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LA FELICIDAD INCOADA COMO FUNDAMENTO

DE LA SALUD PSÍQUICA
Dra. Zelmira Seligmann

El que llega a la consulta con el psicólogo viene porque está sufriendo. No se


considera feliz, al contrario, quiere que le digamos cómo puede ser feliz en la
situación vital que está pasando o con su pasado.
El tema de la felicidad es fundamental en la Psicología, porque se refiere al fin
del hombre, a su propia vida. Y por lo tanto también a sus conductas y sus
intenciones respecto del fin, porque todo el que obra, obra por un fin. Y esto no lo
ignoran los que han hecho las principales corrientes de psicología contemporánea,
dependientes en su gran mayoría del pensamiento filosófico moderno, que es
antropocéntrico.
Muchas de estas teorías psicológicas exponen un pensamiento totalmente
contrario al que nos enseña el Evangelio. Son concientes de que todos hombres
quieren ser felices, pero enfrentan el tema extraviándolos o mejor dicho alejándolos
del verdadero fin, del fin que nos da la felicidad. Porque sin duda el tema de la
felicidad se refiere al fin último.
Por eso analizaré en este trabajo dos puntos muy importantes para la
psicoterapia y para alcanzar la salud mental:
1º) la importancia del fin último para la salud psíquica y,
2º) cómo la felicidad comienza aquí en la tierra como participación de la
felicidad perfecta, que se dará en la visión beatífica. No olvidemos que la gracia es el
principio de la gloria, y el psicólogo –en su tarea– debe ser instrumento de la gracia.
El psiquiatra católico Rudolf Allers relaciona estos temas directamente con la
vocación del psicoterapeuta:

Especialmente, el médico –si bien es cierto que puede llamarse con


algún motivo “médico de almas”– nunca puede olvidar que, así como él
constituye para el neurótico preso en su aislamiento el primer puente por
donde retornar a la comunidad humana, así también ha de ser el eslabón de
enlace para la comunidad sobrenatural. Su mayor gloria y preferente tarea, en
esos casos, estriba en ser el que prepara el camino a la gracia .

1. El fin último y la personalidad sana

Según Jacques Lacan, el famoso psiquiatra francés del siglo XX, el


psicoanálisis y la ética del psicoanálisis (que es lo principal en esta teoría), es
contraria a la ética eudemonista aristotélica; porque, si bien se admite que la
felicidad es deseada por todos, sería imposible alcanzarla. Estos conceptos ya
estaban en el filósofo I. Kant, a quien sigue Freud, y quien consideraba que no hay
que buscar la felicidad (la entiende como algo sensible). Porque, en el fondo, Kant
pone al hombre en el lugar del fin último.
Decía I. Kant en su obra Antropología en sentido pragmático (que contiene
temas que hoy en día se estudian en la psicología):

Todos los progresos de la cultura a través de los cuales se educa el


hombre tienen el fin de aplicar los conocimientos y habilidades adquiridas
para emplearlos en el mundo; pero el objeto más importante del mundo a que
el hombre puede aplicarlos es el hombre mismo, porque él es su propio fin
último.

La mayoría de los filósofos modernos que han pasado a la historia, son de


origen protestante. La visión protestante es pesimista porque el hombre está
totalmente corrupto por el pecado, y la gracia no lo sana interiormente. Justamente
el Concilio de Trento (DS, 1528) nos dice que esta justificación no sólo entraña el
perdón de los pecados y la santificación, sino también la renovación del hombre
interior. Si el hombre no es realmente sanado, queda siempre dividido y esto
significa sufrimiento, porque todo ser ama la unidad.
El gran problema de la psicología contemporánea deriva justamente de la
falta de comprensión del tema de la gracia originada en la controversia de la
justificación que aparece en la Reforma y las ideas protestantes, que influyen luego
en todo el pensamiento moderno y de manera especial en la formación de la
psicología contemporánea.
Sigmund Freud trata especialmente el tema de la felicidad en su obra titulada
El malestar en la cultura, en el marco de una fuerte crítica a la cultura cristiana,
situándose en las antípodas del catolicismo. Asume el pensamiento de F. Nietzsche,
y se hace cargo de su proyecto de transvaloración, a través del psicoanálisis.
Para Freud, las posibilidades de felicidad ya están limitadas desde el
principio, llegando a decir que toda la creación se halla en contra de que el hombre
sea feliz; por eso, es más fácil experimentar la desgracia. De esta manera, la
felicidad consistirá principalmente, para Freud, en la evitación del dolor y el
sufrimiento, en escapar a esa desgracia, en huir de la vida desgraciada que
necesariamente experimentamos.
Freud reconoce que todo hombre quiere ser feliz, pero afirma que la cultura
cristiana se lo impide. Debido a esto, se propone imponer un cambio que vaya a las
raíces mismas de esta cultura y sus valores más fundamentales, que son los
cristianos. Porque para Freud, la cultura en la que vive (europea, de raíz cristiana)
pone restricciones a la sexualidad y coarta la agresividad que, según el fundador del
psicoanálisis, son propias del hombre. Por un lado promoviendo la familia
heterosexual y monogámica, y por otro postulando el precepto irrealizable del amor
al prójimo, el cual pone barreras a la búsqueda de satisfacción de las tendencias
agresivas.
Esta cultura cristiana llena al hombre de sentimientos de culpabilidad para
reprimir estas tendencias y así hace que los individuos se sientan culpables y “en
pecado”. Aparece entonces la angustia y se genera así la represión que terminará
en la neurosis. Freud reconoce que la religión plantea el tema de la finalidad de la
vida (lo sabía muy bien pues vivía en la católica ciudad de Viena), y por eso él quiere
cambiar este pensamiento; porque S. Freud es materialista y ateo y para él, el fin de
la vida es la muerte, la vuelta a lo inorgánico. Lo principal de su teoría es la pulsión
de muerte, el hombre es para la muerte.
Si no puede ser feliz, entonces el hombre busca sucedáneos de esa felicidad,
sustitutos que le den un bienestar mundano y placeres sensibles, pasajeros y
superficiales que pretenden cubrir esa infelicidad radical. Así sólo tapa las heridas y
frustra aún más esta profunda y universal búsqueda. Dice San Agustín en las
Confesiones: “El alma cuando se aleja de Tí, busca la felicidad fuera de Tí”.
Ye en antigüedad Aristóteles trata muchos temas de los que hoy en día
estudia la Psicología, en su Ética a Nicómaco. Y, con un conocimiento muy realista
del hombre, en el primer libro de esta obra, analiza el fin y la felicidad. Conciente de
que el principio de las conductas en el orden práctico es el fin, examina esta
motivación para la comprensión de los diferentes comportamientos humanos.
Santo Tomás comenta la Ética de Aristóteles y junto al Estagirita expone las
diversas opiniones respecto a la felicidad: hay quienes –afirma– ponen el fin último
en la vida placentera, otros en los honores (hoy en día añadiríamos la imagen, el
status social, la estima de los demás, etc) y quienes lo ponen en las riquezas.
Rechaza que la felicidad pueda encontrarse en esto, porque el fin último debe ser
perfecto y suficiente.
Dice Santo Tomás comentando a Aristóteles:

Es necesario que sea uno el fin último del hombre en cuanto hombre en
razón de la unidad de la naturaleza humana
Pues el fin último es el término último del movimiento natural del deseo.
Es preciso que el bien que es fin último sea un bien perfecto.
Es preciso que el fin último, que es el término del deseo, sea suficiente
por sí, como un bien íntegro.
Absolutamente perfecto es aquello que siempre es elegido por él
mismo y nunca por otra cosa. Sin embargo (las otras cosas) las elegimos en
vista de la felicidad, en cuanto creemos que por ellas seremos felices. Pero a
la felicidad nadie la elige por lo que acabamos de decir ni por alguna otra
cosa. De lo cual se desprende que la felicidad es el más perfecto de los
bienes y, en consecuencia, es el fin último y óptimo.

Analiza otras características de la felicidad además de que es un bien


perfecto y suficiente. Y dice que consiste en una operación vital propia del hombre,
más contemplativa que activa. Y requiere también la felicidad cierta continuidad y
perpetuidad, en la medida de lo posible. Por eso puede hablarse de una felicidad
perfecta, que no puede darse en esta vida, y de una felicidad imperfecta que se
daría en esta vida como participación de la perfecta.
Comenta Santo Tomás siguiendo a Aristóteles:
Si la operación del hombre consiste en cierta vida, es decir, que el
hombre obre de acuerdo a la razón, se sigue que el obrar bien de acuerdo a
la razón es propio del hombre bueno, y hacer esto del mejor modo será propio
del óptimo, vale decir, del hombre feliz. ... si la operación del hombre bueno o
feliz es obrar bien y óptimamente según la razón, de esto se sigue que el bien
humano, vale decir, la felicidad, es la operación según la virtud.
A la razón de felicidad perfecta, pertenece la continuidad y la
perpetuidad, lo cual, sin embargo, no sucede en la presente vida. De allí que
en ésta no puede existir la felicidad perfecta. Corresponde que la felicidad, en
la medida de lo posible en la presente vida, sea para la vida perfecta, es decir
por toda la vida del hombre....es feliz cuando continúa realizando operaciones
buenas a lo largo de toda su vida.
La felicidad es la operación propia del hombre según la virtud en la vida
perfecta.

Santo Tomás de Aquino en su magnífica obra Suma de Teología, después de


tratar los temas de Dios y la creación, en la segunda parte trata acerca del hombre, y
las primeras cinco cuestiones las dedica al fin y la felicidad.
Dice Santo Tomás que el fin es lo primero en la intención y lo último en la
ejecución, y en este sentido tiene condición de causa. El fin organiza el
encadenamiento de medios, por lo cual puede decirse que la causa final tiene
supremacía –en el orden metafísico– sobre las demás causas.
El fin último es necesario –y propiamente no se puede elegir– porque una
serie infinita de causas finales sin el Fin último sería absurdo. No es posible una
serie infinita de fines intermedios sin un último fin.
Los fines intermedios son medios conducentes al último fin, y de él participan.
El fin último (que no es para otro) es el fin por excelencia, y es la razón del
movimiento de las causas eficientes, la posesión del bien o plenitud final que aquieta
toda actividad. La capacidad para buscar cierta perfección, la potencialidad activa de
su ser, que posee la naturaleza para obrar dentro de su forma, supone un fin último
al que se ordena como a su plenitud ontológica.
Dice S. S: Juan Pablo II:
la vida moral posee un carácter “teleológico” esencial, porque consiste
en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin
(telos) último del hombre.

Las cosas creadas adquieren bondad (o ser) cuando son semejantes a Dios y
tienden a Él como a su último fin. El último fin es asemejarse a Dios. Dice al
Angélico que «El bien absoluto del hombre es su fin último»
Santo Tomás retoma la afirmación de que todos los hombres apetecen el fin
último que es la felicidad. En cuanto a la noción general, todos concuerdan en
desear este fin, que es el cumplimiento de su perfección. Pero en la situación
concreta de cada persona, no todos están de acuerdo: unos desean las riquezas,
otros los placeres y otros, otras cosas.
Algunos ignoran en qué consiste la verdadera felicidad, y esto es muy
importante para los psicólogos, porque el que yerra no es feliz. Es tarea del
psicoterapeuta sacar de la ignorancia y orientar a la verdadera felicidad.
El último fin podemos considerarlo de dos modos: 1) uno, podría decirse
subjetivo, en el que todos concuerdan y es el deseo del fin y, 2) que podríamos
llamar objetivo, respecto a la realidad en que se encuentra esa felicidad y aquí no
todos están de acuerdo.
Pero los diversos modos de vida se explican por el objeto en que cada uno
pone su felicidad, pues el fin estructura toda la personalidad y domina los afectos,
instaurando las normas para la propia vida.
Y así afirma el Aquinate:

Dice San Agustín que “todos los hombres coinciden en apetecer el fin
último, que es la bienaventuranza”
Aquello en que uno descansa como en su fin último, domina el afecto
del hombre, porque de ello toma las reglas para toda su vida. ...Pero, como
dice san Mateo, “nadie puede servir a dos señores, si entre sí no están
subordinados; por consiguiente, es imposible que un mismo hombre pueda
tener varios fines últimos, no subordinados entre sí.
No es preciso que uno piense en el último fin siempre que algo desea o
ejecuta, pues la eficacia de la primera intención, que es respecto del fin
último, continúa en el deseo de cualquier otra cosa aun cuando no se piense
actualmente el fin último.

Así, Santo Tomás (como lo hizo Aristóteles) recorre los diversos bienes que
puede apetecer el hombre y en los cuales no puede radicar la felicidad: las riquezas,
la fama, los honores, el poder, los bienes del cuerpo, el placer, los bienes del alma,
los bienes creados. Pero la felicidad debe tener carácter de fin último y supremo
bien, al cual se ordena el hombre por principios interiores, sin sombra de mal,
plenamente saciativo por lo cual una vez logrado, no se desee nada más, porque
aquieta todo apetito. En fin, la felicidad debe ser “el bien perfecto y suficiente” del
hombre. De esto se deduce que en esta vida no pueda alcanzarse la perfecta
felicidad, pero puede tenerse una participación, que es la felicidad imperfecta.
A diferencia de la verdadera felicidad que sacia y no se desea nada más, los
bienes creados muestran su propia insuficiencia e imperfección; por eso cuando se
pone en ellos el fin último, dejan una profunda insatisfacción por la cual se busca
desordenadamente siempre más y más, a la vez que se los deteriora, porque se les
exige lo que ellos mismos no pueden dar. «Y es que sólo merece ser llamado fin
último el bien perfecto que llena por entero todo apetito». Sólo Dios puede colmar la
voluntad humana, de manera que no puede desearse nada más; sólo en Dios, en la
visión de Dios, está la felicidad.

En conclusión, para la perfecta beatitud se requiere que el


entendimiento alcance la misma esencia de la causa primera. De esta suerte
logrará la perfección por la unión con Dios, como su objeto, en el cual
únicamente está la bienaventuranza del hombre.

Si bien la delectación o deleite es un accidente propio de la felicidad, es


consecuencia de ella o de alguna parte, pero no su esencia.
La bienaventuranza es la perfección última del hombre, una operación por la
que se une la mente con Dios, y es una, continua y sempiterna. Como arriba dijimos,
en la vida presente no se puede alcanzar la felicidad perfecta, pero existe una
felicidad participada en mayor medida en cuanto sea más continuada y una. Por eso
en la vida contemplativa, la cual versa sobre la contemplación de la verdad, hay más
participación de la felicidad que en la activa que es más dispersa.
La esencia de la felicidad consiste en un acto del intelecto, y a la voluntad le
pertenece el deleite consiguiente, por eso dice San Agustín que es el “gozo de la
verdad” (gaudium de veritate).
Concluye el Angélico:

La última y perfecta bienaventuranza que esperamos en la vida futura


consiste toda principalmente en la contemplación. Mas la beatitud imperfecta,
cual en esta vida puede alcanzarse, consiste principalmente en la
contemplación, secundariamente en la actividad del entendimiento práctico,
que impone el orden en las acciones y pasiones humanas, como dice el
Filósofo.

Explica Santo Tomás que el entendimiento especulativo contiene el bien en sí


que es la contemplación de la verdad, por eso perfecciona y hace bueno a todo el
hombre.
Para la bienaventuranza o felicidad se requiere la rectitud de la voluntad; no
se puede alcanzar el fin, si no se ordena a él. Justamente, la ley evangélica ordenó
esta voluntad: en sus actos exteriores que son los preceptos morales que
pertenecen a la esencia de la virtud; pero principalmente ordenó los movimientos
interiores que se refieren a sí mismo y al amor al prójimo. Por eso también en la
felicidad imperfecta –la que se da en esta tierra– hay paz interior y exterior, porque
se va ordenando toda la personalidad y las relaciones sociales, alejando los
obstáculos que perturban el camino al fin último.
Dice el Angélico que «no es lícito esperar bien alguno como último fin, fuera
de la bienaventuranza eterna, sino sólo como ordenado a este fin de la beatitud».
Los bienes mundanos no deben impedir el orden a la felicidad perfecta. Los
otros bienes pueden ser queridos instrumentalmente. Por eso, la ley nueva que es la
gracia del Espíritu Santo además de los preceptos (que son obligatorios), propone
consejos expresados en forma radical en los votos de castidad, pobreza y
obediencia, y que «versan acerca de aquellas cosas mediante las cuales el hombre
puede mejor y más fácilmente conseguir ese fin» ;. Estos consejos dejan más
libertad para hacer un buen uso de los bienes terrenos, porque al no apegarse a
ellos, la voluntad puede dirigirse más fácil y directamente al fin último. Pero todo se
ordena a la caridad que «es el fin del precepto». Y no puede cumplirse el precepto
de la caridad si no se enderezan todas las obras a Dios, es más, no se pueden
cumplir todos los preceptos de la ley si no se cumple con la caridad, para lo cual es
necesaria la gracia.

2. La felicidad incoada y la salud mental

La gracia lleva al hombre a gozar de Dios y de las cosas de Dios, y a


despreciar las cosas mundanas. Contrariamente a la estructuración del “estilo de
vida neurótico” que se hace en base a bienes terrenos y finitos, Cristo en los
Evangelios nos habla de la felicidad en el Sermón de la Montaña, en las
bienaventuranzas, mostrando el verdadero camino de crecimiento de la vida interior
hacia la salud psíquica. Las cosas perecederas buscadas en sí mismas, constituyen
fines ficticios, propios de la neurosis, como muy bien lo demostró el psiquiatra Adler.
El sermón de la Montaña nos muestra dónde se encuentra realmente la
felicidad que todos desean. Siguiendo este camino propuesto por el Evangelio, se
ordena el interior del alma y sus movimientos; es la psiquis que cambia en un
proceso pausado, pero profundo. Por eso es necesario que lo estudiemos
seriamente los psicólogos, y sobre todo aquellos que se dedican a la psicoterapia.
El fin es ser feliz, y Cristo en el sermón de la Montaña nos dice cómo ser
felices en esta vida y en la otra. Cuando el Evangelio dice que el Señor “ascendió al
Monte” significa que dará una doctrina excelente, nos mostrará el verdadero camino
para llegar a la felicidad. “Las bienaventuranzas conciernen todas a la perfección de
la vida espiritual”.
El Señor nos enseña cuáles son los méritos que debemos hacer en esta vida,
para obtener el premio o recompensa. Los méritos de los que habla el Señor en la
Montaña (por ejemplo: ser pobre, llorar los pecados, ser misericordiosos, etc.) son
actos de las virtudes; y el hombre virtuoso es el que es sano mentalmente.
Todo lo que las bienaventuranzas prescriben, se relaciona con la felicidad del
hombre pero no sólo en la otra vida, sino también en esta vida que ya va
participando de la felicidad del cielo. Santo Tomás afirma que existe una felicidad
incoada, la que se inicia en esta vida, en nuestra historia personal, cuando
empezamos a vivir lo que nos enseña Cristo con la ayuda de su gracia. Y llevar una
vida evangélica, es ser virtuoso, y es ser feliz y mentalmente sano en esta vida.
Es interesante escuchar a Santo Tomás cuando se pregunta sobre cuándo se
dan los premios de las bienaventuranzas y responde:

aquellas cosas que en las bienaventuranzas se señalan como méritos,


son ciertas preparaciones o disposiciones para la bienaventuranza, perfecta o
incoada. Mas las cosas que se señalan como premios, pueden ser o la misma
bienaventuranza perfecta, y en este sentido pertenecen a la vida futura, o
cierta incoación de la bienaventuranza, tal como se da en los hombres santos;
y en este sentido los premios pertenecen a la vida presente. Pues cuando uno
empieza a progresar en los actos de las virtudes y de los dones, se puede
esperar de él que llegue a la perfección de esta vida y a la del cielo.

Esto es muy importante para tenerlo en cuenta, porque aquí nos dice Santo
Tomás que de las obras buenas y virtuosas también hay un premio en esta vida. No
es cierto que en esta vida a los buenos les va siempre mal y a los malos les va bien.
Tampoco es verdad que la vida terrena es un sufrimiento continuo del que hay que
escapar, como piensan los psicoanalistas con un profundo pesimismo, que muchas
veces los lleva a situaciones desesperantes. Las consecuencias de nuestras obras
no sólo se verán después: en el Cielo o el infierno, sino que también tienen
consecuencias en esta vida, y muchas veces las enfermedades mentales pueden
ser penas por la malicia o actos contrarios a la ley moral.
Afirma Santo Tomás:

Los malos, aunque a veces no padezcan penas temporales en esta


vida, las padecen, sin embargo, espirituales. De ahí que diga San Agustín, en
el libro I Confess.: Lo mandaste, Señor, y así se verifica, que el alma
desordenada sea pena para sí. Y el Filósofo dice de los malos, en el libro
IX Ethic., que su alma lucha consigo misma, pues esto la atrae hacia acá y
aquello hacia allá; y luego concluye: si ser malo hace ser tan miserable, se ha
de evitar con todo empeño la malicia. De modo parecido, por el contrario, a
los buenos, aunque en esta vida a veces no tengan premios corporales,
nunca les faltan, sin embargo, los bienes espirituales, incluso en esta vida,
según aquello de Mt 19,29, y Mc. 10,30: Recibiréis el ciento por uno incluso
en este siglo.

Los premios se realizarán de manera perfecta en la vida futura, pero mientras


tanto se inician en cierto modo en la vida presente. Por eso el psicólogo debe animar
a sus pacientes a “ser felices” que significa muchas veces cambiar de vida, empezar
una vida buena y virtuosa aunque se oponga a todo el mundo o, al decir de S.S.
Benedicto XVI, aunque tenga que ir “contracorriente”.
Esos premios que se dan ahora, en esta vida, como participación de los
premios en la gloria, son principalmente bienes espirituales, porque las
bienaventuranzas van perfeccionando el alma, la ordenan, la unifican, la sanan.
Dice Santo Tomás refiriéndose a los premios que corresponde a las
bienaventuranzas

Todos aquellos premios se consumarán perfectamente en la vida


futura; pero, entretanto, ya en esta vida empiezan a disfrutarse de algún
modo. Porque como reino de los cielos, según dice San Agustín, puede
entenderse el principio de la sabiduría perfecta por el que empieza a reinar en
los hombres el espíritu. Posesión de la tierra significa el buen afecto del alma
cuyo deseo descansa en la estabilidad de la herencia perpetua, significada
por la tierra. Son consolados en esta vida participando del Espíritu Santo, que
se llama Paráclito, esto es, Consolador. Son también saciados en esta vida
con aquel alimento de que habla el Señor, Jn 4,34: Mi comida es hacer la
voluntad de mi Padre. También en esta vida consiguen los hombres la
misericordia de Dios. E igualmente aquí, purificado el ojo por el don de
entendimiento, puede ser Dios visto de algún modo. Asimismo, quienes en
esta vida calman sus movimientos, asemejándose a Dios, son llamados hijos
de Dios. Todo esto, no obstante, se realizará más perfectamente en la patria.

3. Las Bienaventuranzas
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el
Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda
clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
(Mt 5,3-12)

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este


deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de
atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer.

La felicidad es el último fin de la vida humana. Y dice Santo Tomás que uno
va adquiriendo el fin por la esperanza de alcanzarlo. Y la esperanza de alcanzar el
fin surge cuando uno se mueve convenientemente hacia ese fin y se acerca cada
vez más por sus acciones. Cuando uno progresa en las virtudes, puede realmente
esperar que llegará a la perfección en esta vida y a la del cielo. Las
bienaventuranzas determinan los criterios de discernimiento en el uso de los bienes
terrenos en conformidad con la Ley de Dios. El psicólogo debe alentar esta
esperanza aconsejando llevar una vida moral conforme a las enseñanzas
evangélicas.

La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales


decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a
buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera
dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el
poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las
técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo
bien y de todo amor.

Las bienaventuranzas se refieren a la adquisición de la virtud y esto de de tres


maneras:
1º) alejando el mal, por ejemplo: de la ambición, cuando el Señor nos dice
“felices los pobres”, de la perversidad cuando afirma que son felices “los
misericordiosos”, del placer desordenado a “los que lloran” sus pecados;
2º) las bienaventuranzas se refieren a la realización del bien, como los que
tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los que
buscan la paz; y
3º) la última que nos dispone a algo mejor, pues nos enseña a soportar
pacientemente el mal.
Las bienaventuranzas se van sumando, cada una supone la anterior y se
refieren a un único fin, aunque de maneras diversas.
1. «Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
Cielos». El primer paso que nos propone el Evangelio es apartar el corazón de los
bienes mundanos cuyo apego construye fines ficticios, como ha sido muy bien
estudiado por Adler respecto de las patologías mentales. Son felices los que buscan
la humildad, que es el cimiento firme en la edificación de todas las virtudes, y por lo
tanto de la salud psíquica.
Los humildes reconocen sus limitaciones, saben de la pobreza de su
creaturalidad, la realidad de su ser. Los vicios enferman el alma, especialmente la
soberbia; tema ya bien estudiado por psiquiatras como Alfred Adler y Rudolf Allers.
Este último, pone la humildad como base para un verdadero cambio (metanoia) en la
terapia de las neurosis. Se requiere una actitud humilde para enfrentarse a una
eficaz psicoterapia y desear una transformación profunda, porque hay que darse
cuenta de que algo no funciona y que queremos cambiar. Pero observemos que la
felicidad empieza por la pobreza, aquello que –según el juicio humano– se considera
una desgracia, sobre todo en el mundo consumista y materialista en que vivimos. Es
necesario liberarse de los apegos mundanos.

2. «Felices los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra» (Mt.


5, 4). Es necesario dominar las pasiones, no dar rienda suelta a los impulsos, hacer
uso de la racionalidad. Mansos son los que aceptan la ley de Dios sin enojarse,
porque vencen sus caprichos y su voluntad desviada.

3. «Felices los que lloran, porque ellos serán consolados» Santo Tomás
dice que el dolor es por tres cosas: 1) por nuestros propios pecados, 2) por los
pecados de los demás, y 3) porque lloramos nuestro exilio en la miseria presente,
pues al renunciar al pecado morimos a los ojos del mundo y el mundo muere a
nuestros ojos, pero todavía no poseemos las cosas eternas. El que va creciendo en
la vida interior con la ayuda de la gracia, sufre por el destierro presente y por el
deseo de las cosas celestiales que todavía no posee.
Creo que todos los que nos dedicamos a la psicoterapia tenemos experiencia
de las personas que padecen verdaderas crisis de llanto por los errores cometidos, y
el sufrimiento por la renuncia a todas las personas y circunstancias que lo ataban.
Hasta aquí las bienaventuranzas que conciernen al alejamiento del mal,
donde el psicólogo cumple un rol muy central, secundando la gracia de Dios.
Considero que es en esta etapa donde el psicólogo debe tener su mayor
protagonismo, con una praxis directiva, en un diálogo reflexivo y donde el paciente
comprenda la necesidad de someter las pasiones a la razón e ir ordenando su
personalidad.
Ahora aparecen las bienaventuranzas que se refieren a hacer el bien, y aquí
el psicólogo tiene también un papel importante si es que la persona sigue con la
relación psicoterapéutica, pues ya la avidez por las cosas espirituales, hace que
busque los bienes celestiales más directamente, a través de los medios específicos,
afianzando otros lazos, como por ejemplo de un director espiritual, un confesor, una
comunidad religiosa, etc.

4. «Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados» Hay una justicia perfecta que se dará en el Cielo donde no quedará nada
por desear; y otra imperfecta que se da en este mundo, en la vida presente donde
los justos también son saciados, porque ellos están satisfechos con la Voluntad del
Padre. Recordemos que con la gracia, la voluntad del hombre se vuelve a la
Voluntad de Dios y empieza a querer lo que Él quiere. En cambio los injustos no se
sacian con nada; son los eternos insatisfechos, siempre quieren más y más, sobre
todo en la búsqueda de los bienes exteriores.

5. «Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»


(Mt. 5, 7). La justicia y la misericordia van unidas. La justicia sin misericordia es
crueldad y la misericordia sin justicia engendra la ruina, dice Santo Tomás. Ser
misericordioso es sufrir el mal de los demás como si fuera propio, ayudándolos así a
llevar su carga. El verdadero mal, el que hace malo, es el pecado; cuando
exhortamos a salir del pecado, somos misericordiosos.

6. «Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt. 5, 8).
San Juan Crisóstomo llama limpios a los que poseen toda la virtud. Se refiere aquí a
los que se abstienen de pensamientos extraños, su corazón es templo de Dios, por
eso pueden contemplarlo. “Contemplar” parece venir de “templo”; es habitar en su
santo templo. No hay nada que impida más la contemplación espiritual que la
impureza de la carne; por eso la castidad dispone a la vida contemplativa, y a la
visión de Dios.

7. «Felices los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de
Dios» (Mt. 5, 9). Cuando el alma está limpia de toda culpa, empieza a tener paz en
sí misma y a dársela a los demás.
La perfección está en la paz, porque ya no hay nada en la personalidad que
se oponga a Dios. La paz es la tranquilidad en el orden. Consiste en que cada uno
ocupe su lugar. Dice San Agustín que pacíficos son los que:

Teniendo en paz todos los movimientos de su alma y sujetos a la razón,


tienen domadas las concupiscencias de la carne, y se constituyen en reino de
Dios; en el cual todas las cosas están ordenadas, que lo que hay en el
hombre de mejor y más excelente domina a las demás aspiraciones rebeldes,
que nos son comunes con los animales. Y esto mismo que se distingue en el
hombre (esto es, la inteligencia y la razón) sujétase a lo superior, que es la
misma verdad del Hijo de Dios. Y no puede mandar a los inferiores quien no
está subordinado a superiores.

El Obispo de Hipona nos da aquí una magnífica definición de la salud mental.


En total concordancia con este pensamiento, el psiquiatra Rudolf Allers pudo afirmar
que sólo el santo es psíquicamente sano, porque está ordenado no sólo
interiormente, sino también en su relación con los demás. Pero esta paz interior, y la
que se vive fraternalmente, es fruto de la caridad, que es principalmente la amistad
con Dios.

8. «Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el


Reino de los Cielos» (Mt. 5, 10). Habla de la causa de la persecución, de los que –
alcanzada la virtud perfecta – sufren por anunciar la verdad, sufren todas las cosas
por Cristo, porque desprecian las del mundo. Ciertamente muchas veces las
persecuciones perturban la paz, pero no la paz interior, sólo la exterior.

9. «Felices seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira


toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alégrense y regocíjense,
porque grande será en los cielos vuestra recompensa» (Mt. 5, 11-12), El Señor
nos enseña no sólo a soportar el mal, sino cómo hacerlo: “alégrense” nos dice.
Felices los que sufren y no se rebelan, hay que alegrarse en las pruebas, y
soportarlas con la esperanza del premio (que ya se inicia en esta vida).

El padecer persecuciones por Jesucristo –en que se resumen las otras


siete bienaventuranzas– es la mayor gloria y felicidad que en esta vida
pueden tener sus fieles imitadores. En lo que estas bienaventuranzas tienen
de meritorio, son flores de gloria, aunque cercadas de espinas, y en lo que
tienen de premio, añade Santo Tomás, son ya gloria incipiente. Por ellas
empezó el divino Maestro su predicación, porque en ellas se contiene el fin de
la nueva ley.

Como ya advertimos, el reclamo de las personas cuando recurren al psicólogo


es querer ser felices, pero no saben cómo en las circunstancias que les tocan vivir, y
generalmente no se les ocurre empezar por este camino evangélico. Por eso el
psicólogo debe ayudarlos.
Las distintas recompensas prometidas en las bienaventuranzas, se resumen
en una sola. Podríamos decir que los premios de los que habla el Señor en este
pasaje del Evangelio, son los opuestos a los que se buscan cuando, en los
desordenes de la personalidad, vivimos sumergidos en las cosas terrenas. En este
Sermón muestra cómo pueden trocarse en bienes eternos, cuando el hombre busca
la verdadera felicidad.
El “reino de los cielos” prometido a los pobres, a los que se van desapegando
de las cosas del mundo, es como el principio de una sabiduría que es necesario
tener para empezar a darle importancia a las cosas espirituales en la propia vida. Es
que hay que darse cuenta que hay un reino que nos puede hacer realmente felices y
que no es el de las falsas promesas del mundo, que nos sumergen en ansiedades y
frustraciones porque no nos dan lo que prometen. Hay que empezar por cambiar esa
‘sabiduría del mundo’ por la sabiduría de Dios. La gracia nos impulsa a cambiar las
preocupaciones de la tierra por las del cielo; por eso no sólo sana, sino que también
eleva.
El Señor quiere elevar el corazón, elevar estos deseos, darles una mirada
trascendente. Los que buscan las cosas del reino terreno, como son los honores y
las riquezas, se le promete el reino de los cielos que contiene en abundancia todo lo
que el corazón humano puede desear. También a los que litigan y combaten por
mantener la seguridad para sí mismos y sus cosas, les promete la tierra de los
vivientes, significando la estabilidad de los bienes eternos. Para los que buscan
consuelo para sus vidas en los placeres del mundo, les promete tener el verdadero
consuelo contra todos los males.
La gracia cambia la dirección de la voluntad, cambiando los fines ficticios por
el verdadero fin, por lo cual se rectifican las intenciones.
Cuando uno se dispone a la contemplación se perfecciona a sí mismo con la
pureza de corazón, porque no permite que la mente se manche con las pasiones (6º
bienaventuranza), y de esta manera se va logrando la tan ansiada paz del alma (7º
bienaventuranza) que significa la felicidad de que goza la personalidad ordenada.
Los que llegan a estos estados más altos de la vida de la gracia no necesitan
ir al psicólogo, salvo que lo manden los que no entienden que cerca de Dios se es
más sano y feliz, aunque no con los parámetros de felicidad que nos presenta el
mundo.
En conclusión, la vida ascendente de la gracia es un camino psicoterapéutico,
por el que se llega a la verdadera curación de la neurosis, pero además el único por
el que se alcanza la paz y la felicidad que todos buscan. Tenemos dos opciones o
construir un estilo de vida neurótico, o vivir con un proyecto de vida cristiana donde
uno se va elevando según el Sermón de la Montaña, que responde a lo más
profundo del hombre: su afán de felicidad.
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