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Lectura 12.2021
Lectura 12.2021
CONTEMPORÁNEA
Fried, 1978, p. 7, p. 9
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292 ¿Cómo debo vivir?
Muchos filósofos siguen a John Rawls en la suposición de que las dos categorías,
teleológicas y deontológicas, agotan las posibilidades de las teorías de la acción correcta.
Según Rawls
Los dos conceptos principales de la ética son los de lo correcto y el bien... la estructura
de una teoría ética está entonces considerablemente determinada por su forma de definir
y vincular estas dos nociones básicas... La forma más simple de relacionarlas es la de las
teorías teleológicas: éstas definen el bien de manera independiente de lo correcto, y
definen lo correcto como aquello que maximiza el bien. (Rawls, 1971,pág.24).
Los deontólogos creen que no hay que definir lo correcto en términos del bien, y
rechazan la idea de que el bien sea anterior a lo correcto. De hecho, creen que no existe
una clara relación especificable entre hacer lo co-
La deontología contemporánea 293
Para actuar correctamente, los agentes deben abstenerse primero de hacer las
cosas que, antes de hacerlas, pueden considerarse (y conocerse como) malas. Los
requisitos particulares para abster erse de hacer las diversas cosas-que-pueden-
considerarse-malas-antes-de hacerlas reciben nombres diversos como normas, leyes,
exigencias deontológicas, prohibiciones, limitaciones, mandatos o reglas, y en adelante
me voy a referir a ellos en general simplemente como «exigencias deontológicas». Las
concepciones deontológicas exigen a los agentes abstenerse de hacer el tipo de cosas
que son malas aun cuando éstos prevean que su negativa a realizar estas cosas les
producirá claramente un mayor daño (o menor bien).
De esto se desprende fácilmente que las concepciones deontológicas son no
consecuencialistas, y que no son maximizadoras ni comparativas. Para un deontólogo, lo
que hace que mentir sea malo no es la maldad de las consecuencias de una mentira
particular, o de mentir en general; más bien, las mentiras son malas debido al tipo de
cosas que son y por lo tanto son malas aun cuando previsiblemente produzcan
consecuencias buenas.
Las concepciones deontológicas tampoco se basan en la consideración imparcial de
los intereséis o del bienestar de los demás, como en las teorías consecuencialistas. Si se
nos insta a abstenernos de dañar a una persona inocente, aun cuando el daño causado a
ésta evitaría la muerte de otras cinco personas inocentes, es obvio que no cuentan los
intereses de las seis, o que no cuentan por igual: si así fuese, sería permisible —si no
cabalmente obligatorio— hacer lo necesario para salvar a las cinco personas (y dañar a
una). Además, aun si nos resistimos a la idea de que pueden sumarse de este modo los
intereses, las concepciones deontológicas no se basan en una consideración imparcial de
intereses. Pues esto parecería permitir —si no exigir— que sopesásemos el interés de
cada una de las cinco personas frente al de la otra; parecería permitirnos (por ejemplo) —
si no exigirnos— tirar cinco veces la moneda, para que cada uno de los intereses de las
cinco personas recibiese la misma consideración que se otorga a los intereses de la otra.
Y las concepciones deontológicas se separan de la imparcialidad conse-cuencialista
aun en otro sentido. Los deontólogos afirman que no nos está permitido hacer algo que
viola una limitaciór. deontológica aun cuando el hacerlo evitaría la necesidad de que otros
cinco agentes se enfrentasen a la
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En cualquier caso, la norma [deontológica] tiene límites y lo que está fuera de esos límites
no está en absoluto prohibido. Así mentir es malo, mientras que no revelar una verdad
que otro necesita puede ser perfectamente permisible —pero ello se debe a que no
revelar una verdad no es mentir (Fried, 1978, págs. 9-10).
Uno no puede vivir su vida según las exigencias del ámbito de lo correcto. Tras haber
evitado el mal y haber cumplido con nuestro deber, quedan abiertas una infinidad de
elecciones. (1978, pág. 13).
Aunque algunos filósofos y teóricos del derecho han cuestionado que sea sostenible
la distinción entre intención y mera previsión, y han expresado dudas sobre la pertinencia
de otorgar un peso moral a esa distinción, muchos deontólogos apelan a la distinción
entre intención y mera previsión para explicar lo que significa esa orientación estrecha.
Tanto Fried como Thomas Nagel hablan con aprobación de lo que este último denomina
el «principio tradicional del doble efecto», que según él establece que
Para violar las exigencias deontológicas uno debe maltratar a alguien intencionadamente.
El mal trato debe ser algo que hace o elige, bien como un fin o como un medio, en vez de
algo que las acciones de uno causan o dejan de evitar pero que uno no hace
intencionalmente (Nagel, 1986, pág. 179).
Para violar una exigencia deontológica, uno debe hacer algo malo: pero si la cosa en
cuestión no fue algo intencionado —no fue un medio o un fin elegido por uno— puede
decirse que uno no ha hecho nada en absoluto («en el sentido relevante»). Si uno no
pretendió realizar la cosa en cuestión no se puede decir que haya hecho algo malo.
No resulta difícil comprender la índole de la vinculación entre la orientación estrecha
y la estrecha interpretación. Si la fuerza prohibitiva de las exigencias deontológicas sólo
se asocia a lo que pretendemos, entonces una mentira es un tipo de acto diferente de
faltar a decir la verdad. Pues las mentiras son necesariamente intencionadas (como
intento de engaño) pero la falta de revelar la verdad no lo es, pues no tiene
necesariamente como objeto el engaño. En términos más amplios, si se explica la
intención en términos de las nociones de elección de un medio para un fin —por ejemplo,
algo es un daño intencionado de un inocente sólo si dañar al inocente se eligió como fin
en sí mismo, o como medio para un fin— entonces los daños que meramente se prevén
—por ejemplo, a consecuencia de no evitar una catástrofe natural o evitar la acción de un
tirano malvado— son de diferente especie de los daños que se eligen como medios para
evitar otros daños. Si un agente daña a una persona para evitar que otras cinco mueran
en un desprendimiento de tierras, lo que comete es un daño intencionado, y por lo tanto
viola un exigencia deontológica. Pero si el agente se niega a matar a la persona para
salvar a las otras cinco, entonces, dado que la muerte de éstas no fue el medio ni el fin
elegido del agente, no hay violación de la exigencia deontológica.
Aquí ya debería haber quedado clara tanto la estructura general como parte de la
motivación subyacente a las concepciones deontológicas. Pero
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quedan algunas cuestiones sin responder y problemas potenciales que merecen más
atención.
En el ámbito práctico, los deontólogos parecen salir mejor parados que los
consecuencialistas, pero es evidente que se enfrentan a graves problemas teóricos. Y tan
pronto hayamos reflexionado sobre estos problemas teóricos veremos que esa aparente
superioridad práctica puede ser considerablemente ilusoria.
Los deontólogos rechazan la tesis de que el hecho de que un acto sea malo va
necesariamente asociado a —y es explicable en términos de— sus malas consecuencias,
o al hecho de que produzca más daño que bien en el mundo. Pero entonces se plantea
esta cuestión: ¿qué es lo que hace mala a una mala acción?, ¿por qué las cosas de la
lista del deontólogo (y no otras) están en esa lista?
La deontología contemporánea 299
Nuestras acciones deberían estar guiadas, si han de estar guiadas, hacia la elimina-
ción del mal más que a su mantenimiento. Esto es lo que significa malo (Nagel,
1986, pág. 182).
Cuando optamos por hacer algo como mentir, dañar a un inocente o violar
los derechos de alguien, con ello tendemos al mal, y así estamos «nadando
frontalmente contra la corriente normativa» (Nagel, 1986, pág. 182) aun cuando
esa elección esté guiada por el deseo de evitar un mal mayor o de realizar con
ella un bien mayor. Según las perspectivas de Nagel y de Fried, los
consecuencialistas que piensan que puede ser correcto mentir o dañar a un
inocente no comprenden satisfactoriamente qué significa que algo sea malo o
incorrecto.
Pero ninguno de estos enfoques —la apelación a las intuiciones morales de
las personas, reforzadas (o no) por la respetuosa referencia a la doctrina de
teólogos morales venerados; la apelación a un principio fundamental como
base de la que derivar prohibiciones deontológicas muy específicas; o la
afirmación de que los juicios normativos deontológicos están incorporados al
concepto mismo de lo incorrecto (¿y de lo correcto?)— es satisfactorio.
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¿Cómo debo vivir?
Tampoco está claro por qué se considera que la exigencia de respeto se detiene ante
(o no incluye) el respeto a los demás seres como poseedores de bienestar, y así no está
claro por qué los intentos del consecuencialista para maximizar el bienestar (o minimizar
el daño) deben considerarse incompatibles con el respeto de los demás. Sin unas
condiciones mínimas de bienestar —que con seguridad incluyen la posesión de la propia
vida— no es posible actuar como ser racional. Cuando, según mandan las teorías
deontológicas, permitimos que mueran cinco personas por obra de un corrimiento de
tierras (o de un agente malo) antes que nuestro propio daño, ¿por qué no somos
culpables de falta de respeto a las cinco personas?
Y, por último, aun si es posible realizar una defensa de esa concepción estrecha y
limitada de las exigencias deontológicas, así como una explicación plausible del sentido
estricto del respeto, sigue en pie la siguiente cuestión: ¿por qué habríamos de considerar
al respeto algo que supera moral-mente la exigencia de procurar el bienestar de los
demás? Donagan nos dice que
2. Aunque los deontólogos nos dicen que las exigencias deontológicas son absolutas,
que estamos obligados a abstenernos de violar las exigencias deontológicas incluso
cuando sepamos que nuestra negativa a hacerlo tendrá consecuencias muy negativas, el
tipo de carácter absoluto que tienen presente es en realidad de carácter cualificado y
limitado. Según hemos visto, la suposición de que las exigencias deontológicas son
estrictas y limitadas supone un considerable estrechamiento del alcance de su fuerza
absoluta. Y este estrechamiento aumenta con el carácter de orientación estrecha de las
exigencias deontológicas, por la insistencia en que hay que concebir las exigencias
deontológicas como limitaciones aplicables sólo a las cosas
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nathan Dancy examina esta posición en el artículo 18, «Una ética de los deberes prima
facie»). Pero estas concepciones están muy alejadas de la deon-tología, al menos de la
versión de sus defensores contemporáneos.
De hecho, aun cuando muchas de sus afirmaciones sugieran que su concepción es
absoluta, los deontólogos no creen que esté justificada nuestra negativa a violar las
exigencias deontológicas cuando serían peor las consecuencias de nuestra negativa.
Vale la pena considerar más de cerca el razonamiento de los deontólogos sobre el
particular.
Según Fried,
podemos imaginar casos extremos en los que matar a un inocente pueda salvar a todo
un país. En estos casos parece fanático mantener el carácter absoluto del juicio, hacer lo
correcto aun cuando se hunda el mundo. Y así una catástrofe podría hacer ceder al
carácter absoluto del bien y el mal, pero incluso entonces sería un non se-quitur decir
(como no se cansan de repetir los consecuencialistas) que esto prueba que los juicios de
bien y mal son siempre cuestión de grado, en función del bien relativo a alcanzar y de los
daños a evitar. Yo creo, por el contrario, que el concepto de catástrofe es un concepto
distinto precisamente porque identifica las situaciones extremas en las que dejan de tener
aplicación las categorías de juicio habituales (incluida la categoría del bien y del mal)
(Fried, 1976, pág. 10).
4. Observaciones finales
no engañar, o impedir de otro modo que la gente viva su vida) sino una actitud que
supone y exige el interés activo de la gente en la promoción del bienestar de los demás.
Por ello debemos rechazar cualquier imagen de la moralidad que la considere
simplemente (o principalmente) como un lastre externamente impuesto a nuestra vida. Si
no podemos «vivir nuestra vida de acuerdo con las exigencias del ámbito de lo correcto»
(Fried, 1978, pág. 13) al menos hemos de reconocer que ese ámbito es más amplio de lo
que han supuesto los deontólogos contemporáneos.
Bibliografía
Otras lecturas