sabía perfectamente cuanto son capaces de enseñar todas las monjas de
una comunidad dedicada a la enseñanza. Pues bien: sabiendo todo esto, era natural
que la familia dijese, como dijo: «He aquí que tenemos una buena doncella, apta para
ser buena esposa y buena madre de familia; fortalecida contra los peligros del mundo
que no conoce; alentada por los ejemplos de virtud, supuesto que solo ha visto a las
buenas madres muy bien halladas con su suerte, y como no ha leído más libros que
los de rezo, a lo menos no tiene idea de los vicios y pasiones que subyugan los
ánimos mal inclinados». A todo esto, ¿creerá usted que la chica ignoraba que fuese
bella? Y lo era: le aseguro a usted que lo era; pero no había ejercitado su criterio en
ninguna cosa mundana: ni siquiera en su hermosura.
El primero que le llamó la atención sobre el particular fue un condiscípulo mío,
un tarambana, pintor, colorista, que dibujaba mal, pero componía regularmente y
manchaba la tela con garbo, variedad y armonía.
Pues, como iba diciendo, ese amigo, o mejor, condiscípulo mío, fue quien reveló
a la chica que era hermosa; y sin duda porque en el convento le habían enseñado a
discernir lo verdadero de lo falso, conoció ella en seguida que era verdadera su
hermosura, y como era de buena índole, quedó muy agradecida al que la había
encaminado al conocimiento de una perfección más que agradecer al Todopoderoso.

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El mozo, que ante todo era artista, alabó las lindas manos de la doncella, alabó
sus pies y su talle y su color y su andar y su cabello y su voz, y… ¿cómo he de decir
que poco a poco la fue alabando toda?
El tener buenas prendas corporales no es cosa opuesta a los designios del
Altísimo, antes al contrajo: cuando Dios crió a Adán y Eva les dio hermosas y
proporcionadas formas, y sin duda, en virtud de esta consideración, nuestra doncella
no pudo menos que sentirse complacida con las alabanzas que sus atractivos
exteriores inspiraban al tarambana de mi condiscípulo.
Pero la belleza corporal no debe prevalecer sobre las dotes morales: esto lo sabía
muy bien la muchacha, y quizá si hubiera tenido tiempo para meditar sobre ello,
habría lamentado que el artista la admirase solo desde el punto de vista plástico y
sensual, sin tener una palabra de elogio para sus dotes inmateriales; pero quiso la
buena suerte que él no le diese tiempo bastante para esa lamentación, pues comenzó
inmediatamente a celebrar su inocencia, su candor, su honestidad, sus inclinaciones
todas con tanto entusiasmo como antes había elogiado sus manos, sus pies y toda la
humana pepitoria y demás que constituye lo material y perecedero.
Al llegar a este punto, llegó para la joven el momento supremo: la crisis.
¡Amada! ¡Amada moral y físicamente! Aunque el amor que inspiraba era
mundano, no por eso podía tener nada de diabólico, porque su amante, si bien
ponderaba la belleza de su rostro, lo ponderaba por bello en el concepto de su
carácter virginal, angélico, y aún la amaba más por su rectitud, por sus castos
pensamientos, por su honestidad y por su inmaculado candor que por sus bellas
formas.
Sucedió pues…
No habrá olvidado usted que ella es una joven de ojos negros y rasgados, boca
sinuosa, color moreno, talle esbelto y ondulante, etc.; pero aunque usted lo haya
olvidado, tal vez no sea éste un dato muy necesario.
Volvamos al suceso.
Sucedió, pues, que…
Estábamos en que la chica se vio amada moral y físicamente por un ser dotado, en
su concepto, de atractivos físicos y morales.
Porque es de advertir que mi condiscípulo no tenía facha de ganapán ni nada
semejante; se expresaba con facilidad y cultura, y si bien como artista se dejaba
arrebatar por la belleza de la forma, como ser sintiente y pensante mostraba con
espontánea elocuencia su admiración hacia las perfecciones psicológicas de mi
conocida.
La muchacha le amó ¡bien lo sabe la eterna sabiduría! le amó como a un raro
ejemplar de los mortales masculinos que podían hallar gracia delante del Señor.
Viole creyente, honesto, sincero, leal, entusiasta por las bellezas del alma, y ¡qué
de revelaciones tuvo en una sola noche de insomnio! ¡Cómo se dilataron los
horizontes del mundo hasta entonces por ella entrevisto! ¡Y cómo admiró y bendijo la

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exquisita discreción de las buenas monjas, que le habían reservado íntegro el placer
de la sorpresa respecto de las mil maravillas encerradas en los afectos puros!
Dice el adagio vulgar que el amor y el dinero no pueden estar ocultos, y en efecto:
la familia de la muchacha descubrió en seguida el amor del artista, y si no le
descubrió el dinero, por más que escudriñase, fue porque en realidad él no tenía un
real.
Se despidió al muchacho, se celebró consejo de familia, que él calificó de consejo
de guerra, y según una expresión suya también, se condenó a la bella a matrimonio.
Ello es que padre, madre, tíos y tías, cada uno echó a la niña un grave y razonado
sermón sobre la impureza de los afectos nacidos sin conocimiento de los padres y
tutores y sobre la obediencia de los hijos, y ¡cosa particular! todos lamentaron que la
niña hubiese olvidado tan pronto las sanas lecciones recibidas en el convento; error
craso, pues ella no había olvidado lección alguna y hacia tan bien entonces los
palilleros, las natillas y los bordados y sabía tan al pié de la letra el catecismo como
cuando estaba con las buenas madres.
Y no solo es raro que la familia incurriese en un error tan evidente, sino que ella
también cayó en lo mismo, y como era de buen natural, hizo propósito de enmienda,
aunque por más que discurría no llegó a averiguar nunca de qué debía enmendarse.
La familia entre tanto resolvió en sesión secreta casar a la niña.
El artista, poseído de cierto mundano orgullo, consideró que era pobre y ella rica
y que no querrían dársela por esposa; que no le estaba bien pretenderla, porque
achacarían sus diligencias a deseo de granjear un caudal por malos medios; confió en
que ella le olvidarla y él a ella andando el tiempo, y se eclipsó.
Explorando el «seno de familias respetables, la de la niña dio con un novio.
Era éste, me atrevo a decirlo, un doncel de agradable aspecto, criado a la apacible
sombra de un corpulento canónigo tío suyo. El mozo sabía latín, teneduría de libros y
música, y además en las largas veladas de invierno había aprendido sin ajeno auxilio
a hacer linternas mágicas, marcos para cuadros y barcos de corcho.
Era un poco encogido, pero tenía cierta gracia.
Proporcionóse el que los chicos se vieran, hízose de modo que se trataran, se les
preguntó si se aceptarían el uno al otro, él respondió con fuego que sí, y ella
respondió lo mismo sin violencia y con algún agrado.
En vista de lo cual los casaron.
Ella se acordó del artista, no por asomo de infidelidad, ni mental siquiera, sino
porque dijo para sí: el pintor me hizo entrever una inmensa dicha con el afecto que
despertó en mi pecho; pues ¡cuánto mayor no será la que va a depararme el cielo por
medio del afecto que él mismo ha bendecido!
Habíale dicho su madre cómo debía pensar y proceder una buena esposa, y ella
prometió sinceramente seguir sus consejos y aspiró a ser modelo de buenas casadas.
Él la amó muchísimo. Dos secretos, solo dos, había ocultado a su tío el canónigo:
el uno era que le gustaban las rubias; el otro, que las morenas le gustaban más

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todavía.
Su mujer era inocente, dócil, sumisa, afable, hacendosa, y además y sobre todo
era morena; con que…
Ella pudo ver en él los ímpetus de un corazón que se desborda, la integridad de
una pasión vehemente, la locura producida por la posesión de un precioso objeto
largamente codiciado; pero… ¿cómo lo diré? no encontró la dicha que esperaba.
Creía ella que aquella dicha consistiría en que su esposo, autorizado por la Iglesia,
continuaría con ella la conversación del pintor en el punto en que éste la había dejado
en su última entrevista; buscaba en el acento del marido, no el acento del pobre
artista, sino la misma fuerza conmovedora; esperaba del marido ideas que apenas
expresadas se les hiciesen igualmente comunes; deseaba, por ejemplo, que sobre
algún asunto se les ocurriese a entrambos a un tiempo una exclamación misma; que
tal nube del espacio les pareciese a ambos un caballo con su jinete, y tal otra un
monstruo con alas; que una misma música expresase para entrambos un mismo
afecto, un mismo carácter de pasión, un mismo matiz de sentimiento…
Y no sucedió nada de lo que pensaba y esperaba; pero dijo para sí: tal vez la dicha
tome diversas formas y se manifieste por otros modos que me son desconocidos.
Esperemos.
Y esperó.
Mientras ella esperaba, él quiso conocer el mundo, esto es: los paseos, los teatros,
los casinos, las aventuras galantes, los hábitos de la gente que daba que hablar, etc.
Anduvo y vio algo. Le gustó casi todo. Casi todo, porque le disgustó que a cada
momento se le conociese su inexperiencia mundana; le disgustó el ser siempre un
maravillado espectador y nunca un envidiado protagonista; podía presentarse como
modelo de fidelidad conyugal, y precisamente ésta era la cualidad que debía ocultar
para no cubrirse de ridiculez.
Su mujer continuaba dócil, sumisa, hacendosa y morena; pero su mujer no le
admiraba ni bastaba a satisfacer los apetitos que iba despertando en él lo desconocido
con su natural encanto.
Se avergonzó de ver que en efecto no era ni un vulgar hombre de mundo, y
aguijoneado por los hasta entonces refrenados ímpetus y por las exigencias del amor
propio, entró mundo adelante; compitió con los que de él hacían burla; venció a más
de uno, fatigado ya en luchas anteriores; descolló al poco tiempo en su círculo, y de
tal modo se dilataron y embellecieron para él también los horizontes del mundo, que
el hogar le pareció estrecho para su vida y fatigoso y monótono aquello de ser
siempre invariablemente morena su esposa.
Su esposa esperaba pacientemente la dicha.
El hombre admirado, festejado fuera de su casa, empezó a resentirse de que su
esposa no le admirase también; se picó de verse amado lisa y llanamente como un
marido bonachón. Él quería ser objeto de impaciencia, de sobresalto, de arrebatos de
celos…

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En vano lo intentó por medios indirectos.
Ella no comprendía, no sospechaba el alcance de ciertos actos o palabras.
Tres años llevaban de matrimonio cuando oyó a su marido jactarse de impurezas,
de triunfos innobles, de aberraciones groseras, de glorias de lupanar…
Y desde entonces ya no creyó en la dicha. La dicha tomó a sus ojos la forma de
un ángel que lentamente descendía hacia ella, y desde muy lejos le volvía de pronto
la espalda, remontando rápidamente el vuelo y haciendo ademanes de eterna
despedida hasta perderse en el espacio.
Desde aquel día…
Perdóneseme que calle ciertos pormenores: el discreto lector los deducirá de los
hechos sucesivos.
El dolor fue con ella tan piadoso cuanto el dolor puede serlo, porque acabó de
embellecer con un toque postrero su semblante.
A su marido le pareció menos bella desde entonces, porque con cada onza de
carne desaparecía para él un grado de belleza.
Después de la postración, sintió ella nacer en su pecho un noble orgullo. Era
incapaz de sacrificar su decoro a una ruin venganza, incapaz, como otras, de
envilecerse por castigar una vileza ajena.
Creyóse desde entonces doblemente obligada a la virtud; se la oyó desde entonces
expresarse menos caritativa que antes con respecto a las mujeres que olvidan sus
deberes; escapábasele en más de una ocasión manifestarse inflexible contra la
infidelidad de las esposas, y se mostraba al par tan serena, tan sinceramente
resignada, que se granjeaba cuando menos el respeto de cuantos conocían o
sospechaban su desgracia.
Jamás se la oyó aludir ni remotamente a sus propios sinsabores: estaba firme en
sus propósitos y confiaba ciegamente en sus fuerzas.
En cuanto a él, a nadie hacia misterio de su vida y sus costumbres. Vivía
persuadido de que su mujer era todavía la monja boba de marras. Aficionado a la
celebridad del escándalo, empleaba todos sus conatos en conservarla cuanto pudiera.
Así pasó otro año.
El tarambana de mi condiscípulo no la había olvidado del todo. Se apesadumbró
de veras al oír hablar de la conducta del marido; experimentó cierta satisfacción al oír
que a pesar de todo ella se conduela dignamente, y se pasmó de admiración cuando
un alma piadosa dijo que, aunque más flaca, estaba más hermosa que nunca.
Después que el artista hubo permanecido buen rato con la cabeza torcida y los
ojos y labios inmóviles y muy abiertos, dijo para sí:
—Con que… ¿mas hermosa que antes y embellecida por el pesar y la nobleza del
padecimiento heroicamente sobrellevado?… Haré por verla. Quisiera poder tomar de
ella un apunte. Pues si antes era divina, ¿qué será ahora?
El artista halló fácil medio de ser invitado a una reunión a que asistía ella.
Viéronse, ¡y con qué fraternal confianza le alargó ella la mano! ¡Con qué hidalga

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compasión se la estrechó él, impresionado al propio tiempo por la armonía de líneas y
por los ricos tonos de aquel rostro!
Habló él, y en verdad que no se propuso hacer frases ingeniosas ni fingir
sentimientos romancescos. Se produjo con naturalidad, como hombre sincero, en
prosa usual y corriente, sobre los objetos por que ella le iba preguntando, y
¡fenómeno! ella le escuchaba como si hallase en aquellas palabras una suave música
oída en la niñez y no del todo olvidada; ella encontraba yo no sé qué de poético en los
más fáciles giros del lenguaje por él empleado; su discreción le pareció caballeresca;
su llaneza misma, patriarcalmente augusta; la pobreza y la independencia en que
vivía se le representaron como maridaje solo posible en un modelo de virtudes; en
más de una ocasión, la pobre se echó a reír no muy a propósito, para contener las
ansias de llorar que le daba el recuerdo de aquellas breves horas que, apenas dejado el
convento, había pasado junto al artista.
Él recordó también algo; pero no enlazó la memoria de su antiguo y puro afecto
con esperanza alguna capaz de despoetizar el alto concepto que había ido formando
de ella.
Antes de retirarse, se fijó él mucho en el tono general del bello semblante y en
cierta expresión melancólica que a veces lo dominaba.
—¿Nos volveremos a ver? preguntó con amistoso acento al despedirse.
—Si, y con mucho gusto, respondió ella, que no quería reconocer en nada una
fuerza mayor que la de su virtud.
Aquella noche entró valerosa en su casa, pero lloró en su lecho.
Después tuvo ciertos barruntos de miedo, pero se tranquilizó pensando que no
amaba al pintor, sino que amaba las memorias de su adolescencia; y como entonces
había conocido al pintor y se le había hecho tan simpático, la asimilación de ideas, el
encanto de lo pasado…
Y volvieron a verse en la misma casa.
Ella, la pobre, no buscaba contraste alguno entre el artista y su esposo; pero el
bribón del contraste, sin ser llamado, le estaba bailando el agua, como suele decirse.
Habláronse largo rato, sobre todo él, por complacerla. Y en su conversación
encontró ella un atractivo más semejante al de años anteriores que al de pocos días
pasados.
Aquella noche, ella a sus solas llegó a sospechar que si no hubiese conocido al
pintor siendo niña, no por eso le sería menos simpático.
Se mostraron uno a otro un afecto, una amistad tan pura, que fueron llegando a la
más íntima confianza.
Él la alentaba a persistir en su conducta de noble abnegación; elogiaba sus
sentimientos, sus ideas, sus firmes propósitos de permanecer fiel a sus deberes; le
atribuía todas las cualidades capaces de inspirar un amor profundo…
Pero no le decía que la amaba.
Ella le oía con delicia; le decía de buena fe que estimaba en él las dotes de

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caballero, su afición a toda belleza moral, la rectitud de sus ideas, la constancia en sus
puros afectos…
¿Decía todo lo que sentía?

Hace algún tiempo acordaron los dos no volver a verse nunca. Se habían
confesado que el trato frecuente podía ser, no peligroso ¡eso nunca! pero… doloroso
para entrambos.
La casualidad los volvió a reunir un día y revocaron de común acuerdo la dura
sentencia, conviniendo en que no se buscarían, pero no se evitarían.
Después, no se han confesado que se busquen; pero se encuentran a menudo.
Ella guarda hoy día profundo silencio acerca de la culpabilidad de las mujeres
infieles: no hace quince días que allá, a sus solas, admitió como circunstancia
atenuante en favor de las culpables, la fuerza del destino…
Ésta va a caer.

***

Y quiero yo suponer ahora que un discreto me pregunta:


—¿Pasa por ese camino toda aquella que va a caer?
—No señor, me apresuro a contestar; pero conocida la mayor altura desde donde
se cae, es fácil imaginar las menores.
La que sorprendida por un revés de fortuna no se siente capaz de renunciar a lo
superfino, y despedaza como tigre al primero que se propone abusar de su desgracia y
solo araña como gata al segundo…
Ésa va a caer.
La que hasta ayer se reía a carcajada de los maridos puestos en ridículo, y hoy
hablando de lo mismo no ha hecho más que sonreírse y aún se ha sonreído por
fuerza…
Ésa va a caer.
A propósito: ¿Vé usted aquella gallarda y hermosa rubia que se para ante el
escaparate de Samper? ¿No la vé usted? ¿No? Pues imagínesela.
Está mirando un broche precioso: esmalte, brillantes, zafiros…
Son las dos, y es la tercera vez que pasa y se para a meditar ante la joya.
No la compra por veinte mil reales y la puede obtener con una palabra.
Si vuelve a pasar otra vez, le digo a usted que también ésa va a caer.

ROBERTO ROBERT

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LA SÉNECA
Hela ahí, más alta que baja, más gruesa que flaca, más altiva que hermosa, más
hermosa que afable, los ojos grandes y vivos, la cabellera larga y poblada, los labios
prominentes y tentadores, la barba recogida con gracia bajo la boca, la boca modelada
con arte sobre la barba. Habla poco y despacio, ríe menos y aprisa. Casi nunca llama
a su padre «papá» y a su madre la llama casi siempre «madre mía». Puede tener
veinte años o treinta, tutor o marido, renta o suegra. Puede llamarse Inés o Leonor,
Flora o Delfina. Nada importa, siempre será ella misma. ¡Ella!… Pero ¿quién? La
conocéis todas ¡oh lectoras de mi alma! yo os lo fio. La conocéis como se conoce el
paisaje de la aldea natal y el tañido de la campana vecina.
Cuando pequeñuela la habéis visto pasear, grave, reservada, entre las colegialas
de las Salesas Reales, y la apellidaban «la niña grande». Cuando muchacha la habéis
visto pasear, reservada, grave, entre las casaderas del Prado o del Retiro, y la
apellidaban «la niña boba». Cuando mujer la habéis visto cien veces entre las demás
mujeres, y la pusisteis, de burlas o de veras, el bautismo que todavía lleva. No es una
mujer, es un tipo. ¿Ridículo? No tanto como os pareció en la adolescencia.
¿Extraordinario? No tanto como os pareció en la niñez. ¿Vulgar? No tanto como os
parece en la edad adulta.
Un poco más de cultura, y se convierte en una mujer literata. Un poco más de
grandeza, y se convierte en una mujer de genio. Un poco más de mundo, y se
convierte en una mujer encantadora. Así, tal cual es, participa de esta triple naturaleza
sin constituir ninguna de sus categorías esenciales. Para hacer el encanto del hogar
doméstico le sobran pretensiones. Para hacerse el objeto de la historia le sobran
pequeñeces. Para poetisa le sobra prosa, y para mujer le sobra poesía. No es aquella
madame Sevigné que averiguó tan discretamente durante su vida todas las
liviandades de la corte de Luis XV para contarlas tan bizarramente después de su
entierro. Pero tampoco es aquella marisabidilla que ignora lo bastante para no
economizar lo que sabe, y sabe lo bastante para no reparar en lo que ignora.
Hay que reconocerla a veces buen sentido, en ocasiones buen juicio, de vez en
cuando talento, pero oportunidad nunca. Su trato peca de pedantesco por no tocar en
frívolo, y su conversación huele a didascálica por no caer en pueril. Hay algo en su
austeridad que denuncia el almidón, y algo en su gracejo que recuerda el aceite.
Trueca con frecuencia el amor en arte, el arte en oficio y el ingenio en bisutería. De
modo que a menudo, queriendo ser profunda, es incomprensible, y no falta sazón en
que, deseando pasar por original, solo logra pasar por excéntrica. A cada
interrogación opone una sentencia, a cada parecer un axioma. ¿Sabéis ya, lectoras
mías, de quién se trata?
Pues si no lo sabéis, la culpa es mía, que no acierto a pensar en mi heroína por
pensar demasiado en vuestros hechizos. ¿No me creéis? Pues os lo juro; tengo delante
de mis gafas media docena de querubines que revolotean en adorable confusión sobre

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el papel que voy tiznando. Manecitas aterciopeladas me borran los renglones; frentes
de nácar rae roban las miradas; perlas que parecen dientes me toman las palabras de
la boca, y claveles, que embriagan como los besos de una virgen, me disipan las ideas
en el cerebro. ¡Yo quisiera ser mariposa del amor para quemarme en esa inmensa luz
de la eternidad que se llama la belleza! Mas^ por ahora, fuerza será volver a nuestro
análisis.
La mujer Séneca se diferencia tanto de la mujer letrada como de la mujer
bachillera. No es tan indiscreta como la una ni tan intemperante como la otra. Suele
ignorar el nombre de Tácito y menospreciar la historia de Roma. Se cuida poco de
Quintiliano y apenas si se acuerda de las Partidas. César y Cleopatra le inquietan tan
poco como la Maintenon y Luis XI usted. Pero no por eso ama el perol y la
espumadera. ¡Disparate! Una sonrisa le inspira un discurso; una anécdota le inspira
un epílogo. Al quitar y poner la mesa, al vaciar y llenar la copa, ella encuentra modo
de decir algo grave y solemne. ¿Para qué? Para decirlo solamente.
No se imagina siquiera que pueda aprovechar a nadie, digámoslo en honor de la
fidelidad histórica. La clase del auditorio tampoco le interesa demasiado. Lo mismo
dogmatiza ante la lavandera que ante el maestro de piano, ante el cartero que ante el
magistrado de Audiencia. Su instinto la arrastra y ella cede. Si se casó con un
comerciante de comestibles, allí son las pláticas de moral y los consejos de prudencia.
Si se casó con un mercader de ropas hechas, allí son las consejas apolilladas y los
aportillados consejos. Si tiene padre y hacienda, allí es verla reinando sobre sí propia.
Si tiene abuela y sobrinos, allí es verla seduciendo la senectud y la infancia.
Si tiene hijos ¡ah! entonces puede llegar a ser una buena madre, que es para una
mujer, docta o lega, típica o no típica, la más loca de las fortunas. En todo caso, la
mujer Séneca posee dos cualidades recomendables: la economía y la constancia. La
economía, de la cual se hace una ley, la impide cansar al prójimo; la constancia, de la
cual se hace una religión, la impide cansarse a sí propia. De esa manera cruza
incólume por entre las dificultades de la vida, y prolonga acaso la viudez hasta los
límites de la decrepitud menos prematura. Se dan ejemplares octogenarios. Ahora
bien: ¿de dónde le viene el marco que ha obtenido en este cuadro?
Una tarde del mes de agosto departía yo con un inglés amigo mío por las orillas
del mar Cantábrico, que enviaba sus espumas hasta las nubes y mandaba sus rumores
hasta el abismo. El cielo azul y resplandeciente parecía un espejo; la mar tumultuosa
y tonante parecía un diluvio. Mirábamos entre contemplativos y absortos la mar y los
cielos, las crestas de las salvajes montañas donde se quebraban las olas y la niebla de
las espumosas olas que se quebraban en las rocas salvajes, así mi amigo como yo,
cuando una pequeña vela asoma por la inmensidad del espacio, blanca paloma
perdida en el torbellino de lo infinito. Era una barca pescadora. Allí venía ella. Ya
sabéis quién es ella.
Apenas hubo ganado la playa el barquichuelo, divisamos una mujer más alta que
baja, más gruesa que flaca, más hermosa que afable, los ojos grandes y vivos, la

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cabellera larga y poblada, los labios prominentes y tentadores, tal, en fin, como la
tenemos descrita al comienzo de este artículo. Estaba pálida, porque el trance que
había corrido no era para menos, y mojada como una ave acuática, porque el piélago
que había atravesado no era para mantenerse enjuta. Pero estaba tranquila y serena
como quien cree y espera. El inglés se apasionó de aquel estoicismo femenino y se
felicitó de aquel drama al aire libre. Poseía una casita solitaria, tallada sobre una mole
de granito, no lejos de la playa, y ofreció su vivienda a la señora. No era potestativo
aceptar o rehusar la hospitalidad en aquellas circunstancias, y la dama aceptó desde
luego.
El inglés y yo cuidamos de enviarle su doncella y su equipaje, pues vivía en uno
de los hoteles de la ciudad inmediata, y comimos juntos en mí modesto alojamiento.
A los tres meses se celebraba una boda en Madrid y yo servia de testigo. ¡Lo que
puede producir un paseo por el mar en una tarde tempestuosa! Ya han nacido varios
vástagos de aquella familia improvisada. Una niña rubia y graciosa como los
angelitos pintados en la catedral de Burgos, Carlota; un niño juguetón y robusto como
los pintados por Rafael en los brazos de sus inmortales vírgenes, que se llama
Roberto, cuando menos. Y mi amigo cada día más feliz. ¿Pero a qué ese episodio
fantástico? dirán mis buenas lectoras.
Esa especie de náufraga salvada por el amor, a quien visitábamos todos los días
mi amigo el inglés y yo desde el lance de nuestro extraño conocimiento, me ha
proporcionado los primeros materiales de esta monografía. Justo era concederle un
lugar en sus declives. Mujer verdaderamente delicada, nada había que pedirle ni en
punto a maneras ni en punto a conveniencias sociales. Educóla un canónigo digno de
la mitra, y la dejó rica y joven un general que había sido su primer esposo. No
conoció más novios que sus dos maridos; templaba y templa los caracteres salientes
del tipo con su educación esmerada, y no llegaba nunca a lo grotesco por más que
rayase de ordinario en lo estrambótico. Pero respondía al ideal de las mujeres
Sénecas.
Algo de culta, no poco de sibila, y un no sé qué de melancólico componían el
lado exterior de su carácter. Por dentro ¿quién es capaz de dibujarla? Sentía
fanatismos extraños e inspiraba sentimientos más extraños todavía. Iniciaba
pensamientos grandes y desleía sutilezas pequeñas. Solía cometer anacronismos
históricos y herejías científicas, aunque no desconociese del todo ni la eficacia de la
ciencia ni la razón de la historia. Tenía la lengua más subordinada que el idioma, y la
mirada más perspicaz que el entendimiento. Nadie diría sino que había nacido para la
diplomacia y se empeñaba en ejercer el magisterio. Hubiera ganado más adeptos
enseñando el pié que la ética, y conquistado más simpatías con las sonrisas que con
los apotegmas.
Pero no era de aquellas que hacen tropos como calcetas, ni de las otras que hacen
calcetas como tropos. Se guardaba de comparar el Sinaí con el Calvario, el Líbano
con el monte Cénis, el Evangelio con las cosmologías modernas, y sobre todo, no

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barajaba el romanticismo con el clasicismo, ni la política con la teodicea, como tantas
eminencias contemporáneas. Amó siempre a Dios sobre todas las cosas, y hoy ama a
su inglés sobre todos los hombres. En esto último desearíamos ver imitado su
ejemplo por muchas que se precian de más discretas y de menos casquivanas. De
todas maneras, hela ahí tal como ha aparecido a mis ojos.
Yo no sé en qué relación deben estar la sangre y la bilis, los nervios y los
músculos, los sólidos y los líquidos para producir esta variedad del género femenino.
Yo no sé qué propiedades fosfóreas o calcáreas convienen al cráneo organizado de
semejante manera. Yo no sé ni aun el peso aproximado de la masa encefálica
contenida en una cabeza de esta índole. Por no saber cosa alguna sobre el particular,
ignoro hasta qué punto la anatomía y la fisiología puedan explicar el fenómeno. Un
elemento moral entra siempre a despecho del bisturí en la composición de los
caracteres humanos, y este elemento, que podrá ser o no ser la resultante de un
concierto dinámico o de una combinación química, constituye por sí solo la mitad del
secreto genesiaco.
Pasiones y sentimientos, virtudes y vicios, facultades y atributos, si no idénticos
parecidos, producen fisiogonías de todo en todo discordantes. El mismo cielo, el
mismo sol, la misma agua y el mismo aire elaboran productos racionales de todo en
todo heterogéneos. ¿Por qué? ¿A. virtud de qué? Ése es el eterno problema de la
humanidad y la eterna disputa de los sabios.
Contentémonos con advertir los resultados sin indagar sus causas próximas o
remotas los que no somos sabios, y así habrá paz entre los chicos, ya que no suele
haberla entre los grandes. Mas ¡ay! oigo decir a mi lado que desfiguré la semblanza
de este boceto. Una mujer como ésta mía, asegura la rubia de ojos garzos, que no se
ha visto jamás ni en el colegio, ni en el Prado, ni en Madrid, ni en España. «Las niñas
grandes» suelen tener más discreción, según la morenita de arqueadas y negras cejas.
«Las niñas bobas» suelen tener menos talento, según la linda costurera que entrega
todos los sábados a las ocho de la noche en El siglo XIX.
Una mujer mitad hermosa, mitad desgraciada, mitad noble, mitad vulgo, mitad
avisada, mitad indigesta, mitad flexible, mitad terca, mitad mujer y mitad mito,
piensa la señorita de los párpados dulces y sombríos que no se parece ni a la mujer
docta, ni a la mujer loca, ni a la mujer de casa, ni a la mujer de mundo. Precisamente
por ello es otra que bulle entre todas ésas y muchas más en el anfiteatro del mundo.
¡Caricatura! exclaman con reticencia dos hermanas gemelas en donaire y en hechizos.
Y luego, añade una matrona de tupé ceniciento, ¿por qué llamarla Séneca?
Responda la malicia a la pregunta. Yo, autor silbado y calumniado, me retiro de la
escena con el pesar en el alma y la envidia en el corazón. No he conseguido desarmar
a mis encantadores aristarcos ni aun huyendo las dificultades más bien que
afrontándolas. ¡Decís que han de acabar las disputas! Antes se extinguirá la vida.
Pero ¡ay! yo no quiero disputar a mis tiranos del sexo bello el placer de la crueldad.
Aquí me tenéis enamorado de todas a un tiempo, hasta de las Sénecas mismo, y

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olvidado por todas a la vez, hasta por la que lea estos renglones para entretener males
de ausencia.

PABLO NOUGUÉS

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LA TRAPISONDISTA
¿Seré yo valiente?
Solo, joven, inexperto; atreverme con ese tipo… ¿Ustedes saben lo que es una
mujer trapisondista?
Si una enamorada, si una celosa, si una de las que han jurado casarse o morir
apenas caben en los límites del humano entendimiento, ¿qué no será una mujer que
por su índole traviesa sea capaz de todas las trapisondas de todas las mujeres juntas?
¿Quién le encuentra los caracteres más dominantes para darla a conocer
reproduciéndolos? ¿Quién sabe escoger y reunir los más perceptibles? ¿Quién está
seguro de que no le pasará por alto precisamente la cualidad más propia, más
pictórica de ese enrevesado tipo? ¿Quién, en fin, tendrá meollo y sagacidad
suficientes para descubrir aquellas individualidades femeniles que, a fuerza de ser
trapisondistas, han logrado vivir largos años ocultando que lo fuesen?
Y yo, sin embargo, a impulsos de fuerzas desconocidas, me atrevo al intento…
Por esto, por esto dije al empezar: ¿seré yo valiente?
Porque, cuidado con ella, caballeros; que si un hombre trapisondista da mucho
que hacer, por mucho que ello sea, todo es tortas y pan pintado en comparación de la
faena que se echa encima la que, por natural instinto al principio y por hábito más
adelante, llega a merecer el dictado de trapisondista.
En los negocios en que la fuerza corporal o la sana reflexión deciden, convengo
en que los hombres se llevarán siempre la primacía; pero en aquello que se refiere a
lo laberínticamente artificioso, a las repentinas inspiraciones para salir del paso, y aun
a los discursos que en vez de aclarar un asunto han de servir para enmarañarlo más,
callen todos los españoles nacidos y cedan el paso a las hembras, cualesquiera que
estas sean, y teman y huyan, si en lugar de habérselas con una española cualquiera se
hallan frente a frente con la que merezca ser comprendida debajo del título de mi
artículo.
Grande invención fue la de las casas de préstamos. La facilidad con que en ellas
se verifican los negocios, nunca será suficientemente alabada. De muchos hombres se
oye decir que se arruinaron en sociedades de crédito y aun de seguros; otros se
arruinan poniendo almacén de hierros, de maderas, de comestibles; pero yo jamás oí
que nadie se hubiese arruinado con tener casa de préstamos.
Pero la invención del préstamo es sencillísima. Uno que posee numerario se lo
presta a otro por tiempo determinado, quedándose en garantía con prenda que en todo
tiempo valga cantidad mucho mayor que la prestada.
¿Y si el otro, terminado el plazo, no puede rescatar la prenda?
Véndela el que le prestó sobre ella, le abona la diferencia, y se acabó.
Alguno, sin embargo, supo dar mayor esfera al negocio del préstamo, y ese
alguno ideó el vender la papeleta de empeño a un tercero, con lo cual ese tercero
pasaba a ser dueño de la prenda empeñada.

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Ese alguno pudo sin dificultad ser un individuo del sexo masculino.
Pero aún así, el negocio era breve y limitado: daba poco de sí y quedaba harto
claro.
Aquí le tocó intervenir a la trapisondista: ella ideó que las papeletas, en vez de ser
vendidas, podían ser empeñadas. De este modo quedaba pendiente el interés del
drama, se complicaba más y más, se pagaban dos intereses, e intervenían más
personajes en el dramático asunto; que dramáticos son todos aquellos argumentos
cuya exposición tiene por escena una casa de préstamos.
Por este rasgo pueden imaginarse algunos de la trapisondista.
Tiene un pecho…
No hablo de sus cualidades físicas, que no hacen al caso para mi asunto: hablo de
lo arriesgada que es en todo lo que puede contribuir al logro de sus propósitos.
Creo que fue Voltaire quien, hablando de Marivaux, dijo: «Ese hombre conoce
todos los senderos del corazón, pero el camino recto, no».
Así es la trapisondista, que jamás va derechamente en obras, palabras ni
pensamientos: al contrario, siempre es la tortuosidad su norma: asoma alguna vez una
intención por la vía recta, y en seguida la lleva por revueltas callejuelas despreciando
el dicho del sabio: Non debet fieri, per plurima quod potest fueri per pautiora, si mal
no recuerdo.
Si una mujer necesita cuatrocientos reales y cree que una amiga suya puede
prestárselos, lo natural es que, explicándole la causa de su necesidad, se los pida lisa
y llanamente prestados.
La trapisondista no procede así. ¡Buena es ella para esa sencillez de teatro griego!
La trapisondista en ese caso remueve las especies en su memoria, y recuerda que
una conocida suya dijo, por ejemplo, que de buena gana vendería una sortija o una
leontina si se la pagaran regularmente.
Entonces nuestra dama coge el manto, va a ver a la conocida, y le dice:
—Ayer me acordé de usted Es muy posible que una amiga mía le compre a usted
la joya que usted deseaba vender. Por supuesto, que no le he dicho quién la vendía,
pero sí le he indicado que no le costaría menos de tanto.
Arranca la alhaja. Acude a casa de un joyero; enterada del precio que le darían en
una tienda, recorre siete u ocho casas de personas conocidas, ofreciéndoles la
mercancía y diciendo que da aquel paso por favorecer a una amiga que pasa gran
necesidad de momento. Si no logra venderla, acude en seguida a empeñarla, y
después se va tan fresca a casa de la dueña de la alhaja y le dice que casi puede dar el
negocio por hecho, pues a la señora le ha gustado mucho la prenda y se la ha llevado
a casa de su madre para que la viera, y en cuanto llegue su marido, que salió por unos
quince días a Guadalajara o Soria, le mandarán recado.
Si trascurre mucho tiempo sin que la otra vea dinero ni alhaja y la pone en el caso
de entregar lo uno o lo otro, la trapisondista no se apura; corre a otra conocida con
cualquier pretexto y le pide otra prenda de más valor. La empeña, desempeña con su

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producto la primera y queda bien, y trampa adelante.
Si una de estas operaciones se le desgracia y no puede devolver la cosa
empeñada, es capaz de salir de casa una noche, y en medio de una calle llamar al
sereno diciéndole que la ayude a buscar una sortija que llevaba en el bolsillo y ha
echado de menos después que le dieron un codazo dos transeúntes con traza de
beodos; busca el sereno, buscan los vecinos que por casualidad se asomaron; finge
ella que también busca: finge una congoja; se hace acompañar a su casa en un estado
de trastorno que inspira compasión; pone un anuncio en el Diario ofreciendo un
grande hallazgo por lo que supone perdido, y con el tiempo lo paga… o no lo paga,
aunque generalmente lo paga a costa ajena.
Aunque su paga o su caudal no experimenten altibajos, tan pronto parece que está
nadando en oro como que la devora la miseria.
A veces cuanto más tiene, mayor miseria aparenta, así como en otras ocasiones no
tiene qué comer, y cualquiera al oiría creería que varea la plata.
Es según lo que se propone. Tiene buen golpe de vista, y cuando necesita de
persona que no la ha de auxiliar sino conmoviéndose por creerla desgraciada, es
capaz de comprarse en una prendería un vestido viejo con que presentarse a pedir
llorando; y cuando trata de servirse de personas que nada han de hacer por ella si
sospechan que no tiene, entonces ríe y echa plantas y todo le parece poco y se
muestra rumbosa y sin cuidados.
Si le da por explotar amantes bobos ¡rayos y truenos! ¡cómo los zarandea, qué
galleos los suyos! A la verónica, a la navarra, con más muleta que Cayetano Sanz y
más brazo derecho que Lagartijo, les compone y descompone la cabeza, que no hay
más que verlos.
Hay ciertas mujeres (libera nos Domine) que dicen a su marido: «Vengo de casa
de mi madre» y vienen de otra parte.
La trapisondista es mujer que vendrá efectivamente de casa de su madre, y dirá
que no ha estado a verla, nada más que por no pasar por la verdad monda y lironda.
Algunas de ellas se han compuesto una parentela ficticia, de mentira en mentira.
Se las oye hablar de sus tías, de sus primas, y no son primas ni tías suyas ninguna de
aquellas de quienes hablan, y lo peor del caso es que tiene parientas casi iguales a las
que se finge; pero a las verdaderas no las mienta, solo porque son verdaderas.
Nadie habla con más frecuencia de sus amigas que la trapisondista. Para sus
enredos apela a cada paso a hablar de una amiga suya, y las personas de su más
íntimo trato jamás llegan a conocer a ninguna de esas amigas de que hace mención
para explicar sus cosas.
La trapisondista se muda de casa con frecuencia. Nadie sabe por qué se muda.
Podría buscar un solo pretexto que satisficiera la curiosidad de todos; pero aun el
apelar a un solo pretexto le parece demasiado sencillo: así dice a los unos que se
mudó porque la casa era húmeda; a otros porque era demasiado cara; a otros porque
necesitaba habitación mejor, aunque le costase un poco más; a unos porque estaba

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lejos del mercado; a los de más allá porque tenía malos vecinos: de todos los motivos
imaginables echa mano; de todos menos del verdadero. Tan callado lo tiene, que yo
mismo, a pesar de haberle seguido la pista largo tiempo, no he podido averiguarlo.
Las trapisondistas de cierta esfera son la desesperación de muchas conocidas
suyas, que no dejan de exclamar:
—Yo no sé cómo se las compone fulana: ella no tiene caudal, su marido está
cesante hace dos años, y sin embargo, ella tiene su palco, ella sale a veranear, ella en
los conciertos, ella viste bien, tiene una casa bien puesta…
De pronto compra una casita de campo y dice que quiere retirarse para siempre
porque no puede soportar el inmenso gasto de la capital.
Envía a su nueva propiedad muebles, flores, adornos, y en efecto se eclipsa.
Pero cuando menos lo piensa uno, vende la casa, lo malbarata todo y vuelve a
establecerse, lamentándose de su soledad, del tiempo que ha pasado aburriéndose, de
las brutalidades que ha tenido que sufrir de los patanes…
Hay trapisondistas que conocen a todos los escribanos y procuradores y a más de
dos docenas de abogados.
Algunas explotan sus relaciones con los empleados públicos, y se las conoce de
verlas entrar y salir de las oficinas del Estado.
Doña Margarita se levantó esta mañana y mandó llamar a una mujer que en otro
tiempo fue criada de su madre, le entregó una cartita, le dijo dónde tenía que llevarla,
y añadió: «No vuelva usted a traerme la respuesta acá; yo la esperaré a usted en la
primera callejuela a mano derecha, y allí me dará usted la contestación».
Así se hizo, en efecto. Con la contestación se fue a casa de una amiga suya con
pretexto de descansar, y cuando ya se iba, preguntó con aparente indiferencia:
—¿Hace mucho tiempo que no ha visto usted a don fulano? Lo digo, porque le vi
ayer, después de haberle perdido de vista hace más de un año, siendo así que antes me
le encontraba al paso todos los días. ¿Se habrá mudado de casa?
Apenas averiguó el nuevo domicilio de don fulano (que era su único objeto), se
despidió y fue a verle.
A poco se volvió a su casa, mandó otro recado a la antigua criada de su madre, le
dio dos docenas de cubiertos de plata para que los llevara a empeñar, recogió el
dinero, fue con él a otra casa de préstamos, salió de allí con un lio muy bien
acondicionado, se paró un momento con una amiga diciéndole que acababa de hacer
unas compras, entró en el sombrío portal de un memorialista, le hizo escribir una
breve carta, que ella misma echó al buzón, volvió a su casa, mandó a la de un platero
por otras dos docenas de cubiertos para que los viese una sobrina suya que iba a
casarse, comió con ellos y los dos convidados que tenía…
¿Pero a qué fue todo esto?
No lo sé. Únicamente sé que ella es trapisondista, y estas operaciones y otras
semejantes las hace todos los días.
Siempre tiene mandados que encargar a los hijos de las porteras de las casas en

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donde ha vivido, con cuyas porteras conserva buenas relaciones; sabe por experiencia
qué trato se da en todas las fondas; ha asistido con careta y dominó a los bailes de
máscara más desaforados; da cartas de recomendación para que coloquen guardas de
caminos, agentes secretos de orden público y hasta porteros de casas de juego; riñe y
hace las paces dos o tres veces al año con sus cuñadas; prueba todos los remedios
anunciados en la cuarta plana de los periódicos; conoce, aunque siempre por una
casualidad, a muchas mujeres de esa reputación mal llamada dudosa; sabe cómo se
juega al monte y cómo a la ruleta…
Déjela usted hablar de su vida, y después de oírla, verá usted qué es la cosa más
sencilla, más diáfana.
—Yo, apenas me trato con nadie: mi casita y nada mas.
¡Y sin embargo, qué de gente conoce! ¡Qué relaciones tan heterogéneas las suyas!
Conoce, sobre todo, a muchas mujercillas; sabe para qué sirve cada una de ellas y
tiene el buen acierto de escoger a la más apta para cada uno de los servicios en que
suele emplearlas.
No hay día que no tenga algo que decir en secreto a alguna persona.
A cada paso le sucede negar que se halle en casa.
Siempre que tiene visitas le ocurre tener que salir unos breves momentos a la
antesala o al pasillo, porque le traen la contestación de aquello.
Mientras vuelve a donde dejó las visitas, estudia la innecesaria mentira que va a
decir para explicarles qué era aquello, y en efecto, entra y la suelta.
Ciertas trapisondistas, las de peor género, mueren fuera de su país natal, y
habiéndose mudado el nombre en el último tercio de su vida.
Ésas a quienes califico de peores suelen tener más de una cédula de vecindad, y
tienen medios para facilitar las de comunión a otras personas.
Conocen a los que se dedican al contrabando y a sus auxiliares colocados en las
oficinas del gobierno, y en cierta esfera social suelen recibir con frecuencia encargos
de vender géneros que son verdaderas gangas para el comprador que los necesita.
Casi a todas ellas les gusta andar en negocios de compras y ventas; no diré que no
lo hagan con alguna esperanza de lucro; pero tampoco callaré que basta que la cosa se
haya de vender en secreto y mediante algún engaño para que les sea agradable tratar
de ella.
La trapisondista conoce al dedillo el origen de muchos caudales mal adquiridos, y
además tiene la desgracia de creer que todo el que se mueve con alguna actividad es
tramposo.
Alguna habrá que ni por adulterino amor, ni por vicio, sea infiel a su marido; pero
estará dispuesta a incurrir en infidelidad siempre que para ello tenga que salvar
obstáculos, andar por sendas muy tortuosas, pasar por encima de ascuas y dar pábulo
a las inclinaciones de un ingenio.
Es poco afectuosa: la gente llana y sencilla le disgusta por su sosera; la gente de
trastienda le llama la atención porque le puede ofrecer campo para sordas

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competencias de travesura y la grata esperanza de vencer a un avisado o aprender
algo de él.
Dos hembras trapisondistas que lleguen a tratarse no pueden vivir seis meses sin
regañar, ni otros seis meses sin hacer las paces. Se odian en el fondo; pero les sucede
como a los jugadores, a los enfermos de un mismo mal, a los accionistas de una
misma empresa, a los cómicos de un mismo teatro, y a otros que, por un interés, una
necesidad o una tendencia común, han de estar en contacto forzoso por más o menos
tiempo.
Los gatos que saltando de las hornillas a un vasar culebrean por entre frágiles
copas y botellas, y vuelven a saltar de allí sin romper cosa alguna, hacen lo que con
más o menos suerte hace la trapisondista durante su vida.
De muchas plagas tiene que librarse el hombre para vivir con el menor disgusto
posible en este mundo. Una de las grandes plagas es el trato de la trapisondista, que
por milagro pone el pié en casa donde no influya de una manera u otra, y lo peor es
que entre los peligros e inconvenientes del trato social, hay unos que solo pueden
perjudicar a los hombres, y otros que solo pueden ser temibles para las mujeres; pero
la trapisondista es arma de dos filos: a uno y otro sexo puede ser funesta.
Dichoso el hombre que no es víctima de la petulancia de la mari-macho, ni de la
martirizadora celosa, ni de la derrochadora, ni de la imprudente; pero dichosísimo el
que no emparejó con la trapisondista, que además puede tener todos los defectos
citados y ¡parece mentira! además otros.

ENRIQUE V. CÁRDENAS

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LA DUQUESA
¿Por qué son siempre bellas las duquesas? preguntaba mi juvenil curiosidad un
día.
Y un sabio observador, que fue en su mocedad hombre de mundo y que vivió
soltero hasta que se casó como un simple mortal, compadecido de mi ignorancia me
explicó el fenómeno de esta manera:
—Para ceñir a su frente ducal diadema, comenzó, tú comprendes que es preciso
que una mujer sea esposa o hija de algún duque. Pues bien: los duques tienen el buen
gusto de preferir las hermosas a las feas; pueden elegir y eligen lo mejor entre lo
bueno, y después, es natural, hereda su hija del padre la corona de nobleza y de la
madre la de la hermosura. Como ves, no hay nada más sencillo.
—Cierto, le dije; más ¿si la niña se parece al padre? porque se dan casos, y yo
concibo que se puede ser duque y ser muy feo: la ley que yo he observado se refiere
tan solo a la parte femenina de las razas ducales, pues en cuanto a la otra. Cuasimodo
consigue a veces, no sé por qué diabólicas artes, proyectar su efigie en los más
ilustres blasones.
—Aunque así sea, me interrumpió el mentor sonriendo finamente, la niña podrá
ser incorrecta; más la mujer será también hermosa más o menos; pero, en fin, lo será,
porque no ignoras que la belleza es en gran parte artificial y efecto de la educación y
de los objetos que desde la infancia nos rodean. ¿No has oído decir nunca que la
elegancia es la mitad de la hermosura?
—Lo sospechaba.
—¿Nada más? Pues se conoce que eres inexperto y que no has estudiado bastante
a Alfonso Karr. De lo contrario, él te habría enseñado la razón de la ley de razas y
sabrías cómo se forman esos prodigios tentadores de pié invisible y de mano breve,
de talle esbelto y de formas puras, de tez delicada y dulce sonreír, de mirar altivo y
andar majestuoso; esos tipos que tanto nos seducen y que dan idea de que hay en la
creación también aristocracias, seres privilegiados, predestinados a la adoración y al
dominio universal por la magia de sus gracias naturales.
—Yo había creído siempre que estos dones solo el cielo los daba.
—Ciertamente, prosiguió con bondad; pero observa que aunque el fundador de
una ilustre casa no fuera precisamente un Apolo, ni su consorte una Venus, como en
lo antiguo a la nobleza acompañaba siempre la opulencia, podía educar a sus hijos
con todos los refinamientos del arte y de la ciencia, haciéndolos ágiles y cultos,
teniéndoles siempre rodeados de objetos bellos y seductores, aprisionado el pié
dentro de primorosos borceguíes, enguantadas las manos con gamuza finísima,
respirando perfumes y oyendo constantemente hablar de grandes hechos y de
brillantes fiestas, todo lo cual eleva el espíritu y presta al cuerpo ese aire de
superioridad que en el mundo se llama distinción.
De esta manera, la segunda generación es ya más correcta que la primera, y así

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sucesivamente la estirpe se va perfeccionando de una en otra, con tal que los enlaces
sean discretos y que la fortuna no decaiga, pues no hay distinción ni carácter de raza
que resista a tres generaciones de pobreza, porque entonces el crudo ambiente de los
campos o la atmósfera infecta de un tugurio, las privaciones, el trabajo y el olvido de
toda coquetería, que es en cierto modo parte de la higiene y de la estética, acaban por
vulgarizar al ser más favorecido por la naturaleza. Así, pues, debes estar convencido
de que aunque un duque sea feo y su heredera se le parezca al nacer, la educación, la
riqueza y la elegancia perfeccionarán sus gracias, haciendo que tenga al ser mujer las
dos coronas que ves resplandecer en las frentes de esas bellas duquesas que admiras;
de manera que tu observación es exacta y la ley se cumple eternamente hasta en las
duquesas hereditarias, pues de las electivas nada tengo que decirte, ni el arte tiene que
hacer con ellas: nacen ya hermosas, su belleza las señala a la admiración universal,
sus encantos las ennoblecen, el amor las diviniza, y el himeneo viene al fin a coronar
sus sienes con la diadema de perlas y brillantes. A mi juicio éstas son más duquesas
de derecho divino que las otras.
—Tal vez; pero no profundicemos, que en el fondo tú sabes, y lo sabe todo el
mundo desde que lo escribió un padre jesuita, que el derecho divino y el derecho
humano, el dedo de Dios y el sufragio universal se confunden en un mismo principio,
en una eterna verdad, porque así como ningún pueblo sufre indefinidamente un yugo
que aborrece, nada tampoco sucede en el mundo que Dios no haya dispuesto.
—Filosófico estás; pero esto no es del caso; yo lo que te aseguro es que daría diez
años de mi vida por una hora del amor de una de esas mujeres ideales.
—De esa manera, con dos duquesas consecutivas habrías consumido toda tu vida
galante, toda esa verde edad de esperanzas, de amor y de ilusiones, cuyos episodios
son las acuarelas que ilustran el álbum de nuestra existencia, porque antes de los
veinte años se puede ser un buen muchacho, un joven de porvenir y hasta un
mancebo bien parecido, más no es uno un hombre todavía, y después de los cuarenta,
cuando empieza el otoño de la vida, nuestro espíritu desencantado se asemeja al sol
de esta estación, de pálido color y rayos tibios, melancólicos como la sonrisa que
entreabre los labios de un amante al contemplar el paquete de cartas, el retrato o la
trenza de cabellos cuya vista le daba frenesí diez años antes.
—Un poeta francés ha comparado la angélica sonrisa de la niña que llora, esa
mezcla sublime de la alegría y las lágrimas, con el sol a través de la lluvia, como
quien dice, el iris de las tormentas del alma; más la tenue sonrisa de la mujer o del
hombre de cuarenta años que ha vivido, ¿no se parece también al sol del polo cuando
rompe las eternas nieblas y sale a iluminar un paisaje de nieve? Porque la experiencia
es el sol de la vida, sus nieblas son la duda, y los desengaños son la nieve que platea
nuestros caballos y contrae nuestros labios con esa expresión triste y resignada de la
senectud.
—Todo lo cual, con tu permiso, creo yo que nada tiene que ver con las duquesas.
—Mas de lo que tú piensas; porque ellas y algunas que como ellas son hermosas,

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espirituales y elegantes, forman la constelación que más se estudia desde el
observatorio del amor y que retrata esa cámara oscura que se llama la fantasía; ellas
son el ideal que se proponen realizar todos los corazones jóvenes y entusiastas; ellas
inspiran las voraces pasiones que agostan en flor las existencias o dejan como el rayo
cicatrices de fuego allí por donde pasan.
—Según eso, las crees insensibles.
—Líbreme Dios de incurrir en tamaña vulgaridad; no hay mujer insensible, y la
duquesa mujer es para dicha suya y del que la posea: todas ellas son capaces de sentir
el amor y compartirlo; más es preciso sabérselo inspirar, que sino, lo mismo que fue
volcán para uno puede ser de nieve para otro. Balzac tuvo razón en compararlas con
los violines, de los cuales un verdadero artista saca vibraciones y notas dulcísimas,
mientras la torpe mano de un profano solo arranca sonidos penetrantes y discordes.
Solamente la fatuidad masculina halla más cómodo calificar de insensible o de ser
incompleto o egoísta a la mujer que no logra enamorar, que reconocerse ella misma
incompetente para conseguirlo; y en esta vanidad está fundada, entre otras
preocupaciones, una por punto general muy extendida entre las gentes de mediopelo
y que supone a una duquesa, o más generalmente a una dama de alto rango, frívola
siempre, sin corazón, viviendo en una atmósfera que excluye todos los grandes
sentimientos y cuyos sentidos halagan tan solo la lisonja que adula, el lujo que
deslumbra y la coquetería que hace victimas, sin que la gran señora se apiade nunca
de ellas ni sea capaz de ningún acto de abnegación.
—Es preciso no haberse acercado jamás a una de ellas, o ser tonto, jorobado o
tuerto para pensar así, pues de lo contrario, cualquiera ha tenido ocasión de reconocer
que, lejos de embotar su sensibilidad, el ambiente que aspiran esas mujeres tentadoras
no puede menos de predisponerlas al amor, desarrollando de un modo exquisito su
sensibilidad. Ernesto Feydan lo ha dicho en uno de sus más profundos estudios
filosóficos: los amores románticos, las grandes pasiones son patrimonio de las
personas ociosas y ricas.
—Por supuesto que estamos tratando del amor no como lo entienden los
naturalistas y lo explican los fisiólogos, sino del modo que el corazón lo siente y lo
concibe la fantasía en las organizaciones superiores; que de la otra manera, cualquier
maritornes serviría, y yo no hablo ahora de la hembra, sino de la mujer, debiendo
advertir que no lo es, aunque lo parezca, toda la que lleva faldas. Recuerdo que
Balzac, en su estadística conyugal, solo registra cuatrocientas mil mujeres entre los
treinta millones de franceses que existían en su tiempo. ¿Cuántas habrá en España?
—No lo sé; pero he de preguntárselo al Exorno. Sr. D. José Emilio Santos, amigo
mío, que ha sido mucho tiempo director general de Estadística. Hoy, sin embargo, la
cifra no hace al caso, toda vez que yo afirmo, bajo la fe de hombre de muy buen
gusto, que todas las duquesas lo son, teniendo no solamente el prestigio y las gracias
que exteriormente las adornan, sino en su alma los tesoros de ternura y en su espíritu
las delicadas fantasías que dan fuerza y calor al sentimiento.

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—¡Cuánto se engañan los que al ver pasar una berlina pequeña y tapizada de raso
blanco, al trote de dos corceles de pura sangre que salpican con su brioso piafar,
cabeceando, de barro negro y blanca espuma al transeúnte, imaginan que la mujer
aquélla, recostada con suprema indolencia en los cojines, mirando apenas y
sonriéndose a veces, es un ser frío, desvanecido, indiferente a la mayor parte de las
cosas!… La envidia así lo juzga, porque no pudiendo sustraerse a la fascinación que
la hermosura y la elegancia producen por doquiera, sintiéndose magnetizada por el
brillo de dos ojos negros y profundamente lánguidos, con pestañas largas y sedosas,
llena de admiración ante una cabellera espléndida y bruñida como el ónix, que
encuadra el óvalo perfecto de un rostro ligeramente pálido, sonriendo de un modo
irresistible, como no admite discusión tampoco el talle aéreo y voluptuoso que se
adivina entre la seda y los encajes que Worth, Besanzon o la Clemencia combinaron
con arte para vestirla, busca en otra parte la revancha, y para tomar venganza de los
homenajes y lisonjeras palabras que todo el mundo tributa a esta hada de la elegancia
y de los amores, inventa que aquella hermosa cabeza no es inteligente, que aquel
corazón no late, que aquel alma no se eleva, que aquella organización, en fin, no tiene
delicado más que el cutis.
—Pero los hombres de talento que forman su corte saben que los comprende y a
veces se anticipa a las más grandes ideas, discurriendo con esa viva flexibilidad que
el cielo ha puesto en la imaginación de las mujeres; los que la aman sienten por ella
fanatismo, y a los desgraciados consta que es compasiva y generosa tanto como bella.
Siendo así, ¿la opinión del vulgo qué le importa? Nada, y por eso hace muy bien en
no ocuparse de ella, siguiendo su triunfal carrera sin dignarse fijar una mirada en los
que la deprimen, bien segura de que, si un día quisiera que su más furioso detractor,
su adversario más cruel y sistemático, el hombre a quien hubiera dado calabazas
previas, que son las que se sienten, variase de opinión, solo con mirarle un instante y
entreabrir dulcemente el diminuto estuche de corales donde guarda las perlas de sus
dientes, le tendría a sus pies rendido y delirante de amor, ebrio de esperanza.
Afortunadamente para la dignidad del sexo fuerte, que lo de feo es ya muy
antiguo y además está tan a la vista que no precisa decirlo, es raro el caso de que una
de estas notabilidades tenga enemigos entre los hombres: las mujeres son las que no
perdonan; pero a una hermosa le importa tanto esta enemistad, como a un hombre de
corazón que de él murmuren, pues solo con presentarse hace que la maledicencia se
postre y enmudezca.
Cuando la duquesa va al teatro, su palco es el punto de mira de todos los anteojos:
analizan las mujeres su toilette y los hombres admiran su belleza, porque hay en todas
las almas varoniles instintos de artista que les hacen fijarse más en las perfecciones
físicas que en los fastuosos encajes y ricas pedrerías: para nosotros ésta es la
decoración, el aire, la atmósfera natural que debe rodear a una mujer hermosa,
mientras que, para ellas, ésta no es más que un estuche, un escaparate, y su mirada va
derecha a las joyas.

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En el baile sucede lo propio: la duquesa entra con los hombros desnudos y la cola
arrastrando, meciendo su talle y sonriendo a la creación, de que sabe es la obra más
perfecta y admirada; no anda, sino que ondula; no mira, sino que irradia; no habla,
sino que lanza vibraciones eléctricas cada vez que mueve los labios o que su seno
albo y torneado se levanta por la respiración, como en el mar la espuma de dos olas
gemelas; atraviesa salones y salones con su paso de reina, pareciendo cuando sale de
uno que las luces se apagan un instante, que hay momentáneo eclipse, porque falta el
resplandor de aquel astro; más la admiración y el deseo la siguen por todas partes
hasta en la antesala donde este toma la forma de amigo obsequioso que cubre su
alabastrina espalda con el chal de Rusia, el albornoz turco o la pelliza de armiño;
luego le da temblando de emoción el brazo y la acompaña al coche que espera al pié
de la escalera; más allí al deseo sucede la realidad, entrando detrás de ella el marido y
dando la orden al cochero que fustiga su tronco y parte a escape.

ADOLFO DE MENTABERRY

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LA QUE ESPERA EN EL CAFÉ
Llega cinco minutos antes de la hora prefijada, porque ella es así: quiere
proporcionarle a él la grata sorpresa de que al entrar la vea allí ofreciéndole una
sonrisa.
Viene aseada: sus botitas, sus guantecitos, atusado el cabello, un poco de pomada,
un poco de plancha… vamos, que de golpe no parece mal.
El camarero pasa el paño por la mesa preguntándole ¡qué va a ser! pero ella le
responde: nada por ahora; cuyo por ahora equivale a una explicación, a un cúmulo de
gratas esperanzas; aquel por ahora es como la alborada de un día risueño, la profecía
de un porvenir tan próximo como bello.
Los concurrentes la miran. Ella aprovecha un momento para mirarse al espejo con
una rapidez y un disimulo admirables.
Da la hora: él va a venir.
En aquel momento le parece a ella que no está bien sentada. Se coloca mejor, y de
un par de discretas manotadas a uno y otro lado, reduce el volumen de la falda del
vestido, que cediendo a las sugestiones del almidón, se había puesto demasiado
hueca.
Se mira los pies y los coloca de modo que no asomen demasiado, ni queden
ocultos debajo del vestido.
Se mira un hombro, se mira el otro, y hace la siguiente reflexión: supuesto que así
parezco bien, él no puede tardar.
Y sin embargo, para que se vea cuan falibles son los juicios de los mortales de
ambos sexos, él tarda.
La que espera comprende que aún podría estar sentada más a gusto, y hace un
leve movimiento, después de lo cual se convence de que en materia de esperar
sentada ya no cabe mayor perfección.
Se han ido del café dos, tres, cuatro personas; no quedan más que la que espera y
uno que toma una copa, lee el Diario y de cuando en cuando la mira.
Ella está en uno de los más bellos períodos de la fidelidad: no hace caso del
desconocido.
Va a tomar otra posición y se detiene, acordándose de que está sentada del mejor
modo imaginable.
Se mira el alfiler del pecho, se mira la mano enguantada abierta, se la mira
cerrada, se mira la otra, cruza las dos, se las mira cruzadas y se gusta.
El camarero, que ha pasado varias veces por delante de su mesa, se para a la
puerta mirando a la calle al través de los cristales.
Ella miraba también con la sonrisa en capullo para hacerla florecer apenas viese
que el esperado empujaba las puertas vidrieras, y no puede sufrir que el importuno
cuerpo opaco se interponga…
Tuerce la cabeza a un lado, inclina algo el cuerpo, y todavía ve algo; pero el

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simple del mozo se mueve a cada paso; ahora la quita la vista por la derecha, ahora
por la izquierda, ella se marea de curiosidad, de impaciencia y de torcer el cuello a un
lado y a otro. No hay más que un medio para que el hombre deje el sitio: pedir café.
Y lo pide.
Al fin puede ver cómodamente por los cristales.
La traen el café. Es lástima tener que empezar a tomarlo sola, sin que él añada a la
taza el terroncito de cortesía, sin que él pida para ella un poquito de leche para el vaso
del agua…
Pero ya no puede tardar: paciencia.
Un remoto presentimiento la mueve a tomar el café a sorbitos muy pequeños.
¿Para qué? ¿Para que aún tenga la taza llena cuando él llegue, si llega pronto, o para
que dure más el pretexto de permanecer allí si él tarda?
No lo sabe; pero en efecto él tarda de veras.
Tan de veras, que ella, sin notarlo, ha apoyado el codo en la mesa y la mejilla en
la mano con aire meditabundo.
De pronto conoce que su actitud es la del abatimiento, y recobra decidida su
posición primera, pasándose la mano por el cabello como alisándolo, y toma otro
sorbito.
De una de las salas interiores del café sale un mozo garrido, que abre con garbo la
puerta de cristales y queda apoyado en el pomo hasta que ha salido a la calle la
morena que con él anda.
La que espera, como si nada viese, toma la taza y bebe; pero a medida que va
bajando la cabeza levanta los ojos para no perder ni un movimiento de aquella pareja
feliz a sus ojos.
En seguida, con apariencia indiferente, toma la cucharilla para menear el azúcar
del vaso y ahoga un suspiro mientras piensa:
—¡Qué suerte tienen algunas!
Se da una rápida mirada al espejo, y se compara con la morena.
El perro del café se sienta a su lado mirando atentamente su platillo de azúcar.
El café se enfría y él no viene.
Casi es mejor que no llegue en aquel momento, porque si apareciese, ella no
podrida menos de llamarle ingrato, descortés, comprometedor; se expondrían a
regañar… y ella no quiere; por eso es ella la que espera.
Entra una turba de mozalvetes, uno de los cuales se queja de sus compañeros
porque le traen allí, haciéndole faltar a una cita con su novia.
Reflexión de ella:
—Es claro: así son los hombres. Por los amigos ¡qué amigos! por cuatro
tarambanas que les pierden, olvidan sus más principales obligaciones y la ponen a
una en ridículo…
—Anda y que espere cien años (dice otro de los camaradas); cuanto más la hagas
esperar, más te querrá.

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—¡Picaros! (piensa ella) ¡bribones! conocen el flaco de una y abusan sin caridad.
Si no fuéramos tan tontas…
—Lo peor, observa el novio, es que si falto a la cita es por culpa vuestra y no mia,
y cuando esta noche se lo diga, no me va a creer: es capaz de figurarse ¡quién sabe!
Lo siento, porque la pobre no me ha hecho esperar nunca, y no merece…
Reflexión de ella:
—No, lo que es algunos ya tienen buenos sentimientos; pero esos demonios de
amigos son causa de que a veces…
¡Oh alegría!
Asoma de lejos un sombrero ladeado… ¡Es el de él! Así es de forma y así lo
lleva. Él es. Al fin cumple; ya decía yo…; se acerca…
Mirada al espejo, brillo en los ojos, preparada la sonrisa… Entra y no es él.
Parece imposible que haya dos sombreros tan iguales y un modo tan igual de
llevarlos.
El sombrero es idéntico, pero todo lo que está debajo es diferente.
¿Quién toma café, quién no cambia de postura, quién no cierra los dientes, quién
no se muerde los labios en ocasión semejante?
Los mozalvetes gritan, alborotan, piden copas, dicen chascarrillos: todo el café se
estremece de risa.
Menos ella.
Ni siquiera los oye. Piensa que la sociedad está mal organizada; que la repartición
de cualidades entre ambos sexos es injusta; que la ley debería castigar al hombre que
hace esperar a una mujer en vano.
A aquellos mozalvetes los desprecia; los tiene por estúpidos e inhumanos, porque
se ríen diciendo sandeces mientras una pobre mujer espera.
—Que se fastidie, dice repentinamente en voz baja; también espero yo. Tal vez
sea alguna señorita muy remilgada que no me levantaría del suelo si me viese caída…
y en fin, sea quien fuere, bastantes quebraderos de cabeza tengo yo por mí.
Los mozos, alegres, hablan indiscretamente de sus aventuras amorosas; se ríen de
las mujeres que dicen haber burlado.
Monólogo mental de la que espera: —Sí, babosos, sí: reíos de las pobres mujeres;
puede que la que os eche el guante vengue a todas las demás. No, lo que es yo…
cuando vuelva a poner afición en otro… me parece a mí que… ¡Si todos son unos!
Pues con mi genio, ya, ya. En cuanto yo le eche la vista encima al que me tiene aquí;
en cuanto yo le vea… ¡no sé! Ahora quisiera yo que asomara por esa puerta, ahora;
que puede que… ¡jum!
La pobre va a beber un sorbo; ¡pero si está helado! No puede con ello.
No sabe qué hacerse.
¡Ah! todavía no se ha abanicado. ¿Para qué es el abanico?
Lo saca del bolsillo y se da aire, pero con alma; y sin embargo hace frío.
¿Pero lo sabe acaso ella? Lo que hace es ira, celos, enojo, rabia…

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Se ve pasar un paraguas abierto.
Esto nos faltaba. —Si cuando una nace para desdichas…
Todos los pensamientos de la que espera, dando muestra de una admirable
disciplina, van a parar a las enaguas, a las botitas… El terror la domina al imaginar el
deterioro a que están expuestos los objetos más caros de su ornamentación.
El que la viese acercar con distraído ademan a sus labios el borde del vaso de
agua azucarada, ¿cómo podría sospechar que debajo de tan fría apariencia ardían
volcanes?
Si estuviera sola, lloraría.
Ya siente de cuando en cuando un poco de escozor en los ojos; pero se mantiene
firme que firme.
Se acuerda de que él fue quien escogió la hora de la cita, que por cierto no era la
más cómoda para ella; él fue quien eligió el café; él dijo que iba a ser el más
puntual… —Vamos, esto no es de caballeros.
Así dice, y se echa tres terrones de azúcar en el bolsillo.
El perro del café se levanta paso a paso y se va a sentar junto a otra mesa.
Entra un barrigudo con el paraguas seco y cerrado.
Reflexiones de la que espera: —No tiene excusa, porque ya no llueve. ¿Qué más
habría querido él, sino poderme decir que iba a venir; que el chaparrón le había
detenido; que se le había hecho tarde?… ¡Pero ni esto! A más de que yo, con lluvia y
todo, habría venido… (¡Bribón!). Porque otra cosa no tendré, pero soy mujer de
palabra. No soy como él, que no tiene nada de caballero. Porque cuando una persona
quiere a otra… Y le lie de decir que es un pelele y un mendigo; y si se le ha figurado
que necesitaba yo que me pagase el café, anda muy equivocado; que ni es caballero
ni ése es el camino.
Los mozalvetes se van, y todos al pasar se vuelven a mirarla.
Ella, como si no los viera, llama al perro, que se despereza primero y sin hacerle
caso se va a la cocina.
El barrigudo la contempla con atención.
Reflexiones de ella:
—A puñados los tendría una si solo mirase al interés y no fuese franca como una
es, y no pusiera afición en las personas. Otras hay que se ríen de todo y son las más
queridas; que cuanto más quiere una, peor trato recibe.
Lleva dos horas de esperar.
—¿Pero va bien ese reloj, camarero?
—Sí señora; atrasa unos minutos.
—¡Atrasa!
—Casi nada.
El barrigudo la mira embobado.
La que espera tiende la mano, se la mira, la cierra, la apoya al borde de la mesa,
coge el abanico, se da con él tres golpecitos en los dientes superiores, lo deja encima

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de la mesa, y estirando mucho el dedo meñique, toma la cucharilla y menea el agua
azucarada.
Reflexiones que hace al mismo tiempo:
—No me gustan los hombres tan gordotes. Y ése tiene cara de bruto. A bien que a
veces ésos son los mejores. Parece hombre acomodado. A veces más vale un
machucho así que otros que con mucho pintarla y echarla de muy caballeros son
aguachirle. Porque lo que es aquel indino, está visto que no viene. ¡Mala hora lo coja!
Lo que más me puede es haberle dicho a la Vicenta que venía a esperarle. No se va a
poner poco ufana, si sabe que él no ha venido. Seria cosa de oiría del modo que se
pone cuando se ríe la fantasiosa, que parece una pava. Y eso que bien puede reírse de
las demás, que mujer de más belenes… ¡Bendito sea Dios! Lo que es él, que no
vuelva a mirarme; porque a lo primero que me dijese le probaría yo que su modo de
portarse no es de caballeros.
Vuelve un poco la cabeza y sus ojos se encuentran con los del barrigudo
embobado. Deja la cuchara y toma el abanico. Vuelve a guardarlo en el bolsillo,
vuelve a estirar el meñique y bebe.
Va a oscurecer.
Reflexiones de la que espera, mientras se pasa el pañuelo por los labios:
—Lo que es esperar que él venga, ya es escusado. No, pues si se ha creído que me
he de morir por eso… ¡ay qué risa! Lo que es con la hija de mi madre, eso sí que no.
Miren qué gracia, darle a una un plantón bajo palabra. Luego dicen caballeros,
caballeros; farfantones y pillavanes, digo yo: y nada más. Que venga otra vez con
Carmencita, cóseme, y Carmencita, plánchame, y Carmencita cariño, y Carmencita
entrañas. ¡Como no le cosa la boca con que miente!… No más, vamos, no más. A
otra podrá engañar mañana; lo que es a mí… ¡a mí!
Sí que le he querido, sí señor. ¡Y qué! ¿Es algún delito? Boba he sido con él, que
otra cosa no podrá decir, y si lo dijese, le haría volver las palabras al cuerpo; que aún
no somos tan desgraciadas para no tener quien saque la cara por una; que mi familia
es bien conocida y vengo de buena línea: mejor que la suya cien veces y toda su
alma.
Y a todo esto sigue limpiándose, restregándose, despellejándose los labios con el
pañuelo.
Repentina, resueltamente, llama al mozo, y al dirigirle la vista se encuentra con la
mirada insistente del barrigudo.
Da dos reales y no toma la vuelta. No quiere que crea el mozo que necesita los
cuatro cuartos.
Se levanta y toma la puerta con denuedo.
El barrigudo la sigue bufando, porque la moza anda lista.
Al dar la vuelta a una esquina, mira ella de reojo y ve al bobo que le sigue la
pista.
Entonces acorta el paso.

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De lo demás, no sé una palabra: ni una.

ROBERTO ROBERT

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LA QUE TIENE MUCHOS NOVIOS
—Pero… ¿cuántos son muchos?
—¡Con que cuántos, eh!… ¿Cuántos ha tenido usted, señorita?
—¡Yo!… Pues mire usted, así de pronto no me ocurre; pero me parece que… sí,
lo que es novios formales… verdaderamente novios… porque si va usted a meter en
cuenta como tales todas las tonterías de chica, y los medios galanteos de mayor, y los
que le suponen a una sin ser, y…
—¿Pero usted cuántos ha tenido?
—¿Cuántos?
—Sí señora, con franqueza.
—¿Con franqueza? Pues vamos, la verdad es que hasta la fecha, si no recuerdo
mal, he tenido, he tenido… espere usted un poquito… Vamos, sí; he tenido siete,
nada masque siete. ¿Le parecen a usted muchos?
—No me parecen pocos.
—Y diga usted, ¿entro yo también en el artículo?
—Sí que entra usted, hija mía; pero no hay que asustarse por eso. Al fin y a la
postre la cosa no constituye crimen ni delito, ni tan siquiera falta; cuanto más…
sobra de novios. Con que así, permítame usted hilar las ideas y exponerlas al público,
sin miedo ni recelo por su parte, que ni ha de perder usted sus novios por ello, ni yo la
consideración que se debe siempre al sexo débil. ¿Estamos?… pues oído a la caja.

***

El tener muchos novios presupone muchas cosas; por ejemplo, encontrar


pretendientes a granel, ser todita corazón, consagrarse al bullicio del mundo, etc.,
etc., etc.; pero desde luego la que tiene muchos novios puede asegurarse que, o vive
largos años en soltería, o cambia de personal con más frecuencia que de ministros el
señor rey que nos rige. Porque… es claro como el agua, si la niña en sazón se casa
con el primer novio que tiene, y no enviuda, en su vida llegará a tener el segundo.
Y dirá al leer esto la que los tuvo por desgracia (que hay mil modos de tenerlos):
«¡¡¡Pero Dios mío, en qué pude haberos ofendido para que yo haya tropezado
siempre con novios maleantes, juguetones y refractarios a la dulce coyunda!!!».
Y tendrá razón.
Por supuesto, que bien mirado el asunto, si la exclusiva ocupación de la mujer es
el amor en todas sus manifestaciones y se dedica a esa profesión con el propio
ardimiento que nuestros valientes almogávares ponían en la de dar puñaladas, claro es
también como el cristal (pues que en el bello sexo tanto monta un novio como en el
soldado una campaña) que la que logra tener muchos debe creerse rodeada de una
aureola muy semejante en su género a la de los veteranos de la guardia imperial en
tiempo de Napoleón I.

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Y también tendrá razón.
Y eso sin contar con que siempre las moscas acuden a la miel; aunque si
atentamente se recapacita, bien podrían ellas acudir, sin que la miel (teniendo
voluntad) se dejase comer por ellas.
Además que entre no tener ninguno y quedarse zapatera, como dicen los chicos,
o tener muchos, más vale no pecar por carta de menos.
Pero, en fin, esto no es del caso, y no está el tiempo para digresiones.
Continuemos.

***

Lo de tener una niña muchos novios puede verificarse de dos maneras, a saber: o
engullirlos por pelotones, o paladearlos separada y sucesivamente.
El primer caso es inadmisible. Supone una poligamia moral, propia tan solo de las
coquetas doctoradas in utroque.
Llamar «mi vida» a un hombre moreno por la mañana, y apellidar a un rubio
«cariño mío» por la tarde, cosa es que debe repugnar al sentido íntimo de la mujer,
que es el pudor.
Y yo supongo, ¿qué digo supongo? creo firmemente que ninguna de mis amables
lectoras se encuentran en el lastimoso caso de haber perdido el verdadero aroma del
bello sexo.
Quien tal haga que tal pague: corramos, pues, si ustedes gustan, un velo,
abandonando el tipo al estigma afrentoso de su propia conciencia.
Y vamos al segundo caso.
En el rompe la marcha (como decimos los militares); la que los tiene porque
quiere tenerlos, la que los desea, la que los caza, la que por fin se vanagloria de ello.
Esta mujer comienza de niña por andar en dimes y diretes, cartitas y escarceos,
con los estudiantes de instituto, aspirantes a cadetes, amanuenses de la curia, etc.,
etc., y el día en que se alarga el vestido y se tapa los pantalones como diciendo «me
cargan» aquel preciso día, por un antítesis engañosa, es él en que los busca y los
desea con más ahínco que nunca, y los flecha con los ojos, y los llama con los pies, y
los peca con suspiritos, y los enreda entre los pliegues de su ondulante falda,
acabando por hacer lo que las gentes expresan con la frase despepitarse por los
novios.
Y pasa del moreno al blanco, y del pelinegro al rojo, y del gordo al enteco, y del
alto al bajo, y del artista al comerciante, y del militar al curial, y del literato al
notario, y del andaluz al gallego, con la propia facilidad con que pasan hoy nuestros
políticos de progresistas a sagastinos y de sagastinos a conservadores.
Si ellos son bastante cursis para dar en la flor de pedirla pelo como prenda de
cariño, y ella es sobrado incauta para acceder a la pretensión, cortárselo y regalarlo
(¡asusta el pensarlo, lectoras mías!) pero entre todos la pelan.

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Y sobre este particular de pelos, la historia privada registra casos verdaderamente
portentosos. ¡Cuanta abnegación! ¡Cuanta generosidad!… ¡Lástima grande que el
nivel psicológico de aquel cariño no esté ni con mucho a la altura de la ofrenda
material! Sin ir más lejos, cierto amigo mío posee una hermosa trenza de pelo,
recuerdo de una novia de quince días, por la cual aprontaría gustoso cinco duros
cualquiera peluquero de la villa.
Algunas mujeres, de advertidas o de escarmentadas, procuran tener en casa
doncella de su propio pelo, y cuando alguno les pide ese producto fanérico en prueba
de amor, se lo cortan a la infeliz, acabando por convertirla en víctima propinatoria de
los galanes de la señorita.
Todo lo cual es muy sensible, pero… a la postre el pelo vuelve a crecer, y… ¡qué
diantre! lo del pelo es lo de menos en esta cuestión.
Las más sobresalientes de la clase suelen hacer gala del numeroso escalafón que
guardan en la memoria. He oído relatar a una señorita en son de alabanza propia que
contaba (amen de muchos otros) con quince novios cuyo nombre de pila era Enrique.
Ella lo refería como una gracia… tal vez haya quien se la encuentre al caso; yo no,
pero de gustos…

***

Después de esta prójima viene aquí como de molde la que tiene muchos novios
porque es muy sensible, porque la compasión la domina, porque es toda corazón,
porque ni sabe ni puede, en fin, decir que no a quien amorosa y blandamente le
suplica, ruega, pide e implora su cariño.
Y como los hombres casi siempre suplican de esa manera… ¡saque usted la
consecuencia!
Una niña de diez y siete abriles me confesaba paladinamente en cierta ocasión,
que le era imposible verse requerida de amores por unos ojos masculinos, sin que los
suyos contestaran inconscientemente en el propio lenguaje.
¡Adorable ingenuidad, digna de mejor causa! Este tipo suele ser un tanto
peligroso, pero muy simpático.
Ordinariamente la mujer que le posee es un dechado de bondad, tiene
imaginación, goza de sus puntos de habilidosa y es tan graciosamente amable que
hasta sabe conquistarse el cariño de las mujeres.
Todos cuantos la tratan, dicen: «¡Qué buena es fulana!» y en efecto lo es. Tiene
un corazón más inflamable que el fósforo, un corazón que rebosa en complacencias,
que se anega en caridad. Como usted solicite su cariño mimosa y graciosamente
diciéndola: «¡Por Dios, ídolo mío!…» seguro está que ella se atreva a negárselo.
Es lo sublime de la caridad cristiana aplicada exclusivamente a lo sublime del
amor.
¡Qué tipo tan especial! Yo no la quiero para mí, y sin embargo… me gusta.

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***

Y aquí encaja como anillo al dedo la presentación de la mujer que tiene muchos
novios contra su propia voluntad, y única y exclusivamente porque la mala suerte se
empeña en que los tenga.
Mártir del Golgotha amoroso, a quien crucifican unos galanes verdaderamente
judíos en varios años de pasión, y sin que aquel estéril cuanto inmenso sacrificio
pueda servir siquiera de ejemplo ni salvación a las demás de su especie.
Su corazón es constante y leal, sus ideas sanas, sus costumbres dignísimas, y sin
embargo, hoy día de la fecha en que cumple treinta y cinco octubres, ni se ha casado,
ni se casa, ni probablemente se casará, a pesar de que tiene por galán al novio número
23.
¿Por qué no se casa? ¿Por qué ha tenido tantos novios? ¿Por qué? Por su
desgracia; únicamente por su desgracia.
A los quince años se enamoró perdidamente de un joven incauto, elevándole en
las regiones de su fantasía a la altura, de los héroes, y a las quince semanas hubo de
desilusionarse por completo en razón a que el chico era tonto por los cuatro costados:
ella misma le despidió, más como no era coqueta lloró lágrimas amargas y abundosas
sobre las ruinas de su cariño.
Y ésta fue la primer caída de la calle de la Amargura.
El desencanto la llevó al desengaño, y temió y se encerró en su concha, y se
anduvo con pies de plomo, y pasó diez meses viuda de novio, hasta que un día la
necesidad de amar, el talento superficial de un hombre, el diablo, qué sé yo… la
impulsaron nuevamente a emprender el camino del galanteo, en dirección al templo
de la dicha, y tropezó con otro prójimo que…
Era un chico honrado; de buena fe la abordó y de mejor la quiso, y ella, aunque
sin el entusiasmo de su debut, pagaba en la misma moneda aquel cariño.
Y los papás hacían la vista gorda, y él la triste, y ella la enamorada; y el
muchacho tomaba asiento junto a la niña en paseo, y allí se hablaban con el disimulo
posible para que todo el mundo les viese, y los progenitores de la polla se tapaban los
ojos por no ver, y ellos se escribían billetes y se comunicaban por el ventanillo de la
puerta en la escalera de la predestinada, y él llegó a parecer el perro de la familia, y se
querían y proyectaban un casorio, y en una palabra, todo marchaba al pelo.
Pero… el chico acabó su carrera, tuvo que marcharse al pueblo de su naturaleza,

y aquí fueron los suspiros,


cuando ella le dijo… ¡adiós!!!

Protestas por aquí, juramentos por allá, lágrimas por esta parte, ayes por la otra,
recuerdos cambiados, palabras empeñadas, sin que faltasen aquellas frases del último
momento de «¿Me olvidarás?». —«¡Sí!». —«¿Me escribirás?». —«¡No!» en que

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trocaba las respuestas el estado mental de estos cómplices de amor.
La niña pasó un mes cantando el final del primer acto de Jugar con fuego, y
repitiendo para sus adentros: «¡Se fue!». «¡Se fue!». «¡Se fue!» y pasó un año, y la
renta de correos sufrió un alza sensible.
Y pasó otro año y se escribieron menos.
Y pasó… ¡digo! y pasando estaba el tercer año de ausencia, cuando el galán,
hostigado por su padre, espoleado por su madre y empujado por su abuelo, entregó su
morena mano a una chica del lugar, que si no valía ni física ni moralmente lo que la
otra, valía lo que pesaba… en talegas.
Él se quedó con su mujer, mi tipo sin novio ni marido, y ésta fue la segunda caída.
¡Pobre víctima! ¿De qué te servían la fe, la gracia, el cariño, la hermosura, el
talento y la moralidad en que rebosabas? ¡Pobre víctima!
Dos años llevó el luto de su viudez en el alma; dos años vivió sin acudir al paseo,
ni mirar a los hombres, ni nada; en este punto comenzó a darla caza amorosa un gallo
con espolones, más largo que una caña de pescar, quien a la postre consiguió rendir la
fortaleza, y asaltó sus muros, y no dejó piedra sobre piedra, haciendo más estragos en
aquel corazón femenino que Alfonso el de las Navas en el ejército de los Almohades.
Y ésta fue su tercer caída y su verdadera pasión.
Él, que era un granuja de playa, acabó por dejarla en seco, y ella, con tan rudos y
lastimosos desengaños, comenzó a criar corteza y a dejarse caer por la pendiente de
su afición amorosa.
Y de pillo a tonto y de tonto a pillo, hoy goza del novio número veintitrés, y
sueña casi todas las noches que se casa, y que es feliz, y ¡qué sé yo cuántas cosas
sueña!
¡Pobre víctima de tus galanes! ¡Ah! Si existe un cielo para los mártires de amor,
como asegura D. Ramón, no es posible que te falte allí un rinconcito ¡desgraciada!

***

En este punto considero oportuna la presentación a mis lectoras del último tipo de
esta galería: me refiero al de la mujer que tiene muchos novios, pero todos militares.
Existe, en efecto, una parte, y no pequeña, del bello sexo que se distingue por su
afición a la casaca de dos colores, hallándose tan enfrascadas en esa bélico-manía,
que serían capaces de preferir a un capitalista un alférez de reemplazo.
¿Por qué? Por la casaca: solo por la casaca. ¡Pero, señoritas…!
A la verdad que tal obstinación me parece un absurdo de más de la marca, y
ustedes perdonen. ¿Qué tiene que ver el monje con el hábito? ¿Se adoran los paños o
la personalidad que cubren? ¿Dedicáis vuestro amor a las estrellas y bombas y
castillos? Pues entonces tomad por objeto de vuestro cariño cualquiera tienda de
aquellos artefactos. ¿Amáis el valor? Pues bien sabéis que no es patrimonio exclusivo
de la milicia. ¿Buscáis al hombre que se dedica a afrontar peligros? Pues elegid entre

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los marinos de nuestras costas.
Mujer hay a quien no conmueven las melodías de Bellini, ni las modulaciones de
Gounod, ni las armonías de Meyerbeer, y sin embargo, experimenta un espasmo
nervioso, y siente un deleite inefable, y sufre simpáticas sacudidas en las entretelas de
su corazón, cuando escucha el ronco redoblar de los tambores o los estridentes
sonidos de la corneta.
¿Por qué? Porque le gusta la casaca de dos colores[1].
Pues bien: entre las que forman el grupo de agregadas voluntarias al ministerio de
la Guerra, las hay que tienen muchos novios.
Este tipo es más bien provinciano que de corte; lo sé. Pero es lo cierto que al
entrar de guarnición en cualquier capital de segundo o tercer orden el batallón de
cazadores o el regimiento de caballería, hay siempre detrás de las cortinillas o sobre
el antepecho de las ventanas una docena o dos de niñas casaderas que se reparten in
pectore los oficiales de la fuerza, como pan bendito.
Entre estas apreciables prójimas, privan, como es natural, los cuerpos
facultativos.
El arquetipo de la clase se encuentra en las ciudades que poseen un centro de
enseñanza militar, Toledo, Segovia, Guadalajara.
Allí el amor se dedica por lo general al cadete o alumno.
Mujer hay que cursa varias veces la carrera, y se encuentra por décima o
duodécima vez en tercer año (o mejor dicho), amorosamente unida a un alumno de
tercer año, cuando su primer novio ocupa ya el puesto de coronel de un regimiento.
Y en fuerza de sufrir las emociones de exámenes y las ausencias de su amor en
los días de reposo, se identifica con la ciencia y acaba por conocer las dificultades de
la mecánica, de las construcciones o de la balística.
Y o se casa pasando a ser el tipo de la militara perfecta, o se queda en perpetua
soltería, y acaba sus días festejando los de gala y asistiendo a todas las paradas,
relevos, ejercicios y demás funciones militares.
Lástima grande que no cobre retiro por los servicios que prestó, o viudedad por
los novios uniformados que tuvo.

***

Reasumiendo: la mujer que tiene muchos novios se queda por regla general para
vestir imágenes, y en este caso, o se dedica al oficio de vieja verde, ya descrito, o se
abisma en las lóbregas sinuosidades de la beatería.
De todos modos la compadezco, porque no pasa de ser la víctima de una mal
dirigida exuberancia de amor.
¡Pobres mujeres!

***

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Réstame solo decir dos palabras.
Cuanto va dicho en abono de algunas de las que tienen muchos novios, no reza
absolutamente con las que hacen mascar hierro a sus adoradores.
¡Oh! tú lector incauto, si tropiezas en el camino de la simpatía con alguna beldad
que tuvo muchos novios y peló con ellos la pava por la reja, no te dejes poner casaca,
y despídete de ella a la francesa, cantándole de mi parte esta malagueña:

Anda, ve y dile a tu madre


que te meta en un nichito,
y que te encienda dos velas,
que yo no te necesito.

P. XIMENEZ CRÓS

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LA MOJIGATA
Aunque a vivir me acomodo
lejos del humano trato, no soy ningún mojigato que haga escrúpulos de todo.
Bretón de los Herreros.
No pueden ustedes decirme que atestiguo con muertos: vivo está, —en buena
hora lo diga—, el insigne Bretón, más estimado como autor de El pelo de la dehesa y
Un novio para la niña, que conocido como secretario perpetuo de la Academia
española; y él, autoridad irrecusable en el asunto, nos dice que mojigato es el que
hace escrúpulos de todo.
Escrúpulos de todo hace efectivamente mi vecina doña María de las Angustias
Repulgo, viuda de Vista-Baja, persona distinguida y de toda mi estimación, cuyo trato
cultivo, con gran contentamiento mío, hace ya muchos años, y que admitirá gustosa
en su intimidad a todos aquellos de mis lectores que de un modo conveniente lo
soliciten.
Bien entendido que doña María de las Angustias Repulgo, viuda de Vista-Baja,
padece frecuentes ataques de nervios; tiembla como azogada si a sus castos oídos
llega por casualidad un vocablo torpe y malsonante; tiene un síncope cuando en la
calle se profieren palabras obscenas, y sus buenos amigos recuerdan todavía con
verdadero espanto que en cierta ocasión guardó cama por mucho tiempo, y aún
presentaba ya síntomas alarmantes, porque una prima suya, mal intencionada por lo
visto, se permitió hacerla embozadas insinuaciones sobre la conveniencia de contraer
segundas nupcias.
De aquel acontecimiento hablábamos precisamente, pocas noches ha, varios
tertulianos de doña María de las Angustias Repulgo, viuda de Vista-Baja: y como en
ninguna parte faltan, y menos alrededor de una mesa de café, hombres excépticos
capaces de negar que el sol alumbra y que el fuego quema, no faltó en este caso quien
dijese: «Vamos, decididamente esa mujer es una hipócrita».
Lejos estaba yo de presumir que a estas palabras sucedería, como sucedió, un
silencio profundo, muestra casi evidente de conformidad. Había yo creído que, contra
la atrevida aseveración del incrédulo, iban a levantarse protestas enérgicas: no fue así;
nadie protestó, y lo que juzgué todavía más peregrino, ni uno solo de aquellos
hombres, amigos todos de mi vecina, manifestó en lo más mínimo disgusto ni
extrañeza.
—Yo creo, dijo al cabo de un rato un pariente de la aludida, que Angustias no es
precisamente hipócrita, sino mojigata.
—Mojigata o hipócrita, replicó el primero, allá se van, y para mí tanto vale una
cosa como otra.
—No, hombre, no.
—¡Qué disparate!…
—Eso es un despropósito…

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—¿Está usted loco?
—¡Pues no hay diferencia que digamos!
—Es confundir las palabras. Todas éstas y muchas otras exclamaciones brotaron
casi simultáneamente de aquellos labios. El encanto estaba roto, la protesta había
llegado, algo retrasada tal vez, si no contra la injuria inferida a una señora ausente,
contra una punible infracción de la gramática castellana.
«Mojigata es esto». —«Hipócrita es aquello». —«La mojigata finge». —«La
hipócrita finge también». —«Lea usted La Mojigata, de Moratín». —«Lea usted El
Hipócrita, de Moliere». —«Por eso digo». —«Pues, por lo mismo…». —«Los dos
vocablos representan la misma idea».
Creo, me atreví a decir aprovechando un instante de tregua, que si habláramos
sosegadamente podríamos llegar a entendernos, y pues este señor, pariente de doña
Angustias, tiene más motivos que nosotros para conocerla, y es justamente quien ha
rectificado la opinión del que la llamó hipócrita, propongo que principiemos por
escuchar sus explicaciones sobre el particular. Tales cosas podría decirnos que nos
convenciese a todos, con lo que habría terminado toda discusión.
Acogiéronse con benevolencia mis palabras; y bien que a regañadientes se
conformasen a escuchar algunos de los más obstinados, convinieron casi todos en que
la discusión había de iniciarse en el orden por mí indicado.
«Explique usted sus opiniones, y justifique si puede su rectificación» dijimos al
sujeto consabido, y después de habernos advertido que sería tal vez un poco difuso,
pidió café, encendió una regalía británica, y soplando y sorbiendo en acompañada
alternativa, comenzó la siguiente…

«HISTORIA DE DOÑA MARÍA DE LAS ANGUSTIAS REPULGO,


VIUDA DE VISTA-BAJA.

»Presumo, dijo, previa una meditación de pocos instantes, el pariente de doña


Angustias, que ni la ocasión ni el sitio son muy propios para un relato que algo y aun
mucho ha de tener de triste y de doloroso; pero como ni aquella ocasión ni este lugar
han sido elegidos por mí, quiero y debo satisfacer los deseos por ustedes
manifestados, advirtiendo de antemano que molestaré lo menos que me sea dable la
atención de mi auditorio, bien que, a pesar de estos mis excelentes propósitos, la
historia no es corta, ni fácil mi palabra; de forma que, amigos míos, para rato
tenemos.
»Muchos años han trascurrido desde que por primera vez nos vimos, en casa de
su padre, Angustias y yo: era ella a la sazón una chiquilla hechicera, aunque mal
criada: consentida como hija única, desenvuelta y osada como casi todas las niñas
que no han conocido a su madre, había pasado mi prima la mayor parte de su infancia
pensando únicamente en divertirse y discurriendo siempre nuevas travesuras, para
cuya realización jamás se halló detenida por respeto alguno: contaba para todo con la
indulgencia inagotable de su papá, soldado de la guerra de la Independencia, tan

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severo en asuntos de ordenanza militar y tan bravo en los combates como manso y
apacible en el hogar doméstico, sobre todo en lo que a su diablillo se refería.
»Puedo asegurar a ustedes que, a pesar de cuanto los moralistas digan, era tierno
y conmovedor cuadro el de aquel león, fuerte todavía y vigoroso, de arrogante figura,
bigote entrecano y rostro fiero y cejijunto, dominado por una niña que contaba apenas
dos lustros.
»Y no se crea por lo que llevo dicho que en Angustias se desarrollaban
simultáneamente la travesura y la malicia con instintos perversos, no en verdad.
Había en el fondo de su alma gran dosis de rectitud y de honradez, que aparecían, sin
ella pretenderlo, aun en medio de sus menos disculpables bromas. De buenos
sentimientos, de corazón noble y leal, y sobre todo de una franqueza sin limites,
conmovíase mi prima con la desgracia ajena mucho más que con los propios
sinsabores, y en la seguridad de no ser castigada habíase acostumbrado a decir
siempre la verdad, toda la verdad, sin concebir siquiera que en algún caso fuese
necesario, ni aun posible, desfigurarla.
»En resumen, con todos sus resabios, hijos de su educación descuidada y del
cariño excesivo de su padre, Angustias era ¡mucho ha variado desde entonces! la vida
y la animación de su casa, y el encanto de todos los que la conocían. Ríase de mí
quien quiera reírse; pero lo confieso, cuando miro ahora aquellos ojos clavados
humildemente en el suelo, cuando echo de ver aquellos continuos aspavientos y
aquellos molestos dengues de mi prima, casi anciana, recuerdo con amargura, con
dolor verdadero, la mirada franca y atrevida de aquellas pupilas azules, a través de las
cuales se adivinaba la infantil malicia de sus pensamientos».
En éste punió se hallaba de su historia el improvisado narrador, cuando los
bostezos mal comprimidos de algunos y las atentas insinuaciones de los camareros,
que nos dejaron a media luz (y no sé si diga a céntimo), interrumpieron el relato:
aquel prólogo me había interesado lo bastante para determinarme a pedir la
continuación: hícelo, y más afortunado de lo que yo mismo esperaba, ful
inmediatamente complacido.

***

La noche apacible, fresco el ambiente y clara la luna, convidaban a pasear: así lo


comprendimos mi discreto amigo y yo, y cuando, unos en pos de otros, daban los
relojes de la capital las tres de la noche, comenzamos ambos a pasear a la ventura, y
comenzamos también, él a referir y yo a escuchar.
«El padre de Angustias murió cuando ella había cumplido diez años; y esta
pérdida, siempre y para todos horrible, fue para mi prima la desgracia de toda su
existencia. Obligada a vivir desde entonces con su abuela materna, señora muy
anciana y de carácter adusto y áspero, y que residía en Albacete, no tengo para qué
decir si hallarla Angustias doloroso el cambio en su hasta entonces alegre y

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descuidada vida.
»Cuando al cabo de siete años volví a verla, no la conocía: tal y tan profundo
cambio se había operado en su carácter, y aun en su aspecto.
»Aquella expresiva animación de su cara; la picaresca sonrisa que daba vida y
movimiento al rostro; la instantánea réplica (casi siempre aguda e ingeniosa) con que
correspondía a las bromas de sus amigos; todo, todo lo que en otro tiempo le daba
personalidad y carácter propio, había desaparecido. Continente humilde, modesto y
severo traje, pertinaz silencio, andar reposado: tales eran los rasgos que habían
sustituido, con gran desventaja, al antiguo atrevimiento, a las galas anteriores, a la
locuacidad incesante y a la viveza espontánea de la primera edad.
»Bien se me alcanzaba que los caracteres varían y se modifican en el tiempo: esta
variación era, sin embargo, tan completa, que no acerté a explicármela.
»Cuando le pregunté si bailaba, Angustias me miró con asombro, ni aun creyó
necesario contestar, y por el gesto avinagrado de su abuela comprendí que la pregunta
la había escandalizado: hablé de teatros, de paseos, de modas, de novelas, de
reuniones, y cada vez eran más evidentes la zozobra, el sobresalto que tan peligrosa
conversación causaba en la vieja como en la joven: pedí permiso para retirarme, y se
rae otorgó inmediatamente, bien que indicándome la abuela la satisfacción con que
me vería honrar aquella tarde su mesa, siempre que prometiese proceder con juicio,
porque había convidadas varias personas de suposición y de respeto.
»Cuando por la noche conocí a los habituales tertulianos de la desdichada
Angustias, me lo esplique todo inmediatamente.
»Dos presbíteros, un antiguo dómine, tres santurronas y un escribano, todos de la
misma edad y de idéntica catadura que al ama de la casa, rodeaban, por un lado y por
otro, a la desdichada niña.
«Comenzóse la comida (que fue de viernes, como vigilia de San Pedro) por el
consabido benedicite, que escuchamos todos con los ojos bajos, y callando y
comiendo se deslizaron los primeros tres cuartos de hora: entonces los reverendos
estómagos hubieron menester un rato de reposo, y con esto dio principio la
conversación, que ya no terminó hasta bien entrada la noche.
»Las excelencias de la humildad cristiana y de la caridad evangélica; la
conveniencia de un trato honesto con los libros religiosos; los horrores de la vida
mundanal; las insidiosas seducciones del ángel de las tinieblas; la irresistible fuerza
de un exorcismo oportuno, y la decisiva influencia de una buena parte de rosario,
fueron los amenos asuntos de tan deliciosa conversación: en ella, aunque
modestamente, y siempre con el permiso previo de su abuela, tomó alguna parte mi
prima, haciendo muchas cruces cada vez que a Satanás se nombraba, y llevándose las
manos a los oídos cuando remotamente se aludía a las poderosas tentaciones de la
carne o a otros apetitos desordenados.
»Cuando me despedí, y al estrechar la mano de Angustias, observé que su presión
era persistente y expresiva: miré a sus ojos, y… por primera vez me parecieron los

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suyos, y vislumbré en ellos una lágrima: «¡ay, amigo mío, hermano mío!» me dijo en
voz baja; pero con tal tono que, aun hoy, al recordarlo siento despedazarse mi
corazón.
»Aquella lágrima, aquellas palabras después de lo que había visto y oído, eran
más que una revelación, eran una historia completa; historia de padecimientos
continuos, de lucha sorda y no interrumpida, en que el enemigo más débil fingía una
derrota para esperar ocasión de obtener el triunfo.
»Si desgracias de familia no me hubiesen llamado con urgencia a Madrid, ¿quién
sabe? acaso a estas horas Angustias sería mi mujer. Comprendí bien que se
encontraba en un momento crítico de su vida; crisis que la elección de marido había
de resolver en un sentido o en otro, y como yo estimaba y quería mucho a mi prima,
casi casi me conocía dispuesto a convertirme en protector suyo.
»Lo que yo no hice, pudo hacerlo algunos meses después D. Caralampio Vista-
Baja, hombre ya maduro, aunque no anciano ni achacoso, que enamorado de la
modestia y de la humildad de Angustias, tomó su mano y con la mano una dote no
despreciable, dando en cambio otra mano acartonada ya y con ella algunos créditos
negativos.
»La proporción, como usted ve, no era ventajosa para mí prima: tal era, sin
embargo, su deseo de respirar con libertad, y tal también la prisa de su abuela por
librarse de la carga de velar por una doncella, que el matrimonio se arregló con toda
la brevedad posible.
»Si D. Caralampio Vista-Baja hubiera sido tan excelente persona como lo fue mi
pobre tío, el padre de Angustias, ésta habría recobrado, seguro estoy de ello, su
perdido buen humor, su alegría, su ingenuidad: por desgracia, el tal Vista-Baja solo
era una edición aumentada (y muy aumentada) de la abuela de Albacete, y esto
decidió definitivamente la formación del carácter de disimulada, mojigata y denguera
de Angustias.
»Dominante, cruel, atrabiliario y descontentadizo el ya difunto Vista-Baja, era un
tiranuelo en su casa, si bien pretendía pasar por un excelente marido entre sus amigos
y conocidos. Angustias se vio, pues, precisada a continuar por espacio de veinticinco
años (!!) su papel de mujer gazmoña y asustadiza.
»Esta representación tan larga ha formado en su espíritu así como una especie de
blindaje de la conciencia primitiva, a la cual ahora ni aún ella misma puede acaso
llegar, sustituyéndola, sin darse cuenta de ello, con la artificial que a las
circunstancias ha debido.
»Hoy, créame usted, hoy hace dengues y aspavientos maquinalmente y de un
modo instintivo. Ni quiere aparecer mejor, ni le importaría que la creyesen peor; su
espíritu está verdaderamente aletargado y sin conocimiento de lo que hace, y solo
siguiendo la costumbre adquirida, se asombra, se espanta, se santigua cuando oye o
vé cosas por las cuales durante treinta años ha tenido obligación de asombrarse,
espantarse o santiguarse: no de otro modo, sin pretenderlo yo, hemos llegado, como

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tengo por hábito, a esta puerta, que es la de mi casa, en cuyo cuarto segundo tiene
usted una habitación y un amigo…».

***

Con estas palabras acabó la relación semi-dramática de aquel complaciente


biógrafo, que en efecto me había encaminado, sin notarlo, hasta la misma puerta de
su casa. El sereno abrió, mi amigo pisaba ya los umbrales de la puerta, no había
medio de detenerle; no quise, sin embargo, soltar su mano sin decirle en son de queja:
«Debo a usted una deliciosa noche, amigo mio; solo siento que no haya usted
cumplido su promesa tácita, probando que doña Angustias Repulgo, viuda de Vista-
Baja, es mojigata y no hipócrita».
«La observación, dijo él, no me parece justa. En los hechos que he referido está la
prueba de lo que senté al comenzar.
«Angustias hoy no es ni mojigata ni hipócrita: ha sido mojigata, hoy no es más
que un cadáver que se mueve y digiere.
»El hipócrita ve la virtud y se finge virtuoso, porque comprende que la virtud vale
más que el vicio, y ya que no sea virtuoso, quiere parecerlo.
»El mojigato no ve en lo que finge más bondad que en su verdadero carácter;
finge, sin embargo, para realizar determinados propósitos.
»Cuando Angustias, por ejemplo, se fingía beata, tímida, humilde, no lo hacia así
porque juzgase que los dengues, la timidez y la humildad valían más que su
despreocupación y su franqueza, antes bien es de presumir que juzgase de muy
contrario modo; fingía, no obstante, para evitar reprimendas diarias y obtener
confianzas y comodidades que de otra manera no hubiese obtenido.
»El hipócrita se conoce a si mismo y sabe que en realidad as peor de lo que
aparenta ser.
»El mojigato también se conoce a sí mismo, y al transigir con las debilidades
ajenas, conoce que vale menos lo que finge ser que lo que en realidad es.
»En resumen:
»El hipócrita, al fingir virtudes, demuestra que se desprecia a sí mismo.
»El mojigato, al simular lo que juzga debilidades, prueba que desprecia a los
demás.
»Buenas noches».

***

La historia de mi vecina doña Angustias Repulgo, viuda de Vista-Baja, me afectó


de tal modo, que desde entonces la contemplo con afectuosa compasión; con esta
advertencia reproduzco aquí, lector amigo, el ofrecimiento que al principio hice de
presentarte a ella. Al conocerla (después de conocer su historia) puedes asegurar que

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conoces ya al noventa y nueve por ciento de nuestras mojigatas.
Con variaciones muy escasas y puramente accidentales, igual a la de mi vecina es
la historia de la verdadera mojigata. El carácter se forma antes o se forma después; el
hábito del fingimiento se adquiere en la infancia o en la pubertad; ya será la causa un
padre muy severo, ya una madrastra cruel, ya un marido brutal o celoso; pero sin una
presión invencible, sin una necesidad imperiosa e impuesta por la ineficacia de otros
medios, pocas mujeres, muy pocas (si ya no son naturalmente perversas, y de ésas ni
hablo ni quiero hablar) ocultan sus aficiones y fingen defectos de que carecen.
No se me hable de la mojigata sincera, porque ésa no es mojigata. Será
monomaniaca, tendrá preocupaciones; pero si en efecto las tiene y no las finge, no
puede ser incluida entre las colegas de doña Angustias Repulgo.
Tampoco se me hable de las mojigatas que podrían llamarse de ocasión; esto es,
de las que, sin serlo, sin parecerlo en casa ni en familia, lo son en sociedad cuando las
circunstancias lo aconsejan.
El trato social tiene, en efecto, exigencias con las cuales es indispensable
transigir: en este concepto, hombres y mujeres, cuantos andamos por el mundo,
tenemos algo de mojigatos.
Y hasta un refrán muy conocido que dice: Donde estuvieres haz como vieres,
viene a sancionar esta especie de mojigatería universal, de que yo desafío al más
ingenuo de mis lectores a que se declare en verdad completamente desligado.
Resulta, por consiguiente, que, si no en todos, en la mayor parte de los casos la
mojigata lo es a pesar suyo. El disimulo, la humildad aparente, el fingimiento
continuo, son las armas únicas de que, para compensar su debilidad, puede hacer uso
la mujer (dadas las condiciones actuales de su existencia): esto si no la justifica la
disculpa, y antes la hace digna de lástima que de animadversión y de encono. Cuando
el hombre no exija a la doncella soñadas perfecciones; cuando la sociedad, con
sensato acuerdo, conceda a la mujer personalidad propia, la mojigata dejará de
existir, porque ese tipo meramente accidental no tiene causas esenciales de vida. Por
eso lo que instintivamente disculpamos todos y compadecemos en la mujer, lo
reprobamos en el hombre: el mojigato es siempre y para toda persona honrada un
ente ruin, pequeño y despreciable.
Prescindo, por último, de algunas colectividades mojigatas, como el llamado gran
mundo y los públicos de los teatros, que compuestos por punto general de individuos
que no son precisamente modelos de virtud, afectan escandalizarse cuando aparece en
las tablas una muchacha seducida o una esposa adúltera.
Estas colectividades mojigatas darían ocasión a consideraciones de cierta índole
que yo quiero evitar, porque sobre ser peligrosas, no me parecen ahora del caso.
Por todo lo cual, y porque es hora ya de recogerse, permíteme, lectora benévola,
si no eres mojigata, que bese respetuosa y verbalmente tu mano diminuta,
cumplimiento no usado para con las señoras, pero que a mí me parece más cómodo
que el de besar los pies.

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A. SÁNCHEZ PÉREZ

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LA AMABLE
En la Introducción a esta galería de españolas he leído ciertas palabras que me
han despertado el deseo de entablar conmigo mismo una polémica respectivamente a
la mujer amable.
En efecto, nada en el mundo más amable que la mujer amable, y esto sería
perogrullada, si por otra parte no existieran pruebas fehacientes de que muchas
mujeres calificadas de amables no han podido ser amadas por el único varón que se
halló en el caso de conocerlas por completo.
Preguntóme a mí mismo: Esas de quienes acabo de hablar, ¿constituirán una
excepción del tipo?
Y después de recapacitar sobre ello, me respondo: No, amigo mío; precisamente
constituyen la regla general.
¡Hola, hola! Pues aquí hay misterio. ¡Y poquito aficionado que soy yo a lo
paradójico! Vamos a ver en qué consiste esa aparente contradicción; despejemos la
mente, desechemos toda idea ajena a nuestro asunto, concentremos bien las que le
sean propias, y vamos a meditar con calma y orden.
Pues señor…
(Me parece que cuando uno quiere ser sobrio, ordenado y claro en sus discursos,
debe empezar siempre diciendo: Pues señor).
Siendo esto así, y habiendo dicho ya «pues señor» añado: En casa de Luisa la
modista afirman que Teresita es muy amable; en casa de la baronesa X aseguran
todos los tertulianos que Teresita es amabilísima; mi amigo Calixto jura que en su
vida conoció mujer tan amable como Teresita; el embajador ruso le dijo un día a ella
misma: «Señora, las parisienses tienen fama de ser las mujeres más amables de la
tierra, y con todo, no hay en París mujer tan amable como usted». La portera de
Teresita dice que en cincuenta años de ejercicio no ha visto mujer más amable; y yo,
yo mismo dije un día hablando de ella: ¡como es tan amable!…
Su madre, que me oía, bajó la cabeza como contrariada; su hermana hizo un
ademan de falsa aprobación; su cuñada se expresó por medio de una sonrisa no tan
imperceptible como irónica, y su esposo se volvió a mí preguntándome con cara de
vinagre: ¿Amable mi mujer? ¿Cuándo?
Acometiéronme graves temores de haber incurrido en una indiscreción, porque
sabía que los jóvenes somos con frecuencia indiscretos, y respondí tartamudeando, al
paso que trataba de recobrar mi aplomo:
—Siempre… Es decir, yo no puedo estar sino muy agradecido a su amabilidad, y
además, la baronesa, y los de nuestra tertulia, y el embajador de Rusia… vamos, todo
el mundo dice lo mismo.
—¡Psch! hizo el marido encogiéndose de hombros; y meneando con aire distraído
una silla, dijo: Todo el mundo lo dice, y… no, lo que es en cuanto a esto… ¿Se queda
usted? añadió de pronto, pasándose la mano por la frente y cogiendo el sombrero.

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Yo conocí que el hombre estaba violento.
—No, me voy, con permiso de estas señoras. A los pies de ustedes…
Ellas, medio turbadas y conociendo mejor que yo el estado del marido, apenas me
contestaron. Movieron a un tiempo la cabeza como conejitos de yeso, pero la una no
rae dijo más que:
—Beso a ust…
La otra solo dijo:
—… ted la mano…
La madre me despidió dando una cabezada, y salí rojo de vergüenza, pensando
que por torpe había producido mal efecto en el ánimo de personas que me eran
simpáticas y a quienes deseaba tener por amigas.
Sepáreme del marido en cuanto pude hacerlo, y hasta entonces no me repuse un
poco.
Desde aquel día comencé a someter al análisis la amabilidad de las mujeres muy
amables.
A una conocí muy pronto en tertulia de confianza.
La primera noche de reunión, apenas me fijé en ella; la segunda noche no
concurrió a la cita, y todos los concurrentes de uno y otro sexo la echaban de menos,
y ninguno dejó de decir: ¡Es tan amable!… La tercera noche me dediqué a observarla,
si no con visible descortesía, a lo menos con una curiosidad quizá pecaminosa, lo
confieso.
Y no con mala intención, sino muy al contrario. Parecióme no solo amabilísima,
sino graciosa, bella, bien formada; y yo, embobado, iba diciendo entre mí: pues debe
ser de genio muy apacible; y ¡caramba, qué hermoso cabello tiene! y revela una clara
inteligencia; y ¡qué caída de hombros tan graciosa! y dale y vuelta: en resumen, que
tanto de lo moral como de lo físico, pieza por pieza, me la fui imaginando toda y de
ella quedé prendado.
Afortunadamente, un compañero muy listo lo conoció, y sin darme tiempo le
ofreció su corazón por lo pronto y lo aceptó ella, según costumbre; porque es de
advertir que me ha sucedido repetidas veces prendarme de una mujer, anticiparse otro
a declararle su cariño y quedarme yo sin ella.
El muchacho se puso loco de contento con su conquista. Todo era alabarla,
ensalzarla, divinizarla…
Pero daba lástima oírle como le oí cierto día, poco antes de casarse.
No la podía ver ni pintada, como suele decirse. Tenía que llevar por fuerza las
corbatas que ella le asignaba; tenía que calzarse con el zapatero que ella le escogía;
tenía que reír sin gana para que ella no creyese que estaba de mal humor a su lado, y
tenía que estar serio contra su voluntad cuando ella podía creer que se había reído con
objeto de contrariarla.
Era insensible a los quebraderos de cabeza del pobre novio; era exigente en el
gasto de los preparativos de boda; quería que él saliese de disciplinante el Viernes

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Santo; quería que no se tratase sino con determinadas personas por ella indicadas…
El pobre mozo había empeñado su palabra, y era hombre de honor, y se resignaba
a ser víctima de aquella mujer adusta, despótica, y el mismo día en que me refirió sus
cuitas asistió con su novia a nuestra acostumbrada tertulia, y cuando ellos se retiraron
(¡yo lo oí, mortales!) todos los tertulianos decían: «Vamos, no se ha visto amabilidad
igual a la de esta chica».
Y tenían razón, porque con todos había estado amable. No lo era con su novio, sin
duda porque no hay dicha completa en la tierra, y él decía de buena fe que para ser
completamente feliz, solo le faltaba ver a su novia amable con él.
Abrí los ojos ante ese ejemplo, y fui estudiando amabilidades femeniles.
Desconfiad, míseros humanos, de la amabilidad de toda mujer que vende algo en
tienda. He conocido tres en un mes… Ellas han acreditado el establecimiento, es
cierto. Las mujeres dicen: a casa de fulanita se puede ir a comprar, siquiera por lo
amable que es con todo el mundo.
Sí. Ella madruga, ella revuelve tres y cuatro estantes de género para vender algo,
aunque sea cosa de dos reales; ella ofrece silla al que honra su casa; ella sonríe a
tiempo y con gracia; ella usa agradables expresiones; no muestra jamás enfado ni mal
humor con los que después de charlar una hora se van sin hacer gasto; pero ¡ira de
Dios, qué terrible es su venganza!
Todo lo que de buena gana habría dicho a las pollas impertinentes, a las viejas
posmas, a las presumidas que todo lo tienen en poco, se lo dice mutatis mutandis a su
marido.
Todo el enojo acumulado durante el día, lo descarga por la noche contra el pobre
socio.
Se queja del exceso de trabajo, y dice que esto es lo que la pone de mal humor.
Él la propone que no trabaje, que descanse, que pasee y se distraiga, y ella no
quiere.
Necesita enojarse y desenojarse cada veinticuatro horas.
Se queja de que él no la ayuda bastante; él trabaja un día entero, suda, se afana, y
por la noche le dice ella encorajinada que no ha hecho más que estorbar en todo el
día.
Se queja de que él, delante de los compradores, le dé consejos y le haga
advertencias, como si ella no sirviera para nada; la deja el hombre libre, y en seguida
le dice que en aquella casa parece ella bestia de carga o esclava, porque lleva todo el
peso del trabajo.
Uno de esos enojos con el marido corresponde a cada un día del año.
Pero a la mañana siguiente, apenas pone los pies en el almacén una persona de
fuera de casa, su voz es dulce, su semblante atractivo, sus nervios se han calmado, se
brinda a todo, en todo halla un medio de complacer…
Y el marido, desde el fondo del escritorio, lo vé y lo oye, y dice; ¿Pero, Dios mío,
es ella misma?

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Y ella misma es, y ella tiene buen cuidado de demostrárselo apenas se cierra la
tienda.
No solo tengo noticia especial de la amabilidad de la tendera a quien aludo, sino
que la he oído hablar sobre ese capítulo con dos compañeras, y las tres decían que les
pasaba una cosa misma. Se daban la razón unas a otras y se aprobaban sus respectivas
ideas con una amabilidad… ¡de que Dios nos libre!
Los jovencitos ven por primera vez a una dama joven simpática hacer el papel de
Pamela o de Virginia, la amada de Pablo, y piensan que la actriz es tan amable como
el tipo que representa, y la ven en sueños. Por esta razón, casi no hay adolescente que
no haya profesado amor platónico a la primera dama joven que ha visto en escena.
Preguntasen a los demás actores qué tal es la niña… pero tampoco lo creerían. La
juventud quiere creer que lo bueno es lo que a ella se lo parece.
(Salvo las debidas excepciones, debía haber dicho antes).
Pues si hay mujeres que solo parecen amabilísimas al vender, ¿qué diré de las que
únicamente lo parecen al comprar?
Sépase que toda mujer que acompañada de su esposo entra en joyería, en almacén
de alfombras, en donde se venda raso o blonda, parece quinientas veces más amable
de lo que realmente es.
Cuanto más caro es lo que va a comprar, más amable parece.
En el acto de comprarlo, se entiende.
Por esta razón todo vendedor de objetos de lujo dice una sandez cuando califica
de amable a una mujer, si solamente la conoce como compradora.
Hay amabilidades femeniles, y no pocas, que recuerdan los sepulcros
blanqueados de la Escritura.
Ciertas mujeres solamente son amables después de haber irritado hasta la cólera
al marido o al amante.
Éste suele ser el refinamiento de su venganza, y saborean con delicia ese placer
supremo de los dioses en una ocasión especial.
Cuando han chillado, han proferido injurias y han roto algo que cueste dinero, el
complemento de su dicha consiste en que de pronto entren visitas.
El esposo está lívido todavía, le zumban los oídos, siente golpeadas las sienes,
apenas respira, tiene la voz anudada en la garganta y le tiemblan manos y piernas.
Está tan torpe, que apenas acierta a saludar.
Pero ¡ella! Ella sonríe, besa, da apretones de mano, habla con volubilidad
encantadora, saca dulces para los niños, hace de modo que inmediatamente el marido
tenga que tomar parte en la conversación, y parece escucharle embelesada.
Pero a todo esto, ¿será que no existan mujeres amables?
¡Oh, sí! Muchas, muchísimas. Lo son por lo general algunas que ante toda el
mundo lo parecen, y muchas cuya amabilidad solo es conocida de un corto número de
personas.
Si todas las risueñas fueran amables, ya no sería este mundo un valle de lágrimas,

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sino un jardín siempre florido.
No todas las risueñas se distinguen por su amabilidad; por consiguiente… nada de
jardín.
Pero tal vez en una numerosa reunión de mujeres nos parezcan todas amables
menos una, y precisamente aquélla vencerá en amabilidad a todas las demás juntas.
Acaso haya tenido trato con mucha gente y nadie haya formado de ella un juicio
exacto.
Pero puede consistir el yerro en que la mujer de que hablamos sea esencialmente
afectuosa y no derroche en el trato superficial lo que ella considera con razón como
prenda de gran precio.
Mujer «modesta, es mujer amable. Su amabilidad es planta perenne y de olor
suave y sano.
Los médicos de larga práctica suelen distinguir perfectamente entre la verdadera y
la falsa amabilidad mujeril.
Con ver una sola vez enferma a una mujer, y verla al lado de un enfermo de su
propia familia, tienen lo bastante para formar seguro concepto.
Casi todas las que despilfarran su amabilidad en una tertulia llegan a casa
mohínas, hurañas, y con un dolor de cabeza contagioso.
Hay mujeres amables que, nimiamente celosas de su decoro, temen parecerlo
demasiado y se violentan en presencia de los ajenos.
Dichoso el mortal que merezca su afecto, ya sea como amigo, ya como amante,
ora se llame su esposo, ora su hijo.
Una amabilidad que amenaza desbordarse, y que sin embargo ceja y se reposa por
influjo de pudor, de respeto pro-pío o de discreción, es una fuente de delicias, cuya
llave solo poseen muy pocos y que ni sacia ni empacha.
Cuando una de esas mujeres ha llegado a la intimidad con otra, bien puede decirse
que hay dos criaturas felices en la tierra.
La amabilidad que esa mujer escatima a los demás, la prodiga a la persona amada.
Hay mujeres que desde un palco de la ópera muestran gratis el seno, la espalda y
los brazos a los abonados a turno impar y a todo el paraíso pesetero. En cambio no le
permiten a su marido la entrada en su cuarto sin previo especial permiso.
Esas mujeres hacen con sus carnes todo lo contrario a lo que hace con su
amabilidad aquella de quien iba hablando.
Ésta lleva poco descotados los afectos; enseña un poco más que las monjas y
muchísimo menos que las estatuas griegas; pero en el mundo de los profundos afectos
lleva siempre desnudo el corazón jugoso.
Otras enloquecen por el placer, ella por el cariño; el amor le inspira sentencias
graves en forma de chispeantes epigramas; nadie más ingeniosa que ella para los
engaños que han de redundar en provecho del que se acoge a su amparo; la verdad
más dura y austera, se convierte al salir de sus labios en un madrigal delicado y
elegante; da una limosna y parece que pide licencia para satisfacer un antojo; atenúa

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las faltas ajenas, que ella se reprocharía como delitos si se creyese capaz de
cometerlas; no oye hablar de errores o culpas sin que inmediatamente no se le ocurra
una generosa hipótesis que pueda hacerlos perdonables…
Dichoso, repito, quien de su amabilidad participe.

FRANCISCO CANTARELL

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LAS QUE SE PINTAN
Sí señor, las que se pintan, las mujeres que se pintan: vamos, ¿y qué?
¿Tiene usted algo que decir en contra, señor mío? ¿Es usted de los que disparan
una batería de anatemas contra la mujer que hermosea su rostro? ¿Será usted quizás
de los que llaman vicio, coquetería o cosa así a la necesidad —¡sí señor, a la
necesidad!— de poner un anzuelo más para asegurar la pesca del sexo feo?
Pues qué, apasionado censor, ¿no se riza usted también el pelo una vez al año,
siquiera la noche en que acude usted al baile, para donde le dio cita aquella bellísima
hurí de rasgados ojos, negras y pobladas pestañas y encendidos labios, émulos de la
rosa? ¿No es usted, señor mío, el que pide en la peluquería pomada para el cabello,
cosmético para el bigote, brillantina para la barba, etc., etc.? ¿No es usted el que se
tiñe el cabello cuando blanquea en el otoño de la vida? ¿No es usted el que sufre en
julio las molestias de la peluca por el deseo de encubrir la calvicie? ¿No es usted el
que emplea delante del espejo un cuarto de hora en arreglar el nudo de la corbata,
estudiándolo de modo que el lazo, coqueta y premeditadamente colocado, parezca
que el descuido y la gracia natural le formaron? ¡Hola! ¿Conque usted hace todo esto
y lleva a mal que la mujer ponga en prensa su imaginación para presentarse a usted
con un atractivo que realce su belleza y con un adorno que ponga de relieve su
encanto? Pues es usted injusto.
¡Que se pinta! ¡Yo lo creo! ¿Y qué ha de hacer?
Gracias a que después de pintada y de arreglada y de pulida oiga ella un día que al
pasar usted a su lado dijo a un amigo que le acompañaba: «Hombre, ¿sabes que me
gusta esa mujer?». Porque crea usted que más de cuatro veces éste es el único premio
que recibe: el de la satisfacción de haber agradado hoy un poco más que ayer.
¡Que se pinta! Si señor. ¿Y para quién cree usted que se pinta? ¿Para sus
parientes? ¿Para satisfacer su vanidad propia? ¿Para engañar a sus amigas? Pues no
señor: se pinta para usted, exclusivamente para usted.
Porque ella sabe que a usted le gusta el color sonrosado en tal grado, y la ceja
completamente negra y que tenga tal dibujo y tal dimensión, y los ojos los quiere
usted rasgados como no los hace la naturaleza, y los labios le gustan a usted de un
carmín determinado también, y todo, en fin, le gusta a usted, señor hombre, de una
forma distinta a la ordinaria, más ideal que real, más poética que positiva.
¿Y porque la mujer procura complacerle a usted y crear los tipos como usted los
pide la llama usted pinturera, pretenciosa, coqueta y…? Pues no tiene usted ni pizca
de razón, caballero.
¡Ah! ¡Si usted siguiera con ella la misma conducta que ella observa con usted!
Porque usted se acerca y la hace el amor. Bien hecho. ¿Cuándo se ha quejado ella
de esa desordenada barba? ¿Cuándo le ha reprochado a usted el aceitunado color de
su rostro? ¿Cuándo le ha exigido a usted dientes de marfil ni labios de coral?
Usted quiere que ella trascienda a perfume, a ámbar, a jazmines, y sin embargo,

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usted se acerca a ella cuando acaba de arrojar la colilla nauseabunda de un cigarrazo
pestífero; usted quiere el pelo a la Pompadour o a la Currutaca, y no se cuida usted a
veces de arreglar el suyo; y en fin, mientras en usted todo son exigencias y
pretensiones, ella ¡la infeliz! escribe en su corazón un lema para hacernos a todos
iguales, agradables, apetecibles:

El hombre y el oso
cuanto más feo más hermoso.

Convengamos, señor hombre, en que es Y. injusto, egoísta, raro y caprichoso a


más no poder.
Porque no es cierto ¡qué ha de serlo! que a usted le guste la mujer como la
naturaleza se la presenta. ¿Qué ha de gustarle a usted? Ni la mujer ni ninguna otra
cosa.
Usted filtra el agua para bebería, purifica y compone el zumo de la uva para
convertirle en sabroso néctar, adorna usted y rellena y adereza el pavo para
presentarle a la mesa rodeado de atractivos. Usted enmienda la plana a mamá
naturaleza en cuantas ocasiones se le presentan, y ¿pretende hacernos creer que la
mujer le agrada sin ningún aderezo, sin ninguna modificación introducida por el arte?
¡Para el bobo que lo crea!

***

Observen ustedes, lectores míos, que he tenido muchísima razón, y no me he


salido ni un ápice del terreno de la justicia, al lanzar contra algunos hombres la
anterior filípica.
Para prueba irrecusable, no hay más que buscar el origen del uso de los afeites en
la mujer. Pero ¡ah! ¡trabajo inútil! ¡ardua empresa ante la cual tiemblan los más
avezados historiadores! ¡inútil propósito, donde se estrellan los esfuerzos de los
investigadores más asiduos!
El origen de los afeites se pierde por la callejuela de la historia, en la noche
oscurísima de los tiempos, y cuantos estudios han practicado los más importantes
sabios no han dado otro resultado que el de obtener la seguridad de que, donde quiera
que ha existido una mujer obligada a agradar a un hombre, allí ha existido también el
afeite y la compostura, y lo que modernamente llamamos mano de gato.
Sí, señores míos; la mujer se ha compuesto siempre, y hasta nosotros han llegado
todavía, rodeados de ciertos elogios, los baños griegos, los perfumes romanos, los
afeites de las más remotas épocas y de las más diversas naciones.
Y sé sabe de una manera positiva, indubitable, que se pintaba y adornaba
Cleopatra, y Lucrecia, y Judith, y Esther, y Rebeca, y las hijas de Lot, y la señora de
Putifar, y Raquel, y… todas, señor: absolutamente todas.

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¿Qué más diré? Eva, la modesta Eva, cuando con la pérdida de la inocencia y la
castidad perdió también aquel sonrosado color que era ¡bien me acuerdo! su más
preciado aliciente, ¿qué dirán ustedes que hacia para presentarse a su adorado esposo
con las mejillas encendidas? Pues se las frotaba fuertemente, hasta que, atrayendo la
sangre por este medio, se presentaba a las gentes… digo, a su marido, con unos
colores como una amapola.
¡Oh! ¡siempre, siempre se ha pintado la mujer! Precisamente hoy es cuando
menos se recurre al adorno del cuerpo. ¿Qué comparación tiene una mujer de
nuestros días con una de aquellas señoritas romanas que, para suavizar el cutis, quitar
las pecas y aumentar la blancura de su rostro, se acostaban en camas preparadas ad
hoc, se untaban el cuerpo con cien mejunjes, se arrancaban los lunares no agraciados,
y se los hacían postizos donde lo creían conveniente? ¿Qué comparación tiene?
vamos a ver. ¡Ninguna!
Y esto de pintarse las mujeres, ¿ha reconocido alguna vez, reconoce hoy país,
estado o condición determinadas? ¡Oh! tampoco. Porque se pinta la inglesa y la
natural de las islas Zanzíbar, se pinta la cortesana y la plebeya, la soltera, y la casada,
la vieja y la joven, la pobre y la rica.

***

¿Por qué? Se lo diré a usted, sí señor. Porque el éxito más brillante coronó el
ensayo de la primera que se pintó, y en vista del éxito las demás siguieron el camino.
Usted considere que si la primer mujer pintada hubiera encontrado esquivez en
los hombres, se hubiera despintado inmediatamente, y las demás hubieran
escarmentado en cabeza ajena; pero, amigo, debió suceder lo contrario, y ecco…
No hay que darle vueltas. Tómense dos mujeres (cuidadito con hacerlo al pié de
la letra, porque es peligroso) igualmente bellas, permítase a una de ellas que por
medio del arte corrija algún descuido de la naturaleza (que no hace nada
completamente perfecto), y déjese a esas dos mujeres que recorran los paseos de una
capital. ¿Sabe usted la que se llevará más miradas y más solicitudes de los hombres?
Pues yo sí lo sé: la pintada, la adornada, la corregida.
Así es que ¡créalo usted! se pintan la mitad de ellas, y la otra mitad se
reconcomen por no poderse pintar. ¡Ay, si pudieran!
Si todas pudieran, todas se pintarían; pero el pintarse y el emplear buenos
ingredientes no es para todas las fortunas.
Algunas hay que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se presentan en el paseo
con la blanca tez y el carmíneo labio que prescriben los idilios, y es que a las infelices
llega el convencimiento de lo indispensable, de lo necesario que es hacerlo así para
atraerse las miradas de esos pícaros hombres.
Pero ¡ah! es muy fácil descubrir la hilaza de tales pinturas; porque no es lo mismo
el blanco que imprimen los polvos de arroz y el rosa de las hojas de colorete que

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venden en las droguerías, que la leche de Venus, o el carmín parisiense, o le noir de
sourcils que viene de Francia, que cuesta caro, y que solo se encuentra, siendo
legítimo, en algunas perfumerías elegantes.
Y ¡si usted viera las triquiñuelas a que ha de recurrir la pobre que siente la
necesidad de hermosearse y carece de los afeites necesarios! ¡Si usted viera!
El corcho quemado para las cejas; la horquilla ahumada a la luz de una bujía para
hacerse rasgados los ojos; el almidón molido con cuidado exquisito y tamizado
después; el tul viejo para aumentar subrepticiamente el pelo; la manteca lavada para
sustituir al cold-cream o la… ¿qué sé yo?
Y a veces entre esta gente escasa de medios encuentra usted mujeres
verdaderamente artistas, que convierten sus rostros en caras angelicales.
Yo he conocido una doncella de labor que sufría de su señorita mil impertinencias
y caprichos, mil reprensiones injustas, un trato, en fin, duro, tiránico. ¿Y saben
ustedes por qué sufría con calma tan endiablado carácter? Pues tan solo porque la
señorita usaba los afeites más finos y renombrados que se conocen, y ella a
hurtadillas… ¡calculen ustedes!

***

Y no es éste el punto en que menos se revela el talento de la mujer; porque hay


unas que se pintan bien, otras que se pintan tal cual, y otras que se pintan muy mal,
que son, digámoslo así, las tres clases en que puede dividirse el pintor: pintor de
brocha, iluminador de estampas, y artista pictórico.
La que se pinta bien es una maravilla del arte, y creerá usted en que se pinta
porque usted debe saber que todas lo hacen así, pero no porque en ella pueda ver ni la
más insignificante prueba que haga sospecharlo.
¡Ya puede usted mirarla con detenimiento, ya! No encontrará usted el difuminado
de aquella mejilla ni el límite de aquel alabastro; percibirá usted perfectamente los
poros del cutis; todo, en fin, cuanto usted investigue será inútil, y exclamará usted
convencido: «Pues señor, ¡no se pinta!». Pues sí se pinta, diré yo, solo que se pinta
artísticamente.
Y es que esa mujer pasa todas las mañanas de la alcoba al tocador y allí se
arregla; y esto lo hace tan cuotidiana y constantemente, que no se ha dado un solo
caso en que una sola persona la haya visto en ese pequeño intervalo que media entre
poner el pié en el suelo y el pincel en la cara.
Así es que para la mayoría de las gentes no se pinta: unas cuantas amigas
envidiosas lo sospechan y lo murmuran; pero ¡que venga alguien a decir: «Me consta
que se pinta!». ¿A que no hay quien lo diga? Pudiera decirlo la doncella, pero… no lo
dirá por la cuenta que la tiene.
A veces oirá usted decir a esa mujer: «Yo lo primerito que hago en cuanto me
levanto es lavarme perfectamente con agua fría, muy fría en todo tiempo, y así

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conservo este color tan sano y tan…». Queda usted autorizado para murmurar entre
dientes: «¡Habría mucho que hablar de eso!». Pero está usted, sin embargo, obligado
a reconocer y elogiar su maestría.
Mire usted si tendrá talento esta mujer, que jamás ha cambiado del género que
desde un principio abrazó. ¿Se propuso ser morena? Pues morena toda la vida. ¿Se
propuso ser siempre blanca? Pues ahí la tiene usted blanca.
En cuanto a esas otras que una semana son trigueñas, y otra blancas como la
nieve, y que hoy tienen dos lunares, y mañana uno sólo… ésas no debe comparárselas
con la anterior, porque son menos ingeniosas.
Y en perjuicio propio, sí señor; porque, ¿qué hombre dice: «¡Cuánto me gusta la
morena que va a tal parte!» sin exponerse a ser desmentido por el alabastrino color
con que aquella morena ha de presentarse mañana?

***

De las que se pintan ni bien ni mal, y que son, por decirlo así, la clase media de la
pintura, habría mucho que hablar, y necesitaría yo, para escribir respecto de ellas
todas las observaciones que se me ocurren, lo menos veinte tomos como el que tienen
ustedes entre manos.
Porque unas se pintan medianamente porque no pueden pintarse mejor por las
razones ya expuestas, y hacen ya demasiado con pintarse tal cual, y otras no se pintan
bien porque no saben, es decir, por la misma razón de que llevando magníficos trajes
no parecen elegantes; ¡vamos! porque son cursis con dinero, y así como no basta
tener dinero para ser elegantes, tampoco basta dejar caer el color en el rostro para ser
graciosas.
¿Me explico yo? Y si no me explico, ¿me entienden ustedes, que es lo que yo
quiero?
Pues bien: de estas últimas diría yo algo malo, las reprendería con dureza, porque
la mujer que pudiendo pintarse no se pinta bien, es indigna de ser mujer y de otras
muchas cosas mas.
Y si éstas no ponen más cuidado en su embellecimiento consiste en que, como se
pintan con ese término medio, que hace que para unos sea agradable y para otros
indiferente, ellas siguen creyendo la opinión de los primeros y pintándose hoy como
ayer, mañana como hoy, sin que el sello del progreso se marque ni una sola vez en
aquella mano rutinaria y amanerada.
Además, éstas son causa de que los hombres escrupulosos lancen su anatema
contra todas las que se pintan, porque los términos medios han encontrado siempre
censores razonados.
Y hay motivo para ello. Yo he oído hablar de la cuestión a algunos, los cuales
dicen: «A mí déme usted una mujer (en sentido figurado, por supuesto), una mujer
pintada, pero que no se le vea la pintura, y si es posible, que no sepa yo que hay tal

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pintura, y la tomaré». ¡Yo lo creo!
De las que se pintan mal, completamente mal, no sé si diga algo, porque a mí me
parece que en el pecado llevan ya la penitencia, y no debo ensañarme en la
desventura de las que, como dice la Biblia, «tienen ojos y no ven el color, tienen
oídos y no oyen las pullas y las risotadas de los hombres».
Algunas parece como que han metido el rostro en una espuerta de harina, y
después se han dibujado encada carrillo un círculo y le han rellenado de carmín, que
parecen así…
Decididamente no quiero hablar de éstas.

***

Porque si yo fuera a hablar de todas las divisiones y subdivisiones que se conocen


entre las que se pintan, ¡uff! habla para un rato.
Porque tendría que hablar de las que disimulan enfermedades pintándose el
rostro.
De las que se pintan por la tarde para ir a paseo de una manera, y por la noche
para ir al teatro de otra.
De las infelices que se pintan para venderse como mueble de prendería.
De la actriz que practica y conoce dos géneros pictóricos, uno de efecto para el
teatro, y otro más delicado y muy distinto para la calle.
De la que padece pictoromanía y todo lo olvida por el frasquete y la muñequilla y
la brocha, y no hace sino entrar y salir en el tocador y añadir cada vez una pincelada
más a las anteriores.
De la que murmura del modo que todas sus amigas se pintan, y hace lo que
muchos que yo conozco han hecho al hablar de exposiciones de pinturas.
De la que…
¡Bah! Hay asunto para un libro.

***

¡Pobres mujeres! ¡Tener que pintarse!


Porque usted no puede tener idea de lo caprichosa que es también la moda en este
punto.
Hoy es el pelo rubio y la tez morena lo que el ritual prescribe; mañana es el pelo
negro y el color de la carne blanca; a lo mejor se estilan las ojeras; otra vez son los
lunares los que privan; pero ¿quién es capaz de seguir en sus caprichosas revueltas e
infinitas variaciones a doña moda?
Así es que la mujer que tiene medios para comprar siempre el último cosmético
inventado, la última pomada descubierta, el elixir combinado recientemente, o la
tintura hace poco confeccionada, tiene ya muy suficiente para convertir su tocador en

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un laboratorio químico.
Frascos de mil colores, de mil formas y de mil tamaños; tarros de metal, de
madera, de porcelana; jabones pentacrostizados de variados colores; brochas y
pinceles innumerables; en fin… no es posible describirlo. Y al contemplar, como he
contemplado varias veces, un tocador repleto de objetos de perfumería, se me ha
ocurrido lo mismo que debe habérseles ocurrido a algunas mujeres al sentarse frente
al espejo, que es el caballete de sus cuadros: «¿Por qué no han de gustarles a los
hombres las mujeres sin pintura?».
¡Oh! Y en esto no cedo un ápice. Dispuesto estoy a volver a lanzar contra el
hombre exigente y murmurador el anatema con que empecé este artículo. Pero… «las
once dan… yo me duermo…».

***

Voy a concluir, y a concluir como el caso requiere, con una anécdota histórica y
con una bomba, que es también el modo de acabar las funciones de fuegos
artificiales.
—¿Sabe usted, señora, decía un galante militar a una elevada y aristocrática dama
española, sabe usted lo que opinan de su belleza la marquesa H y la condesa de X?
—¿Qué opinan?
—Pues dicen que, en efecto, usted parece muy bella; pero que lo parece porque…
porque…
—¿Por qué?
—Porque dicen que usted se pinta.
—Pues fácil es el remedio para que ellas combatan la fealdad. ¡Que se pinten!
En efecto. ¿Podrá una chata dejar de serlo por mucho que se pinte?

***

La bomba final va regalada a los hombres que hablan pestes de las mujeres que se
pintan:
«Conozco a un teniente coronel del ejército ¡¡QUE… SE… PIN… TA!!…

MANUEL MATOSES

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LA AMIGA
Habrán ustedes oído hablar de Castor y Polux, supongo. Yo también.
Y la parlera fama no habrá dejado de llevar a sus oídos los nombres de Pilades y
Orestes.
Lo mismo me pasa a mí.
Y además, en El Curioso impertinente habrán ustedes notado el extremo de
amistad a que llegaron Anselmo y Lotario.
Corriente.
Ejemplos de amistad acendrada entre los dioses y los hombres los tenemos; y yo
me pregunto: ¿cómo es que ni la mitología ni la historia citan ejemplos equivalentes
de amistad entre mujeres?
Si alguno sabe lo contrario, le estimaré que me lo diga; porque yo, lo confieso,
por más que me escudriño la memoria, no doy con un solo caso.
He oído hablar y he leído algo de amigas de colegio; pero desgraciadamente no
tengo noticia de que esas amistades hayan dado ocasión a ninguno de aquellos
sacrificios que las leyendas eternizan.
No será que, siendo generalmente hombres los que escriben, hayan querido negar,
ocultar, ni siquiera oscurecer, una buena cualidad del bello sexo; porque esos mismos
hombres han glorificado la sabiduría de Minerva, la virilidad de Semiramis, el amor
conyugal de Artemisa y de doña Juana la Loca, el patriotismo y la severidad de la
madre de Pausanias, y otras mil maravillas que redundan en alta gloria del sexo
femenino; por lo cual, repito, no es probable que se hayan propuesto regatear a la
mujer la cualidad de buena amiga.
¿Vamos a discurrir un rato sobre esto?
Discurriré yo en alta voz: siga el lector mi razonamiento, y si me extravío, con
una leve señal avíseme.
Por lo pronto consta que la mujer es afectuosa. Con saber que la naturaleza la
destinó para madre, bastaría para deducir que al mismo tiempo la había dotado de
afectos tales como la adhesión y la ternura más exquisita.
Pero el ser excelente madre no implica la cualidad de buena amiga.
¿Qué le falta o qué le sobra a la mujer para serlo?
Hay quien afirma que la sincera amistad es imposible entre mujeres. Así lo oyó
asegurar la famosa madama de Pompadour, y replicó: «Miente quien tal diga» pero
yo no sé que ni en su tiempo ni mucho después haya podido admirar el mundo ningún
ejemplo de extraordinaria amistad entre personas del bello sexo.
Es cosa particular: en ciertas naciones las mujeres son más o menos artistas, más
o menos enamoradas, más o menos dóciles, más o menos celosas, que en otras; pero
en cuanto a ser buenas madres y malas amigas, parecen iguales en todo el mundo.
Este defecto lo confiesan como general en su sexo algunas escritoras, y una de
ellas, que me parece de muy buena fe, lo disculpa o lo explica en los siguientes

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términos:
«El hombre (dice) es libre en sus afectos, de manera que puede preferir
impunemente sus amigos a su familia, sus deberes sociales a los deberes que la
naturaleza le impone, y hasta encuentra algo de heroico en sacrificar éstos a la
ambición, al servicio del rey o al de la patria.
»Ese heroísmo, empero, sería locura ridícula en la mujer, que no puede, sin ser
vituperada, preferir ningún afecto a los que la naturaleza le impuso: antes que buena
amiga, tiene que ser buena hija, buena esposa, buena madre, y mientras no cumpla
con cada uno de esos sagrados deberes, cualquiera otro sentimiento exclusivo le será
reprochado. No le es lícito sacrificar una obligación a un afecto».
Yo quisiera descubrir algo de exageración, de error… en fin, algo que me ayudase
a poner en duda la veracidad o el acierto de la autora de las anteriores líneas; pero
¡cómo ha de ser! me doy por vencido: me resigno a creer que no existe la amiga.
Desbrocemos un poco la materia.
¿Puede existir amistad entre el hombre y la mujer?
Un hombre puede empezar por ser amigo de una mujer hermosa; pero suele
acabar por ser su amante.
¿Y si no acaba por ahí?
Acabará por ser su médico, su usurero, su agente de negocios, su abogado, su
corsetero; pero su amigo, no.
Un hombre puede empezar siendo amigo de una mujer fea, de una fealdad
enemiga del amor, pero de tan excelentes cualidades que cada día fortalezcan más y
más la amistad…
En efecto; pero precisamente entonces no quiere la mujer ser su amiga.
Una mujer que ve cada día crecer la amistad que un hombre le profesa, y ve que
aquella amistad no acaba de convertirse en amor, truena contra aquel afecto estéril,
más ofensivo a sus ojos que la indiferencia glacial de todos los demás hombres.
De manera que de una fea puede ser un hombre el amante, pero no el amigo.
Hay una edad en que ya el hombre no siente el amor; en que la mujer no lo
inspira.
¿Puede entonces una mujer ser amiga de un hombre?
Sí…
Pero no, no; porque el agrado, la tibia benevolencia que puede entonces nacer en
el corazón hacia objetos no amados antes, no merece el nombre de amistad. Podrá
entonces la mujer ser muy abuela, excelente abuela; pero muy amiga, lo que es
amiga, repito que no.
Lo repito… y sin embargo, hay viejas que lloran enternecidas al ver o recordar a
las compañeras de sus años juveniles, que no querrían alejarse nunca de ellas… Sí,
como recuerdan la calle en que se criaron y el árbol a cuya sombra jugaban; pero el
afecto que puede ser inspirado por paredes, adoquines, troncos y hojas, ¿merece ser
calificado de amistad?

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Convengamos en que no.
¿Qué sería del ser humano, si no fuese capaz de despertar afectos superiores a los
que los objetos inanimados y las bestias consiguen inspirarnos?
Estoy impaciente por decir que las mujeres se engañan siempre que dicen ser o
tener amigas.
Ea, ya lo he dicho.
Puede una tener cinco novios: a su mejor amiga no le dará uno, ni el peor.
Todas, por lo general, desean una amiga; pero una amiga que lo sea suya,
incondicionalmente.
Cuando una tiene un primo o conocido, y éste se aprovecha de esas relaciones
para cortejar a otra, la otra dice de ella: «¡Qué excelente amiga!».
Pero desde el momento en que la otra cae en la cuenta y no quiere servir de
pretexto para ajenos amoríos, entonces ¡qué mala amiga!
La novia se queja de largas ausencias del novio.
Él se excusa diciendo que le han entretenido los amigos.
Y entonces replica ella:
—Siempre se excusan ustedes con lo mismo. Nosotras nunca nos disculpamos
con las amigas.
Y es verdad. Pero ¿cómo les ha de servir de disculpa lo que no existe?
El hombre agobiado bajo el peso de un grave disgusto, confía su pena a un amigo.
Lo que más teme una mujer en caso semejante es que sospechen algo las que
llama sus amigas.
Por algo será; alguna advertencia, alguna iluminación instintiva les dice en los
momentos solemnes que eso de amiga es un sustantivo masculino que, por abusiva
ampliación convencional, recibió del uso la terminación femenina.
Entre tanto, es muy común decir entre ellas: «Mi amiga fulana…, una amiga
mía…, mis amigas…».
Peor. Desgraciada la mujer que cree tener amigas, y más desgraciada aún la que,
sabiendo que no las tiene, las saca a colación frecuentemente.
Los peores pasos que dan las mujeres en su vida, suelen darlos aconsejadas por
una amiga.
Siempre que a una mujer irritada le oigan ustedes exclamar: «Razón tenía mi
amiga cuando me dijo…» antes de que concluya tengan ustedes por seguro que va a
decir un despropósito.
Y si no fuese despropósito lo dicho por la amiga, ¿cómo le había de parecer bien
a ella en medio de la irritación?
El hombre es capaz de ser amigo de otros, aun reconociendo en ellos muchos
defectos.
¿Y la mujer?
No.
La más imperfecta que ella, no le parece digna de su amistad.

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La más perfecta la eclipsa, la mortifica con sus perfecciones; a ser amiga suya,
prefiere devanarse los sesos por averiguar a qué defectos servirán de contrapeso sus
buenas cualidades.
Para enemistar a dos mujeres, lo más seguro y eficaz es alabar a cada una de ellas
en presencia de la otra.
¡La amiga!
Antes de tener novio, es facilísimo que una niña crea en sus amigas; después, es
posible, pero ya no fácil; más adelante, las madres se ríen de sus hijas si las oyen
ponderar la amistad de una compañera; pero tal es la ofuscación del sexo en esta
materia, que esas madres mismas aún creen en las amigas suyas.
Pero vamos a ver (que hay que mirarlo escrupulosamente todo).
¿Será que a la mujer le falte un sentido, un afecto, un órgano?
Ciertamente que no.
¿Será en ella imperfección el no sentir la amistad con igual vehemencia que el
hombre?
Tampoco.
Ese sentimiento es poco susceptible de desarrollo en la mujer, precisamente
porque no le es tan necesario como a nosotros.
Ellas podrán negarlo: no importa.
En los compromisos de honra o de caudal, en los campos de batalla, en las
peligrosas expediciones, en los momentos de flaqueza de ánimo, ha menester el
hombre que la amistad haga su oficio.
Únicamente el amigo puede en la guerra salvar la vida al amigo; en la penosa
travesía, ayudar y alentar al amigo; en el caso de honra, volver por la del amigo; en la
ofuscación y el desfallecimiento, ver con claridad y sustituir con el esfuerzo y el
criterio propios los del amigo abatido.
Pero ¿cuándo necesita la mujer a la amiga?
¿Qué fuerza física, qué aliento, qué sabio consejo podrá esperar de ella, que no
pueda prometérselo del hermano, del esposo, del padre, del hijo, de la ley y aun de la
consideración social?
Digo a propósito de la consideración social, porqué si bien ellas lo niegan, la
verdad es que en nuestra civilización la ha adquirido muy grande la mujer, y en todas
ocasiones los sentimientos que al hombre inspira le valen mucho más que cien mil
amigas.
La mujer caída es despreciada de toda mujer y no de todos los hombres.
La mujer de conducta sospechosa ve formarse el vacío alrededor de ella. Si tiene
algún pudor, las únicas que la tratan son las que ella quisiera tener más lejos.
No hay mujer que en la sima de la degradación no haya recibido consejos
saludables y desinteresados de algún hombre. ¿Qué le habrán dicho en cambio las
mujeres que la rodeaban?
De modo que, según voy viendo, el hombre no necesita ser amigo de la mujer; es

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decir, la mujer no necesita de la amistad del hombre, porque éste, por deber, por
cortesía, por lástima, por discreción, por amor propio, es capaz de hacer por ella tanto
como por la mejor amiga.
Él levantó para entrambos la cabaña, él mató la fiera con cuyas pieles debía ella
abrigarse, él derribó la fruta suspendida de las altas ramas, él rompió el hielo y labró
la cuenca para que ella bebiera…; y si esto hizo por ella siendo bárbaro salvaje, ¿qué
no hará hoy por ella, aunque no sea su amigo?
Y entre tanto que esto hacia el hombre, ¿qué hacia la mujer?
Esto se cae por su peso: procurar ser más atractiva que su compañera; disputar a
ésta el corazón del que podía ampararla, protegerla, alimentarla, engalanarla…
Y éste, francamente, no podía ser el camino de la amistad entre ellas.
Y, ahora que se me ocurre: no hay que pensar que el no haber amigas entre las
españolas sea efecto de organización social o política, de costumbres o de tradiciones,
porque he visto que en los Estados Unidos alguna vez salen desafiadas dos mujeres;
pero ni aun de allí, donde son tan libres, se cuenta ningún raro ejemplo de amistad.
Entre dos mozas que crean ser las mejores amigas de la tierra, colocad un novio
igualmente simpático a entrambas, y veréis la amistad qué paso lleva.
Hombres hay capaces de reñir con el mejor amigo por el amor de una mujer, no lo
dudo; pero el hombre es capaz de subordinar sus resentimientos personales a la gloria
de la ciencia, a las necesidades de la patria, al triunfo de una secta o de un partido
político.
La mujer no tiene por qué hacer semejantes sacrificios: carece de ocasión para
ello.
Las mujeres son las que han dicho (no con falta absoluta de razón) que el amor es
un episodio en la vida del hombre, al paso que llena toda la vida de la mujer.
Convenimos con la vulgar interpretación que se da a ese aserto; más por los
clavos de Cristo, ya que convenimos con ustedes en esto, señoras; ya que tienen
ustedes razón en que solo viven por el amor, no se empeñen luego en hacernos
confesar también que viven para la amistad: que si a tanto nos obligan, es claro que
accederemos por cortesía; pero será engañándolas a ustedes, y diciendo al volver la
espalda: la mujer es el ente más contradictorio del universo.
Mírenlo ustedes bien, señoras: la mujer está destinada a ser madre; éste es su
sacerdocio natural y superior a todos, porque no lo ha creado una corriente de ideas;
ni una lucha de clases, ni el egoísmo de efímeros intereses: fue instituido desde la
aparición de la especie humana en la tierra.
Pues bien; la que lleva un hijo en su seno no puede, so pena de hacerse criminal,
sacrificarse por una amiga, porque sacrificaría consigo misma una existencia de que
es deudora a la humanidad y a la familia.
La mujer que tiene el deber de alimentar al hijo ya nacido de sus entrañas,
tampoco puede posponer este deber natural a otro afecto.
Apenas libre de ese deber, que sería el más penoso, si no fuera el más sublime, la

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mujer se debe, no ya al hijo solo, sino al esposo, a la familia… ¿Me hacen ustedes el
favor de decirme cuándo puede la mujer ser amiga?
¿En la primera edad, cuando no son personas libres ni responsables; cuando los
afectos aún no están desarrollados ni arraigados?
¿En la edad postrera, cuando ya solo podemos vivir de los afectos que hemos
inspirado anteriormente?
¡Bah!
Pero… Ahora que caigo en ello: en vez de reflexionar tranquilamente conmigo
mismo, no parece sino que esté yo replicando a objeciones propuestas por el bello
sexo, cuando lo cierto es que nadie me impugna, que estoy solo, absolutamente solo,
de manera que, como dijo el otro, es imposible estar más solo.
Atribúyase mi exaltación a que la inmensa mayoría de mis compatriotas hembras
no opina como yo respectivamente a lo que es la amistad en su sexo; y como be oído
a muchas (¿quién no habrá oído otro tanto?) sostener afirmaciones enteramente
opuestas a las mías en la materia, se me antojó por un momento que las tenía delante,
que las oía hablar, que iban a responder a mis preguntas.
Ya vuelto a la realidad, digo que es empeño vano el de sostener que exista la
amistad entre el bello sexo, por la sencilla razón de que la naturaleza no lo ha hecho
necesario: ni más ni menos.
El hombre, sin verdaderos amigos, no podría acometer las atrevidas, heroicas
empresas que le están encomendadas; pero sin amigas puede la mujer salir gloriosa
del desempeño de las suyas.
¿Quiere esto decir que la mujer no sea benévola con las personas de su sexo?
De ningún modo.
¿Quiere decir que una mujer benévola con todas las demás no pueda distinguir a
alguna o algunas con afectuosas preferencias?
Tampoco. Pero no confundamos la benevolencia, sentimiento ciego que no
particulariza con la amistad, que se dirige a determinado sujeto.
Se puede profesar, por ejemplo, cariño, gratitud a un perro; pero amistad, no.
Distingan bien las personas del bello sexo, distingan bien ese afecto de los demás,
y verán cómo no sin razón me rio siempre que oigo a mujeres hablar de sus amigas.
La amiga es la que, fomentando una común e irracional impaciencia, hace que
entreguen al saludador el enfermo esposo de otra.
La amiga es la que, en vez de dirigir un aviso prudente o un sano consejo al infiel
esposo de otra, acompaña a ésta al lugar en donde pierda la ilusión de que es amada y
la esperanza de recobrar un afecto que le es indispensable.
¡Y esto son amigas!
En verdad que no todas las mujeres conspiran contra el reposo y la ventura de sus
conocidas; pero lo repito: la que más bien haga a una amiga, ¿podrá hacer nunca por
ella tanto como el hermano, el amante, el esposo, el padre o el hijo?
Voy a concluir con una observación que, a mi parecer, no carece de eficacia.

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He observado que las mujerzuelas blasonan más que nadie de tener muchas
amigas.
He observado que en la mayor parte de los extravíos mujeriles interviene una
amiga.
He observado que entre los hombres el continuo trato fomenta las amistades, y
que entre las mujeres, las que más de veras siguen queriéndose son las que pasan
largos años separadas.
He observado que entre los hombres, el más honrado ha tenido amigos de mala
cabeza, y entre las mujeres me parece que sucede todo lo contrario.
Ya ven ustedes que no soy carero; estas cuatro observaciones las doy por una
sola.
Ahora lo que desearla es no haber sido pesado.
Temo en verdad que de pesadez se me acuse, y pido humildemente perdón a mis
lectoras; porque, del modo que ellas lo entienden, soy su amigo, su verdadero
amigo…
¿Que no?
Pídanme pruebas.

ROBERTO ROBERT

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LA SURIPANTA

A fines del año 66 escribí yo, y se representó en el teatro de Variedades, aquella


quisicosa titulada El joven Telémaco, especie de cana al aire echada en mi vida
literaria, sin más importancia que la que se empeñaron en darle los que no estaban
conformes con que un disparate cómico se representara cien noches en una
temporada y produjera tanta diversión, tanto aplauso y tanto dinero.
¿Era mía la culpa? Seguramente que yo nunca me figuré que aquello fuese tan
ruidoso ni tan repetido. Procuré que no fuera inconveniente en la forma, ya que no
tenía trascendencia alguna en el fondo. Traté de que produjera diversión al espectador
y no defraudara las esperanzas de una empresa naciente. El público, que suele tener
también sus humoradas, comenzó a aficionarse de aquella especie de zarzuela; repitió
por calles y plazuelas sus coplas y sus coros, y aun sus palabras más estrafalarias.
Ello es que se empeñó la gente en celebrar la broma.
Entre el infinito número de excentricidades que en varios ratos de buen humor
sembré en la obra, tal vez fue la mayor aquella caricatura del idioma griego de que
me serví para hacer un coro. Un coro que empezaba con estas palabras:

Suripanta-la-suripanta…

palabras que ni yo mismo sabré decir cómo ni por qué se me ocurrieron. Bien que
estas cosas se ocurren siempre sin saber por qué, o yo no entiendo una palabra de
ocurrencias inesperadas.
Cantaban el coro dos docenas de muchachas bonitas, jóvenes y primerizas en esto
del cantar a coro. Ni habían sido nunca coristas,'ni pisó ninguna de ellas hasta
entonces el tablado.
¿De dónde hablan venido? ¿Quién las trajo a tal sitio?
El empresario del teatro se había propuesto presentar al público de Madrid un
género nuevo dentro del género especial de la zarzuela. Y como la novedad era su
manía, quiso que todas las coristas fueran de nueva casta. Buscó, sabe Dios cómo,
sabe él tal vez dónde, muchachas que quisieran dejar la soledad de la casa, o las
fatigas de la costura, o la exigua retribución de cualquier clase de trabajo, por las
glorias de la escena o las garantías del abonado. Casi todas ellas se presentaron
ruborosas y llenas de temor al maestro de coros, que les probaba la voz para
admitirlas o desecharlas. Sus madres las ajustaron por cualquier cosa. Fogueáronse en
los ensayos, lucharon como buenas en la noche de la inauguración de la temporada,
contribuyendo al éxito poderosamente. Agradaron por su buen ver, su soltura

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inesperada, sus maneras desenvueltas y sus pantorrillas izquierdas (entonces todavía
no enseñaban más que una), y el público las acogió con entusiasmo. Ellas fueron las
que cantaron el coro de la suripanta con delicioso descaro: quiso el país darles un
nombre, y como todas las palabras del coro eran nuevas, dieron en llamarlas
suripantas, aumentando el idioma con una palabra que ya ha tomado carta de
naturaleza.
Yo, pues, las bauticé. Las he visto nacer a todas, como Barrutia ha visto nacer a
todo el mundo. ¿Conoceré yo el tipo?
Déjame ¡oh lector dificultoso! déjame por esta vez ser pretencioso y darme aire
de conocedor del terreno que piso, porque yo te aseguro que la suripanta es tal como
te la voy a pintar, y puedes darte por dichoso de creerme y de que te baste el relato
que te haré, sin necesidad de que vayas a buscar el original, que es lo peor que
sucederte pudiera.
Y ahora escucha.

II

Una muchacha de pocos años y menos juicio, que no se acomoda a coser y cantar
como tantas otras que viven por esas guardillas, se ha mirado al espejo y se ha visto
bonita. Tiene despejo, sabe lucir los pies en días de lodo, ha frecuentado cafés
cantantes, sabe de memoria algunas escenas de las mejores zarzuelas de Camprodon,
y canta lo suficiente para que la oigan. Ella ha visto a una porción de amigas antiguas
hacer carrera en el teatro, le gusta ir bien vestida, y se ha hecho a sí misma la
reflexión siguiente: «Una corista de cualquier teatro gana doce reales diarios, y
apenas tiene para guantes. Una suripanta gana seis u ocho reales, y todo le sobra.
¿Pues no es esto milagroso? Hasta las hay que se han ajustado de balde».
Esta reflexión viene a confirmarse cada vez que su madre, o su novio, o algún tío
lejano, la lleva al teatro de los Bufos. Desde la oscuridad de la galería observa
detenidamente a las coristas del teatro. Ellas van elegantemente vestidas de raso y
seda. Verdad es que esto, según ella ha oído, lo paga la empresa. Pero ¿y las botas?
¡Qué botas! Es un axioma de moral social, que el calzado de lujo ha conquistado más
virtudes que todos los Tenorios de todos los tiempos.
El lujo de las suripantas consiste en las botas. Las hay que usan botinas de quince
y de veinte duros. Para lucir bien estas botinas, hay que tener indispensablemente
buenas pantorrillas. Ella sabe que tiene una pierna torneada sin que nadie se lo haya
dicho aun, pero ya piensa en saber si se equivoca. ¡Cómo se alegraría ella de que le
celebraran las piernas! Estoy segurísimo de que las mujeres que gustan de oír
piropos, piensan siempre que les echamos flores y les celebramos lo que está a la
vista: «¡Qué lástima! Lo más mono está oculto». Será un lunar, será un brazo
estatuario, será… lo que sea, pero siempre hay algo que la vanidad hambrienta devora

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en silencio con amargura.
Pues señor, la muchacha vé una zarzuela de Offennbach, pero no la escucha.
Aquel lujo inusitado de las coristas, aquella fama que tienen entre los concurrentes al
teatro, aquella facilidad que hay en todas ellas de llegar a ser partes principales…
¿no es esto seductor en altísimo grado? ¿No es más halagüeño que coser toda la
semana encerrada en casa para comer garbanzos duros como piedras, que aún duros y
todo, costaron tanto trabajo de ganar y tantas horas de día y de noche?
En el entreacto, los concurrentes a la galería hablan de cosas de la casa.
—La Juana es la más buena moza.
—Es mí hija.
—¡Ah!
—Sí, señor; y no es porque sea mí hija, pero tiene más disposición que ninguna.
Ahí está el empresario que la quiere más que a ninguna.
—¿Ha hecho ya papelitos?
—Sí, señor; ha hecho un paje en La Genoveva y una ninfa en Los Dioses, y en
cuanto habló se le vino el público encima.
—¿Encima?
—De aplausos, quiero decir, hombre.
—¿Y la otra que se pone siempre a su lado?
—La Eduarda, ¡ya lo creo! Ésa no necesita que la den papeles. Está enredá con el
hijo del duque de la Salvadera: por cierto que al padre le cuesta eso muchísimos
disgustos, porque, hijo mío, el niño se gasta con esa criatura los ojos de la cara. Lo
que es así ya se puede gastar botas de ocho duros y pagar cuatro mil reales de casa.
¡Jesús! yo no sé cómo son algunas mujeres. Lo que es mi niña…
—Si creo que traen todas un jaleo…
—Ellas traerán jaleo, dice un acomodador terciando en la conversación, pero el
caso es que tienen buena ropa.
Estas palabras producen siempre su efecto.
¡Buena ropa! En Madrid es todo lo que hay que tener. Se puede carecer de buen
pan, de buena casa, de buenos dineros, pero de buena ropa… imposible. ¡Oh! ¡La
ropa! La ropa es el hombre^ y no el estilo. La ropa es la mujer, la ropa es el crédito, la
ropa el negocio, la ropa es todo. ¿No habéis oído lo que dicen las gentes de los
barrios bajos? Allí lo entienden. Allí, cuando quieren expresar que una persona no
tiene corazón para llevar a feliz término una empresa, dicen siempre: «¡Lo que es ése,
no tiene ropa pa eso!».
¡Oh! ¡Pues si no fuera por la ropa!…

III

Ya está ajustada.

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¿En cuánto? Eso es lo de menos. El capital no significa nada, el interés es todo.
Se visten estas señoritas en cuartos. No quiero decir que se visten en cueros.
Se visten en cuartos que son por lo general viviendas dé dos o tres personas del
mismo vuelo. Reunidas de dos en dos o de tres en tres, ahorran terreno a la empresa y
gastan menos velas.
El cuarto de las suripantas tiene algo de la puerta de una plaza de toros. Todo el
mundo quiere entrar a un tiempo. Suele haber cola.
En el entreacto se visten o se desnudan las señoritas. La puerta está cerrada. Los
abonados esperan a la puerta.
Estos abonados son por lo general gente joven, muchachos de buenas casas, que
necesitan querida por poco dinero. Ya saben ellos que la suripanta no cuesta gran
cosa.
Un muchacho, entre la buena sociedad, es un pollo que tiene algo por su casa o
aparenta que lo tiene, gastando en cenar lo que no gana para comer y jugando a la
ruleta o al quince para alivio de sus necesidades. Socio del Casino o del Veloz, amigo
de todo el mundo, conocido universal, que se tutea con los toreros y habla a Dios de
tú cuando se incomoda, el muchacho necesita una querida, pero una querida bonita y
barata, porque lo importante es que la mujer no le cueste arriba de cincuenta duros
mensuales. Cincuenta duros mensuales para la suripanta equivalen a una dirección
para un patriota progresista. Y ahí tiene usted explicada la fácil y pronta subida de
esta apreciable joven. De su enredo con el muchacho resultan disgustos para alguna
familia, cuentas que no se pagan, noches en blanco, pequeñeces por el estilo en la
vida de un hombre soltero; también suelen resultar niños de ambos sexos. Pero ¿qué
importa? Ni ella podía aspirar a más, ni él a gastar menos. La suripanta asciende, el
muchacho se divierte, el empresario engorda, el público aplaude.
Dichosas ellas, que han logrado cautivar el corazón de los solteros como nunca lo
consiguió la modesta joven casadera metida en su casa. ¿Qué tuvo que hacer la
suripanta para adquirir sus majencias y su posición desahogada? Bien poca cosa.
Acortar el vestido por arriba y por abajo, lo cual produce economía de tela y
enseñanza libre de hombros y pantorrillas. ¡Oh tempora, oh mores!

EUSEBIO BLASCO

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LA MUJER DE EMPRESA
El último verano ¿quién lo habrá olvidado? ha sido un verano de prueba. El
termómetro subía, subía, subía, ¿quién no lo recuerda? como un diputado ministerial.
Los vecinos de Madrid sudaban, sudaban, sudaban, ¿quién puede ignorarlo? como un
contribuyente en tiempos de orden. Todo el mundo aprendió a conocer la zona
tórrida. Se saludaban las gentes diciéndose: «¡A treinta y… ha llegado!». Se
despedían los amigos diciéndose: «¡Mañana será lo bueno! ¡Gran época para las
chinches y los mosquitos, enemigos del reposo conyugal y de la paz de las
familias…».
Pues bien: en esa época el que estas líneas escribe sufrió muchos días de asfixia.
¿No había de sufrirlos? ¡Figúrense ustedes que vivo en la vecindad de las nubes! Allí
todo es oxígeno el aire y el sol todo es petróleo. No parece sino que impera
soberanamente la justicia de las compensaciones, pues lo que el pulmón pierde a
fuerza de subir escaleras lo gana a fuerza de respirar aires puros, y lo que gana el
espíritu a fuerza de disfrutar calma y sosiego, lo pierde el cuerpo a fuerza de sentir
cierzos y derretimientos. Pero no divaguemos.
Un día bajo desde mis alturas al mundo: tenía la lengua pegada al paladar, la
garganta pegada a la lengua y seca como un esparto, el viento combustible como un
barril de pólvora y desasosegado como un servidor de la nación en la hora suprema
de los cambios de ministros: eran las dos en punto de la tarde, el rubicundo Febo
coronaba de rayos espléndidos la frente de la coronada villa… y una honesta
horchatería, velada entre unas cortinas dé percal encarnado, me ofrecía a pocos pasos
de distancia reparador asilo. Entré en ella, del mismo modo poco más o menos que
debió entrar en Roma César, vencedor en Farsalia.
Consulté mis bolsillos, pedí grande con grande, sirviome al punto la única
persona que aquellas paredes ocultaban, miréla de hito en hito; era una mujer alta,
bien parecida, obsequiosa, discreta, que recordaba haber sido joven y no prometía aun
ser vieja, delgada de talle, la nariz un si es no es remangada y la boca un si es no es
entreabierta. ¿Cuál era su nombre? Yo lo ignoro. Pero aquella vez no era la primera
que aparecía ante mis ojos. ¿No se reproduce este fenómeno continuamente en todas
las cinco partes del globo?
Sin embargo, como el que está solo tiene que conversar consigo mismo, y como
yo para el caso me encontraba solo, empecé a discurrir quién sería aquella mujer de la
cual yo conservaba antiguo conocimiento y de la cual no sabía, a pesar de todo, sino
que acababa de servirme un vaso de limón con una botella de cerveza. ¿Quién era esa
mujer? Después de discurrir en balde media hora, creí adivinar que la había
comprado castañas en la calle de Alcalá. Pero al mismo tiempo me parecía que me
había escogido cigarros en el callejón del Perro. Y además, aquella voz la había yo
oído encarecer los pañuelos de holanda y las medías de algodón, que mi mujer
revistaba, en el portal de una casa de la calle de Toledo. ¿Quién era la buena de la

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horchatera?
Así abismado en la sima de mis reflexiones, la cerveza se iba calentando, se iba
deshelando el limón, la incógnita seguía impenetrable, y la curiosidad aumentaba
hasta producirme fiebre. En los temperamentos nerviosos la fiebre es, por lo menos,
tan cruel como en los enfermos del pecho. Cualquiera afecto vivo o cualquiera
contradicción la provoca. Pero en los nerviosos como en los linfáticos, la fiebre
engendra la sed. Cuantos hayan padecido tercianas lo habrán visto comprobado en el
libro de la experiencia. De modo que yo me encontraba en la horchatería peor que en
la calle, más sediento y no menos asfixiado. El limón se había vuelto caldo dentro de
la cerveza, que se había vuelto aguarrás.
Llamé, dando un golpecito sobre la mesa con el puño del bastón; presénteseme al
instante mi conocida desconocida. «¿Qué quiere usted?» me dijo con un tono mitad
afectuoso, mitad ordinario: «mas limón y más cerveza» la respondí entre lacónico y
airado. Un minuto después estaba servido. Mírela, miróme, fruncí el ceño, y ella se
sonrió como se sonríen las mujeres que han sido madres. ¿No habéis reparado nunca
¡oh lectores! la diferencia que existe entre la sonrisa de una virgen y la sonrisa de una
viuda?
Aquélla es más pura, pero ésta es más dulce; aquélla es más casta, pero ésta es
más suave; aquélla es más angelical, pero ésta es más humana. Aquélla viene del
amor infinito que Dios ha puesto en todos los corazones y parece decir: «¡Quién me
explica este misterio!». La otra viene de la caridad instintiva que Dios ha puesto en
todas las desgracias y parece decir: «¡Quién necesita de mí auxilio!». La una es todo
regocijo, la otra todo melancolía. La una es todo promesas, la otra todo consuelos. La
una es como un ramillete de ilusiones, la otra como un canastillo de bondades. La una
es la aurora que ilumina, la otra es el iris que tranquiliza. La una tiene algo de la
juventud que ama y olvida, la otra tiene algo de la maternidad que ama y recuerda…
Sobre esta materia de las sonrisas podría escribirse un libro, quizá interesante y de
seguro provechoso. Pero no debo escribirlo yo en este momento. Seria cometer una
estafa calificada. ¿No me han comprado mí manuscrito para sorprender secretos muy
distintos? Seamos, pues, honrados, y vuelta a la horchatería. ¿Acaso la horchatería
tiene más de común con el asunto principal que las sonrisas? No sé lo que me digo.
Pero continúo. El lector juzgará cuando la sazón llegue. Sonrióse mi interlocutora
mientras yo fruncía el ceño, continuamos mirándonos el uno al otro, y por fin ella me
dijo:
—¿Ha tenido usted alguna desgracia de familia?
—No señora, le contesté con sequedad.
—¡Como le veo a usted tan triste!…
—No estoy triste, le repliqué más secamente.
—¿La señorita ha salido con bien de su cuidado?… Esta frase venía a ser toda
una revelación. Mi solícita desconocida era sin duda mi conocida despiadada. Ella y
yo, no cabía disputarlo, nos habíamos encontrado alguna vez en el calvario de la vida.

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¿Cuándo? ¿En qué punto? ¿Con qué ocasión? ¿Bajo qué pretexto? En vano me lo
preguntaba a mí mismo. Reconocía su nariz remangada, reconocía su boca
entreabierta, reconocía su voz respetuosa. Pero nada más. ¿Quién era ella? ¿Cómo se
llamaba? ¿De dónde sabía el estado de mí mujer y la aritmética de mi casa? He ahí el
misterio.
Todo misterio es un tormento para la razón que busca por necesidad la luz y se
ahoga por necesidad en la tiniebla. No se extrañe que yo padeciera horribles congojas
en aquella gimnasia del espíritu. Investigar el bautismo de una persona indiferente,
averiguar la genealogía de una criatura inofensiva, dudar sobre la historia de una
pobre mujer del pueblo, luchar entre la curiosidad y el recuerdo, entre el olvido y la
semejanza, es al fin y al cabo tropezar con un punto opaco y buscar un punto
luminoso; es haberse encontrado con un misterio, tormento de la razón, que tiene el
encargo de explicarse todas las cosas. Padecía, en efecto, congojas extremas. Mas no
debían ser eternas. Habiendo pronunciado esta frase: «Yo quiero conocerla a usted»
recibí una contestación que acabó con todas mis dudas.
Aquella mujer se llamaba Manuela; aquella mujer me había vendido castañas en
la calle de Alcalá; aquella mujer me había vendido cigarros en el callejón del Perro;
aquella mujer, que me acababa de vender limón y cerveza, le había vendido a la que
Dios me conserve, medias, y pañuelos, y abanicos, y cintas en la calle de Toledo;
aquella mujer nos podía haber vendido a cualquiera de los dos o a los dos juntamente
muebles viejos en la calle de Tudescos, romances nuevos en la plaza de la Cebada,
periódicos flamantes en la puerta del Sol, y callos con chorizo en la ronda de
Embajadores.
Ella había prosmiscuado sin escrúpulo de conciencia todo género de comercio
con todo género de industria. Había sido bodegonera, ropavejera, castañera,
agualojera, librera, ramilletera, doncella de labor, ama de llaves, patrona de
huéspedes, y no había dejado de ser honrada. Había procreado hijos, educado
sobrinos, casado jóvenes, cuidado viejos, sufrido pérdidas, pasado trabajos, llorado
ingratitudes, hallado amistades, comprado, vendido, cambiado, restaurado,
producido, alquilado, y a los cuarenta años de su edad no había hecho conocencia con
el remordimiento, como ella solía decir.
¿No es verdad que ésta Manuela es un tipo muy español y muy madrileño? Yo he
conocido mil Teresas, mil Juanas, mil Marías, que podrían llamarse Manuelas, si la
comunidad de caracteres morales y de procedimientos económicos fueran parte a
bautizar con el mismo nombre de pila diferentes ejemplares del sexo bello. Marías o
Juanas, Juanas o Teresas, todas estas mujeres suelen poseer cierta cantidad de
virtudes mezclada con cierta cantidad de vicios. Todas suelen ser sobrias, generosas,
compasivas, madrugadoras, afables, francas, sagaces, amigas de todo el mundo y
enemigas solamente de la holganza. Todas suelen ser algo glotonas, algo borrachas,
algo habladoras y algo presumidas.
Se vanaglorian de sus buenas acciones como los últimos romanos se

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vanagloriaban de sus feos vicios, y se perdonan sus actos malos como los epicúreos
clásicos se perdonaban sus raras virtudes. Alguna vez ejercen el oficio de
prestamistas y llegan hasta la usura. Pero muchas veces ejercen el oficio de
filántropas y llegan hasta el sacrificio. Lo comprenden todo menos la servidumbre, y
lo aceptan todo menos la bajeza. Pueden ser groseras, pero no aduladoras;
murmuradoras, pero no chismosas; ignorantes, pero no explotables; explotadas, pero
no víctimas. El trabajo es para ellas un medio y la independencia un fin. En política,
si son algo, son liberales; en religión, si son algo, son escépticas.
Concurren en día festivo a los teatros de segundo orden; frecuentan poco o nada
los paseos; desdeñan las exigencias de la moda; alternan el percal y la lana en sus
vestiduras; rara vez se las ve de tertulia en el café y no se las ve nunca en los cafés de
gran tono. Comen siempre en su casa. Puede ocurrir que hagan funciones de porteras
y de modistas al mismo tiempo, que parezcan casadas y sean viudas, que se metan a
casamenteras y compongan drogas contra la opilación y las lombrices. Pero todas
gastan irremisiblemente sortijas de oro y arracadas de diamantes o de perlas. ¿No ha
de encontrarse en el diccionario social un apellido genérico que personifique la raza?
Sí, esta clase de mujeres se llaman: La mujer de empresa. No hay que confundir a
la mujer de empresa con la mujer de historia ni con la mujer de trapisonda, porque no
hay nada de común entre ellas, como no sea la contribución que pagan unas y otras a
la fortuna cuyos altibajos nadie con más frecuencia experimenta. La mujer de
trapisonda y la mujer de historia son mucho más encopetadas, mucho más cultas,
mucho más sibaritas que la mujer de empresa. «Pero mucho menos castizas, mucho
menos indígenas, mucho menos españolas».
Las primeras beben vino de Bordeaux y Champagne en sus fiestas y en sus
banquetes; las segundas beben vino de Arganda o de Valdepeñas en sus festines o en
sus francachelas. Las primeras necesitan pabellones para sus alcobas y alfombras
para sus estrados; las segundas no han menester ni estrados, ni alfombras, ni alcobas,
ni pabellones. Las primeras guardan cuidadosamente en el fondo de su conciencia
algo que no se atreven a revelar en alta voz ni aun estando solas; las segundas
cuentan en público y sin reserva ninguna toda su vida. Las primeras padecen de
spleen cuando los tiempos vienen nublados; las segundas no pierden su alegría ni en
los trances más duros. Las primeras confían más en la invención de los otros que en
su experiencia propia; las segundas lo fían todo de su experiencia y solo esperan de
los otros lo puramente necesario.
Las primeras sienten inclinación natural a la comedia y vanidad insaciable de
artistas; las segundas se avergonzarían de ser cómicas y se contentan con ser
vividoras. Las primeras son alhajas de doublé, y las segundas son brillantes en bruto.
La mujer de trapisonda, como la mujer de historia, ríe en los saraos, brilla en los
paseos, reina en los palacios, y palidece, y se eclipsa, y llora en el retiro. La mujer de
empresa es en todas partes idéntica a sí misma; no impera sino entre los desgraciados
por su munificencia, no brilla sino entre los agradecidos por sus buenas obras, y no

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ríe sino entre los modestos por su buena estrella.
La mujer de empresa se ve rara vez miserable, rara vez rica, rara vez sola, rara
vez desesperada en el mundo. Conoce personas de todas categorías sociales y
frecuenta casas de todas las apariencias posibles. No acostumbra a provocar ni a
alimentar envidias. Cría sus hijos con la leche de sus pechos y los educa con el
ejemplo de su vida. Goza buena salud y buena fama. Es respetada en el barrio por sus
convecinos como una institución, y conocida en todas partes por su nombre bautismal
como una celebridad. Gusta de las meriendas campestres y muda poco o nada de
casero.
La señora Manuela, motivo para mí de tantas cavilaciones, fue reconocida por mi
costilla tan pronto como pronuncié esas siete letras del vocabulario. No titubeó, no
vaciló, no perdió un instante mi consorte para hacerme su biografía y su retrato. Al
punto supe que había sido peinadora, y modista, y encajera, y corredora de préstamos
a real por duro, y empresaria de criadas sin acomodo, y recriadora de cerdos, y
traficanta en ropas usadas, y frutera, y verdulera, y abastecedora de huevos y de
gallinas la señora Manuela.
Dije: «Manuela» y como si hubiera dicho Andrómaca o Cleopatra, surgió toda
una historia de éste solo vocablo que parecía ser un símbolo. Y lo era en efecto. La
señora Manuela representa una dinastía de mujeres y afecta una multitud de formas
externas. Con pañuelo en la cabeza y vestido de tartán, con mantilla de raso y zapatos
abotinados, con botillería de humildes mesas de pino o con trapería de abundantes
trastos dorados, la señora Manuela es siempre la mujer de empresa. La mujer de
empresa activa, decidora, bonachona, perspicaz, indomesticable, libre como el aire y
fecunda como la tierra.
¿Merece figurar en esta galería de cuadros al vivo? Pues ahí está en carne y
hueso. Un poco de sed, un poco de calor, un poco dé fatiga me ha costado el
encuentro; pero ahí está al fin y a la postre, con su nariz remangada, y su boca
entreabierta, y su sonrisa bienhechora. La presento al público con la seguridad de que
han de salir antiguos conocidos él y ella; la entrego a la jurisdicción de la crítica con
la esperanza de que hemos de merecer su gracia ella y yo. Si me equivoco, lectoras y
lectores, si no conocéis a mi heroína y no me perdonáis mis pecados, dejadme en el
error de la inocencia, que es el más llevadero de los errores.

PABLO NOUGUÉS

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LA MADRE DE LA DAMA JOVEN

Tengo el gusto de presentar a ustedes a doña Rosario Pérez de Periquete, viuda de


D. Juan Periquete, dignísimo empleado que fue en el Ramillete de Palacio, en el
mismo cargo que anterior y sucesivamente habían desempeñado no menos
dignamente su abuelo y su padre, en tiempos mejores que los presentes, sobre todo
para la dinastía de los Periquetes. Desde que esta señora quedó viuda a consecuencia
de una pulmonía que su esposo tuvo la inadvertencia de coger en palacio un día de
gran convite del cuerpo diplomático, y que dio con el suyo en el lecho del dolor,
perdió la buena señora, como ella dice, sus pies y sus manos, y comenzó a sufrir una
larga serie de apuros, ahogos y desventuras de todo género. Es verdad que le quedó
una triste pensión, recuerdo de los delicados servicios de su marido en el Ramillete;
pero ¿qué eran tres reales y medio pelados para una señora acostumbrada en vida de
sus padres y de su marido a una cómoda holgura? Doña Rosario tuvo que pensar en
agarrarse a los huéspedes, es decir, en admitir en su casa personas extrañas, con
asistencia o sin ella; y en verdad que fue grande el sacrificio hecho por la viuda, que
en su vida le había pasado por la imaginación la idea de que tuviera que descender a
emplearse en tal industria, y mucho le apenaba considerar qué dirían sus padres y su
esposo si levantaran la cabeza y la vieran sirviendo a extraños y reducida a la
condición de ama de casa de huéspedes. Pero la necesidad era apremiante, y no había
otro recurso; sin embargo, en aquella ocasión, como en todas, se manifestó la severa
dignidad que distinguía a doña Rosario, pues si bien puso en el Diario de Avisos uno
anunciando que recibirla huéspedes en su casa, añadió la siguiente postdata: «Se
advierte que no es casa de huéspedes». Y con esto quedó un tanto satisfecha la
dignidad de doña Rosario, considerando que si levantaran la cabeza sus padres y su
marido, podría calmar la justa indignación de los muertos resucitados mostrándoles
aquella advertencia en el anuncio.
Que acudieron huéspedes a la casa de doña Rosario, no hay para qué decirlo; en
Madrid siempre hay gentes dispuestas a vivir en el hogar ajeno: huéspedes acudieron
en tan gran número, que pronto hubo de poner un papelito pegado con engrudo en la
puerta del piso que habitaba, anunciando que la casa estaba llena, y así únicamente
evitó que durante todo el día estuviese la campanilla en movimiento.
Mas ¡ay! que si antes sufría ahogos y sofocaciones doña Rosario, más sufría con
los dichosos huéspedes; y con lo que ella contaba años atrás a sus amigas de
confianza sobre el proceder de los huéspedes habría para escribir una historia más
terrible y conmovedora que aquella de las Siete generaciones de verdugos que tiempo
ha dio La Correspondencia en folletín a sus lectoras, ocasionando un aumento y una

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recrudescencia muy notables en las dolencias del sistema nervioso.
Doña Rosario tuvo que habérselas en aquella terrible campaña con los más
tronados estudiantes que cursaban en las aulas, con los bizarros oficiales del ejército
más avezados a la trampa, con los cesantes más cariacontecidos y pelados, y en fin,
con una numerosa colección de caballeros que no pagaban o pagaban mal, y ponían a
la atribulada patrona en apuradísimas situaciones, obligándola a frecuentar las casas
de préstamos para empeñar hoy un cubierto, mañana dos, otro día otra cosa, y esperar
así el principio del mes, porque todos los huéspedes ofrecían pagar en principio de
mes, bien que rara vez lo cumplían.
Tenía doña Rosario una hija, una niña de corta edad, muy lista y pizpereta,
chatilla, de ojos vivos, ligera como una ardilla, en fin, una chica que sabía más que
Brijan, y que, según su madre, no había salido a ella, sino a su abuela, que fue una
mujer de muchísima travesura y de un humor regocijadísimo; tanto que, llegando al
mismo rey noticias de su donaire, quiso verla S. M. y tenía gusto en conversar con
ella, y si no la hizo camarista o dama de honor, no fue por otra cosa más que porque
la reina le había tomado aversión, celosa sin duda, aunque S. M. femenina disimulaba
los celos con singular prudencia. Pues enteramente parecida a tan donosa señora era
la hija de doña Rosario, y mucho más que su abuela habría brillado y revuelto en el
mundo la niña si no hubiese tenido la desgracia de quedarse sin padre a lo mejor.
Esta niña ayudaba a su madre en las faenas de la casa, apuntaba la ropa que se
daba a la lavandera, cosía los botones a los huéspedes, escribía las cuentas que éstos
debían pagar, y las debían por lo regular eternamente, y se ocupaba en otros
quehaceres compatibles con su edad.
Y hubo la casualidad de que fueron a ser huéspedes de doña Rosario un galán y
una dama, marido y mujer, ajustados por la empresa que a la sazón perdía el dinero
en el teatro de Novedades. Doña Rosario tenía algunos escrúpulos para decidirse a
recibir en su casa a los dos comediantes; pero el galán le presentó al ir a ajustar la
habitación sesenta duros como sesenta soles, importe adelantado del primer mes de
pupilaje, y quedó vencida al punto doña Rosario, no acostumbrada a tan bizarro
proceder.
—Si levantaran la cabeza mis padres y mi esposo…, volvía a decir la ínclita
patrona; pero se consolaba pensando que no la levantarían ya después de tanto
tiempo.
La empresa de Novedades era rica y tenía gusto en perder el dinero; de suerte que
la dama y el galán, huéspedes de doña Rosario, pagaban puntualmente, y cada día
ganaban más… el aprecio de su patrona, quiero decir. Poco a poco fue haciéndose
doña Rosario amiga leal y franca, aunque no desinteresada, de sus huéspedes, y
reconciliándose con la gente de teatro; y no dejó de divertirse en aquella época,
porque sus huéspedes le solían dar un par de asientos de delantera de anfiteatro para
que fuera con su hija a admirar los primores que ambos esposos hacían en las tablas.
Y con esto y con ver a los huéspedes estudiar y ensayar en casa los papeles que

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luego ejecutaban en el teatro, ante las desiertas butacas, la familia del empresario que
ocupaba dos palcos, media docena de autores ganosos de ser puestos en escena, los
acomodadores de las galerías y los agentes de orden público esparcidos en el coliseo
para evitar todo trastorno, que no podría ocurrir a no promoverlo ellos mismos, o los
músicos, o los mismos actores, se aficionó tanto a la escena la donosa Virtudes, que
no se llamaba nada menos que Virtudes la hija de doña Rosario, en conmemoración,
digámoslo así, de las de toda la familia, que no hacia más que imitar en el gesto y las
actitudes al modelo que tenía en casa, y era cosa de gusto oiría recitar las décimas de
doña Inés en Don Juan Tenorio, y con el chico del zapatero establecido en el portal
representaba las más tremendas escenas de Sancho García, y daba muestra evidente,
en fin, de lo que había de ser, andando el tiempo, en el terreno del arte.
Y sucedió que hubo de representarse en Novedades un drama de gran espectáculo
y un si es no es de magia, en el cual fundaba grandes esperanzas la empresa,
prometiéndose que con él tendría aseguradas las Pascuas y podría recuperar una parte
de lo perdido; bien que el empresario lo habría perdido todo con cierta satisfacción,
no por otra cosa, sino porque él no tenía la empresa para ganar dinero, sino para dar
gusto y un gran sueldo a cierta bailarina, que no era cosa mayor en cuanto al baile,
pero como mujer no tenía tacha, a no ser en la conducta, un poco ligera, eso sí; pero
esta cualidad era un encanto más para el liberal empresario. En dicho drama, que
además de mágico tenía sus puntos de sacro o sacrílego, pastoril y pirotécnico, habían
de tomar parte varios niños, y entre éstos una niña, cuyo papel no dejaba de ser
interesante y de empeño, como que tenía que hablar mucho la que lo representase. No
sabía el empresario dónde hallar una niña con la inteligencia suficiente para
representar aquel difícil papel, y era ésta una gran contrariedad, porque las Pascuas se
acercaban a más andar y el drama no podía dejar de estrenarse, como que en él
bailaba un paso serio de gran efecto la bailarina sin tacha en lo físico, por quien
tantos sacrificios hacia aquel benemérito caballo blanco. La dama y el galán que
vivían en casa de doña Rosario se acordaron de la donosa Virtudes; estimaron que era
la niña muy capaz de representar el papel, y ofrecieron al empresario procurar por
todos los medios que la madre permitiese a su hija presentarse en la escena.
—Doña Rosario, dijo la dama a su patrona, mi marido y yo tenemos que pedir a
usted un favor.
—¡Ay! dígalo usted pronto, doña Conchita; oro molido que fuera… y siempre y
cuando que esté en mis facultades… ¿Qué le hace a usted falta?… ¿Un espejo más
grande?… Ya lo sé, y se lo pondré a usted; por diferencia de seis reales no traje ayer
uno que hay en la prendería de enfrente…
—No es eso, doña Rosario.
—Pues usted dirá, doña Conchita.
—Mi marido y yo tenemos necesidad de Virtudes.
—¡Ave-María! No se eche usted por los suelos, doña Conchita, que ya sé yo lo
buena que es usted.

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—No me ha entendido usted. Digo que necesitamos a Virtudes.
—¿A mi hija?… Pues voy corriendo… ¡Niña, ven, niña!
—Vamos a hacer en el teatro un drama en el que hay un bonito papel de niña, y
queremos que lo haga Virtudes.
—¡Jesús! ¡Doña Conchita, por Dios! ¡Salir mi niña al teatro! ¡Qué vergüenza! ¡Si
sus abuelos y su padre levantaran la cabeza!… ¡Jesús! ¡Ave-María Purísima! Esta
doña Conchita es el enemigo. ¡Virgen de la Soledad, mi niña pisar las tablas!
—Señora, no hay motivo para tanto asombro.
—Doña Conchita, sería una vergüenza… ¿Qué diría la gente?…
—Señora, nada hay de indecoroso en eso, y estoy segura de que la niña tendrá
mucho gusto en representar ese papel.
Y en efecto, la niña se volvió loca de alegría, y al fin su madre consintió, paro con
la condición de que se pusiera en los carteles que tomaría parte en la representación
del drama, por especial favor a la empresa, una niña de ocho años perteneciente a una
de las más distinguidas familias de la corte.
Doña Rosario asistió a los ensayos, escandalizada de oír los votos y juramentos
del director de escena y de ver a las bailarinas con enaguillas cortas y las piernas al
aire, dando zapatetas inconvenientes y volteretas poco honestas a la verdad. Y la
buena señora no hacia más que pensar, llena de terror, en la tremenda escena que le
harían sus padres y su esposo si levantaran la cabeza y la vieran allí, en un escenario,
al lado de la embocadura, sentada entre dos bailarinas, una de ellas picada de
viruelas, y rodeada de músicos y danzantes, cuyo lenguaje no era por cierto el más
edificante que digamos.

II

Llegó el día de la primera representación del drama sacro-bíblico-mágico-


profano, —profano por el paso que bailaba en uno de sus cuadros la protegida del
empresario—, y doña Rosario se presentó a este apreciable primo a pedirle tres
palcos, ocho butacas, veinte delanteras, y hasta sesenta localidades de menor cuantía,
porque ella, dijo, tenía muchos conocimientos y que cumplir con mucha gente, y no
hubo más remedio que complacer a la exigente madre de la novel actriz.
Y corrió doña Rosario a casa, y auxiliada por un huésped que era muy buen
muchacho y muy servicial, hizo la distribución de las localidades entre la vecindad,
algunas familias de Palacio, o mejor dicho, de empleados que habían sido de Palacio,
y sus proveedores de cámara, es decir, el del almacén de ultramarinos, D. José el del
molino de chocolate, el señor Pedro el carnicero, y otras personas no menos
inteligentes que sabrían apreciar el mérito de la niña.
Doña Rosario se reservó el palco más visible para ella, sirviéndose designar como
sus acompañantes en aquella noche memorable a sus estimados amigos el hábil

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comadrón que la había asistido en su último parto, en el que vino al mundo Virtudes,
y la señora y la hija del propio comadrón, amigas íntimas de la venturosa madre, que
en aquel día recordó cien veces las épocas más señaladas de su vida: el laborioso
último parto; la circunstancia de que por tener ya cuarenta y cinco años en aquella
época creyó que no estaba en cinta, sino hidrópica; su sorpresa cuando se convenció
de que la hidropesía no era otra cosa que embarazo; la alegría que tuvo su marido,
que tampoco creía en aquel embarazo fuera de sazón, y por último, hizo gran copia de
reflexiones sobre el tema de lo que dirían sus padres y su marido si aquella noche
levantaran la cabeza y se fueran al teatro de Novedades, por distraerse un rato, y
vieran a su nieta e hija en medio de las tablas cortando el verso con sin igual donaire.
Llegó la hora de la función; el teatro estaba, por excepción, ocupado en todas sus
localidades, y allí lucia todas sus galas doña Rosario en su palco. Había dejado ya
vestida a la novel actriz, y en el momento de ir a levantarse el telón había subido al
palco, a fin de saludar a la familia del comadrón y ver la aparición de su hija en la
escena. Luego volvería a los bastidores para estar al cuidado de Virtudes. Salió ésta, y
en honor de la verdad ha de decirse que salió con gran desparpajo, y sin temor a nada
ni a nadie, —aunque su madre decía que estaba muerta de miedo la chica—, y dijo
los primeros versos con la mayor naturalidad y gracejo, mereciendo un aplauso
unánime y prolongado del público ilustrado. Doña Rosario no pudo contenerse, y
comenzó a sollozar; pero con tal estrépito, que el público fijó la atención en el palco,
sorprendido de que aquella señora llorase de aquel modo antes de que ocurriese
catástrofe alguna en el drama.
—¡Hija mía! ¡Corazón mío! exclamaba la madre, gimiendo y llorando. ¡Si su
padre levantara la cabeza se la comía a besos!…
—¡Fuera! gritaban desde la galería.
—¡Silencio!
—¡Que calle esa vieja!…
Doña Rosario, al oír esta frase, se levantó indignada, y hubiera dirigido algún
enérgico apostrofe al imprudente que la había injuriado, si el comadrón no la hubiese
tirado de la manteleta, diciendo:
—Por Dios, señora, que va usted a armar un motín. Doña Rosario calló y se fue a
ver la función desde los bastidores.
Continuó la representación, y Virtudes alcanzó un éxito completo, mucho más
éxito que la bailarina protegida por el empresario, la cual, en el paso nuevo
expresamente inventado para ella, estuvo poco afortunada; pero esta artista hizo creer
al empresario que la novedad de la niña le había quitado a ella el efecto, y al idem
exigió del empresario, y este del autor de la obra, que en las representaciones
sucesivas el paso se bailara antes de la aparición de la niña; pero cuentan las crónicas
teatrales que no por eso alcanzó mejor éxito la intrépida bailarina en las sucesivas
representaciones.
Un incidente interrumpió la representación en el último acto. Después de una

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larga tirada de versos dichos por la niña al primer barba, que representaba en el
poema el papel del demonio, el público entusiasmado llamó a la escena a Virtudes, y
le arrojó dulces y flores. Doña Rosario no se pudo contener, y en el momento del
mayor entusiasmo popular, cuando la niña hacia con mucha monada graciosas
cortesías, salió como un rayo de entre los bastidores a la escena, cogió en brazos a su
hija, y le dio los dos besos más estrepitosos que se han oído en teatro desde que los
hay.
Y figúrense ustedes el efecto que haría doña Rosario en medio de aquellos actores
vestidos de romanos bien acomodados y demás gente ordinaria.
El público, sin consideración, empezó a gritar: —¡Fuera! ¡Fuera!
Y el mismo demonio tuvo que empujarla hacia los bastidores.
Y se oían en el público estas voces: —¡Que no galga la madre!
—¡Que baile la madre!
—¡Que diga algo la vieja!
Pero doña Rosario no oía nada, en medio de aquellas emociones.
—Perdone usted, decía al demonio, no sé lo que me hago… ¡Jesús, qué chica!
¿Quién lo había de decir?… ¡Si su padre levantara la cabeza!…

III

El drama se representó muchas noches, gracias al donaire de la tierna actriz; los


periódicos estuvieron unánimes en el elogio como lo estaba el público en el aplauso,
y el empresario hubiera bailado de contento en celebridad de tan singular fortuna: la
que no estaba contenta era la bailarina, que bailaba aquel paso sin éxito, y de buena
gana, para desahogar su pecho acongojado, hubiese ahogado entre sus pecadoras
manos a la monuela que se había atravesado en su camino, robándole la gloria
artística, que estimaba la bailarina más que el amor del empresario, bien que menos
que el dinero…
Doña Rosario, que iba al teatro todas las noches con su hija, y ya sabía todo lo
que allí pasaba y no se le ocultaba nada, había sorprendido todos los misterios de
bastidores y conocía la vida y milagros de todas las personas que intervenían en el
teatro, desde el empresario hasta el último tramoyista. Por eso sabía de la bailarina
mucho más que el mismo empresario; y como doña Rosario no era muy discreta, y
como además tenía ganas de vengarse de la bailarina, que tenía odio y mala voluntad
a su hija, hizo de modo que el empresario llegase a saber lo que a la alumna de
Terpsícore no le podía convenir que supiera el que era su protector en este mundo.
Y una noche, en medio de la representación, oyó el ilustrado público un ruido
extraño de voces y bofetadas, que pronto comprendió no debía ser cosa del drama,
porque oía palabras, aunque muy usuales, impropias de la época del poema y de los
personajes que en él intervenían.

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Era simplemente que la bailarina y doña Rosario se zurraban de lo lindo entre
bastidores. La niña, que vio desde la escena cómo la sílfide cogía a doña Rosario del
moño, corrió hacia el lugar del siniestro; el demonio, qué también estaba en escena, la
siguió, y en un momento se armó allí tal baraúnda, que fue precisa la intervención de
la autoridad, y el público se alborotó también, y tuvo que variarse la función, porque
doña Rosario se había llevado a la niña; y aquél fue el último día de la empresa. La
bailarina envolvió en su ruina a cuantas familias dependían del teatro, y hubiera
querido tener las fuerzas de Sansón para hacer caer con estrépito el teatro entero.
El empresario, aficionado ya a perder el dinero en el teatro, hubiera querido
continuar con su empresa; pero como el dinero que perdía era de su mujer, el padre
de ésta tomó cartas en el asunto, enterado ya de las debilidades de su yerno, y no
hubo más remedio que renunciar a la empresa, haciendo este sacrificio el interesado
en aras de su felicidad doméstica.
Virtudes quedó desconsolada.
Habíase ya acostumbrado a la escena, a los aplausos del público, y como sucede a
todos los que emprenden la carrera teatral, no podía vivir ya sin esas emociones de la
vida artística, no podía hallar entre las paredes de su casa el encanto que en medio de
la decoración de selva; sus mejores trajecitos de calle le parecían ridículos
comparados con aquel traje de seda cuajado de lentejuelas, y su misma madre le
parecía una mujer prosaica, vulgar, cuando se acordaba de aquellos reinas, de
aquellas damas matronas que había visto tan de cerca en la escena.
Doña Rosario perdió los dos mejores huéspedes, la dama y el galán, que, cerrado
el teatro, fueron ajustados para ir a hacer la Pasión en el de Zaragoza.
La bailarina, causa principal de la catástrofe, se retiró a la vida privada; un inglés
se la llevó a Inglaterra, y según cuentan los que la han visto allí, es muy dichosa con
misión (así llama ella al inglés), y éste es con ella dichosísimo, tanto que no espera
más que la muerte de un tío millonario para casarse por lo fino con la salerosa
española, bien que ya esta señora tiene sus cuarenta muy cumplidos.
Grande era la fama que había alcanzado Virtudes desde que debutó en aquel
malogrado drama, y esta fama le valió que varias sociedades dramáticas solicitaran su
concurso; y así volvió la niña a la escena, desarrollando sus facultades en la modesta
esfera de los teatrilios caseros, mientras llegaba a edad de poder ajustarse en un teatro
público. Éste era su sueño dorado. Ser actriz era su ventura.
Y lo fue.
A. los diez y seis años fue ajustada con dos duros diarios en calidad de dama
joven para uno de los teatros de Madrid.
Doña-Rosario accedió, convencida ya de que ni sus padres ni su esposo
levantarían la cabeza, y sobre todo porque calculó que su hija ganaría más
representando comedias que ella admitiendo huéspedes con asistencia o sin ella.

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IV

Virtudes está hace años en el teatro haciendo papeles de dama joven, y no ha


cumplido lo que prometía cuando niña. Es una damita regular y nada más; pero su
madre cree que vale mucho más que Matilde y Teodora, y que, si no le dan papeles de
primera dama, no es por otra cosa sino por miserables intrigas y envidia de las demás
actrices.
Es, pues, ocioso decir que doña Rosario no puede ver ni pintadas a las artistas que
pertenecen a la misma compañía que su hija; a todas las mira con cierto desdén, no
solo porque ella es una señora que nunca creyó tener que rodar por los teatros, sino
porque en todas ha descubierto defectos y debilidades muy vituperables.
Ella es la que propala cuanto puede perjudicar en su reputación a las rivales de su
bija; ella sabe qué actor mira con buenos ojos a la graciosa; cuál es el motivo dé que
siempre tenga ajuste la característica, que ha perdido la voz, y por qué está
escriturada también la hija de la característica, que no tiene más que fachada y en las
tablas no sabe mover las manos ni los pies, y habla con una lengua de estropajo que
da fatiga oiría. Pero al empresario le gusta y por eso la ajusta, así como a la madre,
que es una bruja, dicho sea sin ánimo de ofenderla.
También su hija podría prosperar; pero como ella es una señora, y todos saben
que su hija es hija de una señora, y que a ellas no se les pueden proponer ciertas
cosas, por eso su hija no sale de hacer papelitos de poco más o menos, y no se la deja
lucir.
Esto se lo cuenta doña Rosario a todo el que la quiere oír, y suele ocasionarle
algún grave disgusto, porque las demás actrices no estiman oportuno dejarse
despellejar impunemente; pero no por eso hace menor destrozo en las reputaciones
ajenas la lengua de doña Rosario. Tiene en su favor la facilidad con que generalmente
se da crédito a todo lo que se dice en desdoro de las actrices, y hay muchísimas
personas que creen como artículo de fe toda calumnia que inventa doña Rosario.
Cuando se reparte una obra nueva, siempre tiene alguna observación que hacer,
siempre se cree en el caso de reclamar; ella reclama, aunque su reclamación sea
desatendida, porque, como ella dice, no quiere pasar plaza de tonta.
—D. José, le dice al empresario, con permiso de estas señoras.
El empresario en el ensayo siempre está hablando con las señoras de la compañía
o con las del cuerpo de baile, que es un cuerpo muy distinguido siempre por los
empresarios.
—Usted dirá, señora, dice el empresario, separándose del grupo de señoras.
—Nada, quería decirle a usted que el papel que le han repartido a la niña es el
peor de la comedia.
—Señora, eso al autor.
—Como aquí el autor no toca pito, y D. Juan (el primer actor) y usted son los que
hacen y deshacen… ¿Le parece a usted bien que mi hija haga el papel de hija natural

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de un sargento francés?…
—No sé que tenga nada de particular.
—Para usted no, pero para ella y para mí tiene mucho, porque a nosotras nos
conoce todo Madrid…, y luego que el papel en sí no vale nada. ¿Por qué no se lo ha
dado usted a la Manolita Pérez?…
Ésta es la hija de la característica.
—Señora, porque la Manolita hace el papel en la pieza.
—Ése sí que es un bonito papel… Mire usted como a Virtudes no se le reparten
piezas como ésa.
—Ya se le repartirán, señora.
—Sí, ¡buenos son ustedes! Es claro, ya sé yo por qué es todo eso; porque como
nosotras no somos como otras… En fin, ese papel es muy malo.
—Pues ya se le dará otro bueno.
—Y no debía hacerlo. Con que yo se lo digo a usted para que sepa que, si hace el
papel mi hija, es porque es demasiado buena y porque no somos como otras. ¡Ah!
también le tengo que decir a usted que nos ponga otro cuarto, porque mi hija no se
viste ya en el mismo que la Trinidad…
—¿Y por qué?
—Porque a la Trinidad van a verla muchos jóvenes, de estos poetillas sin un
cuarto y periodistas insolentes, y puede figurarse alguien que van por mi hija. Si ella
quiere visitas que las tenga… Así le ponen luego esas gacetillas en los periódicos…
¡Jesús! ¡Para que mi hija fuera a pedir que le pusiesen un suelto!…
—¿No tenía usted más que decirme?
—Ahora nada más, sino que sepa usted que no somos tontas. Parecida
conversación tiene con el autor de la obra, quien la tranquiliza prometiéndole que va
a escribir para Virtudes un papel de mucho sentimiento.
—A ver si lo hace usted, dice doña Rosario, para que vean que mi hija sabe hacer
lo que haga otra, y mejor. ¡Jesús! ¡Tengo más ganas de perder de vista el teatro!…
¡Esto no es más que para cierta clase de gentes!… ¡Cuando una es una señora y ve
ciertas cosas!… En fin, D. Arturo, a ver si le hace usted el papel a la niña. Por usted
hace el de esta obra; pero ya le he dicho al empresario lo que viene al caso, y aún no
se lo he dicho todo, porque una no puede olvidar que es una señora, y tiene que tener
prudencia, aunque no vea una más que injusticias. Vamos, que anoche toda la noche
estuvo usted en el palco de la Gómez…
—Entré un rato…
—Sí, toda la función. ¿Ha notado usted cómo la huele el aliento?
—No señora.
—Pues hijo, si vuelca…
—A mí no.
—Pues no tiene usted poca suerte. Es muy guapa, eso sí; pero amigo, esa falta es
garrafal.

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Doña Rosario está siempre ojo avizor para que su hija no se enamore de ninguno
de la compañía, porque tiene su plan trazado y no quiere que se le malogre la
muchacha. Desea doña Rosario que su hija case con algún capitalista, o cosa así, o
siquiera con un marqués, aunque sea entrado en años. Ella sabe que muchas cantantes
y algunas actrices y varias bailarinas han hecho buenas bodas, y quiere que su hija no
sea tonta, y no se vaya a casar con algún actor tronera, o con algún poeta entrampado,
o con algún músico buen mozo que no tenga un cuarto.
La virtud de su hija es ya proverbial, y no duda que esta virtud tan ponderada
atraerá a algún caballero de las condiciones que ella desea.
Éste es el desagravio que anhela ofrecer a la memoria de sus padres y de su
esposo, que deben estar en el otro mundo muy apesadumbrados, si allí se ha sabido
que su nieta e hija pertenece al teatro.
¿Conseguirá su intento la famosa doña Rosario?
¿Quién sabe?… Pronto ha de ser, porque de lo contrario temo mucho que su hija
se deje aprisionar en las redes de amor que le tiende un cierto galán de carácter,
recién venido de provincias, viudo, y que es un buen mozo irreprochable.
Muy escamada está doña Rosario con el galán de carácter, y buenos consejos da a
su hija para que se reserve para el capitalista o marqués o ministro que cualquier día
le puede ofrecer la mano y el corazón; paro ¿podrá Virtudes esperar? ¿podrá sofocar
la llama del amor que ya brota en su corazón?…
Y será lástima que el galán de carácter triunfe, porque él, eso si, es un buen mozo,
pero como comediante es de lo más malo que se conoce, y como hombre lo es más
que Caín.
Yo creo que Virtudes se malogrará, y que doña Rosario tendrá que exclamar
muchas veces todavía:
«¡Si levantaran la cabeza mis padres y mi esposo!… ¡Mas vale que no la
levanten!».

C. FRONTAURA

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LA VENUS CADUCA
Resistió heroicamente durante largos años; desafió con su descote los más
violentos resfriados; provocó las indigestiones; trató con menosprecio al sueño, y al
rigor de los años y u los estragos del placer opuso una fortaleza y una constancia
semejantes a las de Gerona y Zaragoza, siempre heroicas. Aun hoy día, en los últimos
años o quizá meses de su vida, extenuada, trémula, frágil de miembros y casi
apagados los sentidos, muere, pero no se rinde, como la guardia napoleónica. Aun se
la vé colgándole del cabello unas usadas flores artificiales, recordando así las yerbas
que suelen crecer entre las grietas de arruinadas almenas.
¡Qué buena moza fue! ¡Qué buena moza!… ¿Hay más que verla?
A los trece años, parecía tener diez y ocho; a los veinte nadie le daba más de diez
y ocho; a los treinta, diez y ocho; a los treinta y cinco… diez y ocho. Después, se
conservaba en un estado tal, que era imposible fijar su edad aproximadamente; pero
produjo durante largos años el efecto de una mujer joven. Pasado ese período, todos
los que no la habían conocido antes decían: «Se conoce que aún es joven».
Ahora…
Pero ahora, valiéndome del giro más tortuoso que hallo a mano para no hablar
brutal y directamente de sus años, digo que sus hijas ya podrían ser abuelas.
¡Quién la vio y la vé hoy día!
Antes descubría el torneado brazo para alegrar al sol de mayo; descubría los
marmóreos hombros que asomaban a avergonzar el raso y el terciopelo; en dos pasos
manifestaba cuan prodigiosa puede ser la flexibilidad de un talle femenil, y el
relampaguear de sus ojos habría deslumbrado al lince.
Mirarla y no admirarla era imposible.
Nació hermosa, y se propuso ser hermosa hasta la muerte.
Casáronla y con esto no pasó de doncella a esposa, sino de hermosa mujer a
mujer más hermosa todavía.
Enviudó (a lo menos así lo dice), y el único cambio que hubo en ella fue
convertirse en la más hermosa de todas: doncellas, casadas y viudas.
¿Qué más ha hecho durante su vida?
Distingamos a tiempo: todo cuanto ha hecho ha sido accidental o a consecuencia
de ser muy hermosa o por no dejar de serlo.
No hay que preguntar si ha tenido amantes. ¿Podía dejar de tenerlos? Esto no
dependía de su voluntad, ni le robaba tiempo, ni le daba ocupación alguna, a menos
que llamemos ocupación a satisfacer nuestras vanidades.
No amó a nadie: ¡a nadie!… ¿Me explico con claridad? Por si acaso, me explicaré
mejor.
El corazón de esa mujer palpitó constantemente de amor, de amor inmenso, que
ella se dedicó a sí misma.
He ahí por qué es una de las mujeres que más han amado, sin que nadie pueda

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jactarse de haber alcanzado su cariño.
Presintió quizá que había nacido para ser causa de la admiración de todos los
hombres, y no para constituir la felicidad de ninguno.
Vivió entre el bullicio; jamás temió que la demasiada luz pudiera hacer descubrir
defecto alguno en ella: la belleza exterior de su cuerpo fue su numen, su armadura de
acero, el objeto de su existencia, su embriaguez. Su familia, sus afectos, su patria, su
religión, sus amores, todo lo llevaba consigo; porque eran sus sedosos cabellos, sus
fascinadores ojos, su gallardía. El hogar era cualquier sitio donde hubiese hombres
que la contemplasen y mujeres que de grado o por fuerza reconociesen su
superioridad.
Cuando se ponía de moda una prenda que solo caía bien a las de baja estatura, la
adoptaba ella, con la seguridad de que sería la única buena moza a quien le sentase
bien.
Cuando era moda un color que solo favorecía a las morenas lo adoptaba ella, sin
dudar un instante de que contribuiría a realzar su hermosura.
No ha tenido trato íntimo y continuado con mujeres. ¿Por qué?
Si toda mujer fuese vana y envidiosa, ya sabríamos el motivo; pero ya hemos
convenido de buena fe en que esos vicios no son inherentes a todas las personas del
bello sexo.
Las causas principales de ese hecho, son dos, a nuestro modo de ver. Consiste la
primera, en que la vida de una mujer, consagrada como a un sacerdocio a conservar
su hermosura, está sembrada de accidentes que la alejan del trato honesto con las
demás. Consiste la segunda, en que la admiración de toda mujer por la hermosura de
otra es más breve que la del hombre y no basta a satisfacer a ninguna hermosa.
De manera, que, alejándose ella de unas y alejándose de ella otras, le pasó lo de
acabar por no tratarse con ninguna.
Sus amores, si así podemos llamar a las concesiones hechas por nuestro tipo a sus
amantes, con el solo objeto de prolongar unos días el fanatismo ardiente y exclusivo
causado por su hermosura, fueron siempre breves.
Por lo general suele ser larga la lista de amantes de tales mujeres, pero la
narración de los sucesos amorosos es breve.
Nadie sabe por qué dejó a éste ni por qué la dejó el otro.
Digo que no lo sabe nadie, porque la gente se figura que ha de mediar algún
motivo especial para que ocurra el pronto rompimiento con cada uno de sus amantes,
sin ver que el motivo es uno solo y está a la vista. Es que esa mujer no puede ser
amada, por la sencilla razón de que no ama con ningún género de afecto.
Hay mujeres feas (¿para qué negarlo?). Hay mujeres poco sensibles al amor, y sin
embargo, pueden ser amadas, ya por su buena índole, por su veneración a los que le
han dado el ser, por su modestia y su espíritu de orden, por su entusiasmo en favor de
algo sublime; pero la mujer de que tratamos no puede ser amada. ¿Qué relación
puede establecerse entre el olfato y una planta inodora? ¿Cuál entre el paladar y las

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sustancias insípidas? Cualquiera de nosotros, es verdad, puede por medio de signos
establecer un lenguaje convencional con un mudo; pero es porque el principal
elemento de esa conversación está en la inteligencia y no en los sonidos; pero con la
mujer, para quien el verbo amar es neutro, supuesto que su acción no pasa a otra parte
(como decíamos en la escuela), con esa mujer, digo, no es posible ninguna relación
amorosa.
Podrá suceder, y aún sucede casi siempre, que un desdichado se vuelva loco de
amor por ella; pero a decir verdad, no es por ella, es por su hermosura; por la
impresión que le causa el conjunto de tamaño, líneas, color y movimiento de aquella
mujer, lo cual no es la mujer.
A ese mismo hombre, si antes de conocerla le hubiesen dicho: «Mira, existe en la
tierra una persona que solo cuida de su hermosura; que nada siente por sus padres,
por sus hermanos, por los niños; que se amó a sí misma sin haber amado antes las
flores, los pájaros ni los pensamientos sublimes; que no se horroriza, sino que se
fastidia al oír el relato de una desgracia;» si luego hubiesen añadido: «esa persona
pertenece al sexo femenino y es hermosa, muy hermosa, hermosísima;» pregunto
ahora: ¿aquel hombre podría haberla amado?
¿Sí? Pues entonces no enloqueció por ella, sino que ya estaba loco antes.
Reanudemos aliara nuestro relato.
Esta mujer, dejando aparte la continua satisfacción de saber que es hermosa, solo
ha experimentado dos violentas sensaciones en su vida. La una fue terrible, porque
soñó que de repente se había vuelto fea: la otra fue para ella un celestial consuelo,
porque la angustia la despertó, corrió a mirarse al espejo y vio que estaba
hermosísima.
A cierta edad, o más bien dicho, a incierta edad, se va de su tierra.
En cada capital de provincia hay una Venus decadente que procede de otra parte.
En Cádiz, la llaman la catalana; en Barcelona, la llaman la gibraltareña; en
Santander, la llaman la mahonesa, y en Madrid… ¡oh! en Madrid hay tantas como
provincias.
La Venus decadente se cansa de ver que en los paseos la muestran a los
forasteros, más bien como objeto curioso que como persona admirable.
Ya dos o tres veces han llegado a sus oídos las palabras de un indiscreto que, sin
apartar los ojos de ella, preguntaba a otro:
—¿Cuántos años dirá usted que tiene esa señora?
Además, se le hace ingrato el continuo espectáculo de los viejos que eran niños
cuando ella era niña; además, ya no tiene adoradores; además, ya comienzan a
escasearle los recursos, y no quiere pasar por el bochorno de que vean sus apuros los
que la vieron derrochar; porque creo escusado decir que esa mujer gasta siempre más
de lo que tiene, porque el amor es pródigo de suyo; y ella, que se amó a sí misma con
frenesí, nada se escatima, ni mucho menos.
Casi siempre se basta a sí misma.

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Éste casi, después de lo que llevamos dicho, parece que debería borrarse; pero
tiene su significado, y es el siguiente;
Nuestro tipo, aunque siempre ajeno a los afectos, no siempre lo es al vicio.
El incentivo mismo de su hermosura la sirve admirablemente cuando es joven y
aun cuando ha dejado de serlo, pero llega al fin el momento en que la única afición
que siente es su mayor castigo.
Los que fueron cómplices de sus desórdenes, ya no están para bromas; los pollos
inexpertos, si se dejan uncir una vez a su carro, se rebelan a las veinticuatro horas
contra su ilegítimo imperio…
Entonces es cuando, llegada la Venus a la caducidad, emigra voluntariamente.
A donde quiera que vaya, oye decir:
—¡Qué hermosa debe de haber sido esa mujer!
Nadie se equivoca sobre lo que fue; más ¡ay! tampoco se equivoca nadie
creyéndola lo que ya no es.
Desde aquel momento la decadencia es rápida.
Entonces es cuando empiezan a llamarle la atención las personas unidas por lazos
afectuosos; recorre de memoria su vida entera, y no encuentra uno solo, ni uno cuyo
recuerdo le envié un pálido fulgor de cariño, de amor, de benevolencia…
Vive sola, o en compañía de otra mujer, siempre inferior a ella por la educación,
por el caudal, por el buen gusto; pero siempre, siempre superior a ella, por la pasión,
por el sentimiento, por la aplicación de la inteligencia o por otro concepto análogo.
A una veo casi todos los días…
Es forastera, por supuesto; pero alguien la ha dado a conocer en los paseos, y más
de una vez he notado que hay gentes que la miran y se cuentan cosas de ella en voz
baja unos a otros.
Se llama, o se hace llamar, Palmira, lo cual ha dado ocasión a unos muchachos,
estudiantes de medicina, para decir siempre que la encuentran en paseo: «¡Ahí van las
ruinas de Palmira!».
La región de los ojos va dilatando sus límites por aquel rostro en otro tiempo
hermoso y de proporcionadas facciones. Sus labios inseguros dan indicios de yo no sé
qué afección morbosa, y veo que a cada paso tiene ella necesidad de secarlos con el
pañuelo, ocultando en seguida las manos con el mismo afán con que antes las
mostraba. Falta de firmeza, huye del bullicio para no caer derribada, y se sienta tres
veces si recorre la mitad del Prado o del paseo de Recoletos. Su rostro es de una
palidez desagradable; aquello no es color pálido: recuerda el vaso de agua en que los
pintores agitan los pinceles para dejarlos limpios. Lleva la cabeza que parece erguida;
pero no está sino caída hacia atrás, faltas de fuerza las vértebras para sostenerla.
Su conciencia está todavía como un espejo: el conocimiento, la reflexión, no han
alterado su tersa superficie; no la han deslustrado con remordimiento alguno.
Quisiera ella no estar sola, tener el apoyo del hijo, la compañía del esposo, el
arrimo del hermano, el lazo del parentesco; pero… no sabe nada de las dulzuras que

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entraña lo que desea.
No necesita amar ni ser amada; necesita no aburrirse, no vivir rodeada de
silencio; ver a su lado una persona de quien pudiese decir: ése llamará al médico, ése
me dará una taza de caldo, ése velará mi sueño, ése me llevará del brazo.
Agotadas en ella la hermosura y la sensualidad, ¿qué ha de quedar de aquella
mujer donde tan poca cantidad de ser humano residía cuando estaba en la plenitud de
la vida?
Triste es su morada, como es sordo y triste su corazón.
La mujer que vive con ella la sufre por necesidad; no diré que la aborrezca, pero
tampoco siente por ella ningún cariño.
El día que la vea enferma en cama, dirá entre dientes:
—Bien podría llevársela el Señor. Para lo que sirve en este mundo…
Y cuando la vea muerta, dirá: «¡Gracias a Dios!».
Y al cabo de muchos días dirán en su tierra:
—¿Se acuerdan ustedes de aquella que había sido tan hermosa, que se fue a
Madrid; aquella que…?
—¡Ah! sí.
—Pues se ha muerto hace poco.
—¡Hombre!
Y con esto y encogerse de hombros habrán pagado el tributo a su memoria.

ROBERTO ROBERT

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LA CENICIENTA

Amable lectora: Aun cuando todos los artículos escritos para este libro de LAS
ESPAÑOLAS están de hecho y de derecho dedicados al bello sexo, yo te suplico que te
fijes más particularmente en éste, no por lo ameno, pero sí por lo trascendental.
Porque trascendental es todo lo que atañe a la libertad, igualdad y fraternidad del
hogar doméstico.
Si tú vives en Madrid o en otra población de primer orden, y de niña has leído u
oído cuentos de hadas, y ya de más edad asistes a la ópera y te ocupas más o menos
en las cosas literarias, habrás comprendido desde luego de qué tipo voy a hablar; pero
como puede suceder que no todas se hallen en igual caso que tú, y yo pretendo ser
leído y entendido hasta en los pueblos más insignificantes de España, concédeme tu
permiso para que, someramente y de pasada, cuente a mis lectoras incipientes la
historia de la cenicienta.
No eran tres como las hijas de Elena, sino cuatro hermanas, hijas de padres
anónimos, las que en tiempo prehistórico, y en yo no sé qué país (aunque debía ser
oriental por la abundancia de piedras preciosas que en él había), vivían juntas bajo el
mismo techo, aunque no con la debida hermandad.
Las cuatro eran jóvenes, solteras, y por lo que se deduce, lo pasaban con cierta
estrechez pretenciosa, pues de no, hubieran tenido siquiera un cuarterón de criada,
como dice Narciso Serra. Se deduce también que las tres mayores de las susodichas
hermanas debían ser nada más que pasables, y que por tanto pretendían suplir a
fuerza de galas, dijes y perifollos las gracias que la naturaleza les había negado.
En cuanto a la más pequeña, nadie, excepto sus hermanas, podía decir si era fea o
bonita, pues ocupada incesantemente en las más humildes y penosas tareas
domésticas, estaba siempre andrajosa, despeinada y cubierta de unas espesas capas de
polvo, carbón y ceniza; tanto, que por esta razón llamábanla por mal nombre La
Cenicienta.
Cenicienta era, pues, no ya la criada, sino la esclava de sus hermanas, que
abusaban de ella como las clases privilegiadas abusan del cuarto estado.
¡Qué tal! ¿eh?
Este abuso reconocía una causa; pero es el caso que, así como cuando menos se
espera estalla una revolución, del mismo modo donde menos se piensa existe una
hada desfacedora de entuertos, que toma bajo su protección a los seres débiles y
desgraciados.
El caso fue que la hada Cucaracha se dedicó a proteger a la cenicienta.

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II

Las hermanas de ésta asistían frecuentemente a espectáculos públicos, bailes,


procesiones, etc., etc., mientras que la pobre niña se quedaba en casa, sola, atareada y
llorosa, porque Cenicienta tenía quince años y medio, y a esta edad apetitosa la
imaginación no cabe entre cuatro paredes. Sucedió, pues, que una noche en que
Cenicienta estaba sola, presentósela de repente la hada Cucaracha bajo la figura de
una gran señora llena de virtudes y gracias, y tomándola por, la mano, la sacó al patio
de la casa. Una vez allí, comenzó a tocarla con la punta de los dedos, a guisa de
magnetizadora. Y ¡oh prodigio! la niña sucia, andrajosa y desgreñada, hallóse de
súbito trasformada en una pollita capaz de enloquecer al gran Barbián de Persia.
Sartas de corales se entrelazaban a sus rubios, sedosos y largos cabellos; su tez
era un ampo de nieve,

y sus ojos dos acianos


como los cielos azules,
como las estrellas claros.

En cuanto a lo demás de su persona, ¡válgame Dios! ¡Qué seno turgente, qué


manitas un poco largas y estrechas, qué pierna, púdicamente velada, bajo un faldellín
estezado en grebas de tisú de oro y plata, y qué pies de quince años, arqueaditos y
calzados con unos zapatos azules cuajados de pedrería!
Digo a ustedes que Cenicienta estaba hasta allí.
La hada dio un silbido, semejante a los que se suelen oír en algunos teatros, y
apareció un cupé tirado por dos cebras listadas de plata y gules, y haciendo entrar en
él a la niña, se sentó a su lado.
Luego, dirigiéndose al cochero, que era un negrito muy curro, dijo:
—A los Campos Elíseos, y volando.
Aquella noche se inauguraban los Campos, y un gentío innumerable llenaba sus
frondosas alamedas. Había, no obstante, sitios casi solitarios, porque la mayoría de
los concurrentes se agolpaban hacia el lado de la ría, como sitio más fresco; de modo
que el rey, que, more democrático, paseaba solo y a pié (para no confundirse con la
multitud): andando y meditando en las elecciones, llegó a una plazoleta desierta, en
donde sola y sentada en un banco vio… ya supondrán ustedes que vio a la cenicienta
mirando al cielo y haciéndose aire con un abanico de pluma.
Verla el rey, y quedarse estupefacto, fue obra de un momento.
—¡Gran Dio! exclamó. ¿Quién es esa maravillosa beldad? ¿Pertenecerá a las
retraidas que no quieren ir a la corte?
Y aproximándose a Cenicienta, comenzó a soltarla chicoleos.
Ella, con los ojos bajos, le escuchaba gustosa, porque el rey era joven; pero de
pronto, por frente de donde estaba, desembocaron tres señoras, contoneándose de un

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modo algo cursi. Cenicienta, al verlas, palideció, se puso en pié y gritó:
—¡Mis hermanas!
Y salió corriendo, tan turbada y presurosa, que se dejó caer uno de sus primorosos
zapatos.
El rey sorprendido, e inmóvil como una estatua de magnesia, solo volvió en sí
para recoger el zapatito.

III

El rey, de enamorado, no pensaba ni siquiera en la coalición.


Hizo buscar a Cenicienta; pero como ésta había vuelto a su prístino estado, nadie
hubiera podido conocerla en su humilde traje de fregona.
Agotadas todas las requisitorias, el monarca mandó publicar el siguiente pregón:
«Tomaré por esposa a la joven de quince a veinticinco años que pueda calzarse un
zapato que todos los días, de diez a doce de la mañana, estará expuesto en el salón
chinesco de mi palacio. —Yo el rey».
A consecuencia de esto, todas las mujeres que tenían o creían tener los pies
pequeños acudieron a la capital, y durante un mes el rey, oculto tras de una cortina,
vio a miles de mujeres intentar la prueba del zapato, pero inútilmente; ninguna podía
calzársele, y el pobre señor, perdida la esperanza de lograr sus deseos, iba
enflaqueciendo y desmejorándose, que daba lástima.
Un día pensaba ya en retirarse de su puesto de observación, cuando se presentó en
la sala una mujer alta, esbelta, vestida de negro y con una falda tan larga que apenas
la permitía andar. Tomó la enlutada el zapatito, sentóse de espaldas a donde estaba el
rey, levantóse casi instantáneamente, dio una media vuelta, alzóse un poco el vestido
y dejó ver un pié…
Cenicienta fue reina y Cucaracha camarera mayor.

IV

En los tiempos de Mari-Castaña, cuando la sociedad, o mejor dicho, la humanidad


no era más que una monstruosa concatenación de fanatismos, servidumbres y
privilegios (creo que esto debe gustarle a Roberto Robert); cuando pasada la edad sin
medias, como diría Manuel del Palacio, comenzaron a no ser tan frecuentes los
latrocinios del acaso en la selva de los acontecimientos; cuando hubo más unidad en
las familias y más fijeza en el hogar doméstico, el tipo de Cenicienta, material y
moralmente considerado, se multiplicó extraordinariamente. Los conventos se
llenaron de cenicientas, procedentes de nobles y pretenciosas familias, que preferían

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encerrarlas en ellos antes que consentirlas un enlace desigual; y el primogénito y la
hija mayor absorbían la fortuna, la posición y hasta la dicha de sus demás hermanos:
la nobleza obligaba a sostener el rango: el nombre era antes que la humanidad.
Pero descendamos.
En casi todas las familias hay una víctima propiciatoria, y esta víctima, por regla
general, suele ser lo mejor de la familia. Los hijos más inobedientes e indóciles son
más queridos de sus padres, bien así como en la plaza de los toros son preferidos los
bichos que derraman más sangre y causan más averías. Esto me recuerda un diálogo
entre un sastre y un parroquiano suyo.
—Maestro, decía el parroquiano, ¿por qué me manda usted tan pronto las cuentas,
siendo así que a fulano y mengano no se las pasa usted en meses enteros?
—¡Toma! contestó el sastre, porque sé que usted las paga inmediatamente.
No sé si este diálogo está tan bien traído como los refranes de Sancho; pero yo
comprendo la idea.
El hombre no se deja poner con tanta facilidad la ceniza en la frente, y por tanto,
la especie cenicienta abunda más especialmente en el sexo débil. Penetrad en una
casa pobre, y al primer golpe de vista conoceréis a la cenicienta. Veréis a la madre,
cuando más, haciendo calceta negligentemente; hallareis una joven peinada a lo
chimborazo, o tal vez con peineta a la derniére española, que lee un periódico,
acaricia un gato o mira por el balcón; y al oír un ruido estridente y monótono que
proviene de un rincón de la estancia, os fijareis en otra joven pálida, ojerosa, medio
peinada, que se encorva, como todos los que padecen, hacia una máquina de coser
guantes.
Ecce Cenicienta.
Aunque seáis joven y guapo, la pobre no se atreve a miraros, porque la mirada de
la madre pesa sobre ella, y parece decirla:
—Vamos, holgazana, date prisa; esta noche hay que llevar esa media docena de
guantes, y estás todavía en el segundo.
En esto no hay exageración: conozco ejemplar de cenicienta que se pasa trece
horas diarias sobre la máquina de coser, habiendo Prado, jardinillos de Recoletos y
Molinero de Subiza.
¡Horror!

No es completamente difícil observar esta especie de cenicienta fina y habilidosa


que se ocupa en tareas propias de su sexo, pues al cabo algunas veces se deja ver;
pero respecto a la cenicienta en toda la extensión de la palabra, a la cenicienta
fregona, es casi como un mito, y existe… porque sí.
Su aparición es tan rara como la del cometa Biela.

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Entráis en una casa, se os presenta toda la familia menos uno de sus miembros,
preguntáis con la mejor buena fe del mundo:
—¿Y Policarpa? (Policarpa es la cenicienta).
—Tan buena, se os contesta: ha salido.
Cenicienta ha salido siempre.
Pero en cambio dais en vuestra casa un té dansant o un chocolate íntimo, y al
presentarse la familia de Cenicienta sin ella preguntáis también:
—¿Pues y Policarpita, cómo no ha venido?
—No ha consentido, por más instancias que la hemos hecho: esa chica nos pone
en ridículo. ¡Tiene un genio tan huraño!
¡Pobre Cenicienta, que se queda en casa, pensando tal vez en lo elegante que su
hermana mayor ha ido al baile, o quizá recordando a un joven muy guapo que la miró
con insistencia aquella mañana, cuando ella sacudía al balcón un ruedo!
Sucede a veces que estos sueños caseros tienen consecuencias lastimosas, porque
Cenicienta alza en el pensamiento barricadas contra la tiranía doméstica, y poco a
poco se va familiarizando con la idea de la rebelión; y de aquí resulta que se han dado
casos de que anochezca y no amanezca, es decir, do que huya del hogar, que para ella
no tiene amor ni calor, siguiendo al primer quidam que la mira con buenos ojos.
Entonces la familia pone el grito en el cielo, la maldice, la deshereda (como si no lo
estuviera ya), y el hermano mayor, si es andaluz, canta con aire de soledad esta copla-
terceto:

Me lo desía mi madre:
cabrilla que tira al monte
no hay cabrero que la guarde.

Y lo peor es que, no el monte, los montes existen: Capellanes, el Imperial, la calle


de Sevilla; y que la pobre ex-cenicienta, de monte en monte, de tumbo en tumbo, y de
mano en mano, va a parar a donde yo me sé.
Ahora bien, amable lectora, ¿tenía yo razón al suplicarte que fijases tu
consideración en este artículo, en vista de su trascendencia? Está escrito, no como
alusión a ti, Dios me libre, pues harto se me alcanza que tú eres buena madre o hija o
hermana, y que amas con perfecta igualdad de cariño a todos los miembros de tu
familia; pero en los malhadados tiempos que corren, en los que todas las tiranías se
exaltan más y más, exacerbadas por las convulsiones de la agonía, no solo se debe
practicar el bien, sino propagarle, principalmente en el hogar doméstico, en donde
muchas veces no pueden penetrar las leyes. Tú (perdóname si insisto en tutearte; esto
es más clásico), tú tal vez conocerás a alguna cenicienta encorvada hacia la máquina
de coser o hacia el fregadero, trabajando por otros y para otros, rodeada de
holgazanes; y como esto no es justo, procura salvarla del naufragio doméstico,
diciendo a su familia: bueno es el trabajo, base de toda felicidad y ley natural de toda

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criatura; pero toda via dolorosa tiene sus estaciones, y todo desierto debe tener su
oasis. Una gran parte de esas pobres mujeres que pasean sobre el fango de las calles
han sido cenicientas; porque si los conventos se van cerrando, los lupanares existen
todavía, y el desnivel social produce el descarrilamiento de la inteligencia y del
corazón.

VI

En este punto iba a terminar mi artículo; pero un amigo, que acaba de ojear las
cuartillas anteriores, me dice:
—Grave cosa es ser cenicienta, más a veces no hay mal que por bien no venga.
—Esplícate.
—Tú habrás oído hablar de madama Staël.
—Sí.
—Pues madama Staël ha sido cenicienta.
—¡Ah!
—Ella sobrellevaba el peso del trabajo de su casa, y por la noche, cuando su
padre y su hermana salían, dejándola sola durante las largas noches de invierno,
devoraba los libros de la biblioteca de su casa: en estas veladas nació Corina:
Cenicienta sacó de entre las cenizas de su hogar una piedra preciosa.
—Lo ignoraba.
—Pues aún hay otra cenicienta más notable.
—¿Quién?
—Catalina de Rusia.
—¡Cáspita!
—Catalina huyó de su casa a consecuencia de malos tratamientos y de penosas
tareas domésticas. Esta desventura fue origen de otras mil, hasta el extremo de
obligarla a ser cantinera de ejército: en el ejército moscovita fue amada por Pedro el
Grande, y desde la cantina del campamento se elevó a las gradas del trono imperial.
Casi me arrepiento de haber citado esta anécdota, porque pudiera suceder que
levantase de cascos a alguna de mis lectoras cenicientas (si tengo algunas).

F. MORENO GODINO

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LA SEÑORA DE PRONTO
¡La fortuna! ¿Acaso sabe nadie dónde está, qué es de ella, cómo se solicita su
apoyo ni en qué casos y con qué condiciones concede sus favores? ¡Qué se ha de
saber!
Se tienen noticias de su existencia porque los mitólogos la pintan siempre risueña,
siempre agraciada y siempre acompañada de su famosa rueda.
Se sabe que vive y que se ocupa de las gentes porque algunas personas
encuentran en ella apoyo.
Pero en cuanto a saber el cómo, el cuándo y el dónde se la solicita, no se tiene ni
la más remota noticia.
Las gentes la persiguen, eso sí, y ahí están como pruebas patentes las loterías
oficiales, las particulares, las casas de juego, las bolsas…; pero perseguir la fortuna es
como querer detener el rayo: trabajo inútil.
Porque es veleidosa como la misma veleidad, insensata como un niño, caprichosa
como una mujer, y ridícula y extravagante como un poeta romántico.
Como es dueña de haciendas (sin que esto quiera decir que no lo sea también de
vidas), tan pronto eleva y entroniza a un tonto, como hunde en la miseria y las
privaciones a un discreto.
De un zote, que nadie sabría sacar partido, hace ella con suma facilidad un
banquero o un ministro, un amante o un héroe.
Así es que con su formalidad no se puede atar un ochavo de cominos, como dicen
las gentes.

***

Pues bien; en uno de estos caprichosos vaivenes hace la fortuna a la señora de


pronto. ¿Cómo? ¿Por qué medios? De cualquier modo, valiéndose de los medios más
raros y extraordinarios, siempre que vayan acompañados de la sorpresa y la
impremeditación.
A veces es la lotería el arma de que se vale la fortuna, y un menestral cualquiera
que invirtió un duro en un décimo ve multiplicado con exceso el capital arriesgado.
Otras veces el empleado de corto sueldo, que pone su actividad al servicio de un
partido político, se ve de sopetón convertido en director de un ramo el día en que
triunfa su idea. Una vez director, ¿quién no llega a ministro? Y una vez ministro,
¿quién deja marchar la ocasión de ser rico para toda su vida?
Y como la señora de pronto no ha de ser precisamente fea, sino que, por el
contrario, puede muy bien ser bonita, vea usted que estaba de doncella en una casa;
que en esa casa había un señorito que la perseguía; que ese señorito logró no sé qué
favores, y que cuando esos favores tuvieron en ella una manifestación determinada,
hubo que remendar el honor de la chica con un matrimonio, que él aceptó gustoso,^

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entre otras cosas, porque antes que nada es un caballero.
¡El amor! Pues si el amor es uno de los medios de que la fortuna ha echado mano
con más frecuencia para hacer señoras de pronto.
¿No se dice de él que iguala todas las fortunas? ¿No eleva a los humildes? ¿No
humilla a los orgullosos? ¡Ah! sí señor, todo eso hace.
Así es que, sí un hombre con dinero sobrado, con un poco de despreocupación y
con otro poco de sensualismo y buen gusto, ve una mujer bonita, ¿quieren ustedes
que se pare a razonar acerca de la diferencia de clases, y que esa misma diferencia sea
un obstáculo para el logro de sus deseos?
No señor, nunca, y está muy bien hecho.
Así es que una señora se hace de cualquier mujer; pero… ha de ser mujer, eso sí;
no puede prescindirse de esta circunstancia.
¿Fue corsetera, fue doncella de labor, fue simplemente hija de un menestral? No
importa.
Por el contrario, cuanto más de pronto sube a señora, más escaleras ha tenido que
recorrer, más ínfima es la clase de donde procede.

***

Así es que, lo primero que hace en cuanto se encuentra señora, es asombrarse,


como se asombraría cualquiera, al ver convertido en realidad uno de los cuentos de
Scherazada.
¿Con que es cierto que ella tendrá un abono en el teatro? ¿Con que es cierto que
recibirá en sus salones a la gente más escogida de las aristocracias de todo género?
¿Con que es cierto que no tendrá ya que pensar en levantarse temprano para ganarse
el sustento? ¿Con que no cabe duda de que ella dejará de ser Juana Fernández o Pepa
García, para ser la de Montellano o la de Picoverde?
¿Y es verdad que aquel agur se verá sustituido por el «A los pies de usted?». Y
diga usted: ¿Con que tendrá modistas? ¿Y coches? ¿Y joyeros?
¡Oh! ¿Quién no pierde el juicio?
¿Quién? Ella.
Mire usted qué pronto se repone; mire usted qué pronto escudriña la nueva
sociedad a que ha sido lanzada; mire usted qué pronto siente la necesidad de igualar
en maneras, apostura, lenguaje, a las mujeres con que por causa de su nuevo estado se
ve obligada a tratar.
¡Y qué difícil es esto! No, no creía ella que era tan difícil hacerse la señora; y es
que, ¡como antes pasaba por señora entre mujeres de menos disposición que ella!
¡Como antes el cuello de fichú o los guantes de cabritilla la diferenciaban de las
demás!
Pero ¿hoy? ¿comparada con la de Guevara, que es tan elegante? ¿con la de
Alburquerque, que es tan aristocrática? Calle usted, ¡si pasa unos apuros!

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***

Así es que hace unos esfuerzos extraordinarios, sí señor, de todo punto


extraordinarios.
Calcule usted que dice que su diversión favorita es la ópera, siendo así que no es
verdad, porque a ella lo que le gusta son los bufos.
¡Aquel Arderíus, padre de la gracia! ¡Aquella joven que hacia el papel de
Carolina en El Potosí submarino, y que era tan desenvuelta, tan graciosa, con unas
piernas y un talle…!
Mire usted que tener que dar una opinión acerca de Verdi, tener que decidirse
entre Mozart o Rossini, es para ella cosa grave y fastidiosa y comprometida. ¿No es
verdad?
Porque es situación crítica la de la señora de pronto cuando recibe un ataque de
un pollo que la dice: «Pues, hija, ¿qué quiere usted que le diga? la afición de usted a
Verdi demuestra poco gusto musical».
Así es que ella ha adoptado ya una frase para cuando se habla de música, y la
suelta siempre, «ustedes serán de la opinión que quieran, pero la mía es que, entre los
músicos, Wagner; entre los poetas, Zorrilla, y entre los pintores, Rembrandt, y no hay
quien me saque de aquí».
En efecto, ¿cómo sacarla de esa opinión, que es la de su marido, cuyo marido la
ha tomado de un revistero de periódico, cuyo revistero ha dicho eso por no tener o no
saber otra cosa qué decir?
Y no crea usted que ella no hace grandes esfuerzos por perfeccionar su
instrucción.
Tiene profesor de francés; pero ¿quién la hace pronunciar la u francesa? ¿Quién la
hace variar aquella traducción que ella castellaniza diciendo: «Calipso no podía se
consolar de la partida de Ulises?».
Tiene profesor de música; pero ¿cómo acostumbrarse a que el movimiento de la
mano derecha en el piano sea distinto del que corresponde a la mano izquierda?
¿Cómo digerir el do-mi-sol-do-sol?
También tiene profesor de castellano; pero se le escapa a veces decir cuala o
concencia sin poderlo remediar, como sin poderlo remediar, cuando quiere afiligranar
una conversación, dice concépeto por concepto, y bondaz por bondad.
¡Qué apuros, gran Dios, qué apuros!

***

¿Y en las comidas?
Porque ella será todo lo ordinaria que usted quiera, pero el marido no puede
prescindir de llevarla a ciertos banquetes donde se comen cosas que ella no sabía ni
por lo más remoto que habría de llegar el momento en que tuviera que comerlas para

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no pasar plaza de persona de mal tono.
«¡Comer ostras! ¡Mire usted que es mucho disparate comer ostras, dice ella para
sí, cuando en mi pueblo las tiran al mar por inútiles! ¡Calla! ¿Ahora una chuleta con
papel? ¿Cómo se comerá esto? ¡Cielos! ¿Tendré también que comer queso Roquefort
con habitantes? ¿Y la empalagosa pina de América? ¡Ay, ay, ay!…».
Y lo peor no es que tenga que comer de aquello, sino que cuando más
repugnancia le inspira un manjar, más obligada se ve a decir: «Pues, mire usted, éste
es mi plato favorito».
Así es que la infeliz pierde el estómago, y sufre cada cólico que se la lleva Pateta.
¡Ella, que tenía por sueño dorado el jamón, tener que considerarle como manjar
plebeyo y ordinario! ¡Verse obligada a comer lo que siempre le causó náuseas!
¡Oh! le digo a usted que el ser señora, y señora de repente, de sopetón, es cosa
para la cual se necesita un estómago a prueba de bomba.

***

Al fin en los vestidos ya es otra cosa.


Si la cuestión está en tener modistas buenas, en comprar telas caras y en estrenar
un vestido al mes, dificultades son estas que la señora de pronto vence con facilidad.
¿Qué modista tiene el apellido más atravesado? ¿Qué tela llama más la atención
hoy día? Pues esa tela y esa modista se pagan, y ¡Cristo con todos!
Pero es el caso que lo que los franceses llaman allure no hay modista ni tela que
lo impriman a la señora de pronto.
Así es que ella lleva un magnífico vestido de terciopelo… pero le sienta como o
un Santo Cristo un par de pistolas.
Y se pone dos pulseras en cada brazo, dos collares al cuello, cuatro sortijas en
cada mano; pero detrás de aquel escaparate de joyas descubre cualquiera, sin poderlo
remediar, el amaneramiento, la rudeza, el embarazo y todo lo que diferencia, en fin, a
la señora de pronto de la que nació señora y continúa siéndolo.
Y sino, vamos a ver: por más periódicos de moda a que esté suscrita, por más que
desee imitar a la señora de X o a la de Z, ¿puede evitar que su pié no quepa en aquella
diminuta bota? ¿Puede impedir que aquel taconcito estrecho y puntiagudo le tuerza el
pié veinte veces al día? ¿Puede reducir aquella mano robusta y desarrollada a las
dimensiones de un guante fino y estrecho? ¡Oh! ¡Jamás! ¡Imposible!
Y no le vale el encargar sus vestidos a París, ni el tener el zapatero fuera de
España, ni el servirse, en fin, de manufacturas extranjeras, porque esto será buen
tono, pero… nada mas.
La verdad es que ella, como poco acostumbrada a esos trotes, no tiene aún
formado el gusto.
Por eso recarga sus adornos, por eso se pone joya sobre joya y encaje sobre
encaje.

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Por eso el peluquero y la peinadora convierten su cabeza en un peinado acróstico,
lleno de crepés y tirabuzones.
Por eso se pinta ella, trasformando su agraciado rostro en un boceto de pintor
principiante.
Por eso llena de odoríficos extractos y esencias sus pañuelos.
Por eso, en fin, hace todo lo que hace, para separarse de la sencillez, la modestia y
la naturalidad.
Pero por eso también, cuando más engalanada se cree, cuando más atractivos cree
reunir, es precisamente cuando una señora pregunta en una reunión: «¿De quién me
habla usted? ¿De la de Carvajal? ¿De la señora de pronto?».

***

Sin embargo, donde ella cree ganar batallas (vamos al decir) es con los criados.
' Si puede llamar bruto al cochero veinte veces al día, no desperdicia ni una vez
siquiera. Se lo llama. El cochero, acostumbrado ya al trato, resiste ese y otros
improperios; ella cree que el cochero ha callado por convicción, y se considera desde
luego más superior en inteligencia de lo que es en realidad.
Otra vez llama a la cocinera y la reprende porque a un guiso le faltaba tal o cual
aderezo. La cocinera siente herido su amor propio de artista culinario, y responde:
«Que ella siempre lo ha hecho así, y que en las casas principales y en las más
importantes cocinas no se hace de otro modo». La señora no quiere dar su brazo a
torcer (como vulgarmente decimos), replica a la cocinera «que no sabe su obligación»
y la cocinera se despide protestando «que la señora podrá entender mucho de teatros
y reuniones —¡oh, sarcasmo horrible!— pero que de cocina no entiende una
palabra».
También suele regatear al ayuda de cámara las bujías, y hay aquello de: «Pues no
sé cómo se gastan tantas bujías. ¿Qué demonios hace usted con ellas? ¡A ese paso!
…».
Con lo cual, la señora de pronto creerá que cobra importancia entre sus criados;
pero en realidad no es así, porque lo único que consigue es que estos noten la
diferencia que hay entre aquella señorita y otras a quienes ellos sirvieron.
O bien que uno averigüe la procedencia, es decir, la posición anterior de la señora
—¡qué no averiguará un criado!— y murmure al despedirse de la casa y diga después
a la portera y los señores de la casa donde nuevamente se coloca:
«Me fui de allí, porque… bien dice el refrán: Ni pidas a quien pidió, ni sirvas a
quien sirvió».
Con lo cual, ¿cómo queda la reputación de aristocrática de la señora de pronto?
Mal, muy mal.
Y cuando sale a colación el hablar entre amigas de los criados, y ella dice: «Pues
no hay en este mundo cosa peor que verse entre criados. ¡Oh, si yo pudiese hacerme

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todas las cosas!» los que oyen esta frase se sonríen, se burlan, murmuran, y en fin, la
ponen en ridículo.
Tal es, pues, la señora de pronto, por regla general: afectada, ridícula,
pretenciosa.
Cursi en su forma, cursi en su porte, cursi siempre que quiere dar a entender que
nació en dorada cuna y que nunca ha pertenecido al vulgo indocto y falto de recursos.

***

Me conviene, sin embargo, establecer una salvedad, para que no crean ustedes
que este tipo es exclusivamente hijo de la moderna sociedad.
La señora de pronto de hoy, con su afectación, su ridiculez y sus pretensiones, no
es, ni con mucho, aquella señora de pronto de antes.
Ésta debe su encumbramiento a un enlace, a una herencia, a un premio gordo, y al
fin, después de todo podrá tener sus rasgos de rudeza, pero no perjudica con ello a las
demás.
¿Y qué me dicen ustedes de aquella plebeya antigua, cuyo marido, por haber
demostrado arrojo en una batalla, se veía colmado de bienes por un rey; se encontraba
de la noche a la mañana dueña de villas y de tierras, y cargada de atributos
señoriales?
Hoy la señora de pronto llamará papá y mamá, a los infelices labriegos a quienes
ayer llamaba padre y madre.
Pero ayer la señora de pronto llamaba esclavos y villanos a sus amigos y
compañeros de la víspera.
Hoy la señora de pronto repartirá limosnas para alcanzar el título de bienhechora
a fuerza de donativos, buscando así un homenaje a sus sentimientos.
La señora de pronto de ayer ahorcaba al primer vasallo que se le antojaba para
hacerse respetar, y buscaba en el terror una sumisión que no inspiraban sus propios
méritos.
En fin, ayer, ni la señora de pronto, ni la señora de nacimiento, conocían el
abecedario.
Hoy… conozco varias señoras de pronto que saben leer correctamente y con
propiedad.
Sirva esta última declaración de desagravio a las que hayan podido fruncir el ceño
al contemplar el retrato que acabo de presentar a ustedes.

MANUEL MATOSES

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LA QUE LLEVA PERRO
Quisiera, aunque no fuese más que por un momento, retroceder a mi edad infantil,
tropezar a la vuelta de una esquina con mi tipo, y poderle aplicar materialmente lo
que viene a ser el objeto moral de este artículo: una maza o gallardete de esos que
cuelgan a menudo los chicos, y que dan derecho a chicos y grandes para apostrofar al
transeúnte con el saludo de ordenanza:
—¡Que lo lleva! ¡que lo lleva!
Y eso que, en buen hora lo diga, no nacen estos renglones de la envidia ni del
despecho, ni se escriben en odio a la raza canina, que tantos títulos tiene a la
consideración pública; no: inválido de las guerras amorosas, he experimentado todos
sus azares, todos, excepto el de tener por rival un perro.
Verdad es que yo no lo hubiera consentido nunca: todo lo que habría tolerado a
una mujer es una mona, primero por la identidad de sexo, y hasta de inclinaciones, y
después por lo mucho que suele gustar a todas el oírse llamar continuamente: ¡Mona
mía!
Así es que no conozco los combates internos, las humillaciones morales, ni los
bocados físicos que se ven obligados a sufrir en silencio aquéllos a quienes depara la
fortuna una compañera, ya se llame novia, querida o esposa, que cuente entre sus
debilidades el sentimentalismo perruno.
El culto del perro tiene para la mujer diversas fases, y, según la edad, diferentes
manifestaciones. Para las jóvenes es el culto sencillo y misterioso del hogar, lleno sin
duda de goces desconocidos, pero que ni traspasa los limites del decoro ni se opone al
desarrollo de otros afectos; para las viejas es la condensación en un ser animado de
todas las ternuras, mimos y galanteos que recibieron acaso en su juventud, y que
devuelven como un anticipo forzoso al único que por su inteligencia y su bondad
encuentran algo parecido al hombre.
Las jóvenes tratan a su perro como a un esclavo; las viejas como a un dueño. Esta
diferencia se advierte hasta en el nombre del animal: mientras la joven llama al suyo
Lindoro o Cupido, la vieja lo bautiza siempre Sultán, Turco o Nabucodonosor.
La diferencia se hace todavía más visible en los caracteres. El perro de la joven
ladra; el de la vieja muerde: el primero es retozón y goloso; el segundo taciturno y
egoísta: aquél tiene para su ama la adhesión de la gratitud; éste la conciencia del
deber. A pesar de todo, a ninguno de ambos se le puede sacar a la calle sin cordón.
Entre las mujeres que llevan perro no incluyo, por supuesto, las grandes señoras a
quienes suele acompañar en el carruaje: éstas llevan el perro únicamente como un
adorno; como llevan a veces una amiga; como llevarían un hijo si lo tuvieran.
El verdadero tipo de la perrófila es el de la que sostiene y educa al animal con sus
propias manos y con sus propios recursos; la que se priva por él del manjar más
sabroso y del más dulce sueño; la que le vela y asiste cuando está malo; la que le
entierra, o peor aun, le embalsama cuando muere, y si más de una vez no le

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acompaña el sepulcro, es porque la perrera solo se usa en los ferro-carriles y en las
cuadras.
He visto un ejemplar de esta clase que podría pasar por modelo.
La tierna solicitud del acreedor hacia el deudor; la abnegación de una fea pobre
para cualquiera que la mire con buenos ojos; el interés simple o compuesto de todos
los prestamistas y filántropos de la corte, no son nada al lado del interés, la
abnegación y la tierna solicitud que aquella virginal criatura de cincuenta años
desplegaba en obsequio del más chato, derrengado y gruñón de los perros habidos y
por haber.
Canelo se llamaba, si bien este nombre era el menos usual en los labios de su
protectora.
Bien mio, tesoro, cielo: estos y otros epítetos semejantes eran de los que se valía
para atraerle a su blando regazo cuando algún devaneo del espíritu o alguna
necesidad de la vil materia le alejaban por un instante del lado suyo. Hasta recuerdo
haberla oído exclamar un día: «¡Terso de mi alma!» dirigiéndose al animalito, y no
ciertamente en son de broma, porque entre los dos tenía dividido su cariño, y si la
hubieran puesto en el caso de escoger, creo que por llevarme la contraria se habría
quedado con los dos.
Nada faltaba a aquel perro para ser el más feliz de los hombres; digo, de los
perros. Tenía cama aparte con mosquitero para el calor; manta escocesa con orejeras
y capucha para el frío; collar de plata y de charol para todas las estaciones. Y sin
embargo, estaba escrito que la desgracia había de perseguirle, y que su muerte sería
desastrosa y vil como la de un criminal.
¿Cuál pudo ser la causa de esta mudanza? Supongo que ya lo habréis adivinado:
una perra.
Canelo no salía jamás de casa solo, pero Celinda habitaba en la vecindad, y esto
hizo que se cambiaran de ventana a ventana meneos de rabo equivalentes a saludos, y
ladridos que acaso significaban juramentos. Canelo comenzó a enflaquecer
visiblemente, y las caricias de su ama, en vez de halagarle como en otro tiempo, le
arrancaban a menudo sordos gruñidos. Por fin, una noche, a la hora de recogerse, el
perro no se presentó: buscáronle por todas partes; en la cocina, en el desván, en la
carbonera: todo fue inútil. Canelo había desaparecido.
En vano salieron en su persecución las columnas de La Correspondencia y el
Diario; en vano se excitó la codicia de los pobres y la generosidad de los ricos con
promesas y súplicas; en vano se vigilaron la calle de la Montera y las avenidas del
Rastro, lugares de contratación perruna: cuatro días después del suceso. Canelo
escuchaba todavía los gritos de angustia de su ama desde la boardilla del vecino,
donde pasaba la luna de miel oculto con su adorada perra. Allí probablemente
hubieran espirado entrambos de amor y de necesidad, si el portero de la casa, llevado
del capricho de robar una estera, no hubiese penetrado por la ventana de la boardilla y
hecho salir de ella a escobazos a los dichosos y fugitivos amantes.

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No se crea por eso que ninguno de ellos pensó ni por un instante en volver a su
casa; la perspectiva de la calle les sedujo, y silenciosos y ligeros se lanzaron hacia la
escalera; pero denunciados por los gritos del portero, no tardaron mucho en caer en
manos de sus implacables señores. Celinda fue indultada por el suyo, que debía más
tarde explotar las consecuencias de su falta; pero el pobre Canelo, después de
adivinar por una tremenda paliza la intensidad del cariño y de los celos de su ama, fue
arrojado desnudo y hambriento a la vía pública, donde al amanecer le hallaron los
barrenderos moribundo, poniendo fin a sus tormentos el pisotón de una graciosa y
compasiva burra de leche.
Pero el destino se encargó de vengar a Canelo; su ama al verse sola, y
escarmentada según decía de perros, trató de probar fortuna con los hombres,
viniendo por fin a poder de uno que empezó por molerla los huesos, y acabó por
comerle los cuartos.
Entonces fue cuando recordó con pena su conducta para con aquel animalito que
no le había sido infiel más que una vez en su vida, y entonces también fue cuando
mandó restaurar un retrato en que se la puede ver aun, sentada en una silla, teniendo a
sus pies al desgraciado perro, el cual lleva en la boca una carta cerrada, en cuyo sobre
se lee: Señora doña Angustias Gil, y Canelo.
Y no es esto solo: no hace mucho que, escudriñando la pintura, un curioso
descubrió en el reverso de ella la siguiente inscripción:

Mujer, quien quiera que seas,


que este retrato contemples,
date a todos los demonios
antes de darte a chusqueles.
Que si es verdad que los hombres
a los perros se parecen,
los unos por lo que ladran,
los otros por lo que muerden,
yo, que hombre y perro he tenido,
pude a tiempo convencerme
de que un instante de aquél
vale más que un siglo de éste.

MANUEL DEL PALACIO

FIN DE LAS ESPAÑOLAS PINTADAS POR LOS ESPAÑOLES

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Notas

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[1] ¡Qué bonita frase! y sobre todo ¡qué nueva! <<

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[2]No pueden ustedes figurarse lo que he sudado para traer también a colación esta
palabrilla. Al fin acerté a encajarla: loado sea Dios. Lo mismo irán saliendo otras
frasecillas y vocablos, sin cuyo auxilio ningún español contemporáneo puede
alcanzar fama de escritor. <<

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[1]Garlito, para quien no lo supiere, es una especie de nasa, artificio para pescar.
Dicho sea con perdón del título de cierta obra dramática moderna: «Un pájaro en el
garlito», y sin ofensa de otro autor que ha puesto en su última zarzuela; «Me ha
cogido de patas en el garlito»; como si en una red de pesca entrase animal con patas y
de patas. <<

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[2] ¡Qué bien traído! ¿Eh? <<

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[3] ¿Pues y ésta? <<

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[4] ¿Qué tal? No tiene mi editor oro con que pagarme este parrafillo. <<

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[1]Es de advertir que toda viuda seca recuerda a su difunto por lo que los franceses
llaman le petit nom: Pepe, Antón, Tolico, Curro… etc. <<

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[2] También esta expresioncilla es una imitación; pero no me atrevo a decir de quién.
<<

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[1] Frase gráfica. <<

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[1] Cómico bufonero. <<

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[2] Especie da baile musical. <<

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[3] Escenas sueltas. <<

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[1] Copa. Cuando el público llama a los actores a escena al final de la obra. <<

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[1]
Y advierto que, como también yo visto el honroso uniforme, no son la envidia ni el
despecho quienes me inspiran estas frases. <<

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