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Cuando Eireanne O’Conner, la hermana menor de Declan O’Conner, vuelve a

Ballynaheath, su casa en Irlanda para pasar la Navidad, se encuentra con que


su hermano se ha casado.
Allí, con Declan y Keira, su nueva cuñada, y las traviesas gemelas Molly y
Mabe Hannigan haciendo de las suyas, durante los doce días de la Navidad, se
verá envuelta en una delicada situación por unas cartas anónimas que causan
preocupación en el condado, y atraen la atención de un joven caballero
americano que está de visita en la mansión. Habrá secretos y sorpresas que, o
bien, hundirán a Eireanne más profundamente en los escándalos que han
rodeado a su familia, o ¡la enviaran a Londres para encontrar un marido
noble, que esperan pueda añadir un poco de dignidad a una familia que parece
no poder mantenerse lejos del escándalo!

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Julia London

El secreto de Navidad
Los secretos de Hadley Green - 1.5

ePub r1.0
Titivillus 29-12-2021

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Título original: The Christmas secret
Julia London, 2011

Editor digital: Titivillus


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Capítulo I

Inglaterra
Navidad de 1808

C uando era un niño que crecía a las orillas del río Hudson en Nueva
York, Henry Bristol soñaba con navegar alrededor del mundo en un
barco mercante, o residir en una granja con manadas de perros y caballos para
hacerle compañía. Ahora que era un hombre, poseía cuatro excelentes perros
de caza y una manada de caballos. Pero lamentablemente, en un viaje de
América a Inglaterra, descubrió, de la manera más cruel, que nunca sería un
marinero. Había pasado la mayor parte del mes que duró el viaje en su litera,
verde como un sapo y bastante enfermo.
Henry nunca hubiera soñado que precisamente él, de entre todos los
hombres, sería atacado por una enfermedad tan debilitante como el mareo. Se
había hecho fuerte y robusto gracias a los años que pasó trabajando en las
vastas explotaciones agrícolas de su familia, mientras que su hermano
Thomas se había encargado de la fábrica de ladrillos familiar. A Henry le
gustaban su vida y el trabajo físico. Pero le gustaban más los caballos, y a la
edad de veintiséis años le había surgido la oportunidad de formarse con uno
de los mejores criadores de caballos de toda Europa. Había convencido a su
familia de que estaba destinado a la grandeza de la cría de caballos, y en una
soleada tarde de verano, navegó desde Nueva York hacia Inglaterra en el
barco más grande que jamás había visto.
El barco apenas se había alejado del puerto cuando Henry sintió que las
primeras náuseas le contraían el estómago.

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No tuvo ni un momento de alivio; había padecido la enfermedad durante
el mes completo que duró la travesía. Nunca había estado tan agradecido con
el Todopoderoso como cuando el barco llegó a Inglaterra y pisó tierra firme
otra vez.
Con las piernas afianzadas sólidamente debajo de su cuerpo, Henry se
dirigió a Londres tal y como había acordado previamente, solo para encontrar
una carta en su hotel: Declan O’Conner, Conde de Donnelly, el incomparable
criador de caballos que había aceptado ser el tutor de Henry, estaba en medio
del adiestramiento de un caballo para un conde danés, y no podría comenzar
su instrucción hasta dentro de un mes o más.
Eso le vino bastante bien a Henry, que procedió a recuperarse de su
horrible viaje disfrutando de los frutos que la vibrante ciudad de Londres
tenía para ofrecer… y que, francamente, eran muchos cuando uno tenía cartas
de presentación de familias con conexiones tanto en el Nuevo como en el
Viejo Mundo.
El hecho de que Henry fuera norteamericano[1], y por lo tanto una especie
de curiosidad, significó que pronto fue asediado con tantas invitaciones a los
salones elegantes, cacerías, carreras de caballos con apuestas, que lo dejaron
asombrado. Henry fue presentado a hermosas mujeres y aprendió los pasos de
los bailes más populares.
Empezaba a sentirse como en casa cuando fue informado de que Lord
Donnelly había vuelto a Irlanda precipitadamente a causa de un escándalo tan
sorprendente, que el criado de Donnelly, un hombrecillo llamado Fish, apenas
podía hablar de ello.
—Pero he pagado generosamente por esta oportunidad —dijo Henry con
un poco de exasperación, mientras un pequeño rizo de pánico se extendía por
su estómago—. ¿El Conde tiene la intención de renegar de nuestro acuerdo?
—Por supuesto que no —dijo el señor Fish, como si la sugerencia hubiera
sido ridícula, incluso a la luz del asombroso escándalo que había obligado al
Conde a huir a Irlanda—. Sin embargo, no es conveniente para Su Señoría en
este momento.
Henry intentó parecer enfadado y decepcionado, pero no lo consiguió.
Daba la casualidad de que Londres sí era conveniente para él, y se unió
alegremente a sus nuevos amigos en los clubes de caballeros que parecían
haber en cada esquina de Mayfair. Se convirtió en un jugador bastante bueno.
Cortejó a un par de primas de una familia prominente y se olvidó de la cría de
caballos.

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Una mañana, varias semanas después, cuando Henry regresaba a su hotel con
los ojos legañosos y apestando a whisky, después de pasar una noche
particularmente memorable en un antro de juego en Southwark, el conserje le
tendió una bandeja de plata sobre la que había una hoja de vitela doblada.
Esta llevaba el sello de Ballynaheath, en Irlanda, y un caballero había escrito
que el Conde de Donnelly recibiría ahora a Henry, en diciembre de 1808.
Henry sonrió. Por fin conocería al hombre que, todo el mundo en Londres
estaba de acuerdo, criaba los mejores caballos de Europa.
Henry hizo las maletas, pidió un carruaje, y poco tiempo después partió a
través de la encantadora campiña inglesa hacia Gales, donde tomaría un barco
para lo que un compañero de juego le había asegurado que era un simple
«saltito» a través del Mar de Irlanda.
Pero en el momento en que Henry llegó a la pintoresca y pequeña aldea
galesa de Holyhead, el olor salado del mar y el del pescado le recordó su
terrible experiencia al viajar a Inglaterra, y lo dejó un poco mareado. Para
empeorar las cosas, se avecinaba una tormenta por el horizonte, justo hacia
donde tenían que navegar.
—Todos a bordo, señor —le dijo el sobrecargo.
Henry miró con inquietud al marinero.
—¿Quiere decir que navegaremos hacia esa tormenta?
El hombre echó una mirada casual al horizonte.
—Sí, pasará volando —dijo—. Todos a bordo, por favor.
Henry miró con recelo la embarcación y luego lanzó su mirada hacia la
tierra que le habían hecho creer que era prácticamente visible desde las costas
de Inglaterra. Pero no lo era.
—Vamos entonces, caballero —dijo el marinero con impaciencia.
—Sí, está bien —dijo Henry. Tomó aire lo más profundamente que pudo
y, aguantando la respiración, se ajustó el sombrero, se colocó la bolsa en el
hombro y se subió a la pasarela.
Cuando se desplegaron las velas, el barco fue de inmediato recibido con
fuertes lluvias y vientos helados, y Henry no pudo hacer nada para ayudarse a
sí mismo. Encontró un asiento cerca de la barandilla, debajo de las

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marquesinas de madera que protegían a los pasajeros de los elementos, y rezó
por la liberación.
Fue liberado de su cena casi de inmediato, y su estado físico pasó de
espantoso a desastroso. Tal y como había dicho el marinero, la tormenta
finalmente se alejó de ellos, pero los vientos seguían soplando muy fuerte, y
el barco crujía y gemía y subía, después se desplomaba, una y otra vez, hasta
que el malestar de Henry arraigó profundamente en su interior. Pensó que era
cruel que las estrellas brillaran serenas en lo alto, mientras el mundo parecía
torcerse y girar, zarandeándolo como si fuera un niño pequeño en lugar del
hombre fuerte y robusto que siempre habría creído ser.
En medio de su desastre personal, un ángel descendió hacia él desde el
cielo. Henry apenas estaba consciente, pero de repente percibió un olor a
rosas. Entonces alguien le refrescó la cara con un paño frío. Un pañuelo,
descubrió cuando ella lo puso en su mano. Lino blanco, perfumado con aceite
de rosas.
—Debe levantarse, ¿de acuerdo? —dijo con dulzura. Su voz tenía una
cadencia suave—. Si no está de pie y mirando hacia el horizonte, el mareo no
lo abandonará.
Sintió unas manos delicadas en su brazo, tirando de él para levantarlo. De
alguna manera, Henry se puso en pie. De alguna manera, puso ambas manos
en la barandilla y abrió los ojos. Pensaba que no podía haber nada peor, nada
más horroroso que vomitar frente a este ángel de dulce olor.
—Mire allí —dijo ella.
La voz procedía de algún lugar por debajo del hombro de Henry. Entonces
vio su mano extendida, la punta de su delgado dedo señalando, y se obligó a
mirar en esa dirección.
A la luz de la luna llena podía ver las estrellas brillando por encima de las
subidas y bajadas del mar. Henry podía sentir esas subidas y bajadas en su
estómago. Debió haber gemido, porque ella le rodeó la cintura con un brazo
firme para sostenerlo.
—No mire las olas, señor —dijo—. Mire el cielo. Mantenga los ojos fijos
en algo que no se mueva.
Tragando saliva, hizo lo que le sugería. Pasaron un par de minutos. Su
estómago se revolvió, pero no tan violentamente como al principio.
—La abuela cree que si una se come una patata cruda empapada con un
buen whisky irlandés se mantendrán alejadas las náuseas, pero yo no podría
soportar comer tal cosa. Me he dado cuenta de que un vaso de cerveza de
jengibre caliente funciona bastante bien.

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Henry se arriesgó a mirar a su ángel misericordioso. Era bonita. Un
mechón de cabello oscuro asomaba por debajo de la capucha de su capa y
caía de manera natural sobre su frente. Sus ojos, bordeados de gruesas
pestañas, parecían casi de un azul cristalino a la luz de la luna. Sus labios
regordetes, que esbozaban una suave sonrisa de simpatía, eran de color rubí
oscuro.
Tuvo la intención de preguntarle su nombre, pero el barco volvió a
sacudirse elevándose, y el estómago de Henry con él. Se volvió rápidamente
hacia la proa para observar el horizonte, luchando contra las náuseas.
—Mantenga la mirada en el cielo, y estaremos en Dublín antes de que se
dé cuenta.
Rezó para que tuviera razón, y fijó su mirada en una estrella que parecía
más brillante que las demás. Cuando miró hacia atrás para buscar a la mujer,
se había ido, desapareciendo en la noche.
Un ángel, pensó mientras se concentraba en el horizonte. Un ángel que
había bajado del cielo para salvarlo.
Bajó la mirada al pañuelo de lino que tenía apretado en el puño.
Cuidadosamente bordadas en la orilla festoneada estaban sus iniciales, en el
mismo color azul de sus ojos: E. O.

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Capítulo II

Dublín, Irlanda.

E ireanne O’Conner se había criado en Ballynaheath, en el Condado de


Galway. Cuando era niña, se consideraba una delicia viajar a Dublín,
con todas sus tiendas y la variedad de mercancías, igualadas solo por la
variedad de personas pululando por las calles. Pero ahora, después de haber
pasado los últimos tres meses en Lucerna, Suiza, le resultaba sorprendente
que Dublín pareciera tan pequeño y sucio.
Suponía que sus instructoras le habían abierto los ojos de muchas más
formas de las que había sido consciente. Había asistido al prestigioso Instituto
Villa de Amiels, donde se enviaba a las jóvenes damas de clase adinerada de
todo el mundo para su «instrucción». Esa era la manera educada de decir que
las jóvenes eran enviadas allí a prepararse para el mercado matrimonial más
elitista del mundo. Supuestamente, cuando una joven salía del Instituto, no
solo había adquirido todas las habilidades sociales necesarias para moverse
entre la Alta Sociedad, sino que también había establecido las conexiones
necesarias. Por lo tanto, era lógico, al menos para las familias que pagaban un
elevado precio por enviar a sus hijas, que les llegaran ofertas de matrimonio
más fácilmente.
Eireanne creería que eso era cierto cuando tuviera una oferta de
matrimonio.
Declan, Conde de Donnelly, hermano y tutor de Eireanne, tenía la
intención de enviarla a Londres cuando terminase sus estudios, con el único
propósito de encontrar marido. Ese era el objetivo, la guinda del pastel[2], la

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razón de ser[3] de Eireanne. Ella debía aprehender toda su educación y
encontrar un marido con título, inmediatamente[4].
Todo ello sonaba demasiado calculador pero, honestamente, Eireanne
estaba resignada a la realidad de su situación. Quería casarse, tener hijos,
dirigir su propia casa. Y todavía mantenía la esperanza de encontrar el amor.
Desafortunadamente, en Irlanda, sus oportunidades de un matrimonio por
amor eran bastante desoladoras.
En el Condado de Galway los caballeros solteros no crecían como las
flores silvestres en los parques, como parecían hacerlo en Dublín y Londres, o
incluso en Lucerna. No es que importaran sus circunstancias personales, ya
que, incluso si hubiera escuadrones de solteros marchando hacia
Ballynaheath, era su propia idoneidad como pareja la que impedía que
Eireanne tuviera una proposición. Según sus amigas, Molly y Mabe
Hannigan, las hermanas gemelas más jóvenes de Keira, la mujer con quien
Declan se había casado con cierta prisa debido a otro escándalo pisándole los
talones, todo era bastante simple: Declan, Dios lo bendijera, había sido
bastante hábil atrayendo escándalos a lo largo de los años.
Lo que Molly y Mabe querían decir era que, como Eireanne había sido
criada por su hermano el Conde, y había vivido bajo su tutela, su reputación
estaba manchada por sus escándalos. Muchos caballeros podrían haberla
apreciado, pero sus familias no apreciaban mucho a Declan, sobre todo
después de un trágico ataque a una joven en Ballynaheath hacía varios años.
El hecho no había tenido nada que ver con Declan, pero como había ocurrido
en su casa, se le consideró responsable. Y cuando la joven se quitó la vida en
lugar de vivir con la vergüenza, Declan había dejado a Eireanne sola en la
mansión para poder huir de sus demonios particulares, y ella… bueno, había
coexistido con la censura.
—No es justo —había dicho Molly una tarde hacía mucho tiempo. Ella y
Mabe estaban, como era habitual, holgazaneando en las habitaciones de
Eireanne en Ballynaheath, mientras esta y su doncella se ocupaban de hacer el
equipaje—. No es como si tú hubieras embaucado a la joven o la hubieras
tirado por el acantilado, ¿verdad?
La cara de la pobre doncella se había puesto de un rojo furioso. Era un
hecho aceptado en Galway y sus alrededores que Molly y Mabe Hannigan
podían ser bastante claras hablando. Francamente, todo el clan Hannigan tenía
fama de decir lo que pensaban, incluso si los demás querían o no escucharlo.
Sin embargo, Molly había tenido razón. Lo que sucedió en Ballynaheath

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había estado fuera del control de Declan. Sin embargo, él había tratado de
compensar a Eireanne mediante su admisión en el Instituto.
—Ella es nuestra única esperanza —había dicho su abuela en más de una
ocasión—. Eireanne es la única de nosotros que puede limpiar la mancha que
ha caído sobre el nombre de nuestra familia. Debe casarse bien.
Así que a los veintiún años, edad que sobrepasaba la que tenían las
jóvenes damas de clase alta cuando terminaban la escuela, e incluso en la que
ya estaban casadas, Eireanne hizo las maletas y se dirigió a Lucerna.
A ella le gustaba Lucerna. Le gustaba la escuela y las amistades que había
hecho allí. Pero extrañaba su hogar, y estaba emocionada por volver a casa
para las Navidades[5]. Sin embargo, Eireanne era consciente de que no
regresaría al Ballynaheath que siempre había conocido: aquel en el que había
vivido con su abuela como tutora, completamente sola, paseando por esa
enorme casa antigua, mientras que Declan se encontraba fuera, en Inglaterra o
donde hubiera criaderos y carreras de caballos. Ahora estaba casado, y su
esposa Keira estaba esperando su primer hijo. La abuela de Eireanne había
escrito que la familia de Keira estaba siempre presente.
Por lo tanto, Eireanne ya no era la dueña. Era la invitada. Y era un poquito
desconcertante.

Una lluvia constante recibió a Eireanne la mañana en que el carruaje llegó de


Ballynaheath para llevarla en la última etapa de su viaje. Estaba muy
acostumbrada a los viajes invernales en Irlanda y, por lo tanto, llevaba sus
botas más resistentes y un vestido de lana, abotonado hasta la barbilla para
evitar que la lluvia le mojara el cuello. También llevaba su nueva capa roja.
Sus maletas estaban atadas a la parte trasera del coche y cubiertas con una
lona.
El señor Donovan, el caballero que Declan había enviado para escoltar a
Eireanne desde Lucerna, la estaba esperando en el vestíbulo del hotel cuando
bajó.
—El carruaje está fuera, señorita. El mozo le mostrará dónde.
—¿El mozo? ¿No viene usted, señor Donovan? —le preguntó mientras se
colocaba la capucha de su capa sobre la cabeza.

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—Sí, pero hemos de esperar a un jinete. Una vez que aparezca, nos
pondremos en marcha.
Eireanne no estaba sorprendida: a menudo los residentes del Condado de
Galway montaban en los carruajes de Ballynaheath o cabalgaban junto a
ellos. Ella siempre disfrutaba de la compañía en un viaje que duraba casi dos
días, pero por una vez estaba agradecida de que, en esta ocasión, quienquiera
que fuese la acompañase montando a caballo, y no en el interior del coche.
Apenas sería capaz de tener que charlar de cosas educadas, como el clima,
mientras daba tumbos en un duro asiento del carruaje que rodaba a lo largo de
una carretera minada por la constante lluvia invernal.
Las primeras horas de viaje fueron verdaderamente lamentables. Los
viajes de ida y vuelta a Dublín habían llenado de baches las carreteras, y
parecía como si el coche golpeara cada hoyo y cada piedra del camino.
Eireanne fue sacudida como un saco de patatas, y se concentró en mantenerse
en su asiento. De vez en cuando podía divisar al jinete moviéndose hacia la
parte delantera del carruaje. Tenía un hermoso caballo negro, tan alto como
ninguno que hubiera visto nunca. Estaba cubierto con un abrigo negro y un
gran sombrero de ala ancha, desde donde la lluvia caía en riachuelos. No
podía distinguir nada más que su ancha espalda y no podía adivinar si era
joven o viejo, alto o bajo.
Ya era tarde cuando se detuvieron ese día en Athlone, un pueblo a orillas
del río Shannon, que cruzarían a la mañana siguiente. Eireanne estaba agotada
por el viaje y fue directamente a la habitación que el señor Donovan había
dispuesto para ella.
Por desgracia, la lluvia los saludó de nuevo a la mañana siguiente, y con
un suspiro de cansancio, Eireanne ocupó su lugar en el carruaje, haciendo una
mueca de dolor cuando se sentó en el asiento.
Pero cuando esperaban el ferry, el señor Donovan abrió la puerta del
coche.
—Disculpe, señorita, ¿pero le importaría si el señor Bristol espera dentro?
El tiempo es asqueroso.
—No, en absoluto —dijo ella y al instante la puerta se abrió mientras un
hombre entraba rápidamente en el interior. Tenía el sombrero calado hasta los
ojos, pero ella notó que era de constitución sólida, con muslos gruesos,
anchos hombros y manos grandes.
—Gracias —dijo, y se dejó caer en el asiento de enfrente, ocupando lo
que parecía ser todo el espacio disponible en el interior del coche. Sus

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piernas, largas y musculosas, tropezaron con las suyas. Sus hombros llenaban
todo el asiento frente a ella.
—Le dije al señor Donovan que no tenía ningún problema en viajar en el
pescante con el conductor —dijo, sacudiendo el agua de sus guantes—. Pero
estoy muy contento de que haya insistido en lo contrario. Está cayendo una
cortina de agua[6].
Tenía un acento peculiar, pensó Eireanne, viéndole arrojar los guantes a
un lado. Él pareció darse cuenta entonces de que el agua goteaba por el borde
del ala de su sombrero, así que se lo quitó, deslizándolo de su dorada cabeza.
Se pasó los dedos por el pelo y levantó la vista con una sonrisa en un rostro
sorprendentemente guapo.
Pero su sonrisa se congeló, y sus ojos se abrieron de par en par.
Mientras el ferry se alejaba de la orilla, el caballero miró boquiabierto a
Eireanne como si estuviera viendo una aparición. Una pizca de horror recorrió
a Eireanne, y miró hacia abajo para ver si tenía algo fuera de lugar.
—¡Es usted! —dijo él.
—¿Yo? —preguntó Eireanne, alzando de nuevo la mirada hacia un par de
ojos color miel. Oh, era un hombre guapo, no había duda. Pómulos altos,
mandíbula cuadrada.
—¿No lo recuerda?
Eireanne parpadeó. ¿Recordar qué, por el amor de Dios?
—Me salvó la vida. —De repente esbozó una radiante y encantadora
sonrisa—. Usted es el ángel que me salvó.
—Perdóneme, pero es obvio que me ha confundido con alguien de gran
valentía. Le aseguro que no he salvado a nadie, y si lo hubiera hecho, estoy
segura de que lo recordaría.
—Puede que a usted no le pareciera un momento tan crítico, pero si no se
hubiera acercado a mí y me hubiera dicho que mirara al horizonte, podría
haberme arrojado por la borda para terminar con mi sufrimiento. Creí que
usted era un ángel que venía a salvarme.
Eireanne se quedó sin aliento por la sorpresa. ¿Este era el hombre
indefenso que había visto en la cubierta del St. Mary? Pero aquel hombre
parecía más pequeño. Y quejumbroso. Aquel hombre tenía la barba crecida
sobre una piel del color gris del cielo de esa mañana.
—¿Era usted? —preguntó con incredulidad.
—¿No me reconoce? —preguntó riendo—. Me he aseado un poco, pero,
por mi honor, soy la misma masa de carne temblorosa que encontró en la
cubierta de ese barco.

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—No, no le reconozco —dijo, sonriendo ahora—. Apenas vi su cara en
toda la noche, y lo poco que vi era bastante verde.
Él se echó a reír.
—De acuerdo, estaba verde de pies a cabeza[7]. Creo que puedo decir con
toda seguridad que nunca seré un marinero.
Este hombre se veía demasiado viril para haber estado tan terriblemente
enfermo como había estado.
—Al menos parece recuperado y en buen estado de salud.
—Siempre y cuando mis pies estén plantados en tierra firme, o en el río,
parece que estoy bien —dijo, moviendo el brazo hacia la ventana—. Son las
olas las que me atormentan. En verdad, sin duda es una grata sorpresa haberla
encontrado de nuevo, señora. Así puedo agradecerle su amable ayuda, tal y
como deseaba hacerlo desesperadamente esa noche.
Ella se rio.
—En realidad, señor, no parecía que supiera ni su nombre, y mucho
menos era capaz de hablar. Pero no tiene nada que agradecerme. Realmente
hice muy poco.
—No voy a permitir que le quite importancia —dijo alegremente. De
repente se inclinó hacia adelante, con los brazos sobre las rodillas, esbozando
una sonrisa encantadora una vez más, tan encantadora que Eireanne bien
podía imaginarse que el caballero la utilizaba para obtener ventajas de un
buen número de damas, y tal vez incluso de algunos hombres—. Su nombre
—dijo con seriedad—. Debo saber su nombre para poder ofrecerle un
agradecimiento adecuado.
Eireanne arqueó una ceja.
—¿Un agradecimiento adecuado?
Su sonrisa se hizo más profunda.
—Se lo ruego, debo darle un nombre a mi ángel misericordioso.
¿Quién podría resistirse a esa sonrisa?
—Eireanne O’Conner —dijo.
—Erin —repitió él.
No dijo su nombre muy correctamente, pero le gustaba su acento.
—Eireanne, sí. ¿Y usted es…?
—Henry Bristol, a su servicio —dijo con una galante inclinación de
cabeza. Se recostó y estiró sus largas piernas que rozaron ambos lados de su
capa.
—¿Dónde está su hogar[8], señor Bristol?
—En Nueva York.

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—Un norteamericano —dijo Eireanne.
Había conocido a una sola norteamericana en su vida, aunque Mary
Chambers apenas podía denominarse de esa manera. Se había criado en
Europa desde los diez años y asistía al Instituto Villa de Amiels junto a
Eireanne. Sin embargo, Mary era la fuente de toda la información que ella
tenía sobre América, y una vez había afirmado que los hombres
norteamericanos eran muy audaces en sus pensamientos y sus acciones.
—Usted es de Irlanda, obviamente —dijo el señor Bristol.
—Sí, de Ballynaheath.
La sonrisa del señor Bristol se iluminó.
—¡Qué casualidad! Ese es mi destino. Al parecer, es un lugar mucho más
grande de lo que yo creía.
—No es grande en absoluto —respondió—. Está la casa principal y, por
supuesto, las casas de los arrendatarios.
El señor Bristol frunció el ceño, pensativo.
—Entonces usted debe conocer al Conde de Donnelly.
Eireanne se rio.
—Lo conozco mejor que nadie, es mi hermano.
Los ojos del señor Bristol se abrieron con sorpresa.
—Estoy estupefacto.
Las mejillas de Eireanne enrojecieron al instante, sintiendo la incómoda
sensación de estar llamando la atención, como a menudo se había sentido en
Ballynaheath después de los escándalos.
—¿De verdad? —preguntó, tocando con ansiedad el dobladillo de la
manga de su capa—. Le aseguro, señor Bristol, que las cosas que a menudo se
dicen de nosotros son mucho más grandiosas y emocionantes que la verdad.
—No tengo la menor idea de lo que quiere decir —dijo con una sonrisa
fácil—, pero estoy sorprendido de que mis asuntos en Irlanda me hayan
llevado a un encuentro con un ángel tan hermoso. Es el destino, señorita
O’Conner.
Eireanne no pudo evitar reírse. Ni de ruborizarse hasta la raíz del cabello.
—Lo digo con toda sinceridad, señorita O’Conner —su mirada la recorrió
audazmente—. No soy de los que niegan apreciar la belleza de una mujer, en
todas sus formas.
Su rubor comenzó a volverse ardiente.
—Señor Bristol…
—Da la casualidad que tengo negocios con su hermano.
—¿Desde América?

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—Desde allí. Ha accedido a adiestrarme en la cría de caballos de carreras.
—Naturalmente —dijo Eireanne, sonriendo con cariño al pensar en
Declan—. Nunca he conocido a nadie tan enamorado de los animales como
mi hermano. Pero no sabía que tenía conexiones en América.
—Él es muy conocido por los caballos que cría, particularmente los de
carreras. Le he suplicado a lo largo de dos años para que me acepte durante
una quincena más o menos, y me enseñe todo lo que sabe. Por fin ha
aceptado.
Eireanne no sabía mucho sobre la cría de caballos, y nunca se había
preocupado por aprender. No obstante, los años pasados con su hermano le
habían dado un conocimiento superficial.
—Este es un momento inusual del año para la cría, ¿no es así?
—Lo es —estuvo de acuerdo el señor Bristol—. Afortunadamente, no es
imposible. Habíamos quedado el verano pasado, pero al parecer, el Conde se
vio envuelto en circunstancias fuera de su control.
¿Circunstancias fuera de su control?
Eireanne se atragantó con una risita.
—¿Por qué se ríe? —preguntó el señor Bristol, mostrando una sonrisa.
Ella agitó la mano y trató de controlar la risa. Si el pobre hombre supiera
la verdad…
El señor Bristol no se desanimó tan fácilmente.
—Debe decirme por qué se está riendo.
Su sonrisa era cálida; podía sentirla hasta en la punta de los dedos de sus
pies.
—Es solo porque mi familia puede ser un poquito voluntariosa —dijo
entre risas—. Cuando conozca a Declan, podrá sacar sus propias
conclusiones.
—Ah —dijo, asintiendo como si la entendiera—. Él es el tipo de persona
a la que le gusta la aventura, ¿no es así?
Ella sonrió.
—Podría decirse, sí.
—¿Y su hermana? —preguntó el señor Bristol deslizando su mirada a la
boca de Eireanne una vez más—. ¿También es del tipo aventurero?
Si Eireanne fuera como Molly o Mabe Hannigan, seguramente se habría
aprovechado de la ocasión. Durante mucho tiempo había envidiado lo fácil
que les resultaba a las gemelas Hannigan coquetear con los hombres
atractivos. Pero años de ser considerada una compañera menos que deseable,

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habían hecho que Eireanne fuera tímida en algunos aspectos, y no sabía qué
decir.
Sí, Señor Bristol, sí. Quiero tener una aventura, aquí y ahora, con usted.
El destino la salvó… el ferry llegó a la orilla occidental del Shannon,
chocando contra el muelle en ese instante, y durante el momento de
vacilación de Eireanne, el señor Bristol estaba en la puerta.
—Realmente ha sido un placer, señorita O’Conner. Gracias de nuevo por
salvarme —dijo, y salió por la puerta del carruaje, bajo la lluvia.
Eireanne no habló de nuevo con él antes de llegar a Ballynaheath, pero lo
observaba a través de la ventanilla del carruaje, mientras montaba al lado del
mismo hablando amigablemente con el señor Donovan, a juzgar por el
número de veces que el caballero echó la cabeza hacia atrás y rio.
Cuando llegaron a Ballynaheath, Eireanne bajó del coche y miró a su
alrededor buscando al señor Bristol, pero al instante fue engullida por Declan,
que la levantó en vilo y la abrazó con fuerza, y después Keira, que charlaba
animadamente, mientras que la abuela le apartaba un mechón de pelo de la
cara y la estudiaba buscando algún signo de cambio.

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Capítulo III

S i había una cosa que se podía decir de Irlanda, era que no carecía de
mujeres atractivas. En una parte del mundo que a Henry le parecía tan
escasamente habitada, había bellas mujeres deambulando en tropel.
Estaba la esposa del Conde, Lady Donnelly, quien tenía unos llamativos
ojos verdes, cabello negro como la tinta, y una sonrisa atractiva. Parecía
embarazada, y, sin duda, tenía ese tipo de brillo a su alrededor.
Su belleza era pareja a la de sus hermanas menores, las señoritas Molly y
Mabe Hannigan, gemelas idénticas, que igualmente tenían el pelo negro y los
ojos verdes, y no se las podía diferenciar, según pudo apreciar Henry, a
excepción de una peca solitaria en la mejilla derecha de Mabe. Y estaba la
señora Sullivan, la abuela materna del Conde, que estaba en el otoño de su
vida. Pero Henry nunca había visto a una mujer madura tan bella.
Ninguna de estas mujeres sufriría por falta de atención.
Esa fue otra cosa más que sorprendió a Henry. No podía ni imaginarse de
dónde venían todos los caballeros. Ballynaheath estaba tan alejado de la
civilización como para estar en la cima del mundo, sin embargo estos
hombres venían, a caballo o en carruajes, solos o en parejas, y en ocasiones
hasta tres.
Henry se preguntó si el flujo de tráfico hacia Ballynaheath tenía que ver
con el hecho de que era una magnífica casa antigua. Le había sorprendido
descubrir, cuando desembarcó en Inglaterra, que las casas de campo y las
mansiones en el distrito londinense de Mayfair eran mucho más grandiosas
que las residencias americanas. De hecho, su par de habitaciones sobre el
patio este de Ballynaheath eran tan espléndidas como las de su hogar, y

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francamente, la finca de Bristol en Danning Point era considerada una de las
joyas de Nueva York.
Ballynaheath era un castillo alargado con alas que se extendían a ambos
lados. Tenía una vista de ondulante extensión verde que se perdía a lo lejos,
con colinas y bosques al oeste, y páramos salpicados de ovejas hacia el este.
Detrás, los acantilados y el mar creaban un paisaje increíblemente hermoso.
Todas las mañanas, una criada aparecía en la puerta de Henry con agua
fresca y chocolate caliente. Todas las tardes, Mathew, un lacayo, aparecía
para atenderle en lo que pudiera necesitar. Henry fue amablemente invitado a
cenar con la familia, y a acceder a las cocinas y al cocinero de la familia para
lo que pudiera necesitar durante el día.
Y luego estaban los caballos. Dios del cielo, para un hombre que
apreciaba a los caballos, no había ningún lugar en la tierra como
Ballynaheath. Era un trozo de paraiso, y Henry no se habría sorprendido lo
más mínimo si el Arcángel San Gabriel descendiera de los cielos para
despertarle cada día con su trompeta.
Los caballos del Conde tenían líneas que él nunca había visto en ningún
otro caballo. Eran altos, musculosos, de muy fina estampa y con un pelaje
brillante. El Conde, Donnelly, como le había pedido que lo llamase, le había
explicado a Henry que había empezado su colección de purasangre en el
Continente y en Inglaterra eligiendo con cuidado, y luego reproduciéndolos
enfocados hacia la mejor estructura física para la competición.
Todas las tardes, Henry salía al prado con Donnelly y los caballos, para
cabalgar, ver y aprender. Solo habían pasado unos días cuando Henry ya no
pudo aguantar más: desafió al gran Conde de Donnelly a una galopada.
Los ojos del Conde se iluminaron como uno de los enormes candelabros
que Henry había visto en Londres.
—Es una carrera lo que quiere, ¿verdad? —preguntó, con una sonrisa de
reconocimiento.
Así comenzaron su costumbre de competir todas las tardes. Donnelly era
bastante espectacular a lomos de un caballo, pero Henry también se había
criado en una silla de montar. La mayoría de los días ganaba el Conde. Pero
cuando Henry empezó a familiarizarse con la ruta por la que corrían todos los
días, logró una o dos victorias.
Todas las tardes, algunas de las damas pasaban por donde estaban
trabajando para sentarse en la valla, reían y charlaban mientras ellos
trabajaban, y luego se quedaban a ver la carrera.

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—Tenga cuidado, señor Bristol. La mayoría de ellas vagan como una
manada de lobos en busca de su próxima presa —murmuraba Donnelly
cuando veía que se acercaban.
La mayoría de las veces, las jovencitas, como Donnelly las llamaba, iban
acompañadas por uno o dos caballeros, que aprovechaban la ocasión para
poder hablar con el Conde, normalmente en vano.
—Lo hacen para congraciarse —decía Donnelly—. Como si eso les
hiciera un poquito mejores.
Pero Donnelly tenía más paciencia para la pequeña galería de
espectadores de la que quería admitir. No podía ocultar el pequeño atisbo de
una sonrisa cuando aparecían las damas. Henry no era reticente en lo más
mínimo, y esperaba que solo cuando estuviera dentro de una tumba dejaría de
admirar a las mujeres hermosas cada vez que se presentara la oportunidad.
Una tarde, Henry y Donnelly escucharon al pequeño grupo antes de verlo.
Se volvieron para ver a las gemelas y a Erin que se acercaban rápidamente
por el camino hacia ellos, sus cabezas oscuras juntas, riendo, mientras detrás
de ellas paseaban dos caballeros de manera mucho más tranquila.
—Agg[9], por el amor de Dios —Donnelly suspiró mientras miraba
bizqueando hacia el grupo—. Entonces Canavan ha regresado del Continente
—dijo—. Debería haber sabido que vendría directamente a Ballynaheath, el
insufrible gallito.
Henry no tenía idea de quién era Canavan, ni le importaba. Su mirada
estaba fija en Erin, y no pudo evitar la sonrisa al verla.
—Le voy a dar un consejo, muchacho —dijo Donnelly alejando a Henry
de su pequeña audiencia—. Mantenga las distancias con Molly y Mabe
Hannigan. Son el par de muchachas más bonitas que nunca haya visto, pero
tienen la sangre del diablo corriendo por sus venas.
—El diablo —repitió Henry con incertidumbre.
Donnelly sonrió.
—¿Es usted tan joven, entonces? ¿Nunca ha conocido a una mujer con la
sangre del diablo? Dios, espero que nunca lo haga. —Hizo una pausa y añadió
pensativamente—. Aunque todo hombre debería tener por lo menos un buen
lío con la sangre del diablo, ¿verdad?
Henry se echó a reír. Donnelly había entendido mal su sonrisa; no era por
Molly ni por Mabe Hannigan, no. Era por Erin… o cómo demonios se dijera
su nombre.
Henry amaba los caballos, amaba las carreras, y también llegó a amar las
cenas diarias. Molly y Mabe Hannigan, junto con sus padres, eran invitados

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permanentes en Ballynaheath ahora que su hermana se había casado con el
Conde. Eso era un tanto desconcertante para Henry: había visto la finca
Hannigan cuando salió a montar un día, y si había una casa que podría
rivalizar con Ballynaheath, era esa. Pero como las gemelas echaban de menos
a su hermana, y los padres a sus hijas, cenaban todos en Ballynaheath, y si
bebían demasiado, se quedaban a pasar la noche. Además, si alguno de los
caballeros que habían visitado a alguna de las damas a lo largo del día era lo
suficientemente afortunado para estar en Ballynaheath cuando se servía la
cena, también era invitado.
El resultado era una mesa muy concurrida, lo que significaba que Henry
rara vez podía meter baza en la conversación. Ni tampoco pudo conseguir
sentarse cerca de Erin. Quería hablar con ella, escuchar su voz melodiosa, ver
sus ojos brillar cuando se reía. Sin embargo, la disposición de los asientos
tenía algo que ver con la jerarquía social. Finalmente, Henry sobornó a un
lacayo con una bolsa de tabaco americano, que había pensado regalar al
Conde, para obtener mejor sitio. Entonces consiguió acercarse un poco a Erin,
pero no lo suficiente. Tuvo que contentarse con observarla, e intervenir en la
conversación cuando podía.
Nunca se cansaba de mirar a su ángel de misericordia. Ella estaba tan
hermosa como esa noche en el barco, con el largo cabello castaño rizado
cayendo por su espalda. A veces, algunos mechones sueltos se enroscaban
alrededor de su cuello. Sus ojos azul cielo brillaban a la luz de las velas que
adornaban la mesa. Cuando se reía, sus ojos se arrugaban en las esquinas,
dando la impresión de que se reía a menudo.
Ella también miraba a menudo a Henry, muy especialmente cuando
alguien decía algo asombroso y se sonreían el uno al otro al unísono, con
sorprendente conexión. A Henry le hacía querer estar a solas con ella y
escuchar su risa. Nunca abusaría de la hospitalidad de Donnelly, pero deseaba
más que nada unos momentos a solas con la muchacha.
De vez en cuando, alguien preguntaba algo acerca de América. Henry era
feliz de satisfacer su curiosidad y se sentía orgulloso al hablar de su familia,
que llevaba afincada en Nueva York desde hacía cuatro generaciones, de su
granja y del trabajo que allí hacía. Ellos parecían disfrutar más de los relatos
de la Guerra de la Independencia. Henry conocía algo, ya que su abuelo había
participado en ella, y los irlandeses permanecieron pendientes de cada palabra
de cómo los norteamericanos habían derrotado a las tropas británicas.
—Siempre me ha maravillado —dijo el señor Hannigan— que los
norteamericanos pudieran derrotar a una de las fuerzas más poderosas de la

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tierra.
—A mi abuelo le gustaba decir que los norteamericanos que lucharon eran
un grupo pendenciero —dijo Henry—. Estaban dispuestos a atacar de
maneras que los británicos nunca habían visto antes, y los británicos fueron
incapaces de adaptarse a tiempo. Era como si los norteamericanos siempre
supieran lo que iban a hacer los británicos antes de que lo supieran ellos
mismos.
—Sin duda, el brillo de los botones de latón de sus uniformes los delató
—dijo Erin con una sonrisa diabólica, y los irlandeses sentados en esa mesa
rieron de buena gana.
Henry les habló de la fábrica de ladrillos de su familia y de la granja. Se
refirió a su afición por los caballos, y cómo había comenzado a la edad de tres
años, cuando su padre lo puso a lomos de un caballo. Les entretuvo con la
desgraciada historia de su travesía, convirtiendo esas semanas de malestar en
algo divertido en beneficio de sus anfitriones.
Y naturalmente, les contó cómo había conocido a su ángel misericordioso,
Erin O’Conner.
—Ella me salvó —confesó.
—Nunca debe navegar sin una patata empapada en whisky irlandés —le
advirtió la señora Sullivan—. Es la única cura para el mareo.
—No creo en la cura de la patata, abuela —dijo Donnelly—. Más bien
pienso que provoca más achaques de los que cura.
—No le preste ninguna atención —dijo la señora Sullivan a Henry—.
Espero que tome en cuenta mi sugerencia, pues no podremos enviar a
Eireanne de nuevo para salvarle ¿verdad?
Tal vez no, pero Henry no se distrajo con ese pensamiento.
A Erin no le iba tan bien como a él cuando la conversación se refería a
ella. Su familia disfrutó planteándole una lista interminable de preguntas en
su afán por escuchar todas sus noticias. Henry se enteró de que había estado
fuera tres o cuatro meses, y que esa fue su primera salida al extranjero. Por las
referencias a la muerte de su padre, supo que era cuatro o cinco años más
joven que él. Que su madre había muerto en el parto al nacer ella, y que su
familia, en particular su abuela, deseaba que residiera en Londres cuando
terminara la escuela, para convertirse en la esposa de un noble caballero
inglés. Se hicieron bastantes alusiones a dicho plan, tantas que Henry estaba
agradecido de que tal presión no existiera en su mundo. Le parecía que la
señora Sullivan había puesto todo el peso del nombre Donnelly sobre los
delgados hombros de Erin. Henry se inclinaba a pensar que encontrar a la

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persona adecuada por quien desarrollar un cariño real parecía lo bastante
difícil como para tener que preocuparse de quién era quién en la gran
jerarquía social.
Lo que a Henry no le importaba era la charla de Molly y Mabe.
Ciertamente le gustaban bastante, y era difícil no admirar el espíritu o la
belleza de ambas. Podían ser muy imprudentes, pero de manera encantadora.
Sus charlas tendían a centrarse, casi exclusivamente, en quién estaba decidido
a casarse con quién.
Una noche, Henry perdió totalmente el apetito cuando una feliz Molly
anunció que sabía de un caballero que estaba bastante interesado en Erin.
—Sinceramente, Molly —dijo Lady Donnelly—. Pareces conocer los
deseos secretos de cada caballero de Irlanda.
—No de todos ellos —dijo Molly.
—De ninguno de ellos —replicó Mabe.
—Queridas —dijo la señora Hannigan, su voz llena de advertencias, pero
centrada exclusivamente en el suculento pato que estaban disfrutando.
—Mabe, por favor —dijo Molly—. Estuviste de acuerdo conmigo esta
misma tarde cuando volvíamos del prado.
Mabe se encogió de hombros con indiferencia.
—¿Vas a decirnos quién es? —preguntó Lady Donnelly—. ¿O jugamos a
las adivinanzas?
Molly miró alrededor de la mesa, con una sonrisa maliciosa en los labios.
Era evidente que disfrutaba siendo la única que conocía el secreto.
—Un juego es una gran idea, Keira. Pero nunca lo adivinaréis.
—Entonces, por favor Dios, no nos obligues a hacerlo —suspiró
Donnelly.
—¡El señor Canavan! —anunció con entusiasmo Molly, ignorando a
Donnelly.
—Canavan —dijo el señor Hannigan en voz alta mientras pinchaba una
espléndida porción de pato con su tenedor—. Seguramente no te refieres al
Canavan a quien Lily persiguió por media Europa.
—No lo persiguió, Pappa —dijo Lady Donnelly—. Ella simplemente
aprovechó una circunstancia que le permitió ver Italia, como siempre había
deseado.
—Ella lo persiguió, ¿verdad? —insistió—. Os digo que en mis tiempos,
una señorita decente esperaba hasta que un caballero fuera a hablar con su
padre antes de que ella hablase de estas cosas. —Parecía como si estuviera
decidido a seguir conversando sobre cómo era en sus tiempos, pero la señora

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Hannigan le puso una mano sobre el brazo sin levantar la vista de su comida.
El señor Hannigan se detuvo y miró la mano de su esposa—. Bueno, es
verdad —murmuró y se metió el pato en la boca.
—El señor Canavan no está interesado en mí —dijo Erin. Se había vuelto
de un atractivo tono rosa, y Henry reprimió una sonrisa por su timidez.
Francamente, le sorprendía que todos los hombres elegibles de Irlanda no
estuvieran golpeando en su puerta.
—Eres demasiado modesta, Eireanne —dijo Molly—. ¿No viste la forma
en que te miraba tan fijamente cuando estábamos de paseo?
—Tenía su mirada firmemente fija en Mabe —la corrigió Erin y Mabe
asintió con entusiasmo ante esa afirmación, como si estuviera bastante
acostumbraba a escucharla.
—Por mucho que a Mabe le gustase que fuera verdad —dijo Molly, con
una mirada mordaz a su hermana—, él no la miraba, estaba mirándote a ti. Y
se rumorea que podría heredar los bienes y el título de su tío. ¿Cómo os suena
Lord Canavan?
—Lord Canavan me suena como un pomposo globo de aire —dijo
Donnelly.
—¿Hemos invitado al señor Canavan al primer día de la fiesta de
Navidad? —preguntó Lady Donnelly pensativa, con la mirada ausente durante
un instante, como si revisara mentalmente todas las invitaciones.
—Por supuesto —dijo la señora Sullivan—. No podemos invitar a su
madre y no invitar al señor Canavan. Son inseparables.
La mascota de mamá, pensó Henry, y miró a Erin. Ella sonrió de una
manera que le hizo pensar que sabía exactamente lo que estaba pensando.
—Todos vosotros podéis poner vuestras miras en alguna otra joven
inocente para el señor Canavan —dijo la señora Sullivan con un resoplido—.
Los rumores de que pueda heredar un título no es suficiente para nosotros.
Simplemente no es lo que esperamos para Eireanne.
¡Oh, sí! El aristócrata caballero de Londres, que aparecería
mágicamente para salvarlos a todos, pensó secamente Henry.
—Usted asistirá, ¿verdad, señor Bristol? —preguntó Molly, apoyándose
en Mabe para mirarlo.
—¡Por supuesto! —dijo Lady Donnelly, y sonrió cálidamente a Henry—.
Él está tan lejos de su hogar, y la Navidad ya está cerca. Va a pasar la
temporada de Navidad con nosotros, ¿no es cierto, señor Bristol? Tendremos
nuestra Fiesta de Navidad, como es natural, y después la celebración del Año
Nuevo, y el baile de Twelfth Night[10]…

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—¿El baile? —interrumpió Donnelly, mirando a su esposa a través de la
mesa—. Pensé que habíamos acordado una reunión tranquila.
—No pretendo un gran baile, mi amor.
—Acordamos que no… —comenzó Donnelly, y luego frunció el ceño,
echándose hacia atrás en su silla y mirando a su esposa—. No importa.
Lady Donnelly no se inmutó por su mirada seria y sonrió a Henry.
—Va a unirse a nosotros, ¿verdad? —dijo.
—Gracias, pero no quiero imponerles mi presencia —contestó Henry.
—¡Usted no es una imposición, señor Bristol! —gritó al unísono con sus
hermanas.
—Pero su hospitalidad ya ha sido más que generosa.
—Usted tiene una habitación aquí, joven —dijo la señora Sullivan—. No
voy a permitir que se siente solo en ese cuarto durante la época de Navidad
escribiendo a su familia para contarles la gente miserable que somos.
—Yo nunca diría…
—Señor Bristol, no hay nada que discutir —dijo Erin con dulzura—.
Debo advertirle que cuando mi cuñada se empeña en algo, siempre lo
consigue.
—Doy fe de ello —dijo Donnelly, y guiñó un ojo a su esposa.
—Mi abuela no es mucho mejor —añadió Erin—. Por favor diga que va a
ser nuestro invitado en las fiestas.
¿Quién podía negarse a ella? Henry no podía. Sonrió, y cogió su copa de
vino.
—Escribiré a mi familia esta noche y les contaré que me han extendido la
más cálida de las invitaciones, y que ustedes no son ni un poco miserables.
Gracias —dijo, y levantó su copa en un brindis.
—¡Sláinte[11]! —le contestaron.

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Capítulo IV

D urante toda su vida, Eireanne había estado unida a Molly y Mabe


Hannigan como si fueran de la misma sangre, pero estuvo
benditamente aliviada de escapar de sus atenciones cuando una tarde la señora
Hannigan insistió en que las chicas la acompañaran a Galway y Keira rogó
que la llevaran. Naturalmente, Declan no quería que Keira fuera por su
delicada condición, y además el aire frío empezaba a descender sobre
Ballynaheath. Keira poseía un carácter fuerte y tenaz. Ignoró sus protestas y
le dio un beso en la mejilla según salía, prometiendo alegremente aceptar
cualquier castigo que le impartiera a su regreso.
Cuando dijo eso, Declan la agarró y la envolvió en un abrazo feroz,
besándola abierta y largamente, y luego la dejó ir. Eireanne nunca había visto
a su hermano tan apasionado con nadie como lo estaba con Keira… ni
siquiera con sus caballos. Ella esperaba, rezaba, para que un día pudiera
conocer ese tipo de pasión. Y que pudiera sentirlo por alguien tan digno de
ella como Declan.
Era curioso cómo la imagen del señor Bristol se deslizó como una hoja de
roble a través de su mente.
A medida que avanzaba el día, y el único sonido en la habitación de
Eireanne era el tic-tac del reloj en la repisa de la chimenea, decidió ir a ver al
señor Bristol.
Molly y Mabe lo consideraban muy guapo, y así lo habían dicho, aunque
Mabe lo había calificado llamándole apuesto «al estilo americano».
—¿Qué quieres decir con al estilo americano? —preguntó Eireanne con
curiosidad una tarde después de haber bajado al prado para echar un vistazo al
norteamericano.

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—Muy fuerte, supongo. De aspecto muy natural, ¿sí? —dijo Mabe. Ante
la mirada perpleja de Eireanne, había añadido—. Tiene aspecto de haber
pasado toda su vida al aire libre. Me imagino que los norteamericanos pasan
todo el día al aire libre. Construyendo cualquier cosa.
—¿Por qué piensas eso? —preguntó Eireanne entre risas—. Yo nunca he
pensado que los norteamericanos estén dentro o fuera de las casas más que
cualquiera de otra nacionalidad.
—¡Pero por supuesto que sí! —Molly coincidió con su hermana—. Si lo
piensas, en realidad allí no había nada más que pequeñas casas hechas de
troncos y muchos indios dando vueltas alrededor. Los norteamericanos han
pasado todo este tiempo construyendo cosas.
Eireanne había parpadeado. Había mirado a las gemelas, quienes le habían
devuelto tranquilamente la mirada, y se había echado a reír.
—Sin palabras, ¿dónde encuentra vuestro padre a vuestros tutores?
—¿No piensas que es guapo? —preguntó Mabe, omitiendo
cuidadosamente su interpretación más bien lamentable de la historia de
América.
—Por supuesto —dijo Eireanne—. Es un hombre, ¿no es así?
Las gemelas se habían reído con ella, pero en privado, Eireanne
encontraba al señor Bristol bastante atractivo. Era guapo de una manera que
nunca había encontrado en otro hombre. Al estilo americano, supuso.
Deseaba ver a ese hombre norteamericano.
La tarde era fría pero clara, por lo que se envolvió en su capa de lana y se
dirigió hacia el prado donde Declan y el señor Bristol estaban trabajando. Los
hombres no se dieron cuenta cuando se acercó a la valla, ya que, por una vez,
no se asemejó a una manada de gansos viejos, como ocurría cuando Molly y
Mabe estaban con ella riendo y hablando.
Eireanne se apoyó contra el poste para verlos. Declan había levantado el
casco de un caballo y mostraba algo al señor Bristol, que estaba agachado al
lado de su hermano estudiando la pezuña. Después de unos momentos,
Declan dejó caer el casco del animal y los dos se levantaron y dieron un paso
atrás, mirando al caballo mientras hacía cabriolas por el prado. Fue entonces
cuando Declan reparó en ella, agitó la mano para saludarla a través del prado
y Eireanne hizo un gesto alzando la barbilla.
El animal agitó su cabeza y continuó con sus cabriolas por el prado, hasta
que se dirigió trotando a la puerta que conducía a los establos. Declan dio una
palmadita en el hombro al señor Bristol, le dijo algo, y siguió al caballo
dentro del establo.

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Solo entonces el señor Bristol miró al otro lado del prado donde se
encontraba Eireanne. Sonrió al instante y la fuerza de su sonrisa la atravesó
deslizándose desde los dedos de las manos hasta los dedos de los pies. Pudo
sentir que su propia sonrisa se ampliaba de manera imposible. Se subió a la
baranda inferior de la valla y se inclinó sobre la parte superior mientras él,
con su capa ondeando alrededor de sus botas altas, cruzaba el prado en
dirección a ella.
—Qué grata sorpresa, señorita O’Conner —dijo—. No me había dado
cuenta de su presencia sin su séquito.
—Se han ido todas a Galway.
—¿Sin usted? —preguntó, pareciendo sorprendido.
—Gracias a Dios, sí, sin mí —dijo de una manera dramática, y se echó a
reír—. Les tengo muchísimo cariño a Molly y Mabe, pero pueden ser
agotadoras.
Él sonrió abiertamente.
—Me he dado cuenta. —Puso la mano en la valla al lado de la suya, sus
dedos casi tocándose—. Mabe me ha informado que a ella y a su hermana les
gustaría visitar América —dijo él de manera casual.
Eireanne volvió a reír.
—Nunca presumiría de ofrecer consejos, señor Bristol, pero en este caso
voy a hacer una excepción. No lo permita.
—Gracias, pero ya había determinado por mi cuenta que América no está
preparada para la invasión de las gentiles gemelas irlandesas. Le dije a Mabe
que no estamos tan acostumbrados a las animadas reuniones sociales de las
que ella parece disfrutar.
Eireanne sonrió.
—Eso debe haberla decepcionado ¿verdad?
—Tal vez, pero no fue así —dijo el señor Bristol—. Ella opina que esa es
la razón por la que América nunca podrá sobrevivir como nación
independiente de Gran Bretaña. Parecía muy firme en su opinión, y estaba
dispuesta a discutirlo.
Eireanne rio con ganas.
—Estoy asombrada, porque Molly y Mabe Hannigan generalmente están
de acuerdo con cada palabra que pronuncia un apuesto caballero.
El señor Bristol sonrió, sus suaves ojos marrones brillando hacia ella.
—Bien, vaya… Me alegra saber que usted me encuentra atractivo —dijo,
colocándose en broma una mano sobre el corazón y haciendo una reverencia

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—. Señorita O’Conner, ¿me haría el honor de acompañarme en un corto
paseo?
A Eireanne nada le gustaría más, así que descendió de su posición en el
travesaño de la cerca.
—Me encantaría.
—Espléndido —respondió Henry saltando la cerca con un movimiento
fluido, aterrizando a su lado y presentado el brazo—. ¿Por qué camino
hacemos el recorrido?
Ella hizo un gesto hacia el camino del bosque.
—Un corto paseo por allí conduce a los acantilados y al mar, si lo desea.
Caminaron por un sendero que conducía al bosque. Eireanne siempre
había amado este paseo; al igual que muchos antes que ella; el camino había
sido recorrido por generaciones de O’Conner. A cada lado, una suave capa de
musgo cubría el suelo debajo de los altísimos árboles. Eireanne alzó la vista
hacia los trozos de cielo azul que se podían ver a través de las copas de los
árboles, y se ajustó la capa con más fuerza.
—Ballynaheath está tan hermosa en esta época del año. Estoy muy
contenta de que haya aceptado unirse a nosotros para la fiesta de Navidad —
dijo—. Creo que es mi evento favorito de toda la temporada.
—Entonces, también será el mío —dijo el señor Bristol amablemente.
Eireanne le dedicó una sonrisa dudosa.
—Me pregunto, señor Bristol, si le digo que mi deporte favorito es saltar
desde los acantilados ¿también estaría usted de acuerdo?
—Naturalmente —dijo—. Soy un hombre, y por lo tanto, puedo ser
persuadido fácilmente por un par de bonitos ojos azules.
—Parece que usted ha estado en la sociedad inglesa el tiempo suficiente
para haber perfeccionado el arte del galanteo.
—¿Galanteo? —dijo, fingiendo sorpresa, y luego se rio—. Si me permite
el atrevimiento, señorita O’Conner, en su caso, es totalmente verdad. Estoy
haciendo mi mejor esfuerzo para conquistarla. Y ahora tengo que preguntar,
¿quién la ha hecho tan cínica? ¿El señor Canavan?
Eireanne dejó de sonreír.
—¡El señor Canavan! Apenas le conozco. No crea en toda la cháchara que
oye durante la cena, señor Bristol. El señor Canavan tiene una alta estima por
Mabe Hannigan, y siempre la ha tenido. No por mí.
Las cejas del señor Bristol se alzaron.
—Usted parece bastante segura de ello. ¿Cómo sabe lo que hay en el
corazón de ese hombre?

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—Es obvio, por la manera en que la mira, ¿no?
—¿Es eso cierto? —preguntó el señor Bristol. Dejó de caminar. Su mirada
fija recorrió su cara, sus ojos, sus labios, y más abajo—. Y ahora dígame, por
favor, ¿cómo la mira?
De la manera en que me estás mirando ahora, pensó Eireanne. El pulso se
le aceleró.
—Él, ah… Sus ojos nunca la abandonan —dijo ella, mientras la mirada
del señor Bristol se entretenía con audacia en su pecho.
—Mmm. —Lentamente levantó su mirada a la de ella de nuevo—. ¿Qué
más?
—Él está de acuerdo con ella en cada oportunidad, incluso cuando está
muy equivocada —dijo. Podía sentir la espiral de calor atravesándola de
nuevo, pero la sentía más profunda, más fuerte que antes. La mirada del señor
Bristol era intensa y, si se permitía creerlo, llena de deseo—. Y a menudo está
equivocada, la verdad. A veces terriblemente equivocada y propensa a decir
cosas vergonzosas.
—¿Es así como el señor Canavan se hace querer por el bello sexo? ¿Un
acuerdo tácito en todas las cosas? —Se rio entre dientes—. Francamente, no
le veo la gracia a eso. No hay diversión en estar constantemente de acuerdo el
uno con el otro, ¿verdad? Yo prefiero una conversación animada y opiniones
inteligentes. Pero no importa… si la he entendido bien, ¿la naturaleza afable
del señor Canavan es lo que demuestra su estima? Junto con su mirada —
añadió con un guiño.
—Es la verdad —dijo ella con seguridad—. Una mujer sabe estas cosas.
—Ajá —dijo, como si hubiera escuchado eso antes—. Entonces, como es
una mujer, debe saber que es imposible que un caballero la conozca a usted y
no la estime al instante.
Eireanne se sonrojó hasta la raíz del cabello. Sonrió un poco avergonzada.
—Eso es muy amable, señor, pero no es cierto. El corazón es una cosa
inconstante, ¿no es así? Particularmente uno irlandés.
—No lo creo —dijo cordialmente—. Si el corazón de un hombre irlandés
es inconstante con usted, debe estar loco.
Eireanne no pudo evitar reír.
—Usted sabe tan bien como yo que hace falta algo más que estima para
preferir a esta o aquella persona.
—¿Por ejemplo? —preguntó, empujándola de forma graciosa con el
hombro, mientras reanudaban su paseo.

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—Como… otras consideraciones —dijo ella, comenzando a sentirse algo
inquieta.
—Se refiere al tamaño de la fortuna del hombre.
—¡No! —exclamó, pero vio sus ojos brillando divertidos. Él estaba
tomándole el pelo.
—¿El tamaño de la familia de un hombre?
Ella rio.
—No.
—¿Entonces qué?
—Algo como… un nombre —dijo ella con cuidado.
—Me gusta mucho su nombre Eirin. Es suave.
—Eireanne —le corrigió sonriendo.
—Un nombre perfectamente bonito —dijo—. Pero creo que quiere decir
algo completamente distinto. ¿Hay algo en su nombre que no entiendo?
—Oh, señor Bristol, es una vieja historia…
—Una que me gustaría mucho oír.
Eireanne suspiró. Normalmente no quería hablar de ello, pero había algo
en el señor Bristol que invitaba a la confianza.
—Solo quería decir que… mi hermano ha tenido su cuota de aventuras —
dijo—. Bueno, algunos podrían llamarlas aventuras, pero otros lo llaman
libertinaje.
Henry rio entre dientes.
—¿Es por eso que todos están tan ansiosos porque se marche rápidamente
a Londres? ¿Así estaría usted alejada de todo el libertinaje?
Era algo así, pero Eireanne se debatía mentalmente sobre cuánto decirle.
Su vacilación le valió una mirada más aguda del señor Bristol.
—En realidad —dijo ella, creyendo que podía confiar en él—, hace años
sufrimos una tragedia aquí en Ballynaheath. Una joven fue ultrajada. Cuando
la encontraron, estaba tan avergonzada por lo que había sucedido, que se
suicidó saltando desde los acantilados.
—Buen Dios —murmuró el señor Bristol claramente sorprendido.
—Desafortunadamente, hubo quienes culparon a mi hermano por la
tragedia.
—¿A Donnelly? ¿Por qué?
—Dijeron que era su finca. Creían que tenía que haber organizado la
partida de búsqueda antes de lo que lo hizo, aun cuando le habían hecho creer
que ella estaba con sus amigos.
La expresión del señor Bristol era solemne.

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—Qué tragedia —dijo, y miró hacia los árboles durante un momento—.
Sin embargo, no veo qué tiene eso que ver con usted.
—Oh. —Ella agitó una mano como si hubiera sido un asunto trivial, en
lugar de lo que había consumido su vida durante tanto tiempo—. El escándalo
es lo único que no se tolera en un casamiento. Si alguien hubiera sido lo
suficientemente tonto como para cortejarme después de ese incidente, su
familia le habría advertido. —Ante la mirada perpleja del señor Bristol, dijo
—. Hacerme la corte a mí, habría sido como cortejar al escándalo, y una vez
que el aroma del escándalo ha tocado a una familia, seguro que habrá más
escándalos. —Suspiró con cansancio—. Por desgracia, han sucedido uno o
dos —dijo, pensando que era mejor decirle cómo habían llegado a casarse
Declan y Keira—. Y debo añadir que no facilita las cosas que practiquemos la
fe católica. El catolicismo está vilipendiado en la sociedad inglesa e incluso
en algunas partes de la sociedad irlandesa.
El señor Bristol respiró profundamente y apartó la mirada de ella durante
un largo momento antes de soltar el aliento.
—Eso —dijo al fin—, no solo es ridículo sino totalmente corto de miras
por parte de toda su sociedad.
Eireanne no pudo evitar reírse.
—¿No tienen este tipo de escándalos en Nueva York?
—Yo no iría tan lejos como para decir eso —dijo—. Pero, de donde yo
soy, la gente es juzgada por sus propios méritos, buenos o malos. Las
acciones, buenas o malas, no se reflejan en cada miembro de la familia.
Encuentro esa opinión absurda, de verdad. —Miró con curiosidad a Eireanne
—. ¿Es por eso que quieren que se vaya a vivir a Londres? ¿Para alejarla de
los escándalos de aquí?
—Ah, Londres, —dijo con alegría juguetona—. Mi familia, y
especialmente la abuela, cree que la única manera de redimir nuestro buen
nombre y mi futuro es que me case con un hombre con título de nobleza. Hay
muy pocos de ellos en Irlanda, y aún menos que me cortejarían. Londres, sin
embargo, aparentemente está abarrotado de hombres aristocráticos en busca
de debutantes desacreditadas para casarse. —Ella se echó a reír—. Ahí lo
tiene, señor Bristol. Soy la gran esperanza para restaurar el honor de esta
familia, y una vez que termine la escuela, voy a residir en la casa de Declan
en Mayfair.
—Ya veo —dijo el señor Bristol y deslizó su mano alrededor de la de ella
como si tuvieran confianza—. Hábleme de esa escuela suya. ¿Qué estudia
usted?

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Ella volvió a reír con entusiasmo.
—Oh, muchas cosas —dijo con voz animada y juguetona—. Pianoforte y
bordado. Y no hay que olvidar la forma correcta de dirigir las cartas y cómo
acomodar una mesa para veinticuatro invitados.
—Buen Dios —dijo el señor Bristol—. ¡No hay fin para sus talentos,
señorita O’Conner!
—No he mencionado aún la elegancia y el porte al caminar.
—Gracias al cielo que está aprendiendo a caminar —dijo con admiración
jocosa.
—Me temo que es usted un envidioso, señor Bristol —dijo—. Caminar no
es simplemente pisar fuerte como se podría haber imaginado, no. Una debe
deslizarse siempre, ¿sabe? Una dama no puede saltar o caminar rápidamente,
Dios la ayude si desarrolla una cojera.
El señor Bristol rio apretándole la mano ligeramente. Un estremecimiento
de placer recorrió la columna vertebral de Eireanne.
—¿Qué hay de la equitación? —preguntó—. ¿No montan a caballo las
damas, o siempre deben ser transportadas?
—Oh, claro que pueden cabalgar —estuvo de acuerdo—. Pero
tranquilamente, y sin galopar.
Bristol se rio de buena gana.
—¿Dónde estudió usted, señor Bristol? ¿Enseñan a los estudiantes la
forma correcta de caminar en América?
—Lamentablemente, no he recibido la instrucción apropiada para
caminar. Nuestras escuelas son un poco diferentes, la verdad. No estamos
separados, como parece ser la práctica aquí. Tengo una hermana, Sarah —dijo
—. Ella fue educada junto conmigo y otros amigos del pueblo en una pequeña
escuela en el valle del río en el que vivimos, hasta que me fui a la universidad
en Nueva Jersey.
La idea de una niña siendo educada junto a los niños era fascinante para
Eireanne. No podía imaginárselo.
—¿Qué aprendió su hermana?
—¿Sarah? A leer y escribir, por supuesto. Aritmética. Geografía. Está
fascinada con los mapas.
Eireanne trató de imaginarse a sí misma en un aula con niños. Estudiando
mapas. Sonaba tan maravilloso. Ella sin embargo, había sido educada en el
cuarto de los niños de Ballynaheath por una sucesión de tutores. Sola.
Habían llegado a los acantilados, y el señor Bristol le soltó la mano y se
acercó al borde, mirando hacia el mar.

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—Es una vista extraordinaria —dijo—. Nunca he visto nada igual. Es
afortunada por haber tenido esta vista toda su vida.
—Sí —asintió Eireanne, mientras observaba las gaviotas volar cerca de la
superficie del agua, más abajo—. Puede ser bastante solitario a veces. Aquí
casi se siente como si fueras la última persona en el mundo, ¿no es así? Sin
embargo, no cambiaría de lugar con nadie.
—¿Ni siquiera por la diversión en una sociedad más grande? —preguntó
él, mirándola por encima de su hombro.
Ella sacudió su cabeza.
—Mi familia está aquí. Mis recuerdos también están aquí. Mi vida ha
transcurrido en este lugar. ¿Siente usted lo mismo por Nueva York?
—Es una manera de expresarlo —dijo él—. También estoy arraigado a mi
familia. Pero cada uno tiene su vida y yo la mía. Los extraño mucho, pero no
creo que pudiera estar atado.
—¡Atado! —dijo Eireanne, y trasladó su mirada hacia el mar—. Esto no
es estar atado, señor. Esto es libertad.
El señor Bristol no comentó nada. Cuando volvió a mirarlo, encontró su
mirada fija en ella con una mezcla de curiosidad y asombro, con tanta
intensidad que le hizo sentir un cosquilleo extraño por dentro. No sabía qué
hacer con una sensación como esa. Una mirada a su boca y la sangre comenzó
a correr rápidamente por sus venas. Pensó en lo maravilloso que sería besar
esos labios, sentirlos contra los suyos… ese pensamiento la hizo sonrojarse
como una muchacha ingenua.
El señor Bristol se acercó más a ella. Eireanne, en un momento de pánico
e indecisión, miró hacia el mar.
—¿Le gustaría ver a qué altura estamos? —preguntó nerviosamente, y dio
unos pasos hacia el borde.
—¡Señorita O’Conner! —gritó el señor Bristol y la agarró del brazo,
tirando de ella hacia atrás.
Eireanne iba a reírse de su nerviosismo, pero cuando le miró a los ojos, se
olvidó por completo del mar. Había un tipo diferente de luz en ellos ahora,
uno que le aceleraba el corazón. La mirada del señor Bristol se posó en sus
labios. Inclinó la cabeza acercándose a ella, y el corazón de Eireanne
comenzó a latir en su pecho con el conocimiento de que este apuesto y
robusto americano, iba a besarla.
Pero cuando estaba a pocos milímetros de sus labios, dijo en voz baja:
—Tenga cuidado —y soltó su brazo—. Una buena ráfaga de viento, y
usted estaría perdida. —Se apartó de ella, dando varios pasos y juntando las

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manos con fuerza a la espalda.
A Eireanne le pareció que estaba conteniéndose. Se sentía extrañamente
desconcertada por su restricción, y contempló el mar de nuevo.
—Mi abuela se preguntará qué ha sido de mí.
—Sí —dijo, y se volvió hacia ella, ofreciéndole el brazo.
Cuando Eireanne puso la mano sobre su brazo, él la metió en el hueco de
su codo cubriéndola con la suya mientras caminaban de regreso.
Eireanne no podía pensar, tan cerca de él como se encontraba, sintiendo
su cuerpo rozarse contra el de ella. Se estrujó el cerebro para conseguir algo
que decir, para aliviar el silencio y apartar de su mente la sensación de tenerlo
a su lado.
—¿Cuáles son sus costumbres en Navidad? —preguntó con desesperación
para llenar con palabras el embarazoso momento que les rodeaba.
—Nuestras Navidades son tranquilas —comentó—. No las celebramos en
la forma que su familia ha planeado. Un pavo para la cena y la celebración
religiosa, eso es todo.
Se dio cuenta de que en su barbilla había comenzado a verse un indicio de
barba, y quería tocarla desesperadamente.
—Parecen más bien sosegadas.
Él sonrió.
—No era consciente de que tuvieran que ser algo más que sosegadas.
—Usted bromea —le acusó—. Hay pocas celebraciones que espere más
que la Navidad.
—Estoy de acuerdo en que es una ocasión importante en la fe Cristiana…
—Señor Bristol, no es el significado religioso lo que me gusta tanto, sino
los festejos.
—Ajá —dijo, asintiendo—. Ahora si lo comprendo, usted cree que somos
unos puritanos remilgados en América ¿no es así?
—Bueno —prosiguió ella, con un encogimiento de hombros—. Suena
como algo un poco… serio.
—Y aquí, es bastante agitado, ¿verdad?
Ella rio.
—Usted debería saber a estas alturas, que en Ballynaheath todo es
agitado.
Ella le contó sobre las Navidades pasadas, y cómo, en una de ellas, el
señor Hannigan no aparecía por ningún lado cuando los Hannigan y los
demás invitados fueron a despedirse. Finalmente lo encontraron detrás del

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sofá del salón verde. Había estado durmiendo, un poco perjudicado por los
brindis navideños.
La charla la liberó de la tensión que había sentido en los acantilados, y se
rieron de la desafortunada desaparición del señor Hannigan mientras entraban
en el bosque.
—Ya lo verá por sí mismo, señor Bristol —dijo mientras se detenía para
enderezar su capa, que había empezado a arrastrar por el suelo detrás de ella
—. Podemos ser bastante festivos por aquí.
—Sí, ya lo he notado —dijo con una sonrisa mientras le colocaba la capa
sobre el hombro. Luego, como si lo hubiera hecho muchas veces antes, colocó
un mechón de pelo detrás de la oreja de Eireanne.
Mary Chambers le había dicho que los hombres americanos eran audaces.
Le había contado más de una vez la historia de un caballero perdidamente
enamorado de una señorita, que había sido invitado a la velada que sus padres
habían organizado una noche de verano, y sin más se la había llevado
directamente al altar de una iglesia y ante un sacerdote. Ahora estaban, según
Mary Chambers, felizmente casados y esperando su tercer hijo.
Eireanne se preguntó si esa era la manera de actuar con valentía, con un
solo toque audaz. Si era así, a ella le gustaba.
—Entonces no puedo perderme esta ocasión festiva, aunque solo sea para
ver después al señor Hannigan —comentó el señor Bristol.
Eireanne rio.
—Go maith.
El señor Bristol arqueó una ceja.
—¿Francés?
—Gaélico —dijo ella, y su sonrisa se hizo más profunda—. Significa
«bueno».
Le tocó la mejilla con los nudillos y la acarició.
—Go math.
Eireanne se rio de su pronunciación.
—Tenga cuidado, señor Bristol, no sea que alguien le confunda con un
irlandés.
Él rio abiertamente. Su mano se deslizó por su antebrazo, sus dedos
acariciaron los de ella durante un momento.
—Creo que hay cosas mucho peores que le pueden pasar a un hombre —
murmuró y se inclinó hacia ella, sus labios tan próximos que creyó que podía
sentirlos en los suyos. Los ojos de Eireanne se cerraron… y sintió sus labios
en la mejilla. La había besado en la mejilla, como si fuera perfectamente

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natural. Y permaneció allí, mientras la sangre de ella crepitaba bajo los labios
de él—. Cosas mucho peores —dijo y después sonrió, señalando el camino
delante de ellos—. Ahí está el potrero. ¿Vamos?
—Sí —dijo ella, con una sonrisa ridículamente amplia, dio un paso hacia
delante, tropezó con una piedra o algún obstáculo, y se enderezó rápidamente.
Se sentía flotar yendo junto a él hacia el potrero, le dijo que tuviera un buen
día, y flotando regresó a la casa, con la cabeza llena de Navidad y de un par
de brillantes ojos marrones.

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Capítulo V

L a víspera de Navidad, después de que la familia regresó de la iglesia,


Henry fue invitado a una tranquila comida familiar que, por una vez, no
incluía al clan Hannigan.
La casa había sido decorada con guirnaldas y ramas de acebo, unidas con
lazos rojos, así como por ramitas de muérdago. Parecía una reunión familiar
íntima, y Henry se sintió un poco fuera de lugar entre ellos, pero la señora
Sullivan le aseguró que era más que bienvenido. Sin embargo, la noche no
estaba tan animada como él había imaginado, se preguntó si esto era lo que
Erin consideraba «festivo».
Después de la comida, cuando regresaron al salón principal, Lord
Donnelly encendió una vela, que Eireanne colocó en la gran ventana frontal.
—Es la luz para alumbrar el camino a la Sagrada Familia —le explicó la
señora Sullivan a Henry.
Después de haber colocado la vela, un lacayo llevó un plato de comida,
pavo y patatas sobrantes de la cena, a la ventana y lo colocó sobre la mesa
cerca de la vela.
—Para María y José —añadió la señora Sullivan— o cualquier otro
viajero cansado en esta noche.
—Ah —dijo Henry.
—Cuando era una niña, siempre me enfadaba con María y José —dijo
Erin—. Creía que María y José habían venido y se habían comido toda
nuestra comida.
Donnelly se rio de eso.
—De las fiestas navideñas, siempre he disfrutado más la mañana de
Navidad, todo fuera por tu diversión, muirnín[12]. No sabía que había perdido

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el sentido de todo esto.
—¿Qué tradiciones celebra usted señor Bristol? —preguntó Lady
Donnelly.
Henry sonrió.
—Ninguna que requiera dejar una exquisita rebanada de pechuga de pato
en un plato —dijo, y todos rieron con él—. Y nada tan agradable como eso —
agregó—. Hasta la pasada Navidad, mi hermano, mi padre y yo esperábamos
la caza del pavo salvaje por encima de todo, creo.
—¡Un pavo! —dijo la señora Sullivan—. ¿Qué tipo de ritual es ese?
—Es un ritual para tres hombres orgullosos que se niegan a ser vencidos
por un pavo —dijo Henry—. Apostaría que nunca se ha visto un pavo tan
grande como ese. Cuando extendía su cola, tenía más de un metro[13] de
ancho. Su moquillo —dijo, señalando su nariz en el punto donde colgaría el
moquillo de un pavo—, tenía quince centímetros[14] de largo. El mayor
ejemplar de ave que he visto en mi vida. Pero año tras año, el viejo Tom se
nos escapaba. El mayor deseo de mi padre era que adornara nuestra mesa de
Navidad.
—¿Qué sucedió? —preguntó Erin.
Henry se rio entre dientes.
—Lo avistamos la pasada Navidad, sabíamos dónde habían hecho sus
nidos las pavas. Rastreamos a ese viejo pájaro durante dos días, pero se
mantuvo un paso por delante de nosotros. Estábamos desesperados por
cazarlo después de cuatro años, y una mañana, justo cuando el sol comenzaba
su ascenso, escuchamos su llamada. Mi hermano Thomas vio un destello de
cola cobriza, y disparó. Mi padre, que estaba en el bosque cercano, gritó tan
fuerte que creímos que por fin habíamos cazado al viejo Tom. Podríamos
probar su carne, estábamos tan seguros de ello…
—Oh —dijo Lady Donnelly, mirando horrorizada.
—No tema por el viejo Tom, señora. A lo que mi hermano disparó fue al
sombrero de mi padre, justo encima de su cabeza. Su sombrero nuevo, debo
añadir. Entonces decidimos que el viejo Tom había ganado, y creo que
todavía vaga por el bosque a lo largo del río Hudson.
—¿Y su padre? —preguntó la señora Sullivan.
Henry se rio.
—Él sufrió la pérdida de un sombrero de caza muy bueno, pero nada más.
Fue el orgullo de mi hermano el que se llevó la peor parte.
—Estoy más bien satisfecha por el viejo Tom —dijo la señora Sullivan—.
¿Tienen alguna otra tradición?

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—Paseos en trineo, si hay nieve. Antes de que mi madre falleciera,
cantábamos himnos de Navidad en el piano.
—¿Himnos? —dijo Donnelly—. Los himnos son para los ancianos y los
enfermos. Prepárese para bailar el primer día de Navidad, muchachito —dijo
—. No malgastamos nuestra celebración con himnos.
—Oh, Declan —dijo Lady Donnelly entre risas—. Va a pensar que se
encuentra entre paganos.
—No finjas que no eres una pagana, mi amor —respondió Donnelly con
ligereza—. Bristol, creemos que la Navidad debe ser festejada
adecuadamente, ¿verdad? Comenzamos la celebración el día de Navidad con
unos pocos amigos y familiares, y espero que al final de los doce días de
Navidad, nuestros vecinos se unan a nosotros para un baile.
—Lo dices como si lo hubieras hecho durante mucho tiempo, querido —
dijo Lady Donnelly—. Este va a ser tu primer baile desde hace bastante
tiempo, y es solo porque insistí.
—Sí, por supuesto, muirnín —dijo Donnelly con una sonrisa llena de
afecto por su esposa. —Mi vida no comenzó hasta que te conocí.
—Ahí lo tiene, señor Bristol. De los propios labios del hombre —dijo
Lady Donnelly.
—Por lo que recuerdo, Keira, —dijo Erin con una sonrisa afectuosa—
hace solo unas semanas me escribiste que temías que no iba a asistir nadie.
¿No es cierto?
—Sí. —Lady Donnelly estuvo de acuerdo—. Pero tanto si viene uno,
como si vienen cien, vamos a celebrarlo adecuadamente. —Se puso la mano
sobre el vientre y sonrió—. No vamos a dejar que un poquito de escándalo
nos arruine una Navidad feliz. Y hablando de eso, todos deberíamos dormir
un poco.
Ella se levantó del sofá.
—Les doy las buenas noches a todos —agregó, sonriendo
encantadoramente a Henry—. Quiero estar fresca para la fiesta de mañana.
—Lo que deberíamos hacer todos —la señora Sullivan estuvo de acuerdo.
Doce días de Navidad, pensó Henry mientras se dirigía a su habitación.
Solo esperaba que no se tornaran aburridos. No soportaría pasar largos días en
los salones con infinidad de conversaciones triviales.
Solo esperaba que las velas de Navidad pudieran ser encendidas antes de
que quedara inconsciente.
Pero a la mañana siguiente, Henry despertó, no solo por el sonido de la
lluvia, sino también por las voces de los criados que se llamaban a través del

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patio. Parecía que decían algo así como nully honey dit.
Ensilló el caballo marrón que estaba pensando en comprar al Conde, y
montó a pesar del clima húmedo, con el sombrero calado hasta la frente.
Quería concentrarse en el semental, pero sus pensamientos seguían vagando
hacia Erin. La imagen de su hermoso rostro, sus ojos brillantes, invadió todos
sus pensamientos.
Había vuelto a revivir los momentos de la caminata que había hecho con
ella por el bosque, hasta los acantilados. Adoraba su sentido del humor, y el
hecho de que fuera lista y se diera cuenta de los galanteos de un hombre. Ella
no era como cualquier otra mujer que hubiera conocido, la verdad. Era,
reflexionó Henry, refrescante, única. Quería besarla, quería besar a esa mujer
como nunca había deseado nada en su vida. Pero había mantenido las
distancias, recordándose que era un invitado de la casa, que estaba en deuda
con Donnelly por lo que estaba aprendiendo y no comprometería a la hermana
del Conde como agradecimiento. No, Henry tendría que seguir ocultando sus
deseos y sentimientos por ella, el recuerdo más preciado de su estancia en
Irlanda.

A la hora prevista de las dos de la tarde, Henry llegó a la casa principal


vestido con ropa formal. Una nueva vela ardía en la ventana del salón, y una
corona de acebo había sido colgada en la puerta. Al entrar en el vestíbulo,
pudo oler algo que le hizo la boca agua.
—¡Bienvenido!
Se volvió hacia la voz de Lady Donnelly, que salía del gran salón. Se veía
radiante, su sonrisa resplandeciente.
—Nollaig Shona Duit —dijo alegremente, haciendo un gesto hacia el
salón.
—Feliz Navidad —respondió él, esperando que fuera la respuesta
adecuada, y la siguió hasta el salón. Un gran fuego contrarrestaba el frío de la
habitación.
Erin estaba de pie en un taburete pequeño, colocando algunas ramas de
acebo en la repisa de la chimenea. Estaba aún más adorable de lo que había
pensado antes, con su vestido de terciopelo rubí y un chal colgando de sus

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brazos. Se había arreglado el pelo para la ocasión, que sujetaba con varias
pequeñas horquillas con punta de rubíes, que captaban la luz del fuego y
brillaban con él.
La habitación en sí estaba centelleando con la luz de docenas de velas.
Pero incluso con el olor de la cera de abejas, Henry podía oler la sidra de
manzana.
—Señor Bristol, no le vi entrar. ¡Nollaig Shona duit! —le llamó Erin y se
bajó del taburete.
—Nully Hun a dit —repitió o intentó decir él, y Erin rio.
—El gaélico es un poco engorroso, ¿verdad? Feliz Navidad, señor.
¿Quiere un poco de wassail?
Henry miró el cuenco.
—Wassail —repitió con escepticismo.
—Sidra caliente —aclaró—. Es una bebida inglesa. Cuando la prima de
Keira, Lily Boudine, fue enviada a vivir con los Hannigan hace algunos años,
insistió en que ella tenía que tener su wassail de Navidad. Parece que todos
hemos adoptado esa costumbre. Es bastante buena. ¿No ha probado la sidra
caliente?
—No —dijo él—. Nosotros bebemos ponche de huevo durante la
Navidad. Es una bebida a base de leche y huevo, y si uno tiene suerte, un
poco de whisky.
—Entonces creo que le va a gustar mucho nuestro wassail —comentó
Erin sonriendo.
—No necesito más invitación.
La vio cruzar la habitación. O mejor dicho, vio sus caderas y su esbelta
espalda cruzar la habitación. Le sirvió una copa y se la ofreció. Henry dio un
sorbo e hizo un sonido de agradable sorpresa. La bebida era potente.
—Extraordinario —dijo—. Esa es la palabra para describirlo.
Erin volvió a reír.
—¿Lo ve? Algo festivo. —Giró sobre sí misma con los brazos extendidos
—. ¿Qué piensa usted?
—Bella —dijo con sinceridad.
No podía apartar la mirada de ella, el rubor en sus mejillas, el brillo en sus
ojos. ¿Cómo era posible que cada día estuviera más hermosa?
—Me refería a la decoración —dijo.
Henry sonrió.
—Solo aceptable en comparación con usted.

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Erin rio, se había sonrojado, y con nerviosismo tocó la pequeña cruz que
colgaba justo por encima de un escote tentador.
—¿Más wassail?
—Eso parece un poco peligroso. Tal vez más tarde.
Erin llenó una copa para sí misma, luego inclinó la cabeza y le tendió otra.
—Una muy feliz Navidad, señor Bristol.
Chocaron las copas en un brindis.
—¡Están aquí! —gritó detrás de ellos Lady Donnelly, entrando en la
habitación y corriendo hacia la ventana—. ¡Eireanne, no me vas a creer si te
digo que los O’Shay han venido! Juraron que no cruzarían el umbral de
Ballynaheath de nuevo.
—Seguramente no creerías que Margaret O’Shay podría mantenerse lejos,
¿verdad? —preguntó Erin, y se unió a Lady Donnelly en la ventana.
Siguió un flujo constante, de casi treinta almas en total, incluyendo niños.
La mayoría de los invitados llegaron portando pequeñas ramas de acebo
atadas con cintas brillantes.
Erin los situó alrededor del salón principal, ya que hoy no disponían de
sirvientes, informó Lady Donnelly a Henry, porque a todos les habían dado el
día libre para que disfrutasen con sus familias, o en su propia fiesta, debajo de
las escaleras. Henry estaba feliz de tener una ocupación, y ayudó a Erin a
servir wassail y cerveza, rechazando las protestas de Lady Donnelly por ser él
mismo un invitado. Le gustaba trabajar junto a Erin, escuchando su charla con
sus conocidos, su risa elevándose por encima del jaleo.
Exactamente a las cuatro, la señora Sullivan anunció que la comida estaba
servida. Henry perdió de vista a Erin durante la procesión hacia el comedor,
pero Molly Hannigan se unió a él cuando entró allí, decidida a guiarlo a través
de la fiesta de Navidad.
Cuando lograron sentarse, escucharon una queja sobre la disposición de
los asientos.
—El señor Flannery otra vez —suspiró Molly con cansancio.
Las bandejas de comida fueron destapadas, y Lord Donnelly se situó en la
cabecera de la mesa.
—Nollaig Shona Duit —dijo.
Sus huéspedes devolvieron el saludo educadamente.
—No soy bueno para hacer grandes discursos —continuó—. Pero debo
dar las gracias a todos por hacer a un lado sus reservas y unirse a nosotros en
esta, la más sagrada de las ocasiones. Les ofrezco a todos una antigua
bendición irlandesa.

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Levantó su copa de vino. Los invitados hicieron lo mismo.
—«La luz de la estrella de Navidad para ti, el calor de la casa y el hogar
para ti. La alegría y la buena voluntad de los amigos para ti, la esperanza de
un corazón inocente para ti. La alegría de un millar de ángeles para ti, el
amor del Hijo y la paz de Dios para ti».
Varias damas golpearon sus copas con cucharas para indicar su
aprobación, y otros pidieron un alegre «Sláinte».
Y entonces comenzó la animación sobre la que Erin había advertido a
Henry. La comida se volvió un asunto ruidoso, ya que si no había nadie para
servirles, los irlandeses privilegiados estaban dispuestos a abandonar el
decoro y servirse a su antojo. Bandejas y platos fueron pasando en todas
direcciones. El vino fluyó libremente, al igual que la risa. Gran cantidad de
alimentos: tres gansos asados, un pavo, batatas a la brasa, patatas y una
variedad de postres. Estaba todo delicioso, tal vez la mejor comida que Henry
había disfrutado desde que había cruzado el océano.
Cuando ya no quedaba ni un resto de comida en las bandejas o en los
platos, ni una gota de vino en las copas, se les pidió a los invitados que
regresaran al gran salón, donde el recipiente del wassail habían sido rellenado
por algún alma amable, y un caballero con una mata de pelo blanco y botas
nuevas sacó un violín.
—¡An Aimsir Fháistineach! — gritó alguien, y algunos hombres se
apresuraron a empujar los muebles hacia un lado para dejar espacio.
Si un caballero no hubiera cogido el violín, Henry no habría entendido lo
que estaba pasando. Se sorprendió por ello; esto era algo que se podría ver en
América, pero aquí no se lo hubiera esperado, parecía que había una regla
para todo… quién podía hablar con quién, cuándo visitar a un amigo, lo que
se debía usar para una cena, y desde luego qué habitación se dedicaba a cada
actividad.
Pero estos irlandeses estaban ansiosos por bailar, y cuando empezaron,
Henry pudo ver por qué. La música era rápida y ligera, las almas valientes
que comenzaron la danza colocaron sus manos entrelazadas detrás de la
espalda dando golpes con los talones de una manera que Henry encontró
bastante entretenida.
Observó de inmediato que un caballero que no bailaba era el señor
Canavan. Henry se había reunido con él cuando le había servido una copa de
wassail. Canavan era más bajo que Henry, y más moreno. Era bastante
atractivo, supuso Henry, pero realmente no veía motivo para armar
alboroto… sin embargo, había mucho alboroto.

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El señor Canavan se pavoneó ante varias señoritas, pero Henry no pudo
dejar de notar que más de una vez, Canavan miraba hacia el otro lado de la
habitación donde Mabe Hannigan y Erin estaban con Lady Donnelly.
Lo que no podía determinar era a cuál de esas damas estaba admirando el
señor Canavan.
La música cambió, y Henry reconoció un reel[15].
—¡Señor Bristol! —exclamó Molly Hannigan, apartándolo del examen al
señor Canavan. Extendió la mano hacia él—. No pensará quedarse ahí solo,
¿verdad? —preguntó ella, con los ojos brillantes—. Debe bailar.
—No soy particularmente experto en este tipo de baile —le advirtió
Henry.
—Lo bueno de la danza irlandesa es que no se necesita ser un experto.
Ella se rio mientras le agarraba de la mano, tirando de él para integrarse
en el grupo de personas que estaban posicionándose en una fila. La música
comenzó, y Molly, cogida de su brazo, giró alrededor de él, luego le soltó.
Fue atrapado por la siguiente mujer, de alegres ojos marrones, cabello rojizo,
y un monstruoso lazo en la cabeza.
—¿Qué le parece Eirinn[16], entonces? —preguntó elevando la voz por
encima de la música.
A Henry le sorprendió la pregunta y sintió que se ruborizaba. ¿Se habían
dado cuenta de su interés en ella?
—He estado principalmente en compañía de su hermano —dijo.
—Me refiero a nuestro pequeño país insular, señor Bristol —dijo la mujer
mientras lo dejaba ir girando hacia el siguiente compañero de baile—. ¡Me
refiero a Irlanda!
Henry no tuvo tiempo de responder, ya la siguiente pareja le había
enlazado el brazo. Era mayor, con grandes rizos grises enmarcando su rostro.
—Usted sería un buen partido para Molly Hannigan, ¿no cree, muchacho?
—preguntó jovialmente y se rio estrepitosamente cuando Henry palideció.
Él se dio cuenta que era una pregunta retórica, mientras ella giraba
alegremente y pasaba a la siguiente pareja. Giró también, y se encontró de
frente con Erin. Una sonrisa estalló desde lo más profundo de su ser.
—Gracias al cielo —dijo, tomándola del brazo.
—Es bastante rápido —comentó Erin en voz alta mientras giraban
alrededor, con un brazo en el aire.
—¿Cree que en su escuela lo aprobarían? —preguntó él.
—¡Por supuesto que no! —dijo alegremente, y soltó su brazo. Se dieron la
vuelta otra vez, y la música comenzó a ser más rápida, los bailarines siguieron

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el ritmo, girando con mayor rapidez.
Cuando Henry cogió a Erin de nuevo, quedó cautivado por la alegría de
sus ojos. No quería dejarla ir, pero alguien la agarró y ella se alejó.
Henry, una vez más se encontró con Molly Hannigan, cuyas mejillas
estaban enrojecidas y sus ojos verdes brillantes.
—¡No puedo respirar, señor Bristol! Tiene que rescatarme de este baile
antes de que expire.
Estaba dispuesto a rescatarla del pequeño mar de gente bailando, cuando
la música llegó a su fin y fue aplaudida estrepitosamente.
—Ahí está… ¡Señor Griffin! —gritó la joven yendo rápidamente al
encuentro de un joven con un largo cuello.
Henry tomó una bebida para refrescarse y mientras bebía generosamente
de la copa, se dio cuenta de que Erin estaba parada cerca de las puertas de la
terraza, respirando profundamente. Sonrió cuando lo vio acercarse.
—Usted sufre las consecuencias de la danza irlandesa —dijo él.
Ella sonrió mientras inhalaba profundamente.
—La interpretación del reel que ha ejecutado el señor O’Shay es vigorosa.
Henry se rio.
—Tal vez un poco de aire fresco le sentaría bien. La lluvia ha cesado.
—Parece estar alejándose de aquí —ella estuvo de acuerdo, permitiéndole
escoltarla a la terraza.
En el exterior, algunas personas paseaban por los alrededores buscando el
aire fresco de la noche. Henry respiró profundamente el aire salado y se sintió
rejuvenecer. Esa noche de Navidad estaba demasiado oscura para poder ver el
mar, pero Henry lo oía lamiendo la parte inferior de los acantilados.
Erin se acercó al borde de la terraza, se abrazó a sí misma, y echó la
cabeza hacia atrás para respirar.
—Tiene frío —dijo Henry y se quitó la chaqueta, colocándola sobre los
hombros de Erin.
La prenda la engulló, pero ella la envolvió con fuerza a su alrededor.
—Gracias —le sonrió.
La luz de la luna había empezado a asomar a través de las nubes, y sus
ojos azules parecían inusualmente brillantes, su piel pálida como la leche.
—¿Lo está pasando bien, señor Bristol?
—Muy bien —dijo, su mirada todavía fija en los labios de ella—. Y
disfrutaría mucho más si me llamara Henry.
—Henry —dijo, como si estuviera probando el nombre entre sus labios—.
Entonces debe llamarme Eireanne.

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—Erin —repitió, y ella se rio.
—¡Usted es un bailarín muy bueno! —comentó, asintiendo con
aprobación—. Más bien me esperaba lo contrario, dada su idea de que la
celebración de la Navidad es cazar pavos y cantar himnos.
—Erin —dijo, frunciendo el ceño en broma—. No soy un buen bailarín,
apenas puedo con algunos pasos. De hecho, con este baile intentaré entretener
a mi familia durante días.
Su sonrisa pareció atenuarse un poco.
—Debe decirles que parecía todo un irlandés —dijo ella, y agitó
nerviosamente la manga de la chaqueta—. ¿Cuándo piensa volver a verlos?
Al instante, Henry deseó no haber mencionado a su familia. No quería
pensar en marcharse mientras estaba aquí de pie junto a Erin. No había
pensado exactamente cuándo, pero creía que su trabajo con Donnelly se
completaría dentro de una semana, y tenía una familia y un negocio que
atender en casa. Ya había estado ausente durante varios meses… y no era
justo para su hermano Thomas. Henry sabía que no podía evitar lo inevitable
durante mucho más tiempo.
—Yo diría que dentro de una quincena.
Erin asintió y miró hacia el mar.
La música improvisada con el violín se colaba a través de las puertas
abiertas, y era mucho más lenta que el baile anterior.
—Usted no va a regresar antes del baile, ¿verdad? —preguntó—. Es decir,
ha compartido con nosotros las fiestas, y terminan con el baile de Twelfth
Night, ¿sí? —Aventuró una mirada hacia él, tan suplicante que Henry no pudo
ni siquiera imaginar negarle nada. Nunca.
La tomó de la mano.
—No me atrevería a perdérmelo.
Erin sonrió suavemente, inclinó la cabeza hacia atrás una vez más, y
suspiró mirando hacia el cielo. Henry deseó desesperadamente besar el hueco
de su garganta justo por encima de la pequeña cruz de oro que llevaba.
Ella le apretó los dedos.
—No quiero pensar en su marcha, si quiere saberlo. Ahora parece uno de
nosotros.
—Me siento halagado.
—Se lo digo sinceramente. Ha sido estupendo que cenara con nosotros, y
no siempre ha sido así con los huéspedes de Declan. Una vez estuvo un
escocés para trabajar en los caballos con él, pero el hombre era increíblemente
grosero.

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—¿Lo era?
Erin miró por encima del hombro hacia la puerta, luego se inclinó hacia
él.
—Estaba bastante contento cuando descargaba la gran cantidad de aire
que tragaba con su comida en la mesa —le susurró en voz baja.
Henry no pudo evitar reírse.
—Me reconforta saber que no se me considerará uno de los más groseros.
—¡Oh, no! Usted es amable y educado, y muy interesante con sus
historias de América y las bromas a Declan sobre las carreras. Creo que mi
hermano hace tiempo que no era tan feliz, y las carreras son su gran placer.
En realidad, para todos nosotros ha sido un placer poder hablar durante las
cenas de algo más interesante que el clima.
—La evaluación se vuelve más favorable —dijo—. Erin, su compañía ha
sido de lo más agradable para mí.
Ella sonrió feliz.
El hombre admiraba el lóbulo de su oreja.
—¿Cuándo volverá a Lucerna?
Su pregunta la hizo suspirar, como si la agobiara.
—En quince días, supongo.
Ella parecía casi triste, lo que Henry pensó que era muy curioso.
—¿No quiere volver?
Erin se encogió de hombros ligeramente y le miró.
—¿Quiere saber un secreto?
Él quería saber todo lo que hubiera que saber sobre ella.
—Me gustaría.
Ella echó un vistazo a su alrededor. También lo hizo Henry. La mayoría
de las personas que habían estado tomando el aire habían entrado ya en la
casa. La única pareja que quedaba en la terraza también estaba dirigiéndose
hacia el interior.
—No quiero vivir en Londres —dijo ella en voz baja.
—¿Por qué no?
Erin negó con la cabeza.
—Es una ciudad apasionante, Erin. Hay muchas diversiones.
—Muchas diversiones si uno tiene las conexiones adecuadas —dijo
cínicamente—. Mi abuela tiene grandes esperanzas en un buen matrimonio
que restaure nuestro nombre, pero yo me pregunto, ¿cómo voy a seguir
adelante? Yo no conozco a nadie, soy irlandesa, soy católica, por el amor de

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Dios… —suspiró y sacudió la cabeza—. Yo preferiría volver a casa, adonde
pertenezco.
Parecía afligida, y él quería lo mejor para ella.
—Puede que no sea tan malo como teme —dijo, mientras le ponía un
dedo debajo de la barbilla, obligándola a mirarle—. Al igual que usted, yo no
conocía a nadie en Londres. Y si cree que para un inglés es importante ser
católico, debería escuchar sus puntos de vista sobre un advenedizo
norteamericano.
Erin sonrió.
—Tenía solo unas pocas cartas de presentación, pero me abrieron las
puertas, más de lo que hubiera creído posible.
—Supongo que tiene razón —dijo ella—. Pero cuando pienso que se
espera que me siente en los salones para tomar el té… —dijo, sacudiendo la
cabeza—. Creo que todo lo que hacen en Londres es sentarse y conversar. No
puedo imaginar nada más tedioso. Prefiero montar…
—¿Usted monta? —preguntó Henry.
Por alguna razón, Erin se echó a reír.
—Sin duda no puede estar sorprendido de que Declan O’Conner no tolere
tener en su casa a nadie que no sea capaz de sentarse sobre un caballo
correctamente. Lo cual, puedo decirle con toda seguridad, que lo hago
bastante bien.
¿Qué era ese pequeño zumbido que Henry sentía? ¿Su corazón?
—Mi primer recuerdo es de un caballo —comentó él—. Mi padre me
subió en la parte de atrás de un caballo de trabajo cuando tenía tres años. Me
llevó por el prado mientras mi madre le gritaba que se detuviera, que me
bajara. Pero recuerdo que fue emocionante. Y yo aguanté. Y desde ese día en
adelante, adoré a los animales. Siempre he tenido un gran afecto por los
caballos, al igual que su hermano.
—¿Sabe que mi hermano hizo lo mismo conmigo? —exclamó Erin, con
los ojos brillantes de diversión—. En realidad él no era más que un niño, y me
sacó de la guardería donde me habían puesto a dormir la siesta. No puedo
decir cómo se las arregló para montarnos a los dos en lo alto del caballo, un
semental nada menos, pero lo hizo, y me llevó a cabalgar por los páramos. La
abuela dice que nuestro padre estuvo muy cerca de estrangularlo.
Henry sonrió.
—Erin… si mañana el tiempo está despejado, ¿cabalgaría conmigo? Me
gustaría mucho echarle un vistazo a la costa, y sería bienvenida su compañía.
La cara de Erin se iluminó ante la invitación.

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—Me gustaría mucho, Henry.
El sonido de su voz y las palabras, «Me gustaría mucho, Henry», se
grabaron en un rincón muy primitivo del cerebro de Henry, haciendo eco allí.
Podía imaginar esa voz, esa frase, resonando en su vida, como si ese fuera el
lugar al que pertenecía.
Se preguntó si ella también escucharía el eco, porque podía sentir que algo
fluía entre ellos, y sin pensarlo le puso la mano en su brazo, envolviendo sus
dedos alrededor de su codo.
Erin no se resistió cuando la atrajo hacia él.
—Me gustas mucho —dijo, y bajó la cabeza, tocando sus labios con los
de ella, como había deseado hacer durante días, como había evitado hacer
durante días. El beso reverberó a través de él como si fuera un timbal.
Erin emitió un sonido, un suave suspiro o un gemido, y Henry, de repente,
no prestó atención a nada más que a su mutuo deseo, que fue subiendo en
espiral en su interior, extendiéndose hacia cada nervio, cada fibra de su ser.
Movió la mano por debajo de la chaqueta que ella tenía encima de los
hombros, rozando con los nudillos su escote y la pequeña cruz de oro que
llevaba en su garganta.
Deslizó la mano hasta su cuello y la acercó más, y pudo sentir el rápido
ritmo de su pulso, la forma en que su piel se calentaba con su contacto. Su
mente se llenó de repente con imágenes que despertaron el más puro deseo de
tocar su cuerpo desnudo en lugares más íntimos, de sentir el pulso de su
deseo, el calor de su necesidad.
Rodeó con su otro brazo su cintura y la mantuvo allí, explorando sus
labios suculentos y deliciosos. Deslizó su lengua en su boca, y Erin respondió
inclinando la cabeza para amoldarse mejor a su beso.
El beso incendió a Henry de una manera que nunca había sentido. El beso
se hizo más intenso, más físico que cualquier otro que jamás hubiera
experimentado. No lo había pretendido, había estado firmemente decidido a
no ser tan atrevido con ella… ¡era la hermana de su anfitrión, por el amor de
Dios!
Sin embargo, el eco de su voz en su cabeza, el calor de su sonrisa, el
aroma de las rosas en medio del maldito invierno, lo habían arrojado de
cabeza en un territorio al que no había tenido intención de entrar. Y en ese
momento, apenas importaba… tenía el cuerpo inflamado por su boca y la
suavidad aterciopelada de su piel.
Erin fue la primera en separarse. Henry levantó la cabeza y vio que ella
estaba mirando hacia las puertas abiertas de nuevo, y él notó que la música se

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había detenido. Por otra parte, oyó lo que le había llamado la atención: el
sonido inconfundible de una conmoción, la gente gritando y hablando a la
vez.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella.
—Con la cantidad de wassail que se ha bebido esta noche, puedo
imaginarlo —dijo Henry.
Erin parpadeó hacia él, y sus labios se curvaron en una sonrisa
maravillosamente brillante.
—Ahí está, ¿lo ves? Nuestra Navidad se vuelve aún más festiva con una
pelea y un baile, ¿verdad?
Entonces, ella se quitó la chaqueta, se la devolvió, y luego se apresuró
hacia las puertas de la terraza.

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Capítulo VI

E l corazón de Eireanne palpitaba tanto con la euforia del beso, que casi
no podía respirar. No había esperado ese beso, pero Señor, lo había
deseado tanto que su pasión la había asustado. Estaba agradecida por la
interrupción, porque temía hasta dónde podría haber llegado, lo que podría
haber hecho con su deseo voraz por él.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, cuando entró en el salón con la mano
apretada contra su pecho.
El señor Hannigan, estaba de pie cerca de la ponchera de wassail con las
mejillas sonrosadas y la nariz roja. De hecho, tardó un momento en centrarse
en ella, pero cuando lo hizo, sonrió.
—Alainn, alainn[17], Eireanne. ¡Aquí estás! —dijo, y le rodeó los
hombros con un pesado brazo—. ¿A dónde te fuiste?
Las mejillas de Eireanne llamearon cuando la imagen de Henry y sus
profundos ojos marrones mirándola con todo ese deseo, volvieron de nuevo a
su mente.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó de nuevo.
El señor Hannigan entrecerró los ojos.
—No sabría decirte. Alguien encontró algo… extraño. —El énfasis puesto
en la palabra hizo que el señor Hannigan se inclinara un poco hacia adelante,
pero rápidamente se enderezó.
—¿Extraño? —repitió Eireanne con alarma.
—No es un pie o un brazo, si eso es lo que estás pensando —dijo el señor
Hannigan, y se echó a reír jovialmente, sus ojos vidriosos entrecerrados con
deleite—. Sin embargo, realmente no puedo decir qué es. Si quieres saberlo,
es mejor que eches un vistazo.

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Eireanne miró hacia atrás. Henry estaba de pie junto a la puerta, con su
mirada fija en ella. Él sonrió suavemente, como si compartieran un secreto, y
el vientre de Eireanne se agitó. Había estado en aquella terraza casi sin
voluntad, plenamente satisfecha de besar a Henry Bristol hasta que el temor a
ser acusada de falta de decoro y llevada al convento de San Brendan la
detuvo… pero entonces había oído el grito de alarma o sorpresa y la repentina
interrupción de la música. Con un poco de náuseas, se acordó de la infame
chusma de una fiesta de Navidad diez años antes, cuando Davy O’Malley se
había enfadado con Ryan Walsh y había estallado una pelea.
Eireanne sonrió a Henry… pero el deber la llamaba. Se quitó el brazo del
señor Hannigan de encima y se abrió paso entre la multitud, cosa difícil de
hacer porque todo el mundo estaba reunido en el centro de la habitación.
Cuando no pudo acercarse más, Eireanne le dio un golpecito en el hombro a
Eugenia Tate. La madre de ocho hijos se dio la vuelta, con los ojos brillantes
de emoción.
—¿Qué es? ¿Qué se ha encontrado? —preguntó Eireanne.
—Una carta —dijo Eugenia y agarró la muñeca de Eireanne. —La señora
Hannigan la encontró justo allí, como si alguien que estuviera bailando la
hubiera dejado caer.
—¿Una carta? —repitió Eireanne. ¿Esta conmoción era por una carta?
Miró por encima del hombro de nuevo, pero no podía ver a Henry debido a
todos los caballeros arremolinados detrás de ella, estirando el cuello para ver
lo que estaba ocurriendo.
—¡No tiene sello! —dijo Eugenia con entusiasmo.
—¿No? —dijo Eireanne y tenazmente empujó para quedar más cerca,
hasta que pudo ver a Molly Hannigan, quien, naturalmente, estaba en medio
de la conmoción, sosteniendo la supuesta carta por encima de su cabeza,
como custodiándola de los niños que saltaban.
—¡Por favor, guarden silencio! —gritó Molly—. ¡Esta carta es de una
naturaleza muy personal!
—¿Dirigida a quién? —preguntó Keira, que parecía confusa.
—No puedo decirlo. No hay ningún sello, no hay una dirección —dijo
Molly, su voz llena de intriga.
—Entrégamela —exigió Declan con la mano extendida. Molly dudó.
Declan arqueó una ceja, y Molly de mala gana la puso en su palma extendida.
Declan le dio la vuelta y frunció el ceño.
—Todos evitaríamos muchos problemas e histerismo si nos tomáramos el
tiempo de poner el destinatario y sellar adecuadamente nuestras cartas

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¿verdad?
—Por el amor de Dios, ¿qué dice? —preguntó la abuela.
—Querido —dijo Keira, y sonrió a su marido de una manera que Eireanne
había notado que podía persuadir a Declan a hacer cualquier cosa. Incluso
ahora, él suspiró como si hubiera sido golpeado, y abrió la carta para leerla.
Su ceño fruncido se profundizó. Cuando terminó, la dobló rápidamente.
—Pues bien —dijo—. No hay nada de qué preocuparse. ¿Qué ha sucedido
con la música? —dijo, e hizo un gesto al violinista, quien diligentemente
recogió su arco.
—¡No! —exclamó la señora Hannigan, y el violinista se quedó inmóvil,
mirando a Declan—. No puede dejarnos en suspenso —insistió la dama, y un
coro de acuerdo la acompañó.
Declan apretó los labios y miró a Keira. Ella hizo un tímido encogimiento
de hombros. Los ojos de Declan se estrecharon, y le tendió la carta.
La sonrisa de Keira se profundizó.
—Gracias —dijo dulcemente y leyó la carta para sí misma—. Oh mi…
—Por el amor de Dios, no juegues con tus invitados, querida —advirtió la
señora Hannigan a su hija—. ¿Qué dice?
—¡Es una carta de amor! —anunció Keira.
Bien podría haber dicho que estaba llena de sucia traición, porque las
damas se quedaron boquiabiertas y los caballeros fruncieron el entrecejo
acusándose unos a otros.
—¡Una carta de amor! —exclamó Molly con alegría—. ¿Para quién?
¿Tiene que haber algún indicio?
—No hay ninguno —dijo Keira, dando la vuelta al pergamino—. No dice
a quién están destinados estos sentimientos, y tampoco está firmada. Es casi
como si quien la ha escrito no hubiera terminado la carta.
—¡Déjanos ver! —insistió Mabe, estirándose para verla, pero Keira la
mantuvo alejada de ella—. ¡Vamos, Keira! —se quejó Mabe—. ¡Tenemos
que saber quién la ha escrito!
—¿Pero cómo podemos saberlo? —preguntó Keira entre risas—. Está sin
firmar.
—¡Yo lo sé! —dijo la señora Hart en voz alta levantando su grueso brazo
—. Haremos que todos los caballeros escriban una frase, y luego la
compararemos con la caligrafía de la carta.
—¿Por qué supone que un caballero escribió esto? —preguntó Keira.
—Por supuesto que la escribió un caballero —dijo Molly—. ¿Qué
muchacha de este condado tendría el valor de enviarla? Debemos hacer lo que

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sugiere la señora Hart —dijo con entusiasmo.
—No vamos a hacerlo —replicó Declan—. Quien escribió esa carta no
tenía la intención de ser juzgado públicamente por ello. Por todo lo que es
bueno y sagrado, tírenla al fuego y volvamos a nuestra celebración.
Pero nadie hizo el mínimo caso a Declan… estaban demasiado
interesados en la carta.
—¡Léanla! —bramó un caballero.
Cuando Eireanne miró a su alrededor para ver quién había gritado, vio a
Henry. Sonrió juguetonamente, la señaló con picardía y movió las cejas,
como sugiriendo que ella la había escrito. Eireanne se rio, negó con la cabeza,
y después lo señaló a él. Henry pretendió considerarlo, luego asintió, hizo una
reverencia, y echó una mirada hacia arriba, sonriendo.
—¡Sí!, sí, ¡léanla! —vociferó otro hombre.
—¿Debo? —preguntó con timidez Keira, y las casi treinta almas le
gritaron que lo hiciera.
—Está bien, está bien —dijo entre risas.
—Keira —comenzó Declan, pero la abuela se apresuró a hacerle callar, y
él apretó la mandíbula y miró hacia el techo en lo que Eireanne sabía que era
un acto de supremo control.
Keira comenzó a leer con una risita de placer, y un dramático
aclaramiento de garganta.
«Mi amor».
Los invitados murmuraban y se agitaban como una bandada de pájaros.
«¿Por dónde debo comenzar?» —leyó.
—¡Por el principio! —gritó una voz masculina obstinada, y mientras unos
cuantos caballeros se echaron a reír, las damas le susurraron al hombre que se
callara.
Keira continuó.
«Sufro. Sufro la miseria de mantener mis afectos en secreto, y mi
desgracia no conoce fin. Cuando la veo, mi corazón llena mi pecho y mi
garganta. No puedo hablar por miedo a confesar mis verdaderos
sentimientos; sin embargo, debo mantener mi rostro impenetrable para que
nadie sospeche. Veo cómo se ríe con otros caballeros, y mi corazón se
contrae con tanta fuerza que me quedo sin aliento. Sufro».
—No sufrirá mucho tiempo con un corazón tan débil —declaró Eireanne.
Henry, había logrado colarse detrás de ella.
—¿No estás de acuerdo? —le preguntó él en voz baja.
Eireanne sonrió.

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—No puedo criticar su esfuerzo, pero podría haber explicado por qué
debe mantener su rostro impenetrable —susurró.
—Buena pregunta —convino Henry.
—Tal vez el autor de esta carta está casado —sugirió el señor Cahill,
diciendo en voz alta lo que seguramente estaban pensando algunos de los
presentes.
—¡Cielos, señor Cahill! —exclamó Molly—. ¡Espero que no!
El señor Cahill se encogió de hombros con indiferencia.
—Tal vez la destinataria de la carta está casada —respondió el señor
O’Shay.
—Buen Dios, eso es aún peor —le regañó Mabe.
—Hay más —dijo Keira, y las mujeres hicieron callar a los hombres para
escucharla.
«Me asomo a las ventanas con la esperanza de admirarla durante su
paseo matutino, y estoy lleno de ansiedad, hasta que la veo» —continuó
Keira—. «Sin embargo, una vez que mis ojos han visto lo bella que es, solo
entonces puedo descansar y regresar a los deberes del día».
—Dia[18], —murmuró Declan.
—Vamos a resolver esto de inmediato —dijo la abuela—. ¿Quién de
nosotros pasea por la mañana? —preguntó, y levantó la mano.
Casi todas las mujeres de la sala levantaron también sus manos, y la
abuela se mostró perturbada por la cantidad de manos alzadas.
—Esto no sirve —dijo—. Seguramente alguien sabe…
—¡Déjenos escuchar la carta! —gritó alguien audazmente desde el fondo
de la sala, y la abuela se quedó sin aliento ante la desfachatez para evitar que
hablara.
Keira se aclaró la garganta una vez más, dirigiendo toda la atención de
nuevo hacia la misiva.
«Reconozco que estoy perdidamente enamorado de usted» —leyó—. «Sin
embargo, no se me ocurre cómo voy a transmitirle mi estima sin
consecuencias. Sufro». —Ella bajó el pergamino.
Nadie habló durante un momento. Algunas damas miraron con nostalgia
hacia Keira. Muchos invitados miraron con suspicacia a quienquiera que
estuviera en su línea de visión.
—Mira a los caballeros en esta sala —le susurró Henry a Eireanne—.
Algunos de ellos claramente no comprenden por qué las damas los miran así,
y otros claramente no desean que ninguna mirada se vuelva hacia ellos.
Eireanne reprimió una risita.

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—Y otros todavía parecen confundidos en cuanto a de qué trata todo el
sufrimiento.
—Está bien, está bien —dijo Declan con irritación—. Ustedes han tenido
su lectura. Ahora bien, ¿volvemos a una feliz Navidad? —Asintió con la
cabeza al violinista, quien al instante comenzó a tocar. Declan le cogió la
carta a Keira y la guardó en el bolsillo de su chaqueta.
—Así que, entonces, —dijo Henry— ¿para quién crees que estaba
destinada la carta?
—Mabe —dijo Eireanne al instante—. Me parece que es algo que el señor
Canavan haría para crear intriga, y él está claramente prendado de ella.
—¿Oh? —preguntó Henry, ofreciéndole su brazo—. Corre el rumor de
que está enamorado de ti.
—Agg, un montón de tonterías, eso es lo que es —insistió Eireanne—.
Molly y Mabe conocen mi situación, ¿de acuerdo? Creo que no quieren que
me sienta excluida. Me he convertido en su misión personal.
—Tú no necesitas ayuda —dijo Henry con firmeza—. Tengo otra teoría.
—¿Sí?
—La escribieron Molly o Mabe.
Eireanne se rio.
Él arqueó las cejas.
—¿Qué te parece tan divertido? ¿Crees que están por encima del
escándalo?
—Si lo hiciera, sería la única en toda Irlanda que lo creyera.
Él se echó a reír.
—Si no consideras al menos la posibilidad de que la escribieran ellas,
debo considerar que tal vez la escribiste tú.
Eireanne resopló.
—Esa carta no la escribió una mujer. Tal vez la escribiste tú.
Ella esperaba que él se riera, pero Henry la sorprendió. Su mirada bajó a
sus labios.
—Ojalá lo hubiera hecho.
Sus palabras provocaron un torrente de sangre en su corazón. De repente,
Henry miró hacia la pista de baile y su semblante encantador volvió.
—Ahora bien, si quieres divertirte completamente, debes aceptar mi
ofrecimiento para bailar.
—Esa, señor, es una diversión apropiada —dijo ella.
Bailaron una giga, con Henry haciendo todo lo posible por mantener el
paso, y Eireanne incapaz de controlar la risa. Pero cuando el baile terminó, se

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vio arrastrada por Keira, que le impuso la tarea de hacer compañía a Ryan
Walsh.
No vio mucho más a Henry esa noche, pero cuando los invitados se
marcharon, se colocaron las sillas, y las copas se recogieron, se retiró con el
recuerdo de aquel sorprendente y delicioso beso para hacerle compañía en sus
sueños.

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Capítulo VII

D ebido a que sus pensamientos estaban llenos de Henry, Eireanne se


olvidó por completo de la carta hasta que a la mañana siguiente se
unió a Declan y a todos los Hannigan para el desayuno. Las mujeres
Hannigan no hablaban de otra cosa.
—No sé por qué le dais tanta importancia —dijo el señor Hannigan
bruscamente. Los miró, y Eireanne pensó que él no tenía hoy muy buen
aspecto—. La maldita cosa estuvo completamente sobrevalorada.
—Fue encantador, Pappa —argumentó Keira.
—Encantador— resopló Declan desdeñosamente.
—Encantador o no, la pregunta sigue siendo, ¿a quién iba dirigida? —
preguntó Molly y miró hacia el lugar de la mesa donde se encontraba
Eireanne, que se estaba sirviendo huevos.
Eireanne se detuvo.
—¿Por qué me miras? —preguntó tímidamente—. Esa carta no era para
mí.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —preguntó Mabe.
—Por muchas razones —dijo con calma y dejó el tenedor. Estaba
acostumbrada a lidiar con Molly y Mabe, y cuando se aferraban a una idea, se
necesitaría un rayo del cielo para que la soltaran—. Para empezar, he estado
fuera. En segundo lugar, yo no soy la mujer más codiciada en Galway, y de
hecho, algunos pueden argumentar, la menos elegible…
—Sin duda, ahora que Declan se ha casado, ya no te manchará más —dijo
Keira esperanzada.
—¿Mancharla? —repitió Declan con una mirada fulminante a su esposa
—. Eso parece bastante duro.

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—No te enfurruñes… estamos en familia, y todos sabemos que es verdad.
—¿Eso es así? —Declan arrastró las palabras mirando a su esposa—. Si
alguien ha manchado su reputación aquí me parece que has sido tú, mi dulce
amada.
—¡Sí, estoy manchada! —admitió Keira alegremente—. No tengo miedo
de reconocer mis errores.
—Por favor —dijo Molly, lanzando una mirada de exasperación a su
hermana mayor—. Estábamos hablando de Eireanne y no de tu sorprendente
historia de amor con Donnelly.
—Y yo estaba diciendo que la carta no era para mí —dijo Eireanne
rápidamente—. Es más probable que fuera para una de vosotras.
—¡Oh, no, no! —dijeron al unísono las gemelas, y Molly añadió—. ¿No
te has dado cuenta de cómo te mira el señor Canavan? Creo que la escribió él.
—Nunca he visto al señor Canavan mirando tanto en mi dirección —dijo
Eireanne.
—Eso es porque tiene miedo de mostrar sus verdaderos sentimientos —
dijo la señora Hannigan y se rio.
—¿Te das cuenta? Él no ha sufrido al mostrar sus verdaderos sentimientos
por Mabe.
—¡Esa carta no era para mí! —dijo Mabe, con mucho énfasis.
—Mirad —dijo Declan, poniéndose en pie—. Nunca vamos a saber la
verdad, ¿de acuerdo?, así que parece que toda esta charla es un esfuerzo
inútil.
Se movió alrededor de la mesa hasta donde se encontraba Keira, se inclinó
y la besó.
—Buen día —dijo y salió.
Eireanne también se puso de pie.
—¿A dónde vas? —preguntó Molly—. Estamos discutiendo sobre la
carta.
¿Los Hannigan no se iban a ir nunca a su casa? Eireanne sonrió. Ni
soñando se le ocurriría decirles que iba a montar con Henry hoy. Se podía
imaginar el escándalo que formarían.
—Me he cansado de la carta —dijo dramáticamente, y se rio de sus
protestas mientras salía.

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Henry también se había olvidado de la carta. Sus pensamientos en aquel día
de invierno eran únicamente para Erin. El día era brillante, inundado de sol y
de un aire templado, con algunas nubes gruesas serpenteando a través de un
cielo azul.
Henry había ensillado su caballo favorito en los establos de Ballynaheath,
y supo por un joven mozo que Erin prefería una pequeña y enérgica yegua
con un pelaje negro brillante. Acababa de ensillar a la yegua cuando Erin
apareció en la entrada de los establos, con un ajustado traje de montar marrón
oscuro y un sombrero colocado airosamente en su cabeza. Se quedó un
momento mirando alrededor de los establos, pero en el momento en que lo
vio, su rostro se iluminó con una gloriosa sonrisa. Esa sonrisa penetró
profundamente en Henry.
Se inclinó ante ella.
—Su montura, señorita.
—¡Fianna! —gritó y acarició la nariz del caballo con cariño. La yegua
empujó a Erin, echándola hacia atrás.
—Y una feliz cierva[19] para ti —dijo Henry.
Erin se rio.
—Ese es su nombre. Oh, cómo te he echado de menos —le dijo al caballo,
acariciando su cuello—. No he estado en su lomo en meses. Espero que
alguien la haya montado. Le gusta correr, y se puede enfadar si no se lo
permiten.
—Entonces vamos a permitírselo.
Sacaron de la cuadra a los caballos. Henry ahuecó las manos para Erin, y
ella saltó sobre la silla de montar como si lo hubiera hecho muchas veces
antes.
—¡Oh! —dijo ella, mirando hacia atrás desde su montura—. ¿Vas a
montar a Daigh?
Henry miró al semental. Era un caballo hermoso y fuerte.
—Su nombre significa «fuego» —dijo Erin con una sonrisa.
Eso llevó a Henry a sonreírle también.
—Estoy empezando a pensar que tú y tu hermano creéis que si uno no es
irlandés, no puede montar un caballo adecuadamente.

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—Bueno —dijo encogiéndose de hombros juguetonamente—, yo no he
visto que nadie cabalgue tan bien como un irlandés.
—¿Eso es así? —dijo secamente, y se subió a su montura—.
¿Determinamos hoy quién es el mejor jinete?
La sonrisa de Erin se iluminó.
—Ciertamente estoy preparada para el desafío, si usted lo está, señor. —
Ella controló a su caballo—. ¿Tienes intención de quedarst admirando la
tarde, o vamos a cabalgar?
Él sonrió.
—Después de usted, señorita O’Conner.
Atravesaron el portón y bajaron por el sendero del bosque por el que
habían caminado unos días antes. Pero cuando el paisaje se abrió a los
páramos, barridos de vegetación por los vientos del mar, los caballos
parecieron contentos de estirar las patas haciendo cabriolas uno junto al otro.
Henry miró hacia el mar. Tenía la intención de hacer algún comentario
sorprendentemente ingenioso y reírse con Erin, pero por el rabillo del ojo, la
vio pasar volando junto a él. Estaba inclinada sobre el cuello de la yegua, su
traje de montar volando tras ella, y su sombrero perdido.
El corazón de Henry se aceleró. Clavó las espuelas en los flancos del
caballo, pidiéndole que alcanzara a la pequeña yegua. Pero Erin era una buena
amazona, y viró bruscamente en su camino, forzando al semental a apartarse.
Él se rio y espoleó al caballo de nuevo. Corrieron a la par a través del páramo.
Henry acortó distancia respecto a ella, y cuando la yegua comenzó a cansarse,
instó al semental a correr a mayor velocidad y adelantó totalmente a Erin. Sin
dejar de sonreír, hizo dar la vuelta a su caballo, se quitó el sombrero, y se
inclinó sobre el cuello de su montura.
Erin se rio.
—Estoy en clara desventaja, ¡una yegua contra un semental!
—No vi ninguna desventaja, señorita.
—¡Póngame a lomos de un semental y le daré una carrera adecuada,
señor!
Él rio y le tocó el hombro con la punta de su fusta.
—No tengo ninguna duda de que lo harías, y que además ganarías.
Hablaron de caballos mientras cabalgaban por los páramos abiertos con la
vista del mar a un lado. El paisaje era bastante espectacular, pensó Henry.
Nueva York tenía su propia belleza, pero la costa de Irlanda era algo digno de
contemplarse.

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Además, se hacía aún más bella por Erin O’Conner. El aire fresco le había
dado un brillo especial a sus mejillas. Ella conversaba con facilidad,
señalándole puntos de referencia, e instruyéndole sobre la historia de Galway
y Ballynaheath, de la que sus antepasados provenían desde hacía siglos.
Llegaron a otro grupo de árboles que marcaban el inicio de un sendero
que bajaba hasta la orilla del agua.
—¿Es seguro? —preguntó Henry.
—¡Por supuesto! Es uno de los pocos lugares desde donde se puede tener
acceso al agua —dijo y le condujo por el camino.
Su ritmo se hizo más lento en la playa. El aire era más intenso allí, y la
playa corta y rocosa. Se detuvieron para mirar hacia el mar.
—Cuando era niño —dijo Henry—, quería ser marinero. Tenía la idea de
que llevaría a mis perros y caballos y navegaría por todo el mundo.
—Una gran ambición —estuvo de acuerdo Erin—. Yo en cambio siempre
he soñado con que me gustaría fundar un orfanato.
—Un orfanato —repitió él.
—Aye[20]. Allí todos serían mis amigos y nunca volverían a comer gachas
como las que les sirven a diario. Calculé que Ballynaheath sería lo
suficientemente grande. Pero la abuela no lo permitiría.
—Puedes realizar tu sueño todavía —dijo Henry—. Ballynaheath es lo
suficientemente grande para varios orfanatos, creo yo.
—Y tú y tus perros podríaos cazar pavos para nosotros —sugirió Erin.
Él rio.
—Lo aceptaría de inmediato, ya que es evidente que jamás seré un
marinero. —Hizo un gesto hacia el mar, recordando su desdicha—. Temo que
llegue el día en que deba meterme en un barco y navegar de nuevo. Qué
extraño que las olas puedan parecer tan tranquilas cuando uno está en tierra,
pero tan traicioneras cuando se está sobre ellas.
Erin no habló; mantuvo su mirada fija en el mar.
Henry lamentó haber hablado de eso. El recordatorio de que se iría
pareció empañar de repente el ambiente de esa tarde perfecta. Cada vez que
estaba con ella, Henry podía ver aún más claramente cuán única era Erin.
Nunca la olvidaría. Pero era dolorosamente consciente de que no podía haber
nada más que una amistad entre ellos. Irlanda era su hogar, el lugar en el que
ella deseaba estar. Se lo había confesado, y podía ver el amor que sentía por
su familia y por Ballynaheath. Él también amaba a su familia, y ellos
dependían de él para administrar la granja familiar.

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Henry había llegado a Irlanda para aprender sobre la cría de caballos
excepcionales, no para tener una aventura amorosa. Sin embargo, quería creer
que podría regresar aquí de vez en cuando para ver a Erin. Pero luego echó un
vistazo al mar que se movía ante él y recordó su debilitante mareo.
La marea estaba empezando a subir, y Erin sugirió que iniciaran el camino
de regreso a la cima de los acantilados.
Acababan de llegar a la cima cuando Erin lo miró, sonriendo.
—Precioso, ¿verdad? —dijo, y en ese mismo momento el disparo de un
arma lejana resonó en el tranquilo día de invierno.
El sonido asustó a su yegua; el caballo se encabritó tan rápido y con tanta
fuerza que Erin fue expulsada hacia atrás en la silla. Cayó rodando en un
remolino de color marrón oscuro y cabellos, aterrizando en el suelo al lado de
la montura de Henry.
—¡Erin! —gritó Henry, desmontando de un salto para ayudarla.
Erin se intentó levantar y miró fijamente a su yegua, que corría entre los
árboles. Trató de ponerse de pie, pero trastabilló en el intento y Henry
inmediatamente la levantó en sus brazos.
—¿Estás herida? —preguntó.
—¡Bájame! ¡Fianna se escapa!
—No voy a ponerte en el suelo hasta que sepa que no te has roto ningún
hueso —dijo con severidad mientras se dirigía hacia un grupo de rocas, donde
puso en el suelo a Erin—. ¿Sientes algún dolor?
—¿Dolor? —repitió ella, frunciendo el ceño—. Solo en mi orgullo —dijo
—. Esa maldita yegua. Me había olvidado de lo nerviosa que puede ser.
Henry puso las manos en su tobillo examinándolo con cautela.
—Realmente, estoy bastante bien —dijo Erin, pero él no le hizo caso y
siguió revisándole la espinilla, luego la rodilla. Erin jadeó suavemente.
—¿Sientes alguna molestia aquí?
—No, yo…
Él levantó la vista. Erin parecía afligida.
—No puedo respirar.
Pero estaba respirando.
—¿No puedes? —Él movió un poco más arriba la mano que tenía en su
pierna—. Tal vez no has tomado suficiente aire.
Erin negó con la cabeza y respiró hondo. Un largo mechón de su cabello
cayó de su cofia cubriéndole el pecho.
Él hizo una pausa, con la mano todavía en su pierna.
—¿Erin?

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Ella miró la mano que tenía en su pierna, luego a él de nuevo, y Henry
sintió el mismo tipo de sacudida que había sentido la noche anterior cuando la
había tocado: el zumbido de la poderosa atracción que corría entre ellos. Su
cuerpo respondió a esa corriente, casi sin pensar. En un momento, sus brazos
estaban alrededor de ella, su boca sobre la suya. El deseo estalló en una
conflagración, abrasándolo. Henry quería tocar cada pulgada de ella con su
boca y sus manos, y no le importó que estuvieran allí al aire libre, con el
sonido del mar rompiendo contra los acantilados a su espalda, su caballo Dios
sabía dónde.
Henry movió las manos hacia su pecho, ahuecando sus senos a través de
la tela de su ropa. Un suspiro de deseo se escapó de ella, y Henry movió su
boca a su mejilla, a su cuello, mientras desabrochaba los diminutos botones
de su traje de montar, luego llenó su mano nuevamente con su pecho mientras
su lengua llenaba su boca.
Erin era una participante entusiasta, para su gran placer. Sus manos
encontraron su cuello y sus hombros, luego se deslizaron dentro de su
chaqueta, deshaciendo el nudo de su corbata, desabrochando los botones de su
chaleco.
Henry no pudo contenerse, subió el dobladillo de su vestido en busca de
su piel desnuda. Movió su mano hacia arriba, presionando y amasando al
mismo tiempo que buscaba su boca. La echó hacia atrás sobre el plano liso de
la roca. Luego se trasladó a su pecho, liberándolo de la blusa que llevaba
puesta debajo de la chaqueta y lo tomó en su boca.
Erin se quedó sin aliento. Empujó contra su erección, moviéndose contra
él tan tentadoramente que le resultó casi insoportable. Deslizó su mano más
profundamente debajo de sus faldas, hasta la unión de sus muslos, y con los
dedos, se hundió en el calor húmedo entre ellos, deslizándolos aún más
profundamente.
Con un gemido, Erin arqueó la espalda, cambiando de posición para darle
mejor acceso. Henry estaba desesperado por complacerla, y acarició y chupó
hasta que Erin comenzó a retorcerse debajo de él. Ella alzó una pierna
rodeándole, y sus brazos se extendieron sobre las rocas mientras él la
acariciaba, buscando satisfacción. Gritó suavemente mientras llegaba al
clímax, hundiendo las manos en su pelo, sosteniendo su cabeza contra su
pecho, arqueándose contra él, y haciendo que ese sonido de placer absoluto
con todo ello se combinara para llevarle al borde de la locura.
Cuando por fin se calmó, Henry levantó la cabeza perezosamente, apartó
el grueso mechón de cabello que había quedado atrapado entre ellos, y le

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sonrió.
La expresión de Erin fue de asombro y deleite. Ella apartó un mechón de
pelo de su frente, sonriéndole. Pero entonces parpadeó, y de repente, se puso
en pie de un salto, llevándose una mano a la espalda durante un momento.
—¿Estás bien? —preguntó.
—¿Qué si estoy bien? —preguntó ella, dejando caer su mano—. Soy una
salvaje con… con… —Ella lo miró—. Henry, ¿qué haremos al respecto? Esto
es una locura, ¿verdad?
—Yo…
Se inclinó ligeramente hacia adelante, como si temiera perderse la
respuesta de él.
—Me temo que te encuentro demasiado atrayente para resistirme —dijo.
—¿Esto es común en Nueva York? ¿Las damas y caballeros se comportan
así, sin tener en cuenta el comportamiento respetable?
—No, en absoluto —dijo, demasiado rápido, porque los ojos de ella se
agrandaron, y se llevó el dorso de la mano a la frente—. Me he expresado mal
—dijo rápidamente, agarrando sus hombros y haciendo que lo mirara—. Lo
que quiero decir es que, honestamente, no puedo resistirme a ti. Nunca, en
toda mi vida, había conocido a una mujer a la que no pudiera resistirme.
Ella lo miró con sus grandes ojos azules fijos en él.
—Yo tampoco puedo resistirme a ti —dijo ella, claramente nerviosa—.
Pero esto es una locura sin sentido, ya que no hay acuerdo entre nosotros…
¿verdad?
Él no respondió a eso.
—Tú… tú debes regresar a América en cuestión de días, y se espera que
yo regrese a la escuela y a Londres, y esto… —dijo, señalando con ansiedad a
la roca— es intolerable, ¿no es así? —Ella le miró suplicante—. Dime la
verdad, Henry. Dime qué significa cuando un hombre y una mujer comparten
un momento de pasión como lo hemos hecho nosotros —dijo, mientras el
color ascendía por su rostro—. Dime lo que significa para ti.
Henry se sorprendió por sus audaces preguntas. Imágenes de su familia,
de su tierra, sus perros y caballos, pasaron por su mente. Él tomó su mano.
—¿Dejarías Irlanda?
—¿Dejarla? — repitió ella, sorprendida, y Henry se dio cuenta de que le
había estado preguntando si él se quedaría—. No me puedo ir. Me necesitan
aquí. ¿Te irías tú de Nueva York?
Henry no sabía qué decir. Tantos pensamientos, pensamientos
contradictorios, retumbaban en su cabeza.

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Erin miró hacia abajo.
—Erin, te pido perdón…
—No —dijo ella, y levantó la cara, sonriendo—. No debes, Henry. Yo he
sido una participante dispuesta, evidentemente. —Se sonrojó con timidez—.
Sin embargo, no creo que, dados nuestros caminos divergentes, debamos…
cabalgar juntos de nuevo, ¿no crees?
Él la entendía. No quería estar de acuerdo, pero no podía mirarla ahora y
argumentar que no tenía razón. Se había aprovechado de ella, y aunque
todavía podía sentir su cuerpo pegado al suyo, aún cuando medio metro los
separase, sentía demasiada admiración, demasiado respeto por ella, como para
querer más de lo que ya había tomado.
—Bueno —dijo Erin, retirándose el cabello de la cara con el dorso de la
mano—, Fiann a probablemente esté ya comiendo su avena ahora. Si ha
vuelto sin nosotros, alguien saldrá a buscarnos.
—Entonces será mejor que regresemos —dijo Henry. Se sentía pesado.
Triste. Le pasó un brazo alrededor de la cintura y la besó en la sien—.
¿Amigos? —La palabra le supo a tiza en la boca.
—Siempre —ella estuvo de acuerdo y le permitió caminar con ella, juntos
como estaban, hasta donde Daigh estaba pastando.

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Capítulo VIII

D espués de esa tarde extraordinaria, fue demasiado doloroso para


Eireanne ver a Henry, y sin embargo, por otro lado, no podía evitarlo.
Se debatía entre el deber y el deseo, entre los sentimientos por un hombre,
como nunca antes había experimentado, y la nostalgia por su familia y su
tierra natal.
Eireanne pensó en cómo sería ir con Henry a América. Parecía algo
emocionante, demasiado audaz. Pero, ¿y si a ella no le importara? ¿Y si
realmente vivían en pequeñas casas hechas de troncos? Por otra parte, ¿cómo
podía preocuparse por el alojamiento, siempre y cuando estuviera con Henry?
Se imaginaba a sí misma en América, viviendo en una casita rústica con
un hombre tan viril y valiente como Henry, y casi podía oír la voz de su
abuela, repitiendo lo que Eireanne venía oyendo desde hacía meses: «ella era
la única esperanza de restaurar el honor a su apellido. Solo ella podía redimir
a los una vez poderosos O’Conner».
Eireanne podía imaginar que casarse con un norteamericano y vivir en
tales circunstancias haría que su situación empeorara. Era precisamente lo
contrario de lo que su abuela esperaba de ella, y además, ¿qué sería de su
familia? Eireanne no podía dejarlos. Los amaba, amaba Irlanda, y temía no
volver a verlos si se iba a América.
Aye, pero tenía sentimientos tan fuertes por Henry. Sabía, en lo más
profundo de su alma, que él era el hombre para ella. Lo sabía desde aquella
hermosa tarde soleada, durante la cual Henry la había introducido tan fácil y
despreocupadamente en los placeres carnales, que se había enamorado
perdidamente de él. Reconocerlo fue una dura caída, semejante a la que había

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sufrido desde el lomo de Fianna. No podía mirar esos ojos marrones y ver esa
sonrisa encantadora y saber que no podría estar siempre con él.
Así que Eireanne intentó deliberadamente evitar a Henry durante los
siguientes días. Ayudó el hecho de que durante los doce días de Navidad, ella
y su familia cenaran fuera de casa todas las noches. Henry declinó las
invitaciones para unirse a ellos.
—Es mucho lo que tiene que hacer antes de regresar a América —explicó
Declan una noche, cuando estaban todos reunidos esperando que trajeran un
carruaje.
—¿Se irá pronto, entonces? —preguntó Keira.
—En unos pocos días —confirmó Declan.
Él se iba, y Eireanne se había privado de compartir la mesa para no sufrir
viendo su encantadora sonrisa. No, estaba obligada a sufrir en privado la
agonía de su inminente partida. Que Dios la ayudara, pero por más que lo
intentaba, no podía dejar de pensar en él. Había despertado en ella un deseo
que la consumía tanto que apenas podía comer o beber.
—¿Qué te preocupa, muirnín? —le preguntó su abuela en el desayuno—.
¿Te encuentras mal?
—Estoy muy bien, abuela.
Su abuela no pareció del todo convencida, pero no presionó más a
Eireanne.
Si esto era amor, pensó Eireanne, no lo quería. El amor le había quitado el
apetito, la había dejado sin desear nada más que pensar en Henry y observarlo
desde la pequeña ventana en lo alto de la antigua torre, donde había pasado
una tarde suspirando por él.
Quería preguntar a todos los de su alrededor cómo habían reconocido el
momento preciso en que se habían enamorado, y si se habían sentido tan
agitados e inseguros como su amor hacía con ella. O si fue tan doloroso.
Pero Eireanne se mantenía alejada de él precisamente porque se había
enamorado de él. Temía que al estar con él quisiera explorar más de lo que ya
le había mostrado en dos ocasiones. Solo tenía que mirar a Keira para saber el
tipo de complicaciones que podían surgir de esos encuentros. Por supuesto, la
situación de Keira era completamente diferente a la suya. Si una iba a caer en
desgracia, era mejor caer en el regazo de un conde guapo y rico, como había
hecho Keira.
Una no caía en desgracia en los brazos de un norteamericano que la
llevaría lejos de su familia y de su tierra natal. Él bien podría haber sido
chino… América parecía estar tan lejos.

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Tampoco caía una en desgracia cuando su familia deseaba mucho más
para ella. ¡Cielos, la abuela nunca cesaba de hablar de ello! Eireanne sabía
que su abuela quedaría devastada si no terminaba en Londres y se casaba con
un hombre con un título adecuado.
Henry no era aristócrata, era un criador de caballos americano, y no era el
partido que su abuela deseaba para ella y la familia.
Aún así, mientras Eireanne contemplaba con melancolía a Henry en el
prado con Declan, o lo veía cabalgar con temerario abandono, pensaba que
nunca conocería a otro hombre como él, que nunca volvería a sentirse de esta
manera. Temía que su corazón nunca volviera a revolotear locamente, o estar
ligada a un hombre por matrimonio, mientras soñaba con Henry. Recordaría
siempre su encantadora sonrisa, su completa irreverencia por su jerarquía
social en Galway. Ella lo imaginaría en su granja en Nueva York, con sus
caballos, y su esposa, y un montón de niños sonrientes y con cabellos
dorados.
Esos eran los pensamientos en su cabeza y el dolor en su corazón,
mientras transcurrían los días de Navidad.

Una tarde, cuando los doce días de Navidad se acercaban a su fin, Eireanne y
su familia se unieron a otras quince personas en casa de los O’Shay. Era una
de las pocas invitaciones que había recibido la familia, pero, no obstante, era
una invitación que indicaba que la censura a los O’Conner había comenzado a
descongelarse.
Después de cenar carne de venado, se dirigieron al salón, donde Eireanne
había ocupado un lugar en el sofá junto a Keira. Estaba perdida en sus
pensamientos, imaginando a Henry en sus habitaciones en Ballynaheath,
escribiendo cartas a su casa, ya que una vez más había rechazado la invitación
de Declan para unirse a ellos.
De repente, Keira le pellizcó ligeramente la muñeca.
—¡Ay! —dijo Eireanne y miró a su cuñada con sorpresa.
—No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho, ¿verdad? —dijo
Keira—. ¿Qué diablos es lo que te pasa?

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—¿A mí? —Eireanne resistió el impulso de sobresaltarse—. No sé lo que
quieres decir.
—Quiero decir que te quedas mirando como si estuvieras totalmente en
otro lugar, y no escuchas cuando alguien te está hablando. Acabo de hacer
una observación sobre el señor Robert Quinn, una astuta observación, si se
me permite decirlo, y no escuchaste ni una palabra.
—Te ruego que me disculpes —dijo Eireanne—. ¿Cuál fue la
observación?
—Poco importa ahora, pero dije que lo habían pasado por alto como
posible partido para ti, para Molly o para Mabe.
Eireanne gimió.
—Te doy mi palabra, espero con ansias el día en que me case y todo el
mundo deje de buscar posibles partidos para mí.
Keira la miró fijamente con sus ojos verdes.
—¿No deseas tener pareja?
—No como el señor Canavan. O el señor Quinn, para el caso —dijo con
irritación Eireanne—. Yo prefiero buscar mi propio compañero.
Keira parpadeó, y luego sonrió con complicidad.
—¿Y quién sería ese compañero?
Eireanne pudo sentir el rubor inundando su rostro.
—Nadie.
Pero Keira ya estaba sacudiendo la cabeza.
—¿De verdad crees que con dos hermanas, una prima, y tú, no sé una cosa
o dos acerca de las mujeres? Puedes confiar en mí, Eireanne, no voy a repetir
ni una palabra…
—¡Ja!
—¡No diré nada, lo juro! Puedes confiar en mí si el caso lo requiere y no
hay otras complicaciones que me obliguen a contarlo.
—Eso no es muy tranquilizador —se burló Eireanne—. Te das cuenta de
eso, ¿verdad, Keira? Ni siquiera es un poquito tranquilizador.
—Dime quién es y yo te ayudaré —presionó Keira—. ¿Es uno de los
compañeros del señor Canavan? Me parece que el señor Lynch es muy
atractivo…
—¡No! — susurró con vehemencia Eireanne y puso su mano sobre la de
Keira, apretándola—. No es nadie, Keira. Nadie.
Keira se echó hacia atrás ligeramente, y se encogió de hombros
despreocupadamente.

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—Muy bien. No es nadie —dijo, apretando los labios y apartando la
mirada durante un momento.
—Realmente tenía muchas esperanzas para ti y el señor Canavan. Es rico,
guapo y encantador. Algún día será un barón. ¿Qué más se puede desear en
un marido?
Cariño. Pasión.
—¿Afecto? —respondió Eireanne con enfado—. ¿Respeto? ¿Alguna cosa
similar?
—Bueno, por supuesto, querida —dijo Keira—. Todo eso llega con el
tiempo. Creo que el señor Canavan sería muy cariñoso.
Eireanne ni siquiera se había fijado en el señor Canavan esa noche. Lo
miró ahora, donde él estaba de pie en medio de un círculo de admiradoras,
como siempre hacía. Por casualidad él levantó la cabeza y vio a Eireanne
mirándolo. Sonrió cortésmente y apartó la mirada.
—Oh, no —dijo Keira de repente.
Eireanne miró hacia donde estaba mirando Keira y vio que Ciona Dunne
había tomado asiento en el pianoforte. El señor O’Shay estaba colocando
partituras delante de ella.
—Ahora todos vamos a sufrir —gimió Keira.
—Se amable, Keira.
—Quiero ser amable, pero es malditamente horrible. ¿Dónde estará
Declan? —murmuró y miró más allá de Eireanne.
Una sonrisa iluminó su bello rostro cuando vio a su marido, y Eireanne la
envidió.
—Me disculpas, ¿verdad, querida? Declan me sostendrá cuando me
desmaye por el aburrimiento —dijo Keira, y con una sonrisa y una palmadita
en la rodilla de Eireanne, se levantó.
Eireanne la vio deslizarse hacia donde estaba Declan, y observó la
expresión en el rostro de su hermano. Nunca le había visto una expresión
como la que reservaba para Keira, y notó un pequeño tirón en su corazón.
Declan había encontrado su paz. Había encontrado a su compañera y estaba
muy enamorado.
Eireanne estaba segura de que ella nunca tendría ese tipo de amor.
Cuando Ciona Dunne comenzó a tocar su pieza, Eireanne imaginó el
crescendo de felicidad que sentía cada vez que Henry entraba en la
habitación. Detente, se reprendió a sí misma. Era una práctica sin esperanza y
dolorosa.

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Ciona terminó su penosa aria, y estaba a punto de comenzar otra, cuando
Molly Hannigan jadeó desde algún lugar cerca de las estanterías y señaló el
suelo.
—¡Miren! —exclamó, y se levantó de su asiento para recoger un
pergamino doblado.
—¿Qué? ¿Qué es? —preguntó la señora O’Shay con el temor nervioso de
alguien que sospecha que un roedor acaba de correr sobre sus costosas
alfombras frente a todos sus invitados.
—Una carta —dijo Molly con deleite dándole la vuelta. Su cara se
iluminó de inmediato—. ¡No tiene destinatario!
—Echaré un vistazo a eso —dijo el señor O’Shay, caminando hacia
adelante, con la mano extendida.
Una vez más Molly estuvo claramente decepcionada porque no se le
permitió leer la carta.
El señor O’Shay abrió el pergamino, y arrugó la frente con atención
mientras lo leía. Cuando terminó, levantó la vista con el ceño fruncido.
—¿A quién se le habrá caído esto? ¡Descubriré al culpable que ha dejado
caer esto en mi piso!
—Por Dios, mi amor, es una carta, no un trozo de carne rancia —dijo la
señora O’Shay—. ¿Qué dice?
—¿Qué dice? —repitió él en voz alta—. Te diré lo que dice… es otra de
esas cartas —dijo con disgusto extendiendo su brazo con la misiva, y
agitándola ante su esposa.
Ella la tomó con cautela de su mano.
—¿Debo leerla?
—No sé por qué tendrías que hacerlo —dijo bruscamente—. Es un poema
mal escrito.
—¿Pero seguramente, no tan mal escrito que no podamos escucharlo? —
preguntó Molly con cuidado.
—Solo echaré un vistazo —dijo la señora O’Shay y abrió la carta.
Eireanne pensó que Molly parecía a punto de levitar de lo ansiosa que
estaba por ver el contenido de la carta. Personalmente, Eireanne no quería
escuchar más sobre cartas de amor. Era demasiado doloroso.
—Ah, pero es dulce —dijo la señora O’Shay con aprobación.
—¡Léalo! —gritó alguien—. Juzguemos este poema.
Los invitados rieron.
—Muy bien —dijo la señora O’Shay.

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«Querida, mi corazón se eleva cuando puedo ver tu sonrisa. Mis ojos
cantan con tu imagen en mi sueños…».
—¿Sus ojos cantan? —dijo el señor Hannigan—. Suena bastante
incómodo, ¿no es así?
—Pappa, por favor —dijo Mabe—. ¡Es arte!
—¡Un montón de basura, eso es lo que es! —ladró Hannigan.
—¡Por favor! —La señora Gallagher, una anciana viuda, golpeó su bastón
con fuerza en el suelo para llamar la atención—. ¡Por favor, permitan que la
señora O’Shay termine! —dicho esto, se inclinó hacia delante, ansiosa por
escuchar el resto del poema.
—Gracias, señora Gallagher. ¿Dónde estaba? «… imagen en mis
sueños…». Sí, aquí estábamos.
«Mi amor se puede completar con una sola cosa. Tus ojos, tu corazón, tu
sonrisa deben girarse para verme».
—Espero que el resto de ella gire también —dijo el señor Quinn, y los
caballeros de la sala se echaron a reír.
—Mi compasión para la pobrecita que reciba este poema —dijo otro
hombre—. ¿Se imagina la decepción al descubrir que quien más te estima
tiene ojos cantores?
—No lo entiende, señor. No son las palabras tanto como lo es su
significado —argumentó la señora O’Shay.
—Le ruego me disculpe, señora, pero las palabras realmente importan, y
si este tipo no puede invocar nada mejor que eso, uno solo puede sospechar
qué otro defecto de intelecto posee.
—Conozco uno —dijo Canavan—. Cree que la poesía le da ventaja.
Los hombres de la habitación rieron a carcajadas por el comentario.
Eireanne entornó sus ojos cuando Mabe se sentó junto a ella.
—No puedo estar más de acuerdo —le dijo a Mabe—. Es bastante
horrible.
—Yo no creo que sea horrible en lo más mínimo —contestó Mabe, un
poco a la defensiva.
—Pero, ¿para quién será? —preguntó la señora O’Shay.
—Una pregunta mejor sería ¿quién es tan malditamente descuidado con
sus cartas? —preguntó el señor Hannigan.
—Tal vez quiera que sean encontradas —sugirió Keira—. Quizás es
demasiado tímido para entregarlas al objeto de su amor, y espera que ella lo
vaya identificando de esta manera.
—Si ella lo hace, ahora no lo reconocerá —dijo Declan con una carcajada.

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—¡Basta ya de estas malditas cartas! ¿Quiénes están a favor de jugar a los
naipes? —bramó el señor O’Shay.
Los caballeros de la sala se mostraron muy ansiosos por jugar, pero las
damas no estaban contentas por dejar pasar el tema.
El poema fue analizado minuciosamente en busca de pistas, y se
mencionaron varios nombres como el posible autor, o mejor aún, la
destinataria.
Ninguna mujer soltera, joven o vieja, estaba exenta del examen.
Eireanne se sintió agradecida cuando Declan fue a buscarla.
—Keira está fatigada —dijo en voz baja.
Salieron de la residencia O’Shay cuando se estaba preparando otro
acalorado debate sobre el autor.
Eireanne esperaba que ese fuera el final del episodio, pero debería haber
sabido que entre los Hannigan, y los O’Conner, nada terminaba realmente.
Simplemente tomaba una nueva forma.

Sucedió que el clima se volvió horrible esa semana, y la aguanieve lo cubrió


todo. En el undécimo día de Navidad, cuando todo el mundo en Ballynaheath
iba y venía apresuradamente, preparando el baile de la noche siguiente, los
hombres se vieron obligados a entrar dentro, y fue allí donde Eireanne se
encontró cara a cara con Henry.
Él estaba parado fuera del salón, quitándose el abrigo y el sombrero. En el
momento en que lo vio, su corazón comenzó a latir rápidamente. Para
Eireanne, Henry Bristol era más atractivo que cualquier otro caballero que
hubiera conocido. Era más grande, su complexión más robusta. Y cuando
levantó la vista y la vio allí, su sonrisa la derritió por completo.
—¡Erin! —dijo, genuinamente feliz de verla. Le entregó el sombrero a un
criado y se adelantó. Tomó su mano en la suya, y se inclinó sobre ella,
besando sus nudillos—. Te he echado de menos.
Ahí estaba ese revoloteo de su corazón.
—¿De verdad?
—Completamente. Absolutamente. Eres mi única y verdadera amiga en
Irlanda, ¿lo has olvidado? ¿Cómo estás? ¿Cómo te va? —Le preguntó, su

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mirada buscando su rostro.
—Muy bien —dijo ella y se movió un paso. Quería rodearle el cuello con
sus brazos, enterrar la cara en su hombro—. ¿Has estado muy ocupado?
—Bastante —dijo, enlazando su mano en su brazo—. Me he estado
preparando para mi viaje de regreso a casa. Hay muchos arreglos que deben
hacerse cuando uno ha negociado dos sementales con éxito. —Sonrió—. Con
tu hermano es difícil llegar a un trato. ¿Y tú? Supongo que has estado
ocupada preparando tu regreso a Suiza.
—Mmm —dijo—. Henry, yo…
—Eireanne, ¿eres tú? —llamó su abuela desde el salón—. Trae al señor
Bristol junto al fuego. Debe estar congelado.
Eireanne y Henry se miraron durante un largo momento.
—¿Qué estabas diciendo? —preguntó él en voz baja.
Ella apretó los labios y sacudió la cabeza.
—Debemos entrar.
En el salón, la abuela y Keira estaban sentadas en una mesa, pero Declan
se paseaba frente a las ventanas con vistas al mar. No le gustaba estar
confinado en el interior.
—Señor Bristol —dijo Keira con ojos brillantes—. ¡Hemos extrañado su
compañía!
—Gracias. Yo también he echado de menos la de ustedes. —Hizo un
guiño sutil a Eireanne.
—Se ha perdido toda la emoción —dijo la abuela de Eireanne—. Dougal,
sírvale un poco de té. El caballero está todo empapado.
Henry acercó una silla a Eireanne, luego se sentó al lado de ella y bebió
un sorbo del té que el mayordomo le había servido.
—Hemos recibido otra carta —dijo Keira, como si fuera un secreto,
cuando ya se había extendido como la peste a través de Galway.
—Un poema —aclaró la abuela.
—Un poema muy malo —murmuró Declan.
Keira, ignorando a Declan, le contó a Henry el incidente de la noche
anterior, llegando incluso a recitar el poema, que sorprendentemente lo había
aprendido de memoria. Cuando terminó su relato, Henry se echó a reír.
Eireanne podía sentir su rodilla presionando contra la de ella.
Keira pareció ligeramente ofendida.
—¿Qué le parece tan divertido, si puede saberse?
—Que el deseo de diversión es tan grande que estas cartas —dijo, con un
gesto desdeñoso de su muñeca, —se han convertido en algo significativo.

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Keira parpadeó.
—¿Usted no cree en el amor, señor Bristol?
Henry miró a Eireanne.
—Por supuesto que sí —dijo y volvió a mirar a Keira—. Pero no creo que
el amor esté en un par de cartas, tan claramente colocadas en una habitación,
precisamente para dar lugar a una gran cantidad de conversaciones y
especulaciones en los largos días de invierno. Eso no es amor. Eso es teatro.
Keira quedó claramente decepcionada con su respuesta.
—Oh. Me parece muy cínico por su parte.
—Está siendo práctico —dijo Declan—. Estoy de acuerdo… Si un
caballero realmente quisiera proclamar su afecto a alguien, sin importar lo
mal que lo haga, sencillamente lo haría, y no se ocultaría detrás de un pedazo
de pergamino. Bien dicho, Bristol.
—Supongo que tan claramente como cuando tú expresaste tu cariño, mi
amor —dijo Keira con ironía.
Declan sonrió.
—No digo que un hombre lo haga de manera adecuada. Solo que lo hará
cuando llegue el momento oportuno.
—¿Cuándo es el momento oportuno? —preguntó Eireanne con curiosidad
—. Este caballero parece pensar que es el momento adecuado para él.
—Este caballero está jugando con todos nosotros, y no muy bien, en mi
opinión —replicó Declan—. Cuando llega el momento, uno lo sabe, muirnín.
El momento adecuado es cuando un hombre se arriesga a perder todo lo que
es.
—Díganos lo que piensa, señor Bristol —preguntó la abuela de Eireanne
—. ¿Alguna vez ha escrito una carta de amor?
—No —dijo al instante, y el corazón de Eireanne latió un poco más
rápido—. Y no lo haría —agregó, y su corazón se hundió—. Estoy de acuerdo
con el conde. Si sintiera la necesidad de declarar mi afecto, lo haría.
Directamente.
Eireanne miró hacia el fuego, deseando poder escuchar esa declaración de
él.
—Bueno, no creo que todos los caballeros vean las cosas de la misma
manera como ustedes dos las ven —dijo Keira—. Creo que el señor Canavan,
en particular, es muy aficionado a escribir cartas.
—Entonces es un tonto más grande de lo que creía —murmuró Declan.
—Y pienso —dijo Keira, sonriendo con aire de suficiencia— que las
escribe para Eireanne. —Y sonrió diabólicamente.

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Les llegó el sonido de alguien golpeando firmemente la puerta de entrada.
Dougal salió rápidamente de la habitación.
—No lo hace —dijo Eireanne con cansancio—. Te lo dije, él no siente
nada por mí. Es por Mabe.
—Entonces, es el tonto más grande —dijo Declan y se inclinó para besar
la parte superior de la cabeza de su hermana.
El amor de Eireanne, su desilusión, todo ello, de repente se convirtió en
un ataque de impaciencia en toda regla.
—¡Por favor! —dijo bruscamente, y todos en la habitación la miraron con
los ojos muy abiertos—. Todos vosotros, ¿seríais tan amables de dejar de
tratarme como si fuera una imbécil? Sé cuándo un caballero me estima, y el
señor Canavan no lo hace. El deseo que tenéis todos de que lo haga es tan
ridículo como insoportable.
Nadie dijo una palabra. Todos la miraron boquiabiertos, sorprendidos por
su arrebato. Todos, excepto Henry. La diversión brillaba en sus ojos cuando
Dougal regresó al salón. Sostenía una bandeja de plata, y una carta estaba
sobre ella.
Keira se quedó sin aliento.
—¿Otra carta? —exclamó, claramente encantada por la perspectiva.
—Para el señor Bristol, señora —dijo Dougal.
—¿Para mí? —dijo Henry, frunciendo el ceño ligeramente. Cogió el
pergamino de la bandeja—. Es de mi hermano —dijo distraídamente mientras
rompía el sello. Leyó el contenido, y su ceño se fue profundizando. Cuando
terminó, miró a Eireanne, luego a Declan—. Lo lamento, milord, pero debo
irme de inmediato, mañana mismo, si es posible. Mi padre está gravemente
enfermo.
—¡Oh, no! —exclamó Keira.
—Por favor, discúlpenme. Me necesitan en casa y tengo que terminar mis
preparativos. He estado fuera demasiado tiempo —dijo ausente, y se puso en
pie.
Miró a Eireanne antes presentar sus excusas para retirarse y escribir a su
hermano de inmediato con la noticia de que volvía a casa.

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Capítulo IX

E l mal tiempo mantuvo a los O’Conner encerrados en Ballynaheath para


una cena tranquila, cosa que Henry agradeció, dada la gravedad de sus
pensamientos.
Lo que más apreciaba de esa noche era que se sentía como en casa. Tal
vez no tan cómodo como se sentía con su familia, pero, sin embargo, era la
mejor alternativa a estar en Nueva York. Los O’Conner mantenían las bromas
entre ellos y no lo presionaron.
En todo caso, Erin fue particularmente cuidadosa con él, detectando
cuándo hablarle, cuándo dejarle para que mirara fijamente su plato, y
preparada con una cálida sonrisa cuando más lo necesitaba.
Parecía evidente que los Hannigan viajarían a través del fuego y el hielo
para cenar en compañía, ya que llegaron como siempre lo hacían a tiempo
para la cena.
Las gemelas estaban particularmente animadas esa noche, pensó Henry.
Tenían chismes para compartir, y, naturalmente, estos tenían que ver con lo
más importante que, según todas las apariencias, había sucedido en la historia
del Condado de Galway: se había descubierto otra carta.
—Estaba allí, en la repisa de la chimenea de la señora Gallagher, puesta
entre las ramas de acebo —informó Molly—. No habría sido descubierta si el
señor Gallagher no hubiera empezado a quemar el acebo.
—¡Quemar el acebo! —dijo la señora Sullivan—. ¿No celebran las
fiestas?
—Necesitaban astillas —dijo Molly—. ¿Se imaginan el valor que debe
poseer el autor de la carta para haberla puesto allí, sabiendo que podría haber
sido descubierto? —preguntó sin aliento.

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—Y pensar que tal héroe existe entre nosotros, meros mortales —dijo con
sequedad Donnelly.
Henry no pudo evitar reírse a pesar de su estado de ánimo, lo que le valió
una mirada de las damas sentadas alrededor de la mesa.
—Nos tienes en vilo, Molly —dijo Lady Donnelly—. ¿Qué decía la carta?
—Ahora te lo digo —dijo Molly con entusiasmo, mirando a su audiencia
—. El autor escribió que no puede ocultar su amor durante más tiempo y ¡lo
hará público mañana por la noche en el baile!
Lo anunció como si el Rey de Inglaterra fuera a aparecer en Ballynaheath.
—Por el amor de Dios —dijo Donnelly con un suspiro.
—¡Esa es una excelente noticia! —exclamó Lady Donnelly—. ¿Qué
mejor momento para hacer el anuncio, que cuando todo el mundo está
reunido? Es inteligente este caballero. No es de extrañar que hayamos tenido,
justamente hoy, tantas respuestas favorables a nuestras invitaciones.
—No es de extrañar —dijo Donnelly, tamborileando sus dedos contra el
tallo de su copa de vino.
—Es muy inteligente, quienquiera que sea —dijo Mabe. Y parecía, pensó
Henry, tan complacida como si hubiera escrito ella misma la carta—. Creo
que todos deberíamos llevar nuestros mejores vestidos de fiesta —agregó, con
una mirada penetrante dirigida a Eireanne—. No estaría bien visto tener toda
la atención esa noche y no estar vestida adecuadamente, ¿verdad?
—¿Por qué demonios me miras? —preguntó Erin, claramente exasperada.
—Bueno —dijo Mabe con un encogimiento de hombros—, es muy
posible que tengas una declaración de amor.
—Es más probable que estéis todos locos —dijo Erin.
—Es una pena que no esté aquí cuando se descubra su identidad, señor
Bristol —dijo la señora Sullivan.
—¿Qué? —exclamó Molly—. ¡Pero tiene que estar, señor Bristol!
—No puedo —dijo, sacudiendo la cabeza—. Debo partir hacia mi casa
mañana.
—No se puede perder el baile.
—¿De verdad crees que al señor Bristol le preocupa en lo más mínimo
quién está escribiendo esas cartas? —le respondió Lady Donnelly a su
hermana, y se produjo una animada discusión sobre quién había escrito las
cartas y para quién.
Henry se dio cuenta de que Erin estaba sentada en silencio. Cuando por
casualidad levantó la vista, y lo encontró mirándola, sonrió. Él también lo
hizo. Pero ninguno de ellos parecía particularmente feliz. Era completamente

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egoísta por su parte, pero Henry esperaba que la carta no fuera para Erin. No
podía soportar siquiera imaginar a un irlandés proclamando públicamente su
estima por la mujer que amaba.
Amaba.
Sí, amaba a Erin O’Conner, sabía muy bien que lo hacía, y lo sabía desde
hacía varios días. Sin embargo se había sentido paralizado por ese
sentimiento. Tal vez porque no había estado preparado para ello,
particularmente estando tan lejos de casa.
Tenía asumido que algún día se enamoraría, ¿pero aquí? ¿Ahora? Y con
las noticias acerca de su padre, le necesitaban en casa de inmediato. Su
hermano había dicho que la situación era grave, y Henry no podía llenar su
cabeza con pensamientos inútiles o desviar su atención de su familia que lo
necesitaba.
No era como si Erin fuera a irse con él. Era evidente que los O’Conner
habían puesto sus esperanzas en su matrimonio con un hombre de la nobleza,
y él la conocía lo suficientemente bien como para saber que no iba a
defraudarlos.
No importaba lo mucho que deseara que la situación fuera diferente, no lo
era. Se había enamorado de una mujer que no podía tener.

Cuando la cena hubo terminado, y Lady Donnelly había convencido a sus


hermanas para que tocaran el pianoforte, Henry se disculpó una vez más.
Tenía mucho que hacer antes de irse al día siguiente. Le había prometido a
Erin que asistiría al baile, pero no iba a poder cumplirlo.
Estaba en sus habitaciones, revisando sus cosas, cuando alguien llamó a la
puerta. Asumió que era Mathew.
—Pasa —dijo, mirando distraídamente sobre su hombro, y vio a Erin.
Henry dejó caer sobre la cama la camisa que tenía en la mano.
Ella sonrió con timidez.
—¿Puedo entrar?
—Por favor —dijo él, y rápidamente le acercó una silla para que se
sentara. Pero Erin no se sentó. Juntó las manos detrás de su espalda y miró a
su alrededor, su mirada cayendo sobre sus cosas.

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—Espero no molestarte. Estoy segura de que debes tener mucho que
hacer, ¿verdad?
—Nunca me podrías molestar —dijo—. Vamos, pasa —la instó, y le hizo
un gesto para que entrara.
Ella caminó un poco más adentro de la habitación, pero mantuvo una
distancia respetable. Su mirada se centró sobre algo que estaba encima de la
cama. Henry miró hacia abajo y vio la caja de música que había comprado
para su hermana Sarah.
—Ah. ¿Qué te parece? —preguntó él, enseñándosela—. Es para mi
hermana.
Erin la cogió y la examinó.
—Es bonita —dijo ella y se la devolvió—. Ella se alegrará.
—Espero que le guste —dijo, y volvió a dejar la caja de música sobre la
cama—. No estoy muy seguro de que le gusten las cajas de música.
Erin sonrió con cierta melancolía.
—Sospecho que pensaría que es bonita una piedra que le llevases.
—Una piedra, ¿eh? —Sonrió con pesar—. Me podría haber ahorrado unos
cuantos farthings[21] si lo hubiera sabido.
Erin le sonrió con simpatía.
—He venido a preguntar por tu padre, Henry. Debe ser un shock para ti.
Henry miró con ansiedad la palma de su mano.
—Está bastante enfermo. Ha tenido estos episodios antes, pero mi
hermano me ha informado que esta vez el doctor no está del todo seguro.
Ruego llegar a tiempo para, al menos, despedirme. —Las lágrimas quemaron
su garganta.
Erin le puso la mano en el brazo.
—Lo siento mucho —dijo—. Sé lo doloroso que es.
Él no lo dudaba; ella no había conocido nunca a su madre y había perdido
a su padre a una edad temprana.
—Lo que más me angustia es que me siento un poco culpable —confesó,
sorprendiéndose a sí mismo.
—¿Culpable? ¿Por qué?
—Porque debería haber estado en casa. Debería haber estado allí con él.
—Apretó la mandíbula.
Henry había expresado estos pensamientos en voz alta; no había pensado
conscientemente en el remolino de emociones desde que recibió la carta, pero
era algo que sentía en su interior. Debería haber estado en casa.

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—Lo entiendo —dijo Erin en voz baja—. No voy a estar aquí cuando
Keira dé a luz. Es un acontecimiento tan importante en nuestra familia, y sin
embargo, estaré al otro lado del mundo.
Él la miró con inquietud, como si ella también tuviera problemas para
expresar las palabras en voz alta.
Henry observó un surco en su frente mientras pensaba en su propia
situación.
—Vaya pareja, ¿verdad? Estos acontecimientos nos separan.
—¿Perdón?
Ella era tan cautivadora, tan encantadora. Nunca podría olvidarla. Cada
noche, durante el resto de su vida, al recostar la cabeza sobre una almohada
pensaría en ella.
—Tú y yo —dijo—. Tantos obstáculos. Tantos arrepentimientos. —Se
acercó a ella y le cogió la cara entre sus manos—. Ojalá nos hubiéramos
conocido en otro lugar y en otro tiempo, Erin.
Las lágrimas brotaron de sus ojos.
—Oh, Henry —susurró—. Aye.
Una lágrima solitaria se deslizó por el rabillo de su ojo.
Él inclinó la cabeza, besó esa lágrima, luego sus ojos, y después su boca.
Fue un beso tierno, un beso de despedida, un largo adiós. Y mientras sentía
placer al hacerlo, no se podía tocar a Erin y no sentir placer, también sintió
una roca dura de pesar en la boca del estómago, un dolor como jamás había
sentido. Lo quemó, hundiéndose hasta la médula, inflamando cada nervio y
tendón.
No podría decir cuánto tiempo estuvieron allí, dándose besos de
despedida, antes de que Erin rodeara con su mano su muñeca y la apartara de
su rostro.
—Debo irme. ¿Cuándo nos dejarás?
Henry suspiró y entrelazó sus dedos con los de ella.
—Me gustaría estar lejos mañana a mediodía. Me temo que no estaré para
el baile, Erin. No puedo quedarme otro día.
—Por supuesto, debes marcharte —dijo.
Intentó sonreír, pero sus labios temblaron un poco, y él la besó una vez
más antes de dejarla ir. La vio salir, arrastrando la cola de su vestido.
Ella no miró hacia atrás.
Cuando se fue, él cerró la puerta y se dirigió hacia el fuego. Con las
manos en las caderas, miró las llamas, sus pensamientos confusos, su corazón
dolorido.

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Podía sentir cómo esa dura bola de pesar crecía y hundía sus tentáculos en
él. Tantos pensamientos conflictivos y dolorosos lo atravesaron,
destrozándolo.

Cuando escuchó un segundo golpe en la puerta, su corazón dio un salto. Era


Erin. Había vuelto, venía por una noche. Se dirigió hacia la puerta y la abrió
de golpe, y su cara se desencajó por la decepción cuando vio a las gemelas
Hannigan.
—Le pedimos disculpas, señor Bristol, pero no podemos soportar la
noticia de que nos va a dejar.
—Sí —dijo él firmemente. No quería su compañía justo ahora, no quería
su charla, sus caras sonrientes, sus especulaciones sobre quién amaba a Erin
—. Me necesitan en casa.
Molly y Mabe intercambiaron una mirada precavida. Henry vio la mirada
entre ellas y sus sonrisas avergonzadas, y sus sospechas crecieron.
—Muy bien, terminemos con esto. ¿Qué se traen entre manos?
—Hemos… Nos hemos divertido un poco —dijo Molly en tono de
disculpa, pero hizo una mueca de dolor, como si este poco de diversión le
hubiera dolido.
—Hay algo que debemos decirle —añadió Mabe, con voz grave.
Henry frunció el ceño. Seguro que no se trataba de una noticia agradable.
Se hizo a un lado.
—Pueden entrar y darme las malas noticias.
Sonriendo ligeramente, las gemelas pasaron junto a él y entraron a la
habitación.
Henry cerró la puerta y se apoyó contra ella, cruzó los brazos y miró a las
dos mujeres.
—Bien, entonces ¿qué parte de la diversión ha tenido que ver conmigo?
—Por favor, no se enfade, señor Bristol —dijo Mabe rápidamente.
—Maldita sea —murmuró Henry.
—Usted debe saber que teníamos las mejores intenciones —añadió Molly.
—Es peor de lo que pensaba —suspiró, mirando hacia el techo.
—Tiene que ver con las cartas de amor —dijo Mabe.

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Eso le hizo bajar la cabeza.
—¿Disculpe? Espero que no haya dicho cartas de amor, señorita
Hannigan —dijo bruscamente—. Será mejor que se explique de inmediato.
Una de ustedes comience a hablar ya.
—Usted las escribió —dijo Molly rápidamente.
Eso dejó a Henry paralizado.
—¡Yo no lo hice!
—Para Eireanne —agregó Mabe precipitadamente.
Miró de un par de ojos verdes al otro par.
—Yo no las escribí…
—¿Pero no desearía haberlo hecho? —preguntó Molly y le lanzó una
inconfundible sonrisa de esperanza.
—Por el bien de Eireanne —intervino Mabe—. Ella ha tenido una vida
bastante desafortunada, ¿verdad? Y realmente tiene pocas esperanzas de tener
una vida decente, a menos que se case con un noble en Inglaterra, y la única
clase de noble que tendrá, a causa de los escándalos, será probablemente una
vieja y seca pasa de lord. Eireanne se merece algo mucho mejor que eso.
Henry no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Mejor que un hombre de la nobleza? ¿Mucho mejor que la legitimidad
que traería a esta familia con problemas? Están locas, las dos —dijo enojado.
—¡Usted no nos está entendiendo! —dijo Molly, sin dejar de sonreír,
como si su sonrisa lo suavizara todo. Lo cual, supuso Henry, había pasado
más de una vez—. Sinceramente, queríamos ayudarle…
—¿Ayudarme a mí?
—Aye —dijo Molly. —Hemos visto cómo la mira…
—Y ella a usted —dijo Mabe terminado la frase, y asintiendo
enérgicamente.
—Y realmente había poco tiempo, con usted yéndose a América y
Eireanne a Suiza, por lo que solo pretendíamos darle un pequeño empujón.
—Pero usted sugirió que había sido Canavan —señaló, confundido.
—Por supuesto —dijo Molly—. No queríamos que ella adivinara que era
usted. Queríamos sorprenderla. Pensamos darle tiempo a ella y a la señora
Sullivan para que se acostumbrasen a la idea de que tal vez Eireanne sería
mucho más feliz con alguien que no fuera un viejo duque, pero ahora usted se
marcha, y…
Henry se apartó de ellas. Su mente corría tan rápido como su corazón. Se
imaginó lo humillada que se sentiría Eireanne por haber sido objeto de esta
horrible maquinación, y si él hubiera sido menos caballeroso, podría haberles

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dicho algunas cosas a estas dos damas que nunca habían oído decir a un
caballero. Se volvió hacia ellas, fulminándolas con la mirada.
—¿Quién más está enterado de su engaño?
—¡Nadie! —dijo Molly—. Es nuestro secreto de Navidad.
—¿Su secreto de Navidad? —repitió con incredulidad—. ¡Ustedes tienen
en vilo a todo el condado con su pequeño juego, que va a perjudicar a la
persona que pretenden ayudar! ¿Han considerado cómo se sentirá Erin cuando
sepa que ella ha sido el objeto de su broma? ¿Cómo si ella fuera incapaz de
atraer el amor por sí misma? ¿Cómo si su situación fuera tan grave que
requiriera la intervención de ustedes dos? ¿No creen que tal vez ella ya se
sienta desdichada por la necesidad de rectificar viejos escándalos, y que
ustedes dos han empeorado la situación por esas malditas cartas y por un
norteamericano que no tiene títulos, ni nada que pudiera ayudar a esta
familia?
Las gemelas, al menos, parecían disgustadas.
—Tiene razón al estar enojado, señor —dijo Mabe.
—Pero… usted la quiere, señor Bristol —dijo Molly en voz baja—. ¿No
va a decir que ha escrito las cartas?
—No voy a mentir por ustedes, y especialmente, no por Erin, incluso
aunque hubiera estado dispuesto a ayudarlas a salir de este lío. Debo volver a
América con mi familia, ¿entienden? Mi padre se está muriendo.
Las damas se estremecieron.
—Así que ustedes le dirán a Erin y a su familia lo que han hecho.
Molly y Mabe jadearon al unísono.
—¡Pero no podemos! —exclamó Mabe.
—Pueden y lo harán. —Se dirigió hacia la puerta y la abrió—. Les sugiero
que se lo digan de inmediato, porque si no lo hacen, se lo contaré a todos
antes de despedirme por la mañana.
Las gemelas se fueron a regañadientes hacia la puerta.
—No es usted muy amable, señor Bristol —dijo Molly con acritud según
salía de la habitación.
—No se queje de mí, señorita Hannigan. Yo, al menos, soy honesto.
Mabe Hannigan, sin embargo, se detuvo en el umbral y lo miró suplicante.
—No queríamos causar ningún daño. Queremos ver a Eireanne feliz, eso
es todo. No pensamos que usted podría estar sin ella. ¿Se irá sin declararle su
amor?
Henry suspiró.

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—Señorita Hannigan, ¿usted no puede entender lo imposible que es hacer
lo que me pide? Buenas noches.
Mabe no discutió. Salió de la habitación.
Henry cerró la puerta, luego caminó hacia la chimenea, pasándose los
dedos por el pelo. Estaba enfadado, muy enfadado, y preocupado por Erin. Se
sentiría humillada al pensar que habían escrito esas cartas durante la Navidad.
Él también se sentía humillado por ella. Ella no necesitaba la ayuda de esas
jóvenes, sin mencionar lo desacertado que era el plan.
Sintió en su vientre de nuevo la quemazón del arrepentimiento. Decidió
contarle todo a Erin. No se lo dejaría a esas dos… no confiaba en ellas en lo
más mínimo.
«No pensamos que podría estar sin ella».
¡Dios lo ayudara! ¿Por qué tenía que haber dicho Mabe eso?
¡Por supuesto que no quería estar sin Erin!
No podía imaginar lo que serían los días sin su sonrisa, sin sus danzarines
ojos azules, o sin su risa. Él había probado una vida sin ella, de solo unos
pocos días, después de su paseo por los acantilados, y no le había gustado la
sensación en absoluto. Se había sentido inquieto y nada contento consigo
mismo. Había tenido que concentrarse en lo que el conde le había estado
diciendo, porque cada movimiento, cada sonido, lo habían distraído, con la
esperanza de que fuera ella. Maldita sea, desesperado porque fuera ella.
Claro que le importaba estar sin ella, pero ¿qué podía hacer? Tenía que ir
a casa, y no podía retrasarlo.
Erin tenía que casarse con un viejo duque, como dijo Molly. La vida, o
Dios, habían intervenido y los estaba enviando en direcciones opuestas.
Henry se dejó caer en una silla frente al fuego, con las manos a ambos
lados de su cabeza, meditando sobre su mala suerte.

Cuando los Hannigan se despidieron esa noche —una se preguntaba por qué
no se habían limitado a residir en el ala este que estaba casi vacía—, Eireanne
permaneció en el salón, sentada ante el fuego que se apagaba, con una copa
de brandy sujeta entre sus dedos. Estaba perdida en sus pensamientos.
Pensamientos tristes. Pensamientos oscuros, tristes, amargos.

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No escuchó ni vio a Declan hasta que se detuvo delante de ella, con los
brazos cruzados, y mirando su copa.
—¿Brandy?
—Un poquito. ¿Voy a buscar uno para ti?
—Ah, lass[22] —dijo mientras daba un experto giro a las colas de su levita
para sentarse a su lado—. Yo no malgasto mi tiempo con el brandy. —Sonrió,
e informalmente, estiró sus largas piernas ante él—. No recuerdo que te
gustara el brandy.
—No me gusta —dijo, observando el líquido ambarino—. Pero parecía
apropiado. —Tomó otro sorbo. Quemó tanto como el primero.
—¿Apropiado para qué, exactamente?
Eireanne miró de reojo a su hermano. Los dos habían soportado bastante,
y no había nadie en este mundo en quien Eireanne confiara más que en él.
—Para adormecer un dolor particularmente profundo.
—Ya veo —dijo y miró hacia el fuego—. ¿Tienes escalofríos? ¿Fiebre?
Eireanne negó con la cabeza.
—¿Te importaría decírmelo? ¿Es un dolor físico?
Ella suspiró.
—Por decirlo de alguna manera. Ya he empezado a echar de menos al
señor Bristol.
Declan no dijo nada. Eireanne había esperado que se asombrara.
—¿No tienes nada que decir?
De repente, él sonrió.
—¿Aparte de que es bastante obvio?
—¡Obvio!
—Lass muirnín[23] —dijo—. Nunca has sido muy buena ocultando tus
sentimientos, ¿verdad?
Eireanne gimió y se dejó caer contra el respaldo del sofá.
—¿Es terriblemente obvio? ¿Significa que todo Galway lo sabe?
—Yo no iría tan lejos como eso. Sin embargo, te conozco bastante bien.
—Su sonrisa se desvaneció de repente—. Dia, ¿fuiste tú la que escribió
las…?
—¡No! —gritó Eireanne, pero no pudo evitar reírse de la idea.
—Esa es una buena noticia —dijo Declan y se relajó, recostándose con
ella en el sillón—. Tengo que preguntarte, con bastante delicadeza, y sin
querer saber los más mínimos detalles, claro está, si has permitido que el
señor Bristol conozca tus sentimientos.
Eireanne se movió incómoda.

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—Aye —dijo—. No con esas palabras, pero creo que está bastante claro.
Tan claro como que nunca podrá ser.
—¿Por qué no? ¿Está comprometido con alguien en casa?
—No, porque su familia y su vida están en América. Yo estoy en Irlanda
y en Suiza, y un día, en Londres.
—Agg —dijo Declan, sacudiendo su muñeca—. ¡Me importa un comino
que vayas a Londres!
Sorprendida, Eireanne lo miró boquiabierta.
—¡Pero has hablado de ello con gran entusiasmo!
—Aye. Lo he hecho, muirnín, porque quiero lo mejor para ti —dijo y le
apretó cariñosamente la rodilla—. Pero, por encima de todo, quiero tu
felicidad, donde quiera que la encuentres.
—Mi felicidad —repitió con tristeza—. No voy a encontrarla ahora.
Añoraré siempre al señor Bristol, y me quedaré para vestir santos[24], tal y
como todos esperan. Usaré gorros de encaje como Megan Graham y sorberé
mucho y coleccionaré gatos como si fueran tapetes de encaje.
—Eso suena bastante horrible —Declan manifestó su acuerdo de manera
casual—. ¿No hay la más mínima esperanza de que el señor Bristol se ofrezca
y te salve de un destino de solterona?
Eireanne negó con la cabeza.
—Él está ahora mismo muy pendiente de su padre. Y si llegara en este
preciso momento y se arrodillara, lo rechazaría.
Declan pareció confundido.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió—. ¿No es obvio? Nunca podría residir en América.
—¿Y por qué no?
—¡Declan! —exclamó—. ¿Tienes que preguntarlo? Debo casarme con un
noble, ¿lo has olvidado? Tengo que restaurar el honor de nuestra familia.
—¿Nuestro honor? —Se rio—. La abuela es quien cree que un título
restaurará la grandeza del nombre de los O’Conner. Personalmente, no tengo
ninguna esperanza en ello. No puedo imaginar que mi esposa vaya a vivir el
resto de sus días sin causar, al menos, una ola o dos de escándalos en las
aguas del Condado de Galway, ¿puedes tú? No, lass, tu felicidad es más
importante para mí que el honor.
Eireanne parpadeó.
—Pero… pero si me fuera a América, no te volvería a ver nunca más.
—Tonterías —dijo al instante—. Piensa en ello… durante toda tu vida yo
he estado yendo y viniendo, ¿no es así? Durante meses. Pero aún así, yo

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regreso y nos reunimos, y somos una familia. Si te casaras con tu señor
Bristol, podrías pasar un año aquí y otro año allí. Estas cosas se pueden
arreglar, y para algunos, es algo rutinario.
—No se pueden arreglar a mi entera satisfacción —dijo Eireanne—. Tú
rara vez has estado a un océano de distancia, Declan. Y extrañaría a tus hijos,
¿y qué hay de la abuela? Ella no va a vivir para siempre.
Declan sonrió con cariño. Tomó su mano entre las suyas y entrelazó sus
dedos.
—Y tú tampoco —le recordó—. La familia es importante, no lo voy a
discutir. Pero he visto un poquito de este mundo, y lo he encontrado bastante
transitable. No es otro mundo, Eireanne. Es solo un viaje. Realmente debes
pensarlo de esa manera, y pensar que estas cosas, no solo son posibles, sino
que también están a tu alcance. Te digo esto porque no hay nada más
importante que el amor.
—Pero yo te quiero, y la abuela…
—No —dijo, sacudiendo la cabeza y apretando su mano con afecto—. No
estoy hablando de ese tipo de amor. Estoy hablando del amor que consume tu
cuerpo y tu alma. De la clase que se experimenta solo una vez en la vida.
¿Qué es la vida sin amor? ¿No es nuestra razón de ser? ¿No estamos en esta
tierra para amar y ser amados? Ese es el propósito de la vida, muirnín, y si lo
encuentras, debes aprovecharlo. Por ti. Por tu vida.
Eireanne estaba asombrada. Nunca había oído hablar a Declan de cosas
como el amor.
—Me temo que has bebido demasiado oporto.
Él se echó a reír.
—Bastante sorprendente, lo sé. Pero yo lo desconocía, y he sido
iluminado. Si puedo darte un solo consejo, sería el de seguir a tu corazón.
Síguelo y mantente en paz.
Eireanne miró fijamente el rostro de su hermano, y pensó en los años que
había pasado preocupándose por ella, protegiéndola, cuidando de que no le
faltara nada. Él solo tenía catorce años cuando su padre murió y ella se
convirtió en su pupila.
—Te quiero, Declan.
—Por supuesto que sí —dijo, envolviendo su brazo alrededor de sus
hombros y tirando de ella hacia su costado—. Soy bastante irresistible. Y
justo. Siempre tengo razón, y cualquier afirmación de lo contrario en esta casa
puede ser ignorada. Por cierto, esta conversación puede quedar solo entre
nosotros dos. No hay necesidad de inflamar a los Hannigan.

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Ella sonrió.
—Ni una palabra. Pero te lo agradezco, Declan. Por desgracia, —dijo con
un suspiro— mis sentimientos permanecerán para siempre encerrados en mi
corazón, ya que últimamente el señor Bristol me ha estado evitando, y está
atado a América y a su padre enfermo, y cuando salga mañana por la puerta,
no le volveré a ver.
—Entonces, quizás tengas que detenerle antes de que salga por la puerta,
y decirle cómo te sientes. No dejes que el miedo te aleje de tu felicidad para
siempre.
Eireanne quería creer que era así de simple, pero mientras Declan y ella
estaban sentados juntos, mirando al fuego, no pudo evitar pensar que su
verdadero amor había llegado en una noche tormentosa en el Mar de Irlanda y
partiría mañana a través del Atlántico.

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Capítulo X

E l tiempo seguía siendo pésimo al día siguiente. Cuando Declan y Henry


se reunieron en el prado para preparar los caballos para su viaje, el
encargado del establo les informó que el caballero que transportaría a los
corceles a Dublín todavía no había llegado.
—El tiempo, milord. Dicen que el camino está intransitable al este de
Galway.
—Bueno —dijo Donnelly—. Es posible que tenga que esperar un poco,
Bristol.
Henry confiaba que no tuviera que hacerlo. Se sentía preocupado por el
deterioro de la salud de su padre.
Donnelly miró a los dos sementales que Henry le había comprado.
—Muy buenos caballos. Me temo que puedo haber creado un rival —dijo
jovialmente—. Tal vez vaya a América y eche un vistazo a su trabajo.
Henry lo miró con sorpresa.
—¿Vendría desde tan lejos para ver mis caballos?
Donnelly chasqueó la lengua.
—Se ha quedado estupefacto, lad[25]. Es un viaje, sí, y uno largo. —Hizo
una pausa para mirar a Henry directamente a los ojos—. Pero es solo un viaje.
No fue hace tanto tiempo que decenas de tropas, caballos y provisiones
navegaban por el mar para acorralar a los norteamericanos. Es mucho más
fácil para un hombre o dos hacer ese cruce que para todo un ejército, ¿Aye?
—Supongo —dijo Henry.
—Agg —dijo el conde mientras reanudaba el cepillado del pelo de uno de
los sementales. —Le falta imaginación. Lo mismo ocurre con mi hermana.
Ella parece pensar que casarse con un hombre con un título nobiliario es la

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única esperanza para ella, o que América está demasiado lejos de Irlanda—.
Miró a Henry de nuevo, su mirada penetrante. —Le aseguré que no tenía por
qué ser cierto.
Henry se quedó sin habla. ¿Estaba Donelly tratando de darle un mensaje?
¿O era simplemente una charla?
No tuvo tiempo para meditarlo, ya que un lacayo apareció en la puerta.
—Le ruego que me disculpe, señor Bristol, pero ha llegado un mensaje
del señor Sneevely —dijo el criado, refiriéndose al caballero que transportaría
los caballos al puerto.
Henry tomó la nota y la leyó.
—¿Qué es lo que le dice? —preguntó Donnelly.
—Que el camino a Dublín está anegado cerca de Athlone, y pasará un día
antes de que pueda volver a ser transitable.
Donnelly sonrió y se puso de pie, dándole unas palmaditas a Henry en el
hombro.
—Entonces supongo que nos veremos en el baile de esta noche —dijo, y
se dirigió hacia el otro lado del caballo, dejando a Henry mudo mientras se
alejaba con el animal.

La noche llegó con un cielo lleno de estrellas. El tiempo había mejorado, pero
había dejado a su paso un intenso frío. Henry se había resignado al hecho de
que no podría irse hasta el día siguiente. Una parte de él se sintió aliviada:
quería ver a Erin de nuevo, mirar esos ojos azules y conocer sus sentimientos
por él, y si lo que había dicho Donelly en el establo realmente significaba
algo.
Quería decirle a Erin lo que habían hecho Molly y Mabe, pero no la había
buscado antes, ya que no habría podido soportar lastimarla más de lo herida
que ya estaba.
Cuando Henry terminó de vestirse esa noche, pudo escuchar que la juerga
ya había comenzado. Los sonidos del violín le llegaron, y de vez en cuando
alguna risa flotaba a través del conducto de la chimenea. Mathew le había
explicado a Henry que al menos en esta parte de Irlanda, la duodécima noche,

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o Noche de Reyes, podía ser un asunto bastante escandaloso, y que una broma
o dos no deberían sorprenderlo.
Pero Mathew no sabía que la peor clase de broma estaba aún por llegar.
Acebo y ramitas de muérdago recibieron a Henry cuando entró en el salón
de baile. Había una hermosa escultura de los tres Reyes Magos en un
aparador, y se habían colgado del techo cintas doradas y verdes de las que
pendían ángeles querubines cazadores. Henry no podía adivinar la razón de
los ángeles, pero le gustaban.
Un grupo de tres hombres, vestidos con trajes de magos, se movía entre la
multitud, repartiendo dulces y cantando canciones subidas de tono. Henry
reconoció al señor O’Shay entre ellos.
El número de invitados sorprendió a Henry, especialmente teniendo en
cuenta el estado de las carreteras en Galway. Habría fácilmente más de un
centenar de personas con trajes de etiqueta y vestidos y tocados brillantes… Y
mientras se movía entre la multitud y escuchaba hablar sobre el misterioso
autor de las cartas, comenzó a entender por qué habían desafiado las
carreteras.
—No es el señor Canavan —comentaba una mujer de mediana edad con
una pluma de pavo real en el pelo a otra mujer—. Yo diría que a Mabe
Hannigan le gustaría mucho, pero puedo afirmar que el señor Canavan ha
puesto sus ojos en la señorita Dunne.
—Solo espero que no nos hagan esperar hasta la madrugada para que el
caballero haga su aparición —oyó Henry que otra mujer le decía a su
compañero, cuando se detuvo para servirse un whisky.
Henry se dio cuenta que estas personas, que habían rechazado a Donnelly
y Eireanne en el pasado, habían asistido para conocer al autor de las cartas.
Habían ido para resolver el misterio, para poner fin a doce días del «secreto
de Navidad» de Molly y Mabe.
Hablando del diablo… Henry vio a Molly Hannigan al otro lado de la
habitación y comenzó a caminar en esa dirección. Pero Molly lo vio también,
y rápidamente se escondió detrás de un par de hombres con hombros anchos.
Henry rápidamente la perdió entre la multitud, y cuando se giró para buscarla,
se encontró cara a cara con Erin.
—¡Henry! —dijo ella, con una sonrisa radiante mientras su mirada lo
recorría—. Declan dijo que tu viaje se había retrasado. Oh, qué elegante te
ves.
Se dio cuenta de que su corazón latía con fuerza. No podía imaginar que
Erin pudiera lucir más hermosa, pero estaba resplandeciente en gris paloma y

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perlas.
—No soy nada comparado contigo —dijo al instante, y se maravilló de la
capacidad de su lengua para moverse por cuenta propia.
—¿Has empacado todas tus cosas? —preguntó, sus ojos brillantes bajo las
lámparas de araña.
Sin embargo, Henry pudo ver que no brillaban precisamente de felicidad,
que estaba un poco ausente. Se inclinó, y la miró a los ojos.
—Erin O’Conner —dijo—. ¿Qué has hecho?
Ella se rio.
—Declan me dio un traguito de whisky. Yo no lo quería, pero él dijo que
podría ser una larga noche, y que debía calmarme con un poquito.
Henry sonrió.
—¿Un traguito?
Ella levantó dos dedos justo cuando los músicos comenzaron a tocar y se
rieron.
—Parece que el tiempo ahora está bien para navegar —dijo—. Recordaste
guardar la caja de música, ¿no es así? ¡Oh! Que no se te olvide la cerveza de
jengibre, ¿aye?
—Tengo un barril de ella a mano, gracias al Conde. Solo tengo una última
cosa por hacer.
—¿Qué es?
Él extendió su brazo.
—Bailar con la mujer más hermosa que jamás haya visto.
Su sonrisa se intensificó. Tanto que hizo que ella emitiera una risita
sofocada.
—Pensé que nunca me lo pedirías.
Los músicos comenzaron con un repertorio tradicional de piezas que
requerían algunas figuras en lugar de los saltitos que los irlandeses parecían
preferir. Henry se inclinó ante la reverencia de Erin. Y entonces, ella comenzó
a ejecutar los pasos de baile que había tenido la suerte de aprender en
Londres.
—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó Erin mientras pasaba por detrás
de él.
—Cualquier cosa —dijo con sinceridad. Cualquier cosa.
Ella giró de nuevo hasta quedar frente a él.
—¿Me escribirás cuando llegues a Nueva York? Me gustaría saber que
has llegado bien.

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Henry caminó alrededor de su pareja, giró y se situó frente a ella una vez
más.
—Por supuesto —respondió, con su mirada fija en la de ella.
—Estaré en vilo hasta saber si la cerveza de jengibre te ayudó.
—Si no oyes hablar de mí, tendrás tu respuesta —dijo con una sonrisa.
Ella sonrió abiertamente.
—También me gustaría saber cómo se encuentra tu padre, si… si me
permites el atrevimiento. Y si a Sarah le gusta su caja de música. Y si tu
hermano te encuentra diferente después de todo este tiempo fuera. ¡Oh! Y si
tus perros te recuerdan, ¿aye?
—Escribiré hasta el último detalle —prometió y levantó la mano. Ella
hizo lo mismo, presionando su palma contra la de él y los dos giraron en un
círculo, con sus miradas fijas el uno en el otro.
—Te extrañaré, Henry —dijo en voz baja.
Henry sintió la desesperación de sus palabras hundirse en su propio
pecho. Sentía una profunda tristeza, una gran pérdida. Como si estuviera
perdiéndolo todo. Su padre, Erin…
—Te echaré de menos, Erin —dijo—. Más de lo que puedo expresar.
No hablaron mucho más mientras se desarrollaba el baile, pero sus
miradas rara vez se separaron, y le pareció que compartían un torrente de
emociones, sin palabras.
Cuando la pieza terminó, acompañó a Erin fuera de la pista de baile.
—¿Cuándo vas a partir? —le preguntó.
—Con la luz del amanecer.
—Tan temprano —dijo con desolación.
—Es un largo viaje hasta el puerto.
Erin apretó los labios. Trató de sonreír, pero no lo consiguió del todo.
—Henry, yo…
Hizo una pausa, se mordió el labio, como si estuviera sopesando sus
palabras.
—¿Sí?
Ella parpadeó. Sacudió la cabeza.
—Te deseo buena suerte —dijo—. Nunca te olvidaré. Nunca.
Él tomo su mano y la besó, demorando su boca allí. Erin sonrió a pesar de
las lágrimas que cuajaban sus ojos, luego se dio la vuelta y se alejó,
desapareciendo entre la multitud.

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Henry se quedó clavado en el lugar. Su corazón latía acelerado, golpeando
contra su pecho. Apretó los puños y cerró los ojos durante un momento. Esto
es una locura. Locura. Una locura que no lo abandonaría.
Apenas pudo entablar ninguna conversación cuando la gente le deseaba lo
mejor. Sus ojos seguían buscando a Erin. Ella bailaba, hablaba, su sonrisa
siempre presente, pero la tristeza cubría sus ojos. Cuando se reía, el sonido
que llegaba hasta él, no era la risa alegre que conocía tan bien. Se despreciaba
a sí mismo, despreciaba el océano que los separaba, despreciaba a Irlanda,
porque si no hubiera sido por Irlanda, nunca la habría conocido. Podía sentir
cómo la pérdida se asentaba profundamente.
Sus pensamientos estaban tan inmersos en Erin, que no vio a Mabe
Hannigan hasta que casi chocó con ella. Los ojos de Mabe se abrieron; él la
tomó por el brazo antes de que ella pudiera escapar.
—Aquí está —dijo en voz baja—. ¿Qué han hecho usted y su hermana
para poner fin a esta farsa?
—Tenemos la intención de confesarlo todo —dijo Mabe, pero ante la
mirada de Henry, hizo una mueca—. De verdad.
—¿Cuándo?
—Quizás más tarde…
—Quizás ahora —dijo—. Porque si no lo hacen, le contaré a Donnelly lo
que he descubierto y dejaré que él lo anuncie…
—No, no —dijo Mabe—. Voy a buscar a Molly ahora.
—Les daré diez minutos, ni un minuto más —le advirtió Henry.
Se situó junto al aparador, se sirvió un segundo vaso de whisky, y observó
cómo Molly y Mabe se reunían en el rincón más alejado de la habitación.
Parecían mantener una acalorada discusión, deteniéndose una vez para
mirarlo.
Henry miró hacia Donnelly. Las gemelas volvieron al instante a más
discusiones, y por fin, Molly dijo algo a los músicos y tomó la mano de su
hermana. Juntas, caminaron hacia el centro del salón de baile cuando la
música llegó a su fin. Resultaba extraño, pensó Henry, que un ángel se
balanceara perezosamente sobre sus cabezas.

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—¡Aquí está! —dijo una dama que estaba de pie junto a Henry—. ¡Yo
tenía razón! ¡Las cartas eran para una de las gemelas Hannigan!
Si solo eso fuera verdad. Henry miró a su alrededor, en busca de Erin.
Estaba parada a un lado, con expresión sombría. Su corazón comenzó a latir
violentamente.
—Discúlpennos —gritó Molly Hannigan, obteniendo la atención de todo
el mundo.
Henry miró a Erin de nuevo. Ella había bajado la mirada, casi como si
sospechara que esta broma había sido hecha a sus expensas.
—Mi hermana y yo tenemos algo que decir —dijo Molly.
—¡No! —dijo Donnelly bruscamente, avanzando hacia ella—. No, Molly
Hannigan, no dirás nada aquí esta noche.
—Pero es sobre las cartas —trató de explicar Mabe.
—Ni una palabra más, lass —le advirtió Donnelly.
Cuando un hombre corre el riesgo de perderlo todo, es el momento.
—Pero solo queríamos decir que eran de…
—¡Mías! —dijo Henry con claridad.
La locura que había estado sintiendo en su pecho había estallado, porque
estaba avanzando a grandes pasos hacia el centro del salón de baile, no
dispuesto a perderlo todo.
—Eran mías —dijo de nuevo, y un vendaval de intensos susurros recorrió
el salón.
—Señor Bristol, he llegado a conocerle bastante bien durante estas
últimas semanas, y sé muy bien que no escribió esas cartas tan ridículas —
dijo Donnelly—. Fueron escritas por estas chicas tontas.
—No, yo las escribí —insistió Henry y se dio la vuelta—. Estaban
destinadas a Erin O’Conner.
Escuchó a Molly y Mabe jadear de alegría.
—¿Qué? —dijo el señor Hannigan, claramente confuso—. ¿Erin? ¿Quién
es Erin?
—Eireanne, querido —dijo la señora Hannigan.
—Como escribí, no tengo la intención de ocultarme detrás de las cartas
durante más tiempo y abiertamente le declaro mi amor.
—Las cartas no decían nada de eso —insistió el señor Hannigan—. Las
escuché leer en voz alta ante mí. Mabe las leyó, ¿no?
—Pero el sentimiento es el mismo, esposo —dijo la señora Hannigan—.
Deja que el hombre hable.

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—Usted no pudo haber escrito esas cartas, señor —dijo el señor O’Shay,
que parecía confundido—. Usted no estuvo en ninguna de las dos últimas
reuniones donde se encontraron las cartas.
—Las escribí —insistió Henry—. ¿Erin? ¿Dónde estás?
Todo el mundo se volvió para buscarla, y cuando la localizaron, la
multitud se separó. Estaba de pie, exactamente donde la había visto por última
vez, en el fondo de la habitación. Sola.
Henry sintió algo cálido y poderoso fluir dentro de él. No podía imaginar
cómo había pensado alguna vez en dejarla. No sabía exactamente cómo lo
lograría, pero no se iba a ir sin ella, y se dejó caer sobre una rodilla como una
marioneta.
Erin se quedó sin aliento.
—Henry, no….
La multitud empezó a empujar hacia adelante, esforzándose por verles,
alzando la voz ante el acontecimiento que estaban presenciando.
—Te amo, Erin. Te amo desde el momento en que te vi a bordo del ferry.
—¿Qué ferry? ¡No recuerdo haber oído mencionar un ferry! —preguntó la
señora Gallagher.
—Henry, por favor, no te sientas obligado a hacer esto por lo que las
gemelas han hecho —le suplicó Erin.
Así que ella lo sabía.
—No importa lo que han hecho —dijo él—. No importa que yo sea
norteamericano, o que tú seas irlandesa, y que exista un océano entre nuestros
mundos. Solo me importas tú, Erin. No te puedo olvidar. No puedo vivir sin
ti. No voy a perderlo todo, ¿me entiendes? Si estás dispuesta a explorar un
nuevo mundo conmigo, entonces te doy mi palabra de que vendremos aquí
tantas veces como quieras.
Erin lo miró boquiabierta. Parecía como si la gente estuviera girando a su
alrededor, moviéndose y cambiando.
—Eireanne —dijo Lady Donnelly—. ¡Ten compasión! No le hagas
esperar.
Erin miró a todos. Parecía estar en shock.
—Por el amor de Dios, pon fin a mi agonía, Erin —dijo Henry, cuando su
pulso comenzó a palpitar con fuerza en sus venas—. Por favor, di que serás
mi esposa.
La multitud, al unísono, contuvo la respiración y se volvió, como una
masa, hacia donde Erin estaba de pie.

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Erin no acabó con su agonía. Dio un paso vacilante hacia adelante. Luego
otro, hasta llegar ante él. Ella no le pidió que se levantase, y no habló en
absoluto.
—Por el amor de Dios, lass —suplicó Henry—. ¿Sí o no?
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas, y Henry sintió que su corazón se
desplomaba. Ella no dejaría Irlanda ni a su familia. Se casaría con un hombre
con título como había estado destinada a hacer todo el tiempo. Su momento
de loco abandono, de seguir la llamada de su corazón, había sido una
ilusión[26]. Inclinó la cabeza, preparándose para sufrir la humillación de su
rechazo.
Pero Erin le sorprendió dejándose caer de rodillas ante otro coro de jadeos
y susurros, y puso su mano sobre la de él.
—No necesitas hacer esto —susurró.
—Oh, pero lo hago. Te necesito. Es solo un viaje.
—Hable más alto, muchacho, ¡no podemos oírle! —protestó un anciano
caballero.
—Di que tú también me necesitas —dijo—. Di que me amas y que serás
mi esposa.
—Te amo, Henry —dijo ella, y su rostro se iluminó con una gran sonrisa
—. Sí. Sí, seré tu esposa.
Sorpresa, alegría, júbilo, todos estos sentimientos embargaron a Henry,
que se levantó del suelo abrazando a Erin. La besó, y la multitud estalló en
gritos de alegría, felicitaciones y buenas nuevas. Siguió besándola, sus brazos
rodeándola, abrazándola con fuerza, hasta que Donnelly le apretó los hombros
con firmeza.
—Aye, esto es un escándalo —dijo Donnelly alegremente—. Pero aún no
estás casado, lad.
Henry soltó a Erin a regañadientes, pero mantuvo su mano en la suya.
—Pero… pero ¿qué hará usted ahora? —preguntó Lady Donnelly—.
Señor Bristol, ¿va a posponer su viaje?
¡El viaje!
Negó con la cabeza.
—No puedo. Mi padre.
—Pero no podemos permitir que Eireanne cruce sola el océano —dijo
Lady Donnelly, mirando con temor a Erin.
—No lo haré sola —dijo Erin—. Iré con Henry. Mis cosas ya han sido
guardadas en baúles para mi regreso a Lucerna. —Ella le sonrió—. Yo podría
salir mañana.

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—Eso podría ser, cariño —dijo Donnelly—. Pero no puedes acompañar al
señor Bristol sin estar casada con él.
Erin y Henry se miraron el uno al otro con desesperación.
—Por eso el Padre McKinley estará encantado de casaros ahora, ¿no,
Padre?
—¿Qué? —le gritó Lady Donnelly a su marido, pero su voz se perdió
entre los vítores de aprobación de los invitados—. ¿Qué hay de la publicación
de las amonestaciones?
—Me encargaré de ello —dijo Donnelly, moviendo su muñeca como si
eso no le preocupara. Él también estaba sonriendo y atrapó a Erin, la abrazó
con fuerza, y luego la llevó ante su abuela, mientras iba a buscar las cosas que
el sacerdote necesitaría para oficiar la boda.

Henry y Erin se casaron en el salón de baile, bajo ramas de acebo y


muérdago, y de los extraños angelitos que colgaban en lo alto.
Fueron agasajados en la fiesta que marcó el final de la Navidad, pero que
también había sido la celebración de su boda. Bailaron y recibieron los
buenos deseos de sus amigos y vecinos, y oyeron a más de un alma, un poco
ebria, insistir en que ellos habían sabido todo el tiempo que Henry había
escrito las cartas para Erin. Y cuando comenzó a amanecer, y los invitados
comenzaron a regresar a sus casas, Donnelly envió a Erin y a Henry a una
habitación de invitados para su noche de bodas.
—El alojamiento es un poco sencillo para tal ocasión —dijo.
Pero no lo era en absoluto. Era el alojamiento más suntuoso que Henry
podría haber imaginado. Un fuego ardía en la chimenea y la cama estaba ya
preparada.
Juntos, él y Erin, su esposa, cruzaron el umbral. Henri cerró la puerta a su
espalda y giró la llave en la cerradura.
Pero cuando se dio la vuelta, se sorprendió al ver a Erin de pie en el centro
de la habitación, con los brazos cruzados y mirándole fijamente.

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Capítulo XI

H enry extendió los brazos hacia ella.

disgustado?
—¿Señora Bristol? —preguntó con incertidumbre—. ¿Algo te ha

Señora Bristol.
A Eireanne le gustó mucho el sonido de esas palabras. Y no estaba
disgustada en absoluto… estaba eufórica.
—Podías haber insinuado algo —dijo—. Podías haberme animado un
poco después de nuestro baile. ¿Sabes que casi abandono la fiesta para poder
irme a llorar a mis habitaciones?
—Eso habría sido desastroso para la noche en general —acordó él.
—La única razón por la que no lo hice fue porque temía que no te volvería
a ver antes de que te fueras.
—Una lamentable planificación por mi parte —dijo, moviéndose hacia
ella—. ¿Qué puedo hacer para remediarlo?
Erin levantó la barbilla.
—Prometerme de nuevo que me amarás y cuidarás hasta que la muerte
nos separe. —Ella sonrió—. Me ha gustado especialmente esa parte.
—Entonces prometo solemnemente amarte y cuidarte hasta que la muerte
nos separe —repitió y puso las manos en sus brazos.
Se inclinó para besarla, pero Eireanne se echó hacia atrás.
—Hay una última cosa —dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que conocías las
maquinaciones de Molly y Mabe?
—¿Tú lo sabías? Yo no me enteré hasta que aparecieron anoche en mi
puerta para decirme lo que habían hecho. ¿Desde cuándo lo sabes?
Eireanne resopló.

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—Ahí es donde yo tengo ventaja. Si algo raro ocurre en Ballynaheath, o
en sus alrededores, inmediatamente sospecho de ellas. Las juzgo culpables
hasta que se demuestre lo contrario. Además, Mabe era demasiado sensible a
la crítica del contenido de las cartas. —Se echó a reír y puso la mano sobre el
pecho de Henry—. Sin embargo, las escribiré y les daré las gracias por el
engaño, ya que sin ellas, yo no estaría aquí con mi marido.
Su marido.
Pensó que era la mujer más afortunada del mundo cuando Henry la tomó
en sus brazos y la besó, larga y profundamente. Posesivamente.
Ardientemente.
Cuando la desnudó con cuidado, y su espalda presionó contra las
almohadas, ella creyó navegar hasta los confines de la tierra con él. Y cuando
entró en su cuerpo, su mirada fija en la de ella, diciendo su nombre en voz
baja, pensó que nunca sería más feliz de lo que lo era en aquel momento.
Cuando él la hubo hecho su esposa en todos los sentidos de la palabra, y
yacía de espaldas, con su cabeza apoyada en su pecho, Eireanne imaginó que
ella le daría muchos hijos, que montarían a caballo y navegarían en barcos
alrededor del mundo.
—Feliz Navidad, Henry.
—Sully nully dog —dijo él, y ella se rio de su horrible mutilación de la
lengua gaélica.
Eireanne durmió unas horas antes de que se pusieran en camino hacia el
Oeste, para reunirse con la familia de Henry… ¡Oh, cómo la abrumaba la
perspectiva!… Pero creía que Declan tenía razón en muchas cosas, sobre todo
en esto.
El amor era la razón de vivir.

Estaba nublado a la mañana siguiente cuando Eireanne subió al carruaje. Se


había despedido de los Hannigan, de Keira, y de su abuela, quien, de manera
sorprendente, por lo menos para Eireanne, no estaba nada decepcionada
porque hubiera seguido a su corazón.
Declan había insistido en salir fuera con ella y con Henry. Se quedó de pie
con las manos metidas en los bolsillos, mirándola sombríamente.

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Eireanne sonrió y ahuecó su rostro entre sus manos.
—No es más que un viaje —le recordó ella.
—Aye, aye —dijo, y luego agarró su mano y le besó la palma. —Cuida de
mi hermana, Bristol, o te buscaré para que respondas por ello— dijo con
brusquedad.
Henry se rio.
—Esa es la única cosa por la que no tienes necesidad de preocuparte.
Henry y Eireanne subieron al carruaje, pero Eireanne se inclinó por la
ventanilla.
—Declan, me vas a escribir, ¿verdad?
—Cada semana —le prometió.
—¿Y no vas a ser demasiado duro con Molly y Mabe?
—Respecto a eso, no voy a prometer nada —dijo.
Eireanne sonrió.
—He tenido un sueño, ¿te lo cuento? —preguntó cuando el cochero se
subió al pescante.
—¿Qué sueño? —preguntó Declan.
—He soñado que Keira daba a luz gemelos.
—Dia, ¡no me tortures! —gimió Declan. Pero estaba sonriendo. Tocó con
su mano la de ella cuando el coche se puso en marcha, y se quedó mirando
cómo se alejaban.
Eireanne observó cómo Ballynaheath y su familia se hacían cada vez más
pequeños, y cuando ya no pudo ver su hogar, se apartó de la ventanilla para
mirar a su esposo.
Henry sonrió con simpatía.
—¿Te arrepientes?
—Solo de que no vinieras antes a Irlanda.
Él tiró de ella para ponerla sobre su regazo.
—Te doy mi palabra de que te lo compensaré todos los días de aquí en
adelante.
Eso no era necesario… él ya lo había hecho en el momento mismo en que
se dejó caer de rodillas.

Página 105
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Notas

Página 107
[1]En el texto siempre aparece como american, optándose por traducirlo
como «norteamericano», aunque lo correcto sería «estadounidense». <<

Página 108
[2]En el original the peach floating in the cream, literalmente «el melocotón
flotando en la crema». <<

Página 109
[3] En el original raison d’être, en francés. <<

Página 110
[4] En el original tout de suite, en francés. <<

Página 111
[5]En el original Christmastide, que abarca desde el 24 de diciembre hasta el
6 de enero. <<

Página 112
[7]En el original through and through: «de pe a pa», «completamente»,
«hasta la médula», «hasta el tuétano», «por los cuatro costados». <<

Página 113
[8]
En el original Where do you call home?, literalmente «a qué lugar llama
hogar». <<

Página 114
[9]En el original Ach, una expresión de desagrado que utiliza a menudo el
personaje. <<

Página 115
[10]Baile tradicional, con el que se concluyen las fiestas navideñas. Se celebra
la Noche de Reyes. <<

Página 116
[11] ¡Salud! en gaélico. <<

Página 117
[12] Querida en irlandés. <<

Página 118
[13]En el original four feet, cuatro pies. En la medida inglesa, cada pie son
30,48 centímetros. <<

Página 119
[14]En el original six inches, seis pulgadas. En la medida inglesa, cada
pulgada son 25,4 milímetros. <<

Página 120
[15] Reel. Baile popular irlandés. <<

Página 121
[16] Eirinn (Irlanda). <<

Página 122
[17] Hermosa en gaélico. <<

Página 123
[18]No se ha encontrado una traducción de esta expresión ni en inglés, ni en
galés. Por el contexto que aparece a lo largo del libro, podría traducirse como
una maldición más o menos malsonante. <<

Página 124
[19] Fianna significa ciervo en irlandés. <<

Página 125
[20] Expresión usada en Escocia y el norte de Inglaterra para afirmar. <<

Página 126
[21]Antigua unidad monetaria y moneda del Reino Unido, retirada en 1961,
equivalente a un cuarto de un centavo antiguo. <<

Página 127
[22] Forma cariñosa para muchacha, jovencita, chica, en gaélico. <<

Página 128
[23] Expresión cariñosa en gaélico para Querida muchacha. <<

Página 129
[24]En el original be put up on the shelf, literalmente estar puesta encima de
la estantería, como si fuera una figura de adorno. <<

Página 130
[25] Forma cariñosa para muchacho, jovencito, chico, en gaélico. <<

Página 131
[26]
En el original a flight of fancy, literalmente «un vuelo de fantasía». Frase
hecha para «una fantasía», «una ilusión». <<

Página 132
[6]En el original The rain is coming down in sheets: «está cayendo una
cortina de agua»; «llueve a mares». La traducción literal sería «la lluvia está
cayendo a sábanas». <<

Página 133

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