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Obras Completas
Por la noche.
Viena, 16 de junio de 1873.
QUERIDO amigo:
Si no temiese escribir la majadería más abyecta de nuestro siglo majadero, con
toda razón podría exclamar: «¡El bachillerato ha muerto; viva el bachillerato!» Pero este
chiste me gusta tan poco que preferiría haber pasado ya también por el segundo
bachillerato. Después del examen escrito, desperdicié toda una semana preso de secretos
remordimientos y de angustias, y sólo desde ayer estoy en camino de recuperar el
tiempo perdido y de rellenar mil y una lagunas harto antiguas. Usted, por supuesto,
nunca quiso escucharme cuando yo me acusaba de pereza, pero creo que hay algo de
cierto en ello y, a fin de cuentas, soy yo quien mejor debe saberlo.
Su curiosidad por tener noticias de mis exámenes habrá de darse por satisfecha
con unas pocas sobras frías, pues llega demasiado tarde, concluida ya la comida y
levantada la mesa. Desgraciadamente, ya no puedo ofrecerle una patética descripción de
todas las esperanzas y vacilaciones, del desconcierto y del júbilo, de las luces que
repentinamente se le encienden a uno y de los inexplicables golpes de la suerte que se
comentan «entre colegas»: para todo eso, el examen escrito ha perdido ya demasiado del
interés que tenía para mí. Quisiera escatimarle los resultados: se entiende que tuve ya
suerte, ya desgracia; en ocasiones tan importantes, la benévola providencia y el maligno
azar siempre meten baza. Ocasiones como éstas no se ajustan al común suceder de las
cosas. En suma, ya que no quiero, después de todo, dejarlo pendiente de algo tan trivial,
le diré que en las cinco pruebas obtuve las calificaciones de sobresaliente, bueno, bueno,
bueno, suficiente. En cuanto a fastidioso, bien que lo fue. En latín nos dieron un pasaje
de Virgilio que casualmente había leído, cierto tiempo atrás, por mi cuenta; eso me
indujo a hacer el trabajo precipitadamente, en la mitad del tiempo prescrito;
malográndome de tal modo el «distinguido». Así; otro sacó esta nota, y mi trabajo fue el
segundo, con «bueno». La traducción del alemán al latín parecía muy fácil, pero en esa
facilidad residía su dificultad: empleamos sólo la tercera parte del tiempo para hacerla,
con la consecuencia de que fue un vergonzoso fracaso, o sea «suficiente». Otros dos
examinandos alcanzaron sólo a «bueno». La prueba de griego para la que dieron un
pasaje de 33 versos del Edipo rey, salió algo mejor: «bueno»; el único «bueno» que
hubo. También este pasaje lo había leído por mi cuenta, sin ocultar tal circunstancia. El
examen de matemáticas, que habíamos enfrentado temblando de pánico, fue un éxito
completo: anoté «bueno» porque todavía no conozco la calificación definitiva. Por fin,
asignaron un «sobresaliente» a mi prueba de alemán. Tratábase de un tema
eminentemente moral -«Sobre las consideraciones en la elección de una profesión»-, y
yo escribí más o menos lo mismo que dos semanas antes le había escrito a usted, sin que
por ello me asignara un «sobresaliente». Mi profesor me dijo, al mismo tiempo -y es la
primera persona que ha osado decirme tal cosa-, que yo tendría eso que Herder tan
elegantemente ha llamado «un estilo idiótico»; es decir, un estilo que es al mismo
tiempo correcto y característico. Quedé maravillado como corresponde por ese hecho
increíble, y me apresuro a difundir a los cuatro vientos un suceso tan feliz, el primero
que me ocurre en su especie. Se lo comunico a usted, por ejemplo, que seguramente no
se sospechaba que ha estado carteándose con un estilista de la lengua alemana. Ahora,
empero, se lo aconsejo como amigo -no como parte interesada-: ¡consérvelas, átelas,
guárdelas bien, que nunca se sabe!…
Naturalmente, le escribo todo esto con pura intención aviesa, para recordarle cuán
problemático es que usted llegue a ver estas maravillas y cuán dolorosa le resultará la
partida, si llega a venir pronto, pues puedo identificarme perfectamente con su estado de
ánimo. Dejar la hermosa comarca natal, los seres queridos, los bellos alrededores, esas
ruinas en la más próxima cercanía: me detengo; si no, me pondría tan triste como usted.
¡Es usted quien mejor ha de saber lo que dejará tras sí! Apuesto a que no pondría ningún
reparo si a su futuro jefe se le ocurriera arrancarle dentro de un mes a las felicidades de
su tierra. ¡Ay Emil!: ¿por qué será usted un judío tan prosaico? En situaciones
semejantes a la suya, más de un joven artesano de fervor cristiano-germánico se echaría
a componer las más hermosas de las canciones.
En cuanto a mis «preocupaciones por el futuro», las toma usted demasiado a la
ligera. Con sólo temer a la mediocridad, ya se está a salvo: he aquí el consuelo que usted
me ofrece. Mas yo le pregunto: ¿A salvo de qué? ¿No se estará a salvo en la certeza de
no ser un mediocre? ¿Qué importa lo que uno teme o deja de temer? ¿Acaso lo más
importante no es que las cosas sean efectivamente como tememos que sean? Es evidente
que también espíritus mucho más fuertes se han sentido presos de dudas acerca de sí
mismos; pero ¿será por eso un espíritu fuerte todo aquel que ponga en duda sus propios
méritos? Bien podría ser un pobre de espíritu, aunque al mismo tiempo fuese, por
educación, por costumbre o quizá por el mero afán de atormentarse, un hombre sincero.
No pretendo pedirle que desmenuce implacablemente sus sentimientos cada vez que se
encuentre en alguna situación dudosa; pero si llegara a hacerlo, vería cuán poca certeza
encuentra en usted mismo. Lo maravilloso del mundo reposa precisamente en esta
multiplicidad de las posibilidades: lástima que sea un terreno tan poco sólido para
conocernos a nosotros mismos.
Sigmund Freud.
II
Hace unos diez años, la opinión dominante en Alemania todavía era de duda en
cuanto a la realidad de los fenómenos hipnóticos, explicando los hechos respectivos por
una combinación de credulidad por parte del observador, con simulación por parte de los
sujetos sometidos a las experiencias. Tal posición ya no es defendible actualmente,
gracias a los trabajos de Heidenhain y Charcot, para nombrar sólo a los más famosos
entre quienes profesan su creencia en la realidad del hipnotismo. Aun los más violentos
de sus opositores se han percatado de ello, y en consecuencia suelen incluir en sus
publicaciones intentos de explicar la hipnosis, reconociendo así, de hecho, la existencia
de los respectivos fenómenos, a pesar de que traducen todavía su evidente propensión a
negar la realidad de aquélla.
Otro punto de vista hostil a la hipnosis la condena como peligrosa para la salud
mental del sujeto, endilgándole el epíteto de «una psicosis experimentalmente
provocada». La demostración de que la hipnosis puede llevar a consecuencias nocivas
en casos aislados no contradice, empero, su utilidad general, como, por ejemplo, la
ocurrencia de casos aislados de muerte en la narcosis por cloroformo no excluye su
aplicación en la anestesia quirúrgica en general. Es muy notable, sin embargo, que esta
analogía no sea susceptible de extensión, pues el mayor número de accidentes en la
narcosis por cloroformo afecta a aquellos cirujanos que realizan el mayor número de
operaciones mientras que la mayoría de los informes sobre las consecuencias nocivas de
la hipnosis proceden de aquellos observadores que menos práctica han tenido con ella,
mientras que todos los investigadores que disponen de una larga experiencia son
unánimes en cuanto a la innocuidad de este procedimiento. Por tanto, para evitar los
efectos deletéreos de la hipnosis probablemente sólo sea preciso aplicarla en forma
cautelosa, con suficiente aplomo y seguridad, y en casos adecuadamente seleccionados.
Cabe agregar que nada se gana con llamar a las sugestiones «ideas compulsivas», y a la
hipnosis, «una psicosis experimental». Es más probable que las ideas compulsivas
puedan ser aclaradas por su comparación con las sugestiones que recíprocamente, y
quien se asuste ante el epíteto de «psicosis» bien puede preguntarse si nuestro natural
fenómeno del dormir no posee por lo menos los mismos títulos para tal calificación, si es
que algo se gana siquiera con la aplicación de términos técnicos fuera de su propia
esfera. No; de este sector no le amenaza a la causa del hipnotismo peligro alguno, y en
cuanto un número suficiente de médicos estén en condiciones de comunicar
observaciones tales como las contenidas en la segunda parte de este libro de Bernheim,
podrá darse por establecido el hecho de que la hipnosis es una condición innocua, y su
inducción, un procedimiento «digno» de todo médico.
EN este libro se plantea también otra cuestión que actualmente divide a los
partidarios del hipnotismo en dos campos opuestos. Los unos, cuyas opiniones son
propugnadas aquí por el doctor Bernheim, sostienen que todos los fenómenos del
hipnotismo reconocen el mismo origen; es decir, que proceden de una sugestión, de una
representación consciente infundida en el cerebro de la persona hipnotizada por una
influencia exterior y aceptada por aquélla como si hubiese surgido espontáneamente. De
acuerdo con esta concepción, todas las manifestaciones hipnóticas serían, pues,
fenómenos psíquicos, efectos de la sugestión. El otro partido, por el contrario, insiste en
que por lo menos una parte de las manifestaciones hipnóticas se fundan en alteraciones
fisiológicas; es decir, en desplazamientos de la excitabilidad en el sistema nervioso, sin
participación alguna de aquellos sectores del encéfalo cuya actividad entraña la
consciencia, de modo que prefieren hablar de «fenómenos físicos o fisiológicos de la
hipnosis».
Estoy convencido de que esta concepción será muy bien venida para todos
aquellos que tienden a negar que los fenómenos histéricos están gobernados por leyes,
opinión que aún hoy predomina en Alemania. He aquí un flagrante ejemplo de cómo el
descuido del factor psíquico de la sugestión indujo a un gran observador al error de crear
un tipo clínico falso y artificial, gracias al carácter caprichoso y fácilmente maleable de
una neurosis.
Sin embargo, no es difícil demostrar en detalle la objetividad de la sintomatología
histérica. Las críticas de Bernheim bien pueden estar plenamente justificadas frente a
investigaciones como las de Binet y Féré; en todo caso, harán sentir su importancia por
el hecho de que en toda investigación futura de la histeria y del hipnotismo se tendrá
más en cuenta la necesidad de excluir el factor de la sugestión. Los elementos
principales de la sintomatología histérica, empero, se hallan a salvo de toda sospecha de
haber sido originados por la sugestión del médico. En efecto, informes procedentes de
tiempos pasados y de países remotos, que Charcot y sus discípulos han recopilado; ya no
dejan lugar a duda de que las particularidades de los ataques histéricos, de las zonas
histerógenas, de las anestesias, las parálisis y las contracturas, se han manifestado en
todas partes y en todas las épocas tal como se presentaron en la Salpêtrière, cuando
Charcot realizó allí sus memorables investigaciones sobre esa magna neurosis.
Precisamente el transfert, que parece prestarse tan fácilmente para demostrar el origen
sugestivo de los síntomas histéricos, es sin lugar a dudas un proceso genuino. Es dable
observarlo en casos de histeria que no han sido influidos en modo alguno, pues a
menudo se observan pacientes cuya hemianestesia, típica en todo sentido, deja indemne
un órgano o una extremidad que en el lado insensible del cuerpo conserva su
sensibilidad, mientras que la zona correspondiente del lado indemne se ha tornado
anestética. Además, el transfert es un fenómeno fisiológicamente explicable, pues, como
lo han demostrado las investigaciones realizadas en Alemania y en Francia, constituye
meramente la exageración de una relación que existe normalmente entre las partes
simétricas del cuerpo, o sea que en forma rudimentaria puede ser producido también en
personas normales. Otros muchos trastornos histéricos de la sensibilidad arraigan
asimismo en relaciones fisiológicas normales, como tan elegantemente lo han
demostrado las investigaciones de Urbantschitsch. No es ésta la oportunidad adecuada
para justificar detalladamente toda la sintomatología de la histeria, pero podemos dar por
establecido que en lo esencial es de índole real y objetiva y que no es falseada por la
sugestión emanada del observador. Esto no implica negar en modo alguno que el
mecanismo de las manifestaciones histéricas sea psíquico, pero dicho mecanismo no es
el de la sugestión por parte del médico.
¿Cómo afecta todo esto la antítesis entre los fenómenos psíquicos y los
fisiológicos de la hipnosis? Aquélla podía ser significativa mientras se concibiese la
sugestión como una influencia psíquica directa ejercida por el médico, que a su gusto
podía imponer cualquier sintomatología al sujeto hipnotizado; pero dicha antítesis pierde
su significado en cuanto se reconoce que aun la sugestión sólo puede desencadenar
series de manifestaciones que están basadas en las particularidades funcionales del
sistema nervioso del sujeto, y que en la hipnosis se hacen sentir también otras
características del sistema nervioso, además de la sugestibilidad. Aún cabría preguntar si
todos los fenómenos de la hipnosis deben pasar en algún punto a través de la esfera
psíquica, o sea si los cambios de excitabilidad que ocurren en la hipnosis siempre
afectan únicamente la corteza cerebral, pues éste es el único sentido que dicha pregunta
admite. Al verterla así en otros términos parecería que ya hubiésemos decidido su
respuesta. En efecto, no hay justificación alguna para establecer tal contraste entre la
corteza cerebral y el resto del sistema nervioso: es improbable que una modificación
funcional tan profunda de la corteza cerebral no sea acompañada por importantes
alteraciones de la excitabilidad en las demás partes del encéfalo. No poseemos ningún
criterio que nos permita discernir exactamente un proceso psíquico de otro fisiológico,
un acto que ocurre en la corteza cerebral de otro que tiene lugar en los centros
subcorticales, pues la «consciencia», sea ésta lo que fuere, no forma parte de todas las
actividades de la corteza cerebral ni corresponde a cualquiera de ellas siempre en igual
medida; no es una cosa vinculada a ninguna localización particular en el sistema
nervioso. Creo, por consiguiente, que la cuestión de si la hipnosis exhibe fenómenos
psíquicos o fenómenos fisiológicos debe ser rechazada en estos términos generales,
subordinando la decisión a una investigación particular para cada fenómeno individual.
Me veo obligado a señalar esta contradicción del autor, que acaba de calificar al
mismo enfermo de naturellement nerveux.
CHARCOT, cuyo alumno fui en 1885 y 1886, me confió en esta época la labor de
realizar un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas, basado
en las observaciones efectuadas en la Salpêtrière y encaminado a descubrir algunos
caracteres generales de la neurosis y a conducirnos a una concepción de la naturaleza de
tal enfermedad. Causas accidentales y personales me han impedido durante mucho
tiempo obedecer a su inspiración. De este modo no quiero aportar ahora sino algunos
resultados de mis investigaciones, dejando a un lado los detalles necesarios para una
demostración completa de mis opiniones.
Por el contrario, la parálisis cerebral es siempre una afección que ataca a una gran
parte de la periferia, una extremidad, un segmento de ésta o un complicado aparato
motor. Jamás se limita a afectar individualmente a un músculo, por ejemplo, el bíceps
del brazo o el tibial, aisladamente, y si existen aparentes excepciones a esta regla (la
dosis cortical, por ejemplo), se ve muy bien que se trata de músculos que realizan por sí
solos una función de la cual son el único instrumento.
Creo conveniente hacer constar, para evitar toda confusión, que trato aquí
exclusivamente de la parálisis histérica fláccida y no de la contractura histérica. Me
parece imposible someter la parálisis y la contractura histérica a las mismas reglas. Sólo
refiriéndonos a las parálisis histéricas fláccidas podemos sostener que no afectan jamás a
un único músculo, excepto en el caso en que este músculo es el instrumento único de
una función que son siempre parálisis totales y que corresponden en este sentido a la
parálisis de representación o cerebral orgánica. Además, en lo que concierne a la
nutrición de las partes paralizadas y a sus reacciones eléctricas la parálisis histérica
presenta los mismos caracteres que la parálisis cerebral orgánica.
En este importante sentido la parálisis histérica es, por decirlo así, intermedia
entre la parálisis de proyección y la parálisis de representación orgánica. Si no posee
todos los caracteres de disociación y de aislamiento propios de la primera, tampoco se
halla sujeta a las estrictas leyes que rigen la parálisis cerebral.
Con estas restricciones podemos sostener que la parálisis histérica es también una
parálisis de representación, pero de una representación especial cuya característica falta
aún por hallar.
II
En cambio, nos muestra de continuo la clínica que tal simultaneidad puede darse
muy bien en la parálisis histérica. Esta parálisis afecta, por ejemplo, al brazo de un modo
exclusivo, sin que encontremos el menor indicio de ella en la pierna ni en la cara.
Además, al nivel del brazo es tan fuerte como lo pueda ser otra parálisis cualquiera. Esto
constituye una sorprendente diferencia con la parálisis orgánica; diferencia que da
mucho que pensar.
Naturalmente, hay casos de parálisis histérica en los cuales la intensidad no es
excesiva ni ofrece la disociación nada singular. Estos los reconocemos por otros
caracteres pero son casos que no presentan el sello típico de la neurosis y que, no
pudiendo darnos ningún dato sobre la naturaleza de la misma, no poseen interés ninguno
desde el punto de vista aquí adoptado.
Pero ahora, ¿de dónde viene que las parálisis histéricas, no obstante simular muy
precisamente las parálisis corticales, difieren de ellas en los rasgos distintivos que hemos
intentado enumerar? ¿Y cuál es el carácter genérico de la representación general al que
habremos de enlazarlas? La respuesta a estas interrogaciones contendría una parte muy
considerable e importante de la teoría de la neurosis.
III
No cabe ya la menor duda sobre las condiciones que dominan la sintomatología de
la parálisis cerebral. Tales condiciones están constituidas por los hechos de la anatomía,
la construcción del sistema nervioso, la distribución de sus vasos y la relación entre estas
dos series de hechos y las circunstancias de la lesión. Hemos dicho que el menor número
de fibras que van desde la médula a la corteza, en comparación con el número de fibras
que van desde la periferia a la médula, es la base de la diferencia entre la parálisis de
proyección y la de representación. Igualmente todo detalle clínico de la parálisis de
representación puede hallar su explicación en un detalle de la estructura cerebral, e
inversamente, podemos deducir la construcción del cerebro de los caracteres clínicos de
las parálisis. Creemos, pues, en la existencia de un perfecto paralelismo entre estas dos
series.
De este modo, si para la parálisis cerebral común no hay una gran facilidad de
disociación, es porque las fibras de conducción motrices se hallan, en un largo trecho de
su trayecto intracerebral, demasiado próximas para ser lesionadas separadamente. Si la
parálisis cortical muestra una mayor tendencia a las monoplejías, es porque el diámetro
del haz conductor braquial, crural, etc., va creciendo hasta la corteza. Si de todas las
parálisis corticales es la de la mano la más completa, ello proviene, a nuestro juicio, de
que la relación crucial entre el hemisferio y la periferia es para la mano más exclusiva
que para cualquier otra parte del cuerpo. Si el segmento periférico de una extremidad
sufre más de la parálisis que el segmento central, supondremos que las fibras
representativas del segmento periférico son mucho más numerosas que las del segmento
central, de manera que la influencia cortical se hace más importante para el primero que
para el segundo. Si las lesiones algo extensas de la corteza no llegan a producir
monoplejías puras, concluimos que los centros motores existentes sobre la corteza no se
hallan precisamente separados entre sí por campos neutrales, o que existen acciones a
distancia que anularían el efecto de una separación exacta de los centros.
Charcot afirma repetidamente que se trata de una lesión cortical, pero puramente
dinámica o funcional.
Es ésta una tesis de la que se comprende bien el lado negativo. Equivale a afirmar
que en la autopsia no se hallará modificación alguna apreciable en los tejidos. Pero
desde un punto de vista más positivo, su interpretación está muy lejos de hallarse exenta
de equívocos. ¿Qué es, en efecto, una lesión dinámica? Estoy seguro que muchos
lectores de Charcot creen que la lesión dinámica es desde luego una lesión, pero una
lesión de la cual no se encuentra en el cadáver huella alguna, como un edema, una
anemia o una hiperemia activa. Pero tales lesiones existen y son verdaderas lesiones
orgánicas, aunque no persistan después de la muerte y sean ligeras y fugaces. Es
necesario que las parálisis producidas por lesiones de este orden compartan en todo los
caracteres de la parálisis orgánica. El edema y la anemia no podrían, mejor que la
hemorragia y el reblandecimiento, producir la disociación y la intensidad de las parálisis
histéricas. La única diferencia sería que la parálisis por el edema, por la constricción
vascular, etc., debe ser menos duradera que la parálisis por destrucción del tejido
nervioso. Todas las demás condiciones les son comunes, y la anatomía del sistema
nervioso determinará las propiedades de la parálisis, lo mismo en los casos de anemia
fugaz que en los de anemia permanente y definitiva.
No creo que estas observaciones sean del todo gratuitas. Si leemos que «debe de
existir una lesión histérica» en tal o cual centro, el mismo cuya lesión orgánica
produciría el síndrome orgánico correspondiente, y recordamos que se ha tomado la
costumbre de localizar la lesión histérica dinámica del mismo modo que la lesión
orgánica, nos inclinaremos a creer que bajo el término de «lesión orgánica» se esconde
la idea de una lesión como el edema o la anemia, que son realmente afecciones
orgánicas pasajeras. Por el contrario, afirmo yo que la lesión de las parálisis histéricas
debe ser completamente independiente de la anatomía del sistema nervioso, puesto que
la histeria se comporta en sus parálisis y demás manifestaciones como si la anatomía no
existiese o como si no tuviese ningún conocimiento de ella.
IV
INTENTARÉ, por último, exponer cómo podría ser la lesión causa de las parálisis
histéricas. No quiere esto decir que vaya a mostrar cómo de hecho es tal lesión. Trátase
tan sólo de indicar la trayectoria mental, susceptible de conducir a una concepción que
no contraiga las propiedades de la parálisis histérica, en cuanto difiere de la parálisis
orgánica cerebral.
Tomaremos los términos «lesión funcional o dinámica» en su sentido propio de
«alteración de una función o de un dinamismo», o alteración de una propiedad
funcional. Una tal alteración sería, por ejemplo, la disminución de la excitabilidad o de
una cualidad fisiológica, que en estado normal permanecen constantes o varían dentro de
límites determinados.
Se nos dirá quizá que nada nos impide considerar la alteración funcional como
uno de los aspectos de la alteración orgánica. Así, una anemia pasajera del tejido
nervioso disminuirá su excitabilidad.
Mas, por nuestra parte, intentaremos demostrar que puede haber alteración
funcional sin lesión orgánica concomitante, o, por lo menos, sin lesión reconocible, aun
por medio del más sutil análisis. O dicho de otro modo: intentaremos dar un ejemplo
apropiado de una alteración funcional primitiva. No pedimos para hacerlo más que el
permiso de pasar al terreno de la Psicología, imposible de eludir cuando de la histeria se
trata.
Con Janet, afirmamos que en las parálisis histéricas, como en las anestesias, es la
concepción vulgar, popular, de los órganos y del cuerpo en general la que entra en juego.
Esta concepción no se funda en un conocimiento profundo de la anatomía nerviosa, sino
en nuestras percepciones táctiles y, sobre todo, visuales. Si tal concepción es la que
determina los caracteres de la parálisis histérica, esta última deberá mostrarse ignorante
de toda noción de la anatomía del sistema nervioso e independiente de ella. La lesión de
la parálisis histérica será, pues, una alteración, por ejemplo, de la concepción o idea del
brazo. Pero, ¿de qué clase es esta alteración para producir la parálisis?
1892-1893
Tres años después tuvo la sujeto su segundo hijo, y también por circunstancias
exteriores resultaba deseable evitar la lactancia mercenaria. Pero los esfuerzos de la
madre en este sentido parecieron tener aún menos éxito y provocar fenómenos más
penosos que la vez primera. La joven madre vomitaba todo alimento, no dormía y se
manifestaba tan deprimida por su incapacidad, que los dos médicos de la familia, los
acreditados doctores Breuer y Lott, se opusieron a toda continuación de la tentativa,
aconsejando como último medio experimentable la sugestión hipnótica. De este modo,
el cuarto día, por la tarde, fui llamado a la cabecera de la enferma.
En el acto intenté producir la hipnosis, haciendo fijar a la paciente sus ojos en los
míos y sugiriéndole los síntomas del sueño. A los tres minutos yacía la enferma en su
lecho, con la tranquila expresión de un profundo reposo, sirviéndome entonces de la
sugestión para contradecir todos sus temores y todas las sensaciones en las que dichos
temores se fundaban: «No tenga usted miedo; será usted una excelente nodriza y el niño
se criará divinamente. Su estómago marcha muy bien; tiene usted un gran apetito y está
deseando comer», etc. La enferma continuó durmiendo cuando la abandoné por breves
instantes, y al despertarla mostró una total amnesia con respecto a lo sucedido durante la
hipnosis. Antes de marcharme hube aún de rechazar una observación del marido sobre el
peligro de que la hipnosis perturbarse para siempre los nervios de su mujer.
Recurriendo, pues, de nuevo a la hipnosis, desarrollé una mayor energía que el día
anterior, sugiriéndole que cinco minutos después de mi partida había de encontrarse, un
tanto violentamente, con los suyos y preguntarles cómo es que no le daban de cenar, si
es que se habían propuesto matarla de hambre, si creían que de este modo iba a poder
criar a su hijo, etc. A mi tercera visita no precisaba ya la sujeto de tratamiento alguno.
Nada le faltaba ya; gozaba de buen apetito, tenía leche bastante para el niño, no le
causaba dolor ninguno darle el pecho, etc. A su marido le había inquietado que después
de mi partida hubiera dirigido a su madre ásperos reproches, contra su general
costumbre. Pero desde entonces todo iba bien.
Ante esta repetición del éxito terapéutico, modificó el matrimonio su actitud para
conmigo, y me confesaron el motivo a que obedecía. «Me daba vergüenza -dijo la
mujer- reconocer que el hipnotismo conseguía lo que toda mi fuerza de voluntad no era
suficiente a lograr.» De todos modos, no creo que ni ella ni su marido hayan dominado
la aversión que les inspiraba la hipnosis.
El caso de mi enferma es, probablemente, típico para una amplia serie de otros en
los que la lactancia u otra análoga función quedan perturbadas por influencias nerviosas
y nos aclara su naturaleza. Pero como en él no se me reveló directamente el
correspondiente mecanismo psíquico, sino que llegué a él por inducción especulativa,
me apresuré a asegurar que la investigación de los enfermos en la hipnosis me ha
revelado muchas veces la existencia de un mecanismo psíquico semejante de los
fenómenos histéricos.
Expondré aquí uno de los más singulares ejemplos de este orden. Hace años tenía
sometida a tratamiento a una señora histérica, de voluntad muy enérgica para todo lo que
no se relacionara con su enfermedad, pero gravemente afectada, por otro lado, de
numerosas y tiránicas incapacidades y prohibiciones histéricas. Entre otros síntomas
presentaba el de producir de cuando en cuando a manera de un tic, un sonido
inarticulado, un singular chasquido o castañeteo, que se abría paso entre sus labios
contraídos. Al cabo de varias semanas le pregunté en qué ocasión había surgido por vez
primera aquel síntoma. La respuesta fue: «No lo sé. Hace ya mucho tiempo.» De este
modo me inclinaba ya a considerarlo como un tic auténtico, cuando un día se me ocurrió
interrogar de nuevo a la paciente, hallándose ésta en un profundo sueño hipnótico. En la
hipnosis disponía esta enferma -sin necesidad de sugestión ninguna- de todo su acervo
de recuerdos o, como estoy muy inclinado a afirmar, de toda la amplitud de su
consciencia, restringida durante el estado de vigilia. A mi pregunta de cuándo se había
producido por vez primera aquel síntoma, respondió en el acto: «Lo tengo desde que una
vez me hallaba velando a mi hija menor, enferma de gravedad, y me propuse guardar el
más absoluto silencio para no perturbar el sueño que por fin había conciliado, después
de un día de continuas convulsiones. Luego desapareció y no volvió a molestarme hasta
muchos años después, consecutivamente al suceso que voy a relatarle. Yendo en coche
con mis hijas a través de un bosque, nos sorprendió una tormenta, y los caballos se
espantaron al caer un rayo en un árbol cercano. Entonces pensé que debía evitar todo
ruido para no asustar más a los caballos; pero contra toda mi voluntad produje el
chasquido que desde entonces me es imposible reprimir.» Una vez referido en esta
forma el singular chasquido a su fuente de origen, desapareció por completo y para
muchos años, convenciéndome así que no se trataba de un «tic» auténtico. Fue ésta la
primera ocasión que se me ofreció de comprobar la génesis de un síntoma histérico por
objetivación de la representación contrastante penosa, o sea por «voluntad contraria». La
madre, agotada por el temor y los desvelos que le ocasiona la enfermedad de su hija, se
propone guardar el más absoluto silencio para no perturbar el anhelado reposo de la
enferma. Pero hallándose en un estado de gran agotamiento, la representación
contrastante de que acabaría por producir algún ruido demuestra ser la más fuerte,
consigue dar origen a una inervación de la lengua, inervación que el propósito de
permanecer en silencio había, quizá, olvidado de impedir; rompe la contracción de los
labios y produce un ruido, el cual adquiere un carácter fijo a partir de este momento,
especialmente después de la repetición del mismo suceso.
Para llegar a una completa comprensión de este proceso hemos de atender aún a
una determinada objeción. Podrá, en efecto, preguntársenos cómo, dado un agotamiento
general -que establece, desde luego, la disposición a tal proceso-, vence, precisamente,
la representación contrastante. Nuestra respuesta sería que dicho agotamiento no es tan
sólo parcial. Se hallan agotados aquellos elementos del sistema nervioso que constituyen
los fundamentos materiales de las representaciones asociadas a la consciencia primaria.
En cambio, las representaciones excluidas de esta cadena de asociaciones -del yo
normal- no se hallan agotadas, y predominan así en el momento de la disposición
histérica.
CHARCOT
1893
Así, pues, sus primeras impresiones profesionales, y el propósito que las mismas
hicieron surgir, fueron decisivas para su desarrollo científico ulterior. El hecho de tener
a su alcance en la Salpêtrière un amplio material de enfermas nerviosas crónicas le
permitió emplear a fondo sus particulares dotes. No era Charcot un pensador, sino una
naturaleza de dotes artísticas, o, como él mismo decía, un «visual». Sobre su método de
trabajo nos comunicó un día lo que sigue: Acostumbraba considerar detenidamente una
y otra vez aquello que no le era conocido y robustecer así, día por día, su impresión
sobre ello hasta un momento en el cual llegaba de súbito a su comprensión. Ante su
visión espiritual se ordenaba entonces el caos, fingido por el constante retorno de los
mismos síntomas, surgiendo los nuevos cuadros patológicos, caracterizados por el
continuo enlace de ciertos grupos de síndromes. Haciendo resaltar, por medio de cierta
esquematización, los casos complejos y extremos, o sea los «tipos», pasaba luego de
éstos a la larga serie de los casos mitigados; esto es, de las formes frustrées, que,
teniendo su punto inicial en uno cualquiera de los signos característicos del tipo, se
extendían hasta lo indeterminado. Charcot decía de esta labor mental, en la que no había
quien le igualase, que era «hacer nosografía», y se mostraba orgulloso de ella. Muchas
veces le hemos oído afirmar que la mayor satisfacción de que un hombre podía gozar era
ver algo nuevo; esto es, reconocerlo como tal, y en observaciones constantemente
repetidas, volvía sobre la dificultad y el merecimiento de una tal «visión»,
preguntándose a qué podía obedecer que los médicos no vieran nunca sino aquello que
habían aprendido a ver, y haciendo resaltar la singularidad de que fuera posible ver de
repente cosas nuevas -estados patológicos nuevos- que, sin embargo, eran
probablemente tan antiguas como la Humanidad misma. Así, él mismo se sentía
obligado a confesar que veía ahora en sus enfermas cosas que le habían pasado
inadvertidas durante treinta años. Todos los médicos tienen perfecta consciencia de la
riqueza de formas que la Neuropatología debe a Charcot y de la precisión y seguridad
que el diagnóstico ha adquirido merced a sus observaciones. A los discípulos que
pasaban con él la visita a través de las salas de la Salpêtrière, museo de hechos clínicos
cuyos nombres y peculiaridades habían sido hallados por él en su mayor parte, les
recordaba a Cuvier, el gran conocedor y descriptor del mundo zoológico, al cual nos
muestra su estatua del Jardín des Plantes rodeado de multitud de figuras animales, o los
hacía pensar en el mito de Adán, que debió de gozar con máxima intensidad de aquel
placer intelectual, tan ensalzado por Charcot, cuando Dios le confió la labor de
diferenciar y dar un nombre a todos los seres del Paraíso.
Si con estas solemnes conferencias, en las que todo estaba preparado y había de
desarrollarse conforme a un estudiado plan, seguía Charcot, muy probablemente, una
arraigada tradición, no dejaba también de sentir la necesidad de presentar a sus oyentes
un cuadro menos artificial de su actividad. Para ello se servía de la ambulancia de la
clínica, cuyo servicio desempeñaba personalmente en las llamadas Leçons du mardi. En
estas lecciones examinaba casos que hasta aquel momento no había sometido a
observación; se exponía a todas las contingencias del examen y a todos los errores de un
primer reconocimiento; se despojaba de su autoridad para confesar, cuando a ello había
lugar, que no encontraba el diagnóstico correspondiente a un caso, o que se había dejado
inducir a error por las apariencias, y nunca pareció más grande a sus oyentes que al
esforzarse, así en disminuir, con la más franca y sincera exposición de sus procesos
deductivos y de sus dudas y vacilaciones, la distancia entre el maestro y sus discípulos.
La publicación de estas conferencias improvisadas ha ampliado infinitamente el círculo
de sus admiradores, y nunca ha conseguido una obra de Neuropatología un tan
clamoroso éxito entre el público médico.
Charcot no siguió este camino para llegar a una explicación de la histeria, aunque
sí acudió al rico material de datos contenidos en los procesos por hechicería y posesión
satánica, para demostrar que los fenómenos de las neurosis habían sido los mismos en
todos los tiempos. Considerando la histeria como uno de los temas de la Neuropatología,
dio la descripción completa de sus fenómenos, demostró que los mismos seguían
determinadas leyes y normas y enseñó a conocer los síntomas que permitían diagnosticar
la histeria. A él y a sus discípulos debemos concienzudas investigaciones sobre las
perturbaciones histéricas de la sensibilidad de la piel y de las regiones más profundas, y
sobre las alteraciones de los órganos sensoriales, las peculiaridades de las contracturas y
parálisis histéricas, las perturbaciones tróficas y los trastornos de la nutrición. Después
de describir las diversas formas del ataque histérico, se estableció un esquema que
presentaba dividida en cuatro estadios, la estructura típica del «gran» ataque histérico, y
permitía referir al «tipo» el «pequeño» ataque corrientemente observado. Asimismo se
hizo objeto de estudio la situación y frecuencia de las llamadas zonas histerógenas y su
relación con los ataques, etc. Todos estos conocimientos sobre el fenómeno de la histeria
condujeron a una serie de sorprendentes descubrimientos. Así se comprobó la histeria en
sujetos masculinos, especialmente en individuos de la clase obrera, con insospechada
frecuencia, y se llegó a la convicción de que determinados accidentes, atribuidos antes a
la intoxicación por el alcohol o por el plomo, eran de naturaleza histérica,
aprendiéndose, además, a incluir en este concepto afecciones hasta entonces aisladas e
incomprendidas y a circunscribir la participación de la histeria en aquellos casos, en los
que la neurosis se había aliado a otras enfermedades, formando complejos cuadros
patológicos. La investigación recayó también con máxima amplitud sobre las
enfermedades nerviosas consecutivas a graves traumas; esto es, sobre las «neurosis
traumáticas», cuya naturaleza se discute todavía hoy, y con respecto a las cuales
defendió Charcot, con éxito, los derechos de la histeria.
Una vez que esta extensión del concepto de la histeria condujo a rechazar con
gran frecuencia diagnósticos etiológicos, se hizo sentir la necesidad de penetrar en la
etiología de la histeria misma. Charcot condensó esta etiología en una fórmula muy
sencilla: la única causa de la histeria sería la herencia. Por tanto, no constituiría esta
neurosis sino una forma de degeneración, un miembro de la famille néurotique. Todos
los demás factores etiológicos no desempeñarían sino el papel de agents provocateurs.
1895
1908
J. BREUER
1893
Pero nuestro experimentos nos han demostrado que síntomas muy diversos,
considerados como productos espontáneos -«idiopáticos», podríamos decir- de la
histeria, poseen con el trauma causal una conexión tan estrecha como la de los
fenómenos antes mencionados, transparentes en este sentido. Hemos podido referir a
tales factores causales neuralgias y anestesias de formas muy distintas, que en algunos
casos venían persistiendo a través de años enteros; contracturas y parálisis; ataque
histéricos y convulsiones epileptoides, diagnosticadas de epilepsia por todos los
observadores; petit mal y afecciones de la naturaleza de los «tics»; vómitos persistentes
y anorexia, llevada hasta la repulsa de todo alimento, perturbaciones de la visión,
alucinaciones visuales continuas, etc., etcétera. La desproporción entre el síntoma
histérico, persistente a través de años enteros, y su motivación, aislada y momentánea, es
la misma que estamos habituados a observar en la neurosis traumática. Con frecuencia,
la causa de los fenómenos patológicos, más o menos graves, que el paciente presenta,
está en sucesos de su infancia.
Pero la conexión causal del trauma psíquico con el fenómeno histérico no consiste
en que el trauma actúe de «agente provocador», haciendo surgir el síntoma, el cual
continuaría subsistiendo independientemente. Hemos de afirmar más bien que el trauma
psíquico, o su recuerdo, actúa a modo de un cuerpo extraño; que continúa ejerciendo
sobre el organismo una acción eficaz y presente, por mucho tiempo que haya
transcurrido desde su penetración en él. Esta actuación del trauma psíquico queda
demostrada por un singularísimo fenómeno, que confiere además a nuestros
descubrimientos un alto interés práctico.
Hemos hallado, en efecto, y para sorpresa nuestra, al principio, que los distintos
síntomas histéricos desaparecían inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía
despertar con toda claridad el recuerdo del proceso provocador, y con él el afecto
concomitante, y describía el paciente con el mayor detalle posible dicho proceso, dando
expresión verbal al afecto. El recuerdo desprovisto de afecto carece casi siempre de
eficacia. El proceso psíquico primitivo ha de ser repetido lo más vivamente posible,
retrotraído al status nascendi, y «expresado» después. En esta reproducción del proceso
primitivo, alucinaciones, etc. -nuevamente con toda intensidad, para luego desaparecer
de un modo definitivo. Las parálisis y anestesias desaparecen también, aunque,
naturalmente, no resulte perceptible su momentánea intensificación.
II
En un principio parece extraño que sucesos tan pretéritos puedan actuar con tal
intensidad; esto es, que su recuerdo no sucumba al desgaste, al que vemos sucumbir
todos nuestros demás recuerdos. Las consideraciones siguientes nos facilitarán quizá la
comprensión de estos hechos.
La debilitación o pérdida de afecto de un recuerdo depende de varios factores y,
sobre todo, de que el sujeto reaccione o no enérgicamente al suceso estimulante.
Entendemos aquí por reacción toda la serie de reflejos, voluntarios e involuntarios -
desde el llanto hasta el acto de venganza-, en los que, según sabemos por experiencia, se
descargan los afectos. Cuando esta reacción sobreviene con intensidad suficiente,
desaparece con ella gran parte del afecto. En cambio, si se reprime la reacción, queda el
afecto ligado al recuerdo. El recuerdo de una ofensa castigada, aunque sólo fuese con
palabras, es muy distinto del de otra que hubo de ser tolerada sin protesta.
La «descarga por reacción» no es, sin embargo, el único medio de que dispone el
mecanismo psíquico normal del individuo sano para anular los efectos de un trauma
psíquico. El recuerdo del trauma entra, aunque no haya sido descargado por reacción, en
el gran complejo de la asociación, yuxtaponiéndose a otros sucesos, opuestos, quizá, a
él, y siendo corregido por otras representaciones. Así después de un accidente, se unen
al recuerdo del peligro y a la reproducción (atenuada) del sobresalto el recuerdo del
curso ulterior del suceso, o sea el de la salvación, y la consciencia de la seguridad
presente. El recuerdo de una ofensa no castigada es corregido por la rectificación de los
hechos, por reflexiones sobre la propia dignidad, etc., y de este modo logra el hombre
normal de desaparición del afecto, concomitante al trauma, por medio de funciones de la
asociación.
Ahora bien: de nuestras observaciones resulta que aquellos recuerdos que han
llegado a constituirse en causas de fenómenos histéricos se han conservado con
maravillosa nitidez y con toda su acentuación afectiva a través de largos espacios de
tiempo. Hemos de advertir, sin embargo, que los enfermos no disponen de estos
recuerdos como de otros de su vida; hecho singularísimo que más adelante utilizaremos
para nuevas deducciones. Por el contrario, tales sucesos faltan totalmente en la memoria
de los enfermos, hallándose éstos en su estado psíquico ordinario, o sólo aparecen
contenidos en ella de un modo muy sumario. Ahora bien: sumido el sujeto en la
hipnosis, y sometido durante ella a un interrogatorio, emergen de nuevo dichos
recuerdos con toda la intacta vitalidad de sucesos recientes.
En el primer grupo de estas condiciones incluimos aquellos casos en los que los
enfermos no han reaccionado a traumas psíquicos porque la naturaleza misma del
trauma excluía una reacción, como sucede en la pérdida irreparable de una persona
amada; porque las circunstancias sociales hacían imposible la reacción o porque,
tratándose de cosas que el enfermo quería olvidar, las reprimía del pensamiento
consciente y las inhibía y suprimía. Tales sucesos penosos se encuentran luego en la
hipnosis como fundamento de fenómenos histéricos (delirios histéricos de los santos y
las monjas, de las mujeres continentes y de Ios niños severamente educados).
III
IV
Con respecto a los ataques histéricos podemos repetir casi las mismas
observaciones que dedicamos a los síntomas histéricos duraderos. Conocida es la
descripción esquemática, hecha por Charcot, del «gran» ataque histérico, según la cual
el ataque completo mostraría cuatro fases: primera, la epileptoide; segunda, la de los
grandes movimientos; tercera, la de las actitudes pasionales (la fase alucinatoria), y
cuarta, la del delirio final. Las diversas formas del ataque histérico, más frecuentes que
el gran ataque completo, se caracterizarían por la falta de alguna de estas fases, su
aparición aislada o su mayor o menor duración.
Los resultados que surgen en los ataques histéricos o pueden ser despertados
durante éstos corresponden también, en todos sus demás componentes, a los sucesos que
se nos han revelado como fundamentos de síntomas histéricos duraderos. Como ellos se
refieren a traumas psíquicos que han eludido la anulación mediante la descarga de
reacción o la labor intelectual asociativa, faltan por completo, o en sus componentes
esenciales, en el acervo mnémico de la consciencia normal y se muestran pertenecientes
al contenido de representaciones de los estados hipnoides de consciencia con asociación
restringida. Además, admiten la prueba terapéutica. Nuestras observaciones nos han
mostrado muchas veces que un tal recuerdo que venía provocando ataques queda
incapacitado para ello cuando se le lleva en la hipnosis a la reacción y a la rectificación
asociativa.
Los fenómenos motores del ataque histérico pueden ser interpretados, unos, como
normas generales de reacción del afecto concomitante al recuerdo (análogamente al
pataleo del niño de pecho), y en parte, como movimientos expresivos, directos de dicho
recuerdo. Una tercera parte elude, como los estigmas histéricos entre los síntomas
permanentes, esta explicación.
1892 [1941]
29-6-1892
MI estimado Breuer:
La inocente satisfacción con que le entregué esas pocas páginas más ha cedido el
lugar a la inquietud que tan a menudo acompaña los incesantes dolores de la reflexión.
Me atormenta, en efecto, el problema de cómo será posible dar una imagen
bidimensional de algo tan corpóreo como nuestra teoría de la histeria. Sin duda alguna,
la cuestión decisiva es si habremos de darle una exposición histórica, comenzando con
todas las historias clínicas, o con las dos mejores entre ellas, o si no convendría más bien
empezar con una enunciación dogmática de las teorías que hemos elaborado a modo de
explicación. Por mi parte, me inclino más a esto último, y optaría por distribuir el
material de la siguiente manera:
1) Nuestras teorías:
1892 [1940]
Esta descripción nada nos dice sobre una posible conexión entre las distintas fases
sobre el significado que el ataque tiene en el cuadro general de la histeria ni sobre las
modificaciones de los ataques en los casos individuales. Quizá no estemos errados al
suponer que la mayoría de los médicos tienden a concebir el ataque histérico como una
«descarga periódica de los centros motores y psíquicos de la corteza cerebral».
Hemos logrado nuestras concepciones sobre el ataque histérico tratando casos de
esta enfermedad por medio de la sugestión hipnótica e investigando sus procesos
psíquicos, durante el ataque mismo, por medio del interrogatorio en plena hipnosis. Así
dejamos establecidos los siguientes postulados para el ataque histérico, pero debemos
anticipar que para la explicación de los fenómenos histéricos consideramos
imprescindible aceptar una disociación, una escisión del contenido de la consciencia.
Una vez más, esta circunstancia es bien evidente en aquellos casos clásicos
de histeria traumática que Charcot demostró en pacientes del sexo masculino, y en los
cuales un individuo no histérico anteriormente cae de pronto en la neurosis después de
un susto único e intenso, como un accidente de ferrocarril, una caída, etc. En tales casos,
el contenido del ataque consiste en la reproducción alucinatoria de aquel suceso que
puso en peligro la vida del sujeto, acompañada quizá por el tren de ideas y por las
impresiones sensoriales que se originaron en esa ocasión. La conducta de dichos
pacientes, empero, no discrepa en modo alguno de la histeria femenina común, sino que
constituye un ejemplo por excelencia de la misma. Si se examina con el método arriba
indicado el contenido de los ataques de una de estas mujeres histéricas, aparecen
vivencias que por su naturaleza son igualmente aptas para actuar como traumas (sustos,
mortificaciones, defraudaciones). Aquí, sin embargo, el gran trauma único es
reemplazado a menudo por una serie de traumas menores, vinculados por sus similitudes
o por representar partes de una misma historia de infortunios. Por consiguiente, tales
enfermas también sufren con frecuencia ataques de distinta especie, cada uno con su
contenido mnemónico particular. Esta circunstancia nos induce a extender
considerablemente el concepto de la histeria traumática.
Alcánzase por este camino, además, una definición del trauma psíquico que
ha de ser provechosa para la teoría de la histeria: toda impresión que el sistema nervioso
tiene dificultad en resolver por medio del pensamiento asociativo o de la reacción motriz
se convierte en un trauma psíquico.
3) Nota «III»
1892 [1941]
En lo que antecede hubimos de aceptar, como un hecho de observación, que los
recuerdos subyacentes a los fenómenos histéricos no se encuentran en la memoria
accesible al paciente, mientras que pueden ser evocados con alucinatoria vivacidad en el
estado de hipnosis. También hemos señalado que una serie de tales recuerdos se refieren
a sucesos ocurridos en condiciones particulares, como la cataplexia provocada por
sustos, estados crepusculares, la autohipnosis y otros semejantes, cuyos contenidos se
sustraen a la vinculación asociativa con la consciencia normal. Por tanto, hasta ahora nos
fue imposible considerar las condiciones patógenas de los fenómenos histéricos sin
apoyarnos en cierta hipótesis, tendente a caracterizar la disposición histérica, una
hipótesis según la cual la histeria implica una propensión a la disociación temporaria del
contenido de la consciencia y a la separación de complejos ideacionales particulares, que
no se hallan asociativamente conectados. Así, buscamos la esencia de la disposición
histérica en la circunstancia de que tales estados surgen en ella espontáneamente (por
causas internas), o bien son fácilmente provocados por influencias exteriores, siendo
complementariamente variable la participación relativa de cada factor.
Antes de mi visita ha tenido algo de jaqueca, pero «muy corta; sólo le ha durado
dos horas».
Durante la hipnosis la invitó a hablar, consiguiéndolo después de leve esfuerzo.
Habla en voz baja y reflexiona un momento antes de cada respuesta. Su expresión
cambia correlativamente al contenido de su relato, serenándose en cuanto pongo fin, por
sugestión, a la impresión que el mismo le causa. Le pregunto por qué se asusta con tanta
facilidad, y me responde: «Son recuerdos de mi primera infancia.» ¿De qué época?
«Primeramente, de cuando tenía cinco años y mis hermanos me asustaban arrojándome
bichos muertos. Por entonces tuve el primer ataque -desvanecimiento y convulsiones-;
pero mi tía me dijo que debía hacer todo lo posible por dominar tales ataques, y no volví
a tener ninguno. Luego, de cuando a los siete años vi a una hermana mía muerta y
metida en el ataúd; después, de cuando mi hermano, teniendo yo ocho años, me asustaba
disfrazándose de fantasma con una sábana blanca, y por último, de cuando, a los nueve
años, entré a ver el cadáver de mi tía y, hallándome ante él, se le abrió de repente la
boca.»
Preguntada, confirma que durante su narración veía plásticamente ante sí, con sus
colores correspondientes, las escenas que iba refiriendo. En general, piensa con gran
frecuencia en dichas escenas, y durante los últimos días las ha rememorado
especialmente. Cada vez que piensa en ellas las ve surgir ante sí con todo el vivo relieve
de la realidad. Ahora comprendo por qué me habla con tanta frecuencia de escenas en
las que intervienen animales y cadáveres. Mi terapia consiste en desvanecer tales
imágenes de manera que no puedan volver a surgir ante sus ojos. Para robustecer Ia
sugestión paso varias veces mis manos sobre sus párpados.
9 de mayo, por la tarde. -Ha dormido bien, sin que haya sido necesario renovar la
sugestión; pero por la mañana ha tenido dolores de estómago, que ya se le iniciaron ayer
en el jardín, donde permaneció demasiado tiempo con sus hijas. Accede, sin dificultad, a
limitar a dos horas y media la permanencia de aquéllas a su lado. Pocos días antes se
había reprochado tenerlas muy abandonadas. Hoy la encuentro algo excitada; muestra la
frente contraída, produce el singular chasquido antes descrito y se interrumpe, con
frecuencia, al hablar. Durante el masaje me cuenta que la institutriz de sus hijas ha traído
consigo un atlas de historia de la civilización, en el que había estampas -unos indios
disfrazados de animales- que la han asustado mucho. «¡Imagínese que de repente
adquieran vida!...» (Espanto.)
En la hipnosis le pregunto por qué la han asustado tanto aquellas estampas, siendo
así que ya no le dan miedo los animales, y me contesta que la han recordado visiones
que tuvo cuando la muerte de su hermano (teniendo ella diecinueve años). Sobre este
recuerdo volveré más adelante. Luego le pregunto si ha hablado siempre
interrumpiéndose y tartamudeando de cuando en cuando, y desde qué tiempo padece
aquel «tic» (el singular chasquido). Responde que el tartamudeo es un fenómeno de su
enfermedad, y que el «tic» lo tiene desde una vez que, hace cinco años, se hallaba
velando a su hija menor, enferma de gravedad, y se propuso guardar el más absoluto
silencio. Intento debilitar la importancia de este recuerdo diciéndole que, después de
todo, a su hija no le ha pasado nada, etcétera. Ella: «Pero el "tic" me vuelve cada vez que
me asusto o me sobresalto.» Le mando no asustarse más de las estampas de los indios.
Lo que deben causarle es risa, y ella misma habrá de Ilamarme la atención sobre
aquéllas. Así sucede, en efecto, al despertar. Busca el libro; me pregunta si lo he visto
ya; lo abre por la página en que se halla la estampa tan temida, y se ríe a carcajadas de
las grotescas figuras; todo ello sin la menor señal de miedo y con rostro sereno. En esto
entra inesperadamente el doctor Breuer, acompañado por el médico del sanatorio. La
paciente se asusta y da muestras repetidas de gran excitación, de manera que los dos
visitantes abandonan enseguida la estancia. Entonces explica su excitación diciendo que
la habitual aparición del médico del sanatorio con los otros visitantes la impresiona
desagradablemente.
Durante esta sesión de hipnotismo hago, además, desaparecer, por medio de pases,
el dolor de estómago, y digo a la paciente que después de la comida esperará que se le
vuelva a iniciar; pero que no será así.
Al llegar aquí la interrumpo, indicándole que aquella niña goza hoy de una
floreciente salud normal, y la despojo de la posibilidad de ver nuevamente aquellos
tristes sucesos, no sólo desvaneciendo el recuerdo plástico, sino expulsando de su
memoria toda la reminiscencia, como si jamás hubiese existido en ella. Asimismo, le
prometo que de este modo cesará la temerosa espera de sucesos desgraciados que de
continuo la atormentan y desaparecerán los dolores generales, de los que precisamente
ha vuelto a quejarse durante su relato, después de no haber hablado de ellos en varios
días.
EPICRISIS
Algunas de las fobias podían contarse, sin embargo, entre las primarias, comunes
a todos los hombres y especialmente a los neurópatas. Así, ante todo, la zoofobia (miedo
a las serpientes, a los sapos y a todas aquellas sabandijas que reconocen por soberano a
Mefistófeles), el miedo a las tormentas, etc. Pero también estas fobias fueron
intensificadas por sucesos traumáticos. Así, el miedo a los sapos, por la impresión de la
sujeto, siendo niña, el día que su hermano le arrojó un sapo muerto, lo que le produjo un
ataque de contracciones histéricas; el miedo a las tormentas, por el sobresalto ya
descrito, que dio lugar al vicio de castañetear la lengua, y el miedo a la niebla, por sus
paseos en Ruegen. De todos modos, el miedo primario y, por decirlo así, instintivo
desempeña, considerado como estigma psíquico, el papel principal en este grupo.
Las demás fobias, más especiales, aparecen también determinadas por sucesos
particulares. El miedo a un sobresalto súbito e inesperado es consecuencia de la
tremenda impresión recibida al ver morir repentinamente a su marido, fulminado por un
ataque al corazón. El miedo a las personas extrañas, y en general a todo el mundo,
demuestra ser un residuo de la época en la que se vio perseguida por la familia de su
marido y creía descubrir en cada desconocido un agente de sus perseguidores o pensaba
que todo el que a ella se aproximaba conocía las infamias que verbalmente o por escrito
se difundían sobre ella. EI miedo a los manicomios y a sus infortunados huéspedes se
relaciona con toda una serie de tristes sucesos acaecidos en su círculo familiar y con los
relatos que, siendo niña, escuchó de labios de una estúpida criada. Esta última fobia se
apoya, además, por un lado, en el horror instintivo primario del hombre sano al demente
y, por otro, en su preocupación, común a todo nervioso, de sucumbir a la locura. El
miedo, particularmente especializado, a tener a alguien detrás de ella aparece motivado
por varias temerosas impresiones de su infancia y épocas posteriores. Después del
suceso del hotel, particularmente penoso para el sujeto por integrar un elemento erótico
se acentuó más que nunca su miedo a la entrada subrepticia de una persona extraña en su
cuarto. Por último, el miedo a ser enterrada viva, tan frecuente en los neurópatas,
encuentra una completa explicación en su creencia de que su marido no estaba muerto
cuando sacaron de la casa el cadáver, creencia en la que se manifiesta
conmovedoramente la incapacidad de aceptar la brusca interrupción de la vida de la
persona amada. Por lo demás, todos estos factores psíquicos sólo pueden explicar, a mi
juicio, la elección de las fobias, pero no su duración. Por lo que a esta respecta, hemos
de tener en cuenta un factor neurótico, o sea, la circunstancia de que la paciente
observaba desde años atrás una completa abstinencia sexual, motivo frecuentísimo de
tendencia a la angustia.
Menos aún que las fobias, pueden ser consideradas las abulias de nuestros
enfermos como estigmas psíquicos consiguientes a una disminución general de la
capacidad funcional. EI análisis hipnótico del caso demuestra más bien que las abulias
se hallan condicionadas por un doble mecanismo físico, simple en el fondo. La abulia
puede ser de dos clases. Puede ser, sencillamente, una consecuencia de la fobia, y así
sucede cuando la fobia se enlaza a un acto propio (salir de casa, buscar la sociedad de
los demás, etc.) en lugar de a una expectación (que alguien pueda introducirse
subrepticiamente en el cuarto, etc.), siendo entonces la angustia enlazada con el
resultado del acto la causa de la coerción de la voluntad. Sería equivocado presentar esta
clase de abulias al lado de sus fobias correspondientes como síntomas especiales; pero
ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que tales fobias pueden existir, cuando no son
demasiado intensas, sin conducir a la abulia. La otra clase de abulias se halla basada en
la existencia de asociaciones no desenlazadas y saturadas de afecto, que se oponen a la
constitución de otras nuevas, sobre todo a las de carácter penoso. La anorexia de nuestra
enferma nos ofrece el mejor ejemplo de una tal abulia. Si come tan poco, es porque no
halla gusto ninguno en la comida, y esto último depende, a su vez, de que el acto de
comer se halla enlazado en ella, desde mucho tiempo atrás, con recuerdos repugnantes,
cuyo montante de afecto no ha experimentado disminución alguna. Naturalmente, es
imposible comer con repugnancia y placer al mismo tiempo. La repugnancia
concomitante a la comida desde muy antiguo no ha disminuido porque la sujeto tenía
que reprimirla todas las veces, en lugar de libertarse de ella por medio de la reacción.
Cuando niña, el miedo al castigo la forzaba a comer con repugnancia la comida fría, y en
años posteriores, el temor a disgustar a sus hermanos le impidió exteriorizar los afectos
que la dominaban mientras comía con ellos.
La repetición del nombre «Emmy» en los accesos de confusión mental que, según
las normas de los ataques histéricos, reproducen los frecuentes estados de perplejidad de
la paciente durante el tratamiento al que su hija estuvo sometida, se hallaba enlazada,
por medio de un complicado encadenamiento de ideas, al contenido del acceso y
correspondía quizá a una fórmula protectora usada por la enferma contra el mismo. Esta
exclamación hubiera sido también, probablemente, susceptible, dado un más amplio
aprovechamiento de su significación, de convertirse en un «tic», como ya lo había
llegado a ser la complicada fórmula protectora: «No me toque usted», etc.; pero la
terapia hipnótica detuvo, en ambos casos, el ulterior desarrollo de estos síntomas. La
exclamación «¡Emmy!», recientemente surgida cuando me llamó la atención, se hallaba
aún limitada a su lugar de origen; esto es, al acceso de confusión mental.
Cualquiera que sea la génesis de estos síntomas motores -el castañeteo, por
objetivación de una representación contrastante; la tartamudez, por simple conversión de
la excitación psíquica en un fenómeno motor, y la exclamación «IEmmy!» y la otra
fórmula más extensa, como dispositivos protectores, por un acto voluntario de la
enferma, en el paroxismo histérico-; cualquiera que sea su génesis, repetimos, poseen el
carácter común de hallarse en una visible conexión -primitiva o permanente- con
traumas, de los cuales constituyen símbolos en la actividad mnémica.
Al siguiente día hablamos de un tema sin relación alguna con las catacumbas,
cuando de súbito se interrumpió, exclamando: «¡La cripta y el columbarium, doctor!»
«iAh! Esas son las palabras que ayer no podía usted encontrar. ¿Cuándo las ha
recordado usted?» «Esta tarde, en el jardín, poco antes de subir.» Con estas últimas
palabras me indicaba que se había atenido estrictamente al momento marcado, pues solía
permanecer en el jardín hasta las seis. Así, pues, tampoco en el sonambulismo disponía
de todo su conocimiento, existiendo aún para ella una consciencia actual y otra
potencial. Con frecuencia sucedía también que al preguntarle yo, en el sonambulismo,
de dónde procedía determinado fenómeno arrugaba el entrecejo y contestaba
tímidamente: «No lo sé.» En estos casos acostumbraba yo decirle: «Reflexione usted un
poco y en seguida lo sabrá», como así sucedía, en efecto, pues al cabo de algunos
instantes de reflexión me proporcionaba casi siempre la respuesta pedida.
La sujeto, que conservaba tan tenazmente sus síntomas contra toda sugestión, y
sólo los abandonaba ante el análisis psíquico o la convicción, se mostraba, en cambio,
docilísima cuando la sugestión versaba sobre temas carentes de relación con su
enfermedad. En páginas anteriores hemos consignado ya varios ejemplos de tal
obediencia posthipnótica. A mi juicio, no existe aquí contradicción alguna. En este
terreno había también de vencer, como siempre, la representación más enérgica.
Examinando el mecanismo de la «idea fija» patológica, la hallamos basada y apoyada en
tantos y tan intensos sucesos, que no puede asombrarnos comprobar su propiedad de
oponer victoriosa resistencia a una representación contraria no provista sino de cierta
energía. Un cerebro del que fuese posible hacer desaparecer por medio de Ia sugestión
consecuencias tan justificadas de intensos procesos psíquicos sería verdaderamente
patológico.
El historial clínico de esta enferma antes transcrito muestra con suficiente claridad
en qué forma desarrollaba yo mi acción terapéutica durante el sonambulismo. Combatía,
en primer lugar, como es uso de la psicoterapia hipnótica, las representaciones
patológicas dadas por medio de razonamientos, mandatos e introducción de
representaciones contrarias de todo género; pero no me limitaba a ello, sino que
investigaba la génesis de cada uno de los síntomas para poder combatir también las
premisas sobre las cuales habían sido construidas las ideas patológicas. Durante estos
análisis sucedía regularmente que la enferma rompía a hablar, dando muestras de
violenta excitación, sobre temas cuyo afecto no había hallado hasta entonces exutorio
distinto de la expresión de las emociones. No me es posible indicar cuánta parte del
resultado terapéutico siempre obtenido correspondía a esta supresión por sugestión in
statu nascendi y cuánta a la supresión del afecto por medio de la reacción, pues dejé
actuar conjuntamente ambos factores.
2) MISS LUCY R.
(treinta años)
A fines de 1892, un colega y amigo mío envió a mi consulta a una joven paciente,
a la cual tenía en tratamiento a consecuencia de una rinitis supurada crónica. La causa de
la tenacidad de su padecimiento era, como más tarde se demostró, una caries del
etmoides. En los últimos días se había quejado la enferma de nuevos síntomas, que mi
colega, muy perito en la materia, no podía atribuir ya a la afección local. Habiendo
perdido por completo el olfato se veía perseguida la paciente, casi de continuo, por una o
dos sensaciones olfativas totalmente subjetivas, que se le hacían en extremo penosas.
Además de esto, se sentía deprimida y fatigada, sufría pesadez de cabeza, había perdido
el apetito y no se encontraba capaz de desarrollar actividad ninguna.
Esta hipótesis quedó en seguida confirmada. A mi pregunta de cuál era el olor que
la perseguía con más frecuencia, contestó que «como a harina quemada». Hube, pues, de
suponer que este olor a harina quemada había sido realmente el que había reinado en la
ocasión del suceso traumáticamente eficaz. La elección de sensaciones olfativas para
símbolos mnémicos de traumas es, ciertamente, muy desusada, pero en este caso podía
explicarse por la circunstancia de que la afección nasal de la sujeto la Ilevaba a conceder
especial atención a todo lo relacionado con la nariz y sus percepciones. Sobre la vida
particular de la paciente sólo sabía que las niñas cuyo cuidado le estaba encomendado
habían perdido, hacía varios años, a su madre, después de breve y aguda enfermedad.
Así, pues, decidí tomar el olor a «harina quemada» como punto de partida del
análisis. Relataré la historia de este análisis tal y como hubiera debido desarrollarse en
circunstancias favorables. En realidad, aquello que debió resultar de una sola sesión nos
ocupó varias, dado que la paciente no podía acudir a mi casa más que a la hora de
consulta, durante la cual no podía dedicarle sino poco tiempo. De este modo, y no
pudiendo abandonar la sujeto todos los días sus obligaciones, para recorrer el largo
camino que la separaba de mi domicilio, resultó que uno solo de nuestros diálogos
analíticos sobre un extremo concreto necesitado de esclarecimiento, se extendía, a veces,
a través de más de una semana, quedando interrumpido en el punto al que había llegado
al final de una sesión, para ser reanudado en la siguiente.
Así, pues, tomé por modelo este singular e instructivo experimento y decidí
adoptar como punto de partida la hipótesis de que mi paciente sabía todo lo que había
podido poseer una importancia patógena, tratándose tan sólo de obligarla a comunicarlo.
De este modo, cuando llegábamos a un punto en el que a mis preguntas: «¿Desde
cuándo padece usted este síntoma?», o «¿De dónde procede?», contestaba la sujeto: «No
lo sé», adopté el procedimiento de colocar una mano sobre la frente de la enferma, o
tomar su cabeza entre mis dos manos, y decirle: «La presión de mi mano despertará en
usted el recuerdo buscado. En el momento en que las aparte de su cabeza verá usted algo
o surgirá en usted una idea. Reténgalo usted bien, porque será lo que buscamos. Bien;
ahora dígame lo que ha visto o se le ha ocurrido.»
Las primeras veces que empleé este procedimiento (no fue con miss Lucy R.)
quedé yo mismo sorprendido de comprobar que me proporcionaba, realmente, lo
buscado; y debo hacer constar que desde entonces no me ha fallado casi nunca,
mostrándome siempre el camino que debía seguir mi investigación y haciéndome
posible llevar a término todo análisis de este género sin necesidad de recurrir al
sonambulismo. Poco a poco llegué a adquirir una tal seguridad, que cuando un paciente
me manifestaba no haber visto nada ni habérsele ocurrido cosa alguna, le afirmaba
rotundamente que no era posible. Seguramente habían tenido conocimiento de lo
buscado, pero lo habían rechazado, no reconociéndolo como tal. Repetiríamos el
procedimiento cuantas veces quisiesen y verían cómo siempre se les ocurriría la misma
cosa. Los hechos me dieron siempre la razón. Lo que sucedía en estos casos es que los
enfermos no habían aprendido aún a dejar en reposo su facultad crítica y habían
rechazado el recuerdo emergente a la ocurrencia, considerándolos inaprovechables y
creyendo se trataba de elementos extraños al tema tratado; pero en cuanto llegaban a
comunicarlos, revelaban ser lo que se buscaba. Algunas veces, cuando la comunicación
tenía efecto a la tercera o cuarta tentativa, manifestaba el sujeto que aquello se le había
ya ocurrido la primera vez, pero que no había querido decirlo.
Ahora bien: por el análisis de casos análogos sabíamos ya que en los casos de
adquisición de la histeria es indispensable la existencia de una previa condición: la de
que una representación sea expulsada voluntariamente de la consciencia (reprimida) y
excluida de la elaboración asociativa.
En esta representación voluntaria veo también el fundamento de la conversión de
la magnitud de excitación, sea parcial o total dicha conversión. La magnitud de
excitación que no puede entrar en asociación psíquica encuentra, con tanto mayor
facilidad, el camino equivocado, que conduce a una inervación somática. El motivo de la
represión misma no podía ser sino una sensación displaciente, la incompatibilidad de
una idea destinada a la represión con el acervo de representaciones dominantes en el yo.
Pero la representación reprimida se venga haciéndose patógena.
A estas palabras mías respondió la sujeto con su habitual concisión: «Sí; creo que
tiene usted razón.» «Y si sabía usted que amaba al padre de las niñas, ¿por qué no me lo
ha dicho hasta ahora?» «No lo sabía hasta ahora, o, mejor dicho, no quería saberlo;
quería quitármelo de la imaginación; no volver a pensar en ello, y creo que en estos
últimos tiempos había llegado a conseguirlo».
«¿Por qué no quería usted confesar su inclinación amorosa? ¿Es que se
avergonzaba usted de querer a un hombre?» «No; no soy tan ñoña como para eso, y sé
muy bien que no somos responsables de nuestros sentimientos. Si algo me resulta
penoso, era que se tratase de la persona que me tiene a su servicio, en cuya casa vivo y
con respecto a la cual no me siento con tan plena independencia como ante cualquier
otra. Y siendo yo una muchacha pobre y él un hombre rico y de familia distinguida, todo
el mundo se reiría de mí si sospechase algo.»
Esta había sido, pues, la segunda escena más profundamente situada, que había
actuado en calidad de trauma y dejado tras de sí un símbolo mnémico. Mas ¿de dónde
procedía la eficacia traumática de esta escena? Para dilucidar esta cuestión pregunté a la
paciente: «¿Cuál de las dos escenas se desarrolló antes: la que me acaba de relatar o
aquella otra del olor a harina quemada?» «La que ahora le he contado precedió a la otra
cerca de dos meses.» «Pero si las violentas palabras del padre no se dirigían a usted,
¿por qué la impresionaron tanto?» «De todos modos, no estaba bien que tratase así a un
anciano, que además era un buen amigo y un invitado. Todo esto se puede decir
cortésmente.» «Así, pues, le hirió a usted la grosera forma en que procedió el padre de
sus educandas y se avergonzó usted por él, o pensó, quizá, que si por una tal minucia
atropellaba de tal modo a un antiguo amigo e invitado, ¿qué no haría con ella si fuese su
mujer?» «No; eso no.» «Pero, de todos modos, ¿lo que la impresionó a usted fue la
violencia del padre?» «Sí; siempre le molestaba que besasen a sus hijas.» Llegados a
este punto, surge en la paciente, bajo la presión de mi mano, el recuerdo de una escena
más anterior aún, que constituyó el trauma verdaderamente eficaz y prestó a la
desarrollada con el jefe de contabilidad su eficacia traumática.
EPICRISIS
La terapia consistió aquí en la coerción que logró la unión del grupo psíquico
disociado con la consciencia del yo. El resultado terapéutico no siguió, por circunstancia
singular, una marcha paralela y proporcional a la labor del tratamiento; sólo cuando ésta
llegó a solucionar la última de las cuestiones planteadas, surgió, de repente, la curación
total.
3) CATALINA
Así, pues, lo que la sujeto padecía eran, en efecto, ataques de angustia, que se
iniciaban con los signos del aura histérica, o, mejor dicho, ataques de histeria con la
angustia como contenido. Pero ¿no contendrían también algo más?
-¿Piensa usted algo (lo mismo siempre), o ve algo cuando le dan esos ataques?
-Sí; veo siempre una cara muy horrorosa que me mira con ojos terribles. Esto es lo
que más miedo me da.
Este detalle ofrecía, quizá, el camino para llegar rápidamente al nódulo de la
cuestión.
-¿Y reconoce usted esa cara? Quiero decir que si es una cara que ha visto usted
realmente alguna vez.
-No.
-¿Sabe usted por qué le dan esos ataques?
-No.
-¿Cuándo le dio el primero?
-Hace dos años, cuando estaba aún con mi tía en la otra montaña. Hace año y
medio nos trasladamos aquí, pero me siguen dando los ahogos.
Era, pues, necesario emprender un análisis en toda regla. No atreviéndome a
trasplantar la hipnosis a aquellas alturas, pensé que quizá fuera posible llevar a cabo el
análisis en un diálogo corriente. Se trataba de adivinar con acierto. La angustia se me
había revelado muchas veces, tratándose de sujetos femeninosjóvenes, como una
consecuencia de horror que acomete a un espíritu virginal cuando surge por vez primera
ante sus ojos el mundo de la sexualidad.
-¿Y luego?
-En seguida me aparté de la ventana y tuve que apoyarme en la pared, que me dio
un ahogo como los que desde entonces vengo padeciendo, se me cerraron los ojos y
empezó a zumbarme y latirme la cabeza como si fuera a rompérseme.
-¿Le dijo usted algo a su tía aquel día mismo?
-No; no le dije nada.
-¿Por qué se asustó usted tanto al ver a su tío con Francisca? ¿Comprendió usted
lo que estaba pasando, o se formó alguna idea de ello?
-¡Oh, no! Por entonces no comprendí nada. No tenía más que dieciséis años, y ni
me imaginaba siquiera tales cosas. No sé, realmente, de qué me asusté.
-Si usted pudiera ahora recordar todo lo que en aquellos momentos sucedió en
usted, cómo le dio el primer ataque y qué pensó durante él, quedaría curada de sus
ahogos.
-¡Ojalá pudiera! Pero me asusté tanto, que lo he olvidado todo. (Traduciendo esto
al lenguaje de nuestra «comunicación preliminar», diremos que el afecto crea por sí
mismo el «estado hipnoide», cuyos productos quedan excluidos del comercio asociativo
con la consciencia del yo.)
-Dígame usted: la cara que ve cuando le da el ahogo, ¿es quizá la de Francisca, tal
y como la vio al sorprenderla?
-Mi tío y Francisca debieron de oír algún ruido en el corredor, pues salieron en
seguida. Yo seguí sintiéndome mal y no podía dejar de pensar en lo que había visto. Dos
días después fue domingo y hubo mucho que hacer. Trabajé sin descanso mañana y
tarde, y el lunes volvió a darme el ahogo, vomité y tuve que meterme en la cama. Tres
días estuve así, vomitando a cada momento.
La sintomatología histérica puede compararse a una escritura jeroglífica que
hubiéramos llegado a comprender después del descubrimiento de algunos documentos
bilingües. En este alfabeto, los vómitos significan repugnancia. Así, pues, dije a
Catalina:
-El que tres días después tuviera usted vómitos repetidos me hace suponer que, al
ver lo que pasaba en la habitación de su tía, sintió usted asco.
-Sí, debí de sentir asco -me responde con expresión meditativa-. ¿Pero de qué?
-Quizá viera usted desnuda alguna parte del cuerpo de los que estaban en el
cuarto.
-No. Había poca luz para poder ver algo. Además estaban vestidos. Por más que
hago no puedo recordar qué es lo que me dio asco.
Tampoco yo podía saberlo. Pero la invité a continuar relatándome lo que se le
ocurriese, con la seguridad de que se le ocurriría precisamente lo que me era preciso
para el esclarecimiento del caso.
Me relata, pues, que como su tía notase en ella algo extraño y sospechase algún
misterio, la interrogó tan repetidamente, que hubo de comunicarle su descubrimiento. A
consecuencia de ello se desarrollaron entre los cónyuges violentas escenas, en las cuales
oyeron los niños cosas que más les hubiera valido continuar ignorando, hasta que la tía
decidió trasladarse, con sus hijos y Catalina, a la casa que ahora ocupaban, dejando a su
marido con Francisca, la cual comenzaba a presentar señales de hallarse embarazada. Al
llegar aquí, abandona la muchacha, con gran sorpresa mía, el hilo de su relato y pasa a
contarme dos series de historias que se extienden hasta dos y tres años antes del suceso
traumático. La primera serie contiene escenas en las que el tío persiguió con fines
sexuales a mi interlocutora, cuando ésta tenía apenas catorce años. Así, un día de
invierno bajaron juntos al valle y pernoctaron en una posada. El tío permaneció en el
comedor hasta muy tarde, bebiendo y jugando a las cartas. En cambio, ella se retiró
temprano a la habitación destinada a ambos en el primer piso. Cuando su tío subió a la
alcoba no había ellaconciliado aún por completo el sueño y le sintió entrar. Luego se
quedó dormida, pero de repente se despertó y «sintió su cuerpo junto a ella». Asustada
se levantó y le reprochó aquella extraña conducta: «¿Qué hace usted, tío? ¿Por qué no se
queda usted en su cama?» El tío intentó convencerla: «¡Calla, tonta! No sabes tú lo
bueno que es eso.» «No quiero nada de usted, ni bueno ni malo. Ni siquiera puede una
dormir tranquila.» En esta actitud se mantuvo cerca de la puerta, dispuesta a huir de la
habitación, hasta que, cansado el tío, dejó de solicitarla y se quedó dormido. Entonces se
echó ella en la cama vacía y durmió, sin más sobresaltos, hasta la mañana. De la forma
en la que rechazó los ataques de su tío parecía deducirse que no había reconocido
claramente el carácter sexual de los mismos. Interrogada sobre este extremo, manifestó,
en efecto, que hasta mucho después no había comprendido las verdaderas intenciones de
su tío. De momento, se había resistido únicamente porque le resultaba desagradable ver
interrumpido su sueño y «porque le parecía que aquello no estaba bien».
Al llegar aquí le pregunto si todo esto no despertó en ella alguna sospecha. «No;
por entonces no sospeché nada. Me chocaban aquellas cosas, pero no pasaba de ahí.»
«¿Sintió usted también miedo en estas ocasiones?» Cree que sí, pero no puede afirmarlo
con tanta seguridad como antes.
Agotadas estas dos series de reminiscencias, guarda silencio la muchacha.
Durante su relato ha ido experimentando una curiosa transformación. En su rostro, antes
entristecido y doliente, se pinta ahora una expresión llena de vida. Sus ojos han
recobrado el brillo juvenil y se muestra animada y alegre. Entre tanto he llegado yo a la
comprensión de su caso. Los sucesos que últimamente me ha relatado, con un desorden
aparente, aclaran por completo su conducta en la escena del descubrimiento. Cuando
ésta tuvo efecto llevaba la sujeto en sí dos series de impresiones,que se habían grabado
en su memoria, sin que hubiera llegado a comprenderlas ni pudiera utilizarlas para
deducir conclusión alguna. A la vista de la pareja sorprendida en la realización del coito,
se estableció en el acto el enlace de la nueva impresión con tales dos series de
reminiscencias, comenzando en seguida a comprenderlas y simultáneamente a
defenderse contra ellas. A esto siguió un corto período de incubación, apareciendo luego
los síntomas de la conversión, o sea, los vómitos sustitutivos de la repugnancia moral y
física. Quedaba, pues, solucionado el enigma. Lo que había repugnado a la sujeto no
había sido la vista de la pareja, sino un recuerdo que la misma despertó en ella, recuerdo
que no podía ser sino el de aquella escena nocturna en la que «sintió el cuerpo de su tío
junto al suyo».
EPICRISIS
No tendría nada que objetar a aquellos que en este historial patológico viesen, más
que el análisis de un caso de histeria, la solución del mismo por una afortunada
adivinación. La enferma aceptó como verosímil todo lo que yo interpolé en su relato,
pero no se hallaba en estado de reconocer haberlo vivido realmente. Para ello hubiera
sido necesaria, a mi juicio, la hipnosis. Si aceptamos la exactitud de mi interpretación e
intentamos reducir este caso al esquema de una histeria adquirida tal y como se nos ha
presentado en el de miss Lucy R., podremos considerar las dos series de sucesos eróticos
como factores traumáticos, y la escena del descubrimiento de la pareja, como un factor
auxiliar. Base de esta equiparación serían las circunstancias de que en dichas series
quedó creado un contenido de consciencia, el cual, hallándose excluido de la actividad
mental del yo, permaneció conservado sin modificación alguna, mientras que en la
escena del descubrimiento hubo una nueva impresión, que impuso la conexión
asociativa de dicho grupo aislado con el yo. Al lado de esta analogía existen variantes
que han de tenerse asimismo en cuenta. La causa del aislamiento no es, como en el caso
de miss Lucy, la voluntad del yo, sino su ignorancia, que le impide toda elaboración de
las experiencias sexuales. Desde este punto de vista puede considerarse típico el caso de
Catalina. En elanálisis de toda histeria basada en traumas histéricos comprobamos que
impresiones de la época presexual, cuyo efecto sobre la niña ha sido nulo, adquieren más
tarde, como recuerdos, poder traumático, cuando la sujeto, adolescente o ya mujer, llega
a la comprensión de la vida sexual. La disociación de grupos psíquicos es, por decirlo
así, un proceso normal en el desarrollo de los adolescentes, y no puede parecer extraño
que su ulterior incorporación al yo constituya una ocasión, frecuentemente aprovechada,
de perturbaciones psíquicas. Quiero, además, expresar aquí mis dudas de que la
disociación de la consciencia, por ignorancia, sea realmente distinta de la producida por
repulsa consciente, pues es muy probable que los adolescentes posean conocimientos
sexuales muchos más precisos de lo que en general se cree, e incluso de lo que ellos
mismos suponen.
Otras de las variantes que presenta el mecanismo psíquico de este caso consiste en
que la escena del descubrimiento, que hemos calificado de «auxiliar», puede serlo
también de «traumática», pues actúa por su propio contenido y no tan sólo por despertar
el recuerdo de sucesos traumáticos anteriores. Reúne, de este modo, los caracteres del
factor «auxiliar» y los del «traumático». Pero en esta coincidencia no veo motivo
ninguno para abandonar una diferenciación de concepto, a la que en otros casos
corresponde también una separación temporal. Otra peculiaridad del caso de Catalina,
peculiaridad que, por otra parte, ya nos era conocida, es que la conversión, o sea, la
creación de los fenómenos histéricos, no se desarrolla inmediatamente después del
trauma, sino después de un intervalo de incubación. Charcot daba a este intervalo el
nombre de «época de elaboración psíquica». La angustia que Catalina padecía en sus
ataques era de orden histérico; esto es, constituía una reproducción de aquella que la
oprimía con ocasión de cada uno de los traumas sexuales. Omito explicar también aquí
el proceso, regularmente comprobado por mí en un gran número de casos, de que la
sospecha de relaciones sexuales hace surgir en sujetos virginales un afecto angustioso.
4) SEÑORITA ISABEL DE R.
Mi primera confrontación con la señorita de R., que tendría por entonces unos
veinticuatro años no me hizo penetrar mucho másallá en la comprensión de su caso.
Parecía inteligente y psíquicamente normal, y llevaba su enfermedad, que la apartaba del
trato social y de los placeres propios de su edad, con extraordinaria conformidad,
haciéndome pensar en la belle indifférence de los histéricos. Andaba inclinada hacia
adelante, aunque sin precisar apoyo ninguno ni presentar tampoco su paso carácter
patológico u otra cualquiera singularidad visible. Sin embargo, se quejaba de grandes
dolores al andar y de que, tanto este movimiento como simplemente el permanecer en
pie, le producían pronta e intensa fatiga viéndose así obligada a guardar reposo, durante
el cual, si bien perduraba el dolor, era bastante mitigado. Este dolor era de naturaleza
muy indeterminada, mereciendo más bien el nombre de cansancio doloroso. Como foco
de sus dolores indicaba una zona bastante extensa y mal delimitada, situada en la cara
anterior del muslo derecho. De esta zona era de donde partía con más frecuencia el dolor
y donde se hacía más intenso, advirtiéndose en ella una mayor sensibilidad de la piel y
de los músculos a la presión y al pellizco, mientras que los pinchazos con una aguja eran
recibidos más bien con indiferencia. Esta hiperalgesia de la piel y de los músculos no se
limitaba a la zona indicada, sino que se extendía a toda la superficie de las piernas. Los
músculos aparecían quizá más dolorosos que la piel, pero tanto los primeros como la
segunda alcanzaban en los muslos su mayor grado de hiperalgesia. Siendo
suficientemente elevada la energía motora de las piernas, presentando los reflejos una
intensidad media, y no existiendo síntoma ninguno de otro género, no podía
diagnosticarse afección alguna orgánica de carácter grave. La sujeto venía padeciendo
las molestias referidas desde hacía un par de años, durante los cuales se habían ido
desarrollando las mismas poco a poco, siendo muy variable su intensidad.
Pero existía un segundo factor mucho más importante para la determinación de los
dolores de la sujeto. Cuando estimulamos en un enfermo orgánico o en un neurasténico
una zona dolorosa, vemos pintarse una expresión de desagrado o dolor físico en la
fisonomía del paciente, el cual se contrae bruscamente, elude el contacto o se defiende
contra él. En cambio, cuando se oprimía o se pellizcaba la piel o la musculatura
hiperalgésica de las piernas de Isabel de R., mostraba la paciente una singular expresión,
más bien de placer que de dolor, gritaba como quien experimenta un voluptuoso
cosquilleo, se ruborizaba intensamente, cerraba los ojos y doblaba su torso hacia atrás,
todo ello sin exageración, pero suficientemente mareado para hacerse pensar que la
enfermedad de la sujeto era una histeria y que el estímulo había tocado una zona
histérica. Esta expresión de la paciente no podía corresponder en modo alguno al dolor
que, según ella, le producía la presión ejercida sobre los músculos o la piel, sino más
probablemente al contenido de los pensamientos que se ocultaban detrás de tales
dolores, pensamientos que eran despertados en la enferma por el estímulo de las zonas
de su cuerpo en ellos asociados. En casos indiscutibles de histeria habíamos observado
ya repetidas veces expresiones análogamente significativas, concomitantes al estímulo
de zonas hiperalgésicas. Los demás gestos de la sujeto constituían claramente leves
signos de un ataque histérico.
Pero la labor que a partir de este momento emprendí resultó una de las más
penosas que se me han planteado, y la dificultad de dar cuenta exacta y sintética de ella
no desmerece en nada de las que por entonces hube de vencer. Durante mucho tiempo
me fue imposible hallar la conexión entre el historial patológico y la enfermedad, la cual
tenía que haber sido provocada y determinada, sin embargo, por la serie de sucesos
integrados en el mismo.
La primera pregunta que nos dirigimos al emprender un tal tratamiento cartático
es la de si el sujeto conoce el origen y el motivo de su enfermedad. En caso afirmativo
no es precisa una técnica especial para conseguir de él la reproducción de su historial
patológico. El interés que le demostramos, la compresión que le hacemos suponer y las
esperanzas de curación que le damos, deciden al enfermo a entregarnos su secreto. En el
caso de Isabel de R. me pareció desde un principio que la sujeto sabía las razones de su
enfermedad y que de este modo lo que encerraba en su consciencia era un secreto y no
un cuerpo extraño.
El estrato más superficial de sus recuerdos resultó contener los siguientes: Era la
menor de tres hermanas, tiernamente unidas entre sí y a sus padres, y había pasado su
juventud en una finca que la familia poseía en Hungría. Su madre padecía desde mucho
tiempo atrás una afección a la vista y diversos estados nerviosos. Esta circunstancia hizo
que Isabel de R. se enlazase más íntimamente a su padre, hombre de carácter alegre y
sereno, el cual solía decir que aquella hija era para él más bien un hijo y un amigo con el
que podía sostener un intercambio de ideas. No se le ocultaba, sin embargo, que si bien
su hija ganaba así en estímulo intelectual, se alejaba, en cambio, del ideal que nos
complace ver realizado en una muchacha. Bromeando la calificaba de «atrevida y
discutidora», la prevenía contra su decidida seguridad en sus juicios y contra su
inclinación a decirle a todo el mundo las verdades, sin consideración alguna, y le
predecía que había de serle difícil encontrar marido. En realidad, se hallaba la muchacha
muy poco conforme con su sexo, abrigaba ambiciosos proyectos, quería estudiar una
disciplina científica o llegar a dominar el arte musical, y se rebelaba contra la idea de
tener que sacrificar en el matrimonio sus inclinaciones y su libertad de juicio. Entre
tanto, vivía orgullosa de su padre y de la posición social de su familia y cuidaba
celosamente de todo lo que con estas circunstancias se relacionase. Pero el cariñoso
desinterés con el que se posponía a su madre o a sus hermanas cuando llegaba la
ocasión, compensaba para los padres las otras facetas, más duras, de su carácter.
El vacío que la muerte del padre dejó en aquella familia, compuesta de cuatro
mujeres; el aislamiento social en que quedaron al cesar con la desgracia multitud de
relaciones prometedoras de serenas alegrías y la agravación del enfermizo estado de la
madre, todas estas circunstancias entristecieron el ánimo de nuestra paciente, pero al
mismo tiempo despertaron en ella el deseo de que los suyos hallaran pronto una
sustitución de la felicidad perdida y la hicieron concentrar en su madre todo sucariño y
todos sus cuidados.
Pero precisamente en este tiempo fue cuando sintió la sujeto por vez primera
dolores en las piernas y dificultad para andar. Los dolores, que habían ido inclinándose
débilmente, presentaron por vez primera gran intensidad después de un baño caliente
que tomó en la casa de baños de la pequeña estación termal donde se hallaba
veraneando. Habiendo hecho días antes una excursión algo fatigosa, la familia atribuyó a
esta circunstancia los dolores de Isabel, opinando que ésta se había cansado con exceso,
primero, yenfriado, después.
Fue éste un terrible viaje, en el que a los dolores de Isabel se mezclaron los más
tristes temores, desgraciadamente confirmados luego, pues al llegar al punto de destino
hallaron que la muerte se les había adelantado. La hermana había sucumbido a una
enfermedad del corazón, agravada por el embarazo.
El triste suceso hizo surgir en la familia la idea de que la enfermedad cardíaca
constituía una herencia legada por el padre, y recordó a todos que la muerta había
padecido de niña un ataque de corea con ligeros trastornos del corazón, llevándolos esto
a reprocharse y a reprochar al médico haber consentido el matrimonio, y al infortunado
viudo, haber puesto en peligro la salud de la enferma con dos embarazos consecutivos,
sin intervalo casi. A partir de esta época no pudo Isabel apartar de su pensamiento la
triste impresión de que una vez que, por raro azar reunía un matrimonio todas las
condiciones necesarias para ser feliz, hubiera tenido su felicidad un tal fin. Además veía
nuevamente destruido todo lo que para su madre había ansiado. El viudo, al que nada
lograba consolar, se retrajo de la familia de su mujer, cuyo contacto avivaba su dolor,
circunstancia que aprovechó su propia familia, de la cual se había alejado durante su
feliz matrimonio, para atraerle de nuevo. De todos modos hubiera sido imposible
mantenerla anterior cohesión familiar, pues el viudo no podía continuar viviendo con la
madre, a causa de la presencia de Isabel, soltera todavía. Pero sí hubiera podido
confiarles su hijo, y al negarse a ello les dio por vez primera ocasión para acusarle de
dureza. Por último -y no fue esto lo menos doloroso-, tuvo Isabel oscura noticia de un
disgusto entre sus dos cuñados, disgusto cuyos motivos no podía sino sospechar. Parecía
que el viudo había planteado exigencias de carácter económico, que el otro cuñado
juzgaba inadmisibles e incluso calificaba duramente.
Para llevar a cabo este propósito había de sumir a la sujeto en un profundo estado
hipnótico. Desgraciadamente, todos mis esfuerzos no consiguieron provocar sino aquel
mismo estado de consciencia en el que se hallaba al desarrollar su confesión, yaun hube
de darme por satisfecho de que esta vez se abstuviera de recalcarme con expresión de
triunfo el mal resultado de mi labor. En tal apuro se me ocurrió recurrir al procedimiento
de aplicar mis manos sobre la frente de la sujeto, procedimiento cuya génesis relatamos
ya en el historial de miss Lucy, y lo puse en práctica con esta nueva enferma, invitándola
a comunicarme sin restricción alguna aquello que surgiera ante su visión interior o
cruzara por su memoria en el momento de hacer yo presión sobre su cabeza. Después de
una larga pausa silenciosa y frente a mi insistencia confesó la paciente que en dicho
momento había rememorado una tarde en la que un joven conocido suyo la había
acompañado hasta su casa, desde una reunión donde ambos se encontraban, recordando
asimismo el diálogo que sostuvieron durante el trayecto y los sentimientos que la
dominaban al llegar a su casa y reintegrarse a su puesto junto al lecho de su padre
enfermo.
EPICRISIS
Pasamos ahora a tratar de un extremo que ya apuntamos antes como una las
dificultades opuestas a la comprensión de este estado patológico. Fundándose en el
análisis supuse que había tenido efecto una primera conversión cuando, al hallarse la
sujeto dedicada a asistir a su padre, entraron en conflicto sus deberes filiales con sus
deberes eróticos, y admití que este proceso había constituido el modelo de aquel otro
que se desarrolló en el pequeño balneario alpino y produjo la explosión de la
enfermedad. Pero de los relatos de la enferma resultó que durante la enfermedad de su
padre y en la época inmediatamente posterior, o sea durante aquel espacio de tiempo que
calificamos de «primer período», no había padecido dolores en las piernas ni
experimentado dificultad alguna de la deambulación. Sólo poco antes de la muerte del
padre se había visto obligada a guardar cama algunos días, a causa de fuertes dolores en
los pies, pero es muy dudoso que este ataque correspondiera ya a la histeria. El análisis
no nos descubrió relación causal alguna entre estos primeros dolores y una impresión
psíquica cualquiera. Lo más probable es que se tratara de simples dolores musculares de
naturaleza reumática. Pero, aun queriendo admitir que este primer ataque de dolores
fuera el resultado de una conversión histérica consiguiente a la repulsa de sus
pensamientos eróticos de entonces, siempre quedaría el hecho de que los dolores
desaparecieron a los pocos días, de manera que la enferma se habría conducido en la
realidad muy diferentemente a como parecía mostrar en el análisis. Durante la
reproducción de las reminiscencias correspondientes al primer período, acompañaba sus
relatos sobre la enfermedad del padre, las impresiones de su trato con su primer cuñado,
etc., con manifestaciones de dolor, siendo así que la época en que vivió tales sucesos no
padeció dolores ningunos. ¿No constituye, acaso, esta circunstancia una contradicción
muy apropiada para disminuir nuestra confianza en el valor aclaratorio de tal análisis?
Por mi parte, creo posible desvanecer dicha contradicción aceptando que los
dolores -el producto de la conversión- no surgieron cuando la enferma vivía las
impresiones del primer período, sino ulteriormente; esto es, en el segundo período,
cuando la sujeto reproducía en su pensamiento dichas impresiones. La conversión no
habría tenido, pues, efecto con ocasión de las impresiones mismas, sino de su recuerdo.
Llego incluso a creer que tal proceso no es nada raro en la histeria y participa
regularmente en la génesis de síntomas histéricos. En apoyo de estas afirmaciones,
expondré algunos resultados de mi experiencia analítica.
Resultó, por tanto, que mientras yo me esforzaba en anular las huellas de antiguas
impresiones, esta violenta situación de la sujeto con sus huéspedes hacía surgir otras que
acabaron por perturbar mi tratamiento e interrumpieron prematuramente la cura.
Un día acudió la paciente a mi consulta presentando un nuevo síntoma surgido
apenas veinticuatro horas antes. Se quejaba de un desagradable cosquilleo en las puntas
de los dedos, que la atacaba, desde el día anterior, cada dos horas, obligándola a hacer
rápidos movimientos con las manos. No había yo presenciado ninguno de esos ataques,
pues si no, hubiera adivinado su causa sólo con ver dichos movimientos pero emprendí
en el acto el análisis hipnótico encaminado a descubrir los fundamentos del nuevo
síntoma (o, en realidad, del pequeño ataque histérico). Dado que su existencia era aún
tan corta, esperaba conseguir rápidamente su aclaración y solución. Para mi sorpresa,
reprodujo la paciente -sin vacilación ninguna y en orden cronológico- toda una serie de
escenas procedentes las primeras de su infancia, que tenían como elemento común el de
haber sufrido sin protestar ni defenderse una injusticia, habiendo podido sentir en ellas,
por tanto, el hormigueo en los dedos, como traducción física del impulso de defensa. Por
ejemplo, una vez que en el colegio tuvo que extender la mano ante el profesor para
recibir un palmetazo. Pero, en general, se trataba de sucesos nimios a los que podía
negarse categoría para intervenir en la etiología de un síntoma histérico. No así, en
cambio, a una escena que añadió después, procedente de sus primeros años de
adolescencia. Su perverso tío, que padecía de reuma, le había mandado darle unas
friegas en la espalda, sin que ella se atreviese a negarse pero de repente se revolvió en la
cama, arrojando la colcha, e intentó atraerla a sí. Rosalía echó a correr y se encerró en su
cuarto. Se veía que no recordaba con gusto tal suceso, y no quiso tampoco manifestar si
al arrojar su tío, de repente, la colcha le había mostrado alguna desnudez. El hormigueo
que ahora sentía en los dedos podíaexplicarse por el impulso experimentado y reprimido
en aquella ocasión de castigar de obra a su tío, o simplemente por el hecho de haber
estado dándole friegas cuando la agredió. Sólo después de relatarme esta escena
comenzó a hablarme de la que hubo de desarrollarse el día anterior y a continuación de
la cual había aparecido el hormigueo en los dedos, como símbolo mnémico. Su otro tío,
aquel con el cual vivía ahora, le había pedido que le cantase algo. Rosalía se sentó al
piano, creyendo ausente a su tía; pero, de repente, la sintió venir, y con rápido
movimiento cerró la tapa del instrumento y alejó de sí el libro de música. No es difícil
adivinar qué recuerdo surgió en ella y cuál fue el pensamiento que en aquel instante
reprimió seguramente la indignada protesta contra la injusta sospecha que la hubiera
impulsado a abandonar aquella casa, si el tratamiento no le obligase a permanecer en
Viena, donde no tenía otro sitio en el cual hospedarse. Durante la reproducción de esta
escena en el análisis, repitió el movimiento de los dedos, y pude observar que era como
el de quien rechaza de sí -real o figuradamente- un objeto o una imputación.
Me he ocupado, hasta aquí, del motivo y del mecanismo de este caso de histeria.
Quédame por aclarar la determinación del síntoma histérico. En efecto, ¿por qué fueron
los dolores en las piernas los que precisamente se arrogaron la representación del dolor
psíquico? Las circunstancias del caso indican que este dolor somático no fue creado por
la neurosis, sino simplemente utilizado, intensificado y conservado por ella.
1924
Sólo al cabo de cinco lustros volví a tener noticias de la señora Emmy. Su hija
mayor, la misma a la cual yo había formulado atrora un pronóstico tan desfavorable, se
dirigió a mí solicitándome un certificado sobre el estado mental de su madre, con motivo
de haber sido paciente mía. Proponíase actuar judicialmente contra ella, describiéndola
como una tirana cruel y poco escrupulosa. La madre había repudiado a ambas hijas y se
negaba a asistirlas en su estrechez material. En cuanto a la firmante de la carta, se había
doctorado y estaba casada.
G) PSICOTERAPIA DE LA HISTERIA
1895
POR mi parte puedo decir que mantengo en sus extremos esenciales las
afirmaciones de nuestra «comunicación preliminar». He de hacer constar, sin embargo,
que en los años transcurridos desde aquella fecha -años de constante labor sobre los
problemas allí tratados- se me han impuesto nuevos punto de vista, los cuales han traído
consigo una distinta agrupación del material de hechos que por entonces nos era
conocido. Sería injusto echar sobre Breuer parte de la responsabilidad correspondiente a
este último desarrollo de las ideas que, en colaboración, expusimos en el indicado
trabajo. Así, pues, cúmpleme hablar ahora en mi solo nombre.
Al intentar aplicar a una amplia serie de pacientes el método iniciado por Breuer
de curación de síntomas histéricos por investigación psíquica y derivación por reacción
en la hipnosis, tropecé con dos dificultades, y mis esfuerzos para vencerlas me llevaron a
una modificación de la técnica y de mi primitiva concepción de la materia. En primer
lugar, no todas las personas que mostraban indudables síntomas histéricos, y en las que
regía muy verosímilmente el mismo mecanismo psíquico, resultaban hipnotizables. En
segundo, tenía que adoptar una actitud definida con respecto a la cuestión de qué es lo
que caracteriza esencialmente la histeria y en qué se diferencia ésta de otras neurosis.
Así, pues, la concepción más justa parecía ser la siguiente: las neurosis más
frecuentes son, en su gran mayoría, «mixtas». No son tampoco raras las formas puras de
neurastenia y neurosis de angustia, sobre todo en personas jóvenes. En cambio, es difícil
hallar formas puras de histeria y de neurosis obsesiva, pues estas dos neurosis aparecen
combinadas, por lo general, con la de angustia. Esta frecuencia de las neurosis mixtas se
debe a que sus factores etiológicos se mezclan con gran facilidad, casualmente unas
veces, y otras a consecuencia de relaciones causales entre los procesos, de los que nacen
los factores etiológicos de las neurosis. De estas circunstancias, fácilmente demostrables
en cada caso, resulta, con respecto a la histeria, lo que sigue: 1º No es posible
considerarla aisladamente, separándola del conjunto de las neurosis sexuales. 2º En
realidad, no representa sino un solo aspecto del complicado caso neurótico. 3º Sólo en
los casos límites llega a presentarse como una neurosis aislada, y puede ser tratada como
tal. En toda una serie de casos podemos, pues, decir: A POTIORI FIT DENOMINATIO.
Examinaremos ahora, desde este punto de vista, los historiales clínicos antes
detallados con el fin de comprobar si confirman o no nuestra concepción de la falta de
independencia clínica de la histeria. Ana O., la paciente de Breuer, parece contradecir
nuestro juicio y padecer una histeria pura. Pero este caso, que tan importante ha sido
para el conocimiento de la histeria, no fue examinado por su observador desde el punto
de vista de la neurosis sexual, y, por tanto, no puede sernos de ninguna utilidad para
nuestros fines actuales. Al comenzar el análisis de Emmy de N. no abrigaba yo la menor
sospecha de que la base de la histeria pudiera ser una neurosis sexual. Acababa de
regresar de la clínica de Charcot y consideraba el enlace de la histeria con el tema de la
sexualidad como una especie de insulto personal, conducta análoga a la observada, en
general, por las pacientes. Pero cuando ahora reviso mis notas de entonces sobre esta
enferma me veo obligado a reconocer que se trataba de un grave caso de neurosis de
angustia, con expectación angustiosa y fobias, originado por la abstinencia sexual y
combinado con una histeria.
El caso de miss Lucy R. es, quizá, el que con mayor justificación podemos
considerar como un caso límite de histeria pura. Constituye una histeria breve, de curso
episódico y etiología innegablemente sexual, tal y como correspondería a una neurosis
de angustia. Trátase, en efecto de una mujer ya en los linderos de la madurez y soltera
aún, cuya inclinación amorosa despierta con rapidez excesiva, impulsada por una mala
interpretación. Por defecto del análisis o por otras causas no encontré aquí indicio
ninguno de neurosis de angustia. El caso de Catalina puede considerarse como el
prototipo de aquello que hemos denominado «angustia virginal», consistente en una
combinación de neurosis de angustia e histeria. La primera crea los síntomas, y la
segunda los repite y labora con ellos. Por otra parte, se trata de un caso típico de las
frecuentes neurosis juveniles, calificadas de «histeria». El caso de Isabel de R. tampoco
fue investigado desde el punto de vista de las neurosis sexuales. Mi sospecha de que se
hallaba basado en una neurastenia espinal no llegó a tener confirmación. Pero he de
añadir que desde esta fecha aún se me han presentado menos casos de histeria pura, y
que si pude reunir como tales los cuatro que anteceden y prescindir en su solución de
toda referencia a las neurosis sexuales, ello se debió tan sólo a tratarse de casos
anteriores a la época en la que comencé a investigar intencionada y penetrantemente la
subestructura neurótica sexual. Y si en lugar de cuatro casos no he comunicado doce o
más, cuyo análisis confirma en todos sus puntos nuestra teoría del mecanismo de los
fenómenos histéricos, ha sido por forzarme a silenciarlos la circunstancia de que el
análisis los revela como neurosis sexuales, aunque ningún médico les hubiera negado el
«nombre» de histeria. Pero la explicación de estas neurosis sexuales sobrepasa los
límites que nos hemos impuesto en el presente trabajo.
Todo esto no quiere decir que yo niegue la histeria como afección neurótica
independiente, considerándola tan sólo como manifestación psíquica de la neurosis de
angustia, adscribiéndole únicamente síntomas «ideógenos», y transcribiendo los
síntomas somáticos (puntos histerógenos, anestesias) a las neurosis de angustia. Nada de
eso. A mi juicio, puede tratarse aisladamente de la histeria, libre de toda mezcla desde
todos los puntos de vista, salvo desde el terapéutico, pues en la terapia se persigue un fin
práctico: la supresión del estado patológico en su totalidad, y si la histeria aparece casi
siempre como componente de una neurosis mixta, nos encontraremos en situación
parecida a la que nos plantea una infección mixta, en la cual la salvación del enfermo no
puede conseguirse combatiendo uno solo de los agentes de la enfermedad.
No es ésta la única limitación de la eficacia del método catártico. Existe aún otra,
de la que ya tratamos en nuestra «comunicación preliminar». El método catártico no
actúa, en efecto, sobre las condiciones causales de la histeria, y, por tanto, no puede
evitar que surjan nuevos síntomas en el lugar de los suprimidos. En consecuencia,
podemos atribuir a nuestro método terapéutico un lugar sobresaliente dentro del cuadro
de la terapia de las neurosis, pero limitando estrictamente su alcance a este sector. No
siéndome posible desarrollar aquí la exposición de una «terapia de las neurosis» tal y
como sería necesaria para la práctica médica, agregaré únicamente a lo ya dicho algunas
observaciones aclaratorias:
1ª No puedo afirmar haber logrado, en todos y cada uno de los casos tratados por
el método catártico, la supresión de los síntomas histéricos correspondientes. Pero sí
creo que tales resultados negativos han obedecido siempre a circunstancias personales
del paciente y no deficiencias del método. A mi juicio, puede prescindirse de estos casos
en la valoración del mismo, análogamente a como el cirujano que inicia una nueva
técnica prescinde para enjuiciarla de los casos de muerte durante la narcosis o por
hemorragia interna, infección casual, etc. Cuando más adelante nos ocupemos de las
dificultades e inconvenientes de nuestro procedimiento, volveremos a tratar de los
resultados negativos de este orden.
4ª En los casos de histeria aguda, esto es, en el período de más intensa producción
de síntomas histéricos y de dominio consecutivo del yo por los productos patológicos
(psicosis histérica), el método catártico no consigue modificar visiblemente el estado del
sujeto. El neurólogo se encuentra entonces en una situación análoga a la del internista
ante una infección aguda. Los factores etiológicos han actuado con máxima intensidad
en una época pretérita, cerrada ya a toda acción terapéutica, y se hacen ahora
manifiestos, después del período de incubación. No hay ya posibilidad de interrumpir la
dolencia, y el médico tiene que limitarse a esperar que la misma termine su curso,
creando mientras tanto las circunstancias más favorables al paciente. Si durante tal
período agudo suprimimos los productos patológicos, esto es, los síntomas histéricos
recién surgidos, veremos aparecer en seguida otros en sustitución suya. La desalentadora
impresión de realizar una labor tan vana como la de las Danaides, el constante y penoso
esfuerzo de todos los momentos y el descontento de los familiares del enfermo hacen
dificilísima al médico, en estos casos agudos, la aplicación del método catártico. Pero
contra estas dificultades ha de tenerse en cuenta que también en tales casos puede ejercer
una benéfica influencia la continuada supresión de los productos patológicos, auxiliando
al yo del enfermo en su defensa y preservándole, quizá, de caer en la psicosis o en la
demencia definitiva.
Esta actuación del método catártico en los casos de histeria agua, e incluso su
capacidad de restringir visiblemente la producción de nuevos síntomas patológicos, se
nos muestran con claridad suficiente en el historial clínico de Ana O., la paciente en la
que Breuer aprendió a ejercer por vez primera tal procedimiento psicoterápico.
5ª En los casos de histeria crónica con producción mesurada, pero continua, de
síntomas histéricos, se nos hace sentir más que nunca la falta de una terapia de eficacia
causal; pero también aprendemos a estimar más que nunca el valor del método catártico
como terapia sintomática. Nos hallamos en estos casos ante una perturbación
dependiente de una etiología de actuación crónica y continua. Todo depende de
robustecer la capacidad de resistencia del sistema nervioso del enfermo, teniendo en
cuenta que la existencia de un síntoma histérico significa para este sistema nervioso una
debilitación de su resistencia, y representa un factor favorable a la histeria. Como por el
mecanismo de la histeria monosintomática podemos deducir, los nuevos síntomas
histéricos se forman con máxima facilidad, apoyándose en los ya existentes y
tomándolos por modelo. El camino seguido por un síntoma en su emergencia permanece
abierto para otros y el grupo psíquico separado se convierte en núcleo de cristalización,
sin cuya existencia nada hubiera cristalizado. Suprimir los síntomas existentes y las
modificaciones psíquicas, dadas en su base, equivale a devolver por completo al
enfermo toda su capacidad de resistencia, con la cual podrá vencer la acción de su
padecimiento. Una larga y constante vigilancia y un periódico chimney sweeping puede
hacer mucho bien a estos enfermos.
6ª Hemos afirmado que no todos los síntomas histéricos son psicógenos, y luego,
que todos pueden ser suprimidos por un procedimiento psicoterápico. Esto parece
contradecirse. La solución está en que una parte de estos síntomas no psicógenos
constituye un signo de enfermedad, pero no puede considerarse como un padecimiento
por sí misma (por ejemplo, los estigmas), resultando así carente de toda importancia
práctica su subsistencia ulterior a la solución terapéutica del caso. Otros de estos
síntomas parecen ser arrastrados por los psicógenos en una forma indirecta, siendo así de
suponer que dependen también indirectamente de una causa psíquica.
Esta circunstancia no tiene relación alguna con el hecho de que el sujeto sea o no
hipnotizable. Ahora bien: la imparcialidad nos exige hacer constar que estos
inconvenientes, aunque inseparables de nuestro procedimiento, no pueden serle
atribuidos, pues resulta evidente que tiene su base en las condiciones previas de las
neurosis que se trata de curar, y habrán de presentarse en toda actividad médica que
exija una estrecha relación con el enfermo y tienda a una modificación de su estado
psíquico. No obstante haber hecho en algunos casos muy amplio uso de la hipnosis,
nunca he tenido que atribuir a este medio terapéutico daño ni peligro alguno. Si alguna
vez no ha sido provechosa mi intervención médica, ello se ha debido a causas distintas y
más hondas. Revisando mi labor terapéutica de estos últimos años, a partir del momento
en que la confianza de mi maestro y amigo el doctor Breuer me permitió aplicar el
método catártico, encuentro muchos más resultados positivos que negativos, habiendo
conseguido en numerosas ocasiones más de lo que con ningún otro medio terapéutico
hubiera alcanzado. He de confirmar, pues, lo que ya dijimos en nuestra «comunicación
preliminar»: el método catártico constituye un importantísimo progreso.
He de añadir aún otra ventaja del empleo de este procedimiento. El mejor medio
de llegar a la inteligencia de un caso grave de neurosis complicada con más o menos
mezcla de histeria, es también, para mí, su análisis por el método de Breuer. En primer
lugar, conseguimos así hacer desaparecer todo aquello que muestra un mecanismo
histérico, y en segundo, logramos interpretar los demás fenómenos y descubrir su
etiología, adquiriendo con ello puntos de apoyo para la aplicación de la terapia
correspondiente. Cuando pienso en la diferencia existente entre los juicios que sobre un
caso de neurosis formo antes y después del análisis me inclino a considerar
indispensable tal análisis para el conocimiento de todo caso de neurosis. Además, me he
acostumbrado a enlazar la aplicación de la psicoterapia catártica con una cura de reposo,
que en caso necesario puede intensificarse hasta el extremo de la cura de Weir-Mitchell.
Este procedimiento combinado tiene la doble ventaja de evitar, por una parte, la
intervención perturbadora de nuevas impresiones durante el tratamiento
psicoterapéutico, excluyendo, por otra, el hastío de la cura de reposo, que da ocasión a
los enfermos para ensoñaciones nada favorables. Podría suponerse que la labor psíquica,
a veces muy considerable, impuesta al enfermo durante una cura catártica, y la
excitación consiguiente a la reproducción de sucesos traumáticos, han de actuar en
sentido contrario al de la cura de reposo de Weir-Mitchell e impedir su éxito. Pero en
realidad sucede todo lo contrario, pues por medio de la combinación de la terapia de
Breuer con la de Weir-Mitchell se consigue toda la mejora física que esperamos de esta
última y un resultado psíquico más amplio del que jamás se obtiene por medio de la sola
cura de reposo sin tratamiento psicoterápico simultáneo.
II
Así pues, una fuerza psíquica -la repugnancia del yo-excluyó primitivamente de la
asociación a la representación patógena y se opuso a su retorno a la memoria. La
ignorancia del histérico depende, por tanto, de una volición más o menos consciente, y
el cometido del terapeuta consiste en vencer, por medio de una labor psíquica, esta
resistencia a la asociación. Este fin se consigue, en primer lugar, por el «apremio», o sea
por el empleo de una coerción psíquica que oriente la atención del enfermo hacia las
huellas de las representaciones buscadas. Pero no basta con esto; la labor del terapeuta
toma en el análisis, como luego demostraré, otras distintas formas, y llama en su auxilio
a otras fuerzas psíquicas.
Veamos primero el apremio. Con la simple afirmación «No tiene usted más
remedio que saberlo. Reflexione un poco y se le ocurrirá», se adelanta muy poco. A las
pocas frases y por intensa que sea su «concentración», pierde el hilo el paciente. Pero no
debemos olvidar que se trata aquí siempre de una comparación cuantitativa de la lucha
entre motivos diferentemente enérgicos e intensos. El apremio ejercido por el médico no
integra energía suficiente para vencer la «resistencia a la asociación» en una histeria
grave. Hemos tenido, pues, que buscar otros medios más eficaces.
Otra vez se trataba de una señora joven, muy feliz en su matrimonio, que ya en
sus primeros años juveniles aparecía todas las mañanas tendida sin movimiento en su
lecho, presa de un estado de estupor, rígida, con la boca abierta y la lengua fuera ataques
que habían comenzado a repetirle, aunque no con tanta intensidad, cuando acudió a mí.
No siéndome posible hipnotizarla con la profundidad deseable, emprendí el análisis en
estado de concentración, y al ejercer por vez primera la presión sobre su frente le
aseguré que iba a ver algo directamente relacionado con las causas de aquellos estados
de su infancia. La sujeto se condujo tranquila y obedientemente, viendo de nuevo la casa
en que había transcurrido su niñez, su alcoba, la situación de su cama, la figura de su
abuela, que por entonces vivía con ellos y la de una de sus institutrices a la que había
querido mucho. Luego se sucedieron varias pequeñas escenas sin importancia, que se
desarrollaron en aquellos lugares y entre aquellas personas, terminando la evocación con
la despedida de la institutriz, que abandonó la casa para contraer matrimonio. Ninguna
de estas reminiscencias parecía poderme ser de alguna utilidad, pues no me era posible
relacionarlas con la etiología de los ataques. Sin embargo, integraban diversas
circunstancias, por las que revelaban pertenecer a la época en que dichos ataques
comenzaron.
Pero antes de poder reanudar el análisis en busca de más amplios datos, tuve
ocasión de hablar con un colega, que había sido el médico de cabecera de los padres de
la sujeto, asistiéndola cuando comenzó a padecer los ataques referidos. Era entonces
nuestra paciente todavía una niña, pero de robusto y adelantado desarrollo. Al visitarla,
hubo de observar mi colega el exagerado cariño que demostraba a su institutriz, y
concibiendo una determinada sospecha, aconsejó a la abuela que vigilara las relaciones
entre ambas. Al poco tiempo le dio cuenta la señora de que la institutriz acudía muchas
noches al lecho de su educanda, la cual, siempre que esto ocurría, aparecía a la mañana
con el ataque. No dudaron, pues, en alejar, sin ruido, a la corruptora. A los niños, e
incluso a la madre, se les hizo creer que la institutriz abandonaba la casa para contraer
matrimonio.
Al preguntar a esta señora si, bajo la presión de mi mano, había visto algo o
evocado algún recuerdo, me respondió que ninguna de las dos cosas, pero que, en
cambio, se le había ocurrido una palabra. «¿Una sola palabra?» «Si, y, además, me
parece una tontería.» «Dígala, de todos modos.» «Porteros.» «¿Nada más?» «Nada
más.» Volviendo a ejercer presión sobre la frente de la enferma, obtuve otra palabra
aislada: «Camisa.» Me encontraba, pues, ante una nueva forma de responder al
interrogatorio analítico, y repitiendo varias veces la presión sobre la frente, reuní una
serie de palabras sin coherencia aparente: «Portero-camisa-cama-ciudad-carro.» Luego
pregunté qué significaba todo aquello y la paciente, después de un momento de
reflexión, me contestó como sigue: «Todas esas palabras tienen que referirse a un suceso
que ahora recuerdo. Teniendo yo diez años y doce mi hermana mayor, sufrió ésta, por la
noche, un ataque de locura furiosa, y hubo que atarla y llevarla en un carro a la ciudad.
Me acuerdo que fue el portero quien la sujetó y la acompañó luego al manicomio.»
Seguro de que todas estas imágenes eran alegorías, pregunté a la sujeto cuál era la
significación de la última imagen, obteniendo sin vacilación ni reflexión algunas la
siguiente respuesta: «El sol es la perfección, el ideal, y la reja son mis defectos y
debilidades, que se interponen entre el ideal y yo.» «Pero ¿es que está usted descontenta
consigo misma y se reprocha algo?» «¡Ya lo creo!» «¿Desde cuándo?» «Desde que
formo parte de una sociedad teosófica y leo los escritos que publica. De todos modos,
nunca he tenido gran opinión de mí.» «¿Qué es lo que le ha impresionado más en estos
últimos tiempos?» «Una traducción del sánscrito, que la sociedad está publicando ahora
por entregas.» Momentos después me hallaba al corriente de sus luchas espirituales y oía
el relato de un pequeño suceso que le dio motivo para hacerse objeto de un reproche y
con ocasión del cual aparecieron por vez primera, como consecuencia de una conversión
de excitación, sus dolores, antes orgánicos. Las imágenes que al principio supuse
fosfenos eran símbolos de pensamientos ocultistas y quizá emblemas de las cubiertas de
los libros ocultistas leídos por la sujeto.
Es singular detrás de qué evasivas se oculta muchas veces esta resistencia: «Hoy
estoy distraído. Me perturba el tictac del reloj o el piano que suena en la habitación de al
lado.» A estas aseveraciones he aprendido ya a contestar: «Nada de eso. Ha tropezado
usted ahora con algo que no le es grato decir y quiere eludirlo.» Cuanto más larga es la
pausa entre la presión de mi mano y las manifestaciones del enfermo, mayor es mi
desconfianza y más las probabilidades de que el sujeto esté dedicado a arreglar a su
gusto la ocurrencia emergida, mutilándola al comunicarla. Las manifestaciones más
importantes aparecen a veces -como princesas disfrazadas de mendigas- acompañadas
de la siguiente superflua observación: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero no tiene nada
que ver con lo que tratamos. Se lo diré a usted, sólo porque lo quiere saber todo.»
Después de esta introducción surge casi siempre la solución que veníamos buscando
desde mucho tiempo atrás. De este modo, extremo mi atención siempre que un enfermo
comienza a hablarme despreciativamente de alguna ocurrencia. El hecho de que las
representaciones patógenas parezcan, al resurgir, tan exentas de importancia es signo de
que han sido antes victoriosamente rechazadas. De él podemos deducir en qué consistió
el proceso de la repulsa: consistió en hacer de la representación enérgica una
representación débil, despojándola de su afecto.
Así, pues reconocemos el recuerdo patógeno, entre otras cosas, por el hecho de
que el enfermo lo considera nimio, y sin embargo, da muestras de resistencia al
reproducirlo. Hay también casos en los que el enfermo intenta todavía negar su
autenticidad: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero seguramente me lo ha sugerido
usted.» Una forma especialmente hábil de esta negación consiste en decir: «Ahora se me
ha ocurrido algo, pero me parece que no se trata de un recuerdo, sino de una pura
invención mía en este momento.» En todos estos casos me muestro inquebrantable,
rechazo tales distingos y explico al enfermo que no son sino formas y pretextos de la
resistencia contra la reproducción de un recuerdo que hemos de acabar por reconocer
como auténtico.
III
EN el capítulo que precede hemos expuesto con toda claridad las dificultades de
nuestra técnica. Ahora bien: habiendo agrupado en él todas las que nos han suscitado los
casos más complicados, debemos también hacer constar que en muchos otros no es tan
penosa nuestra labor. De todos modos, se habrá preguntado el lector si en lugar de
emprender la penosa y larga labor que representa la lucha contra la resistencia, no sería
mejor poner más empeño en conseguir la hipnosis o limitar la aplicación del método
catártico a aquellos enfermos susceptibles de un profundo sueño hipnótico. A esta última
proposición habría que contestar que entonces quedaría para mí muy limitado el número
de enfermos, pues mis condiciones de hipnotizador no son nada brillantes. A la primera
opondría mi sospecha de que el logro de la hipnosis no ahorra considerablemente la
resistencia. Mi experiencia sobre este extremo es singularmente limitada, razón por la
cual no puedo convertir tal sospecha en una afirmación; pero sí puedo decir que cuando
he llevado a cabo una cura catártica, utilizando la hipnosis en lugar de la concentración,
no he comprobado simplificación alguna de mi labor. Hace poco he dado fin a tal
tratamiento, en cuyo curso logré la curación de una parálisis histérica de las piernas. La
paciente entraba durante el análisis en un estado psíquico muy diferente del de vigilia, y
caracterizado desde el punto de vista somático, por el hecho de serle imposible abrir los
ojos o levantarse antes que yo le ordenase despertar. Y, sin embargo, en ningún caso he
tenido que luchar contra una mayor resistencia. Por mi parte, no di valor alguno a
aquellas manifestaciones somáticas, que al final de los diez meses, a través de los cuales
se prolongó el tratamiento, resultaban ya casi imperceptibles. El estado en que entraba
esta paciente durante nuestra labor no influyó para nada en la facultad de recordar lo
inconsciente ni en la peculiarísima relación personal del enfermo con el médico, propia
de toda cura catártica. En el historial de Emmy de N. hemos descrito un ejemplo de una
cura catártica realizada en un profundo estado de sonambulismo, en el cual apenas si
existió alguna resistencia. Pero ha de tenerse en cuenta que esta sujeto no me comunicó
nada que le fuera penoso confesar; nada que no hubiera podido decirme, igualmente, en
estado de vigilia, en cuanto el trato conmigo le hubiera inspirado alguna confianza y
estimación. Además, era éste mi primer ensayo de la terapia catártica y no penetré hasta
las causas efectivas de la enfermedad, idénticas seguramente a las que determinaron las
recaídas posteriores al tratamiento; pero la única vez que por casualidad la invité a
reproducir una reminiscencia en la que intervenía un elemento erótico, mostró una
resistencia y una insinceridad equivalentes a las de cualquiera de mis enfermas
posteriores, tratadas sin recurrir al estado de sonambulismo. En el historial clínico de
esta sujeto he hablado ya de su resistencia durante el estado hipnótico a otras sugestiones
y mandatos. El valor de la hipnosis para la simplificación del tratamiento catártico se me
ha hecho, sobre todo, dudoso, desde un caso en el que la más absoluta indocilidad
terapéutica aparecía al lado de una completa obediencia en todo otro orden de cosas,
hallándose la sujeto en un profundo estado de sonambulismo. Otro caso de este género
es el de la muchacha que rompió su paraguas contra las losas de la calle, comunicado en
el primer tercio del presente trabajo. Por lo demás, confieso que me satisfizo comprobar
esta circunstancia, pues era necesaria a mi teoría la existencia de una relación
cuantitativa, también en lo psíquico, entre la causa y el efecto.
La primera y más intensa impresión que tal análisis nos causa es, sin duda alguna,
la de comprobar que el material psíquico patógeno que aparentemente ha sido olvidado,
no hallándose a disposición del yo ni desempeñando papel alguno en la memoria ni en la
asociación, se encuentra, sin embargo, dispuesto y en perfecto orden. No se trata sino de
suprimir las resistencias que cierran el camino hasta él. Logrado esto, se hace
consciente, como cualquier otro complejo de representaciones. Cada una de las
representaciones patógenas tiene con las demás y con otras no patógenas, con frecuencia
recordadas, enlaces diversos, que se establecieron a su tiempo y que quedaron
conservados en la memoria. El material psíquico patógeno parece pertenecer a una
inteligencia equivalente a la del yo normal. A veces, esta apariencia de una segunda
personalidad llega casi a imponérsenos como una realidad innegable.
Esta estratificación concéntrica del material psíquico-patógeno es, como más tarde
veremos, la que presta al curso de nuestros análisis rasgos característicos. Hemos de
mencionar todavía una tercera clase de ordenación, que es la esencial y aquella sobre la
cual resulta más difícil hablar en términos generales. Es ésta la ordenación conforme al
contenido ideológico, el enlace por medio de los hilos lógicos que llegan hasta el
nódulo; enlace al que en cada caso puede corresponder un camino especial, irregular y
con múltiples cambios de dirección. Esta ordenación posee un carácter dinámico, en
contraposición del morfológico de las otras dos estratificaciones antes mencionadas. En
un esquema espacial habrían de representarse estas últimas por líneas rectas o curvas, y,
en cambio, la representación del enlace lógico formaría una línea quebrada de
complicadísimo trazado, que yendo y viniendo desde la periferia a las capas más
profundas y desde éstas a la periferia, fuera, sin embargo, aproximándose cada vez más
al nódulo, tocando antes en todas las estaciones. Sería, pues, una línea en zigzag,
análoga a la que trazamos sobre el tablero de ajedrez en la solución de los problemas
denominados «saltos de caballo». O más exactamente aún: el enlace lógico constituiría
un sistema de líneas convergentes y presentaría focos en los que irían a reunirse dos o
más hilos, que a partir de ellos continuarían unidos, desembocando en el nódulo varios
hilos independientes unos de otros o unidos por caminos laterales. Resulta así el hecho
singular de que cada síntoma aparece con gran frecuencia múltiplemente determinado o
sobredeterminado.
Una vez que hemos laborado en esta forma durante algún tiempo, surge por lo
general en el paciente una fuerza colaboradora. Evoca, en efecto, multitud de
reminiscencias sin necesidad de interrogatorio por nuestra parte. Esto quiere decir que
nos hemos abierto camino hasta una capa interior, dentro de la cual dispone ahora
espontáneamente el sujeto de todo el material de igual resistencia. Durante algún tiempo
deberemos entonces dejarle evocar sus recuerdos sin influir sobre él. No podrá,
ciertamente, descubrir así enlaces importantes, y los elementos que vaya reproduciendo
parecerán muchas veces incoherentes, pero nos proporcionarán el material al que más
tarde dará coherencia el descubrimiento de la conexión lógica.
No es difícil darse cuenta de lo complicada que puede llegar a ser tal labor.
Penetramos, venciendo constantes resistencias, en los estratos interiores; adquirimos
conocimiento de los temas acumulados en estos estratos y de los hilos que los
atraviesan; probamos hasta dónde podemos penetrar con los medios de los que por el
momento disponemos y los datos adquiridos; nos procuramos, por medio del
procedimiento de la presión, las primeras noticias del contenido de las capas inmediatas
abandonamos y recogemos los hilos lógicos, los perseguimos hasta los puntos de
convergencia, volvemos constantemente atrás y entramos, persiguiendo los «inventarios
de recuerdos», en caminos laterales, que afluyen luego a los directos. Por último,
avanzamos así hasta un punto en el que podemos abandonar la labor por capas sucesivas
y penetrar por un camino principal directo hasta el nódulo de la organización patógena.
Con esto queda ganada la batalla, pero no terminada. Tenemos aún que perseguir los
hilos restantes y agotar el material. Mas el enfermo nos auxilia ya enérgicamente,
habiendo quedado ya rota, por lo general, su resistencia.
Cuando entre los fines del análisis figura el de suprimir un síntoma susceptible de
intensificación o retorno (dolores, vómitos, contracturas, etc.), observamos durante la
labor analítica el interesantísimo fenómeno de la intervención de dicho síntoma. Este
aparece de nuevo o se intensifica cada vez que entramos en aquella región de la
organización patógena que contiene su etiología y acompaña así la labor analítica con
oscilaciones características muy instructivas para el médico. La intensidad del síntoma
(por ejemplo, de las náuseas) va creciendo conforme vamos penetrando más
profundamente en los recuerdos patógenos correspondientes, alcanza su grado máximo
inmediatamente antes de dar el enfermo expresión verbal a dichos recuerdos y
disminuye luego de repente o desaparece por algún tiempo. Cuando el enfermo dilata
mucho la expresión verbal de los recuerdos patógenos, oponiendo una enérgica
resistencia, se hace intolerable la tensión de la sensación -en nuestro caso de las náuseas-
, y si no logramos forzarle por fin a la reproducción verbal deseada, aparecerán
incoerciblemente los vómitos. Recibimos así una impresión plástica de que el «vómito»
sustituye a una acción psíquica, como lo afirma la teoría de la conversión.
VII
1894
No puedo afirmar que tal esfuerzo de la voluntad por expulsar del pensamiento
algo determinado sea un acto patológico, ni tampoco que aquellas personas que bajo
iguales influencias psíquicas permanecen sanas, consigan realmente el deseado
olvido.Sólo sé que en los pacientes por mí analizados no había sido nunca alcanzado,
llevándolos, en cambio, a diversas reacciones patológicas, que produjeron, bien una
histeria, bien una representación obsesiva o una psicosis alucinatoria. En la capacidad de
provocar con el indicado esfuerzo de la voluntad uno de dichos estados, enlazados todos
con una disociación de la consciencia, hemos de ver la expresión de una disposición
patológica, que, sin embargo no ha de identificarse necesariamente con una
«degeneración» personal o hereditaria.
Sobre el camino que conduce desde el esfuerzo de voluntad del paciente hasta la
emergencia del síntoma histérico me he formado una opinión, que en el lenguaje
abstracto-psicológico usual puede formularse aproximadamente como sigue: la labor
que el yo se plantea de considerar como non arrivée la representación intolerable es
directamente insoluble para él; ni la huella mnémica ni el afecto a ella inherente pueden
ser hechos desaparecer una vez surgidos. Pero hay algo que puede considerarse
equivalente a la solución deseada, y es lograr debilitar la representación de que se trate,
despojándola del afecto a ella inherente; esto es, de la magnitud de estímulo que consigo
trae. La representación así debilitada no aspirará ya a la asociación. Mas la magnitud de
estímulo de ella separada habrá de encontrar un distinto empleo.
Para el enlace secundario del afecto devenido libre puede ser utilizada cualquier
representación que por su naturaleza sea susceptible de conexión con un afecto de la
cualidad dada o tenga con la intolerable ciertas relaciones, a consecuencia de las cuales
aparezca utilizable como subrogado suyo. Así, la angustia devenida libre, y cuyo origen
sexual no debe ser recordado, se enlaza a las comunes fobias primarias de los hombres, a
los animales, a las tormentas a la oscuridad, etcétera, o a cosas de innegable relación
asociativa con lo sexual, tales como los actos de orinar y defecar, y, en general, a la
impureza y al contagio.
3) Una joven, casada, que en cinco años de matrimonio sólo había tenido un hijo,
se me quejaba de sentir un impulso obsesivo de arrojarse por el balcón, y de que a la
vista de un cuchillo se apoderaba de ella el miedo a verse impulsada a cogerlo y matar
con él a su hijo. A mis preguntas confesó que sólo muy raras veces practicaba ya el
comercio matrimonial, y siempre con precauciones para evitar la concepción, añadiendo
que ello no le disgustaba nada, pues era de naturaleza poco sensual. Por mi parte hube de
manifestarle que lo cierto era que a la vista de los hombres surgían en ella
representaciones eróticas, y que este hecho la había llevado a perder su confianza en sí
misma, apareciéndose como una persona degradada y capaz de todo. Esta retraducción
de la representación obsesiva a lo sexual alcanzó pleno éxito. La paciente confesó
llorando su miseria conyugal, por tanto tiempo ocultada, y me comunicó más tarde
varias representaciones penosas de carácter sexual no modificado, tales como la
sensación frecuentísima de que se le entraba algo por debajo de las faldas.
III
No dispongo sino de muy pocos análisis de psicosis de este género; pero creo ha
de tratarse de un tipo muy frecuentemente utilizado de enfermedad psíquica pues en
ningún manicomio faltan los casos, análogamente interpretables, de la madre que,
enajenada por la muerte de su hijo, mece incansablemente en sus brazos un trozo de
madera, o de la novia despreciada, que todos los días espera, durante años y años, la
llegada de su novio, y se compone para recibirle.
No es, quizá, superfluo acentuar que las tres formas de la defensa aquí descritas, y
con ellas las tres formas de enfermedad, a las que la defensa lleva, pueden presentarse
reunidas en una misma persona. La aparición simultánea de fobias y síntomas histéricos,
tan frecuentemente observada en la práctica, es uno de los factores que dificultan la
separación de la histeria de las demás neurosis, y obligan a establecer las «neurosis
mixtas». La locura alucinatoria no es con frecuencia compatible con la perduración de la
histeria, ni por lo regular con la de las representaciones obsesivas. En cambio, no es
nada raro que una psicosis de defensa irrumpa episódicamente en el curso de una
neurosis histérica o mixta.
Una vez separado este grupo, es necesario distinguir otros dos: a) Las obsesiones
propias; y b) las fobias. Su diferencia esencial es la siguiente:
En toda obsesión hay dos elementos: 1º. Una idea que se impone al enfermo. 2º.
Un estado emotivo asociado. Ahora bien: en las fobias, este estado emotivo es siempre
la angustia, mientras que en las obsesiones propias puede ser igualmente cualquier otro,
tal como la duda, el remordimiento o la cólera. Ante todo, trataré de explicar el
mecanismo psicológico, verdaderamente singular, de las obsesiones propias, muy
diferente del de las fobias.
I
EN muchas obsesiones verdaderas es evidente que el estado emotivo es lo
principal, puesto que persiste inalterado, variando, en cambio, la idea a él asociada. Así,
la sujeto de nuestra observación número 1 tenía remordimientos muy varios: de haber
robado, de haber maltratado a sus hermanas, de haber fabricado moneda falsa, etc.
Igualmente, las personas que dudan, dudan de muchas cosas a la vez sucesivamente. El
estado emotivo permanece en estos casos invariable, mutándose, en cambio, la idea. En
otros es ésta también fija, como en la muchacha de nuestra observación número 4, que
profesaba un odio incomprensible a todas las criadas de la casa, cambiando, no obstante,
de persona.
Rectificación. -La joven había sido testigo involuntario de una escena amorosa de
su madre. Al sorprenderla se cubrió el rostro y se tapó los oídos, haciendo luego todo lo
posible por olvidar la escena, que la repugnaba, y cuyo recuerdo la hubiera obligado a
separarse de su madre, a la que amaba tiernamente.
Consiguió, en efecto, el deseado olvido; pero la cólera que despertó en ella ver
ensuciada su idea del amor persistió en su ánimo, asociándose a ella poco después le
idea de una persona que pudiese reemplazar a su madre.
Curó completamente.
Las observaciones precedentes, si bien muestran diversos grados de complejidad,
tienen en común que la idea original (inconciliable) ha sido sustituida por otra.
En las que a continuación pasamos a exponer, la idea original ha sido también
sustituida, pero ya no por otra idea, sino por actos o impulsos que sirvieron
originariamente de alivio o de procedimientos protectores, y que ahora se hallan en una
grotesca asociación con un estado emotivo, con el que no armonizan, pero que es el
original, y continúa estando tan justificado como en un principio.
Observación número 8. Duda obsesiva. -Varios casos que mostraban los síntomas
típicos de esta obsesión, pero que se explicaban sencillamente. Estas personas habían
padecido o padecían aún obsesiones diversas, y la conciencia de que la obsesión había
perturbado sus actos e interrumpido el curso de sus pensamientos, les hacía dudar
legítimamente de la fidelidad de su memoria. Todo el mundo siente vacilar su seguridad
en sus propios actos, y se ve obligado a releer una carta o a rehacer una cuenta cuando
su atención ha sido repetidamente distraída varias veces durante la ejecución del acto. La
duda es una consecuencia lógica de la presencia de las obsesiones.
Observación número 10. Duda obsesiva. Temor a los papeles escritos. -Una joven,
que había sentido escrúpulos después de haber escrito una carta, y que a partir de tal
momento recogía todos los papeles que veía, dando como explicación el temor de haber
confesado un amor secreto.
A fuerza de repetirse sin cesar el nombre de su amado, había surgido en ella el
miedo de que dicho nombre se hubiese escapado de su pluma, habiéndolo trazado sobre
un papel cualquiera en un momento de ensimismamiento.
Observación número 11. Misofobia. -Una mujer, que se lavaba las manos cien
veces al día, y por no tocarlos con ellas abría los pestillos de las puertas empujándolos
con el codo.
Rectificación. -Era el caso de lady Macbeth. Las abluciones tenían un carácter
simbólico y se hallaban destinadas a sustituir por la pureza física la pureza moral, que la
sujeto lamentaba haber perdido. Se atormentaba con el remordimiento de una infidelidad
conyugal, cuyo recuerdo había decidido ahogar.
Por lo que respecta a la teoría de esta sustitución, me limitaré a dar respuesta a tres
cuestiones que aquí se plantean:
1ª. ¿Cómo puede llevarse a cabo tal sustitución?
Parece constituir la expresión de una disposición psíquica especial. Por lo menos,
hallamos muy frecuentemente en las obsesiones la herencia similar, como en la histeria.
Así, el enfermo de la observación número 2 me comunicó que su padre había padecido
síntomas semejantes, y un día me presentó a un primo hermano con obsesiones y «tic»
convulsivo, y a la hija de su hermana, niña de once años, que mostraba ya obsesiones
(probablemente remordimientos).
II
Para concluir, indicaremos que las fobias y las obsesiones propiamente dichas
pueden combinarse y se combinan, efectivamente, con gran frecuencia. Así, podemos
hallar que en los comienzos de la enfermedad existía una fobia, desarrollada como
síntoma de la neurosis de angustia. La idea que constituye la fobia y a la cual se
encuentra asociado el miedo puede ser sustituida por otra idea o más bien por el
procedimiento protector que parece aliviar al miedo. La observación número 6
(especulación obsesiva) constituye un acabado ejemplo de esta clase, o sea de una fobia
doblada de una obsesión propiamente dicha, por sustitución.
IX
1894 [1895]
He aquí una relación de las formas del ataque de angustia que hasta ahora me son
conocidas:
a) Con perturbaciones de la actividad cardíaca: palpitaciones, arritmias breves,
taquicardia duradera y hasta graves estados de debilidad del corazón, difíciles de
diferenciar de una afección orgánica.
b) Con perturbaciones de la respiración: formas diversas de disnea nerviosa,
ataques análogos a los de asma, etc. He de advertir que estos ataques no aparecen
siempre acompañados de angustia perceptible.
Sospecho además que la diarrea refleja de Peyer, dependiente, según éste autor, de
enfermedades de la próstata, no es sino tal diarrea de la neurosis de angustia. La relación
refleja es una mera apariencia, desmentida por el hecho de intervenir en la génesis de
tales afecciones prostáticas los mismos factores que en la etiología de la neurosis de
angustia.
La neurosis de angustia ejerce sobre el estómago y el intestino una influencia
contraria a la de la neurastenia.
Para la más precisa exposición de las condiciones etiológicas, bajo las cuales
surge la neurosis de angustia, será conveniente separar los casos según el sexo del
sujeto. Así, pues, diremos que la neurosis se presenta en las mujeres -abstracción hecha
de su disposición- en los casos siguientes:
a) Como angustia virginal o angustia de los adolescentes. Un gran número de
observaciones personales me han demostrado que el primer contacto con el problema
sexual, en forma de una súbita revelación de lo hasta entonces encubierto, bien por la
visión de un acto sexual, bien por una lectura o en una conversación, puede provocar en
las adolescentes la emergencia de una neurosis de angustia, combinada casi típicamente
con una histeria.
b) Como angustia de las recién casadas. Aquellas recién casadas que en las
primeras cohabitaciones han permanecido anestésicas contraen con frecuencia una
neurosis de angustia, que desaparece luego cuando la anestesia es sustituida por la
sensibilidad normal. Dado que la mayoría de las recién casadas inicialmente anestésicas
no contraen, sin embargo, tal neurosis, hemos de considerar necesaria para su aparición
la concurrencia de otras condiciones, que más adelante indicaremos.
d) Angustia de los hombres en la edad crítica. Hay hombres que pasan, como las
mujeres, por un período climatérico, contrayendo una neurosis de angustia al tiempo que
declina su potencia y aumenta su libido.
Por último, añadiremos dos casos válidos para ambos sexos: a) Los
neurasténicos que han contraído su enfermedad a consecuencia de la masturbación caen
en la neurosis de angustia en cuanto abandonan tal forma de satisfacción sexual, pues
estos sujetos llegan a ser especialmente incapaces de soportar la abstinencia.
Por ahora no queremos entrar en la cuestión de hasta qué punto sería exacto
suponer entre algunos factores etiológicos y algunos síntomas del complejo de la
neurosis de angustia relaciones constantes.
b) La última de las condiciones etiológicas que nos proponemos mencionar no
parece, al principio, ser de naturaleza sexual. La neurosis de angustia surge también, en
efecto, en los dos sexos, como consecuencia de un surmenage o un esfuerzo agotador;
por ejemplo, después de largas vigilias nocturnas, de una continuada asistencia a un
enfermo o incluso de una grave dolencia del propio sujeto.
Todo esto nos lleva a afirmar que la nocividad específica sexual del coito
interrumpido, cuando no llega a provocar por sí sola la neurosis de angustia, predispone,
por lo menos, a su adquisición. La neurosis de angustia surge entonces en cuanto al
efecto latente del factor específico viene a agregarse el de otro factor innocuo. Este
último puede representar cuantitativamente el factor específico, pero no sustituirlo
cualitativamente. El factor específico permanece siendo siempre el que determina la
forma de la neurosis. Espero demostrar también este principio en lo que se refiere a la
etiología de otras neurosis.
LAS consideraciones que siguen no aspiran a otro valor que al de una primera
tentativa, cuyo enjuiciamiento no deberá influir en la admisión de los hechos descritos
en los apartados anteriores. Por otra parte, la admisión de la «teoría de la neurosis de
angustia», que vamos a intentar desarrollar, se hace aún más difícil, por el hecho de no
constituir sino un fragmento de una más amplia exposición de las neurosis.
Lo que hasta aquí llevamos dicho sobre la neurosis de angustia abarca ya algunos
extremos que nos permiten penetrar un tanto en el mecanismo de esta neurosis. Así, en
primer término, la sospecha de que puede tratarse de una acumulación de excitación y
además el hecho importantísimo de que la angustia en la que se basan los fenómenos de
la neurosis no es susceptible de una descarga psíquica. Una descarga sería, por ejemplo,
posible si la base de la neurosis de angustia fuera un sobresalto -único o repetido-
justificado, que constituyera, desde su ocurrencia, la disposición a la angustia. Pero no
es éste el caso.
Dentro de los límites de esta descripción del proceso sexual podemos integrar la
etiología, tanto de la neurastenia auténtica como de la neurosis de angustia. La
neurastenia surge siempre que la descarga adecuada -el acto adecuado- es sustituida por
otra menos adecuada, esto es, siempre que el coito normal en condiciones favorables
queda sustituido por la masturbación o la polución espontánea. A la neurosis de angustia
llevan todos aquellos factores que impiden la elaboración psíquica de la excitación
sexual somática. Los fenómenos de la neurosis de angustia surgen por el hecho de que la
excitación sexual somática desviada de la psique se gasta subcorticalmente en
reacciones nada adecuadas.
Podría preguntársenos aún por qué la falta de capacidad psíquica para dominar la
excitación sexual conduce al sistema nervioso al singular estado afectivo, constituido
por la angustia. A esta pregunta contestaremos que la psique es invadida por el afecto de
angustia cuando se siente incapaz de suprimir por medio de una reacción adecuada un
peligro procedente del exterior, y cae en la neurosis de angustia cuando se siente incapaz
de hacer cesar la excitación (sexual), endógenamente nacida. Se conduce, pues, como si
proyectase dicha excitación al exterior. El afecto y la neurosis a él correspondiente se
hallan en íntima relación, siendo el primero la reacción a una excitación exógena, y la
segunda, la reacción a la excitación endógena análoga. El afecto es un estado
rápidamente pasajero, y la neurosis, un estado crónico, pues la excitación exógena actúa
como un impulso único, y la endógena como una fuerza constante. El sistema nervioso
reacciona en las neurosis contra una fuente de excitación interior, del mismo modo que
en el afecto correspondiente contra una excitación análoga exterior.
En una tercera categoría de neurosis mixtas es aún más íntima la conexión de los
síntomas, siendo una misma condición etiológica la que inicia regular y
simultáneamente las dos neurosis. Así, la súbita revelación sexual, causa de la angustia
virginal, engendra siempre también histeria, y la inmensa mayoría de los casos de
abstinencia voluntaria se enlazan desde un principio con representaciones obsesivas.
Igualmente, el coito interrumpido sin satisfacción para el hombre no puede engendrar
nunca, a nuestro parecer, una neurosis de angustia pura, sino siempre una mezcla de
neurosis de angustia y neurastenia.
1895
En tal situación hubiera sido quizá más adecuado no responder a objeción crítica
ninguna hasta después de haber expuesto con todo detalle el complicado tema y haberlo
hecho claramente comprensible. Pero no me es dado resistir a los motivos que me
mueven a contestar sin más dilación a una crítica de mi teoría de la neurosis de angustia
publicada en estos últimos días. Lo hago así, en primer lugar, por la persona del crítico
L. Löwenfeld, de Munich, autor de la Patología y terapia de la neurastenia y hombre
cuya opinión ha de pesar mucho en el público médico; en segundo, por la necesidad de
rechazar una errónea concepción que se me atribuye en dicha crítica, y en tercero,
porque quiero combatir desde un principio la impresión de que mi teoría puede rebatirse
sin trabajo alguno con las primeras objeciones halladas a mano.
Contra esto afirma Löwenfeld que en un gran número de casos «surgen estados de
angustia inmediatamente o al poco tiempo de un shock psíquico (simple sobresalto o
accidente unido a él), dándose circunstancias que hacen muy improbable la colaboración
de faltas sexuales de la especie indicada». Como ejemplo convincente, cita brevemente
una observación clínica (una sola). Trátase en ella de una mujer de treinta años, casada
hacía cuatro y con taras hereditarias, que un año antes de acudir a él había tenido un
parto difícil. Pocas semanas después de su alumbramiento se asustó al ver a su marido
presa de un repentino ataque, y levantándose en camisa anduvo por la habitación largo
rato. A partir de este día enfermó, presentándose primero estados nocturnos de angustia
con taquicardia, y más tarde ataques de temblor convulsivo, fobias, etcétera, hasta
quedar constituido el cuadro clínico completo en una neurosis de angustia plenamente
desarrollada. «En este caso -concluye Löwenfeld- los estados de angustia tienen un
indudable origen psíquico, habiendo sido provocados por el sobresalto experimentado.»
Creemos que estas reflexiones son inatacables y evidentes. Sin embargo, para
aquellos a quienes no basten, expondremos un nuevo argumento. Según la opinión de
Löwenfeld y de otros muchos, la etiología de los estados de angustia ha de buscarse en
la herencia. Ahora bien: la herencia escapada a toda modificación. Pero si la neurosis de
angustia puede ser curada por medio de un tratamiento, el mismo Löwenfeld habrá de
concluir que la herencia no puede contener la etiología.
Por lo demás, me hubiera podido evitar el trabajo de rebatir las dos indicadas
objeciones de Löwenfeld sólo con que mi estimado contradictor se hubiera tomado la
molestia de dedicar alguna mayor atención a mi estudio. Ambas están ya previstas y
contestadas en él. No tenía, pues, más que repetir mis argumentos, y así lo he hecho,
analizando de nuevo aquí los mismos casos clínicos. También las fórmulas etiológicas
que antes hice valer se hallaban contenidas en nuestro primer escrito. Las consignaremos
de nuevo: existe, para la neurosis de angustia, un factor etiológico específico cuya
acción puede ser reemplazada cuantitativamente por influencias nocivas vulgares, pero
nunca sustituida cualitativamente. Este factor específico determina, sobre todo, la forma
de la neurosis, mientras que la emergencia o la falta de la enfermedad neurótica
dependen de la carga total que pesa sobre el sistema nervioso (en proporción con su
capacidad para soportarla). Por lo regular, las neurosis se muestran sobredeterminadas,
actuando en sus etiologías variados factores.
Sobre esto habría mucho que decir. Ante todo, es de advertir que Löwenfeld
impone a mi teoría una deducción que la misma no tiene por qué aceptar. Que la
acumulación de la excitación sexual somática haya de motivar procesos de curso
análogo a los dependientes de la acumulación del estímulo provocador de las
convulsiones epilépticas, es una hipótesis para la cual no hemos dado ocasión alguna, no
siendo tampoco la única posible. Para destruir la conclusión de Löwenfeld nos bastará
admitir que el sistema nervioso puede dominar cierta medida de excitación sexual
somática, aunque ésta se halle desviada de su fin, y que las perturbaciones no surgen
sino cuando la cuantía de tal excitación experimenta un súbito incremento. Pero no
hemos querido desarrollar nuestra teoría en esta dirección, porque no esperábamos hallar
en ella sólidos puntos de apoyo. Me limitaré, pues, a indicar que no debemos
representarnos la producción de tensión sexual como independiente de su gasto y que en
la vida sexual normal se conforma esta producción de un modo muy distinto, según sea
estimulada por el objeto sexual o suceda en estado de reposo psíquico, etc.
Al lado de estos hay otros muchos casos en los que el estado de angustia es
provocado por la acumulación de un factor vulgar o por una cualquier excitación. Así,
pues, en la etiología del estado de angustia aislado pueden tener los factores vulgares la
misma intervención cuantitativa que en la causación de la neurosis total. El hecho de que
la angustia de las fobias obedezca a otras condiciones no tiene nada de extraño. Las
fobias poseen una contextura más complicada que los ataques de angustia meramente
somáticos. La angustia se encuentra enlazada en ellas al contenido de una representación
o una percepción determinadas y la emergencia de este contenido psíquico es la
condición principal para la de la angustia. La angustia es desarrollada entonces
análogamente a como lo es la tensión sexual por el despertar de representaciones
libidinosas. Pero, de todos modos, la conexión de este proceso con la teoría de la
neurosis de angustia no ha quedado aún aclarada.
No veo por qué habría de procurar ocultar las lagunas ni los puntos débiles de mi
teoría. Para mí, el rasgo principal del problema de las fobias está en el hecho de que
tales perturbaciones no surgen jamás dada una vida sexual normal del sujeto, o sea
cuando no aparece cumplida la condición, consistente en la existencia de una
perturbación de la vida sexual en el sentido de un extrañamiento entre lo somático y lo
psíquico. Por muy densa que sea aún la oscuridad en que permanece el mecanismo de
las fobias, sólo podrá rebatirse nuestra teoría sobre ellas demostrando su aparición en
sujetos de vida sexual normal o la falta de una perturbación específicamente
determinada de la misma.
4) Nuestro distinguido crítico hace aún otra observación que no queremos dejar
sin respuesta.
En nuestro estudio sobre la neurosis de angustia decimos así:
«En algunos casos de neurosis de angustia nos resulta imposible descubrir un
proceso etiológico, siendo precisamente estos casos en los que se nos hace más fácil
comprobar la existencia de una grave tara hereditaria.
«Pero cuando poseemos algún fundamento para creer que se trata de una neurosis
adquirida, hallamos siempre, después de un cuidadoso examen, como factores
etiológicos, una serie de perturbaciones e influencias nocivas provenientes de la vida
sexual.» Löwenfeld reproduce este pasaje y lo glosa en la forma siguiente: «Así, pues,
Freud considera `adquirida' la neurosis siempre que le es dado hallar causas ocasionales
en la misma.»
1895 [1950]
B) PRIMERA PARTE
ESQUEMA GENERAL
INTRODUCCIÓN
LA CONCEPCIÓN CUANTITATIVA
ESTA concepción, se deriva directamente de observaciones clínicopatológicas, en
particular de las relativas a las representaciones hiperintensas, tal como ocurren en la
histeria y en la neurosis obsesiva, donde, como veremos más adelante, el carácter
cuantitativo se destaca con mayor claridad que en condiciones normales. [Véase la
segunda parte.] Procesos tales como los de estimulación, sustitución, conversión y
descarga, que son observados y descritos en relación con dichos trastornos, inducen
directamente a concebir la excitación neuronal como cantidades fluentes. Parecía lícito,
pues, intentar una generalización de lo que en estos casos se había comprobado.
Partiendo de esta concepción, se pudo establecer un principio básico de la actividad
neuronal con referencia a la cantidad (Q), un principio que prometía ser muy ilustrativo,
ya que parecía comprender la función [neuronal] en su totalidad. Me refiero al principio
de la inercia neuronas según el que las neuronas tienden a descargarse de cantidad (Q).
La estructura y el desarrollo de las neuronas, así como su función, deben ser concebidos
sobre esta base.
Es éste el punto en que puede desarrollarse una función secundaria, pues entre los
diversos métodos de descarga son preferidos y conservados aquellos que entrañan un
cese de la estimulación: fuga del estímulo. En general, se mantiene aquí una proporción
entre la cantidad de excitación y el esfuerzo requerido para la fuga del estímulo, de
modo que el principio de inercia no sea violado por ello.
Desde un comienzo, sin embargo, el principio de inercia es trasgredido por otra
condición. A medida que aumenta la complejidad interna [del organismo], el sistema
neuronal recibe estímulos de los propios elementos somáticos -estímulos endógenos-,
que también necesitan ser descargados. Se originan en las células del organismo y dan
lugar a las grandes necesidades [fisiológicas]: hambre, respiración, sexualidad. El
organismo no puede sustraérseles, como lo hace frente a los estímulos exteriores, o sea
que no puede emplear la cantidad (Q) que poseen para aplicarla a la fuga del estímulo.
Aquellos estímulos cesan únicamente bajo determinadas condiciones que deben ser
realizadas en el mundo exterior. (Piénsese, por ejemplo, en las necesidades nutricias).
Para llevar a cabo tal acción [creadora de dichas condiciones]-una acción que bien
merece ser calificada de «específica»- se requiere un esfuerzo que es independiente de
las cantidades endógenas (Qh) y que, por lo general, es mayor [que ellas], ya que el
individuo se encuentra sometido a condiciones que cabe designar como apremio de la
vida [*]. Con ello, el sistema neuronal se ve obligado a abandonar su primitiva tendencia
a la inercia; es decir, al nivel [de tensión] = 0. Debe aprender a tolerar la acumulación de
cierta cantidad [Qh] suficiente para cumplir las demandas de la acción específica. En la
forma en que lo hace se traduce, sin embargo, la persistencia de la misma tendencia,
modificada en el sentido de mantener, por lo menos, la cantidad (Qh) en el menor nivel
posible y de defenderse contra todo aumento de la misma; es decir, de mantener
constante [su nivel de tensión]. Todas las funciones del sistema neuronal deben ser
sometidas al concepto de la función primaria o al de la función secundaria, impuesta por
el apremio de la vida [*].
«---------------------------------------------------------------------
LA TEORÍA DE LA NEURONA
Además, la teoría de las barreras de contacto tiene las siguientes ventajas. Una de
las características principales del tejido nervioso es la memoria, es decir, en términos
muy generales, la capacidad de ser permanentemente modificado por procesos únicos,
característica que contrasta tan notablemente con la conducta de una materia que deja
pasar un movimiento ondulatorio, para retornar luego a su estado previo. Toda teoría
psicológica digna de alguna consideración habrá de ofrecer una explicación de la
«memoria». Ahora bien: cualquier explicación de esta clase tropieza con la dificultad de
admitir, por un lado, que una vez transcurrida la excitación, las neuronas queden
permanentemente modificadas con respecto a su estado anterior, mientras que, por otra
parte, no es posible negar que las nuevas excitaciones inciden, en términos generales,
sobre las mismas condiciones de recepción que hallaron las excitaciones anteriores. Así,
las neuronas habrían de estar al mismo tiempo modificadas e inalteradas o, dicho de otro
modo, «indiferentes». No es dable imaginar de primera intención un aparato capaz de
tan complejo funcionamiento. La salida radica, pues, en adjudicar a una clase de
neuronas la capacidad de ser permanentemente influidas por la excitación, mientras que
la inmutabilidad, o sea, la característica de estar vírgenes ante toda nueva excitación,
correspondería a otra clase de neuronas. Así surgió la distinción corriente entre «células
perceptivas» y «células mnemónicas», una distinción que no concuerda, empero, con
ningún contexto y que nada puede invocar en su favor.
La teoría de las barreras de contacto [*] adopta esta salida formulándola en los
siguientes términos. Existen dos clases de neuronas: primero, aquellas que dejan pasar
cantidad (Qh) como si no poseyeran barreras de contacto, o sea, que después de cada
pasaje de una excitación quedan en el mismo estado que antes; segundo, aquellas en las
cuales se hacen sentir las barreras de contacto; de modo que sólo difícil o parcialmente
dejan pasar cantidad (Qh) a través de ellas. Las neuronas de esta segunda clase pueden
quedar, después de cada excitación, en un estado distinto al anterior, o sea, que ofrecen
una posibilidad de representar la memoria [*].
Así, pues, existen neuronas permeables (que no ofrecen resistencia y que nada
retienen), destinadas a la percepción, y neuronas impermeables (dotadas de resistencia y
tentativas de cantidad [Qh]), que son portadoras de la memoria, y con ello,
probablemente, también de los procesos psíquicos en general. Por consiguiente, desde
ahora llamaré al primer sistema de neuronas «j», y al segundo, «y» [*].
A esta altura conviene aclarar qué presunciones acerca de las neuronas y son
imprescindibles si pretendemos abarcar con ellas las características más generales de la
memoria. La argumentación es la siguiente: Dichas neuronas son permanentemente
modificadas por el pasaje de una excitación (o bien, aplicando la teoría de las barreras de
contacto: sus barreras de contacto quedan en un estado permanentemente alterado).
Ahora bien: como la experiencia psicológica nos enseña que existe algo así como un
«sobreaprendizaje», basado en la memoria, esa alteración debe consistir en que las
barreras de contacto se tornen más aptas para la conducción -menos impermeables -, o
sea, más semejantes a las del sistema j. Designaremos este estado de las barreras de
contacto como «grado de facilitación» [Bahnung]. En tal caso, podremos afirmar que la
memoria está representada por las facilitaciones existentes entre las neuronas y.
Ahora bien: ¿de qué depende la facilitación en las neuronas y? De acuerdo con la
experiencia psicológica, la memoria (es decir, la fuerza persistente de una vivencia)
depende de un factor que es dable describir como «magnitud» de la impresión, así como
de la frecuencia con que una misma impresión se repite. O bien, en los términos de
nuestra teoría: la facilitación depende de la cantidad (Qh) que pasa a través de una
neurona en el proceso excitativo y del número de veces que este proceso se repite.
Adviértese así que la cantidad (Qh) es el factor efectivo, que cantidad y facilitación son
el resultado de la cantidad (Qh) y, al mismo tiempo, lo que puede sustituir la cantidad
[*].
Queda por ver en qué consiste, aparte de esto, la facilitación. De primera intención
podría pensarse que consiste en la absorción de cantidad (Qh) por las barreras de
contacto. Este punto quizá sea aclarado más adelante. La cantidad (Qh), que ha dejado
tras sí una Facilitación, es descargada, sin duda alguna, precisamente merced a dicha
facilitación, pues ésta aumenta la permeabilidad. A propósito de esto, sea dicho que no
es necesario que la facilitación persistente después de un pasaje de cantidad (Qh) sea tan
grande como fue durante el pasaje mismo de aquélla. Es posible que sólo subsista una
fracción de ella, en forma de facilitación permanente. De la misma manera, aún no es
posible establecer si un solo pasaje de una cantidad 3 Qh es equivalente a tres pasajes de
una cantidad Qh [*]. Todos estos puntos habrán de ser considerados una vez que la
teoría haya experimentado nuevas adaptaciones a los hechos psíquicos.
¿Dónde más podríase buscar un fundamento para esta división en dos clases? De
ser posible en el desarrollo biológico del sistema neuronal, que, como todo lo demás, es
para el científico natural algo que se ha formado sólo paulatinamente. Quisiéramos saber
si las dos clases de neuronas pueden haber tenido distinta significación biológica y, en
caso afirmativo merced a qué mecanismo se habrían desarrollado hasta alcanzar dos
características tan dispares como la permeabilidad y la impermeabilidad. Naturalmente,
la solución más satisfactoria sería la de que el mecanismo que perseguimos se
desprendiera directamente de sus [respectivas] funciones biológicas primitivas, pues en
tal caso habríamos hallado una sola respuesta para ambas preguntas.
Otra salida de esta dificultad, empero. parece más fructífera y menos ambiciosa.
Recordemos que aun las barreras de contacto de y quedan sometidas, en última
instancia, a la facilitación, y que es precisamente la cantidad (Qh) la que las facilita.
Cuanto mayor sea la cantidad (Qh) que interviene en el curso de la excitación, tanto
mayor será la facilitación, pero ésta entraña una aproximación a las características de las
neuronas j. Así, pues, atribuyamos la diferencia no a las neuronas, sino a las cantidades
con que ellas se ven enfrentadas, y entonces tendremos buenas razones para presumir
que por las neuronas j transcurren cantidades frente a las cuales la resistencia de las
barreras de contacto es insignificante, mientras que a las neuronas y sólo llegan
cantidades del mismo orden de magnitud que esa resistencia. De ser así, una neurona j se
tornaría impermeable y una neurona y permeable, siempre que pudiésemos intercambiar
su localización y sus conexiones; pero retienen sus características distintivas
simplemente porque las neuronas j sólo están conectadas con la periferia y las neuronas
y sólo con el interior del cuerpo. De tal modo, una distinción de esencia queda
reemplazada por una distinción del medio al que [las neuronas] están destinadas.
Ahora, empero, tendremos que examinar nuestra presunción de que las cantidades
de estimulación que llegan a las neuronas desde la periferia exterior serían de un orden
superior a las que les llegan desde la periferia interior del cuerpo.
Existen, en efecto, muchos datos en favor de tal presunción. En primer lugar no
cabe duda alguna de que el mundo exterior es la fuente de todas las grandes cantidades
de energías, pues la física nos enseña que aquél consiste en poderosas masas en violento
movimiento y que este movimiento es transmitido por dichas masas. El sistema j, que
está orientado hacia ese mundo exterior, tendrá la misión de descargar con la mayor
rapidez posible las cantidades (Qh) que incidan sobre las neuronas, pero en cualquier
caso estará siempre sometido a la influencia de cantidades considerables (Q).
Con ello concordaría el hecho de que el otro tipo de terminaciones nerviosas -el
de las terminaciones libres, sin órgano teleneuronal - sea, con mucho, el más común en
la periferia interna del cuerpo. Allí parecen ser innecesarias las pantallas de cantidad
(Q), probablemente porque las cantidades (Qh) que allí son recibidas no necesitan ser
reducidas al nivel intercelular, dado que de por sí ya se hallan en ese nivel.
Siendo posible calcular las cantidades (Q) recibidas por las terminaciones de las
neuronas j, ello quizá ofrezca un recurso para formarse una noción de las magnitudes
que pasan entre las neuronas y y que, como vimos, son del mismo orden que las
resistencias de las barreras de contacto.
Además, aquí asoma una tendencia que bien podría determinar el hecho de que el
sistema neuronal esté formado por varios sistemas: una tendencia cada vez más amplia a
mantener la cantidad (Qh) apartada de las neuronas. Así, la estructura del sistema
neuronal serviría al propósito de apartar la cantidad (Qh) de las neuronas, mientras que
su función serviría al propósito de descargar dicha cantidad.
Cuanto sabemos del dolor concuerda con este concepto. El sistema neuronal tiene
la más decidida tendencia a la fuga del dolor. Vemos en ella una manifestación de su
tendencia primaria a evitar todo aumento de su tensión cuantitativa (Qh) y podemos
concluir que el dolor consiste en la irrupción de grandes cantidades (Q) hacia y.De esta
manera ambas tendencias quedan reducidas a una y la misma.
El dolor pone en función el sistema j tanto como el sistema y; ningún obstáculo
puede oponerse a su conducción; es el más imperativo de todos los procesos. Las
neuronas y parecen ser, pues, permeables al mismo, de modo que el dolor debe consistir
en la acción de cantidades (Q) de un orden relativamente elevado.
Es fácil comprender el hecho de que el dolor recorra todas las vías de descarga.
Según nuestra teoría de que cantidad (Q) produce facilitación, es evidente que el dolor
deja tras sí facilitaciones permanentes en y, como si la descarga de un rayo hubiera
pasado por ella. Es posible que estas facilitaciones barran por completo la resistencia de
las barreras de contacto y establezcan [en y] vías de conducción como las que existen en
j.
[7] EL PROBLEMA DE LA CUALIDAD
Al punto se nos torna explícita una premisa que hasta ahora nos ha guiado sin que
nos apercibiéramos de ella. En efecto, hemos venido tratando los procesos psíquicos
como algo que bien podría prescribir de ser conocido por la consciencia, de algo que
existe independientemente de ella. Estamos preparados para comprobar que algunas de
nuestras presunciones no sean confirmadas por la consciencia, y si rehusamos dejarnos
confundir por esta discrepancia, lo hacemos como consecuencia lógica de nuestra
presunción de que la consciencia no nos daría una información completa ni fidedigna de
los procesos neuronales, pues la totalidad de éstos debería ser considerada de primera
intención como inconsciente y a ser inferida igual que todos los demás fenómenos
naturales.
¿Dónde se originan las cualidades? No, por cierto, en el mundo exterior, pues de
acuerdo con nuestra concepción científico -natural, a la que aquí pretendemos someter
también la psicología, en el mundo exterior sólo existen masas en movimiento y nada
más. ¿Acaso se originan en el sistema j? Esto estaría de acuerdo con el hecho de que las
cualidades aparezcan vinculadas a la percepción, pero lo contradicen todos los datos
que, con justa razón, hablan en favor de la localización de la consciencia en los niveles
más altos del sistema neuronas ¿Se originan entonces en el sistema y? Contra ello cabe
aducir una importante objeción. Los sistemas j y y actúan conjuntamente en la
percepción; pero existe un proceso psíquico que evidentemente tiene lugar tan sólo en y;
me refiero a la reproducción, al recuerdo; mas precisamente este proceso se halla, en
términos generales, desprovisto de cualidad. Normalmente el recuerdo no produce nada
que posea el carácter peculiar de la cualidad perceptiva. De tal modo cobramos ánimo
suficiente para admitir que podría existir un tercer sistema de neuronas -«neuronas
perceptivas» podría llamárselas -, que serían excitadas juntamente con las otras en el
curso de la percepción, pero no en el de la reproducción, y cuyos estados de excitación
darían lugar a las distintas cualidades, o sea, que serían las sensaciones conscientes [*].
Sólo ve una salida: revisar nuestra hipótesis básica sobre el decurso de cantidad
(Qh). Hasta ahora sólo pude concebirlo como una transferencia de cantidad (Qh) de una
neurona a otra, pero debe poseer otra característica más -una característica de índole
temporal -, pues también la mecánica de los físicos le concede este atributo temporal aun
a los movimientos de masas en el mundo exterior. Designaré esta característica
simplemente como «el período» y admitiré entonces que la resistencia de las barreras de
contacto rige sólo para la transferencia de cantidad (Q), pero que el período del
movimiento neuronal se propaga a todas partes sin inhibición alguna, como si fuera por
un proceso de inducción.
Mucho queda por hacer aquí en cuanto a la aclaración de los aspectos físicos pues
las leyes generales del movimiento también deben regir aquí sin contradicciones. Mi
hipótesis, empero, va aún más allá, admitiendo que las neuronas perceptivas serían
incapaces de recibir cantidades (Qh), pero que en cambio asumen el período de la
excitación, y que esta condición suya de ser afectada por un período, mientras admiten
sólo una mínima carga de cantidad (Qh), constituye el fundamento de la consciencia.
También las neuronas y tienen, naturalmente, su período, mas éste se halla desprovisto
de cualidad o, mejor dicho, es monótono [*]. Las desviaciones de este período psíquico
específico llegan a la consciencia en forma de cualidades.
¿Dónde se originan estas diferencias del período? Todo parecería indicar los
órganos de los sentidos, cuyas cualidades pretendemos representar por diferencias de
período del movimiento neuronal. Los órganos de los sentidos no sólo actúan como
pantallas de cantidad (Q) -como todos los demás aparatos teleneuronales-, sino también
como cribas, pues sólo dejan pasar estímulos procedentes de ciertos procesos con
períodos determinados. Es probable que transfieran luego estas diferencias a j,
comunicando al movimiento neuronal cualquier período cuya diferencia [cuya
característica diferencial. (Nota del T.)] sea en algún modo análoga [a la de los procesos
del mundo exterior. (Nota del T.)] o sea, energía específica -, y son estas modificaciones
las que pasan de j a través de y hacia W, para engendrar allí, donde están casi
desprovistas de cantidad, sensaciones conscientes de cualidad [*]. Esta transmisión de
cualidad no es durable, no deja tras de sí rastro alguno y no puede ser reproducida.
[8] LA CONSCIENCIA
SOLO mediante hipótesis tan complicadas y poco evidentes he podido hasta ahora
incluir los fenómenos de la consciencia en el conjunto de la psicología cuantitativa.
Naturalmente, es imposible tratar de explicar por qué los procesos excitativos de
las neuronas perceptivas (wN) [*] traen aparejada la consciencia. Para nosotros sólo se
trata de hallar en las neuronas perceptivas (wN) procesos que coincidan con las
características de la consciencia conocidas por nosotros y cuyas variaciones sean
paralelas a las de ellas. Ya veremos que no es difícil lograrlo, aun en sus detalles.
Antes, sin embargo, digamos algunas palabras sobre la relación de esta teoría de la
consciencia con otras teorías. De acuerdo con una teoría mecanicista moderna, la
consciencia no sería más que un mero apéndice agregado a los procesos fisiológicos -
psíquicos, un apéndice cuya ausencia nada modificaría en el curso del suceder psíquico.
De acuerdo con otra teoría, la consciencia sería la faz subjetiva de todo suceder psíquico,
o sea, que sería inseparable de los procesos fisiológico -anímicos. La teoría que aquí
desarrollo se encuentra entre estas dos. La consciencia es aquí la faz subjetiva de una
parte de los procesos físicos [que se desarrollan] en el sistema neuronal -a saber, de los
procesos perceptivos (procesos w) -, y su ausencia no dejaría inalterado el suceder
psíquico, sino que entrañaría la ausencia de toda contribución del sistema W (w).
«------------------------------------------------------------------------
A nivel de las neuronas j terminan también las neuronas y, a las que es transferida
una parte de la cantidad (Qh), pero sólo una parte; quizá una fracción correspondiente a
la magnitud de los estímulos intercelulares. Llegados aquí podríamos preguntarnos si la
cantidad [Qh] transferida a y no sería por ventura proporcional a la cantidad [Q] que
corre por j, de modo tal que un estímulo más considerable produzca también un efecto
psíquico más considerable. Aquí parece actuar un dispositivo especial que, una vez más,
mantiene cantidad (Q) apartada de y. Las vías sensitivas de conducción en j poseen, en
efecto, una estructura peculiar, ramificándose continuamente y presentando vías de
variable grosor que concluyen en numerosos puntos terminales, lo que quizá tenga el
siguiente significado:
un estímulo más poderoso sigue una vía distinta que otro más débil. Así, por ejemplo,
Qh1 recorrerá únicamente la vía I y en el punto terminal a transmitirá una fracción a y.
Qh2 [es decir, una cantidad dos veces mayor que Qh1] no transmitirá en a una fracción
dos veces mayor, sino que podrá pasar también por la vía II, que es más delgada, y
abrirá un segundo punto terminal hacia y [en b]; Qh3 abrirá la más delgada de las vías y
transferirá asímismo por el punto terminal g [véase la figura]. De tal manera, la vía j
única quedará aliviada de su carga y la mayor cantidad en j se traducirá por el hecho de
catectizar varias neuronas en y, en lugar de una sola. Cada una de las catexis de las
distintas neuronas y puede, en tal caso, ser de magnitud aproximadamente igual. Si Qh
en y produce una catexis en y, entonces Qh3 se expresa por catexis en y1 + y2 + y3. Así,
cantidad en j se expresa por complejidad en b. De tal manera la cantidad (Q) queda
apartada de y, por lo menos dentro de ciertos límites. Esto nos recuerda mucho las
condiciones postuladas por la ley de Fechner [*], que de tal modo admitiría una
localización [determinada].
De esta manera, y es catectizada desde j con cantidades (Q) que normalmente son
pequeñas. Mientras la cantidad de la excitación j se expresa en y por la complejidad, su
cualidad se expresa por la topografía, dado que, de acuerdo con las relaciones
anatómicas, los distintos órganos sensoriales sólo se comunican a través de j con
determinadas neuronas y. Pero y también recibe catexis del interior del cuerpo, de modo
que sería admisible dividir las neuronas y en dos grupos: las neuronas del pallium, que
son catectizadas desde j, y las neuronas nucleares, que son catectizadas desde las vías
endógenas de conducción [*].
LA porción nuclear de y está conectada con aquellas vías por las cuales ascienden
las cantidades endógenas [Q] de excitación. Sin excluir la posibilidad de que estas vías
estén conectadas con j, debemos seguir sustentando nuestra presunción original de que
hay una vía directa que lleva del interior del cuerpo a las neuronas y. Esto implica,
empero, que y se halla expuesto sin protección alguna a las cantidades (Q) procedentes
de esa dirección, y en este hecho [como veremos en la página siguiente] radica
precisamente el impulso motor del mecanismo psíquico.
Así, la vivencia de satisfacción conduce a una facilitación entre las dos imágenes
mnemónicas [la del objeto deseado y la del movimiento reflejo. I.] y las neuronas
nucleares que han sido catectizadas durante el estado de urgencia. (Es de suponer que en
[el curso de] la descarga producida por la satisfacción, también las imágenes
mnemónicas quedan vacías de cantidad [Qh].) Con el restablecimiento del estado de
urgencia o de deseo, la catexis pasa también a los dos recuerdos, reactivándolos. Es
probable que el primero en experimentar esta activación desiderativa sea la imagen
mnemónica del objeto.
Los residuos de los dos tipos de vivencias [de satisfacción y de dolor] que
acabamos de considerar son los afectos y los estados desiderativos, que tienen en común
el hecho de entrañar un aumento de la tensión cuantitativa en y, producido en el afecto
por un desprendimiento repentino, y en el deseo, por sumación. Ambos estados tienen la
mayor importancia para el pasaje de cantidad en y, dado que dejan tras de sí
motivaciones de tipo convulsivo en favor de dicho pasaje. El estado desiderativo
produce algo así como una atracción positiva hacia el objeto deseado, o, más bien, hacia
su imagen mnemónica, mientras que de la vivencia dolorosa resulta una repulsión, una
aversión a mantener catectizada la imagen mnemónica hostil. He aquí, pues, la atracción
desiderativa primaria y la defensa [rechazo] primaria [*].
Aunque este yo debe tender por fuerza a librarse de sus catexis por la vía de la
satisfacción, no consigue hacerlo de otra manera, sino determinando la repetición de
vivencias de dolor y de afectos, proceso que debe cumplir por la siguiente vía, que en
términos generales se califica como la de la inhibición.
Una cantidad (Qh) que irrumpa desde cualquier parte en una neurona se propagará
a través de la barrera de contacto que esté más facilitada y dará lugar a una corriente
dirigida en dicho sentido. Expresándolo más claramente: la corriente de cantidad (Qh) se
distribuirá hacia las distintas barreras de contacto en proporción inversa a sus respectivas
resistencias, y cuando una fracción [de cantidad] incida sobre una barrera de contacto
cuya resistencia sea superior a aquélla, no pasará prácticamente nada a través de ésta. Es
fácil que tal distribución sea distinta para cada magnitud de cantidad (Qh) que se halle
en la neurona, ya que en tal caso podrán formarse fracciones que excedan los umbrales
de otras barreras de contacto. Así, el curso adoptado dependerá de las cantidades (Qh) y
de las intensidades relativas de las facilitaciones.
Hemos llegado a conocer, empero, un tercer factor poderoso. Si una neurona adyacente
está catectizada simultáneamente, ello actúa como una facilitación transitoria de las
barreras de contacto entre ambas neuronas, modificando así el curso [de la corriente],
que de otro modo habría seguido la dirección de la única barrera de contacto facilitada.
Así, pues, una catexis colateral actúa como inhibición para el pasaje de cantidad (Qh).
Imaginemos el yo como una red de neuronas catectizadas y bien facilitadas entre sí:
aproximadamente así:
En tal caso, una cantidad (Qh) que, habiendo penetrado desde el exterior (j) en [la
neurona] Ó, hubiese seguido la neurona b en caso de no ser influida, es ahora influida de
tal modo por la catexis colateral Ó, en [la neurona] a, que sólo cederá una fracción [de
cantidad] a b, o quizá ni siquiera llegue a esta [neurona] b. En otros términos, cuando
existe un yo, por fuerza debe inhibir los procesos psíquicos primarios.
Tal inhibición, empero, representa una decidida ventaja para y. Supongamos que a
sea un recuerdo hostil y b una neurona-llave para el displacer: en tal caso la evocación
de a tendrá por efecto primario una liberación de displacer, que quizá sea superflua y
que en todo caso lo es cuando se despliega en plena magnitud. Pero existiendo la acción
inhibidora de Ó, el desencadenamiento de displacer quedará muy reducido, y al sistema
neuronal se le habrá evitado, sin sufrir ningún otro daño, el desarrollo y la descarga de
cantidad. Ahora podemos imaginarnos fácilmente que el yo, con la ayuda de un
mecanismo que llama su atención sobre la inminente recatectización de la imagen
mnemónica hostil, sea capaz de llegar a inhibir el pasaje [de cantidad] desde la imagen
mnemónica hacia el desencadenamiento del displacer, por medio de una copiosa catexis
colateral que pueda ser reforzada de acuerdo con las necesidades. Más aún: si admitimos
que el desencadenamiento displacentero inicial [de cantidad Qh] sea recibido por el
propio yo, tendremos en este mismo [desencadenamiento] la fuente de la cantidad que la
catexis colateral inhibidora exige del yo.
La defensa [rechazo] primaria será entonces tanto más poderosa cuanto más
intenso sea el displacer.
De lo que hasta aquí hemos expuesto se desprende que existen dos situaciones en
las cuales el yo en j (que en cuanto a sus tendencias podemos considerar como la
totalidad del sistema nervioso) está expuesto a caer, ante procesos no influidos en y, en
un estado inerme y a sufrir el daño consiguiente.
La primera de estas situaciones se da cuando el yo, encontrándose en estado de
deseo, recatectiza de nuevo el recuerdo del objeto y pone luego en función el proceso de
descarga, no pudiéndose alcanzar entonces la satisfacción, porque el objeto no existe en
la realidad, sino sólo como un pensamiento imaginario. En un principio, y es incapaz de
establecer esta distinción, pues sólo puede operar sobre la base de la secuencia de
estados análogos entre sus neuronas [es decir, sobre la base de su experiencia previa de
que la catectización del objeto fue seguida por satisfacción. I.]. Así, necesita disponer de
un criterio venido de otra parte para distinguir entre la percepción y la representación
[idea] [*].
Ahora bien: probablemente sean las neuronas perceptivas las que suministran este
signo, el signo de realidad. Ante cada percepción exterior se produce en W una
excitación cualitativa que en un principio carece, empero, de toda importancia para y. Es
preciso agregar, pues, que la excitación perceptual conduce a una descarga perceptual y
que de ésta (como de todo otro tipo de descarga) llega una noticia a y. Es esta noticia de
una descarga procedente de W (w) la que constituye el signo de cualidad o de realidad
para y.
Por otro lado, la excitación de las neuronas perceptivas también puede servir para
proteger el sistema y en el segundo de los casos previstos, es decir, al dirigir la atención
de y hacia la presencia o la ausencia de una percepción. Con tal fin debemos aceptar que
las neuronas perceptivas (wN) poseían originalmente una conexión anatómica con las
vías procedentes de los distintos órganos sensoriales y que su descarga volvió a ser
dirigida hacia los aparatos motores pertenecientes a esos mismos órganos sensoriales. En
tal caso la noticia de esta última descarga (o sea la noticia de la atención refleja) actuará
para y como una señal biológica de que debe enviar una cantidad de catexis hacia las
mismas direcciones.
No hay duda de que estos dos casos nos presentan el proceso primario actuando
en el juicio; podemos admitir que toda judicación secundaria surgió por atenuación de
esos procesos puramente asociativos. Así, el juicio, que más tarde se convertirá en un
medio de (re) conocimiento de un objeto que quizá tenga importancia práctica, es en su
origen un proceso de asociación entre catexis que llegan desde el exterior y catexis
derivadas del propio cuerpo: una identificación entre noticias o catexis procedentes de j
y del interior. Quizá no sea errado suponer que el enjuiciamiento también indica la
manera en que cantidades (Q) procedentes de j pueden ser transmitidas y descargadas.
Lo que llamamos las cosas son residuos que se han sustraído al juicio.
¡Con cantidades (Qh) menores aún -se podrá objetar aquí- que las que
normalmente corren por las neuronas! ¿Cómo es posible abrir a cantidades tan pequeñas
(Qh) las vías que sólo son transitabas para cantidades mayores que las que y recibe
habitualmente? La única respuesta posible es que esto debe ser una consecuencia
mecánica de las catexis colaterales. Tendremos que encontrar condiciones tales que en
presencia de una catexis colateral puedan pasar cantidades pequeñas (Qh) por
facilitaciones que de otro modo únicamente habrían sido viables para cantidades
grandes. La catexis colateral liga, por así decirlo cierta magnitud de la cantidad (Qh) que
corre por la neurona.
Sin embargo, no cabe duda de que el proceso cogitativo deja tras de sí trazas
permanentes, dado que el siguiente repensar demanda un esfuerzo mucho menor que el
primer pensar. Por tanto, a fin de que la realidad no sea falseada, deben existir trazas
especiales -verdaderos signos de los procesos cogitativo- que constituyen una «memoria
cogitativa»: algo que hasta ahora no es posible formular. Más adelante veremos de qué
manera las trazas de los procesos cogitativos se diferencian de las que deja la realidad
[*].
Así, por medio de un mecanismo automático, que vendría a ser el símil opuesto
del mecanismo de atención y, puede, mientras se encuentre incatectizado, excluir las
impresiones de j.
Lo más extraño empero, es que durante el dormir ocurran efectivamente procesos
y: me refiero a los sueños, con sus múltiples características aún incomprendidas.
Los otros dos atributos, que en realidad son idénticos, demuestran que una parte
de las experiencias psíquicas del soñante han sido olvidadas. En efecto, todas aquellas
experiencias biológicas que normalmente inhiben el proceso primario están olvidadas, y
ello se debe a la insuficiente catexis del yo. El carácter insensato e ilógico de los sueños
probablemente obedezca a este mismo hecho. Parecería que las catexis y que no han
sido retiradas se nivelaran, en parte, de acuerdo con las facilitaciones más próximas y,
en parte, según las catexis vecinas. Si la descarga del yo fuese completa, el dormir
tendría que estar necesariamente libre de sueños.
5. Es notable cuán mala es la memoria de los sueños y cuán poco daño hacen los
sueños, en comparación con otros procesos primarios. Sin embargo, esto se explica
fácilmente por el hecho de que los sueños siguen en su mayor parte las viejas
facilitaciones y no motivan por ello cambio alguno. Además, porque las vivencias y se
mantienen apartadas de los sueños y porque, debido a la parálisis de la motilidad, no
dejan tras de sí rastro alguno de descarga.
6. Por fin, también es interesante que, en el sueño, la consciencia suministre
cualidad con la misma facilidad que en la vigilia. Esto demuestra que la consciencia no
está retringida al yo, sino que puede agregarse a cualquier proceso y. Esto nos advierte
contra una posible identificación de los procesos primarios con los procesos
inconscientes. ¡He aquí dos consejos inapreciables para lo que ha de seguir!
que A sea una idea onírica conscienciada que lleva a B; en lugar de B, empero. aparece
C en la consciencia, simplemente porque se encuentra en la vía que conduce de B a otra
catexis D, simultáneamente presente. Así, se produce una desviación debida a una
catexis simultánea de otra especie, que, además, no es consciente. De tal modo, C ha
tomado el lugar de B, aunque B concuerda mejor con la concatenación de ideas: es decir
con la realización del deseo.
Por ejemplo, [sueño que] O. le ha hecho a Irma una inyección de propil [A].
Luego, veo muy vívidamente ante mí «trimetilamina» y alucino su fórmula [C]. El
pensamiento simultáneamente presente es el de que la enfermedad de Irma es de índole
sexual [D]. Entre este pensamiento y el del propil hay una asociación [B] acerca de una
conversación sobre el quimismo sexual con W. Fl. [Wilhelm Fliess], en cuyo curso me
llamó especialmente la atención hacia la trimetilamina. Esta última idea se consciencia,
entonces, merced al impulso desde ambas direcciones [*]. Es muy curioso que no se
consciencie también el eslabón intermedio (quimismo sexual [B]), ni la idea desviadora
índole sexual de la enfermedad [D]), cosa que necesita ser explicada. Podríase suponer
que las catexis de B o de D no son, por sí solas, suficientemente intensas para imponer la
alucinación retroactiva, mientras que C, estando catectizada desde aquellas dos [ideas]
podría conseguirlo. Sin embargo, en el ejemplo que acabo de dar, D (la índole sexual de
la enfermedad) era, por cierto, tan intensa como A (la inyección de propil), y el derivado
de estas dos (la fórmula química [C]) era enormemente vívido.
C) SEGUNDA PARTE
PSICOPATOLOGÍA
25-9-1895.
LA primera parte de este Proyecto contiene todo lo que pude deducir, en cierto
modo a priori, de su hipótesis básica. remodelándolo y corrigiéndolo de acuerdo con
unas pocas experiencias objetivas. En esta segunda parte procuro determinar con mayor
precisión este sistema erigido sobre dicha hipótesis básica, recurriendo para ello al
análisis de ciertos procesos patológicos. En una tercera parte intentaré estructurar,
fundándome en las dos anteriores, las características del suceder psíquico normal.
PSICOPATOLOGÍA DE LA HISTERIA
Las ideas hiperintensas también ocurren normalmente, siendo ellas las que
confieren al yo su carácter peculiar. No nos sorprenden cuando conocemos su desarrollo
genético (educación, experiencia) y sus motivaciones. Estamos acostumbrados a ver en
ellas el resultado de poderosos y razonables motivos. Las ideas hiperintensas histéricas,
por el contrario, nos llaman la atención por su extravagancia: son representaciones que
no producirían efecto alguno en otras personas y cuya importancia no atinamos a
comprender. Nos parecen intrusas, usurpadoras y, en consecuencia, ridículas.
Ahora bien: nuestros análisis demuestran que una compulsión histérica queda
resuelta en cuanto es explicada; es decir, en cuanto se la torna comprensible. Así, estas
dos características serían esencialmente una y la misma. En el curso del análisis también
llegamos a conocer el proceso por el cual ha surgido la apariencia de absurdidad e
incongruencia. El resultado del análisis es, en términos generales, el siguiente.
Antes del análisis, A es una idea hiperintensa que irrumpe demasiado
frecuentemente a la consciencia y que, cada vez que lo hace, provoca el llanto. El sujeto
no sabe por qué A le hace llorar; considera que es absurdo, pero no puede impedirlo.
Después del análisis, se ha descubierto que existe una idea B, que con toda razón
es motivo de llanto y que con toda razón se repite a menudo, mientras el sujeto no haya
realizado contra ella cierta labor psíquica harto complicada. El efecto de B no es
absurdo, le resulta comprensible al sujeto y aún puede ser combatido por él.
B guarda cierta relación particular con A, pues alguna vez hubo una vivencia que
consistía en B + A. En ella, A era sólo una circunstancia accesoria, mientras que B era
perfectamente apta para causar dicho efecto permanente. La reproducción de este suceso
en el recuerdo se lleva a cabo ahora como si A hubiese ocupado el lugar de B. A se ha
convertido en un sustituto, en un símbolo de B. De ahí la incongruencia: A es
acompañada de consecuencias que no parece merecer, que no se le adecuan.
Esta afirmación es cierta en el más estricto sentido. Cada vez que desde el exterior
o desde las asociaciones actúa un estímulo que debería, en propiedad, catectizar B, es
evidente que en su lugar aparece A en la consciencia, al punto de que la naturaleza de B
puede inferirse fácilmente de las motivaciones que tan extrañamente suscitan la
emergencia de A. Cabe formular estas condiciones expresando que A es compulsiva y
que B está reprimida (por lo menos de la consciencia). El análisis ha llevado al
sorprendente resultado de que a cada compulsión le corresponde una represión, que para
cada irrupción excesiva a la consciencia existe una amnesia correspondiente.
Plantéanse ahora varias preguntas muy significativas. ¿En qué condiciones ocurre
semejante formación patológica de un símbolo o (por otro lado) semejante represión?
¿Cuál es la fuerza impulsora que interviene? ¿En qué estado se encuentran las neuronas
respectivas de la idea hiperintensa y de la idea reprimida?
Nada habría que revelar en todo esto y nada se podría deducir de ello, si no fuese
porque la experiencia clínica nos enseña dos hechos. Primero, que la represión afecta
exclusivamente ideas que despiertan en el yo un afecto penoso (displacer); segundo, que
dichas ideas pertenecen al dominio de la vida sexual.
Podemos presumir sin vacilaciones que es ese afecto displacentero el que impone
la represión, pues ya hemos admitido la existencia de una defensa primaria, que
consistiría en la inversión de la corriente cogitativa apenas tropieza con una neurona
cuya catexis desencadene displacer.
Dicha presunción quedó justificada por dos observaciones: 1) una catexis
neuronal de esta última especie no es, por cierto, la que puede convenir a la finalidad
original del proceso cogitativo, o sea a establecer una situación y de satisfacción; 2)
cuando una experiencia de dolor es terminada de manera refleja la percepción hostil
queda reemplazada por otra. [Véase el final del parágrafo 13].
Sin embargo, podemos adquirir una convicción más directa acerca del papel
desempeñado por los efectos defensivos. Si investigamos el estado en que se encuentra
la [idea] B reprimida, comprobamos que es fácil hallarla y llevarla a la consciencia. Esto
resulta sorprendente, pues bien podíamos haber supuesto que B realmente estaría
olvidada y que no habría quedado en y el menor rastro mnemónico de la misma. Nada
de eso: B es una imagen mnemónica como otra cualquiera; no está extinguida; pero si,
como sucede habitualmente, B es un complejo de catexis, entonces se eleva una
resistencia extraordinariamente poderosa y difícil de eliminar contra toda elaboración
cogitativa de B. Es perfectamente lícito interpretar esta resistencia contra B como la
medida de la compulsión ejercida por A, y también es dable concluir que la fuerza que
antes reprimió B vuelve a actuar ahora en la resistencia. Al mismo tiempo, empero,
averiguamos algo más. Hasta ahora, sólo sabíamos que B no podía tornarse consciente,
pero nada sabíamos sobre la conducta de B frente a la catexis cogitativa. Pero ahora
comprobamos que la resistencia se dirige contra toda elaboración cogitativa de B, aun
cuando ésta haya llegado a ser parcialmente consciente. Así, en lugar de «excluida de la
consciencia», podemos decir excluída del proceso cogitativo [de la elaboración
intelectual. (Nota del T.)].
Por tanto, es un proceso defensivo emanado del «yo» catectizado el que conduce a
la represión histérica, y con ello, a la compulsión histérica. En tal medida, el proceso
parece diferenciarse de los procesos y primarios.
Con todo, estamos lejos de haber hallado una solución. Como sabemos, el
resultado de la represión histérica discrepa muy profundamente del que arroja la defensa
normal, acerca de la que contamos con precisos conocimientos. Es un hecho de
observación general el de que evitamos pensar en cosas que despiertan únicamente
displacer y que lo conseguimos dirigiendo nuestros pensamientos a otras cosas. Sin
embargo, aun cuando logremos que la idea B, intolerable, surja raramente en nuestra
consciencia, merced a que la hemos mantenido lo más aislada posible, nunca logramos
olvidarla en medida tal que alguna nueva percepción no nos la vuelva a recordar.
Tampoco en la histeria es posible evitar semejante reactivación; la única diferencia
radica en que [en la histeria] lo que se torna consciente -es decir, lo que es catectizado-
es siempre A, en lugar de B. Por consiguiente, es esta inconmovible simbolización la
que constituye aquella función que excede de la defensa normal.
Es absolutamente imposible admitir que los afectos sexuales penosos superen tan
ampliamente en intensidad a todos los demás afectos displacenteros. Debe existir algún
otro atributo de las ideas sexuales para explicar por qué sólo ellas están expuestas a la
represión.
Cabe agregar aquí aún otra observación. Es evidente que la represión histérica
tiene lugar con ayuda de la simbolización, del desplazamiento a otras neuronas. Podríase
suponer ahora que el enigma radicase exclusivamente en el mecanismo de este
desplazamiento y que la represión misma no estuviera necesitada de explicación alguna.
Sin embargo, cuando lleguemos al análisis de la neurosis obsesiva, por ejemplo, ya
veremos que en ella existe una represión sin simbolización; más aún: que la represión y
la sustitución se encuentran allí separadas en el tiempo. Por consiguiente, el proceso de
la represión sigue siendo la clave del enigma.
Es evidente que aquí nos hallamos ante dos clases de procesos y que se intrican
mutuamente y que el recuerdo de la escena II (con el pastelero) se produjo en un estado
distinto al de la primera. El curso de los hechos podría representarse de la siguiente
manera:
Ahora bien: el análisis nos demuestra que lo perturbador en un trauma sexual es,
sin duda, el desencadenamiento afectivo, y la experiencia nos enseña que los histéricos
son personas de las que sabemos que, en unos casos, se han tornado prematuramente
excitables en su sexualidad, por estimulación mecánica y emocional (masturbación), y
de las que, en otros casos, podemos admitir que poseen una predisposición al
desencadenamiento sexual precoz. El comienzo prematuro del desencadenamiento
sexual y la intensidad prematura del mismo son, a todas luces, equivalentes, de modo
que esta condición queda reducida a un factor cuantitativo.
Nos vimos obligados a admitir que la perturbación del proceso psíquico normal
depende de dos condiciones: 1) de que el desencadenamiento sexual arranque de un
recuerdo, en lugar de una vivencia; 2) de que el desencadenamiento sexual ocurra
prematuramente. En presencia de estas dos condiciones se producirá una perturbación
que excede lo normal, pero que puede hallarse ya preformada en la normalidad.
La más cotidiana experiencia nos enseña que el despliegue afectivo inhibe el
curso normal del pensamiento y que lo hace de distintas maneras. En primer lugar,
pueden ser olvidadas muchas vías de pensamiento que de otro modo habrían sido
tomadas en cuenta, como también ocurre, por otra parte, en los sueños. Así, por ejemplo,
en la agitación causada por una intensa preocupación me ha sucedido que olvidara
recurrir al teléfono, que acababa de ser instalado en mi casa. La vía recientemente
establecida sucumbía aquí en el estado afectivo; la facilitación, es decir, la antigüedad,
ganaba el predominio. Con semejante olvido se pierde la capacidad de selección, la
adecuación y la lógica del proceso, tal como ocurre también en el sueño. En segundo
lugar, también sin que haya olvido alguno pueden adoptarse vías que de otro modo
habrían sido evitadas: en particular, vías que conducen a la descarga, como, por ejemplo,
acciones realizadas bajo la influencia del afecto. En suma, pues, el proceso afectivo se
aproxima al proceso primario no inhibido.
Además, cuanto mayor sea la cantidad que tiende a derivarse, tanto más difícil
será para el yo la labor cogitativa que, según todo parece indicarlo, constituiría en el
desplazamiento experimental de pequeñas cantidades (Qh). La «reflexión» en una
actividad del yo que demanda tiempo y que se torna imposible cuando el nivel afectivo
entraña grandes cantidades (Qh). De ahí que el afecto se caracterice por la precipitación
y por una selección de métodos similar a la que se adopta en el proceso primario.
Existen, sin embargo, también otras ocasiones en las que un recuerdo desencadena
displacer, cosa que es plenamente normal en el caso de los recuerdos recientes. Ante
todo, si un trama (una vivencia de dolor) ocurre por primera vez cuando ya existe un yo
-los primeros de todos los traumas escapan totalmente al yo-, prodúcese un
desencadenamiento de displacer, pero simultáneamente actúa también el yo, creando
catexis colaterales. Si más tarde se repite la catectización de la traza mnemónica,
también se repite el displacer, pero entonces se encuentran ya presentes las facilitaciones
yoicas, y la experiencia demuestra que el segundo desencadenamiento de displacer es de
menor intensidad, hasta que, después de suficientes repeticiones, queda reducida a la
intensidad de una mera señal, tan conveniente para el yo [*]. Así, pues, lo esencial es
que en ocasión del primer desencadenamiento de displacer no falte la inhibición por el
yo, de modo que el proceso no tenga el carácter de una vivencia afectiva primaria
«póstuma». Tal es precisamente lo que ocurre empero, cuando el recuerdo es el primero
en motivar el desencadenamiento de displacer, como es el caso en la proton pseudos
histérica.
D) TERCERA PARTE
5-10-1895
[1]
Tal sería, pues, el mecanismo de la atención psíquica [*]. Me resulta difícil dar
una explicación mecánica (automática) de su origen. Creo, por tanto, que está
biológicamente determinada, es decir, que se ha conservado en el curso de la evolución
psíquica, debido a que toda otra conducta por parte de y ha quedado excluida en virtud
de ser generadora de displacer. El efecto de la atención psíquica es el de catectizar las
mismas neuronas que son las portadoras de la catexis perceptiva. Este estado de atención
tiene un prototipo en la vivencia de satisfacción [parágrafo 11 de la primera parte], que
es tan importante para todo el curso del desarrollo, y en las repeticiones de dicha
experiencia: los estados de anhelo desarrollados hasta convertirse en estados de deseo y
estado de expectación. Ya demostré [primera parte, parágrafo 16-18] que dichos estados
contienen la justificación biológica de todo pensar. La situación psíquica es, en dichos
estados, la siguiente: el anhelo implica un estado de tensión en el yo y, a consecuencia
de éste, es catectizada la representación del objeto amado (la idea desiderativa). La
experiencia biológica nos enseña que esta representación no debe ser catectizada tan
intensamente que pueda ser confundida con una percepción, y que su descarga debe ser
diferida hasta que de ella partan signos de cualidad que demuestren que la
representación es ahora real; es decir, que su catexis es perceptiva. Si surgiera una
percepción que fuese idéntica o similar a la idea desiderativa, se encontraría con sus
neuronas ya precatectizadas por el deseo; es decir, algunas de ellas, o todas, estarán ya
catectizadas, de acuerdo con la medida en que coincidan la representación [idea
desiderativa] y la percepción. La diferencia entre dicha representación y la percepción
recién llegada da dirigen, entonces, al proceso cogitativo [del pensamiento], que tocará a
su fin cuando se haya encontrado una vía por la cual las catexis perceptivas sobrantes
[discrepantes] puedan ser convertidas en catexis ideativas: en tal caso se habrá alcanzado
la identidad [*].
(Ya de esta primera parte de nuestra descripción se desprende una regla de suma
importancia: la catexis perceptiva, cuando ocurre por primera vez, tiene escasa
intensidad y posee sólo reducida cantidad (Q), mientras que la segunda vez, existiendo
ya una precatexis de y, la cantidad afectada es mayor. Ahora bien: la atención no
implica, en principio, ninguna alteración intrínseca en el juicio acerca de los atributos
cuantitativos del objeto, de modo que la cantidad externa (Q) de los objetos no puede
expresarse en y por cantidad psíquica (Qh). La cantidad psíquica (Qh) significa algo
muy distinto, que no está representado en la realidad, y, efectivamente, la cantidad
externa (Q) está expresada en y por algo distinto, a saber, por la complejidad de las
catexis. Pero es por este medio que la cantidad externa (Q) es mantenida apartada de y
[parágrafo 9 de la primera parte]).
Bien quisiéramos tener ahora alguna información cuantitativa sobre este proceso
del pensamiento cognoscitivo. Ya sabemos que en este caso la percepción está
hipercatectizada, en comparación con el proceso asociativo simple, y que el proceso
mismo [del pensamiento] consiste en un desplazamiento de cantidades (Qh) que es
regulado por la asociación con signos de cualidad. En cada punto de detención se
renueva la catexis y, y finalmente tiene lugar una descarga a partir de las neuronas
motrices de la vía del lenguaje. Cabe preguntarse ahora si este proceso significa para el
yo una considerable pérdida de cantidad (Qh), o si el gasto consumido por el
pensamiento es relativamente leve. La respuesta a esta cuestión nos es sugerida por el
hecho de que las inervaciones del lenguaje derivadas en el curso del pensamiento son
evidentemente muy pequeñas. No hablamos realmente [al pensar], como tampoco nos
movemos realmente cuando nos representamos una imagen de movimiento. Pero la
diferencia entre imaginación y movimiento es sólo cuantitativa, como nos lo han
enseñado las experiencias de «lectura del pensamiento». Cuando pensamos con
intensidad realmente podemos llegar a hablar en voz alta. Pero ¿cómo es posible
efectuar descargas tan pequeñas si, como sabemos, las cantidades pequeñas (Qh) no
pueden cursar y las grandes se nivelan en masa a través de las neuronas motrices?
De esta manera nos encontramos inesperadamente ante el más oscuro de todos los
problemas: el origen del yo; es decir, de un complejo de neuronas que mantienen fijada
su catexis, o sea, que constituyen por breves períodos un complejo con nivel constante
[de cantidad] [*]. La consideración genética de este problema será la más promisora.
Originalmente el yo consiste en las neuronas nucleares, que reciben cantidad endógena
(Qh) por las vías de conducción y que la descargan por medio de la alteración interna.
La «vivencia de satisfacción» procura a este núcleo una asociación con una percepción
(la imagen desiderativa) y con una noticia de movimiento (la porción refleja de la acción
específica). La educación y el desarrollo de este yo primitivo tienen lugar en el estado
repetitivo del deseo, o sea, en los estados de expectación. El yo comienza por aprender
que no debe catectizar las imágenes motrices (con la descarga consiguiente), mientras no
se hayan cumplido determinadas condiciones por parte de la percepción. Aprende
además que no debe catectizar la idea desiderativa por encima de cierta medida, pues si
así lo hiciera se engañaría a sí mismo de manera alucinatoria. Si respeta, empero, estas
dos restricciones y si dirige su atención hacia las nuevas percepciones, tendrá una
perspectiva de alcanzar la satisfacción perseguida. Es claro entonces que las
restricciones que impiden al yo catectizar la imagen desiderativa y la imagen motriz por
encima de cierta medida son la causa de una acumulación de cantidad (Qh) en el yo y
parecerían obligarlo a transferir su cantidad (Qh), dentro de ciertos límites, a las
neuronas que se encuentren a su alcance.
Todo lo que aquí describo como una adquisición biológica del sistema neuronal
me lo imagino representado por semejante amenaza de displacer, cuyo efecto consistiría
en que no sean catectizadas aquellas neuronas que conducen al desencadenamiento de
displacer. Esto constituye la defensa primaria, lógica consecuencia de la tendencia
básica del sistema neuronal [parágrafo 1 de la primera parte]. El displacer sigue siendo
el único medio de educación. No atino a decidir, por supuesto, cómo podríamos explicar
mecánicamente dicha defensa primaria, esa no-catectización por amenaza de displacer.
Podríase objetar que tal mecanismo, actuando con ayuda de los signos de
cualidad, es superfluo. El yo -se argumentará- podría haber aprendido biológicamente a
catectizar por sí solo la esfera perceptiva en el estado de expectación, en vez de esperar
que los signos de cualidad lo conduzcan a tal catectización. No obstante, podemos
señalar dos puntos en justificación del mecanismo de atención: 1) el sector de los signos
de descarga emanados del sistema W (w) es a todas luces menor y comprende menos
neuronas que el sector de la percepción; es decir, de todo el pallium de y que está
conectado con los órganos sensoriales. Por consiguiente, el yo se ahorra un
extraordinario gasto si mantiene catectizada la descarga en lugar de la percepción. 2)
Los signos de descarga o los signos de cualidad también son originariamente signos de
realidad, destinados a servir precisamente a la distinción entre las catexis de
percepciones reales y las catexis de deseos. Vemos, pues, que no es posible prescindir
del mecanismo de atención. Además, éste siempre consiste en que el yo catectiza
aquellas neuronas en las que ya ha aparecido una catexis.
[2]
Una vez más podríase cuestionar aquí la utilidad de los signos cualitativos
argumentando que lo único que hacen es inducir al yo a enviar una catexis hacia un
punto en el que la catexis surgiría de todos modos durante el decurso asociativo. Pero no
son ellos mismos los que proveen estas cantidades catectizantes (Qh), sino que a lo
sumo aportan a ellas, y siendo esto así, el propio yo podría sin su ayuda hacer que su
catexis corriera a lo largo del curso adoptado por la cantidad (Q).
No cabe duda que esto es muy cierto, pero la consideración de los signos de
cualidad no es, por ello, superflua. En efecto, cabe destacar que la regla biológica de la
atención que acabamos de establecer es una abstracción derivada de la percepción y que
en un principio sólo rige para los signos de realidad. También los signos de descarga por
medio del lenguaje son, en cierto sentido, signos de realidad -aunque sólo signos de la
realidad cogitativa y no de la exterior [*]-; pero en modo alguno ha podido imponerse
para estos signos de realidad cogitativa una regla biológica como la que estamos
considerando, ya que su violación no entrañaría ninguna amenaza constante de
displacer. El displacer producido al pasar por alto el (re)conocimiento no es tan flagrante
como el que se genera al ignorar el mundo exterior, aunque ambos casos son, en el
fondo, uno y el mismo. Así, pues, existe realmente una especie de proceso cogitativo
observador, en el que los signos de cualidad nunca son evocados, o únicamente lo son en
forma esporádica, siendo posibilitado dicho proceso porque el yo sigue automáticamente
con sus catexis el decurso asociativo. Ese proceso cogitativo hasta es, con mucho el más
frecuente de todos, y en modo alguno puede considerárselo anormal es nuestro
pensamiento de tipo común; inconsciente, pero con ocasionales irrupciones a la
consciencia; en suma, es el denominado «pensamiento consciente», con eslabones
intermedios inconscientes que pueden, empero, ser conscienciados [*].
No obstante, el valor de los signos cualitativos para el pensamiento es
incuestionable. En primer lugar, la suscitación de signos de cualidad intensifica las
catexis en el decurso asociativo y asegura la atención automática, que, si bien no
sabemos cómo, está evidentemente vinculada a la emergencia de catexis. Además -lo
que parece ser más importante- la atención dirigida a los signos cualitativos asegura la
imparcialidad del decurso de asociación. En efecto, al yo le resulta muy difícil colocarse
en la situación del puro y simple «investigar» [explorar]. El yo casi siempre tiene catexis
intencionales [*] o desiderativas, cuya presencia durante la actividad exploradora
influye, como veremos más adelante sobre el curso de asociación, produciendo así un
falso conocimiento de las percepciones. Ahora bien: no existe ninguna protección mejor
contra esta falsificación por el pensamiento que la de una cantidad normalmente
desplazable (Qh) que sea dirigida por el yo hacia una región incapaz de manifestar (es
decir, de provocar) ninguna desviación semejante del decurso asociativo. Sólo existe un
expediente de esta clase: la orientación de la atención hacia los signos de cualidad, pues
éstos no equivalen a ideas intencionales, sino que, por el contrario, su catectización
acentúa todavía más el decurso asociativo, al contribuir con nuevos aportes de la
cantidad catectizante.
Para cada barrera hay un valor umbral por debajo del cual ninguna cantidad (Q)
puede pasar, ni mucho menos una fracción de la misma. Dichas cantidades demasiado
pequeñas [subliminales] (Q) se distribuirán por otras dos vías cuyas facilitaciones
alcancen a superar. Pero si la cantidad (Q) aumenta, también la primera vía podrá entrar
en función, facilitando el pasaje de las fracciones que le correspondan; además, las
catexis que excedan de la barrera ahora superable también podrán llegar a hacerse sentir.
Aún existe otro factor susceptible de adquirir importancia. Cabe admitir que no todas las
vías de una neurona sean receptivas para una cantidad (Q) [en un momento dado. (Nota
del T.)], y esta diferencia puede considerarse como la anchura de vía. La anchura de vía
es en sí misma independiente de la resistencia, pues esta última puede ser alterada por la
cantidad en decurso (Abq) [*], mientras que la anchura de vía permanece constante.
Supongamos ahora que al aumentar la cantidad (Q) se abra una vía que pueda hacer
sentir su anchura, caso en el cual advertiremos la posibilidad de que el decurso de la
cantidad (Q) sea fundamentalmente alterado por un aumento en la magnitud de la
cantidad (Q) fluente. La experiencia cotidiana parece corroborar expresamente esta
conclusión.
Bajo «catexis intencional» cabe entender aquí, no una catexis uniforme, como la
que afecta todo un sector en el caso de la atención, sino una catexis en cierto modo
«enfatizante», que sobresale por encima del nivel yoico. Probablemente sea preciso
admitir que en este tipo de pensamiento con catexis intencionales simultáneamente fluye
también cantidad [Qh] desde + V, de modo que el decurso [asociativo] desde W puede
ser influido, no sólo por + V, sino también por los puntos sucesivos que recorre. La
única diferencia es, en tal caso, que la vía desde + V … es conocida y está fijada,
mientras que la vía que parte de W … a… es desconocida y aún debe ser descubierta.
Dado que en realidad nuestro yo siempre alimenta catexis intencionales -a menudo hasta
muchas al mismo tiempo-, podemos comprender ahora la dificultad de llevar a cabo un
pensamiento puramente cognoscitivo, así como la posibilidad de alcanzar en el curso del
pensamiento práctico las vías más dispares, en distintos momentos, bajo distintas
circunstancias y por distintas personas.
¿Qué podría ocurrir con los recuerdos susceptibles de generar afecto, para que
concluyan por quedar dominados? No cabe suponer que el «tiempo» debilite su
capacidad de repetir la generación de afecto, dado que normalmente dicho factor
contribuye más bien a intensificar una asociación. Es evidente que a esas repeticiones
debe ocurrirles, en el «tiempo», algo que lleve al sometimiento de los recuerdos, y ese
algo sólo puede consistir en que [los recuerdos] lleguen a ser dominados por alguna
relación con el yo o con las catexis del yo. Si dicho proceso tarda en estos casos más de
lo que tarda normalmente, es preciso encontrarle un motivo particular; en efecto, tal
motivo radica en el origen de esos recuerdos capaces de generar afecto. Siendo trazas de
vivencias de dolor, han estado catectizados (de acuerdo con nuestra hipótesis del dolor)
con excesiva Qj [cantidad perteneciente a las neuronas j] y han adquirido una excesiva
facilitación hacia el desencadenamiento de displacer y de afecto. Por consiguiente,
deberán recibir del yo una «ligadura» especialmente considerable y reiterada, a fin de
poder compensar esa facilitación hacia el displacer.
El hecho de que los recuerdos sigan teniendo carácter alucinatorio durante tan
largo tiempo, también requiere una explicación, que sería de importancia precisamente
para nuestro concepto de la alucinación misma. Es lógico suponer que la capacidad de
un recuerdo para generar alucinaciones, como su capacidad de generar afectos, son
signos de que la catexis del yo todavía no ha adquirido ninguna influencia sobre el
recuerdo y de que en éste predominan los métodos primarios de descarga y el proceso
total o primario.
Parece, empero, que este proceso de sometimiento del recuerdo deja tras de sí
rastros permanentes en el proceso cogitativo. Dado que antes quedaba interrumpido el
curso del pensamiento cada vez que se activaba la memoria, y se suscitaba displacer,
surge ahora una tendencia a inhibir el curso del pensamiento en cuanto al recuerdo
sometido genere su traza de displacer. Esta tendencia es muy conveniente para el
pensamiento práctico, pues un eslabón intermedio que lleve al displacer, de ningún
modo puede hallarse en la vía perseguida hacia la identidad con la catexis desiderativa.
Así surge una defensa cogitativa primaria, que en el pensamiento práctico toma el
desencadenamiento de displacer como señal de que una vía determinada habrá de ser
abandonada, es decir, de que la catexis de la atención deberá dirigirse en otro sentido
[*]. Aquí, una vez más, es el displacer el que dirige la corriente de cantidad (Qh), tal
como lo hizo de acuerdo con la primera regla biológica. Se podría preguntar por qué esta
defensa cogitativa no se dirigió contra el recuerdo cuando aún era capaz de generar
afecto. Cabe presumir, sin embargo, que en esa oportunidad se le opuso la segunda regla
biológica, la regla que postula la atención frente a todo signo de realidad y la memoria
aún indómita era perfectamente susceptible de imponer la producción de signos reales de
cualidad. Como vemos, ambas reglas se concilian perfectamente en un mismo propósito
práctico.
[4]
Cabe preguntarse todavía cómo es posible que ocurra el error en el curso del
pensamiento. ¿Qué es el error?
Tendremos que examinar aún más detenidamente el proceso del pensamiento. El
pensamiento práctico, del que procede todo pensamiento, sigue siendo también la meta
final de todo proceso cogitativo. Todas las demás formas son derivados de aquél. Es una
evidente ventaja si la conversión cogitativa que tiene lugar en el pensamiento práctico ha
podido ser cumplida de antemano y no necesita ser realizada una vez surgido el estado
de expectación, pues: 1) se gana un tiempo que podrá ser dedicado a la elaboración de la
acción específica; 2) el estado de expectación está lejos de ser particularmente favorable
al decurso cogitativo. El valor de la prontitud durante el breve intervalo que media entre
la percepción y la acción se evidencia considerando la celeridad con que cambian las
percepciones. Si el proceso del pensamiento ha persistido demasiado, su resultado se
habrá invalidado en el ínterin. Por tal razón, premeditamos.
1896
Hace ya mucho tiempo que vengo sospechando de la exactitud de esta teoría, pero
me ha sido necesario esperar hasta encontrar en la práctica cotidiana del médico hechos
en que apoyarme. Ahora mis objeciones son ya de dos órdenes: argumentos de hecho y
otros productos de la especulación.
Comenzaré por los primeros, ordenándolos según la importancia que les concedo.
II
Por último, las causas específicas son tan indispensables como las condiciones
pero no aparecen más que en la etiología de la afección, de la cual son específicas.
Pues bien; en la patogenia de las grandes neurosis, la herencia representa el papel
de una condición, poderosa en todos los casos, y hasta indispensable en la mayor parte
de los mismos. No podría ciertamente prescindir de la colaboración de las causas
específicas, pero su importancia queda demostrada por el hecho de que las mismas
causas, actuando sobre un individuo sano, no producirían ningún efecto patológico
manifiesto, mientras que su acción sobre una persona predispuesta hará surgir la
neurosis, cuya intensidad y extensión dependerán del grado de tal condición hereditaria.
Ahora bien: jamás se consigue comprobar una relación constante y estricta entre
una de estas causas vulgares y una determinada afección nerviosa. Así, la emoción
moral se encuentra tanto en la etiología de la histeria, las obsesiones y la neurastenia
como en la de la epilepsia, la enfermedad de Parkinson, la diabetes y otras muchas.
Las causas concurrentes vulgares pueden también reemplazar a la etiología
específica en cuanto a la cantidad, pero jamás sustituirla completamente. Hay muchos
casos en los que todas las influencias etiológicas están representadas por la condición
hereditaria y la causa específica, faltando las causas vulgares. En los otros casos, los
factores etiológicos indispensables no bastan por su cantidad para provocar la neurosis,
resultando así que durante mucho tiempo puede ser mantenido un estado de salud
aparente, que no es en realidad sino un estado de predisposición neurótica. Basta
entonces que una causa vulgar añada su acción para que la neurosis se haga manifiesta.
Pero en tales condiciones es preciso tener en cuenta que la naturaleza del agente vulgar
sobrevenido es indiferente. Cualquiera que sea dicho agente -emoción, traumatismo,
enfermedad infecciosa, etc.-, el efecto patológico será el mismo, pues la naturaleza de la
neurosis dependerá siempre de la causa específica preexistente.
¿Cuáles son, pues, estas causas específicas de la neurosis? Es acaso una sola o son
varias? ¿Puede quizá comprobarse una relación etiológica constante entre tal causa y tal
efecto neurótico, de modo que a cada una de las grandes neurosis podamos adscribir una
etiología particular?
Apoyado en un examen laborioso de los hechos, he de afirmar que esta última
suposición corresponde exactamente a la realidad; que cada una de las grandes neurosis
enumeradas tiene por causa inmediata una perturbación particular de la economía
nerviosa, y que estas modificaciones patológicas funcionales reconocen como origen
común la vida sexual del individuo, sea un desorden de la vida sexual actual, sean
sucesos importantes de la vida pretérita.
Estoy seguro de que esta teoría provocará una tempestad de contradicciones por
parte de los médicos contemporáneos. Pero no es éste el lugar de presentar los
documentos y las experiencias que me han impuesto mi convicción ni de explicar el
verdadero sentido de la expresión, un tanto vaga, «desórdenes de la economía nerviosa».
Todo ello será realizado con la mayor amplitud en una obra que preparo sobre la
materia. En el presente estudio me limitaré a enunciar mis resultados.
Estas observaciones, que contienen quizá el germen de una explicación teórica del
mecanismo funcional de la neurosis de angustia, muestran al mismo tiempo que no es
aún posible hoy en día desarrollar una exposición completa y verdaderamente científica
de la materia, siendo previamente necesario abordar el problema fisiológico de la vida
sexual desde un punto de vista nuevo.
Diré, por último, que la patogénesis de la neurastenia y de la neurosis de angustia
puede prescindir de la concurrencia de una disposición hereditaria. Así lo comprueban,
en efecto, mis observaciones cotidianas. Pero si la herencia concurre, ejercerá una
formidable influencia sobre el desarrollo de la neurosis.
Así, pues, la etiología específica de la histeria está constituida por una experiencia
de pasividad sexual anterior a la pubertad.
Añadiremos sin dilación algunos hechos detallados y algunos comentarios al
resultado enunciado para evitar la desconfianza que sabemos han de despertar nuestras
afirmaciones. Hemos podido practicar el psicoanálisis completo de trece casos de
histeria, tres de los cuales eran verdaderas combinaciones de la histeria con la neurosis
obsesiva (y no histeria con obsesiones). En ninguno de ellos faltaba el suceso antes
descrito hallándose representado por un atentado brutal cometido por una persona adulta
o por una seducción menos rápida y menos repulsiva, pero conducente al mismo fin. De
los trece casos, se trataba en siete de relaciones entre sujetos infantiles; esto es, de
relaciones sexuales entre una niña y un niño algo mayor que ella, casi siempre su
hermano, víctima a su vez de una seducción anterior. Estas relaciones habían continuado
algunas veces durante años enteros, hasta la pubertad de los pequeños culpables,
repitiendo siempre el niño con su pareja, sin innovación alguna, las mismas prácticas de
que antes había él sido objeto por parte de una criada o una institutriz, y que a causa de
este origen eran muchas veces de naturaleza repugnante. En algunos casos concurrían
las relaciones infantiles y el atentado o el abuso brutal reiterado.
El suceso sexual precoz deja una huella imperecedera en la historia del caso,
apareciendo representado en ella por una multitud de síntomas y de rasgos particulares
que no admiten otra explicación siendo exigido de un modo perentorio por el
encadenamiento sutil, pero sólido, de la estructura intrínseca de la neurosis. Por último,
cuando no se penetra hasta dicho suceso, falla el efecto terapéutico del análisis, y de este
modo no hay más remedio que aceptarlo o refutarlo todo en conjunto.
¿Pueden comprenderse que una tal experiencia sexual precoz sufrida por un
individuo cuyo sexo apenas se ha diferenciado todavía llegue a constituirse en origen de
una anormalidad psíquica persistente, como la histeria? ¿Y cómo armonizar una tal
hipótesis con nuestras ideas actuales sobre el mecanismo psíquico de esta neurosis? A la
primera de estas interrogaciones podemos dar una respuesta satisfactoria: precisamente
por tratarse de un sujeto infantil no produce en su fecha la excitación efecto alguno, pero
su huella psíquica perdura. Más tarde, cuando con la pubertad queda desarrollada la
reactividad de los órganos sexuales hasta un nivel inconmensurable con relación al
estado infantil, es reanimada esta huella psíquica inconsciente, y a causa de la
transformación debida a la pubertad, despliega el recuerdo una potencia de la que
careció totalmente el suceso mismo. El recuerdo actúa entonces como si fuese un suceso
presente. Trátase, pues, por decirlo así, de una acción póstuma de un trauma sexual.
Por lo que sabemos, este despertar del recuerdo sexual después de la pubertad,
habiendo acaecido el suceso mismo en una época muy anterior a tal período, constituye
la única posibilidad psicológica de que la acción inmediata de un recuerdo sobrepase la
del suceso actual. Pero ha de tenerse en cuenta que se trata de una constelación anormal,
que ataca un lado débil del mecanismo psíquico y produce necesariamente un efecto
psíquico patológico.
A mi juicio, esta relación inversa entre el efecto psíquico del recuerdo y el del
suceso entraña la razón por la cual el recuerdo permanece inconsciente.
Por lo que respecta a la herencia nerviosa, estoy aún muy lejos de saber evaluar
justamente su influencia en la etiología de las psiconeurosis. Concedo que su presencia
es indispensable en los casos graves, y dudo que lo sea en los leves; pero estoy
convencido de que por sí sola no puede producir la psiconeurosis cuando su etiología
específica -la excitación sexual precoz-falta. Llego incluso a opinar que la cuestión de
determinar cuál de las neurosis -la histeria o la neurosis obsesiva- se desarrolla en un
caso dado no depende de la herencia, sino de un carácter especial de dicho suceso sexual
precoz.
XIII
1896
Los resultados obtenidos en estos dos últimos años de trabajo han robustecido mi
inclinación a considerar la defensa como el nódulo del mecanismo psíquico de las
mencionadas neurosis y me han permitido, además, proporcionar a la teoría psicológica
una base clínica. Para mi propia sorpresa he tropezado con algunas soluciones sencillas,
pero precisamente determinadas, de los problemas de las neurosis; soluciones que me
propongo exponer en el presente estudio. No pudiendo integrar en él, por su forzosa
brevedad, las pruebas de mis afirmaciones, espero darles cabida en una próxima
publicación, más amplia.
Es preciso que tales traumas sexuales sobrevengan en la temprana infancia del sujeto (la
época anterior a la pubertad) y su contenido ha de consistir en una excitación real de los
genitales en procesos análogos al coito.
En todos los casos de histeria por mí analizados (entre ellos dos de histeria masculina)
he hallado cumplida esta condición específica de la histeria -la pasividad sexual en
tiempos presexuales-, condición que, a más de disminuir considerablemente la
significación etiológica de la disposición hereditaria, explica la frecuencia infinitamente
mayor de la histeria en el sexo femenino, el cual ofrece durante la infancia mayores
atractivos a la agresión sexual.
Contra este resultado se objetará; seguramente, que los atentados sexuales cometidos en
sujetos infantiles aún impúberes son demasiado frecuentes para poder concederles un
serio valor etiológico. O también que, por tratarse de sujetos cuya sexualidad no está aún
desarrollada, no pueden tener tales sucesos efecto alguno. Por último, se alegará la
posibilidad de ser nosotros mismos los que sugerimos al paciente tales recuerdos durante
el tratamiento y se nos prevendrá contra una aceptación demasiado crédula de las
manifestaciones de estos enfermos, tan dados a fantasear. Y a estas dos últimas
objeciones he de contestar que para poder emitir algún juicio sobre este oscuro sector es
necesario haberse servido alguna vez del único método susceptible de arrojar alguna luz
sobré él; esto es del psicoanálisis, por medio del cual logramos hacer consciente lo
inconsciente. Las dos primeras quedarán contestadas en lo esencial con la observación
de que no son los sucesos mismos los que actúan traumáticamente, sino su recuerdo,
emergente cuando el individuo ha llegado ya a la madurez sexual.
Mis trece casos de histeria eran todos graves y databan ya de muchos años, algunos de
ellos a pesar de un largo tratamiento médico ineficaz. Los traumas infantiles que en ellos
descubrió el análisis eran todos de orden sexual y en ocasiones de un carácter
extraordinariamente repugnante. Entre los culpables de estos abusos de tan graves
consecuencias figuraban en primer lugar, niñeras, nurses y otras personas del servicio, a
las cuales se abandona imprudentemente el cuidado de los niños y luego con lamentable
frecuencia, personas dedicadas a la enseñanza infantil. En siete de los trece casos
indicados se trataba, en cambio, de inocentes agresores infantiles, casi siempre
hermanos, que habían mantenido durante años enteros relaciones sexuales con sus
hermanas, poco menores que ellos. Por lo común, el origen de estas relaciones era uno
mismo: el hermano había sido objeto de un abuso sexual por parte de una persona
perteneciente al sexo femenino, y despertaba así prematuramente, su libido, había
repetido años después, con su hermana, exactamente las mismas prácticas a las que antes
le habían sometido.
«----------------------------------------------------------------------------
La neurosis obsesiva toma una segunda forma cuando lo que alcanza una
representación en la vida psíquica consciente no es el contenido mnémico reprimido,
sino el reproche, reprimido también. El afecto correspondiente al reproche puede
transformarse por medio de un incremento psíquico en cualquier otro afecto
displaciente.
Sucedido esto nada hay ya que se oponga a que el afecto sustitutivo se haga
consciente. De este modo el reproche (de haber realizado en la niñez el acto sexual de
que se trate) se transforma fácilmente en vergüenza (de que otra persona lo sepa), en
miedo hipocondríaco (de las consecuencias físicas de aquel acto), en miedo social (a la
condenación social del delito cometido), en miedo a la tentación (desconfianza
justificada en la propia fuerza moral de resistencia), en miedo religioso, etc. En todos
estos casos, el contenido mnémico del acto motivo del reproche puede también hallarse
representado en la consciencia o quedar completamente desvanecido; circunstancia esta
última que dificulta extraordinariamente el diagnóstico. Muchos casos que después de
una investigación superficial se consideran como de hipocondría vulgar (neurasténica)
pertenecen a este grupo de los afectos obsesivos. Así, la llamada «neurastenia periódica»
o «melancolía periódica» resulta ser con insospechada frecuencia, una neurosis obsesiva
de esta segunda forma; descubrimiento de no escasa importancia terapéutica.
Hay casos en los que se puede observar cómo la obsesión se transfiere desde la
representación o el afecto a la medida preventiva; en otros oscila periódicamente la
obsesión entre el síntoma del retorno y el de la defensa secundaria. Por último, hay
también casos en los que no se forma ninguna representación obsesiva, quedando
inmediatamente representado el recuerdo reprimido por la medida de defensa
aparentemente primaria. En estos casos es alcanzado de un salto el estadio final de la
neurosis, ulterior a la lucha defensiva. Los casos graves de esta afección culminan en la
fijación de los actos ceremoniales y la emergencia de la locura de duda, o en una
existencia extravagante del enfermo, condicionada por las fobias.
DESDE hace mucho tiempo vengo sospechando que también la paranoia -o algún
grupo de casos pertenecientes a la paranoia- es una neurosis de defensa, surgiendo,
como la histeria y las representaciones obsesivas, de la represión de recuerdos penosos,
y siendo determinada la forma de sus síntomas por el contenido de lo reprimido.
Peculiar a la paranoia sería un mecanismo especial de la represión, como lo es la
represión en la histeria por el proceso de la conversión en inervación somática, y en la
neurosis obsesiva la sustitución (el desplazamiento a lo largo de ciertas categorías
asociativas). Varios casos por mí observados se mostraban favorables a esta
observación, pero no había encontrado ninguna que la demostrara totalmente, hasta que
hace unos meses la bondad del doctor Breuer me permitió someter al psicoanálisis, con
un fin terapéutico, el caso de una mujer de treinta y dos años, muy inteligente, cuya
enfermedad había de diagnosticarse de paranoia crónica. Me apresuro a exponer en este
trabajo los datos adquiridos en tal análisis por no tener probabilidades de estudiar la
paranoia sino en casos aislados, y esperar que estas observaciones aisladas muevan a
algún psiquiatra a incorporar la teoría de la «defensa» a la viva discusión actual sobre la
naturaleza y el mecanismo de la paranoia. Por mi parte, con la observación única aquí
expuesta no pretendo sino demostrar que se trata de un caso de psicosis de defensa, e
indicar la posibilidad de que en el grupo de la «paranoia» existan otros de igual
naturaleza.
La sujeto de este caso es una señora de treinta y dos años, casada hace tres, y
madre de un niño de dos. Sus padres no padecieron enfermedad alguna nerviosa; en
cambio, sus dos hermanas son neuróticas. Parece ser que hacia los veinte años padeció
una depresión pasajera, con obnubilación del juicio; pero posteriormente gozó de salud y
capacidad normales, hasta que seis meses después del nacimiento de su hijo se iniciaron
en ella los primeros signos de su enfermedad actual. Comenzó por hacerse reservada y
desconfiada, rehuyendo el trato con las hermanas de su marido, y lamentándose de que
los habitantes de la pequeña población de su residencia habían variado de conducta para
con ella, mostrándose descorteses y negándole toda consideración. Poco a poco fueron
ganando estas quejas en intensidad, aunque no en precisión. Se tenía contra ella algo que
no podía adivinar. Pero no le cabía la menor duda de que todos -parientes y amigos-la
desconsideraban y hacían lo posible por irritarla. Por más que se rompía la cabeza para
averiguar el porqué de aquella mudanza, no lo conseguía. Algún tiempo después empezó
a quejarse de ser observada de continuo por los vecinos, que adivinaban sus
pensamientos y sabían todo lo que en su casa pasaba. Una tarde se le ocurrió de repente
que la espiaban por la noche, mientras se desnudaba y desde entonces este momento
inició al acostarse toda una serie de complicadas medidas preventivas, no desnudándose
sino a oscuras y después de meterse en la cama. Viendo que rehuía todo trato, aparecía
constantemente deprimida y casi no se alimentaba, decidió la familia llevarla a un
balneario durante el verano de 1895; pero el efecto de la cura de aguas fue desastroso,
pues se intensificaron los síntomas ya existentes y aparecieron otros nuevos. Ya en la
primavera anterior, hallándose un día la sujeto sola con su doncella, había
experimentado una singular sensación en el regazo, pensando al sentirla que la
muchacha que la acompañaba tenía en aquel momento un pensamiento indecoroso. Esta
sensación se hizo durante el verano casi continua. «Sentía sus genitales como si sobre
ellos gravitase el peso de una mano.» Después comenzó a ver imágenes que la
espantaban: alucinaciones de desnudos femeninos, especialmente el regazo femenino de
una mujer adulta, y a veces también genitales masculinos. La imagen del regazo
femenino y la sensación de peso sobre sus propios genitales aparecían casi siempre
unidas. Estas alucinaciones le eran especialmente penosas, pues surgían siempre que se
hallaba con otra mujer, y las interpretaba suponiendo que las desnudeces que veía
pertenecían a la persona con quien se hallaba, la cual, a su vez, la veía a ella en igual
forma. Simultáneamente a estas alucinaciones visuales -que después de surgir durante la
estancia en el balneario desaparecieron por espacio de varios meses- comenzó a oír
voces desconocidas, cuya procedencia no podía explicarse. Cuando iba por la calle oía:
«Esa es Fulana. Ahí va. ¿Dónde iría?». Se comentaban todos sus actos y ademanes, y a
veces oía amenazas y reproches. Todos estos síntomas se intensificaban cuando se
hallaba en sociedad o salía a la calle: todo lo cual la hizo encerrarse en su casa. Poco
después comenzó a negarse a comer, alegando repugnancia y náuseas, desmejorándose
así rápidamente.
Todo esto lo supe cuando en el invierno de 1895 me fue confiada la enferma para
su tratamiento. Lo he expuesto al detalle para hacer presente que se trata de una forma
muy frecuente de paranoia crónica; diagnóstico con el cual armonizan otros detalles
sintomáticos, que más adelante expondré. Al principio no pude comprobar la existencia
de delirios, interpretadores de las alucinaciones, bien porque la enferma me los ocultase,
bien porque no hubiesen surgido todavía. La sujeto conservaba intacta su inteligencia,
siéndome únicamente referida, como detalle singular la circunstancia de haber hecho
venir a su casa repetidas veces a su hermano, alegando tener que confiarle algo, pero sin
llegar nunca a la anunciada confidencia. No hablaba nunca de sus alucinaciones, y en la
última época tampoco se refería sino muy raras veces a las persecuciones de que era
objeto.
Con respecto al origen de las alucinaciones visuales descubrí que la imagen del
regazo femenino coincidía casi siempre con la sensación de peso sobre sus propios
genitales; pero que esta última vez era casi constante, y se presentaba muy
frecuentemente sola.
Las primeras imágenes de desnudos femeninos habían surgido en el balneario
pocas horas después de haber visto efectivamente la sujeto a otras bañistas desnudas en
la piscina general. Eran, pues, simples reproducciones de una impresión real, habiendo
de suponerse que si tales impresiones se reproducían era porque la paciente había
enlazado a ellas un intenso interés. Como explicación manifestó la sujeto que había
sentido vergüenza por aquellas mujeres que se mostraban en tal forma, y que desde
entonces se avergonzaba de desnudarse ante cualquier persona. Habiendo de considerar
este pudor como algo obsesivo, deducí, conforme al mecanismo de la defensa, que la
paciente debía de mantener reprimido el recuerdo de un suceso en el que no se había
avergonzado, y la invité a dejar de emerger todas aquellas reminiscencias relacionadas
con el tema del pudor. Rápidamente reprodujo entonces una serie de escenas
cronológicamente descendentes desde los diecisiete a los ocho años, en las que se había
avergonzado de hallarse desnuda ante su madre, su hermano o el médico. Por último,
esta serie de recuerdos culminó con el de haberse desnudado una noche, teniendo seis
años, ante su hermano, sin haber sentido vergüenza ninguna. A mis preguntas confesó
que tal escena se había repetido muchas veces, pues durante varios años habían tenido
ella y su hermano la costumbre de mostrarse mutuamente sus desnudeces al ir a
acostarse. Esta confesión me explicó su repentina idea obsesiva de que la espiaban
mientras se desnudaba para acostarse. Tratábase de un fragmento inmodificado del
antiguo recuerdo reprochable, y la sujeto sentía ahora la vergüenza que antes no había
experimentado.
Todo esto me descubrió que las alucinaciones descritas no eran sino fragmentos
del contenido de los sucesos infantiles reprimidos, o sea, síntomas del retorno de lo
reprimido.
Pasé entonces al análisis de las voces. Tratábase ante todo de aclarar por qué
frases tan inocentes como las de «Ahí va Fulana», «Está buscando casa», etc., podían
causar a la sujeto una impresión tan penosa, hallando luego la razón de que estas frases
indiferentes hubiesen llegado a recibir una intensificación alucinatoria. Desde luego,
aparecía claro que tales «voces» no podían ser recuerdos alucinatoriamente reproducidos
como las imágenes y las sensaciones, sino más bien pensamientos que se habían hecho
audibles.
La primera vez que oyó voces fue en las siguientes circunstancias: había leído con
gran interés la bella narración de O. Ludwig titulada Die Heiterethei, lectura que la había
sugerido infinidad de pensamientos. Inmediatamente había salido a pasear por la
carretera, y al pasar ante la casita de unos labradores había oído unas voces que le
decían: «Así era la casita de la Heiterethei. Mira la fuente y el matorral. ¡Qué feliz era en
su pobreza!» Luego le repitieron las voces pasajes enteros de su reciente lectura, pero
sin que pudiera explicar por qué la casa, el matorral y la fuente de la Heiterethei y los
trozos menos importantes de toda la obra eran lo que precisamente se imponía a su
atención con energía patológica. Sin embargo, no era difícil la solución del enigma. El
análisis mostró que durante la lectura habían surgido en ella otros distintos
pensamientos, siendo también otros pasajes de la obra los que más le habían interesado.
Pero contra todo este material -analogías entre la pareja de la narración y la que ella
formaba con su marido, recuerdos de intimidades de su vida conyugal y de secretos de
familia-; contra todo este material, repito, se había trazado una resistencia represora pues
él mismo se enlazaba por una serie de asociaciones fácilmente evidenciables a su
repugnancia sexual, y así, en último término, al despertar de los antiguos sucesos
infantiles. A consecuencia de esta censura ejercida por la represión recibieron los
preferidos pasajes inocentes e idílicos, enlazados también con los rechazados por el
contraste y la vecindad, la intensificación que les permitió hacerse audibles. La primera
de las circunstancias reprimidas se refería, por ejemplo, a las críticas que la vida solitaria
de la heroína de la narración inspiraba a sus vecinos. No era difícil para la paciente
establecer aquí una analogía entre el personaje novelesco y su propia persona. También
ella vivía en un pueblo sin tratarse casi con nadie y también se creía criticada por sus
vecinos. Esta desconfianza hacia sus vecinos tenía un fundamento real. Al casarse había
ido a vivir con su marido a una casa de varios pisos, instalando su alcoba en un cuarto
colindante al de otros inquilinos. En los primeros días de su matrimonio -sin duda por el
despertar inconsciente del recuerdo de sus relaciones infantiles en las que había jugado
con su hermano a ser marido y mujer- surgió en ella un gran pudor sexual que la hacía
preocuparse constantemente de que los vecinos pudieran oír alguna palabra o algún
ruido a través del tabique, preocupación que acabó transformándose en desconfianza
hacia los vecinos.
En algunos casos percibía también la sujeto amenazas más precisas. Por lo que en
general sé de los paranoicos, me inclino a suponer una paralización paulatina de la
resistencia que debilita los reproches, resultando así que la defensa acaba por fracasar
totalmente y que el reproche primitivo que el paciente quería ahorrarse retorna sin
modificación alguna. De todos modos, no sé si se trata de un proceso constante, ni si la
censura contra los reproches puede faltar desde un principio o perseverar hasta el fin.
Sólo me queda utilizar los datos adquiridos en el análisis de este caso de paranoia
para una comparación entre tal enfermedad y la neurosis obsesiva. Tanto en una como
en otra se nos muestra la represión como el nódulo del mecanismo psíquico, siendo en
ambos casos lo reprimido un suceso sexual infantil. Todas las obsesiones proceden
también en esta paranoia de la represión. Los síntomas de la paranoia son susceptibles
de una clasificación análoga a la que llevamos a cabo con los de la neurosis obsesiva.
Una parte de los síntomas -las ideas delirantes de desconfianza y persecución- procede
de nuevo de la defensa primaria. En la neurosis obsesiva el reproche inicial ha sido
reprimido por la formación del síntoma primario de la defensa, o sea, por la
desconfianza en sí mismo. Con ello queda reconocida la justicia del reproche. En la
paranoia, el reproche es reprimido por un procedimiento al que podemos dar el nombre
de proyección, transfiriéndose la desconfianza sobre otras personas.
Otros síntomas del caso de paranoia descrito deben ser considerados como
síntomas de retorno de lo reprimido, y muestran también, como los de la neurosis
obsesiva, las huellas de la transacción que les ha permitido llegar a la consciencia. Así
sucede con la idea de ser espiada al desnudarse y con las alucinaciones visuales, táctiles
y auditivas. La idea citada entraña un contenido mnémico casi inmodificado que sólo
adolece de imprecisión. El retorno de lo reprimido en imágenes visuales se acerca más
bien al carácter de la histeria que al de la neurosis obsesiva, si bien la histeria
acostumbra repetir sin modificación alguna sus símbolos mnémicos, mientras que la
alucinación mnémica paranoica experimenta una deformación análoga a la que tiene
efecto en la neurosis obsesiva. Así, en lugar de la imagen reprimida surge una análoga
actual (en nuestro caso, el regazo de una mujer adulta en lugar del de una niña). En
cambio, es absolutamente peculiar a la paranoia el retorno de los reproches reprimidos
en forma de alucinación auditiva, para lo cual tienen tales reproches que pasar por una
doble deformación.
1896
Añádase ahora que a este primer desengaño que nos proporciona la práctica del
método de Breuer viene a agregarse en seguida otro, especialmente doloroso para el
médico. Cuando el análisis de un síntoma lo refiere a una escena traumática, carente de
las condiciones antes señaladas, el efecto terapéutico es nulo. Fácilmente se
comprenderá cuán grande se hace entonces para el médico la tentación de renunciar a
proseguir una labor penosa.
Pero quizá una nueva idea pueda sacarnos de este atolladero y aportarnos valiosos
resultados. Héla aquí: sabemos por Breuer que existe la posibilidad de resolver los
síntomas histéricos cuando nos es dado hallar, partiendo de ellos, el camino que conduce
al recuerdo de un suceso traumático. Ahora bien: si el recuerdo descubierto no responde
a nuestras esperanza, deberemos, quizá, continuar avanzando por el mismo camino, pues
quién sabe si detrás de la primera escena traumática no se esconderá el recuerdo de otra
que satisfaga mejor nuestras aspiraciones, y cuya reproducción aporte un mayor efecto
terapéutico, no habiendo sido la primeramente hallada sino un anillo de la concatenación
asociativa. Y es también posible que esta interpolación de escenas innocuas, como
transiciones necesarias, se repita varias veces en la reproducción, hasta que consigamos
llegar, por fin, desde el síntoma histérico a la auténtica escena traumática, satisfactoria
ya por todos conceptos, y tanto desde el punto de vista terapéutico como desde el
analítico. Pues bien: estas hipótesis quedan totalmente confirmadas. Cuando la primera
escena descubierta es insatisfactoria decimos al enfermo que tal suceso no explica nada,
pero que detrás de él tiene que esconderse otro anterior más importante, y siguiendo la
misma técnica le hacemos concentrar su atención sobre la cadena de asociaciones que
enlaza ambos recuerdos: el hallado y el buscado. La continuación del análisis conduce
siempre a la reproducción de nuevas escenas, que muestran ya los caracteres esperados.
Así, tomando de nuevo como ejemplo el caso antes elegido de vómitos histéricos, que el
análisis refirió primero al sobresalto sufrido por el enfermo en un accidente ferroviario,
suceso desprovisto de toda adecuación determinante, y continuando la investigación
analítica, descubriremos que dicho accidente despertó en el sujeto el recuerdo de otro
anterior, del que fue mero espectador, pero en el que la vista de los cadáveres
destrozados de las víctimas le inspiró horror y repugnancia. Resulta aquí como si la
acción conjunta de ambas escenas hiciera posible el cumplimiento de nuestros
postulados, aportando la primera, con el sobresalto, la fuerza traumática, y la segunda,
por su contenido, el efecto determinante. El otro caso antes citado, en el que los vómitos
fueron referidos por el análisis al hecho de haber mordido el sujeto una manzana
podrida, quedará quizá completado por la ulterior labor analítica en el sentido de que la
fruta podrida recordó al enfermo una ocasión en la que se hallaba recogiendo las
manzanas caídas del árbol y tropezó con una carroña pestilente.
No he de volver ya más sobre estos ejemplos, pues he de confesar que no
corresponden a mi experiencia real, sino que han sido inventados por mi, y
probablemente mal inventados, pues yo mismo tengo por imposibles las soluciones de
síntomas histéricos en ellos expuestas. Pero me veo obligado a fingir ejemplos por varias
causas, una de las cuales puedo exponerla inmediatamente.
Los ejemplos verdaderos son todos muchísimo más complicados, y la exposición
detallada de uno solo agotaría todo el espacio disponible. La cadena de asociaciones
posee siempre más de dos elementos, y las escenas traumáticas no forman series
simples, como las perlas de un collar, sino conjuntos ramificados, de estructura arbórea,
pues en cada nuevo suceso actúan como recuerdos dos o más anteriores. En resumen:
comunicar la solución de un único síntoma equivale a exponer un historial clínico
completo.
Así, pues, una vez alcanzada la convergencia de las cadenas mnémicas llegamos
al terreno sexual y a algunos pocos sucesos acaecidos, casi siempre, en un mismo
período de la vida; esto es, en la pubertad. De estos sucesos hemos de extraer la etiología
de la histeria y la comprensión de la génesis de los síntomas histéricos. Mas aquí nos
espera un nuevo y más grave desengaño. Tales sucesos traumáticos aparentemente
últimos, con tanto trabajo descubiertos y extraídos de la totalidad del material mnémico,
son, desde luego, de carácter sexual y acaecieron en la pubertad del sujeto; pero fuera de
estos caracteres comunes, presentan gran disparidad y valores muy diferentes. En
algunos casos se trata, efectivamente, de sucesos que hemos de reconocer como intensos
traumas; una tentativa de violación, que revela, de un golpe, a una muchacha aún
inmadura toda la brutalidad del placer sexual; sorprender involuntariamente actos
sexuales realizados por los padres, que descubren al sujeto algo insospechado y hiere sus
sentimientos filiales y morales, etc. Otras veces se trata, en cambio, de sucesos nimios.
Una de mis pacientes mostraba como base de su neurosis el hecho de que un
muchachito, amigo suyo, le había acariciado una vez tiernamente la mano y había
apretado en otra, una de sus piernas contra las suyas, hallándose sentado junto a ella,
mientras se revelaba en su expresión que estaba haciendo algo prohibido. En otra joven
señora, la audición de una pregunta de doble sentido, que dejaba sospechar una
contestación obscena, había bastado para provocar un primer ataque de angustia e iniciar
con él la enfermedad. Tales resultados no son ciertamente favorables a una comprensión
de la causación de los síntomas histéricos. Si lo que descubrimos como últimos traumas
de la histeria son tanto sucesos graves como insignificantes y tanto sensaciones de
contacto como impresiones visuales o auditivas, no s inclinaremos, quizá, a suponer que
los histéricos son -por disposición hereditaria o por degeneración- seres especiales en los
que el horror a la sexualidad, que en la pubertad desempeña normalmente cierto papel,
aparece intensificado hasta lo patológico y subsiste duramente, o sea, en cierto modo
personas que no pueden satisfacer psíquicamente las exigencias de la sexualidad. Pero
esta interpretación deja inexplicable la histeria masculina, y aunque no pudiésemos
oponerle una objeción tan grave, no habría de ser muy grande la tentación de
satisfacernos con ella, pues de una franca impresión de incomprensividad, oscuridad e
insuficiencia.
Ahora bien: obrando así, se llegaba a la primera infancia; esto es, a una edad
anterior al desarrollo de la vida sexual, circunstancia a la cual parecía enlazarse una
renuncia a la etiología sexual. Pero ¿no hay, acaso, derecho a suponer que tampoco a la
infancia le faltan leves excitaciones sexuales y que quizá el ulterior desarrollo sexual es
influido de un modo decisivo por sucesos infantiles? Aquellos daños que recaen sobre
un órgano aún imperfecto y una función en vías de desarrollo suelen causar efectos más
graves y duraderos que los sobrevenidos en edad más madura. Y quizá aquellas
reacciones anormales a impresiones de orden sexual con las que nos sorprenden los
histéricos en su pubertad tenga, en general, como base tales sucesos sexuales de la
infancia, que habrían de ser, entonces, de naturaleza uniforme e importante. Llegaríamos
así a la posibilidad de explicar como tempranamente adquirido aquello que hasta ahora
achacamos a una predisposición, inexplicable, sin embargo, por la herencia. Y dado que
los sucesos infantiles de contenido sexual sólo por medio de sus huellas mnémicas
pueden manifestar una acción psíquica, tendríamos aquí un complemento de aquel
resultado del análisis, según el cual sólo mediante la cooperación de los recuerdos
pueden surgir síntomas histéricos.
II
Este último detalle me parece decisivo, pues no es aceptable que los enfermos
aseguren tan resueltamente su incredulidad si por un motivo cualquiera hubiesen
inventado ellos mismos aquello a lo que así quieren despojar de todo valor.
La sospecha de que el médico impone al enfermo tales reminiscencias,
sugiriéndole su representación y su relato, es más difícil de rebatir, pero me parece
igualmente insostenible. No he conseguido jamás imponer a un enfermo una escena por
mí esperada, de manera que pareciese revivirla con todas sus sensaciones
correspondientes. Quizá a otros les sea posible.
Aunque sin intención de situar este hecho en primer término, he de añadir que
toda una serie de casos resulta posible también una demostración terapéutica de la
autenticidad de las escenas infantiles. Hay casos en los que se obtiene una curación total
o parcial sin tener que descender a los sucesos infantiles, y otros, en los que no se
consigue resultado alguno terapéutico hasta alcanzar el análisis su fin natural con el
descubrimiento de los traumas más tempranos. A mi juicio, los primeros ofrecen el
peligro de una recaída. Espero, en cambio, que un análisis completo signifique la
curación radical de una histeria. Pero no nos adelantemos a las enseñanzas de la
experiencia.
Comenzaremos nuestra defensa por su parte más fácil. Me parece indudable que
nuestros hijos se hallan más expuestos a ataques sexuales de lo que la escasa previsión
de los padres hace suponer. Al tratar de documentarme sobre este tema se me indicó, por
aquellos colegas a los que acudí en busca de datos, la existencia de varias publicaciones
de pediatría en las que se denunciaban la frecuencia con que las nodrizas y niñeras
hacían objeto de prácticas sexuales a los niños a ellas confiados, y recientemente ha
llegado a mi poder un estudio del doctor Stekel, de Viena, en el que se trata del «coito
infantil» (Wiener Medizinische Blätter, 18 de abril de 1896). No he tenido tiempo de
reunir otros testimonios literarios; pero aunque su número ha sido hasta aquí muy
limitado, sería de esperar que una mayor atención literaria respecto al tema confirmase
muy pronto la gran frecuencia de experiencias y actividades sexuales infantiles.
Por último, los resultados de mis análisis pueden también hablar ya por sí mismos.
En cada uno de los dieciocho casos por mí tratados (histeria pura e histeria combinada
con representaciones obsesivas, seis hombres y doce mujeres) he llegado, sin excepción
alguna, al descubrimiento de tales sucesos sexuales infantiles. Según el origen del
estímulo sexual, pueden dividirse estos casos en tres grupos. En el primer grupo se trata
de atentados cometidos una sola vez o veces aisladas en sujetos infantiles, femeninos en
su mayor parte, por individuos adultos ajenos a ellos, que obraron disimuladamente y sin
violencia, pero sin que pudiera hablarse de un consentimiento por parte del infantil
sujeto, y siendo para éste un intenso sobresalto la primera y principal consecuencia del
suceso. El segundo grupo aparece formado por aquellos casos, mucho más numerosos,
en los que una persona adulta dedicada al cuidado del niño -niñera, institutriz preceptor
o pariente cercano- hubo de iniciarle en el comercio sexual y mantuvo con él, a veces
durante años enteros, verdaderas relaciones amorosas, desarrolladas también en
dirección anímica. Por último, reunimos en el tercer grupo las relaciones infantiles
propiamente dichas, o sea, las relaciones sexuales entre dos niños de sexo distinto, por lo
general hermanos, continuadas muchas veces más allá de la pubertad, y origen de las
más graves y persistentes consecuencias para la pareja amorosa. En la mayor parte de
mis casos se descubrió la acción combinada de dos o más de estas etiologías, resultando
en algunos verdaderamente asombrosa la acumulación de sucesos sexuales de distintos
órdenes. Esta singularidad resulta fácilmente comprensible si se tiene en cuenta que
todos los casos por mí analizados constituían neurosis muy graves, que amenazaban
incapacitar totalmente al sujeto.
Me inclino, por tanto, a creer que sin una previa seducción no es posible para el
niño emprender el camino de la agresión sexual. De este modo, las bases de las neurosis
serían constituidas siempre por personas adultas, durante la infancia del sujeto,
transmitiéndose luego los niños entre sí la disposición a enfermar más tarde de histeria.
Si tenemos en cuenta que las relaciones sexuales infantiles, favorecidas pos la vida en
común, son especialmente frecuentes entre hermanos o primos, y suponemos que doce o
quince años más tarde surgen entre los jóvenes miembros de la familia varios casos de
enfermedad, habremos de reconocer que esta emergencia familiar de la neurosis resulta
muy apropiada para inducirnos a error, haciéndonos ver una disposición hereditaria
donde no existe más que una pseudo-herencia y, en realidad, una infección transmitida
en la infancia.
III
En ocasiones son detalles accesorios de estas escenas sexuales infantiles los que
en años posteriores alcanzan un poder determinante con respecto a los síntomas de la
neurosis. Así, en uno de los casos por mí examinados, la circunstancia de haberse
enseñado al niño a excitar con sus pies los genitales de una persona adulta bastó para
fijar a través de años enteros la atención neurótica del sujeto en sus extremidades
inferiores y su función, provocando finalmente una paraplejía. En otro caso se trataba de
una enferma cuyos ataques de angustia, que solían presentarse a determinadas horas del
día, sólo se calmaban con la presencia de una de sus hermanas, careciendo de tal eficacia
el auxilio de las demás. La razón de esta preferencia hubiera permanecido en el misterio
si el análisis no hubiese descubierto que la persona que en su infancia le había hecho
objeto de atentados sexuales preguntaba siempre si se hallaba en casa dicha hermana,
por la que temía, sin duda, ser sorprendida.
Hemos dejado antes aparte, como tema especial, la relación entre la etiología
reciente y la infantil. Pero no queremos abandonar la cuestión sin transgredir, por lo
menos con una observación nuestro anterior propósito. Ha de reconocerse la existencia
de un hecho que desorienta nuestra comprensión psicológica de los fenómenos histéricos
y parece advertirnos que nos guardemos de aplicar una misma medida a los actos
psíquicos de los histéricos y de los normales. Nos referimos a la desproporción
comprobada en el histérico entre el estímulo psíquicamente excitante y la reacción
psíquica, desproporción que tratamos de explicar con la hipótesis de una excitabilidad
general anormal o, en un sentido fisiológico, suponiendo que los órganos cerebrales
dedicados a la transmisión presentan en el enfermo un especial estado psíquico o se han
sustraído a la influencia coercitiva de otros centros superiores. No quiero negar que
ambas teorías pueden proporcionarnos en algunos casos una explicación exacta de los
fenómenos histéricos. Pero la parte principal del fenómeno, la reacción histérica anormal
y exagerada a los estímulos psíquicos, permite una distinta explicación, en cuyo apoyo
pueden aducirse infinitos ejemplos extraídos del análisis. Esta explicación es como
sigue: La reacción de los histéricos sólo aparentemente es exagerada; tiene que
parecérnoslo porque no conocemos sino una pequeña parte de los motivos a que
obedece.
1898
En algunos breves trabajos publicados durante estos últimos años en las revistas
Neurologisches Zentralblatt, Revue Neurologique y Wiener Klinischer Rundschau, he
tratado de indicar el material y los puntos de vista que ofrecen un apoyo científico a la
teoría de la «etiología sexual de las neurosis». Lo que no he llevado aún a cabo es una
exposición detallada de tal teoría, porque al tratar de explicar el conjunto de datos
efectivamente comprobados se nos plantean de continuo nuevos problemas, cuya
solución exige una labor preparatoria aún no realizada.
Todo esto no es sino la expresión de una mojigatería indigna del médico, mal
encubierta con deleznables argumentos. Si realmente se reconoce a los factores de la
vida sexual la categoría de causas patógenas, su estudio y discusión constituirán para el
médico un deber ineludible. Al obrar así, no se hace reo de un mayor atentado contra el
pudor que al reconocer, por ejemplo, los órganos genitales de una paciente para curar
una afección local. De mujeres ya maduras, residentes en lugares alejados de la capital,
se oye contar aún, alguna vez, que han preferido irse agotando en repetidas hemorragias
genitales, a consentir un reconocimiento médico. La influencia educativa ejercida por
los médicos ha logrado, en el curso de una generación, que entre las mujeres de hoy sean
ya muy raros tales casos de resistencia, y si aún surge alguno, es considerado como una
ridícula gazmoñería. ¿Vivimos acaso en Turquía? -preguntaría el médico-, donde las
mujeres enfermas sólo pueden mostrar al médico el brazo pasándolo a través de un
agujero de la pared?
Sería muy ventajoso que los enfermos se dieran mejor cuenta de la seguridad con
la que el médico puede ya interpretar los trastornos nerviosos que los aquejan y deducir
su etiología sexual. Ello los llevaría a prescindir de toda ocultación desde el momento en
que se decidieron a pedir el auxilio de la Ciencia. A todos interesa que también en las
cuestiones sexuales se llegue a observar entre los hombres, como un deber, una mayor
sinceridad. Con ello ganaría mucho la moral sexual. Actualmente, todos, enfermos y
sanos, nos hacemos reos de hipocresía en este orden de cosas. La general sinceridad
habría de traer consigo una mayor tolerancia a todos conveniente.
Algunos de los problemas debatidos por los neurólogos no han logrado atraer aún
el interés de los médicos. Así, la estricta diferenciación de la histeria y la neurastenia, la
distinción de una histeroneurastenia, la adscripción de las representaciones obsesivas a
la neurastenia o su reconocimiento como una neurosis especial, etc., etc., En realidad,
tales diferenciaciones pueden serles indiferentes en tanto no enlacen a ellas un
conocimiento más profundo de la enfermedad y una norma terapéutica y se limiten a
aconsejar al paciente, en todos los casos, una cura hidroterápica, o a decirle que su
dolencia es puramente imaginaria. No así, en cambio, si aceptan nuestros puntos de vista
sobre las relaciones causales de la sexualidad con la neurosis. Despierta entonces un
nuevo interés hacia la sintomatología de los diversos casos neuróticos, y adquiere gran
importancia práctica saber disociar con exactitud los componentes del complicado
cuadro patológico y dar a cada uno su nombre exacto. Resulta, en efecto, fácil traducir
en etiología la morfología de las neurosis, y de este conocimiento etiológico se derivan
por sí mismas nuevas indicaciones terapéuticas.
Todos los casos de neurosis poseen, pues una etiología sexual; pero tal etiología
se halla constituida por sucesos actuales en las neurastenias, e infantiles en las
psiconeurosis, siendo ésta la primera antítesis importante en la etiología de las neurosis.
Una segunda antítesis se deriva de la diferencia que presenta el cuadro sintomático de la
neurastenia. En esta enfermedad hallamos, por un lado, casos que presentan en primer
término ciertos trastornos característicos de la neurastenia (pesadez de cabeza, fatiga,
dispepsia, estreñimiento, irritación espinal etc.,) existiendo en cambio, otros en los que
el cuadro sintomático aparece formado por síndromes distintos, relacionados todos con
la «angustia» como perturbación central (sobresalto, inquietud, temores, ataque de
angustia rudimentarios y suplementarios, vértigo locomotor, agorafobia, insomnios,
hiperestesia, etc.). Dejando al primero de estos tipos de neurastenia el nombre de tal,
hemos dado al segundo el de «neurosis de angustia»; diferenciación que hubimos de
justificar ya en un trabajo anterior, en el que intentamos también explicar la general
aparición conjunta de ambas neurosis. Para nuestros fines actuales nos bastará hacer
resaltar que a la diferencia sintomática de estas dos formas de neurosis corresponde una
diferente etiología. La neurastenia es imputable siempre a cierto estado del sistema
nervioso, surgido a consecuencia de la masturbación excesiva o de continuadas
poluciones espontáneas. En la génesis de la neurosis de angustia hallamos con
regularidad influjos sexuales que presentan como carácter común la continencia o la
satisfacción incompleta; así, el coito interrumpido, la abstinencia en individuos de libido
muy intensa, las llamadas excitaciones frustradas, etc. En el breve ensayo, en el que
intentamos introducir en la morfología de las neurosis la neurosis de angustia,
formulamos ya el principio de que la angustia es, en general, libido desviada de sus
fines.
Las causas sexuales son también las que antes ofrecen al médico un punto de
apoyo para su acción terapéutica. La herencia es indudablemente un factor importante
cuando realmente existe, pues permite la emergencia de graves defectos patológicos en
casos que sin ella hubieran sido leves. Pero la herencia resulta inaccesible al influjo del
médico. Cada individuo trae consigo al mundo determinadas predisposiciones, contra las
que nada podemos. Sin embargo, tampoco debemos olvidar que precisamente en la
etiología de las neurastenias ha de negarse a la herencia el primer puesto. La neurastenia
(en sus dos formas pertenece a aquellas afecciones que todo individuo exento de taras
hereditarias puede adquirir sin dificultad. Si así no fuera, sería increíble su
extraordinario incremento actual, tan lamentado por todos los tratadistas. Por lo que
respecta a la civilización, a la cual se suele atribuir la causación de la neurastenia, quizá
tengan también razón los autores (aunque en distinto sentido del que afirman); pero el
estado de nuestra civilización es igualmente inmodificable por la acción individual,
siendo además un factor cuya influencia general sobre los miembros de una misma
sociedad no explica nunca la elección de la forma patológica. El médico no neurasténico
se halla bajo la misma influencia, supuestamente nefasta, de la civilización que el
enfermo neurasténico al que ha de tratar. La importancia de las influencias agotadoras
queda subsistente con la restricción antes indicada. En cambio, se abusa
extraordinariamente del surmenage como factor etiológico de la neurosis. Es exacto que
el individuo predispuesto a la neurastenia por sus dañosas prácticas sexuales soporta mal
el trabajo intelectual y los esfuerzos psíquicos de la vida; pero el trabajo y la excitación
por sí solos no conducen a nadie a la neurosis. Por el contrario, el trabajo intelectual es
una excelente protección contra las enfermedades neuróticas. Precisamente los
trabajadores intelectuales más resistentes son respetados por la neurastenia, y el
surmenage, a que los neurasténicos achacan su enfermedad, no merece casi nunca, ni por
su cantidad ni por su calidad, el nombre de «trabajo intelectual». Los médicos habrán de
acostumbrarse a explicar al empleado que dice haberse matado a trabajar en su oficina, o
a la mujer a quien se hace excesivamente pesado el gobierno de su casa, que no han
enfermado por haber intentado realizar sus deberes, fáciles en realidad para un cerebro
civilizado, sino por haber descuidado y estropeado groseramente mientras tanto su vida
sexual.
Sólo la etiología sexual nos facilita además la compresión de todos los detalles de
los historiales clínicos de los neurasténicos, descubriéndonos las causas de sus
enigmáticas mejorías en pleno curso de la enfermedad y de sus agravaciones, no menos
incomprensibles, relacionadas habitualmente por los enfermos y los médicos con la
terapia emprendida. En mi colección, que abarca más de doscientos casos, encuentro el
de un individuo que, después de una cura en el establecimiento de Woerishofen, pasó un
año entero extraordinariamente mejorado. Al cabo de este tiempo recayó y acudió de
nuevo al citado balneario, con la esperanza de nueva mejoría, sin obtener esta vez alivio
alguno. Una ojeada a la crónica familiar de este enfermo nos resolvió el doble enigma.
Seis meses y medio después de su primer retorno de Woerishofen tuvo su mujer un niño.
Resulta, pues, que al separarse de su mujer para emprender la cura se encontraba aquélla
al principio de un embarazo aún ignorado, y a su retorno pudo el sujeto practicar con
ella un comercio sexual normal. Pero cuando después del parto volvió a realizar el coito
interrumpido, surgió de nuevo la neurosis, y la nueva cura no dio resultado alguno, toda
vez que al volver a su casa hubo de continuar la práctica patógena.
Otro caso análogo, en el que también se hizo posible aclarar un inesperado efecto
de la terapia resultó aún más instructivo por presentar una enigmática transformación de
los síntomas de la neurosis. Un joven nervioso había sido enviado por su médico a un
establecimiento hidroterápico excelentemente dirigido en busca de alivio de una
neurastenia típica. El estado del enfermo comenzó en seguida a mejorar visiblemente,
haciendo esperar que nuestro sujeto abandonaría el balneario convertido en partidario
entusiasta de la hidroterapia. Pero en la sexta semana sobrevino un cambio. El enfermo
«no toleraba ya el agua»; se hallaba cada vez más nervioso, y al cabo de dos semanas
más abandonó el establecimiento. Cuando luego acudió a mí, quejándose de tal engaño
de la terapia, hice que me enterase de los síntomas que le habían atacado en medio de la
cura, comprobando en ellos un cambio singular. Al llegar al balneario sufría pesadez de
cabeza dispepsia y cansancio y los síntomas que interrumpieron la cura habían sido
excitación, ataques de opresión, vértigos al andar e insomnios. Pude entonces decirle lo
siguiente: «Es usted injusto con la hidroterapia. Como usted sabe muy bien, su
enfermedad se debe a una continuada masturbación. En el balneario ha cesado usted de
practicar este género de satisfacción sexual, y ha obtenido con ello una rápida mejoría.
Pero cuando ya empezaba a sentirse bien ha cometido usted la imprudencia de entablar,
quizá con una señora del mismo balneario, unas relaciones que sólo podían conducir a
excitaciones sexuales sin satisfacción ulterior. Tales relaciones, y no una repentina
intolerancia de la hidroterapia, le han hecho recaer en su enfermedad. De su actual
estado deduzco además que todavía continúa usted viendo aquí, en la capital, a dicha
señora.» El enfermo confirmó punto por punto mis palabras.
La terapia actual de la neurastenia, tal y como es practicada en los mejores
balnearios, tiende a conseguir el alivio de los estados nerviosos, tonificando y
tranquilizando al paciente. A mi juicio, sólo puede reprochársele el desatender las
condiciones sexuales del caso. Mi experiencia me inclina a desear que los médicos
directores de tales establecimientos se den clara cuenta de que sus enfermos no son
víctimas de la civilización o de la herencia, sino -sit venia verbo- inválidos de la
sexualidad. De este modo se explicarían mejor tanto sus éxitos como sus fracasos, y
tenderán además a alcanzar nuevos resultados positivos, encomendados hoy al azar o a
la conducta espontánea del enfermo. Cuando se saca de su casa a una mujer aquejada de
angustia y neurastenia y se la envía a un balneario, en el cual, libre de todo cuidado, se
la somete a un régimen de baños, ejercicios gimnásticos y alimentación adecuada, se
tenderá a ver en la brillante mejoría, conseguida en algunas semanas o meses un
resultado del reposo gozado por la enferma y de la tonificación obra de la hidroterapia.
Puede ser; pero pensando así se olvida que al alejar a la paciente de su casa se ha
producido también una interrupción del coito conyugal, y que esta exclusión de la causa
patógena es la que hace posible conseguir una mejoría, con el auxilio de una terapia
adecuada. El olvido de este punto de vista etiológico queda luego vengado por la
efímera duración de la mejoría obtenida. Al poco tiempo de reanudar la paciente su vida
habitual vuelven a surgir los síntomas patógenos, obligándola periódicamente a pasar
una temporada en tales establecimientos o a orientar hacia otros medios sus esperanzas
de curación. Resulta, pues, indudable que en los casos de neurastenia la acción
terapéutica debe atacar directamente las circunstancias en que el paciente vive y no
aquellas a las que es transferido en el balneario.
En otros casos nuestra teoría etiológica puede dar al médico de balneario la clave
de los fracasos sufridos por la hidroterapia y proporcionarle el medio de evitarlos. La
masturbación es en las muchachas púberes y en los hombres maduros mucho más
frecuente de lo que se cree, y resulta dañosa, no sólo por dar origen a síntomas
neurasténicos, sino por mantener a los enfermos bajo el peso de un secreto vergonzoso.
El médico no acostumbrado a traducir en masturbación la neurastenia atribuye el estado
patológico a la anemia, a una alimentación insuficiente o al surmenage, y encomienda la
curación del enfermo a una terapia adecuada a tales causas. Mas para su sorpresa,
alternan en el paciente períodos de mejoría con otros de profundo ensombrecimiento e
intensificación de todos los síntomas. El resultado de tal tratamiento es siempre dudoso.
Si el médico supiera que el enfermo lucha todo el tiempo con su hábito sexual, cayendo
en una lúgubre desesperación cuando se ha visto obligado a ceder a él una vez más, y si
poseyera el medio de arrancarle su secreto, disminuiría su gravedad a los ojos del
paciente, y al apoyarle en su lucha contra la costumbre patógena, el éxito terapéutico
quedaría asegurado.
La deshabituación del onanismo es una de las nuevas labores que el
reconocimiento de la etiología sexual plantea al médico, y sólo puede llevarse a cabo,
como todas las demás curas de este género, en un establecimiento médico y bajo la
continua vigilancia del terapeuta. Abandonado a sí mismo, el masturbador recurre a la
cómoda satisfacción habitual siempre que experimenta alguna contrariedad. El
tratamiento médico no puede proponerse aquí otro fin que conducir de nuevo al
neurasténico, tonificando por una adecuada terapia auxiliar, a la actividad sexual normal
pues la necesidad sexual, despertada una vez y satisfecha durante un largo período, no se
deja ya acallar, y sí únicamente derivar por otro camino. Esta observación puede
aplicarse también a las demás curas de abstinencia cuyos resultados positivos seguirán
siendo aparentes y efímeros mientras el médico se limite a quitar al enfermo el medio
narcótico, sin preocuparse de la fuente de la que surge la necesidad imperativa del
mismo. El «hábito» no es sino una mera locución, sin valor aclaratorio alguno. No todos
los individuos que han tenido ocasión de tomar durante algún tiempo morfina, cocaína,
etc., contraen la toxicomanía correspondiente. Una minuciosa investigación nos revela
generalmente que estos narcóticos se hallan destinados a compensar -directa o
indirectamente- la falta de goces sexuales, y en aquellos casos en los que no es ya
posible restablecer una vida sexual normal puede esperarse con seguridad una recaída.
1899
Habrá, pues, de extrañarnos, por contradecir la hipótesis antes formulada, oír que
los recuerdos infantiles más tempranos de algunas personas tienen por contenido
impresiones cotidianas e indiferentes que no pudieron provocar afecto ninguno en el
niño, no obstante lo cual quedaron impresas en su memoria con todo detalle, no
habiendo sido retenidos, en cambio, otros sucesos importantes de la misma época, ni
siquiera aquellos que, según testimonio de los padres, causaron gran impresión al niño.
Cuentan así los Henri de un profesor de Filología, cuyo primer recuerdo, situado entre
los tres y los cuatro años, le presentaba la imagen de una mesa dispuesta para la comida,
y en ella, un plato con hielo. Por aquel mismo tiempo ocurrió la muerte de su abuela,
que, según manifiestan los padres del sujeto, conmovió mucho al niño. Pero el profesor
de Filología no sabe ya nada de esta desgracia, y sólo recuerda de aquella época un plato
con hielo, puesto encima de una mesa.
Otro individuo refiere como primer recuerdo infantil el de haber tronchado una
ramita de un árbol durante un paseo. Cree poder indicar todavía el lugar en que esto
sucedió. Iba con varias personas, y una de ellas le ayudó a cortar la ramita.
Los Henri suponen muy raros tales casos. Por mi parte, he tenido ocasión de
hallarlos con bastante frecuencia, si bien, por lo general, en enfermos neuróticos. Uno de
los informadores de los Henri arriesga una explicación, que nos parece acertadísima, de
estas imágenes mnémicas, incomprensibles por su nimiedad. Supone que en estos casos
la escena de referencia no se ha conservado sino incompletamente en el recuerdo,
pareciendo así indiferente, pero que en los elementos olvidados se hallaría, quizá,
contenido todo aquello que la hizo digna de ser recordada. Mi experiencia está de
completo acuerdo con esta explicación. Únicamente nos parecería más exacto decir que
los elementos no aparentes en el recuerdo han sido «omitidos» en lugar de «olvidados».
En el tratamiento psicoanalítico me ha sido posible descubrir muchas veces los
fragmentos restantes del suceso infantil, demostrándose así que la impresión, de la cual
subsistía tan sólo un trozo en la memoria, confirmaba, una vez completada, la hipótesis
de la conservación mnémica de lo importante. De todos modos, no nos explicamos aún
de la singular selección llevada a cabo por la memoria entre los elementos de un suceso,
pues hemos de preguntarnos todavía por qué es rechazado precisamente lo importante y
conservado, en cambio, lo indiferente. Para alcanzar tal explicación hemos de penetrar
más profundamente en el mecanismo de estos procesos. Se nos impone entonces la idea
de que en la constitución de los recuerdos de este orden particular hay dos fuerzas
psíquicas, una de las cuales se basa en la importancia del suceso para querer recordarlo,
mientras que la otra -una resistencia- se opone a tal propósito. Estas dos fuerzas opuestas
no se destruyen, ni llega tampoco a suceder que uno de los motivos venza al otro -con
pérdidas por su parte o sin ellas-, sino que se origina un efecto de transacción,
análogamente a la producción de una resultante en el paralelogramo de las fuerzas. La
transacción consiste aquí en que la imagen mnémica no es suministrada por el suceso de
referencia -en este punto vence la resistencia-, pero sí, en cambio, por un elemento
psíquico íntimamente enlazado a él por asociación, circunstancia en la que se muestra de
nuevo el poderío del primer principio, que tiende a fijar las impresiones importantes por
medio de la producción de imágenes mnémicas reproducibles. Así, pues, el conflicto se
resuelve constituyéndose en lugar de la imagen mnémica, originalmente justificada, una
distinta, producto de un desplazamiento asociativo. Pero como los elementos
importantes de la impresión son precisamente los que han despertado la resistencia, no
pueden entrar a formar parte del recuerdo sustitutivo, el cual presentará así un aspecto
nimio, resultándonos incomprensible, porque quisiéramos atribuir su conservación en la
memoria a su propio contenido, debiendo atribuirla realmente a la relación de dicho
contenido con otro distinto, rechazado.
Entre los muchos casos posibles de sustitución de un contenido psíquico por otro,
comprobables en diversas constelaciones psicológicas, este que se desarrolla en los
recuerdos infantiles, y que consiste en la sustitución de los elementos importantes de un
suceso por los más insignificantes del mismo, es uno de los más sencillos. Constituye un
desplazamiento por contigüidad asociativa, o, atendiendo a la totalidad del proceso, en
una represión, seguida de una sustitución por algo contiguo (local y temporalmente). Ya
en otro lugar tuvimos ocasión de exponer un caso muy análogo de sustitución;
descubierto en el análisis de una paranoia. Tratábase entonces de una paciente que oía en
sus alucinaciones voces que le recitaban pasajes enteros de la Heiterethei, de O.
Ludwing, elegidos precisamente entre los más diferentes y menos susceptibles de una
relación con sus propias circunstancias. El análisis demostró haber sido otros distintos
pasajes de la misma obra los que habían despertado en la paciente sentimientos muy
penosos. El afecto penoso motivaba la repulsa de tales pasajes, mas por otro lado no era
posible reprimir los motivos que imponían la continuación de estos pensamientos, y de
este modo surgió la transacción, consistente en emerger en la memoria con intensidad y
claridad patológicas los pasajes indiferentes. El proceso aquí descubierto -conflicto,
represión y sustitución transaccional- retorna en todos los síntomas psiconeuróticos,
dándonos la clave de la formación de los mismos. No carece, pues, de importancia su
descubrimiento también en la vida psíquica de los individuos normales. El hecho de
recaer para el hombre normal precisamente sobre los recuerdos infantiles constituye una
prueba más de la íntima relación entre la vida anímica del niño y el material psíquico de
la neurosis; relación tan repetidamente acentuada por nosotros.
Esta última observación me parece análoga a la que antes hizo usted sobre el
diente de león, afirmando que ya no le gustaba esta flor. ¿No sospecha usted la
existencia de una relación entre el color amarillo del vestido de la muchacha y la
exagerada intensidad con que resalta este color en las flores de su recuerdo infantil ?
Si con esta época de lucha por el pan cotidiano coincidió su primer contacto con
las cimas alpinas, tendremos ya un punto de apoyo para situar en ella la reviviscencia del
recuerdo infantil que nos ocupa.
«Exacto. Las excursiones por la montaña fueron entonces el único placer que
podía permitirme. Pero no comprendo bien la relación que usted persigue.»
Va usted a verlo. EI elemento más intenso de su escena infantil es el buen sabor
del pan. ¿No observa usted que esta representación, de la que emana una sensación casi
alucinante, corresponde a la idea, fantaseada por usted, de que si hubiera permanecido
en su lugar natal se hubiese casado con aquella muchacha y hubiera llevado una vida
serena? Esta vida queda simbólicamente representada por el buen sabor del pan, no
amargado por la dura lucha para conseguirlo. EI color amarillo de las flores es también
una alusión a la misma muchacha. Pero además tenemos en la escena infantil elementos
que no pueden referirse sino a la segunda fantasía, o sea, al matrimonio con su prima.
Arrojar las flores para cambiarlas por un pedazo de pan me parece una clara alusión al
proyecto paterno de hacerle renunciar a sus estudios abstractos para sustituirlos por una
actividad más práctica que le permitiera ganarse el pan.
«Resulta así que las dos series de fantasía de cómo hubiera podido lograr una vida
menos trabajosa se habrían fundido en un solo producto, suministrado una el color
«amarillo» y el pan «de mi lugar», y la otra, el acto de arrojar las flores y los
personajes.»
Así es; las dos fantasías han sido proyectadas una sobre otra, formándose con ellas
un recuerdo infantil. Las flores alpinas constituyen un indicio de la época en que fue
fabricado este recuerdo. Puedo asegurarle, que la invención inconsciente de tales
productos no es nada rara.
1898-9 [1900]
(1900)
(1908)
EL hecho de que aun antes de completarse el primer decenio haya sido necesario
editar por segunda vez este libro de tan difícil lectura, no se lo debo al interés de los
círculos profesionales, a quienes me había dirigido con las presentes páginas. Mis
colegas de la psiquiatría no parecen haberse esforzado por superar la extrañeza inicial
que despertó mi nueva concepción del sueño; los filósofos de profesión, por su parte,
acostumbrados a dar cuenta de la vida onírica cual si fuera un apéndice de los estados
conscientes, concediéndole tan sólo unas pocas palabras -casi siempre las mismas que
usan los psiquiatras-, no advirtieron a todas luces, que precisamente este hilo conduce a
muchas cosas que han de provocar un profundo trastrueque de nuestras doctrinas
psicológicas. La actitud de la bibliocrítica científica sólo prometía para esta obra mía la
condena del silencio; la primera edición de este libro tampoco habría sido agotada por el
pequeño grupo de animosos prosélitos que siguen mi guía en la aplicación médica del
psicoanálisis y que interpretan sueños de acuerdo con mi ejemplo, para utilizar estas
interpretaciones en el tratamiento de los neuróticos. En consecuencia, estoy en deuda
con ese vasto círculo de personas ilustradas y ávidas de saber cuyo apoyo es para mí una
invitación a emprender otra vez, al cabo de nueve años, esta tarea difícil y de tan
múltiples aspectos fundamentales.
Me complace poder decir que hallé pocos motivos para introducir modificaciones.
Aquí y allá inserté nuevo material, agregué algunos conocimientos surgidos de mi
experiencia más extensa, intenté revisiones en unos pocos puntos; mas todo lo esencial
sobre el sueño y sobre su interpretación, así como las doctrinas psicológicas derivadas
del mismo, no sufrieron cambio alguno; por lo menos subjetivamente, han resistido la
prueba del tiempo. Quien conozca mis restantes trabajos (sobre la etiología y el
mecanismo de las psiconeurosis) sabrá que jamás hice pasar lo fragmentario por algo
acabado y que siempre me esforcé por modificar mis formulaciones de acuerdo con el
progreso de mis conocimientos; en el terreno de la vida onírica, en cambio, pude
atenerme a mis palabras originales. En los largos años de mi labor con los problemas de
la neurosis, muchas veces llegué a vacilar y en múltiples ocasiones me encontré
confundido, pero siempre recuperé mi seguridad acudiendo a La interpretación de los
sueños. Por consiguiente, mis adversarios científicos dan muestras de instintiva
prudencia al no querer seguirme justamente en el terreno de la investigación onírica.
1911
MIENTRAS entre las dos primeras ediciones de este libro transcurrió un lapso de
nueve años, la necesidad de una tercera edición ya se hizo notar a poco más del primer
año. Bien puedo alegrarme por este cambio; pero tal como antes no acepté el desdén de
mi obra por parte de los lectores como prueba de su escaso valor, tampoco puedo
interpretar el interés ahora manifestado como demostración de su excelencia.
El progreso de los conocimientos científicos tampoco dejó de afectar a La
interpretación de los sueños. Cuando redacté este libro en 1899, aún no había escrito
Una teoría sexual y el análisis de las formas complejas de las psiconeurosis todavía
estaba en sus comienzos. La interpretación onírica había de ser un recurso auxiliar que
permitiera analizar psicológicamente las neurosis; desde entonces la comprensión
profundizada de éstas repercutió a su vez sobre la concepción del sueño. La teoría
misma de la interpretación onírica ha seguido desarrollándose en un sentido que no fue
destacado suficientemente en la primera edición de este libro, pues gracias a la propia
experiencia, como a los trabajos W. Stekel y de otros, pude prestar una consideración
más justa a la amplitud e importancia del simbolismo en el sueño, o más bien en el
pensamiento inconsciente. De tal manera, en el curso de estos años se han acumulado
muchas cosas que exigían ser consideradas. He tratado de tener en cuenta estas
novedades mediante múltiples agregados al texto e inclusión de notas al pie. Si estas
adiciones amenazan romper algunas veces el marco de la exposición, o si en ciertas
partes no fue posible llevar el texto primitivo al nivel de nuestros actuales
conocimientos, ruego se considere benévolamente tales faltas del libro, ya que sólo son
consecuencias e índices del acelerado desarrollo que actualmente sigue nuestra ciencia.
1914
EL año pasado (1913) el doctor A. A. Brill, de Nueva York, concluyó la
traducción inglesa de este libro (The interpretation of dreams, G. Allen & Co., Londres).
En esta ocasión el doctor Otto Rank no sólo se encargó de las correcciones, sino
que también aportó al texto dos contribuciones propias (apéndice del capítulo VI).
1918
1921
LAS dificultades que actualmente aquejan a las empresas editoriales tuvieron por
consecuencia que esta nueva edición se retardara mucho más de lo que habría
correspondido a la demanda y que por vez primera sea publicada como reimpresión fiel
de la precedente. Tan sólo el índice bibliográfico, al final del volumen, ha sido
completado y ampliado por el doctor O. Rank.
Mi presunción de que este libro habría cumplido su misión en casi dos decenios
de existencia, no ha sido, pues, confirmada. Podría decir más bien que tiene una nueva
misión que cumplir. Así como antes se trataba de ofrecer algunas nociones sobre la
esencia del sueño, ahora no es menos importante contrarrestar los tenaces errores de
interpretación a que están expuestas dichas nociones.
1929
EN el lapso que media entre la última, séptima edición de este libro (1922), y la
presente revisión, fueron editadas mis Obras completas por el Internationaler
Psichoanalytischer Verlag, de Viena. En éstas el segundo tomo contiene el texto
restablecido de la primera edición, mientras que todas las adiciones ulteriores están
reunidas en el tercer tomo. En cambio, las traducciones aparecidas mientras tanto se
ajustan a las publicaciones independientes de este libro, cabiendo mencionar la francesa,
de I. Meyerson, publicada en 1926 con el título La Science des Rêves, por la
Bibliothèque de Philosophie Contemporaine; la sueca (Drömtydning), efectuada en 1927
por John Landquist, y la castellana de Luis López Ballesteros y de Torres, que
constituye los tomos VI y VII de las Obras completas. La traducción húngara, cuya
inminente publicación anuncié ya en 1918, aún no ha aparecido.
1931
FREUD.
Viena, 15 de marzo de 1931.
CAPÍTULO I
En los dos estudios que Aristóteles consagra a esta materia pasan ya los sueños a
constituir objeto de la Psicología. No son de naturaleza divina, sino demoníaca, pues la
Naturaleza es demoníaca y no divina; o dicho de otro modo: no corresponden a una
revelación sobrenatural, sino que obedecen a leyes de nuestro espíritu humano, aunque
desde luego éste se relaciona a la divinidad. Los sueños quedan así definidos como la
actividad anímica del durmiente durante el estado de reposo.
Hasta hace poco se han visto impulsados casi todos los autores a tratar
conjuntamente el estado de reposo y de los sueños, así como a agregar al estudio de
estos últimos el de estados y fenómenos análogos, pertenecientes ya a los dominios de la
Psicopatología (alucinaciones, visiones, etc.). «En cambio, en los trabajos más modernos
aparece una tendencia a seleccionar un tema restringido, y no tomar como objeto sino
uno solo de los muchos problemas de la vida onírica; transformación en la que
quisiéramos ver una expresión del convencimiento de que en problemas tan oscuros sólo
por medio de una serie de investigaciones de detalle puede llegarse a un esclarecimiento
y a un acuerdo definitivos. Una de tales investigaciones parciales y de naturaleza
especialmente psicológica es lo que aquí me propongo ofreceros. No habiendo tenido
gran ocasión de ocuparme del problema del estado de reposo -problema esencialmente
fisiológico, aunque en la característica de dicho estado tenga que hallarse contenida la
transformación de las condiciones de funcionamiento del aparato anímico-, quedará
desde luego descartada de mi exposición la literatura existente sobre tal problema.
El filósofo J.G. E. Maas (Sobre las pasiones, 1805) es quien adopta con respecto a
esta cuestión una actitud más inequívoca: «La experiencia confirma nuestra afirmación
de que el contenido más frecuente de nuestros sueños se halla constituido por aquellos
objetos sobre los que recaen nuestras más ardientes pasiones. Esto nos demuestra que
nuestras pasiones tienen que poseer una influencia sobre la génesis de nuestros sueños.
El ambicioso sueña con los laureles alcanzados (quizá tan sólo en su imaginación) o por
alcanzar, y el enamorado con el objeto de sus tiernas esperanzas… Todas las ansias o
repulsas sexuales que dormitan en nuestro corazón pueden motivar, cuando son
estimuladas por una razón cualquiera, la génesis de un sueño compuesto por las
representaciones a ellas asociadas, o la intercalación de dichas representaciones en un
sueño ya formado…» (Comunicado por Winterstein en la Zbl. für Psychoanalyse.)
Que todo el material que compone el contenido del sueño procede, en igual forma,
de lo vivido y es, por tanto, reproducido -recordado- en el sueño, es cosa generalmente
reconocida y aceptada. Sin embargo, sería un error suponer que basta una mera
comparación del sueño con la vida despierta para evidenciar la relación existente entre
ambos. Por lo contrario, sólo después de una penosa y atenta labor logramos descubrirla,
y en toda una serie de casos consigue permanecer oculta durante mucho tiempo. Motivo
de ello es un gran número de peculiaridades que la capacidad de recordar mubra en el
sueño, y que, aunque generalmente observadas, han escapado hasta ahora a todo
esclarecimiento. Creo interesante estudiar detenidamente tales caracteres.
Observamos, ante todo, que en el contenido del sueño aparece un material que
después, en la vida despierta, no reconoce como perteneciente a nuestros conocimientos
o a nuestra experiencia. Recordamos, desde luego, que hemos soñado aquello, pero no
recordamos haberlo vivido jamás. Así, pues, no nos explicamos de qué fuente ha tomado
el sueño sus componentes y nos inclinamos a atribuirle una independiente capacidad
productiva, hasta que con frecuencia, al cabo de largo tiempo, vuelve un nuevo suceso a
atraer a la consciencia el perdido recuerdo de un suceso anterior, y nos descubre con ello
la fuente del sueño. Entonces tenemos que confesarnos que hemos sabido y recordado en
él algo que durante la vida despierta había sido robado a nuestra facultad de recordar.
Otra de las felices casualidades que tanto interés dan a este ejemplo permitió a
Delboeuf referir un nuevo fragmento de su sueño a su correspondiente origen olvidado.
En 1877 cayó un día en sus manos una antigua colección de una revista ilustrada, y al
hojearla tropezó con un dibujo que representaba aquella procesión de lagartijas que
había visto en su sueño del año 1862. El número de la revista era de 1861, y Delboeuf
pudo recordar que en esta fecha se hallaba suscrito a ella.
Esta libre disposición del sueño sobre recuerdos inaccesibles a la vida despierta
constituye un hecho tan singular y de tan gran importancia teórica, que quiero atraer aún
más sobre él la atención de mis lectores, por la comunicación de otros sueños
«hipermnésticos». Maury relata que durante algún tiempo se le venía a las mientes
varias veces al día la palabra Mussidan, de la que no sabía sino que era el nombre de una
ciudad francesa. Pero una noche soñó hallarse dialogando con cierta persona que le dijo
acababa de llegar de Mussidan, y habiéndole preguntado dónde se hallaba tal ciudad,
recibió la respuesta de que Mussidan era una capital de distrito del departamento de la
Dordoña. Al despertar no dio Maury crédito alguno a la información recibida obtenida
en su sueño, pero el Diccionario geográfico le demostró la total exactitud de la misma.
En este caso se comprobó el mayor conocimiento del sueño, pero no fue encontrada la
olvidada fuente de dicho conocimiento.
Jessen relata (pág. 55) un análogo suceso onírico de la época más antigua: «A
estos sueños pertenece, entre otros, el de Escalígero el Viejo (Hennings I, c., pág. 300),
al que, cuando se hallaba terminando un poema dedicado a los hombres célebres de
Verona, se le apareció en sueños un individuo que dijo llamarse Brugnolo y se lamentó
de haber sido olvidado en la composición. Aunque Escalígero no recordaba haber oído
jamás hablar de él, incluyó unos versos en su honor, y tiempo después averiguó en
Verona, por un hijo suyo, que el tal Brugnolo había gozado largos años atrás en dicha
ciudad un cierto renombre como crítico.»
Un paciente soñó, entre otras muchas cosas, que penetraba en un café y pedía un
kontuszowka. Al relatarme su sueño me preguntó qué podía ser aquello, respondiéndole
yo que kontuszowka era el nombre de un aguardiente polaco y que era imposible lo
hubiese inventado en su sueño, pues yo lo conocía por haberlo leído en los carteles en
que profusamente era anunciado. El paciente no quiso, en un principio, dar crédito a mi
explicación, pero algunos días más tarde, después de haber comprobado realmente en un
café la existencia del licor de su sueño, vio el nombre soñado en un anuncio fijado en
una calle por la que hacía varios meses había tenido que pasar por lo menos dos veces al
día.
Una de las fuentes de las que el sueño extrae el material que reproduce, y en parte
aquel que en la actividad despierta del pensamiento no es recordado ni utilizado, es la
vida infantil. Citaré tan sólo algunos de los autores que han observado y acentuado esta
circunstancia.
Hildebrandt (pág. 23): «Ya ha sido manifestado expresamente que el sueño vuelve
a presentar ante el alma, con toda fidelidad y asombroso poder de reproducción,
procesos lejanos y hasta olvidados por el sueño, pertenecientes a las más tempranas
épocas de su vida.»
Strümpell (pág. 40): «La cuestión se hace aún más interesante cuando observamos
cómo el sueño extrae de la profundidad a que la.s sucesivas capas de acontecimientos
posteriores han ido enterrando los recuerdos de juventud, intactas y con toda su frescura
original, las imágenes de localidades, cosas y personas. Y esto no se limita a aquellas
impresiones que adquirieron en su nacimiento una viva consciencia o se han enlazado
con intensos acontecimientos psíquicos y retornan luego en el sueño como verdaderos
recuerdos en los que la consciencia despierta se complace. Por lo contrario, las
profundidades de la memoria onírica encierran en sí preferentemente aquellas imágenes
de personas, objetos y localidades de las épocas más tempranas, que no llegaron a
adquirir sino una escasa consciencia o ningún valor psíquico, o perdieron ambas cosas
hace ya largo tiempo, y se nos muestran, por tanto, así en el sueño como al despertar,
totalmente ajenas a nosotros, hasta que descubrimos su primitivo origen.»
Volkelt (pág. 119): «Muy notable es la predilección con que los sueños acogen los
recuerdos de infancia y juventud, presentándonos así, incansablemente, cosas en las que
ya no pensamos y ha largo tiempo que han perdido para nosotros toda su importancia.»
El dominio del sueño sobre el material infantil, que, como sabemos, cae en su
mayor parte en las lagunas de la capacidad consciente de recordar, da ocasión al
nacimiento de interesantes sueños hipermnésicos, de los que quiero citar nuevamente
algunos ejemplos:
Maury relata (pág. 92) que, siendo niño, fue repetidas veces desde Meaux, su
ciudad natal, a la próxima de Trilport, en la que su padre dirigía la construcción de un
puente. Muchos años después se ve en sueños jugando en las calles de Trilport. Un
hombre, vestido con una especie de uniforme, se le acerca, y Maury le pregunta cómo se
llama. El desconocido contesta que es C…, el guarda del puente. Al despertar, dudando
de la realidad de su recuerdo, interroga Maury a una antigua criada de su casa sobre si
conoció a alguna persona del indicado nombre. «Ya lo creo -responde la criada-; así se
llamaba el guarda del puente que su padre de usted construyó en Trilport.»
Por mi parte, puedo relatar aquí un sueño propio, en el que la impresión que de
recordar se trataba quedó sustituida por una relación. En este sueño vi una persona de la
que durante el mismo sueño sabia que era el médico de mi lugar natal. Su rostro no se
me aparecía claramente, sino mezclado con el de uno de mis profesores de segunda
enseñanza, al que en la actualidad encuentro aún de cuando en cuando. Al despertar me
fue imposible hallar la relación que podía enlazar a ambas personas. Habiendo
preguntado a mi madre por aquel médico de mis años infantiles, averigüe que era tuerto,
y tuerto también el profesor cuya persona se había superpuesto en mi sueño a la del
médico. Treinta y ocho años hacía que no había vuelto a ver a este último, y, que yo
sepa, no he pensado jamás en él en mi vida despierta, aunque una cicatriz que llevo en la
barbilla hubiera podido recordarme su actuación facultativa.
Strümpell (pág. 39): «…casos en los que la disección de un sueño halla elementos
del mismo que proceden, efectivamente, de los sucesos vividos durante el último o el
penúltimo día, pero que poseían tan escasa importancia para el pensamiento despierto,
que cayeron en seguida en el olvido. Estos sucesos suelen ser manifestaciones
casualmente oídas o actos superficialmente observados de otras personas, percepciones
rápidamente olvidadas de cosas o personas, pequeños trozos aislados de una lectura,
etc.»
Havelock Ellis (1889, pág. 727). «The profound emotions of waking life, the
questions and problems on which we spread our chief voluntary mental energy, are not
those which usually present themselves at once to dreamconsciousness. It is so far as the
immediate past is concerned, mostly the trifling, the incidental, the forgotten
impressions of daily life wich reappear in our dreams. The psychic activities that are
awake most intensely are those that sleep most profoundly.»
Binz (pág. 45) toma estas peculiaridades de la memoria en el sueño como ocasión
de mostrar su insatisfacción ante las explicaciones del sueño, a las que él mismo se
adhiere: «El sueño natural nos plantea análogos problemas. ¿Por qué no sonamos
siempre con las impresiones mnémicas del día inmediatamente anterior, sino que sin
ningún motivo visible nos sumimos en un lejanísimo pretérito, ya casi extinguido? ¿Por
qué recibe tan frecuentemente la consciencia en el sueño la impresión de imágenes
mnémicas indiferentes, mientras que las células cerebrales, allí donde las mismas llevan
en sí las más excitables inscripciones de lo vivido, yacen casi siempre mudas e
inmóviles, aunque poco tiempo antes las haya excitado en la vida despierta de un agudo
estímulo?»
Aquello que estos conceptos significan podemos explicarlo por analogía con la
idea popular de que «los sueños vienen del estómago». En efecto, detrás de dichos
conceptos se esconde una teoría que considera a los sueños como consecuencia de una
perturbación del reposo. No hubiéramos soñado si nuestro reposo no hubiese sido
perturbado por una causa cualquiera, y el sueño es la reacción a dicha perturbación.
La discusión de las causas provocadoras de los sueños ocupa en la literatura
onírica un lugar preferente, aunque claro es que este problema no ha podido surgir sino
después de haber llegado el sueño a constituirse en objeto de la investigación biológica.
En efecto, los antiguos que consideraban el sueño como un mensaje divino no
necesitaban buscar para el estímulo ninguno, pues veían su origen en la voluntad de los
poderes divinos o demoníacos, y atribuían su contenido a la intención o el conocimiento
de los mismos. En cambio, para la Ciencia se planteó en seguida la interrogación de si el
estímulo provocador de los sueños era siempre el mismo o podía variar, y paralelamente
la de si la explicación causal del fenómeno onírico corresponde a la Psicología o a la
Fisiología. La mayor parte de los autores parece aceptar que las causas de perturbación
del reposo, esto es las fuentes de los sueños, pueden ser de muy distinta naturaleza, y
que tanto las excitaciones físicas como los sentimientos anímicos son susceptibles de
constituirse en estímulos oníricos. En la referencia dada a una y otras de estas fuente y
en la clasificación de las mismas por orden de su importancia como generatrices de
sueño es en lo que ya difieren más las opiniones.
En esta forma es como llegamos a conciliar el reposo, aunque nunca nos sea dado
conseguir totalmente el propósito antes indicado, pues ni podemos mantener nuestros
órganos sensoriales lejos de todo estímulo ni tampoco suprimir en absoluto su
excitabilidad. El hecho de que cuando un estímulo alcanza una cierta intensidad logra
siempre hacernos despertar demuestra «que también durante el reposo ha permanecido
el alma en continua conexión con el mundo exterior». Así, pues, los estímulos
sensoriales que llegan a nosotros durante el reposo pueden muy bien constituirse en
fuentes de sueños.
De tales estímulos existe toda una amplia serie; desde los inevitables, que el
mismo estado de reposo trae consigo, o a los que tienen ocasionalmente que permitir el
acceso, hasta el casual estímulo despertador, susceptible de poner fin al reposo o
destinado a ello. Una intensa luz puede llegar a nuestros ojos; un ruido a nuestros oídos
o un olor a nuestro olfato. Asimismo podemos llevar a cabo durante el reposo
movimientos involuntarios que, dejando al descubierto una parte de nuestro cuerpo, la
expongan a una sensación de enfriamiento, o adoptar posturas que generen sensaciones
de presión o de contacto. Por último, puede picarnos un insecto o surgir una
circunstancia cualquiera que excite simultáneamente varios de nuestros sentidos. La
atenta observación de los investigadores ha coleccionado toda una serie de sueños en los
que el estímulo comprobado al despertar coincidía con un fragmento del contenido
onírico hasta el punto de hacernos posible reconocer en dicho estímulo la fuente del
sueño.
Tomándola de Jessen (pág. 527), reproduciré aquí una colección de estos sueños
imputables a estímulos sensoriales objetivos más o menos accidentales. Todo ruido
vagamente advertido provoca imágenes oníricas correspondientes; el trueno nos sitúa en
medio de una batalla, el canto de un gallo puede convertirse en un grito de angustia y el
chirriar de una puerta hacernos soñar que han entrado ladrones en nuestra casa. Cuando
nos destapamos soñamos quizá que andamos desnudos o hemos caído al agua. Cuando
nos atravesamos en la cama y sobresalen nuestros pies de los bordes de la misma,
soñamos a lo mejor que nos hallamos al borde de un temeroso precipicio o que caemos
rodando desde una altura. Si en el transcurso de la noche llegamos a colocar
casualmente nuestra cabeza debajo de la almohada, soñaremos que sobre nosotros pende
una enorme roca, amenazando con aplastarnos. La acumulación del semen engendra
sueños voluptuosos; y los dolores locales, la idea de sufrir malos tratamientos, ser objeto
de ataques hostiles o de recibir heridas…
«Meier (Versuch einer Erklärung des Nachtwandels, Halle, 1858, pág. 33) soñó
una vez ser atacado por varias personas que le tendían de espaldas, le introducían por el
pie, por entre el dedo gordo y el siguiente, un palo, y clavaban luego éste en el suelo. Al
despertar sintió, en efecto, que tenía una paja clavada entre dichos dedos. Este mismo
sujeto soñó, según Hennings, 1784 (pág. 258), que le ahorcaban una noche en que la
camisa de dormir le oprimía un poco el cuello. Hoffbauer soñó en su juventud que caía
desde lo alto de un elevado muro, y al despertar observó que, por haberse roto la cama,
había caído él realmente con el colchón al suelo… Gregory relata que una vez que al
acostarse colocó a los pies una botella con agua caliente soñó que subía al Etna y se le
hacía casi insoportable el calor que el suelo despedía. Otro individuo que se acostó
teniendo una cataplasma aplicada a la cabeza soñó ser atacado por los indios y
despojado del cuero cabelludo. Otro que se acostó teniendo puesta una camisa húmeda
creyó ser arrastrado por la impetuosa corriente de un río. Un sujeto en el que durante la
noche se inició un ataque de podagra soñó que la Inquisición le sometía al tormento del
potro (Macnish).»
«En mis años de juventud -escribe este mismo autor- acostumbraba tener en mi
alcoba un reloj despertador cuyo repique me avisase a la hora de levantarme. Pues bien:
más de cien veces sucedió que el agudo sonido del timbre venía a adaptarse de tal
manera al contenido de un sueño largo y coherente en apariencia, que la totalidad del
mismo parecía no ser sino su necesario antecedente y hallar en él su apropiada e
indispensable culminación lógica y su fin natural.»
Con un distinto propósito citaré tres de estos sueños provocados por un estímulo
que pone fin al reposo.
Volkelt (pág. 68): «Un compositor soñó que se hallaba dando clase y que al
acabar una explicación se dirigía a un alumno preguntándole: `¿Me has comprendido?'
El alumno responde a voz en grito: `¡Oh, sí! ¡Orja!' Incomodado por aquella manera de
gritar, le manda que baje la voz. Pero la clase entera grita ya a coro: `¡Orja!' Después:
`¡Eurjo!' Y, por último,`¡Feuerjo! (¡Fuego!)' En este momento despierta por fin el sujeto,
oyendo realmente en la calle el grito de `¡Fuego!'»
Garnier (Traité des facultés de l'âme, 1865) relata que cuando se intentó asesinar a
Napoleón, haciendo estallar una máquina infernal al paso de su carruaje, iba el
emperador durmiendo y la explosión interrumpió un sueño en el que revivía el paso del
Tagliamento y oía el fragor del cañoneo austriaco. Al despertar sobresaltado, lo hizo con
la exclamación: «¡Estamos exterminados!»
Uno de los sueños de Maury ha llegado a hacerse célebre (pág. 161 ). Hallándose
enfermo en cama soñó con la época del terror durante la Revolución francesa, asistió a
escenas terribles y se vio conducido ante el tribunal revolucionario, del que formaban
parte Robespierre, Marat, Fourquier-Tinville y demás tristes héroes de aquel sangriento
período. Después de un largo interrogatorio y de una serie de incidentes que no se
fijaron en su memoria, fue condenado a muerte y conducido al cadalso en medio de una
inmensa multitud. Sube al tablado, el verdugo le ata a la plancha de la guillotina, báscula
ésta, cae la cuchilla y Maury siente cómo su cabeza queda separada del tronco. En este
momento despierta presa de horrible angustia y encuentra que una de las varillas de las
cortinas de la cama ha caído sobre su garganta análogamente a la cuchilla ejecutora.
(Pág. 37): «En una mañana de primavera paseo a través de los verdes campos en
dirección a un pueblo vecino, a cuyos habitantes veo dirigirse, vestidos de fiesta y
formando numerosos grupos, hacia la iglesia, con el libro de misa en la mano. Es, en
efecto, domingo, y la primera misa debe comenzar dentro de pocos minutos. Decido
asistir a ella; pero como hace mucho calor, entro, para reposar, en el cementerio que
rodea la iglesia. Mientras me dedico a leer las diversas inscripciones funerarias oigo al
campanero subir a la torre y veo en lo alto de la misma la campanita pueblerina que
habrá de anunciar dentro de poco el comienzo del servicio divino. Durante algunos
instantes la campana permanece inmóvil, pero luego comienza a agitarse y de repente
sus sones llegan a hacerse tan agudos y claros que ponen fin a mi sueño. Al despertar
oigo a mi lado el timbre del despertador.»
Otra comunicación: «Es un claro día de invierno y las calles se hallan cubiertas
por una espesa capa de nieve. Tengo que tomar parte en una excursión en trineo, pero
me veo obligado a esperar largo tiempo antes que se me anuncie que el trineo ha llegado
a mi puerta. Antes de subir a él hago mis preparativos, poniéndome el gabán de pieles e
instalando en el fondo del coche un calentador. Por fin subo al trineo, pero el cochero no
se decide a dar la señal de partida a los caballos. Sin embargo, éstos acaban por
emprender la marcha, y los cascabeles de sus colleras, violentamente sacudidos,
comienzan a sonar, pero con tal intensidad que el cascabeleo rompe inmediatamente la
tela de araña de mi sueño. También esta vez se trataba simplemente del agudo timbre de
mi despertador.»
El problema que plantea este error en que con respecto a la verdadera naturaleza
del estímulo sensorial objetivo incurre el alma en el sueño ha sido resuelto por Strümpell
-y casi idénticamente por Wundt- en el sentido de que el alma se encuentra con respecto
a tales estímulos, surgidos durante el estado de reposo, en condiciones idénticas a las
que presiden la formación de ilusiones. Para que una impresión sensorial quede
reconocida o exactamente interpretada por nosotros, esto es, incluida en el grupo de
recuerdos al que, según toda nuestra experiencia anterior, pertenece, es necesario que sea
suficientemente fuerte, precisa y duradera y que, por nuestra parte, dispongamos de
tiempo para realizar la necesaria reflexión. No cumpliéndose estas condiciones, nos
resulta imposible llegar al conocimiento del objeto del que la impresión procede, y lo
que sobre esta última construimos no pasa de ser una ilusión. «Cuando alguien va de
paseo por el campo y distingue imprecisamente un objeto lejano, puede suceder que al
principio lo suponga un caballo.» Visto luego el objeto desde más cerca, le parecerá ser
una vaca echada sobre la tierra, y, por último, esta representación se convertirá en otra
distinta y ya definitiva, consistente en la de un grupo de hombres sentados. De igual
naturaleza indeterminada son las impresiones que el alma recibe durante el estado de
reposo por la actuación de estímulos externos, y fundada en ellas, construirá ilusiones,
valiéndose de la circunstancia de que cada impresión hace surgir en mayor o menor
cantidad imágenes mnémicas, las cuales dan a la misma su valor psíquico. De cuál de
los muchos círculos mnémicos posibles son extraídas las imágenes correspondientes y
cuáles de las posibles relaciones asociativas entran aquí en juego, son cuestiones que
permanece aun después de Strümpell, indeterminables y como abandonadas al arbitrio
de la vida anímica.
Nos hallamos aquí ante un dilema. Podemos admitir que no es factible perseguir
más allá la normatividad de la formación onírica y renunciar por tanto a preguntar si la
interpretación de la ilusión provocada por la impresión sensorial no se encuentra
sometida a otras condiciones. Pero también podemos establecer la hipótesis de que la
excitación sensorial objetiva surgida durante el reposo no desempeña, como fuente
onírica, más que un modestísimo papel y que la selección de las imágenes mnémicas que
se trata de despertar queda determinada por otros factores. En realidad, si examinamos
los sueños experimentalmente generados de Maury, sueños que con esta intención he
comunicado tan al detalle, nos inclinamos a concluir que el experimento realizado no
nos descubre propiamente sino el origen de uno solo de los elementos oníricos, mientras
que el contenido restante del sueño se nos muestra más bien demasiado independiente y
demasiado determinado en sus detalles para poder ser esclarecido por la única
explicación de su obligado ajuste al elemento experimentalmente introducido.
«El alma llega en el estado de reposo a una consciencia sensitiva mucho más
amplia y profunda de su encarnación que en la vida despierta, y se ve obligada a recibir
y a dejar actuar sobre ella determinadas impresiones excitantes, procedentes de partes y
alteraciones de su cuerpo de las que nada sabía en la vida despierta.»
Ya Aristóteles creía en la posibilidad de hallar en los sueños la indicación del
comienzo de una enfermedad de la que en el estado de vigilia no experimentábamos aún
el menor indicio (merced a la ampliación que el sueño deja experimentar a las
impresiones), y autores médicos de cuyas opiniones se hallaba muy lejos el conceder a
los sueños un valor profético, han aceptado esta significación de los mismos como
anunciadores de la enfermedad (cf. M. Simon, pág. 31, y otros muchos autores más
antiguos).
Strümpell es el autor que con mayor amplitud trata del olvido de los
sueños,fenómeno de indudable complejidad, pues no lo refiere a una sola causa, sino a
toda una serie de ellas.
En la motivación de este olvido intervienen, ante todo, aquellos factores que
provocan un idéntico afecto en la vida despierta. En ella solemos olvidar rápidamente un
gran número de sensaciones y percepciones a causa de la debilidad de las mismas o por
no alcanzar sino una mínima intensidad la excitación anímica a ellas enlazada.
Análogamente sucede con respecto a muchas imágenes oníricas; olvidamos las débiles
y, en cambio, recordamos otras más enérgicas próximas a ellas. De todos modos, el
factor intensidad no es seguramente el decisivo para la conservación de las imágenes
oníricas. Strümpell y otros autores (Calkins) reconocen que a veces olvidamos
rápidamente imágenes oníricas de las que recordamos fueron muy precisas, mientras que
entre las que conservamos en nuestra memoria se encuentran otras muchas harto vagas y
desdibujadas. Por otra parte, solemos también olvidar con facilidad, en la vida despierta,
aquello que sólo una vez tenemos ocasión de advertir, y retenemos mejor lo que nos es
dado percibir repetidamente, circunstancia que habrá de contribuir asimismo al olvido de
las imágenes oníricas, las cuales no surgen, por lo general, sino una sola vez.
Mayor importancia que las señaladas posee aún una tercera causa del olvido que
nos ocupa. Para que las sensaciones, representaciones, ideas, etc., alcancen una cierta
magnitud mnémica es necesario que, lejos de permanecer aisladas, entren en conexiones
y asociaciones de naturaleza adecuada. Si colocamos en un orden arbitrario las palabras
de un verso, nos será muy difícil retenerlo así en nuestra memoria. «Bien ordenadas y en
sucesión lógica, se ayudan unas palabras a otras, y la totalidad plena de sentido es
fácilmente recordada durante largo tiempo. Lo desprovisto de sentido nos es tan difícil
de retener como lo confuso o desordenado.» Ahora bien: los sueños carecen, en su
mayoría, de orden y comprensibilidad. No nos ofrecen el menor auxilio mnémico, y la
rápida dispersión de sus elementos contribuye a su inmediato olvido. Con estas
deducciones no concuerda, sin embargo, la observación de Radestock (pág. 168) de que
precisamente los sueños más extraños son los que mejor retenemos.
Por último, hemos de atribuir el olvido de los sueños al escaso interés que en
general les concede el sujeto. Así, aquellas personas que a título de investigadores
dedican por algún tiempo su atención al fenómeno onírico sueñan durante dicho período
más que antes: esto es, recuerdan con mayor facilidad y frecuencia sus sueños.
En esta causa del olvido se hallan contenidas las dos que Bonatelli añade a las
citadas por Strümpell, o sea, que la transformación experimentada por la sensación
vegetativa general al pasar el sujeto del estado de reposo al de vigilia, e inversamente, es
desfavorable a la reproducción recíproca, y que la distinta ordenación adoptada por el
material de representaciones en el sueño hace a éste intraducible para la consciencia
despierta.
Dados todos estos motivos de olvido resulta singular -como ya lo indica
Strümpell- que en nuestro recuerdo se conserve, a pesar de todo, tanta parte de nuestros
sueños. El continuado empeño de los investigadores en sujetar a reglas nuestro recuerdo
de los mismos, equivale a una confesión de que también en esta materia queda aún algo
enigmático e inexplicable. Con todo acierto se han hecho resaltar recientemente algunas
peculiaridades del recuerdo de los sueños; por ejemplo, la de que un sueño que al
despertar creemos olvidado puede ser recordado en el transcurso del día con ocasión de
una percepción que roce casualmente el contenido onírico olvidado (Radestock, Tissié).
Sin embargo, la posibilidad de conservar un recuerdo exacto y total del sueño sucumbe a
una objeción, que disminuye considerablemente su valor a los ojos de la crítica. Nuestra
memoria, que tanta parte del sueño deja perderse, no falseará también aquello que
conserva?
Las observaciones de V. Egger sobre este punto concreto parecen una traducción
de las anteriores palabras de Jessen no obstante ser seguramente de concepción original:
…l'observation des rêves a ses difficultés spéciales et le seul moyen d'eviter toute erreur
en pareille matière est de confier au papier sans le moinde retard ce que l'on vient
d'eprouver et de remarquer, sinon l'oubli vient vite ou total ou partiel; l'oubli total est
sans gravité: mais l'oubli partiel est perfide; car si l'on se met ensuite à raconter ce que
l'on n'a pas oublié, on est exposé à completer par l'imagination les fragments incohérents
et disjoints fournis par la mémoire…; on devient artiste à son insu, et le récit
périodiquement répété s'impose a la créance de son auteur, qui, de bonne foi, le présente
comme un fait authentique dûment établi selon les bonnes méthodes…
Idénticamente opina Spitta (pág. 338), el cual parece admitir que en la tentativa de
reproducir el sueño es cuando introducimos un orden en los elementos oníricos
laxamente asociados unos con otros, «convirtiendo la yuxtaposición en una sucesión
causal; esto es, agregando el proceso de la conexión lógica, de que el sueño carece. »
Da o que para comprobar la fidelidad de nuestra memoria no poseemos otro
control que el objeto, y éste nos falta por completo en el sueño, fenómeno que constituye
una experiencia personal y para el cual no conocemos fuente distinta de nuestra
memoria, ¿qué valor podremos dar aún a su recuerdo?
Nadie ha acentuado con tanta energía la diferencia esencial entre la vida onírica y
la despierta, ni tampoco ha deducido de esta diferencia conclusiones de tanto alcance
como G. Th. Fechner en algunas observaciones de sus Elementos de Psicofísica (pág.
520, tomo II). Opina este autor que «ni el descenso de la vida anímica consciente por
bajo del umbral principal», ni el apartamiento de la atención de las influencias del
mundo exterior son suficientes para explicar las peculiaridades que la vida onírica
presenta co.n relación a la despierta. Sospecha más bien que la escena de los sueños es
otra que la de la vida de representaciones despierta. «Si la escena de la actividad
psicofísica fuera la misma durante el reposo la vigilancia, el sueño no podría ser, a mi
juicio sino una continuación, mantenida en un bajo grado de intensidad de la vida
despierta, y compartiría además con ella su contenido y su forma. Pero, por lo contrario,
se conduce de muy distinto modo.»
No ha sido aún totalmente esclarecido lo que Fechner significaba con este cambio
de residencia de la actividad anímica, ni tampoco sé de investigador alguno que haya
seguido el camino indicado en las observaciones apuntadas. A mi juicio, sería totalmente
erróneo dar a las mismas una interpretación anatómica en el sentido de la localización
fisiológica del cerebro, o incluso con relación a la estratificación histológica de la
corteza cerebral. En cambio, revelarán un profundo y fructífero sentido si las referimos a
un aparato anímico compuesto de varias instancias, sucesivamente intercaladas.
Otros autores se han contentado con acentuar una cualquiera de las comprensibles
peculiaridades psicológicas del sueño y convertirlas en punto de partida de más amplias
tentativas de explicación.
Se ha hecho observar acertadamente que una de las principales peculiaridades de
la vida onírica surge ya en el estado de adormecimiento anterior al del reposo, y debe
considerarse como el fenómeno inicial de este último. Lo característico del estado de
vigilia es, según Schleiermacher (pág. 351), que la actividad mental procede por
conceptos y no por imágenes. En cambio, el sueño piensa principalmente en imágenes, y
puede observarse que al aproximarnos al estado de reposo, y en la misma medida en que
las actividades voluntarias se muestran cohibidas, surgen representaciones involuntarias,
constituidas en su totalidad por imágenes. La incapacidad para aquella labor de
representación que sentimos como intencionadamente voluntaria y la aparición de
imágenes, enlazada siempre a esta dispersión, son dos caracteres que el sueño presenta
en todo caso y que habremos de reconocer en su análisis psicológico como caracteres
esenciales de la vida onírica. De las imágenes -las alucinaciones hipnagógicas- hemos
averiguado ya que son de contenido idéntico al de las imágenes oníricas.
Burdach ha concretado los caracteres hasta aquí indicados de la vida onírica en las
siguientes observaciones (pág. 476): «Entre las más esenciales características del sueño
debemos contar las siguientes: a) la actividad subjetiva de nuestra alma aparece como
objetiva, dado que la capacidad de percepción acoge los productos de la fantasía como si
de productos sensoriales se tratase…; b) el reposo es una supresión del poder del ser,
razón por la cual hallamos entre las condiciones del mismo una cierta pasividad. Las
imágenes del letargo son condicionadas por el relajamiento del poder del ser.»
Llegamos ahora a la tentativa de explicar la credulidad del alma con respecto a las
alucinaciones oníricas, las cuales sólo pueden surgir después de la supresión de una
cierta actividad del ser. Strümpell expone que el alma continúa conduciéndose aquí
normalmente y conforme a su mecanismo peculiar. Los elementos oníricos no son en
ningún modo meras representaciones, sino verídicas y verdaderas experiencias del alma,
iguales a las que en la vida despierta surgen por mediación de los sentidos (página 34).
Mientras que durante la vigilia piensa y representa el alma en imágenes verbales y por
medio del lenguaje, en el sueño piensa y representa en verdaderas imágenes sensoriales
(pág. 35). Además, hallamos en el sueño una consciencia del espacio, pues,
análogamente a como sucede en la vigilia, quedan las imágenes y sensaciones
proyectadas en un espacio exterior (pág. 36). Habremos, pues, de confesar que el alma
se halla en el sueño, y con respecto a sus imágenes y percepciones, en idéntica situación
que durante la vida despierta (pág. 43). Si a pesar de todo incurre en error, ello obedece
a que en el estado de reposo carece del criterio que establece una diferenciación entre las
percepciones sensoriales procedentes del exterior y las procedentes del interior.
No puede someter a sus imágenes a aquellas pruebas susceptibles de demostrar su
realidad objetiva y además desprecia la diferencia entre las imágenes intercambiables a
voluntad y aquellas otras en las que no existe tal arbitrio. Yerra porque no puede aplicar
al contenido de su sueño la ley de la causalidad (pág. 58). En concreto, su apartamiento
del mundo exterior es también la causa de la fe que presta al mundo onírico subjetivo.
Tras de desarrollos psicológicos, en parte diferentes, llega Delboeuf a idénticas
conclusiones. Damos a los sueños crédito de realidad porque en el estado de reposo
carecemos de otras impresiones a las que compararlos, y nos hallamos desligados del
mundo exterior. Mas si creemos en la verdad de nuestras alucinaciones, no es porque
nos falte durante el reposo la posibilidad de contrastarlas. El sueño puede mentirnos toda
clase de pruebas, haciéndonos, por ejemplo, tocar la rosa que en él vemos; mas no por
esto dejamos de estar soñando. Para Delboeuf no existe criterio alguno, fuera del hecho
mismo del despertar -y esto sólo como generalidad práctica-, que nos permita afirmar
que algo es un sueño o una realidad despierta. Al despertar y comprobar que nos
hallamos desnudos en nuestro lecho es, en efecto, cuando declaramos falso todo lo que
desde el instante en que conciliamos el reposo hemos visto (pág. 84). Mientras
dormíamos hemos creído verdaderas las imágenes oníricas a consecuencia del hábito
intelectual, siempre vigilante, de suponer un mundo exterior, al que oponemos nuestro
yo.
«El alma se retira de la periferia y se aísla del mundo exterior, aunque sin quedar
falta de toda conexión con el mismo. Si no oyéramos ni sintiéramos más que durante el
estado de vigilia, y no, en cambio, durante el reposo, nada habría que pudiera
despertarnos. La permanencia de la sensación queda aún más indiscutiblemente
demostrada por el hecho de que no siempre es la energía meramente sensorial de una
impresión, sino su relación psíquica, lo que nos despierta. Una palabra indiferente no
hace despertar al durmiente, y, en cambio sí su nombre, murmurado en voz baja.
Resulta, pues, que el alma distingue las sensaciones durante el reposo. De este modo
podemos ser despertados por la falta de un estímulo sensorial cuando el mismo se refiere
a algo importante para la representación. Las personas que acostumbran dormir con luz
despiertan al extinguirse ésta, y el molinero, al dejar de funcionar su molino; o sea, en
ambos casos, al cesar la actividad sensorial. Esto supone que dicha actividad es
percibida, pero que no ha perturbado al alma, la cual la ha considerado como indiferente
o más bien como tranquilizadora» (págs. 460 y sigs.).
Con inhabitual unanimidad -de las excepciones ya hablaremos en otro lugar- han
preferido los autores aquellos juicios que conducían inmediatamente a una determinada
teoría o explicación de la vida onírica. Creo llegado el momento de sustituir el resumen
que hasta aquí vengo efectuando por una transcripción de las manifestaciones de
diversos autores -filósofos y médicos- sobre los caracteres psicológicos del sueño:
Según Lemoine, la incoherencia de las imágenes oníricas es el único carácter
esencial del sueño.
Maury se adhiere a esta opinión diciendo (pág. 163): …il n'y a pas des rêves
absolument raisonnables et qui ne contiennent quelque incohérence, quelque
anachronisme, quelque absurdité.
Según Hegel (citado por Spitta), el sueño carece de toda coherencia objetiva
comprensible.
Dugas dice: Le réve, c'est l'anarchie psychique affective et mentale, c'est le jeu des
fonctions livrées à ellesmêmes et s'exerçant sans contrôle et sans but: dans le rêve
l'esprit est un automate spirituel.
Fechner dice (pág. 542): «Parece como si la actividad psicológica emigrase del
cerebro de un hombre de sana razón al de un loco.»
Radestock (pág. 145): «En realidad, parece imposible reconocer leyes fijas en esta
loca agitación. Eludiendo la severa política de la voluntad racional, que guía el curso de
las representaciones en la vida despierta y escapando a la atención, logra el sueño
confundirlo todo, en un desatinado juego de calidoscopio.»
Hildebrandt (pág. 45): «¡Qué maravillosas libertades se permite el sujeto de un
sueño; por ejemplo, en sus conclusiones intelectuales! ¡Con qué facilidad subvierte los
más conocidos principios de la experiencia! ¡Qué risibles contradicciones puede soportar
en el orden natural y social, hasta que la misma exagerada tensión del disparate trae
consigo el despertar! Nos parece muy natural que el producto de tres por tres sea veinte;
no nos admira en modo alguno que un perro nos declame una composición poética; que
un muerto se dirija por su propio pie a la tumba o que una roca sobrenade en el agua, y
hacemos con toda seriedad, y penetrados de la importancia de nuestra misión, un viaje al
ducado de Bernburg o al principado de Lichtenstein para inspeccionar la Marina de
guerra de estos países, o nos enrolamos como voluntarios en los ejércitos de Carlos XII,
poco antes de la batalla de Pultava.»
Maury (pág. 50) refleja la relación de las imágenes oníricas con los pensamientos
de la vida despierta en, una comparación muy impresionante para los médicos: La
production de ces images que chez l'homme éveillé fait le plus souvent naître la volonté,
correspond, pour l'intelligence, à ce que sont pour la motilité certains mouvements que
nous offrent la chorée et les affections paralytiques. Por lo demás, se da en el sueño
toute una série de dégradations de la faculté pensante et raisonante (pág. 27).
Scholz (pág. 37) ve una de las actividades anímicas que se manifiestan en el sueño
en la transformación alegorizante de sentido a la que es sometido el material onírico.
Siebeck comprueba también en el sueño la «actividad interpretadora complementaria»
del alma (pág. 11 ), aplicada por ésta a toda percepción. La conducta de nuestra más
elevada función anímica -la consciencia- en el fenómeno onírico resulta especialmente
difícil de fijar. Dado que sólo por ella sabemos algo de nuestros sueños, no podemos
dudar de su permanencia; pero Spitta opina que en el sueño sólo se conserva la
consciencia y no la autoconsciencia. Delboeuf confiesa no alcanzar a comprender esta
diferenciación.
Así, Havelock Ellis ( 1899), sin querer detenerse en el aparente absurdo del sueño,
lo considera como an archaic world of vast emotions and imperfect thougths, cuyo
estudio podría enseñarnos a conocer fases primitivas de la vida psíquica. J. Sully (pág.
362) representa esta misma concepción de los sueños, pero de un modo aún más
comprensivo y profundo. Sus manifestaciones son tanto más interesantes y dignas de
consideración cuanto que se trata de un psicólogo del que sabemos se hallaba
convencido, quizá como ningún otro, del sentido oculto de los sueños. Now our dreams
are a means of conserving these succesive personalities. When asleep we go back to the
old ways of looking at things and of feeling about then, to impulses and activities which
long ago dominated us. Un pensador como Delboeuf afirma -aunque cierto es que sin
presentar prueba alguna contra las aducidas en contrario- que dans le sommeil, hornis la
perception, toutes les facultés on de l'esprit, intelligence, imagination mémoire, volonté,
moralité, restent intactes dans leur essence; seulement elles s'appliquent à des objets
imaginaires et mobiles. Le songeur est un acteur qui joue á volonté les fous et les sages,
les bourreaux et les victimes, les mains et les géants, les démons et les anges (pág. 222).
El marqués D'Hervey, que sostuvo vivas polémicas con Maury, y cuya obra no me he
podido procurar, no obstante haberla buscado con empeño, parece haber sido quien con
mayor energía ha negado la degradación del rendimiento psíquico en el sueño.
Refiriéndose a él, dice Maury (pág. 19): M. le marquis d'Hervey, prête à l'intelligence
durante le sommeil toute sa liberté d'action et d'attention et il ne semble faire consister le
sommeil que dans l'occlusion des sens, dans leur fermenture a un monde extérieur; en
sorte que l'homme qui dort no se distingue guère, selon sa manière de voir, de l'homme
qui laisse vaguer sa pensée en se bouchant les sens; toute la différence qui sépare alors la
pensée ordinaire de celle du dormeur c'est que, chez celui-ci, l'idée prend une forme
visible, objetive et ressemble, à s'y méprendre, á la sensation déterminée par les objets
extérieurs; le souvenir revèt l'apparence du fait présent.
Pero a continuación añade qu'il y a une différence de plus et capitale, à savoir, que
les facultés intellectuelles de l'homme endormi n'ofrent pas l'equilibre qu'elles gardent
chez l'homme eveillé.
En Vaschide, que nos facilita un más completo conocimiento del libro de
D'Hervey, encontramos que este último se pronuncia sobre la aparente incoherencia de
los sueños en la forma siguiente: L'image du réve est la copie de l'idée. Le principal est
l'idée; la vision n'est qu'accesoire. Ceci êtabli, il faut savoir suivre la marches des idées,
il faut savoir analyser le tissu des rêves; l'incohérence devient alors compréhensible, les
conceptions les plus fantastiques deviennent des faist simples et parfaitement logiques
(pág.146). Y (pág. 147): Les rêves les plus bizarres trouvent mème une explication des
plus logiques quand on sait les analyser.
Por motivos que sólo después del conocimiento de mis propias investigaciones
sobre el sueño pueden resultar comprensibles, he separado del tema de la psicología del
sueño el problema parcial de si las disposiciones y sentimientos morales de la vigilia se
extienden -y hasta qué punto- a la vida onírica. La misma contradicción que con
respecto a las restantes funciones anímicas hubimos de hallar con extrañeza en las
exposiciones de los investigadores, vuelve aquí a surgir a nuestros ojos. En efecto, con
la misma seguridad que unos muestran al afirmar que el sueño ignora en absoluto toda
aspiración moral, sostienen los otros que la naturaleza moral del hombre perdura
también en la vida onírica.
Por el contrario, afirma Platón que los hombres mejores son aquellos a los que
sólo en sueños se les ocurre lo que los demás hacen despiertos.
Pfaff, glosando un conocido proverbio, dice: «Cuéntame durante algún tiempo lo
que sueñas, y te diré lo que dentro de ti hay.»
El pequeño escrito de Hildebrandt, del que ya se ha extraído tantas interesantes
citas, y que constituye la más perfecta y rica contribución que a la investigación de los
problemas oníricos me ha sido dado hallar en la literatura científica, da a este tema de la
moralidad de los sueños una importancia esencial. También para Hildebrandt constituye
una regla fija la de que cuanto más pura es la vida del sujeto, más puros serán sus
sueños, y cuanto más impura, más impuros.
La naturaleza moral del hombre perdura, desde luego, en el sueño: «Pero mientras
que ningún error de calculo, ninguna herejía científica ni ningún anacronismo nos hiere,
ni se nos hacen siquiera sospechosos, por palpables, románticos o ridículos que
respectivamente sean, distinguimos siempre lo malo; la justicia, de la injusticia; la
facultad de distinguir lo bueno de la virtud, del vicio. Por mucho que sea lo que de
nuestra personalidad despierta perdamos durante el reposo, el «imperativo categórico»
de Kant se ha constituido de tal manera en nuestro inseparable acompañante, que ni aun
en sueños llega a abandonarnos… Este hecho no puede explicarse sino por la
circunstancia de que lo fundamental de la naturaleza humana, el ser moral, se halla
demasiado firmemente unido al hombre para participar en el juego calidoscópico, al que
la fantasía, la inteligencia, la memoria y demás facultades de igual rango sucumben en el
sueño» (págs. 45 y sigs.)
Mas, por lo visto, nadie sabe a punto fijo en qué medida es bueno o malo, ni
puede tampoco negar haber tenido alguna vez sueños inmorales, pues por encima de su
opuesto juicio sobre la moral onírica coinciden ambos grupos de autores en un esfuerzo
por esclarecer el origen de los sueños inmorales, surgiendo nuevamente opiniones
contradictorias, según se vea dicho origen en las funciones de la vida psíquica o en
influencias somáticamente condicionadas, ejercidas sobre la misma. El poder coactivo
de la evidencia hace, sin embargo, coincidir a muchos defensores de la responsabilidad y
de la irresponsabilidad en el reconocimiento de una fuente psíquica especial para la
inmoralidad de los sueños.
Página 52: «No podemos suponer ningún hecho onírico cuyo primer motivo no
haya cruzado antes en alguna forma a título de deseo, aspiración o sentimiento por el
alma del individuo despierto.» Este primer sentimiento no lo ha inventado el sueño; se
ha limitado a copiarlo y desarrollarlo, elaborando en forma dramática un adarme de
materia histórica que halló previamente en nosotros. Así, pues, el fenómeno onírico no
hace sino poner en escena las palabras del Apóstol: «Aquel que odia a su hermano es un
homicida.» Y mientras que conscientes de nuestra energía moral podemos sonreír, al
despertar, ante el amplio cuadro perverso que nuestro sueño pecador nos ha presentado,
el nódulo originario causal no presenta faceta alguna que nos mueva a risa. Nos
sentimos, por tanto, responsables de nuestros extravíos oníricos; no en su totalidad, pero
sí en cierto tanto por ciento. «Comprendemos, en este indiscutible sentido, la palabra de
Cristo: `Del corazón vienen malos pensamientos', y no podemos casi defendernos de la
convicción de que cada pecado cometido en el sueño trae consigo para nosotros, por lo
menos, un oscuro mínimo de culpa.»
En forma semejante opina J. H. Fichte: «El carácter de nuestros sueños nos revela
mucho más fielmente nuestro estado de ánimo total que el autoanálisis durante la
vigilia.» Observaciones como las de Benini y Volkelt, que a continuación transcribimos,
nos hacen advertir que la emergencia de estos impulsos ajenos a nuestra conciencia
moral, sólo es comparable a la ya conocida disposición del sueño sobre otro material de
representaciones que falta a la vida despierta o desempeña en ella un insignificante
papel. Benini: Certe nostre inclinazioni che ci credevano soffocate e spente da un pezzo,
si ridestano; passioni vecchie e sepolte rivivono; cosa e persona a cui non pensiamo mai,
ci vengono dinazi (pág. 149). Y Volkelt: «También representaciones que se han
introducido casi inadvertidamente en la consciencia despierta y quizá no hubieran sido
sacados nunca por ella del olvido, suelen revelar al sueño su presencia en el alma» (pág.
105). Por último, es éste el lugar de recordar que, según Schleiermacher, ya el acto de
conciliar el reposo se halla acompañado de representaciones (imágenes) involuntarias.
Tampoco Spitta puede guiarse por otra idea cuando señala las fuentes de
excitación que, por ejemplo, en la pubertad actúan sobre el alma, y consuela al sujeto
diciéndole que ha hecho todo lo que en su mano se hallaba cuando ha sido virtuoso en su
vida despierta y se ha esforzado en ahogar siempre los malos pensamientos, no
dejándolos madurar y convertir en actos. Conforme a esta concepción, podríamos
designar las representaciones involuntarias como aquellas que han sido ahogadas
durante el día, y habríamos de ver en emergencia un fenómeno puramente psíquico.
Mas, según otros autores, esta última conclusión es totalmente errónea. Así, para
Jessen, las representaciones involuntarias exteriorizan, por medio de movimientos
internos, y tanto en el sueño como en la vigilia y el delirio febril o de otro género, «el
carácter de una actividad de la voluntad en reposo y de un proceso hasta cierto punto
mecánico de imágenes y representaciones» (pág. 360). Un sueño inmoral no significa,
con respecto a la vida anímica del soñador, sino que el mismo se había percatado alguna
vez del contenido de representaciones correspondiente, pero desde luego no un
sentimiento anímico propio. Determinadas manifestaciones de Maury nos inclinan a
creer que atribuye al estado onírico la facultad de fragmentar en sus componentes la
actividad anímica, en lugar de destruirla, sin sujeción a plan ninguno. Así, de los sueños
en los que traspasamos los limites de la moralidad dice: Ce sont nos penchants qui
parient et qui nous font agir, sans que la conscience nous retienne, bien que parfois alle
nous al evertisse. J'ai mes défauts et mes penchants vicieux à l'état de veille, je tâche de
lutter contre eux, et il m'arrive assez souvent de n`y pas succomber. Mais dansmes
songes, j'y succombe toujours ou, pour mieux dire, j'agis par leur impulsion, sans crainte
et sans remords… Evidemment, les visions qui se déroulent devant ma pensée et qui
constituent le rêve, me sont suggérées par les incitations que je ressens et que ma
volonté absente me cherche pas à refouler (pág. 113).
La creencia en la capacidad del sueño para revelar una disposición inmoral del
sujeto, realmente existente, pero ahogada o escondida, no puede hallar expresión más
exacta que en las siguientes palabras de Maury (pág. 115): En rêve l'homme se révèle
done tout entier à soi même dans sa nudité et sa misère natives. Dés qu'il suspend
l'exercise de sa volonte, il devient le jouet de toutes les passions contre lesquelles à l'état
de veille la conscience, le sentiment d'honneur, la crainte nous défendent. En otro lugar
halla también la frase exacta (pág. 462): Dans le rêve, c'est surtout l'homme instinctif qui
se revèle… L'homme revient, pour ainsi dire, à l'état de nature quand il rêve; mais moins
les idées acquises ont pénetré dans son esprit, plus les penchants en dessaccord avec
elles conservent encore ser lui d'influence dans le rêve. Como ejemplo aduce que sus
sueños le muestran con frecuencia víctima de aquella misma superstición que con más
energía ha combatido en sus escritos.
«Este estado (de estupor) camina paulatinamente hacia su fin en las primeras
horas de la mañana. Las toxinas que la fatiga acumuló en la albúmina cerebral van
disminuyendo cada vez más, destruidas o arrastradas por la continua corriente de la
sangre. Algunos grupos de células, despiertos ya, comienzan a funcionar en medio del
general letargo, y ante nuestra obnubilada consciencia surge entonces la actividad
aislada de estos grupos de células, falta del control de las demás partes del cerebro que
rigen la asociación. En consecuencia, las imágenes creadas, correspondientes
generalmente a las impresiones materiales de un próximo pasado, se agregan unas a
otras sin orden ni concierto. Luego, conforme va haciéndose mayor el número de células
cerebrales despiertas, va disminuyendo, en proporción, el destino del sueño.»
Naturalmente, no puede deducirse de esta teoría de la vida onírica una función del
sueño. Obra, pues, Binz con toda consecuencia cuando fija la situación e importancia del
fenómeno onírico en los siguientes términos (pág. 357): «Todos los hechos tienden,
como vemos, a caracterizar el sueño como un proceso somático, inútil en todo caso, y
hasta patológico en muchos…»
El término «somático», referido al sueño y subrayado por el autor mismo, nos
revela la posición de Binz con respecto a varios de los problemas oníricos, y en primer
lugar a la etiología de los sueños, de la que Binz se ocupo especialmente al investigar la
génesis experimental de sueños por absorción de materias tóxicas. Sobre este problema
etiológico coinciden todas las teorías que integran el presente grupo en la tendencia a
excluir en lo posible estímulos distintos de los somáticos, su forma más extrema sería
aproximadamente la que sigue:
Sería equivocado preguntar a Robert cómo por medio del representar onírico
puede producirse un desastre del alma, pues lo que de las dos peculiaridades del material
onírico antes citadas deduce evidentemente este autor, es que durante el reposo se
verifica en algún modo, y como proceso somático, una tal expulsión de las impresiones
carentes de valor y que el soñar no es ningún proceso psíquico especial, sino unicamente
la noticia que de dicha selección obtenemos. Pero no es una segregación lo único que
durante la noche se realiza en el alma. El mismo Robert añade que, además, se lleva a
efecto una elaboración de los estímulos del día, y que «aquello que de la materia de
pensamiento no asimilada resiste a la segregación es reunido por cadenas de
pensamientos tomados de la fantasía, hasta formar una totalidad, e incorporado así a la
memoria como una innocua pintura de la fantasía» (pág. 23).
En total contradicción con la teoría dominante se nos muestra, en cambio,
la de Robert, por lo que respecta a las fuentes oníricas. Mientras que, según la primera,
no soñaríamos en absoluto si los estímulos externos e internos no despertaran de
continuo a nuestra alma, según la teoría de Robert, el impulso de soñar reside en el alma
misma, esto es, en su sobrecarga, que demanda una derivación. Resulta, pues, por
completo consecuente la conclusión establecida por este autor de que las causas
condicionantes del sueño, dependientes del estado corporal del sujeto, no ocupan sino un
lugar secundario, y no podrían inducir a soñar, en ningún caso, a un espíritu en el que no
existiese previamente materia alguna para la formación de sueños, tomada de la
consciencia desierta. Debe concederse únicamente que las imágenes fantásticas que
procede de lo mas profundo del alma del sujeto, se desarrollan en sus sueños pueden ser
influidas por los estímulos nerviosos (pág. 41). De este modo resulta el sueño
independiente, hasta cierto punto según Robert, de lo somático. No constituye,
ciertamente, un proceso psíquico, ni ocupa lugar alguno entre los procesos de este
genero que se desarrollan en nuestra vida despierta; pero es un proceso somático que se
desarrolla todas las noches en el aparato de la actividad anímica y tiene a su cargo una
función: la de proteger a este aparato contra una excesiva tensión, o, si se nos permite
cambiar de comparación, la de limpiar el alma.
Otro autor, Ives Delage, apoya su teoría en estos mismos caracteres del sueño, que
se hacen patentes en la selección del material onírico, siendo muy instructivo observar
cómo por una ligera diferencia en la comprensión de un mismo objeto se llega a un
resultado final de muy distinto alcance.
Delage comenzó por observar en sí propio, con ocasión de la muerte de una
persona querida, que no soñamos con aquello que durante el día ha ocupado nuestro
pensamiento, o únicamente soñamos con ello cuando empieza a desvanecerse ante
nuevos intereses. Sus investigaciones subsiguientes con otras personas le confirmaron la
generalidad de este hecho. Una de las observaciones de este autor, que de confirmarse su
general exactitud sería muy interesante, se refiere a los sueños de los recién casados:
S'ils ont été fortement épris, presque jamais ils n'on rêvé l'un de l'autre avant le mariage
ou pendant la lune de miel; et s'ils ont rêvé d'amour c'est pour être infidèles avec quelque
personne indifférente ou odieuse. Pero, entonces, con qué soñamos? Delage reconoce el
material que aparece en nuestros sueños como compuesto de fragmentos y restos de
impresiones de los últimos días y de un pretérito más lejano. Todo lo que en nuestros
sueños emerge y nos inclinamos a considerar al principio como creación de la vida
onírica se nos demuestra, en un más detenido examen, como reproducción ignorada o
souvenir inconscient. Pero este material de representaciones muestra un carácter común:
el de proceder de impresiones que han herido más nuestros sentidos que nuestro espíritu,
o de aquellas otras que sólo un brevísimo instante consiguieron retener nuestra atención.
En esencia, son éstas las dos mismas categorías de impresiones -las secundarias y
las no terminadas- que Robert establece; pero Delage orienta diferentemente su ruta
mental, opinando que tales impresiones no devienen susceptibles de crear un sueño por
ser indiferentes, sino por no haber sido agotadas. También las impresiones secundarias
se hallan hasta cierto punto inagotadas, y son también por su naturaleza de nuevas
impresiones, autant de ressorts tendus, que se distenderán durante el sueño. Una
impresión intensa, intencionadamente rechazada o cuya elaboración haya quedado
detenida casualmente, tendrá mucho más derecho a desempeñar un papel en el sueño
que otra más débil y casi inadvertida. La energía psíquica almacenada durante el día a
consecuencia de la represión, deviene por la noche el resorte del sueño. En éste se
exterioriza lo psíquico reprimido.
Burdach y otros autores se representan indudablemente este libre uso de las fuerzas
propias como un estado en el que el alma se repone y acumula nuevas energías para la
labor diurna; esto es, como una especie de vacaciones psíquicas. No es, por tanto, de
extrañar que el primero cite y adopte en su obra las amables palabras con que el poeta
Novalis ensalza la labor del sueño: «Los sueños nos protegen contra la monotonía y la
vulgaridad de la existencia. En ellos descansa y se recrea nuestra encadenada fantasía,
mezclando sin orden ni concierto todas las imágenes de la vida e interrumpiendo, con su
alegre juego infantil, la continua seriedad del hombre adulto. Sin nuestros sueños,
envejeceríamos antes. Habremos, pues, de ver en ellos, ya que no un don directo de los
cielos, una encantadora facultad y una amable compañía en nuestra peregrinación hacia
el sepulcro.»
Purkinje (pág. 456) acentúa aún más intensamente la actividad tónica y curativa
del sueño: «Los sueños productivos facilitarían especialmente estas funciones… Son
ligeros juegos de la imaginación, exentos de todo enlace con los sucesos del día. El alma
no quiere mantener las tensiones de la vida despierta, sino, por el contrario, suprimirlas
y reponerse de ellas. Con este objeto crea estados contrarios a los de la vigilia. Cura la
tristeza con la alegría, los cuidados con esperanzas e imágenes serenas y entretenidas, el
odio con el amor y la cordialidad, el temor con el valor y la confianza; suprime las
dudas, sustituyéndolas por el convencimiento y la fe, y nos presenta cumplido aquello
que nos parecía esperar o desear en vano. El reposo cura muchas heridas que la vigilia
mantenía constantemente abiertas, cerrándolas o preservándolas de nuevas excitaciones.
En este hecho reposa en parte el efecto curativo que el tiempo ejerce sobre nuestros
dolores. Todos sentimos que el reposo constituye un beneficio para la vida anímica, y la
consciencia popular no se deja arrebatar el oscuro presentimiento de que los sueños son
uno de los caminos por los que el reposo prodiga su acción bienhechora.»
El material al que la fantasía onírica aplica su actividad artística es, sobre todo,
según Scherner, el de los estímulos orgánicos, tan oscuros durante el día. Resulta, pues,
que la teoría, en exceso fantástica, de Scherner, y la quizá demasiado tímida de Wundt y
otros fisiólogos totalmente opuestas, en general, vienen a coincidir por completo en lo
referente a las fuentes y los estímulos del sueño. Pero según la teoría fisiológica, la
reacción anímica a los estímulos somáticos internos se limita a la evocación de
representaciones a ellos adecuadas, las cuales llaman luego a otras en su auxilio por
medio de la asociación, pareciendo quedar terminada con esta fase la serie de los
procesos psíquicos del sueño; y, en cambio, según Scherner, los estímulos somáticos no
proporcionan al alma sino un material que la misma puede poner al servicio de sus
propósitos fantásticos; la formación de los sueños no empieza para Scherner sino
precisamente en el punto en que se agota a los ojos de los demás.
Fuera del simbolismo de la casa, son empleados otros objetos para representar la
parte del cuerpo de la que emana el estímulo onírico. «El pulmón y su función
anatómica encuentra su símbolo en la estufa encendida y la corriente de aire que en ella
se establece; el corazón, en cajones o cestos vacíos, y la vejiga, en objetos redondos en
forma de bolsa o sencillamente cóncavos.
«El sueño provocado por un estímulo emanado de los genitales masculinos hace
encontrar al sujeto en la calle la boquilla de un clarinete o de una pipa, o también una
piel. Los dos primeros objetos evocan aproximadamente la forma del sexo masculino, y
el último el vello del pubis. En las mujeres queda representada oníricamente la región
pubiana por un angosto patio, y la vagina, por un estrecho sendero blando y resbaladizo,
que los atraviesa y por el que tiene que pasar la sujeto del sueño para llevar, por
ejemplo, una carta dirigida a un hombre.» (Volkelt, pág. 39.) Muy importante es la
circunstancia de que al final de un tal sueño de estímulo somático se desenmascara, por
decirlo así, la fantasía onírica, presentando en su forma real el órgano estimulador o su
función. Así, el sueño provocado por un estímulo dental termina casi siempre con la
caída o extracción de una muela o un diente que el sujeto mismo saca de su boca.
Aquellos que hablan de las relaciones del sueño con las perturbaciones mentales
pueden referirse a tres cosas: 1ª A relaciones etiológicas y clínicas, cuando un sueño
representa o inicia un estado psicótico o queda como residuo del mismo; 2ª A las
transformaciones que la vida onírica sufre en los casos de enfermedad mental; y 3ª A
relaciones internas entre el sueño y la psicosis; esto es, a analogías reveladoras de una
afinidad esencial. Estas diversas relaciones entre ambas series de fenómenos han
constituido en épocas anteriores de la Medicina -y vuelven a constituirlo actualmente-
un tema favorito de los autores médicos, como puede verse en la literatura reunida por
Spitta, Radestock, Maury y Tissié. Recientemente se ha ocupado de ellas Sante de
Sanctis. Mas para los fines de nuestra exposición nos bastará con rozar esta importante
materia.
Spitta enumera las coincidencias en las que se basa esta comparación en la forma
siguiente, muy análoga a la de Maury: «1ª Supresión o retraso de la autoconsciencia y,
por tanto, desconocimiento del estado como tal; así, pues, imposibilidad de experimentar
asombro y falta de conciencia moral; 2ª Percepción modificada de los órganos
sensoriales: disminuida en el sueño y muy elevada, en general, en la locura; 3ª Enlace de
las representaciones entre sí, exclusivamente conforme a las leyes de la asociación y la
reproducción; así, pues, formación automática de series y, por tanto, desproporción de
las relaciones entre las representaciones (exageraciones, fantasmas), y como resultado de
todo esto: 4ª Modificación e incluso subversión de la personalidad y a veces de las
peculiaridades del carácter (perversiones).»
APÉNDICE DE 1909.
No puedo mencionar sino dos obras, en las que el problema de los sueños aparece
tratado en forma análoga a la mía. Un filósofo contemporáneo, H. Swoboda, que ha
emprendido la labor de extender a lo psíquico la periodicidad biológica en series de
veintitrés a veintiocho días, descubierta por W. Fliess, ha intentado resolver con esta
clave, entre otros enigmas, el de los sueños, en un escrito de amplia fantasía. Pero asigna
al fenómeno onírico una importancia menor de la que posee, explicando su contenido
por la reunión de todos aquellos recuerdos que en la noche correspondiente completan
por primera o enésima vez uno de los períodos biológicos. Una comunicación personal
del autor me hizo suponer al principio que él mismo no trataba de defender seriamente
esta teoría. Pero parece que me he equivocado al deducir tal conclusión. Mucho más
satisfactorio para mí fue el hallazgo casual, en un lugar totalmente inesperado, de una
concepción de los sueños cuyo nódulo coincidía en absoluto con el de mi teoría.
Descartada por medio de una simple comparación de fecha toda posibilidad de una
influencia ejercida por la lectura de mi obra, debo reconocer aquí el único caso de
coincidencia de un pensador independiente con la esencia de mi teoría de los sueños. El
libro en el que se halla esta concepción de la vida onírica se publicó en segunda edición
en 1900 y ostenta el título de Fantasías de un realista, y lleva la firma de Lynkeus.
APÉNDICE DE 1914.
La justificación que antecede fue descrita en 1909. Desde esta fecha han variado
mucho las cosas. Mi aportación a la interpretación de los sueños no es omitida ya en los
nuevos trabajos sobre esta materia. Pero la nueva situación me hace imposible continuar
la información precedente. La Interpretación de los sueños ha hecho surgir toda una
serie de nuevos problemas y afirmaciones, que han sido muy diversamente discutidos, y,
como es lógico, no puedo analizar los trabajos de esta índole hasta haber desarrollado
aquellas de mis opiniones a que los autores se refieren. De lo que en esta literatura me ha
parecido más valioso trato en los capítulos de la presente edición.
CAPÍTULO II
Naturalmente, no es posible indicar norma alguna para llevar a cabo una tal
interpretación simbólica. Esta depende tan solo del ingenio y de la inmediata intuición
del interpretador; razón por la cual pudo elevarse la interpretación por medio de
símbolos a la categoría de arte, para el que se precisaba una especial aptitud. En cambio,
el segundo de los métodos populares, a que antes aludimos, se mantiene muy lejos de
semejantes aspiraciones. Pudiéramos calificarlo de método descifrador, pues considera
el sueño como una especie de escritura secreta, en la que cada signo puede ser
sustituido, mediante una clave prefijada, por otro de significación conocida. Si, por
ejemplo, hemos soñado con una «carta» y luego con un «entierro», y consultamos una
de las popularísimas «claves de los sueños», hallaremos que debemos sustituir «carta»
por «disgusto» y «entierro» por «esponsales». A nuestro arbitrio queda después construir
con las réplicas halladas un todo coherente, que habremos también de transferir al
futuro. En el libro de Artemidoro de Dalcis, sobre la interpretación de los sueños,
hallamos una curiosa variante de este «método descifrador» que corrige en cierto modo
su carácter de mera traducción mecánica. Consiste tal variante en atender no sólo el
contenido del sueño, sino a la personalidad y circunstancias del sujeto; de manera que el
mismo elemento onírico tendrá para el rico, el casado o el orador diferente significación
que para el pobre, el soltero, o por ejemplo, el comerciante. Lo esencial de este
procedimiento es que la labor de interpretación no recae sobre la totalidad del sueño,
sino separadamente sobre cada uno de los componentes de su contenido, como si el
sueño fuese un conglomerado, en el que cada fragmento exigiera una especial
determinación. Los sueños incoherentes y confusos son con seguridad los que han
incitado a la creación del método descifrador.
La realización de esta labor exige cierta preparación psíquica del enfermo. Dos
cosas perseguimos en él: una intensificación de su atención sobre sus percepciones
psíquicas y una exclusión de la crítica, con la que acostumbra seleccionar las ideas que
en él emergen. Para facilitarle concentrar toda su atención en la labor de
autoobservación es conveniente hacerle cerrar los ojos y adoptar una postura
descansada. El renunciamiento a la crítica de los productos mentales percibidos
habremos de imponérselo expresamente. Le diremos, por tanto, que el éxito del
psicoanálisis depende de que respete y comunique todo lo que atraviese su pensamiento
y no se deje llevar a retener unas ocurrencias por creerlas insignificantes o faltas de
conexión con el tema dado, y otras, por parecerle absurdas o desatinadas. Habrá de
mantenerse en una perfecta imparcialidad con respecto a sus ocurrencias, pues la crítica
que sobre las mismas se halla habituado a ejercer es precisamente lo que le ha impedido
hasta el momento hallar la buscada solución del sueño, de la idea obsesiva, etc.
Para muchas personas no parece ser fácil adoptar esta disposición a las
ocurrencias, «libremente emergentes» en apariencia, y renunciar a la crítica que sobre
ellas ejercen en todo otro caso. Los «pensamientos involuntarios» acostumbran
desencadenar una violentísima resistencia, que trata de impedirles emerger. Si hemos de
dar crédito a F. Schiller, nuestro gran filósofo poeta, es también una tal disposición
condición de la producción poética. En una de sus cartas a Körner, cuidadosamente
estudiadas por Otto Rank, escribe Schiller, contestando a las quejas de su amigo sobre su
falta de productividad: «El motivo de tus quejas reside, a mi juicio, en la coerción que tu
razón ejerce sobre tus facultades imaginativas. Expresaré mi pensamiento por medio de
una comparación plástica. No parece ser provechoso para la obra creadora del alma el
que la razón examine demasiado penetrantemente, y en el mismo momento en que
llegan ante la puerta las ideas que van acudiendo. Aisladamente considerada, puede una
idea ser harto insignificante o aventurada, pero es posible que otra posterior le haga
adquirir importancia, o que uniéndose a otras, tan insulsas como ella, forme un conjunto
nada despreciable. = La razón no podrá juzgar nada de esto si no retiene las ideas hasta
poder contemplarlas unidas a las posteriormente surgidas. En los cerebros creadores
sospecho que la razón ha retirado su vigilancia de las puertas de entrada; deja que las
ideas se precipiten pêle-mêle al interior, y entonces es cuando advierte y examina el
considerable montón que han formado. = Vosotros, los señores críticos, o como queráis
llamaros, os avergonzáis o asustáis del desvarío propio de todo creador original, cuya
mayor o menor duración distingue al artista pensador del soñador. De aquí la esterilidad
de que os quejáis. Rechazáis demasiado pronto las ideas y las seleccionáis con excesiva
severidad.» (Carta del 1 de diciembre de 1788.)
SUEÑO DEL 23-24 DE JULIO DE 1895. -En un amplio hall. Muchos invitados,
a los que recibimos. Entre ellos, Irma, a la que me acerco en seguida para contestar, sin
pérdida de momento, a su carta y reprocharle no haber aceptado aún la «solución». Le
digo: «Si todavía tienes dolores es exclusivamente por tu culpa.» Ella me responde: «¡Si
supieras qué dolores siento ahora en la garganta, el vientre y el estómago!… ¡Siento una
opresión!…» Asustado, la contemplo atentamente. Está pálida y abotagada. Pienso que
quizá me haya pasado inadvertido algo orgánico. La conduzco junto a una ventana y me
dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran
hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no la
necesita. Por fin, abre bien la boca, y veo a la derecha una gran mancha blanca, y en
otras partes, singulares escaras grisáceas, cuya forma recuerda al de los cornetes de la
nariz. Apresuradamente llamo al doctor M., que repite y confirma el reconocimiento…
El doctor M. presenta un aspecto muy diferente al acostumbrado: está pálido, cojea y se
ha afeitado la barba… Mi amigo Otto se halla ahora a su lado, y mi amigo Leopoldo
percute a Irma por encima de la blusa y dice: «Tiene una zona de macidez abajo, a la
izquierda, y una parte de la piel infiltrada, en el hombro izquierdo» (cosa que yo siento
como él a pesar del vestido). M. dice: «No cabe duda, es una infección. Pero no hay
cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno…» Sabemos también
inmediatamente de qué procede la infección. Nuestro amigo Otto ha puesto
recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección con un preparado a base
de propil, propilena…, ácido propiónico…, trimetilamina (cuya fórmula veo impresa en
gruesos caracteres). No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente…
Probablemente estaría además sucia la jeringuilla.
Este sueño presenta, con respecto a otros muchos una ventaja; revela en seguida
claramente a qué sucesos del último día se halla enlazado y cuál es el tema de que se
trata.
Las noticias que Otto me dio sobre el estado de Irma y el historial clínico, en cuya
redacción trabajé hasta muy entrada la noche, han seguido ocupando mi actividad
anímica durante el reposo. Sin embargo, por la información preliminar que antecede y
por el contenido del sueño, nadie podría sospechar lo que el mismo significa. Yo mismo
no lo sé todavía. Me asombran los síntomas patológicos de que Irma se queja en el
sueño, pues no son los mismos por los que hube de someterla a tratamiento. La
desatinada idea de administrar a un enfermo una inyección de ácido propiónico, y las
palabras consoladoras del doctor M. me mueven a risa. El sueño se muestra hacia su fin
más oscuro y comprimido que en su principio. Para averiguar su significado habré de
someterlo a un penetrante y minucioso análisis.
Reprocho a Irma no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes
dolores, es exclusivamente por tu culpa.» Esto mismo hubiera podido decírselo o se lo
he dicho realmente en la vida despierta. Por aquel entonces tenía yo la opinión (que
luego hube de reconocer equivocada) de que mi labor terapéutica quedaba terminada con
la revelación al enfermo del oculto sentido de sus síntomas. Que el paciente aceptara
luego o no esta solución -de lo cual depende el éxito o el fracaso del tratamiento- era
cosa por la que no podía exigírseme responsabilidad alguna. A este error, felizmente
rectificado después, le estoy, sin embargo, agradecido, pues me simplificó la existencia
en una época en la que, a pesar de mi inevitable ignorancia, debía obtener resultados
curativos. Pero en la frase que a Irma dirijo en mi sueño advierto que ante todo no quiero
ser responsable de los dolores que aún la aquejan. Si Irma tiene exclusivamente la culpa
de padecerlos todavía, no puede hacérseme responsable de ellos. ¿Habremos de buscar
en esta dirección el propósito del sueño?
Obsérvese con qué minucioso cuidado lo dispone todo el sueño para la mayor
comodidad del sujeto. Siendo su exclusivo propósito el de realizar un deseo, puede
mostrarse absolutamente egoísta. El amor a la comodidad propia es inconciliable con el
respeto a la de otras personas. La intervención del vaso cinerario constituye también una
realización de deseos. Me disgusta no poseerlo ya, del mismo modo que me disgusta
tener que levantarme para coger el vaso de encima de la mesilla de noche. Por su
especial destinación -la de contener cenizas- se adapta, además, al resabor salado que ha
provocado en mí la sed que habrá de acabar por despertarme.
Estos sueños de comodidad eran en mí muy frecuentes durante mis años juveniles.
Acostumbrado desde siempre a trabajar hasta altas horas de la noche, me era luego muy
penoso tener que despertarme temprano, y solía soñar que me había levantado ya y
estaba lavándome. Al cabo de un rato, no podía menos de reconocer que aún me hallaba
en el lecho; pero, entre tanto, había logrado continuar durmiendo unos minutos más. Un
análogo sueño de pereza, especialmente chistoso, me ha sido comunicado por uno de
mis colegas que, por lo visto, comparte mi afición al reposo matinal.
He aquí otro sueño cuyo estímulo actúa también durante el reposo: una de mis
pacientes, que había tenido que someterse a una operación en la mandíbula, operación
cuyo resultado fue desgraciadamente negativo, debía llevar de continuo, sobre la mejilla
operada, un determinado aparato. Mas por las noches, en cuanto se dormía, lo arrojaba
lejos de sí. Se me pidió que le amonestara por aquella desobediencia al consejo de los
médicos, pero ante mis reproches se disculpó la enferma, alegando que la última vez lo
había hecho sin darse cuenta y en el transcurso de un sueño.» «Soñé que estaba en un
palco de la Opera y que la representación me interesaba extraordinariamente. En
cambio, Carlos Meyer se hallaba en el sanatorio y padecía horribles dolores de cabeza.
Entonces me dije que, como a mí no me dolía nada, no necesitaba ya el aparato, y lo
tiré.» Este sueño de la pobre enferma parece la representación plástica de una frase muy
corriente que acude a nuestros labios en las situaciones desagradables: «¡Vaya una
diversión! ¡Como no encuentre nunca otra más agradable…!» El sueño, solícito a los
deseos de la durmiente, le proporcionaba la mejor diversión anhelada. El Carlos Meyer
al que traslada sus dolores es aquel de sus amigos que menos simpatías le inspira.
Otro amigo me escribió que su mujer había soñado que advertía en su camisa
manchas de leche; también esto es un anuncio de embarazo, pero no ya del primero,
pues el sueño realiza el deseo de la durmiente de poder criar a su segundo hijo con más
facilidad que al primero.
Una casada joven a la que una enfermedad infecciosa de un hijo suyo había
apartado durante algunas semanas de toda relación social, soñó, días después del feliz
término de la enfermedad que se hallaba en una reunión de la que formaban parte A.
Daudet, Bourget, Prévost y otros escritores conocidos, mostrándose todos muy amables
para con ella. Daudet y Bourget aparecen en el sueño tal y como la durmiente los conoce
por retratos; en cambio, Prévost, del que nunca ha visto ninguno, toma la figura del
empleado que había venido el día anterior a desinfectar el cuarto del enfermo y que
había sido la primera persona extraña a la casa que desde el comienzo de la enfermedad
de su hijo había visto la sociable señora. Este sueño puede quizá interpretarse, sin dejar
laguna ninguna, por el pensamiento siguiente de la sujeto: «Ya es hora de que pueda
dedicarme a algo más divertido que esta labor de enfermera.»
Bastará quizá esta selección para demostrar cómo con gran frecuencia y en las
más diversas circunstancias hallamos sueños que se nos muestran comprensibles a título
de realizaciones de deseos y evidencian sin disfraz alguno su contenido. Son éstos, en su
mayor parte, sueños sencillos y cortos, que se apartan, para descanso del investigador,
de las embrolladas y exuberantes composiciones oníricas, que han atraído casi
exclusivamente la atención de los autores. A pesar de su sencillez, merecen ser
examinados con detención, pues nos proporcionan inestimables datos sobre la vida
onírica. Los sueños de forma más sencilla habrán de ser, indudablemente, los de los
niños, cuyos rendimientos psíquicos son, con seguridad, menos complicados que los de
personas adultas. A mi juicio, la psicología infantil está llamada a prestarnos, con
respecto a la psicología del adulto, idénticos servicios que la investigación de la
anatomía o el desarrollo de los animales inferiores ha prestado para la de la estructura de
especies zoológicas superiores. Pero hasta el presente no han surgido sino muy escasas
tentativas de utilizar para tal fin la psicología infantil.
Los sueños de los niños pequeños son con frecuencia simples realizaciones de
deseos, y al contrario de los de personas adultas, muy poco interesantes. No presentan
enigma ninguno que resolver, pero poseen un valor inestimable para la demostración de
que por su última esencia significa el sueño una realización de deseos. Los sueños de
mis propios hijos me han proporcionado material suficiente de este género.
A una excursión desde Aussee a Hallstatt, realizada durante el verano de 1896,
debo dos ejemplos de estos sueños: uno, de mi hija, que tenía por entonces ocho años y
medio, y otro de uno de mis hijos, niño de cinco años y tres meses. Como información
preliminar expondré que en aquel verano vivíamos en una casa situada sobre una colina
cercana a Aussee, desde la cual se dominaba un espléndido panorama. En los días claros
se veía en último término la Dachstein, y con ayuda de un anteojo de larga vista se
divisaba la Simonyhütte, cabaña emplazada en la cumbre de dicha montaña. Los niños
habían mirado varias veces con el anteojo, pero no sé si habían logrado ver algo. Antes
de emprender la excursión, de la que se prometían maravillas, les había dicho yo que
Hallstatt se hallaba al pie de la Dachstein. Desde Hallstatt nos dirigimos al valle de
Escher, cuyos variados panoramas entusiasmaron a los chicos. Sólo uno de ellos -el de
cinco años- parecía disgustado. Cada vez que aparecía a su vista una nueva montaña me
preguntaba si era la Dachstein, y a medida que recibía respuestas negativas se fue
desanimando y terminó por enmudecer y rehusar tomar parte en una pequeña ascensión
que los demás hicieron para ver una cascada. Le creí fatigado; pero a la mañana
siguiente vino a contarme rebosando alegría, que aquella noche había subido en sueños a
la Simonyhütte, y entonces comprendí que al oírme hablar de la Dachstein, antes de la
excursión, había creído que subiríamos a esta montaña y visitaríamos la cabaña de que
tanto hablaban los que miraban por el anteojo. Luego, cuando se dio cuenta de que
nuestro itinerario era distinto, quedó defraudado y se puso de mal humor. El sueño le
compensó de su descanso. Los detalles que de él pudo darme eran, sin embargo, muy
pobres: «Para llegar a la cabaña hay que subir escaleras durante seis horas»,
circunstancia de la que, sin duda, había oído hablar en alguna ocasión.
También en la niña de ocho años y medio despertó esta excursión un deseo, que
no habiéndose realizado, tuvo que ser satisfecho por el sueño. Habíamos llevado con
nosotros a un niño de doce años, hijo de unos vecinos nuestros, que supo conquistarse en
poco tiempo todas las simpatías de la niña. A la mañana siguiente vino ésta a contarme
un sueño que había tenido: «Figúrate que he soñado que Emilio era uno de nosotros; os
llamaba «papá» y «mamá», y dormía con nosotros en la alcoba grande. Entonces venía
mamá y echaba un puñado de bombones, envueltos en papeles verdes y azules, debajo
de las camas.» Los hermanos de la pequeña a los que, indudablemente, no ha sido
transmitido por herencia el conocimiento de la interpretación onírica, declararon, como
cualquier investigador, que aquel sueño era un disparate. Pero la niña defendió parte del
mismo, y es muy interesante para la teoría de las neurosis saber cuál: «Que Emilio vivía
con nosotros puede ser un disparate; pero lo de los bombones, no.» Para mí era
precisamente esto lo que me parecía oscuro, pero mi mujer me proporcionó la
explicación. En el camino desde la estación a casa se habían detenido los niños ante una
máquina de la que, echando una moneda, salían bombones envueltos en brillantes
papeles de colores. Mi mujer, pensando con razón que aquel día había traído ya consigo
suficientes realizaciones de deseos, dejó la satisfacción de este último para el sueño, y
ordenó a los niños que continuaran adelante. Toda esta escena había pasado inadvertida
para mí. La parte de su sueño que mi hija aceptaba como desatinada me era, en cambio,
comprensible sin necesidad de explicación alguna. Durante la excursión había oído
cómo nuestro pequeño invitado aconsejaba lleno de formalidad, a los niños que
esperasen hasta que llegasen el papá o la mamá. Esta sumisión interina quedó convertida
por el sueño en una adopción duradera. La ternura de mi hija no conocía aún otras
formas de la vida común que aquellas fraternales que su sueño le mostraba: por qué los
bombones eran arrojados por la mamá precisamente debajo de las camas constituía un
detalle imposible de esclarecer sin interrogar a la niña analíticamente.
Igualmente sincero es otro sueño que la belleza del paisaje de Aussee provocó en
otra hija mía de tres años y tres meses. Había hecho por primera vez una travesía en bote
sobre el lago, y el tiempo había pasado tan rápidamente para ella, que al volver a tierra
se echó a llorar con amargura, resistiéndose a abandonar el bote. A la mañana siguiente
me contó: «Esta noche he estado paseando por el lago.» Esperemos que la duración de
este paseo nocturno la satisficiera más.
Mi hijo mayor, que por esta época tenía ocho años, soñó ya una vez con la
realización de una fantasía. En su sueño acompañó a Aquiles en el carro de guerra que
Diomedes guiaba. La tarde anterior le había apasionado la lectura de un libro de
leyendas mitológicas, regalado a su hermana mayor.
Admitiendo que las palabras que los niños suelen pronunciar dormidos pertenecen
también al círculo de los sueños, comunicaré aquí uno de los primeros sueños de la
colección por mí reunida. Teniendo mi hija menor diecinueve meses, hubo que
someterla a dieta durante todo un día pues había vomitado repetidamente por la mañana.
A la noche se le oyó exclamar enérgicamente en sueños: «Ana F(r)eud, f(r)esas,
f(r)ambuesas, bollos, papilla.» La pequeña utilizaba su nombre para expresar posesión, y
el menú que a continuación detalla contiene todo lo que podía parecerle una comida
deseable. El que la fruta aparezca en él repetida constituye una rebelión contra nuestra
policía sanitaria casera, y tenía su motivo en la circunstancia, advertida seguramente por
la niña, de que la niñera había achacado su indisposición a un excesivo consumo de
fresas. Contra esta observación y sus naturales consecuencias toma ya en sueños su
desquite.
Ignoro con qué soñarán los animales. Un proverbio parece, sin embargo, saberlo,
pues pregunta: «¿Con qué sueña el ganso?», y responde: «Con el maíz». Toda la teoría
que atribuye al sueño el carácter de realización de deseos se halla contenida en estas dos
frases.
Observamos ahora que hubiéramos llegado a nuestra teoría del sentido oculto de
los sueños por el camino más corto con sólo consultar el uso vulgar del lenguaje. La
sabiduría popular habla a veces con bastante desprecio de los sueños, parece querer dar
la razón a la Ciencia cuando juzga en un proverbio que «los sueños son vana espuma»;
mas para el lenguaje corriente es predominantemente el sueño el benéfico realizador de
deseos. «Esto no me lo hubiera figurado ni en sueños», exclama encantado aquel que
encuentra superada por la realidad sus esperanzas.
CAPÍTULO IV
LA DEFORMACIÓN ONÍRICA
SÉ desde luego que ante mi afirmación de que todo sueño es una realización de
deseos y que no existen por tanto sino sueños optativos, habrán de alzarse rotundas
negativas. Se me objetará que la existencia de sueños interpretables como realizaciones
de deseos no es cosa nueva y ha sido observada ya por un gran número de autores (cf.
Radestock, págs. 137 y 138; Volkelt, págs. 110 y 111; Purkinje, pág. 456; Tissié, pág.
70; M. Simón, pág. 42 -sobre los sueños de hambre del barón de Trenck durante su
encarcelamiento-; Griesinger, pág. 111), pero que el negar en absoluto la posibilidad de
otro género de sueños no es sino una injustificada generalización, fácilmente
controvertible por fortuna. Existen, en efecto, muchos sueños de contenido penoso que
no muestran el menor indicio de una realización de deseos. E. V. Hartman, el filósofo
pesimista, es quien más se aleja de esta percepción de la vida onírica. En su Filosofía de
lo inconsciente escribe (segunda parte, pág. 344):
«Con los sueños pasan al estado de reposo todos los cuidados de la vida despierta,
y no, en cambio, aquello que puede reconciliar al hombre culto con la existencia: el goce
científico y artístico…» Pero también observadores menos pesimistas han hecho resaltar
la circunstancia de que en los sueños son más frecuentes el dolor y el displacer que el
placer (cf. Scholz, pág. 33; Volkelt, página 80, y otros). Las «señoras Sarah Weed y
Florence Hallam han formado una estadística de sus sueños, y deducido de ella una
expresión numérica para el predominio del displacer en la vida onírica -un 58 por 100 de
sueños penosos y un 28,6 por 100 de sueños agradables-. Por otra parte, además de estos
sueños, que continúan durante el reposo los diversos sentimientos penosos de la vida
despierta, existen sueños de angustia, en los que esta sensación, la más terrible de todas
las displacientes, se apodera de nosotros hasta que su misma intensidad nos hace
despertar, y se da el caso de que los niños, en cuyos sueños se nos ha mostrado la
realización de deseos sin disfraz alguno, se hallan sujetos con gran frecuencia a tales
pesadillas angustiosas» (cf. las observaciones de Debacker sobre el pavor nocturnus.)
Si para contestar a esta pregunta echamos mano a las primeras ocurrencias que por
su estímulo surgen en nuestro pensamiento, podremos proponer varias soluciones
verosímiles; por ejemplo, la de que durante el reposo no existe el poder de crear una
expresión correspondiente a las ideas del sueño. Pero el análisis de determinados sueños
nos obliga a aceptar una distinta explicación de la deformación onírica. Para demostrarlo
expondré la interpretación de otro sueño propio; interpretación que, si bien me fuerza a
cometer de nuevo multitud de indiscreciones, compensa este sacrificio personal con un
acabado esclarecimiento del problema planteado.
Así las cosas, recibí una tarde la visita de un colega, con el que me unían vínculos
de amistad, y que se contaba precisamente entre aquellos cuya suerte me había servido
de advertencia. Candidato desde hacía mucho tiempo al nombramiento de profesor, que
hace del médico en nuestra sociedad moderna una especie de semidiós ante los ojos de
los enfermos, y menos resignado que yo, solía visitar de cuando en cuando las oficinas
del ministerio para activar la resolución de su empeño. De una de tales visitas venía la
tarde a que me refiero, y me relató que esta vez había puesto en un aprieto al alto
empleado que le recibió, preguntándole sin ambages si el retraso de su nombramiento
dependía realmente de consideraciones confesionales. La respuesta fue que, en efecto,
dadas las corrientes de opinión dominantes, no se hallaba S. E., por el momento, en
situación, etc., etc. «Por lo menos sé ya a qué atenerme», dijo mi amigo al final de su
relato, con el cual no me había revelado nada nuevo, aunque sí me había afirmado en mi
resignación, pues las consideraciones confesionales alegadas eran también aplicables a
mi caso.
Lo que no sospecho aún es para qué habré podido establecer una tal comparación,
contra la que todo en mí se rebela, aunque he de reconocer que no pasa de ser harto
superficial, pues mi tío José era un delincuente, y R. es un hombre de conducta
intachable. Sin embargo, también él ha sufrido los rigores de la Ley por haber
atropellado a un muchacho, yendo en bicicleta. ¿Me referiré acaso en mi sueño a este
delito? Sería llevar la comparación hasta lo ridículo. Pero recuerdo ahora una
conversación mantenida hace unos día con N., otro de mis colegas, y que versó sobre le
mismo tema de la detallada en la información preliminar. N., al que encontré en la calle,
se halla también propuesto para el cargo de profesor, y me felicitó por haber sido objeto
de igual honor; felicitación que yo rechacé, diciendo: «No sé por qué me da usted la
enhorabuena conociendo mejor que nadie, por experiencia propia, el valor de tales
propuestas.» A estas palabras mías, bromeando, repuso N.: «¿Quién sabe? Yo tengo
quizá algo especial en contra mía. ¿Ignora usted acaso que fui una vez objeto de una
denuncia? Naturalmente, se trataba de una vulgar tentativa de chantaje, y todavía me
costó Dios y ayuda librar a la denunciante del castigo merecido. Pero ¿quién me dice
que en el Ministerio no toman este suceso como pretexto para negarme el título de
profesor? En cambio, a usted no tienen «pero» que ponerle.»
Con el recuerdo de esta conversación se me revela el delincuente de que precisaba
para completar la comprensión del paralelo establecido en mi sueño, y al mismo tiempo
todo el sentido y la tendencia de este último. Mi tío José -imbécil y delincuente-
representa en mi sueño a mis dos colegas, que no han alcanzado aún el nombramiento de
profesor, y por el hecho mismo de representarlos tacha al uno de imbécil, y de
delincuente al otro. Asimismo, veo ahora con toda claridad para qué me es necesario
todo esto. Si efectivamente es a razones «confesionales» a lo que obedece el indefinido
retraso de la promoción de mis dos colegas, puedo estar seguro de que la propuesta
hecha a mi favor habrá de correr la misma suerte. Por lo contrario, si consigo atribuir a
motivos distintos, y que no pueda alcanzarme el veto opuesto a ambos por las altas
esferas oficiales, no tendré por qué perder la esperanza de ser nombrado. En este sentido
actúa, pues, mi sueño, haciendo de R. un imbécil, y de N., un delincuente. En cambio,
yo, libre de ambos reproches, no tengo ya nada común con mis dos colegas, puedo
esperar confiado mi nombramiento y me veo libre de la objeción revelada a mi amigo R.
por el alto empleado del Ministerio; objeción que es perfectamente aplicable a mi caso.
Recuerdo ahora que el sueño contenía aún otro fragmento, del que hasta ahora no
me he ocupado en la interpretación. Después de ocurrírseme que R. es mi tío,
experimento en sueños un tierno cariño hacia él. ¿De dónde proviene este sentimiento?
Mi tío José no me inspiró nunca, naturalmente, cariño alguno; R. es, desde hace años, un
buen amigo mío, al que quiero y estimo, pero si me oyera expresarle mi afecto en
términos aproximadamente correspondientes al grado que él mismo alcanza en mi
sueño, quedaría con seguridad un tanto sorprendido. Tal afecto me parece, pues, tan
falso y exagerado -aunque esto último en sentido inverso- como el juicio que sobre sus
facultades intelectuales expreso en mi sueño al fundir su personalidad con la de mi tío.
Pero esta misma circunstancia me hace entrever una posible explicación. El cariño que
por R. siento en mi sueño no pertenece al contenido latente; esto es, a los pensamientos
que se esconden detrás del sueño. Por el contrario, se halla en oposición a dicho
contenido, y es muy apropiado para encubrirse su sentido. Probablemente no es otro su
destino. Recuerdo qué enérgica resistencia se opuso en mí a la interpretación de este
sueño, y cómo fui aplazándola una y otra vez hasta la noche siguiente, con el pretexto de
que todo él no era sino un puro disparate.
Podía se éste un descubrimiento de carácter general. Como hemos visto por los
ejemplos incluidos en el capítulo III, existen sueños que constituyen francas
realizaciones de deseos. En aquellos casos en que tal realización aparece disfrazada e
irreconocible habrá de existir una tendencia opuesta al deseo de que se trate, y a
consecuencia de ella no podría el deseo manifestarse sino encubierto y disfrazado. La
vida social nos ofrece un proceso paralelo a este que en la vida psíquica se desarrolla,
mostrándonos una análoga deformación de un acto psíquico. En efecto, siempre que en
la relación social entre dos personas se halle una de ellas investida de cualquier poder,
que imponga a la otra determinadas precauciones en la expresión de sus pensamientos,
se verá obligada esta última a deformar sus actos psíquicos, al exteriorizarlos; o dicho de
otro modo: a disimular. La cortesía socal que estamos habituados a observar
cotidianamente no es en gran parte sino tal disimulo. Asimismo, al comunicar aquí a mis
lectores las interpretaciones de mis sueños me veo forzado a llevar a cabo tales
deformaciones. De esta necesidad de disfrazar nuestro pensamiento se lamentaba
también el poeta: Lo mejor que saber puede no te es dado decírselo a los niños.
El análisis nos demuestra en todo caso que el sueño posee realmente un sentido y
que éste es el de una realización de deseos. Tomaré, pues, algunos sueños de contenido
penoso e intentaré su análisis. En parte son sueños de sujetos histéricos, que exigen una
larga información preliminar y nos obligan a adentrarnos a veces en los procesos
psíquicos de la histeria. Pero no me es posible eludir estas complicaciones de mi
exposición.
En el tratamiento analítico de un psiconeurótico constituyen siempre sus sueños,
como ya hubimos de indicar, uno de los temas sobre los que han de versar las
conferencias entre médico y enfermo. En ellas comunico al sujeto todos aquellos
esclarecimientos psicológicos con ayuda de los cuales he llegado a la comprensión de
los síntomas; pero estas explicaciones son siempre objeto, por parte del enfermo, de una
implacable crítica, tan minuciosa y severa como la que de un colega pudiera yo esperar.
Sin excepción alguna se niegan los pacientes a aceptar el principio de que todos los
sueños son realizaciones de deseos, y suelen apoyar su negativa con el relato de sueños
que, a su juicio, contradicen rotundamente tal teoría. Expondré aquí algunos de ellos:
«Dice usted que todo sueño es un deseo cumplido -me expone una ingeniosa
paciente-. Pues bien: le voy a referir uno que es todo lo contrario. En él se me niega
precisamente un deseo. ¿Cómo armoniza usted esto con su teoría?» El sueño a que la
enferma alude es el siguiente:
«Quiero dar una comida, pero no dispongo sino de un poco de salmón ahumado.
Pienso en salir para comprar lo necesario, pero recuerdo que es domingo y que las
tiendas están cerradas. Intento luego telefonear a algunos proveedores, y resulta que el
teléfono no funciona. De este modo, tengo que renunciar al deseo de dar una comida.»
Como es natural, respondo a mi paciente que tan sólo el análisis puede decidir
sobre el sentido de sus sueños, aunque concedo, desde luego, que a primera vista se
muestra razonable y coherente, y parece constituir todo lo contrario de una realización
de deseos. «Pero ¿de qué material ha surgido este sueño? Ya sabe usted que el estímulo
de un sueño se halla siempre entre los sucesos del día inmediatamente anterior.»
Análisis. Su marido, un honrado y laborioso carnicero, le había dicho el día
anterior que estaba demasiado grueso e iba a comenzar una cura de adelgazamiento. Se
levantaría temprano, haría gimnasia, observaría un severo régimen en la comidas y,
sobre todo, no aceptaría ya más invitaciones a comer fuera de su casa. A continuación
relata la paciente, entre grandes risas, que un pintor, al que su marido había conocido en
el café, hubo de empeñarse en retratarle, alegando no haber hallado nunca una cabeza
tan expresiva. Pero el buen carnicero había rechazado la proposición, diciendo al pintor,
con sus rudas maneras acostumbradas, que, sin dejar de agradecerle mucho su interés,
estaba seguro de que el más pequeño trozo del trasero de una muchacha bonita habría de
serle más agradable de pintar que toda su cabeza, por muy expresiva que fuese. La
sujeto se halla muy enamorada de su marido y gusta de embromarle de cuando en
cuando. Recientemente le ha pedido que no le traiga nunca caviar. ¿Qué significa esto?
Hace ya mucho tiempo que tiene el deseo de tomar caviar como entremés en la s
comidas, pero no quiere permitirse el gasto que ello supondría. Naturalmente, tendría el
caviar deseado en cuanto expresase su deseo a su marido. Pero, por el contrario, le ha
pedido que no se lo traiga nunca para poder seguir embromándole con este motivo.
(Esta última razón me parece harto inconsciente. Detrás de tales explicaciones,
poco satisfactorias, suelen esconderse motivos inconfesados. Recuérdese a los
hipnotizados de Bernheim, que llevan a cabo un encargo post-hipnótico y, preguntados
luego por los motivos de su acto, no manifiestan ignorar por qué han hecho aquello, sino
que inventan un fundamento cualquiera insuficiente. Algo análogo debe de suceder aquí
con la historia del caviar. Observo además que mi paciente se ve obligada a crearse en la
vida un deseo insatisfecho. Su sueño le muestra también realizada la negación de un
deseo. Mas ¿para qué puede precisar de un deseo insatisfecho?)
Las ocurrencias que hasta ahora han surgido en el análisis no bastan para lograr la
interpretación del sueño. Habré, pues, de procurar que la sujeto produzca otras nuevas.
Después de una corta pausa, como corresponde al vencimiento de la resistencia, declara
que ayer fue a visitar a una amiga suya de l que se halla celosa, pues su marido la
celebra siempre extraordinariamente.
Por fortuna, está muy seca y delgada y a su marido le gustan las mujeres de
formas llenas. ¿De qué habló su amiga durante la visita? Naturalmente, de su deseo de
engordar. Además, le preguntó: «¿Cuándo vuelve usted a convidarnos a comer? En su
casa se come siempre maravillosamente.»
Llegado el análisis a este punto, se me muestra ya con toda claridad el sentido del
sueño y puedo explicarlo a mi paciente. «Es como si ante la pregunta de su amiga
hubiera usted pensado: "¡Cualquier día te convido yo, para que engordes hartándote de
comer a costa mía y gustes luego más a mi marido!" De este modo, cuando a la noche
siguiente sueña usted que no puede dar una comida, no hace su sueño sino realizar su
deseo de no colaborar al redondeamiento de las formas de su amiga. La idea de que
comer fuera de su casa engorda le ha sido sugerida por el propósito que su marido le
comunicó de rehusar en adelante toda invitación de este género, como parte del régimen
al que pensaba someterse para adelgazar.» Fáltanos ahora tan sólo hallar una
coincidencia cualquiera que confirme nuestra solución. Observando que el análisis no
nos ha proporcionado aún dato alguno sobre el «salmón ahumado», mencionado en el
contenido manifiesto, pregunto a mi paciente: «¿Por qué ha escogido usted en su sueño
precisamente este pescado?» «Sin duda -me responde- porque es el plato preferido de mi
amiga.» Casualmente conozco también a esta señora y puedo confirmar que le sucede
con este plato lo mismo que a mi paciente con el caviar; esto es, que, gustándole mucho,
se priva de él por razones de economía.
Este mismo sueño es susceptible de otra interpretación más sutil, que incluso
queda hecha necesaria para una circunstancia accesoria. Tales dos interpretaciones no se
contradicen, sino que se superponen, constituyendo un ejemplo del doble sentido
habitual de los sueños y, en general, de todos los demás productos psicopatológicos.
CAPÍTULO V
MATERIAL Y FUENTES DE LOS SUEÑOS
3. Veo en la calle a dos mujeres, madre e hija. Esta última ha sido paciente mía.
Fuente: Una paciente a la que tengo en tratamiento me ha comunicado por la tarde
las dificultades que su madre opone a la continuación del mismo.
4. Voy a la librería y me suscribo a una publicación periódica; el coste de la
suscripción es de veinte florines al año.
Fuente: Mi mujer me ha recordado la tarde anterior que le debo veinte florines del
dinero que le doy todas las semanas.
Podríamos preguntarnos si esta conexión del sueño con la vida diurna no va nunca
más allá de los sucesos del día inmediatamente anterior, o si, por el contrario, puede
extenderse a impresiones anteriores, dentro siempre de un próximo pretérito. No es ésta
cuestión de esencial importancia; pero una vez planteada, me inclinaría a resolverla en el
sentido del exclusivo privilegio del último día anterior al sueño, o como en adelante lo
denominaremos, del día del sueño (Traumtag). Todas cuantas veces he creído hallar que
la fuente de un sueño había sido una impresión anterior al mismo en dos o tres días he
podido comprobar después, mediante un más detenido examen, que dicha impresión
había sido recordada de nuevo en el día del sueño y que, por tanto, entre el momento del
mismo y el día de la impresión se había intercalado -precisamente en el día del sueño-
una reproducción de dicha impresión, siéndome dado hallar asimismo la ocasión
reciente de la que podía haber partido el recuerdo de la impresión más pretérita. En
cambio, no he podido nunca comprobar que entre la impresión diurna estimulante y su
retorno en el sueño se hallase intercalado un intervalo regular de importancia biológica
(como primer intervalo de este género indica H. Swoboda el de dieciocho horas).
H. Ellis, que también ha dedicado suma atención a este problema, indica que no
ha podido hallar en sus sueños, a pesar de haberla buscado «con especial cuidado», un
tal periodicidad de la reproducción. A este propósito relata un sueño en el que,
trasladado a España, sale de viaje en dirección a una localidad cuyo nombre era Daraus,
Varaus o Zarauz. Al despertar le fue imposible recordar ningún lugar de nombre
parecido y dejó de ocuparse de su sueño. Pero meses después cayó en la cuenta de que
Zarauz era una estación situada entre San Sebastián y Bilbao, línea por la que había
viajado doscientos cincuenta días antes del sueño.
Así, pues, habremos de opinar que todo sueño posee un estímulo entre los
acontecimientos del día a cuya noche corresponde y que las impresiones del pretérito
más próximo (con exclusión del día anterior a la noche del sueño) no muestran el
contenido onírico una relación diferente a la de otras impresiones cualesquiera
pertenecientes a tiempos indefinidamente más lejanos. El sueño puede elegir su material
de cualquier época de nuestra vida, por lejana que sea, a la que, partiendo de los sucesos
del día del sueño (las impresiones «recientes»), puedan alcanzar nuestros pensamientos.
Pero ¿a qué obedece esta predilección por las impresiones recientes? Sometiendo
a más riguroso análisis uno de los sueños antes citados podremos establecer quizá
alguna hipótesis sobre este punto. Elegiré para ello el sueño de la monografía botánica.
Contenido onírico: He escrito una monografía sobre una cierta planta. Tengo el
libro ante mí y vuelvo en este momento la página por la que se hallaba abierto y
contiene una lámina en colores. Cada ejemplar ostenta, a manera de herbario, un
espécimen disecado de la planta.
A estas asociaciones libres se agregan luego las que siguen: realmente he escrito
en una ocasión algo análogo a una monografía sobre una planta -un estudio sobre la
coca- que orientó la atención de K. Koller sobre la propiedad anestésica de la cocaína.
En mi trabajo se indicaba ya como posible este empleo del citado alcaloide, pero no se
estudiaba a fondo la cuestión. Con relación a este tema se me ocurre ahora que en la
mañana del día siguiente a este sueño (cuya interpretación no tuve tiempo de emprender
hasta las últimas horas de la tarde) ocupó durante algún tiempo mi pensamiento la idea
de la cocaína dentro de una especie de fantasía diurna que mi imaginación se entretuvo
en construir. Pensé, en efecto, que si alguna vez tenía la desgracia de padecer una
glaucoma, iría a Berlín y me haría operar, en casa de un amigo mío, por un médico
conocido de él, pero al que no revelaría mi personalidad. No sabiendo quién era yo, me
hablaría de la facilidad con que, merced a la introducción de la cocaína, podía ya
llevarse a cabo tales operaciones. Por mi parte, me guardaría muy bien de revelar que
había tenido participación en dicho descubrimiento. A esta fantasía se enlazaron
pensamientos sobre lo embarazoso que es para un médico solicitar para si propio el
auxilio profesional de otros colegas. No dándome a conocer al oculista berlinés, podría
pagarle, como otro enfermo cualquiera, sus servicios. Después de surgir en mi memoria
el recuerdo de esta ensoñación diurna, advierto que detrás de la misma se esconde el
recuerdo de un determinado suceso. Poco tiempo después del descubrimiento de Koller
padeció mi padre un glaucoma, siendo operado por el doctor Königstein, oculista y
amigo mío. El mismo doctor Koller se encargó de efectuar la anestesia por medio de la
cocaína, y al terminar la operación nos hizo observar que para ella nos habíamos reunido
las tres personas que habíamos participado en la introducción de dicho alcaloide como
anestésico.
Mis pensamientos van ahora, continuando su curso, hasta la última vez en que
hube de recordar toda esta historia de la cocaína. Fue esto hace pocos días, cuando leí un
escrito de felicitación en el que los alumnos y ex alumnos del laboratorio testimoniaban
su agradecimiento al claustro de profesores del mismo. Entre los títulos de gloria de la
institución, se citaba el descubrimiento en ella realizado por K. Koller de la propiedad
anestésica de la cocaína. Advierto ahora, de repente, que mi sueño se halla enlazado a un
suceso de la tarde anterior. Dialogando precisamente con el doctor Königstein sobre una
cuestión que me apasiona siempre que me ocupo de ella, le había ido acompañando
hasta su casa. En el portal tropezamos con el profesor Gärtner (jardinero) y su joven
esposa, no pudiendo yo por menos de felicitarlos por su floreciente aspecto. El profesor
no pudiendo yo por menos de felicitarlos por su floreciente aspecto. El profesor Gärtner
es uno de los autores del escrito a que antes me referí, y debió, sin duda, recordármelo.
También la señora de L., cuyo desencanto en el día de su cumpleaños hube antes de
relatar, fue citada, aunque con distinto motivo, en la conversación que sostuvimos el
doctor Königstein y yo.
La explicación más próxima de por qué sueño con la impresión diurna indiferente,
siendo otra, justificadamente estimuladora, la que ha provocado mi sueño, es quizá la de
que se trata nuevamente de un fenómeno de la deformación onírica, proceso que antes
atribuimos a un poder psíquico que reina a título de censura. El recuerdo de la
monografía sobre los ciclámenes es empleado como si constituyese una alusión a mi
diálogo con Königstein, idénticamente a como en el sueño de la comida fracasada queda
representada la amiga de la sujeto por la alusión salmón ahumado. Fáltanos averiguar
por conducto de qué elementos intermedios puede entrar la impresión producida por la
monografía en una relación alusiva con mi conversación con el oculista, pues a primera
vista nos es imposible hallar conexión alguna de este género. En el ejemplo de la comida
fracasada queda establecida una tal relación desde el primer momento, pues el salmón
ahumado pertenece, a título de plato preferido de la amiga, al círculo de
representaciones que la persona de la misma ha de despertar en la sujeto del sueño. Pero
en nuestro nuevo ejemplo se trata de dos impresiones separadas, que al principio no
tiene nada común, sino el haber surgido en un mismo día. La monografía me ha llamado
la atención por la mañana, y la conversación se desarrolló a finales de la tarde. La
respuesta que a estos hechos nos da el análisis es la siguiente: tales relaciones,
inexistentes al principio entre las dos impresiones, quedan establecidas
subsiguientemente entre los respectivos contenidos de representaciones. En la redacción
del análisis he hecho ya resaltar los elementos intermedios correspondientes. A la
representación de la monografía sobre los ciclámenes no habría yo enlazado,
probablemente, si no hubieran sobrevenido influencias de distinto origen, más que una
sola idea: la de que dicha flor es la preferida de mi mujer, o quizá también el recuerdo de
la historia de la señora de L., ideas que no creo hubieran bastado para provocar un
sueño.
There needs no ghost, my lord, come from the grave, To tell us this. (Hamlet.)
Pero he aquí que el análisis me recuerda que la persona que interrumpió nuestra
conversación se llamaba Gärtner (jardinero) y que hallé a su mujer floreciente. Además,
recuerdo ahora, a posteriori, que en mi conversación con Königstein hablé también de
una paciente mía que lleva el bello nombre de Flora. Por medio de estos elementos
intermedios, pertenecientes al círculo de representaciones de la botánica, es como he
debido de llevar a cabo el enlace de los dos sucesos diurnos, el indiferente y el
interesante. A continuación fueron estableciéndose otras relaciones, siendo la primera la
de la cocaína, la cual podía unir congruente y justificadamente la persona del doctor
Königstein y una monografía botánica escrita por mí. Estas relaciones fortifican la
fusión de los dos círculos de representaciones en uno sólo, permitiendo de este modo
que un fragmento del primer suceso pudiera ser utilizado como alusión al segundo.
No obstante, parece haber algo que nos advierte que no debemos todavía echar a
un lado sin más detenido examen las teorías de Robert. Hemos dejado inexplicado el
hecho de que una de las impresiones indiferentes del día -y precisamente del último-
proporcione siempre al contenido onírico un elemento. Entre esta impresión y la
verdadera fuente onírica en lo inconsciente no siempre existen relaciones desde un
principio, sino que, como ya hemos visto antes, quedan establecidas después, durante la
elaboración del sueño, y como para facilitar el desplazamiento que la misma ha de llevar
a cabo. Tiene, pues, que existir una coerción que imponga el establecimiento de tales
relaciones precisamente con el impresión reciente, aunque nimia, y esta última tiene que
ser, por una cualidad particular cualquiera, apropiada para ello. En caso contrario sería
igualmente fácil que las ideas latentes desplazasen su acento sobre un fragmento
inesencial de su propio contenido de representaciones.
Uno de mis discípulos, que se vanagloriaba de que sólo raras veces sufrían sus
sueños los efectos de la deformación onírica, me comunicó uno en el que había visto a
su antiguo preceptor acostado con una criada que había servido en su casa hasta que él
tuvo once años. Asimismo le parecía reconocer la habitación en que dicha escena se
desarrollaba. Su hermano, al que relató este sueño, le confirmó, con grandes risas, su
completa realidad. Recordaba muy bien -pues en la época a que él tuvo once años.
Asimismo le parecía reconocer la habitación en que dicha escena se desarrollaba. Su
hermano, al que relató este sueño, le confirmó, con grandes risas, su completa realidad.
Recordaba muy bien -pues en la época a que le sueño se refería tenía ya seis años- que la
amorosa pareja le emborrachaba co cerveza cuando hallaba ocasión favorable a su
nocturno comercio. Nuestro sujeto, que por entonces sólo tenía tres años, no era
considerado como obstáculo, aunque dormía en la misma alcoba.
Existe aún otro caso en el que, sin necesidad de interpretación, puede afirmarse
que el sueño contiene elementos de la infancia. Sucede esto cuando se trata de sueños de
los denominados perennes, o sea de aquellos que habiendo sido soñados por vez primera
en la infancia, retornan después, periódicamente, en la edad adulta. Aunque no he tenido
nunca tales sueños perennes, puedo citar algunos ejemplos de este género que me ha
sido dado observar. Un médico, cercano ya a los treinta años, me refirió que en su vida
onírica solía aparecérsele, desde su más temprana infancia hasta el presente, un león
amarillo, cuya figura podía describir con todo detalle. Un día descubrió que tal imagen
onírica correspondía a un león de porcelana, perdido o roto hace muchos años, que había
habido en su casa y constituyó, según le dijo su madre, el juguete predilecto de su más
temprana niñez, cosa que él no recordaba en absoluto.
En otro caso me fue dado observar que, aunque el deseo provocador del sueño sea
contemporáneo, queda robustecido por lejanos recuerdos infantiles. Trátase aquí de una
serie de sueños cuya base común es el vivo deseo de hacer un viaje a Roma. Por la
época en que tuve estos sueños pensaba que dicho deseo habría de quedar incumplido
aún mucho tiempo, pues los días que yo podía disponer para un viaje pertenecían a la
estación en la que precisamente no debe permanecer en Roma ningún hombre cuidadoso
de su salud. En estas circunstancias soñé una noche que veía a través de la ventanilla del
tren el Tíber y el puente de Sant-Angelo; luego echaba a andar el tren en dirección
contraria y pensaba yo que tampoco aquella vez se lograba mi deseo de visitar la Ciudad
Eterna. El paisaje de mi sueño correspondía a un dibujo que el día anterior había visto
fugitivamente en casa de un enfermo. En otro sueño me conduce alguien a lo alto de una
colina y me muestra Roma envuelta en niebla y tan lejana aún, que me asombro de verla
con tanta precisión. El contenido de este sueño rebasa el espacio que aquí desearíamos
concederle. En él puede reconocerse fácilmente, a título de motivo, el deseo de «ver
desde lejos la tierra de promisión». Lübeck es la primera ciudad que he visto envuelta en
niebla, y la colina de mi sueño tiene como antecedente el Gleichenberg. En un tercer
sueño me encuentro ya en Roma, según me dice el mismo. Mas, para desencanto mío,
veo ante mí un paisaje que no tiene nada de ciudadano: un pequeño río de oscuras aguas,
con negras rocas a un lado, y al otro, extensas praderas matizadas de grandes flores
blancas. Veo a un cierto señor Zucker (azúcar), al que conozco superficialmente, y
decido preguntarle por el camino que lleva a la ciudad. Descomponiendo el paisaje del
sueño en sus elementos, las flores blancas me recuerdan a Ravena, ciudad que conozco y
que sustituyó por algún tiempo a Roma como capital de Italia. En los pantanos de
Ravena vimos bellísimos nenúfares en medio del agua negra. El sueño hace crecer estas
flores en las praderas, como nuestros narcisos de Aussee, para evitarnos las molestias
que en nuestra estancia en Ravena teníamos que afrontar para cogerlas en medio del
pantano. Las negras rocas, tan próximas al río, recuerdan vivamente el valle del Tepl,
junto a Karlsbad. Este último nombre me da la explicación del singular fragmento de mi
sueño, en el que pregunto al señor Zucker el camino. Descubrimos aquí, en el material
con el que el sueño se halla tejido, dos de aquellas divertidas anécdotas judías que suelen
entrañar una profunda sabiduría, amarga a veces, y que con tanta frecuencia citamos en
nuestras cartas y conversaciones. En una de ellas se nos cuenta de un judío que se
introdujo sin billete en el rápido de Karlsbad. Descubierto y expulsado, volvió a subir y
volvió a ser descubierto, pero continuó, tenazmente, su manejo, siendo objeto, a cada
nueva revisión, de peores tratos. Un conocido que le vio en una de estas ocasiones le
preguntó adónde iba y obtuvo la contestación siguiente: «Si mi constitución (física) lo
resiste…, hasta Karlsbad.» Próxima a ésta reposa en mi memoria otra historieta de un
judío desconocedor del francés, al que le indujeron a preguntar en París por el camino de
la rue Richelieu. También París ha sido durante mucho tiempo objeto de mis deseos, y la
felicidad que me invadió al pisar por vez primera su suelo la interpreté como garantía de
que también se me lograrían otros deseos. El preguntar el camino es una alusión directa
a Roma, pues conocido es que «todos los caminos llevan a Roma». El nombre Zucker
(azúcar) alude nuevamente a Karlsbad, balneario al que mandamos los médicos a
nuestros enfermos de diabetes, que es una enfermedad constitucional. La ocasión de este
sueño fue la proposición que mi amigo de Berlín, me había dirigido de reunirnos en
Praga, aprovechando las fiestas de Semana Santa. De los temas que con él pensaba tratar
surgen nuevas relaciones con el azúcar y la diabetes.
Durante mi último viaje por Italia, en el que visité, entre otros lugares, el lago
Trasimeno, se me reveló, después de haber llegado hasta el Tíber y haber tenido que
emprender, contra mi deseo, el regreso, hallándome a ochenta kilómetros de Roma, el
refuerzo que a mi anhelo de la Ciudad Eterna proporcionaban determinadas impresiones
de mi infancia. Maduraba por aquellos días el plan de ir a Nápoles al siguiente año, sin
detenerme en Roma, cuando recordé una frase que debía de haber leído en alguno de
nuestro clásicos: «No puede decidirse quién hubo de pasear más febrilmente arriba y
abajo por su cuarto después de haber hecho el plan de marchar hacia Roma, si Aníbal o
el rector Winckelmann.» En mi viaje había yo seguido las huellas de Aníbal; como a él,
me había sido imposible llegar a Roma y había tenido que retroceder hasta Campania.
Aníbal, con quien me hallaba ahora estas analogías, fue mi héroe favorito durante mis
años de Instituto, y al estudiar las guerras púnicas, todas mis simpatías fueron para los
cartagineses y no para los romanos. Más adelante, cuando en las clases superiores fui
comprendiendo las consecuencias de pertenecer a una raza extraña al país en que se ha
nacido, y me vi en la necesidad de adoptar una actitud ante las tendencias antisemitas de
mis compañeros, se hizo aún más grande ante mis ojos la figura del guerrero semita.
Aníbal y Roma simbolizaron para mí, respectivamente, la tenacidad del pueblo judío y
la organización de la Iglesia católica. La importancia que el movimiento antisemita ha
adquirido desde entonces para nuestra vida espiritual contribuyó a la fijación de los
pensamientos y sentimientos de aquella época. El deseo de ir a Roma llegó de este modo
a convertirse, con respecto a mi vida onírica, en encubridor y símbolo de otros varios,
para cuya realización debía laborar con toda la tenacidad y resistencia del gran Aníbal, y
cuyo cumplimiento parece a veces tan poco favorecido por el Destino como el deseo de
entrar en Roma que llenó toda la vida de aquel héroe.
II. Otro sueño de una paciente distinta. «Está en una amplia habitación, llena de
diversos aparatos, que le parece corresponder a la idea que ella se forma de un
establecimiento ortopédico. Oye decir que yo no tengo tiempo y que en la sesión de
tratamiento participaron hoy otros cinco. No queriendo aceptar esta comunidad, se niega
a echarse en la cama -o lo que sea- para ella destinada y permanece en pie en un rincón,
esperando que yo diga que no es verdad. Las otras se burlan de ella mientras tanto. Son
tonterías suyas. Al mismo tiempo le parece como si estuviera haciendo pequeños
cuadrados.» La primera parte de este sueño constituye un enlace del mismo con el
tratamiento psicoanalítico y la transferencia sobre mí, siendo su segunda parte la que
contiene la alusión a una escena infantil. Ambos fragmentos quedan soldados entre sí
por la mención de la cama. El «establecimiento ortopédico» se refiere a palabras mías,
en las que comparé el tratamiento, por su duración y naturaleza, con un tratamiento
ortopédico. Asimismo le había dicho yo al principio de la cura que por el momento no
podía dedicarle mucho tiempo, pero que más adelante le dedicaría una hora diaria. Esta
circunstancia despertó en la paciente su antigua susceptibilidad, carácter principalísimo
de los niños predestinados a la histeria, los cuales no se consideran nunca satisfechos,
por mucho que sea el cariño que se les demuestre. Mi paciente era la menor de seis
hermanas (de aquí, con otras cinco), y como tal, la preferida del padre; mas, sin
embargo, le parecía que el mismo no le dedicaba aún tiempo y atención suficiente. El
esperar que yo diga que no es verdad se deriva de los hechos siguientes: su sastre le
había enviado un vestido, y ella había entregado su importe al pequeño aprendiz que fue
a llevárselo, preguntado después a su marido si tendría que pagar nuevamente en el caso
de que aquel chiquillo perdiese el dinero. El marido, para embromarla, contestó
afirmativamente (las burlas del sueño), y ella repitió una y otra vez su pregunta,
esperando que acabase por decirle que no era verdad. A esto corresponde, en el
contenido latente, la idea de si me tendrá que pagar el doble cuando me dedique doble
tiempo, idea de carácter «roñoso» o «sucio» (schmutzig). (La falta de limpieza en la
época infantil es sustituida con gran frecuencia en los sueños por la avaricia, siendo el
adjetivo schmutzig, con su doble significado de «roñoso» y «sucio», lo que constituye el
puente entre ambas representaciones.) Si el fragmento onírico de «esperar que yo diga
que no es verdad», etc., constituye una representación indirecta de la palabra schmutzig,
concordarán con ello el permanecer en pie en un rincón y el no querer echarse en la
cama, a título de elementos de una escena infantil en que la paciente fue castigada a
permanecer en pie en un rincón por haber ensuciado la cama, amenazándosela, además,
con que papá no la querría ya y sus hermanas se burlarían de ella, etc. Los pequeños
cuadrados aluden a una sobrinita suya que le han enseñado la habilidad matemática de
inscribir cifras, creo que en nueve cuadrados, de manera que sumadas en cualquier
dirección den 15.
III. Un sueño masculino. «Ve a dos muchachos peleándose. Por los utensilios que
en derredor de ellos advierte, deduce que son aprendices de tonelero. Uno de ellos tiene
derribado al otro. El caído lleva pendientes con piedras azules. Con el bastón en alto, se
dirige hacia el vencedor para castigarle. Pero el muchacho se refugia al lado de una
mujer que hay junto a una valla, como si de su madre se tratase. Es una mujer de aspecto
humilde y está de espaldas al durmiente. Luego se vuelve y le dirige una mirada tan
torva y feroz, que echa a correr, asustado. Antes advierte que los párrafos inferiores de la
mujer, laxos y caídos, dejan asomar la carne roja.»
Este sueño ha aprovechado, con gran amplitud, triviales sucesos del día anterior.
En él vio, efectivamente, dos muchachos que reñían en la calle, teniendo uno de ellos
derribado al otro, y cuando se dirigió a ellos para separarlos, emprendieron ambos la
fuga. El elemento «aprendices de tonelero» queda aclarado a posteriori por otro sueño en
cuyo análisis empleó el sujeto la locución «desfondar el tonel». Sobre los «pendientes
con piedras azules», observa que son un adorno muy llevado por las prostitutas. Con esta
asociación concuerda la reminiscencia de una conocida canción en la que se trata de dos
muchachos. «El otro muchacho se llamaba María» (esto es, era una muchacha). La
mujer, en pie junto a la valla: después de la escena de la riña estuvo paseando por la
orilla del Danubio y aprovechó lo solitario de aquellos lugares para orinar contra una
valla. Continuando su paseo, encontró una mujer, ya entrada en años y decentemente
vestida, que le sonrió amable y quiso hacerle aceptar su tarjeta.
IV. Detrás del siguiente sueño de una señora mayor se esconde toda una serie de
recuerdos infantiles reunidos en una fantasía.
«Sale apresuradamente a hacer varias comisiones. Al llegar al "Graben", se
desploma en el suelo de rodillas, como "reventada". En derredor suyo se arremolina un
grupo de gente en el que predominan los cocheros de punto, pero nadie la auxilia. Varias
veces intenta en vano incorporarse. Por fin debe de haberlo conseguido, pues la meten
en un coche que va a llevarla a su casa. A través de la ventanilla la arrojan una pesada
cesta muy voluminosa (parecida a una cesta de la compra).»
Por predilecta que haya lelgado a ser esta teoría de los estímulos oníricos
somáticos y por atractiva que parezca, es, sin embargo, fácil descubrir su punto débil.
Todo estímulo onírico somático que durante el reposo incita al aparato anímico a su
interpretación por medio de la formación de ilusiones, puede motivar un sinnúmero de
tales tentativas de interpretación y, por tanto, alcanzar su representación en el contenido
onírico por infinitos elementos diferentes. Pero la teoría de Strümpell y Wundt no nos
indica motivo alguno que regule la relación entre el estímulo externo y la representación
onírica elegida para su interpretación, dejando así inexplicada la «singular selección»
que los estímulos «llevan a cabo, con gran frecuencia, en su actividad reproductiva»
(Lipps: Hechos fundamentales de la vida onírica, pág. 170). Contra la hipótesis
fundamental de toda la teoría de la ilusión, o sea, la de que durante el reposo no se halla
el alma en situación de reconocer la verdadera naturaleza del estímulo sensorial
objetivo, se han elevado también diversas objeciones. Así, Burdach, el viejo fisiólogo
sostiene la afirmación contraria de que también durante el estado de reposo es el alma
capaz de interpretar acertadamente las impresiones sensoriales que hasta ella llegan y
reaccionar conforme a tal interpretación exacta. En demostración de su aserto, aduce que
determinadas impresiones sensoriales, importantes para el durmiente, quedan excluidas
de la general indiferencia del mismo (la nodriza que despierta al más leve rumor del
niño), y que nuestro nombre, pronunciado en voz baja, interrumpe nuestro reposo,
mientras que otras impresiones auditivas más intensas, pero indiferentes, no obtienen
igual resultado, lo cual supone que el alma dormida sabe también diferenciar las
impresiones (cap. 2, apart. e). De estos hechos deduce Burdach que durante el reposo no
existe una incapacidad para interpretar los estímulos sensoriales, sino una falta de interés
con respecto a ellos. Los mismos argumentos alegados por Budach en 1830 retornan
luego, sin modificación alguna en la impugnación de la teoría de los estímulos somáticos
escrita por Lipps en 1883. Según este punto de vista, se nos muestra el alma semejante a
aquel durmiente que a la pregunta: «¿Duermes?», contesta: «No»; pero interpelado a
seguidas con la petición: «Entonces préstame diez duros», se escuda con la evasiva:
«Estoy dormido.»
Nada indica, a primera vista, que este sueño haya surgido bajo la influencia o
mejor dicho, bajo la coerción de un estímulo doloroso. Durante el día anterior me habían
hecho sufrir extraordinariamente, convirtiendo en tortura cada uno de mis movimientos,
varios furúnculos de que venía padeciendo. Uno de ellos, situado en la raíz del escroto,
había llegado a alcanzar el volumen de una manzana y me causaba, al andar,
insoportables dolores. La fatiga, la alteración febril y la desgana consiguiente, unidas a
la intensa labor que, a pesar de todo, hube de realizar durante el día, acabaron de
ensombrecer mi ánimo. En esta situación no me hallaba ciertamente muy facultado para
consagrarme a mis ocupaciones profesionales, pero teniendo en cuenta el carácter de mi
padecimiento y la región de mi cuerpo en la que se manifestaba, existía otra actividad
para la que, sin duda alguna, me encontraba aún menos capacitado. Tal actividad es la de
montar a caballo, y precisamente es la que el sueño me atribuye como la más enérgica
negación imaginable de mi padecimiento. Ignoro en absoluto el arte de la equitación, no
sueño nunca nada que con ella se relacione, y sólo una vez he montado en un caballo,
por cierto en pelo y sin que ello me produjera placer alguno. Pero en mi sueño monto
como si no tuviera furúnculo ninguno en el periné, o, mejor dicho, precisamente porque
no quiero tenerlo. Las silla, tal y como el sueño la describe, es la cataplasma que me
apliqué al acostarme, y cuyo efecto calmante me ha permitido conciliar el reposo. Así
protegido, no he advertido, durante algunas horas, indicio ninguno de mi padecimiento.
Luego, cuando las sensaciones dolorosas comenzaron a hacerse más vivas y amenazaron
con despertarme, vino el sueño a tranquilizarme, diciéndome: «Puedes seguir
durmiendo. No tienes furúnculo ninguno, pues montas a caballo, cosa que no es posible
con un divieso en el periné.» El dolor quedó de este modo ensordecido y pude, en
efecto, seguir durmiendo.
d) Sueños típicos.
Más adelante expondremos las causas de que tales dificultades dependen y los
medios de que nuestra técnica se vale para orillarlas, y entonces comprenderá el lector
por qué he de limitarme ahora a tratar de algunos de estos sueños típicos dejando el
estudio de los restantes para tal ocasión.
En casi todos los sueños de este género queda impreciso el grado de nuestra
desnudez. Alguna vez oiremos decir al sujeto que soñó hallarse en camisa, pero sólo en
muy raros casos presenta la imagen onírica tal precisión. Por lo contrario, suele ser tan
indeterminada, que para describirla es necesario emplear una alternativa: «Soñé que
estaba en camisa o en enaguas.» Asimismo, es lo más frecuente que la intensidad de la
vergüenza experimentada sea muy superior a la que el grado de desnudez podría
justificar. En los sueños de los militares queda muchas veces sustituida la desnudez por
un traje antirreglamentario. Así, sueñan haber salido sin sable, o sin gorra, hallándose de
servicio, o llevar con la guerrera unos pantalones de paisano y encontrar en la calle a
otros oficiales, etc.
Las personas ante las que nos avergonzamos suelen ser desconocidas, cuya
fisonomía permanece indeterminada. Otro carácter del sueño típico de este género es
que jamás nos hace nadie reproche alguno, ni siquiera repara en nosotros, con motivo de
aquello que tanto nos avergüenza. Por lo contrario, la expresión de las personas que en
nuestro sueño encontramos es de una absoluta indiferencia, o, como me fue dado
comprobar en un caso especialmente claro, estirado y solemne. Todo esto da que pensar.
Esta última es, punto por punto, la situación de nuestro sueño. No hace falta
aventurarse mucho para suponer que del incomprensible contenido del sueño ha partido
un impulso a inventar un disfraz mediante el cual adquiera un sentido la situación
expuesta ante la memoria, quedando entonces despojada esta situación de su
significación primitiva y haciéndose susceptible de ser utilizada para fines distintos. Ya
veremos más adelante que esta equivocada interpretación del contenido onírico por la
actividad intelectual consciente de un segundo sistema es algo muy frecuente y debe ser
considerado como un factor de la conformación definitiva de los sueños. Asimismo,
habremos de ver que en la formación de representaciones obsesivas y de fobias
desempeñan principal papel análogas interpretaciones erróneas, dentro siempre de la
misma personalidad psíquica. Con respecto a estos sueños de desnudez, podemos indicar
también de dónde es tomado el material necesario para dicha transformación de su
significado. El falsario es el sueño; el rey, el sujeto mismo, y la tendencia moralizadora
revela un oscuro conocimiento de que en el contenido latente se trata de deseos ilícitos
sacrificados a la represión. Los contextos en que tales sueños aparecen incluidos en mi
análisis de sujetos neuróticos demuestran, sin lugar a duda alguna, que se hallan basados
en un recuerdo de nuestra más temprana infancia. Sólo en esta edad hubo una época en
la que fuimos vistos desnudos, tanto por nuestros familiares como por personas extrañas
-visitantes, criadas, etc.-, sin que ello nos causara vergüenza ninguna. Asimismo, puede
observarse que la propia desnudez actúa sobre muchos niños, aun en períodos ya algo
avanzados de la infancia, como excitante. En lugar de avergonzarse, ríen a carcajadas,
corren por la habitación y se dan palmadas sobre el cuerpo hasta que su madre o la
persona a cuya guarda están encomendados les afea su proceder, tachándolos de
desvergonzados. Los niños muestran con frecuencia veleidad exhibicionista. Rara es la
aldea en que el viajero no encuentra a algún niño de dos o tres años que levanta a su
paso -y como en honor suyo- los faldones de su camiseta. Uno de mis pacientes
conservaba en su memoria consciente el recuerdo de una escena en que, teniendo ocho
años, había intentado entrar en camisa, a la hora de acostarse, en la alcoba de su
hermanita, capricho que le fue negado por la criada que de él cuidaba. En la historia
infantil de los neuróticos desempeña la desnudez de niños de sexo opuesto al del sujeto
un importantísimo papel. La manía de los paranoicos de creerse observados cuando se
visten o se desnudan debe ser enlazada a estos sucesos infantiles. Entre los perversos
existe un grupo -el de los exhibicionistas- en el que el indicado impulso infantil ha
pasado a la categoría de obsesión.
Cuando, en la edad adulta, volvemos la vista atrás se nos aparece esta época
infantil en la que nada nos avergonzaba como un Paraíso, y en realidad el Paraíso no es
otra cosa que la fantasía colectiva de la niñez individual. Por esta razón se hace vivir en
él, desnudos, a sus moradores, sin avergonzarse uno ante el otro, hasta que llega un
momento en que despiertan la vergüenza y la angustia, sucede la expulsión y comienza
la vida sexual y la labor de civilización. A este paraíso puede el sueño retrotraernos
todas las noches. Ya indicamos antes nuestra sospecha de que las impresiones de la
primera infancia (del período prehistórico, que alcanza hasta el final del cuarto año)
demandan de por sí y quizá sin que en ello influya para nada su contenido, una
reproducción, siendo, por tanto, su repetición una realización de deseos. Así, pues, los
sueños de desnudez son sueños exhibicionistas.
El nódulo del sueño exhibicionista queda constituido por la propia figura del
sujeto -no en su edad infantil, sino en la actual- y por el desorden o parvedad de su
vestido, detalle este último que, a causa de la superposición de recuerdos posteriores o
de imposiciones de la censura, queda siempre indeterminada. A este nódulo se agregan
las personas ante las cuales nos avergonzamos. No conozco caso ninguno de que entre
estas personas retornen las que realmente presenciaron las pretéritas exhibiciones
infantiles del sujeto. El sueño no es, en efecto, casi nunca un simple recuerdo. En todas
las reproducciones que el sueño, la histeria y la neurosis obsesiva nos presentan quedan
siempre omitidas aquellas personas a las que hicimos objeto de nuestro interés sexual en
nuestra infancia. Unicamente la paranoia hace retornar a los espectadores e impone al
sujeto la más fanática convicción de su presencia, aunque los deja permanecer invisibles.
Aquello con que el sueño los sustituye -«mucha gente desconocida» que no presta
atención al espectáculo que se le ofrece-constituye la transformación, en su contrario,
del deseo del sujeto, orientado hacia la persona, familiar y única, a la que siendo niño
dedicó su desnudez, en sus exhibiciones infantiles. Esta «gente desconocida» aparece
también en muchos otros sueños e intercala en los más diversos contextos, significando
entonces «secreto», siempre como transformación, en su contrario, de un deseo. El
retorno de la situación primitiva, que, como antes indicamos, se verifica en la paranoia,
queda adaptado asimismo a esta contradicción. El sujeto tiene en ella la convicción de
ser observado, pero los que así le observan son «gente desconocida, singularmente
indeterminada».
Las relaciones de nuestros sueños típicos con las fábulas y otros temas de creación
poética no son ciertamente escasas ni casuales. La penetrante mirada de un escritor ha
observado en una ocasión analíticamente el proceso de transformación de que el poeta
es, en general, instrumento y ha sido perseguir el desarrollo de dicho proceso
remontando su curso, o sea referir a un sueño la obra poética. Aludo con esto a Gottfried
Keller, en cuya obra Enrique el Verde me ha señalado un amigo mío el siguiente pasaje:
«No le deseo a usted, mi querido Lee, que compruebe por propia experiencia cuál fue la
sensación de Ulises al surgir desnudo y cubierto de barro ante Nausicaa y sus
compañeras. ¿Que cómo es posible tal comprobación? Helo aquí. Cuando lejos de
nuestra patria y de todo lo que nos es querido vagamos por tierras extrañas, vemos y
vivimos todo género de cosas, sufrimos y meditamos o nos hallamos quizá miserables y
abandonados, soñamos indefectiblemente alguna noche que nos acercamos a nuestros
lejanos lares. Los anhelados paisajes patrios aparecen ante nosotros encuentro. Pero
entonces nos damos cuenta de que llegamos destrozados, desnudos y cubiertos de polvo.
Vergüenza y angustia infinitas se apoderan de nosotros. Intentamos cubrir nuestras
desnudeces u ocultarnos, y acabamos por despertar bañados en sudor. Mientras existan
seres humanos será éste el sueño del desgraciado al que el Destino hace vagar lejos de su
patria. Vemos, pues, que la situación de Ulises ante Nausicaa ha sido tomada por
Homero de la más profunda y eterna esencia de la Humanidad.»
Ahora bien: esta eterna y más profunda esencia del hombre que todo poeta tiende
siempre a despertar en sus oyentes, se halla constituida por aquellos impulsos y
sentimientos de la vida anímica, cuyas raíces penetran en el temprano período infantil
considerado luego como prehistórico. Detrás de los deseos del expatriado, capaces de
consciencia y libres de toda objeción, se abren paso en el sueño los deseos infantiles,
reprimidos y devenidos ilícitos, razón por la cual termina siempre en sueño de angustia
este sueño que la leyenda de Nausicaa objetiviza.
Otros sueños que también hemos de considerar como típicos son aquellos cuyo
contenido entraña la muerte de parientes queridos: padres, hermanos, hijos, etc. Ante
todo observamos que estos sueños se dividen en dos clases: aquellos durante los que no
experimentamos dolor alguno, admirándonos al despertar nuestra insensibilidad, y
poseídos por una profunda aflicción hasta el punto de derramar durmiendo amargas
lágrimas.
Los primeros no pueden ser considerados como típicos y, por tanto, no nos
interesan de momento. Al analizarlos hallamos que significan algo muy distinto de lo
que constituye su contenido y que su función es la de encubrir cualquier deseo diferente.
Recordemos el de aquella joven que vio ante sí muerto y colocado en el ataúd a su
sobrino, el único hijo que quedaba a su hermana de dos que había tenido. El análisis nos
demostró que este sueño no significaba el deseo de la muerte del niño, sino que encubría
el de volver a ver después de larga ausencia a una persona amada a la que en análoga
situación, esto es, cuando la muerte de su otro sobrino, había podido contemplar de
cerca la sujeto, también después de una prolongada separación. Este deseo, que
constituye el verdadero contenido del sueño, no trae consigo motivo ninguno de duelo,
razón por la cual no experimenta la sujeto durante él sentimiento alguno doloroso.
Observamos aquí que la sensación concomitante al sueño no corresponde al contenido
manifiesto, sino al latente, y que el contenido afectivo ha permanecido libre de la
deformación de que ha sido objeto el contenido de representaciones.
Muy distintos de éstos son los sueños en que aparece representada la muerte de un
pariente querido y sentimos dolorosos afectos. Su sentido es, en efecto, el que aparece
manifiesto en su contenido, o sea el deseo de que muera la persona a que se refieren.
Dado que los sentimientos de todos aquellos de mis lectores que hayan tenido alguno de
estos sueños habrán de rebelarse contra esta afirmación mía, procuraré desarrollar su
demostración con toda amplitud.
Uno de los análisis expuestos en páginas anteriores, nos reveló que los deseo que
el sueño nos muestra realizados no son siempre deseos actuales. Pueden ser también
deseos pasados, agotados, olvidados y reprimidos, a los que sólo por su resurgimiento en
el sueño hemos de atribuir una especie de supervivencia. Tales deseos no han muerto,
según nuestro concepto de la muerte, sino que son semejantes a aquellas sombras de
Odisea, que en cuanto bebían sangre despertaban a una cierta vida. En el sueño de la
niña muerta y metida en una caja se trata de un deseo que había sido actual quince años
antes y que la sujeto confesaba ya francamente haber abrigado por entonces. No será
quizá superfluo para la mejor inteligencia de nuestra teoría de los sueños el hacer constar
aquí incidentalmente que incluso este mismo deseo se basa n un recuerdo de la más
temprana infancia. La sujeto oyó, siendo niña, aunque no le es posible precisar el año,
que, hallándose su madre embarazada de ella, deseó a causa de serios disgustos que el
ser que llevaba en su seno muriera antes de nacer. Llegada a la edad adulta y
embarazada a su vez, siguió la sujeto el ejemplo de su madre.
De todos modos, los sentimientos de hostilidad contra los hermanos tienen que ser
durante la infancia mucho más frecuentes de lo que la poco penetrante observación de
los adultos llega a comprobar.
En mis propios hijos, que se sucedieron rápidamente, he desperdiciado la ocasión
de tales observaciones, falta que ahora intento reparar atendiendo con todo interés a la
tierna vida de un sobrinito mío, cuya dichosa soledad se vio perturbada al cabo de
quince meses por la aparición de una competidora. Sus familiares me dicen que el
pequeño se aporta muy caballerosamente con su hermanita, besándole la mano y
acariciándola; pero he podido comprobar que antes de cumplir los dos años ha
comenzado a utilizar su naciente facultad de expresión verbal para criticar a aquel nuevo
ser, que le parece absolutamente superfluo. Siempre que se habla de la hermanita ante él
interviene en la conversación, exclamando malhumorado: «¡Es muy pequeña!» Luego,
cuando el espléndido desarrollo de la chiquilla desmiente ya tal crítica, ha sabido hallar
el primogénito otro fundamento en que basar su juicio de que la hermanita no merece
tanta atención como se le dedica, y aprovecha toda ocasión para hacer notar que «no
tiene dientes». De otra sobrinita mía recordamos todos que, teniendo seis años, abrumó
durante media hora a sus tías con la pregunta: «¿Verdad que Lucía no puede entender
aún estas cosas?» Lucía era una hermanita suya, dos años y medio menor que ella.
Quizá opongan aquí algunos de mis lectores la objeción de que aun aceptando los
impulsos hostiles de los niños contra sus hermanos, no es posible que el espíritu infantil
alcance el grado de maldad que supone desear la muerte a sus competidores, como si no
hubiera más que esta máxima pena para todo delito. Pero los que así piensan no
reflexionan que el concepto de «estar muerto» no tiene para el niño igual significación
que para nosotros. El niño ignora por completo el horror de la putrefacción, el frío del
sepulcro y el terror de la nada eterna, representaciones todas que resultan intolerables
para el adulto, como nos lo demuestran todos los mitos «del más allá». Desconoce el
miedo a la muerte, y de este modo juega con la terrible palabra amenazando a sus
compañeros. «Si haces eso otra vez te morirás, como se murió Paquito», amenaza que la
madre escucha con horror, sabiendo que más de la mitad de los nacidos no pasan de los
años infantiles. De un niño de ocho años sabemos que al volver de una visita al Museo
de Historia Natural dijo a su madre: «Te quiero tanto, que cuando mueras mandaré que
te disequen y te tendré en mi cuarto para poder verte siempre.» ¡Tan distinta es de la
nuestra la infantil representación de la muerte!.
Así, pues, cuando el niño tiene motivos para desear la ausencia de otro carece de
toda retención que pudiese apartarla de dar a dicho deseo la forma de la muerte de su
competidor, y la reacción psíquica al sueño de deseo de muerte prueba que, no obstante
las diferencias de contenido, en el niño es tal deseo idéntico al que en igual sentido
puede abrigar el adulto.
Pero si este infantil deseo de la muerte de los hermanos queda explicado por el
egoísmo del niño, que no ve en ellos sino competidores, ¿cómo explicar igual optación
con respecto a los padres, que significan para él una inagotable fuente de amor y cuya
conservación debiera desear, aun por motivos egoístas, siendo como son los que cuidan
de satisfacer sus necesidades?
Durante algún tiempo he tenido ocasión de estudiar con todo detalle a una niña
que pasó por diversos estados psíquicos. En la demencia frenética con que comenzó su
enfermedad mostró una especial repulsión hacia su madre, insultándola y golpeándola en
cuanto intentaba acercarse a su lecho. En cambio, se mostraba muy cariñosa y dócil para
con su hermana, bastante mayor que ella. A este período de excitación surgió otro más
despejado, aunque algo apático y con grandes perturbaciones del reposo, fase en la que
comencé a someterla a tratamiento y a analizar sus sueños. Gran cantidad de los mismos
trataba, más o menos encubiertamente, de la muerte de la madre. Así, asistía la sujeto al
entierro de una anciana o se reía sentada en la mesa con su hermana, ambas vestidas de
luto. El sentido de estos sueños no ofrecía la menor duda. Conseguida luego una más
firme mejoría, aparecieron diversas fobias, entre las cuales la que más le atormentaba
era la de que a su madre le había sucedido algo, viéndose incoerciblemente impulsada a
retornar a su casa, cualquiera que fuese el lugar en que estuviese, para convencerse de
que aún se hallaba con vida. Este caso, confrontado con mi experiencia anterior en la
materia, me fue altamente instructivo, mostrándome, como traducción de un tema a
varios idiomas, diversas reacciones del aparato psíquico a la misma representación
estimuladora. En la demencia inicial, dependiente, a mi juicio, del vencimiento de la
segunda instancia psíquica por la primera, hasta entonces reprimida, adquirió poder
motor la hostilidad inconsciente contra la madre. Luego, al comienzo de la fase pacífica,
reprimida la rebelión y restablecida la censura, no quedó accesible a dicha hostilidad
para la realización del deseo de muerte en que se concretaba, dominio distinto del de los
sueños, y, por último, robustecida la normalidad, creo, como reacción contraria histérica
y fenómeno de defensa, la excesiva preocupación con respecto a la madre.
Relacionándolo con este proceso, no nos resulta ya inexplicable el hecho de que las
muchachas histéricas manifiesten con tanta frecuencia un tan exagerado cariño a sus
madres.
Aludimos con esto a la leyenda del rey Edipo y al drama de Sófocles en ella
basado. Edipo, hijo de Layo, rey de Tebas, y de Yocasta, fue abandonado al nacer sobre
el monte Citerón, pues un oráculo había predicho a su padre que el hijo que Yocasta
llevaba en su seno sería un asesino. Recogido por unos pastores, fue llevado Edipo al rey
de Corinto, que lo educó como un príncipe. Deseoso de conocer su verdadero origen,
consultó un oráculo, que le aconsejó no volviese nunca a su patria, porque estaba
destinado a dar muerte a su padre y a casarse con su madre. No creyendo tener más
patria que Corinto, se alejó de aquella ciudad, pero en su camino encontró al rey Layo y
lo mató en una disputa. Llegado a las inmediaciones de Tebas adivinó el enigma de la
Esfinge que cerraba el camino hasta la ciudad, y los tebanos, en agradecimiento, le
coronaron rey, concediéndole la mano de Yocasta. Durante largo tiempo reinó digna y
pacíficamente, engendrando con su madre y esposa dos hijos y dos hijas, hasta que
asolada Tebas por la peste, decidieron los tebanos consultar al oráculo en demanda del
remedio. En este momento comienza la tragedia de Sófocles. Los mensajeros traen la
respuesta en que el oráculo declara que la peste cesará en el momento en que sea
expulsado del territorio nacional el matador de Layo. Mas ¿dónde hallarlo?
Pero él, ¿dónde está él?
¿Dónde hallar
la oscura huella de la antigua culpa?
La acción de la tragedia se halla constituida exclusivamente por el descubrimiento
paulatino y retardado con supremo arte -proceso comparable al de un psicoanálisis- de
que Edipo es el asesino de Layo y al mismo tiempo su hijo y el de Yocasta. Horrorizado
ante los crímenes que sin saberlo ha cometido, Edipo se arranca los ojos y huye de su
patria. La predicción del oráculo se ha cumplido.
Por tanto, tengo bases como para rechazar la teoría que los sueños de volar y caer
son producidos por el estado de nuestras sensaciones táctiles o de movimiento pulmonar
o algo por el estilo. Por mi parte, pienso que tales sensaciones son en sí reproducidas
como una parte del recuerdo al que el sueño retrocede, es decir, son una parte del
contenido del sueño pero no su fuente. Sin embargo, no puedo dejar de reconocer mi
incapacidad de ofrecer una explicación completa de este tipo de sueños. Mis
conocimientos me han abandonado al llegar a este punto. Debo, sin embargo, insistir en
la afirmación general que todas las sensaciones motoras y táctiles en acción en estos
sueños típicos, emergen de inmediato cada vez que haya una razón psíquica para hacer
uso de ellas y que puedan ser descartadas al no ser necesitadas. Soy también de la
opinión que la relación entre tales sueños y las experiencias infantiles se han establecido
con seguridad por los hechos obtenidos en los análisis de psiconeuróticos. Sin embargo,
no soy capaz de decir que otros significados pueden relacionarse con dichas sensaciones
a lo largo de la vida -diferentes significados, tal vez para cada caso individual a pesar de
la apariencia típica de estos sueños, y tendría sumo agrado en poder llenar el vacío con
un análisis cuidadoso de claros ejemplos. Si alguien se sorprende que pese a la
frecuencia de sueños de volar, caer o sacarse un diente, me esté quejando de la falta de
material, debo decir que yo mismo no he tenido sueños así desde que empezó mi interés
por la interpretación onírica. Los sueños de neuróticos, de los que me he aprovechado,
no siempre se pueden interpretar, al menos en muchos casos, como para revelar el total
significado oculto. Una fuerza particular, que tuvo que ver con el origen y construcción
de la neurosis, llega a actuar una vez más al tratar de resolverla, lo que nos impide
interpretar estos sueños hasta su último secreto.
h) El sueño de examen.
Todo aquel que ha terminado con el examen de grado sus estudios de bachillerato
puede testimoniar de la tenacidad con que le persigue el sueño de angustia de que va a
ser suspendido y tendrá que repetir el curso, etc. Para el poseedor de un título académico
se sustituye este sueño típico por el de que tiene que presentarse al examen de
doctorado, sueño durante el cual se objeta en vano que hace ya muchos años que obtuvo
el deseado título y se halla ejerciendo la profesión correspondiente. En estos sueños es el
recuerdo de los castigos que en nuestra infancia merecieron nuestras faltas lo que revive
en nosotros y viene a enlazarse a los dos puntos culminantes de nuestros estudios, al dies
irae, dies illa de los rigurosos exámenes. El «miedo de examen» de los neuróticos halla
también un incremento en la citada angustia infantil. Terminados nuestros estudios, no
es ya de nuestros padres, preceptores o maestros, de quienes hemos de esperar el castigo
a nuestras faltas, sino de la inexorable concatenación causal de la vida, la cual toma a su
cargo continuar nuestra educación, y entonces es cuando soñamos con los exámenes -¿y
quién no ha dudado de su éxito?- siempre que tememos que algo nos salga mal en
castigo a no haber obrado bien o no haber puesto los medios suficientes para la
consecución de un fin deseado; esto es, siempre que sentimos pesar sobre nosotros una
responsabilidad.
Los sueños de examen presenta, para la interpretación, aquella dificultad que antes
señalamos como característica de los sueños típicos. El material de asociaciones que el
sujeto pone a nuestra disposición rara vez resulta suficiente, y de este modo, sólo por la
reunión y comparación de numerosos ejemplos nos es posible llegar a la inteligencia de
estos sueños. Recientemente experimenté en un análisis la segura impresión de que la
frase: «Pero !si ya eres doctor!, etc., no se limita a encubrir una intención alentadora,
sino que entraña también un reproche: «Tienes ya muchos años y has avanzado mucho
en la vida; mas, a pesar de ello, sigues haciendo bobadas y niñerías.» El contenido
latente de esos sueños correspondería, pues, a una mezcla de autocrítica y aliento, y
siendo así, no podremos extrañar que el reproche de seguir cometiendo «bobadas»» y
«niñerías» se refiera, en los ejemplos últimamente analizados, a la repetición de actos
sexuales, contra los que hay algo que se opone en nosotros. W. Stekel, que adelantó la
primera interpretación de un sueño de examen (`Matura'), era de la opinión que
habitualmente se relacionaban con tests sexuales y con madurez sexual. Mi experiencia
ha confirmado a menudo este punto de vista.
CAPÍTULO VI
LA ELABORACIÓN ONÍRICA
TODAS las tentativas realizadas hasta el día para solucionar los problemas
oníricos se enlazaban directamente al contenido manifiesto, esforzándose por extraer de
él la interpretación o fundamentar en él, cuando renunciaban a hallar sentido alguno
interpretable, su juicio sobre el fenómeno objeto de nuestro estudio. Somos, pues, los
primeros en partir de un diferente punto inicial. Para nosotros se interpola, en efecto,
entre el contenido onírico y los resultados de nuestra observación un nuevo material
psíquico: el contenido latente o ideas latentes del sueño que nuestro procedimiento
analítico nos lleva a descubrir. De este contenido latente y no del manifiesto es del que
desarrollamos la solución del sueño. Así, pues, se nos presenta también una nueva labor
que no se planteaba a los autores anteriores: la de investigar las relaciones del contenido
manifiesto con las ideas latentes y averiguar por qué proceso ha surgido de estas últimas
aquel primero.
Las ideas latentes y el contenido manifiesto se nos muestran como dos versiones
del mismo contenido, en dos idiomas distintos, o, mejor dicho, el contenido manifiesto
se nos aparece como una versión de las ideas latentes a una distinta forma expresiva
cuyos signos y reglas de construcción hemos de aprender por la comparación del
original con la traducción. Las ideas latentes nos resultan perfectamente comprensibles
en cuanto las descubrimos. En cambio, el contenido manifiesto nos es dado como un
jeroglífico, para cuya solución habremos de traducir cada uno de sus signos al lenguaje
de las ideas latentes. Incurriríamos, desde luego, en error si quisiéramos leer tales signos
dándoles el valor de imágenes pictóricas y no de caracteres de una escritura jeroglífica.
Supongamos que tenemos ante nosotros un jeroglífico cualquiera de los muchos que se
publican como pasatiempo. En él vemos una casa sobre cuyo tejado descansa una barca,
y luego, a continuación una letra y una figura humana, sin cabeza, corriendo
desesperadamente, etc. Ante estas imágenes podríamos expresar la crítica de que tanto
su yuxtaposición como su presencia aislada son absurdas e insensatas, pues las barcas no
anclan nunca sobre los tejados y un hombre decapitado es incapaz de correr. Asimismo,
esta última figura resulta más grande que la casa, y si el conjunto ha de representar un
paisaje, sobran las letras, que jamás hemos visto surgir espontáneamente en la
Naturaleza. Pero estas objeciones dependen de que formamos sobre el jeroglífico un
juicio equivocado. Así pues, habremos de prescindir de ellas y adaptarnos al verdadero
carácter de aquél, esforzándose en sustituir cada imagen por una sílaba o una palabra
susceptibles de ser representadas por ella. La yuxtaposición de las palabras que así
reuniremos no carecerá ya de sentido, sino que podrá constituir incluso una bellísima
sentencia. Pues bien: el sueño es exactamente uno de estos jeroglíficos, y nuestros
predecesores en la interpretación onírica han incurrido en la falta de considerar el
jeroglífico como una composición pictórica. De este modo no tenía más remedio que
parecerles insensato y sin valor alguno.
a) La labor de condensación.
Lo primero que la comparación del contenido manifiesto con las ideas latentes
evidencia al investigador es que ha tenido efecto una magna labor de condensación. El
sueño es conciso, pobre y lacónico en comparación con la amplitud y la riqueza de las
ideas latentes. Su relación escrita ocupa apenas media página. En cambio, la del análisis
en el cual se hallan contenidas las ideas latentes ocupa seis, ocho o doce veces más
espacio. Esta proporción es muy variable, y por lo que hasta el momento hemos podido
comprobar, no influye para nada en el sentido de los sueños correspondientes.
Generalmente se estima muy por debajo el montante de la comprensión que ha tenido
efecto, pues se consideran las ideas latentes descubiertas como la totalidad del material
dado, siendo así que no constituyen sino una parte del mismo y que, prosiguiendo el
análisis, podemos hallar todavía nuevas series de ideas que se ocultaban detrás del
sueño. Ya indicamos antes que jamás podemos estar seguros de haber agotado la
interpretación de un sueño. Aunque la solución obtenida nos parezca completa y
satisfactoria, queda siempre la posibilidad de que el mismo sueño haya servido también
de exteriorización a otro sentido más. Así, pues, el montante de condensación es -en
términos rigurosos- indeterminable. Contra el aserto de que la desproporción entre
contenido manifiesto e ideas latentes nos fuerza a deducir que en la elaboración onírica
ha tenido efecto una amplia condensación del material psíquico, podría elevarse una
objeción, a primera vista muy plausible. Pudiera, en efecto, alegarse la impresión que
con tanta frecuencia experimentamos de haber soñado muchas cosas a través de toda la
noche y haber olvidado después la mayor parte. De este modo el sueño que al despertar
recordamos no sería sino un resto de la total elaboración onírica, la cual, recordada por
entero, presentaría una amplitud igual a la de las ideas latentes. Hay aquí una parte de
verdad, pues la observación de que cuando más fielmente nos es dado reproducir un
sueño es cuando intentamos recordarlo inmediatamente después de despertar, mientras
que conforme avanza el día va haciéndose su recuerdo cada vez más vago e incompleto,
es rigurosamente cierta. Pero, por otro lado, podemos comprobar que el sentimiento de
haber soñado mucho más de lo que podemos reproducir reposa muchas veces en una
ilusión, cuyo origen aclararemos más adelante. Además, la hipótesis de una
condensación en la elaboración onírica no queda contradicha en modo alguno por la
posibilidad del olvido de los sueños, pues resulta demostrada por las masas de
representaciones pertenecientes a cada uno de los fragmentos oníricos conservados. Lo
que sucede cuando realmente ha sido olvidada una gran parte del sueño es que tal olvido
nos cierra el acceso a una nueva serie de ideas latentes, pues nada justifica la suposición
de que los fragmentos oníricos olvidados no se habrían referido sino a aquellas ideas que
ya conocemos por el análisis de los conservados.
Investigando la emergencia de los demás elementos del sueño en las ideas latentes
realizamos aún nuevos descubrimientos. La lámina en colores contenida en la página por
la que abro el libro se refiere (véase el análisis) a un nuevo tema, la crítica de mis obras
por mis colegas; a otro ya representado en el sueño, mis aficiones, y al recuerdo infantil
de la destrucción de un libro que tenía láminas de colores. El espécimen disecado de la
planta se refiere al suceso del herbario escolar y hace resaltar este recuerdo con especial
energía. Veo, pues, de qué género es la relación entre el contenido manifiesto y las ideas
latentes: no sólo se hallan múltiplemente determinados los elementos del sueño por las
ideas latentes, sino que cada una de éstas se halla asimismo representada en el sueño por
varios elementos. De un elemento del sueño conduce el camino de asociación a varias
ideas latentes y de una idea latente, a varios elementos del sueño. Así, pues, la
elaboración no se verifica suministrando cada una de las ideas latentes o cada grupo por
ellas formando una abreviatura destinada al contenido del sueño -como los habitantes de
una nación eligen diputados que los representen en Cortes-, sino que la completa
totalidad de las ideas latentes es sometida a cierta elaboración conforme a la cual los
elementos más firmes y eficazmente sustentados quedan situados en primer término para
su acceso al contenido manifiesto, procedimiento análogo al de elección por listas
electorales. Cualquiera que sea el sueño que sometamos a esta disección, confirmaremos
los mismos principios; esto es, que los elementos del contenido manifiesto quedan
constituidos a expensas de la totalidad de las ideas latentes y cada uno de ellos se
muestra múltiplemente determinado con relación a dichas ideas.
La fatiga al andar fue tan clara en el sueño, que todavía, al despertar, dudó el
sujeto por algunos momentos si se trataba de un sueño o de una realidad.
Si nos atenemos al contenido manifiesto, no presenta este sueño nada que merezca
nuestro interés. Contra lo regular, comenzaré la interpretación por el fragmento que el
sujeto manifiesta ha sido el más claro y preciso.
La fatiga soñada y probablemente sentida en el sueño, esto es, la disnea al subir la
cuesta, es uno de los síntomas que el sujeto mostró realmente hace algunos años y fue
atribuido por entonces, con otros fenómenos, a una tuberculosis (simulada
probablemente por la histeria). Conocemos ya, por nuestro estudio de los sueños
exhibicionistas, esta sensación de parálisis, peculiar al fenómeno onírico, y volvemos a
comprobar aquí que es utilizada como un material disponible en todo momento para los
fines de otra cualquier representación. El fragmento onírico que describe cómo la subida
se hacía muy trabajosa al principio y fácil, en cambio, al final de la pendiente me
recordó, al escuchar el relato de este sueño, la conocida y magistral introducción de la
Safo, de Alfonso Daudet. Un joven sube una escalera llevando en brazos a su amada. Al
principio no siente apenas el peso del adorado cuerpo, pero conforme va subiendo va
haciéndose más pesada la carga, hasta resultarle intolerable. Esta escena resume la
narración de Daudet, en la cual se propone el poeta advertir a la juventud de los peligros
de prodigar seria inclinación a mujeres de baja extracción y dudoso pasado. Aunque
sabía que mi paciente había mantenido, y roto poco tiempo antes, relaciones amorosas
con una actriz, no esperaba yo que mi espontánea interpretación se demostrase acertada.
Además, la escena de Safo se desarrollaba en sentido inverso a la del sueño, pues en éste
es la subida penosa al principio y luego fácil, mientras que para el símbolo de la novela
es necesario que aquello que al principio parece ligero resulte luego una pesada carga.
Para mi sorpresa, observó el paciente que tal interpretación se adaptaba muy bien al
contenido de la obra que la noche anterior había visto representar en el teatro. Dicha
obra se titulaba En derredor de Viena y desarrollaba la vida de una muchacha de origen
humilde que, lanzada a la vida galante, subía a capas más altas de la sociedad por sus
relaciones con hombres aristócratas, pero acababa descendiendo cada vez más bajo. El
argumento de esta obra le había recordado otra, titulada De escalón en escalón, en cuyos
carteles anunciadores se ostentaba una escalera de varios escalones.
No puede abrigarme la menor duda sobre aquello a que se alude con el manzano y
las manzanas. Un bello busto era uno de los encantos con los que la actriz había
encadenado al sujeto.
El conjunto de este análisis justificaba plenamente la sospecha de que el sueño se
retrotraía a una impresión infantil y que, siendo así, tenía que referirse a la nodriza del
sujeto, el cual se halla próximo a los treinta años. Para el niño es, efectivamente, el seno
de su nodriza la posada donde se alimenta. Tanto la nodriza como Safo constituyen en el
sueño alusiones a la mujer amada y recientemente abandonada.
Así como el nombre de Safo no fue escogido por el poeta sin un propósito alusivo
a una costumbre lesbiana, también los fragmentos del sueño que muestran personas
ocupadas arriba y abajo se refieren a fantasías de contenido sexual que ocupan la
imaginación del sujeto y que a título de impulsos sexuales reprimidos no carecen de
relación con su neurosis. La interpretación misma no nos revela que tales elementos
latentes así representados en el sueño sean, en efecto, fantasías y no recuerdos de hechos
reales, pues se limita a proporcionarnos un contenido ideológico y deja a nuestro cargo
el fijar un valor real. Los sucesos reales y los fantásticos aparecen aquí -y no sólo aquí,
sino también en la creación de productos psíquicos de mayor importancia que el sueño-
como equivalentes al principio. La mucha gente significa, como ya indicamos, secreto.
El hermano no es sino el representante, incluido en la escena infantil, por un «fantasear
retrospectivo» de todos los ulteriores competidores amorosos. Por último el episodio del
caballero que insulta al rey de Italia se relaciona de nuevo por el intermedio de un
suceso reciente, pero indiferente en sí, con el acceso de personas de baja extracción a
círculos elevados de la sociedad. Es como si a la advertencia que Daudet dirige a los
jóvenes hubiera de yuxtaponerse otra análoga dirigida al niño de pecho.
II. El sueño del escarabajo de Mayo. Contenido onírico: Como segundo ejemplo
para el estudio de la condensación en la elaboración onírica, comunicaré aquí el análisis
parcial de otro sueño que debo a una señora, ya de edad madura, sometida a tratamiento
psicoanalítico. Correlativamente a los graves estados de angustia que padecía, contenían
sus sueños un amplísimo material de ideas sexuales, cuya revelación la sorprendió y
atemorizó al principio. No siéndome posible comunicar el análisis completo, parece el
material onírico dividirse en varios grupos sin conexión visible.
«Recuerda que tiene encerrados en una caja dos coleópteros (Maikaefer) a los que
habrá de dar libertad si no quiere que se ahoguen. Al abrir la caja ve que los dos insectos
se hallan muy deprimidos. Por fin, vuela uno a través de la ventana abierta; pero el otro
queda machacado contra una de las hojas de la misma al cerrarla ella, obedeciendo a la
indicación que alguien le hace en tal sentido (manifestaciones de repugnancia).»
Análisis: Su marido se halla de viaje. Junto a ella, en el lecho conyugal, duerme su
hija, muchacha de catorce años. Esta última le advirtió, al acostarse, que había caído una
polilla en el vaso de agua; pero ella no se preocupó de sacarla, y al verla por la mañana
lamenta la muerte del pobre animalito. En un libro que leyó por la noche se cuenta cómo
unos niños arrojan un gato en un caldero de agua hirviendo y se describen las
convulsiones de la infeliz víctima. Estas son las dos impresiones, indiferentes en sí, que
motivan el sueño. A continuación pasa al tema de la crueldad para con los animales. Su
hija mostró en alto grado este defecto durante un verano que pasaron en el campo. Se
dedicó a formar una colección de mariposas y le pidió arsénico para matarlas. Una
mariposa de gran tamaño se le escapó un día de las manos y revoloteó largo rato por la
habitación con el cuerpo traspasado por un alfiler. Otra vez se le murieron de hambre
unos gusanos que guardaba para observar cómo iban formando el capullo. Esta misma
niña solía entretenerse, en años aún más tiernos, arrancando a los coleópteros y a las
mariposas las alas y las patas. Afortunadamente se ha corregido ya de estas tendencias
crueles y hoy se horrorizaría de tales actos.
Durante la tarde anterior al sueño había estado revisando cartas antiguas y había
leído, a los suyos, varias de ellas, serias unas y cómicas otras. Entre estas últimas se
halla una, altamente ridícula, de un profesor de piano que le había hecho la corte de
muchacha. Luego leyó otra de un aristocrático pretendiente.
Se reprocha no haber podido impedir que una de sus hijas leyese un libro, poco
recomendable, de Maupassant.
El arsénico que su hija le pidió en la ocasión indicada le recuerda las píldoras de
arsénico que devuelven las energías juveniles al duque de Mora, en El Nabab, de
Daudet.
Al elemento «dar libertad» asocia el recuerdo de un pasaje de La flauta mágica:
«No puedo forzarte a amar, - pero no te devolveré la libertad.»
A los coleópteros (Maikaefer), las palabras de Kaetchen: «Estás enamorado como
un coleóptero.»
El personaje principal del contenido del sueño es Irma, mi paciente, que aparece
en él con su fisonomía real y, por tanto, se representa al principio a sí misma. Pero ya su
colocación, al reconocerla yo junto a la ventana, está tomada de un recuerdo referente a
otra persona, aquella señora a la que, según me revelan las ideas latentes, quisiera yo
tener como paciente en lugar de Irma. Por el hecho de padecer ésta una difteritis,
enfermedad que me recuerda la de mi hija mayor, pasa a representar a ésta, detrás de la
cual, y enlazada con ella por la igualdad de nombre, se esconde la persona de una
paciente muerta por intoxicación. En el subsiguiente curso del sueño cambia la
significación de la personalidad de Irma (sin que su imagen onírica varíe),
transformándose en uno de los niños a los que reconocíamos en la consulta pública de
nuestra clínica, ocasión en la que demuestran mis dos amigos la diferencia de sus
capacidades intelectuales. El paso de una a otra significación quedó, sin duda, facilitado
por la representación de mi hija en edad infantil. Por la resistencia que opone a abrir
bien la boca, se convierte la misma Irma en alusión a otra señora reconocida por mí una
vez, y luego, dentro del mismo contexto, a mi propia mujer. En las alteraciones
patológicas que compruebo en su garganta hallo, además, alusiones a toda una serie de
otras personas.
Todas estas personas con las que tropiezo al perseguir el elemento «Irma» no
entran corporalmente en el sueño, sino que se esconden detrás de la persona onírica
«Irma», que queda constituida de este modo como una imagen colectiva con rasgos
contradictorios. Por mi atribución a Irma de todos aquellos recuerdos míos referentes a
aquellas otras personas sacrificadas en el proceso de condensación, queda convertida en
representante de las mismas.
La constitución de tal persona colectiva, para los fines de la condensación onírica,
puede llevarse también a cabo fundiendo en una imagen onírica los rasgos actuales de
dos o más personas.
b) El proceso de desplazamiento.
Ahora bien: estos elementos esenciales, acentuados por un intenso interés, pueden
ser tratados en la elaboración onírica como si poseyeran un menor valor, y, en su lugar,
pasan al contenido manifiesto otros que poseían seguramente menos valor en las ideas
latentes. Experimentamos en un principio la impresión de que la intensidad psíquica de
las representaciones carece de toda significación para la selección onírica, rigiéndose
ésta únicamente por la determinación, más o menos multilateral de las mismas. Pudiera
creerse que al sueño manifiesto no pasa aquello que posee mayor importancia en las
ideas latentes, sino tan sólo lo que en ellas se halla múltiplemente determinado.
Por el momento no nos interesan sino las ideas latentes esenciales, las cuales
revelan ser casi siempre un complejo de ideas y recuerdos de complicadísima estructura
y con todos los caracteres de los procesos mentales de la vigilia, que nos son conocidos.
Con gran frecuencia son concatenaciones de ideas que parten de diversos centros, pero
que no carecen de puntos de contacto y casi regularmente aparece junto a un proceso
mental su reflejo contradictorio, unido a él por asociaciones de contraste.
Quizá se nos presente aquí la objeción de que no es exacto que el sueño renuncie a
la representación de las relaciones lógicas, pues existen algunos en los que se desarrollan
las más complicadas operaciones mentales, y en los que se demuestra y se contradice, se
sutiliza y se compara, del mismo modo que en el pensamiento despierto. Pero también
aquí nos engaña una falsa apariencia. Cuando emprendemos la interpretación de tales
sueños, averiguamos que todo ello es material onírico y no representación de una labor
intelectual en el sueño. Lo que el aparente pensar del sueño reproduce es el contenido de
las ideas latentes y no las relaciones de dichas ideas entre sí, en cuya fijación es en lo
que consiste el pensamiento. Más adelante expondré algunos ejemplos que ilustrarán
estas afirmaciones. Lo que desde luego es fácilmente comparable es que todos los
discursos orales que en el sueño aparecen (y son expresamente calificados de tales por el
sujeto) son siempre reproducciones exactas o sólo ligeramente modificadas de discursos
reales, cuyo recuerdo forma parte del material onírico. El discurso no es con frecuencia
sino una alusión a un suceso contenido en las ideas latentes, siendo muy otro el sentido
del sueño.
Mas ¿con qué medios consigue la elaboración del sueño indicar tales relaciones
del material onírico, difícilmente representables? Intentaremos enumerarlos.
En primer lugar, rinde su tributo a la innegable coherencia de todos los elementos
del contenido latente, reuniéndolos en una síntesis, situación o proceso. Reproduce la
coherencia lógica como simultaneidad, y obrando así procede como el pintor que al
representar en un cuadro la Escuela de Atenas o el Parnaso reúne en su obra a un grupo
de filósofos o poetas que realmente no se encontraron nunca juntos en un atrio o sobre
una montaña, como el artista nos lo muestra, pero que constituyen, para nuestro
pensamiento, una comunidad. Es éste el procedimiento general de representación del
sueño. Así siempre que nos muestra dos elementos próximos uno a otro, nos indica con
ello la existencia de una íntima conexión entre los que a ellos corresponden en las ideas
latentes. Sucede aquí lo que en nuestro sistema de escritura: cuando escribimos ab
indicamos que las dos letras han de ser pronunciadas como una sola sílaba; mas si
vemos escrito primero a y luego b después de un espacio libre, lo consideraremos como
indicación de que a es la última letra de una palabra y b la primera de otra.
Comprobamos pues, que las combinaciones oníricas no se constituyen con elementos
totalmente arbitrarios y heterogéneos del material del sueño, sino con aquellos que
también se hallan íntimamente ligados en las ideas latentes.
Por lo que hasta ahora he podido ver, la división de un sueño en dos partes
desiguales no significa siempre la existencia de una relación causal entre las ideas
correspondientes a cada una de las mismas. Con gran frecuencia, parece como si en
ambos sueños fuese representado el mismo material desde dos diferentes puntos de
vista. Esto es lo que sucede seguramente en aquellas series de sueños sucesivos de una
misma noche, que terminan en una polución, y a través de los cuales va conquistándose
la necesidad somática, una expresión cada vez más clara. Puede también suceder que los
dos sueños proceden de centros distintos del material onírico, cruzándose sus
contenidos, de manera que uno de ellos presenta como centro aquello que en el otro
actúa como indicación, y recíprocamente. En cambio, existen otros casos en los que la
división en un breve sueño preliminar y un más extenso sueño ulterior significa
realmente la existencia de una relación causal entre ambos fragmentos. El segundo
procedimiento de representación a que antes nos referimos es puesto en práctica cuando
el material dado presenta una menor amplitud, y consiste en que una imagen onírica -de
una persona o de una cosa-queda transformada en otra. Pero sólo cuando vemos
desarrollarse en el sueño esta transformación es cuando podemos afirmar la existencia
de la relación causal, y no, en cambio, cuando observamos simplemente que en lugar de
una imagen ha surgido otra. Dijimos antes que los dos procedimientos empleados por el
sueño para representar la relación causal venían a ser, en el fondo, una misma cosa.
Ambos representan, efectivamente la causación por una sucesión. El primero, por la
sucesión de los sueños, y él segundo, por la transformación inmediata de una imagen en
otra. De todos modos, lo general es que la relación causal no obtenga representación
especial alguna, quedando envuelto en la obligada sucesión de los elementos del proceso
onírico.
Así, pues, allí donde el sujeto del sueño introduce en el relato del mismo una
alternativa: era un jardín o una habitación, etc. , no muestra el sueño tal alternativa, sino
simplemente una yuxtaposición, y lo que al introducir la alternativa queremos significar
en nuestro relato del sueño es la vaguedad e imprecisión de un elemento del mismo. La
regla de interpretación aplicable a este caso consiste en situar en un mismo plano los
diversos miembros de la aparente alternativa y unirlos con la conjunción copulativa «y».
Veamos un ejemplo: después de esperar en vano durante algún tiempo que un amigo
mío me comunicase las señas de su hospedaje en Italia, sueño recibir un telegrama en el
que me las indica, viéndolas yo impresas en tinta azul sobre la blanca cinta telegráfica.
La primera palabra aparece muy borrosa y puede ser:
o vía
o villa, la segunda palabra, clara, es Sezerno.
o incluso (casa).
O esta otra:
Cada uno de los dos textos posee un sentido particular y nos lleva, en la
interpretación, por caminos que le son peculiares. Para el entierro y los funerales de mi
padre había yo elegido el ceremonial más sencillo posible, pues sabía cuáles eran sus
ideas sobre este punto. Pero otras personas de mi familia no estaban conformes conmigo
y opinaban que tan puritana sencillez había de avergonzarnos ante los concurrentes al
duelo. Por esta razón, ruega uno de los textos del sueño «que se cierre un ojo», o sea,
según el sentido de esta frase familiar, que seamos indulgentes para con las debilidades
de los demás. El significado de la vaguedad que al relatar el sueño describimos con una
alternativa resulta aquí fácilmente comprensible. La elaboración onírica no ha
conseguido hallar un texto único, pero de doble sentido, para la expresión de las ideas
latentes, y de este modo se separan ya en el contenido manifiesto las dos principales
series de ideas.
Tan sólo una de las relaciones lógicas -la de analogía, coincidencia o contacto-
aparece acomodable a los mecanismos de la formación onírica, pudiendo así quedar
representada en el sueño por medios mucho más numerosos y diversos que ninguna otra.
Las coincidencias o analogías existentes en el sueño constituyen los primeros puntos de
apoyo de la formación de los sueños, y una parte nada insignificante de la elaboración
onírica consiste en crear nuevas coincidencias de este género cuando las existencias no
pueden pasar al sueño por oponerse a ello la resistencia de la censura. La tendencia a la
condensación, característica de la elaboración onírica, presta también su ayuda para la
representación de la relación de analogía.
La analogía, la coincidencia y la comunidad son representadas generalmente por
el sueño mediante la síntesis, en una unidad, de los elementos que las componen.
Cuando esta unidad no existe de antemano en el material del sueño, es creada al efecto.
En el primer caso, hablamos de identificación, y en el segundo, deformación mixta. La
identificación es utilizada cuando se trata de personas, y la formación mixta, cuando los
elementos que han de ser fundidos en una unidad son objetos. No obstante, también
quedan constituidas formaciones mixtas de personas. Del mismo modo que éstas, son
tratados con frecuencia por el sueño los lugares.
La identificación consiste en que sólo una de las personas enlazadas por una
comunidad pasa a ser representada en el contenido manifiesto, quedando las restantes
como reprimidas para el sueño. Pero en el sueño, esta persona que encubre las otras
entra tanto en aquellas relaciones y situaciones que le son propias como en las
correspondientes a cada una de las demás. Cuando la formación mixta se extiende a las
personas muestra ya la imagen onírica rasgos que pertenecen a las personas por ella
representadas, pero que no les son comunes, quedando así determinada, por la reunión
de tales rasgos, una nueva unidad, una persona mixta. Esta mezcla puede realizarse de
muy varios modos. La persona onírica puede llevar el nombre de una de aquellas a las
que representa -y en este caso «sabemos» en el sueño de qué persona se trata, en una
forma análoga a nuestro «saber» en la vida despierta-, presentando, en cambio, los
rasgos visuales de otra, o también puede aparecer compuesta la imagen onírica de rasgos
pertenecientes a ambas personas. La participación de la segunda persona puede
asimismo quedar representada, en lugar de por rasgos visuales, por los ademanes que se
atribuyen a la primera, las palabras que se colocan en sus labios o la situación en que se
la incluye. En este último caso, comienza a borrarse la definida diferencia existente entre
identificación y formación mixta. Pero también puede suceder que fracase la formación
de tal persona mixta y entonces es atribuida la escena del sueño a una de las personas, y
la otra -generalmente más importante- aparece a su lado, pero sin intervenir para nada en
la acción y realizando mero acto de presencia. Al relatar tales sueños dice, por ejemplo,
el sujeto: «Mi madre estaba también presente» (Stekel). Tales elementos del contenido
manifiesto pueden entonces compararse a los determinativos de la escritura jeroglífica,
signos no destinados a la pronunciación, sino a determinar a otros.
La comunidad que justifica y, por tanto, crea la unificación de las dos personas,
puede hallarse o no representada en el sueño. Lo general es que la identificación o la
formación de persona mixta sirva precisamente para ahorrar la representación de dicha
comunidad. Así, en lugar de repetir: A es enemigo mío y B también, construimos en el
sueño una persona mixta con las de A y B o nos representamos a A en un acto que
caracteriza a B. La persona onírica así constituida se nos muestra en el sueño dentro de
una nueva relación cualquiera, y la circunstancia de representar a A como B nos da
derecho a incluir, en el lugar correspondiente de la interpretación, aquello que es común
a ambas, o sea su hostilidad hacia mí. De este modo conseguimos con frecuencia una
extraordinaria condensación del contenido onírico, pues podemos ahorrarnos la
representación de circunstancias complicadísimas enlazadas a una persona cuando
hallamos otra que participa también en ellas, pero en un grado mucho menor. Fácilmente
se ve hasta qué punto puede servir también esta identificación para eludir la censura de
la resistencia que tan duras condiciones impone a la elaboración de los sueños. Así
cuando lo que repugna a la censura reposa precisamente en aquellas representaciones
enlazadas, dentro del material onírico, a una de las personas y hallamos otra que,
encontrándose también en relación con el material rechazado, lo está tan sólo con una
parte del mismo. El contacto en los puntos no libres de censura nos da derecho a
constituir una persona mixta, caracterizada, en ambas direcciones, por rasgos
indiferentes. Esta persona mixta y de identificación resulta entonces apropiada, por estar
libre de censura, para pasar al contenido manifiesto, y de este modo habremos
satisfecho, mediante el empleo de la condensación, las exigencias de la instancia
censora.
d) El cuidado de la representabilidad.
La investigación de cómo representa el sueño las relaciones dadas entre las ideas
latentes ha constituido hasta aquí nuestro principal objeto: más, sin embargo, nos hemos
extendido en varias ocasiones a considerar el problema de cuáles son las
transformaciones que la constitución de los sueños impone, en general, al material
onírico. Sabemos ya que este material, despojado de casi todas sus relaciones,
experimenta una comprensión, en tanto que la acción simultánea de desplazamiento de
intensidad entre sus elementos le impone una transmutación de su valor psíquico. Los
desplazamientos que hasta ahora hemos examinado demostraron ser sustituciones de una
representación determinada por otra asociativamente contigua a ella y se revelaron como
muy útiles para la condensación, permitiendo que en lugar de dos elementos pasase al
contenido manifiesto uno solo intermedio común entre ellos. Pero el proceso de
desplazamiento puede también revestir una forma distinta que aún no hemos
mencionado y que, según nos muestra el análisis, se manifiesta en una permuta de la
expresión verbal de las ideas correspondientes. Trátase siempre del mismo proceso -un
desplazamiento a lo largo de una cadena de asociaciones-, pero desarrollado en esferas
diferentes, y su resultado es que en el primer caso queda constituido un elemento por
otro, y en el segundo, cambia un elemento su expresión verbal por otra distinta.
Una señora amiga mía tiene el siguiente sueño: «Está en la ópera. Se representa
una obra de Wagner que ha durado hasta las siete y cuarto de la mañana. El patio de
butacas está lleno de mesas en las que comen y beben los espectadores. A una de ellas se
halla sentado, con su mujer, un primo suyo, que acaba de regresar del viaje de novios.
Junto a ellos, un aristócrata. De éste se sabe que la recién casada se lo ha traído de su
viaje, franca y abiertamente, como quien se trae un sombrero o un recuerdo de los
lugares visitados. En el centro del patio de butacas se alza una alta torre que sustenta una
plataforma rodeada de una verja de hierro. Allí arriba, el director de orquesta, cuyo
rostro es el de Hans Richter, corre sin descanso de un lado para otro detrás de la verja,
suda copiosamente y dirige a los músicos, agrupados abajo en derredor de la base de la
torre. La sujeto está sentada en un palco con una amiga (conocida mía). Su hermana
menor quiere alcanzarle desde el patio de butacas un gran pedazo de carbón, alegando
que no había sabido que iba a durar tanto tiempo y se helaba ahora miserablemente.
(Como si durante la larga representación tuviera que ser alimentada la calefacción de los
palcos.)»
Se trata, como puede verse, de un sueño harto desatinado, aunque bien concretado
en una situación. Sus dos mayores absurdos son la torre que se alza en medio del patio
de butacas y desde cuya cima dirige el músico la orquesta, y el trozo de carbón que la
hermana de la sujeto alcanza a ésta. Intencionadamente, no sometí este caso al análisis
en la forma acostumbrada, y con sólo cierto conocimiento de las circunstancias
personales de la sujeto del sueño me fue posible interpretar fragmentos aislados del
mismo. Me era sabido que la sujeto había sentido una extraordinaria inclinación hacia un
músico, cuya carrera hubo de quedar prematuramente interrumpida por una enfermedad
mental. Me decidí, pues, a interpretar literalmente la torre. De ello resulta que el hombre
al que ella hubiera querido ver en el lugar de Hans Richter se halla en una muy elevada
posición como expresión considerada como un producto mixto por oposición. Su
basamento representa la grandeza del hombre al que los pensamientos de la sujeto se
refieren, y la verja de su parte superior, detrás de la cual corre el mismo de un lado para
otro, como un prisionero o un animal enjaulado (alusión al nombre del desdichado
enfermo), su triste destino ulterior. «Narrenturm» (literalmente, «torre de locos») sería
quizá la palabra en que hubieran podido reunirse los dos pensamientos.
Tanto ella como su amiga se habían quedado sentadas (giro alemán `Sitzen
geblieben' de sentido equivalente al castellano «quedarse para vestir imágenes»). La
hermana menor, que tiene aún probabilidades de casarse, le alcanza el carbón «porque
no había sabido que iba a durar tanto tiempo». El sueño no nos dice el qué. En un relato
completaríamos nosotros la frase, agregando: la representación; pero en el sueño
tenemos que atender a la expresión verbal en sí y reconocerla como de doble sentido,
añadiendo: «su soltería». La interpretación «amor secreto» queda entonces confirmada
por la mención del primo de la durmiente que se halla con su mujer en el patio de
butacas, y por las públicas relaciones amorosas atribuidas a la recién casada. Las
antinomias entre amor secreto y amor público, entre el ardor de la sujeto y la frialdad de
la joven esposa, constituyen el elemento dominante de todo el sueño. En los dos
términos de estas antinomias encontramos, además, a una «persona de elevada posición»
como expresión intermedia entre el aristócrata y el músico, en el que se fundaban
justificadamente grandes esperanzas.
Las observaciones que anteceden nos descubren, por fin, un tercer factor, cuya
participación en la transformación de las ideas latentes en contenido manifiesto debe
estimarse harto importante. Este factor es el cuidado de la representabilidad por medio
del material psíquico peculiar de que el sueño se sirve, o sea casi siempre por medio de
imágenes visuales. Entre las diversas conexiones accesorias a las ideas latentes
esenciales, será preferida aquella que permita una representación visual y la elaboración
onírica no rehuirá el trabajo de fundir primero en una distinta forma verbal -por
desacostumbrada que ésta sea- la idea abstracta irrepresentable plásticamente, si con ello
ha de conseguir darle una representación y poner término al ahogo psicológico del
pensamiento obstruido. Este vaciado del contenido ideológico en otra forma distinta
puede también ponerse simultáneamente al servicio de la labor de condensación y crear
conexiones, que de otro modo no existirían, con una idea diferente, la cual puede a su
vez haber cambiado de antemano su forma expresiva en favor del mismo propósito.
Herbert Silberer ha indicado un excelente procedimiento para observar
directamente la transformación de ideas en imágenes que tiene efecto en la formación de
los sueños, y estudiar así aisladamente este factor de la elaboración onírica. Cuando
hallándose fatigado y adormecido se imponía un esfuerzo mental, le sucedía con
frecuencia que la idea buscada se le escapaba y surgía, en cambio, una imagen en la que
podía reconocer una sustitución de la misma. Silberer da a esta sustitución el calificativo
-no muy apropiado- de «autosimbólica». Quiero reproducir aquí alguno de los ejemplos
citados por este autor, ejemplos sobre los cuales habré de retornar más adelante, a causa
de determinadas cualidades de los fenómenos en ellos observados:
«Ejemplo número 1. Pienso en que tengo que suavizar el estilo, un poco áspero,
de algunos párrafos de un artículo.
Símbolo. -Me veo cepillando un trozo de madera.
Ejemplo número 5. Intento hacerme presente el objeto de ciertos estudios
metafísicos, que me propongo emprender.
A mi juicio, la utilidad de tales estudios consiste en que la investigación de las
causas finales va abriendo camino al investigar hasta formas de consciencia o capas de
existencia cada vez más elevadas.
Símbolo. -Introduzco un largo cuchillo por debajo de una tarta como para
servirme un pedazo.
Interpretación. -Mi movimiento con el cuchillo significa el «abrirse camino» de
que en mi pensamiento se trata… La base en que este símbolo se funda es la siguiente:
en la mesa suelo encargarme alguna vez de cortar y servir a los demás una tarta,
utilizando para ello un largo cuchillo flexible, cosa que requiere cierto cuidado. Sobre
todo, resulta difícil extraer limpiamente los pedazos una vez cortados, y el cuchillo tiene
que ser exactamente introducido por debajo de cada uno de ellos (el lento «abrirse paso»
para llegar a los fundamentos). Pero aún entraña la imagen más amplio simbolismo. La
tarta del símbolo era de aquellas que se hallan compuestas de varias capas de hojaldre,
alternando con otras de dulce, o sea una tarta en la que el cuchillo tiene que penetrar al
cortarla a través de diferentes capas (las capas de la consciencia y el pensamiento).
Añadiré aquí el «sueño de las flores», del que ya tratamos en páginas precedentes,
subrayando en su redacción todo lo que debe interpretarse como sexual. Este bello sueño
cesó de gustar a la paciente una vez interpretado.
a) Sueño preliminar: «Va a la cocina en la que se hallan las dos criadas, y las
regaña por no haber terminado aún de hacer «ese poco de comida». Mientras tanto; ve
gran cantidad de groseros utensilios de cocina puestos boca abajo a escurrir y formando
un montón.» Agregación posterior: «Las dos criadas van por agua. Para ello tienen que
meterse en un río que llega hasta la casa o entra en el patio».
b) Sueño principal: «Baja de una altura por encima de una singular pasarela que es
como un seto de mimbres entretejidos formando pequeños cuadrados. No constituye
esto, precisamente, un camino, y la sujeto avanza preocupada de encontrar sitio en que
afirmar sus pies, pero al mismo tiempo muy contenta de ver que sus vestidos no quedan
enganchados en ningún sitio y puede conservar así un aspecto decente. En la mano lleva
una gran rama, como de un árbol, con flores rojas y muy frondosa. En el sueño cree la
sujeto que son flores de cerezo, pero parecen más bien camelias, aunque éstas no crecen
en un árbol. La rama muestra primero una de estas flores, luego dos y luego otra vez
una. Al llegar abajo se han deshojado ya casi por completo. En esto se ve a un criado
que se diría está peinando a un árbol parecido, pues arranca de él con una madera
gruesos mechones de pelo que cuelgan de su tronco como si fuera musgo. Otros
trabajadores han cortado de un jardín ramas semejantes a la suya y las han tirado a la
calle. La gente que pasa las recoge. Ella pregunta si aquello está bien hecho y si también
ella puede coger una. En el jardín ve a un joven (un extranjero conocido suyo) y se
dirige a él, preguntándole cómo podrán trasplantarse tales ramas a su propio jardín. El
joven la abraza, pero ella se resiste y le pregunta cómo se le ocurre pensar que puede
abrazarla así. El dice que no es ninguna falta y que está permitido. Se declara dispuesto a
ir con ella al otro jardín para enseñarla cómo se hace el trasplante, y le dice algo que ella
no comprende: Me faltan, además, tres metros -luego dice ella: metros cuadrados- o tres
brazas de fondo. Es como si quisiera exigir algo de ella a cambio de su anuencia, como
si tuviera la intención de compensarse en su jardín o burlar alguna ley y aprovecharse
sin causarle a ella ningún perjuicio. No sabe si luego le enseña él realmente algo».
Estas indicaciones, muy insuficientes, bastarán por lo menos para incitar a otros
investigadores a una más cuidadosa labor de colección. En mis Lecciones introductorias
al psicoanálisis va incluida una más amplia exposición del simbolismo onírico.
Añadiré aquí algunos ejemplos del empleo de tales símbolos en los sueños,
ejemplos que demostrarán cuán imposible es llegar a la interpretación de un sueño sin
tener en cuenta el simbolismo y cuán imperiosamente se nos impone la existencia del
mismo en muchos casos. Pero al mismo tiempo quiero advertir expresamente que no es
tampoco posible limitar la traducción de los sueños a la de los símbolos, prescindiendo
de la técnica del aprovechamiento de las ocurrencias del sujeto. Ambas técnicas de la
interpretación onírica tienen que completarse entre sí; pero tanto práctica como
teóricamente pertenece el lugar principal al procedimiento primeramente descrito que
atribuye la importancia decisiva a las manifestaciones del sujeto, sirviéndose de la
traducción de los símbolos como medio auxiliar.
1. El sombrero como símbolo del hombre (de los genitales masculinos) (1911).
(Fragmento del sueño de una mujer joven, agorafóbica a consecuencia del temor a
la seducción.)
Es verano y salgo de paseo por las calles. Llevo puesto un sombrero de paja de
forma singular, curvado su centro hacia arriba y pendientes los lados (al llegar aquí se
detiene un momento la sujeto como si vacilase en continuar su descripción) de manera
que uno de ellos cuelga más bajo que el otro. Me siento alegre y segura, y al pasar junto
a un grupo de jóvenes oficiales pienso: «Todos vosotros no podéis nada contra mí.»
El sombrero me era conocido como símbolo onírico desde mucho antes de este
caso. Por otros ejemplos menos transparentes creo poder aceptar que también es
susceptible de representar los genitales femeninos.
2. Los niños (los pequeños), como símbolo de los genitales.-El ser atropellado es
un símbolo del coito (1911).
(Otro sueño de la misma paciente agorafóbica.)
«Su madre manda salir a su hija pequeña para que tenga que ir sola. Luego va ella
con su madre en el tren y ve a su pequeña adelantarse hacia la vía y colocarse sobre los
rieles, de modo que ha de ser forzosamente atropellada. Se oyen crujir los huesos (la
sujeto experimenta aquí una sensación desagradable, pero no espanto ni terror). Después
mira hacia atrás por la ventanilla, para observar si se ven los pedazos, y reprocha a su
madre haber dejado marchar sola a la pequeña.»
Análisis. -No es fácil dar aquí una interpretación completa de este sueño, pues
forma, con otros varios, un cielo onírico y no puede ser comprendido sino en relación
con ellos, dada la imposibilidad de reunir de otro modo el material necesario para el
esclarecimiento del simbolismo. La paciente opina primero que el viaje en ferrocarril
debe ser interpretado históricamente como alusión a su partida de un sanatorio de
enfermos nerviosos, de cuyo director se había enamorado. Su madre fue a buscarla y el
médico las despidió en la estación, regalándole un gran ramo de flores. A ella le resultó
muy desagradable que su madre fuera testigo de aquella atención. Aparece, pues, aquí la
madre como obstáculo a sus aspiraciones amorosas, papel que la severa señora había
desempeñado realmente durante la adolescencia de su hija. La asociación siguiente se
refiere a la frase «…después mira hacia atrás, para observar si se ven los pedazos…» En
la fachada del sueño teníamos, naturalmente, que pensar en los pedazos de su hijita
atropellada y destrozada. Pero la asociación aparece orientada en un sentido muy
distinto. La sujeto recuerda una ocasión en la que vio a su padre, desnudo y vuelto de
espaldas a ella, en el cuarto de baño. Este recuerdo la conduce a hablar de las diferencias
sexuales y observa que los genitales masculinos resultan visibles aun hallándose la
persona vuelta de espaldas, mientras que los femeninos, no. En conexión con esto
interpreta por sí misma que «los pequeños» son los genitales y su «pequeña» (su hija, de
cuatro años de edad), sus propios genitales. Reprocha a su madre el haberle exigido que
viviese como si no tuviera genitales y vuelve a hallar este reproche en la frase inicial del
sueño: «Su madre manda salir a su hija pequeña para que tenga que ir sola.» En su
fantasía, el ir sola por la calle significa no tener marido ni relación sexual alguna (coire
= ir juntos), abstinencia a la que ella se resiste. Según propia confesión, su madre se
manifestó celosa de ella en su adolescencia por la predilección que el padre le
demostraba.
El patio sobre cuyo suelo se halla extendida la plancha de hojalata no debe ser
considerado, en esencia, como un símbolo, pues procede de un recuerdo del local en que
el padre ejercía su comercio. Por discreción he sustituido por «hojalata» el artículo en
que realmente comercia el padre, sin cambiar en nada más el texto del sueño. El sujeto,
que ha comenzado a ayudar al padre en sus negocios, ha visto con gran repugnancia
desde el primer día lo incorrecto de algunos de los procedimientos en los que reposa
gran parte del beneficio obtenido. Así, pues, podemos dar a la idea que antes dejamos
interrumpida la continuación siguiente: («Si yo hubiera preguntado a mi padre, me
hubiera engañado como engaña a sus clientes.»)
El deseo del padre de arrancar un pedazo de la plancha de hojalata pudiera ser
representación de su falta de honradez comercial pero el mismo sujeto del sueño nos da
otra explicación distinta, revelándonos que es un símbolo del onanismo. Esta
interpretación coincide con nuestro conocimiento de los símbolos; pero, además, está
perfectamente de acuerdo con ella el hecho de que el secreto en que se han de realizar
las prácticas masturbadoras queda expresado por la idea antitética (puede arrancar
abiertamente lo que quiera). Tampoco extrañamos ver al hijo atribuir al padre el
onanismo, del mismo modo que le ha atribuido la interrogación de la primera escena del
sueño. El foso acolchado es interpretado por el sujeto como una representación de la
vagina, con sus suaves y blancas paredes, interpretación a la que nuestro conocimiento
de los símbolos nos permite añadir que el descenso al foso significa, como en otros
casos, la realización del coito.
Muy análogamente procede este otro sueño: «Una mujer con un niño de cráneo
singularmente mal conformado. La sujeto ha oído que este defecto obedece a la posición
que el niño ocupó en el seno materno. El médico dice que por medio de una compresión
podía corregirse la deformidad, aunque corriendo el peligro de dañar el cerebro del niño.
La sujeto piensa que tratándose de un chico tiene menos importancia tal defecto.» Este
sueño contiene la representación plástica del concepto abstracto impresiones infantiles,
oído por la sujeto en las explicaciones relativas a su tratamiento.
11. (H. Sachs.) Por La interpretación de los sueños sabemos que la elaboración
onírica conoce varios caminos para representar sensiblemente una palabra o un giro
verbal. Así, puede aprovechar la circunstancia de ser equívoca la expresión que ha de
representar y utilizar el doble sentido para acoger en el contenido manifiesto del sueño el
segundo significado en lugar del primero, entrañado en las ideas latentes.
Ejemplo de ello es el breve sueño siguiente, en el que se aprovechan con gran
habilidad, como material de representación, las impresiones diurnas recientes apropiadas
para tal empleo.
El soñador había visto su primera escena de amor en dicha carretera y con una
muchacha llamada Blanca.
c) La señora de D. sueña ver al anciano Blasel (un conocido actor vienés
octogenario) vistiendo armadura completa y tendido en un diván. Luego se levanta, salta
por encima de mesas y sillas, se mira al espejo y esgrime su espada como luchando con
un enemigo imaginario.
Interpretación: La sujeto padece una antigua enfermedad de la vejiga. Durante el
análisis permanece tendida en un diván, y cuando se mira al espejo encuentra que, no
obstante sus años y su enfermedad, está aún muy fuerte. (Der alte Blasel = el anciano
Blasel; ein altes Blasenleiden = una antigua enfermedad de la vejiga; Rüstung =
armadura; rüstig = fuerte.)
13. El sujeto sueña que es una mujer próxima a dar a luz y se ve tendido en la
cama. Su estado se le hace muy penoso y exclama: «Preferiría…» (en el análisis, y
después de recordar a una persona que le asistió durante una enfermedad, agrega: «partir
piedras»). A la cabecera de la cama cuelga un mapa cuyo borde inferior es mantenido
tenso por un listón de madera (Holzleiste). El soñador coge este listón (Leiste) por sus
dos extremos y lo arranca de golpe. Pero en vez de quebrarse por su parte media, como
era de esperar, dada la manera de arrancarlo, queda el listón dividido longitudinalmente
en dos. Con este acto de violencia alivia el sujeto su estado y facilita el parto.
El examen de los números y los cálculos que aparecen en nuestros sueños nos
muestran muy instructivamente el mecanismo de la elaboración onírica y cómo maneja
ésta el material con que labora, o sea las ideas latentes. Los números soñados son
considerados además por la superstición vulgar como especialmente significativos y
prometedores. Elegiré, pues, algunos ejemplos de este género entre los de mi colección:
I
Sueño de una señora poco tiempo antes de la terminación de su tratamiento:
«Quiere pagar algo. Su hija le coge del bolsillo 3 florines 65 céntimos. Pero ella le
dice: `¿Qué haces? No cuesta más de veintiún céntimos'.» Mi conocimiento de las
circunstancias particulares de la sujeto me dio la explicación de este sueño sin necesidad
de más amplio esclarecimiento. Se trataba de una señora extranjera, que tenía a una hija
suya en un establecimiento pedagógico en Viena y podía continuar acudiendo a mi
consulta mientras su hija permaneciese en él. El curso y, por tanto, el tratamiento
terminaba dentro de tres semanas. El día del sueño le había indicado la directora del
establecimiento la conveniencia de dejar en él a su hija un año más. Esta indicación
había despertado en la sujeto la idea de que siendo así podría ella prolongar a su vez por
un año el tratamiento. A esto se refiere, indudablemente, el sueño, pues un año es igual a
365 días, mientras que las tres semanas que faltan para el final del curso y el del
tratamiento pueden sustituirse por 21 días (aunque no por otras tantas horas de
tratamiento). Las cifras que en las ideas latentes se referían a espacios de tiempo quedan
referidas, en el contenido manifiesto, a cantidades de dinero, no sin quedar expresado
simultáneamente un sentido más profundo, pues time is money, el tiempo vale dinero,
365 céntimos son 3 florines 65 céntimos. La pequeñez de las cantidades incluidas en el
sueño constituye una abierta realización de deseos. El deseo ha disminuido el coste de su
tratamiento y el de los estudios de su hija.
II
En otro sueño conducen los números a relaciones más complicadas. Una señora
joven, pero casada hace ya bastantes años, recibe la noticia de que una amiga suya, de
casi su misma edad, acaba de prometerse en matrimonio. A la noche inmediata sueña lo
siguiente: Se halla en el teatro con su marido. Una parte del patio de butacas está
desocupada. Su marido le cuenta que Elisa L. y su prometido hubieran querido venir
también al teatro, pero no habían conseguido sino muy malas localidades, 3 por 1 florín
50 céntimos, y no quisieron tomarlas. Ella piensa que el no haber podido ir aquella
noche al teatro no es ninguna desgracia.»
Sustituyamos ahora el sueño por las ideas latentes: «Ha sido un disparate casarme
tan joven: no tenía necesidad ninguna de apresurarme tanto. Por el ejemplo de Elisa L.
veo que no me hubiese faltado un marido y, ademán, un cien veces mejor (Schatz-
marido, novio, tesoro), si hubiese esperado (antítesis del apresuramiento de la cuñada).
Con el mismo dinero (la dote) hubiera podido comprarme tres maridos como éste.»
Observamos que los números incluidos en este sueño han cambiado de contexto y de
significado en un grado mucho mayor que los de ejemplos anteriores, y esta más amplia
labor de la deformación onírica nos revela que las ideas latentes han tenido que vencer
una resistencia intrapsíquica especialmente intensa. No dejaremos tampoco inadvertida
la circunstancia de que este sueño contiene un elemento absurdo: el de que dos personas
tienen que tomar tres localidades. Anticipando una afirmación que más adelante
justificaremos al tratar de la interpretación de lo absurdo en el sueño, indicaremos que
este absurdo detalle del contenido manifiesto debe ser representación de la más
acentuada de las ideas latentes: Fue un disparate casarme tan pronto. El 3 (3 meses de
diferencia en la edad) contenido en una relación absolutamente secundaria de las dos
personas comparadas es hábilmente utilizado luego para la producción del desatino
necesario al sueño. El empequeñecimiento de la cantidad real de 150 florines a 1 florín
50 céntimos corresponde al desprecio del marido (o «tesoro») existente en los
pensamientos reprimidos de la sujeto.
III
Otro ejemplo nos muestra el procedimiento que el sueño sigue en sus cálculos y
tanto ha contribuido a desacreditarle. Un individuo sueña lo siguiente: «Se halla en casa
de B. (una familia antigua conocida suya), y dice: `Ha sido un disparate que no me
hayan dado ustedes a Mali.' Luego pregunta a la muchacha así llamada: `¿Qué edad
tiene usted?' Respuesta: `Nací en 1882.' `¡Ah! Entonces tiene usted 28 años.»
Dado que el sujeto tiene este sueño en 1898, es indudable la inexactitud del
cálculo, y la ineptitud matemática del soñador puede, por tanto y caso de no hallar otra
mejor explicación, ser comparada a la del paralítico. Mi paciente pertenece a aquellas
personas a quienes no hay mujer que no interese. Durante varios meses le había
sucedido en mi consulta una señora joven, de la cual me habló varias veces y con la que
extremaba su cortesía cada vez que la encontraba al salir de mi gabinete. Según él, debía
de tener esta señora unos 28 años, circunstancia que aclara el resultado del cálculo
efectuado en el sueño. La cifra que en él aparece -1882-correspondía al año del
casamiento del sujeto. Este no había podido menos de entablar conversación con las
otras dos personas femeninas que encontraba en mi casa, las dos criadas, nada jóvenes,
que alternativamente le abrían la puerta y, encontrándolas poco asequibles a sus deseos
de charlar, lo atribuyó a que le consideraban ya como un hombre serio y sentado.
IV
Al doctor B. Dattner debo la comunicación e interpretación del sueño numérico
siguiente, caracterizado por su transparente determinación, o más bien
superdeterminación (1911):
«Mi patrón guardia de Seguridad, empleado en las oficinas de Policía, sueña que
está de servicio en la calle, circunstancia que constituye una realización de deseos. En
esto se le acerca un inspector que lleva en el cuello del uniforme el número 22-62 ó 22-
26. La cifra total constaba de todos modos de varios doses. Ya la división del número
2262 en el relato del sueño permite deducir que los elementos que lo integran poseen un
significado aparte. El sujeto recuerda que el día anterior estuvieron hablando en la
oficina de los años de servicio que lleva cada uno. El motivo de esta conversación fue la
jubilación de un inspector que tenía 62 años. El sujeto tiene ahora 22 años de servicios y
le faltan 2 años y 2 meses para jubilarse con el 90 por 100 de su sueldo. El sueño le
finge primero el cumplimiento de un deseo que abriga hace ya mucho tiempo: el de su
promoción a la categoría de inspector. El inspector que se le aparece llevando en el
cuello el número 2262 es él mismo; está de servicio en la calle, otro de sus deseos; ha
servido ya 2 años y 2 meses y puede jubilarse, como el inspector de 62 años, con el
sueldo completo».
Reuniendo estos ejemplos con otros análogos que más adelante expondremos,
podemos afirmar que la elaboración onírica no calcula, ni acertada ni erróneamente; se
limita a reunir en forma de cálculo matemático números entrañados en las ideas latentes
y que pueden servir de alusiones a un material no representable. Al obrar así considera
los números como material propio para la expresión de sus propósitos y los maneja en la
misma forma que a las demás representaciones y que a los nombres y los discursos
orales reconocibles como representaciones verbales.
II
Todo esto es suficientemente absurdo. Mi sueño se desarrolló por los días en que
los húngaros se habían colocado fuera de la ley, ejerciendo una sistemática obstrucción,
conducta que los llevó a la gravísima crisis resuelta luego por Koloman Széll. La
pequeñez de las imágenes que constituyen la escena de mi sueño posee una significación
particular, y hemos de tenerla en cuenta para el esclarecimiento de dicha escena. La
corriente representación onírica visual de nuestros pensamientos presenta imágenes que
nos dan la impresión de ser de tamaño natural. Pero la escena de mi sueño es la
reproducción de un grabado en madera que ilustraba una Historia de Austria y
representaba a María Teresa en el Parlamento de Presburgo, o sea la famosa escena del
Moriamur pro rege nostro. Como allí María Teresa, aparecía en mi sueño mi padre,
rodeado de la multitud. Pero además, está sobre una «silla» (Stuhl). Es, pues, un juez
(Stuhlrichter). (Los ha unido -actúa aquí de intermediaria la expresión corriente: «No
necesitamos juez ninguno», empleada para indicar el acuerdo de dos o más personas.) El
parecido que en su lecho de muerte presentaba mi padre con Garibaldi fue advertido por
todos cuantos le vimos en tal ocasión. Una elevación postmortal de la temperatura
enrojeció intensamente sus mejillas. A la cualidad postmortal de este fenómeno
corresponden en el contenido manifiesto del sueño las palabras después de su muerte. Lo
que más hubo de atormentarle en sus últimos días fue una absoluta parálisis intestinal
(obstrucción). A esta circunstancia se enlazan toda clase de pensamientos irrespetuosos.
Un amigo mío de mi misma edad, cuyo padre murió antes de comenzar él sus estudios
universitarios, me relató una vez entre burlas el dolor de una parienta suya que al
amortajar el cadáver de su padre, muerto de repente en la calle, encontró que en el
momento de la muerte o después de ella (postmortalmente) se había producido una
evacuación del intestino. La hija se lamentaba de ver manchado el recuerdo de su padre
por este feo detalle. Llegamos aquí al deseo que toma cuerpo en mi sueño. ¿Quién no
aspira, en efecto, a aparecer limpio de toda impureza ante sus hijos después de la
muerte? ¿Y dónde queda ya la absurdidad de este sueño? Lo que le ha prestado tal
apariencia es únicamente el hecho de haber sido reproducida en él punto por punto una
expresión corriente («aparecer después de la muerte ante nuestros hijos»), cuyo sentido
literal contiene un absurdo que la costumbre nos hace dejar inadvertido. Tampoco aquí
podemos rechazar la impresión de que la apariencia de absurdidad ha sido creada
voluntariamente.
Otro género de absurdidad que hallamos en estos sueños con parientes fallecidos
no expresa ya la burla y la irrisión, sino que constituye la representación de una
insospechable idea reprimida. La solución de estos sueños sólo se nos hace posible
teniendo en cuenta que el fenómeno onírico es incapaz de distinguir entre lo real y lo
simplemente deseado. Ejemplo: un individuo que ha asistido con todo cariño a su padre
durante la enfermedad que le llevó al sepulcro tiene poco tiempo después el siguiente
sueño: «Su padre ha resucitado y dialoga con él como antes; pero (lo singular es que)
está, sin embargo, muerto, aunque no lo sabe.» Comprenderemos este sueño si a está, sin
embargo, muerto agregamos a consecuencia del deseo del sujeto, y a «aunque no (lo)
sabe» añadimos «que el sujeto tenía tal deseo». Durante la enfermedad de su padre había
deseado el sujeto piadosamente que la muerte viniera a poner término a los
padecimientos del enfermo, ya que no había esperanza alguna de curación. Pero luego,
perturbado por el dolor de la irreparable pérdida, llegó a reprocharse gravemente aquel
piadoso deseo, como si con él hubiera contribuido, en realidad, a abreviar la vida del
enfermo. El resurgimiento de tempranos impulsos infantiles hizo posible la encarnación
de este reproche en un sueño; pero la contradicción existente entre el estímulo del sueño
y los pensamientos diurnos tenía necesariamente que darle un carácter absurdo (ver «Los
dos principios del funcionamiento mental», 1911, en estas Obras Completas).
Los sueños con personas queridas que la muerte nos ha arrebatado plantean a la
interpretación onírica difíciles problemas, cuya satisfactoria solución no siempre nos es
dado conseguir. Estas dificultades dependen, probablemente, de la intensa ambivalencia
sentimental dominante en las relaciones del sujeto con la persona fallecida. Es muy
corriente que en tales sueños aparezca primero vivo el protagonista, surja después, de
repente, la idea de que está muerto y vuelva luego a ser resucitado. Estas alternativas,
que en principio nos desorientan, expresan la indiferencia del sujeto. («Me es igual que
esté vivo o muerto.») Naturalmente, no es esta indiferencia real, sino simplemente
deseada; tiende a negar las disposiciones sentimentales del sujeto, muy intensas y a
veces contrapuestas, y se constituye así en representación onírica de su ambivalencia. La
explicación de otros sueños de este género se consigue aplicando la regla siguiente:
cuando el sueño no menciona la muerte de la persona en él resucitada es señal de que el
sujeto se identifica con dicha persona y sueña, por tanto, con su propia muerte. A esta
identificación se opone luego, de repente, la reflexión de que se trate de alguien fallecido
hace ya tiempo. De todos modos ha de confesar que la interpretación onírica no ha
logrado aún arrancar a los sueños de este género todos sus secretos.
III
Solución: Vorfahren («ir a algún lado con el coche» -«antepasados»-). Lo que más
desorientaba era que la segunda adivinanza comenzaba con los dos mismos versos que
la primera:
El dueño lo manda;
el cochero lo hace;
no todos lo tenemos;
descansa en la cuna.
IV
Este enigma del sueño se desvanece más rápida y completamente que ningún otro
en cuanto pasamos del contenido manifiesto al latente, ahorrándonos así más amplia
explicación. El análisis nos enseña que los contenidos de representaciones han pasado
por desplazamientos y sustituciones, mientras que los afectos han permanecido intactos.
No es, por tanto, extraño que el contenido de representaciones, transformado por la
deformación onírica, no corresponda ya al afecto, el cual se ha conservado idéntico a sí
mismo. Pero en cuanto el análisis vuelve a colocar en su lugar primitivo el contenido
verdadero, todo vuelve a entrar en un orden lógico y no hay ya motivo ninguno de
asombro.
«La sujeto ve un desierto y en él tres leones, uno de los cuales está riendo; pero no
siente miedo ninguno. Sin embargo, debe de haber salido luego huyendo, pues quiere
trepar a un árbol; pero encuentra que su prima, la profesora de francés, está ya arriba,
etc.»
El análisis nos proporciona el material siguiente: el motivo -indiferente- del sueño
ha sido una frase de su composición de inglés: la melena es el adorno del león. Su padre
llevaba una frondosa barba que enmarcaba su rostro como una melena. La profesora que
le daba lección de inglés se llamaba mis Lyons (lions-leones). Un conocido suyo le
había mandado las Baladas, de Löwe (Löwe-león). Así, pues, son éstos los tres leones de
su sueño. ¿Por qué habría de sentir miedo de ellos? Ha leído una historia en la que un
negro, perseguido por haber incitado a otros a rebelarse, se refugia en un árbol huyendo
de una traílla de feroces mastines que siguen sus huellas. Luego surgen diversos
recuerdos chistosos, como el de una receta para cazar leones, publicada en la revista
humorística Fliegende Blätter: «Se toma un desierto, se cierne la arena y los leones
quedan en el cedazo»; y el de la anécdota de un empleado al que se reprochaba mostrar
poco interés en conquistarse el favor de su jefe, y que respondió: «No, también yo he
intentado trepar por la cucaña de la adulación, pero cuando quise hacerlo ya había otra
arriba.» Todo este material se nos hace comprensible cuando averiguamos que el día del
sueño había recibido la sujeto la visita del jefe de su marido, el cual se mostró muy
cortés con ella y le besó la mano. Pero la señora no le tuvo miedo ninguno (no mostró la
menor cortedad), a pesar de saber que su visitante era un animal considerable (un
personaje importante) y uno de los más admirados leones («elegantes») de la pequeña
ciudad en que vivía. Este «león» puede, por tanto, compararse al del Sueño de una noche
de verano, de Shakespeare, que despojado de su máscara, resulta ser Sung, el carpintero,
e idénticamente sucede con todas las demás fieras que el sueño nos muestra y ante las
que no experimentamos temor alguno.
II
Como segundo ejemplo citaré nuevamente el sueño de aquella muchacha que vio
muerto y yacente en el ataúd al hijo de su hermana, sin experimentar ante tal escena el
menor dolor o tristeza.
El análisis nos reveló por qué. Este sueño no hacía sino encubrir su deseo de
volver a ver al hombre amado, y el afecto tenía que corresponder al deseo y no a su
encubrimiento. No había, pues, motivo ninguno de tristeza.
En algunos sueños conserva por lo menos el afecto cierta conexión con el
contenido de representaciones al que en realidad corresponde y que ha sido objeto de
una sustitución. En otros queda, en cambio, absolutamente separado de dichas
representaciones y aparece incluido en un lugar cualquiera del contenido manifiesto, allí
donde resulta posible adaptarlo a la nueva ordenación de los elementos del sueño.
Sucede entonces lo mismo que antes comprobamos al examinar los actos de juicio del
fenómeno onírico. Si en las ideas latentes existe una conclusión importante, el sueño
manifiesto contendrá otra, pero esta última puede aparecer desplazada y referida a otro
distinto material. No pocas veces sigue este desplazamiento el principio de la antítesis.
III
Con el ejemplo siguiente, sometido por mí a un minucioso y complejo análisis,
ilustraré una tercera y última posibilidad.
«Un castillo a la orilla del mar. Luego no está ya en tal lugar, sino a la orilla de un
canal que desemboca en el mar. El gobernador es un cierto señor P. Estoy con él en un
gran salón con tres ventanas, ante las que se alza el extremo de una muralla almenada.
He sido agregado a la guarnición, en calidad de oficial de Marina voluntario. Tememos
la llegada de una escuadra enemiga, pues nos hallamos en guerra. El señor P. tiene el
propósito de marcharse y me da instrucciones para la defensa, en el caso de que se
confirmaran nuestros temores. Su mujer está enferma y se encuentra con los niños en el
castillo amenazado. Cuando el bombardeo comience deberá ser evacuado el salón. El
gobernador respira trabajosamente y quiere marcharse, pero le retengo preguntándole de
qué manera podré enviarle noticias, si fuese necesario. Me responde algo y cae en el
acto muerto. Quizá le he fatigado innecesariamente con mis preguntas. Después de su
muerte, que no me causa ninguna impresión; pienso si la viuda permanecerá en el
castillo y si debo comunicar la muerte del gobernador a la superioridad y tomar el
mando, como me corresponde por ser el oficial de mayor categoría. Me asomo a la
ventana e inspecciono los barcos que pasan: son barcos mercantes que surcan
rápidamente las oscuras aguas. Unos tienen varias chimeneas y otros una cubierta
convexa (como los techos de las estaciones de ferrocarril vistos en un sueño preliminar,
no relatado). En esto llega mi hermano y se coloca a mi lado junto a la ventana,
examinando conmigo el canal. La aparición de un barco nos sobresalta y exclamamos:
`¡Ahí viene el barco de guerra!' Luego vuelven a pasar en sentido contrario los mismos
buques que ya vi antes, y entre ellos un barquito cómicamente cortado por la mitad.
Sobre la cubierta aparecen extraños objetos semejantes a copas o cajitas.
Simultáneamente exclamamos: `Es el barco del desayuno'.»
El rápido movimiento de los barcos, el profundo color azul de las aguas y el negro
humo de las chimeneas forman un conjunto sombrío e inquietante.
Los lugares de este sueño corresponden a diversas reminiscencias visuales de mis
viajes a la costa adriática (Huraware, Duino, Venecia, Aquileja). Poco tiempo antes
había aprovechado las vacaciones de Pascua de Resurrección para hacer con mi hermano
una breve excursión a Aquileja, que nos resultó agradabilísima. La guerra naval que por
esta época se desarrollaba entre España y los Estados Unidos y las inquietudes que me
inspiraban la suerte de mis allegados residentes en América intervienen también en este
sueño, cuyo contenido nos ofrece en dos ocasiones fenómenos afectivos. Primeramente
observamos la ausencia de un afecto cuyo desarrollo era de esperar, ausencia que el
sueño mismo acentúa (la muerte del gobernador no me causa impresión ninguna), y
luego me sobresalta la aparición del buque de guerra y experimento durante el reposo
todas las sensaciones correspondientes a este afecto. La inclusión de los afectos en el
contenido manifiesto aparece llevada a cabo en este sueño bien estructurado de manera a
evitar toda contradicción chocante. No hay, en efecto, razón ninguna para que me asuste
la muerte del comandante, y, en cambio, está justificado que la aparición de un buque de
guerra ante una plaza cuyo mando he tomado me produzca sobresalto. El análisis
demuestra que el señor P. es un sustituto de mi propio yo (en el sueño soy yo su
sustituto). Así, pues, soy yo el gobernador que muere de repente. Las ideas latentes
tratan del porvenir de los míos si yo muriera de un modo prematuro -siendo éste el único
pensamiento doloroso que en ellos aparece-. El sobresalto concomitante en el sueño a la
aparición del buque de guerra debe ser separado de esta representación y unido a la idea
de mi muerte prematura. Inversamente, muestra el análisis que la región de las ideas
latentes de la que ha sido tomado el buque de guerra entraña las más serenas
reminiscencias. Hallándonos en Venecia, un año antes de este sueño, supimos que se
hallaba anunciada la visita de la escuadra inglesa y se preparaban grandes festejos para
recibirla. Asomados a la ventana de nuestro cuarto en la Riva Schiavoni, esperamos mi
mujer y yo la aparición de los navíos. Hacía una hermosísima tarde, pero las azules
aguas de la laguna se mostraban más agitadas que de costumbre. De repente gritó mi
mujer con infantil regocijo: ¡Ahí viene el barco de guerra inglés! Esta misma frase,
privada de su último elemento, es la que me sobresalta en mi sueño. Vemos de nuevo
que las frases oídas o pronunciadas en los sueños proceden siempre de la realidad. Más
adelante demostraré que tampoco el elemento «inglés» ha quedado inempleado por la
elaboración onírica. Al pasar de las ideas latentes al contenido manifiesto transformo,
pues, la alegría en sobresalto, con lo cual procuro expresión a un fragmento del
contenido latente. Nos demuestra este ejemplo que la elaboración onírica puede separar
el estímulo afectivo de aquellos elementos a los que se halla enlazado, e incluirlo en
cualquier otro lugar del contenido manifiesto.
Pero de este «barco del desayuno» no ha creado el sueño más que el nombre. La
cosa ha existido y me recuerda una de las horas más agradables de mi último viaje.
Desconfiando de los hoteles de Aquileja, nos habíamos traído de Goerz la comida, a la
que luego agregamos una botella de excelente vino de Istria, y mientras nuestro
vaporcito surcaba lentamente el canal Delle Mee y luego la desierta laguna de Grado,
desayunamos alegremente sobre cubierta. Este era, pues, el «barco del desayuno», y
precisamente detrás de esta reminiscencia de unas horas, en las que gozamos
alegremente de la vida, oculta el sueño los sombríos pensamientos referentes a un
desconocido e inquietante porvenir.
IV
Incluiré aquí un sueño en el que el indiferente matiz afectivo del contenido
manifiesto puede ser explicado por la antimonia de las ideas latentes. Trátase de un
breve sueño propio que habrá de causar al lector viva repugnancia.
«Una colina. Sobre ella, algo como un retrete al aire libre: un largo banco, en uno
de cuyos extremos se abre un agujero. El borde posterior de este agujero aparece
cubierto de excrementos de todos los tamaños y épocas. Detrás de un banco, un
matorral. Subido en el banco, me pongo a orinar. El largo chorro de orina lo limpia todo.
Los excrementos se disuelven y caen por el agujero. Como si al final quedase aún algo.»
¿Por qué no experimenté en este sueño repugnancia ninguna? Nada más sencillo:
el análisis me demuestra que en él intervienen las ideas más agradables y satisfactorias.
Al comenzar la labor analítica recuerdo en seguida el establo de Augías, cuya limpieza
lleva Hércules a cabo. Identificándome con este personaje mitológico, me eleva el sueño
a la categoría de semidiós. La colina y el matorral pertenecen a Ausée, donde
actualmente se hallan mis hijos. Soy el descubridor de la etiología infantil de la neurosis
y, de este modo, he preservado a mis hijos de tal enfermedad. El banco es la perfecta
reproducción (fuera claro está, del agujero) de uno que tengo en casa, regalo de una
paciente agradecida. Su presencia en el sueño me recuerda cuánto me veneran mis
pacientes. Incluso la repugnante exposición de excrementos humanos resulta susceptible
de una risueña interpretación. Por grande que sea la repugnancia que ahora, al
recordarlo, me inspira, constituye este cuadro, en el sueño, una reminiscencia de la bella
tierra de Italia, en cuyas pequeña ciudades suelen presentar los watter-closet una
parecida ornamentación. El chorro de orina, que todo lo limpia, es una innegable alusión
a mi grandeza. En esta misma forma sofoca Gulliver un gran incendio en el reino de
Liliput, aunque atrayéndose con este acto la enemistad de la más diminuta de las reinas.
Pero también Gargantúa, el superhombre de Rabelais, toma de este modo la venganza de
los parisienses, colocándose encima de la iglesia de Nuestra Señora y evacuando su
vejiga sobre la ciudad. La noche en que tuve este sueño había estado hojeando las
ilustraciones de Garnier a la obra de Rabelais. Pero aún encuentro otra prueba de que
soy yo este superhombre. Durante mi estancia en París había sido la plataforma de
Nuestra Señora mi lugar favorito, y en cuanto podía disponer de algunas horas de
libertad por la tarde, subía a las torres y paseaba entre las monstruosas y grotescas
esculturas que la decoran. La rápida desaparición de los excrementos, bajo el impulso
del chorro de orina, alude al lema Afflavit et dissipati sunt, con el que me propongo
encabezar un ensayo sobre la terapia de la histeria.
Veamos ahora el motivo ocasional del sueño. La tarde anterior había sido muy
calurosa -era verano- y durante ella había pronunciado yo, continuando una serie de
lecciones, mi conferencia sobre la conexión de las perversiones con la histeria. Pero me
hallaba en un estado de ánimo un tanto deprimido y hablé sin entusiasmo, pareciéndome
desagradable y falto de interés todo lo que decía. Fatigado y sin hallar el menor placer
en mi duro trabajo, ansiaba dar fin a aquel ahondar en las suciedades humanas e ir a
reunirme con mis hijos y emprender luego un viaje a la bella nación italiana. En este
estado de ánimo salí del aula y me dirigí a la terraza de un café para tomar, al aire libre,
una modesta colación, pues tampoco sentía apetito. Pero uno de mis oyentes, que había
salido acompañándome, me pidió permiso para sentarse a mi lado mientras yo sorbía el
café y mordiscaba unos pasteles, y comenzó a dirigirme grandes alabanzas, diciendo que
mis lecciones le habían instruido altamente, que ahora lo veía todo de un modo muy
distinto, que había logrado limpiar el establo de Augias de los errores y prejuicios
acumulados sobre la teoría de las neurosis, etc., etc. En definitiva: que era un gran
hombre. No era, ciertamente, mi humor el más apropiado para soportar tanto sahumerio,
y con el fin de poner término a la repugnancia que aquella adulación me producía,
abrevié mi estancia en el café y volví a casa. Antes de acostarme hojeé las obras de
Rabelais y leí una novela corta de C. F. Meyer, titulada Las cuitas de un muchacho.
i) La elaboración secundaria.
Llegamos, por fin, a la exposición del cuarto de los factores que participan en la
formación de los sueños.
Prosiguiendo la investigación del contenido manifiesto en la forma antes iniciada,
o sea inquiriendo en las ideas latentes el origen de aquellos fenómenos que atraen
nuestra atención en dicho contenido, tropezamos con elementos para cuyo
esclarecimiento precisamos de una hipótesis totalmente nueva. Recuérdense los casos en
que, sin dejar de soñar, nos asombramos o indignamos de un fragmento del mismo
contenido manifiesto. La mayor parte de estos sentimientos críticos del sueño no van
dirigidos contra el contenido manifiesto, sino que demuestran ser partes del material
onírico tomadas de él y adecuadamente utilizadas. Así nos lo han probado con toda
claridad los ejemplos correspondientes. Pero hay algo que no consiente tal derivación y
para lo que no encontramos en el material onírico elemento ninguno correlativo. ¿Qué
significa, por ejemplo, el juicio crítico «Esto no es más que un sueño», tan frecuente
dentro del sueño mismo? Es ésta una verdadera crítica del sueño, idéntica a la que
pudiera desarrollar nuestro pensamiento despierto. En algunas ocasiones no constituye
sino un elemento precursor del despertar, y en otras, más frecuentes, aparece, a su vez,
precedida de un sentimiento displaciente, apaciguado luego al comprobar que no se trata
sino de un sueño. La idea: «No es más que un sueño», dentro del sueño mismo, tiende a
disminuir la importancia de lo que el sujeto viene experimentando y conseguir así que
tolere una continuación. Sirve, pues, para adormecer a cierta instancia, que en el
momento dado tendría motivos más que suficientes para intervenir y oponer su veto a la
prosecución del sueño. Pero es más cómodo seguir durmiendo y tolerar el sueño,
«porque no es más que un sueño». Imagino que esta despreciativa crítica surge cuando
la censura -nunca totalmente adormecida- se ve sorprendida por un sueño que ha logrado
forzar el paso. No pudiendo ya reprimirlo, sale al encuentro de la angustia o del
displacer que la sorpresa ha provocado con la observación indicada. Trátase, pues, de
una manifestación de esprit d'escalier por parte de la censura psíquica.
Tenemos aquí una evidente demostración de que no todo lo que el sueño contiene
procede de las ideas latentes, pues existe una función psíquica no diferenciable de
nuestro pensamiento despierto, que puede proporcionar aportaciones al contenido
manifiesto. La interrogación que se nos plantea es la de si se trata de algo excepcional o
si la instancia psíquica que ejerce la censura participa también regularmente en la
formación de los sueños.
Esto último es, indudablemente, lo cierto. No puede negarse que la instancia
censora, cuya influencia no hemos reconocido hasta aquí sino en restricciones y
omisiones observadas en el contenido manifiesto, introduce también en el mismo ciertas
interpolaciones y ampliaciones. Estas interpolaciones son con frecuencia fácilmente
reconocibles, pues aparecen tímidamente expuestas, siendo iniciadas con un «como sí»,
no poseen muy elevada vitalidad y son siempre incluidas en lugares en los que pueden
servir de enlace entre dos fragmentos del contenido manifiesto o para la consecución de
una coherencia entre dos partes del sueño. Muestran, además, menor consistencia
mnémica que las derivaciones legítimas del material onírico, y cuando el sueño sucumbe
al olvido son lo primero que desaparece, hasta el punto de que, a mi juicio, nuestra
frecuente observación de que hemos soñado muchas cosas, pero no hemos retenido sino
algunos fragmentos dispersos, obedece precisamente a la rápida desaparición de estas
ideas aglutinantes. Cuando realizamos un análisis completo descubrimos tales
interpolaciones por la ausencia en las ideas latentes de material que a ellas corresponda.
Pero después de una minuciosa investigación podemos afirmar que es éste el caso menos
frecuente. La mayor parte de las veces nos es posible referir tales ideas interpoladas a un
material dado en las ideas latentes pero a un material que ni por su valor propio ni por
superdeterminación podía aspirar a ser acogido en el sueño. La función psíquica cuya
actuación en la elaboración de los sueños examinamos ahora, no parece elevarse a
creaciones originales, sino muy en último extremo, y utiliza, mientras le es posible,
aquellos elementos del material onírico que resultan adecuados a sus fines.
Pero lo que caracteriza y delata a esta parte de la elaboración onírica es su
tendencia. Esta función procede, en efecto, como maliciosamente afirma el poeta que
proceden los filósofos; esto es tapando con sus piezas y remiendos las soluciones de
continuidad del edificio del sueño. Consecuencia de esta labor es que el sueño pierde su
primitivo aspecto absurdo e incoherente y se aproxima a la contextura de un suceso
racional. Pero no siempre corona el éxito estos esfuerzos. Existen muchos sueños así
construidos que parecen a primera vista irreprochablemente lógicos y correctos; parten
de una situación posible, la continúan por medio de variaciones libres de toda
contradicción y la conducen -aunque con mucho menor frecuencia- a una conclusión
adecuada. Estos sueños son los que han sido objeto de más profunda elaboración por la
función psíquica análoga al pensamiento despierto; parecen poseer un sentido; pero este
sentido se halla también a mil leguas de su verdadera significación. Si los analizamos,
nos convencemos de que es en ellos en los que la elaboración secundaria maneja con
mayor libertad el material dado y respeta menos las relaciones del mismo. Son éstos
sueños que, por decirlo así, han sido interpretados ya una vez antes que en la vigilia los
sometiéramos a la interpretación. En otros sueños no ha conseguido avanzar esta
elaboración tendenciosa sino hasta cierto punto, hasta el cual se muestran entonces
coherentes, haciéndose después disparatados o embrollados y volviendo luego, a lo
mejor, a elevarse por segunda vez hasta una apariencia de comprensibilidad. Por último,
hay también sueños en los que falta por completo esta elaboración y se nos muestran
como un desatinado montón de fragmentos de contenido.
Como los sueños, son estas ensoñaciones realizaciones de deseos: tienen en gran
parte como base las impresiones provocadas por sucesos infantiles y sus creaciones
gozan de cierta benevolencia de la censura. Examinando su construcción, comprobamos
que el motivo optativo que ha actuado en su producción ha revuelto el material de que se
hallan formadas y ha constituido luego con él, ordenándolo en forma diferente, una
nueva totalidad. Con relación a las reminiscencias infantiles a las que se refieren, son lo
que algunos palacios barrocos de Roma respecto de las ruinas antiguas cuyos materiales
se han utilizado en su construcción.
Naturalmente, no faltan en este sueño elementos que han sido objeto de más
profunda deformación. Así, la frase «Luego pagaré» alude a la conducta poco agradable
que algunos suegros observan en el pago de la dote. Vemos claramente que el sujeto
encuentra mil reparos contra el matrimonio, reparos que le impiden entregarse con gusto
a la fantasía nupcial. Uno de estos reparos -el de que al casarse pierde el hombre su
libertad- queda encarnado en la transformación de la fantasía en una escena de prisión.
Contra esta conclusión, que se hizo pronto popular, han elevado vivas objeciones
autores más modernos (Le Lorrain, Eggers y otros), poniendo en duda la exactitud de la
comunicación de Maury e intentando demostrar que la rapidez de nuestros rendimientos
intelectuales despiertos no es menos de la que pueda atribuirse a la elaboración onírica.
La discusión se desarrolla sobre problemas de principio que no podemos entrar a
examinar aquí. Sin embargo, he de confesar que la argumentación de Eggers contra el
sueño antes citado de Maury no me ha parecido muy convincente. Por mi parte,
propondría la siguiente explicación de este sueño: ¿Sería muy inverosímil que el sueño
de Maury representase una fantasía conservada en su memoria desde mucho tiempo
antes y despertada -pudiera decirse aludida- en el momento de percibir el sujeto el
estímulo interruptor del reposo? Esta hipótesis hace desaparecer la dificultad que nos
plantea la composición de tan larga y detallada historia en el brevísimo tiempo de que
para ello ha dispuesto el durmiente, pues supone la preexistencia de la historia completa.
Si la varilla hubiese caído sobre el cuello de Maury hallándose éste despierto, habría
quizá provocado la siguiente idea: «Parece como si me guillotinaran.» Pero Maury está
dormido, y la elaboración onírica aprovecha rápidamente el estímulo dado para la
producción de una realización de deseos, como si pensase (claro es que esto debe ser
tomado figuradamente): «He aquí una buena ocasión para dar cuerpo a la fantasía
optativa que en tal o cual épico me inspiró esta o aquella lectura.» Que la novela soñada
presenta todas las características de aquellas fantasías que suelen construir los jóvenes
bajo el imperio de poderosas impresiones es cosa, a mi juicio, indiscutible. ¿Quién no se
siente arrastrado -y mucho más siendo francés e historiador- por las descripciones de los
años del Terror, en los que la aristocracia francesa, flor de la nación, mostró cómo se
puede morir con ánimo sereno y conservar hasta el último momento un sutilísimo
ingenio y las más exquisita maneras? ¡Y cuán atractivo resulta imaginarse ser uno de
aquellos hombres que besaban sonrientes la mano de sus compañeros de infortunio antes
de subir con paso firme al cadalso, o si la ambición de la fuerza que impulsa nuestra
fantasía a identificarnos con una de aquellas formidables individualidades que sólo con
el poder de sus ideas y de su ardiente elocuencia se impusieron a la ciudad en la que latía
convulsivamente por entonces el corazón de la Humanidad, enviaron millares de
hombres a la muerte con fervorosa convicción de servir a un elevadísimo ideal e iniciar
una completa transformación de Europa y cayeron a su vez bajo la cuchilla de la
guillotina (Danton, los girondinos)! Un detalle del sueño de Maury -«en medio de una
inmensa multitud»- parece indicar que la fantasía que lo constituye era de este carácter
ambicioso.
Esta misma explicación, o sea la de que se trata de fantasías preexistentes, que son
puestas en movimiento como conjuntos por el estímulo despertador, puede también
aplicarse a otros sueños distintos de los orientados hacia dicho estímulo; por ejemplo,
del sueño de batallas soñado por Napoleón antes de despertar por la explosión de la
«máquina infernal». Entre los sueños reunidos por Justina Zobowolska en su disertación
sobre la duración aparente en el fenómeno onírico me parece el del autor dramático
Casimir Bonjour (citado por Macario, 1857) el más demostrativo. Sentado en un sillón
dispuesto entre bastidores, se preparaba este autor a asistir a la primera representación de
una de sus obras, cuando, vencido por la fatiga, se quedó dormido en el momento de
alzarse el telón. Durante su reposo asistió a la representación de los cinco actos de que
su obra constaba y observó la impresión que cada una de las escenas producía en el
público. Terminado el último acto, oyó encantado cómo reclamaba el público el nombre
del autor y lo recibía con grandes muestras de entusiasmo. Cuál no sería su sorpresa al
despertar en este momento y ver que la representación no había pasado aún de los
primeros versos de la primera escena. No había, pues, dormido arriba de dos minutos.
No parece muy aventurado afirmar con respecto a este sueño que el desarrollo de los
cinco actos de la obra y la observación de las impresiones que cada escena iba
despertando en el público no necesitan constituir una creación original producida
durante el reposo, sino que puede reproducir una labor anterior de la fantasía en el
sentido ya indicado. Justina Zobowolska hace resaltar con otros autores como un
carácter común a todos los sueños de acelerado curso de representaciones el ser
particularmente coherentes, a diferencia de los demás, y el de que su recuerdo es más
bien sumario que detallado. Estas particularidades serían precisamente las que habrían
de presentar las fantasías preexistentes rozadas por la elaboración onírica. Pero los
autores citados no llegan a deducir esta conclusión. De todos modos, no quiero afirmar
que todos los sueños enlazados con un estímulo despertador puedan quedar explicados
en esta forma, ni que con ello deje de constituir un problema el curso acelerado de las
representaciones en el sueño.
Delacroix afirma con especial precisión la identidad de esta forma de laborar con
la del pensamiento despierto (pág. 526):
Cette fonction d'interprétation n'est pas particulière au rêve, c'est le même travail
de coordination logique que nous faisons sur nos sensations pendant la veille.
De esta misma opinión son J. Sully y Justina Zobowolska:
Sur ces successions incohérentes d'hallucinations, l'esprit s'efforce de faire le
même travail de coordination logique qu'il fait pendant la veille sur les sensations. Il
relie entre elles par un lien imaginaire toutes ces images décousues et bouche les écarts
trop grands qui si trouvaient entre elles (pág. 93).
CAPÍTULO VII
ENTRE los sueños que me han sido comunicados por otras personas se encuentra
uno que reclama ahora especialmente nuestra atención. Su verdadera fuente me es
desconocida, pues me fue relatado por una paciente, que lo oyó, a su vez, en una
conferencia sobre el sueño y a la que hizo tal impresión que se apresuró a soñarlo por su
cuenta; esto es, a repetir en sus propios sueños algunos de sus elementos para expresar
con esta transferencia una coincidencia en un punto determinado.
Los antecedentes de este sueño prototípico son como sigue: un individuo había
pasado varios días, sin un instante de reposo, a la cabecera del lecho de su hijo,
gravemente enfermo. Muerto el niño, se acostó el padre en la habitación contigua a
aquella en la que se hallaba el cadáver y dejó abierta la puerta, por la que penetraba el
resplandor de los cirios. Un anciano, amigo suyo, quedó velando el cadáver. Después de
algunas horas de reposo soñó que su hijo se acercaba a la cama en que se hallaba, le
tocaba en el brazo y le murmuraba al oído, en tono de amargo reproche: «Padre, ¿no ves
que estoy ardiendo?» A estas palabras despierta sobresaltado, observa un gran
resplandor que ilumina la habitación vecina, corre a ella, encuentra dormido al anciano
que velaba el cadáver de su hijo y ve que uno de los cirios ha caído sobre el ataúd y ha
prendido fuego a una manga de la mortaja.
Una vez que hemos reconocido este sueño como un proceso pleno de sentido y
susceptible de ser incluido en la coherencia de la actividad psíquica del sujeto, podemos
dar libre curso a nuestro asombro de que en tales circunstancias, en las que lo natural
parecería que el sujeto despertase en el acto, haya podido producirse un sueño. Esta
circunstancia nos lleva a observar que también en este sueño se da una realización
dedeseos. El niño se conduce afectivamente en él como si aún viviera y advierte por sí
propio a su padre de lo sucedido, llegando hasta su lecho y tocándole en el brazo, como
lo hizo probablemente en aquel recuerdo del que el sueño toma la primera parte de sus
palabras. Así, pues, si el padre prolonga por un momento su reposo es en obsequio de
esta realización de deseos. El sueño quedó antepuesto aquí a la reflexión del
pensamiento despierto porque le era dado mostrar al niño nuevamente en vida. Si el
padre hubiera despertado primero y deducido después la conclusión que le hizo acudir al
lado del cadáver, hubiera abreviado la vida de su hijo en los breves momentos que el
sueño se le presentaba.
Sobre la peculiaridad que en este sueño atrae nuestro interés no puede caber la
menor duda. Hasta ahora nos hemos ocupado predominantemente de averiguar en qué
consiste el sentido oculto de los sueños, por qué camino nos es dado descubrirlo y cuáles
son los medios de que se ha servido la elaboración onírica para ocultarlos. Los
problemas de la interpretación de los sueños ocupaban hasta aquí el centro de nuestro
campo visual; pero en este punto tropezamos con el sueño antes mencionado, que no
plantea a la interpretación labor ninguna y cuyo sentido aparece dado sin el menor
disfraz; pero que, sin embargo, conserva los caracteres esenciales que tan singularmente
distinguen al fenómeno onírico de nuestro pensamiento despierto. Una vez que hemos
agotado todo lo referente a la labor de interpretación, nos es dado observar cuán
incompleta continúa siendo nuestra psicología del sueño.
Pero antes de dirigir nuestro pensamiento por estos nuevos derroteros queremos
hacer un alto y volver los ojos atrás con objeto de comprobar si en nuestro camino hasta
aquí no hemos dejado inadvertido algo importante, pues no nos ocultaremos que hemos
recorrido ya la parte cómoda y andadera del mismo. Hasta ahora todos los senderos por
los que hubimos de avanzar nos han conducido, si no me equivoco mucho, a lugares
despejados, al esclarecimiento y a la comprensión total; pero desde el momento en que
queremos penetrar más profundamente en los procesos anímicos que se desarrollan en el
sueño, todas nuestras rutas desembocarán en las tinieblas. Ha de sernos imposible
esclarecer totalmente el sueño como proceso psíquico, pues esclarecer una cosa significa
referirla a otra conocida, y por el momento no existe conocimiento psicológico ninguno
al que podamos subordinar aquellos datos que como base de una aclaración pudiéramos
deducir del examen psicológico del fenómeno onírico. Por el contrario, nos veremos
obligados a establecer una serie de nuevas hipótesis relativas a la estructura del aparato
anímico y al funcionamiento de las fuerzas que en él actúan, hipótesis que no podemos
desarrollar mucho más allá de su primera conclusión lógica, so pena de ver perderse su
valor en lo interminable. Aun cuando no cometamos falta alguna en nuestros procesos
deductivos y tengamos en cuenta todas las posibilidades lógicamente resultantes, la
probable imperfección de la concatenación de los elementos amenazará echar por tierra
todos nuestros cálculos. La más minuciosa investigación del sueño o de otra cualquier
función aislada no es suficiente para proporcionarnos deducción algunasobre la
construcción y el funcionamiento del instrumento anímico, pues para lograr tal resultado
habremos de acumular todo lo que un estudio comparativo de una serie de funciones
psíquicas nos demuestre como constantemente necesario. Así, pues, las hipótesis
psicológicas que hemos extraído del análisis de los procesos oníricos habrán de esperar
hasta que puedan ser agregados a los resultados de otras investigaciones encaminadas a
llegar al corazón del mismo problema partiendo de otros distintos puntos de ataque.
Dirigiremos en primer lugar nuestra atención a un tema del que se deriva una
objeción a la que hasta ahora no hemos atendido y que pudiera parecer susceptible de
echar por tierra los resultados de los esfuerzos que hemos dedicado a la interpretación de
los sueños. Desde diversos sectores se nos ha objetado que, en realidad, desconocemos
en absoluto el sueño que queremos interpretar o, mejor dicho, que no poseemos garantía
ninguna de la exactitud de nuestro conocimiento del sueño [véase el índice temático].
Aquello que del sueño recordamos, y a lo que aplicamos nuestra técnica interpretadora,
aparece, en primer lugar, fragmentado por la infidelidad de nuestra memoria,
particularmente incapaz para la conservación del sueño, y ha perdido, quizá, la parte más
importante de su contenido. En efecto, cuando comenzamos a conceder atención a
nuestros sueños nos quejamos, muchas veces, de no lograr recordar de todo un extenso
sueño más que un pequeñísimo fragmento, y aun éste, sin gran confianza en la exactitud
de nuestro recuerdo. En segundo lugar, todo nos hace suponer que nuestro recuerdo del
sueño no es solamente fragmentario, sino también infiel. Lo mismo que dudamos de que
lo soñado haya sido realmente tan incoherente y borroso como en nuestra memoria
aparece, podemos poner en duda que el sueño fuera tan coherente como lo relatamos,
pues al intentar reproducirlo hemos podido llenar con nuevos materiales, arbitrariamente
elegidos, las lagunas dadas o producidas por el olvido, adornando y perfeccionando el
sueño hasta hacer imposible determinar cuál fue su verdadero contenido. Así, hemos
encontrado en varios autores (Spitta, Foucauld, Tannery) la hipótesis de que todo lo que
en el sueño significa orden y coherencia ha sido introducido en él a posteriori, al intentar
recordarlo y reproducirlo en un relato. Vemos, pues, que corremos el peligro de que nos
sea arrebatado de la mano el objeto mismo cuyo valor nos hemos propuesto determinar
en estas investigaciones.
Hasta ahora hemos venido haciendo caso omiso de esta advertencia en nuestras
interpretaciones y hemos dedicado a los elementos más insignificantes e inseguros del
contenido manifiesto la misma atención que a los más precisos y más seguramente
recordados. En el sueño de la inyección de Irma encontramos la frase siguiente: «Me
apresuro a llamar al doctor M.» y supusimos que este pequeño detalle no hubiera llegado
al sueño si no hubiera sido susceptible de una derivación especial. En efecto, el examen
de este elemento nos llevó a la historia deaquella desdichada paciente, a cuyo lado hice
acudir con toda premura a uno de mis colegas, más renombrado y antiguo que yo en la
profesión. En el sueño, aparentemente absurdo, que trata como quantité negligéable la
diferencia entre 51 y 56, aparecía mencionado varias veces el número 51. En lugar de
encontrar natural e indiferente esta repetición, dedujimos de ella la existencia de una
segunda serie de pensamientos en el contenido latente, serie que había de llevar el
número 51, y persiguiendo sus huellas, llegamos a los temores que me inspiraba la edad
de cincuenta y un años, considerada por mí como un momento peligroso para la vida del
hombre, idea que se hallaba en absoluta contradicción con la serie dominante que
entrañaba un orgulloso desprecio del tiempo. En el sueño non vixit hallé una
interpolación insignificante, que al principio dejé desatendida: «Viendo que P. no le
comprende, me pregunta Fl.», etc. Pero luego, cuando la interpretación quedó detenida,
volví sobre estas palabras y encontré en ellas el punto de partida del camino que llevaba
a una fantasía infantil dada en las ideas latentes como foco intermedio. En este camino
me orientaron, además, los conocidos versos: «Pocas veces me habéis comprendido, -
pocas veces os he comprendido yo, - sólo cuando nos encontramos en el fango -
pudimos comprendernos en seguida.» (*) Cualquier análisis podría proporcionarnos
ejemplos de cómo precisamente los rasgos más insignificantes del sueño resultan
imprescindibles para la interpretación y del retraso que sufre el análisis cuando los
desatendemos al principio. Análoga atención minuciosa hemos dedicado en la
interpretación a los matices de la expresión oral en la que el sueño nos era relatado, e
incluso cuando esta expresión resultaba insuficiente o desatinada, como si el sujeto no
hubiese conseguido construir la versión exacta de su sueño, la hemos aceptado tal y
como nos era ofrecida, respetando todos sus defectos. Hemos considerado, pues, como
un texto sagrado e intangible algo que, en opinión de los autores, no es más que una
rápida y arbitraria improvisación. Este contraste demanda un esclarecimiento.
Pero este esclarecimiento resulta favorable a nuestras opiniones, aunque sin quitar
la razón a los investigadores citados. Desde el punto de vista de nuestros nuevos
conocimientos sobre el nacimiento del sueño no existe aquí, en efecto, contradicción
ninguna. Es cierto que deformamos el sueño al intentar reproducirlo, pues llevamos a
cabo un proceso análogo al que describimos como una elaboración secundaria del sueño
por la instancia del pensamiento normal. Pero esta deformación no es, a su vez, sino
parte de la elaboración por la que pasan regularmente las ideas latentes a consecuencia
de la censura. Los investigadores han sospechado u observado aquí la actuación
manifiesta de la deformación onírica; pero a nosotros no puede impresionarnos este
fenómeno, pues conocemos otra más amplia deformación, menos fácilmente visible, que
ha actuado ya sobre el sueño en sus ideas latentes. La equivocación de los autores reside
únicamente en que consideran arbitraria y, por tanto, no susceptible de solución ninguna,
y muy apropiada para inspirarnos un erróneo conocimiento del sueño, la modificación
que el mismo experimenta al ser recordado y traducido en palabras. Esta opinión supone
un desconocimiento de la amplitud que la determinación alcanza en lo psíquico. No hay
en tales modificaciones arbitrariedad ninguna. En general, puede demostrarse que
cuando una serie de ideas ha dejado indeterminado un elemento, hay siempre otra que
toma a su cargo tal determinación. Así, cuando nos proponemos decir al azar un número
cualquiera, el que surge en nuestro pensamiento y parece constituir una ocurrencia
totalmente libre y espontánea se demuestra siempre determinado en nosotros por ideas
que pueden hallarse muy lejos de nuestro propósito momentáneo. Pues bien, las
modificaciones que el sueño experimenta al ser recordado y traducido en la vigilia no
son más arbitrarias que tales números; esto es, no lo son en absoluto. Se hallan
asociativamente enlazadas con el contenido, al que sustituyen, y sirven para mostrarnos
el camino que conduce a este contenido, el cual puede ser, a su vez, sustitución de otro.
Al analizar los sueños de mis pacientes suelo someter esta afirmación a una
prueba que jamás me ha fallado. Cuando el relato de un sueño me parece difícilmente
comprensible, ruego al sujeto que lo repita, y he podido observar que sólo rarísimas
veces lo hace con las mismas palabras. Pero los pasajes en los que modifica la expresión
revelan ser, por este mismo hecho, los puntos débiles de la deformación de los sueños, o
sea aquellos que menos resistencia habrán de oponer a la penetración analítica. El sujeto
advierte por mi ruego que pienso esforzarme especialmente en la solución de aquel
sueño, y bajo la presión de la resistencia trata de proteger los puntos débiles de la
deformación onírica, sustituyendo una expresión delatora por otra más lejana; pero de
este modo me llama la atención sobre la expresión suprimida, y por el esfuerzo que se
opone a la solución del sueño me es también posible deducir el cuidado con el que el
mismo ha tejido su trama.
Más descaminados andan los autores cuando adscriben tanta importancia a la duda
que nuestro juicio opone al relato del sueño. Esta duda echa de menos la existencia de
una garantía intelectual, aunque sabe muy bien que nuestra memoria no conoce, en
general, garantía ninguna, no obstante lo cual nos sometemos, con frecuencia mucho
mayor de la objetivamente justificada, a la necesidad de dar fe a sus datos a duda de la
exacta reproducción del sueño o de datos aislados del mismo es nuevamente una
derivación de la censura de la resistencia que se opone al acceso de las ideas latentes a la
consciencia, resistencia que no queda siempre agotada con los desplazamientos y
sustituciones por ella provocados y recae entonces, en forma de duda, sobre aquello
cuyo paso ha permitido. Esta duda nos oculta fácilmente su verdadero origen, pues sigue
la prudente conducta de no atacar nunca a elementos intensos del sueño y sí,
únicamente, a los más débiles y borrosos. Pero sabemos ya que entre las ideas latentes y
el sueño ha tenido efecto una total transmutación de todos los valores psíquicos,
transmutación necesaria para la deformación, cuyos efectos se manifiestan
predominantemente y a veces exclusivamente en ella. Cuando un elemento del sueño, ya
borroso de por sí, se muestra, además, atacado por la duda, podemos ver en ello una
indicación de que constituye un derivado directo deuna de las ideas latentes proscritas.
Sucede aquí lo que después de una gran revolución sucedía en las repúblicas de la
antigüedad o del Renacimiento. Las familias nobles y poderosas, que antes ocupaban el
Poder, quedaban desterradas, y todos los puestos eran ocupados por advenedizos, no
tolerándose que permaneciera en la ciudad ningún partidario de los caídos, salvo
aquellos que por su falta de poder no suponían peligro ninguno para los vencedores, y
aun estos pocos quedaban despojados de gran parte de sus derechos y eran vigilados con
desconfianza. En nuestro caso, esta desconfianza queda sustituida por la duda. De este
modo, al iniciar todo análisis, ruego al sujeto que prescinda en absoluto de todo juicio
sobre la precisión de su recuerdo y considere con una absoluta convicción la más
pequeña posibilidad de que un elemento determinado haya intervenido en su sueño.
Mientras que en la persecución de un elemento onírico no nos decidamos a renunciar a
toda consideración de este género, permanece el análisis estacionario. El desprecio de un
elemento cualquiera trae consigo, en el analizado, el efecto psíquico de impedir la
emergencia de todas las representaciones indeseadas que detrás del mismo se esconden.
Este efecto no tiene, en realidad, nada de lógico, pues no sería desatinado que alguien
dijese: «No sé con seguridad si este elemento se hallaba contenido en el sueño; pero con
respecto a él se me ocurre, de todos modos, lo siguiente…» Mas el sujeto no dice nunca
tal cosa, y precisamente este efecto perturbador del análisis es lo que delata a la duda
como una derivación y un instrumento de la resistencia psíquica. El psicoanálisis es
justificadamente desconfiado. Una de sus reglas dice: Todo aquello que interrumpe el
progreso de la labor analítica es una resistencia.
Por medio de una demostración ad oculos nos es posible probar asimismo que el
olvido del sueño es, en su mayor parte, un efecto de la resistencia. Un paciente nos dice
que ha soñado, pero que ha olvidado por completo su sueño. Por tanto, me hago cuenta
de que no hubo tal sueño y continúo mi labor analítica. Pero de repente tropiezo con una
resistencia, y para vencerla desarrollo ante el paciente determinada explicación y le
ayudo areconciliarse con una idea displaciente. Apenas he conseguido esta
reconciliación exclama el sujeto: «Ahora recuerdo ya lo que he soñado.» La resistencia
que había estorbado el desarrollo de su pensamiento despierto era la misma que había
provocado el olvido del sueño, y una vez vencida en la vigilia, surgió libremente el
recuerdo.
En esta misma forma puede recordar el paciente, al llegar a determinado punto del
tratamiento, un sueño que tuvo días antes y que hasta entonces reposaba en el olvido.
La experiencia psicoanalítica nos ha proporcionado otra prueba de que el olvido
del sueño depende mucho más de la resistencia que de la diferencia entre el estado de
vigilia y el de reposo, como los autores suponen. Me sucede con frecuencia -y también a
otros analistas y a algunos pacientes sometidos a este tratamiento- que, habiendo sido
despertado por un sueño, comienzo a interpretarlo inmediatamente, en plena posesión de
mi actividad mental. En tales casos no he descansado hasta lograr la total comprensión
del sueño, y sin embargo, me ha sucedido que luego, al despertar había olvidado tan
completamente la labor de interpretación como el contenido manifiesto del sueño,
siendo mucho más frecuente la desaparición del sueño en el olvido, arrastrando consigo
la interpretación, que la conservación del sueño en la memoria por la actividad
intelectual desarrollada. Pero entre la labor de interpretación y el pensamiento despierto
no existe aquel abismo psíquico con el que los autores quieren explicar exclusivamente
el olvido de los sueños. Cuando Morton Prince intenta refutar mi explicación del olvido
de los sueños alegando que no se trata sino de un caso especial de la amnesia de los
estados anímicos disociativos y afirma que la imposibilidad de aplicar mi explicación de
esta amnesia especial a los demás tipos de amnesia le hace también inadecuada para
llevar a cabo su más próximo propósito, recuerda con ello al lector que en todas sus
descripciones de estos estados disociativos no aparece ni una sola tentativa de hallar la
explicación dinámica de tales fenómenos. De no ser así, hubiera tenido que descubrir
que la represión (y correlativamente la resistencia por ella creada) es la causa tanto de
estas disociaciones como de la amnesia del contenido psíquico de las mismas.
La pregunta de si todo sueño puede obtener una interpretación debe ser contestada
en sentido negativo. No debemos olvidar que aquellos poderes psíquicos de los que
depende la deformación de los sueños actúan siempre en contra de la
laborinterpretadora. Se nos plantea, pues, el problema de si con nuestro interés
intelectual, nuestra capacidad para dominarnos, nuestros conocimientos psicológicos y
nuestra experiencia en la interpretación de los sueños conseguiremos dominar la
resistencia interna. De todos modos, siempre lo conseguimos en grado suficiente para
convencernos de que el sueño es un producto que posee un sentido propio e incluso para
llegar a sospechar tal sentido. Un sueño inmediatamente posterior nos permite muchas
veces confirmar nuestra primera interpretación y continuarla. Toda una serie de sueños
que se suceden a través de semanas o meses enteros reposan con frecuencia sobre los
mismos fundamentos y deben ser sometidos conjuntamente a la interpretación. En lo
sueños sucesivos podemos observar muchas veces que uno de ellos toma como centro
aquello que en el otro sólo aparece indicado en la periferia, e inversamente, de manera
que ambos se completan recíprocamente para la interpretación. Ya hemos demostrado en
varios ejemplos que los sueños diferentes, soñados en la misma noche, deben ser
considerados siempre en el análisis como una totalidad.
Volvamos ahora a las circunstancias del olvido del sueño. Observamos que hemos
omitido deducir de ellas una importante conclusión. Cuando la vida despierta muestra la
evidente intención de olvidar el sueño, formado durante la noche, sea en su totalidad
inmediatamente después de despertar o fragmentariamente en el curso del día, y cuando
reconocemos en la resistencia anímica el factor principal de este olvido, factor que ya ha
actuado victoriosamente durante la noche, surge entre nosotros la interrogación de qué
es lo que ha hecho posible la formación de los sueños, a pesar de tal resistencia.
Tomemos el caso extremo, en el que la vida despierta suprime por completo el sueño,
como si jamás hubiese existido.
B) La regresión.
Una vez que nos hemos precavido contra las objeciones, o hemos indicado, por lo
menos, cuáles son las armas que para nuestra defensa poseemos, no debemos aplazar por
más tiempo la iniciación de nuestras investigaciones psicológicas para las que ya nos
hallamos preparados. Ante todo, reuniremos los resultados principales que hasta ahora
nos ha proporcionado nuestra investigación. El sueño es un acto psíquico importante y
completo. Su fuerza impulsora es siempre un deseo por realizar. Su aspecto, en el que
nos es imposible reconocer tal deseo, y sus muchas singularidades y absurdidades
proceden de la influencia de la censura psíquica que ha actuado sobre él durante su
formación. A más de la necesidad de escapar a esta censura, han colaborado en su
formación una necesidad de condensar el material psíquico, un cuidado de que fuera
posible su representación por medio de imágenes sensoriales y, además -aunque no
regularmente-, el cuidado de que el producto onírico total presentase un aspectoracional
e inteligente. De cada uno de estos principios parte un camino que conduce a postulados
e hipótesis de orden psicológico. Deberemos investigar la relación recíproca existente
entre el motivo optativo y las cuatro condiciones indicadas, así como las de estas últimas
entre sí. Por último, habremos de incluir al sueño en la totalidad de la vida anímica.
Al principio del presente capítulo hemos expuesto un sueño que nos plantea un
enigma cuya solución no hemos emprendido todavía. La interpretación de este sueño no
nos opuso dificultad ninguna, pareciéndome únicamente que había de ser completada.
Nos preguntamos por qué en este caso se producía un sueño en vez del inmediato
despertar el sujeto, y reconocimos como uno de los motivos del primero el deseo de
representar al niño en vida. Más adelante veremos que en este sueño desempeña también
un papel otro deseo distinto; pero por lo pronto dejaremos establecido que fue para
permitir una realización de deseos por lo que el proceso mental del reposo quedó
convertido en un sueño.
Fuera de la realización de deseos no hay más que un solo carácter que separe en
este caso los dos géneros de actividad psíquica. La idea latente sería: «Veo un
resplandor que viene de la habitación en la que está el cadáver. Quizá haya caído una
vela sobre el ataúd y se esté quemando el niño.» El sueño reproduce sin modificación
alguna el resultado de esta reflexión, pero lo introduce en una situación presente y
percibida por los sentidos como un suceso de la vigilia. Este es, como sabemos, el
carácter psicológico más general y evidente del sueño. Una idea, casi siempre la que
entraña el deseo, queda objetivizada en el sueño y representada en forma de escena
vivida.
Entre todas las observaciones que sobre la teoría de los sueños nos ofrecen las
obras de los autores ajenos al psicoanálisis hallamos una muy digna de atención. En su
obra Psicofísica (tomo II, pág. 526) influye el gran G. Th. Fechner la hipótesis de que la
escena en la que los sueños se desarrollan es distinta de aquella en la que se desenvuelve
la vida de representación despierta, y añade que sólo esta hipótesis puede hacernos
comprender las singularidades de la vida onírica.
La idea que así se nos ofrece es la de una localidad psíquica. Vamos ahora
prescindir por completo de la circunstancia de sernos conocido también anatómicamente
el aparato anímico de que aquí se trata y vamos a eludir asimismo toda posible tentación
de determinar en dicho sentido la localidad psíquica. Permaneceremos, pues, en terreno
psicológico y no pensaremos sino en obedecer a la invitación de representarnos el
instrumento puesto al servicio de las funciones anímicas como un microscopio
compuesto, un aparato fotográfico o algo semejante. La localidad psíquica
corresponderá entonces a un lugar situado en el interior de este aparato, en el que surge
uno de los grados preliminares de la imagen. En el microscopio y en el telescopio son
estos lugares puntos ideales; esto es, puntos en los que no se halla situado ningún
elemento concreto del aparato. Creo innecesario excusarme por la imperfección de estas
imágenes y otras que hande seguir. Estas comparaciones no tienen otro objeto que el de
auxiliarnos en una tentativa de llegar a la comprensión de la complicada función
psíquica total, dividiéndola y adscribiendo cada una de sus funciones aisladas a uno de
los elementos del aparato. La tentativa de adivinar la composición del instrumento
psíquico por medio de tal división no ha sido emprendida todavía, que yo sepa. Por mi
parte, no encuentro nada que a ella pueda oponerse. Creo que nos es lícito dejar libre
curso a nuestras hipótesis, siempre que conservemos una perfecta imparcialidad de
juicio y no tomemos nuestra débil armazón por un edificio de absoluta solidez. Como lo
que necesitamos son representaciones auxiliares que nos ayuden a conseguir una
primera aproximación a algo desconocido, nos serviremos del material más práctico y
concreto.
Lo primero que nos llama la atención es que este aparato compuesto de sistema y
posee una dirección. Toda nuestra actividad psíquica parte de estímulos (internos o
externos) y termina en inervaciones. De este modo adscribimos al aparato un extremo
sensible y un extremo motor. En el extremo sensible se encuentra un sistema que recibe
las percepciones, y en el motor, otro que abre las esclusas de la motilidad. El proceso
psíquico se desarrolla en general pasando desde el extremo de percepción hasta el
extremo de motilidad. Así, pues, el esquema más general del aparato psíquico
presentaría el siguiente aspecto:
Sabido es que las percepciones que actúan sobre el sistema P perduran algo más
que su contenido. Nuestras percepciones demuestran hallarse también enlazadas entre sí
en la memoria, conforme, ante todo, a su primitiva coincidencia en el tiempo. Este hecho
es el que conocemos con el nombre de asociación. Ahora bien: el sistema P no puede
conservar las huellas para la asociación, puesto que carece de memoria. Cada uno de los
elementos P quedaría insoportablemente obstruido en su función si un resto de una
asociación anterior se opusiera a una nueva percepción. Habremos, pues, de suponer que
los sistemas mnémicos constituyen la base de la asociación. Esta consistirá entonces en
que, siguiendo la menor resistencia, se propagará la excitación preferentemente de un
primer elemento Hm a un segundo elemento, en lugar de saltar a otro tercero. Un
detenido examen nos muestra, pues, la necesidad de aceptar la existencia de más de uno
de estos sistemas Hm, en cada uno de los cuales es objeto de una distinta fijación la
excitación propagada por los elementos P. El primero de estos sistemas Hm contendrá
de todos modos la fijación de la asociación por simultaneidad, y en los más alejados
quedará ordenado el mismo material de excitación según otros distintos órdenes de
coincidencia, de manera que estos sistemas posteriores representarían, por ejemplo, las
relaciones de analogía, etc. Sería, naturalmente, ocioso querer describir la significación
psíquica de uno de estos sistemas. Su característica se hallaría en la intimidad de sus
relaciones con los elementos del material mnémico bruto; esto es, si queremos aludir a
una teoría más profunda, en los escalonamientos de la resistencia conductora de estos
elementos.
Habremos de intercalar aquí una observación de carácter general que entraña
quizá una importantísima indicación. El sistema P, que no posee capacidad para
conservar las modificaciones; esto es, que carece de memoria, aporta a nuestra
consciencia toda la variedad de las cualidades sensibles. Por el contrario, nuestros
recuerdos, sin excluir los más profundos y precisos, son inconscientes en sí. Pueden
devenir conscientes, pero no es posible dudar que despliegan todos sus efectos en estado
inconsciente. Aquello que denominamos nuestro carácter reposa sobre las huellas
mnémicas de nuestras impresiones, y precisamente aquellas impresiones que han
actuado más intensamente sobre nosotros, o sea las de nuestra primera juventud, son las
que no se hacen conscientes casi nunca. Pero cuando los recuerdos se hacen de nuevo
conscientes no muestran cualidad sensorial alguna o sólo muy pequeña, en comparación
conlas percepciones. Si pudiéramos comprobar que la memoria y la cualidad que
caracteriza el devenir consciente se excluyen recíprocamente en los sistemas y , se nos
ofrecería una prometedora visión de las condiciones de la excitación de la neurona.
Todo lo que hasta ahora hemos supuesto sobre la composición del aparato
psíquico en su extremo sensible ha sido sin tener en cuenta para nada el sueño ni las
explicaciones psicológicas que de su estudio pueden deducirse. Este estudio nos
proporciona, en cambio, gran ayuda para el conocimiento de otro sector del aparato.
Hemos visto que nos era imposible explicar la formación de los sueños si no nos
decidíamos a aceptar la existencia de dos instancias psíquicas, una de las cuales somete
a una crítica la actividad de la otra; crítica de la que resulta la exclusión de esta última de
la consciencia.
La experiencia nos enseña que durante el día aparece desplazado por la censura de
la resistencia, y para las ideas latentes, este camino que conduce a la consciencia a través
de lo preconsciente. Durante la noche se procuran dichas ideas el acceso a la
consciencia, surgiendo aquí la interrogación de por qué camino y merced a qué
modificación lo consiguen. Si el acceso de estas ideas latentes a la consciencia
dependiera de una disminución nocturna de la resistencia que vigila en la frontera entre
lo inconsciente y lo preconsciente, tendríamos sueños que nos mostrarían el carácter
alucinatorio que ahora nos interesa. El relajamiento de la censura entre los dos sistemas
Inc. y Prec. no puede explicarnos, por tanto, sino aquellos productos oníricos exentos de
imágenes sensoriales (recuérdese el ejemplo «autodidasker») y no sueños como el
detallado al principio del presente capítulo.
Lo que en el sueño alucinatorio sucede no podemos describirlo más que del modo
siguiente: la excitación toma un camino regresivo; en lugar de avanzar hacia el extremo
motor del aparato, se propaga hacia el extremo sensible, y acaba por llegar al sistema de
las percepciones. Si a la dirección seguida en la vigilia por el procedimiento psíquico,
que parte de lo inconsciente, le damos el nombre de dirección progresiva, podemos decir
que el sueño posee un carácter regresivo.
No creo que nadie incurra en error sobre el alcance de estas explicaciones. Hasta
ahora no hemos hecho otra cosa que dar un nombre a un fenómeno inexplicable.
Hablamos de regresión cuando la representación queda transformada, en el sueño, en
aquella imagen sensible de la que nació anteriormente. De todos modos, también
necesitamos justificar este paso, pues podría objetársenos la inutilidad de una
calificación que no ha de enseñarnos nada nuevo. Pero, a nuestro juicio, ha de sernos
muy útil este nombre de regresión por enlazar un hecho que nos es conocido al esquema
antes desarrollado de un aparato psíquico; esquema cuyas ventajas vamos ahora a
comprobar por vez primera, pues con su sola ayuda, y sin necesidad de nuevas
reflexiones, hallaremos el esclarecimiento de una de las peculiaridades de la formación
de los sueños. Considerando el proceso onírico como una regresión dentro del aparato
anímico por nosotros supuesto, hallamos la explicación de un hecho antes
empíricamente demostrado; esto es, el de que las relaciones intelectuales de las ideas,
latentes entre sí, desaparecen en la elaboración delsueño o no encuentran sino muy
trabajosamente una expresión. Nos muestra, en efecto, nuestro esquema que estas
relaciones intelectuales no se hallan contenidas en los primeros sistemas Hm, sino en
otros anteriores a ellos, y tienen que perder su expresión en el proceso regresivo hasta
las imágenes de percepción. La regresión descompone en su material bruto el ajuste de
las ideas latentes.
Mas ¿por qué transformaciones resulta posible esta regresión, imposible durante el
día? Sospechamos que se trata de modificaciones de las cargas de energía de cada uno
de los sistemas; modificaciones que los hacen más o menos transitables o intransitables
para el curso de la excitación. Pero dentro de cada uno de estos aparatos podía
producirse este mismo efecto por medio de modificaciones diferentes. Pensamos,
naturalmente, en seguida en el estado de reposo y en las modificaciones de la carga
psíquica que el mismo provoca en el extremo sensible del aparato. Durante el día existe
una corriente continua desde el sistema y de las P hasta la motilidad. Pero esta corriente
cesa por la noche, y no puede ya presentar obstáculo ninguno a la regresión de la
excitación.
Esta circunstancia constituiría aquel «apartamiento del mundo exterior» en el que
algunos autores ven la explicación de los caracteres psicológicos del sueño. Sin
embargo, al explicar la regresión del sueño habremos de tener en cuenta aquellas otras
regresiones que tienen efecto en los estados patológicos de la vigilia; regresiones a las
que nuestra anterior hipótesis resulta inaplicable, pues se desarrolla, a pesar de no
hallarse interrumpida la corriente sensible, en dirección progresiva.
Agregaré aquí la solución de una visión que me fue relatada por una histérica de
cuarenta años; visión muy anterior a la enfermedad que le llevaba a mi consulta. Al
despertar una mañana vio ante sí a su hermano mayor, que se hallaba recluido en un
manicomio. Su hijo pequeño dormía en la cama junto a ella, para evitar que se asustase y
le diesen convulsiones si veía a su tío, le tapó la cabeza con la colcha, desvaneciéndose
entonces la aparición. Esta visión no era sino la elaboración de un recuerdo infantil,
consciente, pero íntimamente enlazado con todo el material inconsciente, dado en la vida
anímica de la sujeto. La niñera le había relatado que su madre, muerta cuando ella tenía
año y medio, había padecido convulsiones epilépticas o histéricas desde un susto que le
dio su hermano (el tío de la sujeto), apareciéndosele a guisa de fantasma con una colcha
sobre la cabeza. La visión contiene los mismos elementos que el recuerdo: la aparición
del hermano, la colcha, el sobresalto y sus efectos; pero estos elementos han sido
ordenados en una forma distinta y transferidos a otras personas. El motivo, harto
transparente, de la visión; esto es, del pensamiento por ella sustituido, es la preocupación
de que su hijo pequeño que presenta un extraordinario parecido físico con su tío pueda
tener igual desgraciado destino.
Los dos ejemplos que anteceden no carecen de cierta relación con el estado de
reposo, y son quizá por tanto, poco apropiados para la demostración que con ellos me
proponía alcanzar. Pero mi análisis de una paranoica alucinada, y los resultados de mis
estudios, aún no publicados, sobre la psicología de la neurosis robustecen la afirmación
de que en estos casos de transformación represiva de las ideas hemos de tener en cuenta
la influencia de un recuerdo reprimido o inconsciente, infantil en la mayoría de los
casos. Este recuerdo arrastra consigo a la regresión; esto es, a la forma de
representación, en la que el mismo se halla dado psíquicamente, a las ideas con él
enlazadas y privadas de expresión por la censura. Mencionaremos aquí como un
resultado del estudio de la histeria el hecho de que las escenas infantiles (trátese de
recuerdos o de fantasías) son vistas alucinatoriamente cuando se consiguen hacerlas
conscientes, y sólo después de explicar al paciente su sentido es cuando pierden este
carácter. Sabido es también que incluso en personas que no poseen en alto grado la
facultad de la reminiscencia visual suelen conservar los recuerdos infantiles más
tempranos un carácter de vivacidad sensorial hasta los años más tardíos.
Si recordamos cuál es el papel que en las ideas latentes corresponde a los sucesos
infantiles o a las fantasías en ellos basadas; con cuánta frecuencia emergen de nuevo
fragmentos de los mismos en el contenido latente, y cómo los mismos deseos del sueño
aparecen muchas veces derivados de ellos, no rechazaremos la probabilidad de que la
transformación de las ideas en imágenes visuales sea también en el sueño la
consecuencia de la atracción que el recuerdo, representado visualmente, y que tiende a
resucitar, ejerce sobre las ideas privadas de consciencia, que aspiran a hallar una
expresión. Según esta hipótesis, podría también describirse el sueño como la sustitución
de la escena infantil, modificada por su transferencia a lo reciente. Laescena infantil no
puede conseguir su renovación real y tiene que contentarse con retornar a título de
sueño.
Concretemos ahora todo lo que hemos averiguado sobre aquella peculiaridad del
sueño, que consiste en transformar su contenido de representaciones en imágenes
sensoriales. No habremos esclarecido este carácter de la elaboración onírica refiriéndolo
a leyes conocidas de la Psicología, pero lo hemos extraído en condiciones desconocidas,
y lo hemos caracterizado, dándole el nombre de carácter regresivo
C) La realización de deseos.
El sueño con que iniciamos el presente capítulo, o sea el del padre al que se le
aparece su hijo muerto; nos da ocasión para examinar determinadas dificultades, con las
que tropieza lateoría de la realización de deseos. Todos hemos extrañado que el sueño
no pueda ser sino una realización de deseos, y no sólo por la contradicción que supone la
existencia de sueños de angustia. Después de comprobar por medio del análisis que el
sueño entrañaba un sentido y un valor psíquico, no esperábamos en modo alguno una tan
limitada y estricta determinación de tal sentido. Según la definición correcta, pero
insuficiente, de Aristóteles, el sueño no es sino la continuación del pensamiento durante
el estado de reposo. Pero si nuestro pensamiento crea durante el día tan diversos actos
psíquicos -juicios, conclusiones, refutaciones, hipótesis, propósitos, etc.-, ¿cómo puede
quedar obligado luego, durante la noche, a limitarse única y exclusivamente a la
producción de deseos? ¿No habrá quizá gran número de sueños que entrañen otro acto
psíquico distinto; por ejemplo, una preocupación? ¿Y no será éste realmente el caso del
sueño antes expuesto, en el que del resplandor que a través de sus párpados recibe
durante el reposo deduce el sujeto la conclusión de que una vela ha caído sobre al ataúd
y ha podido prender fuego al cadáver, y transforma esta conclusión en un sueño, dándole
la forma de una situación sensible y presente? ¿Qué papel desempeña aquí la realización
de deseos? Es acaso posible negar en este sueño el predominio de la idea, continuada
desde la vigilia o provocada por la nueva impresión sensorial?
Todo esto es exacto, y nos obliga a examinar más detenidamente el sueño desde
los puntos de vista de la realización de deseos y de la significación de los pensamientos
de la vigilia en él continuados.
La realización de deseos nos ha hecho ya dividir los sueños en dos grupos. Hemos
hallado sueños que mostraban francamente tal realización, y otros en los que no nos era
posible descubrirla sino después de un minucioso análisis. En estos últimos sueños
reconocimos la actuación de la censura onírica. Los sueños no disfrazados, demostraron
ser característicos de los niños. En los adultos parecían -quiero acentuar esta restricción-,
parecían, repito, presentarse también sueños optativos, breves y francos.
Examinados los sueños que pueden proporcionarnos datos para contestar a esta
pregunta, observamos en primer lugar la necesidad de considerar como una cuarta fuente
de deseos provocados de sueños los impulsos optativos surgidos durante la noche (le
sed, la necesidad sexual, etc.), y nos inclinamos después a afirmar que la procedencia del
deseo no influye para nada en su capacidad de provocar un sueño. Recordemos el sueño
del niño que continúa la travesía interrumpida aquella tarde y todos los demás ejemplos
de este género que a su tiempo expusimos. Todos estos sueños quedan explicados por un
deseo insatisfecho, pero no reprimido, del día. Los ejemplos de deseos reprimidos que se
exteriorizan en sueños son numerosísimos. Me limitaré a exponer el más sencillo que de
esta clase he podido encontrar. La sujeto es una señora un tanto burlona. Durante el día
le han preguntado repetidas veces qué juicio le merecía el novio de una amiga suya más
joven que ella. Su verdadera opinión es que se trata de un hombre adocenado, y la
hubiera manifestado gustosa; pero en obsequio a su amiga, la sustituye por grandes
alabanzas. Aquella noche sueña que le dirigen la misma pregunta y que responde
diciendo: «Cuando en la tienda saben ya de lo que se trata, basta con indicar el número.»
Por último, nos ha demostrado el análisis que en todos los sueños que han pasado por
una deformación procede el deseo de lo inconsciente y no pudo ser observado durante el
día. De este modo todos los deseos nos parecen al principio equivalentes y de igual
poder para la formación de los sueños.
No puedo demostrar aquí que en realidad suceden las cosas de otro modo; pero
me inclino mucho a suponer una más severa condicionalidad del deseo onírico. Los
sueños infantiles no permiten dudar de que su estímulo es un deseo insatisfecho durante
el día; pero no debemos olvidar que se trata del deseo de un niño, con toda la energía de
los impulsos optativos infantiles. En cambio, no me parece verosímil que un deseo
insatisfecho pueda bastar para provocar un sueño en un sujeto adulto. Opino más bien
que el dominio progresivo de nuestra vida instintiva por la actividad intelectual nos lleva
a renunciar cada vez más a la formación o conservación de deseos tan intensos como los
que el niño abriga. Claro es que dentro de esto puede haber diferencias individuales y
conservar unas personas el tipo infantil de los procesos anímicos durante más tiempo
que otras, diferencias que observamos también en la debilitación de la representación
visual originariamente muy precisa. Pero, en general, creo que el deseo insatisfecho
durante el día no basta para crear un sueño en los adultos. Concedo que el sentimiento
optativo procedente de la consciencia puede contribuir a provocar un sueño pero nada
más. El sueño no nacería si el deseo preconsciente no quedase robustecido por otros
factores.
Creemos ha de ser muy útil dedicar ahora nuestra atención al problema de cómo
se conduce el sueño cuando encuentra en las ideas latentes un material de naturaleza
opuesta a la realización de deseos, esto es, cuando dichas ideas entrañan una
preocupación, una reflexión dolorosa o un conocimiento penoso. En estas circunstancias
puede darse la alternativa siguiente: a) La elaboración consigue sustituir todas las
representaciones displacientes por representaciones contrarias y reprimir los efectos
displacientes que a las primeras corresponden, y entonces resulta un puro sueño de
satisfacción, o sea una franca realización de deseos, en la que nada tenemos que
investigar. b) Las representaciones penosas pasan más o menos transformadas, pero bien
reconocibles, al contenido manifiesto. Este es el caso que nos hace dudar de la exactitud
de la teoría optativa del sueño y precisa de una mayor investigación. Tales sueños de
contenido penoso pueden desarrollarse en medio de la mayor indiferencia del sujeto,
traer consigo afectos displacientes que parecen justificados por su contenido de
representaciones o conducir, por último, a la interrupción del reposo mediante el
desarrollo de angustia. (Adición de 1919.)
El análisis nos demuestra que también estos sueños displacientes son realizaciones
de deseos. Un deseo inconsciente y reprimido, cuya satisfacción habría de ser sentida
con displacer por el yo del soñador, ha aprovechado la ocasión que le es ofrecida por la
conservación de la carga psíquica de los restos diurnos penosos y le ha prestado su
apoyo, haciéndolos susceptibles de provocar un sueño. Pero mientras que en el caso a)
coincida el deseo inconsciente con el consciente, en el caso b) surge la discordia entre lo
consciente y lo inconsciente -lo reprimido y el yo- y queda constituida la situación de la
fábula de los tres deseos cuya realización concede el hada al anciano matrimonio (véase
más adelante). La satisfacción producida por la realización del deseo reprimido puede
ser tan grande, que equilibre todos los afectos penosos correspondientes a los restos
diurnos, y el sueño presentará entonces un matiz afectivo indiferente, aunque constituye
por un lado la realización de un deseo y por otro la realización de algo temido. Pero
también puede suceder que el yo dormido tome una parte mayor en la formación del
sueño y reaccione con una enérgica indignación contra la satisfacción lograda por el
deseo reprimido, reacción que desencadenará afectos displacientes e incluso llegará a
poner fin al sueño, interrumpiendo el reposo con el desarrollo deangustia. No es, pues,
difícil reconocer que los sueños de angustia y los displacientes son también, como los
sueños de satisfacción, realizaciones de deseos.
Otras veces se reúnen ambos caracteres en una misma persona, caso el más
corriente en el sueño: la labor diurna ha provocado un deseo inconsciente, y éste crea
entonces el sueño. También para todas las demás modificaciones posibles de la
asociación económica empleada aquí como ejemplo hallamos un paralelo en los
procesos oníricos. El socio industrial puede aportar una pequeña suma al capital; varios
socios industriales pueden dirigirse al mismo capitalista o varios capitalistas reunir entre
sí lo necesario para auxiliar al socio industrial. Correlativamente, hay también sueños
mantenidos por más de un deseo. Podríamos continuar así hasta agotar todas las
variantes de la relación económica que hemos escogido como término de comparación;
pero no lo creemos necesario. Aquello que en estas especulaciones sobre el deseo
onírico haya quedado aún incompleto será completado más adelante.
Aunque la importancia de los restos diurnos queda muy disminuida con las
observaciones que proceden, vale todavía la pena de concederles alguna atención, pues
deben de constituir un ingrediente necesario para la formación onírica desde el momento
en que todo sueño revela siempre una conexión con una impresión diurna reciente y a
veces indiferente en absoluto. Hasta ahora no hemos logrado explicarnos claramente la
necesidad de tal agregación a la formación de los sueños. Pero es que esta necesidad
sólo nos revela su esencia cuando descubrimos la misión del deseo inconsciente y la
estudiamos en conexión con la psicología de la neurosis. Vemos entonces que la
representación inconsciente es absolutamente incapaz, como tal, de llegar a lo
preconsciente. Lo único que puede hacer es exteriorizar en él un efecto, enlazándose con
una representación preconsciente no censurable, a la que transfiere su intensidad y detrás
de la cual se oculta. Este hecho, al que damos el nombre de transferencia, contiene la
explicación de muchos singulares procesos de la vida anímica de los neuróticos. La
transferencia puede dejar intacta la representación procedente de lo preconsciente, la
cual alcanza entonces una gran intensidad inmerecida o puede imponerle una
modificación paralela al contenido de la representación inconsciente. Ruego se me
perdone mi tendencia a buscar comparaciones de la vida cotidiana; pero no puedo por
menos de recordar que las circunstancias en las que se nos muestra aquí la
representación reprimida resultan muy análogas a las impuestas en nuestro país a los
dentistas americanos, los cuales no pueden ejercer su profesión si no les sirve de escudo
ante la ley un doctor en Medicina cuyo título haya sido expedido por una universidad
americana. Pero así como no son precisamente los médicos de más clientela los que
consienten en tales alianzas con los dentistas, tampoco en lo psíquico consienten en
servir de encubrimiento a una representación reprimida aquellas otras representaciones
preconscientes o conscientes que han atraído suficientemente sobre sí la atención activa
de lo preconsciente. Lo inconsciente se enlazará más bien con aquellas impresiones y
representaciones de lo preconsciente que han quedado desatendidas por ser indiferentes
o de las que la atención quedó retirada a causa de haber sido condenadas y rechazadas.
Por último, según un principio experimentalmente comprobado de la teoría de las
asociaciones, aquellas representaciones que han constituido ya una íntima conexión en
un sentido, parecen rechazar grupos enteros de nuevas conexiones. En otro lugar hemos
intentado utilizar este principio como base de una teoría de las parálisis histéricas.
D) La interrupción del reposo por el sueño. La función del sueño. El sueño de angustia.
Para evitar equivocaciones añadiremos aquí unas palabras sobre las cualidades
temporales de estos procesos oníricos. Una hipótesis muy atractiva de Goblot, sugerida
claramente por el enigma del célebre sueño de Maury, intenta demostrar que el sueño no
ocupa más tiempo que el que transcurre en el período de transición entre el reposo y el
despertar. El despertar necesita tiempo, y durante este intervalo es cuando se desarrolla
el sueño. Creemos que la última imagen del sueño era tan intensa que provocó el
despertar; pero en realidad debía precisamente su intensidad a la proximidad del mismo.
Un rêve c'est un réveil qui commence.
Ya acentuó Dugas que Goblot había tenido que prescindir de un gran número de
hechos para generalizar su tesis. Hay también sueños que no terminan con el despertar;
por ejemplo, algunos en los que soñamos que soñamos. Nuestro conocimiento de la
elaboración onírica nos hace imposible admitir que no se extienda sino al período del
despertar. Por el contrario, es mucho más verosímil que la primera parte de la
elaboración onírica comience ya durante el día y bajo el dominio de lo preconsciente. Su
segunda parte, la transformación por la censura, la atracción por las escenas
inconscientes y el acceso a la percepción, se extiende probablemente a través de toda la
noche, circunstancia que justifica nuestra frecuente sensación de que hemos soñado
durante toda la noche, aunque no sabemos qué. No creo que sea necesario admitir que
los procesos oníricos observan realmente, hasta llegar a la consciencia, la sucesión
temporal que hemos descrito, o sea la siguiente: primero existiría el deseo onírico
transferido; luego tendría efecto la deformación por la censura; a continuación se
efectuaría el cambio regresivo de dirección, etc. Para nuestra descripción resultaba
obligado establecer tal orden sucesivo; pero en realidad se trata probablemente más bien
de un simultáneo ensayo de varios caminos, esto es, de un ir y venir de la excitación
hasta que una de las agrupaciones queda mantenida por resultar la más adecuada
distribución. Conforme auna determinada experiencia personal, me inclinaría a creer que
la elaboración onírica necesita muchas veces más de un día y una noche para producir su
resultado, caso en el que no tendremos ya por qué asombrarnos del arte que demuestra
en la construcción del sueño. El cuidado de la comprensibilidad como proceso de
percepción no puede, a mi juicio, ser llevado a efecto antes de atraer el sueño la atención
de la consciencia. Desde este punto experimenta el proceso un aceleramiento, dado que
el sueño recibe ya el mismo trato que cualquier otra percepción. Resulta, pues, algo
semejante a una fiesta de fuegos de artificio, preparados durante muchas horas y
consumidos luego en pocos minutos.
El hecho de que un proceso psíquico que desarrolla angustia pueda ser, sin
embargo, una realización de deseos no contiene ya para nosotros contradicción ninguna.
Nos explicamos este fenómeno diciendo que el deseo pertenece a uno de los sistemas, el
Inc., y que el otro, el Prec., lo ha rechazado y reprimido. El sometimiento del Inc. por el
Prec. no llega a ser total ni aun en perfectos estados de salud psíquica. La medida de este
sometimiento nos revela el grado de nuestra normalidad psíquica. La aparición de
síntomas neuróticos constituye una indicación de que ambos sistemas se hallan en
conflicto, pues dichos síntomas constituyen la transacción que de momento lo resuelve.
Por una parte, dan al Inc. un medio de descargar su excitación, sirviéndola de
compuerta, y por otra, proporcionan al Prec. la posibilidad de dominar, en cierto modo,
al Inc. Creemos que será muy instructivo exponer aquí algunos caracteres de las fobias
histéricas; por ejemplo, de una agorafobia. El enfermo es incapaz de andar solo por las
calles, incapacidad que consideramos, naturalmente, como un síntoma. Podemos
suprimir este síntoma obligando al sujeto a realizar aquel mismo acto del que se cree
incapaz; pero entonces se presentará un ataque de angustia, del mismo modo que es con
frecuencia un ataque de angustia padecido en la calle lo que motiva la aparición de la
agorafobia. Asignamos así que el síntoma ha sido creado precisamente para evitar el
desarrollo de angustia.
No podemos continuar estas especulaciones sin entrar en el examen del papel que
los afectos desempeñan en estos procesos, cosa que no nos es completamente posible
por ahora. Me limitaré,pues, a sentar el principio de que la represión del Inc. es
necesaria, ante todo, porque el curso de representaciones abandonado a sí mismo en el
Inc. desarrollaría un afecto que tuvo originariamente un carácter placiente, pero que
desde el proceso de la represión muestra el carácter opuesto. La represión tiene por
objeto suprimir este desarrollo de displacer y recae sobre el contenido de
representaciones del Inc., porque dicho contenido de representaciones podía provocar el
desarrollo del displacer. Una hipótesis precisamente determinada sobre la naturaleza del
desarrollo de los afectos constituye la base de esta consecuencia. La represión es
considerada como una función motora o secretoria cuya intervención depende de las
representaciones del Inc. El dominio ejercido por el Prec. coarta el desarrollo de afecto
que estas representaciones podían provocar. El peligro que surge cuando el Prec. queda
despojado de su carga psíquica consiste, pues, en que las excitaciones inconscientes
desarrollan un afecto que, a causa de la represión anterior, no puede ser experimentado
sino como displacer o angustia.
Razones de gran peso me impiden reproducir aquí los ejemplos que han puesto a
mi disposición mis pacientes neuróticos y me impulsan a elegir sueños de angustia
soñados por personas jóvenes.
Por mi parte, hace mucho tiempo que no he tenido ningún verdadero sueño de
angustia. Pero recuerdo uno que soñé a los siete u ocho años y que sometí al análisis
cerca de treinta años después. En él vi que mi madre era traída a casa y llevada a su
cuarto por dos o tres personas con picos de pájaro, que luego la tendían en el lecho. Su
rostro mostraba una serena expresión, como si se hallase dormida. Desperté llorando y
gritando e hice despertar a mis padres. Las largas figuras con picos de pájaro y envueltas
en singulares túnicas eran una reminiscencia de una ilustración de la Biblia de
Philippson y creo que correspondían a un relieve egipcio que mostraba varios dioses con
cabezas de águila. El análisis hace surgir el recuerdo de un muchacho muy mal educado
que jugaba con nosotros en la pradera próxima a lacasa y cuyo nombre era Felipe. Me
parece como si hubiera sido a este muchacho al que hubiese oído por vez primera la
palabra vulgar con la que se designa el comercio sexual y que los hombres cultos han
sustituido por una palabra latina (coitieren). Dicha palabra vulgar (en alemán muy
parecida a la palabra «pájaro») queda representada claramente en el sueño por la
elección de los personajes con cabezas de ave. Sin duda adiviné la significación sexual
de aquel término por la expresión con que lo pronunció mi ineducado maestro. La
expresión que la fisonomía de mi madre mostraba en el sueño correspondía a la de mi
abuelo cuando le vi, pocos días antes de morir, sumido en estado comatoso. La
elaboración secundaria debió de interpretar este sueño en el sentido de la muerte de mi
madre, circunstancia con la que se armoniza también la elección de las figuras egipcias
correspondientes a una estela funeraria. Lleno de angustia desperté y no paré de llorar
hasta despertar a mis padres. Recuerdo que me tranquilicé de repente en cuanto vi a mi
madre, como si hubiera necesitado convencerme de que no había muerto. Pero esta
interpretación secundaria del sueño tuvo efecto bajo la influencia de la angustia
desarrollada. No es que me angustiara por haber soñado que mi madre moría, sino que
interpreté el sueño de este modo en la elaboración secundaria porque me hallaba ya bajo
el dominio de la angustia. Por último, puede referirse esta angustia a un placer sexual
oscuramente adivinado que encontró una excelente expresión en el contenido visual del
sueño.
El hecho de que el comercio sexual de los adultos es considerado por los niños
como algo violento y despierta angustia en ellos, puede ser comprobado cotidianamente.
Para esta angustiahemos hallado la explicación de que se trata de una excitación sexual
no dominada por su comprensión y que es rechazada, además, por referirse a los padres,
transformándose así en angustia. En un período aún más temprano de la vida, el impulso
sexual relativo a la madre o al padre, según el sexo del sujeto, no tropieza todavía con la
represión y se manifiesta libremente, como ya lo hemos indicado en otro lugar.
Esta misma explicación puede aplicarse a los ataques nocturnos de angustia con
alucinaciones, tan frecuentes en los niños (pavor nocturnus). En ellos no puede tratarse
sino de impulsos sexuales incomprendidos y rechazados, cuya aparición habría de
demostrar probablemente una periodicidad temporal, dado que la libido sexual puede
quedar incrementada, tanto por las impresiones excitantes casuales como por los
progresos sucesivos del desarrollo.
No poseo el necesario material de observaciones para llevar a cabo esta
explicación. En cambio, parecen ignorar los pediatras el único punto de vista que
permite la comprensión de toda esta serie de fenómenos, tanto somáticos como
psíquicos. Citaré un cómico ejemplo de cómo puede pasarse junto a estos fenómenos sin
comprenderlos, cegado por la venda de la mitología médica, ejemplo que he hallado en
la tesis de Debacker acerca del pavor nocturnus (1881, página 66).
Con respecto a la percepción del sueño ya formado por la consciencia, nos parece
exacta la opinión de que el proceso onírico es rápido y momentáneo. Asimismo nos
parece posible un curso más lento y vacilante de los estadios anteriores de dicho
proceso. Al esclarecimiento del enigma de la acumulación de un extenso contenido en
brevísimos instantes hemos contribuido con la hipótesis de que se trata de una inclusión
de productos ya formados de la vida psíquica. Aceptamos igualmente que el sueño es
fragmentario y deformado por el recuerdo pero vimos que esta deformación no era sino
el último estadio de los que actúan desde el principio del proceso onírico. En la
discusión sobre si la vida anímica dormía durante la noche o disponía, como durante el
día, de toda su capacidad funcional, discusión tan empeñada y tan aparentemente poco
susceptible de reconciliación, hemos podido dar la razón a ambas partes, aunque a
ninguna por completo. En las ideas latentes encontramos la prueba de una
funciónintelectual altamente complicada y que labora con casi todos los medios del
aparato anímico, pero no pudimos negar que tales ideas latentes han nacido durante el
día. Asimismo hubimos de aceptar que existe un estado de reposo de la vida anímica, y
de este modo aceptamos también la teoría del reposo parcial, aunque no vimos la
característica del estado del reposo en la disgregación de las conexiones anímicas, sino
en el deseo de reposo del sistema psíquico, dominante durante el día. La separación del
mundo exterior conservó su significación para nuestra teoría, pues contribuye, aunque
no como factor único, a la regresión de la representación onírica. Es indiscutible la
renuncia a la dirección voluntaria del curso de las representaciones; pero la vida psíquica
no queda por ello desprovista de todo fin pues hemos visto que después de la supresión
de las representaciones finales voluntarias surgen otras involuntarias. La lejana conexión
de las asociaciones en el sueño ha sido reconocida también por nosotros, e incluso le
hemos dado mayor amplitud de la que se podía sospechar; pero hemos encontrado, en
cambio, que no es sino la sustitución forzada de otra conexión correcta y plena de
sentido. Reconocimos también la absurdidad del sueño, pero vimos en numerosos
ejemplos cuán grande es su prudencia al tomar tal aspecto. De las funciones atribuidas al
sueño no hemos contradicho ninguna. El hecho de que el sueño constituye para el alma
una especie de válvula de seguridad y el de que convierte todo lo peligroso en
inofensivo han sido confirmados, ampliados y esclarecidos por nuestra teoría de la doble
realización de deseos. El «retorno al punto embrional de la vida anímica en el sueño» y
la fórmula de H. Ellis: «Un mundo arcaico de vastas emociones y pensamientos
imperfectos», constituyen felices anticipaciones de nuestra teoría de los funcionamientos
primitivos durante el día y libres durante la noche. Asimismo podíamos hacer nuestra
por completo la afirmación de Sully de que el sueño nos presenta nuevamente nuestras
personalidades anteriores sucesivamente desarrolladas, nuestro antiguo modo de ver las
cosas y aquellos impulsos y formas de reacción que nos dominaron hace mucho tiempo.
Como en la teoría de Delage, también en la nuestra lo «reprimido» es la fuerza motora
del sueño.
Desde este punto pasa el proceso mental por una serie de transformaciones que no
reconocemos ya como procesos psíquicos normales y que nos dan un extraño resultado;
esto es, un producto psicopatológico. Vamos a examinar este producto.
1º Las intensidades de las diversas representaciones sehacen, en su totalidad
susceptibles de derivación y pasan de una representación a la otra, formándose así
algunas representaciones provistas de gran intensidad. La repetición de este proceso
puede reunir en un único elemento de representación de la intensidad todo un proceso
mental. Este hecho es el que hemos calificado de comprensión o condensación al
estudiar la elaboración onírica. A él se debe, principalmente, la extraña impresión que el
sueño nos hace, pues nuestra vida onírica normal, accesible a la consciencia, no nos ha
mostrado nunca nada análogo. Hallamos también aquí representaciones que poseen, a
título de focos de convergencia o de resultados finales de cadenas de asociaciones, gran
importancia psíquica; pero este valor no se exterioriza en un carácter sensible para la
percepción interna, y lo que en ellas queda representado no se hace más intenso en modo
alguno. En el proceso de condensación se transforma toda la coherencia psíquica en
intensidad del contenido de representaciones. Sucede aquí como cuando hacemos
imprimir en negrillas o cursivas una palabra o una frase que queremos hacer resaltar.
Hablando, pronunciaremos dicha palabra o dicha frase en un tono más alto y
acentuándola especialmente. La primera comparación nos conduce inmediatamente a
uno de los ejemplos de sueños antes expuestos (la trimetilamina, en el sueño de la
inyección de Irma). Los historiadores de arte nos llaman la atención sobre el hecho de
que las más antiguas esculturas históricas siguen un principio análogo, expresando la
importancia de las personas representadas por la magnitud de su reproducción plástica.
Así, el rey aparece representado dos o tres veces mayor que las personas de su séquito o
que el enemigo vencido.
Estos serían algunos de los más singulares procesos anormales a los que son
sometidas, en el curso de la elaboración onírica, las ideas latentes antes racionalmente
formadas. El carácter principal de los mismos es su tendencia a hacer susceptible de
derivación la energía de carga. El contenido y la significación de los elementos
psíquicos a los que estas cargas se refieren pasan a constituir algo accesorio. Pudiera
creerse todavía que la condensación y la formación de transacciones se halla únicamente
al servicio de la regresión, que tiende a convertir las ideas en imágenes; pero el análisis
y, aún más claramente, la síntesis de los sueños carentes de tal regresión nos muestran
los mismos procesos de desplazamiento y de condensación que todos los demás.
Dos son los puntos de partida desde los que llegamos a la hipótesis de que la cara
por el segundo sistema representa, simultáneamente una coerción de la derivación de la
excitación. Estos dos puntos de partida son el cuidado de adaptarse al principio del
displacer y el principio del menor gasto de inervación. Resulta, pues -y ello constituye la
clave de la teoría de la represión-, que el segundo sistema no puede cargar una
representación sino cuando se halla en estado de coartar el desarrollo de displacer que de
ella emana. Aquello que a esta coerción se sustrajera sería también inaccesible para el
segundo sistema y quedaría abandonado en seguida en obediencia al principio del
displacer. La coerción del displacer no necesita, sin embargo, ser completa. Tiene que
producirse siempre un comienzo de tal efecto, que anuncie al segundo sistema la
naturaleza del recuerdo y quizá también su defectuosa capacidad para el fin buscado por
el pensamiento.
Llamaremos proceso primario al único proceso psíquico que puede desarrollarse
en el primer sistema y proceso secundario al que se desarrolla bajo la coerción del
segundo. Puedo mostrar aún en otro lugar por qué el segundo sistema tiene que corregir
el proceso primario. El proceso primario aspira a la derivación de la excitación para
crear, con la cantidad de excitación así acumulada, una identidad de percepción. El
proceso secundario ha abandonado ya este propósito y entraña en su lugar el de
conseguir una identidad mental.
Bien mirado, no es la existencia de dos sistemas cerca del extremo motor del
aparato, sino la de dos procesos o modos de la derivación de la excitación, lo que ha
quedado explicado con las especulaciones psicológicas del apartado que precede. Pero
esto no nos conturba en absoluto, pues debemos hallarnos dispuestos a prescindir de
nuestras representaciones auxiliares en cuanto creamos haber llegado a una posibilidad
de sustituirlas por otra cosa más aproximada a la realidad desconocida. Intentaremos
ahora rectificar algunas opiniones que pudieron ser equivocadamente interpretadas
mientras tuvimos ante la vista los dos sistemas, como dos localidades dentro del aparato
psíquico. Cuando decimos que una idea inconsciente aspira a una traducción a lo
preconsciente, para después emerger en la consciencia, no queremos decir que deba ser
formada una segunda idea en un nuevo lugar. Asimismo queremos también separar
cuidadosamente de la emergencia en la consciencia toda idea de un cambio de localidad.
Cuando decimos que una idea preconsciente queda reprimida y acogida después por lo
inconsciente, podían incitarnos estas imágenes a creer que realmente queda disuelta en
una de las dos localidades psíquicas una ordenación y sustituida por otra nueva en la otra
localidad. En lugar de esto, diremos ahora, en forma que corresponde mejor al verdadero
estado de cosas, que una carga de energía es transferida o retirada de una ordenación
determinada, de manera que el producto psíquico queda situado bajo el dominio de una
instancia o sustraído al mismo. Sustituimos aquí, nuevamente, una representación tópica
por una representación dinámica; lo que nos aparece dotado de movimiento no es el
producto psíquico, sino su inervación.
Hasta ahora hemos hecho psicología por nuestra propia cuenta; pero es ya tiempo
de que volvamos nuestros ojos a las opiniones teóricas de la psicología actual para
compararlas con nuestros resultados. El problema de lo inconsciente en la psicología es,
según las rotundas palabras de Lipps, menos un problema psicológico que el problema
de la psicología. Mientras que la psicología se limitaba a resolver este problema con la
explicación de que lo psíquico era precisamente lo consciente, y que la expresión
«procesos psíquicos inconscientes» constituía un contrasentido palpable, quedaba
excluido todo aprovechamiento psicológico de las observaciones que el médico podía
efectuar en los estados anímicos anormales. El médico y el filósofo sólo se encuentran
cuando reconocen ambos que los procesos psíquicos inconscientes constituyen la
expresión adecuada y perfectamente justificada de un hecho incontrovertible. El médico
no puede sino rechazar con un encogimiento de hombros la afirmación de que la
consciencia es el carácter imprescindible de lo psíquico, o si su respeto a las
manifestaciones de los filósofos es aún lo bastante fuerte suponer que no tratan el mismo
objeto ni ejercen la misma ciencia. Pero también una sola observación, comprensiva de
la vida anímica de un neurótico, o un solo análisis onírico, tienen que imponerle la
convicción indestructible de que los procesos intelectuales más complicados y correctos,
a los que no es posible negar el nombre de procesos psíquicos, pueden desarrollarse sin
intervención de la consciencia del individuo.
Una vez que la antigua antítesis de vida consciente y vida onírica ha quedado
despojada de toda significación por el reconocimiento del verdadero valor de lo psíquico
inconsciente, desaparece toda una serie de problemas oníricos que preocuparon
intensamente a los investigadores anteriores. Así, muchas funciones cuyo desarrollo en
el sueño resultaba desconcertante, no deben ser ya atribuidas a este fenómeno, sino a la
actividad diurna del pensamiento inconsciente.
Cuando Scherner nos descubre en el sueño una representación simbólica del
cuerpo, sabemos que se trata del rendimiento de determinadas fantasías inconscientes,
que obedecen, probablemente, a impulsos sexuales y que no se manifiestan únicamente
en él, sino también en las fobias histéricas y en otros síntomas. Cuando el sueño
continúa labores intelectuales diurnas, solucionándolas e incluso extrayendo a la luz
ocurrencias valiosísimas, hemos de ver en dichas labores un rendimiento de las mismas
fuerzas que las realizan durante la vigilia. Lo único que corresponderá a la elaboración
onírica y podrá ser considerado como una intervención de oscuros poderes de los más
profundos estratos del alma será el disfraz de sueño con el que la función intelectual se
nos presenta. Nos inclinamos asimismo a una exagerada estimación del carácter
consciente de la producción intelectual y artística. Por las comunicaciones de algunos
hombres altamente productivos, como Goethe y Helmholtz, sabemos que lo más
importante y original de sus creaciones surgió en ellos en forma de ocurrencia
espontánea, siendo percibido casi siempre como una totalidad perfecta y terminada. El
auxilio de la actividad consciente tiene el privilegio de encubrir a todas las que
simultáneamente actúan.
En una ocasión fui llamado a consulta para examinar a una muchacha de aspecto
inteligente y decidido. Su toilette me llamó inmediatamente la atención, pues contra
todas las costumbres femeninas, llevaba colgando una media y desabrochados los
botones de la blusa. Se quejaba de dolores en una pierna, y sin que yo le hiciera
indicación alguna, se quitó la media y me mostró la pantorrilla. Su queja principal es la
siguiente, que reproduzco aquí con sus mismas palabras: siente como si tuviera dentro
del vientre algo que se moviera de aquí para allá, sensación que le produce profundas
emociones. A veces es como si todo su cuerpo se pusiera rígido. Al oír estas palabras, el
colega que me había llamado a consulta me miró significativamente. No eran, en efecto,
nada equívocas. Lo extraño es que la madre de la sujeto no sospechase su sentido, a
pesar de que debía de haberse hallado repetidamente en la situación que con ellas
describía su hija. Esta no tiene idea ninguna del alcance de sus palabras, pues si la
tuviera no las pronunciaría. Se ha conseguido, por tanto, en este caso cegar de tal manera
a la censura, que una fantasía que permanece generalmente en lo preconsciente ha sido
acogida en la consciencia bajo el disfraz de una queja y como absolutamente inocente.
Otro ejemplo. Comienzo el tratamiento psicoanalítico de un niño de catorce años
que padece de «tic» convulsivo, vómitos histéricos, dolores de cabeza, etcétera, etc.
Asegurándole que cerrando los ojos vería imágenes o se le ocurrirían cosas que debería
comunicarme, el paciente me responde en imágenes. La última impresión recibida por él
antes de venir a verme vive visualmente en su recuerdo. Había estado jugando a las
damas con su tío y ve ahora el tablero ante sí. Discute y me explica determinadas
posiciones que son favorables o desfavorables y ciertas jugadas que no deben hacerse.
Después ve sobre el tablero un puñal, que no es de su tío, sino de su padre, pero que
traslada a casa de su tío, colocándolo sobre el tablero. Luego aparece en el mismo lugar
una hoz y luego una guadaña, acabando por componerse la imagen de un viejo labrador
que siega la hierba. Después de algunos días llegué a la comprensión de esta
yuxtaposición de imágenes. El niño vive en medio de circunstancias familiares que le
han excitado: un padre colérico y severo, en perpetua guerra con la madre y cuyo único
medio educativo era una constante amenaza; la separación de loscónyuges y el
alejamiento de la madre, cariñosa y débil, y el nuevo matrimonio del padre, que apareció
una tarde en su casa con una mujer joven y dijo al niño que aquella era su nueva mamá.
Pocos días después de este suceso fue cuando el niño comenzó a enfermar. Su cólera
retenida con el padre es lo que ha reunido las imágenes referidas en alusiones fácilmente
comprensibles. El material ha sido proporcionado por una reminiscencia de la mitología.
La hoz es el arma con que Zeus castró a su padre, y la guadaña y la imagen del segador
describen a Cronos, el violento anciano que devora a sus hijos, y del que Zeus toma una
venganza tan poco infantil. El matrimonio del padre constituyó una ocasión para
devolver los reproches y amenazas que el niño hubo de oír en una ocasión en que fue
sorprendido jugando con sus genitales (el tablero, las jugadas prohibidas, el puñal con el
que se puede matar). En este caso se introducen furtivamente en la consciencia,
fingiéndose imágenes aparentemente faltas de sentido, recuerdos ha largo tiempo
reprimidos, cuyas ramificaciones han permanecido inconscientes.
Así, pues, el valor teórico del estudio de los sucesos consistiría en sus
aportaciones al conocimiento psicológico y en una preparación a la comprensión de la
psiconeurosis. ¿Quién puede sospechar hasta dónde puede elevarse aún y qué
importancia puede adquirir un conocimiento fundamental de la estructura y las
funciones del aparato anímico, cuando ya el estado actual de nuestro conocimiento
permite ejercer una influencia terapéutica sobre las formas curables de psiconeurosis?
¿Cuál puede ser ahora -me oigo preguntar- el valor práctico de estos estudios para el
conocimiento del alma y el descubrimiento de las cualidades ocultas del carácter
individual? Estos impulsos inconscientes que el sueño revela, no tienen, quizá, el valor
de poderes reales en la vida anímica? ¿Qué importancia ética hemos de dar a los deseos
reprimidos, que así como crean sueños, pueden crear algún día otros productos?
No me creo autorizado para contestar a estas preguntas. Mis pensamientos no han
perseguido más allá esta faceta del problema del sueño. Opino únicamente que aquel
emperador romano que hizo ejecutar a uno de sus súbditos por haber éste soñado que le
asesinaba, no estaba en lo cierto. Debía haberse preocupado antes de lo que el sueño
significaba, pues muy probablemente no era aquello que su contenido manifiesto
revelaba, y aun cuando un sueño distinto hubiese tenido esta significación criminal,
hubiera debido pensar en las palabras de Platón, de que el hombre virtuoso se contenta
con soñar lo que el perverso realiza en la vida. Por tanto, creo que debemos absolver al
sueño. No puedo decir en pocas palabras si hemos de reconocer realidad a los deseos
inconscientes y en qué sentido. Desde luego, habremos de negársela a todas las ideas de
transición o de mediación. Una vez que hemos conducido a los deseos inconscientes a su
última y más verdadera expresión, vemos que la realidad psíquica es una forma especial
de existencia que no debe ser confundida con la realidad material. Parece entonces
injustificado que los hombres se resistan a aceptar la responsabilidad de la inmoralidad
de sus sueños. El estudio del funcionamiento del aparato anímico y el conocimiento de
la relación entre lo consciente y lo inconsciente hacen desaparecer aquello que nuestros
sueños presentan contrario a la moral.
«Al buscar ahora en la consciencia las relaciones que el sueño mostraba con el
presente (la realidad), no deberemos extrañarnos si lo que creímos un monstruo al verlo
con el cristal de aumento del análisis, se nos muestra ser un infusorio» (H. Sachs).
Para la necesidad práctica de la estimación del carácter del hombre bastan, en la
mayoría de los casos, sus manifestaciones conscientes. Ante todo, hemos de colocar en
primer término el hecho de que muchos impulsos que han penetrado en la consciencia
son suprimidos por poderes reales en la vida anímica antes de su llegada al acto. Si
alguna vez no encuentran obstáculo psíquico ninguno en su camino es porque lo
inconsciente está seguro de que serán estorbados en otro lugar. De todos modos, siempre
es muy instructivo ver el removido suelo sobre el que se alzan, orgullosas, nuestras
virtudes. La complicación dinámica de un carácter humano no resulta ya explicable por
medio de una simple alternativa, como lo quería nuestra vieja teoría moral.
LOS SUEÑOS
1900 [1901]
Poco influida por este juicio de la ciencia e indiferente al problema de las fuentes
de los sueños, la opinión popular parece mantenerse en la creencia de que los sueños
tienen desde luego un sentido -anuncio del porvenir- que puede ser puesto en claro
extrayéndolo de su argumento enigmático y confuso por un procedimiento interpretativo
cualquiera. Los más empleados consisten en sustituir por otro el contenido del sueño tal
y como el sujeto lo recuerda, ora trozo a trozo, conforme a una clave prefijada, ora en su
totalidad y por otra totalidad con respecto a la cual constituye el sueño un símbolo. Los
hombres serios ríen de estos esfuerzos interpretativos. «Los sueños son vana espuma.»
II
Para mi gran asombro, descubrí un día que no era la concepción médica del sueño,
sino la popular, medio arraigada aún en la superstición, la más cercana a la verdad. Tales
conclusiones sobre los sueños fueron el resultado de aplicar a ellos un nuevo método de
investigación psicológica que me había prestado excelentes servicios en la solución de
las fobias, obsesiones y delirios, y que desde entonces había sido aceptado con el
nombre de psicoanálisis por toda una escuela de investigadores. Las múltiples analogías
de la vida onírica con los más diversos estados psicopatológicos de la vida despierta han
sido acertadamente indicadas por numerosos investigadores médicos. Había, pues, desde
un principio grandes esperanzas de que un procedimiento investigativo, cuya eficacia se
había comprobado en los productos psicopáticos, pudiera aplicarse también a la
explicación de los sueños. Las obsesiones y los delirios son tan extraños a la consciencia
normal como los sueños a la consciencia despierta, para la cual permanecen igualmente
desconocidos los orígenes respectivos de ambas clases de fenómenos. En las citadas
formaciones psicopáticas es un interés práctico el que llevó a investigar su procedencia y
su génesis, pues la experiencia había enseñado que el descubrimiento de aquellas rutas
mentales ocultas a la consciencia, que ponen en comunicación a las ideas morbosas con
el restante contenido psíquico, equivale a una solución de los síntomas patológicos,
solución que trae consigo el dominio de la hasta entonces irrefrenable idea. Así, pues, el
procedimiento de que me serví para la interpretación de los sueños procedía de la
psicoterapia.
Este método es fácil de describir, aun cuando para emplearlo con éxito sea
necesario conocerlo a fondo y haberlo ejercitado. Cuando se emplea en tercera persona
(por ejemplo, en un enfermo con representaciones angustiosas), se demanda al paciente
que dirija su atención sobre la idea de referencia; mas no, como ya lo ha hecho tantas
veces, para meditar sobre ella, sino para observar claramente y comunicar al médico, sin
excepción alguna, todo aquello que se le ocurra con respecto a ella. A la afirmación que
quizá hace entonces el enfermo de que su atención no logra despertar en él ocurrencia
alguna, se opone con la mayor energía la seguridad de que una tal carencia de
representaciones es en absoluto imposible. En efecto, no tardan en presentarse
numerosas ocurrencia, a las que se ligan otras nuevas, pero que regularmente van
acompañadas de un desfavorable juicio del autoobservador que las tacha de insensatas,
nimias e impertinentes, y dice que se le han ocurrido casualmente y fuera de toda
conexión con el tema tratado. Obsérvase en el acto que tal crítica es no sólo lo que ha
excluido hasta el momento dichas ocurrencias de toda exteriorización, sino también lo
que con anterioridad les impidió hacerse conscientes. Si puede conseguirse que el sujeto
renuncie en absoluto a ella y continúe tejiendo las series de ideas que en él surgen
mientras prosigue con su atención fija en el tema dado, se obtendrá un material psíquico
que se enlazará claramente a la idea morbosa, revelará sus conexiones con otras ideas y
permitirá, por último, sustituirla por una nueva que se incluya de una manera inteligible
en el acervo ideológico del paciente.
Cuando alguien espera que otro cuide de su provecho sin sacar de ello por su parte
ventaja alguna, ¿no se suele, acaso, dirigir a tales ingenuos la pregunta de si esperan que
haga uno todo aquello por sus bellos ojos? Pues entonces la frase «¡Ha tenido usted
siempre tan bellos ojos!» no significa otra cosa que «Usted ha logrado siempre de los
demás todo lo que ha querido. Así, todo lo ha tenido usted de balde.» Naturalmente, por
lo que a mi vida respecta, la verdad ha sido la contraria. Todo lo que los demás han
hecho por mí lo he tenido que pagar con creces. Mas ayer debió de hacerme impresión
haber tenido de balde el coche en que mi amigo me condujo a casa.
Haremos alto aquí para revisar los resultados obtenidos hasta ahora en el análisis
del sueño. Siguiendo las asociaciones que se enlazan a cada uno de los elementos del
sueño, separado de la totalidad, he Ilegado hasta una serie de pensamientos y recuerdos
en los que tengo que reconocer valiosas manifestaciones de mi vida anímica. Este
material, hallado por medio del análisis del sueño, se muestra en íntima relación con el
contenido del mismo; pero dicha relación es de tal naturaleza, que del contenido del
sueño nunca hubiese podido yo deducir directamente lo hallado. El sueño estaba
desprovisto de todo afecto y era incoherente e incomprensible; en cambio, mientras que
desarrollo los pensamientos tras de él ocultos voy experimentando intensos y fundados
movimientos afectivos y los pensamientos mismos van formando, con admirable
docilidad, cadenas lógicamente eslabonadas, en las cuales se repiten como centrales
determinadas representaciones. Ideas de este género no representadas por sí mismas en
el sueño son en nuestro ejemplo la antítesis egoísta-desinteresado y los elementos ser
deudor y hacer de balde. En el tejido cuya trama nos descubre claramente el análisis
podría yo ahora separar más los hilos y demostrar que van a unirse todos en un nudo
único; pero consideraciones de naturaleza no científica, sino privada, me impiden llevar
a cabo en público tal labor. Al efectuarla revelaría muchas cosas íntimas que prefiero
permanezcan secretas; cosas de que tampoco yo me había dado clara cuenta hasta que el
desarrollo de este análisis las ha puesto ante mis ojos y que aun a mí mismo me cuesta
trabajo confesarme. ¿Por qué, pues, no he elegido mejor otro sueño cuyo análisis fuera
más comunicable y, por tanto, más apropiado para hacer surgir una convicción sobre el
sentido y la conexión del material descubierto? La respuesta a esta interrogación es que
todo sueño con el que emprendiera mi labor investigadora conduciría sin remedio a
cosas difícilmente publicables, imponiéndome la necesidad de ser discreto. Tampoco
evitaría estas dificultades escogiendo para analizarlo un sueño de otra persona, a menos
que las circunstancias permitieran prescindir de todo velo sin daño alguno para el que en
mí se confiara.
La teoría que sobre los sueños sugiere en principio todo esto es la de que son una
especie de sustitutivos de aquellas series de pensamientos tan significativas y revestidas
de afecto a las cuales hemos llegado al final de nuestro análisis. Aún no conocemos el
proceso que ha hecho surgir el sueño de estos pensamientos, pero ya vemos que es
injusto considerarlo como un fenómeno puramente físico, exento de toda importancia
psíquica y nacido de la actividad aislada de algunas células cerebrales despertadas del
reposo en que continúa sumido el resto del organismo.
Aún he observado dos cosas más: que el contenido del sueño es mucho más breve
que aquellos pensamientos cuyo sustitutivo he convenido en declararle y que el análisis
ha descubierto como estímulo provocador del sueño (Traumerreger) un nimio suceso del
día anterior al mismo.
Claro es que una tan amplia conclusión no he podido fijarla con un único análisis.
Mas cuando la experiencia me ha demostrado que por la persecución exenta de crítica de
las asociaciones de todo sueño puede llegar a tal cadena de pensamientos, entre cuyos
elementos reaparecen los componentes del sueño y que están correcta y
significativamente enlazados entre sí, no hay más remedio que abandonar la escasa
esperanza que aún pudiese quedarnos de que las conexiones observadas la primera vez
pudieran resultar casuales. Estará, pues, plenamente justificado fijar nuestros nuevos
conocimientos sobre esta materia por medio de tecnicismos propios, y así distinguiremos
el sueño, tal y como aparece en nuestro recuerdo del material correspondiente hallado
por medio del análisis, y denominaremos al primero contenido manifiesto del sueño, y al
segundo -por ahora y sin mayor diferenciación--, contenido latente del mismo. Nos
hallamos entonces ante dos nuevos problemas no formulados hasta este punto: 1º. Cuál
es el proceso psíquico que ha transformado el contenido latente en el manifiesto, que es
el que por mi recuerdo conozco. 2º. Qué motivo o motivos son los que han hecho
necesaria esta traducción. El proceso de la conversión del contenido latente en
manifiesto lo denominaremos elaboración del sueño (Traumarbeit), siendo el análisis la
labor contraria que ya conocemos y que lleva a cabo la transformación opuesta. Los
restantes problemas del sueño referentes a los estímulos que lo provocan, a la
procedencia del material anímico, al eventual sentido de lo soñado y a las razones de su
olvido las discutiremos no en el contenido manifiesto, sino en el recién descubierto
contenido latente. Dada mi opinión de que todas las contradicciones y todos los errores
que pululan en la literatura existente sobre el sueño son debidos al desconocimiento de
su contenido latente, sólo revelable por el análisis, intentaré en adelante evitar con todo
cuidado una posible confusión entre el sueño manifiesto y las ideas latentes del sueño.
III
Expondré, pues, algunos ejemplos de sueños infantiles por mí reunidos. Una niña
de diecinueve meses es tenida a dieta durante todo el día, a causa de haber vomitado al
levantarse por haberle hecho daño, según declaró la niñera, unas fresas que había
comido. En la noche de aquel día de abstinencia se le oye murmurar en sueños su
nombre y añadir: «Fresas, frambuesas, bollos, papilla.» Sueña, pues, que está comiendo
y hace resaltar en su menú precisamente aquello que supone le será negado por algún
tiempo. Análogamente sueña con una prohibida golosina un niño de veintidós meses que
el día anterior había sido encargado de ofrecer a su tío un cestillo de cerezas de las
cuales, como es natural, sólo le habían dejado probar tres o cuatro. AI despertar
exclama, regocijado: «Germán ha comido todas las cerezas.» Una niña de tres años y
tres meses había hecho durante el día una travesía por el lago, que debió de parecerle
corta, pues rompió en Ilanto cuando la hicieron desembarcar. A la mañana siguiente
relató haber navegado por la noche sobre el lago; esto es, haber continuado el
interrumpido paseo. Un niño de cinco años y tres meses no pareció muy satisfecho
durante una excursión a pie por las inmediaciones de una montaña conocida con el
nombre de la Dachstein; cada vez que aparecía a la vista una nueva montaña preguntaba
si aquélla era la Dachstein, y se negó después a andar hasta una cascada que visitaron los
que con él iban. Achacóse al cansancio esta conducta del niño, pero su verdadero motivo
se reveló cuando a la mañana siguiente contó el sueño que había tenido y que era el de
haber subido a la Dachstein. Sin duda había esperado que el fin de la excursión fuera el
de subir a esta montaña y le disgustó mucho no llegar siquiera a verla. Su sueño le
compensó de lo que el día le había negado. Idéntico fue el sueño de una niña de seis
años, cuyo padre tuvo que interrumpir su paseo, por lo avanzado de la hora, cuando ya
llegaban al fin que se habían propuesto alcanzar. Al regresar, había llamado la atención
de la niña un nombre inscrito en un poste indicador, y el padre le había prometido
llevarla otro día al punto a que correspondía dicho nombre. A la mañana siguiente, lo
primero que la niña dijo a su padre fue que había soñado que iba con él, tanto al sitio que
no habían alcanzado la víspera como a aquel otro al que le había prometido Ilevarla.
Lo que de común tienen estos sueños infantiles salta a la vista. Todos ellos
realizan deseos estimulados durante el día y no cumplidos. Son simples y francas
realizaciones de deseos.
Igualmente lo es también el siguiente sueño infantil, no del todo comprensible a
primera vista. Una niña que aún no había cumplido cuatro años había sido trasladada del
campo a la ciudad, a consecuencia de una afección poliomielítica que padecía, y pasó la
noche en casa de una tía suya sin hijos, teniendo que dormir en una cama de persona
mayor, que para ella resultaba enorme. A la mañana siguiente contó haber soñado que la
cama en que dormía era demasiado pequeña para ella, tan pequeña que apenas si cabía.
La solución de este sueño como sueño optativo es fácil de hallar, recordando que el «ser
grande» es un deseo muy frecuente en los niños. La magnitud del hecho recordó
demasiado expresivamente a la infantil ambiciosa su propia pequeñez, haciéndola
corregir en su sueño aquella desproporción que le desagradaba y crecer hasta tal punto,
que la cama resultaba ya pequeña para ella.
IV
Más visible es todavía otra función de la elaboración onírica, por medio de la cual
se forman los sueños incoherentes. Si en un ejemplo cualquiera comparamos el número
de los elementos de representación del contenido manifiesto con el de las ideas latentes
cuya huella aparece en el sueño y que nos han sido descubiertas por el análisis, no
podemos dudar de que la elaboración del sueño ha llevado a cabo una magna
comprensión o condensación (Verdichtung), proceso de cuya magnitud no llega uno en
principio a darse cuenta exacta, pero que nos va revelando su extrema importancia
conforme vamos ahondando en el análisis de los sueños. No se halla entonces un solo
elemento del contenido del sueño del cual no partan los hilos de asociación en dos o más
direcciones, ni una sola situación que no esté compuesta de dos o más impresiones o
sucesos. Soñé yo un día, por ejemplo, que veía una especie de piscina de natación, en la
que los bañistas partían nadando en distintas direcciones, mientras que una figura
situada en la orilla se inclinaba hacia otra que se hallaba en el agua, como para ayudarla
a salir. Esta situación estaba compuesta del recuerdo de un suceso acaecido durante mi
pubertad y del de dos cuadros, uno de los cuales había yo contemplado poco tiempo
antes del sueño. Tales dos cuadros eran el de la sorpresa en el baño del ciclo «Melusina»
de Schwind y otro de autor italiano, que representaba el Diluvio universal. El pequeño
suceso de mi pubertad consistía en haber visto en la escuela de natación cómo el
profesor ayudaba a salir del agua a una señora que se había retrasado hasta los
comienzos de la hora destinada a los hombres. La situación que aparece en el sueño
antes escogido como ejemplo nos conduce al emprender su análisis a una pequeña serie
de recuerdos, cada uno de los cuales ha contribuido en algo a la formación del
contenido. El primero de ellos es el de la pequeña escena que antes expuse y que tuvo
lugar en la época en que pretendí la mano de la que hoy es mi mujer. El apretón de
manos que entonces nos dimos a escondidas ha suministrado al sueño el detalle de «por
debajo de la mesa». Claro está que en aquella escena no hubo lo de «dirigirse
exclusivamente a mí», como luego en el sueño. El análisis me ha mostrado que este
elemento es la realización por antítesis del deseo provocado en mí por la conducta de mi
mujer en la mesa redonda del balneario. Mas detrás de este reciente recuerdo se esconde
una escena muy semejante y de mucha mayor importancia, acaecida durante la época en
que mi esposa y yo estábamos ya prometidos, y que dio origen a un disgusto entre
nosotros. El íntimo gesto de colocar una mano sobre mi rodilla pertenece a otro suceso
muy diferente, en el que intervinieron personas distintas. Ese elemento del sueño
constituye ahora a su vez el punto de partida de dos series especiales de ideas, y así
sucesivamente.
En aquellos casos en que las ideas latentes carecen de tales elementos comunes, la
elaboración del sueño se ocupa en crearlos para hacer posible la representación común
en el contenido manifiesto. El camino más cómodo para aproximar dos ideas del sueño
que no tienen aún nada común consiste en variar la expresión verbal de una de ellas;
operación a cuyo éxito coadyuva la otra por una correlativa transformación a otra forma
expresiva. Es éste un proceso análogo al que tiene lugar en la composición de aleluyas,
en las cuales la rima sustituye muchas veces al elemento común buscado. Una gran parte
de la elaboración del sueño consiste en la creación de tales ideas intermedias, a veces
muy chistosas, pero con gran frecuencia harto retorcidas y forzadas, que alcanzan desde
la representación común en el contenido del sueño hasta las ideas del mismo, de
diferente forma y esencia, y motivadas por los estímulos del sueño. También en el
análisis de nuestro ejemplo hallamos un tal caso de transformación de una idea
encaminada a hacerla coincidir con otra totalmente extraña a ella. Continuando el
análisis, tropezamos con la idea de que yo quisiera también conseguir alguna vez algo de
balde; pero esta forma es inutilizable para el contenido del sueño, y, por tanto, es
sustituida por otra: Quisiera gozar de algo sin que me «costase» nada. La palabra
«costar» («kosten»=costar o probar, «Kost»=plato, manjar) se adapta, con su segundo
significado, al ciclo de representaciones de la «mesa redonda», y puede hallar su
representación en las espinacas servidas en el sueño. Cuando en mi casa se sirve algún
plato que mis hijos rechazan, intenta primero su madre hacérselo comer con las palabras:
Aunque no sea más que probarlo (kosten). Parece extraño que la elaboración del sueño
aproveche tan sin titubeos el doble sentido de las palabras, pero el análisis de los sueños
nos muestra que se trata de un proceso regular y corriente.
Igual regla analítica es aplicable a las formaciones mixtas del contenido del sueño,
de tan rica composición, y de las que no creo necesario citar ejemplo alguno. Su
singularidad desaparece por completo cuando nos decidimos a no colocarlas al lado de
los objetos de la percepción despierta, sino que recordamos que representan un
rendimiento de la condensación onírica, y hacen resaltar sintéticamente un carácter
común de los objetos así combinados; comunidad que también aquí no aparece más que
en el análisis. El contenido del sueño nos dice tan sólo que todas aquellas cosas tienen
una X común. La descomposición de tales productos mixtos por medio del análisis
conduce con frecuencia por el camino más corto al significado del sueño. Así, soñé yo
una vez que me hallaba sentado, con uno de mis antiguos profesores universitarios, en
un banco, que se movía rápidamente hacia adelante entre otros muchos. Era esto una
especie de combinación de un aula con un trottoir roulant. Otra vez soñé hallarme en un
vagón del ferrocarril, Ilevando sobre mis rodillas un objeto de la forma de un sombrero
de copa, pero del más transparente cristal. La situación me recordó en el acto el
conocido proverbio de que «sombrero en mano puede recorrerse toda la Tierra». El
sombrero de cristal recuerda, tras de cortos rodeos, a los mecheros Auer, haciéndome
ver que mi sueño entrañaba el deseo de hacer un descubrimiento que me hiciese tan rico
e independiente como el suyo a mi compatriota el doctor Auer, de Welsbach, y que
entonces viajaría mucho, en vez de tener que permanecer en Viena. En mi sueño viajo
con mi invento -el sombrero de cristal-; objeto, por cierto, nada corriente aún. La
elaboración del sueño gusta preferentemente de representar por medio de un solo
producto mixto dos ideas contrarias. Así, cuando una mujer se ve en sueños llevando
una alta vara florida, como el ángel en los cuadros que representan la Anunciación
(inocencia: María es el nombre de la sujeto de este sueño); pero las flores de la vara son
grandes, blancas y semejantes a camelias (antítesis de la inocencia: dama de las
camelias).
Buena parte de lo que hemos llegado a conocer sobre la condensación del sueño
puede resumirse en la fórmula siguiente: cada uno de los elementos del contenido del
sueño está superdeterminado por el material de las ideas del sueño; tiene su antecedente
no en un solo elemento de las ideas del sueño, sino en toda una serie de ellos que no
necesitan estar muy próximos unos a otros dentro del contenido latente, pues pueden
pertenecer a los más diferentes sectores del tejido ideológico. El elemento del sueño es
en realidad la representación, en el contenido manifiesto, de todo este diverso material.
El análisis descubre otra faceta de la relación compuesta entre el contenido y las ideas
del sueño. Así como desde cada elemento del sueño conducen conexiones a varias ideas
latentes, también generalmente se halla representada una sola idea por más de un
elemento. Los hilos de asociación no convergen simplemente desde las ideas del sueño
al contenido del mismo, sino que se cruzan y entretejen de múltiples maneras en el
camino.
Junto a la transformación de una idea en una situación (la «dramatización»), es la
condensación el carácter más importante y peculiar de la elaboración del sueño. Mas aún
no hemos descubierto motivo alguno que haga necesaria esta comprensión del
contenido.
En los sueños complicados y confusos, de los que nos ocupamos ahora, no puede
atribuirse por completo a los efectos de la condensación y la dramatización la disparidad
que se observa a primera vista entre el contenido del sueño y las ideas del mismo, pues
existen de la actuación de un tercer factor testimonios muy dignos de ser tenidos en
cuenta.
Una vez conseguido por medio del análisis el conocimiento de las ideas del sueño,
lo primero que echamos de ver es que el contenido manifiesto del mismo trata materias
totalmente distintas que el latente. Mas, en realidad, esto es tan sólo una apariencia, que
se desvanece en cuanto la investigación se hace más penetrante, pues entonces hallamos
realizado en las ideas del sueño todo el contenido del mismo, y representadas casi todas
las ideas por dicho contenido. Sin embargo, queda siempre alguna disparidad. Aquello
que en el sueño se presentaba amplia y precisamente como contenido esencial, tiene que
contentarse después del análisis con un papel muy secundario entre las ideas del sueño,
y lo que mis sentimientos me hacen ver como lo más importante entre dichas ideas
resulta que no se halla representado en el contenido manifiesto, o lo está solamente por
una lejana alusión y en la parte más imprecisa del mismo. Este hecho puede describirse
en la forma siguiente: Durante !a elaboración del sueño pasa la intensidad psíquica
desde las ideas y representaciones, a las que pertenece justificadamente, a otras que, a
mi juicio, no tienen derecho alguno a tal acentuación. Ningún otro proceso contribuye
tanto a ocultar el sentido del sueño y a hacer irreconocible la conexión entre el contenido
manifiesto y las ideas latentes. Durante este proceso que denominaré desplazamiento del
sueño (Traumverschiebung), veo asimismo transformarse la intensidad psíquica, la
importancia y la capacidad de afecto de las ideas en vitalidad material. Lo más claro del
contenido del sueño se me aparece a primera vista como lo más importante; pero el
análisis nos muestra que un impreciso elemento del sueño constituye con frecuencia el
más directo representante de la principal idea latente.
Lo que he denominado desplazamiento del sueño hubiera podido calificarlo
también de transmutación de los valores psíquicos. Mas, para dejar totalmente
caracterizado este fenómeno, debo añadir que su actuación varía mucho de intensidad en
los diferentes sueños. En algunos de ellos no tiene lugar al menor desplazamiento, y
éstos son al mismo tiempo los más llenos de sentido y más comprensibles; por ejemplo,
aquellos que hemos reconocido como realizaciones no disfrazadas de deseos. En otros
sueños no hay un solo elemento de las ideas latentes que haya conservado su propio
valor psíquico, y a veces todo lo esencial de dichas ideas aparece sustituido por
elementos secundarios. Entre estos caracteres extremos existe toda una serie de grados
intermedios. Cuando más oscuro y confuso es su sueño, más participación debe
atribuirse en su formación al factor desplazamiento.
En el ejemplo que hemos hecho objeto de nuestro análisis aparece como efecto del
desplazamiento el hecho de que su contenido se halla diferentemente centrado por las
ideas. El contenido del sueño muestra en primer término una situación, en la que parece
que mi compañera de mesa me hace una velada declaración amorosa; lo más importante
en las ideas del sueño reposa en el deseo de gozar alguna vez un amor desinteresado,
que no «cueste nada», y esta idea se oculta detrás de la frase hecha «por mis bellos ojos»
y la lejana alusión «espinacas».
Cuando por medio del análisis podemos seguir paso a paso el proceso del
desplazamiento, llegamos a adquirir datos seguros sobre dos discutidísimos problemas
de los sueños: sus estímulos y su conexión con la vida despierta. Existen sueños que
revelan inmediatamente su enlace con los sucesos del día anterior; pero en otros no se
descubre la menor huella de un tal enlace. Acudiendo en estos últimos al análisis puede
mostrarse que todo sueño, sin excepción alguna, está ligado a una impresión de los
últimos días, o quizá más precisamente del último día antes del sueño (día del sueño).
Esta impresión, que constituye el estímulo del sueño, puede ser de una tal importancia
que no nos maraville el ocuparnos de ella fuera del mismo, y en este caso decimos con
razón que nuestro sueño continúa los importantes intereses de la vida despierta. Mas, en
general, cuando en el contenido del sueño aparece una relación con una impresión
diurna, suele ser ésta tan insignificante, nimia y merecedora de ser olvidada, que ni si
quiera podemos recordarla sino con esfuerzo. El mismo contenido del sueño parece
entonces ocuparse -aun en los casos en que se muestra coherente y comprensible- con
las más ociosas nimiedades, las cuales serían indignas de nuestro interés despierto. A
esta preferencia por lo indiferente y fútil en el contenido del sueño obedece en gran parte
el desprecio con que miramos los fenómenos oníricos.
¿Cuál es el estímulo del sueño en el ejemplo que escogimos para nuestro análisis?
El suceso -realmente insignificante- de que un amigo mío me procurase un gratuito
paseo en coche. La escena de la mesa redonda, en mi sueño, contiene una alusión a este
motivo indiferente, pues en mi conversación con mi acompañante había yo establecido
un paralelo entre los taxímetros y las comidas en la mesa redonda de los hoteles. Mas
también puedo indicar el suceso importante que en mi sueño se deja representar con este
otro insignificante: días atrás me había yo desprendido de una cantidad bastante elevada
en favor de una persona de mi familia. Entre las ideas latentes está la de que no sería
extraño que dicha persona estuviese agradecida a mi beneficio, y que, por tanto, su
cariño no fuese gratuito (kontelos). La idea de cariño gratuito es precisamente la que
ocupa el primer término entre las que forman el contenido latente del sueño. El hecho de
que aún no hace mucho tiempo había yo ido varias veces en coche con el pariente objeto
de mi liberalidad hace posible que el paseo en coche dado con mi amigo me recuerde
mis relaciones con otra persona. La impresión indiferente, que por tales conexiones se
convierte en estímulo del sueño, tiene aún que cumplir otra condición: la de ser reciente;
esto es, proceder del día del sueño.
VI
Estas ideas que el análisis nos revela se nos muestran como un complejo psíquico
de una complicadísima estructura, cuyos componentes se hallan unos con otros en las
más diversas relaciones lógicas, constituyendo el primero y el último término las
condiciones, las divagaciones, las aclaraciones y las objeciones. Casi siempre aparece
junto a una ruta mental su reflejo contradictorio. No falta a este material ninguno de los
caracteres que nos son conocidos por pertenecer a nuestro pensamiento despierto. Si de
todo ello ha de nacer un sueño, sufre este material psíquico una comprensión que lo
condensa; una fragmentación y un desplazamiento internos, que crean nuevas
superficies, y una influencia seleccionadora, ejercida por los componentes utilizables
para la formación de la situación. Dada la génesis de este material, debe darse a un tal
proceso el nombre de regresión. Los lazos lógicos, que hasta ahora habían mantenido
unido el material psíquico, se pierden en esta transformación, de la cual surge el
contenido del sueño. La elaboración onírica no toma a su cargo más que el contenido
objetivo de las ideas latentes. Al análisis incumbe luego restablecer la conexión
destruida por la elaboración.
Así, pues, los medios de expresión del sueño pueden considerarse escasísimos en
comparación con los que el idioma nos proporciona para la exteriorización de nuestro
pensamiento; mas el sueño no tiene necesariamente que renunciar por completo a la
reproducción de las relaciones lógicas entre las ideas latentes. Con mucha frecuencia
consigue, por el contrario, sustituirlas por caracteres formales que le son propios.
El sueño reconoce, en primer lugar, la innegable conexión entre todos los
elementos de las ideas latentes por el hecho mismo de reunir dicho material para formar
una situación. Reproduce la conexión lógica como aproximación en el tiempo y en el
espacio, de un modo análogo al pintor que reúne en un cuadro que quiere representar el
Parnaso a todos los poetas, los cuales jamás se han hallado juntos en la cima de una
montaña, pero no por ello dejan de constituir una comunidad. El sueño emplea en todos
sus detalles esta misma forma representativa, y cuando muestra en su contenido dos
elementos próximos uno a otro delata con esta aproximación un enlace especialmente
estrecho entre los correspondientes elementos latentes. Obsérvase además que todos los
sueños de una misma noche revelan en el análisis proceder del mismo ciclo de
pensamientos.
La relación causal entre las ideas queda unas veces sin representación alguna o es
sustituida por la sucesión inmediata de dos largos trozos del sueño diferentes. A menudo
esta última representación tiene lugar a la inversa, o sea que el primer trozo del sueño
corresponde a la consecuencia, y el final del mismo al antecedente. La transformación
directa de un objeto en otro parece representar en el sueño la relación de causa a efecto.
La alternativa (esto o aquello) no es expresada jamás por el sueño, el cual toma en
este caso los dos miembros de la misma como igualmente justificados y los incluye en el
mismo contexto. Ya indiqué también que cuando en el sueño aparece reproducida una
alternativa (esto o aquello), debe traducirse por una agregación (esto y aquello).
Uno de mis conocidos, el señor M., ha sido atacado en un artículo nada menos que
por el propio Goethe. Todos reconocemos que la violencia del ataque es injustificada;
pero como es natural, dada la personalidad del atacante, M. ha quedado totalmente
hundido, y se lamenta amargamente de la injusticia sufrida ante varias personas,
reunidas alrededor de una mesa. Sin embargo, no ha disminuido su veneración por
Goethe. Intento aclarar las circunstancias de tiempo, que me parecen inverosímiles.
Goethe murió en 1832. Dado que su ataque contra M. tuvo que tener lugar antes de esa
fecha, M. debía de ser entonces muy joven. Me parece probable que tuviera unos
dieciocho años. Mas no sé con seguridad el año en que nos hallamos actualmente, y de
este modo, todo mi cálculo se hunde en las tinieblas. El ataque a M. se halla contenido
en el ensayo de Goethe titulado Naturaleza.
La falta de sentido de este sueño aparece aún con mayor precisión sabiendo que
M. es un hombre de negocios muy apartado de todo interés poético o literario. Mas al
penetrar en el análisis puede demostrarse cuánto método se oculta detrás de tal falta de
sentido. El sueño extrae su material de tres fuentes:
1ª. M., al que conocí en una comida, me pidió un día que reconociera a su
hermano mayor, que presentaba señales de perturbación mental. En mi diálogo con el
enfermo tuvo lugar una penosa escena, en la cual me reveló, sin que yo diese motivo ni
ocasión para ello, las faltas de su hermano, aludiendo a su disipada juventud. En este
reconocimiento hube de preguntar al paciente la fecha de su nacimiento (año de la
muerte en el sueño), haciéndole verificar diversos cálculos, con objeto de investigar el
grado de debilidad de su memoria.
2ª. Una revista médica, en la que figuraba yo como colaborador, había publicado
una abrumadora crítica, obra de un joven redactor, sobre un libro de mi amigo F., de
Berlín. Habiendo reprochado yo al autor del artículo su encarnizamiento, me expresó su
pesar por haberme disgustado, pero no pudo prometerme poner remedio alguno a lo
hecho. A consecuencia de esto rompí mis relaciones con la revista y expresé en la carta
en que notificaba mi separación la esperanza de que lo sucedido no influiría para nada
en nuestras relaciones personales. Esta es la verdadera fuente del sueño. La despreciativa
crítica del libro de mi amigo me había causado una profunda impresión, pues a mi juicio
contenía su obra un descubrimiento biológico fundamental, que comienza ahora -
pasados muchos años- a ser aceptado por sus colegas.
3ª. Una paciente me había contado hacía poco tiempo la historia de la enfermedad
de su hermano, el cual había sido atacado de locura frenética, sumiéndose en ella con el
grito de iNaturaleza, naturaleza! Los médicos habían opinado que tal exclamación
provenía de la lectura del citado ensayo de Goethe y constituía una indicación del exceso
de trabajo que había pesado sobre el enfermo en sus estudios. Por mi parte, había yo
observado que me parecía más plausible dar a la exclamación ¡Naturaleza! aquel otro
sentido sexual, conocido por todos los hombres, hasta por los de menor cultura. El hecho
de que el infeliz paciente se mutilara después los genitales pareció darme la razón.
Cuando sufrió el ataque inicial tenía este individuo dieciocho años.
En el contenido del sueño se oculta primeramente detrás del yo el amigo mío tan
maltratado por la crítica. Intento aclarar un poco las circunstancias de tiempo. El libro de
mi amigo trata precisamente de las circunstancias temporales de la vida y cita
repetidamente a Goethe en relación con determinadas opiniones sobre biología.
Mas este yo es comparado a un paralítico: («No sé con seguridad el año en que
nos hallamos.») Por tanto, el sueño representa que mi amigo se conduce como un
paralítico y flota en el absurdo. Mas los pensamientos del sueño expresan irónicamente:
«Es natural. El es un loco, y vosotros sois unos genios, y sabéis mucho más de estas
cosas. No será más bien todo lo contrario?» Esta inversión se halla representada
ampliamente en el contenido del sueño: Goethe ha atacado a un hombre, actualmente
joven, lo cual es absurdo; al paso que es muy fácil que cualquier joven literato actual
critique duramente al gran Goethe.
VII
No hemos terminado aún con el estudio de la elaboración del sueño. Nos vemos
obligados a incluir en ella, además de la condensación, del desplazamiento y de la
disposición visual del material psíquico, otra actividad cuya actuación no es reconocible
en todos los sueños. No trataré aquí en detalle esta parte de la elaboración del sueño, y
me limitaré a observar que como más rápidamente podemos formarnos una idea de su
esencia es aceptando por lo pronto la hipótesis, probablemente inexacta, de que actúa a
posteriori sobre el contenido del sueño ya formado. Su función es entonces la de ordenar
los componentes del sueño de manera que se reúnan aproximadamente para formar una
totalidad, una composición onírica. EI sueño recibe así una especie de fachada, que de
todos modos no cubre por completo el contenido, y sufre al mismo tiempo una primera
interpretación provisional que es apoyada por intercalaciones y ligeras variantes. Esta
elaboración del contenido del sueño deja subsistir todos sus enigmas y arbitrariedades y
no proporciona más que una equivocada inteligencia de las ideas latentes, siendo
necesario prescindir de esta tentativa de interpretación al emprender el análisis.
Esta parte de la elaboración del sueño deja transparentarse mejor que ninguna otra
su motivación, que es el intento de que el sueño resulte comprensible. El descubrimiento
de esta motivación nos revela la procedencia de la actividad a que la misma da origen, la
cual se conduce con el contenido del sueño dado como nuestra actividad psíquica
normal con cualquier contenido de una percepción que se sitúe ante ella. Nuestra
actividad psíquica acoge dicho contenido empleando determinadas representaciones
previas y lo ordena ya, al percibirlo, entre las hipótesis comprensibles. Mas, al hacerlo
así, corre peligro de falsearlo, y cae, efectivamente, en los más singulares errores,
cuando no puede situarlo al lado de algo ya conocido. Sabido es que no podemos
contemplar una serie de signos extraños, ni oír una serie de palabras desconocidas, sin
falsear primero su percepción, situándolos al lado de algo que nos es conocido,
impulsados por la preocupación de la comprensibilidad.
Aquellos sueños que han experimentado esta elaboración por parte de una
actividad psíquica totalmente análoga al pensamiento despierto pueden denominarse
bien compuestos. En otros sueños falta por completo tal actividad; no se ha intentado
siquiera establecer en ellos un orden ni una interpretación, y al despertar, sintiéndonos
identificados con esta parte de la elaboración onírica, juzgamos que nuestro sueño ha
sido «confuso y embrollado». Mas para el análisis tienen tanto valor aquellos sueños que
semejan un desordenado montón de fragmentos incoherentes como los que presentan
una lisa superficie continua. En el primer caso, nos ahorramos el esfuerzo de destruir de
nuevo, por medio del análisis, la elaboración del contenido manifiesto.
Sería, sin embargo, un error no ver en estas fachadas de los sueños más que tales
elaboraciones, realmente confusas y asaz arbitrarias, del contenido manifiesto por la
instancia consciente de nuestra vida anímica. Para la construcción de la fachada del
sueño se emplean con frecuencia fantasías optativas que se hallan ya formadas en las
ideas latentes y que son del mismo género que las que conocemos por pertenecer a
nuestra vida despierta y llamamos, apropiadamente, «sueños diurnos». Las fantasías
optativas que el análisis descubre en los sueños nocturnos revelan ser repeticiones y
transformaciones de escenas infantiles, y de este modo nos muestra inmediatamente la
fachada del sueño, en algunos de éstos, el verdadero nódulo del mismo, desfigurado por
la mezcla con otro material.
Las cuatro actividades mencionadas son las únicas que pueden descubrirse en la
elaboración del sueño. Si sostenemos nuestra definición de que el concepto «elaboración
del sueño» significa la traslación de las ideas del sueño al contenido del mismo
tendremos que decirnos que dicha elaboración no es, en modo alguno, creadora: no
desarrolla ninguna fantasía propia, no juzga ni concluye nada y su función se limita a
condensar el material dado, desplazarlo y hacerlo apto para la representación visual,
actividades a las que se agrega el último trozo, inconstante, de elaboración
interpretativa. Algo hallamos también en el contenido del sueño que quisiéramos
considerar como el resultado de una distinta y más elevada función intelectual, pero el
análisis demuestra siempre convincentemente que estas operaciones intelectuales han
tenido lugar ya en las ideas del sueño, habiéndose limitado el contenido del sueño a
acogerlas en sí. Una consecuencia en el sueño no es otra cosa que la repetición de una
conclusión que ha tenido lugar en las ideas latentes, apareciendo incontrovertible cuando
ha pasado al sueño sin sufrir transformación alguna e insensata cuando ha sido
desplazada sobre otro material por la elaboración. Una operación aritmética incluida en
el contenido manifiesto no significa otra cosa sino que entre las ideas latentes se
encuentra un cálculo, el cual es siempre exacto, mientras que la operación que aparece
en el sueño puede dar los más absurdos resultados, por condensación de sus factores y
desplazamientos, sobre otro material, del modo de realizarla. Ni siquiera las frases que
se hallan en el contenido del sueño son de nueva composición, pues se revelan como
construidas con fragmentos de frases pronunciadas, oídas o leídas por el sujeto, y
renovadas en las ideas latentes, copiando con toda fidelidad su forma, pero
prescindiendo por completo de la causa que las motivó y alterando enormemente su
sentido.
No es, quizá, superfluo apoyar con algunos ejemplos estas últimas afirmaciones:
1. Un sueño aparentemente inocente y bien compuesto, de una paciente mía.
«Va al mercado con su cocinera, la cual Ileva su cesta. El carnicero, al que piden
algo, les contesta: No hay ya, y quiere despachar otra cosa diferente, observando: Esto
también es bueno. Ella rehúsa la oferta y se dirige al puesto de la verdulera, la cual
quiere venderle una extraña verdura, atada formando manojo y de color negro. Ella dice
entonces: No he visto nunca cosa semejante. No la compro.»
La frase «No hay ya» procede del tratamiento. Yo mismo había explicado a la
paciente, días antes, que en la memoria del adulto no hay ya nada de sus antiguos
recuerdos infantiles, los cuales han sido sustituidos por transferencias y por sueños. Soy
yo, por tanto, el carnicero.
La segunda frase: «No he visto nunca cosa semejante», fue pronunciada en otra
ocasión, totalmente distinta. El día anterior había exclamado la paciente, al regañar a su
cocinera, que, como hemos visto, aparece también en el sueño: «Tiene usted que
conducirse más correctamente. iNo he visto nunca cosa semejante!», esto es, no permito
tal comportamiento. El trozo más inocente de esta frase Ilegó por desplazamiento a
incluirse en el contenido del sueño. En cambio, en las ideas latentes sólo el otro trozo de
la frase desempeñaba un papel determinado, pues la elaboración del sueño transformó
hasta hacerla irreconocible, y darle el aspecto de una total inocencia, una situación
fantástica, en la cual yo me conducía incorrectamente en cierto sentido con la señora de
referencia. Esta situación, esperada en la fantasía, no es, además, sino una nueva edición
de una escena realmente vivida por la paciente en ocasión anterior.
3. Una joven señora, casada hacía varios años, supo que una amiga suya, de su
misma edad, Elisa L., había celebrado sus esponsales. Esta noticia motivó el sueño
siguiente: «Se halla en el teatro con su marido. Una parte del patio de butacas está
desocupada. Su marido le cuenta que Elisa L. y su prometido hubieran querido ir
también al teatro, pero no habían conseguido más que muy malas localidades, tres por 1
florín 50 céntimos, y no quisieron tomarlas. Ella contesta que el no haber podido ir
aquella noche al teatro no es ninguna desgracia.»
Nos interesa averiguar, en este sueño, de qué ideas latentes proceden los números
que aparecen en el contenido manifiesto y cuáles han sido las transformaciones por las
que dichas ideas han pasado. De dónde procede la cantidad 1,50 florines? De un motivo
indiferente del día anterior. Su cuñada había recibido, como regalo de su hermano, el
marido de la protagonista del sueño, la suma de 1,50 florines y se había apresurado a
gastarlos comprándose un objeto de adorno. Observaremos que 150 florines son 100
veces 1 florín 50 céntimos. Para el número tres, de los billetes del teatro, no se encuentra
más enlace que el de que Elisa L., la amiga prometida, es precisamente tres meses más
joven que la sujeto del sueño. La situación que en éste aparece es la reproducción de un
pequeño suceso que motivó las burlas de su esposo. En una ocasión se había apresurado
a tomar, con gran anticipación, billetes para una representación teatral, y cuando
entraron en el teatro vieron que una parte del patio de butacas quedaba casi vacía. No
había, pues, necesidad de haberse apresurado tanto a tomar las localidades. No
dejaremos, por último, pasar inadvertido el absurdo detalle del sueño, de que dos
personas tengan que tomar tres localidades.
Veamos ahora las ideas latentes de este sueño. Ha sido un disparate casarme tan
joven; no tenía necesidad alguna de apresurarme tanto. En el ejemplo de Elisa L., veo
que no me hubiese faltado un marido, y, además, uno cien veces mejor (Schatz =
marido, novio, tesoro), si hubiera esperado. Tres maridos como éste hubiera podido
comprarme con el mismo dinero (dote).
VIII
DESPUÉS del estudio de la elaboración del sueño, que hemos llevado a cabo en
los capítulos que anteceden, nos hallaremos inclinados a considerarla como un proceso
psíquico especial, sin precedente alguno en nuestro conocimiento. De este modo, recae
ahora sobre la elaboración onírica la extrañeza que solía antes despertar en nosotros su
producto, o sea el sueño mismo. De toda una serie de procesos psíquicos a los que debe
atribuirse la formación de los síntomas histéricos y de las ideas angustiosas, obsesivas y
delirantes, la elaboración del sueño es el primero a cuyo conocimiento nos ha sido dado
llegar. La condensación, y sobre todo el desplazamiento, son caracteres que nunca faltan
en estos procesos. En cambio, la conversión de ideas en imágenes visuales es privativa
de la elaboración onírica. Si de nuestras investigaciones resultase la posibilidad de
incluir los fenómenos oníricos entre aquellos que deben su origen a la enfermedad
psíquica, tanto más importante sería para nosotros averiguar las condiciones esenciales
de procesos como el de la formación de los sueños. Pero aunque parezca extraño y casi
increíble, ni el dormir ni la enfermedad pertenecen a estas indispensables condiciones.
Una gran cantidad de fenómenos de la vida cotidiana de los sanos: el olvido, las
equivocaciones orales, los actos de aprehensión errónea y una determinada clase de
errores, deben su génesis a un mecanismo psíquico análogo al sueño y a los demás
procesos que constituyen la serie antes citada.
IX
Una muchacha soñó que había muerto el único hijo que le quedaba a su hermana,
de dos que había tenido, y que su cadáver se hallaba colocado en la misma forma y
rodeado por las mismas personas que el de su hermano, fallecido anteriormente. Tal
sueño no produjo ningún sentimiento de dolor a la muchacha, pero ésta se resistió luego
a aceptar que correspondiera a un deseo suyo. Esto es hasta cierto punto real, pues la
verdad del caso es que años atrás había visto y hablado por última vez al hombre a quien
amaba junto al ataúd del niño que había muerto. Si ahora muriera el otro, volvería ella
seguramente a encontrar a aquel hombre en casa de su hermana. Anhela este encuentro,
pero sus sentimientos rechazan la triste ocasión en que podría verificarse. El mismo día
del sueño había tomado una entrada para una conferencia que iba a dar aquel hombre, al
que seguía amando. Su sueño es, por tanto, un simple sueño de impaciencia, como
suelen presentarse de costumbre antes de los viajes, representaciones teatrales u otros
placeres vivamente esperados. Mas para ocultar su anhelo, queda desplazada la situación
a una ocasión impropia de todo sentimiento de regocijo y que realmente se ha
presentado ya una vez. Obsérvese, además, que los afectos que aparecen en el sueño no
corresponden al contenido desplazado, sino al verdadero contenido retenido. La
situación del sueño adelanta el encuentro tanto tiempo deseado y no ofrece ocasión
alguna para una sensación dolorosa.
Esta función del sueño se nos muestra con especial claridad cuando el durmiente
experimenta un estímulo sensorial. El hecho de que las excitaciones sensoriales
producidas durante el sueño influyen sobre el contenido del mismo es generalmente
conocido, ha sido demostrado experimentalmente y pertenece a los escasos resultados
seguros de la investigación médica del sueño, a los cuales se ha concedido, sin embargo,
un exagerado valor. Pero a este descubrimiento se ha ligado un problema no resuelto
hasta el día. El estímulo sensorial que el experimentador hace actuar sobre el durmiente
no es acertadamente reconocido en el sueño, sino que sucumbe a una interpretación
cualquiera, cuya determinación aparece abandonada al capricho psíquico. Mas sabemos
que no existe una tal arbitrariedad psíquica. El durmiente puede reaccionar de muy
diversos modos a un estímulo sensorial exterior. O se despierta, o consigue, a pesar de
todo, proseguir durmiendo. En el último caso, puede servirse del sueño para suprimir la
excitación exterior, y esto también de muy diversos modos. Puede, por ejemplo, llevar a
cabo tal supresión soñando hallarse en una situación totalmente incompatible con el
estímulo excitante. Así, un sujeto cuyo reposo nocturno corría peligro de ser perturbado
por el dolor de un absceso que padecía en el periné, soñó que iba a caballo, sirviéndole
de silla de montar la cataplasma que se le había puesto para mitigar sus molestias, y de
este modo logró superar la excitación producida. O también -y esto es lo más frecuente-
experimenta el estímulo exterior un cambio de sentido, que le incluye en el contexto de
un deseo reprimido que espía su realización. Tal cambio de sentido despoja entonces al
estímulo de su realidad, y lo trata como un fragmento del material psíquico. De este
género es el ejemplo siguiente: un individuo sueña que ha escrito una comedia, en la que
defiende una determinada tesis. La obra es representada en el teatro, y acaba de terminar
el primer acto, con clamoroso éxito. Los aplausos ensordecen… En este sueño, el
durmiente debió de conseguir prolongar su reposo más allá de la perturbación, pues al
despertar no oyó ya ruido alguno, pero juzgó, muy razonablemente, que debían de haber
sacudido o vareado un tapiz o un colchón en las cercanías de su cuarto. A los sueños que
se producen inmediatamente antes que un intenso ruido despierte al durmiente han
intentado todos negarles el esperado estímulo perturbador del reposo, buscándole otra
explicación, y retrasar así un poco más el momento de despertar.
XII
(Adición de 1911)
Aun cuando los estudios sobre los símbolos del sueño se hallan muy lejos todavía
de un resultado definitivo, podemos ya establecer con seguridad toda una serie de
afirmaciones generales y datos particulares que las confirman. Existen símbolos que
pueden interpretarse casi siempre del mismo modo. Así, el emperador y la emperatriz
(rey y reina) representan a los padres; las habitaciones son símbolo de la mujer y sus
accesos significan las aberturas del cuerpo humano. La mayoría de los símbolos oníricos
sirve para la representación de personas, parte del cuerpo y actos que poseen interés
erótico. Particularmente, los genitales pueden ser representados por una gran cantidad de
símbolos, con frecuencia sorprendentes en extremo. Los más diversos objetos son
empleados para la designación simbólica de los genitales. Cuando agudas armas y
objetos alargados y rígidos tales como troncos de árbol o bastones, representan los
genitales masculinos, y armarios, cajas, coches o estufas los femeninos, el tertium
comparationis, lo común de tales sustituciones nos es inmediatamente comprensible;
mas no en todos los símbolos nos es tan fácil la aprehensión de las relaciones de enlace.
Símbolos como el de la escalera o del subir, para el comercio sexual, el de la corbata
para el miembro masculino y el de la madera para el órgano femenino excitan nuestra
duda en tanto que no llegamos por otros caminos al conocimiento de las relaciones
simbólicas. Además, muchos de los símbolos del sueño son bisexuales y pueden
referirse a los genitales masculinos o a los femeninos, según el contexto en que se hallen
incluidos.
Existen símbolos de difusión universal, que se hallan en los sueños de todos los
individuos pertenecientes a un mismo grado de civilización o que hablan un mismo
idioma, y otros de limitadísima aparición individual, que han sido formados por el sujeto
aislado utilizando su material de representaciones propio. Entre los primeros se
distinguen aquellos cuya aparición a representar lo sexual se halla suficientemente
justificada por los usos del idioma (por ejemplo, los símbolos procedentes de la
agricultura: reproducción, semilla), y otros cuya relación con lo sexual parece alcanzar a
los más antiguos tiempos y a las más oscuras profundidades de la formación de nuestros
conceptos. La fuerza creadora de símbolos no ha desaparecido aún en nuestros días.
Puede observarse que determinados descubrimientos modernos (tales como los globos
dirigibles) son elevados en el acto a la categoría de símbolos sexuales de empleo
universal.
Cuando fijo como labor de una interpretación de los sueños la sustitución del
sueño por las ideas latentes del mismo, o sea la solución de lo que la elaboración del
sueño ha tejido, planteo, por un lado, una serie de nuevos problemas psicológicos que se
refieren tanto al mecanismo de esta elaboración del sueño como a la naturaleza y
condiciones de la llamada represión, y por otro lado, afirmo la existencia de las ideas
latentes como un rico material de formaciones psíquicas del orden más elevado, y
provistas de todas las características de una función intelectual, material que escapa a la
consciencia hasta que le da noticias de sí por medio del contenido del sueño. Debo
asimismo admitir que tales pensamientos existen en todo individuo, dado que casi todos
los hombres, hasta los más normales, sueñan. A lo inconsciente de las ideas del sueño y
a su relación con la consciencia y con la representación se enlazan otros problemas de
gran importancia para la Psicología, pero cuya solución habrá de aplazarse hasta que el
análisis haya esclarecido la génesis de otras formaciones psicopáticas, tales como los
síntomas histéricos y las ideas obsesivas.
XIX
1899 [1941]
La señora de B., una excelente persona dotada además de agudo sentido crítico,
me refiere sin conexión aparente con el resto de la conversación y sin ninguna segunda
intención, que en cierta oportunidad, hace ya algunos años, soñó que se encontraba con
su amigo y antiguo médico de cabecera, el doctor K., en plena Kärntnerstraße, ante la
tienda de Hies. A la mañana siguiente, pasando por esa calle, se encuentra efectivamente
con dicha persona en el mismo lugar que en el sueño. He aquí el tema del sucedido. Sólo
agregaré que ningún hecho ulterior vino a revelar eI significado de esta coincidencia
milagrosa, o sea que la misma no puede ser explicada por nada ocurrido en el futuro.
Entre dicha escena, en la cual se cumple un deseo, y este sueño median más de
veinticinco años. En el ínterin, la señora de B. llegó a enviudar de un segundo marido,
que le dejó un hijo y cierta fortuna. El afecto de la anciana señora sigue dedicado a aquel
doctor K., que es ahora su consejero y administrador de sus bienes, y a quien suele ver a
menudo. Supongamos que durante los días anteriores al sueño esperó una visita de él,
pero que ésta no haya tenido lugar, pues el antiguo cortejante ya no se muestra, ni
mucho menos, tan asiduo. Es posible entonces que durante la noche haya tenido un
sueño nostálgico que la transportó a los tiempos idos. Su sueño se refirió con toda
probabilidad a una cita de la época de su pasión, y la cadena de las ideas oníricas
conduce hacia aquella ocasión, en la cual, sin ningún concierto previo, él Ilegó
precisamente en el momento en que más lo anhelaba. Es probable que actualmente tenga
a menudo sueños de esta especie; forman parte del castigo diferido con el cual la mujer
paga su crueldad juvenil. Tales sueños, sin embargo, siendo derivados de una corriente
coartada de ideas y plenos de reminiscencias a aquellas citas que ya no gusta recordar
después de su segundo matrimonio, son eliminados apenas se halla despierta.
Posiblemente esto haya ocurrido también con nuestro sueño pretendidamente profético.
Luego sale de paseo, y en un punto de la Kärntnerstraße, que en sí mismo no tiene
importancia, se encuentra con su viejo médico de familia, el doctor K., a quien no ha
visto desde hace tiempo. Este se halla íntimamente vinculado a las excitaciones de aquel
período feliz y desgraciado a un tiempo, pues también él fue un protector, y podemos
aceptar que en sus pensamientos, quizá también en sus sueños, ella lo use como un
personaje encubridor, tras el cual oculta la figura más amada del otro doctor K. Este
encuentro reanima entonces su recuerdo del sueño. Ella tiene que haber pensado: «Es
cierto: anoche he soñado en mi cita con el doctor K.» Pero este recuerdo debe sufrir la
misma deformación a la cual el sueño sólo pudo escapar merced a que ni siquiera fue
recordado. En lugar del amado K. coloca al K. indiferente, que es quien le ha recordado
el sueño; el contenido mismo del sueño -la cita- se transfiere a la convicción de haber
soñado precisamente con ese lugar, pues una cita consiste en que dos personas acudan a
un tiempo a un mismo lugar. Si en tal caso surge la impresión de que una premonición
onírica ha Ilegado a cumplirse, ello sólo significa la reactivación de su recuerdo de
aquella escena en la cual había anhelado, sollozando, su presencia, y tal anhelo
inmediatamente se había cumplido.
Así, la creación de un sueño después del suceso al cual se refiere, como único
mecanismo que posibilita los sueños proféticos, no es sino una forma más de la censura
que permite al sueño la irrupción a la consciencia.
10 de noviembre de 1899.
XX
1900-1901 [1901]
c) La serie de ideas sobre las costumbres de los turcos en Bosnia, etc., recibió la
facultad de perturbar una idea inmediatamente posterior, por el hecho de haber yo
apartado de ella mi atención sin haberla agotado. Recuerdo, en efecto, que antes de
mudar de tema quise relatar una segunda anécdota que reposaba en mi memoria al lado
de la ya referida. Los turcos de que hablábamos estiman el placer sexual sobre todas las
cosas, y cuando sufren un trastorno de este orden caen en una desesperación que
contrasta extrañamente con su conformidad en el momento de la muerte. Uno de los
pacientes que visitaba mi colega le dijo un día: «Tú sabes muy bien, señor (Herr), que
cuando eso no es ya posible pierde la vida todo su valor.»
d) No puedo ya, por tanto, considerar el olvido del nombre Signorelli como un
acontecimiento casual, y tengo que reconocer la influencia de un motivo en este suceso.
Existían motivos que me indujeron no sólo a interrumpirme en la comunicación de mis
pensamientos sobre las costumbres de los turcos, etc., sino también a impedir que se
hiciesen conscientes en mí aquellos otros que, asociándose a los anteriores, me hubieran
conducido hasta la noticia recibida en Trafoi. Quería yo, por tanto, olvidar algo, y había
reprimido determinados pensamientos. Claro es que lo que deseaba olvidar era algo muy
distinto del nombre del pintor de los frescos de Orvieto; pero aquello que quería olvidar
resultó hallarse en conexión asociativa con dicho nombre, de manera que mi volición
erró su blanco y olvidé lo uno contra mi voluntad, mientras quería con toda intención
olvidar lo otro. La repugnancia a recordar se refería a un objeto, y la incapacidad de
recordar surgió con respecto a otro. El caso sería más sencillo si ambas cosas, rechazo e
incapacidad, se hubieran referido a un solo dato. Los nombres sustitutivos no aparecen
ya tan injustificados como antes de estas aclaraciones y aluden (como en una especie de
transacción) tanto a lo que quería olvidar como a lo que quería recordar, mostrándome
que mi intención de olvidar algo no ha triunfado por completo ni tampoco fracasado en
absoluto.
La coincidencia no advirtió nada de todo el proceso que por tales caminos produjo los
nombres sustitutivos en lugar del nombre Signorelli. Tampoco parece hallarse a primera
vista una relación distinta de esta reaparición de las mismas sílabas o, mejor dicho,
series de letras entre el tema en el que aparece el nombre Signorelli y el que le precedió
y fue reprimido.
Quizá no sea ocioso hacer constar que las condiciones de la reproducción y del
olvido aceptadas por los psicólogos, y que éstos creen hallar en determinadas relaciones
y disposiciones, no son contradichas por la explicación precedente. Lo que hemos hecho
es tan sólo añadir, en ciertos casos, un motivo más a los factores hace ya tiempo
reconocidos como capaces de producir el olvido de un nombre y además aclarar el
mecanismo del recuerdo erróneo. Aquellas disposiciones son también, en nuestro caso,
de absoluta necesidad para hacer posible que el elemento reprimido se apodere
asociativamente del nombre buscado y lo lleve consigo a la represión. En otro nombre
de más favorables condiciones para la reproducción quizá no hubiera sucedido esto. Es
muy probable que un elemento reprimido esté siempre dispuesto a manifestarse en
cualquier otro lugar; pero no lo logrará sino en aquellos en los que su emergencia pueda
ser favorecida por condiciones apropiadas. Otras veces la represión se verifica sin que la
función sufra trastorno alguno o, como podríamos decir justificadamente, sin síntomas.
El léxico usual de nuestro idioma propio parece hallarse protegido del olvido
dentro de los límites de la función normal. No sucede lo mismo con los vocablos de un
idioma extranjero. En éste todas las partes de la oración están igualmente predispuestas a
ser olvidadas. Un primer grado de perturbación funcional se revela ya en la desigualdad
de nuestro dominio sobre una lengua extranjera, según nuestro estado general y el grado
de nuestra fatiga. Este olvido se manifiesta en una serie de casos siguiendo el
mecanismo que el análisis nos ha descubierto en el ejemplo Signorelli. Para demostrarlo
expondremos un solo análisis de un caso de olvido de un vocablo no sustantivo en una
cita latina, análisis al que valiosas particularidades dan un extraordinario interés. Séanos
permitido exponer con toda amplitud y claridad el pequeño suceso.
En el acto accedí con gusto a ello y dije el verso tal y como es:
-Exoriar(e) aliquis nostris ex ossibus ultor! (`Deja que alguien surja de mis huesos
como vengador'.)
-¡Qué estupidez olvidar una palabra así! Por cierto que usted sostiene que nada se
olvida sin una razón determinante. Me gustaría conocer por qué he olvidado ahora el
pronombre indefinido aliquis.
Esperando obtener una contribución a mi colección de observaciones, acepté en
seguida el reto y respondí:
-Eso lo podemos averiguar en seguida, y para ello le ruego a usted que me vaya
comunicando sinceramente y absteniéndose de toda crítica todo lo que se le ocurre
cuando dirige usted sin intención particular su atención sobre la palabra olvidada.
-Está bien. Lo primero que se me ocurre es la ridiculez de considerar la palabra
dividida en dos partes: a y liquis.
-¿Por qué?
-No lo sé.
-¿Qué más se le ocurre?
-Lo sé, lo sé. Me acuerdo de un arrogante anciano que encontré la semana pasada
en el curso de mi viaje. Un verdadero original. Su aspecto es el de una gran ave de
rapiña. Si le interesa a usted su nombre, le diré que se llama Benedicto.
-Hasta ahora tenemos por lo menos una serie de santos y padres de la Iglesia: San
Simón, San Agustín, San Benedicto y Orígenes. Además, tres de estos nombres son
nombres propios, como también Pablo (Paul), que aparece en Kleinpaul.
-Luego se me viene a las mientes San Jenaro y el milagro de su sangre… creo que
esto sigue ya mecánicamente.
-Déjese usted de observaciones. San Jenaro y San Agustín tienen una relación en
el calendario. ¿Quiere usted recordarme en qué consiste el milagro de la sangre de San
Jenaro?
-Lo conocerá usted seguramente. En una iglesia de Nápoles se conserva en una
ampolla de cristal la sangre de San Jenaro. Esta sangre se licua milagrosamente todos los
años en determinado día festivo. El pueblo se interesa mucho por este milagro y
experimenta gran agitación cuando se retrasa, como sucedió una vez durante una
ocupación francesa. Entonces, el general que mandaba las tropas, o no sé si estoy
equivocado y fue Garibaldi, llamó aparte a los sacerdotes, y mostrándoles con gesto
significativo los soldados que ante la iglesia había apostado, dijo que esperaba que el
milagro se produciría en seguida, y, en efecto, se produ…
-Me parece indudable. Recuerde usted la división que de ella hizo en a y liquis y
luego las asociaciones: reliquias, licuefacción, líquido. ¿Debo también entretejer en estas
asociaciones el recuerdo de Simón de Trento, sacrificado en su primera infancia?
-Más vale que no lo haga usted. Espero que no tome usted en serio esos
pensamientos, si es que realmente los he tenido. En cambio, le confesaré que la señora
en cuestión es italiana y que visité Nápoles en su compañía. Pero ¿no puede ser todo ello
una pura casualidad?
El principal valor del ejemplo aliquis reside, sin embargo, en algo distinto de su
diferencia con el caso Signorelli. En este último la reproducción del nombre se vio
perturbada por los efectos de una serie de pensamientos que había comenzado a
desarrollarse poco tiempo antes y que fue interrumpida de repente, pero cuyo contenido
no estaba en conexión con el nuevo tema, en el cual estaba incluido el nombre
Signorelli. Entre el tema reprimido y el del nombre olvidado existía tan sólo una
relación de contigüidad temporal, y ésta era suficiente para que ambos temas pudieran
ponerse en contacto por medio de una asociación externa. En cambio, en el ejemplo
aliquis no se observa huella ninguna de tal tema, independiente y reprimido, que,
habiendo ocupado el pensamiento consciente inmediatamente antes, resonara después,
produciendo una perturbación. El trastorno de la reproducción surge aquí del interior del
tema tratado y a causa de una contradicción inconsciente, que se alza frente al deseo
expresado en la cita latina. El orador, después de lamentarse de que la actual generación
de su patria sufriera, a su juicio, una disminución de sus derechos, profetizó, imitando a
Dido, que la generación siguiente llevaría a cabo la venganza de los oprimidos. Por
tanto, había expresado su deseo de tener descendencia. Pero en el mismo momento se
interpuso un pensamiento contradictorio: «En realidad, ¿deseas tan vivamente tener
descendencia? Eso no es cierto. ¡Cuál no sería tu confusión si recibieras la noticia de que
estabas en camino de obtenerla en la persona que tú sabes! No, no; nada de
descendencia, aunque sea necesario para nuestra venganza.» Esta contradicción muestra
su influencia haciendo posible, exactamente como en el ejemplo Signorelli, una
asociación externa entre uno de sus elementos de representación y un elemento del
deseo contradicho, lográndolo en este caso de un modo altamente violento y por medio
de un rodeo asociativo, aparentemente artificioso. Una segunda coincidencia esencial
con el ejemplo Signorelli resulta del hecho de provenir la contradicción de fuentes
reprimidas y partir de pensamientos que motivarían una desviación de la atención. Hasta
aquí hemos tratado de la diferencia e interno parentesco de los dos paradigmas del
olvido de nombres. Hemos aprendido a conocer un segundo mecanismo del olvido: la
perturbación de un pensamiento por una contradicción interna proveniente de lo
reprimido. En el curso de estas investigaciones volveremos a hallar repetidas veces este
hecho, que nos parece el más fácilmente comprensible.
Uno de mis colegas, más joven que yo, expresó, en el curso de una conversación
conmigo, la presunción de que el olvido de poesías escritas en la lengua materna pudiera
obedecer a motivos análogos a los que produce el olvido de elementos aislados de una
frase de un idioma extranjero, y se ofreció en el acto como objeto de una experiencia
que aclarase su suposición. Preguntado con qué poesía deseaba que hiciéramos la
prueba, eligió La prometida de Corinto (Goethe), composición muy de su agrado, y de la
que creía poder recitar de memoria por lo menos algunas estrofas. Ya al comienzo de la
reproducción surgió una dificultad realmente singular: «¿Es -me preguntó mi colega- `de
Corinto a Atenas' o `de Atenas a Corinto'?» También yo vacilé por un momento, hasta
que, echándome a reír, observé que el título de la poesía, La prometida de Corinto, no
dejaba lugar a dudas sobre el itinerario seguido por el novio para llegar al lado de ella.
La reproducción de la primera estrofa se verificó luego sin tropiezo alguno o, por lo
menos, sin que notásemos ninguna infidelidad. Después de la primera línea de la
segunda estrofa se detuvo el recitador, y pareció buscar la continuación durante unos
instantes; pero en seguida prosiguió, diciendo:
Podía, en efecto, explicar lo que creía motivo del olvido sufrido y de la sustitución
efectuada, y, forzándose visiblemente por tener que hablar de cosas poco agradables
para él, dijo lo que sigue:
-La frase «ahora que cada día trae consigo algo nuevo» no me suena como
totalmente desconocida; he debido de pronunciarla hace poco refiriéndome a mi
situación profesional, pues ya sabe usted que mi clientela ha aumentado mucho en estos
últimos tiempos, cosa que, como es natural, me tiene satisfecho. Vamos ahora a la
cuestión de cómo ha podido introducirse esta frase en sustitución de la verdadera.
También aquí creo poder hallar una conexión. La frase «si no compra muy caro su
favor» era, sin duda alguna, desagradable para mí, por poderse relacionar con el
siguiente hecho: Tiempo atrás pretendí la mano de una mujer y fui rechazado. Ahora que
mi situación económica ha mejorado mucho proyecto renovar mi petición. No puedo
hablar más sobre este asunto; pero con lo dicho comprenderá que no ha de ser muy
agradable para mí, si ahora soy aceptado, el pensar que tanto la negativa anterior como
el actual consentimiento han podido obedecer a una especie de cálculo.
Esta vez no había yo acertado; pero fue curioso observar cómo una de mis
preguntas, yendo bien dirigida, iluminó el espíritu de mi colega de tal manera, que le
permitió contestarme con una explicación que seguramente había permanecido hasta
entonces oculta para él. Mirándome con expresión atormentada y en la que se notaba
algún despecho, murmuró como para sí mismo los siguientes versos, que aparecen algo
más adelante en la poesía goethiana:
Mírala bien.
«En una reunión se mencionó la frase Tout comprendre c'est tout pardonner. Al
oírla hice la observación de que con la primera parte bastaba, siendo un acto de soberbia
el meterse a perdonar; misión que se debía dejar a Dios y a los sacerdotes. Uno de los
presentes halló muy acertada mi observación, lo cual me animó a seguir hablando, y
probablemente para asegurarme la buena opinión del benévolo crítico, le comuniqué que
poco tiempo antes había tenido una ocurrencia aún más ingeniosa. Pero cuando quise
comenzar a relatarla no conseguí recordar nada de ella. En el acto me retiré un poco de
la reunión y anoté las asociaciones encubridoras. Primero acudió el nombre del amigo y
el de la calle de Budapest, que fueron testigos del nacimiento de la ocurrencia buscada, y
después, el nombre de otro amigo, Max, al que solemos llamar familiarmente Maxi. Este
nombre me condujo luego a la palabra máxima y al recuerdo de que en aquella ocasión
se trataba también, como en la frase inicial de este caso, de la transformación de una
máxima muy conocida. Por un extraño proceso, en vez de ocurrírseme a continuación
una máxima cualquiera, recordé la frase siguiente: `Dios creó al hombre a su imagen', y
su transformación: `El hombre creó a Dios a la suya'. Acto seguido surgió el recuerdo
buscado, que se refería a lo siguiente:
»Un amigo mío me dijo, paseando conmigo por la calle de Andrassy: `Nada
humano me es ajeno', a lo cual respondí yo, aludiendo a las experiencias psicoanalíticas:
`Debías continuar y reconocer que tampoco nada animal te es ajeno.'
»Después de haber logrado de este modo hacerme con el recuerdo buscado, me
fue imposible relatarlo en la reunión en que me hallaba. La joven esposa del amigo, a
quien yo había llamado la atención sobre la animalidad de lo inconsciente, estaba
también entre los presentes, y yo sabía que se hallaba poco preparada para el
conocimiento de tales poco halagadoras opiniones. El olvido sufrido me ahorró una serie
de preguntas desagradables que no hubiera dejado de dirigirme y quizá una inútil
discusión, lo cual fue, sin duda, el motivo de mi amnesia temporal.
»Es muy interesante el que se presentase como idea encubridora una frase que
rebaja la divinidad hasta considerarla como una invención humana, al par que en la frase
buscada se alude a lo que de animal hay en el hombre. Ambas frases tienen, por tanto,
común una idea de capitis diminutio (privar a uno del status), y todo el proceso es, sin
duda, la continuación de la serie de ideas sobre el comprender y el perdonar, sugeridas
por la conversación.
»El que en este caso surgiese tan rápidamente lo buscado débese, quizá, a que en
el acto de ocurrir el olvido abandoné momentáneamente la reunión, en la que se ejercía
una censura sobre ello, para retirarme a un cuarto solitario.»
«Un cierto señor Y. se enamoró, sin ser correspondido, de una señorita, la cual se
casó poco después con el señor X. A pesar de que el señor Y. conoce al señor X. hace ya
mucho tiempo y hasta tiene relaciones comerciales con él, olvida de continuo su
nombre, y cuando quiere escribirle tiene que acudir a alguien que se lo recuerde.»
La motivación del olvido es, en este caso, más visible que en los anteriores,
situados bajo la constelación de la referencia personal. El olvido parece ser aquí la
consecuencia directa de la animosidad del señor Y. contra su feliz rival. No quiere saber
nada de él.
7) El motivo del olvido de un nombre puede ser también algo más sutil; puede ser,
por decirlo así, un rencor «sublimado» contra su portador. La señorita I. von K. relata el
siguiente caso:
«Yo me he construido para mi uso particular la pequeña teoría siguiente: Los
hombres que poseen aptitudes o talentos pictóricos no suelen comprender la música, y al
contrario. Hace algún tiempo hablaba sobre esta cuestión con una persona, y le dije: «Mi
observación se ha demostrado siempre como cierta, excepto en un caso.» Pero al querer
citar al individuo que constituía esta excepción no me fue posible recordar su nombre,
no obstante saber que se trataba de uno de mis más íntimos conocidos. Pocos días
después oí casualmente el nombre olvidado y lo reconocí en el acto como el del
destructor de mi teoría. El rencor que inconscientemente abrigaba contra él se manifestó
por el olvido de su nombre, en extremo familiar para mí.»
10) Añadiré aquí un ejemplo de olvido del nombre de una ciudad, ejemplo que no
es quizá tan sencillo como los anteriormente expuestos, pero que parecerá verosímil y
valioso a las personas familiarizadas con esta clase de investigaciones. Trátase en este
caso del nombre de una ciudad italiana, que se sustrajo al recuerdo a consecuencia de su
gran semejanza con un nombre propio femenino, al que se hallaban ligadas varias
reminiscencias saturadas de afecto y no exteriorizadas seguramente hasta su
agotamiento. El doctor S. Ferenczi, de Budapest, que observó en mí mismo este caso de
olvido, lo trató -y muy acertadamente- como un análisis de un sueño o de una idea
neurótica.
Este león lo veía objetivamente ante mí bajo la forma de una estatua de mármol;
pero observé en seguida que semejaba mucho menos al león del monumento a la
Libertad existente en Brescia (monumento que sólo conozco por fotografía) que a otro
marmóreo león visto por mí en el panteón erigido en el cementerio de Lucerna a la
memoria de los soldados de la Guardia Suiza muertos en las Tullerías, monumento del
que poseo una reproducción en miniatura. Por último, acudió a mi memoria el nombre
buscado: Verona.
Mi antipatía por Verónica llegó a ser tan intensa, que la vista de la infeliz criada
me causaba verdadera repugnancia, pareciéndome imposible que su persona pudiese
inspirar alguna vez sentimientos afectuosos. Besarla -dije en una ocasión- tiene que
provocar náuseas (Brechreiz). Sin embargo, esto no explica en nada su relación con los
muertos de la Guardia Suiza.
Brescia, por lo menos en Hungría, suele unirse no con el león, sino con otra fiera.
El hombre más odiado en esta tierra, como también en toda la Italia septentrional, es el
del general Haynau, al cual se le ha dado el sobrenombre de la hiena de Brescia.
Entre los recuerdos infantiles que conservamos existen unos que comprendemos
con facilidad y otros que nos parecen extraños e ininteligibles. No es difícil corregir en
ambas clases de recuerdos algunos errores. Si se someten a un examen analítico los
recuerdos que de su infancia ha conservado una persona, puede sentarse fácilmente la
conclusión de que no existe ninguna garantía de la exactitud de los mismos. Algunas de
las imágenes del recuerdo aparecerán seguramente falseadas, incompletas o desplazadas
temporal y espacialmente. Ciertas afirmaciones de las personas sometidas a
investigación, como la de que sus primeros recuerdos infantiles corresponden a la época
en que ya habían cumplido los dos años, son inaceptables. En el examen analítico se
hallan en seguida motivos que explican la desfiguración y el desplazamiento sufridos
por los sucesos objeto del recuerdo, pero que demuestran también que estos errores de la
memoria no pueden ser atribuidos a una sencilla infidelidad de la misma. Poderosas
fuerzas correspondientes a una época posterior de la vida del sujeto han moldeado la
capacidad de ser evocadas de nuestras experiencias infantiles, y estas fuerzas son
probablemente las mismas que hacen que la comprensión de nuestros años de niñez sea
tan difícil para nosotros.
Aquel que haya sometido a numerosas personas a una exploración psíquica por el
método psicoanalítico, habrá reunido en esta labor gran cantidad de ejemplos de
recuerdos encubridores de todas clases. Mas la publicación de estos ejemplos queda
extraordinariamente dificultada por la naturaleza antes expuesta de las relaciones de los
recuerdos infantiles con la vida posterior del individuo. Para estimar una reminiscencia
infantil como recuerdo encubridor habría que relacionar muchas veces por entero la
historia de la persona correspondiente. Sólo contadas veces es posible, como en el
ejemplo que transcribimos a continuación, aislar de una totalidad, para publicarlo, un
delimitado recuerdo infantil.
Quisiera mostrar ahora, con un único ejemplo, cómo por medio del procedimiento
analítico puede adquirir sentido un recuerdo infantil que anteriormente parecía no poseer
ninguno. Cuando habiendo cumplido ya cuarenta y tres años, comencé a dirigir mi
interés hacia los restos de recuerdos de mi infancia que aún conservaba, recordé una
escena que desde largo tiempo atrás -yo creía que desde siempre- venía acudiendo a mi
consciencia de cuando en cuando, escena que, según fuertes indicios, debía situarse
cronológicamente antes de haber cumplido yo los tres años. En mi recuerdo me veía yo,
rogando y llorando, ante un cajón cuya tapa mantenía abierta mi hermanastro, que era
unos veinte años mayor que yo. Hallándonos así, entraba en el cuarto, aparentemente de
regreso de la calle, mi madre, a la que yo hallaba bella y esbelta de un modo
extraordinario.
Con estas palabras había yo resumido la escena que tan plásticamente veía en mi
recuerdo, pero con la que no me era posible construir nada. Si mi hermanastro quería
abrir o cerrar el cajón -en la primera traducción de la imagen era éste un armario-, por
qué lloraba yo y qué relación tenía con todo ello la llegada de mi madre, eran cosas que
se me presentaban con gran oscuridad. Estuve, pues, tentado de contenerme con la
explicación de que, sin duda, se trataba del recuerdo de una burla de mi hermanastro
para hacerme rabiar, interrumpida por la llegada de mi madre. Esta errónea
interpretación de una escena infantil conservada en nuestra memoria es algo muy
frecuente. Se recuerda una situación, pero no se logra centrarla; no se sabe sobre qué
elemento de la misma debe colocarse el acento psíquico. Un esfuerzo analítico me
condujo a una inesperada solución interpretativa de la imagen evocada. Yo había notado
la ausencia de mi madre y había entrado en sospechas de que estaba encerrada en aquel
cajón o armario. Por tanto, exigí a mi hermanastro que lo abriese, y cuando me
complació, complaciéndome de que mamá no se hallaba dentro, comencé a gritar y
llorar. Este es el instante retenido por el recuerdo, instante al que siguió, calmando mi
cuidado o mi ansiedad, la aparición de mi madre. Mas ¿cómo se le ocurrió al niño la
idea de buscar dentro de un cajón a la madre ausente? Varios sueños que tuve por esta
época aludían oscuramente a una niñera, sobre la cual conservaba algunas otras
reminiscencias; por ejemplo, la de que me obligaba concienzudamente a entregarle las
pequeñas monedas que yo recibía como regalo, detalle que también puede aspirar por sí
mismo a adquirir el valor de un recuerdo encubridor sustitutivo de algo posterior. Ante
estas indicaciones de mis sueños, decidí hacerme más sencillo el trabajo interpretativo
interrogando a mi ya anciana madre sobre tal niñera, y, entre otras muchas cosas,
averigüé que la astuta y poco honrada mujer había cometido, durante el tiempo que mi
madre hubo de guardar cama a raíz de un parto, importantes sustracciones domésticas y
había sido después entregada a la justicia por mi hermanastro. Estas noticias me llevaron
a la comprensión de la escena infantil, como si de repente se hubiera hecho luz sobre
ella. La repentina desaparición de la niñera no me había sido indiferente, y había
preguntado su paradero, precisamente a mi hermanastro, porque, según todas las
probabilidades, me había dado cuenta de que él había desempeñado un papel en tal
desaparición. Mi hermanastro, indirectamente y entre burlas, como era su costumbre, me
había contestado que la niñera «estaba encajonada». Yo comprendí infantilmente esta
respuesta y dejé de preguntar, pues realmente ya no quedaba nada por averiguar. Mas
cuando poco tiempo después noté un día la ausencia de mi madre, sospeché que el
pícaro hermano le había hecho correr igual suerte que a la niñera, y le obligué a abrir el
cajón. Ahora comprendo también por qué en la traducción de la visual escena infantil
aparece acentuada la esbeltez de mi madre, la cual me debió de aparecer entonces como
nueva y restaurada después de un peligro. Yo soy dos años y medio mayor que aquella
de mis hermanas que nació entonces, y al cumplir yo tres años cesó mi hermanastro de
vivir con nosotros.
(Pág. 97.) «La desviación puede producirse asimismo por analogía cuando una
palabra semejante a aquella en que la equivocación se manifiesta yace en el umbral de la
consciencia y muy cerca de ésta, sin que el sujeto tenga intención de pronunciarla. Esto
es lo que sucede en las sustituciones. Confío en que estas reglas por mí expuestas habrán
de ser confirmadas por todo aquel que las someta a una comprobación práctica; pero es
necesario que al realizar tal examen, observando una equivocación oral cometida por
una tercera persona, se procure llegar a ver con claridad los pensamientos que ocupaban
al sujeto. He aquí un ejemplo muy instructivo. El señor L. dijo un día ante nosotros: `Esa
mujer me inspiraría miedo' (einjagen), y en la palabra einjagen cambió la j en l,
pronunciando einlagen. Tal equivocación motivó mi extrañeza, pues me parecía
incomprensible aquella sustitución de letras, y me permitió hacer notar a L. que había
dicho einlagen, en vez de einjagen, a lo cual me respondió en el acto: `Sí, sí, eso ha sido,
sin duda, porque estaba pensando: no estoy en situación (Lage).'»
Los ejemplos de Meringer demuestran otra cosa muy interesante también. Según
la opinión del propio autor, es una analogía cualquiera de una palabra de la frase que se
tiene intención de expresar con otra palabra que no se propone uno pronunciar, lo que
permite emerger a esta última por la constitución de una deformación, una formación
mixta o una formación transaccional (contaminación):
lagen, traurig,…schwein.
jagen, dauert, Vorschein
Ejemplos:
1) Viendo el gesto de desagrado que ponía mi hija al morder una manzana agria,
quise, bromeando, decirle la siguiente aleluya:
Pero comencé diciendo: El man… Esto parece ser una contaminación de «mono»
y «manzana» (formación transaccional), y puede interpretarse también como una
anticipación de la palabra «manzana», preparada ya para ser pronunciada. Sin embargo,
la verdadera interpretación es la siguiente: Antes de equivocarme había recitado ya una
vez la aleluya, sin incurrir en error alguno, y cuando me equivoqué fue al verme
obligado a repetirla, por estar mi hija distraída y no haberme oído la primera vez. Esta
repetición, unida a mi impaciencia por desembarazarme de la frase, debe ser incluida en
la motivación del error, el cual se presenta como resultante de un proceso de
condensación.
4) La misma paciente, queriendo decir en otra ocasión: «Estoy tan resfriada que
no puedo aspirar (atmen) por la nariz (Nase)», dijo: «Estoy tan constipada que no puedo
naspirar (natmen) por la ariz (Ase)», y en el acto se dio cuenta de la causa de su
equivocación, explicándola en la siguiente forma: «Todos los días tomo el tranvía en la
calle Hasenauer. Esta mañana, mientras lo estaba esperando, se me ocurrió pensar que si
yo fuese francesa diría Asenauer, pues los franceses no pronuncian la h aspirándola,
como lo hacemos nosotros.» Después de esto habló de varios franceses que había
conocido, y al cabo de amplios rodeos y divagaciones recordó que teniendo catorce años
había representado en una piececilla titulada El Valaco y la Picarda el papel de esta
última, habiendo tenido que hablar entonces el alemán como una francesa. La casualidad
de haberse alojado por aquellos días en la casa de viajeros en que ella habitaba un
huésped procedente de París había despertado en ella toda esta serie de recuerdos. El
intercambio de sonidos (Nase atmen = Ase natmen) es, pues, consecuencia de una
perturbación producida por un pensamiento inconsciente, perteneciente a un contenido
ajeno en absoluto al de la frase expresada.
9) «Si quiere usted comprar algún tapiz, vaya a casa de Kauffmann (apellido
alemán que significa, además [con una f] comerciante), en Matthäusgasse», me dijo un
día una señora. Yo repetí: «A Matthäus…, digo, de Kauffmann.» Esta equivocación de
repetir un nombre en lugar de otro parecía ser simplemente motivada por una distracción
mía. En efecto, las palabras de la señora me habían distraído, pues habían dirigido Ia
atención hacia cosas más importantes que los tapices de que me hablaba. En
Matthäusgasse se halla la casa donde mi mujer vivía de soltera. La entrada de esta casa
daba a otra calle, y en aquel momento me di cuenta de que había olvidado el nombre de
esta última, siéndome preciso dar un rodeo mental para llegar a recordarlo. El nombre
Matthäus, que fijó mi atención, era, pues, un nombre sustitutivo del olvidado nombre de
la calle, siendo más apto para ella que el nombre de Kauffmann, por ser exclusivamente
un nombre propio, cosa que no sucede a este último, y llevar la calle olvidada también
un nombre propio: Radetzky.
I. Equivocaciones en la lectura.
2) Veamos cómo pude cometer un día el error de leer en un periódico: «En tonel
(Im Faß), por Europa», en vez de «A pie (Zu Fuß) por Europa.» La solución de este
error me llevó mucho tiempo y estuvo llena de dificultades. Las primeras asociaciones
que se presentaron fueron que En tonel… tenía que referirse al tonel de Diógenes, y
luego, que en una Historia del arte había leído hacía poco tiempo algo sobre el arte en la
época de Alejandro. De aquí no había más que un paso hasta el recuerdo de la conocida
frase de este rey: «Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes.» Recordé asimismo,
muy vagamente, algo relativo a cierto Hermann Zeitung que había hecho un viaje
encerrado en un cajón. Aquí cesaron de presentarse nuevas asociaciones, y no fue
tampoco posible hallar la página de la Historia del arte en la que había leído la
observación a que antes me he referido. Meses después me volví a ocupar de este
problema de interpretación, que había abandonado antes de llegar a resolverlo, y esta
vez se presentó acompañado ya de su solución. Recordé haber leído en un periódico
(Zeitung) un artículo sobre los múltiples y a veces extravagantes medios de transporte
(Beförderung) utilizados en aquellos días por las gentes para trasladarse a París, donde
se celebraba la Exposición Universal, artículo en el que, según creo, se comentaba
humorísticamente el propósito de cierto individuo de hacer el camino hasta París metido
dentro de un tonel que otro sujeto haría rodar. Como es natural, estos excéntricos no se
proponían con estas locuras más que llamar la atención sobre sus personas. Hermann
Zeitung era, en realidad, el nombre del individuo que había dado el primer ejemplo de
tales desacostumbrados medios de transporte (Beförderung). Después recordé que en
una ocasión había asistido a un paciente cuyo morboso miedo a los periódicos reveló ser
una reacción contra la ambición patológica de ver su nombre impreso en ellos como el
de un personaje de renombre. Alejandro Magno fue seguramente uno de los hombres
más ambiciosos que han existido. Se lamentaba de que no le fuera dado encontrar un
Homero que cantase sus hazañas. Mas ¿cómo no se me había ocurrido antes pensar en
otro Alejandro muy próximo a mí, en mi propio hermano menor, así llamado? Al llegar
a este punto hallé en el acto tanto el pensamiento que refiriéndose a este Alejandro había
sufrido una represión por su naturaleza desagradable como las circunstancias que ahora
le habían permitido acudir a mi memoria. Mi hermano estaba muy versado en las
cuestiones de tarifas y transportes, y en una determinada época estuvo a punto de
obtener el título de profesor de una Escuela Superior de Comercio. También yo estaba
propuesto desde hacía varios años para una promoción (Beförderung) al título de
profesor de la Universidad. Nuestra madre manifestó por entonces su extrañeza de que
su hijo menor alcanzara antes que el mayor el título por ambos deseado. Esta era la
situación en la época en la que me fue imposible hallar la solución de mi error en la
lectura. Después tropezó también mi hermano con graves inconvenientes. Sus
probabilidades de alcanzar el título de profesor quedaron por bajo de las mías, y
entonces, como si esta disminución de las probabilidades de mi hermano de obtener el
deseado título hubiera apartado un obstáculo, fue cuando de repente se me apareció con
toda claridad el sentido de mi equivocación en la lectura. Lo sucedido era que me había
conducido como si leyera en el periódico el nombramiento de mi hermano, y me dije a
mí mismo: «Es curioso que por tales tonterías (las ocupaciones profesionales de mi
hermano) pueda salir en un periódico (esto es, pueda uno ser nombrado profesor).» En el
acto me fue posible hallar sin dificultad ninguna en la Historia del arte el párrafo sobre
el arte helénico en tiempo de Alejandro, viendo con asombro que en mis pasadas
investigaciones había leído varias veces la página de referencia y todas ellas había
saltado, como poseído por una alucinación negativa, la tan buscada frase. Por otra parte,
ésta no contenía nada que hubiese podido iluminarme ni tampoco nada que por
desagradable hubiera tenido que ser olvidado. A mi juicio, el síntoma de no encontrar en
el libro la frase buscada no apareció más que para inducirme a error, haciéndome buscar
la continuación de la asociación de ideas precisamente allí donde se hallaba colocado un
obstáculo en el camino de mi investigación; esto es, en cualquier idea sobre Alejandro
Magno, con lo cual había de quedar desviado mi pensamiento de mi hermano del mismo
nombre. Esto se produjo, en efecto, pues yo dirigí toda mi actividad a encontrar en la
Historia del arte la perdida página.
6) (Adición de 1919.) Hanns Sachs contó haber leído: «Las cosas que impresionan
a los demás son sobrepasadas por él en su Steifleinenheit (erudición pedante). Esta
palabra me sorprendió, continuaba diciendo Sachs, y observándole con detención
descubrí que era Stilfeinheit (estilo elegante)». Este pasaje sucedió en el curso de unas
observaciones por un autor al que admiraba, que alababa exageradamente a un
historiador al que yo no tenía simpatía por exhibir el «modo magistral germano» en
forma muy marcada.
Haupt incluye en su estudio esta inscripción, creyéndola de mano del mismo autor
del manuscrito C, y, sin embargo, no modifica su afirmación de que éste fue escrito en el
año 1350, lo cual supone haber leído equivocadamente la fecha de 1850 que consta con
toda claridad en números romanos, e incurre en este error, a pesar de haber tenido que
copiar la inscripción entera, en la cual aparece la citada fecha de MDCCCL.
»-Mas ¿dónde está escrito, me pregunto, que sea yo el que entre todos permanezca
en vida y sea otro el que en mi lugar caiga? Todo aquel que de vosotros muere, muere
seguramente por mí. ¿Y he de ser yo el que quede con vida? ¿Por qué no?
»Mi extrañeza llamó la atención del lector, que, un poco confuso, rectificó:
»-¿Y he de ser yo el que quede con vida? ¿Por qué yo?»
Este caso me permitió penetrar analíticamente en la naturaleza del material
psíquico de las «neurosis traumáticas de guerra» y avanzar en la investigación de sus
causas un poco más allá de las explosiones de las granadas, a las que tanta importancia
se ha concedido en este punto.
13) «En los periódicos vi un día un despacho de la agencia Reuter con la noticia,
desmentida más tarde, de que Hughes había sido elegido presidente de la República de
los Estados Unidos. Al pie de esta noticia venía una corta biografía del supuesto elegido,
y en ella leí que Hughes había cursado sus estudios en la Universidad de Bonn,
extrañando no haber encontrado este dato en ninguno de los artículos periodísticos que,
con motivo de la elección presidencial en Norteamérica, venían publicándose hacía ya
algunas semanas. Una nueva lectura me demostró que la Universidad citada era la de
Brown. Este rotundo caso, en el cual hubo de ser necesaria una fuerte violencia para la
producción del error, se explica por la ligereza con la que suelo leer los periódicos; pero,
sobre todo, por el hecho de que la simpatía del nuevo presidente hacia las potencias
centrales me parecía deseable como fundamento de futuras buenas relaciones y no sólo
por motivos políticos, sino también de índole personal.»
»Semanas después anoté por escrito las circunstancias del rendimiento fallido
relatado, y al hacerlo se me ocurrió pensar en cuál sería la razón de haber transformado
el nombre de Eduard Hitschmann precisamente en Eduard Hartmann. ¿Habría sido tan
sólo la semejanza entre ambos nombres la que me había hecho escoger como sustitutivo
el del renombrado filósofo? Mi primera asociación fue el recuerdo de que el profesor
Hugo Meltzl, apasionado admirador de Schopenhauer, había dicho un día lo siguiente:
`Eduard von Hartmann es Schopenhauer desfigurado, Schopenhauer, vuelto hacia la
izquierda'. Así, pues, la tendencia afectiva que había determinado la imagen sustitutiva
del nombre olvidado era ésta: `El tal Hitschmann y su exposición compendiada de las
teorías de Freud no deben de ser nada que valga la pena. Hitschmann debe de ser, con
respecto a Freud, lo que Hartmann con respecto a Schopenhauer.''
»Al cabo de seis meses cayó ante mi vista la hoja en que había anotado este caso
de olvido determinado y acompañado de recuerdo sustitutivo, y al leerla observé que
nuevamente había desfigurado en mi relato el nombre de Hitschmann, escribiendo
Hintschmann.»
4) He aquí otro caso de equivocación en la escritura, aparentemente grave, y que
pudiera ser también incluido entre los casos de «actos de término erróneo» (Vergreifen):
«En una ocasión me proponía sacar de la Caja Postal de Ahorros la cantidad de
300 coronas, que deseaba enviar a un pariente mío, residente fuera de Viena, para hacer
posible emprender una cura de aguas prescrita por su médico. Al ocuparme de este
asunto vi que mi cuenta corriente ascendía a 4.380 coronas, y decidí dejarla reducida a
4.000, cantidad redonda que debía permanecer intacta en calidad de reserva para futuras
contingencias. Después de extender el cheque en forma regular y haber cortado en la
libreta los cupones correspondientes a la cantidad deseada, me di cuenta de que había
solicitado extraer de la Caja de Ahorros no 380 coronas, como quería sino exactamente
438, y quedé asustado de la poca seguridad con que ejecutaba mis propios actos. En
seguida reconocí lo injustificado de mi miedo pues mi error no me hubiera hecho más
pobre de lo que era antes de él. Pero hube de reflexionar un rato con objeto de descubrir
la influencia que había modificado mi primera intención, sin advertir antes de ello a mi
consciencia. Al principio me dirigí por caminos equivocados. Sustraje 380 coronas de
438 y me quedé sin saber qué hacer de la diferencia obtenida. Mas al fin caí en la
verdadera conexión: ¡438 era el diez por ciento de 4.380, total de mi cuenta corriente!
¡Y el diez por ciento es el descuento que hacen los libreros! Recordé que días antes
había buscado en mi biblioteca, y reunido aparte, una cantidad de obras de Medicina que
habían perdido su interés para mí con objeto de ofrecérselas al librero, precisamente por
300 coronas. El librero encontró demasiado elevado el precio y quedó en darme algunos
días después su definitiva respuesta. En caso de aceptar el precio pedido, me habría
reembolsado la suma que yo tenía que enviar a mi enfermo pariente. No cabía, pues,
dudar de que en el fondo lamentaba tener que disponer de aquella suma en favor de otro.
La emoción que experimenté al darme cuenta de mi error queda mejor explicada ahora,
interpretándola como un temor de arruinarme con tales gastos. Pero ambas cosas, el
disgusto de tener que enviar la cantidad y el miedo a arruinarme con él ligado, eran
completamente extrañas a mi consciencia. No sentí la menor huella de disgusto al
prometer enviar dicha suma y hubiera encontrado risible la motivación del mismo.
Nunca me hubiera creído capaz de abrigar tales sentimientos si mi costumbre de someter
a los pacientes al análisis psíquico no me hubiera familiarizado hasta cierto punto con
los elementos reprimidos de la vida anímica, y si, además, no hubiera tenido días antes
un sueño que reclamaba igual interpretación».
6) Una lectora del Pester Lloyd, la señora Kata Levy, de Budapest, observó un
caso similar de sinceridad involuntaria en una afirmación de un telegrama de Viena
publicado por dicho periódico el 11 de octubre de 1918.
Decía así: «A causa de la absoluta confianza que durante toda la guerra ha reinado
entre nosotros y nuestros aliados alemanes, debe suponerse como cosa indudable que
ambas potencias obrarán conjuntamente en todas las ocasiones y, por tanto, es ocioso
añadir que también en esta fase de la guerra laboran de imperfecto acuerdo los Cuerpos
diplomáticos de ambos países.»
Pocas semanas después se pudo hablar con más libertad de dicha «absoluta
confianza», sin tener que recurrir a las equivocaciones en la escritura o en la
composición.
7) Un americano que había venido a Europa, dejando en su país a su mujer,
después de algunos disgustos conyugales, creyó llegada, en un determinado momento, la
ocasión de reconciliarse con ella y la invitó a atravesar el Océano y venir a su lado.
«Estaría muy bien -le escribió- que pudieras hacer la travesía en el Mauritania, como yo
la hice.» Al releer la carta rompió el pliego en que iba la frase anterior y lo escribió de
nuevo, no queriendo que su mujer viera la corrección que le había sido necesario
efectuar en el nombre del barco. La primera vez había escrito Lusitania.
10) Dado que una equivocación de un médico al escribir una receta posee una
importancia que sobrepasa el general valor práctico de los funcionamientos fallidos,
transcribiré aquí con todo detalle el único análisis publicado hasta el día de tal error en la
escritura (Internationale Zeitschrift f. Psychoanalyse, I, 1913):
Segundo caso. El mismo médico tuvo un día que dejar su consulta, arrancándose
del lado de una bella y coqueta paciente, para ir a visitar a una solterona vieja, a cuya
casa se dirigió en automóvil, pues le urgía terminar pronto su visita para reunirse luego
secretamente, a una hora determinada, con una muchacha joven, a la que amaba.
También en esta visita a la anciana paciente recetó belladona contra igual padecimiento
que el del caso anterior, y también cometió el error de prescribir una composición diez
veces más fuerte. La enferma le habló durante la visita de algunas cosas interesantes sin
relación con su enfermedad; pero el médico dejó advertir su impaciencia, aunque
negándola con corteses palabras, y se retiró con tiempo más que sobrado para acudir a su
amorosa cita. Cerca de doce horas después, hacia las siete de la mañana, se dio cuenta, al
despertar, del error cometido y, lleno de sobresalto, envió un recado a casa de la
paciente, con la esperanza de que no hubiera aún enviado la receta al farmacéutico y se
la devolviera para revisarla. En efecto, recibió la receta, pero ésta había sido ya servida.
Con cierta resignación estoica y el optimismo que da la experiencia fue entonces a la
farmacia, donde el encargado le tranquilizó, diciendo que, naturalmente (¿quizá también
por un descuido?), había aminorado mucho la dosis prescrita en la receta al servir el
medicamento.
Tercer caso. El mismo médico quiso recetar a una anciana tía suya, hermana de su
madre, una mezcla de Tinct. belladonnae y Tinct. Opii, en dosis inofensivas. La criada
llevó en seguida la receta a la botica. Poco tiempo después recordó el médico que había
escrito «extract» en vez de «tinctura», y a los pocos momentos le telefoneó el
farmacéutico interpelándole sobre este error. El médico se disculpó con la mentida
excusa de que no había acabado de escribir la receta y, habiéndola dejado sobre la mesa,
la había cogido la criada sin estar terminada.
Las singulares coincidencias que presentan estos tres casos de error en la escritura
de una receta consisten en que, hasta hoy, no le ha sucedido esto al referido médico más
que con un único medicamento, tratándose de pacientes femeninas de edad avanzada y
siendo siempre demasiado fuerte la dosis prescrita. Un corto análisis reveló que el
carácter de las relaciones familiares entre el médico y su madre tenía que ser de una
importancia decisiva en este caso. Uno de sus recuerdos durante el análisis fue el de
haber prescrito -probablemente antes de estos actos sintomáticos- a su también anciana
madre la misma receta, y, por cierto, en una dosis de 0,03, a pesar de que la usual de
0,02 era la que él acostumbraba prescribir, pensando con tal aumento curarla más
radicalmente. El enérgico medicamento produjo en la enferma, cuyo estado era delicado,
una fuerte reacción, acompañada de manifestaciones congestivas y desagradable
sequedad de garganta. La enferma se quejó de ello, aludiendo, medio en serio, medio en
broma, al peligro de los remedios prescritos por su hijo. Ya en otras ocasiones había
rechazado la madre, hija también de un médico, los medicamentos recetados por su hijo,
haciendo semihumorísticas observaciones sobre una posibilidad de envenenamiento.
De lo que por el análisis se pudo deducir sobre las relaciones familiares entre el
médico y su madre resulta que el amor filial del primero era puramente instintivo y que
la estimación espiritual en que tenía a su madre y su respeto hacia ella no eran
ciertamente exagerados. El tener que habitar en la misma casa con su madre y su
hermano, un año menor que él, constituía para el médico una coacción de su libertad
erótica, y nuestra experiencia psicoanalítica nos ha demostrado la influencia de este
sentimiento de coacción en la vida íntima del individuo.
«Al final de una carta escribí las palabras: `Salude usted cordialmente a su esposa
y a su hijo (ihren Sohn).' En el momento de cerrar el sobre noté haber cometido el error
de escribir la palabra `ihren' con minúscula, con lo cual el sentido de la frase era el
siguiente: `Salude usted a su esposa y a su hijo (de ella).' Claro es que corregí la errata
antes de enviar la carta. Al regresar de mi última visita a esta familia, la señora que me
acompañaba me hizo notar que el hijo se parecía muchísimo a un íntimo amigo de la
casa, el cual debía ser, sin duda, su verdadero padre.»
El párrafo de mi carta era como sigue: «… además, te aconsejo que, sin más
tardar, vayas a insultar al doctor X.» Como es natural, lo que yo había querido decir era
consultar.»
18) Es evidente que las omisiones en la escritura deben ser juzgadas de la misma
manera que las equivocaciones en la misma. En la Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 12
(1911), comunicó el doctor en Derecho, B. Dattner, un curioso ejemplo de «error
histórico». En uno de los artículos de la ley sobre obligaciones financieras de Austria y
Hungría, modificadas en 1867, con motivo del acuerdo entre ambos países sobre esta
cuestión, fue omitida en la traducción húngara la palabra efectivo. Dattner cree verosímil
que el deseo de los miembros húngaros que tomaron parte en la redacción de ley, de
conceder a Austria la menor cantidad de ventajas posible, no dejó de influir en la
omisión cometida.
Existen también poderosas razones para admitir que las repeticiones de una misma
palabra, tan frecuentes al escribir y al copiar, perseveraciones, tienen también su
significación. Cuando el que escribe repite una palabra, demuestra con ello que le ha
sido difícil continuar después de haberla escrito la primera vez, por pensar que en aquel
punto hubiera podido agregar cosas que determinadas razones le hacen omitir o por otra
causa análoga. La «perseveración» en la copia parece sustituir a la expresión de un
«también yo» del copista. En largos informes de médicos forenses que he tenido que leer
he hallado, en determinados párrafos, repetidas «perseveraciones» del copista,
susceptibles de interpretarse como un desahogo de éste, que, cansado de su papel
impersonal, hubiera querido añadir al informe una glosa particular, diciendo:
«Exactamente el caso mío» o «Esto es precisamente lo que me sucede».
5) Otro caso de extravío que merece nuestro interés por las condiciones en las que
se volvió a encontrar lo perdido es el siguiente: Un joven me contaba un día: «Hace
varios años tuve algún disgusto con mi mujer, a la que encontraba demasiado
indiferente, y aunque reconocía sus otras excelentes cualidades, vivíamos sin recíproca
ternura. Un día, al volver de paseo, me trajo un libro que había comprado por creer debía
interesarme. Le di las gracias por esta muestra de atención, prometiendo leerlo, y lo
guardé, siéndome después imposible encontrarlo. Así pasaron varios meses, durante los
cuales recordé de cuando en cuando el perdido libro y lo busqué inútilmente. Cerca de
medio año después enfermó mi madre, a la que yo quería muchísimo y que vivía en una
casa aparte de la nuestra. Mi mujer fue a su domicilio a cuidarla. El estado de la enferma
se agravó y dio ocasión a que mi mujer demostrase lo mejor de sí misma. Agradecido y
entusiasmado por su conducta, regresé una noche a mi casa, y sin intención determinada,
pero con seguridad de sonámbulo, fui a mi mesa de trabajo y abrí uno de sus cajones,
encontrando encima de todo lo que contenía el extraviado y tan buscado libro.»
6) J. Stärcke relata (1916) un caso de extravío que coincide con el anterior en su
carácter final: esto es, en la maravillosa seguridad del hallazgo una vez desaparecido el
motivo de la pérdida. (Adición de 1917):
«Una muchachita había echado a perder un trozo de tela al querer cortarlo para
hacerse un cuello, y tuvo que llamar a una costurera que intentase arreglar el entuerto.
Cuando aquélla hubo llegado y quiso la muchacha sacar el estropeado cuello de la
cómoda en la que creía haberlo metido, no consiguió encontrarlo. En vano lo revolvió de
arriba abajo. Al renunciar, encolerizada, a buscarlo por más tiempo, se preguntó a sí
misma por qué había desaparecido aquello tan de repente y si sería que en realidad no
quería ella encontrarlo. Meditando sobre ello, cayó en la cuenta de que lo que le sucedía
era que se avergonzaba de que la costurera viera que no había sabido hacer una cosa tan
sencilla como cortar un cuello, y en cuanto hubo pensado esto fue derecha a otro armario
y al primer intento sacó el cuello extraviado.»
8) «Un individuo (relata A. A. Brill, 1912) fue un día apremiado por su mujer para
asistir a una reunión que no le ofrecía ningún atractivo. Por último, se rindió a sus
ruegos y comenzó a sacar de un baúl, que no necesitaba llave para quedar cerrado, pero
sí para ser abierto, su traje de etiqueta; mas se interrumpió en esta operación, decidiendo
afeitarse antes. Cuando hubo terminado de hacerlo volvió a dirigirse al baúl,
encontrándolo cerrado y no logrando hallar la llave. Siendo domingo y ya de noche, no
era posible hacer venir a un cerrajero, y tuvo el matrimonio que renunciar a asistir a la
fiesta. A la mañana siguiente, abierto el baúl, se encontró dentro la llave. El marido,
distraído, la había arrojado en él, dejando caer después la tapa. Al relatarme el caso me
aseguró haberlo hecho sin darse cuenta y sin intención ninguna; pero sabemos que no
quería ir a la fiesta y que, por tanto, el extravío de la llave no careció de motivo.»
E. Jones observó que acostumbraba extraviar su pipa siempre que por haber
fumado ya mucho sentía algún malestar. En estos casos la pipa se encontraba luego en
los sitios más inverosímiles.
9) Dora Müller relata un caso inofensivo con motivos confesados (Internationale
Zeitschrift für Psychoanalyse, III, 1915). (Adición de 1917):
«La señorita Erna A. me contó dos días antes de Nochebuena lo que sigue:
»`Anoche, al sacar un paquete de galletas para comer unas cuantas, pensé que
cuando viniese a darme las buenas noches la señorita S. tendría que ofrecerle algunas, y
me propuse no dejar de hacerlo, a pesar de que hubiera preferido guardar las galletas
para mí sola. Cuando llegó el momento extendí la mano hacia mi mesita para coger el
paquete, que creía haber dejado allí; pero me encontré con que había desaparecido. Me
puse a buscarlo y lo hallé dentro de mi armario, donde, sin darme cuenta, lo había
encerrado.' No había necesidad de someter este caso al análisis, pues la sujeto se daba
perfecta cuenta de su significación. El deseo recién reprimido de conservar las galletas
para ella sola se había abierto paso en un acto automático, aunque para frustrarse de
nuevo por la acción consciente que vino a continuación.»
10) H. Sachs describe cómo escapó en una ocasión, por uno de estos extravíos, a
la obligación de trabajar:
»El domingo pasado por la tarde estuve dudando un rato entre ponerme a trabajar
o salir de paseo y hacer después algunas visitas, decidiéndome por lo primero después
de luchar un poco conmigo mismo. Mas al cabo de una hora observé que se me había
acabado el papel. Sabía que en un cajón tenía guardado hacía ya años un fajo de
cuartillas; pero fue en vano que lo buscara en mi mesa de trabajo y en otros lugares en
los que esperaba hallarlo, tomándome mucho trabajo y revolviendo una gran cantidad de
libros, folletos y documentos antiguos. De este modo tuve que abandonar el trabajo y
salir a la calle. Cuando a la noche regresé a casa me senté en un sofá, mirando
distraídamente la biblioteca que ante mí tenía. Mis ojos se fijaron en uno de sus cajones,
y recordé que hacía mucho tiempo que no había revisado su contenido. Me levanté, y
dirigiéndome a él, lo abrí. Encima de todo había una cartera de cuero y en ella papel
blanco intacto. Pero hasta que lo hube sacado de la cartera y estaba a punto de guardarlo
en la mesa de trabajo no recordé que aquél era el papel que había buscado inútilmente
por la tarde. Debo añadir que, aunque para otras cosas no soy ahorrativo, acostumbro
aprovechar el papel lo más que puedo y guardo todo trozo de él que me parezca
utilizable. Esta costumbre, alimentada por una inclinación instintiva, es la que, sin duda,
me llevó en seguida a la rectificación de mi olvido en cuanto desapareció la actualidad
de su motivo.»
El punto de vista aquí desarrollado de que los recuerdos penosos sucumben con
especial facilidad al olvido motivado merecía ser aplicado en varias esferas en las cuales
no ha sido aún tomado suficientemente en consideración. Así, me parece que no se tiene
en cuenta la importancia que podía tener aplicado a las declaraciones de los testigos ante
los tribunales, en los cuales se concede al juramento una excesiva influencia
purificadora sobre el juego de fuerzas psíquicas del individuo. Universalmente se admite
que en el origen de las tradiciones y de la historia legendaria de un pueblo hay que tener
en cuenta la existencia de tal motivo, que arranca del recuerdo colectivo, lo que resulta
penoso para el sentimiento nacional. Quizá continuando cuidadosamente estas
investigaciones llegaría a poderse establecer una perfecta analogía entre la formación de
las tradiciones nacionales y la de los recuerdos infantiles del individuo aislado. El gran
Darwin observó este motivo de desagrado en el olvido y formuló una regla dorada para
uso de los trabajadores científicos.
Quizá esta fantasía proviniese del tiempo en que me hallaba en París, donde con
harta frecuencia paseé solitario por las calles, muy necesitado de alguien que me
ayudase y protegiese, hasta que Charcot me admitió a su trato, introduciéndome en su
círculo. Luego, en casa de Charcot, vi repetidas veces al autor de El Nabab.
Otro ejemplo de recuerdo erróneo del que fue posible hallar una explicación
satisfactoria se aproxima a la fausse reconnaissance, de la que después trataré. Había yo
dicho a uno de mis pacientes, hombre ambicioso y de gran capacidad, que un joven
estudiante se había agregado recientemente al grupo de mis discípulos con la
presentación de un interesante trabajo titulado El artista. Intento de una psicología
sexual. Cuando, quince meses después, vio impreso dicho trabajo afirmó mi paciente
recordar con seguridad haber leído en alguna parte, quizá en una librería, el anuncio de
su publicación algún tiempo antes (un mes o medio año) de que yo le hablase de él.
Recordaba también que ya cuando le hablé había pensado haber visto tal anuncio, y
además hizo la observación de que el autor había cambiado el título, pues no lo llamaba
como antes, Intento de, sino Aportación a una psicología sexual. Una cuidadosa
investigación con el autor y la comparación de fechas demostraron que nunca había
aparecido en ningún lado anuncio alguno de la obra de referencia, y mucho menos
quince meses antes de su impresión. Al emprender la busca de la solución de este
recuerdo erróneo expresó el sujeto una renovación de la equivocación, diciéndome que
recordaba haber visto hacía poco tiempo en el escaparate de una librería un escrito sobre
la agorafobia y que en la actualidad lo estaba buscando, para adquirirlo, en todos los
catálogos editoriales. Al llegar a este punto me fue ya posible explicarle por qué razón
este trabajo tenía que ser completamente vano. El escrito sobre agorafobia no existía
más que en su fantasía como una resolución inconsciente de escribir él mismo una obra
sobre tal materia. Su ambición de emular al joven estudiante autor de otro trabajo e
ingresar entre mis discípulos por medio de un escrito científico le había llevado a ambos
recuerdos erróneos. Meditando sobre esto, recordó luego que el anuncio visto en la
librería y que le había servido para su falso reconocimiento se refería a una obra titulada
Génesis. La ley de la reproducción. La modificación que había indicado en el título de la
obra del joven estudiante había sido producida por mí, pues recordé que al citarle el
título había cometido la inexactitud de decir Intento de…, en lugar de Aportaciones a…
Tanto el servicio de las damas como el servicio militar tiene el privilegio de que
todo lo que a ellos se refiere debe sustraerse al olvido, y de este modo sugieren la
opinión de que el olvido es permisible en las cosas triviales, al paso que en las
importantes es signo de que se las quisiera tratar como si no lo fuesen y, por tanto, de
que se discute toda su importancia.
En efecto, en esta cuestión no se puede negar el punto de vista de la valoración
psíquica. Ningún hombre olvida ejecutar actos que le parecen importantes sin exponerse
a que lo crean un perturbado mental. Nuestra investigación no puede, por tanto,
extenderse más que a propósitos más o menos secundarios, no considerando ninguno
como por completo indiferente, pues en este caso no se hubiera formado.
Como lo hice con las anteriores perturbaciones funcionales, he reunido e intentado
explicar también los casos de omisión por olvido observados en mí mismo, y he hallado
que podían ser atribuidos siempre a una intervención de motivos desconocidos e
inadmitidos por el sujeto mismo o, como podríamos decir, a un deseo contrario. En una
serie de casos de este género me hallaba yo en una situación similar al servicio, esto es,
bajo una coacción contra la cual no había dejado por completo de resistirme,
manifestando aún mi protesta por medio de olvidos. A estos casos corresponde el hecho
de que olvido con especial facilidad el felicitar a las personas en sus días, cumpleaños,
bodas o ascensos. Continuamente me propongo no dejar de hacerlo; pero cada vez me
convezo más de que no conseguiré nunca verificarlo con exactitud.
En otros casos los motivos del olvido son menos fáciles de descubrir, y cuando se
descubren causan una mayor extrañeza. Así observé años atrás que, de una gran cantidad
de visitas profesionales que debía efectuar, no olvidaba nunca sino aquellas en que el
enfermo era algún colega mío o alguna otra persona a quien tenía que asistir
gratuitamente. La vergüenza que me causó este descubrimiento hizo que me
acostumbrase a anotar por la mañana las visitas que me proponía llevar a cabo en el
transcurso del día. No sé si otros médicos han llegado a hacer lo mismo por iguales
razones. Pero con esto se forma uno una idea de lo que induce a los llamados
neurasténicos, cuando van a consultar a un médico, a llevar escritos en una nota todos
aquellos datos que desean comunicarle, desconfiando de la capacidad reproductiva de su
memoria. Esto no es desacertado; pero la escena de la consulta se desarrolla casi siempre
en la siguiente forma: el enfermo ha relatado ya con gran amplitud sus diversas
molestias y ha hecho infinidad de preguntas. Al terminar hace una pequeña pausa y
extrae su nota, diciendo en son de disculpa: «He apuntado algunas cosas, porque, si no,
no me acordaría de nada.» Con la nota en la mano repite cada uno de los puntos ya
expuestos, y va respondiéndose a sí mismo: «Esto ya lo he consultado.» Así, pues, con
su memorándum no demuestra probablemente más que uno de sus síntomas: la
frecuencia con que sus propósitos son perturbados por la interferencia de oscuros
motivos.
Llego ahora a tratar de un trastorno al que está sujeta la mayoría de las personas
sanas que yo conozco y al que tampoco he escapado yo mismo. Me refiero al olvido,
sufrido con gran facilidad y por largo tiempo, de devolver los libros que a uno le han
prestado y al hecho de diferir, también por olvido, el pago de cuentas pendientes. Ambas
cosas me han sucedido repetidas veces. Hace poco tiempo abandoné una mañana el
estanco en que a diario me proveo de tabaco sin haber satisfecho el importe de la compra
efectuada. Fue ésta una omisión por completo inocente, puesto que en dicho estanco me
conocían y podían recordarme mi deuda a la mañana siguiente; pero tal pequeña
negligencia, el intento de contraer deudas, no dejaba de hallarse en conexión con ciertas
reflexiones concernientes a mi presupuesto que me habían ocupado todo el día anterior.
En relación con los temas referentes al dinero y a la posesión puede descubrirse con
facilidad, en la mayoría de las personas llamadas honorables, una conducta equívoca. La
primitiva ansia del niño de pecho que le hace intentar apoderarse de todos los objetos
(para llevárselos a la boca) aparece en general incompletamente vencida por el
crecimiento y la educación.
Con los ejemplos anteriores temo haber entrado un tanto en la vulgaridad. Pero es
un placer para mí encontrar materias que todo el mundo conoce y comprende del mismo
modo, puesto que lo que me propongo es reunir lo cotidiano y utilizarlo científicamente.
No concibo por qué la sabiduría, que es, por decirlo así, el sedimento de las experiencias
cotidianas, ha de ver negada su admisión entre las adquisiciones de la ciencia. No es la
diversidad de los objetos, sino el más estricto método de establecer hechos y la
tendencia a más amplias conexiones, lo que constituye el carácter esencial de la labor
científica.
El olvido de propósitos recibe mucha luz de algo que pudiéramos designar con el
nombre de «formación de falsos propósitos.»
Una vez había yo prometido a un joven autor escribir una revisión de su pequeña
obra, pero a causa de resistencias interiores que no me eran desconocidas iba aplazando
el cumplimiento de mi promesa de un día para otro, hasta que, vencido por el insistente
apremio del interesado, me comprometí de nuevo un día a dejarle complacido aquella
misma noche. Tenía reales intenciones de hacerlo así, pero después recordé que aquella
noche debía ocuparme imprescindiblemente en la redacción de un informe de medicina
legal. Al reconocer entonces mi propósito como falso cesé en mi lucha contra mis
resistencias interiores y rehusé en firme la crítica pedida.
Si las equivocaciones en el discurso, el cual es, sin duda alguna, una función
motora, admiten una concepción como la que hemos expuesto, es de esperar que ésta
pueda aplicarse a nuestras demás funciones motoras. He formado en este punto dos
grupos. Todos los casos en los cuales el efecto fallido, esto es, el extravío de la
intención, parece ser lo principal los designo con el nombre de actos de término erróneo
(Vergreifen), y los otros, en los que la acción total aparece inadecuada a su fin, los
denomino actos sintomáticos y casuales (Symptom und Zufallshandlungen). Pero entre
ambos géneros no puede trazarse un límite preciso, y debo hacer constar que todas las
clasificaciones y divisiones usadas en el presente libro no tienen más que una
significación puramente descriptiva y en el fondo contradicen la unidad interior de su
campo de manifestación.
(a) Años atrás, cuando hacía más visitas profesionales que en la actualidad, me
sucedió muchas veces que al llegar ante la puerta de una casa, en vez de tocar el timbre
o golpear con el llamador, sacaba del bolsillo el llavero de mi propio domicilio para,
como es natural, volver en seguida a guardarlo un tanto avergonzado. Fijándome en qué
casas me ocurría esto, tuve que admitir que mi error de sacar mi llavero en vez de llamar
significaba un homenaje a la casa ante cuya puerta lo cometía, siendo equivalente al
pensamiento: «Aquí estoy como en mi casa», pues sólo me sucedía en los domicilios de
aquellos pacientes a los que había tomado cariño. El error inverso, o sea llamar a la
puerta de mi propia casa, no me ocurrió jamás.
Por tanto, tal acto fallido era una representación simbólica de un pensamiento
definido, pero no aceptado aún conscientemente como serio, dado que el neurólogo sabe
siempre muy bien que, en realidad, el enfermo no le conserva unido sino mientras espera
de él algún beneficio, y que él mismo no demuestra un interés excesivamente caluroso
por sus enfermos más que en razón a la vida psíquica que en la curación pueda esto
prestarle.
Numerosas autoobservaciones de otras personas demuestran que la significativa
maniobra descrita, con el propio llavero, no es, en ningún modo, una particularidad mía.
A. Maeder relata una repetición casi idéntica de mi experiencia (Contributions à la
psychopathologie de la vie quotidienne, en Arch. de Psychol., VI, 1906): «A todos nos
ha sucedido sacar nuestro llavero al llegar ante la puerta de un amigo particularmente
querido y sorprendernos intentando abrir con nuestra llave, como si estuviéramos en
nuestra casa. Esta maniobra supone un retraso -puesto que al fin y al cabo hay que
llamar-, pero es una prueba de que al lado del amigo que allí habita nos sentimos -o
quisiéramos sentirnos- como en nuestra casa».
De E. Jones (1911, pág. 509) transcribo lo que sigue: «El uso de las llaves es un
fértil manantial de incidentes de este género, de los cuales vamos a referir dos ejemplos.
Cuando estando en mi casa dedicado a algún trabajo interesante tengo que interrumpirlo
para ir al hospital y emprender en él alguna labor rutinaria, me sorprendo con mucha
frecuencia intentando abrir la puerta del laboratorio con la llave del despacho de mi
domicilio, a pesar de ser completamente diferentes una de otra. Mi error demuestra
inconscientemente dónde preferiría hallarme en aquel momento. Hace años ocupaba una
posición subordinada en una cierta institución cuya puerta principal se hallaba siempre
cerrada y, por tanto, había que llamar al timbre para que le franqueasen a uno la entrada.
en varias ocasiones me sorprendí intentando abrir dicha puerta con la llave de mi casa.
Cada uno de los médicos permanentes de la institución, cargo al que yo aspiraba, poseía
una llave de la referida entrada para evitarse la molestia de esperar a que le abriesen. Mi
error expresaba, pues, mi deseo de igualarme a ellos y estar allí como `at home'».
El doctor Hans Sachs, de Viena, relata algo análogo: «Acostumbro llevar siempre
conmigo dos llaves, de las cuales corresponde una a la puerta de mi oficina y otra a la de
mi casa. Siendo la primera, por lo menos, tres veces mayor que la segunda, no son,
desde luego, nada fáciles de confundir, y, además, llevo siempre la una en el bolsillo del
pantalón y la otra en el chaleco. A pesar de todo esto, me sucedió con frecuencia el
darme cuenta, al llegar ante una de las dos puertas, de que mientras subía la escalera
había sacado del bolsillo la llave correspondiente a la otra. Decidí hacer un experimento
estadístico, pues dado que diariamente llegaba ante las dos mismas puertas en un casi
idéntico estado emocional, el intercambio de las llaves tenía que demostrar una
tendencia regular, aunque psíquicamente estuviera determinado de manera distinta.
Observando los casos siguientes, resultó que ante la puerta de la oficina extraía
regularmente la llave de mi casa, y sólo una vez se presentó el caso contrario en la
siguiente forma: regresaba yo fatigado a mi domicilio, en el cual sabía que me esperaba
una persona a la que había invitado. Al llegar a la puerta intenté abrir con la llave de la
oficina, que, naturalmente, era demasiado grande para entrar en la cerradura.»
(b) En una casa a la que durante seis años seguidos iba yo dos veces diarias me
sucedió dos veces, con un corto intervalo, subir un piso más arriba de aquel al que me
dirigía. La primera vez me hallaba perdido en una fantasía ambiciosa que me hacía
«elevarme cada día más», y ni siquiera me di cuenta de que la puerta ante la que debía
haber esperado se abrió cuando comenzaba yo a subir el tramo que conducía al tercer
piso. La segunda vez también fui demasiado lejos, «abstraído en mis pensamientos».
Cuando me di cuenta y bajé lo que de más había subido, quise adivinar la fantasía que
me había dominado, hallando que en aquellos momentos me irritaba contra una crítica
(fantaseada) de mis obras, en la cual se me hacía el reproche de «ir demasiado lejos»,
reproche que yo sustituía por el no menos respetuoso «de haber trepado demasiado
arriba.»
(c) Sobre mi mesa de trabajo yacen juntos hace muchos años un martillo para
buscar reflejos y un diapasón. Un día tuve que salir precipitadamente después de la
consulta para alcanzar un tren, y a pesar de estar dichos objetos a la plena luz del día,
cogí e introduje en el bolsillo de la americana el diapasón en lugar del martillo, que es lo
que deseaba llevar conmigo. El peso del diapasón en mi bolsillo fue lo que me hizo
notar mi error. Aquel que no esté acostumbrado a reflexionar ante ocurrencias tan
pequeñas explicaría o disculparía mi acto erróneo por la precipitación del momento. Yo,
sin embargo, preferí preguntarme por qué razón había cogido el diapasón en lugar del
martillo. La prisa hubiera podido ser igualmente un motivo de ejecutar el acto con
acierto, para no perder tiempo luego teniendo que corregirlo.
Mas ¿por qué tales conceptos insultantes? Sobre este punto había que interrogar la
situación del momento. Yo me dirigía entonces a celebrar una consulta en un lugar
situado en la línea del ferrocarril del Este, en el que residía un enfermo que, conforme a
las informaciones que me habían escrito, se había caído por un balcón meses antes,
quedando desde entonces imposibilitado para andar. El médico que me llamaba a
consulta me escribía que no sabía si se trataba de una lesión medular o de una neurosis
traumática (histeria). Esto era lo que yo tenía que decidir. En el error examinado debía
de existir una advertencia sobre la necesidad de mostrarme muy prudente en el espinoso
diagnóstico diferencial. Aun así y todo, mis colegas opinan que se diagnostica con
ligereza una histeria en casos en que se trata de cosas más graves. Mas todo esto no era
suficiente para justificar los insultos. La asociación siguiente fue el recuerdo de que la
pequeña estación a que me dirigía era la del mismo lugar en que años antes había
visitado a un hombre joven que desde cierto trauma emocional había perdido la facultad
de andar. Diagnostiqué una histeria y sometí después al enfermo al tratamiento psíquico,
demostrándose posteriormente que si mi diagnóstico no había sido del todo equivocado,
tampoco había habido en él un total acierto. Gran cantidad de los síntomas del enfermo
habían sido histéricos y desaparecieron con rapidez en el curso del tratamiento, mas
detrás de ellos quedaba visible un remanente que permanecería inatacable por la terapia
y que pudo ser atribuido a una esclerosis múltiple. Los que tras de mí reconocieron al
enfermo pudieron apreciar con facilidad la afección orgánica, pero yo no podía antes
haber juzgado ni procedido de otro modo. No obstante, la impresión era la de un grave
error, y la promesa que de una completa curación había dado al enfermo era imposible
de mantener. El error de coger el diapasón en lugar del martillo podía traducirse en las
siguientes palabras: «¡Imbécil! ¡Asno! ¡Ten cuidado esta vez y no vayas a diagnosticar
de nuevo una histeria en un caso de enfermedad incurable, como lo hiciste en este
mismo lugar, hace años, con aquel pobre hombre!» Para suerte de este pequeño análisis,
mas para mi mal humor, dicho individuo, atacado en la actualidad de una grave parálisis
espasmódica, había estado dos veces en mi consulta pocos días antes y uno después del
niño idiota.
Obsérvese que en este caso es la voz de la autocrítica la que se hace oír por medio
del acto de aprehensión errónea. Este es especialmente apto para expresar
autorreproches. El error actual intenta representar el que en otro lugar y tiempo
cometimos.
(d) Claro es que el coger un objeto por otro o cogerlo mal es un acto erróneo que
puede obedecer a toda una serie de oscuros propósitos. He aquí un ejemplo. Raras veces
rompo algo. No soy extraordinariamente diestro; pero, dada la integridad anatómica de
mis sistemas nervioso y muscular, no hay razones que provoquen en mí movimientos
torpes de resultado no deseado. Así, pues, no recuerdo haber roto nunca ningún objeto
de los existentes en mi casa. La poca amplitud de mi cuarto de estudio me obliga en
ocasiones a trabajar con escasa libertad de movimientos y entre gran cantidad de objetos
antiguos de greda y piedra, de los que tengo una pequeña colección. Los que me ven
moverme entre tanta cosa me han expresado siempre su temor de que tirase algo al
suelo, rompiéndolo, pero esto no ha sucedido nunca. ¿Por qué, pues, tiré un día al suelo
y rompí la tapa de mármol de un sencillo tintero que tenía sobre mi mesa?
Dicho tintero estaba constituido por una placa de mármol con un orificio, en el
que quedaba metido el recipiente de cristal destinado a la tinta. Este recipiente tenía una
tapadera también de mármol con un saliente para cogerla. Detrás del tintero había,
colocadas en semicírculo, varias estatuillas de bronce y terracota. Escribiendo sentado y
ante la mesa hice con la mano en la que tenía la pluma un movimiento extrañamente
torpe y tiré al suelo la tapa del tintero. La explicación de mi torpeza no fue difícil de
hallar. Unas horas antes había entrado mi hermana en el cuarto para ver algunas nuevas
adquisiciones mías, encontrándolas muy bonitas, diciendo: «Ahora presenta tu mesa de
trabajo un aspecto precioso. Lo único que se despega un poco es el tintero. Tienes que
poner otro más bonito.» Salí luego del cuarto acompañando a mi hermana y no regresé
hasta pasadas algunas horas, siendo entonces cuando llevé a cabo la ejecución del
tintero, juzgado ya y condenado. ¿Deduje acaso de las palabras de mi hermana su
propósito de regalarme un tintero más bonito en la primera ocasión festiva y me
apresuré, por tanto, a romper el otro, antiguo y feo, para forzarla a realizar el propósito
que había indicado? Si así fuera, mi movimiento que arrojó al suelo la tapadera no
habría sido torpe más que en apariencia, pues en realidad había sido muy hábil,
poseyendo completa consciencia de su fin y habiendo sabido respetar, además, todos los
valiosos objetos que se hallaban próximos.
Mi opinión es que hay que aceptar esta explicación para toda una serie de
movimientos casualmente torpes en apariencia. Es cierto que tales movimientos parecen
mostrar algo violento, impulsivo y como espasmodicoatáxico; pero, sometidos a un
examen, se demuestran como dominados por una intención y consiguen su fin con una
seguridad que no puede atribuirse, en general, a los movimientos voluntarios y
conscientes. Ambos caracteres, violencia y seguridad, les son comunes con las
manifestaciones motoras de la neurosis histérica y, en parte, con los rendimientos
motores del sonambulismo, indicando una misma desconocida modificación del proceso
de inervación.
En los últimos años y desde que vengo reuniendo esta clase de observaciones he
vuelto a romper algún objeto de valor; mas el examen de estos casos me ha demostrado
que nunca fueron resultados de la casualidad o de una torpeza inintencionada. Así, una
mañana, atravesando una habitación al salir del baño, en bata y zapatillas de paja, arrojé
pronto una de éstas, con un rápido movimiento del pie y como obedeciendo a un
repentino impulso, contra la pared, donde fue a chocar con una pequeña Venus de
mármol que había encima de una consola, tirándola al suelo. Mientras veía hacerse
pedazos la bella estatuilla cité inconmovible los siguientes versos de Busch: Ach! die
Venus ist perdü / Klickeradoms! / von Medici!.
La indiferencia con que se acepta en estos casos el daño resultante debe ser
considerada como demostración de la existencia de un propósito inconsciente.
Investigando los fundamentos de actos fallidos tan nimios como la rotura de
objetos, descubrimos a veces que dichos actos se hallan íntimamente enlazados al
pasado del sujeto, apareciendo al mismo tiempo en estrecha conexión con su situación
presente. El siguiente análisis de L. Jekels (International Zeitschrift f.Psychoanalyse, I,
1913) es un ejemplo de este género de casos:
«Un médico poseía un jarrón de loza nada valioso, pero sí muy bonito, que en
unión de otros muchos objetos, algunos de ellos de alto precio, le había sido regalado
por una paciente (casada). Cuando se manifestó claramente que dicha señora padecía
una psicosis, el médico devolvió todos aquellos regalos a los allegados de la enferma,
conservando tan sólo un modesto jarrón, del que, sin duda por su belleza, no acertó a
separarse.
Esta ocultación no dejó, sin embargo, de promover en el médico, hombre muy
escrupuloso, una cierta lucha interior. Comprendía la incorrección de su conducta, y
para defenderse contra sus remordimientos, se daba a sí mismo la excusa de que el tal
jarrón carecía de todo valor material, era difícil de empaquetar para mandarlo a su
destino, etc.
Durante esta situación le sucedió, a pesar de que raras veces rompía algo y de
dominar muy bien su sistema muscular, que, estando renovando el agua del jarrón para
poner en él unas flores, y por un movimiento no relacionado orgánicamente con dicho
acto y extrañamente torpe, lo tiró al suelo, donde se rompió en cinco o seis grandes
pedazos. Y esto después de haberse decidido la noche anterior, al cabo de grandes
vacilaciones, a colocar precisamente este jarrón lleno de flores en la mesa, ante sus
convidados, y después de haber pensado en él poco antes de romperlo, haberlo echado
de menos en su cuarto y haberlo traído desde otra habitación por su propia mano.
Pero, además de esta determinación directa, posee este rendimiento fallido, para
todo psicoanalítico, una determinación simbólica más amplia, profunda e importante,
pues el jarrón es un indudable símbolo de la mujer.
El héroe de esta historia había perdido de un modo trágico a su joven y bella
mujer, a la que amaba ardientemente. Después de su desgracia contrajo una neurosis,
cuya nota predominante era creerse culpable de aquélla. («Haber roto un bello jarrón.»)
(e) El dejar caer algún objeto, tirarlo o romperlo parece ser utilizado con gran
frecuencia para la expresión de series de pensamientos inconscientes, cosa que se puede
demostrar por medio del análisis, pero que también podría adivinarse casi siempre por
las interpretaciones que a tales accidentes da, por burla o por superstición, el sentido
popular. Conocida es la interpretación que se da a los actos de derramar la sal o el vino o
de que un cuchillo que caiga al suelo quede clavado de punta en él, etc. Más adelante
expondré el derecho que a ser tomadas en consideración tienen tales interpretaciones
supersticiosas. Por ahora sólo haré observar que tales torpezas no tienen, de ningún
modo, un sentido constante, sino que, según las circunstancias, se ofrecen como medio
de representaciones de intenciones en absoluto indiferentes.
Hace poco hubo en mi casa una temporada durante la cual se rompió en ella una
extraordinaria cantidad de objetos de cristal y porcelana. Yo mismo contribuí a tal
destrozo repetidas veces. Esta pequeña epidemia psíquica fue fácil de explicar. Eran
aquéllos los días que precedieron al matrimonio de mi hija mayor. En tales fiestas se
suele romper intencionadamente un utensilio, haciendo al mismo tiempo un voto de
felicidad. Esta costumbre debe significar un sacrificio y expresar algún otro sentido
simbólico.
Cuando los criados destruyen objetos frágiles dejándolos caer al suelo, nadie suele
pensar, ante todo, en una explicación psicológica de ello, y, sin embargo, no es
improbable la existencia de oscuros motivos que coadyuvan a tales actos. Nada más
lejano a las personas ineducadas que la apreciación del arte y de las obras de arte. Una
sorda hostilidad contra estos productos domina a nuestros criados, sobre todo cuando
tales objetos, cuyo valor no aprecian, constituyen un motivo de trabajo para ellos. En
cambio, personas de igual origen que se hallan empleadas en alguna institución
científica se distinguen por la gran destreza y seguridad con que manejan los más
delicados objetos en cuanto comienzan a identificarse con sus amos y a contarse entre el
personal esencial del establecimiento.
En la distribución del trabajo tocó a F. regular la válvula de la prensa; esto es, iría
abriendo con prudencia para dejar pasar poco a poco el líquido presionador desde los
acumuladores al cilindro de la prensa hidráulica. El director del experimento se hallaba
observando el manómetro, y cuando éste marcó la presión deseada, gritó: `¡Alto!' Al oír
esta voz de mando cogió F. la válvula y le dio vuelta con toda su fuerza hacia la
izquierda. (Todas las válvulas, sin excepción, se cierran hacia la derecha.) Esta falsa
maniobra hizo que la presión del acumulador actuara de golpe sobre la prensa, cosa para
la cual no estaba preparada la tubería, y que hizo estallar una unión de ésta, accidente
nada grave para la máquina, pero que nos obligó a abandonar el trabajo por aquel día y
regresar a nuestras casas.
Entre los actos de término erróneo puede incluirse el de dar a un mendigo una
moneda de oro por una de cobre o de plata. La explicación de tales errores es muy
sencilla. Son actos de sacrificio destinados a apaciguar al Destino, desviar una desgracia,
etc. Si antes de salir a paseo se ha oído hablar a una madre o parienta amorosa de su
preocupación por la salud de un hijo o allegado, y luego se las ve proceder con la
involuntaria generosidad citada, no se podrá dudar del sentido del aparentemente
indeseado incidente.
Los actos que hasta ahora hemos descrito y reconocido como ejecuciones de
intenciones inconscientes se manifestaban como perturbaciones de otros actos
intencionados y se ocultaban bajo la excusa de la torpeza. Los actos casuales de los
cuales vamos a tratar ahora no se diferencian de los actos de término erróneo más que en
que desprecian apoyarse en una intención consciente y, por tanto, no necesitan excusa ni
pretexto alguno para manifestarse. Surgen con una absoluta independencia y son
aceptados, naturalmente, porque no se sospecha de ellos finalidad ni intención alguna.
Se ejecutan estos actos «sin idea ninguna», por «pura casualidad» o por «entretener en
algo las manos», y se confía en que tales explicaciones bastarán a aquel que quiera
investigar su significación. Para poder gozar de esta situación excepcional tienen que
llenar estos actos, que no requieren ya la torpeza como excusa, determinadas
condiciones. Deben, pues, pasar inadvertidos; esto es, no despertar extrañeza ninguna y
producir efectos insignificantes.
1) Una casada joven me relató durante una sesión del tratamiento psicoanalítico,
en la cual debía ir diciendo con libertad todo lo que fuera acudiendo a su mente, que el
día anterior, al arreglarse las uñas, «se había herido en la carne al querer empujar la
cutícula de una uña para hacerla desaparecer en la raíz de la misma». Este hecho es tan
poco interesante, que asombra que la sujeto lo recuerde y lo mencione, induciendo por lo
mismo a sospechar se trate de un acto sintomático. El dedo que sufrió el pequeñísimo
accidente fue el anular, dedo en el cual se acostumbraba llevar el anillo del matrimonio,
y, además, ello sucedió en el día aniversario de la boda de mi cliente, lo cual da la herida
de la fina cutícula una significación bien definida y fácil de adivinar. Al mismo tiempo
me relató también la paciente un sueño que había tenido y que aludía a la torpeza de su
marido y a su propia anestesia como mujer. Mas ¿por qué fue en el anular de la mano
izquierda en el que se hirió, siendo en el de la derecha donde se lleva el anillo de
matrimonio? Su marido era doctor en Derecho, y siendo ella muchacha había sentido un
secreto amor hacia un médico al que se sobrenombraba en broma «Doctor en
Izquierdo». También el término «matrimonio de la mano izquierda» tiene una
determinada significación.
2) Una joven soltera me dijo en una ocasión lo siguiente: «Ayer he roto, sin
querer, en dos pedazos un billete de cien florines y he dado una de las dos mitades a una
señora que había venido a visitarme. ¿Será esto también un acto sintomático?»
Examinando el caso aparecieron los siguientes detalles: la interesada dedicaba una parte
de su tiempo y de su fortuna a obras benéficas. Una de éstas era que, en unión de otra
señora, sufragaba los gastos de la educación de un huérfano. Los cien florines eran la
cantidad que dicha otra señora le había enviado para tal objeto, y que ella había metido
en un sobre y dejado provisionalmente encima del escritorio.
La visitante, una distinguida dama que colaboraba con ella en otras obras
caritativas, había ido a pedirle una lista de nombres de personas de las que se podían
solicitar apoyo para tales asuntos. No teniendo otro papel a mano, cogió mi paciente el
sobre que estaba encima del escritorio y, sin reflexionar en lo que contenía, lo rompió en
dos pedazos, de los cuales dio uno a su amiga con la lista de nombres pedida y conservó
el otro con un duplicado de dicha lista. Obsérvese la absoluta inocencia de este inútil
manejo. Sabido es que un billete no sufre ninguna minoración en su valor cuando se
rompe, siempre que pueda reconstituirse por entero con los pedazos, y no cabía duda de
que la señora no tiraría el trozo de sobre, dada la importancia que para ella tenían los
nombres en él consignados, ni tampoco cuando descubriera el medio billete se
apresuraría a devolverlo.
Pero entonces, ¿qué pensamientos inconscientes habían sido los que habían
encontrado su expresión en este acto casual, hecho posible por un olvido? La dama
visitante estaba en una bien definida relación con la cura que yo realizaba de la
enfermedad que su joven amiga padecía, pues había sido la que me había recomendado
como médico a la paciente, la cual, si no me equivoco, se halla muy agradecida a la
señora por tal indicación. ¿Debería acaso representar aquel medio billete un pago por su
mediación? Esto seguiría siendo aún muy extraño.
Mas a lo anterior se añadió nuevo material. Un día antes había preguntado una
mediadora de un género completamente distinto, a un pariente de la joven, si ésta quería
conocer a cierto caballero, y a la mañana siguiente, pocas horas antes de la visita de la
señora, había llegado una carta de declaración del referido pretendiente, carta que había
producido gran regocijo. Cuando la visitante comenzó después la conversación,
preguntando por su estado de salud a mi paciente, pudo ésta muy bien haber pensado:
«Tú me recomendaste el médico que me convenía; pero si ahora, y con igual acierto, me
ayudases a hallar un marido (y un hijo), te estaría aún más reconocida.» Este
pensamiento reprimido hizo que se confundieran, en una sola, las dos mediadoras, y la
joven alargó a la visitante los honorarios que en su fantasía estaba dispuesta a dar a la
otra. Teniendo en cuenta que la tarde anterior había yo hablado a mi paciente de los
actos casuales o sintomáticos, se nos mostrará la solución antedicha como la única
posible pues habremos de suponer que la joven aprovechó la primera ocasión que hubo
de presentársele para cometer uno de tales actos.
Puede intentarse formar una agrupación de estos actos casuales y sintomáticos, tan
extraordinariamente frecuentes, atendiendo a su manera de manifestarse y según sean
habituales, regulares en determinadas circunstancias o aislados. Los primeros (como el
juguetear con la cadena del reloj, mesarse la barba, etc.), que pueden considerarse como
una característica de las personas que lo llevan a cabo, están próximos a los numerosos
movimientos llamados «tics», y deben ser tratados en unión de ellos. En el segundo
grupo coloco el juguetear con el bastón, trazar garabatos con un lápiz que se tiene en la
mano, hacer resonar Ias monedas en los bolsillos, fabricar bolitas de miga de pan u otras
materias plásticas y los mil y un arreglos del propio vestido. Tales jugueteos, cuando se
manifiestan durante el tratamiento psíquico, ocultan, por lo regular, un sentido y una
significación a los que todo otro medio de expresión ha sido negado. En general, la
persona que ejecuta estos actos no se da la menor cuenta de ellos, ni de cuándo continúa
ejecutándolos en la misma forma que siempre y cuándo introduce en ellos alguna
modificación. Tampoco ve ni oye sus efectos (por ejemplo, el ruido que producen las
monedas al ser revueltas por su mano dentro del bolsillo), y se asombra cuando se le
llama la atención sobre ellos. Igualmente significativos y dignos de la atención del
médico son todos aquellos arreglos o modificaciones que, sin causa que los justifiquen,
suelen hacer en los vestidos. Todo cambio en la acostumbrada manera de vestir, toda
pequeña negligencia (por ejemplo, un botón sin abrochar) y todo principio de desnudez
quieren expresar algo que el propietario del traje no desea decir directamente y de lo
que, siendo inconsciente de ello, no sabría, en la mayoría de los casos, decir nada. Las
circunstancias que rodean la aparición de estos actos casuales, los temas recientemente
tratados en la conversación y las ideas que emergen en la mente del sujeto cuando se
dirige su atención sobre ellos, proporcionan siempre datos suficientes, tanto para
interpretarlos como para comprobar si la interpretación ha sido o no acertada. Por esta
razón no apoyaré aquí, como de costumbre, mis afirmaciones con la exposición de
ejemplos y de sus análisis correspondientes. Menciono, de todos modos, estos actos,
porque opino que en los individuos sanos poseen igual significación que en mis
pacientes neuróticos.
No puedo, sin embargo, renunciar a mostrar, por lo menos con un solo ejemplo,
cuán estrechamente ligado puede estar un acto simbólico habitual con lo más íntimo e
importante de la vida de un individuo sano.
«Como nos ha enseñado el profesor Freud, el simbolismo desempeña en la vida
infantil del individuo normal un papel más importante de lo que anteriores experiencias
psicoanalíticas nos habían hecho esperar. A este respecto, posee el corto análisis
siguiente un cierto interés, sobre todo por sus caracteres médicos:
Un médico encontró, al arreglar sus muebles y objetos en una nueva casa a la que
se había trasladado, un estetoscopio recto de madera. Después de reflexionar un
momento sobre dónde habría de colocarlo, se vio impelido a dejarlo a un lado de su
mesa de trabajo y precisamente de manera que quedase entre su silla y aquella en la que
acostumbraba hacer sentarse a sus pacientes. Este acto era ya en sí algo extraño, por dos
razones: primeramente, dicho médico no necesitaba para nada un estetoscopio (era un
neurólogo), y las pocas veces que tenía que emplear tal aparato no utilizaba aquel que
había dejado sobre la mesa, sino otro doble; esto es, para ambos oídos. En segundo
lugar, tenía todos sus instrumentos profesionales metidos en armarios ex profeso y aquél
era el único que había dejado fuera. No pensaba ya en esta cuestión cuando un día una
paciente que no había visto jamás un estetoscopio recto le preguntó qué era aquello. El
se lo dijo, y entonces ella preguntó de nuevo por qué razón lo había colocado
precisamente en aquel sitio, a lo cual contestó el médico en el acto que lo mismo le daba
que el estetoscopio estuviese allí o en cualquier otro lado. Sin embargo, esto le hizo
pensar si en el fondo de su acto no existiría un motivo inconsciente, y siéndole conocido
el método psicoanalítico, decidió investigar la cuestión.
Añadiremos que en nuestro médico, siendo niño, hizo gran impresión el pasaje del
Richelieu, de lord Lytton, que dice así:
y que ha llegado a ser un fecundo escritor y usa para escribir una gran pluma
estilográfica. Al preguntarle yo un día para qué necesitaba una pluma de tal tamaño, me
respondió de un modo muy característico: 'iTengo tantas cosas que expresar!...'
Este análisis nos indica de nuevo lo mucho que los actos 'inocentes' y «sin sentido
alguno» nos permiten adentrarnos en los dominios de la vida psíquica y cuán
tempranamente se desarrolla en esa vida psíquica la tendencia a la simbolización».
Puedo también relatar, tomándolo de mi experiencia psicoterápica, un caso en el
que una mano que jugaba con un migote de pan tuvo toda la elocuencia de una
declaración oral. Mi paciente era un muchacho que no había cumplido aún los trece años
y hacía ya dos que padecía una grave histeria. Después de una larga e infructuosa
estancia en un establecimiento hidroterápico, decidí someterle al tratamiento
psicoanalítico. Suponía yo que el muchacho había hecho descubrimientos sexuales y
que, como correspondía a su edad, se hallaba atormentado por interrogaciones de dicho
orden; pero me guardé muy bien de acudir en su ayuda con aclaraciones o explicaciones
hasta haber puesto a prueba mi hipótesis. Tenía, pues, gran curiosidad por ver cómo y
por que manifestaciones se revelaba en él lo que yo buscaba. En esto me llamó un día la
atención ver que amasaba algo entre los dedos de su mano derecha, la metía luego con
ello en el bolsillo y seguía dentro de él su manejo, para volver luego a sacarla, etcétera.
No le pregunté qué era aquello con que jugaba; pero él mismo me lo mostró abriendo de
repente la mano, y vi que era un migote de pan todo sobado y aplastado. A la sesión
siguiente volvió a traer su migote; pero entonces se dedicó, mientras conversábamos, a
formar con trozos de él unas figuritas que despertaron mi curiosidad y que iba haciendo
con increíble rapidez y teniendo cerrados los ojos. Tales figuritas eran, indudablemente,
hombrecillos con su cabeza, dos brazos y dos piernas, como los groseros ídolos
primitivos; pero tenían además entre las piernas, un apéndice, al que el muchachito le
hacía una larga punta. Apenas había terminado ésta, volvía a amasar el hombrecillo
entre sus dedos. Luego, lo dejó subsistir; mas para ocultar la significación del primer
apéndice agregó otro igual en la espalda, y después otro más en diversos sitios. Yo quise
demostrarle que le había comprendido, haciéndole imposible al mismo tiempo la excusa
de decir que en su actividad creadora no llevaba idea ninguna. Con esta intención le
pregunté de repente si se acordaba de la historia de aquel rey romano que dio en su
jardín a un enviado de su hijo una respuesta mímica a la consulta que éste le formulaba.
El muchachito no quería acordarse de tal anécdota, a pesar de que tenía que haberla
leído hacía poco tiempo y, desde luego, mucho más recientemente que yo. Me preguntó
si era ésta la historia de aquel esclavo emisario al que se le escribió la respuesta sobre el
afeitado cráneo. Le dije que no, que ésa era otra anécdota perteneciente a la historia
griega, y le relaté aquella a que yo me refería. El rey Tarquino el Soberbio había
inducido a su hijo Sexto a entrar subrepticiamente en una ciudad latina enemiga. Ya en
ella, se había Sexto atraído algunos partidarios, y en este punto mandó a su padre un
emisario para que le preguntase qué más debía hacer. El rey no dio al principio respuesta
alguna, y llevando al emisario a su jardín, hizo que le repitiese su pregunta y cortó ante
él, en silencio, las más altas y bellas flores de adormidera. El enviado no pudo hacer más
que contar a Sexto la escena que había presenciado, y Sexto, comprendiendo a su padre,
hizo asesinar a los ciudadanos más distinguidos de la plaza enemiga.
Durante mi relato suspendió el muchachito su manejo con la miga de pan, y
cuando, al llegar el momento en que el rey lleva al jardín al emisario de su hijo,
pronuncié las palabras «cortó en silencio», arrancó con rapidísimo movimiento la cabeza
del hombrecillo que conservaba en la mano, demostrando haberme comprendido y darse
cuenta de que también yo le había comprendido a él. Podía, pues, interrogarle
directamente, y así lo hice, dándole luego las informaciones que deseaba y consiguiendo
con ello poner pronto término a su neurosis.
Los actos sintomáticos, que pueden observarse en una casi inagotable abundancia
tanto en los individuos sanos como en los enfermos, merecen nuestro interés por más de
una razón. Para el médico constituyen inapreciables indicaciones que le marcan su
orientación en circunstancias nuevas o desconocidas, y el hombre observador verá
reveladas por ellos todas las cosas y a veces muchas más de las que deseaba saber.
Aquel que se halle familiarizado con su interpretación se sentirá en muchas ocasiones
semejante al rey Salomón, que, según la leyenda oriental, comprendía el lenguaje de los
animales. Un día tuve yo que visitar en casa de una señora a un joven, hijo suyo, al que
yo desconocía totalmente. AI encontrarme frente a él me chocó ver en sus pantalones
una gran mancha que por sus bordes rígidos y como almidonados reconocí en seguida
ser de clara de huevo. El joven se disculpó, después de un momento de embarazo,
diciéndome que por hallarse un poco ronco acababa de tomarse un huevo crudo, cuya
resbaladiza albúmina se había vertido sobre su ropa. Para justificar tal afirmación me
mostró un plato que había sobre un mueble y que contenía aún una cáscara de huevo.
Con esto quedaba explicada la sospechosa mancha; pero cuando la madre nos dejó solos
comencé a hablar al joven, dándole las gracias por haber facilitado de tal modo mi
diagnóstico, y sin dilación ninguna tomé como materia de nuestro diálogo su confesión
de que sufría bajo los efectos perturbadores de la masturbación.
Otra vez fui a visitar a una señora, tan rica como avariciosa y extravagante, que
acostumbraba dar al médico el trabajo de buscar su camino a través de un embrollado
cúmulo de lamentaciones antes de poder llegar a darse cuenta de los más sencillos
fundamentos de su estado. Al entrar en su casa la hallé sentada delante de una mesita y
dedicada a hacer pequeñas pilas de monedas de plata. Cuando me vio, se levantó y tiró
al suelo algunas monedas. La ayudé a recogerlas, y luego corté sus acostumbradas
lamentaciones con la pregunta: «¿Le cuesta a usted ahora mucho dinero su hijo
político?» La señora me respondió con una irritada negativa; pero poco después se
contradijo, relatándome la lamentable historia de la continua excitación en que la tenían
las prodigalidades de su yerno. Después no ha vuelto a llamarme. No puedo afirmar que
siempre se gane uno amistades entre aquellas personas a las que se comunica la
significación de sus actos sintomáticos.
-Ahora es cuando estoy seguro -le dije- que me ha cobrado usted de más. ¿Quiere
usted que vaya a comprobarlo a la caja?
-Permítame... Un momento.
Y desapareció presuroso.
Como es natural, no le impedí aquella retirada, y cuando, dos minutos después,
volvió, disculpándose con que había confundido aquel plato con otro, le di los diez
céntimos discutidos en pago de su contribución a la psicopatología de la vida cotidiana.»
Aquel que se dedique a fijar su atención en la conducta de sus congéneres durante
las comidas descubrirá en ellos los más interesantes e instructivos actos sintomáticos.
[Este párrafo y los cuatro ejemplos siguientes son de 1412.]
1. Doctor B. Dattner:
«Uno de mis colegas fue a hacer su primera visita, después de su matrimonio, a
una amiga de su juventud, a la que profesaba gran afecto. Relatándome las
circunstancias de esta visita, me expresó su sorpresa por no haber podido cumplir su
deliberado propósito de emplear en ella muy pocos momentos. A continuación me contó
un extraño acto fallido que en tal ocasión había ejecutado.
El marido de su amiga, que se hallaba presente, buscó en un momento
determinado una caja de cerillas que estaba seguro de haber dejado poco antes sobre la
mesa. Mi colega había también registrado sus bolsillos para ver si por casualidad 'la
había guardado' en ellos.
Por el momento no la encontró; pero algún tiempo después halló, en efecto, que se
la había 'metido' en un bolsillo, y al sacarla le chocó la circunstancia de que no contenía
más que una sola cerilla.
Un sueño que tuvo dos días después, y en cuyo contenido aparecía el simbolismo
de la caja en relación con la referida amiga, confirmó mi explicación de que mi colega
reclamaba con su acto sintomático sus derechos de prioridad, y quería representar la
exclusividad de su posesión (una sola cerilla dentro).»
Al día siguiente, cuando nos disponíamos a comer lo que del pastel había sobrado
la víspera, observó mi mujer que la muchacha había despreciado la parte que de su
manjar preferido le correspondía.
Preguntada por qué razón no había probado el pastel, respondió con algún
embarazo que no había tenido gana.
La actitud infantil de la criada es muy clara en ambas ocasiones. Primero, la pueril
glotonería, que no quiere compartir con nadie el objeto de sus deseos, y luego la
reacción despechada igualmente pueril: 'Si no me lo dais, podéis guardarlo todo para
vosotros. Ahora ya no lo quiero'.»
Los actos casuales o sintomáticos que aparecen en la vida conyugal tienen con
frecuencia grave significación y podrían inducir a aquellos que no quieren ocuparse de
la psicología de lo inconsciente a creer en los presagios. [Ad. 1907.]
El que una recién casada pierda, aunque sea para volver a encontrarlo en seguida,
su anillo de bodas, será siempre un mal augurio para el porvenir del matrimonio.
Conozco a una señora, hoy separada de su marido, que en varias ocasiones firmó
documentos relativos a la administración de su fortuna con su nombre de soltera, y esto
muchos años antes que la separación le hiciera volver a tener que adoptarlo de nuevo.
X.-ERRORES
Los errores de la memoria no se distinguen de los olvidos acompañados de
recuerdo erróneo más que en un solo rasgo, esto es, en que el error (el recuerdo erróneo)
no es reconocido como tal, sino aceptado como cierto. EI uso del término «error»
parece, sin embargo, depender todavía de otra condición. Hablamos de «errar» y no de
«recordar erróneamente» en aquellos casos en que el material psíquico que se trata de
reproducir posee el carácter de realidad objetiva, esto es, cuando lo que se quiere
recordar es algo distinto de un hecho de nuestra vida psíquica propia, algo más bien que
puede ser sometido a una confirmación o una refutación por la memoria de otras
personas. Lo contrario a un error de memoria está constituido, en este sentido, por la
ignorancia.
2) En otro lugar se dice que Asdrúbal era el padre de Aníbal. Este error me irritó
especialmente; pero, en cambio, fue el que más me confirmó en mi concepción de tales
equivocaciones. Pocos lectores de mi libro estarán tan familiarizados como yo con la
historia de los Barquidas, y, sin embargo, cometí ese error al escribir mi obra y no lo
rectifiqué en las pruebas que por tres veces repasé con todo cuidado. El nombre del
padre de Aníbal era Amílcar Barcar. Asdrúbal era el de su hermano y también el de su
cuñado y predecesor en el mando de los ejércitos.
3) También afirmé por error que Zeus había castrado y arrojado del trono a su
padre, Cronos. Por error retrasé ese crimen en una generación, pues, según la mitología
griega, fue Cronos quien lo cometió en la persona de su padre, Urano.
¿Cómo se explica que mi memoria me suministrara sobre estos puntos datos
erróneos, cuando como pueden comprobar los lectores de mi libro, puso acertadamente a
mi disposición en todo lo demás los materiales más remotos y poco comunes? ¿Y cómo
pudieron escapárseme tales errores, como si estuviera ciego, en las tres cuidadosas
correcciones de pruebas que llevé a cabo?
Goethe dijo de Lichtenberg: «Allí donde dice una chanza, yace oculto un
problema.» Algo análogo podría afirmarse de los trozos de mi libro antes transcritos:
«Allí donde aparece un error, yace detrás una represión», o, mejor dicho, una
insinceridad, una desfiguración de la verdad, basada, en último término, en un material
reprimido. En efecto, en los análisis de los sueños que en dicha obra se exponen me
había visto obligado, por la desnuda naturaleza de los temas a los que se referían los
pensamientos del sueño, a interrumpir algunos análisis antes de llegar a su término
verdadero, y otras veces a mitigar la osadía de un detalle indiscreto, desfigurándolo
ligeramente. No podía obrar de otra manera ni cabía llevar a cabo selección ninguna si
quería exponer ejemplos e ilustraciones. Esta mi forzada situación provenía
necesariamente de la particularidad de los sueños de dar expresión a lo reprimido, esto
es, a lo incapaz de devenir consciente. A pesar de todo, quedó en mi libro lo suficiente
para que espíritus más delicados se sintiesen ofendidos. La desfiguración u ocultación de
los pensamientos que quedaban sin exponer y que yo conocía no pudo ser ejecutada sin
dejar alguna huella. Lo que yo no quería decir consiguió con frecuencia abrirse camino,
contra mi voluntad, hasta lo que había admitido como comunicable y se manifestó en
ello en forma de errores que pasaron inadvertidos para mí. Los tres casos citados se
refieren al mismo tema fundamental, y los errores son resultantes de pensamientos
reprimidos relacionados con mi difunto padre.
2) El error de escribir Asdrúbal en vez de Aníbal, esto es, el nombre del hermano
en lugar del del padre, se produjo por una asociación con determinadas fantasías
relacionadas con Aníbal, construidas por mi imaginación en mis sueños de colegial, y
con mi disgusto por la conducta de mi padre ante los «enemigos de nuestro pueblo».
Podía haber proseguido y haber contado la transformación acaecida en mis relaciones
con mi padre a causa de un viaje que hice a lnglaterra y en el que conocí a mi
hermanastro, nacido de un anterior matrimonio de mi padre. Mi hermanastro tenía un
hijo de mi misma edad, y mis fantasías imaginativas sobre cuán distinta sería mi
situación si en vez de hijo de mi padre lo fuese de mi hermanastro no encontraron, por
tanto, obstáculo ninguno referente a la cuestión de la edad. Estas fantasías reprimidas
fueron las que falsearon, en el lugar en que interrumpí el análisis, el texto de mi libro,
obligándome a escribir el nombre del hermano en lugar del del padre.
De estos errores originados por una represión hay que distinguir otros debidos a
ignorancia real. Así, fue debido a ignorancia el que durante una excursión por Wachau
creyera, al Ilegar a una localidad, que se trataba de la residencia del revolucionario
Fischhof: En efecto, el lugar donde residía Fischhof se llamaba también Emmersdorf,
pero no estaba situado en Wachau, sino en Carintia. Pero esto no lo sabía yo.
4) He aquí otro error vergonzoso, pero muy instructivo y que puede considerarse
como un ejemplo de ignorancia temporal. Un paciente me recordó un día mi promesa de
darle dos libros que yo poseía sobre Venecia, ciudad que iba a visitar en un viaje que
pensaba hacer durante las vacaciones de Pascua. Yo le respondí que ya los tenía
separados para entregárselos y fui a mi biblioteca para cogerlos. La verdad era que se me
había olvidado buscarlos, pues no estaba muy conforme con el viaje de mi paciente, que
me parecía una innecesaria interrupción del tratamiento y una pérdida económica para el
médico. Al llegar a mi biblioteca eché un rápido vistazo sobre los libros para tratar de
hallar los dos que había prometido prestar a mi cliente. Encontré uno titulado Venecia,
ciudad de arte, y luego, queriendo buscar otra obra histórica, cogí un libro titulado Los
Médicis y salí con ambos de la biblioteca para regresar a ella inmediatamente,
avergonzado de mi error al haber creído por un momento que los Médicis tenían algo
que ver con Venecia, a pesar de saber perfectamente lo contrario. Dado que había hecho
ver a mi paciente sus propios actos sintomáticos, no tuve más remedio que salvar mi
autoridad, que obrar con justicia y confesarle honradamente los ocultos motivos del
disgusto que su viaje me causaba.
Para que consten aquí algunos ejemplos de errores que no sean exclusivamente los
míos personales, citaré todavía unos cuantos, que hubiera podido incluir igualmente
entre las equivocaciones orales o los actos de término erróneo, pero que, dada la
equivalencia de todas estas clases de rendimientos fallidos, no importa que sean
incluidos en cualquiera de ellas.
5) En una ocasión prohibí a un paciente mío que hablara por teléfono con su
amante, con la que él mismo deseaba romper, para evitar que cada nueva conversación
hiciera más difícil la lucha interior que sostenía. Estaba ya decidido a comunicarle por
escrito su irrevocable decisión, pero encontraba dificultades para hacer llegar la carta a
sus manos. En esta situación, me visitó un día a la una de la tarde para comunicarme que
había encontrado un medio de salvar dichas dificultades y preguntarme, entre otras
cosas, si le permitía referirse a mi actividad médica. A las dos, hallándose escribiendo la
carta de ruptura, se interrumpió de repente y dijo a su madre: «Se me ha olvidado
preguntar al doctor si debo dar su nombre en la carta.» A continuación fue al teléfono,
pidió un número y, cuando le pusieron en comunicación, preguntó: «¿Podría decirme si
el señor doctor recibe en consulta después del almuerzo?» La respuesta fue un
asombrado «¿Te has vuelto loco, Adolfo?», pronunciado con aquella voz que yo le había
prohibido volver a oír. Se había «equivocado» al pedir la comunicación y había dado el
número de su amante en vez del número del médico.
6) Una señora joven tenía que visitar a una amiga suya, recién casada, que vivía
en la calle Habsburgo (Habsburgergasse). Al referirse a esto durante la comida se
equivocó y dijo que tenía que ir a la calle de Babenberg (Babenbergergasse). Sus
familiares se echaron a reír al oírla, haciéndole notar su error, o, si se quiere, su
equivocación oral. Dos días antes se había proclamado la República de Viena; los
colores nacionales, amarillo y negro, habían sido sustituidos por los antiguos, rojo,
blanco, rojo, y los Habsburgos habían sido destronados. La señora introdujo esta
modificación en las señas de su amiga. En efecto, existe en Viena, y es muy conocida,
una avenida de Babenberg (Babenbergerstraße), pero ningún vienés la denominaría calle
(Gasse).
8) Brill relata el caso de una señora que, al preguntar a otra por la salud de una
amiga común, la designó por su nombre de soltera. Al llamarle la atención sobre su error
tuvo que confesar que no le era simpático el marido de su amiga y que el matrimonio de
ésta le había disgustado.
9) Un caso de error que puede ser también considerado como de equivocación
oral: Un hombre joven fue a inscribir en el Registro el nacimiento de su segunda hija.
Preguntado por el nombre que le iba a poner, respondió que Ana, a lo cual repuso el
empleado que cómo le ponía el mismo que a su primera hija. Como puede
comprenderse, no era ésta su intención y rectificó el nombre en el acto debiendo
deducirse de tal error que la segunda hija no había sido tan bien recibida como la
primera.
10) Añado aquí algunas otras observaciones de cambio de nombres, que pudieran
también haber sido incluidas en otros capítulos de este libro.
Una señora tenía tres hijas, de las cuales dos se hallaban casadas hacía ya largo
tiempo mientras que la tercera esperaba aún la llegada del marido que el Destino le
designase. Una amiga suya había hecho a las hijas casadas, en ocasión de su
matrimonio, un igual regalo, consistente en un valioso servicio de plata para té. Siempre
que la madre hablaba de este utensilio nombraba equivocadamente como dueña de él a
la hija soltera. Se ve con toda claridad que este error expresa el deseo de la madre de ver
casada a la hija que le queda. Supone, además, que también había de recibir el mismo
regalo de boda.
Análogamente fáciles de interpretar son los frecuentes casos en que una madre
confunde los nombres de sus hijas, hijos, yernos y nueras.
11) De una autoobservación del señor J. G., verificada durante su estancia en un
sanatorio, tomo el siguiente precioso ejemplo de tenaz confusión de nombres:
13) He aquí un error cometido por un paciente mío y que, por repetirse después en
sentido inverso, resulta especialmente instructivo: Tras una larga lucha interior se había
decidido el joven a contraer matrimonio con una muchacha que le quería y a la que
también él amaba. El día en que le comunicó su resolución la acompañó hasta su casa, se
despidió de ella y tomó un tranvía, en el cual pidió al cobrador dos boletos. Medio año
después, ya casado, siente que no puede acostumbrarse a la vida conyugal, duda de si ha
hecho bien en casarse, echa de menos sus amistades de soltero y tiene mil cosas que
reprochar a sus suegros. Una tarde fue a casa de éstos a recoger a su mujer, subió con
ella en un tranvía y al acercarse al cobrador le pidió un solo boleto.
14) Maeder nos relata un precioso ejemplo de cómo por medio de un error puede
satisfacerse un deseo reprimido a disgusto («Nouvelles contributions», etcétera, en Arch.
de Psych., VI, 1908): «Un colega deseaba gozar por entero, y sin tener que ocuparse de
nada, de un día de vacaciones, pero tenía precisamente que hacer una visita poco
agradable en Lucerna, y después de largas vacilaciones se decidió ir a dicha ciudad. Para
distraerse durante el viaje de Zurich a Goldau se puso a leer los periódicos. Al llegar a
Goldau cambió de tren y prosiguió su lectura. Ya en marcha el tren, el revisor le advirtió
que se había equivocado en el transbordo y, en vez de tomar el tren que iba a Lucerna,
había subido en otro que regresaba a Zurich.»
15) EI doctor V. Tausk comunica, bajo el título Rutas falsas, un intento análogo,
pero fracasado, de realización de un deseo reprimido por medio de un error (Internat.
Zeitschrift f. ärztl. Psychoanalyse, IV, 1916-17):
«Durante la campaña vine una vez desde el frente a Viena con permiso, y un
antiguo cliente mío que se enteró de mi estancia en la capital me avisó para que fuese a
visitarle, pues se hallaba enfermo en cama. Accedí a su petición y fui a verle,
permaneciendo dos horas en su casa. Al despedirme me preguntó el enfermo cuánto me
debía por mi visita.
-Estoy aquí sólo por unos días, hasta que acabe mi permiso -le contesté-, y no
visito ni ejerzo mi profesión durante ellos. Considere usted mi visita como un servicio
amistoso.
EI enfermo vaciló en aceptar mi oferta, sintiendo que no tenía derecho a
considerar un servicio profesional como un favor gratuito; pero, por último, se decidió a
hacerlo así, expresando, con una cortesía que le dictó su satisfacción ante el ahorro de su
dinero, que, siendo yo perito en psicoanálisis, debía obrar siempre con acierto.
16) En una ocasión llevé yo también a cabo una habilidad semejante a la del
sujeto del ejemplo 14. Había prometido a mi hermano mayor irle a visitar durante el
verano a una playa de la costa inglesa en la que él se hallaba, y dado el poco tiempo de
que podía disponer, me había obligado a hacer el viaje por el camino más corto y a no
detenerme en ningún punto. Pedí a mi hermano que me concediera quedarme un día en
Holanda, pero me lo negó, diciendo que después, al regresar, podía hacer lo que me
pareciese. Así, pues, emprendí mi viaje desde Munich, pasando por Colonia, hasta
Rotterdam y Hoek, de donde, a medianoche, salía un barco para Harwich. En Colonia
tenía que cambiar de tren, para tomar el rápido de Rotterdam. Descendí de mi vagón y
me puse a buscar dicho rápido, sin lograr descubrirlo en parte alguna. Pregunté a varios
empleados, fui enviado de un andén para otro, caí en una exagerada desesperación y, al
cabo de todo esto, pude suponer que durante mis vanas investigaciones debía ya de
haber salido el tren buscado. Cuando ello me fue confirmado reflexioné si debía
quedarme aquella noche en Colonia, cosa a la que, entre otros motivos, me inducía un
sentimiento familiar, pues, según una vieja tradición nuestra, unos antepasados míos se
habían refugiado en esta ciudad huyendo de una persecución contra los judíos. Sin
embargo, resolví tomar un tren posterior para Rotterdam, adonde llegué muy entrada la
noche, y, por tanto, tuve que pasar todo el día siguiente en Holanda. Esta estancia me
permitió realizar un deseo que abrigaba hacía ya mucho tiempo: el de admirar los
magníficos cuadros de Rembrandt existentes en La Haya y en el Museo Real de
Amsterdam. Hasta la mañana siguiente, cuando, durante el viaje en un tren inglés, pude
resumir mis impresiones, no surgió en mí el indudable recuerdo de haber visto en la
estación de Colonia, a pocos pasos del sitio donde me apeé del tren y en el mismo
andén, un gran cartel con la indicación «Rotterdam-Hoek de Holanda». Allí esperaba
con seguridad el tren en el que había debido continuar mi viaje. Si no se quiere admitir
que, contra las órdenes de mi hermano, quería a toda costa admirar los cuadros de
Rembrandt en mi viaje de ida, habrá que considerar el incidente como una inexplicable
«ceguera» mía. Todo lo restante, mi bien fingida perplejidad y la emergencia de la pía
intención familiar de quedarme aquella noche en Colonia, fue tan sólo un dispositivo
destinado a encubrir mi propósito hasta que hubiera sido ejecutado por completo.
17) J. Stärcke expone (l. c.) otro caso observado en sí propio y en el que una
«distracción» facilita la realización de un deseo al que el sujeto cree haber renunciado:
«En una ocasión tenía que dar en un pueblo una conferencia con proyecciones de
diapositivas. Tal conferencia había sido fijada para un día determinado y después
aplazada por ocho días. Este aplazamiento me fue comunicado en una carta, a la que
contesté, anotando después en un memorándum la nueva fecha fijada. Debiendo ser la
conferencia por la noche, me propuse llegar por la tarde a la localidad indicada para
tener tiempo de hacer una visita a un escritor conocido mío que allí residía. Por
desgracia, el día de la conferencia tuve por la tarde ocupaciones inexcusables y me fue
preciso renunciar con gran sentimiento a la visita deseada. Al Ilegar la noche cogí un
maletín lleno de placas fotográficas para las proyecciones y salí a toda prisa hacia la
estación. Para poder alcanzar el tren tuve que tomar un taxi. (Es cosa que me sucede con
gran frecuencia; mi innata indecisión a veces me ha obligado a tomar un automóvil para
alcanzar el tren.) Al llegar a la localidad a que me dirigía me asombró no encontrar a
nadie esperándome en la estación, según es costumbre cuando se va a dar una
conferencia en tales pequeñas poblaciones. De pronto recordé que la fecha de la
conferencia se había retrasado en una semana y que, siendo aquel día el primeramente
fijado, había hecho un viaje inútil. Después de maldecir de todo corazón mis
`distracciones' pensé en tomar el primer tren para regresar a mi casa; pero,
reflexionando, hallé que tenía una gran ocasión para hacer la visita deseada. En el
camino hacia la casa de mi amigo el escritor caí en que mi deseo de tener tiempo
suficiente para visitarle era sin duda lo que había tramado toda aquella conspiración,
haciéndome olvidar el aplazamiento de la conferencia. Mi apresuramiento para alcanzar
el tren y el ir cargado con el pesado maletín lleno de placas eran cosas que sirvieron para
que la intención inconsciente quedase mejor oculta detrás de ellas.»
No se estará quizá muy propicio a considerar esta clase de errores aquí explicados
como muy numerosos e importantes. Pero he de invitar a los lectores a reflexionar si no
se tiene razón para extender estas mismas consideraciones a la concepción de los más
importantes errores de juicio que los hombres cometen en la vida y en la ciencia. Sólo
los espíritus más selectos y equilibrados parecen poder preservar la imagen de la
realidad externa por ellos percibida de la desfiguración que sufre en su tránsito a través
de la individualidad psíquica del perceptor.
4) En una pequeña comunicación del doctor Karl Weiß (Viena) sobre un caso de
olvido se describen muy precisamente los inútiles esfuerzos que se llevan a cabo para
ejecutar un acto al que se opone una íntima resistencia (Zentralblatt für Psychoanalyse,
II, 9): «EI caso siguiente constituye una prueba de la persistencia con que lo
inconsciente sabe llegar a conseguir su propósito cuando tiene algún motivo para
impedir llegue a ejecución una intención determinada y de lo difícil que es asegurarse
contra tales tendencias. Un conocido mío me rogó que le prestase un libro y que se lo
llevase al siguiente día. Accedí en el acto a su petición, sintiendo, sin embargo, un vivo
disgusto cuya causa no pude explicarme al principio, pero que después se me apareció
claramente. El tal sujeto me debía hacía muchos años una cantidad que, por lo visto, no
pensaba devolverme. Recordando esto, dejé de pensar en la cuestión para no volverla a
recordar, por cierto con igual sentimiento de disgusto, hasta la mañana siguiente.
Entonces me dije: `Tu inconsciente ha de laborar para que olvides el libro. Pero tú no
querrás parecer poco amable y, por tanto, harás todo lo posible para no olvidarlo.' Al
llegar a casa envolví el libro en un papel y lo dejé junto a mí, sobre la mesa, mientras
escribía unas cartas.
Pasado un rato me levanté y me marché. A poco recordé que había dejado sobre la
mesa las cartas que pensaba llevar al correo. (Advertiré de paso que en una de éstas me
había visto obligado a decir algo desagradable a una persona de la que en una futura
ocasión había de necesitar.) Di la vuelta, recogí las cartas y volví a salir. Yendo ya en un
tranvía, recordé que había prometido a mi mujer hacer una compra para ella y me
satisfizo el pensar que no me causaría molestia ninguna complacerla, por ser poco
voluminoso el paquete del que tenía que hacerme cargo. Al llegar a este punto surgió de
repente la asociación `paquete-libro', y eché de ver que no llevaba este último. Así, pues,
no sólo lo había olvidado la primera vez que salí de casa, sino que tampoco lo había
visto al recoger las cartas que se hallaban junto a él.»
(7) Olvido repetido y acto fallido en la ejecución definitiva del acto olvidado.
«En una ocasión tenía que enviar una postal a un conocido mío y lo fui olvidando
durante varias fechas consecutivas. La causa de tales olvidos sospechaba yo fuese la
siguiente: EI referido sujeto me había comunicado en una carta que en el transcurso de
aquella semana vendría a visitarme una persona a la que yo no tenía muchos deseos de
ver. Una vez pasada dicha semana, y cuando ya se había alejado la perspectiva de tal
visita, escribí, por fin, la postal debida, en la cual fijaba la hora en que se me podía ver.
Al escribirla quise comenzar diciendo que no había contestado antes por pesar sobre mí
una gran cantidad de trabajo acumulado y urgente (Druckwerk); pero, por último, no
dije nada de esto, pensando que nadie presta ya fe a tan vulgar excusa. Ignoro si esta
pequeña mentira que por un momento me propuse decir tenía o no forzosamente que
surgir a la luz; pero el caso es que cuando eché la postal en el buzón, la introduje, por
error, en la abertura destinada a los impresos (Druckwerk-Drucksachen).»
UNA muchacha fue una mañana que hacía un tiempo hermoso al «Ryksmuseum»,
con el fin de dibujar en él. Aunque le hubiera gustado más salir a pasear y gozar de la
hermosa mañana, se había decidido a ser aplicada y dibujar afanosamente. Ante todo,
tenía que comprar el papel necesario. Fue a la tienda, situada a unos diez minutos del
Museo, y compró lápices y otros útiles de dibujo, pero se le olvidó el papel. Luego se
dirigió al Museo, y cuando ya lo había preparado todo y se sentó ante el tablero,
dispuesta a empezar, se dio cuenta de su olvido, teniendo que volver a la tienda para
subsanarlo. Una vez hecho esto se puso por fin a dibujar avanzando con rapidez en su
trabajo hasta que oyó dar al reloj de la torre del Museo una gran cantidad de
campanadas, y pensó: «Deben de ser ya las doce.» Luego continuó trabajando hasta que
el reloj dio otras campanadas, que la muchacha pensó ser las correspondientes a las doce
y cuarto. Entonces recogió sus bártulos y decidió ir paseando a través de un parque hacia
casa de su hermana y tomar allí el café. Al llegar frente al Museo Suasso vio con
asombro que, en vez de las doce y media, no eran todavía más que las doce. Lo hermoso
y atractivo de la mañana habían engañado a su deseo de trabajar y le habían hecho creer,
al dar las once y media, que la hora que daba eran las doce, sin dejarla caer en la cuenta
de que los relojes de torre dan también, al señalar los cuartos de hora, la hora que a éstos
corresponde.»
En una ocasión soñé, dentro de un más largo contexto, que había perdido mi
portamonedas. A la mañana siguiente lo eché, en efecto, de menos al vestirme. La noche
anterior, al desnudarme, se me había olvidado sacarlo del bolsillo del pantalón y
colocarlo en el sitio en que acostumbraba hacerlo.
Así, pues, este olvido no me había pasado inadvertido, y probablemente estaba
destinado a dar expresión a un pensamiento inconsciente, que se hallaba dispuesto para
emerger en el sueño.
2) En una carta a un amigo mío le comunicaba que había dado fin a la corrección
de mi obra La interpretación de los sueños y que ya no cambiaría nada en ella, «aunque
luego resultase que contenía 2.467 erratas». En cuanto escribí esta frase intenté aclarar la
aparición de la cifra en ella contenida y añadí a mi carta en calidad de posdata, el
pequeño análisis realizado. Lo mejor será copiar aquí dicha posdata, tal y como fue
escrita recién verificado el análisis:
Con esto quedó explicado el número que se le había ocurrido; pero nos quedaba
todavía que reconstituir la conexión entre la primera y la segunda parte del análisis, cosa
que nos fue fácil partiendo de la condición necesaria a las últimas cifras; esto es, que el
padre hubiera vivido más tiempo; 42 = 67 significaba la burla contra los médicos que no
habían podido impedir la muerte del padre, y, por tanto, expresaba de esta forma el
deseo de que el padre hubiese continuado viviendo. El número total correspondía, en
realidad, a la realización de sus dos deseos infantiles relativos a sus círculo familiar: la
muerte de los dos perversos hermanos y el nacimiento de un hermanito, deseos que
pueden concretarse en la frase siguiente: «¡Cuánto mejor sería que hubieran muerto mis
dos hermanos en lugar de mi querido padre!».
Recuerdo que pensé entonces de dónde procederían tales versos, sin serme posible
averiguarlo. Dado su ritmo, tenían aquellas frases que tomar parte de una poesía, pero el
resto de ésta y hasta el título y autor habían desaparecido por completo de mi memoria.
También creo que después, habiendo vuelto a recordarlos repetidas veces, pregunté
sobre ellos a diversas personas, sin que nadie me sacase de dudas.
El año pasado volví a recorrer igual camino a mi regreso de otro viaje por España.
Era noche cerrada y oscura y estaba lloviendo. Miré por la ventanilla para ver si
estábamos ya cerca de la frontera y me di cuenta de que nos hallábamos en el puente
sobre el Bidasoa. Inmediatamente volvieron a emerger en mi memoria los versos
mencionados, sin que tampoco pudiera acordarme de su origen.
Quiero observar aún que el contenido de esta poesía me pareció todavía más
desconocido que el de la primera, y que las palabras con que comienza son las
siguientes: Sobre el puente del Bidasoa está en pie un anciano santo, bendiciendo a su
derecha las montañas españolas y a su izquierda los valles franceses.»
XXI
AL disponerme hoy (1925), después de un largo intervalo, a apoyar las afirmaciones por
mí sentadas en 1895 y 1896, sobre la patogénesis de los síntomas histéricos y los
procesos psíquicos de la histeria, con la exposición detallada de una historia clínica, creo
imprescindible iniciar esta labor con un breve preámbulo destinado, en primer lugar, a
justificar, desde diversos puntos de vista, mi conducta pretérita y presente en cuanto a la
publicación de tales documentos, y en segundo, a reducir a una modesta medida las
esperanzas que en aquélla puedan fundarse.
Ya fue, ciertamente, muy espinoso tener que publicar los resultados de mi labor
investigadora, que a más de resultar harto sorprendentes y de naturaleza nada grata, no
podían ser objeto de comprobación alguna por parte de mis colegas de Facultad. Apenas
lo es menos ahora comenzar a ofrecer al juicio general una parte del material del que
hube de extraer tales resultados. Si antes se me reprochó no comunicar dato alguno
sobre mis enfermos, hoy se me reprochará hacer público algo que el secreto profesional
impone silenciar. Espero, sin embargo, que habrán de ser las mismas personas las que de
este modo cambien de pretexto para sus reparos, y renuncio por anticipado a desarmar
jamás a tales críticos.
No ignoro que hay muchos médicos -por lo menos en Viena- que esperan con
repugnante curiosidad la publicación de alguna de mis historias clínicas, para leerla, no
como una contribución a la psicopatología de la neurosis, sino como una novela con
clave, destinada a su particular entretenimiento. Desde ahora, quiero asegurar a esta
especie de lectores, que todas las historias que haya de publicar aparecerán protegidas
contra su maliciosa penetración por análogas garantías del secreto, aunque tal propósito
haya de limitar extraordinariamente mi libre disposición del material acumulado en
muchos años de labor investigadora.
En la historia clínica a continuación expuesta, única que hasta ahora he podido sustraer a
las limitaciones de la discreción médica y a la desfavorable constelación de las
circunstancias intrínsecas, se tratan con toda libertad relaciones de carácter sexual, se
aplica a los órganos y a las funciones de la vida sexual sus nombres verdaderos, y el
lector casto extraerá, desde luego, de su lectura, la convicción de que no me ha
intimidado tratar de semejantes cuestiones y en tal lenguaje con una muchacha. ¿Habré
de defenderme también de un tal reproche? Me limitaré simplemente a reclamar para mí
los derechos que nadie niega al ginecólogo -o más exactamente aún, una parte muy
restringida de tales derechos- y a denunciar como un signo de salacidad perversa o
singular la sospecha, en alguien posible, de que tales conversaciones sean un buen
medio para excitar o satisfacer deseos sexuales. Unas cuantas palabras singularmente
acertadas de otro autor acabarán de concretar, mejor que yo pudiera hacerlo, mi juicio
sobre esta cuestión:
«Es lamentable tener que hacer lugar en una obra científica a semejantes explicaciones y
advertencias. Pero no es a mí a quien ello debe ser reprochado, sino al espíritu
contemporáneo, que nos ha llevado hasta el punto de que ningún libro serio posee hoy
garantías de vida».
Pasaré ahora a exponer en qué forma he vencido en esta historia clínica las dificultades
técnicas de su comunicación. Tales dificultades son muy arduas para el médico que lleva
adelante, diariamente, cinco o seis tratamientos psicoterápicos de este género y no puede
tomar nota alguna durante las sesiones, pues despertaría con ello la desconfianza de los
enfermos y perturbaría su propia aprehensión del material aprovechable. Para mí
constituye todavía un problema, cómo fijar por escrito, para su comunicación ulterior, la
historia de un tratamiento de larga duración. En el caso presente, vinieron en mi ayuda
dos circunstancias: la breve duración del tratamiento -tres meses- y el hecho de que las
soluciones del caso se agruparon en torno de dos sueños, relatados por la paciente a la
mitad y al final, respectivamente, de la cura, anotados por mí al término de la sesión
correspondiente, ateniéndome a la descripción verbal que de ellos me había hecho la
enferma, y que me proporcionaron un seguro punto de apoyo para desentrañar la trama
de interpretaciones y recuerdos a ellos ligada. La historia clínica misma la escribí una
vez terminado el tratamiento, cuando su recuerdo conservaba aún absoluta claridad en
mi memoria, estimulada además por mi interés en publicarla. Entraña, pues, máximas
garantías de exactitud, aunque no pueda aspirar a la absoluta fidelidad de una
reproducción fonográfica. Nada esencial he alterado en ella. Sólo, en algún lugar, la
sucesión de las soluciones, y ello para dar una mayor coherencia a la exposición.
Sería erróneo creer que los sueños y su interpretación alcanzan en todos los psicoanálisis
la misma importancia que en este ejemplo.
Pero si la historia clínica que sigue muestra una riqueza excepcional en cuanto al
aprovechamiento del material onírico, resulta, en cambio, en otros puntos, más pobre de
lo que yo hubiera deseado. Sólo que sus defectos se hallan directamente enlazados con
aquellas circunstancias a las que se debe la posibilidad de publicarla. Ya he hecho
constar que no había encontrado aún manera de dominar el material de un tratamiento
prolongado, por ejemplo, a través de todo un año. Esta historia de sólo tres meses era
fácil de recordar y de abarcar en conjunto. Pero sus resultados han sido incompletos en
más de un sentido. El tratamiento no fue llevado hasta su último fin, pues quedó
interrumpido por voluntad de la paciente al llegar a un punto determinado, y en tal
momento no habían sido siquiera atacados algunos de los enigmas del caso y sólo
incompletamente aclarados otros, mientras que la continuación de la labor terapéutica,
hubiera penetrado seguramente, en todos los puntos, hasta la última aclaración posible.
No puedo ofrecer aquí, por lo tanto, más que el fragmento de un análisis.
Quizá algún lector familiarizado ya con la técnica del análisis, expuesta en mis
«Estudios sobre la histeria», se asombrará de que en tres meses no nos fuese posible
llevar a su última solución siquiera los síntomas sobre los cuales convergió la
investigación. Para disipar semejante extrañeza advertiré que la técnica psicoanalítica ha
sufrido una transformación fundamental desde la época de los «Estudios». Por entonces,
el análisis partía de los síntomas y se proponía, como fin, irlos solucionando uno tras
otro. Posteriormente he abandonado esta técnica por parecerme inadecuada a la
estructura sutil de la neurosis. Ahora, dejo que el paciente mismo determine el tema de
nuestra labor cotidiana. Parto así, cada vez, de la superficie que lo inconsciente ofrece de
momento a su atención, y voy obteniendo fragmentado, entretejido en diversos
contextos y distribuído entre épocas muy distantes, todo el material correspondiente a la
solución de un síntoma. Mas, a pesar de esta desventaja aparente, la nueva técnica es
muy superior a la primitiva, y sin disputa, la única posible.
Ya que:
Ofrecer al lector una historia clínica acabadamente precisa y sin la menor laguna
supondría situarle desde un principio en condiciones muy distintas a las del observador
médico. Los informes de los familiares del enfermo -en este caso los suministrados por
el padre de la paciente- suelen no procurar sino una imagen muy poco fiel del curso de
la enfermedad. Naturalmente, yo inicio luego el tratamiento haciendo que el sujeto me
relate su historia y la de su enfermedad, pero lo que así consigo averiguar no llega
tampoco a proporcionarme orientación suficiente. Este primer relato puede compararse a
un río no navegable, cuyo curso es desviado unas veces por masas de rocas y dividido
otras por bancos de arena que le quitan profundidad. No puede por menos de producirme
asombro encontrar en los autores médicos historias clínicas minuciosamente precisas y
coherentes de casos de histeria. En realidad, los enfermos son incapaces de proporcionar
sobre sí mismos informes tan exactos; pueden ilustrar al médico con amplitud y
coherencia suficiente sobre alguna época de su vida, pero a estos períodos siguen otros
en los que sus informes se agotan, presentan lagunas y plantean enigmas, hasta situarnos
ante épocas totalmente oscuras, faltas de toda aclaración aprovechable. No existe entre
los sucesos relatados la debida conexión, y su orden de sucesión aparece inseguro. En el
curso mismo del relato, el enfermo rectifica repetidamente algunos datos o una fecha,
volviendo luego, muchas veces, a su primera versión. La incapacidad de los enfermos
para desarrollar una exposición ordenada de la historia de su vida en cuanto la misma
coincide con la de su enfermedad no es sólo característica de la neurosis, sino que
integra además una gran importancia teórica. Depende de varias causas: en primer lugar,
el enfermo silencia conscientemente y con toda intención una parte de lo que sabe y
debía relatar, fundándose para ello en impedimentos que aún no ha logrado superar: la
repugnancia a comunicar sus intimidades, el pudor, o la discreción cuando se trata de
otras personas. Tal sería la parte de insinceridad consciente. En segundo lugar, una parte
de los conocimientos anamnésicos del paciente, sobre la cual dispone éste en toda otra
ocasión sin dificultad alguna, escapa a su dominio durante su relato, sin que el enfermo
se proponga conscientemente silenciarla. Por último, no faltan nunca amnesias
verdaderas, lagunas mnémicas, en las que se hunden no sólo recuerdos antiguos, sino
también recuerdos muy recientes. Ni tampoco falsos recuerdos, formados
secundariamente para cegar tales lagunas. Cuando los sucesos se han conservado en la
memoria, la intención en que la amnesia se han conservado en la memoria, la intención
en que la amnesia se basa, queda conseguida con idéntica seguridad por la alteración de
la continuidad, y el medio más seguro de desgarrar la continuidad, y el medio más
seguro de desgarrar la continuidad es trastornar el orden de sucesión temporal de los
acontecimientos. Este orden es siempre el elemento más vulnerable del acervo mnémico
y el que antes sucumbe a la represión. Hay incluso algunos recuerdos que se nos
presentan ya, por decirlo así, en un primer estadio de represión, pues se nos muestran
penetrados de dudas. Cierto tiempo después, esta duda quedaría sustituída por el olvido
o por un recuerdo falso.
De la naturaleza misma del material del psicoanálisis, resulta que en nuestras historias
patológicas deberemos dedicar tanta atención a las circunstancias puramente humanas y
sociales de los enfermos como a los datos somáticos y a los síntomas patológicos. Ante
todo, dedicaremos interés preferente a las circunstancias familiares de los enfermos, y
ello, como luego veremos, también por razones distintas de la herencia.
En el caso cuya historia nos disponemos a comunicar, el círculo familiar de la paciente -
una muchacha de dieciocho años- comprendía a sus padres y a un único hermano, año y
medio mayor que ella. La persona dominante era el padre, tanto por su inteligencia y sus
condiciones de carácter como por las circunstancias externas de su vida, las cuales
marcaron el curso de la historia infantil y patológica de la sujeto. Gran industrial de
infatigable actividad y dotes intelectuales poco vulgares, se hallaba en excelente
situación económica, y su edad, al encargarme yo del tratamiento de su hija, pasaba ya
de los cuarenta y cinco años. La muchacha le profesaba intenso cariño, y su espíritu
crítico, tempranamente despierto, condenaba tanto más dolorosamente ciertos actos y
singularidades de su progenitor.
Las muchas y graves enfermedades que el padre había padecido a partir de la época en
que su hija llegó a los seis años, habían coadyuvado a intensificar tal ternura. Por dicha
época enfermó el padre de tuberculosis, trasladándose toda la familia a la pequeña
ciudad de B…, situada en nuestras provincias del Sur y favorecida por un clima benigno
y seco. La infección tuberculosa mejoró allí rápidamente, pero la familia continuó
residiendo en B… durante cerca de diez años. El padre hacía de cuando en cuando un
viaje para visitar sus fábricas y sólo en verano se trasladaban todos a un balneario de
altura. Al cumplir la muchacha los diez años, el padre sufrió un desprendimiento de la
retina, que le impuso una cura de oscuridad y le dejó como huella una gran debilitación
de la vista. Pero su enfermedad más grave le atacó aproximadamente dos años después y
consistió en un acceso de confusión mental, al que se agregaron síntomas de parálisis y
ligeros trastornos psíquicos. Un amigo del enfermo, del que más adelante habremos de
ocuparnos ampliamente, movió a aquél a venir a Viena con su médico de cabecera, para
consultarme. En un principio, dudé si diagnosticar una taboparálisis, pero no tardé en
decidirme a admitir una afección vascular difusa, y una vez que el enfermo me confesó
haber padecido antes de su matrimonio una infección específica, le sometí a una
enérgica cura antiluética que hizo desaparecer todos los trastornos que aún le aquejaban.
A esta afortunada intervención médica debo sin duda que el padre acudiera a mí cuatro
años después, con su hija, aquejada de claros síntomas neuróticos y resolviera luego, al
cabo de otros dos años, confiármela para intentar su curación por medio del tratamiento
psicoterápico.
En el intervalo había yo conocido a una hermana del padre, poco mayor que él, que
padecía una grave psiconeurosis desprovista de síntomas histéricos característicos. Esta
mujer murió, después de una vida atormentada por un matrimonio desgraciado,
consumida por los fenómenos no del todo explicables, de un rápido marasmo.
Otro de sus hermanos, al que conocí por casualidad, era un solterón hipocondríaco.
La muchacha, que al serme confiada para su tratamiento acababa de cumplir los
dieciocho años, había orientado siempre sus simpatías hacia la familia de su padre, y
desde que había enfermado, veía su modelo y el ejemplo de su destino en aquella tía
suya antes mencionada. Tanto sus dotes intelectuales prematuramente desarrollados,
como su disposición a la enfermedad, demostraban que predominaba en ella la herencia
de la rama paterna. No llegué a conocer a su madre, pero de los informes que sobre ella
hubieron de proporcionarme el padre y la hija, hube de deducir que se trataba de una
mujer poco ilustrada y, sobre todo, poco inteligente, que al enfermar su marido, había
concentrado todos sus intereses en el gobierno del hogar, ofreciendo una imagen
completa de aquello que podemos calificar de «psicosis del ama de casa». Falta de toda
comprensión para los intereses espirituales de sus hijos, se pasaba el día velando por la
limpieza de las habitaciones, los muebles y los utensilios, con una exageración tal, que
hacía casi imposible servirse de ellos. Este estado, del cual encontramos con bastante
frecuencia claros indicios en mujeres normales, se aproxima a ciertas formas de la
obsesión patológica de limpieza. Pero tanto en estas mujeres como en la madre de
nuestra paciente, falta todo conocimiento de la enfermedad y con ello uno de los
caracteres más esenciales de la neurosis obsesiva. Las relaciones entre madre e hija eran
muy poco amistosas desde hacía ya bastantes años. La hija no se ocupaba de su madre la
criticaba duramente y había escapado por completo a su influencia.
La sujeto tenía un único hermano, año y medio mayor que ella, en el cual había visto
durante su infancia el modelo conforme al cual debiera forjar su personalidad. Las
relaciones entre ambos hermanos se habían enfriado mucho en los últimos años. El
muchacho procuraba sustraerse en lo posible a las complicaciones y familiares y cuando
no tenía más remedio que tomar partido se colocaba siempre al lado de la madre. De este
modo, la atracción sexual habitual había aproximado afectivamente, de un lado, al padre
y a la hija, y de otro, a la madre y al hijo.
La niña sufrió sin daño permanente las habituales enfermedades infantiles. Durante el
tratamiento me contó, con intención simbolizante, que su hermano contraía regularmente
en primer lugar y de un modo muy leve tales enfermedades, siguiéndole ella luego,
siempre con mayor gravedad. Al llegar a los doce años comenzó a padecer frecuentes
jaquecas y ataques de tos nerviosa, síntomas que al principio aparecían siempre unidos,
separándose luego para seguir un distinto desarrollo. La jaqueca fue haciéndose cada vez
menos frecuente hasta desaparecer por completo al cumplir la sujeto dieciséis años. En
cambio, los ataques de tos nerviosa, cuya primera aparición fue quizá provocada por un
catarro vulgar, siguieron atormentándola. Cuando a los dieciocho años me fue confiada
para su tratamiento, tosía de nuevo en forma característica. No fue posible fijar el
número de tales ataques; su duración oscilaba entre tres y cinco semanas, llegando una
vez a varios meses. En su primera fase, el síntoma más penoso había sido, por lo menos
en los últimos años, una afonía completa. Se había fijado nuevamente y con plena
seguridad el diagnóstico de neurosis, pero ninguno de los tratamientos usuales, incluso
la hidroterapia y la electroterapia local, logró el menor resultado positivo. La muchacha,
que a través de estos estados patológicos había llegado a ser ya casi una mujer, de
inteligencia clara y juicio muy independiente, acabó por acostumbrarse a despreciar los
esfuerzos de los médicos, hasta el punto de renunciar por completo a su auxilio, y
aunque la persona del médico de su familia no le inspiraba disgusto ni antipatía, eludía
en lo posible acudir a él, resistiéndose también tenazmente a consultar a cualquier otro,
desconocido. Así, para que acudiera a mi clínica fue necesario que su padre se lo
impusiera.
La vi por vez primera a principios del verano en que cumplía sus dieciséis años,
aquejada de tos y ronquera, y ya por entonces propuse una cura psíquica que no llegó a
iniciarse porque también este acceso, que le había durado ya más de lo acostumbrado,
acabó por desaparecer espontáneamente. Al invierno siguiente, hallándose pasando una
temporada en casa de su tío, a raíz de la muerte de la mujer de éste, a la cual tanto quería
la sujeto, enfermó de pronto y con fiebre alta, diagnosticándose su estado como un
ataque de apendicitis. Al otoño siguiente, la familia abandonó definitivamente la ciudad
de B…, pues la salud del padre parecía ya consentirlo, trasladándose primero al lugar
donde aquél tenía su fábrica y apenas un año después a Viena.
Dora, había llegado a ser, entretanto, una gallarda adolescente de fisonomía inteligente y
atractiva; pero constituía un motivo constante de preocupación para sus padres. El signo
capital de su enfermedad consistía ahora en una constante depresión de ánimo y una
alteración del carácter. Se veía que no estaba satisfecha de sí misma ni de los suyos;
trataba secamente a su padre y no se entendía ya ni poco ni mucho con su madre, que
quería a toda costa hacerla participar en los cuidados de la casa. Evitaba el trato social,
alegando fatiga constante, y ocupaba su tiempo con serios estudios y asistiendo a cursos
y conferencias para señoras. Un día sus padres se quedaron aterrados al encontrar
encima de su escritorio una carta en la que Dora se despedía de ellos para siempre,
alegando que no podía soportar la vida por más tiempo. La aguda penetración del padre
le hizo suponer, desde el primer momento, que no se trataba de un propósito serio de
quitarse la vida, pero quedó consternado, y cuando más tarde, después de una ligera
discusión con su hija, tuvo ésta un primer acceso de inconsciencia, del cual no quedó
luego en su memoria recuerdo alguno, decidió, a pesar de la franca resistencia de la
muchacha, confiarme su tratamiento.
La historia clínica hasta ahora esbozada no parece ciertamente entrañar un gran interés.
Presenta todas las características de una «petite hystérie» con los síntomas somáticos y
psíquicos más vulgares: disnea, tos nerviosa, afonía, jaquecas, depresión de ánimo,
excitabilidad histérica y un pretendido «taedium vitae». Se han publicado, desde luego,
historias clínicas mucho más interesantes y más cuidadosamente estructuradas, de
sujetos histéricos, pues tampoco en la continuación de ésta hallaremos nada de estigmas
de la sensibilidad cutánea, limitación del campo visual, etcétera. Me permitiré tan sólo la
observación de que todas las colecciones de fenómenos histéricos singulares y extraños
no nos han avanzado gran cosa en el conocimiento de esta enfermedad tan enigmática
aún. Lo que precisamente necesitamos es la aclaración de los casos más vulgares y de
los síntomas típicos más frecuentes. Por mi parte, me bastaría que las circunstancias me
hubiesen permitido hallar una explicación completa de este caso de pequeña histeria. Por
mi experiencia con otros enfermos no dudo de que mis medios analíticos hubieran sido
suficientes para conseguir un tal resultado.
En el caso de Dora debí a la aguda comprensión del padre, ya varias veces reconocida, la
facilidad de no tener que buscar por mí mismo el enlace de la enfermedad, por lo menos
en su última estructura, con la historia externa de la paciente. El padre me informó de
que tanto él como su familia habían hecho en B… íntima amistad con un matrimonio
residente allí desde varios años atrás: los señores de K… La señora de K… lo había
cuidado durante su última más grave enfermedad, adquiriendo con ello un derecho a su
reconocimiento, y su marido se había mostrado siempre muy amable con Dora,
acompañándola en sus paseos y haciéndole pequeños regalos, sin que nadie hubiera
hallado nunca el menor mal propósito en su conducta. Dora había cuidado
cariñosamente de los dos niños pequeños de aquel matrimonio, mostrándose con ellos
verdaderamente maternal. Cuando, dos años antes, el padre y la hija vinieron a visitarme
a principios de verano, estaban de paso en Viena y se proponían continuar su viaje para
reunirse con los señores de K… en un lugar de veraneo situado a orillas de uno de
nuestros lagos alpinos. El padre se proponía regresar al cabo de pocos días, dejando a
Dora en casa de sus amigos por unas cuantas semanas. Pero cuando se dispuso a retornar
a Viena, Dora declaró resueltamente su deseo de acompañarle, y así lo hizo. Días
después explicó su singular conducta, contando a su madre, para que ésta a su vez lo
pusiese en conocimiento del padre, que el señor K… se había atrevido a hacerle
proposiciones amorosas durante un paseo que dieron a solas. El acusado, al que en la
primera ocasión pidieron explicaciones el padre y el tío de la muchacha, negó
categóricamente el hecho y a su vez acusó a Dora diciendo que su mujer le había
llamado la atención sobre el interés que la muchacha sentía hacia todo lo relacionado
con la cuestión sexual, hasta el punto de que durante los días que había pasado en su
casa, sus lecturas habían sido obras tales como la «Fisiología del amor», de Mantegazza.
Acalorada sin duda por semejantes lecturas, había fantaseado la escena amorosa de la
que ahora le acusaban.
«No dudo -dijo el padre- que este incidente es el que ha provocado la depresión de
ánimo de Dora, su excitabilidad y sus ideas de suicidio. Ahora me exige que rompa toda
relación con el matrimonio K… y muy especialmente con la mujer, a la que adoraba.
Pero yo no puedo complacerla, pues en primer lugar, creo también que la acusación que
Dora ha lanzado sobre K… no es más que una fantasía suya, y en segundo, me enlaza a
la señora de K… una honrada amistad y no quiero causarle disgusto alguno. La pobre
mujer es ya bastante desdichada con su marido, del cual no tengo, por lo demás, la mejor
opinión; ha estado también gravemente enferma de los nervios y ve en mí su único
apoyo moral. No necesito decirle a usted que dado mi mal estado de salud, estas
relaciones mías con la señora de K… no entrañan nada ilícito. Somos dos desgraciados
para quienes nuestra amistad constituye un consuelo. Ya sabe usted que mi mujer no es
nada para mí. Pero Dora, que ha heredado mi testarudez, no consiente en deponer su
hostilidad contra el matrimonio K… Su último acceso nervioso fue consecutivo a una
conversación conmigo en la que volvió a plantearme la exigencia de ruptura. Espero que
usted consiga llevarla ahora a un mejor camino.»
Es singular ver surgir en este caso, de un solo suceso, tres síntomas -la repugnancia, la
sensación de presión en el busto y la resistencia a acercarse a individuos abstraídos en
un diálogo amoroso- y comprobar cómo la referencia recíproca de estos tres signos hace
posible la inteligencia del proceso genético de la formación de síntomas. La repugnancia
corresponde al síntoma de represión de la zona erógena labial (viciada, como más
adelante veremos, por el «chupeteo» infantil). La aproximación del miembro en erección
hubo de tener seguramente, como consecuencia, una transformación análoga del órgano
femenino correspondiente, el clítoris, y la excitación de esta segunda zona erógena
quedó transferida, por desplazamiento, sobre la sensación simultánea de presión en el
tórax. La resistencia a acercarse a individuos presuntamente en igual estado de
excitación sexual sigue el mecanismo de una fobia para asegurarse contra una nueva
emergencia de la percepción reprimida.
II
B) EL PRIMER SUEÑO
Como se trata de un sueño reiterado comienzo por preguntar a Dora cuándo lo ha soñado
por primera vez. No lo sabe. Pero recuerda haberlo soñado tres noches consecutivas
durante su estancia en L… (la localidad junto al lago en la que se había desarrollado la
escena con K… ). Luego había vuelto a tenerlo hacía unas cuantas noches aquí en
Viena. La conexión así establecida entre el sueño y los sucesos acaecidos en L… me
hace fundar, naturalmente, mayores esperanzas en la solución de aquél. Pero quisiera
primero averiguar el motivo de su último retorno y con tal fin invito a la sujeto a
descomponer el sueño en sus elementos y a comunicarme lo que se le ocurra con
respecto a cada uno de ellos.
-Lo que primero se me ocurre es algo que no puede tener relación ninguna con mi sueño,
pues se refiere a cosas muy recientes y posteriores a la primera vez que lo soñé.
-No importa. Dígamelo usted.
-Se trata de que papá ha tenido en estos últimos días una discusión con mamá porque
mamá se empeña en dejar cerrado con llave el comedor por las noches. La alcoba de mi
hermano no tiene otra salida y papá no quiere que mi hermano se quede así encerrado.
Dice que por la noche puede pasar algo que le obligue a uno a salir.
-Tal es, pues, el tema de cerrar o no cerrar una habitación, que surge en su primera
ocurrencia con respecto al sueño y ha desempeñado también, casualmente, un papel en
la reciente motivación ocasional del mismo. Sospecho, aunque aún no se lo he dicho a
Dora, que ella captó este elemento en relación al sentido simbólico que posee. Zimmer
(pieza) en los sueños reemplaza habitualmente a Frauenzimmer (término levemente
desvalorizante de una mujer, literalmente `departamentos de mujer' ). El asunto de saber
si una mujer (pieza) está `abierta' o `cerrada' no puede ser obviamente algo indiferente.
Es bien sabido, además, qué tipo de `llave' abre en tal caso. ¿No tendrá también la frase
«me visto a toda prisa» una relación con estos sucesos?
Interrumpiré aquí la comunicación del análisis para comprobar cómo responde este
fragmento de una interpretación de un sueño a mis principios generales sobre el
mecanismo de la producción onírica. En mi «Interpretación de los sueños» hube de
afirmar que todo sueño era la representación del cumplimiento de un deseo, que tal
representación aparecía deformada y encubierta cuando se trataba de un deseo
reprimido, confinado en lo inconsciente, y que, salvo en los niños, sólo un deseo
inconsciente, poseía fuerza bastante para producir un sueño. Creo que hubiera obtenido
más general aquiescencia si me hubiese limitado a afirmar
que todo sueño entrañaba un sentido hasta el cual podíamos llegar por medio de la labor
interpretadora. Una vez llevada a cabo la interpretación se podía sustituir el sueño por
ideas localizadas en un punto fácilmente determinable de la vida anímica despierta.
Hubiera podido proseguir, diciendo que este sentido del sueño se demuestra tan vario
como los procesos mentales de la vigilia. Unas veces es un deseo cumplido, otras un
temor, una reflexión continuada durante el reposo, un propósito (como en el sueño de
Dora), etcétera. Esta exposición, más fácilmente aprehensible, hubiera captado mejor el
ánimo de mis lectores y hubiese podido apoyarse en numerosos ejemplos de sueños
acabadamente interpretados, tales como el que aquí hemos empezado a analizar.
Pero en lugar de proceder así, senté una afirmación general que limita el sentido de los
sueños a una única forma mental, a la representación de deseos, y desperté con ello la
tendencia general a la contradicción. Pero no me creía obligado a simplificar, para
hacerlo más aceptable a mis lectores, un proceso psicológico, porque ofreciera a mi
investigación dificultades que podían tener más adelante su solución unitaria. Me
interesará, pues, extraordinariamente, mostrar que las excepciones aparentes, como este
sueño de Dora, que en un principio se nos revela como un propósito diurno continuado
durante el reposo, acaban por confirmar la regla discutida.
Todavía nos quedaba por interpretar buena parte del sueño. Seguí, pues, preguntando:
«¿Qué se le ocurre a usted con respecto al cofrecito que su madre quería poner a salvo?»
-Mamá es muy aficionada a las joyas, y papá le ha regalado muchas.
-¿Y usted?
-Antes también me gustaban. Pero desde que estoy enferma no llevo ninguna… Hace
cuatro años (un año antes del sueño) mis padres tuvieron un disgusto por causa de una
joya. Mamá quería unos pendientes, unas «gotas» de perlas. Pero a papá no le gustaban
y le compró una pulsera. Mamá se puso furiosa y se negó a tomarla diciéndole que podía
regalársela a quien quisiera, ya que se había gastado tanto dinero en una cosa que ella no
quería.
Podía ahora vacilar entre aplicar a la historia de nuestro caso los datos obtenidos en el
análisis de este sueño o rebatir antes la objeción que del mismo parece deducirse contra
mi teoría del fenómeno onírico. Elegiré lo primero.
Vale la pena de profundizar en la significación de la enuresis nocturna en la prehistoria
de los neuróticos. Para evitar confusiones me limitaré a hacer constar que el caso de
enuresis nocturna de Dora no era de los corrientes. No sólo se había prolongado más allá
del tiempo considerado como normal, según la propia manifestación de Dora, sino que
había desaparecido primero para reaparecer luego, en época relativamente tardía, cuando
la sujeto había cumplido ya los seis años. Una incontinencia de este género no puede
tener, a mi juicio, causa distinta de la masturbación, la cual desempeña en la etiología de
la enuresis un papel insuficientemente apreciado hasta ahora. Según toda mi experiencia
en la materia, los mismos niños se dan cuenta perfecta de esta relación y todas las
consecuencias psíquicas ulteriores se derivan de este conocimiento como si los sujetos
no lo hubieran olvidado jamás. Ahora bien, en el momento en que Dora desarrolló el
relato de su sueño, la investigación analítica seguía una trayectoria que hubo de conducir
a una tal confesión de la masturbación infantil. Poco tiempo antes, la sujeto había
planteado la cuestión de la causa de su enfermedad, y antes de que yo iniciase
observación alguna a este respecto, se había respondido a sí misma imputando a su
padre toda la culpa de su estado. Tal imputación no se basaba además en ideas
inconscientes sino en un conocimiento consciente. Para mi mayor sorpresa resultó, en
efecto, que la muchacha sabía de qué género había sido la enfermedad de su padre. Al
volver éste de su primer viaje a Viena para consultarme, Dora había sorprendido una
conversación en la que se había citado el nombre de la enfermedad. En años anteriores,
cuando el padre sufrió el desprendimiento de la retina, el oculista llamado a consulta
debió de indicar la etiología luética de la enfermedad, pues la muchacha, preocupada y
curiosa, oyó por entonces a una anciana tía suya decir a su madre: «Ya estaba enfermo
antes de casarse contigo», añadiendo luego algo que Dora no comprendió de momento y
luego refirió a cosas ilícitas.
Así, pues, el padre había enfermado a consecuencia de su vida libertina y Dora suponía
que le había transmitido hereditariamente la enfermedad. Por mi parte, evité
cuidadosamente comunicarle mi opinión, ya antes expuesta, de que los descendientes de
individuos luéticos integraban una predisposición especial a graves neuropsicosis. La
continuación de esta serie de ideas acusadoras contra el padre avanzaba a través de
material inconsciente. Dora se identificó durante algunos días, en ciertos síntomas y
singularidades, con su madre, lo que le dió ocasión a mostrarse particularmente
insoportable, y me dejó luego adivinar que pensaba pasar una temporada en el balneario
de Franzensbad, donde ya había estado otra vez -no sé ya en qué año- acompañando a su
madre. Esta última padecía de dolores en el bajo vientre y flujo blanco -catarro genital-,
síntomas que aconsejaban las aguas de Franzensbad. Dora suponía -probablemente con
razón- que aquella enfermedad era también imputable al padre, que había contagiado a
su mujer su afección sexual. No tenía nada de extraño que en esta deducción
confundiera la sujeto, como en general la mayoría de los profanos, la gonorrea con la
sífilis y la transmisión hereditaria con el contagio por el coito. Su persistencia en la
identificación con la madre me obligó casi a preguntarle si también ella padecía una
enfermedad genital, resultando que, en efecto, venía aquejada de flujo blanco, sin que
pudiera precisar exactamente desde cuándo.
En otra ocasión expondremos toda una serie de estos actos sintomáticos, observables
tanto en los nerviosos como en los sanos. Su interpretación se hace a veces muy fácil. El
bolsillito bivalvo de Dora no era otra cosa que una representación del genital femenino,
y el acto de juguetear con él abriéndolo e introduciendo un dedo constituía una
inconfundible exteriorización mímica de la masturbación. Recientemente he tenido
ocasión de observar en mi consulta un caso análogo que resultó muy divertido. Una
paciente, ya de cierta edad, sacó del bolsillo una cajita, con pretexto de tomar de ella un
caramelo refrescante, la abrió con cierto trabajo y, cerrándola de nuevo, me la entregó
para que me convenciese por mí mismo de lo difícil que era abrirla. Manifesté entonces
mi sospecha de que la aparición de aquella cajita tuviera alguna significación especial,
ya que era la primera vez que la veía en manos de la paciente, sometida a tratamiento
desde hacía más de un año. «¡Pero si la llevo conmigo siempre y a todas partes!» -
replicó vivamente la sujeto, y no se tranquilizó hasta que yo le hice ver, riendo, cuán
perfectamente se adaptaban sus palabras a otro sentido. La caja -box, núsis- es, como el
bolsillo y el cofrecillo, una representación del genital femenino.
Hay en la vida muchos de estos símbolos que generalmente no advertimos. Cuando hube
de plantearme la labor de prescindir del hipnotismo para extraer a la luz aquellos que los
hombres ocultan, guiándome tan sólo por sus palabras y sus actos, creí que habría de
serme más difícil de lo que realmente es. Teniendo ojos para ver y oídos para escuchar,
no tarda uno en convencerse de que los mortales no pueden ocultar secreto alguno.
Aquellos cuyos labios callan, hablan con los dedos. Todos sus movimientos los delatan.
Y así resulta fácilmente realizable la labor de hacer consciente lo anímico más oculto.
El acto sintomático con el bolsillito no fue el primer brote del sueño, pues Dora inició la
sesión que culminó en su relato del mismo con otro acto de igual naturaleza. Al entrar
yo en la habitación en que me esperaba, escondió rápidamente una carta que estaba
leyendo. Naturalmente, le pregunté de quién era aquella carta y al principio se negó a
decírmelo. Luego resultó que carecía de toda importancia y no tenía la menor relación
con nuestra cura. Era una carta en la que su abuela le pedía que le escribiera con mayor
frecuencia. Es de suponer que Dora quería sólo mostrarse primero misteriosa conmigo
para indicar que ahora sí se dejaba ya arrancar su secreto por el médico. Su repugnancia
a consultar a nuevos médicos se explica por el miedo a que el reconocimiento (flujo
blanco) o la anamnesia (averiguación de la enuresis) descubrieran la causa de su
dolencia, o sea la masturbación.
III
EL SEGUNDO SUEÑO
POCAS semanas después del primer sueño emergió el segundo, cuya solución coincidió
con el prematuro final del análisis, interrumpido en este punto por causas ajenas a mi
voluntad. Este segundo sueño no pudo ser tan plenamente esclarecido como el primero,
pero trajo consigo la deseada confirmación de una cierta hipótesis, ineludible ya, sobre
el estado psíquico de la paciente, cegó una laguna mnémica y descubrió la génesis de
otro de los síntomas que Dora presentaba.
La sujeto hizo de él el relato siguiente:
-Voy paseando por una ciudad desconocida y veo calles y plazas totalmente nuevas para
mí. Entro luego en una casa en la que resido, voy a mi cuarto y encuentro una carta de
mi madre. Me dice que habiendo yo abandonado el hogar familiar sin su consentimiento
no había ella querido escribirme antes para comunicarme que mi padre estaba enfermo.
Ahora ha muerto y si quieres, puedes venir. Voy a la estación y pregunto unas cien
veces: ¿Dónde está la estación? Me contestan siempre lo mismo: Cinco minutos. Veo
entonces ante mí un bosque muy espeso. Penetro en él y encuentro a un hombre al que
dirijo de nuevo la misma pregunta. Me dice: Todavía dos horas y media. Se ofrece a
acompañarme. Rehuso y continúo andando sola. Veo ante mí la estación pero no
consigo llegar a ella y experimento aquella angustia que siempre se sufre en estos sueños
en que nos sentimos como paralizados. Luego me encuentro ya en mi casa. En el
intervalo debo de haber viajado en tren, pero no tengo la menor idea de ello. Entro en la
portería y pregunto cuál es nuestro piso. La criada me abre la puerta y me contesta: Su
madre y los demás están ya en el cementerio.
«Pregunta unas cien veces…» Esto nos lleva a otro motivo ocasional del sueño, menos
indiferente ya. La noche misma de su sueño, su padre le había pedido, al retirarse a
dormir, que le trajese la botella del coñac, pues si no bebía un poco al acostarse, no
lograba conciliar el sueño. Dora pidió la llave del aparador a su madre, pero ésta se
hallaba tan abstraída en una conversación, que no oyó su demanda hasta que la
muchacha exclamó con exageración impaciente. «¿Quieres decirme dónde está la llave
del aparador? Te lo he preguntado ya cien veces». En realidad no habría repetido,
naturalmente, su pregunta más de unas cinco veces.
Con esto llegamos al contenido de la carta que aparece en el sueño y según la cual Dora
había abandonado el hogar familiar y su padre había muerto. En este punto recordé a la
sujeto la carta de despedida que en otra ocasión había dirigido a sus familiares. Aquella
carta estaba destinada a atemorizar a su padre impulsándole a romper sus relaciones con
la señora de K…, o por lo menos, a vengarse de él, si ni aun así lograba imponerle tal
ruptura. Nos hallamos, pues, ante el tema de la muerte de la propia Dora y de la muerte
de su padre (el «cementerio» luego en el sueño). ¿Erraremos mucho suponiendo que la
situación que forma la fachada del sueño corresponde a una fantasía de venganza contra
el padre? Las ideas compasivas del día anterior armonizarían muy bien con esta
hipótesis. Tal fantasía sería como sigue: ella abandonaría a sus padres, marchándose al
extranjero, y su padre se moriría de pena, quedando así vengada ella. Comprendía muy
bien lo que ahora le faltaba al padre hasta el punto de que le fuera imposible conciliar el
sueño sin beber coñac.
Dejaremos consignado este deseo de venganza como un nuevo elemento para una
síntesis ulterior de las ideas latentes del sueño.
Pero el contenido de la carta había de tener una más amplia determinación. Se imponía
buscar la procedencia de las palabras «si ¿quieres?»
Al llegar a este punto aportó Dora una adición a su primer relato del sueño,
manifestando que la palabra «quieres» estaba en interrogación, y seguidamente
reconoció la frase como una cita de la carta que la señora de K… le había escrito
invitándola a pasar con ellos una temporada en L… (la estación veraniega junto al lago).
Dicha carta contenía, en efecto, un signo de interrogación completamente fuera de lugar
y en medio de frase, después de las palabras «si quieres venir?»
Retornamos, pues, a la escena a orillas del lago y a los enigmas con ella enlazados.
Rogué a Dora que me relatase una vez más, con todo detalle, tal escena. Al principio no
aportó dato ninguno nuevo de importancia. K… había iniciado su declaración amorosa
con serias reflexiones destinadas a justificarla, pero la muchacha no le dejó
desarrollarlas, pues en cuanto comprendió de lo que se trataba lo abofeteó y huyó de su
lado. Quise saber cuáles habían sido exactamente las palabras de K…, pero Dora sólo
recordaba una de sus frases de justificación: «Ya sabe usted que mi mujer no es nada
para mí». Para no volver a tropezarse con K…, Dora quiso regresar a L… a pie,
rodeando el lago, y preguntó a un hombre al que encontró en su camino cuánto tardaría
en llegar. «Dos horas y media», fue la respuesta. Dora renunció entonces a su Propósito
y embarcó de nuevo en el vaporcito que los había traído. En él volvió a encontrar a K…,
que se acercó a ella para pedirle perdón y rogarle que no contase a nadie lo sucedido.
Dora no se dignó contestarle. El bosque de su sueño era idéntico al que cubría la orilla
del lago en la que se había desarrollado la escena nuevamente descrita. Pero también el
día anterior al sueño había visto la sujeto un bosque análogamente poblado en un cuadro
de una exposición. Este cuadro mostraba en segundo término varias figuras de ninfas.
Quedaba así confirmada una sospecha que ya venía asaltándome. En efecto, los
conceptos de estación (Bahnhof) y cementerio (Friedhof) me habían parecido harto
extraños e inhabituales como símbolos de los genitales femeninos y esta singularidad
había orientado mi atención hacia la palabra «Vorhof» (vestíbulo), de análoga
formación, empleada también como término anatómico para designar una determinada
región de los genitales de la mujer. Pero esto podía ser un error mío. La nueva
asociación relativa a las «ninfas» en el fondo de un «espeso bosque» vino ahora a disipar
por completo tales dudas, confirmando plenamente mi hipótesis, pues entraba de lleno
en la geografía simbólica sexual. «Ninfas» es un término anatómico, totalmente
desconocido en este sentido por los profanos e incluso poco usado por los mismos
médicos, con el que se designan los pequeños labios del genital femenino situados al
fondo del «espeso bosque» del vello sexual. Ahora bien, una sujeto que empleaba
términos técnicos tales como «Vorhof» y «ninfas», tenía que haber adquirido semejantes
conocimientos leyendo algún tratado de anatomía o consultando una enciclopedia,
refugio habitual esta última de la juventud devorada por la curiosidad sexual. Así, pues,
detrás de la primera situación del sueño se ocultaba, si mi interpretación no era errónea,
una fantasía de desfloración, esto es, cómo hombre se esfuerza en penetrar el genital
femenino.
No parecía factible considerar un tal estado como puramente histérico. No obstante estar
plenamente comprobada la existencia de fiebres histéricas, parecía arbitrario atribuir a la
histeria y no a una causa orgánica la fiebre de esta dudosa enfermedad de Dora. Me
disponía, pues, a abandonar esta pista cuando la misma sujeto vino en mi ayuda
aportando una última adición a su sueño: «Me veo subiendo la escalera».
Naturalmente, demandé en el acto una especial determinación de este detalle. Dora
objetó, probablemente, sin tomarlo ella misma en serio, que para llegar al piso en que
habitaban no tenía más remedio que subir la escalera, pero yo rebatí fácilmente tal
objeción, haciéndole observar que si su sueño la había trasladado desde la ciudad
desconocida en la que se iniciaba, hasta Viena, prescindiendo en absoluto de todo detalle
referente al viaje en ferrocarril, también podía haber prescindido de aquel acto, mucho
menos importante, de subir la escalera. Entonces continuó en la forma siguiente:
Después de la apendicitis se le había hecho difícil andar, pues le costaba trabajo avanzar
el pie izquierdo. Esta dificultad, prolongada durante bastante tiempo, la había llevado a
evitar en lo posible las escaleras. Todavía arrastraba a veces trabajosamente el pie
izquierdo. Los médicos a los que su padre le hizo acudir en consulta extrañaron mucho
aquel residuo inhabitual de una apendicitis, tanto más cuanto que el dolor abdominal no
había vuelto a presentarse ni acompañaba siquiera al esfuerzo que la paciente había de
hacer para avanzar el pie.
Pero ¿qué podía significar aquella dificultad para avanzar una pierna? En este punto
tenía que arriesgarme a adivinar. Andamos así cuando nos hemos lastimado un pie.
Ahora bien, si los síntomas de Dora nueve meses después de la escena junto al lago,
transferían a la realidad su fantasía inconsciente de un parto, ello quería decir que la
muchacha había dado, en aquella otra fecha anterior, un «mal paso», o lo que es lo
mismo, un «paso en falso». Mas para considerar acertada esta adivinación mía me era
preciso obtener de la paciente una determinada confirmación. Tengo la convicción de
que síntomas tales como éste del pie no surgen jamás cuando la vida infantil del paciente
no integra un suceso que pueda servirles de antecedente y modelo. Los recuerdos de
épocas posteriores no entrañan, según toda mi experiencia en la materia, fuerza
suficiente para exteriorizarse como síntomas. En el caso de Dora no me atrevía casi a
esperar que la sujeto me proporcionase el material buscado, procedente de su vida
infantil, pues aunque el principio antes expuesto me parecía rigurosamente exacto, no
podía sin embargo atribuirle, con plena seguridad, alcance general. Pero precisamente
con esta enferma obtuve en el acto su confirmación. Siendo niña había rodado por la
escalera de su casa, en B…, y se había lastimado un pie, el mismo que ahora le costaba
trabajo avanzar. Se lo vendaron y tuvo que permanecer en reposo semanas enteras. Ello
sucedió teniendo la paciente ocho años y poco antes de presentársele el primer acceso de
asma nerviosa.
Esta labor encaminada a lograr la explicación del segundo sueño nos llevó dos horas, o
sea dos sesiones completas del tratamiento. Cuando al final de la segunda hora manifesté
mi satisfacción ante los resultados conseguidos, Dora observó despreciativamente: «No
veo que haya salido a luz nada de particular», preparándome así a la proximidad de
nuevas revelaciones.
La sesión inmediata la inició Dora con las palabras siguientes:
-¿Sabe usted, doctor, que hoy es la última vez que vengo aquí?
-¡Cómo voy a saberlo si hasta ahora no me ha dicho usted nada que pudiera hacérmelo
prever!
-Sí. Resolví seguir viniendo hasta Año Nuevo, pero ni un día más. No quiero esperar por
más tiempo la curación.
-Ya sabe usted que puede interrumpir el tratamiento cuando quiera. Pero hoy vamos a
trabajar todavía. ¿Cuándo tomó usted esa resolución?
-Hace quince días.
-Quince días. Parece como si se tratase del despido de una criada o una institutriz. Es el
plazo habitual para anunciarles o anunciar ellas su despido.
-Cuando fuí a L… a pasar unos días con los K…, tenían éstos en su casa una institutriz
que se despidió poco después.
-¿Ah sí? Nunca me ha hablado usted de ella. Cuénteme.
-Sí. Tenían una institutriz para los niños, una muchacha cuya conducta para con el amo
de la casa me pareció muy singular desde el primer momento. No le saludaba ni le
dirigía la palabra, ni siquiera hacía ademán de alcanzarle las cosas que pedía en la mesa.
Parecía como si no existiese para ella. Tampoco él se mostraba ciertamente muy cortés
para con la muchacha. Uno o dos días antes de la escena a orillas del lago, la institutriz
me llamó aparte y me contó que durante una temporada que la mujer de K… había
estado ausente el marido la había cortejado con insistencia, apremiándola tenazmente y
asegurándole que su mujer no era nada para él, etcétera…
-Las mismas palabras que acababa de pronunciar en su declaración a usted cuando usted
le abofeteó, ¿no?
-Sí. La institutriz acabó por ceder a sus deseos. Pero K… dejó de ocuparse de ella al
poco tiempo y la muchacha le odiaba desde entonces.
-¿Y se despidió durante su estancia de usted en L… ?
-No. Pensaba hacerlo. Me dijo que al verse abandonada, había comunicado a sus padres,
residentes en Alemania, todo lo sucedido. Sus padres le aconsejaron que abandonara en
el acto aquella casa y al ver que no lo hacía, le escribieron rompiendo toda relación con
ella y prohibiéndole volver jamás a su lado.
-¿Qué satisfacción?
-Empiezo a sospechar que toda esta historia con K… ha sido para usted mucho más seria
de lo que hasta ahora ha querido reconocer. ¿No se habló varias veces de separación en
el matrimonio K… ?
-Si. Primero no quiso ella, por causa de los hijos. Ahora quiere, pero su marido no.
-¿Y no ha pensado usted nunca que K… quería separarse de su mujer para casarse con
usted? ¿Y que si ahora no quiere es porque no tiene ya tal compensación? Hace dos años
era usted, desde luego, demasiado joven para casarse, pero usted misma me ha contado
que su madre se prometió a los diecisiete años y esperó luego dos años. La historia
amorosa de la madre constituye habitualmente un modelo para la hija. Quería usted,
pues, esperar a K… y suponía que por su parte sólo esperaba a que usted tuviera edad
para casarse con él. He de suponer que usted llegó a edificar seriamente todo un plan de
vida sobre esta base. No puede usted negar que K… abrigara aquella intención, y en el
curso del análisis han surgido muchas cosas que indican directamente la existencia de un
tal propósito. La conducta de su enamorado en L… no integra tampoco prueba alguna en
contrario. No le dejó usted acabar de explicarse e ignora, por lo tanto, lo que en
definitiva quería decirle. Su matrimonio con K…, relaciones que usted protegió en tanto
resultaban favorables a sus propias intenciones, eran una garantía segura de que dicha
señora consentiría en el divorcio, y en cuanto a su padre siempre ha conseguido usted de
él lo que ha querido, e incluso hubiera sido ésta la única solución posible para todos si
los sucesos desarrollados en L… hubieran tenido otro desenlace. Por haberlo
comprendido así lamentó usted luego tan hondamente el desenlace por usted misma
provocado y lo corrigió en la fantasía inconsciente que hubo de exteriorizarse bajo la
forma de una apendicitis. Fue, pues, para usted, un doloroso desengaño ver que su
enamorado, en lugar de reaccionar a su acusación renovando seriamente sus
pretensiones, la acusaba, a su vez, calumniosamente. Ha confesado usted que lo que más
la indigna es la suposición de que la escena a orillas del lago sea pura imaginación suya.
Ahora sé ya lo que no quiere usted que se le recuerde: que imaginó usted serias y
sinceras las pretensiones amorosas de k y creyó que no cejaría en ellas hasta conseguirla
en matrimonio.
IV
EPÍLOGO
No he incluído tampoco en este trabajo lo que hoy puede decirse sobre la colaboración
somática, los gérmenes infantiles de perversión, las zonas erógenas y la disposición a la
bisexualidad, limitándome a señalar aquellos puntos en los que el análisis tropieza con
estos fundamentos de los síntomas. No era posible hacer más en la exposición de un
caso aislado.
Tan incompleta publicación tiende, sin embargo, a conseguir dos fines. En primer lugar,
y como complemento a mi libro sobre la interpretación de los sueños, a demostrar cómo
el arte onirocrítico puede ser utilizado para descubrir los elementos ocultos y reprimidos
de la vida anímica. En el análisis de los dos sueños aquí comunicados se ha tenido
también en cuenta la técnica de la interpretación onírica, análoga a la psicoanalítica. En
segundo, quería despertar el interés de mis lectores hacia toda una serie de
circunstancias desconocidas aún hoy en día para la ciencia, puesto que sólo se hacen
visibles en la aplicación de este procedimiento especial. Nadie hasta ahora ha podido
formarse una idea exacta de la complicación de los procesos psíquicos en la histeria, de
la yuxtaposición de los impulsos más diversos, de la mutua conexión de las antítesis, de
las represiones y los desplazamientos, etcétera. La teoría de Janet de la «idea fija» que se
convierte en síntoma no es más que una esquematización, insuficiente a todas luces. No
podemos sustraernos además a la sospecha de que las excitaciones basadas en
representaciones carentes de capacidad de consciencia actúan distintamente, siguen un
curso diferente y conducen a manifestaciones distintas que aquellas otras a las que
denominamos «normales» y cuyo contenido ideológico se nos hace consciente.
Admitido esto, nada se opone ya a la comprensión de una terapia que suprima los
síntomas neuróticos al transformar aquellas primeras representaciones en
representaciones normales.
Para explicar esta circunstancia hemos de partir de muy atrás. Durante una cura
psicoanalítica queda regularmente interrumpida la producción de nuevos síntomas. Pero
la productividad de la neurosis, no se extingue con ello, sino que actúa en la creación de
un orden especial de productos mentales inconscientes en su mayor parte, a los que
podemos dar el nombre de «transferencias».
¿Qué son las transferencias? Reediciones o productos ulteriores de los impulsos y
fantasías que han de ser despertados y hechos conscientes durante el desarrollo del
análisis y que entrañan como singularidad característica de su especie, la sustitución de
una persona anterior por la persona del médico. O para decirlo de otro modo: toda una
serie de sucesos psíquicos anteriores cobra de nuevo vida, pero no ya como pasado, sino
como relación actual con la persona del médico. Algunas de estas transferencias se
distinguen tan sólo de su modelo en la sustitución de persona. Son, pues, insistiendo en
nuestra comparación anterior, simples reproducciones o reediciones invariadas. Otras
muestran un mayor artificio; han experimentado una modificación de su contenido, una
sublimación según nuestro término técnico, y pueden incluso hacerse conscientes
apoyándose en alguna singularidad real, hábilmente aprovechada, de la persona ó las
circunstancias del médico. Estas transferencias serán ya reediciones corregidas y no
meras reproducciones.
He tenido que hablar de la transferencia porque sólo teniéndola en cuenta resulta posible
explicar las singularidades del análisis de Dora. La cualidad más excelente de este
análisis, aquélla que lo hace tan apropiado para una primera publicación introductiva, su
máxima transparencia, se halla íntimamente ligada a su mayor defecto, responsable de
su prematura interrupción. No conseguí adueñarme a tiempo de la transferencia. La
buena voluntad con la que Dora puso a mi disposición en el tratamiento una parte del
material patógeno, me hizo olvidar la precaución de atender a los primeros signos de la
transferencia que me preparaba con otra parte, desconocida para mí, del mismo material.
Al principio se advertía claramente que yo sustituía para ella, en la fantasía, a su padre,
como era natural, dada la diferencia entre nuestras edades respectivas. Dora me
comparaba también de continuo conscientemente con él, buscando siempre convencerse
de mi sinceridad para con ella, pues el padre «prefería siempre el misterio y los caminos
torcidos». Cuando luego llegó el primer sueño, en el que Dora se proponía abandonar la
cura, como antes la casa de K…, hubiera yo debido darme cuenta de la advertencia que
el sueño encerraba y haber dicho a la paciente: «Ahora ha realzado usted una
transferencia de K… a mi persona. ¿Ha advertido usted algo que la lleve a deducir que
yo abrigo hacia usted malas intenciones análogas (directamente o por sublimación) a las
de K… o ha observado en mi persona o sabido de mí algo que fuerce su inclinación,
como antes en K… ?» Esto hubiera orientado su atención hacia un detalle cualquiera de
nuestras relaciones, de mi persona o de mis circunstancias, detrás del cual se mantuviera
oculto algo análogo, aunque de importancia mucho menor, referente a K…, y la solución
de esta transferencia hubiera procurado al análisis el acceso a nuevo material mnémico.
Pero incurrí en el error de descuidar esta primera advertencia, pensando disponer aún de
tiempo más que suficiente, ya que no se presentaban nuevos estadios de la transferencia
ni parecía agotarse aún el material analizable. De este modo, la transferencia me
sorprendió desprevenido y a causa de un «algo» en que yo le recordaba a K…, Dora
hizo recaer sobre mí la venganza que quería ejercitar contra K… y me abandonó como
ella creía haber sido engañada y abandonada por él. La paciente actuó así de nuevo un
fragmento esencial de sus recuerdos y fantasías en lugar de reproducirlo verbalmente en
la cura. No sé, naturalmente, qué podía ser aquello que había servido de punto de partida
para la transferencia. Sospecho tan sólo que tenía alguna relación con el dinero o eran
celos de otra paciente que después de su curación había continuado tratando a mi
familia. En aquellos casos en que las transferencias se dejan integrar tempranamente en
el análisis, se hace más lento y menos transparente el curso del mismo, pero su
desarrollo queda más asegurado contra súbitas resistencias incoercibles.
En aquellos casos en los que el enfermo transfiere sobre el médico, en el curso del
tratamiento, impulsos de crueldad y motivos de venganza utilizados ya para mantener
los síntomas, y antes de que aquél haya tenido tiempo de desligarlos de su persona
retrotrayéndolos a sus fuentes, no podemos extrañar que el estado del enfermo no
aparezca influído por la labor terapéutica. En efecto, ¿qué venganza mejor para el
enfermo que mostrar en su propia persona cuán impotente e incapaz es el médico? No
obstante, me inclino a atribuir un valor terapéutico nada escaso a tratamientos tan
fragmentarios incluso como éste de Dora.
Sólo cinco trimestres después de interrumpido el tratamiento y escritas las notas que
preceden, tuve noticias del estado de mi paciente y con ellas del resultado de la cura. En
una fecha no del todo indiferente, el 1º de abril -ya sabemos que los períodos de tiempo
no carecían nunca de significación en su caso-, apareció Dora en mi consulta para -
según dijo- terminar de relatarme su historia y solicitar de nuevo mi ayuda. Pero su
expresión al hablarme así delataba claramente la insinceridad de su demanda de auxilio.
Después de la interrupción del tratamiento había pasado más de un mes muy
«trastornada», según su propia expresión. Luego se inició una considerable mejoría; los
ataques se hicieron menos frecuentes y su estado de ánimo mostró un gran alivio. En
mayo del año anterior murió uno de los hijos del matrimonio K…, enfermizo de
siempre. Dora visitó con este motivo a los K… para darles el pésame y fue recibida por
sus antiguos amigos como si nada hubiera sucedido entre ellos en los tres últimos años.
En esta ocasión se reconcilió con el matrimonio, se vengó de él y llevó todo el asunto a
un desenlace satisfactorio para ella. A la mujer le dijo que estaba perfectamente al tanto
de sus relaciones ilícitas con su padre, sin que la interesada se atreviese a protestar.
Luego obligó al marido a confesar la verdad de la escena junto al lago y se lo comunicó
así a su padre, quedando ya plenamente justificada ante él. Después de esto, no volvió a
reanudar sus relaciones con el matrimonio.
Siguió bien hasta mediados de octubre, fecha en la que padeció un nuevo ataque de
afonía, prolongado durante seis semanas. Sorprendido ante esta noticia, pregunté a Dora
cuál podía haber sido la causa de aquel acceso. Al principio se limitó a manifestar que
había sido consecuencia del susto experimentado al presenciar en la calle un atropello.
Pero después de algunas vacilaciones acabó por confesar que el atropellado había sido el
propio K… Lo había encontrado una tarde en una calle de mucho tránsito. K… la había
detenido de pronto, tan impresionado y aturdido, que se dejó derribar por un coche.
Afortunadamente no sufrió lesión alguna y Dora le vió levantarse del suelo y seguir
andando, totalmente indemne. La sujeto experimentaba aún alguna emoción cuando oía
hablar de las relaciones de su padre con la mujer de K…, en las cuales no se mezclaba
ya para nada. Vivía consagrada a sus estudios y no pensaba casarse.
Acudía a mí por causa de una neuralgia facial que ahora la atormentaba día y noche.
¿Desde cuándo?: «Desde hace exactamente quince días». No pude reprimir una sonrisa,
pues podía demostrarle que precisamente hacía quince días había leído en los periódicos
una noticia sobre mí. Dora lo reconoció así sin dificultad ninguna.
La supuesta neuralgia facial correspondía, pues, a un autocastigo, al remordimiento por
la bofeteada propinada a K… y por la transferencia sobre mí de los sentimientos de
venganza extraídos de aquella situación. No sé qué clase de auxilio quería demandarme,
pero le aseguré que la había perdonado haberme privado de la satisfacción de haberla
libertado más fundamentalmente de sus dolencias.
Desde esta visita de Dora han pasado ya varios años. Dora se ha casado, y precisamente
con aquel joven ingeniero al que aludían, si no me equivoco mucho, sus asociaciones
iniciales en el análisis del segundo sueño. Del mismo modo que el primer sueño
significaba el desligamiento del hombre amado y el retorno al padre, o sea la huída de la
vida y el refugio en la enfermedad, este segundo sueño anunciaba que Dora se desligaría
de su padre, ganada de nuevo para la vida.
XXII
1903 [1904]
El carácter principal del método catártico, que lo diferencia de todos los demás
procedimientos psicoterápicos, reside, pues, en que su eficacia terapéutica no depende
de una sugestión prohibitiva del médico. Por el contrario, espera que los síntomas
desaparezcan espontáneamente en cuanto la intervención médica basada en ciertas
hipótesis sobre el mecanismo psíquico, haya conseguido dar a los procesos anímicos un
curso distinto al que venían siguiendo y que condujo a la producción de síntomas.
SOBRE PSICOTERAPIA
1904 [1905]
Pero ¿no habrá de ser mucho más adecuado y posible influir sobre la moral de un
hombre con medios morales, o sea psíquicos?
La Psicoterapia nos ofrece procedimientos y caminos muy diferentes. Cualquiera
de ellos que nos conduzca al fin propuesto, a la curación del enfermo, será bueno. Las
promesas de mejoría que prodigamos consoladoramente a los enfermos corresponden ya
a uno de los métodos psicoterápicos. Pero al ahondar en la esencia de las neurosis no
hemos hallado nada que nos obligue a limitarnos a semejante consuelo y hemos
desarrollado las técnicas de la sugestión hipnótica y las de la Psicoterapia por distracción
y entretenimiento y por provocación de afectos favorables. Todas ellas me parecen
estimables y las emplearía en circunstancias apropiadas. Si, en realidad, me he limitado
a un único método, al que Breuer denominó «catártico» y yo prefiero Ilamar «analítico»,
ha sido tan sólo por razones subjetivas. A consecuencia de mi participación en la génesis
de esta terapia me siento personalmente obligado a consagrarme a su investigación y al
perfeccionamiento de su técnica. Puedo afirmar que la Psicoterapia analítica es la más
poderosa, la de más amplio alcance y la que consigue una mayor transformación del
enfermo. Abandonando por un momento el punto de vista terapéutico puedo afirmar
también que es la más interesante y la única que nos instruye sobre la génesis y la
conexión de los fenómenos patológicos. Por la visión que nos procura del mecanismo de
la enfermedad anímica, es también la única que puede conducirnos más allá de sus
propios límites e indicarnos el camino de otras formas de influjo terapéutico.
b) También me parece muy difundido entre mis colegas el error de creer que la
técnica de la investigación de los agentes patológicos y la supresión de los síntomas por
dicha investigación son cosas fáciles y naturales. Sólo así puedo explicarme que ninguno
de los muchos colegas a quienes interesa mi terapia y opina resueltamente sobre ella me
haya pedido nunca información sobre la forma de aplicarla. Alguna vez he oído también
con asombro que en tal o cual sala del hospital el médico director había encargado a uno
de sus jóvenes ayudantes el «psicoanálisis» de un histérico. Tengo la seguridad de que si
se tratase del análisis de un tumor extirpado a un enfermo, el mismo médico director no
lo encargaría a un ayudante al que no supiera perfectamente impuesto en la técnica
histológica. Por último, llega también a mí de cuando en cuando la noticia de que algún
colega está sometiendo a uno de sus pacientes a una cura psíquica, y como me consta
que ignora en absoluto la técnica de tal cura, he de suponer que confía en que el enfermo
le revele espontáneamente sus secretos o busca la salvación en una especie de confesión
o confidencia. No me extrañaría nada que semejante tratamiento dañase al enfermo en
lugar de beneficiarle. El instrumento anímico no es nada fácil de tañer. En estos casos,
recuerdo siempre las palabras de un neurótico famoso en todo el mundo, pero que nunca
fue tratado por ningún médico, pues sólo vivió en la imaginación de un poeta. Me
refiero al príncipe Hamlet, de Dinamarca. El rey ha enviado junto a él a dos cortesanos
para sondearle y arrancarle el secreto de su melancolía. Hamlet los rechaza. En este
punto, traen a escena unas flautas. Hamlet toma una y se la tiende a uno de los
inoportunos, invitándole a tañerla. El cortesano se excusa, alegando su completa
ignorancia de aquel arte, y Hamlet exclama: «Pues mira tú en qué opinión más baja me
tienes. Tú me quieres tocar, presumes conocer mis registros, pretendes extraer lo más
íntimo de mis secretos, quieres hacer que suene desde el más grave al más agudo de mis
tonos; y ve aquí este pequeño órgano, capaz de excelentes voces y de armonía, que tú no
puedes hacer sonar. ¿O juzgas que se me tañe a mí con más facilidad que una flauta?
No; dame el nombre del instrumento que quieras; por más que lo manejes y te fatigues,
jamás conseguirás hacerle producir el menor sonido.» (Acto III, escena 2ª.)
Pero también podéis elegir otro punto de vista para la comprensión del tratamiento
psicoanalítico. El descubrimiento y la traducción de lo inconsciente se lleva a cabo
contra una continua «resistencia» del enfermo. La emergencia de lo inconsciente va
enlazada a sensaciones de displacer, a causa de las cuales es rechazado siempre de
nuevo. En este conflicto que se desarrolla en la vida anímica del enfermo interviene el
médico. Si consigue llevar al enfermo a aceptar algo que hasta entonces había rechazado
(reprimido) a consecuencia de la regulación automática determinada por el displacer,
habrá logrado llevar a buen término una parte importante de labor educativa. Ya el
hecho de mover a madrugar a un individuo que sólo a disgusto abandonaba el lecho es
una labor educativa. Pues bien: el tratamiento psicoanalítico puede ser considerado
como una segunda educación, encaminada al vencimiento de las resistencias internas.
En los nerviosos, la necesidad de esta segunda educación se hace sentir especialmente en
cuanto al elemento anímico de su vida sexual. En ningún lado han producido la
civilización y la educación daños tan graves como en este sector, en el cual hallamos las
etiologías principales de la neurosis. El otro elemento etiológico, la aportación
constitucional, nos es dado como algo inmutable y fatal. Surge aquí una condición
importantísima para el médico. Ha de poseer un alto nivel moral y haber vencido en sí
mismo aquella mezcla de salacidad y mojigatería, con la cual acostumbran enfrentarse
muchas personas con los problemas sexuales.
PSICOTERAPIA
1905
PSlQUE es una palabra griega que en nuestra lengua significa alma. Por tanto, el
«tratamiento psíquico» [«psicoterapia»] ha de llamarse tratamiento del alma. Podríase
suponer que se entiende como tal el tratamiento de las manifestaciones morbosas de la
vida anímica, mas no es ése el significado del término. «Tratamiento psíquico» denota
más bien el tratamiento desde el alma, un tratamiento -de los trastornos anímicos tanto
como corporales- con medios que actúan directa e inmediatamente sobre lo anímico del
ser humano.
Un medio semejante es, ante todo, la palabra, y las palabras son, en efecto, los
instrumentos esenciales del tratamiento anímico. El profano seguramente hallará difícil
comprender que los trastornos patológicos del cuerpo y del alma puedan ser eliminados
por medio de las «meras» palabras del médico. Supondrá, sin duda, que se espera de él
una fe ciega en el poder de la magia, y no estará del todo errado, pues las palabras que
usamos cotidianamente no son otra cosa sino magia atenuada. Mas será necesario que
nos explayemos un tanto para explicar cómo la ciencia ha logrado restituir a la palabra
humana una parte, por lo menos, de su antigua fuerza mágica.
Por fin, la investigación médica ha llegado a revelar que tales personas no deben
ser consideradas ni tratadas como enfermos del estómago, de la vista, etcétera, sino que
nos encontramos en ellos con una afección del sistema nervioso en su totalidad. Sin
embargo, el estudio del cerebro y de los nervios no ha permitido hallar hasta ahora
ninguna modificación apreciable, y ciertos rasgos del cuadro clínico aún excluyen
totalmente la posibilidad de que en el futuro, disponiendo de medios de exploración más
sutiles, se llegue a demostrar tales alteraciones, susceptibles de explicar los aspectos
clínicos de la enfermedad. Estos estados han sido calificados de «nerviosidad»
(neurastenia, histeria) y considerados como padecimientos meramente «funcionales» del
sistema nervioso. Por otra parte, también en muchas afecciones nerviosas más estables y
en aquellas que sólo producen síntomas psíquicos -las denominadas ideas obsesivas, las
ideas delirantes, la demencia-, la investigación detenida del cerebro, una vez muerto el
enfermo, ha sido totalmente infructuosa.
Los afectos en sentido estricto se caracterizan por una muy particular vinculación
con los procesos corporales; pero en realidad todos los estados anímicos, incluso
aquellos que solemos considerar como «procesos intelectivos», también son en cierto
modo afectivos, y a ninguno le falta la expresión somática y la capacidad de alterar
procesos corporales. Hasta en el pensamiento más reposado, por medio de
«representaciones», descárganse continuamente, de acuerdo con el contenido de dichas
representaciones, estímulos hacia los músculos lisos y estriados, que se pueden revelar
por medio de una adecuada intensificación y que permiten explicar numerosos
fenómenos harto notables, pretendidamente «sobrenaturales». Así se explica, entre otros
fenómenos, la denominada adivinación del pensamiento por los pequeños movimientos
involuntarios que realiza el médium durante la experiencia, consistente, por ejemplo, en
dejarse guiar por él hacia un objeto escondido. Todo este fenómeno merece más bien el
calificativo de revelación del pensamiento.
Tal como los dolores pueden ser provocados o exacerbados dirigiendo la atención
sobre ellos, también desaparecen al apartarse ésta. Dicha experiencia se aplica
comúnmente para calmar a un niño dolorido; el guerrero adulto no siente el dolor de sus
heridas en el febril ardor del combate; es muy probable que el mártir, en la exaltación de
sus sentimientos religiosos, en la sumisión de todos sus pensamientos hacia la
recompensa celestial que le espera, se torne totalmente insensible al dolor de su
tormento. No es tan fácil abonar por medio de ejemplos la influencia de la voluntad
sobre los procesos morbosos orgánicos; pero es muy posible que el propósito de sanar o
la voluntad de morir no carezcan de importancia para el desenlace de algunas
enfermedades, aun graves y de dudoso carácter.
Mas tampoco los incrédulos ante la religión necesitan renunciar por ello a las
curaciones milagrosas. En ellos la fama y la acción de la masa sustituyen totalmente la
fe religiosa. Siempre existen tratamientos y médicos de moda que dominan
particularmente a la alta sociedad, donde el afán de contarse entre los primeros y de
emular a los más encumbrados constituye la más poderosa fuerza impulsora del alma.
Tales tratamientos de moda tienen efectos absolutamente ajenos a su acción propia, y un
mismo recurso terapéutico, en manos de un médico de moda, conocido quizá por haber
asistido a un personaje destacado, tiene una acción mucho más poderosa que si fuera
aplicado por otros médicos. Así, existen milagreros seglares, a semejanza de los
sagrados, con la única diferencia de que aquéllos, encumbrados por el favor de la moda
y de la imitación, se gastan rápidamente, como corresponde a la naturaleza de las fuerzas
que obran en su favor.
La comprensible disconformidad con el arte médica, tan ineficiente a menudo, y
quizá también la sublevación interior contra el carácter autoritario del pensamiento
científico, que enfrenta al hombre con la inexorabilidad de la Naturaleza, han creado
siempre -y también de nuevo en nuestros días- una extraña condición para la posible
influencia terapéutica, tanto de las personas como de los recursos curativos. En efecto,
sólo llega a establecerse una sólida expectación confiada, una esperanza en la curación,
cuando el terapeuta no es médico y, más aún, cuando puede vanagloriarse de ignorar los
fundamentos científicos de la terapéutica, o tratándose de remedios, cuando no han sido
aprobados por ensayos minuciosos, sino que los recomienda únicamente la preferencia
popular. De ahí el sinnúmero de artes y de practicantes naturistas que vuelven a
competir con los médicos en el ejercicio de su profesión, y de los cuales podemos
afirmar, por lo menos con ciertos visos de certeza, que dañan a los enfermos con más
frecuencia que los benefician. Si hallamos aquí un motivo para condenar la expectación
confiada del enfermo no olvidemos tampoco que la misma fuerza apoya siempre
nuestros propios esfuerzos médicos. La eficacia de quizá todos los medios que el médico
prescribe, de todas las intervenciones que realiza, se compone de dos partes. La una, ora
mayor, ora menor, pero nunca desdeñable, está representada por la acción psíquica del
enfermo. La expectación confiada con que viene al encuentro de la influencia directa
ejercida por el agente terapéutico depende, por un lado, de la magnitud de su propio
anhelo de curación, y por el otro, de su confianza en haber emprendido los pasos
adecuados para alcanzarla, o sea de su respeto ante el arte médica en general y del
poderío que conceda a la persona de su médico, así como de la simpatía puramente
humana que éste sepa despertar en él. Hay médicos más capaces que otros para
conquistar la confianza del enfermo; en tal caso, el paciente ya percibe un alivio cuando
ve al médico aproximarse a su lecho.
Siempre, en tiempos pasados mucho más aún que en el presente, los médicos han
practicado la psicoterapia. Si comprendemos como tal los esfuerzos encaminados a
despertar en el enfermo las condiciones y los estados psíquicos favorables a la curación,
entonces esa forma de tratamiento médico es históricamente la más antigua. Los pueblos
primitivos apenas disponían de algo más que de la psicoterapia; además, nunca dejaban
de apoyar el efecto de los brebajes curativos y de las maniobras terapéuticas por medio
de un insistente tratamiento psíquico. La conocida aplicación de fórmulas mágicas, las
abluciones purificadoras, la suscitación de sueños proféticos haciendo dormir al paciente
en el recinto del templo, etc., sólo pueden haber actuado terapéuticamente por vía
psíquica. La persona misma del médico creábase un respeto derivado directamente del
poder divino, pues en sus orígenes el arte terapéutica estaba exclusivamente en manos de
los sacerdotes. Así, entonces como ahora, la personalidad del médico era uno de los
factores cardinales para crear en el enfermo el estado anímico favorable a la curación.
Resulta así toda una serie de formas terapéuticas, algunas de ellas evidentes, otras
sólo comprensibles sobre la base de complicadas premisas. Así, es evidente y natural
que el médico, que ya no puede despertar admiración en calidad de sacerdote o de
portador de una ciencia oculta, oriente su personalidad de manera tal que pueda cautivar
la confianza y buena parte de la simpatía de su paciente. En estas condiciones sólo ha de
servir a una eficaz selección si tal resultado se alcanza únicamente en un número
limitado de enfermos, mientras que los demás, por su grado de cultura o por su simpatía,
se sienten atraídos por otros médicos. Mas la abolición de la libre elección del médico
elimina una importante precondición de la influencia psíquica sobre el enfermo.
Toda una serie de recursos psíquicos sumamente eficaces se sustraen por fuerza a
la acción del médico, ya sea porque no tiene el poder o porque carece del derecho de
aplicarlos. Esto rige, ante todo, para la provocación de fuertes afectos, es decir, de los
recursos más importantes por medio de los cuales lo psíquico actúa sobre lo somático.
EI destino cura a menudo enfermedades mediante conmociones felices, por la
satisfacción de necesidades, la realización de deseos; con él no puede competir el
médico, que, fuera de su arte específica, suele estar condenado a la impotencia. Quizá
esté más al alcance de sus facultades el despertar el miedo y el susto con fines
terapéuticos; pero, excepto en el niño, vacilará mucho en recurrir a tales armas de doble
filo. Por otro lado, toda vinculación con el paciente basada en sentimientos tiernos ha de
quedar excluida para el médico a causa de la importancia fundamental de los estados
anímicos así suscitados. Por tanto, las facultades del médico para modificar el psiquismo
de sus pacientes parecen, en principio, tan limitadas, que la psicoterapia deliberadamente
orientada no ofrecería, frente a la forma anterior, ventaja alguna.
Desde hace largo tiempo se conoce -pero en los últimos decenios se ha sustraído a
toda duda- la posibilidad de colocar a una persona, mediante determinados influjos
suaves, en un estado psíquico muy peculiar, bastante análogo al sueño, que por ello
mismo se denomina hipnosis. Los métodos para provocarla no tienen, a primera vista,
gran semejanza entre sí. Es posible hipnotizar a alguien haciéndolo mirar fijamente,
durante algunos minutos, un objeto brillante, o aplicándole un reloj a la oreja durante
idéntico tiempo, o pasándole repetidas veces las manos, a corta distancia, sobre la cara y
los miembros. Sin embargo, lo mismo se consigue anunciando a la persona a la que se
quiere hipnotizar la inminencia del estado hipnótico y de sus particularidades con
tranquila seguridad, o sea «inculcándole» la hipnosis. También es posible combinar
ambos métodos entre sí: por ejemplo, se puede hacer sentar a la persona, colocarle un
dedo ante los ojos, pedirle que lo mire fijamente y decirle entonces: «Usted se siente
cansado. Sus ojos ya se le caen; no los puede mantener abiertos. Sus miembros están
pesados; ya no puede moverlos. Usted se está durmiendo», etc. Se advierte que todos
estos procedimientos tienen en común el cautivamiento de la atención; en los primeros
que mencioné interviene su cansancio por estímulos sensoriales atenuados y uniformes.
Todavía no se ha aclarado satisfactoriamente por qué la simple insinuación verbal tiene
exactamente el mismo efecto que los demás métodos. Los hipnotizadores expertos
afirman que de tal modo es posible despertar una modificación evidentemente hipnótica
en alrededor del 80 por 100 de las personas. No existen, empero, indicios que permitan
predecir qué personas son hipnotizables y cuáles son refractarias. Entre las condiciones
de la hipnosis no se cuentan, en modo alguno, las enfermedades. Los seres normales
serían hipnotizables con particular facilidad, y de los nerviosos, muchos son sumamente
reacios a la hipnosis, mientras que los enfermos mentales son totalmente refractarios. El
estado hipnótico tiene muy distintas gradaciones; en su grado más leve, el hipnotizado
sólo siente un ligero adormecimiento; el grado más profundo, caracterizado por
particularidades muy especiales, se denomina sonambulismo, en virtud de su semejanza
con el fenómeno natural del mismo nombre. Sin embargo, la hipnosis no es, ni mucho
menos, un sueño como el de nuestro nocturno dormir, ni como el artificial, provocado
por hipnóticos.
XXV
1905
1. -Introducción
(1)
K. Fischer explica la relación del chiste con lo cómico por medio de la caricatura,
a la que sitúa entre ambos (Über den Witz, 1889). Lo feo, en cualquiera de sus
manifestaciones, es objeto de la comicidad.«Dondequiera que se halle escondido, es
descubierto a la luz de la observación cómica, y cuando no es visible o lo es apenas,
queda forzado a manifestarse o precisarse, hasta surgir clara y francamente a la luz del
día… De este modo nace la caricatura» (pág. 45). «No todo nuestro mundo espiritual, el
reino intelectual de nuestros pensamientos y representaciones, se desarrolla ante la
mirada de la observación exterior ni se deja representar inmediatamente de una manera
plástica y visible. También él contiene sus estancamientos, fallos y defectos, así como
un rico acervo de ridículo y de contrastes cómicos. Para hacer resaltar todo esto y
someterlo a la observación estética será necesaria una fuerza que sea capaz no sólo de
representar inmediatamente objetos, sino también de arrojar luz sobre tales
representaciones, precisándolas; esto es, una fuerza que ilumine y aclare las ideas. Tal
fuerza es únicamente el juicio. El juicio generador del contraste cómico es el chiste, que
ha intervenido ya calladamente en la caricatura, pero que sólo en el juicio alcanza su
forma característica y un libre campo en que desarrollarse» (pág. 49).
Como puede verse, para Lipps es la actividad, la conducta activa del sujeto, el
carácter que distingue al chiste dentro de lo cómico, mientras que Fischer caracteriza el
chiste por la relación a su objeto, debiendo considerarse como tal todo lo feo que en
nuestro mundo intelectual se oculta. La verdad de estas definiciones escapa a toda
comprobación, y ellas mismas resultan casi ininteligibles, considerándolas, como aquí lo
hacemos, aisladas del contexto al que pertenecen. Será, pues, preciso estudiar en su
totalidad la exposición que de lo cómico hacen estos autores para hallar en ella lo
referente al chiste. No obstante, podrá observarse que en determinados lugares de su
obra saben también estos investigadores indicar caracteres generales y esenciales del
chiste, sin tener para nada en cuenta su relación con lo cómico.
Entre todos los intentos que K. Fischer hace de fijar el concepto del chiste, el que
más le satisface es el siguiente: «El chiste es un juicio juguetón» (pág. 51). Para explicar
esta definición nos recuerda el autor su teoría de que «la libertad estética consiste en la
observación juguetona de las cosas» (pág. 50). En otro lugar (pág. 20) caracteriza
Fischer la conducta estética ante un objeto por la condición de que no demandamos nada
de él; no le pedimos, sobre todo, una satisfacción de nuestras necesidades, sino que nos
contentamos con el goce que nos proporciona su contemplación. En oposición al trabajo,
la conducta estética no es sino un juego. «Podría ser que de la libertad estética surgiese
un juicio de peculiar naturaleza, desligado de las generales condiciones de limitación y
orientación, al que por su origen llamaremos `juicio juguetón'». En este concepto se
hallaría contenida la condición primera para la solución de nuestro problema, o quizá
dicha solución misma. «La libertad produce el chiste, y el chiste es un simple juego con
ideas» (pág. 24).
Otros puntos de vista, relacionados entre sí en cierto sentido, y que han sido
adoptados en la definición o descripción del chiste, son los del contraste de
representaciones, del «sentido en lo desatinado» y del «desconcierto y esclarecimiento».
Varias definiciones establecen como factor principal el contraste de
representaciones. Así, Kraepelin considera el chiste como la «caprichosa conexión o
ligadura, conseguida generalmente por asociación verbal, de dos representaciones que
contrastan entre sí de un modo cualquiera». Para un crítico como Lipps no resulta nada
difícil demostrar la grave insuficiencia de tal fórmula; pero tampoco él excluye el factor
contraste, sino que se limita a situarlo, por desplazamiento, en un lugar distinto. «El
contraste continúa existiendo; pero no es un contraste determinado de las
representaciones ligadas por medio de la expresión oral, sino contraste o contradicción
de la significación y falta de significación de las palabras» (pág. 87). Con varios
ejemplos aclara Lipps el sentido de la última parte de su definición: «Nace un contraste
cuando concedemos… a sus palabras un significado que, sin embargo, vemos que es
imposible concederles».
Sea cualquiera de estas dos teorías la que nos parezca más luminosa, el caso es
que el punto de vista del «desconcierto y esclarecimiento» nos proporciona una
determinada orientación. Si el efecto cómico del chiste de Heine, antes expuesto, reposa
en la solución de la palabra aparentemente falta de sentido, quizá debe buscarse el
«chiste» en la formación de tal palabra y en el carácter que presenta.
Fuera de toda conexión con los puntos de vista antes consignados, aparece otra
singularidad del chiste que es considerada como esencial por todos los autores. «La
brevedad es el cuerpo y el espíritu de todo chiste, y hasta podríamos decir que es lo que
precisamente lo constituye», escribe Juan Pablo (Vorschule der Ästhetik, I, § 45), frase
que no es sino una modificación de la que Shakespeare pone en boca del charlatán
Polonio (Hamlet, acto II, esc. II): «Como la brevedad es el alma del ingenio, y la
prolijidad, su cuerpo y ornato exterior, he de ser muy breve».
Muy importante es la descripción que de la brevedad del chiste hace Lipps (pág.
10): «El chiste dice lo que ha de decir; no siempre en pocas palabras, pero sí en menos
de las necesarias; esto es, en palabras que conforme a una estricta lógica o a la corriente
manera de pensar y expresarse no son las suficientes. Por último, puede también decir
todo lo que se propone silenciándolo totalmente».
Ya en la yuxtaposición del chiste y la caricatura se nos hizo ver «que el chiste
tiene que hacer surgir algo oculto o escondido» (K. Fischer, pág. 51). Hago resaltar aquí
nuevamente esta determinante por referirse más a la esencia del chiste que a su
pertenencia a la comicidad.
(2)
Sé muy bien que con las fragmentarias citas anteriores, extraídas de los trabajos
de investigación del chiste, no se puede dar una idea de la importancia de los mismos ni
de los altos merecimientos de sus autores. A consecuencia de las dificultades que se
oponen a una exposición, libre de erróneas interpretaciones, de pensamientos tan
complicados y sutiles, no puedo ahorrar a aquellos que quieran conocerlos a fondo el
trabajo de documentarse en las fuentes originales. Mas tampoco me es posible
asegurarles que hallarán en ellas una total satisfacción de su curiosidad. Las cualidades y
caracteres que al chiste atribuyen los autores antes citados -la actividad, la relación con
el contenido de nuestro pensamiento, el carácter de juicio juguetón, el apareamiento de
lo heterogéneo, el contraste de representaciones, el «sentido en lo desatinado», la
sucesión de asombro y esclarecimiento, el descubrimiento de lo escondido y la peculiar
brevedad del chiste- nos parecen a primera vista tan verdaderos y tan fácilmente
demostrables por medio del examen de ejemplos, que no corremos peligro de negar la
estimación debida a tales concepciones; pero son éstas disjecta membra las que
desearíamos ver reunidas en una totalidad orgánica. No aportan, en realidad, más
material para el conocimiento del chiste que lo que aportaría una serie de anécdotas a la
característica de una personalidad cuya biografía quisiéramos conocer.
No creo pueda dudarse de que el tema del chiste sea merecedor de tales esfuerzos.
Prescindiendo de los motivos personales que me impulsan a investigar el problema del
chiste y que ya se irán revelando en el curso de este estudio, puedo alegar el hecho
innegable de la íntima conexión de todos los sucesos anímicos, conexión merced a la
cual un descubrimiento realizado en un dominio psíquico cualquiera adquiere, con
relación a otro diferente dominio, un valor extraordinariamente mayor que el que en un
principio nos pareció poseer aplicado al lugar en que se nos reveló. Débese también
tener en cuenta el singular y casi fascinador encanto que el chiste posee en nuestra
sociedad. Un nuevo chiste se considera casi como un acontecimiento de interés general y
pasa de boca en boca como la noticia de una recientísima victoria. Hasta importantes
personalidades que juzgan digno de comunicar a los demás cómo han llegado a ser lo
que son, qué ciudades y países han visto y con qué otros hombres de relieve han tratado,
no desdeñan tampoco acoger en su biografía tales o cuáles excelentes chistes que han
oído.
(1)
ESCOJAMOS el primer chiste que el azar hizo acudir a nuestra pluma al escribir
el capítulo anterior.
En el fragmento de los Reisebilder titulado «Los baños de Lucas» nos presenta
Heine la regocijante figura de Hirsch-Hyacinth, agente de lotería y extractador de
granos, que, vanagloriándose de sus relaciones con el opulento barón de Rotschild,
exclama: «Tan cierto como que de Dios proviene todo lo bueno, señor doctor, es que
una vez me hallaba yo sentado junto a Salomón Rotschild y que me trató como a un
igual suyo, muy «famillionarmente» (familionär)».
Este excelente chiste ha sido utilizado como ejemplo por Heyman y Lipps para
explicar el efecto cómico del chiste en función del proceso de «desconcierto y
aclaramiento». Mas dejemos por ahora esta cuestión para plantearnos la de qué es lo que
hace que el dicho de Hirsch-Hyacinth constituya un chiste. Pueden suceder dos cosas: o
es el pensamiento expresado en la frase lo que lleva en sí el carácter chistoso, o el chiste
es privativo de la expresión que el pensamiento ha hallado en la frase. Tratemos, pues,
de perseguir el carácter chistoso y descubrir en qué lugar se oculta.
Con cualquiera de estas dos versiones del mismo pensamiento que demos por
buena vemos que la interrogación que nos planteamos ha quedado resuelta. El carácter
chistoso no pertenece en este ejemplo al pensamiento. Lo que Heine pone en labios de
Hirsch-Hyacinth es una justa y penetrante observación, que entraña una innegable
amargura y nos parece muy comprensible en un pobre diablo que se encuentre ante la
enorme fortuna de un plutócrata, pero que nunca nos atreveríamos a calificar de
chistosa. Si alguien, no pudiendo olvidar la forma original de la frase, insistiera en que el
pensamiento en sí era también chistoso, no habría más que hacerle ver que si la frase de
Hirsch-Hyacinth nos hacía reír, en cambio la fidelísima versión del mismo pensamiento
hecha por Lipps o la que nosotros hemos después efectuado pueden movernos a
reflexionar, pero nunca excitar nuestra hilaridad.
Mas si el carácter chistoso de nuestro ejemplo no se esconde en el pensamiento,
tendremos que buscarlo en la forma de la expresión verbal. Examinando la singularidad
de dicha expresión, descubrimos en seguida lo que podemos considerar como técnica
verbal o expresiva de este chiste, la cual tiene que hallarse en íntima relación con la
esencia del mismo, dado que todo su carácter y el efecto que produce desaparecen en
cuanto se lleva a cabo su sustitución. Concediendo un tan importante valor a la forma
verbal del chiste, nos hallamos de perfecto acuerdo con los que en la investigación de
esta materia nos han precedido. Así, dice K. Fischer (pág. 72): «En principio, es
simplemente la forma lo que convierte al juicio en chiste». Recordamos aquí una frase
de Juan Pablo en la que se expone y demuestra esta naturaleza del chiste: «Hasta tal
punto vence simplemente la colocación, sea de los ejércitos, sea de las frases».
¿En qué consiste, pues, la «técnica» de este chiste? ¿Por qué proceso ha pasado el
pensamiento descubierto por nuestra interpretación hasta convertirse en un chiste que
nos mueve a risa? Comparando nuestra interpretación con la forma en que el poeta ha
encerrado tal pensamiento, hallamos una doble elaboración. En primer lugar, ha tenido
efecto una abreviación. Para expresar totalmente el pensamiento contenido en el chiste
teníamos que añadir a la frase «R. me trató como a un igual, muy familiarmente» en
segunda proposición, «hasta el punto en que ello es posible a un millonario», y hecho
esto, sentimos todavía la necesidad de otra sentencia aclaratoria. El poeta expresa el
mismo pensamiento con mucha brevedad:
FAMILI ÄR
MILIONÄR
-----------------------------
FAMILIONÄR
«R. me trató muy familiarmente (familiär), aunque claro es que sólo en la medida
en que esto es posible a un
millonario (millionär).»
Imagínese ahora una fuerza compresora que actuara sobre esta frase y supóngase
que por cualquier razón sea su segundo trozo el que menos resistencia puede oponer a
dicha fuerza. Tal segundo trozo se vería entonces forzado a desaparecer, y su más
valioso componente, la palabra «millonario» (millonär), único que presentaría una
mayor resistencia, quedaría incorporado a la primera parte de la frase por su fusión con
la palabra «familiarmente» (familiär), análoga a él. Precisamente esta casual posibilidad
de salvar lo más importante del segundo trozo de la frase favorece la desaparición de los
restantes elementos menos valiosos. De este modo nace entonces el chiste:
Expondré aquí otros ejemplos del mismo tipo que hasta mí han llegado. Existe
una fuente (`Brunnen') en Berlín cuya construcción produjo mucho descontento hacia el
burgomaestre Forckenbeck. Los berlineses la llaman la Forckenbecken, dando un efecto
chistoso, aunque para ellos fue necesario reemplazar la palabra Brunnen por un
equivalente en desuso Becken, a objeto de combinarlo en una totalidad con el nombre
del burgomaestro. La malicia europea transformó en «CLEOPOLDO» el verdadero
nombre -Leopoldo- de un alto personaje, de quien se murmuraba mantenía íntimas
relaciones con una bella dama llamado Cleo. De este modo, el rendimiento de un
sencillo proceso de condensación en el que no entraba en juego sino una sola letra,
conservaba siempre viva una maligna alusión. Los nombres propios caen con especial
facilidad bajo este proceso de la técnica del chiste. En Viena existían dos hermanos,
Salinger de apellido, uno de los cuales era corredor de Bolsa (Börsensensal). Esta
circunstancia dio pie para que a este último se le conociera con el nombre de Sensalinger
(condensación de Sensal, corredor, y Salinger, su apellido) y a su hermano con el menos
agradable de Scheusalinger (condensación de Scheusal, espantajo, y el apellido común).
La ocurrencia es fácil e ingeniosa, aunque ignoro si estaría justificada. Mas el chiste no
suele preocuparse mucho de tales justificaciones.
En un excelente trabajo inglés sobre este mismo tema (A. A. Brill, Freud's Theory
of wit, en Journal of abnormal Psychologie, 1911) se incluyen algunos ejemplos en
idiomas diferentes del alemán, que muestran todos el mismo mecanismo de
condensación que el chiste de Heine.
El escritor inglés De Quincey -relata Brill- escribe en una ocasión que los
ancianos suelen caer con frecuencia en el anecdotage. Esta palabra es una formación
mixta de otras dos, coincidentes en parte:
anecdote y
dotage (charla pueril).
En una historieta anónima halló Brill calificadas las Navidades como the
alcoholidays, igual fusión de:
alcohol y
Carthaginois
chinoiserie.
El mejor chiste de este tipo se debe a una de las personalidades austríacas de
mayor relieve, que después de una importante actividad científica y pública ocupa
actualmente uno de los más altos puestos del Estado. He de tomarme la libertad de
utilizar para estas investigaciones los chistes atribuidos a esta personalidad y que, en
efecto, llevan todos un mismo inconfundible sello. Sírvame de justificación el hecho de
que difícilmente hubiera podido hallar mejor material.
«De modo que ese rojo sujeto quien escribe los `fade' artículos sobre N(apoleón).
El...............................rojo.........`Faden' (hilo) que se extiende por todo.
--------------------------------------------------------------------------------------------------------
¿No es ése el rojo Fadian que se extiende por toda la historia de los
N(apoleónidas)?
Más adelante, cuando nos sea posible analizar este chiste desde otros puntos de
vista distintos de los puramente formales, justificaremos esa representación gráfica y, al
mismo tiempo, la someteremos a una necesaria rectificación. Lo que en ella pudiera ser
objeto de duda, el hecho de haber tenido lugar una condensación, aparece con evidencia
innegable. El resultado de la condensación es nuevamente, por un lado, una considerable
abreviación y, por otro, en lugar de una singular formación verbal mixta, más bien
infiltración de los elementos constitutivos de ambos componentes. La expresión roter
Fadian sería siempre viable por sí misma con una calificación peyorativa: mas en
nuestro caso es, con seguridad, el producto de una condensación.
«Sí; he viajado con él TÊTE-À-BÊTE.» Nada más fácil que reducir este chiste. Su
significado tiene que ser: «He viajado tête-à-tête con X., y X. es un animal.»
Ninguna de las dos frases es chistosa. Reduciéndolas a una sola: «He viajado tête-
à-tête con el animal de X.», tampoco encontramos en ella nada que nos mueva a risa. El
chiste se constituye en el momento en que se hace desaparecer la palabra «animal», y
para sustituirla se cambia por una B la T de la segunda tête, modificación pequeñísima,
pero suficiente para que vuelva a surgir el concepto «animal», antes desaparecido. La
técnica de este grupo de chistes puede describirse como condensación con ligera
modificación, y sospechamos que el chiste será tanto mejor cuanto más pequeña sea la
modificación sustitutiva.
Muy semejante, pero mucho más sencillo, es otro chiste in statu nascendi del que
fui testigo en un pequeño círculo familiar, al que pertenecían dos hermanos, uno de los
cuales era considerado como modelo de aplicación en sus estudios, mientras que el otro
no pasaba de ser un medianísimo escolar. En una ocasión, el buen estudiante sufrió un
fracaso en sus exámenes, y su madre, hablando del suceso, expresó su preocupación de
que constituyera el comienzo de una regresión en las buenas cualidades de su hijo. El
hermano holgazán, que hasta aquel momento había permanecido oscurecido por el buen
estudiante, acogió con placer aquella excelente ocasión de tomar su desquite, y exclamó:
«Sí; Carlos va ahora hacia atrás sobre sus cuatro pies.»
(2)
Hagamos aquí un primer alto para preguntarnos con qué factor expuesto ya en la
literatura existente sobre esta materia coincide total o parcialmente este primer resultado
de nuestra labor. Desde luego con el de la brevedad, a la que Juan Pablo califica de alma
del chiste. La brevedad no es en sí chistosa; si no, toda sentencia lacónica constituiría un
chiste. La brevedad del chiste tiene que ser de una especial naturaleza. Recordamos que
Lipps a intentado describir detalladamente la peculiaridad de la abreviación chistosa.
Nuestra investigación ha demostrado, partiendo de este punto, que la brevedad del chiste
es con frecuencia el resultado de un proceso especial que en la expresión verbal del
mismo ha dejado una segunda huella: la formación sustitutiva. Empleando el
procedimiento de reducción, que intenta recorrer en sentido inverso el camino seguido
por el proceso de condensación, hallamos también que el chiste depende tan sólo de la
expresión verbal resultante del proceso de condensación. Naturalmente, nuestro interés
se dirigía en el acto hacia este proceso tan singular como poco estudiado hasta el
momento, pero no llegamos a comprender cómo puede surgir de él lo más valioso del
chiste: la consecución de placer que el mismo trae consigo.
(3)
Es éste, según la nomenclatura establecida por los autores que nos han precedido
en la investigación de estas materias, un chiste por similicadencia, y por cierto de la más
baja categoría, pues es de aquéllos que juegan con un nombre propio, a semejanza del
que pone término al parlamento del capuchino en la primera parte del Wallenstein, de
Schiller:
«Se hace llamar Wallenstein (Stein-piedra), y es ciertamente, para todos nosotros
piedra de escándalo (allen-todos; Stein-piedra)…».
Mas ¿cuál es la técnica del chiste que tanto hizo reír a nuestro profesor?
Vemos en seguida que aquel carácter que quizá esperábamos hallar generalmente
no aparece ya en este primer nuevo ejemplo. No existe en él omisión alguna; apenas una
abreviación. La señora dice en el chiste todo lo que podemos suponer en su
pensamiento. «Me ha hecho usted esperar con gran interés el reconocimiento de un
pariente de J. J. Rousseau, incitándome a suponer que habría heredado algo de la
inteligencia de su genial antepasado. Y resulta que el tal individuo es un joven de
cabellos rojos y completamente tonto (roux et sot).» En esta interpretación podremos
añadir o intercalar algo por cuenta propia; pero tal intento de reducción no hace
desaparecer el chiste, que permanece intacto, basado en la similicadencia Rousseau
(1)
CUANDO al final del capítulo precedente copiaba yo las frases en que Heine
compara al sacerdote católico con el dependiente de una gran casa comercial y al
protestante con un tendero al por menor establecido por su cuenta, me sentía un tanto
cohibido, como si algo me aconsejara no citar in extenso tal comparación, advirtiéndome
que entre mis lectores habría seguramente algunos para los que el máximo respeto
debido a la religión se extiende a aquellos que la administran y representan. Estos
lectores, indignados ante los atrevimientos de Heine, perderían todo interés en seguir
investigando con nosotros si la comparación era chistosa en sí o únicamente merced a
ciertos elementos accesorios. En otras comparaciones, tales como aquella que atribuye a
determinada filosofía la vaguedad de la luz lunar, no teníamos que temer perjudicara a
nuestra labor tal influjo perturbador ejercido por el mismo ejemplo analizado sobre una
parte de nuestros lectores. El más piadoso de ellos no encontraría en estos casos nada
que perturbase su capacidad de juicio sobre el problema por nosotros planteado.
Así, por ejemplo, las Schüttelreime (rimas forzadas), que tan populares se han
puesto recientemente y en las que la técnica es el uso múltiple del mismo material con
una modificación muy peculiar al mismo:
Se esperaría que nadie objetaría que la diversión obtenida de estas rimas, poco
pretensiosas por lo demás, es la misma por la que reconocemos a los chistes.
Uno crea la idea, el otro la bautiza, un tercero tiene hijos con ella, un cuarto la
asiste en su agonía y el último la entierra. (Comparación con unificación).
No sólo no creía en los fantasmas, sino que ni siquiera se asustaba de ellos. El
chiste reside aquí exclusivamente en el contrasentido de la exposición. Renunciando a
este ropaje chistoso, la idea sería: «Es más fácil desechar teóricamente el miedo a los
fantasmas que dominarlo cuando se nos aparece alguno». Falta ya aquí todo carácter de
chiste, y lo que resta es un hecho psicológico al que en general se concede menos
importancia de la que posee; el mismo que Lessing expone en su conocida frase: «No
son libres todos aquellos que se burlan de sus cadenas.»
Antes de seguir adelante quiero salir al paso de una mala inteligencia posible. Los
calificativos «inocente» o «abstracto», aplicados al chiste, no significan nada
equivalente a «falto de contenido», sino que se limitan a caracterizar a un género
determinado de chistes, oponiéndolos a los «tendenciosos», de que a continuación
trataremos. Como en el último ejemplo hemos visto, un chiste «inocente», esto es,
desprovisto de toda tendenciosidad, puede poseer un rico contenido y exponer algo muy
valioso. El contenido de un chiste, por completo independiente del chiste mismo, es el
contenido del pensamiento, que en estos casos es expresado, merced a una disposición
especial, de una manera chistosa. Cierto es, sin embargo, que así como los relojeros
escogen una preciosa caja para encerrar en ella su más excelente maquinaria, así también
suele suceder en el chiste: que los mejores productos de la elaboración del mismo sean
utilizados para revestir los pensamientos de más valioso contenido.
Retengamos, por ahora, que de una frase chistosa recibimos una impresión de
conjunto en la que no somos capaces de separar la participación del contenido
intelectual de la que corresponde a la elaboración del chiste. Quizá encontremos más
tarde otro hecho muy importante, paralelo a éste.
(2)
Para nuestro esclarecimiento teórico de la esencia del chiste han de sernos más
valiosos los chistes inocentes que los tendenciosos, y los faltos de contenido más que los
profundos. Los chistes inocentes de palabras y los faltos de contenido nos presentarán el
problema de chiste en su más puro aspecto, pues en ellos no corremos peligro alguno de
que la tendencia nos confunda o engañe nuestro juicio el acierto del pensamiento
expresado. El análisis de este material puede hacer progresar considerablemente
nuestros conocimientos.
Escogeremos un chiste de la mayor inocencia posible:
Hallándome cenando en casa de unos amigos, nos sirven de postre el plato
conocido con el nombre de roulard, cuya confección exige cierta maestría culinaria. Otro
de los invitados pregunta: «¿Lo han hecho ustedes en casa?» Y el anfitrión responde:
«Sí; es un homeroulard» (Homerule).
Dejaremos para más adelante la investigación de la técnica de este ejemplo,
dirigiendo ahora nuestra atención a otro factor que presenta la máxima importancia. El
improvisado chiste produjo un general regocijo entre los circunstantes, que lo acogieron
con grandes risas. En éste, como en otros muchos casos, la sensación de placer del
auditorio no puede provenir de la tendencia ni tampoco del contenido intelectual del
chiste. No nos queda, por tanto, más remedio que relacionar dicha sensación con la
técnica del mismo. Los medios técnicos del chiste antes descritos por nosotros -
condensación, desplazamiento, representación indirecta, etc.- son, pues, capaces de
hacer surgir en el auditorio una sensación de placer, aunque no sepamos todavía cómo
tal poder les es inherente. Éste será el segundo resultado positivo de nuestra
investigación, encaminada al esclarecimiento del chiste. El primero fue descubrir que el
carácter del chiste depende de la forma expresiva. Mas a poco que reflexionemos no
dejaremos de observar que nuestro segundo resultado, últimamente deducido, no es para
nosotros en realidad nada nuevo. Se limita a presentar aislado algo ya contenido antes en
nuestra experiencia. Recordamos muy bien que cuando nos fue dado reducir el chiste,
esto es, sustituir por otra su expresión, conservando cuidadosamente el sentido,
desaparecía no sólo el carácter chistoso, sino también el efecto hilarante y, por tanto, el
placer que en el chiste pudiera hallarse.
No podemos seguir adelante sin repasar lo que las autoridades filosóficas exponen
sobre este punto de la cuestión.
Los filósofos que agregan el chiste a lo cómico e incluyen esta materia dentro de
la estética caracterizan la manifestación estética por la condición de que en ella no
queremos nada de las cosas; no las necesitamos para satisfacer una de nuestras grandes
necesidades vitales, sino que nos contentamos con su contemplación y con el goce de la
manifestación misma. «Esta clase de manifestación es la puramente estética, que no
reposa sino en sí misma y tiene su única finalidad en sí propia, con exclusión de todo
otro fin vital». (K. Fischer, pág. 68).
Por nuestra parte, nos hallamos casi de completo acuerdo con estas palabras de K.
Fischer. Quizá no hacemos más que traducir sus pensamientos a nuestro lenguaje
particular cuando insistimos en que la actividad chistosa no puede calificarse de falta de
objeto o de fin, dado que se propone innegablemente el de despertar la hilaridad del
auditorio. No creo, además, que podamos emprender nada desprovisto por completo de
intención. Cuando no nos es preciso nuestro aparato anímico para la consecución de
alguna de nuestras imprescindibles necesidades, le dejamos trabajar por puro placer; esto
es, buscamos extraer placer de su propia actividad. Sospecho que ésta es, en general, la
condición primera de toda manifestación estética; pero mi conocimiento de la estética es
harto escaso para que me atreva a dejar fijada esta afirmación. Del chiste, en cambio, sí
puedo afirmar, basándome en los conocimientos obtenidos en nuestra investigación, que
es una actividad que tiende a extraer placer de los procesos psíquicos, sean éstos
intelectuales o de otro género cualquiera. Ciertamente existen otras actividades de
idéntico fin; pero que quizá se diferencien del chiste en el sector de la actividad anímica,
del que quieren extraer placer, o quizá en el procedimiento que para ello emplean. Por el
momento no podemos dejar resuelta esta cuestión; mas sí dejaremos sentado el hecho de
que la técnica del chiste y la tendencia economizadora que en parte la domina se ponen
en contacto para la producción de placer.
Las tendencias del chiste son fácilmente definibles. Cuando no tiene en sí mismo
su fin, o sea cuando no es inocente, no se pone al servicio sino de dos únicas tendencias
que, además, pueden, desde un cierto punto de vista, reunirse en una sola. El chiste
tendencioso será o bien hostil (destinado a la agresión, la sátira o la defensa) o bien
obsceno (destinado a mostrarnos una desnudez). Desde luego, la clase técnica del chiste
-chiste verbal o chiste intelectual- no tiene relación alguna con estas dos tendencias.
Más difícil resulta fijar la forma en que el chiste las sirve. En esta investigación
preferiremos anteponer el chiste desnudador al hostil. El primero ha sido más raramente
sometido al análisis como si la repugnancia a tratar este género de asuntos se hubiese
trasladado desde la materia a lo objetivo. Mas nosotros no queremos dejarnos inducir en
error por este desplazamiento, pues tropezaremos en seguida con un caso límite del
chiste, que promete proporcionarnos un amplio esclarecimiento sobre varios puntos
oscuros.
La resistencia de la mujer es, por tanto, la primera condición para la génesis del
dicho «verde», aunque sea de tal naturaleza que signifique tan sólo un aplazamiento y no
haga desesperar del éxito de posteriores tentativas. El caso ideal de tal resistencia
femenina se da con la presencia simultánea de otro hombre, de un testigo, pues tal
presencia excluye totalmente el rendimiento inmediato de la solicitada. Este tercer
personaje adquiere rápidamente una máxima importancia para el desarrollo del dicho
«verde». Mas primero trataremos de la presencia de la mujer.
En los lugares a que acude el pueblo, por ejemplo, los cafés de segundo orden,
puede observarse que es precisamente la entrada de la camarera lo que provoca el tiroteo
de tales dichos. Inversamente, entre las clases sociales más elevadas, la presencia
femenina pone inmediato fin a toda conversación de este género. Los hombres reservan
aquí estas conversaciones, que primitivamente dependían de la presencia de una mujer a
la que avergonzar, para cuando están entre ellos. De este modo, el espectador, ahora
oyente, deviene poco a poco, en lugar de la mujer, la instancia a la que la procacidad va
destinada, y ésta se acerca ya, merced a tal transformación, al carácter del chiste.
Al llegar a este punto es requerida nuestra atención por dos importantes factores:
el papel desempeñado por el tercero, el oyente, y las condiciones de contenido del dicho
mismo.
El chiste tendencioso precisa, en general, de tres personas. Además de aquella que
lo dice, una segunda a la que se toma por objeto de la agresión hostil y sexual, y una
tercera en la que se cumple la intención creadora de placer del chiste. Más tarde
buscaremos más profunda fundamentación de estas circunstancias, contentándonos por
ahora con dejar fijado el hecho de que no es el que dice el chiste quien lo ríe y goza, por
tanto, de su efecto placiente, sino el inactivo oyente. En la misma relación se encuentran
los tres personajes que intervienen en el dicho «verde», cuyo proceso puede describirse
en la siguiente forma: el impulso libidinoso del primero desarrolla, al encontrar detenida
su satisfacción por la resistencia de la mujer, una tendencia hostil hacia esta segunda
persona y llama en su auxilio, como aliado contra ella, a una tercera, que en la situación
primitiva hubiera constituido un estorbo. Por el procaz discurso de la primera queda la
mujer desnuda ante este tercero, en el que la satisfacción de su propia libido, conseguida
sin esfuerzo alguno por parte suya, actúa a modo de soborno.
Es singular que este tiroteo de procacidades sea cosa tan amada por el pueblo
bajo, hasta el punto de constituir algo que no deja nunca de formar parte integrante de
sus regocijos. Mas también es digno de tenerse en cuenta que en esta complicada
manifestación, que lleva en sí tantos caracteres de chiste tendencioso, no se requieran al
dicho «verde» ninguna de las condiciones formales que caracterizan al chiste. Expresar
la plena desnudez produce placer al primero y hace reír al tercero.
Sólo cuando llegamos a un más alto grado social se agrega la condición formal del
chiste. La procacidad no es ya tolerada más que siendo chistosa. El medio técnico de que
más generalmente se sirve es la alusión; esto es, la sustitución por una minucia o por
algo muy lejano que el oyente recoge para reconstruir con ello la obscenidad plena y
directa. Cuanto mayor es la heterogeneidad entre lo directamente expresado en la frase
procaz y lo sugerido necesariamente por ello en el oyente, tanto más sutil será el chiste y
tanto mayores sus posibilidades de acceso a la buena sociedad. A más de la alusión,
grosera o sutil, dispone la procacidad -como fácilmente puede demostrarse con
numerosos ejemplos- de todos los demás medios del chiste verbal o intelectual.
Vemos ya claramente lo que el chiste lleva a cabo en servicio de su tendencia.
Hace posible la satisfacción de un instinto (el instinto libidinoso y hostil) en contra de un
obstáculo que se le opone y extrae de este modo placer de una fuente a la que el tal
obstáculo impide el acceso. El impedimento que sale al paso del instinto no es otro que
la incapacidad de la mujer -creciente en razón directa de su cultura y grado social- para
soportar lo abiertamente sexual. La mujer, que en la situación primitiva suponemos
presente, sigue siendo considerada como tal o su influencia actúa, aun hallándose
ausente, intimidando a los hombres. Puede observarse cómo individuos de las más altas
clases sociales abandonan, en la compañía de mujeres de clase más baja, la procacidad
chistosa para caer en la procacidad simple.
Parece, pues, confirmarse lo que al principio supusimos, esto es, que el chiste
tendencioso dispone de fuentes de placer distintas de las del chiste inocente, en el cual
todo el placer depende, en diversas formas, de la técnica. Podemos también insistir de
nuevo que en el chiste tendencioso no nos es dado distinguir por nuestra propia
sensación qué parte de placer es producida por la técnica y cuál otra por la tendencia. No
sabemos, por tanto, fijamente, de qué reímos. En todos los chistes obscenos sucumbimos
a crasos errores de juicio sobre la «bondad» del chiste, en tanto en cuanto ésta depende
de condiciones formales; la técnica de estos chistes es con frecuencia harto pobre y, en
cambio, su éxito de risa, extraordinario.
(3)
B) PARTE SINTÉTICA
(1)
Al llegar a este punto de nuestra labor nos sentimos inclinados a penetrar más
profundamente en las diferencias que la situación psicológica ha de presentar, según la
clase del obstáculo, pues sospechamos que la aportación de placer es mucho más grande
al ser removido un obstáculo interno que cuando se trata de uno exterior. Pero creemos
será más prudente declararnos satisfechos por el momento con uno de los resultados ya
obtenidos, esencial para la prosecución de nuestro trabajo y que podemos formular en la
forma siguiente: los casos de obstáculo exterior y los de obstáculo interior se diferencian
entre sí tan sólo en que en los segundos se remueve una coerción preexistente, y en los
primeros lo que se hace es evitar la formación de una nueva.
No creemos constituya ningún atrevimiento especulativo afirmar ahora que tanto
para la formación como para el mantenimiento de una coerción psíquica es necesario un
«gasto psíquico». Y si agregamos a esto que en ambos casos del empleo del chiste
tendencioso se consigue una aportación de placer, no será muy aventurada la hipótesis
de que tal aportación de placer corresponde al gasto psíquico ahorrado.
De este modo habríamos llegado de nuevo al principio de la economía, con el que
topamos por vez primera al ocuparnos de la técnica del chiste verbal. Mas si entonces
creímos hallar el ahorro en el empleo del menor número posible de palabras o en el de
palabras iguales, sospechamos ahora la existencia de una más amplia y general
economía de gasto psíquico y tenemos que dar paso a la esperanza de que una más
precisa determinación de este concepto -aún oscuro- del «gasto psíquico» nos aproxime
considerablemente al conocimiento de la esencia del chiste.
Groos analiza después los juegos, cuyo carácter consiste en intensificar la alegría
del reconocimiento, colocando obstáculos en el camino del mismo; esto es, provocando
un «estancamiento psíquico» que es suprimido por el acto del reconocimiento. Mas en
su intento explicativo abandona la hipótesis de que el reconocimiento es placiente por sí
mismo, y refiere al placer que en estos juegos se produce a la alegría de la consciencia
de poder o de la superación de una dificultad. A nuestro juicio, este último factor es
secundario, y no vemos en él motivo alguno para abandonar nuestra más sencilla
hipótesis de que el reconocimiento es placiente en sí, esto es, por la aminoración del
gasto psíquico, y que los juegos fundados en la consecución de este placer se sirven del
mecanismo del estancamiento psíquico, exclusivamente para elevar la magnitud del
mismo.
Se acepta asimismo que la rima, la aliteración, el estribillo y otras formas de la
repetición de sonidos verbales análogos, en la poesía, utilizan la misma fuente de placer,
o sea el reencuentro de lo conocido. En estas técnicas, que tantas coincidencias muestran
con la del «múltiple empleo», en el chiste no desempeña papel alguno visible un
«sentimiento de poder».
Dada la estrecha relación existente entre reconocimiento y recuerdo, no creemos
muy aventurada la hipótesis de que existe también un placer de recuerdo; esto es, que el
acto de recordar produce por sí mismo una sensación de placer de análogo origen. Groos
no parece muy contrario a tal hipótesis, pero deriva nuevamente el placer del recuerdo
de aquella «sensación de poder», en la que, erróneamente, a nuestro juicio, busca la
razón principal del goce en casi todos los juegos.
Una gran cantidad de los chistes lanzados a la circulación recorre de este modo un
curso vital en el que a una época de florecimiento sucede otra de decadencia, y luego un
total olvido. Mas por cada chiste que de este modo perece, creamos, impulsados por la
necesidad de extraer placer de nuestros propios procesos mentales y, apoyándonos en los
nuevos intereses de «actualidad», otro que lo sustituye. La fuerza vital de este género de
chistes no es algo a ellos inherente, sino tomado, por medio de la alusión, de aquellos
otros intereses cuyo curso determina los destinos del chiste. El factor «actualidad», que
se agrega como una pasajera pero generosa fuente de placer a las propias del chiste
mismo, no puede ser juzgado equivalente al reencuentro de lo conocido. Trátase más
bien de una serie de cualidades especiales de lo conocido, o sea las de ser reciente y
preciso y no hallarse aún empañado por el olvido. También en la formación de los
sueños hallamos una especial preferencia por lo reciente, y no podemos por menos de
sospechar que la asociación con lo inmediato es recompensada con una especial prima
de placer, o sea facilitada.
En todos estos casos de repetición del mismo contexto o del mismo material
verbal, o de reencuentro de lo conocido y reciente, no podrá discutírsenos la facultad de
derivar el placer que experimentamos del ahorro de gasto psíquico, siempre y cuando
este punto de vista demuestre ser utilísimo no sólo para esclarecer numerosos detalles
del problema investigado, sino también para el descubrimiento de nuevas generalidades.
Mas antes de entrar en la aplicación de nuestra hipótesis deberemos poner en claro la
forma en que tal ahorro se efectúa, y determinar con mayor precisión el sentido de la
expresión «gasto psíquico».
El tercer grupo de las técnicas del chiste -sobre todo del chiste intelectual-, en el
que quedan comprendidos los errores intelectuales, el desplazamiento, el contrasentido,
la exposición antinómica, etc., puede presentar a primera vista un carácter especial y no
delatar parentesco alguno con las técnicas del reencuentro de lo conocido o de la
sustitución de las asociaciones objetivas por las asociaciones verbales; esto no obstante,
resulta harto fácil aplicar también a estos casos el punto de vista del ahorro o minoración
del gasto psíquico.
No puede dudarse de que es más fácil y cómodo desviarse de una ruta mental
iniciada que conservarse en ella, confundir lo heterogéneo que establecer marcadas
antítesis, y sobre todo admitir como válidas consecuencias que la lógica rechaza o
prescindir en la reunión de palabras o pensamientos, de la condición de que formen un
sentido.
Y precisamente es esto lo que realizan las técnicas de que ahora tratamos. Mas lo
extraño es que tal actividad de la elaboración del chiste constituye una fuente de placer,
siendo así que todos estos rendimientos defectuosos de la actividad mental, sólo
sensaciones de displacer nos proporcionan en otros sectores diferentes.
Una revisión de las técnicas del chiste, que antes dividimos en tres grupos, nos
hace observar que el primero y el tercero de ellos, la sustitución de las asociaciones
objetivas por asociaciones verbales y el empleo del contrasentido, pueden reunirse en
uno solo como procedimientos de restablecer antiguas libertades y de descargar al sujeto
del peso de las coerciones impuestas por la educación intelectual. Estas técnicas son, por
decirlo así, «reducciones de la carga psíquica», y podemos colocarlas hasta cierto punto
en contraposición al ahorro que la técnica realiza en el segundo grupo. Por tanto, la
reducción del gasto psíquico ya existente y el ahorro del venidero son los dos principios
sobre los que descansan la técnica del chiste y todo el placer que la misma produce. Las
dos clases de técnica y de aportación de placer coinciden, por lo demás -en conjunto-,
con la división del chiste en verbal e intelectual.
(2)
A este juego pone fin el robustecimiento de un factor que merece ser calificado de
crítica o razón. El juego es entonces rechazado como falto de sentido o francamente
disparatado; la crítica lo ha hecho ya imposible. Al mismo tiempo queda también
excluida por completo la consecución de placer de fuentes tales como el reencuentro de
lo conocido, etc., salvo casualmente cuando se apodere del sujeto un alegre estado de
ánimo que, como la alegría infantil, suprima la coerción crítica. Sólo en este caso se
hace de nuevo posible el antiguo juego aportador de placer; pero el hombre no se
conforma con esperar la aparición de estas circunstancias, renunciando a procurarse el
placer a voluntad, sino que busca medios que hagan al mismo independiente de su
estado de ánimo. El subsiguiente desarrollo del juego hasta el chiste es regido por dos
aspiraciones: la de eludir la crítica y la de sustituir el estado de ánimo.
Así, es únicamente una chanza cuando Schleiermacher define los celos como la
pasión que busca con celo lo que dolor produce (Eifersucht ist eine Leidenschaft, die mit
Eifer sucht was Leiden schafft). También constituye una chanza el siguiente dicho del
profesor Kästner, que en el siglo XVIII explicaba Física -y hacía chistes- en la
Universidad de Gotinga: Viendo, al pasar lista a sus alumnos, que había uno cuyo
nombre era Guerra, le preguntó qué edad tenía. «Treinta años», contestó el estudiante.
«¡Ah!, entonces tengo el honor de contemplar la guerra de los Treinta años». Con una
chanza respondió Rokitansky a un individuo que le preguntaba qué profesión había
escogido cada uno de sus cuatro hijos: «Dos curan (heilen) y dos aúllan (heulen).»
Similicadencia «heilen, heulen»; esto es, dos son médicos y los otros dos cantantes. La
respuesta era justa y en ella no se decía nada que no estuviese expresado en la frase
normal: Dos son médicos y otros dos cantantes. Es, por tanto, indudable que si la frase
tomó una forma anormal fue tan sólo por el placer derivado de la unificación y la
similicadencia de los dos verbos empleados.
«Tan cierto como que de Dios proviene todo lo bueno, señor doctor, es que una
vez me hallaba yo sentado junto a Salomón Rotschild y que me trató como a un igual
suyo, muy familionarmente (famillionär)».
Esta frase la pone Heine en boca de un personaje cómico: el hamburgués Hirsch-
Hyacinth, agente de lotería, casado, callista y ayuda de cámara del distinguido barón
Cristóforo Gumpelino (antes Gumpel). Se ve que el poeta siente especial predilección
por ésta su criatura, pues le hace llevar la voz cantante en el relato y enunciar las más
osadas y divertidas ideas, prestándole la práctica sabiduría de un Sancho Panza. Lástima
que, llevado Heine por su falta de afición a la forma dramática, deje perderse tan pronto
esta deliciosa figura. Sin embargo, en más de una ocasión nos quiere parecer que Hirsch-
Hyacinth no es sino una transparente máscara, detrás de la cual es el poeta mismo quien
habla, y a poco que reflexionemos, adquirimos la certeza de que el cómico personaje
constituye una autoparodia del propio Heine. Así, cuando Hirsch relata la razón de haber
abandonado su verdadero nombre adoptando el de Hyacinth. «Este nombre -dice- lo
escogí porque empezaba con H, como el mío, y me evitaba hacer grabar de nuevo mis
iniciales». Es esto, exactamente, lo que sucedió a Heine cuando, al bautizarse, cambió su
nombre -Harry- por el de Heinrich. Además, todo aquel que conozca la biografía de
Heine recordará que el poeta tenía en Hamburgo, ciudad de la que hace natural a Hirsch-
Hyacinth, un tío de su mismo apellido que desempeñaba en la familia el papel de
pariente adinerado y ejerció en la vida de nuestro autor una decisiva influencia. Su
nombre era Salomón, como el del viejo Rotschild, que hubo de acoger al infeliz Hirsch
tan familionarmente. De este modo, lo que en boca de Hirsch-Hyacinth nos parecía una
chanza, muestra un fondo de amargura, atribuido al sobrino Harry-Heinrich. Sabemos
que éste quiso estrechar los lazos de unión con esta parte de su familia, y que fue su más
ardiente deseo contraer matrimonio con una hija de su tío Salomón; pero la muchacha le
rechazó, y el padre le trató siempre harto familionarmente, como a un pariente pobre.
Sus opulentos primos de Hamburgo nunca le miraron tampoco con afecto. Recuerdo
aquí lo que me contó una anciana tía mía, que por su matrimonio entró a formar parte de
la familia Heine. Un día en que, recién casada, fue a comer a casa de Salomón tuvo por
vecino de mesa a un joven silencioso y desganado, al que los demás trataban con cierto
desdén. Por su parte, tampoco tuvo ella ocasión de mostrarse muy afectuosa con su
vecino, y sólo muchos años después supo que aquel taciturno y desdeñado joven era el
poeta Enrique Heine. Este desvío de sus ricos parientes hizo sufrir mucho a Heine, tanto
en su juventud como en años posteriores, y tales emociones subjetivas dieron cuerpo al
chiste cuyo análisis nos ocupa.
También en la tercera persona del chiste tropieza éste con condiciones subjetivas
que pueden privarle de alcanzar su fin de conseguir placer. Como Shakespeare advierte
(Love's Labour's Lost, V, 2):
Aquel cuyo estado de ánimo depende de graves pensamientos no será el juez más
apropiado para confirmar con sus risas que el chiste ha conseguido su propósito de
salvar el placer verbal. Para poder constituir la tercera persona del chiste tiene el sujeto
que hallarse de buen humor o, por lo menos, indiferente. Idéntico obstáculo encuentran
el chiste inocente y el tendencioso, agregándose en este último un nuevo peligro posible:
la oposición a la tendencia que el mismo intenta favorecer. La disposición a reír de un
excelente chiste obsceno no podrá constituirse cuando el mismo se refiera a una persona
estimada por el oyente o ligada a él por lazos de familia. En una reunión de sacerdotes
católicos y pastores evangélicos no se atreverá nadie a citar la comparación de Heine
que antes expusimos, y ante un auditorio compuesto de amigos de un adversario mío, las
más chistosas invectivas que contra éste pudieran ocurrírseme, no serían acogidas como
chistes, sino como invectivas, y producirían indignación en lugar de placer. Un cierto
grado de complicidad o de indiferencia y la falta de todos aquellos factores que pudieran
hacer surgir poderosos sentimientos contrarios a la tendencia son condiciones precisas
para que la tercera persona pueda coadyuvar a la perfección del chiste.
Allí donde no aparecen estos obstáculos, oponiéndose al efecto del chiste, surge el
fenómeno cuya investigación nos ocupa, o sea el de que el placer que el chiste ha
producido se muestra con mucha más claridad en la tercera persona que en su propio
autor. Tenemos que contentarnos con decir «más claramente», aunque nuestro deseo
sería preguntarnos si el placer del oyente no es mucho más intenso que el del autor;
pero, como puede comprenderse, nos falta todo medio de comparación o medida.
Vemos, sin embargo, que el oyente testimonia su placer con grandes risas después que la
primera persona ha relatado, generalmente con grave gesto, el chiste, y que al contar de
nuevo un chiste que hemos oído, nos vemos obligados, para no echar por tierra su
efecto, a conducirnos en el relato en la misma forma que su autor se condujo al
comunicárnoslo. Surge aquí la cuestión de si podremos deducir de esta condicionalidad
de la risa alguna conclusión sobre el proceso psíquico de la elaboración del chiste.
Diríamos nosotros que la risa surge cuando una cierta magnitud de energía
psíquica, dedicada anteriormente al revestimiento de determinados caminos psíquicos,
llega a hacerse inutilizable y puede, por tanto, experimentar una libre descarga. Tenemos
perfecta consciencia de la peligrosa sombra que arroja sobre nosotros este enunciado;
mas para que nos sirva de escudo citaremos una frase de la obra de Lipps sobre la
comicidad y el humor, obra en la que podemos hallar luminosos esclarecimentos sobre
muy distintos problemas: «Al fin y al cabo todo problema psicológico nos conduce a las
profundidades de la psicología; de modo que, en el fondo, ninguno de ellos se deja tratar
aisladamente». Los conceptos «energía psíquica» y «descarga» y el manejo de la energía
psíquica como una cantidad son familiares a mi pensamiento desde que he comenzado a
considerar filosóficamente los hechos de la Psicopatología. Ya en mi Interpretación de
los sueños (1900) he intentado estatuir, de acuerdo con la idea de Lipps, los procesos
psíquicos inconscientes en sí, y no los contenidos de la consciencia, como lo
«psíquicamente eficiente». Tan sólo al hablar del «revestimiento de caminos psíquicos»
parece que me alejo de las metáforas usadas por Lipps. Las experiencias sobre la
capacidad de desplazamiento de la energía psíquica a lo largo de determinadas
asociaciones, y sobre la casi indeleble conservación de las huellas de los procesos
psíquicos, es lo que me ha inducido a intentar representar en esta forma lo desconocido.
Para evitar una mala inteligencia posible, debo añadir que no intento proclamar como
tales caminos a las células y fibras o, en su lugar, al moderno sistema de las neuronas,
aunque los mismos deberían representarse, en una forma aún no determinable, por
elementos orgánicos del sistema nervioso.
Así, pues, según nuestra hipótesis, se dan en la risa las condiciones para que una
suma de energía psíquica, utilizada hasta entonces como carga `catexis', o revestimiento
(Besetzung), sucumba a una libre descarga, y dado que, aunque no toda la risa, sí aquella
que es producida por el chiste es un signo de placer, nos inclinaremos a referir tal placer
a la remoción de la carga. Cuando vemos que el oyente ríe y, en cambio, el autor del
chiste no, tenemos que pensar que en el primero es removido y derivado un gasto de
revestimiento (Besetzungsaufwand), mientras que en la elaboración del chiste surgen
obstáculos, que se oponen ora a la remoción, ora a la descarga. Podemos caracterizar
con gran precisión el proceso que se verifica en el oyente -la tercera persona del chiste-,
haciendo resaltar el hecho de que él mismo se proporciona, con escasísimo gasto por su
parte, el placer del chiste. Se diría que tal placer le resulta regalado. Las palabras del
chiste hacen surgir en su espíritu aquella representación o asociación de ideas cuya
formación tropezaba también en él con grandes obstáculos. Para construir
espontáneamente, como primera persona, dicha representación o asociación hubiera
tenido que poner en juego un esfuerzo propio, equivalente, por lo menos, a la cantidad
de gasto psíquico necesario para vencer la energía del estorbo, cohibición o represión.
Resulta, pues, que el oyente se ahorra todo este gasto psíquico y, conforme a nuestros
anteriores resultados, diríamos que su placer corresponde a este ahorro. Mas ahora, tras
de nuestro conocimiento del mecanismo de la risa, diremos más bien que la energía de
revestimiento, dedicada a la retención, ha devenido, a causa del establecimiento de la
representación prohibida, logrado por medio de la percepción auditiva, repentinamente
superflua, quedando removida y dispuesta a descargarse en la risa. De todos modos,
ambas explicaciones de este proceso corren paralelas, pues el gasto ahorrado
corresponde exactamente a la retención devenida superflua. Pero la segunda es más
evidente y, además, nos permite decir que el oyente del chiste ríe con la magnitud de
energía psíquica que ha quedado en libertad por la remoción de la carga de retención
(Hemmungsbesetzung); el oyente gasta riendo esta magnitud.
1ª. Ha de quedar asegurado que la tercera persona lleva a cabo realmente este
gasto de revestimiento.
2ª. Debe evitarse que el mismo, una vez libre, halle un empleo distinto en lugar de
ofrecerse a la descarga motora.
3ª. Será en extremo ventajoso que el revestimiento sea intensificado previamente
en la tercera persona.
Tocamos aquí un punto que nos permite vislumbrar con mayor precisión las
circunstancias del proceso en la tercera persona. Ésta debe poder constituir
habitualmente en sí la misma retención que el chiste ha vencido en la primera, de
manera que al oír el chiste despierte en ella, obsesiva o automáticamente, la disposición
a dicha retención. Tal disposición a la retención, que debemos representarnos como un
verdadero gasto de energía, análogo a la movilización de un ejército, es reconocida
simultáneamente como superflua o retrasada, y es descargada de este modo in statu
nascendi por medio de la risa.
De la comparación del contenido manifiesto del sueño con las ideas latentes
descubiertas por medio de análisis surge el concepto de la «elaboración del sueño»,
nombre con el que designamos el conjunto de procesos de transformación que han
convertido las ideas latentes en el contenido manifiesto. Producto de esta elaboración
son aquellas singularidades del fenómeno onírico que tan extrañas parecen a nuestro
pensamiento despierto.
La función de la elaboración onírica puede ser descripta en la siguiente forma: un
complicado conjunto de ideas construido durante el día y que no ha llegado a resolverse
-un resto diurno- conserva todavía durante la noche su correspondiente acervo de
energía -el interés- y amenaza con perturbar el reposo nocturno. Para evitarlo, se
apodera entonces de él la elaboración y lo transforma en un sueño, fenómeno
alucinatorio inofensivo para el reposo.
Una teoría totalmente nueva, nada sencilla, y contraria a nuestros hábitos mentales
no puede ganar en luminosidad al ser expuesta abreviadamente. Con estas explicaciones
no puedo, por tanto, pretender otra cosa que remitir al lector al extenso análisis que de lo
inconsciente llevo a cabo en mi Interpretación de los sueños y a los trabajos de Lipps,
que, a mi juicio, son de una capital importancia en esta materia. Sé perfectamente que
todas aquellas personas que hayan seguido fielmente una disciplina filosófica
determinada o se agrupen bajo la enseña de alguno de los llamados sistemas filosóficos,
repugnarán aceptar la existencia de «lo psíquico inconsciente» en el sentido de Lipps y
mío, y querrán demostrarnos su imposibilidad por la definición misma de lo psíquico.
Mas aparte de que todas las definiciones son convencionales y pueden modificarse
fácilmente, he visto, con frecuencia, que personas que negaban lo inconsciente como
absurdo e imposible no conocían siquiera aquellas fuentes de las que, al menos para mí,
ha surgido la necesaria aceptación de dicho concepto. Estos adversarios de lo
inconsciente no habían presenciado jamás los efectos de una sugestión posthipnótica, y
aquellos datos que como muestra les comunicaba yo de mis análisis de sujetos
neuróticos no hipnotizados les causaban el mayor asombro. No habían nunca
reflexionado que lo inconsciente es, en realidad, algo que no «sabemos», pero que nos
vemos obligados a deducir, y lo suponían algo capaz de la percatación consciente, pero
en lo que no se había pensado todavía por hallarse fuera del «punto de mira de la
atención». Nunca tampoco habían intentado convencerse de la existencia de tales
pensamientos en su propia vida anímica por medio de un análisis de alguno de sus
sueños, y cuando yo les he guiado en la realización de tal análisis han quedado
asombrados y confusos ante sus propias ocurrencias o asociaciones libres. Mi impresión
es la de que la aceptación de lo inconsciente halla en su camino grandes obstáculos
afectivos, fundados en que no queremos conocer nuestro inconsciente y, por tanto,
hallamos un cómodo expediente en negar en absoluto su posibilidad.
Las fuerzas que participan en la elaboración del sueño son las siguientes: el deseo
de dormir; la carga de energía restante aún los a los restos diurnos después de su
minoración por el estado de reposo; la energía psíquica del deseo inconsciente
provocador del sueño y la fuerza contraria de la «censura», que reina en nuestra vida
despierta y no queda del todo suprimida durante el sueño. A la elaboración del sueño
corresponde, sobre todo, la misión de vencer la coerción de la censura, y precisamente
esta misión es la que es llevada a cabo por el desplazamiento de la energía psíquica
dentro del material de las ideas latentes.
Recordemos en qué ocasión nos hizo pensar nuestra investigación del chiste en los
sueños. Al descubrir que el carácter y el efecto del chiste se hallaban ligados a
determinadas formas expresivas o medios técnicos, entre los cuáles los más singulares
eran las diversas especies de condensación, desplazamiento y representación indirecta,
vimos que procesos de idénticos resultados nos eran ya conocidos como peculiares a la
elaboración de los sueños. Coincidencia tal tiene que hacernos deducir que la
elaboración del chiste y la de los sueños han de ser idénticas, por lo menos en un punto
esencial. La elaboración de los sueños nos ha descubierto, a mi juicio, con toda claridad
sus principales caracteres. En cambio, de los procesos del chiste queda aún encubierta
precisamente aquella parte que podríamos comparar a la elaboración onírica: el proceso
de la elaboración del chiste en la primera persona. ¿Por qué no abandonarnos a la
tentación de reconstruir este proceso por analogía con la formación del sueño? Algunos
de los rasgos del sueño son tan extraños al chiste que nos es imposible transportar la
parte de elaboración onírica que a ellos corresponde sobre la elaboración de los chistes.
La regresión del proceso mental a la percepción falta seguramente en el chiste; mas los
otros dos estadios de la elaboración de los sueños, el descenso de un pensamiento
preconsciente a lo inconsciente y la elaboración inconsciente, nos proporcionarían,
transportados a la elaboración del chiste, idénticos resultados a los que en la misma
podemos observar. Nos decidiremos, por tanto, a suponer que el proceso de la formación
del chiste en la primera persona es el siguiente: Un pensamiento preconsciente es
abandonado por un momento a la elaboración inconsciente, siendo luego acogido, en el
acto, el resultado por la percepción consciente.
El chiste posee aún otro carácter que se adapta satisfactoriamente a nuestra teoría
de su elaboración, establecida por analogía con la del sueño. Decimos que «hacemos» el
chiste, pero nos damos perfecta cuenta de que en este acto nos conducimos de muy
distinto modo a cuando exponemos un juicio o presentamos una objeción. El chiste
posee en alto grado el carácter de «ocurrencia involuntaria». Un instante antes no
sabemos cuál es el chiste que vamos a hacer y pronto sólo necesitamos revestirlo de
palabras. Se siente más bien algo indefinible, que compararíamos, más que a nada, a una
absence (ausencia), a una repentina desaparición de la tensión intelectual, y, en el acto,
surge el chiste de un solo golpe, y la mayor parte de las veces provisto ya de su
revestimiento verbal. Algunos de los medios del chiste hallan también empleo fuera del
mismo en la expresión de nuestros pensamientos; por ejemplo: la metáfora y la alusión.
Podemos hacer una alusión intencionadamente. En este caso, nos damos cuenta (por la
audición interna) de la forma expresiva directa de nuestro pensamiento; pero un
obstáculo, producto de la situación externa, nos impide manifestarla en dicha forma.
Entonces nos proponemos sustituir la expresión directa por una forma de la indirecta y
escogemos la alusión. Mas la alusión así nacida bajo nuestro ininterrumpido control no
será nunca chistosa por muy acertada que sea. En cambio, la alusión chistosa surge sin
que hayamos podido perseguir en nuestro pensamiento tales etapas preparatorias. No
queremos evaluar exageradamente esta diferencia, que no creemos constituya nada
decisivo; pero, de todos modos, sí haremos constar que se adapta perfectamente a
nuestra hipótesis de que en la elaboración del chiste dejamos caer por un momento en lo
inconsciente un proceso mental que surge luego de nuevo en calidad de chiste.
(1)
Una niña de tres años y medio advierte a su hermano: «No comas tanto. Te
pondrás malo y tendrás que tomar una Bubizin (por medicina).» «¿Bubizin? -pregunta la
madre-. ¿Qué es eso?» «Sí -replica la niña-; cuando yo estuve mala, también tuve que
tomar una `Medizin'». La niña cree que el remedio que le prescribió el médico se
llamaba `Mädi-zin' por estar destinado a ella (Mädi = niña, nena); y deduce que, siendo
para su hermanito, deberá llamarse Bubizin (Bubi = niño, nene). Las palabras de la niña
se nos muestran como un chiste verbal por similicadencia; pero considerándolas como
tal chiste, apenas si nos harán sonreír forzadamente. En cambio, como ingenuidad nos
parecen excelentes y nos mueven a risa. Mas ¿qué es lo que en este caso constituye la
diferencia entre el chiste y lo ingenuo? Observamos, desde luego, que tal diferencia no
estriba en la expresión verbal ni tampoco en la técnica, que son idénticas para ambas
posibilidades, sino en un factor a primera vista muy alejado de las mismas. La
determinación dependerá exclusivamente de que supongamos que el sujeto ha tenido la
intención de hacer un chiste o que, por el contrario, no ha hecho sino deducir de buena
fe una consecuencia, dejándose guiar por su infantil ignorancia. Sólo en este último caso
se tratará de una ingenuidad.
Vemos, pues, que lo ingenuo nos ofrece, por vez primera en el curso de estas
investigaciones, un caso de transporte del oyente al proceso psíquico de las personas
productoras. El análisis de un segundo ejemplo confirmará esta hipótesis:
Dos hermanos, una niña de doce años y un niño de diez, representan ante un
público familiar una obra teatral de la que ellos mismos son autores. La escena
representa una cabaña a orillas del mar. En el primer acto se lamentan los dos únicos
personajes, un pobre pescador y su mujer, de lo trabajoso y miserable de su vida. El
marido decide embarcar en un bote y salir a buscar fortuna en lejanos países. Una
cariñosa despedida pone fin al primer acto. Al comenzar el segundo han pasado varios
años. El pescador ha hecho fortuna y torna a su hogar con una gran bolsa de dinero.
Encuentra a su mujer esperándole en la puerta de la choza y le hace el relato de sus
aventuras. La buena mujer, no queriendo ser menos, le responde, llena de orgullo:
«Tampoco yo he estado holgazaneando todo este tiempo. Mira.» y abriendo la puerta de
la cabaña, le muestra doce niños -todos los muñecos de los actores-autores- durmiendo
en el suelo… Al llegar a este punto quedó la representación interrumpida por las
estruendosas carcajadas del auditorio, y los intérpretes enmudecieron, llenos de
asombro, ante aquella inesperada hilaridad de sus familiares, que hasta entonces habían
constituido un público modelo de corrección. Estas risas se explican por la circunstancia
de que los espectadores suponen, naturalmente, que los infantiles autores desconocen
aún por completo las condiciones del nacimiento de los niños y creen, por tanto, que una
mujer puede vanagloriarse de la descendencia obtenida durante una larga ausencia del
esposo y que éste ha de regocijarse del fausto suceso. Aquello que los autores han
producido basándose en su ignorancia puede calificarse de absurdo o desatinado, y esta
ignorancia infantil, que tan radicalmente transforma el proceso psíquico en el oyente, es
lo que constituye la esencia de la ingenuidad. Es fácil, por tanto, incurrir en error al
apreciar lo ingenuo, suponiendo existente en el niño una ignorancia ya desaparecida,
error que es con frecuencia aprovechado por el sujeto infantil para permitirse, simulando
ingenuidad, libertades que de otro modo no le serían consentidas.
Este otro factor está constituido por la condición, antes indicada, de que para
aceptar algo como una ingenuidad tiene que sernos conocida la falta de coerción íntima
en la persona productora. Sólo cuando esta falta nos consta reímos en lugar de
indignarnos. Tomamos, por tanto, en cuenta el estado psíquico de la persona productora
y nos transportamos a él tratando de comprenderlo por medio de su comparación con el
nuestro propio, comparación de la que resulta un ahorro de gasto que descargamos por
medio de la risa. A esta explicación pudiéramos preferir otra más sencilla, consistente en
suponer que, al darnos cuenta de que la persona productora no tenía necesidad de
dominar ninguna coerción, devenía superflua nuestra indignación. De este modo, la risa
nacería de la indignación ahorrada. Mas para alejarnos de esta hipótesis, que habría de
inducirnos en error, estableceremos una definida separación entre dos casos que antes
expusimos conjuntamente. Lo ingenuo que ante nosotros aparece puede ser de la
naturaleza del chiste, como en los ejemplos expuestos, y también de la del «dicho
verde», o, en general, pertenecer a aquello que motiva nuestra repulsa, sobre todo si se
trata no ya de palabras, sino de actos. Este último caso es especialmente apto para
confundir nuestro juicio, pues en él pudiéramos aceptar que el placer nacía de la
indignación ahorrada y transformada. Pero el primer caso, el de la ingenuidad puramente
verbal, nos sirve de guía. Así, la ingenua frase de la `Bubizin' puede hacer de por sí el
efecto de un chiste harto débil y no da el menor motivo de indignación. Es éste,
ciertamente, el caso menos frecuente, pero también el más puro e instructivo. Al aceptar
que la niña cree de buena fe y sin segunda intención alguna en la identidad de las sílabas
`Medi' de `Medizin' con el nombre que cariñosamente le dan sus familiares (Mädi =
nena), experimenta nuestro placer una intensificación que no tiene ya nada que ver con
el placer del chiste. Consideramos, pues, lo dicho por la niña desde dos puntos vista, una
vez, tal y como en ella se ha producido, y otra, tal y como se produciría en nosotros. De
esta comparación resulta que la niña ha hallado una identidad que sabemos inexistente y
ha traspasado una barrera que en nosotros continúa alzada, y prosiguiendo luego nuestra
reflexión nos damos cuenta de que si queremos comprender la ingenuidad podemos
ahorrarnos el gasto necesario para mantener en pie dicha barrera. El gasto que como
resultado de esta comparación queda libre constituye la fuente del placer de la
ingenuidad y es descargado por medio de la risa, siendo el mismo que hubiéramos
transformado en indignación si el infantil desarrollo intelectual de la persona productora
y la naturaleza de lo manifestado no excluyeran en este caso todo motivo para ello. Mas
tomando ahora al chiste ingenuo como modelo para el caso restante, o sea el de lo
ingenuo que es objeto de nuestra repulsa, veremos que también en esta clase de
ingenuidades puede nacer el ahorro de coerción directamente del proceso comparativo,
no siendo necesario suponer una naciente indignación ahogada en sus comienzos. Tal
indignación no sería, por tanto, sino el empleo en otro lugar del gasto libertado, empleo
contra el cual eran necesarios en el chiste complicados dispositivos protectores.
Mas ¿cómo llegamos a reír cuando reconocemos como inútiles y exagerados los
movimientos de otros? A mi juicio, lo que nos lleva a reír es la comparación de los
movimientos observados en los demás con los que, hallándonos en su lugar, hubiésemos
ejecutado. Claro es que a los dos términos de la comparación habremos de aplicar la
misma medida, y ésta será precisamente aquel gasto de inervación que va ligado con la
representación del movimiento correspondiente a cada uno de ellos. Esta afirmación
necesitará ser ampliada y explicada.
Lo que aquí ponemos en relación es, por un lado, el gasto psíquico
correspondiente a determinada representación, y por otro, el contenido de esta última.
Nuestra afirmación implica que el primero de dichos factores no es esencial y
generalmente independiente del segundo; esto es, del contenido de la representación y,
sobre todo, que la representación de algo considerable necesita de un gasto mayor que la
de algo pequeño. Mientras no se trata más que de la representación de diversos grandes
movimientos, no presenta el establecimiento de nuestra afirmación, ni su comprobación
experimental, graves dificultades, pues vemos en seguida que, en este caso, coincide una
cualidad de la representación con otra de lo representado, aunque la Psicología nos
prevenga siempre contra tales confusiones.
¿Habremos, pues, de suponer que esta necesidad de mímica es despertada por las
exigencias de la comunicación y que gran parte de este medio expositivo escapa en
general a la atención del oyente? Creo más bien que esta mímica, aunque menos
marcada, subsiste con independencia de toda comunicación y aparece también cuando el
sujeto se representa algo a sí mismo exclusivamente o piensa algo de una manera
plástica. Por tanto, los individuos antes señalados expresarán por medio de
modificaciones somáticas y del mismo modo que en la descripción verbal su
representación íntima de lo grande y lo pequeño, aunque tales modificaciones pueden
quedar reducidas a una diversa inervación de los rasgos fisonómicos y los órganos
sensorios. Esto nos hace pensar que la inervación física consensual al contenido de lo
representado fue el comienzo y origen de la mímica destinada a la comunicación. Para
hacerse inteligible a los demás no necesitó dicha inervación más que intensificarse hasta
resultar fácilmente perceptible. Claro es que al exponer de este modo mi opinión de que
a la «expresión del contenido de las representaciones», me doy perfecta cuenta de que
mis observaciones sobre las categorías de lo grande y lo pequeño no agotan el tema.
Todavía pudiéramos agregar muchas interesantes consideraciones antes de llegar a los
fenómenos de tensión por los que una persona revela físicamente la concentración de su
atención y el nivel de abstracción que alcanza, en un momento determinado, su
pensamiento. Creo importantísima esta materia y opino que la prosecución del estudio
de la mímica ideativa sería tan útil en otros dominios de la Estética como lo ha sido aquí
para la inteligencia de lo cómico.
Volviendo a la comicidad del movimiento, repetiremos que con la percepción de
determinado ademán nace el impulso a su representación por cierto gasto. Realizamos,
pues, en la percepción de dicho movimiento, o sea en nuestra voluntad de comprenderlo,
cierto gasto, conduciéndonos en esta parte del proceso psíquico, exactamente como si
nos situáramos en el lugar de la persona observada. Probablemente, al mismo tiempo,
advertimos el fin a que tiende dicho movimiento y podemos estimar, por anterior
experiencia, la magnitud de gasto necesaria para alcanzar tal fin.
1905
1909
Lejos está el autor de esta pequeña obra de ilusionarse por ella dadas las
deficiencias y oscuridades que contiene. Pese a todo ha resistido la tentación de
introducir en ella resultados de investigaciones de los últimos cinco años, con el
propósito de no destruir su unidad y su carácter documentario. Por consiguiente, ha
reimpreso el texto original con pequeñas modificaciones, contentándose con añadir unas
pocas notas al pie de página. Su más ferviente deseo es que el libro crezca rápidamente y
que lo que un tiempo fue novedad sea algo aceptado por todos y que lo que era
imperfecto sea reemplazado por algo mejor.
1914 [1915]
1920
Luego, es menester recordar que gran parte del contenido de este trabajo -la
acentuación de la importancia de la vida sexual para todas las actividades humanas y la
ampliación del concepto de sexualidad, aquí intentada- ha suscitado siempre las más
enconadas resistencias contra el psicoanálisis. Dejándose llevar por la inclinación hacia
las frases grandilocuentes, se ha llegado a hablar del «pansexualismo» en el
psicoanálisis, lanzándole el reproche absurdo de que pretendería explicarlo «todo» a
partir de,la sexualidad. Podría asombrarnos semejante actitud si olvidáramos hasta qué
punto los propios factores afectivos inducen a la confusión y al olvido. En efecto, ya
hace tiempo el filósofo Arturo Schopenhauer enfrentó al hombre con toda la extensión
de las influencias que los impulsos sexuales -en el sentido cotidiano del término-
ejercen sobre sus actos y sus aspiraciones: ¡y un mundo entero de lectores habría sido
incapaz de olvidar tan completamente una advertencia tan perentoria! En lo que se
refiere a la «ampliación» del concepto de la sexualidad, impuesta por el análisis de los
niños y de los denominados perversos, recordaré a cuantos contemplan desdeñosamente
el psicoanálisis desde su encumbrado punto de vista cuán estrechamente coincide la
sexualidad ampliada del psicoanálisis con el Eros del divino Platón.
PARA explicar las necesidades sexuales del hombre y del animal supone la
Biología la existencia de un «instinto sexual», del mismo modo que supone para explicar
el hambre de un instinto de nutrición. Pero el lenguaje popular carece de un término que
corresponda al de «hambre» en lo relativo a lo sexual. La ciencia usa en este sentido la
palabra libido.
La opinión popular posee una bien definida idea de la naturaleza y caracteres de
este instinto sexual. Se cree firmemente que falta en absoluto en la infancia; que se
constituye en el proceso de maduración de la pubertad, y en relación con él, que se
exterioriza en los fenómenos de irresistible atracción que un sexo ejerce sobre el otro, y
que su fin está constituido por la cópula sexual o a lo menos por aquellos actos que a ella
conducen.
Existen, sin embargo, poderosas razones para no ver en estos juicios más que un
reflejo harto infiel de la realidad. Analizándolos detenidamente, descubrimos en ellos
multitud de errores, inexactitudes e inadvertencias.
Antes de entrar en su discusión fijaremos el sentido de los términos que en la
misma hemos de emplear. La persona de la cual parte la atracción sexual la
denominaremos objeto sexual, y el acto hacia el cual impulsa el instinto, fin sexual. La
experiencia científica nos muestra que tanto respecto al objeto como al fin existen
múltiples desviaciones, y que es necesaria una penetrante investigación para establecer
las relaciones que dichas anormalidades guardan con lo considerado como normal.
A) LA INVERSIÓN
Varios hechos nos demuestran que los invertidos no pueden considerarse en este
sentido como degenerados:
1º Porque se halla la inversión en personas que no muestran otras graves
anormalidades.
2º Porque aparece asimismo en personas cuya capacidad funcional no se halla
perturbada, y hasta en algunas que se distinguen por un gran desarrollo intelectual y
elevada cultura ética.
3º Porque cuando se prescinde ante estos pacientes de la propia experiencia
médica y se tiende a abarcar un horizonte más amplio se tropieza, en dos direcciones
distintas, con hechos que impiden considerar la inversión como signo degenerativo.
De aquí no había más que un paso para transportar esta hipótesis al dominio
psíquico y explicar la inversión como manifestación de un hermafroditismo psíquico.
Para dejar resuelto el problema sólo faltaba comprobar una coincidencia regular de la
inversión con los signos anímicos y somáticos del hermafroditismo.
Mas esta esperada coincidencia no se presentó. No se pueden imaginar tan
estrechas las relaciones entre el supuesto hermafroditismo psíquico y el comprobado
hermafroditismo anatómico. Lo que sí se encuentra con frecuencia en los invertidos es
una disminución del instinto sexual (Havelock Ellis) y ligeras atrofias anatómicas de los
órganos. Con frecuencia, pero no regularmente, ni siquiera en la mayoría de los casos.
Esto obliga a reconocer que la inversión y el hermafroditismo somático son totalmente
independientes una de otro.
Mas aun cuando esto sea exacto para toda una serie de invertidos, está, sin
embargo, muy lejos de revelar un carácter general de la inversión. Es innegable que
muchos invertidos masculinos conservan los caracteres psíquicos de su sexo; no poseen
sino muy pocos caracteres secundarios del otro sexo y buscan, en su objeto sexual,
rasgos psíquicos propiamente femeninos. Si esto no fuera así, no se explicaría por qué la
prostitución masculina que se ofrece a los invertidos trata -hoy como en la antigüedad-
de copiar a las mujeres en los vestidos, aspecto exterior y modales, sin que esta
imitación parezca ofender al ideal de los homosexuales masculinos. En la Grecia
antigua, donde hombres de una máxima virilidad aparecen entre los invertidos, se ve
claramente que no era el carácter masculino de los efebos, sino su proximidad física a la
mujer, así como sus cualidades psíquicas femeninas -timidez, recato y necesidad de
alguien que les sirva de maestro y apoyo-, lo que encendía el amor de los hombres. En
cuanto el efebo se hacía hombre dejaba de ser objeto sexual para los individuos del
mismo sexo y se convertía quizá, a su vez, en pederasta. El objeto sexual es, por tanto,
en este caso, como en otros muchos, no el sexo igual, sino la reunión de los dos
caracteres sexuales, la transacción entre dos deseos orientados hacia cada uno de los dos
sexos, transacción en la que se conserva como condición la masculinidad del cuerpo (de
los genitales) y que constituye, por decirlo así, el reflejo de la propia naturaleza bisexual.
Mientras que las personas cuyo objeto sexual no pertenece al sexo normalmente
apropiado para serlo -esto es, los invertidos- se presentan a los ojos del observador como
un conjunto de individuos sin más tara quizá que su desviación sexual, aquellas otras
que eligen como objeto sexual sujetos impúberes (niños) nos parecen constituir casos
aislados de aberración. Sólo excepcionalmente son los impúberes objeto sexual
exclusivo; en la mayoría de los casos llegan tan sólo a serlo cuando un individuo
cobarde e impotente acepta tal subrogado, o cuando un instinto impulsivo inaplazable no
puede apoderarse en el momento de un objeto más apropiado. De todos modos, no deja
de arrojar cierta luz sobre la naturaleza del instinto sexual el hecho de permitir tanta
variación y tal degradación de su objeto, cosa que el hambre, mucho más estrictamente
ligada al suyo, sólo admitiría en los casos extremos. Lo mismo puede decirse con
respecto al comercio sexual con animales, nada raro entre los campesinos, y en el que la
atracción sexual rebasa los límites de la especie.
Esta singular relación de las variantes sexuales con la escala gradual que va desde
la salud a la perturbación mental da mucho que pensar. Me inclino a opinar que los
problemas que aquí se nos plantean constituyen una indicación de que los impulsos de la
vida sexual pertenecen a aquellos que aun normalmente son los peor dominados por las
actividades anímicas más elevadas. Aquellos individuos que son mentalmente anormales
en un aspecto cualquiera, ético o social, son asimismo -conforme me ha mostrado mi
experiencia- anormales en su vida sexual.
En cambio, son anormales sexuales muchas personas que en todas las demás
cuestiones se hallan dentro del tipo general y han seguido el desarrollo cultural humano,
cuyo punto débil continúa siendo la sexualidad.
Como resultado general de estas elucidaciones deduciríamos que bajo una gran
cantidad de condiciones, y sorprendentemente, en muchos individuos, la naturaleza y el
valor del objeto sexual pasan a un lugar secundario, siendo algo diferente de esto lo
esencial y constante en el instinto sexual.
A) TRANSGRESIONES ANATÓMICAS
Esta supervaloración sexual es lo que tan mal tolera la limitación del fin sexual a
la conjunción de los genitales y lo que ayuda a elevar a la categoría de fin sexual actos
en que entran en juego otras partes del cuerpo.
La importancia de la supervaloración sexual puede estudiarse fácilmente en el
hombre, cuya vida erótica ha llegado a ser asequible a la investigación mientras que la
de la mujer, en parte por las limitaciones impuestas por la cultura y, en parte, por la
silenciación convencional y la insinceridad de las mujeres, permanece aún envuelta en
impenetrable oscuridad.
Empleo sexual del orificio anal.- En el empleo sexual del ano se ve más
claramente que en el caso anterior el hecho de ser la repugnancia lo que imprima a este
fin sexual el carácter de perversión. A mi sentir -y espero que no se vea en esta
observación un decidido prejuicio teórico- la razón en que se funda esta repugnancia, o
sea, la de que dicha parte del cuerpo sirve para la excreción y entra en contacto con lo
repugnante en sí -los excrementos-, no es mucho más sólida que la que dan las
muchachas histéricas para explicar su repugnancia ante los genitales masculinos; esto es,
que sirven para la expulsión de la orina.
Importancia de otras partes del cuerpo.- La extensión sexual a otras partes del
cuerpo no ofrece en ninguna de sus variantes nada esencialmente nuevo, ni añade nada
para el conocimiento del instinto sexual, que sólo en esto exterioriza su intención de
apoderarse del objeto sexual en su totalidad. Mas, al lado de la supervaloración sexual,
aparece en las extralimitaciones anatómicas un segundo factor extraño al conocimiento
vulgar de estas cuestiones. Determinadas partes del cuerpo, como las mucosas bucales y
anales, que aparecen siempre en estas prácticas, reclaman un derecho a ser consideradas
y tratadas como genitales. Ya veremos cómo esta pretensión queda justificada por el
desarrollo del instinto sexual y satisfecha en la sintomatología de ciertos estados
patológicos.
El sustitutivo del objeto sexual es, en general, una parte del cuerpo muy poco
apropiada para fines sexuales (los pies o el cabello) o un objeto inanimado que está en
visible relación con la persona sexual, y especialmente con la sexualidad de la misma
(prendas de vestir, ropa blanca). Este sustitutivo se compara, no sin razón, con el fetiche
en el que el salvaje encarna a su dios.
El tipo de transición a las formas de fetichismo, con renuncia a un fin sexual
normal o perverso, lo constituyen aquellos casos en los cuales, para que el fin sexual
haya de ser realizado, es preciso que el objeto sexual posea una condición fetichista (un
determinado color de cabello, un traje especial o hasta un defecto físico). Ninguna otra
de las variantes del instinto sexual limítrofes ya con lo patológico merece tanto nuestra
atención como ésta, por la singularidad de los fenómenos cuya aparición motiva. Para
todos estos casos parece constituir una condición previa la disminución del impulso
hacia el fin sexual normal (debilidad funcional del aparato sexual). La conexión con lo
normal se nos ofrece en la necesaria supervaloración sexual psicológica del objeto
sexual, que se extiende inevitablemente a todo lo que con él se halla en conexión
asociativa. Así, pues, es regularmente propio del amor normal cierto grado de tal
fetichismo, sobre todo en aquellos estadios del enamoramiento en los que el fin sexual
normal es inasequible o en los que su realización aparece aplazada.
El caso patológico surge cuando el deseo hacia el fetiche se fija pasando sobre esta
condición y se coloca en lugar del fin normal o cuando el fetiche se separa de la persona
determinada y deviene por sí mismo único fin sexual. Estas son las condiciones
generales para el paso de simples variantes del instinto sexual a aberración patológica.
En la elección del fetiche se demuestra -como Binet fue el primero en afirmar y ha
sido confirmado después por numerosas pruebas- la influencia continuada de una
intimidación sexual experimentada, la mayor parte de las veces, en la primera infancia,
fenómeno comparable a la proverbial capacidad de perdurar del primer amor en los
normales. (On revient toujours à ses premiers amours.) Tal motivación es especialmente
clara en los casos de simple condicionalidad fetichista del objeto sexual. Más adelante
volveremos a encontrar en otras cuestiones la importancia de las tempranas impresiones
sexuales.
En los voyeurs y los exhibicionistas resulta un curioso carácter que nos ocupará
aún más intensamente en las aberraciones que a continuación examinaremos. El fin
sexual se encuentra aquí en un doble desarrollo en forma activa y pasiva.
El poder que se opone al deseo de contemplar o ser contemplado y que es vencido
a veces por éste es el pudor (como antes la repugnancia).
En algunas de estas perversiones es, sin embargo, de tal naturaleza el nuevo fin
sexual, que necesitan ser estudiadas separadamente. Ciertas perversiones se alejan tanto
de lo normal, que no podemos por menos de declararlas patológicas, particularmente
aquellas -coprofagia, violación de cadáveres- en las cuales el fin sexual produce
asombrosos rendimientos en lo que respecta al vencimiento de las resistencias (pudor,
repugnancia, espanto o dolor). Pero tampoco en estos casos puede esperarse con
seguridad hallar regularmente en el sujeto otras anormalidades de carácter grave o una
perturbación mental. Tampoco aquí puede negarse el hecho de que personas de conducta
normal en todas las actividades pueden, sin embargo, presentar caracteres patológicos en
lo relativo a la vida sexual y bajo el dominio del más desenfrenado de todos los
instintos. En cambio, una manifiesta anormalidad en otras relaciones vitales se halla
siempre en conexión con una conducta sexual anormal.
En la mayoría de los casos, el carácter patológico de la perversión no se
manifiesta en el contenido del nuevo fin sexual, sino en su relación con el normal.
Cuando la perversión no aparece al lado de lo normal (fin sexual y objeto), sino que,
alentada por circunstancias que la favorecen y que se oponen en cambio a las tendencias
normales, logra reprimir y sustituir por completo a estas últimas; esto es, cuando
presenta los caracteres de exclusividad y fijación, es cuando podremos considerarla
justificadamente como un síntoma patológico.
Debo anticipar aquí, y repetir con respecto a otras publicaciones mías, que estas
psiconeurosis reposan, por lo que de mi experiencia clínica he podido concluir, sobre
fuerzas instintivas de carácter sexual. No quiero decir con esto que la energía del instinto
sexual proporcione una ayuda a las fuerzas que mantienen los fenómenos patológicos
(síntomas). Mi afirmación se refiere únicamente a que esta participación es la única
constante y constituye la fuente enérgica más importante de la neurosis, de manera que
la vida sexual de dichas personas se exterioriza exclusiva, predominante o parcialmente
en estos síntomas, los cuales como ya lo hemos indicado en otro lugar, no son sino la
expresión de la vida sexual de los enfermos. La prueba de esta afirmación ha sido dada
por una cantidad cada día mayor de psicoanálisis verificados durante veinticinco años en
personas histéricas o atacadas de otras neurosis diferentes. De los resultados de estos
análisis he dado cuenta en otros libros y seguiré dándola en mis publicaciones sucesivas.
En las tendencias perversas que dan a la cavidad bucal y al orificio anal una
significación sexual, el papel de la zona erógena se descubre sin dificultad ninguna, pues
puede observarse con toda precisión que dicha zona se conduce como una parte del
aparato genital. En la histeria, estas partes del cuerpo y las mucosas que a ellas
corresponden llegan a ser, bajo la excitación de los procesos sexuales normales, la
residencia de nuevas sensaciones y transformaciones de la inervación -y hasta de
procesos que pueden compararse a la erección-, al igual de los genitales propiamente
dichos.
Este punto, como muchos otros de ese sector, no ha sido todavía estudiado.
No deja de ser singular el hecho de que todos los autores que se han ocupado de la
investigación y explicación de las cualidades y reacciones del individuo adulto hayan
dedicado mucha más atención a aquellos tiempos que caen fuera de la vida del mismo;
esto es, a la vida de sus antepasados que a la época infantil del sujeto, reconociendo, por
tanto, mucha más influencia a la herencia que a la niñez. Y, sin embargo, la influencia
de este período de la vida sería más fácil de comprender que la de la herencia y debería
ser estudiada preferentemente.
Opino, pues, que la amnesia infantil, que convierte para cada individuo la propia
niñez en algo análogo a una época prehistórica y oculta a sus ojos los comienzos de su
vida sexual, es la culpable de que, en general, no se conceda al período infantil un valor
en cuanto al desarrollo de la vida sexual. Un único observador no puede llenar las
lagunas que esto ha producido en nuestro conocimiento. Ya en 1896 hice yo resaltar la
importancia de los años infantiles en la génesis de determinados fenómenos esenciales,
dependientes de la vida sexual, y desde entonces no se ha cesado de llamar la atención
sobre el factor infantil en todo lo referente a las cuestiones sexuales.
Es también fácil adivinar en qué ocasión halla por primera vez el niño este placer,
hacia el cual, una vez hallado, tiende siempre de nuevo. La primera actividad del niño y
la de más importancia vital para él, la succión del pecho de la madre (o de sus
subrogados), le ha hecho conocer, apenas nacido, este placer. Diríase que los labios del
niño se han conducido como una zona erógena, siendo, sin duda, la excitación producida
por la cálida corriente de la leche la causa de la primera sensación de placer. En un
principio la satisfacción de la zona erógena aparece asociada con la del hambre. La
actividad sexual se apoya primeramente en una de las funciones puestas al servicio de la
conservación de la vida, pero luego se hace independiente de ella. Viendo a un niño que
ha saciado su apetito y que se retira del pecho de la madre con las mejillas enrojecidas y
una bienaventurada sonrisa, para caer en seguida en un profundo sueño, hemos de
reconocer en este cuadro el modelo y la expresión de la satisfacción sexual que el sujeto
conocerá más tarde. Posteriormente la necesidad de volver a hallar la satisfacción sexual
se separa de la necesidad de satisfacer el apetito, separación inevitable cuando aparecen
los dientes y la alimentación no es ya exclusivamente succionada, sino mascada.
No todos los niños realizan este acto de la succión. Debe suponerse que llegan a él
aquellos en los cuales la importancia erógena de la zona labial se halla
constitucionalmente reforzada.
Si esta importancia se conserva, tales niños llegan a ser, en su edad adulta,
inclinados a besos perversos, a la bebida y al exceso en el fumar; mas, si aparece la
represión, padecerán de repugnancia ante la comida y de vómitos histéricos. Por la
duplicidad de funciones de la zona labial, la represión se extenderá al instinto de
alimentación. Muchas de mis pacientes con perturbaciones anoréxicas, globo histérico,
opresión en la garganta y vómitos, habían sido en sus años infantiles grandes
«chupeteadores».
Fin sexual infantil.- El fin sexual del instinto infantil consiste en hacer surgir la
satisfacción por el estímulo apropiado de una zona erógena elegida de una u otra
manera. Esta satisfacción tiene que haber sido experimentada anteriormente para dejar
una necesidad de repetirla, y no debe sorprendernos hallar que la naturaleza ha
encontrado medio seguro de no dejar entregado al azar el hallazgo de tal satisfacción.
Con respecto a la zona bucal, hemos visto ya que el dispositivo que llena esta función es
la simultánea conexión de esta parte del cuerpo con la ingestión de los alimentos. Ya
iremos encontrando otros dispositivos análogos como fuentes de la sexualidad. El estado
de necesidad que exige el retorno de la satisfacción se revela en dos formas distintas: por
una peculiar sensación de tensión, que tiene más bien un carácter displaciente, y por un
estímulo o prurito, centralmente condicionado y proyectado en la zona erógena
periférica. Puede, por tanto, formularse también el fin sexual diciendo que está
constituido por el acto de sustituir el estímulo proyectado en la zona erógena por aquella
otra excitación exterior que hace cesar la sensación de prurito, haciendo surgir la de
satisfacción. Esta excitación exterior consistirá, en la mayoría de los casos, en una
manipulación análoga a la succión.
Comprobamos con satisfacción que ya no nos queda mucho que averiguar acerca
de la actividad sexual infantil, una vez que el examen de una única zona erógena nos ha
revelado los caracteres esenciales del instinto. Las diferencias principales se refieren tan
sólo al procedimiento empleado para alcanzar la satisfacción. Este procedimiento, que
para la zona buco-labial consistía, según ya hemos visto, en la succión, quedaría
constituido por otras distintas actividades musculares, según la situación y las
propiedades de la zona erógena de que se trate.
Actividad de la zona anal.- También la zona anal es, como la zona buco-labial,
muy apropiada por su situación para permitir el apoyo de la sexualidad en otras
funciones fisiológicas. La importancia erógena originaria de esta zona ha de suponerse
muy considerable. Por medio del psicoanálisis llegamos a conocer, no sin asombro, qué
transformación experimentan las excitaciones sexuales emanadas de la zona anal y con
cuánta frecuencia conserva esta última, a través de toda la vida, cierto grado de
excitabilidad genital. Los trastornos intestinales, tan frecuentes en los años infantiles,
hacen que no falten nunca a esta zona intensas excitaciones. Los catarros intestinales
padecidos en la infancia convierten al sujeto -empleando la expresión corriente- en un
individuo «nervioso», y ejercen, en posteriores enfermedades de carácter neurótico, una
influencia determinante sobre las manifestaciones sintomáticas de la neurosis, a cuya
disposición ponen una gran cantidad de trastornos digestivos. Teniendo en cuenta el
carácter erógeno de la zona anal, el cual es conservado permanentemente por la misma,
cuando menos en una forma modificada, no podremos ya burlarnos de la antigua opinión
médica que atribuía a las hemorroides una gran importancia para la génesis de ciertos
estados neuróticos.
Aquellos niños que utilizan la excitabilidad erógena de la zona anal, lo revelan por
el hecho de retardar el acto de la excreción, hasta que la acumulación de las materias
fecales produce violentas contracciones musculares, y su paso por el esfinter, una viva
excitación de las mucosas. En este acto, y al lado de la sensación dolorosa, debe de
aparecer una sensación de voluptuosidad. Uno de los mejores signos de futura
anormalidad o nerviosidad es, en el niño de pecho, la negativa a verificar el acto de la
excreción cuando se le sienta sobre el orinal; esto es, cuando le parece oportuno a la
persona que está a su cuidado, reservándose el niño tal función para cuando a él le
parece oportuno verificarla. Naturalmente, el niño no da importancia a ensuciar su cuna
o sus vestidos, y sólo tiene cuidado de que al defecar no se le escape la sensación de
placer accesoria. Las personas que rodean a los niños sospechan también aquí la
verdadera significación de este acto considerando como un «vicio» del niño la
resistencia a defecar en el orinal.
Actividad de las zonas genitales.- Entre las zonas erógenas del cuerpo infantil
hállase una que si ciertamente no desempeña el papel principal ni puede ser tampoco el
substracto de las primeras excitaciones sexuales, está, sin embargo, destinada a adquirir
una gran importancia en el porvenir. Tanto en el sexo masculino como en el femenino se
halla esta zona relacionada con la micción (pene, clítoris), y en los varones, encerrada en
un saco mucoso, de manera que no pueden faltarle estímulos, producidos por las
secreciones, que aviven tempranamente la excitación sexual.
El instinto de saber.- Hacia la misma época en que la vida sexual del niño alcanza
su primer florecimiento, esto es, del tercero al quinto año, aparecen en él los primeros
indicios de esta actividad, denominada instinto de saber (Wissenstrieb) o instinto de
investigación. El instinto de saber no puede contarse entre los componentes instintivos
elementales ni colocarse exclusivamente bajo el dominio de la sexualidad. Su actividad
corresponde, por un lado, a una aprehensión sublimada, y por otro, actúa con la energía
del placer de contemplación. Sus relaciones con la vida sexual son, sin embargo,
especialmente importantes, pues el psicoanálisis nos ha enseñado que el instinto de saber
infantil es atraído -y hasta quizá despertado- por los problemas sexuales en edad
sorprendentemente temprana y con insospechada intensidad.
El enigma de la esfinge.- Intereses prácticos, y no sólo teóricos, son los que ponen
en marcha en el niño la obra de la actividad investigadora. La amenaza de sus
condiciones de existencia por la aparición, real o simplemente sospechada, de un nuevo
niño, y el temor de la pérdida que este suceso ha de acarrear para él con respecto a los
cuidados y al amor de los que le rodean, le hacen meditar y tratar de averiguar el
problema de esta aparición del hermanito. El primer problema de que el niño se ocupa
no es, por tanto, el de la diferencia de los sexos, sino el enigma de la procedencia de los
niños. Bajo un disfraz fácilmente penetrable, es también éste el problema cuya solución
propone la esfinge tebana. El hecho de la existencia de dos sexos lo acepta el niño al
principio sin resistencia ni sospecha alguna.
Para el niño es natural la suposición de que todas las personas que conoce poseen
un órgano genital exacto al suyo y no puede sospechar en nadie la falta de este órgano.
La hipótesis de que ambos sexos poseen el mismo aparato genital (el masculino)
es la primera de estas teorías sexuales infantiles tan singulares y que tan graves
consecuencias pueden acarrear. De poco sirve al niño que la ciencia biológica dé la
razón a sus prejuicios y reconozca el clítoris femenino como un verdadero equivalente
del pene. La niña no crea una teoría parecida al ver los órganos genitales del niño
diferentes de los suyos. Lo que hace es sucumbir a la envidia del pene, que culmina en el
deseo, muy importante por sus consecuencias, de ser también un muchacho.
Teorías sobre el nacimiento.- Muchos hombres recuerdan claramente la intensidad
con que se interesaron, en la época anterior a la pubertad, por el problema de la
procedencia de los niños. Las infantiles soluciones anatómicas dadas al enigma son muy
diversas: los niños salen del pecho, son sacados cortando el cuerpo de la mujer o surgen
abriéndose paso por el ombligo. Estas investigaciones de los tempranos años infantiles
se recuerdan raramente fuera del análisis, pues han sucumbido a la represión; pero sus
resultados, cuando se logra atraerlos a la memoria, muestran todos una íntima analogía.
Otra de las teorías infantiles es la de que los niños se conciben al comer alguna cosa
determinada (como en las fábulas) y nacen saliendo del intestino como en el acto
excrementicio. Estas teorías del niño recuerdan la forma del parto en el reino animal, y
especialmente la cloaca de aquellos tipos zoológicos de especies inferiores a los
mamíferos.
Concepción sádica del acto sexual.- Cuando los niños son espectadores, en esta
edad temprana, del acto sexual entre los adultos, a lo cual da facilidades la convicción
corriente de que el niño no llega a comprender aún nada de carácter sexual, no pueden
por menos de considerar el acto sexual como una especie de maltratado o del abuso de
poder; esto es, en un sentido sádico. El psicoanálisis nos demuestra que tal impresión,
recibida en temprana edad infantil, tiene gran importancia para originar una
predisposición a un posterior desplazamiento sádico del fin sexual. Los niños que han
contemplado una vez la realización del acto sexual siguen ocupándose con el problema
de en qué consiste aquel acto o, como ellos dicen, en qué consiste el estar casado, y
buscan la solución del misterio en una comunidad facilitada por la función de expulsar la
orina o los excrementos.
Hasta ahora hemos hecho resaltar como caracteres de la vida sexual infantil su
esencia autoerótica; esto es, el encontrar su objeto en el propio cuerpo y el hecho de
permanecer aislados y sin conexión todos los instintos parciales, tendiendo
independientemente cada uno hacia la obtención de placer. El final del desarrollo está
constituido por la llamada vida sexual normal del adulto, en la cual la consecución de
placer entra al servicio de la función reproductora, habiendo formado los instintos
parciales bajo la primacía de una única zona erógena; una firme organización para la
consecución del fin sexual en un objeto sexual exterior.
Como resto de esta fase de organización ficticia y que sólo la patología nos fuerza
a admitir puede considerarse la succión, en la cual la actividad alimenticia ha sustituido
el objeto exterior por uno del propio cuerpo (chupeteo del pulgar).
Una segunda fase pregenital es la de la organización sádico-anal. En ella la
antítesis que se extiende a través de toda la vida sexual está ya desarrollada; pero no
puede ser aún denominada masculina y femenina, sino simplemente activa y pasiva. La
actividad está representada por el instinto de aprehensión, y como órgano con fin sexual
pasivo aparece principalmente la mucosa intestinal erógena. Para ambas tendencias
existen objetos, pero no coincidentes. Al mismo tiempo actúan autoeróticamente otros
instintos parciales. En esta fase aparecen ya, por tanto, la polaridad sexual y el objeto
exterior. La organización y la subordinación a la función reproductora faltan todavía.
Para completar el cuadro de la vida sexual infantil debe añadirse que con
frecuencia o regularmente tiene ya lugar en los años infantiles una elección de objeto tal
y como vimos era característica de la fase de la pubertad; elección que se verifica
orientándose todos los instintos sexuales hacia una única persona, en la cual desean
conseguir sus fines. Esta es la mayor aproximación posible en los años infantiles a la
constitución definitiva de la vida sexual posterior a la pubertad. La diferencia está tan
sólo en que la síntesis de los instintos parciales y su subordinación a la primacía de los
genitales no se verifica en la niñez, o sólo se verifica muy imperfectamente. La
formación de esta primacía en aras de la reproducción, es, por tanto, la última fase de la
organización sexual.
En la labor de perseguir los orígenes del instinto sexual hemos encontrado hasta
ahora que la excitación sexual se origina:
a) Como formación consecutiva a una satisfacción experimentada en conexión
con otros procesos orgánicos.
b) Por un apropiado estímulo periférico de las zonas erógenas.
c) Como manifestación de ciertos instintos cuyo origen no nos es totalmente
conocido, tales como el instinto de contemplación y el de crueldad.
La investigación psicoanalítica regresiva, que descubre la niñez del adulto
analizado, y la investigación directa de la vida infantil, nos han revelado otras fuentes
regulares de la excitación sexual. La observación directa de los niños tiene el
inconveniente de trabajar con objetos en los que fácilmente se incurre en error, y el
psicoanálisis queda dificultado por el hecho de no poder llegar a sus objetos ni a sus
resultados más que por medio de grandes rodeos. Mas con la acción conjunta de ambos
métodos investigativos se consigue un grado satisfactorio de seguridad de conocimiento.
Aquí se agrega (sin que aún haya podido llegarse a su comprensión) el hecho de
que por la coincidencia del miedo al movimiento mecánico, con una conmoción
mecánica, quede producida la grave neurosis traumática histeriforme. Debe suponerse,
por lo menos, que estas influencias, que cuando son de pequeña intensidad devienen
fuentes de excitación sexual, hacen surgir, cuando actúan en grado elevado, una
profunda perturbación del mecanismo sexual.
Los mismos caminos por los que las perturbaciones sexuales se extienden a las
restantes funciones físicas tienen también que servir a otras funciones importantes en
estados normales. Por estos mismos caminos tienen que tener lugar la orientación del
instinto sexual; esto es, la sublimación de la sexualidad.
Debemos cerrar este capítulo con la confesión de que sobre estos caminos, que
existen ciertamente y que probablemente pueden recorrerse en ambos sentidos, existe
muy poco seguramente conocido.
Ante nuestros ojos aparecen claramente el punto inicial y el final del proceso
evolutivo descrito; pero las transiciones merced a las cuales va constituyéndose este
desarrollo permanecen todavía en la oscuridad y tendremos que dejar sin resolver más
de un problema con ellas ligado.
Se ha escogido como lo esencial en los procesos de la pubertad lo más singular de
los mismos; esto es, el manifiesto crecimiento de los genitales exteriores que durante el
período de latencia de la niñez había quedado interrumpido hasta cierto punto.
Simultáneamente, el desarrollo de los genitales internos ha avanzado tanto que pueden
ya ser capaces de proporcionar productos sexuales, o, en el sexo femenino, acogerlos
para la formación de un nuevo ser. De esta manera queda constituido un complicado
aparato que espera su utilización.
Este aparato debe ser puesto en actividad por estímulos apropiados, los cuales
pueden llegar a él por tres caminos diferentes: partiendo del mundo exterior, por
excitación de las zonas erógenas que ya conocemos; del interior orgánico, por caminos
que aún han de ser investigados, y de la vida anímica, que constituye un almacén de
impresiones exteriores y una estación receptora de estímulos internos. Por todos estos
tres caminos puede surgir la misma cosa: un estado que se denomina «excitación
sexual» y se manifiesta por signos de dos géneros: anímicos y somáticos. Los signos
anímicos consisten en una peculiar sensación de tensión, de un carácter altamente
apremiante. Entre los diversos signos físicos aparece, en primer término, una serie de
transformaciones de los genitales que tienen un sentido indudable, el de hallarse éstos
dispuestos al acto sexual; o sea, preparados para su ejecución (erección del miembro
viril y lubricación de la vagina).
Todo lo que se enlaza al problema del placer y el dolor toca en uno de los puntos
más sensibles de la Psicología moderna. Procuraremos extraer del examen del caso
particular aquí planteado la mayor suma de datos posibles, sin abarcar el problema en su
totalidad. Consideremos primero la forma en que las zonas erógenas se someten al
nuevo orden. Como ya sabemos, desempeñan en la iniciación de la excitación sexual un
papel muy importante. Los ojos, que forman la zona erógena más alejada del objeto
sexual, son también la más frecuentemente estimulada en el proceso de la elección por
aquella excitación especial que emana de la belleza del objeto, a cuyas excelencias
damos, así, el nombre de «estímulos» o «encantos». Esta excitación origina, al mismo
tiempo que un determinado placer, un incremento de la excitación sexual o un
llamamiento a la misma. Si a esto se añade la excitación de otra zona erógena, por
ejemplo, de la mano que toca, el efecto es el mismo: una sensación de placer,
incrementada en seguida por el placer producido por las transformaciones preparatorias,
y, simultáneamente, una nueva elevación de la tensión sexual, que se convierte pronto en
un displacer claramente perceptible cuando no le es permitido producir nuevo placer.
Más transparente es aún otro caso: cuando, por ejemplo, en una persona no excitada
sexualmente se estimula una zona erógena por medio de un tocamiento. Este tocamiento
hace surgir una sensación de placer; pero al mismo tiempo es más apto que ningún otro
proceso para despertar la excitación sexual que demanda una mayoración de placer. El
problema está en cómo el placer experimentado hace surgir la necesidad de un placer
mayor (es tocar el pecho de una mujer).
Mecanismo del placer preliminar.- Claramente aparece el papel desempeñado en
esta cuestión por la zonas erógenas. Lo que era aplicable a una puede aplicarse a las
demás. Todas ellas son utilizadas para producir, bajo un estímulo apropiado,
determinada aportación de placer, de la cual surge la elevación de la tensión, que por su
parte debe hacer surgir la energía motora necesaria para llevar a término el acto sexual.
La penúltima fase del mismo es, nuevamente, la apropiada excitación de una zona
erógena, de la zona genital misma en el glans penis, por el objeto más apropiado para
ello; esto es, la mucosa vaginal; bajo el placer que esta excitación produce se gana
ahora, por caminos reflejos, la energía motora necesaria para hacer brotar la materia
seminal. Este último placer es el de mayor intensidad y se diferencia de los demás en su
mecanismo, siendo producido totalmente por una descarga y constituyendo un placer de
satisfacción, con el cual se extingue temporalmente la tensión de la libido.
Peligros del placer preliminar.- La conexión del placer preliminar con la vida
sexual infantil queda corroborada por la función patógena que el primero puede ejercer.
El mecanismo en que está incluido el placer preliminar entraña un peligro para la
consecución del fin sexual normal; peligro que aparece cuando en un momento
cualquiera de los procesos sexuales preparatorios resulta el placer preliminar demasiado
grande, y su parte de tensión, demasiado pequeña. En este caso desaparece la energía
instintiva necesaria para llevar a cabo o continuar el proceso sexual; el camino se acorta,
y la acción preparatoria correspondiente se sustituye al fin sexual normal. La práctica
psicoanalítica nos ha revelado que esta sustitución indeseable tiene como premisa un
excesivo aprovechamiento anterior de la zona erógena o el instinto parcial
correspondiente, para la consecución de placer, durante la infancia. Si a esta premisa
infantil se agregan luego otros factores que tiendan a crear una fijación, surgirá
fácilmente una coerción de carácter obsesivo, que se opondrá a la inclusión del placer
preliminar de que se trate en un nuevo mecanismo. Muchas perversiones no son, en
efecto, sino tal detención en los actos preparatorios del proceso sexual.
La mejor garantía para este fallo del mecanismo sexual por la acción del placer
preliminar estaría en una preformación infantil de la primacía de la zona genital. Esta
primacía puede comenzar a indicarse en la segunda infancia (entre los ocho años y la
pubertad). Las zonas genitales se conducen ya en esta época casi del mismo modo que
en la madurez, apareciendo como substracto de excitaciones y de modificaciones
preparatorias al ser experimentado un placer procedente de la satisfacción de otras zonas
erógenas, aunque tales efectos carezcan aún de todo fin; eso es, no aporten nada
conducente a la continuación del proceso sexual. Así, pues, ya en los años infantiles
surge en el placer de satisfacción una cierta tensión sexual, si bien menos constante y
más limitada. Se nos hace ahora comprensible cómo al tratar de las fuentes de la
sexualidad pudimos afirmar justificadamente que el proceso de que venimos tratando
actuaba produciendo una satisfacción sexual y, al mismo tiempo, como excitante sexual.
Por último, observamos también que en un principio exageramos las diferencias entre la
vida sexual infantil y la del adulto, debiendo ahora rectificar tales exageraciones. Las
manifestaciones infantiles de la sexualidad no determinan tan sólo las desviaciones, sino
también la estructura normal de la vida sexual del adulto.
Hemos dejado sin aclarar el origen y la esencia de la tensión sexual, que surge
simultáneamente con el placer en la satisfacción de las zonas erógenas. La hipótesis más
próxima, o sea, la de que esta tensión surja del mismo placer, no sólo es por sí mismo
inverosímil, sino que sucumbe a la observación de que en el máximo placer, o sea, el
ligado a la descarga de los productos sexuales, no se produce tensión ninguna, sino que,
por el contrario, cesa ésta en absoluto. El placer y la tensión sexuales no pueden, por
tanto, estar ligados más que de un modo indirecto.
Esta libido del yo no aparece cómodamente asequible al estudio analítico más que
cuando ha encontrado su empleo psíquico en el revestimiento de objetos sexuales; esto
es, cuando se ha convertido en «libido del objeto». La vemos entonces concentrarse en
objetos, fijarse en ellos, o en ocasiones abandonándolos trasladándose de unos a otros, y
dirigiendo desde estas posiciones la actividad sexual del individuo, que conduce a la
satisfacción; esto es, a la extensión parcial y temporal de la libido. El psicoanálisis de las
llamadas neurosis de transferencia (histeria y neurosis obsesiva) nos permite hallar aquí
un fijo y seguro conocimiento.
De los destinos de la libido del objeto podemos aún averiguar que es retirada de
los objetos, quedando flotante en determinados estados de tensión, hasta recaer de nuevo
en el yo, de manera a volver a convertirse en libido del yo. Esta libido del yo la
denominamos, en oposición a la del objeto, libido «narcisista». Desde el psicoanálisis
miramos como desde una frontera, cuya transgresión no nos está permitida, la actuación
de la libido narcisista y nos formamos una idea de su relación con la del objeto. La
libido del yo o libido narcisista aparece como una gran represa de la cual parten las
corrientes de revestimiento del objeto y a la cual retornan. El revestimiento del yo por la
libido narcisista se nos muestra como el estado original, que aparece en la primera
infancia y es encubierto por las posteriores emanaciones de la libido, pero que en
realidad permanece siempre latente detrás de las mismas.
Mientras que por los procesos de la pubertad queda fijada la primacía de las zonas
erógenas, y la erección del miembro viril indica apremiantemente al sujeto el nuevo fin
sexual, esto es, la penetración en una cavidad excitadora de la zona genital, tiene lugar
en los dominios psíquicos el hallazgo de objeto, momento que se ha venido preparando
desde la más temprana niñez. Cuando la primitiva satisfacción sexual estaba aún ligada
con la absorción de alimentos, el instinto sexual tenía en el pecho materno un objeto
sexual exterior al cuerpo del niño. Este objeto sexual desaparece después, y quizá
precisamente en la época en que fue posible para el niño construir la representación total
de la persona a la cual pertenecía el órgano productor de satisfacción. El instinto sexual
se hace en este momento autoerótico, hasta que, terminado el período de latencia, vuelve
a formarse la relación primitiva. No sin gran fundamento ha llegado a ser la succión del
niño del pecho de la madre modelo de toda relación erótica. El hallazgo de objeto no es
realmente más que un retorno al pasado.
Angustia infantil.- Los mismos niños se conducen desde sus años más tempranos
como si su dependencia hacia las personas que los cuidan fuera de la naturaleza del
amor sexual. La angustia de los niños no es, en un principio, más que una manifestación
de que echan de menos la presencia de la persona querida. Así, experimentan miedo ante
personas desconocidas y se asustan de la oscuridad porque en ella no ven a la persona
amada, tranquilizándose cuando ésta les coge de la mano. Se exagera el efecto de los
relatos terroríficos de las niñeras cuando se culpa a éstas de originar el miedo en los
niños que tienen a su cuidado. Aquellos niños inclinados a terrores infantiles son
precisamente los que pueden ser influidos por tales relatos, que no ejercen, en cambio,
acción alguna sobre aquellos otros no predispuestos. Y precisamente al miedo no se
inclinan más que los niños que poseen un instinto sexual exagerado, desarrollado
prematuramente o devenido exigente por un exceso de mimo. El niño se conduce aquí
como el adulto, transformando en angustia su libido cuando no logra satisfacerla, así
como el adulto se conducirá completamente igual que el niño cuando por insatisfacción
de su libido haya llegado a contraer la neurosis, pues comenzará a angustiarse en cuanto
esté solo; esto es, sin una persona de cuyo amor se crea seguro, e intentará hacer
desaparecer este miedo por los procedimientos más infantiles.
Diques contra el incesto.- Cuando la ternura de los padres hacia el niño ha evitado
felizmente desarrollar de una manera prematura el instinto sexual del mismo; esto es,
despertarlo antes de alcanzadas las condiciones físicas de la pubertad, y despertarlo de
tal manera, que la excitación anímica se abra paso hasta el sistema genital, puede acabar
de cumplir su misión, dirigiendo a este niño en la edad de la madurez en la elección del
objeto sexual. Lo más fácil para el niño será elegir, como objeto sexual, a aquellas
mismas personas a las que ha amado y ama desde su niñez con una libido que podríamos
calificar de mitigada. Mas por la avanzada época en que tiene lugar la maduración
sexual se ha llegado al momento en que es necesario alzar; al lado de otros diques
sexuales, los que han de oponerse a la tendencia al incesto; esto es, inculcar al niño
aquellos preceptos morales que excluyen de la elección de objeto a las personas queridas
durante la niñez y a los parientes consanguíneos. El respeto de estos límites es, ante
todo, una exigencia civilizadora de la sociedad, que tiene que defenderse de la
concentración, en la familia, de intereses que le son necesarios para la constitución de
unidades sociales más elevadas, y actúa, por tanto, en todos, y especialmente en el
adolescente, para desatar o aflojar los lazos contraídos en la niñez con la familia.
Cuanto más se acerca uno a las hondas perturbaciones del desarrollo psicosexual,
más innegable aparece la importancia de la elección de objeto incestuoso. En los
psiconeuróticos queda relegada a lo inconsciente, a consecuencia de la repulsa sexual,
una gran parte o la totalidad de las actividades psicosexuales de la elección de objeto.
Para las muchachas de una exagerada necesidad de ternura y un horror igualmente
exagerado ante las exigencias reales de la vida sexual, llega a ser una tentación
irresistible asegurarse, por una parte, la idea del amor asexual en su vida y esconder, por
otra, su libido detrás de una ternura que puedan exteriorizar sin autorreproches,
conservando así, durante toda la vida, su inclinación infantil hacia los padres o
hermanos, que volvió a surgir en ellas al llegar a la pubertad. El psicoanálisis puede
demostrar sin trabajo alguno a estas personas que están enamoradas, en el sentido
corriente de la palabra, de sus parientes consanguíneos, investigando sus pensamientos
inconscientes y atrayéndolos a su consciencia con la ayuda de los síntomas y de otras
manifestaciones de la enfermedad. También en los casos en que una persona,
primitivamente sana, ha enfermado después de una desgraciada experiencia erótica,
puede verse claramente que el mecanismo de tal aparición de la enfermedad es el retorno
de su libido a las personas que prefirió durante su infancia.
Ambos factores son valederos también con respecto a la muchacha, cuya actividad
sexual se halla bajo la guarda especial de la madre. De esta manera se constituye una
relación hostil con respecto al propio sexo, que influye decisivamente en la elección de
objeto, orientándola hacia lo normal. La educación del niño por personas masculinas (en
la antigüedad los esclavos) parece favorecer la homosexualidad. En la aristocracia
contemporánea, la frecuencia de la inversión se hace comprensible por el empleo de
servidumbre masculina y por la escasez de cuidados personales de que la madre hace
objeto a sus hijos. En algunos histéricos ha podido demostrarse que la temprana
desaparición de uno de los padres, por muerte o divorcio, motivando la acumulación de
todo el amor del niño en la persona restante, fue la condición para el sexo de la persona
elegida después como objeto sexual, haciendo posible así la inversión duradera.
SÍNTESIS
Aun durante los años infantiles comenzaría a hacerse notar la zona erógena
genital, produciendo, como toda otra zona erógena, una satisfacción ante una
estimulación sensible apropiada u originándose de una manera no del todo
comprensible, y simultáneamente a la satisfacción procedente de otras fuentes, una
excitación sexual, relacionada especialmente con la zona genital. Hemos tenido que
lamentar no poder alcanzar una explicación suficiente de las relaciones entre la
satisfacción sexual y la excitación sexual, así como entre la actividad de la zona genital
y la de las restantes fuentes de la sexualidad.
Por el estudio de las perturbaciones neuróticas hemos observado que la vida
sexual infantil presenta desde un principio indicios de una organización de los
componentes instintivos sexuales. En una primera fase, muy temprana, se halla en
primer término el erotismo oral. Una segunda de estas organizaciones «progenitales»
está caracterizada por el predominio del sadismo y del erotismo anal, y únicamente en
una tercera fase es codeterminada la vida sexual por la participación de las zonas
genitales propiamente dichas, desarrollándose en los niños solamente hasta alcanzar la
primacía del falo. [Adición de 1924.]
Hemos fijado después como uno de los resultados más sorprendentes de nuestra
investigación el de que este primer florecimiento de la vida sexual infantil, entre los dos
y los cinco años, muestra también una elección de objeto, con todas sus reacciones
anímicas; de manera que la fase correspondiente, a pesar de la defectuosa síntesis de los
componentes sexuales y de la inseguridad del fin sexual, debe estimarse como
antecedente muy importante de la posterior organización sexual definitiva.
La división de dos períodos del desarrollo sexual del hombre, esto es, la
interrupción de este desarrollo por la época de la latencia, nos parece digna de una
especial atención, pues creemos que contiene una de las condiciones de la evolución del
hombre hacia una civilización, pero también de su predisposición a las neurosis. En los
animales más próximos al hombre no ha podido demostrarse, que yo sepa, nada análogo.
La derivación del origen de esta cualidad humana habrá de buscarse en la historia
primitiva del género humano.
Factores perturbadores del desarrollo.- Cada etapa de este largo período evolutivo
puede convertirse en un punto de fijación, y cada junta de esta síntesis tan complicada,
en motivo de disociación del instinto sexual, como ya hemos visto en el examen de
diferentes ejemplos. Quédanos sólo llevar a cabo un ligero examen de los diversos
factores, internos y externos, perturbadores del desarrollo, y ver qué punto del
mecanismo es atacado por la perturbación de ellos emanada. Estos factores, que
expondremos seguidamente, no son, ni mucho menos, de un igual valor, y debemos estar
preparados a las dificultades que surgirán al tratar de dar a cada uno de ellos la
valoración correspondiente.
Fijación.- Los citados factores psíquicos influyen tan sólo sobre las excitaciones
accidentales experimentadas por la sexualidad infantil. Tales excitaciones, y en primer
lugar la seducción por otros niños o por adultos, aportan el material, que con ayuda de
dichos factores puede quedar fijado en una perturbación duradera. Una buena parte de
las desviaciones posteriores observables de la vida sexual normal ha sido fijada desde el
principio en los perversos y en los neuróticos por impresiones del período infantil,
aparentemente libre de toda sexualidad.
1905 [1906]
Las relaciones de las psiconeurosis con las neurosis simples, tan estrechas que el
diagnóstico diferencial no es siempre fácil para el médico poco experimentado, hacían
prever que lo descubierto en uno de tales sectores se diera también en el otro. Pero,
además, la investigación del mecanismo psíquico de los síntomas histéricos nos condujo
a idénticos resultados. En efecto: al investigar por medio del método catártico; obra de
Breuer y mía, los traumas psíquicos de los que se derivan los síntomas histéricos,
llegamos, en último término, a sucesos de orden sexual vividos por el enfermo en edad
infantil, y esto aun en aquellos casos en los que la explosión de la enfermedad aparecía
provocada por una emoción trivial de carácter no sexual. Sin tener en cuenta tales
traumas sexuales infantiles resultaba imposible explicar los síntomas, llegar a la
inteligencia de su determinación y prevenir su retorno. De este modo quedó ya
indudablemente fijada la singular importancia de los sucesos sexuales en la etiología de
las psiconeurosis, hecho que continúa constituyendo una de las bases fundamentales de
nuestra teoría.
Esta teoría podrá parecer extraña si nos limitamos a formularla diciendo que la
causa de la neurosis histérica, prolongada a través de toda una vida, reposa en las
experiencias sexuales; insignificantes casi siempre en sí, vividas por el sujeto en su
temprana infancia. Pero si atendemos a su evolución histórica y concretamos su
contenido esencial en el principio de que la histeria es la expresión de una conducta
especial de la función sexual del individuo, determinada y regulada por las primeras
influencias y experiencias sexuales infantiles, nuestras afirmaciones perderán todo
carácter paradójico y pasarán a constituir un poderoso motivo para orientar la atención
científica hacia los efectos ulteriores de las impresiones infantiles, tan importantes como
desatendidos hasta ahora.
Creo conveniente hacer resaltar que mis opiniones sobre la etiología de las
psiconeurosis han sostenido siempre, a través de todas sus modificaciones, dos puntos de
vista: la importancia de la sexualidad y la del infantilismo. En cambio, las influencias
accidentales han sido sustituidas por factores constitucionales, y la «defensa»,
puramente psicológica, por la «represión sexual» orgánica. Se nos preguntará quizá
dónde es posible hallar una prueba concluyente de la importancia que atribuimos a los
factores sexuales en la etiología de las psiconeurosis, perturbaciones que vemos surgir
consecutivamente a las emociones más triviales e incluso a estímulos somáticos, ya que,
por nuestra parte, hemos tenido que renunciar a referir a una etiología específica
constituida por determinadas experiencias infantiles. En respuesta a tal interrogación
señalaremos la investigación psicoanalítica como fuente de nuestra discutida convicción.
Empleando este insustituible método de investigación descubrimos que los síntomas
representan la actividad sexual de los enfermos, total o sólo en parte, emanada de
instintos parciales, normales o perversos de la sexualidad. No es sólo que gran parte de
la sintomatología histérica se halle constituida por manifestaciones de la excitación
sexual ni que una serie de zonas erógenas se eleve en la neurosis y por intensificación de
las cualidades infantiles a la categoría de genitales; es también que incluso los síntomas
más complicados se nos revelan como representaciones disfrazadas de fantasías cuyo
contenido es una situación sexual. Sabiendo interpretar el lenguaje de la histeria se ve
claramente que el nódulo de la neurosis no es sino la sexualidad reprimida de los
enfermos, extendiendo, desde luego, la función sexual en toda su verdadera amplitud,
circunscrita por la disposición infantil. En aquellos casos en los que ha de aceptarse la
intervención de una emoción trivial en la causación de la enfermedad demuestra el
análisis que el efecto patógeno ha sido obra del componente sexual, siempre existente,
del suceso traumático.
A la etiología de las neurosis pertenece además todo aquello que puede actuar
dañosamente sobre los procesos que se desarrollan al servicio de la función sexual. Así,
pues, en primer término, aquellas desviaciones que afectan a la propia función sexual, en
cuanto pueden significar un daño de la constitución sexual, variable según el grado de
cultura y educación. En segundo, aquellas otras distintas desviaciones y aquellos
traumas que, dañando en general el organismo, perturban secundariamente los procesos
sexuales que en él se desarrollan.
Pero no debe olvidarse que el problema etiológico de las neurosis es, por lo
menos, tan complicado como el de cualquier otra enfermedad. Casi nunca resulta
suficiente una única influencia patógena. Por lo general, se hace precisa una
multiplicidad de factores etiológicos, que se apoyan entre sí, y no deben, por tanto, ser
opuestos unos a otros. De aquí también que el estado patológico neurótico no aparezca
precisamente diferenciado de la salud.
La enfermedad es el resultado de una acumulación, y la medida de las condiciones
etiológicas puede ser completada desde cualquier sector. Buscar la etiología de las
neurosis exclusivamente en la herencia o en la constitución sería tan unilateral como
elevar tan sólo a la categoría etiológica las influencias accidentales ejercidas sobre la
sexualidad en el curso vital del sujeto, aunque hayamos descubierto que la esencia de
estas enfermedades consiste tan sólo en una perturbación de los procesos sexuales que se
desarrollan en el organismo.
1907
Me plantea usted, pues, la cuestión de si, en general, debe facilitarse a los niños
una explicación de los hechos de la vida sexual y en caso afirmativo, qué edad ha de
escogerse para ello y de qué modo ha de llevarse a cabo.
Desde un principio haré constar que encuentro perfectamente justificada la
discusión en lo que respecta a los dos últimos puntos, pero que no concibo cómo pueden
existir juicios divergentes en lo que respecta al primero. ¿Qué se intenta alcanzar
negando a los niños -o si se quiere, a los adolescentes-tales explicaciones sobre la vida
sexual humana? ¿Se teme quizá despertar prematuramente su interés por estas
cuestiones, antes que nazca espontáneamente en ellos? ¿Se espera con semejante
ocultación encadenar el instinto sexual hasta la época en que sea posible dirigirlo por los
caminos que el orden social considera lícitos? ¿Se supone acaso que los niños no
mostrarán interés ninguno hacia los hechos y los enigmas de la vida sexual si no se atrae
su atención sobre ellos? ¿Se cree quizá que el conocimiento que se les niega no habrá de
serles aportado por otros caminos? ¿O es que se persigue realmente y con toda seriedad
el propósito de que más tarde juzguen todo lo sexual como algo bajo y despreciable, de
lo cual procuraron mantenerlos alejados el mayor tiempo posible sus padres y maestros?
No sé, en verdad, en cuál de estos propósitos he de ver el motivo de ocultar a los
niños, como sistemáticamente se viene haciendo, todo lo concerniente a la vida sexual.
Sólo sé que todos ellos son igualmente especiosos y no merecen siquiera una razonada
controversia. Pero recuerdo haber hallado en las cartas familiares del gran pensador y
filántropo Multatuli unas ideas más que suficientes como respuesta:
«En mi sentir se encubren excesivamente algunas cosas. Se obra con acierto
procurando conservar pura la imaginación de los niños; pero la ignorancia no es el mejor
medio para conseguirlo. Por el contrario, creo que la ocultación hace que el niño llegue a
sospechar mucho antes la verdad. La curiosidad nos lleva a preocuparnos de cosas que
nos inspirarían escaso interés si se nos hubieran comunicado franca y sencillamente. Si
fuera posible mantener al niño en una absoluta ignorancia, todavía admitiríamos el
procedimiento; pero el infantil sujeto oye a otros o lee en los libros que caen en sus
manos cosas que le inducen a meditar, y precisamente el disimulo que sus padres y
educadores observan sobre ellas intensifica su ansia de saber. Este deseo, sólo parcial, y
secretamente satisfecho, acalora y pervierte su fantasía, y el niño comienza ya a pecar en
tiempos en los que sus padres creen que ignora aún lo que es pecado.»
Nada mejor puede decirse sobre la cuestión, y sí tan sólo añadir algo. Lo que
impulsa a los adultos a observar esta conducta de «disimulo» para con los niños es desde
luego, la mojigatería usual y la propia mala conciencia en lo concerniente a la
sexualidad, pero quizá también cierta ignorancia teórica, a la que no es imposible poner
remedio. Se cree, en efecto, que los niños carecen de instinto sexual, no apareciendo éste
en ellos hasta la pubertad con la madurez de los órganos sexuales. Es éste un grave error
de lamentables consecuencias, tanto teóricas como prácticas, y resulta tan fácil de
rectificar por medio de la mera observación que admira haya podido incurrirse en él. La
verdad es que el recién nacido trae ya consigo al mundo su sexualidad.
El interés intelectual del niño por los enigmas de la vida sexual, su curiosidad
sexual, se manifiesta también en época insospechadamente temprana. Sólo pensando que
los padres oponen a este interés infantil una inexplicable ceguera o se esfuerzan
inmediatamente en yugularlo cuando no han podido dejar de advertirlo, podemos
explicarnos la escasez de observaciones del orden siguiente: Cuento entre mis amistades
a un espléndido chiquillo, que acaba de cumplir los cuatro años, cuyos padres, muy
comprensivos e inteligentes han renunciado a reprimir violentamente una parte del
desarrollo de su hijo. El pequeño Juanito, que desde luego no ha sido objeto de
incitación sexual alguna por parte de sus guardadores, muestra, hace ya algún tiempo; el
más vivo interés por una determinada parte de su cuerpo, a la que llama «la cosita de
hacer pipí». Ya a los tres años preguntó una vez a su madre: «Mamá, ¿tienes tú también
una cosita de hacer pipí?» A lo cual le respondió la madre: «Naturalmente que sí. ¿Qué
te habías creído?» También a su padre hubo de dirigirle repetidamente igual pregunta.
Próximamente por la misma época, al visitar por vez primera un establo y ver
ordeñar una vaca, exclamó, asombrado: «¡Mira: de la cosita de hacer pipí sale leche!» A
los tres años y nueve meses parece hallarse ya en camino de descubrir por sí mismo, con
ayuda de sus observaciones, categorías exactas. Ve desaguar la caldera de una
locomotora y dice: «Fíjate, la locomotora hace pipí. ¿Dónde tiene la cosita?» Y poco
tiempo después expone el resultado de sus reflexiones: «Un perro y un caballo tienen
una cosita de hacer pipí: una mesa y una silla, no.» Hace poco ha presenciado el baño de
una hermanita suya, nacida una semana antes, observando: «¡Qué pequeña tiene aún la
cosita! Ya le crecerá cuando sea mayor.» (Esta actitud ante el problema de la diferencia
de los sexos es frecuente entre los niños de la edad de Juanito.) He de hacer constar que
Juanito no es un niño que muestre una especial disposición sexual o patológica. Lo que a
mi juicio, sucede es que no ha sido intimidado ni se ve atormentado por un sentimiento
de culpa, y comunica, por tanto, con la mayor inocencia, sus procesos mentales.
«Querida tía Mali: Hazme el favor de escribirme contándome cómo has tenido a
Cristina o a Pablito. Tú tienes que saberlo, puesto que estás casada. Hemos discutido
mucho anoche hablando de esto, y queremos saber la verdad. Pero no tenemos a nadie
más que a ti a quien poder preguntar. ¿Cuándo vienes a Salzburgo? No podemos
comprender, querida tía Mali, cómo trae la cigüeña a los niños. Trudel cree que los trae
vestidos sólo con una camisita. Quisiéramos saber también si los recoge del estanque, y
por qué cuando nosotros vamos al estanque no vemos nunca en él ningún niño. Dinos
también cómo es que cuando se va a tener un niño se sabe ya desde antes. Escríbeme
muy largo contándomelo todo.
Lili.»
Parece ser que la inmensa mayoría de los autores, tanto masculinos como
femeninos, que han escrito sobre la ilustración sexual de los niños han resuelto la
cuestión en sentido afirmativo. Pero la torpeza de las propuestas sobre el momento y el
modo de llevarla a cabo nos inclina a deducir que tal decisión no les ha sido nada fácil.
La encantadora carta explicativa que Emma Eckstein figura dirigir a un hijo suyo de diez
años constituye -que yo sepa- un caso aislado. La práctica general de ocultar a los niños
el mayor tiempo posible todo conocimiento sexual para otorgarles luego, con frases
ampulosas y solemnes, una media explicación, que casi siempre llega tarde, es,
francamente, equivocada. La mayor parte de las respuestas a la pregunta «¿cómo
decírselo a mi hijo?», me dan tan lamentable impresión que incluso preferiría que los
padres no se ocuparan de la ilustración sexual infantil. Lo verdaderamente importante es
que los niños no se formen la idea de que, entre todo aquello que no alcanzan aún a
comprender, lo que más cuidadosamente se les oculta son los hechos de la vida sexual.
Para conseguirlo así es necesario que lo sexual sea tratado, desde un principio, en la
misma forma que cualquier otro orden de cosas dignas de ser sabidas. Ante todo, es
labor de la escuela no eludir la mención de lo sexual, iniciando los grandes hechos de la
reproducción en el estudio del mundo animal y haciendo constar, inmediatamente, que el
hombre comparte todo lo esencial de su organización con los animales superiores. Si el
ambiente familiar no tiende a intimidar el pensamiento infantil, no será raro oír frases
como la siguiente, sorprendida por mí en una conversación entre un niño y su hermanita:
«Pero ¿cómo puedes creer todavía que la cigüeña trae a los niños pequeños? ¡Te han
dicho ya que el hombre es un mamífero, y supongo que no creerás que también a los
demás mamíferos les trae la cigüeña sus crías!» De este modo, la curiosidad del niño no
alcanzará nunca un alto grado si en cada estadio de la enseñanza encuentra su
correspondiente satisfacción. La explicación de las características puramente humanas
de la vida sexual y de la significación social de esta última podrían darse entonces al
término de la primera enseñanza; esto es, al cumplir el niño los diez años. Por último, el
momento de la confirmación sería el más apropiado para explicar al niño, al corriente ya
de lo somático, las obligaciones morales enlazadas al ejercicio del instinto. Tal
ilustración gradual, no interrumpida en época alguna e iniciada en y por la misma
escuela primaria, me parece ser la única adaptada al desarrollo del niño y evita así todo
posible peligro.
1908
No es arriesgado suponer que bajo el imperio de una moral sexual cultural pueden
quedar expuestas a ciertos daños la salud y la energía vital individuales, y que este daño,
infligido a los individuos por los sacrificios que les son impuestos, alcanza, por último,
tan alto grado que llega a constituir también un peligro para el fin social. Ehrenfels
señala, realmente, toda una serie de daños de los que se ha de hacer responsable a la
moral sexual dominante en nuestra sociedad occidental contemporánea, y aunque la
reconoce muy apropiada para el progreso de la cultura, concluye postulando la
necesidad de reformarla. Las características de la moral sexual cultural bajo cuyo
régimen vivimos serían -según nuestro autor- la transferencia de las reglas de la vida
sexual femenina a la masculina y la prohibición de todo comercio sexual fuera de la
monogamia conyugal. Pero las diferencias naturales de los sexos habrían impuesto
mayor tolerancia para las transgresiones sexuales del hombre, creándose así en favor de
éste una segunda moral. Ahora bien: una sociedad que tolera esta doble moral no puede
superar cierta medida, harto limitada, de «amor a la verdad, honradez y humanidad», y
ha de impulsar a sus miembros a ocultar la verdad, a pintar las cosas con falsos colores,
a engañarse a sí mismos y a engañar a los demás. Otro daño aún más grave, imputable a
la moral sexual cultural, sería el de paralizar -con la exaltación de la monogamia- la
selección viril, único influjo susceptible de procurar una mejora de la constitución, ya
que los pueblos civilizados han reducido al mínimo, por humanidad y por higiene, la
selección vital.
Entre estos perjuicios, imputados a la moral sexual cultural, ha de echar de menos
el médico uno cuya importancia analizaremos aquí detenidamente. Me refiero a la
difusión, a ella imputable, de la nerviosidad en nuestra sociedad moderna. En ocasiones
es el mismo enfermo nervioso quien llama la atención del médico sobre la antítesis,
observable en la causación de la enfermedad, entre la constitución y las exigencias
culturales, diciéndole: «En nuestra familia todos hemos enfermado de los nervios por
haber querido llegar a ser algo más de lo que nuestro origen nos permitía.» No es
tampoco raro que el médico se vea movido a reflexionar por la observación de que
precisamente sucumben a la nerviosidad los descendientes de aquellos hombres de
origen campesino, sencillo y sano, procedentes de familias rudas, pero fuertes, que
emigraron a la ciudad y conquistaron en ella posición y fortuna, haciendo que sus hijos
se elevasen en un corto período de tiempo a un alto nivel cultural. Pero, además, los
mismos neurólogos proclaman ya la relación del «incremento de la nerviosidad» con la
moderna vida cultural. Algunas manifestaciones de los observadores más autorizados en
este sector nos indicarán dónde se cree ver el fundamento de tal dependencia:
«Este cuadro general, que nos señala ya en nuestra cultura moderna toda una serie
de peligros puede ser aún completado con la adición de algunos detalles.»
Binswanger: «Se indica especialmente la neurastenia como una enfermedad por
completo moderna, y Beard, a quién debemos su primera descripción detallada, creía
haber descubierto una nueva enfermedad nerviosa nacida en suelo americano. Esta
hipótesis era, naturalmente, errónea; pero el hecho de haber sido un médico americano
quien primeramente pudiese aprehender y retener, como secuela de una amplia
experiencia clínica, los singulares rasgos de esta enfermedad, demuestra la íntima
conexión de la misma con la vida moderna, con la fiebre de dinero y con los enormes
progresos técnicos que han echado por tierra todos los obstáculos de tiempo y espacio
opuestos antes a la vida de relación.»
El instinto sexual -o, mejor dicho, los instintos sexuales, pues la investigación
analítica enseña que el instinto sexual es un compuesto de muchos instintos parciales- se
halla probablemente más desarrollado en el hombre que en los demás animales
superiores, y es, desde luego, en él mucho más constante, puesto que ha superado casi
por completo la periodicidad, a la cual aparece sujeto en los animales. Pone a la
disposición de la labor cultural grandes magnitudes de energía, pues posee en alto grado
la peculiaridad de poder desplazar su fin sin perder grandemente en intensidad. Esta
posibilidad de cambiar el fin sexual primitivo por otro, ya no sexual, pero psíquicamente
afín al primero es lo que designamos con el nombre de capacidad de sublimación.
Contrastando con tal facultad de desplazamiento que constituye su valor cultural, el
instinto sexual es también susceptible de tenaces fijaciones, que lo inutilizan para todo
fin cultural y lo degeneran, conduciéndolo a las llamadas anormalidades sexuales. La
energía original del instituto sexual varía probablemente en cada cual e igualmente,
desde luego, su parte susceptible de sublimación. A nuestro juicio, la organización
congénita es la que primeramente decide qué parte del instinto podrá ser susceptible de
sublimación en cada individuo; pero, además, las influencias de la vida y la acción del
intelecto sobre el aparato anímico consiguen sublimar otra nueva parte. Claro está que
este proceso de desplazamiento no puede ser continuado hasta lo infinito, como tampoco
puede serlo la transformación del calor en trabajo mecánico en nuestras maquinarias.
Para la inmensa mayoría de las organizaciones parece imprescindible cierta medida de
satisfacción sexual directa, y la privación de esta medida, individualmente variable, se
paga con fenómenos que, por su daño funcional y su carácter subjetivo displaciente,
hemos de considerar como patológicos.
Aún se nos abren nuevas perspectivas al atender al hecho de que el instinto sexual
del hombre no tiene originariamente como fin la reproducción, sino determinadas
formas de la consecución del placer. Así se manifiesta efectivamente en la niñez
individual, en la que alcanza tal consecución de placer no sólo en los órganos genitales,
sino también en otros lugares del cuerpo (zonas erógenas), y puede, por tanto, prescindir
de todo otro objeto erótico menos cómodo. Damos a esta fase el nombre de estadio de
autoerotismo, y adscribimos a la educación la labor de limitarlo, pues la permanencia en
él del instinto sexual le haría incoercible e inaprovechable ulteriormente. El desarrollo
del instinto sexual pasa luego del autoerotismo al amor a un objeto, y de la autonomía de
las zonas erógenas a la subordinación de las mismas, a la primacía de los genitales,
puestos al servicio de la reproducción. En el curso de esta evolución, una parte de la
excitación sexual, emanada del propio cuerpo, es inhibida como inaprovechable para la
reproducción, y en el caso más favorable, conducida a la sublimación. Resulta así que
mucha parte de las energías utilizables para la labor cultural tiene su origen en la
represión de los elementos perversos de la excitación sexual.
Ateniéndonos a estas fases evolutivas del instinto sexual, podremos distinguir tres
grados de cultura: uno, en el cual la actividad del instinto sexual va libremente más allá
de la reproducción; otro, en el que el instinto sexual queda coartado en su totalidad,
salvo en la parte puesta al servicio de la reproducción, y un tercero, en fin, en el cual
sólo la reproducción legítima es considerada y permitida como fin sexual. A este tercer
estadio corresponde nuestra presente moral sexual «cultural».
Dado un instinto sexual muy intenso, pero perverso, pueden esperarse dos
desenlaces. El primero, que bastará con enunciar, es que el sujeto permanezca perverso y
condenado a soportar las consecuencias de su divergencia del nivel cultural. El segundo
es mucho más interesante, y consiste en que, bajo la influencia de la educación y de las
exigencias sociales, se alcanza, sí, una cierta inhibición de los instintos perversos, pero
una inhibición que en realidad no logra por completo su fin, pudiendo calificarse de
inhibición frustrada. Los instintos sexuales, coartados, no se exteriorizan ya, desde
luego, como tales -y en esto consiste el éxito parcial del proceso inhibitorio-, pero sí en
otra forma igualmente nociva para el individuo y que le inutiliza para toda labor social
tan en absoluto como le hubiera inutilizado la satisfacción inmodificada de los instintos
inhibidos. En esto último consiste el fracaso parcial del proceso, fracaso que a la larga
anula el éxito. Los fenómenos sustitutivos, provocados en este caso por la inhibición de
los instintos, constituyen aquello que designamos con el nombre de nerviosidad y más
especialmente con el de psiconeurosis. Los neuróticos son aquellos hombres que,
poseyendo una organización desfavorable, llevan a cabo, bajo el influjo de las
exigencias culturales, una inhibición aparente, y en el fondo fracasada de sus instintos, y
que, por ello, sólo con un enorme gasto de energías y sufriendo un continuo
empobrecimiento interior pueden sostener su colaboración en la obra cultural o tienen
que abandonarla temporalmente por enfermedad. Calificamos a las neurosis de
«negativo» de las perversiones porque contienen en estado de «represión» las mismas
tendencias, las cuales, después del proceso represor, continúan actuando desde lo
inconsciente.
La experiencia enseña que para la mayoría de los hombres existe una frontera,
más allá de la cual no puede seguir su constitución las exigencias culturales. Todos
aquellos que quieren ser más nobles de lo que su constitución les permite sucumben a la
neurosis. Se encontrarían mejor si les hubiera sido posible ser peores. La afirmación de
que la perversión y la neurosis se comportan como un positivo o un negativo encuentra
con frecuencia una prueba inequívoca en la observación de sujetos pertenecientes a una
misma generación. No es raro encontrar una pareja de hermanos en la que el varón es un
perverso sexual y la hembra, dotada como tal de un instinto sexual más débil, una
neurótica, pero con la particularidad de que sus síntomas expresan las mismas
tendencias que las perversiones del hermano, más activamente sexual. Correlativamente,
en muchas familias son los hombres sanos, pero inmorales hasta un punto indeseable, y
las mujeres, nobles y refinadas, pero gravemente nerviosas.
Una de las más evidentes injusticias sociales es la de que el standard cultural exija
de todas las personas la misma conducta sexual, que, fácil de observar para aquellas
cuya constitución se lo permite, impone a otros los más graves sacrificios psíquicos.
Aunque claro está que esta injusticia queda eludida en la mayor parte de los casos por la
transgresión de los preceptos morales.
Hasta aquí hemos desarrollado nuestras observaciones refiriéndonos a estas
exigencias planteadas al individuo en el segundo de los grados de cultura por nosotros
supuesto, en el cual sólo quedan prohibidas las actividades sexuales llamadas perversas,
concediéndose, en cambio, amplia libertad al comercio sexual considerado como
normal. Hemos comprobado que ya con esta distribución de las libertades y las
restricciones sexuales queda situado al margen, como perverso, todo un grupo de
individuos y sacrificado a la nerviosidad otro, formado por aquellos sujetos que se
esfuerzan en no ser perversos, debiéndolo ser por su constitución. No es ya difícil prever
el resultado que habrá de obtenerse al restringir aún más la libertad sexual prohibiendo
toda actividad de este orden fuera del matrimonio legítimo, como sucede en el tercero de
los grados de cultura antes supuestos. El número de individuos fuertes que habrán de
situarse en franca rebeldía contra las exigencias culturales aumentará de un modo
extraordinario, e igualmente el de los débiles que en su conflicto entre la presión de las
influencias culturales y la resistencia de la constitución se refugiarán en la enfermedad
neurótica.
Por su parte, las mujeres que, en calidad de sustratos propiamente dichos de los
intereses sexuales de los hombres, no poseen sino en muy escasa medida el don de la
sublimación, y para las cuales sólo durante la lactancia pueden constituir los hijos una
sustitución suficiente del objeto sexual; las mujeres, repetimos, llegan a contraer, bajo el
influjo de las desilusiones aportadas por la vida conyugal graves neurosis que perturban
duraderamente su existencia. Bajo las actuales normas culturales, el matrimonio ha
cesado de ser hace mucho tiempo el remedio general de todas las afecciones nerviosas
de la mujer. Los médicos sabemos ya, por el contrario, que para «soportar» el
matrimonio han de poseer las mujeres una gran salud, y tratamos de disuadir a nuestros
clientes de contraerlo con jóvenes que ya de solteras han dado muestras de nerviosidad.
Inversamente, el remedio de la nerviosidad originada por el matrimonio sería la
infidelidad conyugal. Pero cuanto más severamente educada ha sido una mujer y más
seriamente se ha sometido a las exigencias de la cultura, tanto más temor le inspira este
recurso, y en su conflicto entre sus deseos y sus deberes busca un refugio en la neurosis.
Nada protege tan seguramente su virtud como la enfermedad. El matrimonio, ofrecido
como perspectiva consoladora al instinto sexual del hombre culto durante toda la
juventud, no llega, pues, a constituir siquiera una solución durante su tiempo.
XXX
1908
LOS materiales del presente estudio proceden de diversas fuentes. En primer lugar
de la observación inmediata de las manifestaciones y actividades infantiles; en segundo,
de los recuerdos infantiles conscientes, comunicados por individuos neuróticos adultos,
durante el tratamiento psicoanalítico, y, por último, de la traducción a lo consciente de
los recuerdos inconscientes de tales individuos neuróticos y de las deducciones y
conclusiones resultantes de sus análisis.
Otra cuestión harto difícil de decidir es la de hasta qué punto debe presuponerse
en todo sujeto infantil, sin excepción alguna, lo que aquí nos proponemos exponer sobre
los niños en general. El influjo de la educación y la distinta intensidad del instinto sexual
han de dar, seguramente, origen a grandes oscilaciones individuales en la conducta
sexual infantil, determinando, especialmente, la emergencia más o menos temprana del
interés sexual. Por esta causa no he articulado mi exposición conforme a épocas
infantiles sucesivas, prefiriendo presentar reunido todo aquello que la vida infantil nos
ofrece en épocas más o menos tempranas, según el sujeto. Desde luego, tengo la
convicción de que ningún niño -o por lo menos, ningún niño de inteligencia completa o
superior- llega a la pubertad sin que los problemas sexuales hayan ocupado ya su
pensamiento en los años anteriores a la misma.
Si nos fuera posible renunciar a nuestra envoltura corporal, y una vez convertidos
así en seres sólo pensamiento, procedentes, por ejemplo, de otro planeta, observar con
mirada nueva y exenta de todo prejuicio las cosas terrenas, lo que más extrañaríamos
sería, quizá, la existencia de dos sexos que, siendo tan semejantes, evidencian, no
obstante, su diversidad con signos manifiestos. Mas, no parece que los niños tomen
también este hecho fundamental como punto de partida de sus investigaciones sobre los
problemas sexuales. Conociendo desde el principio de su vida un padre y una madre,
aceptan su existencia como una realidad que no precisa de investigación alguna. Idéntica
conducta sigue el niño con respecto a una hermanita de la que no le separen sino uno o
dos años. La curiosidad sexual de los niños no se despierta expontáneamente a
consecuencia de una necesidad congénita de casualidad, sino bajo el aguijón de los
instintos egoístas en ellos dominantes, cuando al cumplir, por ejemplo, los dos años se
ven sorprendidos por la aparición de un nuevo niño. Aquellos niños que permanecen
únicos en su casa se transfieren también a tal situación por sus observaciones en otras
familias. La disminución -experimentada o temida- del cuidado de sus padres y la
previsión de que en adelante deberá compartirlo todo con el recién llegado, despiertan la
sensibilidad del sujeto y aguzan su pensamiento. El niño mayor manifiesta una franca
hostilidad a su competidor exteriorizándola en juicios nada amables sobre el mismo, en
el deseo de que «se lo vuelva a llevar la cigüeña», y a veces, incluso, en pequeños
atentados contra la criatura que yace inerme en su cuna. Una mayor diferencia de edad
debilita, por lo general, la expresión de esta hostilidad primaria. Asimismo, en el niño
que permanece único puede llegar a dominar, más adelante, el deseo de tener un
hermanito que le secunde en sus juegos como ha observado en otras casas.
Con el análisis de un niño de cinco años llevado a cabo por su propio padre, que
luego me autorizó a publicarlo, he aportado no hace mucho la prueba irrefutable de un
descubrimiento hacia el cual me habían orientado ya mucho antes mis psicoanálisis de
adultos. Sé ahora, fijamente, que las transformaciones provocadas en el aspecto de la
madre por el embarazo no escapan a los ojos del niño, el cual no tarda luego en
establecer la relación exacta entre un aumento de volumen de la madre y la aparición del
nuevo infante. En el caso antes citado el niño tenía tres años y medio cuando nació su
hermanita, y cuatro años y nueve meses cuando dejó ver, con transparentes alusiones, su
exacto conocimiento de lo sucedido. Pero este temprano conocimiento es siempre
mantenido secreto, y sucumbe más tarde a la represión y al olvido con todos los demás
resultados de la investigación sexual infantil.
La tercera de las teorías sexuales infantiles típicas surge cuando los niños llegan a
ser testigos casuales del comercio sexual de sus padres, aunque, naturalmente, no hayan
conseguido más que una percepción muy incompleta del mismo. Pero cualquiera que
haya sido el objeto de su percepción -la situación recíproca de los dos protagonistas, los
ruidos o ciertos detalles accesorios-, su interpretación del coito es siempre de carácter
sádico, viendo en él algo que la parte más fuerte impone violentamente a la más débil y
comparándolo, sobre todos los observadores masculinos, a una lucha cuerpo a cuerpo,
como las que ellos sostienen con sus camaradas de juego, y que no dejan de integrar una
cierta mezcla de excitación sexual. No he podido comprobar que los niños descubran en
tales escenas por ellos sorprendidas el dato que les faltaba para la solución de su
problema. En muchos casos parecía que si tal relación permanecía oculta a los ojos de
los niños, era precisamente por haber interpretado el acto erótico como un acto de
violencia. Pero esta interpretación parece a su vez, un retorno de aquel oscuro impulso a
una acción cruel que se enlazaba con la excitación del pene en las primeras meditaciones
del infantil sujeto sobre el problema del origen de los niños. No puede negarse tampoco
la posibilidad de que aquel temprano impulso sádico, que casi habría dejado adivinar el
coito, surgiera por su parte bajo el influjo de oscurísimas reminiscencias del comercio
sexual de los padres; reminiscencias cuyo material habría reunido el niño, sin utilizarlo
aún, durante los primeros años de su vida, en los que compartió la alcoba de sus
progenitores.
La teoría sádica del coito, que, al no ser relacionada con otras impresiones, induce
al sujeto en error en lugar de aportarle una confirmación de sus hipótesis, es, a su vez,
expresión de uno de los componentes sexuales congénitos, más o menos intenso en cada
niño, y en consecuencia resulta parcialmente exacta, adivinando en parte la esencia del
acto sexual y la «lucha de los sexos» que a él precede. No es tampoco raro que el niño
encuentre confirmada esta teoría suya por observaciones casuales que aprehende en
parte exacta y en parte erróneamente, o incluso de un modo antitético. En muchos
matrimonios se resiste realmente la mujer al abrazo conyugal, que no le proporciona
placer alguno, y trae, en cambio, consigo el peligro de un nuevo embarazo. La madre
ofrece así al niño, que supone dormido (o que finge estarlo), una impresión que no
puede ser interpretada sino como una defensa contra un acto de violencia. Otras veces es
toda la vida conyugal la que ofrece al niño el espectáculo de una continua disputa
expresada en palabras y gestos hostiles, no pudiendo así extrañar al infantil observador
que tal disputa prosiga por la noche y tenga el mismo desenlace violento que sus
diferencias con sus hermanos o compañeros de juegos.
En una relación menos estrecha con el insoluble problema del origen de los niños
se pregunta también el sujeto infantil en qué consiste el «estar casado», y da a esta
interrogación respuestas distintas, según las coincidencias de sus observaciones
ocasionales de las relaciones de sus padres con sus propios instintos parciales aun
revestidos de placer. Tales respuestas no parecen integrar más que un solo elemento
común: el de prometerse en el matrimonio una consecuencia de placer y una superación
del pudor. La teoría más frecuentemente hallada por mí ha sido la de que los casados
orinan uno delante de otro, o que el marido orina en el orinal de la mujer, variante que
parece querer indicar simbólicamente un más exacto conocimiento.
Tales serían las principales teorías sexuales típicas del niño, estructuradas por él
espontáneamente, en temprana edad infantil, bajo la sola influencia de los componentes
instintivos sexuales. Sé muy bien que no he conseguido aún reunir todo el material
existente ni relacionar sin solución de continuidad alguna estos productos mentales con
el resto de la vida infantil. Por lo menos, añadiré todavía algunas observaciones que toda
persona conocedora de la cuestión habrá de echar de menos. Así, la importante teoría de
que los niños son engendrados en un beso, teoría que delata claramente el predominio de
la zona erógena bucal. Que yo sepa, esta teoría es exclusivamente femenina y la
hallamos a veces con carácter patógeno en muchachas cuya investigación sexual infantil
ha sido rigurosamente coartada por sus padres o guardadores. Una de mis pacientes llegó
por sí sola, merced a una observación casual, a la teoría de la couvade, que, como es
sabido, constituye en algunos pueblos una costumbre general, encaminada muy
probablemente a desvanecer las dudas sobre la paternidad, nunca libre de ellas.
Habiendo advertido que un tío suyo, individuo un tanto original, permanecía varios días
sin salir de casa después de tener su mujer un niño y recibía a las visitas en bata, dedujo
que ambos cónyuges participaban en el parto y tenían que guardar cama.
Hacia los diez o los once años suelen llegar a los niños las primeras revelaciones
sexuales. Un niño, criado en un ambiente social más libre o que ha tenido mejores
ocasiones de observar hechos sexuales, comunica a los demás sus descubrimientos,
porque le hacen aparecer «más hombre» ante sus camaradas. Lo que así descubren los
niños es casi siempre la verdad; esto es, la existencia de la vagina y su destino; mas,
aparte de esto, las revelaciones que así se hacen unos niños a otros suelen contener
también errores y residuos de las anteriores teorías sexuales infantiles. Casi nunca son
completas ni suficientes para la solución del problema primitivo.
XXXI
SI, como desde los tiempos de Aristóteles viniese admitiendo, es la función del
drama despertar la piedad y el temor, provocando así una «catarsis de las emociones»,
bien podemos describir esta misma finalidad expresando que se trata de procurarnos
acceso a fuentes de placer y de goce yacentes en nuestra vida afectiva, tal como el chiste
y lo cómico lo hacen en la esfera del intelecto, cuya acción es precisamente la que nos
ha tornado inaccesibles múltiples fuentes de dicha especie. No cabe duda de que, a este
respecto, el principal papel le corresponde a la liberación de los propios afectos del
sujeto, y el goce consiguiente ha de corresponder, pues, por un lado, al alivio que
despierta su libre descarga, y por el otro, muy probablemente, a la estimulación sexual
concomitante que, según es dable suponer, representa el subproducto ineludible de toda
excitación emocional, inspirando en el sujeto ese tan caramente estimado sentimiento de
exaltación de su nivel psíquico. La contemplación apreciativa de una representación
dramática cumple en el adulto la misma función que el juego desempeña en el niño, al
satisfacer su perpetua esperanza de poder hacer cuanto los adultos hacen. El espectador
del drama es un individuo sediento de experiencia; se siente como ese «Mísero, al que
nada importante puede ocurrirle»; hace ya mucho tiempo que se encuentra obligado a
moderar, mejor dicho, a dirigir en otro sentido su ambición de ocupar una plaza central
en la corriente del suceder universal; anhela sentir, actuar, modelar el mundo a la luz de
sus deseos; en suma, ser un protagonista. Y he aquí que el autor y los actores del drama
le posibilitan todo esto al ofrecerle la oportunidad de identificarse con un protagonista.
Pero de este modo le evitan también cierta experiencia, pues el espectador bien sabe que
si asumiera en su propia persona el papel del protagonista debería incurrir en tales
pesares, sufrimientos y espantosos terrores que le malograrían por completo, o poco
menos, el placer implícito. Sabe, además, que sólo tiene una vida que vivir, y que bien
podría perecer ya en la primera de las múltiples batallas que el protagonista debe librar
con los hados. De ahí que su goce dependa de una ilusión, pues presupone la atenuación
de su sufrimiento merced a la certeza de que, en primer término, es otro, y no él, quien
actúa y sufre en la escena y en segundo lugar trátase sólo de una ficción que nunca
podría llegar a amenazar su seguridad personal. Es en tales circunstancias cuando puede
permitirse el lujo de ser un héroe y protagonista cuando puede abandonarse sin
vergüenza a sus impulsos coartados, como la demanda de libertad en cuestiones
religiosas, políticas, sociales o sexuales, y cuando puede también dejarse llevar
dondequiera sus arrebatos quieran llevarlo, en cuanta gran escena de la vida se
represente en el escenario.
Todos estos prerrequisitos del goce, empero, son comunes a varias otras formas de
la creación artística. La poesía épica sirve en primer lugar a la liberación de sentimientos
intensos, pero simples, como en su esfera de influencia lo hace también la danza. Cabe
afirmar que el poema épico facilita particularmente la identificación con la gran
personalidad heroica en medio de sus triunfos, mientras que del drama se espera que
ahonde más en las posibilidades emocionales y que logre transformar aún las más
sombrías amenazas del destino en algo disfrutable, de modo que representa al héroe
acosado por la calamidad, haciéndolo sucumbir con cierta satisfacción masoquista. En
efecto, podríase caracterizar el drama precisamente por esta relación suya con el
sufrimiento y con la desgracia, ya sea que, como en la comedia dramática, se limite a
despertar la ansiedad para aplacarla luego, ya sea que, como en la tragedia el sufrimiento
realmente sea desplegado hasta sus términos últimos. Es indudable que este significado
del drama guarda cierta relación con su descendencia de los ritos sacrificiales (el chivo y
el chivo emisario) en el culto de los dioses: el drama aplaca, en cierta manera, la
incipiente rebelión contra el orden divino que decretó el imperio del sufrimiento. El
héroe es, en principio, un rebelde contra Dios y lo divino; y es del sentimiento de
miseria que la débil criatura siente enfrentada con el poderío divino de donde el placer
puede considerarse derivado, a través de la satisfacción masoquista y del goce directo
del personaje, cuya grandeza el drama tiende, con todo, a destacar. He aquí, en efecto, la
actitud prometeica del ser humano, quien, animado de un espíritu de mezquina
complacencia, está dispuesto a dejarse aplacar por el momento con una gratificación
meramente transitoria.
Todas las formas y variedades del sufrimiento pueden constituir, pues, temas del
drama, que con ellas promete crear placer para el espectador. De aquí emana la
condición primera que este género artístico ha de cumplir: no causar sufrimiento alguno
al espectador y hallar los medios de compensar mediante las gratificaciones que
posibilita la piedad que ha suscitado -una regla ésta que los dramaturgos modernos se
han entregado a violar con particular frecuencia. Dicho sufrimiento, empero, no tarda en
quedar restringido a la angustia psíquica pues nadie desea presenciar el sufrimiento
físico, teniendo presente la facilidad con que las sensaciones corporales así despertadas
ponen fin a toda posibilidad de goce psíquico. Quien está enfermo conoce sólo un deseo:
curar; salir de su condición actual; que el médico acuda con sus medicamentos; que cese
el hechizo del juego de la fantasía- ese hechizo que nos ha corrompido al extremo de
permitirnos derivar goce aun de nuestro sufrimiento. Cuando el espectador se coloca en
el lugar de quien sufre una afección física, nada encuentra en sí mismo que pueda
procurarle un goce o que le permita un trueque psicológico, y por eso una persona
físicamente enferma sólo es admisible en el teatro a título secundario, pero no como
protagonista, salvo que algún aspecto psíquico particular de la enfermedad sea
susceptible de una elaboración psicológica, como, por ejemplo, en el abandono de
Filoctetes enfermo o en la desesperanza de los enfermos presentados en las obras de
Strindberg.
Posiblemente sea a causa del descuido de estas tres condiciones, ineludibles, por
lo que tantos otros personajes psicopáticos son tan poco aptos para el teatro como lo son
para la vida misma. Pues el neurótico es, para nosotros, por cierto, un ser humano de
cuyo conflicto no podemos obtener la menor comprensión (empatía), cuando nos lo
exhibe en la forma de un producto final. Recíprocamente, una vez que nos hemos
familiarizado con dicho conflicto, olvidamos que se trata de un enfermo, tal como él
mismo deja de estar enfermo al familiarizarse con el conflicto. Es así tarea del
dramaturgo transportarnos dentro de la misma enfermedad, cosa que se logra mejor si
nos vemos obligados a seguirlo a través de todos su desarrollo. Esto será particularmente
necesario si la represión no se encuentra ya establecida en nosotros y si, por
consiguiente, debe ser efectuada de nuevo cada vez, lo cual representaría un paso más
allá de Hamlet en cuanto a la utilización de la neurosis en el teatro. Cuando en la vida
real nos topamos con tal neurosis enigmática y plenamente desarrollada, llamamos al
médico y no vacilamos en considerar a la persona en cuestión como inapta para
convertirse en personaje dramático.
1906
Todos conocéis aquel juego infantil y de la sociedad en el que una persona dice a
otra una palabra cualquiera, a la cual debe el interpelado añadir otra que forme con la
primera una palabra compuesta. Por ejemplo: Dampf (vapor), Schiff, (barco), o sea,
Dampfschiff (barco de vapor). Pues bien: el experimento de asociación, introducido en
la Psicología por la escuela de Wundt, no es más que una modificación de este juego
infantil, en la que se prescinde tan sólo de una de sus condiciones. Consiste, pues, en
decir a una persona una palabra -la palabra-estímulo-, a la cual responde aquélla, lo más
rápidamente posible, con una segunda palabra -la llamada «reacción»- que asocia a la
primera, sin que nada limite su elección. El tiempo empleado en la reacción y la relación
entre la palabra-estímulo y la reacción, relación que puede ser muy diversa, son los
objetos de la observación: Ahora bien: no puede afirmarse que estos experimentos
dieran en un principio mucho fruto. Lo cual es comprensible, pues fueron realizados sin
un programa fijo ni una finalidad determinada. Sólo cuando Bleuler y sus discípulos,
especialmente Jung, comenzaron a ocuparse, en Zurich, de tales «experimentos de
asociación» recibieron éstos un sentido y dieron fruto. Pero lo que les dio ya un valor
positivo fue la hipótesis de que la reacción a la palabra-estímulo no podía ser puramente
casual, sino algo estrictamente determinado por un contenido ideológico preexistente en
el sujeto de la reacción.
Sabéis ya, por los experimentos que personalmente habéis realizado, como, dado
un tal planteamiento del mismo, resultan de las reacciones cuatro distintos puntos de
apoyo para determinar si la persona examinada posee el mismo complejo al que vosotros
reaccionáis con palabras-estímulos. Tales puntos de apoyo son: 1), un contenido
inhabitual de la reacción, que precisa ser explicado; 2), la prolongación de la reacción,
pues resulta que aquellas palabras-estímulos que hieren el complejo, sólo después de un
sensible retraso (frecuentemente un múltiplo del tiempo de reacción corriente) son
contestadas con la reacción; 3), el error en la reproducción. Ya conocéis en qué consiste
este hecho singular. Cuando, poco tiempo después de terminar el experimento
practicado con una larga serie de palabras-estímulos, se proponen de nuevo las mismas
al sujeto, éste repite las reacciones de la primera vez. Sólo antes aquellas palabras-
estímulos que han herido directamente el complejo sustituye sin dificultad por otra
distinta la reacción anterior. Y 4), el hecho de la perseveración. Sucede, efectivamente,
con frecuencia que el efecto de la estimulación del complejo por una palabra-estímulo a
él correspondiente («palabra crítica»), por ejemplo, la prolongación del tiempo de
reacción, perdura y modifica aún las reacciones a las palabras no críticas siguientes.
Cuando todos estos signos o varios de ellos coinciden es prueba de que el complejo que
nos es conocido existe, como elemento psíquico perturbador, en el sujeto de experiencia.
Tal perturbación la explicamos suponiendo que el complejo existente en el sujeto está
cargado de afecto, siendo así susceptible de sustraer atención a la tarea de reaccionar, y
vemos, por tanto, en ella una «autodelación psíquica».
Ahora bien: la labor del terapeuta es la misma que la del juez instructor: tenemos
que describir lo psíquico oculto y hemos inventado con este fin una serie de artes
«detectivescas», algunas de las cuales tendrán que copiarnos ahora los señores juristas.
Para vuestra labor os interesará saber de qué manera procedemos nosotros los
médicos en el psicoanálisis. Después que el enfermo nos ha relatado por vez primera su
historia, le invitamos a abandonarse por completo a sus asociaciones espontáneas y a
manifestar, sin reserva crítica alguna, todo lo que se le venga a las mientes. Partimos,
pues, de la hipótesis, no compartida en absoluto por el sujeto, de que tales ocurrencias
no han de ser arbitrarias, sino determinadas por la relación con su secreto, con su
complejo, pudiendo ser interpretadas, por decirlo así, como ramificaciones de tal
complejo. Como veréis, se trata exactamente de la misma hipótesis con cuyo auxilio
habéis hallado interpretables los experimentos de asociación. Pero el enfermo, al que se
recomienda la más absoluta obediencia a la regla de comunicar todas sus ocurrencias, no
parece hallarse en situación de hacerlo. Retiene algunas de ellas, trata de justificar con
diversas razones, alegando que se trata de algo insignificante, impertinente o totalmente
sin sentido. Entonces le pedimos que comunique y persiga la ocurrencia de que se trate,
a pesar de tales objeciones; pues precisamente la crítica que en ellas se exterioriza es una
prueba de que la ocurrencia correspondiente pertenece al complejo que tratamos de
descubrir. En esta conducta del paciente vemos una manifestación de la «resistencia» en
él dada, que no le abandonará ya en todo el curso del tratamiento. Este concepto de la
resistencia ha logrado máxima significación para nuestra inteligencia de la génesis de la
enfermedad y del mecanismo de la curación.
Nuestra experiencia nos permite sentar la afirmación de que por medio de técnicas
como las apuntadas se consigue hacer consciente al enfermo lo reprimido, su secreto, y
suprimir así la condicionabilidad psíquica de sus síntomas. Ahora bien: antes que
deduzcáis de estos resultados favorables conclusión alguna sobre las posibilidades de
éxito de vuestros trabajos quiero subrayar aquí y allá las diferencias dadas en la
situación psicológica.
Ya indicamos antes cuál era la diferencia principal: en el neurótico se trata de algo
secreto para su propia consciencia, y en el delincuente, de algo únicamente secreto para
vosotros. En el primero existe una ignorancia auténtica, si bien no en todos los sentidos;
en el segundo, sólo una simulación de ignorancia. A esto se enlaza otra diferencia
mucho más importante desde el punto de vista práctico. En el psicoanálisis, el enfermo
nos ayuda a vencer su resistencia, pues espera del examen un beneficio: la curación; en
cambio, el delincuente no colabora con vosotros y trabajará su yo contra todo. Tenéis,
desde luego, la compensación de que en vuestras investigaciones sólo se trata de que
logréis una convicción objetiva, mientras que el tratamiento exige que el mismo enfermo
llegue personalmente a igual convicción. Pero hemos de esperar hasta ver qué
dificultades o alteraciones suscita en vuestro procedimiento la falta de la colaboración
del investigado. Es ésta una situación que no podéis constituir en vuestro seminario,
pues aquel de vuestros colegas al que encarguéis de representar el papel de acusado no
podrá dejar de ser un colaborador vuestro y os ayuda, a pesar de su propósito consciente
de no delatarse.
Quisiera hacer resaltar también que vuestro experimento puede sufrir una
intromisión que en el psicoanálisis es cosa natural y corriente. Podéis ser inducidos a
error en vuestra investigación por un neurótico que reaccione como si fuera culpable,
aunque sea inocente, porque un sentimiento de culpabilidad preexistente en él y en
acecho constante de una ocasión propicia se apodere de la acusación de que se trate. No
tengáis este caso por una invención ociosa. Pensad en la nursery, en el cual se puede
observar frecuentemente. Sucede, en efecto, que un niño al cual se reprocha una falta
niega resueltamente la culpa, pero al mismo tiempo llora como un pecador convicto.
Opinaréis, quizá, que el niño miente al asegurar su inocencia, pero el caso puede ser
muy otro. El niño no ha cometido la falta que le atribuís; pero sí, en cambio, otra que
vosotros ignoráis y de la que no le inculpáis. Niega, pues, su culpabilidad -en cuanto a la
una-; pero, al mismo tiempo, delata su sentimiento de culpabilidad por la otra. El
neurótico adulto se conduce en este punto -y en muchos otros- enteramente como un
niño. De estos hombres hay muchos, y es aún discutible que vuestra técnica consiga
descubrir en tales autoacusadores a los verdaderamente culpables. Y, por último, sabéis
muy bien que las normas del procedimiento judicial os prohíben toda actuación que
pueda sorprender al acusado. Este habrá, pues, de conocer previamente lo importante
que es para él no delatarse en el experimento, y nada nos permite afirmar que una vez
fija la atención del sujeto en el complejo sus reacciones hayan de ser las mismas que
cuando su atención está apartada de él, ni sabemos tampoco hasta qué punto puede
influir, en personas distintas, el propósito de ocultación sobre su manera de reaccionar.
Lo mejor sería que los jueces no llegaran siquiera a conocer las conclusiones a las
que vuestra investigación os hubiera llevado en cuanto a la culpabilidad del acusado. Al
cabo de varios años de una tal recolección y elaboración comparativa de los datos así
obtenidos habrían resuelto probablemente todas las dudas sobre la utilidad procesal de
este procedimiento psicológico de investigación.
Claro está que la realización de esta propuesta no depende tan sólo de vosotros ni
de vuestro digno profesor.
XXXIII
1906 [1907]
En esta discusión sobre la naturaleza del sueño parecen los poetas situarse al lado
de los antiguos, de la superstición popular y del autor de estas líneas y de «La
interpretación de los sueños», pues cuando hacen soñar a los personajes creados por su
fantasía, no sólo se conforman a la cotidiana experiencia de que el pensamiento y la
sensibilidad de los hombres continúan vivos en el estado de reposo nocturno, sino que al
presentarnos los sueños de sus personajes, su intención es precisamente la de darnos a
conocer por medio de ellos los estados de alma de los mismos. Y los poetas son
valiosísimos aliados, cuyo testimonio debe estimarse en alto grado, pues suelen conocer
muchas cosas existentes entre el cielo y la tierra y que ni siquiera sospecha nuestra
filosofía. En la psicología, sobre todo, se hallan muy por encima de nosotros, los
hombres vulgares, pues beben en fuentes que no hemos logrado aún hacer accesibles a la
ciencia. Desgraciadamente esta aceptación por los poetas de la naturaleza significativa
de los sueños, no es todo lo inequívoca que fuera de desear, pues una penetrante crítica
pudiera objetarnos que el poeta no toma partido en pro ni en contra de la significación
psíquica de cada sueño, sino que se limita a mostrar cómo el alma dormida se contrae
bajo el efecto de las excitaciones que como restos de la vida despierta han permanecido
vivas en ella.
El que los poetas no nos ofrezcan todo el apoyo que de ellos esperábamos, no ha
de debilitar, sin embargo, el interés que no inspira la forma en que se sirven de los
sueños como medio auxiliar de la creación artística. Aunque nuestra investigación no
haya de descubrirnos nada nuevo sobre la esencia del fenómeno anímico, nos presentará
quizá una visión, desde un nuevo ángulo, de la naturaleza de la producción poética. Pero
si los verdaderos sueños pasan por ser creaciones totalmente contingentes y desprovistas
de toda norma ¡qué no serán las libres imitaciones poéticas de los mismos!
Afortunadamente, la vida anímica posee mucha menos libertad y arbitrariedad de lo que
suponemos y hasta quizá carezca de ellas en absoluto. Lo que en el mundo exterior nos
hallamos acostumbrados a calificar de casualidad, demuestra luego hallarse compuesto
de múltiples leyes, y también lo que en el mundo psíquico denominamos arbitrariedad
reposa sobre estrictas normas que, por ahora, sólo oscuramente sospechamos.
Dos caminos distintos se nos ofrecen para emprender esta investigación. Sería uno
el profundizar en un caso especial, esto es, en los sueños atribuidos por un poeta a los
personajes de una de sus obras. El otro consistiría en la exposición conjunta y paralela
de todos los ejemplos de empleo literario de los sueños, que pudiésemos hallar en las
obras de diversos autores. Este segundo camino me parece el más conveniente y quizá el
único justificado, pues nos protegería contra los peligros que para nuestra labor ha de
suponer la aceptación de un artificial concepto unitario -«el poeta»- que en la
investigación se fragmentaría, individualizándose y dando paso a la diversidad de los
muchos «poetas» conocidos, a los que estimamos muy diferentemente y entre los que
estamos acosumbrados a hallar aquellas figuras que aislamos del conjunto para
venerarlas como las de los más profundos conocedores del alma humana. No obstante,
tenemos que emprender en el presente trabajo el primero de los caminos antes señalados.
Débese esto a que una de las personas del círculo en que surgió la idea de esta
investigación, manifestó haber leído últimamente con agrado, una obra literaria en la que
se hallaban contenidos varios sueños, los cuales, por presentar aquellas características
que su estudio del fenómeno onírico le había hecho familiares, le invitaban a aplicar a
ellos el método de interpretación expuesto en nuestra antes citada obra. Confesó,
además, la persona en quien surgió esta idea, que el agrado que le había producido la
lectura de la obra a que se refería, dependía con seguridad, en gran parte, de
circunstancias puramente subjetivas, pues el desarrollarse la acción en Pompeya y ser el
protagonista un joven arqueólogo que traslada todo su interés, desde la vida real, a los
restos de la antigüedad clásica, hasta que por un medio indirecto, pero perfectamente
admisible, es atraído de nuevo a la vida presente, eran hechos que despertaron en él
íntimas resonancias. La obra a que nuestro amigo se refería era la novelita titulada
«Gradiva», a la que W. Jensen, su autor, califica de «fantasía pompeyana».
Ruego ahora a mis lectores, que abandonen el presente libro y lo sustituyan por la
novela citada, aparecida en 1903, con objeto de que, en adelante, pueda yo referirme a
algo conocido. Para aquellos otros que conocen ya la «Gradiva» expondré aquí una
ligera síntesis de su contenido, que despierte en su memoria el recuerdo de la totalidad, y
confío en que, al mismo tiempo, el de las bellezas que en la misma se contienen y que en
una síntesis no pueden por menos de desaparecer.
Asomado a la ventana, dejaba así vagar sus pensamientos, cuando los trinos de un
canario que cantaba dentro de su jaula, colgada en la abierta ventana de la casa frontera,
atrajeron su atención. Bruscamente, como si fuera ahora cuando despertase de su sueño,
salió de su ensimismamiento, y al dirigir su mirada hacia la calle creyó ver pasar ante su
casa una figura femenina semejante a su Gradiva y hasta quiso reconocer el paso
característico que tan en vano hubo de buscar anteriormente. Sin darse exacta cuenta de
sus actos, salió de su casa en persecución de la desconocida, y sólo el asombro y la burla
de la gente al verle correr por las calles a medio vestir le hizo retornar a su habitación sin
haber conseguido su propósito. Acodado de nuevo a la ventana, se comparó con aquel
canario que cantaba en la casa vecina. También a él le parecía hallarse prisionero, pero si
quería, podía evadirse de su jaula. Como una nueva consecuencia de su sueño y quizá
también por el influjo del dulce ambiente primaveral, surgió en él la decisión de
emprender un viaje a Italia, para el que halló en seguida un pretexto científico, aunque
reconocía que «el impulso a emprender aquel viaje había sido determinado en él por una
sensación indefinible».
La tensión en que nos mantiene el poeta se eleva ahora por unos momentos hasta
la categoría de una penosa confusión. Encontramos ya desconcertante, no sólo el franco
desequilibrio del protagonista, sino la aparición de la Gradiva, que hasta ahora no había
pasado de ser primero una figura escultórica y luego una creación de la fantasía de
Hanold. ¿Se trata de una alucinación de éste, perturbado por el delirio de un fantasma
«real» o de una persona de carne y hueso? Claro es que esta interrogación no implica el
que creamos en los aparecidos. El poeta, que califica su obra de «fantasía», no nos ha
dicho aún si se propone dejarnos en nuestro mundo, regido por las leyes científicas o,
por lo contrario, intenta conducirnos a otro mundo fantástico en el que se concede
realidad a los espíritus y al que, recordando los ejemplos del Hamlet y del Macbeth
shakespearianos, nos hallamos, en calidad de lectores, dispuestos a seguirle, aunque el
delirio del imaginativo arqueólogo sea de muy distinto género. Considerando la
inverosimilitud de la real existencia de una persona cuyo aspecto exterior copie
fielmente el de una escultura antigua, habremos de pensar que la aparición de Gradiva
entre las ruinas de Pompeya no puede ser sino una alucinación de Hanold o un fantasma
meridiano. Mas un detalle del relato excluye la primera de estas dos interpretaciones.
Una gran lagartija yace inmóvil tomando el sol sobre una piedra, y al acercarse Gradiva,
huye asustada a su madriguera. No se trata, pues, de una alucinación de Norbert, sino de
algo por completo exterior a él. Mas, por otra parte, no creemos que un fantasma pueda
con su ingrávido paso turbar la tranquilidad de una lagartija.
¡Qué vergüenza para nosotros los lectores! Resulta que el poeta se ha burlado de
nosotros, y para obligarnos a juzgar con una mayor benevolencia a su héroe, nos ha
hecho caer en un pequeño delirio, como si sobre nuestras facultades intelectuales
hubiese actuado un reflejo de aquel ardiente sol del mediodía pompeyano, que cae a
plomo sobre la frente del infeliz Norbert. Mas curado ya de nuestro momentáneo
desvarío, vemos ahora que la Gradiva que creíamos fantasmal aparición no es sino una
muchacha alemana de carne y hueso, hipótesis que antes rechazamos como la más
inverosímil. Podemos ya, por lo tanto, esperar con toda calma y serenidad, que el poeta
nos muestre, en primer lugar, la relación existente entre esta muchacha y su imagen en
piedra, y en segundo, cómo el joven arqueólogo ha podido llegar a las fantasías que
atribuían, no sin cierta razón por lo que vemos, una existencia real a dicha imagen.
Tras de la desaparición de Gradiva pasa Norbert revista a los huéspedes del hotel
«Diomede» y del hotel «Suisse», las dos únicas hospederías que le son conocidas en
Pompeya, y en ninguna de las dos encuentra muchacha alguna que presente semejanza,
siquiera lejana, con su bello fantasma, resultado que se conforma en todo a sus
esperanzas, pues desde el primer momento había rechazado como inverosímil e
insensata la hipótesis contraria. El vino fermentado en los cálidos lagares del suelo
vesubiano hace luego más intenso el desvarío en que Hanold pasa aquella tarde.
II
Sin duda, habrá sorprendido a nuestros lectores, ver que, hasta ahora, hemos
considerado las manifestaciones y actividades psíquicas de Norbert Hanold y de Zoe
Bertgang como si éstos fuesen individuos reales y no ficciones poéticas o como si el
entendimiento del poeta fuera un medio totalmente neutro, incapaz de ejercer acción
ninguna deformadora. Éste nuevo proceder ha de resultar tanto más extraño cuanto que
Jensen renuncia desde un principio a toda pretensión de verosimilitud al dar a su obra el
título de «fantasía». Pero a pesar de esto, nos parece constituir el poético relato una tan
fidelísima copia de la realidad, que no presentaríamos la menor objeción, si en lugar de
titularlo de dicho modo, lo hubiese calificado de estudio psiquiátrico. Únicamente en dos
ocasiones ha hecho uso el poeta de su indiscutible derecho a apartarse de las normas
reales. Es la primera, cuando hace hallar al joven arqueólogo un bajo relieve, que a pesar
de ser auténticamente antiguo, reproduce no sólo la singular posición del pie en la
marcha, sino también los rasgos fisonómicos y las formas corporales de una persona que
vive muchos siglos después, llegando esta semejanza hasta el punto de que al hallarse
Hanold ante tal persona la puede tomar por la escultura misma a la que se hubiera
infundido vida. La segunda de tales libertades es la de hacerle encontrar a Zoe
precisamente en Pompeya, lugar en el que su fantasía había situado a la muerta Gradiva,
siendo así que al trasladarse a Italia lo que hacía era alejarse de la Gradiva viva, a la que
había visto pasar por las calles de la ciudad en la que tenía establecida su residencia.
Mas esta segunda libertad del autor no parece, de todos modos, alejarse excesivamente
de las posibilidades reales pues puede muy bien justificarse por la intervención de la
casualidad, que innegablemente desempeña un importantísimo papel en los destinos de
muchos hombres. Además, en este caso, adquiere el azar un bello sentido poético no
muy apartado de lo efectivo, pues refleja aquella fatalidad singular, pero frecuente en la
vida humana, que convierte nuestra huída en el medio más seguro de tropezar con
aquello que deseábamos eludir. Así, pues, lo único que en la obra de Jensen nos parece
constituir algo por completo fantástico y arbitrario, es el dato que le sirve de punto de
partida, o sea la amplia semejanza de la escultura con la muchacha viva, semejanza que
quizá encontrásemos más verosímil si el autor la hubiese limitado exclusivamente a la
posición del pie en la marcha. Siendo así, lograríamos quizá, poniendo en juego nuestra
propia fantasía, constituir un enlace de tal coincidencia con la realidad. Primeramente, el
apellido Bertgang podía deber su origen al hecho de haberse singularizado, ya en los
tiempos antiguos, las ascendientes femeninas de Zoe, por su bello modo de andar, y en
segundo lugar la rama germánica de los Bertgang podía descender de una estirpe romana
a la que perteneciera la mujer que había inspirado al artista la idea de fijar en mármol
aquel gracioso paso. Dado que las variaciones de la forma humana no son
independientes unas de otras y que el resurgimiento, en épocas modernas, de los tipos
antiguos tal y como los hallamos en los museos, constituye un hecho efectivo y probado,
no sería totalmente imposible que una Bertgang moderna mostrase un minucioso
parecido con una antigua ascendiente suya. Claro es, que más prudente que abandonarse
a estas especulaciones, sería interrogar al autor mismo sobre las fuentes de que surgió
esta parte de su creación, pues de este modo lograríamos hacer más profunda nuestra
inteligencia de la misma y fijar nuevamente como determinadas y regulares muchas de
las cosas que aún nos parecen en ella por completo arbitrarias. Mas no siéndonos
permitido el acceso a las fuentes de la vida anímica del poeta, dejaremos intacto su
derecho a fundar un desarrollo totalmente verosímil en una hipótesis inverosímil,
derecho del que, por ejemplo, hizo también uso Shakespeare en su «Rey Lear».
Esto es, en efecto, lo que sucede en la obra que nos ocupa, y que no es sino la
exposición poética de la historia de una enfermedad y de su acertado tratamiento.
Una vez terminada la síntesis que del relato de Jensen hemos efectuado y
satisfecho el interés que su trama despierta en el lector, podemos examinarlo con mayor
atención y analizarlo cuidadosamente, empleando el tecnicismo de nuestra disciplina,
labor en la que necesariamente hemos de incurrir en repeticiones.
Indicamos antes, que los recuerdos de su infantil camaradería con Zoe se hallan
en Hanold en estado de «represión», y ahora los calificamos de recuerdos
«inconscientes». Habremos, pues, de aclarar esta relación entre tales dos tecnicismos
que al parecer hemos empleado como sinónimos. La explicación es harto sencilla.
«Inconsciente» es el concepto amplio o general y «reprimido», el especial o restringido.
Todo lo que se halla reprimido es inconsciente, pero no de todo lo inconsciente podemos
afirmar que se halla en estado de represión. Si, al ver el bajo relieve, hubiera recordado
Hanold el andar de su amiga Zoe, hubiera devenido en él, simultáneamente activo y
consciente, un recuerdo antes inconsciente que, de este modo, hubiese demostrado que
no se hallaba reprimido. «Inconsciente» es, por lo tanto, un término puramente
descriptivo y en diversos aspectos, indeterminado; pudiéramos decir que es un término
«estático». En cambio «reprimido» es una expresión «dinámica» que tiene en cuenta el
juego de las fuerzas psíquicas y afirma la existencia de un impulso a exteriorizar todos
los efectos psíquicos, entre ellos también los del devenir consciente, pero asimismo la de
una fuerza contraria, una resistencia capaz de impedir una parte de estos efectos
psíquicos, incluyendo nuevamente los de la percatación por la conciencia. La
característica de lo reprimido es, precisamente, que a pesar de su intensidad no logra
abrirse camino hasta la conciencia. En el caso de Hanold, se trata, por lo tanto, desde el
momento en que ve el bajo relieve, de un inconsciente reprimido, o sea simplemente de
algo reprimido.
Nuestro poeta ha omitido fijar las causas que motivan la represión de la vida
amorosa en su héroe, pues la continua abstracción del mismo en su disciplina científica
es tan sólo el medio del que la represión se sirve para lograr sus fines. El médico tendría
que profundizar más en este punto, aunque quizá no consiguiese mayores resultados. Lo
que, en cambio, no ha dejado Jensen de exponer con todo acierto -y ya hemos acentuado
antes la importancia de este hecho y la admiración que nos producía- es cómo el
erotismo reprimido surge de nuevo precisamente de entre los mismo medios puestos al
servicio de la represión. Como era debido, es una obra del arte antiguo, una figura
escultórica femenina, lo que arranca a nuestro arqueólogo de su apartamiento del amor y
le advierte la obligación de satisfacer a la vida la deuda que desde nuestro nacimiento
pesa sobre nosotros.
«Me decía a mí misma que no dejaría de desenterrar aquí, por mi cuenta, algo
interesante. Pero lo cierto es que el descubrimiento que en realidad he hecho ni siquiera
había cruzado por mi pensamiento.» Y más adelante habla Zoe de «su amigo de la
infancia al que podía decirse que había desenterrado de entre las cenizas de Pompeya.»
De este modo, hallamos ya en los primeros rendimientos de las fantasías y de los
actos que el delirio inspira a Hanold, un doble determinación, pues podemos derivarlos
de dos distintas fuentes. Una de estas determinaciones es la que Hanold supone y de la
que tiene perfecta conciencia. La otra, inconsciente en él es la que se nos revela, al
examinar sus procesos psíquicos. Derívase la primera, en su totalidad, del círculo de
representaciones de la ciencia arqueológica, y en cambio, la segunda, procede de los
recuerdos infantiles reprimidos puestos en actividad en Hanold y de los impulsos
sentimentales con ellos enlazados. Por último la determinación consciente es como
superficial y encubre por completo a la otra, que se esconde tras de ella. Pudiera decirse
que la motivación científica sirve de pretexto a la erótica inconsciente que la ciencia se
ha puesto por entero al servicio del delirio. Pero no debe olvidarse que la determinación
inconsciente no puede llevar a cabo más que lo que, simultáneamente, consienta la
científica. Los síntomas del delirio -fantasías y actos- no son otra cosa que transacciones
entre las dos corrientes anímicas opuestas, y en una transacción se satisface siempre una
parte de las exigencias de cada uno de los contendientes pero también cada uno de ellos
tiene que renunciar a parte de lo que quería conseguir. Allí donde llega a constituirse una
transacción es que ha habido una lucha, que en este caso, es el conflicto que ya
descubrimos entre el erotismo reprimido y los poderes que en tal estado lo mantienen.
Una vez surgido el delirio, este conflicto puede muy bien no terminar jamás. Ataque y
resistencia se renovarán tras de cada formación transaccional y ninguna de éstas llegará
a ser considerada suficiente. Esto lo sabe también nuestro poeta y por ello deja que en su
héroe domine siempre, durante este estadio de la perturbación, un sentimiento de
insatisfacción y un singular desasosiego que son garantías y anticipaciones de nuevos
síntomas del delirio.
III
LA obra de Jensen nos ofrece todavía otro sueño, cuya interpretación, encaminada a
mostrar su coherencia con el conjunto de procesos que constituyen la vida anímica del
protagonista, presenta un interés aún mayor que la del anteriormente analizado. Pero
adelantaríamos muy poco abandonando el hilo de la poética narración para entrar
directamente en el examen de dicho sueño, pues todo aquel que quiera interpretar lo
soñado por otra persona no puede por menos de ocuparse con el mayor detalle posible
de los sucesos vividos por la misma, tanto en su vida interior como en la de relación
social. Será, por lo tanto, mejor, continuar como hasta ahora, ciñéndonos al desarrollo
del relato y comentándolo con nuestras glosas.
Con ayuda de las aclaraciones que hallamos después en las palabras de Zoe
Bertgang llegamos a la comprensión de esta oscura parte del relato. La mujer que
Hanold vio pasar desde su ventana y a la que hubiera podido alcanzar en seguida, era
verdaderamente el vivo original de la Gradiva escultórica, la propia Zoe, su vecina. El
dato contenido en el sueño -«ella vive actualmente y en la misma ciudad que tú»-
hubiera, pues, podido recibir una evidente confirmación que habría acabado con la
interior resistencia del joven. Por otra parte, el canario cuyo canto inspira a Hanold la
idea de partir, pertenecía a Zoe, y su jaula se hallaba colgada en su ventana, frente a la
casa de nuestro héroe. Éste, que según la dolida acusación de la muchacha poseía el don
de la «alucinación negativa» o sea el arte de no ver ni reconocer a las personas que ante
él se hallaban, tiene desde un principio que poseer el conocimiento inconsciente de todas
estas circunstancias que a nosotros nos son reveladas mucho después. Los signos de la
proximidad de Zoe, o sea, su paso por la calle y el canto de su canario tan cerca de la
ventana del arqueólogo, refuerzan el efecto de sueño de Hanold, el cual, ante esta
situación, tan peligrosa para su resistencia contra el erotismo, emprende la fuga. El viaje
corresponde, pues, a una enérgica movilización de tal resistencia contra el ataque que el
anhelo erótico lleva a cabo en el sueño, y a un intento de fuga ante la amada corpórea y
presente. Prácticamente significa una victoria de la represión, que esta vez predomina en
el delirio, como antes predominaba el erotismo en la actividad investigadora de Hanold
sobre el andar femenino, inspirada también por la delirante perturbación. Pero a través
de todas estas oscilaciones de la lucha se conserva siempre la naturaleza transaccional de
los resultados. La huída a Pompeya que ha de apartar a Hanold de Zoe, la Gradiva
viviente, le conduce por lo menos su sustitución, la Gradiva muerta. El viaje es
emprendido ciertamente en contra de las ideas latentes, pero en cambio, sigue el
itinerario marcado por el contenido manifiesto del sueño. De este modo, triunfa siempre
el delirio en cada nueva lucha entre el erotismo y la resistencia.
Esta interpretación del viaje de Hanold como una fuga ante el amoroso anhelo
que hacia la amada -tan cercana- va despertando en él, es la única que se armoniza con
sus estados de alma durante su estancia en Italia. La repulsa del erotismo, dominándole
por completo, se manifiesta en su horror a los jóvenes matrimonios en viaje de novios.
Un corto sueño que tiene durante su estancia en un «albergo» de Roma y que es
motivado por el tierno diálogo nocturno de una de estas parejas, oído a través del
delgado tabique de su habitación, arroja a posteriori una viva luz sobre las tendencias
eróticas de su primer sueño. En este otro se ve trasladado de nuevo a Pompeya y
también en el día de la erupción vesubiana, circunstancias que nos revelan su enlace con
aquel primero, que ha continuado ejerciendo sobre el sujeto sus efectos durante todo el
viaje. Mas entre las personas cuya vida amenaza la catástrofe, no se encuentra ya
Gradiva, ni tampoco él mismo, sino tan sólo el Apolo del Belvedere y la Venus
capitolina, seguramente una irónica alusión a la amorosa pareja del cuarto vecino. El
Apolo coge en sus brazos a la Venus y se aleja con ella, depositándola sobre un objeto
situado en la oscuridad y que debe de ser un coche o un carro, pues a poco suena un
«sordo chirrido» que va perdiéndose en la lejanía. Este sueño no necesita arte ninguno
para ser interpretado.
Nuestro poeta, del que ya hace tiempo sabemos que no incluye en su narración
ningún rasgo ocioso o inútil, nos da aún otro testimonio de la corriente asexual que
domina a Hanold en todo su viaje. Durante su largo vagar entre las ruinas pompeyanas
no recuerda ni una sola vez «haber soñado pocos días antes presenciar la erupción del
Vesubio que sepultó a la ciudad el año 79». Sólo cuando ve por primera vez a Gradiva,
recuerda de repente su sueño, y al mismo tiempo se percata del misterioso motivo de su
viaje, inspirado por el delirio. Este olvido del sueño y la muralla alzada por las fuerzas
represoras entre el mismo y los estados de alma de Hanold durante el viaje, han de
interpretarse como una clara indicación de que este último no ha sido emprendido
obedeciendo a un estímulo directo del sueño, sino que, por el contrario, constituye una
rebelión contra el mismo, esto es, una manifestación de un poder anímico que no quiere
saber nada del secreto sentido del sueño.
Mas, por otro lado, Hanold no halla alegría ninguna en esta victoria sobre su
erotismo. El sentimiento reprimido conserva energía suficiente para vengarse de las
fuerzas represoras provocando sensaciones de displacer y estableciendo nuevas
coerciones en el sujeto. De este modo, el deseo amoroso de Norbert es convertido en un
atormentador desasosiego que le hace reputar insensato su viaje, y la verdadera
motivación del mismo queda vedada a su percatación consciente al mismo tiempo que
su personalidad científica parece anularse en circunstancias en las que todo lo que le
rodea debiera imponer un efecto contrario. Así, pues, el poeta nos muestra a su héroe,
tras de su huída del amor, en un estado de confusión y desconcierto semejante al que
suele aparecer en el período álgido de los estados patológicos, cuando ninguno de lo
poderes combatientes es lo suficientemente superior al otro para que la diferencia de sus
energías pueda establecer un riguroso régimen anímico. Mas una vez que ha llevado la
situación hasta este punto culminante, interviene para mitigar su tensión y resolverla,
haciendo entrar en escena a Gradiva, la cual emprende la curación del delirio. Con su
poder de dirigir a un feliz desenlace los destinos de las criaturas por él creadas, traslada
el autor a Zoe a la misma ciudad en la que -precisamente huyendo de ella- se ha
refugiado Hanold y corrige así la simpleza que el delirio inspiró a éste, haciéndole dejar
la residencia de su amada viva por el sepulcro de la que en su fantasía la ha sustituido.
Con la aparición de Zoe Bertgang, que señala el punto culminante del relato,
toma nuestro interés un distinto curso. Hasta este momento, hemos asistido al desarrollo
de un delirio; ahora, vamos a ser testigos de su curación. Lo primero que se nos ocurre
preguntarnos ante esta nueva fase del relato es si el autor procederá con absoluta libertad
al exponernos la historia de la curación de Hanold, o por lo contrario, se ajustará a las
posibilidades reales. Las palabras de Zoe en su diálogo con su amiga, no dejan lugar a
dudas sobre sus propósitos curativos. Pero, ¿cómo logrará llevarlos a cabo? Después de
dominar la indignación que hubo de producirle el deseo expresado por Hanold de verla
reclinarse para dormir «como entonces» sobre la escalinata del templo, retorna a la hora
meridiana del siguiente día al mismo sitio y arranca al arqueólogo todos aquellos
secretos de su delirante fantasía cuyo desconocimiento le impidió explicarse su conducta
del día anterior. Norbert le habla de su sueño, del bajo relieve con la figura de Gradiva y
del singularísimo modo de andar en que con ella coincide. Zoe acepta el papel de
fantasma meridiano que comprende ser el que el delirio de Hanold le atribuye y usando
frases de doble sentido, señala discretamente al joven una nueva situación con respecto a
ella, aceptando de sus manos la funeraria flor que él ha cortado sin propósito consciente
y expresando su melancólico sentimiento por no ser rosas lo que Hanold le ofrece, como
lo haría a una mujer viva.
Después de su primer encuentro con Gradiva visitó Hanold los dos hoteles que en
Pompeya le eran conocidos y bebió vino en ellos mientras los demás huéspedes
almorzaban. «Naturalmente no le pasó por la imaginación ni un solo momento, la
insensata sospecha» de que obraba así para averiguar en qué hotel vivía Gradiva, pero
claro es que, aunque él se lo oculte a sí mismo, es éste el sentido de su conducta. El día
en que por segunda vez pasa la hora del mediodía dialogando con Gradiva en la Casa de
Meleagro, le suceden infinidad de cosas aparentemente sin conexión alguna entre sí:
halla una estrecha hendidura en el muro del pórtico por donde desapareció Gradiva,
tropieza con el extravagante cazador de lagartijas que le dirige la palabra como a
persona conocida, descubre una tercera hospedería, el «Albergo del Sole», cuyo huésped
le hace comprar como legítima una fíbula que dice haber hallado en las excavaciones
junto a los restos de una muchacha pompeyana, y por último encuentra en su hotel a una
joven pareja que supone hermano y hermana y que despierta su simpatía. Todas estas
impresiones se entretejen para formar el siguiente sueño, «singularmente desatinado»:
Gradiva se halla sentada al sol, cazando lagartijas, y dice. ¿A qué impresión de las
recibidas por Hanold aquella tarde alude esta parte de su sueño? Indudablemente, a su
encuentro con el cazador de lacértidos, el cual se hallará, pues, en el sueño, sustituido
por Gradiva. Hanold lo halló sentado o tumbado en la «soleada» vertiente de una colina
y fue también interpelado por él. Las frases que el sueño pone en boca de Gradiva son,
asimismo, copia de las que dicho individuo dirigió a Norbert: «El medio que mi colega
Eimer ha inventado para cazarlos es excelente. Yo lo he experimentado ya varias veces
con éxito satisfactorio. Estése usted quieto un momento». Estas mismas palabras son las
que luego pronuncia Gradiva en el sueño, sustituyendo a colega Eimer por una «colega»
suya a la que no nombra, omitiendo el «varias veces» de la segunda frase y alterando
ligeramente el orden del discurso. Parece, pues, que ésta aventura de la tarde anterior ha
sido transformada en sueño por medio de algunas modificaciones y deformaciones. Mas,
¿por qué precisamente ésta? ¿Y qué significan las deformaciones, la sustitución del viejo
señor de las lagartijas por la Gradiva y la introducción de un nuevo personaje: la
misteriosa «colega»?
Mas, ¿por qué esta adivinación de los propósitos de Zoe tuvo que manifestarse en
el sueño bajo la forma de las palabras del anciano zoólogo? ¿Y por qué la habilidad de la
muchacha en la caza matrimonial hubo de ser representada por la del mismo en la caza
de lagartijas? La respuesta a ambas interrogaciones es sumamente sencilla. Hace ya
largo tiempo, hemos adivinado que el cazador de lacértidos no es otro que el profesor de
zoología, Ricardo Bertgang, padre de Zoe, al que Hanold tiene que conocer de antiguo,
por lo cual nos explicamos que fuera interpelado por él, al encontrarlo, de una manera
familiar. Habremos de admitir, igualmente, que Hanold, en su inconsciente, hubo de
reconocer, en seguida, al zoólogo. «Le parecía recordar oscuramente haber visto ya
alguna vez la fisonomía del cazador de lacértidos, probablemente en alguno de los dos
hoteles». De este modo queda explicado el singular disfraz del propósito que el sueño
atribuye a Zoe. Es la hija del cazador de lagartijas y ha heredado de él su habilidad.
La sustitución del zoólogo por Gradiva en el contenido del sueño es, por lo tanto,
la exposición del parentesco de ambos reconocida por Hanold en su inconsciente; y la
introducción de la «colega», en lugar del «colega Eimer», permite al sueño expresar la
amorosa solicitación de la muchacha. El sueño ha fundido o como decimos técnicamente
-condensado- en una sola situación, dos diferentes sucesos del día inmediatamente
anterior, con objeto de procurar una expresión -aunque harto irreconocible- a dos
representaciones que no deben hacerse conscientes. Pero aún podemos proseguir nuestra
labor interpretadora, aminorando la singularidad del sueño y descubriendo la influencia
de los restantes sucesos del día sobre la formación del contenido manifiesto.
Los resultados anteriores nos animan a buscar todavía en el contenido del sueño la
representación de otra de las impresiones del día anterior que aún no hemos incluido en
nuestra labor interpretadora: el descubrimiento del «Albergo del Sole». El poeta ha
expuesto tan minuciosamente este episodio y ha hecho depender de él tantas cosas, que
nos admiraría que fuese el único que hubiese contribuido a la formación del sueño.
Hanold entra en este «albergo», ignorado antes por su apartado emplazamiento y la
distancia a que de la estación se halla, para tomar una botella de gaseosa que mitigue su
estado congestivo. El dueño del «albergo» aprovecha la ocasión para ponderarle las
antigüedades que tiene en venta y le muestra una fíbula perteneciente -según dice- a
aquella muchacha cuyo cuerpo fue hallado en las inmediaciones del Foro, unido en
estrecho abrazo al de su amado. Hanold, que conocía esta historia y nunca le había
prestado fe, se ve ahora impelido por una inexplicable fuerza a aceptar su verdad y la
autenticidad de la fíbula; adquiere esta última y abandona el «albergo».
IV
DIJIMOS antes, que la entrada en escena de Zoe y la realización de sus propósitos
terapéuticos imprimían a nuestro interés un nuevo rumbo, despertando nuestra
curiosidad por ver si el desarrollo de su tratamiento curativo se adaptaba o no a las
posibilidades reales, esto es, si el poeta poseía de las condiciones de la curación del
delirio un conocimiento tan justo y minucioso como el que había demostrado poseer de
las correspondientes a la génesis del mismo.
Sin duda alguna se opondrá en este punto a nuestras opiniones una diferente
teoría que niega tal interés al caso expuesto por el poeta y se resiste a ver en él problema
ninguno necesitado de aclaración, alegando que Hanold tenía obligadamente que
renunciar a su delirio después de ver desvanecidas todas las creaciones del mismo, por
lo que constituía precisamente su objeto -la supuesta Gradiva- y explicados de un modo
naturalísimo todos los misterios, por ejemplo, el de que la aparición conociera su
nombre. Con esto quedaría desembrollada la novelesca trama, pero como uno de los
elementos de la misma es el amor de Zoe al arqueólogo, el poeta, para satisfacción de
sus lectoras haría acabar en boda su relato. Mas si aceptamos las premisas que esta teoría
intenta establecer nos parecería más lógico e igualmente posible un desenlace opuesto,
esto es, que el joven erudito se despidiera cortésmente de Zoe una vez curado de su
delirio y rechazara su amor fundándose en que las antiguas esculturas femeninas de
bronce o piedra, o las mujeres que para ellas sirvieron de modelo, despertaban en él un
vivísimo interés cuando un maravilloso azar le permitía entrar en relaciones con ellas o
siquiera imaginárselo, pero, que, en cambio sus propias contemporáneas de carne y
hueso lo dejaban por completo indiferente. Interpretando de este modo la obra de Jensen
e independientemente de que su desenlace fuera o no la boda de los protagonistas,
siempre resultaría que el poeta había entretejido sin necesidad alguna y con absoluta
arbitrariedad una historia de amor en una fantasía arqueológica.
El procedimiento que el poeta hace adoptar a Zoe para la curación del delirio de
Hanold, muestra más que una amplia analogía, una total identidad con el método
terapéutico que el doctor, J. Breuer y el autor de estas líneas, introdujeron en la medicina
el año de 1895, y a cuyo perfeccionamiento he dedicado desde entonces todas mis
actividades. Este tratamiento, denominado primero «catártico», por Breuer y calificado
por mí, preferentemente de «analítico», consiste en hacer llegar forzadamente, en cierto
sentido, a la conciencia de los enfermos que padecen perturbaciones análogas a las de
Hanold, lo inconsciente a cuya represión se debe la enfermedad; técnica, por completo
igual a la que Gradiva aplica a los recuerdos, reprimidos en Hanold, de sus relaciones
infantiles con ella. Cierto es que para Gradiva resulta este tratamiento harto más fácil
que para el médico, pues su posición con respecto al enfermo es la más favorable al
éxito terapéutico. El médico, que carece de todo anterior conocimiento del sujeto y no
lleva en sí, como recuerdos conscientes, aquellos mismos elementos que
inconscientemente se agitan en la intimidad psíquica del mismo, tiene que servirse de
una complicada técnica para colocarse en igualdad de circunstancias. Deberá aprender,
ante todo, a deducir con la mayor seguridad posible, de las manifestaciones y
confesiones conscientes del enfermo lo que en él se halle en estado de represión, y a
adivinar lo inconsciente, por las indicaciones contenidas en las palabras y en los actos
del sujeto. Realizará, pues, algo análogo a lo que Hanold efectúa en las últimas escenas
del relato, cuando lleva a cabo por sí mismo la interpretación del nombre de «Gradiva»,
y halla que no es sino una traducción del apellido mismo de Zoe. En este momento
desaparecen ya los últimos restos del delirio al ser descubiertas por completo las
circunstancias que le dieron origen. Así, pues, el análisis trae consigo la curación.
Claro es, que como ya antes indicamos, el caso de Gradiva e un caso ideal que la
técnica médica no puede jamás alcanzar. Gradiva puede corresponder al amor que ha
logrado llevar desde lo inconsciente a la conciencia, cosa que al médico le está vedada.
Además, es ella misma el objeto del anterior amor reprimido y su persona ofrece en el
acto a la tendencia amorosa libertada, un fin apetecible. En cambio el médico ha sido,
hasta el momento de la cura, un extraño para el enfermo y tiene que procurar volver a
serlo una vez terminada su misión terapéutica, sin que muchas veces le sea posible
aconsejar a su curado enfermo cómo puede emplear en la vida la recuperada capacidad
de amar. Indicar siquiera los medios de que el médico tiene que auxiliarse para
aproximarse con mayor o menor éxito al modelo de curación amorosa que el poeta nos
ha expuesto, nos alejaría mucho del propósito con que emprendimos este trabajo.
Planteemos todavía una última interrogación que ya hemos tenido que eludir
varias veces. Nuestras teorías sobre la represión, la génesis de los delirios y de otras
análogas perturbaciones, la formación e interpretación de los sueños, el papel
desempeñado por la vida erótica y la naturaleza de la curación de tales dolencias no son
teorías generalmente admitidas por la ciencia y conocidas por la mayoría de los hombres
cultos. Será, pues, de un gran interés para nosotros el averiguar si lo que ha permitido
crear al poeta la «fantasía» que hemos podido analizar como si de una historia clínica se
tratase, ha sido el conocimiento de tales teorías. Con este objeto, una de las personas que
constituían el amistoso círculo del que, como al principio indicamos, surgió la idea de
interpretar los sueños incluidos en la obra de Jensen, se dirigió a éste preguntándole si le
eran conocidos los trabajos psicoanalíticos. El poeta respondió como era de esperar, en
sentido negativo, y hasta pareció un tanto molesto por aquella interrogación. Su obra -
dijo- no tenía otra fuente que la de su propia fantasía creadora y aquellos que no hallasen
en ella un goce estético no tenían más que abandonar su lectura. No sospechaba Jensen
el gran atractivo que aquellos mismos que sobre su creación le interrogaban habían
hallado en la misma.
Es muy probable que si nos hubiera sido dado ampliar nuestra investigación cerca
de la persona del poeta, no se hubiese éste limitado a rechazar nuestras hipótesis con
respecto a los puntos sobre los que fue interrogado, sino que hubiera negado igualmente
conocer aquellas reglas a las que demostramos obedecía en su creación y haber abrigado
alguna vez los propósitos que a la misma hemos atribuido. En este caso, harto verosímil,
cabrían dos hipótesis sobre nuestra labor. La primera de ellas será la de que nuestra
interpretación ha sido equivocada y hemos atribuido a una inocente obra de arte
tendencias de las que su autor no tenía la menor idea, demostrando una vez más cuán
fácil es encontrar en todas partes aquello que llevamos en nosotros mismos, facilidad
que en la historia de la literatura ha sido causa de los más singulares errores. El lector
juzgará si es ésta la crítica que merece nuestro estudio. Por nuestra parte preferimos,
como es natural, acogernos a la posibilidad restante, que exponemos seguidamente. A
nuestro juicio, el poeta no necesita saber nada de tales reglas e intenciones, de manera
que puede negarlas de buena fe sin que por esto hayamos nosotros encontrado en su obra
nada que en la misma no exista. Lo que sucede es que tanto él como nosotros hemos
laborado con un mismo material, aunque empleando métodos diferentes, y la
coincidencia de los resultados es prenda de que los dos hemos trabajado con acierto.
Nuestro procedimiento consiste en la observación consciente de los procesos psíquicos
anormales de los demás, con objeto de adivinar y exponer las reglas a que aquéllos
obedecen. El poeta procede de manera muy distinta: dirige su atención a lo inconsciente
de su propio psiquismo, espía las posibilidades de desarrollo de tales elementos y les
permite llegar a la expresión estética en lugar de reprimirlos por medio de la crítica
consciente. De este modo descubre en sí mismo lo que nosotros aprendemos en otros,
esto es, las leyes a que la actividad de lo inconsciente tiene que obedecer, pero no
necesita exponer estas leyes, ni siquiera darse perfecta cuenta de ellas, sino que por
efecto de la tolerancia de su pensamiento pasan las mismas a formar parte de su creación
estética. Nosotros desarrollamos luego estas leyes extrayéndolas de su obra por medio
del análisis, como las extraemos también de los casos de enfermedad real, pero la
conclusión es innegable: o ambos, el poeta y el médico, han interpretado con igual error
lo inconsciente o ambos lo han comprendido con igual acierto. Esta conclusión es en
extremo valiosa para nosotros y sólo por llegar a ella valía la pena de investigar con los
métodos del psicoanálisis médica, tanto los sueños incluidos en la obra de Jensen como
la exposición que en la misma se hace de la génesis y la curación de un delirio.
Con esto, llegamos al término de nuestro estudio. Mas aquellos lectores que nos
hayan seguido con atención en nuestra labor pudieran aún advertirnos que habiendo
indicado al comienzo de la misma, que los sueños eran deseos presentados como
realizados, nada habíamos hecho para justificar o demostrar tal afirmación. Claro es que,
como ha podido verse en los análisis oníricos verificados en el curso de este trabajo, las
aclaraciones que sobre la esencia de los sueños habríamos de dar, deberían ir mucho más
allá de la fórmula que los reduce a realizaciones de deseos. Pero no siendo éste lugar
apropiado para entrar en tan espinosa cuestión nos limitaremos a señalar este carácter
del fenómeno onírico en los sueños contenidos en la «Gradiva», en los que, por cierto,
resulta fácilmente demostrable. Las ideas latentes del sueño pueden ser de la más diversa
naturaleza. En la «Gradiva» son «restos diurnos», o sea pensamientos que la actividad
psíquica despierta ha dejado flotantes y sin una determinada solución en el día anterior
al sueño. Mas para que de ellos surja un sueño es necesaria la cooperación de un deseo -
inconsciente la mayor parte de las veces-. Este deseo representa entonces la fuerza
impulsora de la elaboración del sueño y los restos diurnos proporcionan el material que
ha de ser elaborado. En el primer sueño de Norbert Hanold concurren dos deseos para
formar el sueño: uno capaz de conciencia y otro inconsciente y reprimido. El primero
sería el deseo, comprensible en un arqueólogo, de haber sido testigo presencial de la
catástrofe que sepultó a Pompeya. ¡Qué no daría cualquier arqueólogo porque este deseo
pudiera convertirse en realidad por un camino distinto del del sueño! El otro deseo de
Norbert es de naturaleza erótica y podríamos expresarlo grosera e incompletamente
diciendo que era el de hallarse presente cuando la amada se acostase para dormir. Este
deseo es precisamente aquel cuya repulsa convierte al sueño en sueño de angustia o
pesadilla. Menos evidentes son quizá los deseos del segundo sueño, pero recordando
nuestra interpretación del mismo, no podemos vacilar en atribuirles también la calidad
de eróticos. El deseo de ser aprisionado por la amada y someterse a ella -deseo que
descubrimos tras de la escena de la caza de lagartijas- es de carácter pasivo y
masoquista. En cambio, al día siguiente golpea el sujeto a la amada como si se hallara
dominado por la corriente erótica contraria. Pero debemos detenernos aquí, pues nos
hallamos ya a punto de olvidar que Hanold y Gradiva no son sino entes de ficción
creados por el poeta.
XXXIV
1907
Es singular que tanto la obsesión como las prohibiciones (tener que hacer lo uno,
no debe hacer lo otro) recaigan tan solo, al principio, sobre las actividades solitarias del
hombre y dejen intacta, a través de muchos años, su conducta social, circunstancia por la
que estos enfermos pueden considerar durante mucho tiempo su enfermedad como un
asunto estrictamente particular y ocultarlo totalmente. Así, el número de personas que
padecen estas formas de neurosis obsesivas es mucho mayor del que llega a
conocimiento de los médicos. La ocultación se hace, además, más fácil a muchos
enfermos, por cuanto son perfectamente capaces de cumplir sus deberes sociales durante
una parte del día, después que han consagrado, en soledad, un cierto número de horas a
sus misteriosos manejos.
No es difícil apreciar en qué consiste la analogía del ceremonial neurótico con los
actos sagrados del rito religioso. Consiste en el temor que surge en la consciencia en
caso de omisión, en la exclusión total de toda otra actividad (prohibición de la
perturbación) y en la concienzuda minuciosidad de la ejecución. Pero también son
evidentes las diferencias, algunas de las cuales resaltan con tal fuerza, que hacen
sacrílega la comparación. Así son en su gran diversidad individual los actos
ceremoniales frente a la estereotipia del rito y el carácter privado de los mismos frente a
la publicidad y la comunidad de las prácticas religiosas. Pero sobre todo el hecho de que
los detalles del ceremonial religioso tienen un sentido y una significación simbólica la
diferencia de los del ceremonial neurótico, que parecen insensatos y absurdos. La
neurosis obsesiva representa en este punto una caricatura, a medias cómica y triste a
medias, de una religión privada. Sin embargo, precisamente esta diferencia decisiva
entre el ceremonial neurótico y el ceremonial religioso desaparece en cuanto la técnica
de investigación psicoanalítica nos facilita la comprensión de los actos obsesivos. Esta
investigación desvanece por completo la apariencia de que los actos obsesivos son
insensatos y absurdos y nos revela el fundamento de tal apariencia. Averiguamos que los
actos obsesivos entrañan en sí y en todos sus detalles un sentido, se hallan al servicio de
importantes intereses de la personalidad y dan expresión y vivencias cuyo efecto perdura
en la misma y a pensamientos cargados de afectos. Y esto de dos maneras distintas:
como representaciones directas o como representaciones simbólicas, debiendo, por
tanto, ser interpretadas históricamente en el primer caso y simbólicamente en el
segundo.
Los actos ceremoniales y obsesivos nacen así, en parte, como defensa contra la
tentación, y en parte, como protección contra la desgracia esperada. Pronto los actos
protectores no parecen ya suficientes contra la tentación, y entonces surgen las
prohibiciones, encaminadas a alejar la situación en que la tentación se produce. Vemos,
pues, que las prohibiciones constituyen a los actos obsesivos, del mismo modo que una
fobia está destinada a evitar al sujeto un ataque histérico. Por otra parte, el ceremonial
representa la suma de las condiciones bajo las cuales resulta permitido algo distinto, aún
no prohibido en absoluto, del mismo modo que la ceremonia nupcial de la Iglesia
significa para el creyente el permiso del placer sexual, considerado, si no, como pecado.
AI carácter de la neurosis obsesiva, así como al de todas las afecciones análogas,
pertenece también el hecho de que sus manifestaciones (sus síntomas, y entre ellos,
también los actos obsesivos) llenan las condiciones de una transacción entre los poderes
anímicos en pugna. Traen así consigo de nuevo algo de aquel mismo placer que están
destinadas a evitar y sirven al instinto reprimido no menos que las instancias que lo
reprimen. E incluso sucede que al progresar la enfermedad los actos primitivamente
encargados de la defensa van acercándose cada vez más a los actos prohibidos, en los
cuales el instinto pudo manifestarse lícitamente en la época infantil.
1907 [1908]
LOS profanos sentimos desde siempre vivísima curiosidad por saber de dónde el
poeta, personalidad singularísima, extrae sus temas -en el sentido de la pregunta que
aquel cardenal dirigió a Ariosto- y cómo logra conmovernos con ellos tan intensamente
y despertar en nosotros emociones de las que ni siquiera nos juzgábamos acaso capaces.
Tal curiosidad se exacerba aún ante el hecho de que el poeta mismo, cuando le
interrogamos, no sepa respondernos, o sólo muy insatisfactoriamente, sin que tampoco
le preocupe nuestra convicción de que el máximo conocimiento de las condiciones de la
elección del tema poético y de la esencia del arte poético no habría de contribuir en lo
más mínimo a hacernos poetas.
El fantasear de los adultos es menos fácil de observar que el jugar de los niños.
Desde luego, el niño juega también solo o forma con otros niños, al objeto del juego, un
sistema psíquico cerrado; aun cuando no ofrece sus juegos, como un espectáculo, al
adulto, tampoco se los oculta. En cambio, el adulto se avergüenza de sus fantasías y las
oculta a los demás; las considera como cosa íntima y personalísima, y, en rigor,
preferiría confesar sus culpas a comunicar sus fantasías. De este modo es posible que
cada uno se tenga por el único que construye tales fantasías y no sospecha en absoluto la
difusión general de creaciones análogas entre los demás hombres. Esta conducta dispar
del sujeto que juega y el que fantasea tiene su fundamento en la diversidad de los
motivos a que respectivamente obedecen tales actividades, las cuales son, no obstante,
continuación una de otra.
EI juego de los niños es regido por sus deseos o, más rigurosamente, por aquel
deseo que tanto coadyuva a su educación: el deseo de ser adulto. El niño juega siempre a
«ser mayor»; imita en el juego lo que de la vida de los mayores ha llegado a conocer
Pero no tiene motivo alguno para ocultar tal deseo. No así, ciertamente, el adulto; éste
sabe que de él se espera ya que no juegue ni fantasee, sino que obre en el mundo real; y,
además, entre los deseos que engendran sus fantasías hay algunos que le es preciso
ocultar; por eso se avergüenza de sus fantasías como de algo pueril e ilícito.
Preguntaréis cómo es posible saber tanto de las fantasías de los hombres, cuando
ellos las ocultan con sigiloso misterio. Pues bien: es que hay una clase de hombres a los
que no precisamente un dios, pero sí una severa diosa -la realidad-, les impone la tarea
de comunicar de qué sufren y en qué hallan alegría. Son éstos los enfermos nerviosos,
los cuales han de confesar también ineludiblemente sus fantasías al médico, del que
esperan la curación por medio del tratamiento psíquico. De esta fuente procede nuestro
conocimiento, el cual nos ha llevado luego a la hipótesis, sólidamente fundada, de que
nuestros enfermos no nos comunican cosa distinta de lo que pudiéramos descubrir en los
sanos.
Veamos ahora algunos de los caracteres del fantasear. Puede afirmarse que el
hombre feliz jamás fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho. Los instintos insatisfechos son
las fuerzas impulsoras de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una
rectificación de la realidad insatisfactoria. Los deseos impulsores son distintos, según el
sexo, el carácter y las circunstancias de la personalidad que fantasea; pero no es difícil
agruparlas en dos direcciones principales. Son deseos ambiciosos, tendentes a la
elevación de la personalidad, o bien deseos eróticos. En la mujer joven dominan casi
exclusivamente Ios deseos eróticos, pues su ambición es consumida casi siempre por la
aspiración al amor; en el hombre joven actúan intensamente, al lado de los deseos
eróticos, los deseos egoístas y ambiciosos: Pero no queremos acentuar la contraposición
de las dos direcciones, sino más bien su frecuente coincidencia; lo mismo que en
muchos cuadros de altar aparece visible en un ángulo el retrato del donante, en la mayor
parte de las fantasías ambiciosas nos es dado descubrir en algún rincón la dama, por la
cual el sujeto que fantasea lleva a cabo todas aquellas heroicidades, y a cuyos pies rinde
todos sus éxitos. Como veréis, hay aquí motivos suficientemente poderosos de
ocultación; a la mujer bien educada no se le reconoce, en general, más que un mínimo de
necesidad erótica, y el hombre joven debe aprender a reprimir el exceso de egoísmo que
una infancia mimada le ha infundido para lograr su inclusión en la sociedad, tan rica en
individuos igualmente exigentes.
Los productos de esta actividad fantaseadora, los diversos ensueños o sueños
diurnos, no son, en modo alguno, rígidos e inmutables. Muy al contrario, se adaptan a
las impresiones cambiantes de la vida, se transforman con las circunstancias de la
existencia del sujeto, y reciben de cada nueva impresión eficiente lo que pudiéramos
llamar el «sello del momento». La relación de la fantasía con el tiempo es, en general,
muy importante. Puede decirse que una fantasía flota entre tres tiempos: los tres factores
temporales de nuestra actividad representativa. La labor anímica se enlaza a una
impresión actual, a una ocasión del presente, susceptible de despertar uno de los grandes
deseos del sujeto; aprehende regresivamente desde este punto el recuerdo de un suceso
pretérito, casi siempre infantil, en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea entonces una
situación referida al futuro y que presenta como satisfacción de dicho deseo el sueño
diurno o fantasía, el cual Ileva entonces en sí las huellas de su procedencia de la ocasión
y del recuerdo. Así, pues, el pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados
en el hilo del deseo, que pasa a través de ellos.
Un ejemplo cualquiera, el más corriente, bastará para ilustrar esta tesis. Suponed
el caso de un pobre huérfano al que habéis dado las señas de un patrono que puede
proporcionarle trabajo. De camino hacia casa del mismo, vuestro recomendado tejerá
quizá un ensueño correspondiente a su situación. El contenido de tal fantasía será acaso
el de que obtiene la colocación deseada, complace en ella a sus jefes, se halla
indispensable, es recibido por la familia del patrono, se casa con su bella hija y pasa a
ser consocio de su suegro, y luego, su sucesor en el negocio. Y con todo esto, el soñador
se ha creado una sustitución de lo que antes poseyó en su dichosa infancia; un hogar
protector, padres amantes y los primeros objetos de su inclinación cariñosa. Este sencillo
ejemplo muestra ya cómo el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar,
conforme al modelo del pasado, una imagen del porvenir.
Habría aún mucho que decir sobre las fantasías; pero queremos limitarnos a las
indicaciones más indispensables. La multiplicación y la exacerbación de las fantasías
crean las condiciones de la caída del sujeto en la neurosis o en la psicosis. Y las fantasías
son también los estadios psíquicos preliminares de los síntomas patológicos de que
nuestros enfermos se quejan. En este punto se abre un amplio camino lateral, que
conduce a la Patología, y en el que por el momento no entraremos.
Examinemos ahora aquel género de obras poéticas en las que no vemos creaciones
libres, sino elaboraciones de temas ya dados y conocidos. También en ellas goza el poeta
de cierta independencia, que puede manifestarse en la elección del tema y en la
modificación del mismo, a veces muy amplia. Ahora bien: todos los temas dados
proceden del acervo popular, constituido por los mitos, las leyendas y las fábulas. La
investigación de estos productos de la psicología de los pueblos no es, desde luego,
imposible; es muy probable que los mitos, por ejemplo, correspondan a residuos
deformados de fantasías optativas de naciones enteras a los sueños seculares de la
Humanidad joven.
Se me dirá que he tratado mucho más de las fantasías que del poeta, no obstante
haber adscrito al mismo el primer lugar en el título de mi trabajo.
Lo sé, y voy a tratar de disculparlo con una indicación del estado actual de
nuestros conocimientos. No podía ofrecer en este sentido más que ciertos estímulos y
sugerencias que la investigación de las fantasías ha hecho surgir en cuanto al problema
de la elección del tema poético. El otro problema, el de los medios con los que el poeta
consigue los efectos emotivos que sus creaciones despiertan, no lo hemos tocado aún.
Indicaremos, por lo menos, cuál es el camino que conduce desde nuestros estudios sobre
las fantasías a los problemas de los efectos poéticos.
Dijimos antes que el soñador oculta cuidadosamente a los demás sus fantasías
porque tiene motivos para avergonzarse de ellas. Añadiremos ahora que aunque nos las
comunicase no nos produciría con tal revelación placer ninguno. Tales fantasías, cuando
llegan a nuestro conocimiento, nos parecen repelentes, al menos nos dejan
completamente fríos.
En cambio, cuando el poeta nos hace presenciar sus juegos o nos cuenta aquello
que nos inclinamos a explicar como sus personales sueños diurnos, sentimos un elevado
placer, que afluye seguramente de numerosas fuentes. Cómo lo consigue el poeta es su
más íntimo secreto; en la técnica de la superación de aquella repugnancia, relacionada
indudablemente con las barreras que se alzan entre cada yo y las demás, está la
verdadera ars poetica. Dos órdenes de medios de esta técnica se nos revelan fácilmente.
El poeta mitiga el carácter egoísta del sueño diurno por medio de modificaciones y
ocultaciones y nos soborna con el placer puramente formal, o sea estético, que nos
ofrece la exposición de sus fantasías. A tal placer, que nos es ofrecido para facilitar con
él la génesis de un placer mayor, procedente de fuentes psíquicas más hondas, lo
designamos con los nombres de prima de atracción o placer preliminar. A mi juicio, todo
el placer estético que el poeta nos procura entraña este carácter del placer preliminar, y
el verdadero goce de la obra poética procede de la descarga de tensiones dadas en
nuestra alma. Quizá contribuye no poco a este resultado positivo el hecho de que el
poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin avergonzarnos ni hacernos
reproche alguno, de nuestras propias fantasías.
1908
Los delirios de formas típicas y en que los paranoicos vierten la grandeza y las
cuitas del propio yo, son ya generalmente conocidos. Conocemos también por
numerosas monografías la singularísima y diversa mise en scène que ciertos perversos
crean para la satisfacción -imaginativa o real- de sus tendencias sexuales. En cambio,
constituirá para muchos una novedad oír que en todas las psiconeurosis, y muy
especialmente en la histeria, emergen productos psíquicos análogos, y que estos
productos -denominados fantasías histéricas- muestran importantes relaciones con la
acusación de los síntomas neuróticos.
Estos sueños diurnos interesan vivamente al sujeto, que los cultiva con todo cariño
y los encierra en el más pudoroso secreto, como si contasen entre los más íntimos bienes
de su personalidad. Sin embargo, en la calle descubrimos fácilmente al individuo
entregado a una de estas ensoñaciones, pues su actividad imaginativa transciende en una
repentina sonrisa ausente, en un soliloquio o en un aceleramiento de la marcha, con el
que delata haber llegado al punto culminante de la situación ensoñada. Todos los ataques
histéricos que hasta hoy he podido investigar demostraron ser ensoñaciones de este
orden, involuntariamente emergentes. La observación no deja, en efecto, duda alguna de
que tales fantasías puedan ser tanto inconscientes como conscientes, y en cuanto estas
últimas se hacen inconscientes pueden devenir también patógenas; esto es, exteriorizarse
en síntomas y ataques. En circunstancias favorables se hace aún posible a la conciencia
apoderarse de una de estas fantasías inconscientes. Una de mis enfermas, a la que yo
había llamado la atención sobre sus fantasías, me contó que en el curso de un paseo se
había sorprendido llorando, y al reflexionar había logrado rápidamente aprisionar una
fantasía, en la que entablaba relaciones amorosas con un popular pianista (al que no
conocía personalmente), tenía un hijo con él (la sujeto no los tenía) y era luego
abandonada con el niño, quedando reducida a la más extrema miseria. Al Ilegar a este
punto su fantasía fue cuando se le saltaron las lágrimas.
Las fantasías inconscientes son, de este modo, las premisas psíquicas más
inmediatas de toda una serie de síntomas histéricos. Estos no son sino tales mismas
fantasías inconscientes exteriorizadas mediante la «conversión», y en cuanto son de
carácter somático demuestran en muchas ocasiones haber sido elegidos entre aquellas
mismas sensaciones sexuales e inervaciones motoras que en un principio acompañaron a
la fantasía de que se trate, consciente aún por entonces. De este modo queda, en
realidad, anulado el abandono del onanismo y alcanzado, aunque nunca por completo, sí
por aproximación, el último fin de todo el proceso patológico, o sea el establecimiento
de la satisfacción sexual antes primaria.
Al estudiar la histeria, nuestro interés se transfiere pronto desde los síntomas a las
fantasías de las cuales surgen aquéllos. La técnica psicoanalítica permite descubrir
primero, partiendo de los síntomas, las fantasías inconscientes y hacerlas luego
conscientes en el enfermo. Siguiendo este camino, hemos hallado que por lo menos el
contenido de las fantasías inconscientes corresponde por completo a las situaciones de
satisfacción sexual conscientemente creadas por los perversos. Si precisamos ejemplos
de este orden, no tenemos más que recordar las invenciones de los césares romanos, de
una extravagancia sólo limitada por el desenfrenado poderío de la fantasía morbosa. Los
delirios de los paranoicos no son sino fantasías de este género, pero que se han hecho
inmediatamente conscientes. Aparecen basadas en los componentes sádico-masoquistas
del instinto sexual y tiene también su pareja en ciertas fantasías inconscientes de los
histéricos. También es conocido el caso -muy importante desde el punto de vista
práctico- en que el histérico no exterioriza sus fantasías en forma de síntomas, sino en
una realización consciente, fingiendo atentados, maltratos y agresiones sexuales.
A consecuencia de esta relación entre los síntomas y las fantasías no nos es difícil
llegar, por medio del psicoanálisis de los síntomas, al conocimiento de los componentes
del instinto sexual dominante en el individuo, tal y como ya lo hicimos en nuestros Tres
ensayos sobre una teoría sexual. Pero esta investigación da, en algunos casos, un
resultado inesperado. Muestra, en efecto, que para la solución del síntoma no basta su
referencia a una fantasía sexual inconsciente o a una serie de fantasías, una de las cuales,
la más importante y primitiva, es de naturaleza sexual, sino que para dicha solución nos
son precisas dos fantasías sexuales, de carácter masculino una y femenino la otra, de
manera que una de ellas corresponde a un impulso homosexual. Esta novedad no altera
en modo alguno el principio integrado en nuestra séptima fórmula, resultando así que un
síntoma histérico corresponde necesariamente a una transacción entre un impulso
libidinoso y otro represor; pero puede también corresponder, accesoriamente, a una
asociación de dos fantasías libidinosas de carácter sexual contrario.
1908
Entre las personas a las que intentamos prestar ayuda por medio de los métodos
psicoanalíticos hallamos con bastante frecuencia un tipo que se distingue por la
coincidencia de ciertas cualidades de carácter y en el que atraen, además, nuestra
atención determinadas singularidades, una de cuyas funciones somáticas y los órganos
en ella participantes hubieron de presentar durante la infancia. No puedo ya indicar con
exactitud cuáles fueron las ocasiones que me movieron a sospechar una relación
orgánica entre aquellas cualidades del carácter y estas singularidades de ciertos órganos,
pero sí puedo asegurar que en la emergencia de tal sospecha no participó prejuicio
alguno teórico. Posteriormente, la acumulación de impresiones análogas ha robustecido
en mí de tal modo la creencia en dicha relación, que hoy me aventuro ya a comunicarla.
Las personas que me propongo describir atraen nuestra atención por presentar
regularmente asociadas tres cualidades: son ordenados, económicos y tenaces. Cada una
de estas palabras sintetiza, en realidad, un pequeño grupo de rasgos característicos
afines. La cualidad de «ordenado» comprende tanto la pulcritud individual como la
escrupulosidad en el cumplimiento de deberes corrientes y la garantía personal; lo
contrario de «ordenado» sería, en este sentido, descuidado o desordenado. La economía
puede aparecer intensificada hasta la avaricia, y la tenacidad convertirse en obstinación,
enlazándose a ella fácilmente una tendencia a la cólera e inclinaciones vengativas. Las
dos últimas condiciones mencionadas, la economía y la tenacidad, aparecen más
estrechamente enlazadas entre sí que con la primera. Son también la parte más constante
del complejo total. De todos modos me parece indudable que las tres se enlazan de algún
modo entre sí.
Es muy posible que la antítesis entre lo más valioso que el hombre ha conocido y
lo más despreciable, la escoria que arroja de sí, sea lo que haya conducido a esta
identificación del oro con la inmundicia.
1908 [1909]
1908 [1909]
Para el niño pequeño los padres son, al principio, la única autoridad y la fuente de
toda fe. El deseo más intenso y decisivo de esos años infantiles es el de llegar a
parecérseles -es decir, al progenitor del propio sexo-; el deseo de llegar a ser grande,
como el padre y la madre. Pero a medida que progresa el desarrollo intelectual es
inevitable que el niño descubra poco a poco las verdaderas categorías a las cuales sus
padres pertenecen. Conoce a otros padres, los compara con los propios y llega así a
dudar de las cualidades únicas e incomparables que les había adjudicado. Pequeñas
experiencias de su vida infantil, que despiertan en él un sentimiento de disconformidad,
lo incitan a emprender la crítica de los padres y a aprovechar, en apoyo de esta actitud
contra ellos, la ya adquirida noción de que otros padres son, en muchos sentidos,
preferibles a los suyos. La psicología de las neurosis nos ha enseñado que a este
resultado coadyuvan, entre otros factores, los más intensos impulsos de rivalidad sexual.
Las ocasiones que los motivan tienen por tema evidente el sentimiento de ser
despreciado. Son frecuentísimas las oportunidades en las cuales el niño es
menospreciado o en que por lo menos se siente menospreciado, en las cuales siente que
no recibe el pleno amor de sus padres o, principalmente, lamenta tener que compartirlo
con hermanos y hermanas. La sensación de que su propio afecto no es plenamente
retribuido se desahoga entonces en la idea, a menudo conscientemente recordada desde
la más temprana infancia, de ser un hijastro o un hijo adoptivo. Numerosas personas que
no han llegado a la neurosis recuerdan a menudo ocasiones de esta especie, en las
cuales, influidos generalmente por alguna lectura, interpretaron así las actitudes hostiles
de los padres y reaccionaron en consecuencia. Ya aquí se evidencia, empero, la
influencia del sexo, pues el varón se inclina mucho más a desplegar impulsos hostiles
contra el padre que contra la madre, y mucho más también a liberarse de aquél que de
ésta. A este respecto, la actividad imaginativa de la niña tiende a ser mucho más
atenuada. Estos impulsos psíquicos de la infancia, conscientemente recordados, nos
ofrecen el factor que ha de permitirnos comprender el mito [del nacimiento del héroe].
Este incipiente extrañamiento de los padres, que puede designarse como novela
familiar de los neuróticos, continúa con una nueva fase evolutiva que raramente subsiste
en el recuerdo consciente, pero que casi siempre puede ser revelada por el psicoanálisis.
En efecto, tanto la esencia misma de la neurosis como la de todo talento superior tienen
por rasgo característico una actividad imaginativa de particular intensidad que,
manifestada primero en los juegos infantiles, domina más tarde, hacia la época
prepuberal, todo el tema de las relaciones familiares. Un ejemplo característico de este
tipo particular de fantasías lo hallamos en el conocido ensueño diurno, que persiste
mucho más allá de la pubertad. Examinando detenidamente estos sueños diurnos,
compruébase que sirven a la realización de deseos y a la rectificación de las experiencias
cotidianas, persiguiendo principalmente dos objetivos: el erótico y el ambicioso, aunque
tras este último suele ocultarse también el fin erótico. Hacia la época mencionada, la
imaginación del niño se dedica, pues, a la tarea de liberarse de los padres
menospreciados y a reemplazarlos por otros, generalmente de categoría social más
elevada. En esta relación el niño aprovechará cualquier coincidencia oportuna que le
ofrezcan sus experiencias reales -como los encuentros con el señor feudal o el
terrateniente, si vive en el campo, o con algún dignatario o aristócrata en la ciudad-,
despertando dichas vivencias casuales la envidia del niño, que luego se expresa en la
fantasía de sustituir al padre y a la madre por otros más encumbrados. La técnica
aplicada para realizar tales fantasías -que en ese período son, por supuesto, conscientes-
depende de la habilidad y del material que el niño encuentre a su disposición. También
es importante considerar si las fantasías son elaboradas con mayor o menor afán de
verosimilitud. Esta fase se alcanza en una época en la cual el niño ignora todavía las
condiciones sexuales de la procreación.
Poco después, cuando el niño llega a conocer las múltiples vinculaciones sexuales
entre el padre y la madre, cuando comprende que pater semper incertus est, mientras que
la madre es certissima, la novela familiar experimenta una restricción peculiar: se limita
en adelante a exaltar al padre, pero ya no duda del origen materno, aceptándolo como
algo inalterable. Esta segunda fase (sexual) de la novela familiar es sustentada asimismo
por otra motivación que falta en la primera fase (asexual). Con el conocimiento de los
procesos sexuales surge en el niño la tendencia a imaginarse situaciones y relaciones
eróticas, tendencia que es impulsada por el deseo de colocar a la madre -objeto de la más
intensa curiosidad sexual- en situaciones de secreta infidelidad y de relaciones amorosas
ocultas. De tal modo aquellas primeras fantasías, en cierto modo asexuales, se ponen a la
altura de los nuevos conocimientos adquiridos.
Quien se sienta inclinado a apartarse con horror de esta depravación del alma
infantil, y aun esté tentado de negar que tales cosas sean posibles, habrá de tener en
cuenta que todas estas obras de ficción, aparentemente tan plenas de hostilidad, no son
en realidad tan malévolas, y hasta conservan bajo tenue disfraz, todo el primitivo afecto
del niño por sus padres. La infidelidad y la ingratitud son sólo aparentes, pues si se
examina en detalle la más común de estas fantasías novelescas, es decir, la sustitución de
ambos padres, o sólo del padre, por personajes más encumbrados, se advertirá que todos
estos nuevos padres aristocráticos están provistos de atributos derivados exclusivamente
de recuerdos reales de los verdaderos y humildes padres, de modo que en realidad el
niño no elimina al padre, sino que lo exalta. Más aún: todo ese esfuerzo por reemplazar
al padre real con uno superior es sólo la expresión de la añoranza que el niño siente por
aquel feliz tiempo pasado, cuando su padre le parecía el más noble y fuerte de los
hombres, y su madre, la más amorosa y bella mujer. Del padre que ahora conoce se
aparta hacia aquel en quien creyó durante los primeros años de la infancia; su fantasía no
es, en el fondo, sino la expresión de su pesar por haber perdido esos días tan felices. Así,
en estas fantasías vuelve a recuperar su plena vigencia la sobrevaloración que caracteriza
los primeros años de la infancia. El estudio de los sueños ofrece una interesante
contribución a dicho tema, pues su interpretación enseña que, incluso en años
avanzados, cuando en un sueño aparecen las figuras encumbradas del emperador y de la
emperatriz, ellas representan siempre al padre y a la madre del soñante. De donde la
sobrevaloración infantil de los padres subsiste asimismo en los sueños de los adultos
normales.
XL
1909
INTRODUCCIÓN
Las primeras observaciones sobre Juanito datan de la época en que no había cumplido
aún los tres años. Manifestaba por entonces, con diversas ocurrencias y preguntas, vivo
interés por una cierta parte de su cuerpo a la que llamaba «la cosita de hacer pipí». Así,
una vez dirigió a su madre la pregunta siguiente:
Juanito: -Oye, mamá, ¿tienes tú también una cosita de hacer pipí?
Mamá: -Naturalmente. ¿Por qué me lo preguntas?
Juanito: -No sé.
Por este mismo tiempo entró una vez en un establo en ocasión en que estaban ordeñando
a una vaca, y observó: «Mira, mamá. De la cosita de la vaca sale leche».
El interés de Juanito por la cosita de hacer pipí no es exclusivamente teórico. Como era
de esperar, le incitaba también a tocamientos del miembro. Teniendo tres años y medio
le sorprendió su madre con la mano en el pene, le amenazó: «Si haces eso llamaré al
doctor A… para que te corte la cosita, y entonces, ¿con qué vas a hacer pipí?»
Juanito: -Con el «popó».
Juanito responde aún sin consciencia de culpabilidad, pero adquiere en esta ocasión el
«complejo de castración», cuya existencia nos vemos forzados a deducir en tantos
análisis de sujetos neuróticos, a pesar de la tenaz resistencia que los enfermos oponen a
reconocerla. Sobre la importancia de este elemento de la historia infantil habría mucho
que decir. El «complejo de castración» ha dejado en el mito (y no sólo en el griego)
huellas evidentes. Ya en mi «Interpretación de los sueños» y en otros varios trabajos he
tratado más o menos detenidamente este tema.
Aproximadamente en la misma época (a los tres años y medio), llevado un día ante la
jaula de los leones, en Schönbrunn, Juanito exclama alborozado: «¡Les he visto la cosita
a los leones!»
Los animales deben gran parte de la significación que han alcanzado en fábulas y mitos
a la naturalidad con la que muestran a las criaturas humanas, penetradas de ávida
curiosidad, sus órganos genitales y sus funciones sexuales. La indudable curiosidad
sexual de Juanito hace de él un pequeño investigador permitiéndole descubrimientos
conceptuales exactos.
Un día, a los tres años y nueve meses, ve desaguar la caldera de una locomotora y dice:
«Mira, la locomotora está haciendo pipí. ¿Dónde tiene la cosita?»
Y después de una pausa, añade pensativo: «Un perro y un caballo tienen una cosita; una
mesa y un sillón, no». Ha descubierto, pues, una característica esencial para la distinción
entre lo animado y lo inanimado.
El ansia de saber y la curiosidad sexual parecen ser inseparables. La curiosidad de
Juanito recae especialmente sobre sus padres.
Juanito (a los tres años y nueve meses). -Papá, ¿tienes tú también una cosita?
Padre: -¡Naturalmente!
Juanito: -Pues no te la he visto nunca al desnudarte.
Otra vez contempla interesado cómo se desnuda su madre al acostarse. La madre le
pregunta:
-¿Qué me miras?
Juanito: -Para ver si también tú tienes una cosita de hacer pipí.
-¡Naturalmente! ¿No lo sabías?
Juanito: -No. Pensaba que como eres tan mayor tendrías una cosita como un caballo.
Retendremos esta idea de Juanito, que adquiere luego extrema importancia.
«Todas las palabras demuestran que relaciona con la cigüeña aquella situación
inhabitual. Lo observa todo con aire desconfiado. Indudablemente, se ha afirmado en él
la primera desconfianza contra la historia de la cigüeña».
Juanito se muestra luego muy celoso de la nueva hermanita y cuando alguien la alaba en
su presencia, objeta en el acto con acento de burla: «Pero no tiene dientes». Cuando la
vió por primera vez, le sorprendió mucho que no pudiese hablar y se figuró que era
porque no tenía dientes. Durante los primeros días pasó, naturalmente, muy a segundo
término. De pronto, cayó enfermo de anginas. En la fiebre se le oía decir: «No quiero
ninguna hermanita».
«Al cabo de medio año desaparecieron ya, dominados, sus celos, y se convirtió en un
hermano tan cariñoso como consciente de su superioridad».
Cuando la recién nacida tenía ya unos ocho días, Juanito presenció cómo la bañaban.
Observó: «¡Qué pequeña tiene la cosita!» Y añadió luego a guisa de consuelo: «¡Ya le
crecerá cuando sea mayor!»
A la misma edad, tres años y nueve meses, nos ofrece Juanito su primer relato de un
sueño. «Hoy, mientras dormía, he creído que estaba en Gmunden con Maruja«.
«Maruja es una hija del dueño de nuestra residencia veraniega en Gmunden. Una niña de
trece años que jugó con él varias veces.»
Poco después, cuando su padre relata a su madre el sueño en presencia suya, observa
Juanito, rectificándole: «No con Maruja, sino solo, completamente solo, con Maruja».
A este respecto ha de hacerse observar lo siguiente: Juanito pasó el verano de 1906 en
Gmunden creíamos que la despedida y el traslado a la ciudad le serían penosos. Para
nuestra sorpresa, no fué así. Se vió claramente que la variación le agradaba y durante
algunas semanas habló muy poco de Gmunden. Sólo después comenzaron a emerger en
él con cierta frecuencia recuerdos vivamentes coloreados del tiempo que había pasado
en aquella localidad. Desde hace próximamente un mes transforma ya tales
reminiscencias en fantasías. Fantasea estar jugando con los niños, Berta, Olga y
Federico; habla con ellos como si estuvieran presentes y se entretiene así horas enteras.
Ahora que le han traído una hermanita y se encuentra evidentemente preocupado por el
problema de cómo se tienen los niños, llama a Berta y a Olga «sus niñas» y en una
ocasión añade: «También a mis niñas Berta y Olga, las ha traído la cigüeña«. El sueño,
acaecido seis meses después de nuestra partida de Gmunden, debe interpretarse,
indudablemente, como expresión de su deseo de volver a Gmunden.»
Hasta aquí el padre. Por mi parte, haré constar que Juanito, con sus últimas
manifestaciones sobre sus hijitas, a las que también habría traído la cigüeña, contradice
abiertamente una duda latente en su interior.
Por fortuna, el padre hubo de anotar muchas cosas que luego llegaron a adquirir
significación insospechada. Por ejemplo: para entretener a Juanito, que en la última
temporada ha ido varias veces al jardín zoológico de Schönbrunn, le dibujo una jirafa.
Me dice: «Píntale también la cosita». Le respondo: «Píntasela tú mismo». Juanito agrega
a mi dibujo un breve trazo (véase la figura adjunta), al que luego agrega otro,
observando: «La cosita es más larga». Paso con Juanito junto a un caballo que está
orinando. Me dice: «El caballo tiene la cosita abajo, como yo». Ve bañar a su hermanita
de tres meses y dice con acento compasivo: «Tiene una cosita muy chiquituca.» Le dan
una muñeca. La desnuda, la revisa minuciosamente y dice: «Ésta sí que tiene pequeña la
cosita». Ya sabemos que esta fórmula le ha hecho posible no renunciar a su anterior
descubrimiento inductivo. Todo investigador está expuesto a equivocarse alguna vez, y
en tal caso, siempre le servirá de consuelo poder disculparse, como Juanito habría
podido hacerlo en el caso siguiente, alegando no ser el único en errar y haber seguido
simplemente los usos del lenguaje. Así, Juanito, al ver en un libro de estampas, dos
monos, señala la cola de uno de ellos y dice a su padre: «Mira, papá, la cosita del
mono».
El interés que le inspira la cosita le lleva a imaginar un juego especialísimo. «Al lado del
retrete hay una leñera oscura. Desde hace algunos días, Juanito entra repetidamente en la
leñera diciendo: «Voy a mi retrete». En una de estas ocasiones me asomo a la leñera
para ver lo que hace en aquel oscuro rincón. Exhibe su órgano genital y dice: «Estoy
haciendo pipí». Juega, pues, a «ir al retrete». Es indudable que se trata de un juego, pues
no sólo se limita a fingir el acto de la micción, sin realizarlo efectivamente, sino que en
vez de entrar en el retrete, cosa mucho más sencilla, prefiere la leñera, a la cual llama
«su retrete».
Seríamos injustos con Juanito si persiguiésemos tan sólo los rasgos autoeróticos de su
vida sexual. Su padre nos comunica minuciosas observaciones referentes a sus
relaciones eróticas con otros niños, de las cuales resulta, como en el adulto, una
«elección de objeto», deduciéndose también, ciertamente, de ellas una singularísima
volubilidad y una intensa disposición poligámica.
«Durante el invierno (a los tres años y nueve meses) llevo a Juanito a la pista de patinaje
sobre hielo y le hago trabar conocimiento con las hijas de N…, uno de mis colegas, dos
niñas de unos diez años. Juanito se sienta a su lado. Conscientes de la superioridad que
supone su edad avanzada, apenas se dignan posar sus ojos en aquel muñeco que las
contempla con respetuosa admiración. A pesar de todo, Juanito, al referirse luego a ellas,
dice constantemente: «mis niñas». «¿Dónde están mis niñas? ¿Cuándo vienen mis
niñas?» y durante semanas enteras me persigue en casa con la pregunta: «¿Cuándo me
llevas otra vez a la pista de hielo a ver a mis niñas?»
Un niño de cinco años, primo de Juanito, viene a visitarlo. Juanito (cuatro años) le
abraza cariñosamente una y otra vez y le dice una de ellas: «¡Cuánto te quiero!»
Es éste el primer rasgo de homosexualidad que hallamos en Juanito. No será el último.
Nuestro pequeño sujeto parece ser realmente un dechado de todas las maldades.
«Nos hemos mudado de casa. (Juanito tiene cuatro años.) La cocina tiene un balcón
desde el cual se ven al otro lado del patio algunas habitaciones de otros pisos. En uno de
ellos ha descubierto Juanito una niña de siete a ocho años. Desde entonces permanece
horas enteras sentado en el escalón que da acceso al balcón esperando ocasiones de
admirarla. Sobre todo, a las cuatro de la tarde, cuando la niña de siete a ocho años.
Desde entonces permanece horas enteras sentado en el escalón que da acceso al balcón
esperando ocasiones de admirarla. Sobre todo, a las cuatro de la tarde, cuando la niña
vuelve del colegio, es imposible retenerlo en otras habitaciones o apartarlo de su puesto
de observación. Una tarde que la niña no apareció en la ventana a la hora acostumbrada,
Juanito se mostró agitado e inquieto y atormentó a todos los de la casa con reiteradas
preguntas: «¿Cuándo viene la niña? ¿Dónde está la niña?», etcétera. Cuando, por fin,
apareció, exultó Juanito de gozo y no apartó ya los ojos de la casa frontera. La violencia
con que surgió este «amor a distancia» tiene su explicación en el hecho de que Juanito
carece de compañeros y compañeras de juego. Para el desarrollo normal del niño es
indudablemente preciso el trato frecuente con otros niños.»
Juanito lo consiguió poco después (tenía cuatro años y medio), en nuestra residencia
veraniega de Gmunden. Sus camaradas allí fueron los hijos de nuestro casero: Francisco
(doce años), Federico (ocho años), Olga (siete años) y Berta (cinco años). Además, los
hijos de un vecino: Ana (diez años) y otras dos niñas de nueve y siete años, cuyos
nombres no recuerdo. Su preferido es Federico, al que abraza a menudo y hace protestas
de cariño. Una vez le preguntan: «¿A cuál de las niñas quieres más?» Responde: «A
Federico». Al mismo tiempo se muestra muy agresivo, viril y conquistador con las
niñas, las abraza y las besa, siendo de todas ellas la pequeña Berta la que más agrado
parece hallar en tales manifestaciones de su cariño. Una tarde, al salir Berta de su cuarto,
la estrechó en sus brazos diciéndole con tiernísimo acento: «¡Cuánto te quiero, Berta!»
Pero ello no le impide besar también a las demás y hacerles protestas de cariño. También
le gusta mucho Maruja (catorce años), otra de las hijas del casero, que alguna vez juega
con él, y una noche, cuando iban a acostarlo, dijo: «Quiero que Maruja duerma
conmigo».
«No puede ser», le contestaron. «Entonces que duerma con papá o con mamá».
«Tampoco es posible. Maruja tiene que dormir en casa de sus papás», volvieron a
objetarle. Y a continuación se desarrolló el diálogo siguiente entre Juanito y su madre:
Juanito: «Entonces me voy abajo a dormir con Maruja.»
La madre: «¿De verdad quieres dejar a mamá para dormir abajo?»
Juanito: «Mañana temprano volveré para tomar café y estar contigo.»
La madre: «Bueno. Pues si de verdad quieres irte de mamá y papá coge tu ropa y vete.
Adiós».
«Juanito coge realmente su ropa y se encamina hacia la escalera para bajar a dormir con
Maruja. Naturalmente es detenido en la antesala y reintegrado a sus habitaciones.»
«(Detrás del deseo de que Maruja duerma en nuestra casa se esconde otro. El de que
Maruja, cuya compañía tanto le gusta, sea acogida en nuestra comunidad familiar.
Indudablemente el hecho de que papá y mamá le acogieran alguna vez, aunque no
frecuentemente, en su cama, hubo de despertar en él sentimientos eróticos, y el deseo de
dormir con Maruja tiene también su sentido erótico. El compartir el lecho con el padre o
con la madre constituye para Juanito, como para todos los niños, una fuente de impulsos
eróticos.)»
En su escena con la madre, cuando ésta le desafió a coger su ropa y marcharse, puesto
que no quería estar ya con ellos, Juanito se condujo como un hombre hecho y derecho, a
pesar de sus indicios homosexuales.
«También en el caso siguiente dijo Juanito a su madre: «Oye; me gustaría mucho dormir
con esa niña». Este caso nos proporciona largo entretenimiento, pues Juanito se
comporta en él realmente como un adulto enamorado. Al restaurante donde almorzamos
diariamente acude también, desde hace algunos días, una niña muy linda, de unos ocho
años. Naturalmente, Juanito se enamora de ella en el acto. Durante el almuerzo no hace
más que volverse en sus silla para mirarla, y después va a situarse en sus proximidades
para coquetear con ella, pero se pone colorado cuando nota que alguien observa sus
manejos. Si la niña responde alguna vez a sus miradas vuelve en el acto los ojos, muy
avergonzado, hacia el lado opuesto. Su conducta causa los días, cuando le llevamos a
almorzar, pregunta: «¿Crees tú que la niña vendrá hoy también?» Y cuando, en efecto,
llega, se pone encendido como en igual situación un adulto. Una vez se acerca a mí,
rebosando alegría, y me susurra al oído: «Oye, papá; ya sé dónde vive la niña. La he
visto entrar en su casa». La agresividad que muestra en sus relaciones con las niñas de
nuestro casero se convierte aquí en una rendida adoración planas y ésta, en cambio, toda
una señorita. Ya anotamos antes que también expresó una vez su deseo de dormir con
ella.»
«Pero aquella tarde llovió, frustrándose la esperada visita. Juanito se consoló con Berta y
Olga.»
Otras observaciones del mismo verano hacen sospechar que en el pequeño sujeto se
preparan muchas cosas nuevas.
Esta mañana, como todas, la madre baña a Juanito (cuatro años y tres meses), lo seca
luego y le pone polvos. Cuando le está poniendo polvos por la región genital con gran
cuidado de no rozarle siquiera el pene con la mano, dice Juanito: «¿Por qué no me coges
la cosita?»
«Subsiguientes preguntas demostraron que este sueño carece de todo carácter visual,
perteneciendo al tipo auditivo puro. Juanito y sus amiguitas, las niñas de nuestro casero,
Olga (siete años) y Berta (cinco años) han aprendido estos días a jugar a las prendas.
(A.: ¿De quién es esta prenda que tengo en la mano? B.: Mía. Y luego se determina entre
los demás lo que B. ha de hacer para rescatarla). El sueño incita este juego de prendas,
sólo que Juanito desea que aquel a quien la prenda pertenece no sea condenado como
habitualmente a dar o recibir un beso o una bofetada, sino a hacer pipí, o más
exactamente, a que alguien le ponga a hacer pipí.»
«Hago que me relate otra vez el sueño. Lo cuenta con las mismas palabras, sustituyendo
tan sólo la frase: «Luego dice otro…», por: «Luego dice ella…» Esta «ella» es
claramente una de sus compañeras de juego, Olga o Berta. Así, pues, la traducción del
sueño sería como sigue: juego a las prendas con las niñas. Pregunto: ¿Quién quiere venir
conmigo? Ella (Olga o Berta) responde: Yo. Luego tiene que ponerme a hacer pipí.
(Ayudarle, desabrochándolo, etcétera, cosa que le es indudablemente grata).»
«Es indudable que el acto de ponerle a hacer pipí, en el cual otra persona le desabrocha
el pantalón y le saca el pene, constituye para Juanito un placer. En sus paseos es el padre
quien suele prestarle tales auxilios, circunstancia que da ocasión a una fijación de
inclinaciones homosexuales sobre el mismo.»
«Como ya se ha indicado, hace dos días, cuando su madre le ponía polvos en la región
genital, le preguntó:
«¿Por qué no me coges la cosita?» Ayer, cuando Juanito quiso orinar me dijo, por
primera vez, que le llevase detrás de la casa para que nadie pudiera verle y añadió: «El
año pasado Berta y Olga miraban mientras yo hacía pipí». A mi juicio, esto quiere decir
que el año pasado le era agradable aquella contemplación por parte de las niñas y que
ahora ya no lo es. El placer exhibicionista ha sucumbido ya a la represión. La represión
del deseo de que Berta y Olga le contemplen mientras hace pipí (o le pongan a hacer
pipí) encierra la explicación de su emergencia en el sueño, en el cual ha sabido
proporcionarse un ingenioso disfraz con el juego de prendas. A partir de este día observa
repetidamente que no quiere ser visto en el acto de orinar.»
Con respecto a esto me limitaré a observar que también este sueño se conforma por
completo a una de las reglas integradas en mi «Interpretación de los sueños», esto es, a
la de que las frases emergentes en un sueño proceden de frases oídas o dichas por el
propio sujeto en los días inmediatamente anteriores.
Todavía otra observación anotada por el padre poco después del regreso de la familia a
Viena: Juanito (cuatro años y medio) presencia de nuevo el baño de su hermanita y se
echa a reír. Le preguntan: «¿De qué te ríes?»
II
«Pero no sé qué deducir de todo esto. ¿Ha tropezado acaso con algún exhibicionista? ¿O
se relaciona todo exclusivamente con su madre? No nos es nada agradable que empiece
ya a plantearnos enigmas. Aparte del miedo a salir a la calle y de la depresión de ánimo
que le acomete al anochecer, es el mismo de siempre, alegre y tranquilo.»
Dejando a un lado la comprensible preocupación del padre y sus tentativas de
explicación, examinaremos objetivamente el material comunicado. Nuestra misión no es
«comprender» en el acto un caso patológico. Ello puede venir después cuando ya
hayamos extraído de él impresiones suficientes. Por lo pronto dejamos en suspenso
nuestro juicio y nos limitamos a acoger todo lo observable, con idéntica cuidadosa
atención.
He aquí las primeras anotaciones, procedentes de los días iniciales del mes de enero del
año actual (1908):
«Juanito (cuatro años y nueve meses) se levanta hoy llorando. Interrogado por su madre
sobre las causas de su llanto, responde: «Mientras dormía he pensado que te habías ido y
que no tenía ya una mamá que me acariciase.»
«Trátase, pues, de un sueño de angustia.»
«Ya este verano, en Gmunden, observé algo análogo. Por las noches, al acostarse, se
ponía muy tierno y una vez aludió a la posibilidad de que su madre se marchase,
diciendo: «Cuando no tenga ya mamá…», «Si mamá se marcha…» o algo parecido,
pues no recuerdo exactamente sus palabras. Desgraciadamente, siempre que mostraba
tan elegíaco estado de ánimo su madre, enternecida, le acogía en su cama.»
«El 8 de enero su madre se propone salir con él para ver por sí misma qué le pasa.
Quiere llevarle a Schönbrunn, lugar que siempre le ha gustado mucho. Juanito no quiere
salir, llora de nuevo y tiene miedo. Por fin se convence y sale con su madre, pero en la
calle se le advierte visiblemente atemorizado. Al regresar de Schönbrunn y después de
mucho resistirse confiesa a su madre la causa de sus temores: «Tenía miedo de que me
mordiese un caballo». (Realmente su intranquilidad subió de punto en Schönbrunn a la
vista de un caballo). Por la noche tuvo un acceso semejante al del día anterior, con
ansiosa demanda de «mimo». Intentaron calmarle y dijo llorando: «Ya sé que mañana
tendré que salir otra vez de paseo». Y luego: «El caballo entrará en mi cuarto.»
Este mismo día le preguntó su madre si cuando estaba en la cama se cogía la cosita.
Respondió «Sí; todas las noches, cuando estoy acostado».
Al día siguiente, 9 de enero, antes de acostarle a dormir la siesta, se le advierte que no
debe tocarse para nada la cosita. Interrogado sobre ello al despertar, contesta que se la ha
cogido poquito.
Tal sería, pues, el principio de la angustia y la fobia. Observamos ya, que existen
motivos bastantes para considerarlas por separado. Por lo demás, el material dado nos
parece plenamente suficiente para orientarnos y ningún otro período es tan favorable
para llegar a la comprensión de estos trastornos como su estado inicial,
desgraciadamente descuidado o silenciado en la mayoría de los casos. La perturbación
comienza aquí con ideas cariñosas y angustiadas, y luego con un sueño de angustia. El
contenido de este último es que su madre va a marcharse y no podrá ya «mimarle». Su
ternura hacia la madre ha debido, pues, experimentar una enorme intensificación. Tal
sería el fenómeno básico del estado patológico. Recordaremos, para confirmarlo así, las
dos tentativas de seducción de que Juanito hace objeto a su madre: la primera todavía en
el curso del veraneo, y la segunda, reducida a una alabanza de sus propios genitales,
muy poco antes de la emergencia de la angustia al salir a la calle. Tal intensificada
ternura hacia la madre es lo que se convierte en angustia; aquello, que, según nuestra
tecnología analítica, sucumbe a la represión. Ignoramos todavía de dónde procede el
impulso que desencadena la represión. Es posible que haya sido provocada simplemente
por la intensidad del impulso, imposible de dominar para el niño; o también que hayan
colaborado a ella otros poderes que desconocemos. Más adelante lo averiguaremos. Esta
angustia, correspondiente a un deseo erótico reprimido, carece, en un principio, de
objeto, como toda angustia infantil. Es aún angustia y no miedo. El niño no puede saber
de que tiene miedo, y si Juanito, en su primer paseo con la niñera no quiere decir a qué
tiene miedo, es porque realmente no lo sabe. Dice lo que sabe: que echa de menos en la
calle a su madre, con la que puede «hacer mimitos», y que no quiere estar sin ella.
Confiesa aquí, con toda sinceridad, el primer sentido de su repugnancia a salir a la calle.
También sus estados de angustia, repetidos en dos noches consecutivas al llegar la hora
de acostarse, y todavía claramente matizados de ternura, demuestran que al principio de
la enfermedad no existía aún una fobia a la calle, al paseo o los caballos. De otro modo,
sus estados crepusculares serían inexplicables, pues ¿quién piensa en salir a la calle o de
paseo en el momento de acostarse? En cambio, vemos claramente que le da miedo al
anochecer, cuando llegada la hora de acostarse le acomete con redoblada intensidad la
libido cuyo objeto es la madre y cuyo fin pudiera ser, quizá, dormir con ella en su cama.
Sabe por experiencia que tales estados de ánimo suyos movían en Gmunden a su madre
a acogerle en su lecho, y quisiera conseguir aquí en Viena idéntico resultado. No
debemos tampoco olvidar a este respecto que en Gmunden permaneció a veces solo con
la madre, ya que el padre no podía faltar de Viena constantemente durante el transcurso
de las vacaciones; ni tampoco que allí dividía su ternura entre toda una serie de
amiguitos y amiguitas, de los que aquí carece, de modo que su libido ha podido retornar
indivisa y completa a la madre.
Se asoma al balcón pero no consiente en salir de casa. Llega hasta el portal y una vez en
él da rápidamente media vuelta.»
«El domingo, 1º de marzo, mantiene conmigo, camino de la estación, el diálogo
siguiente: Trato de explicarle nuevamente que los caballos no muerden. Me dice: «Pero
los caballos blancos sí muerden. En Gmunden hay un caballo blanco que muerde.
Cuando se le ponen delante los dedos, muerde». (Me extraña que diga «los dedos» en
lugar de «la mano»). Luego me cuenta la siguiente historia: «Cuando la Lizzi se marchó,
había a la puerta de su casa un coche con un caballo blanco para llevar el equipaje a la
estación». (La Lizzi es, según me dice, una niña que vivía cerca de nuestra casa). Su
padre estaba cerca del caballo y el caballo volvió la cabeza. Entonces el padre dijo a
Lizzi: «No toques con los dedos al caballo blanco, pues te morderá». Le repongo: «Oye;
me parece que de lo que estás hablando no es de un caballo blanco, sino de la cosita, que
no se debe tocar con la mano». Él: «Pero la cosita no muerde». Yo: «A lo mejor sí». A
continuación intenta demostrarme vivamente que era, en efecto, un caballo blanco».
«El 2 de marzo, ante un nuevo acceso de miedo, le digo: «¿Sabes una cosa? La tontería -
así llama él a su fobia- se te irá quitando si sales más a menudo de paseo. Ahora es tan
fuerte porque has estado malo y no has podido salir de casa.»
Él: «¡Que no! Es tan fuerte porque todas las noches le doy otra vez la mano a la cosita.»
El médico y el enfermo, el padre y el hijo, coinciden, pues, en atribuir al hábito del
onanismo el papel principal en la patogénesis de los estados morbosos. Pero no faltan
tampoco indicios de la intervención de otros factores.
«El día 3 de marzo entra a servir en casa una nueva criada, con la que Juanito simpatiza
en el acto. Como le deja que se monte a caballo encima de ella mientras friega los
suelos, Juanito la llama «mi caballo» y va de un lado a otro agarrado por detrás a sus
faldas, gritando: «¡Arre, caballo!» El 10 de marzo dice a esta criada: «Si hace usted tal o
cual cosa se tendrá que quitar toda la ropa, hasta la camisa.» (Lo dice como un castigo,
pero no es difícil reconocer el deseo oculto detrás).
Ella: «Entonces creerá la gente que no tengo dinero para comprarme ropa.»
Él: «Pero será una vergüenza, porque se te verá la cosita.»
Reaparece, pues, la antigua curiosidad orientada hacia un nuevo objeto y como
habitualmente en épocas de represión, encubierta por una tendencia moralizadora.
«El día 15 de marzo, por la mañana, digo a Juanito: «Oye; si dejas de darle la mano a la
cosita se te quitará la tontería, ¿sabes?»
Juanito: «¡Pero si ya no se la doy!»
Yo: «Pero quisieras dársela.»
Juanito: «Sí, eso sí; pero «querer» no es «hacer» y «hacer» no es «querer» (!!).»
Yo: «Pues para que no quieras esta noche dormirás con un camisón cerrado por abajo
como un saco.»
«Después de esta conversación salimos delante de la casa. Juanito tiene un poco de
miedo, pero visiblemente aliviado por la perspectiva de aquella medida que ha de
facilitarle su lucha contra el hábito de la masturbación, dice: «Mañana, cuando tenga el
saco, se me quitará la tontería.» Realmente le dan ya menos miedo los caballos y no se
altera gran cosa cuando pasan coches a su lado.»
«Juanito me había prometido venir a Lainz el domingo siguiente, 15 de marzo. Llegado
el momento, se resiste un poco, pero acaba por salir conmigo. En la calle, al darse cuenta
de que pasan pocos coches, se tranquiliza casi por completo: y dice: «¡Qué bien! ¡Hoy
ha mandado Dios que no haya caballos!» Por el camino le explico que su hermana no
tiene una cosita como la suya. Las mujeres y las niñas no tienen cosita. Mamá no la
tiene, Hanna tampoco, etcétera».
Juanito: «¿Y tú? ¿Tienes cosita?»
«En Schönbrunn le dan miedo algunos animales del parque zoológico que antes no le
asustaban lo más mínimo. Así, no consiente en acercarse al departamento de las jirafas,
ni tampoco al del elefante, que antes le divertía mucho. Le dan miedo todos los animales
grandes. En cambio, los pequeños le entretienen mucho. De las aves le da ahora miedo
el pelícano; seguramente también por su tamaño.»
«Le digo: ¿Sabes por qué te dan miedo ahora los animales grandes? Porque los animales
grandes tienen grande la cosita y lo que verdaderamente te da miedo es eso.»
Juanito: «Y todos los hombres tienen su cosita. Y la mía me crecerá conforme vaya yo
creciendo. Para eso la tengo pegada al cuerpo.»
Con esto terminó la conversación. En los días siguientes parece haber vuelto a
intensificarse su miedo. Apenas se atreve a salir frente a la casa adonde le sacan después
de comer.
La última frase consoladora de Juanito arroja cierta luz sobre la situación y nos permite
rectificar un poco las afirmaciones del padre. Es cierto que los animales grandes le dan
miedo porque le hacen pensar en su órgano genital de gran tamaño, pero no puede
decirse que sean los órganos genitales de gran tamaño lo que propiamente le da miedo.
La representación de un tal órgano le era antes placiente y procuraba proporcionarse
ocasión de semejante espectáculo. Este placer le ha sido luego arrebatado por la
transformación general de placer en displacer que -en forma aún no aclarada- ha recaído
sobre toda su investigación sexual y, más transparentemente, por ciertas experiencias y
ciertas reflexiones que le condujeron a resultados poco gratos. De las palabras con que
trata de consolarse -«La cosita me crecerá conforme vaya yo creciendo»- podemos
deducir que sus observaciones fueron siempre comparativas y le dejaron muy
descontento del tamaño de su propia cosita. Este defecto le es recordado por los
animales grandes que, por esta razón, le desagradan. Pero como todo este proceso
mental no puede llegar, probablemente, a hacerse claramente consciente, también
aquella sensación penosa se transforma en angustia, de manera que su angustia actual se
basa tanto en el placer pretérito como en el displacer presente. Una vez constituído el
estado de angustia, devora ésta todas las demás sensaciones, y dada una represión
progresiva, cuanto más van aproximándose a lo inconsciente las representaciones
saturadas de afecto que fueron ya conscientes, más fácilmente pueden convertirse en
angustia todos los afectos.
La singular observación de Juanito: «Para eso la tengo pegada al cuerpo», deja adivinar,
relacionada con su frase de consuelo, muchas cosas que el infantil sujeto no puede
expresar, ni expresó tampoco en este análisis. Completaré aquí una parte, por mi cuenta,
conforme a la experiencia lograda en los análisis de adultos, esperando que tal
interpolación de mi cosecha no se juzgue impertinente ni arbitraria. Dice Juanito: «Para
eso la tengo pegada al cuerpo». Interpretada esta frase como desafío y consuelo, nos
hace pensar en la antigua amenaza materna de que le haría cortar la cosita si continuaba
ocupándose tanto de ella. Esta amenaza no tuvo por entonces, cuando Juanito tenía tres
años y medio, efecto alguno. El niño respondió, impertérrito, que en ese caso haría pipí
con el trasero. Correspondería por entero al proceso típico el hecho de que la amenaza
de castración desarrollase ahora, a posteriori, su efecto y que Juanito se hallara en estos
momentos bajo la acción del miedo a perder aquella tan preciada parte de su yo. No es
raro observar tales efectos a posteriori de mandatos y amenazas de la infancia en otros
casos patológicos en los cuales el intervalo entre causa y efecto comprende a veces más
de un decenio. Conozco incluso casos en los cuales la «obediencia a posteriori» de la
represión desempeña el papel principal en la determinación de los síntomas patológicos.
«En la noche del 27 al 28, Juanito nos sorprende levantándose a oscuras de su cama y
viniéndose a la nuestra. Su cuarto está separado de nuestra alcoba por un gabinete. Le
preguntamos por qué se ha levantado y si es que le ha dado miedo. Dice: «No; mañana
lo diré». Se duerme en nuestra cama y lo llevamos dormido a la suya.»
«Al día siguiente le someto a un interrogatorio para averiguar por qué se ha levantado
por la noche, después de alguna resistencia por parte suya se desarrolla el siguiente
diálogo, que anoto en el acto, taquigráficamente:
Él: «Por la noche había en mi cuarto una jirafa muy grande y otra toda arrugada; y la
grande y otra arrugada; y la grande empezó a gritar porque le quité la arrugada. Luego
dejó de gritar y entonces yo me senté encima de la jirafa arrugada.»
Yo (extrañado): «¿Cómo? ¿Una jirafa arrugada? ¿Qué es eso?
Él: «Sí.» (Busca apresuradamente un papel, lo arruga todo y dice): «Así estaba de
arrugada.»
Yo: «¿Y tú te sentaste encima de la jirafa arrugada? ¿Cómo?» «Juanito me lo muestra
sentándose en el suelo.»
Yo: «¿Cómo se puede coger en las manos un animal tan grande como la jirafa?»
Él: «Pues sí. La jirafa arrugada la cogí en las manos.»
Yo: «¿Y dónde estaba la grande mientras tanto?»
Él: «Un poco más allá.»
Yo: «¿Qué hiciste con la jirafa arrugada?»
Él: «La tuve un rato en las manos hasta que la grande dejó de gritar, y cuando la grande
dejó de gritar me senté encima de la otra.»
Yo: «¿Por qué gritaba la otra?»
Él: «Porque yo le había quitado la pequeña.»
En esto observa que voy anotándolo todo y me pregunta: «¿Por qué lo anotas todo?»
«Toda la fantasía es la reproducción de una escena que se ha desarrollado casi todas las
mañanas en los últimos días. Juanito viene por la mañana temprano a nuestra alcoba y su
madre no puede por menos de acogerle unos minutos en la cama. Por mi parte le
advierto siempre que no debe hacerlo («la grande empezó a gritar porque yo le quité la
pequeña»), replicándome ella alguna vez, irritada, que son tonterías mías, que por
tenerlo allí un minuto no puede pasar nada, etcétera. Juanito permanece entonces un
breve rato a su lado. (« Luego dejó de gritar y entonces yo me senté encima de la jirafa
arrugada.»)»
«La solución de esta escena conyugal transformada en una fantasía, sería, pues, la
siguiente: Juanito ha echado de menos a su madre durante la noche, ha deseado sus
caricias, y ha venido en busca de ellas a nuestra alcoba. Todo ello es la continuación del
miedo a los caballos.»
Por mi parte, sólo puedo añadir a la sutil interpretación del padre lo siguiente: el
«sentarse encima» es probablemente la representación que Juanito se forma de la «toma
de posesión». La totalidad es una fantasía de desafío enlazada a la victoria sobre la
oposición del padre. «Grita todo lo que quieras. Mamá me acoge a pesar de todo en su
cama. Mamá es mía; me pertenece».
III
EPICRISIS
A mi juicio, el cuadro de la vida sexual infantil que nos ofrece la observación del caso
de Juanito, coincide con la descripción que de ella hicimos en nuestra teoría sexual,
basándonos en la investigación psicoanalítica de sujetos adultos. Pero antes de entrar en
los detalles de tal coincidencia habré de rebatir dos objeciones que se elevarán, quizá,
contra la utilidad de este análisis. La primera de tales objeciones sería la de que Juanito
no es un niño normal, sino una criatura predispuesta a la neurosis; un pequeño
«hereditario», como lo demuestra su enfermedad, no siendo correcto, en consecuencia,
aplicar a otros niños normales conclusiones válidas quizá en su caso particular, pero sólo
en él. De esta primera objeción me ocuparé más adelante, puesto que sólo restringe el
valor de la observación, sin anularlo totalmente. La segunda objeción, mucho más
rigurosa, afirmaría que el análisis de un niño por su propio padre, que lo lleva, además, a
cabo plenamente convencido de la verdad de mis teorías y compartiendo todo mis
prejuicios, carece de todo valor objetivo. Un niño se deja siempre sugestionar
fácilmente, y más por su propio padre que por ninguna otra persona; por cariño a él, y en
agradecimiento a lo mucho que de su infantil persona se ocupa, se dejará sugerir toda
clase de cosas, y siendo así, sus manifestaciones carecerán de fuerza probatoria y sus
ocurrencias, fantasías y sueños, seguirán, naturalmente, la dirección en la cual son
orientados. Concretando: todo ello sería, de nuevo, pura «sugestión» y mucho más fácil
de desenmascarar en el niño que en los adultos.
Es harto singular lo que en esta cuestión sucede. Recuerdo muy bien con cuánta burla
acogieron los neurólogos y los psiquíatras de la vieja generación la teoría de la sugestión
y de sus efectos, hace veintidós años, cuando yo empezaba a intervenir en las
controversias científicas. Pero de entonces acá han cambiado mucho las cosas. La
oposición se ha trocado en favor y ello no sólo a consecuencia de los trabajos publicados
en el curso de estos dos decenios por Liébault, Bernheim y sus discípulos, sino también
por haberse descubierto cuánto esfuerzo mental puede ahorrar el concepto de
«sugestión», generosamente aplicado a diestro y siniestro. Nadie sabe, ni se preocupa
tampoco en averiguarlo, qué cosa es la sugestión, de dónde procede y cuándo tiene
efecto. Basta con poder atribuirle todos aquellos fenómenos anímicos para los cuales no
se encuentra una explicación cómoda e inmediata.
No comparto la opinión, muy extendida hoy, de que las manifestaciones de los niños son
totalmente arbitrarias y nada fidedignas. En lo psíquico no existe la arbitrariedad y la
falta de autenticidad de las manifestaciones infantiles proviene de la preponderancia de
su fantasía, como en los adultos de la preponderancia de sus prejuicios. Fuera de esto, el
niño no miente jamás sin causa, y en general muestra mayor amor a la verdad que los
adultos. Rechazar sin formación de causa todas las manifestaciones de Juanito sería
cometer con él una enorme injusticia. Es perfectamente posible distinguir cuándo falsea
o retiene la verdad bajo la coerción de una resistencia, cuándo acepta, indeciso aún en su
fuero interno, las opiniones de su padre, y cuándo comunica sinceramente, libre de toda
presión, su íntima verdad, hasta entonces sólo de él conocida. No ofrecen ciertamente
mayores garantías las manifestaciones de los adultos. Sigue siendo muy de lamentar que
ninguna exposición de una psicoanálisis pueda transmitir las impresiones que el analista
recibe durante su desarrollo, y que la convicción definitiva no pueda adquirirse nunca
por medio de la lectura, sino sólo por experiencia personal y directa. Pero de estos
defectos adolecen en igual medida los análisis de sujetos adultos.
Los padres describen a Juanito como un niño alegre y sincero, y así debía efectivamente
haber llegado a ser gracias al método de educación empleado por sus padres y
consistente esencialmente en la omisión de todos nuestros habituales pecados
pedagógicos: mientras Juanito pudo llevar adelante sus investigaciones, con alegre
ingenuidad y sin la menor sospecha de los conflictos que pronto habían de surgir de
ellas, se expresó siempre francamente y sin reserva alguna, y así las observaciones
anteriores a su fobia no suscitan dudas ni objeciones de ningún género. Luego, en la
época de la enfermedad y durante el análisis, sus palabras dejan ya de corresponder en
alguna ocasión a su pensamiento, incongruencia dependiente, en parte, de la
acumulación de material inconsciente, que no le es posible dominar de una vez, y en
parte de las reservas que le imponen sus relaciones con sus padres. De todos modos, y
sin abandonar la más absoluta imparcialidad, puedo afirmar que tampoco estas
desviaciones fueron mayores que en tantos otros análisis de adultos.
En el curso del análisis hubo que decirle, desde luego, muchas cosas que él no sabía
decir espontáneamente, facilitarle ideas de las cuales no se había manifestado aún en él
indicio ninguno y orientar su atención hacia aquellos caminos por los que el padre
esperaba ver acercarse nuevos elementos. Ello debilita la fuerza probatoria del análisis;
pero también en todo análisis se sigue igual procedimiento. En todo análisis suministra
el médico al paciente, en mayor o menor medida, aquellas representaciones conscientes
que han de permitirle reconocer y aprehender lo inconsciente. La amplitud de este
auxilio varía mucho según los casos, pero en ninguno puede prescindirse de él. Nadie
puede curarse por sí solo más que leves perturbaciones, nunca una neurosis opuesta al
yo como algo ajeno a él. Para curar de una tal enfermedad necesita el sujeto la ayuda de
otro, y la posibilidad de curación estará en razón directa de la medida en que el otro
pueda ayudarle. Así, aquellas neurosis que apartan al enfermo de todo contacto con sus
semejantes, aislándolo por completo, tales como las que reunimos bajo el apelativo
común de la «demencia precoz», resultan totalmente inaccesibles a nuestra labor
terapéutica.
Concedemos, pues, que el niño, por el escaso desarrollo de sus sistemas intelectuales,
precisa de una ayuda especialmente intensa. Pero aquello que el médico comunica al
enfermo procede, a su vez, de la experiencia acumulada en otros análisis, y ya resulta
suficientemente probatorio el hecho de que, por medio de esta intervención médica, se
consiga el descubrimiento y la solución del material patógeno.
A pesar de todo esto, nuestro pequeño paciente ha demostrado también, en el curso del
análisis, independencia suficiente para absolverle de toda acusación de «sugestión».
Como todos los niños, aplica al material de que dispone, sus teorías sexuales infantiles,
sin necesidad de estímulo alguno exterior. Tales teorías son totalmente ajenas al
pensamiento del adulto, y en este caso incurrí en la omisión de advertir al padre que el
camino hacia el tema del nacimiento había de conducir primeramente a Juanito a través
de todo el complejo de la excreción. Aquel período del análisis que, a consecuencia de
esta negligencia mía resulta un tanto oscuro, nos procura en cambio un testimonio de la
autenticidad y la independencia de la labor mental de Juanito. Vemos, en efecto, que
comenzó de pronto a ocuparse de los excrementos sin que el padre, sospechado de
sugestión, pudiera comprender cómo llegaba a ello ni lo que de ello había de resultar.
Tampoco puede atribuirse al padre la menor participación en las dos fantasías del
fontanero, emanadas del complejo de la castración, tan tempranamente adquirido por
Juanito. A este respecto, he de confesar haber silenciado al padre mi esperanza de que
surgiera un tal enlace, movido por un interés teórico y para no debilitar la fuerza
probatoria de semejante testimonio, difícilmente alcanzable de otro modo.
El primer rasgo imputable a la vida sexual de Juanito consiste en un vivísimo interés por
su «cosita de hacer pipí», interés que hace de él un investigador. Descubre así, una
posibilidad de diferenciar lo animado y lo inanimado, basándose en la posesión o
carencia de la cosita. Presupone la existencia de este órgano importantísimo en todos
aquellos seres que juzga semejantes a su propia persona, lo estudia en los animales de
gran tamaño y lo atribuye tanto a su padre como a su madre e incluso a su hermanita
recién nacida, contra el testimonio directo de sus propios ojos.
Por un proceso que Alfred Adler ha calificado muy acertadamente de «trabazón de los
instintos» se enlaza el placer proporcionado por el propio órgano genital con el placer
visual en sus formas activa y pasiva. El pequeño desarrolla una intensa curiosidad
sexual; procura ver la cosita de otras personas y gusta de mostrar la suya. Uno de sus
sueños, correspondiente al período inicial de la represión, tiene por contenido el deseo
de que una de sus amiguitas le ponga a hacer pipí, esto es, de que le vea la cosita. El
sueño demuestra que tal deseo ha permanecido hasta entonces irreprimido, y otros datos
ulteriores testimonian de que solía hallar satisfacción. La orientación activa del placer
visual sexual no tarda en enlazarse en él a un motivo determinado. Cuando
repetidamente manifiesta tanto a su padre como a su madre su disgusto por no haberles
visto aún nunca la cosita, le impulsa a ello, probablemente, la necesidad de comparar. El
propio yo es siempre la medida que aplicamos al mundo exterior; una continua
comparación con nuestra propia persona nos enseña a comprenderlo. Juanito ha
observado que los animales de gran tamaño tenían también la cosita mucho más grande
que la suya, supone en sus padres igual proporción y quisiera comprobarlo. Cree que su
madre deberá tener una cosita «como la de un caballo», y para consolarse de su
inferioridad actual piensa que la suya irá creciendo conforme él mismo crezca. Es como
si el deseo infantil de ser grande recayese aquí especialmente sobre lo genital.
En la constitución sexual de Juanito es, pues, desde un principio, la zona genital, la más
intensamente acentuada de placer de todas las zonas erógenas. Fuera de ella sólo
hallamos testimoniado el placer excremental enlazado a los orificios de la micción y la
defecación. Su última, feliz fantasía, con la cual queda dominada su enfermedad, y en la
que tiene niños, a los que lleva al retrete y les limpia el trasero, «haciendo con ellos todo
lo que se hace con los niños», nos fuerza a admitir que aquellas mismas operaciones
constituyeron para él, en su primera infancia, una fuente de sensaciones de placer. Este
placer, emanado de zonas erógenas, le fué procurado por la persona que le atendía, por
su madre, y conduce ya, por lo tanto, a la elección de objeto. Pero ello no excluye la
posibilidad de que en épocas aún más tempranas se hallase él habituado a procurárselo
de un modo autoerótico, siendo de aquellos niños que acostumbran a retener las excretas
hasta que su evacuación puede proporcionarles una sensación voluptuosa. Hablo
simplemente de posibilidad porque el análisis no llegó a poner en claro este extremo. El
acto de «armar jaleo con las piernas» (patalear), que tanto le asusta luego, es lo único
que nos orienta en esta dirección. Por otra parte, las fuentes de placer indicadas no
muestran en Juanito la singular importancia que frecuentemente tiene en otros niños.
Adquirió pronto hábitos de limpieza y la incontinencia nocturna no desempeñó papel
alguno en sus primeros años. Tampoco observamos en él indicio alguno de la tendencia
a jugar con los excrementos, tan repugnante en los adultos cuando surge de nuevo en
ellos al término del proceso psíquico de regresión.
En sus relaciones con sus padres confirma Juanito, con máxima evidencia, las
afirmaciones que incluímos en la Teoría sexual y en la Interpretación de los sueños,
sobre las relaciones sexuales de los niños con sus padres. Es verdaderamente un pequeño
Edipo que quisiera hacer desaparecer a su padre para quedarse solo con su madre y
dormir con ella. Este deseo surgió durante el veraneo, cuando las alternativas de
presencia y ausencia del padre le revelaron las condiciones a las que se hallaba ligada la
ansiada intimidad con la madre. Por entonces se contentó con desear que el padre se
marchase, deseo al cual pudo enlazarse luego directamente, merced a una impresión
accidental recibida con ocasión de otra partida, el miedo a ser mordido por un caballo
blanco. Más tarde, probablemente a su retorno a Viena, donde no podía contar ya con
ausencias del padre, aquel deseo se convirtió en el de que el padre muriera. La angustia
emanada de este deseo de muerte contra el padre, y por lo tanto normalmente motivada,
fué el mayor obstáculo opuesto al análisis hasta su vencimiento en la visita que Juanito
hizo a mi consulta.
Pero nuestro Juanito no es un malvado ni siquiera uno de aquellos niños en quienes las
inclinaciones crueles y violentas de la naturaleza humana se encuentran aún libremente
desarrolladas en esta época de la vida. Por el contrario, su natural es extraordinariamente
bondadoso y cariñoso. El padre hace constar en sus notas que la transformación del
instinto de agresión en compasión, se desarrolló en Juanito muy tempranamente. Mucho
antes de la fobia se inquietaba cuando veía pegar a un caballo, y nunca dejaba de
conmoverse cuando alguien lloraba en su presencia. En un período del análisis, Juanito
nos revela, en una determinada relación, un cierto montante de sadismo. Pero se trata de
un impulso totalmente dominado, y el curso ulterior de la investigación analítica nos
revela a qué responde y qué es lo que ha de sustituir. Juanito, al mismo tiempo que desea
la muerte a su padre le quiere fervorosamente, y en tanto que su inteligencia rechaza tal
contradicción, se ve forzado a demostrar su efectiva existencia por medio de un acto
sintomático, consistente en darle un manotazo a su padre y besar luego el lugar
golpeado. También nosotros habremos de guardarnos de rechazar la posibilidad de una
tal contradicción. La vida sentimental de los hombres se compone, en general, de tales
antítesis. Si así no fuera, no habría, probablemente, ni represión ni neurosis. Estos
impulsos antitéticos de cuya simultaneidad el adulto sólo llega a adquirir consciencia en
la culminación de la pasión amorosa y que fuera de un tal momento luchan por
sobreponerse recíprocamente hasta que uno de ellos consigue mantener encubierto al
otro, coexisten pacíficamente yuxtapuestos en la vida anímica de los niños, durante todo
un período.
Este suceso y los estímulos a él enlazados dan a sus deseos una nueva orientación. En su
victoriosa fantasía final acumula todos sus impulsos optativos eróticos: los procedentes
de la fase autoerótica y los relacionados con el amor objetivado. Está casado con su
madre y tiene incontables niños a los que puede atender y cuidar a su manera.
2
Juanito enferma un día de miedo a la calle. No puede aún precisar qué es lo que le da
miedo, pero ya al principio de su estado de angustia delata a su padre el motivo de su
enfermedad, la ventaja que la misma le proporciona. Quiere permanecer al lado de su
madre; «hacer mimitos» con ella. El recuerdo de haber sido separado de ella cuando su
hermanita nació, pudo contribuir, como el padre supone, a este ansioso deseo. Pero lo
que tarda en quedar demostrado es que su miedo no puede ya volverse a traducir en
deseo, pues Juanito siente miedo también cuando su madre le acompaña. Entretanto,
vamos vislumbrando cuál ha sido la fijación de la libido convertida en miedo. Juanito
expresa el miedo particularísimo a ser mordido por un caballo blanco.
La situación de las «fobias» en el sistema de las neurosis ha sido hasta ahora muy
indeterminada. Parece seguro que sólo deben ser consideradas como síndromes comunes
a diferentes neurosis, no siendo preciso atribuirles la calidad de procesos patológicos
especiales. Para las fobias como ésta de nuestro Juanito, que son las más frecuentes, no
me parece impropia la denominación «histeria de angustia», propuesta por mí al doctor
W. Stekel cuando emprendió su exposición de los estados nerviosos de angustia y que
espero acabará por imponerse, pues queda justificada por la perfecta coincidencia del
mecanismo psíquico de tales fobias con el de la histeria, salvo en un solo y único punto
decisivo, muy apropiado para la diferenciación. En efecto, la libido desligada del
material patógeno por la represión no es convertida, o sea, utilizada, partiendo de lo
anímico, para una inervación somática, sino que queda libre en calidad de angustia. En
los casos patológicos, esta «histeria de angustia» puede mezclarse en cualquier medida
con la «histeria de conversión». Hay también histerias de conversión puras, sin angustia
alguna y también meras histerias de angustia que se manifiestan en sensaciones de
angustia y en fobias sin conversión alguna. De este último género es la fobia de Juanito.
La histeria de angustia es la enfermedad psiconeurótica más frecuente, pero sobre todo
la de aparición más temprana en la vida individual; es la neurosis de la época infantil.
Cuando una madre dice que su hijo es muy «nervioso» puede darse por seguro, en nueve
casos de cada diez, que padece una angustia cualquiera o muchos temores angustiosos a
la vez. Por desgracia, el sutil mecanismo de estas enfermedades tan importantes no ha
sido aún suficientemente estudiado. No se ha determinado aún si la histeria de angustia,
a diferencia de la histeria de conversión y de otras neurosis, tiene su única condición en
factores constitucionales o en los sucesos vividos, o en qué unión de ambos elementos la
encuentra. A mi juicio, es aquella enfermedad neurótica que menos exige una
constitución especial, y por lo tanto la que más fácilmente puede ser contraída en
cualquier período de la vida.
Puede decirse que el tratamiento de la histeria de angustia ha sido hasta ahora puramente
negativo. La experiencia ha demostrado que es inútil y en algunas circunstancias, muy
peligroso, intentar la curación de una fobia de un modo violento, colocando al enfermo
en una situación en la que tenga necesariamente que pasar por el desarrollo de angustia,
después de haberle privado de su defensa. Se le obliga así a buscar protección donde
cree encontrarla y se le testimonia un desprecio ineficaz a causa de su «incomprensible
cobardía».
Los padres de nuestro pequeño paciente estaban convencidos, desde un principio, de que
el remedio no estaba en reírse de él ni brutalizarle, sino en buscar, por el camino
psicoanalítico, el acceso a sus deseos inconscientes. El éxito recompensó la ardua labor
del padre, cuyas anotaciones nos procuran ocasión de penetrar en la estructura de una tal
fobia y perseguir el camino del análisis al que dió motivo.
*
No me parece improbable que la extensión y la minuciosidad del análisis hayan hecho
difícil al lector su más perfecta comprensión. Por lo tanto, creo conveniente una síntesis
de su desarrollo, prescindiendo de detalles inútiles y haciendo resaltar los resultados
positivos paulatinamente obtenidos.
Comenzamos por averiguar que la emergencia del estado de angustia no fué tan
repentina como a primera vista pareció. Varios días antes, Juanito había tenido un sueño
de angustia: Mamá se había ido y ya no tenía él con quién «hacer mimitos». Este sueño
es ya indicio de un proceso de represión de sospechosa intensidad. Su interpretación no
puede ser, como para otros muchos sueños de angustia, la de que el niño ha sentido una
angustia procedente de cualesquiera fuentes somáticas y la ha utilizado para el
cumplimiento de un deseo inconsciente intensamente reprimido. Se trata, en realidad, de
un sueño de castigo y de represión, en el cual el mismo fenómeno onírico fracasa en su
función particularísima, ya que el niño despierta presa de angustia. No es difícil
reconstruir el proceso inconsciente correlativo. El niño ha soñado con las caricias de la
madre, ha soñado que dormía con ella en la cama, y todo el placer y todo el contenido de
representaciones han sido transformados en sus antítesis. La represión ha logrado la
victoria sobre el mecanismo del sueño.
Pero los comienzos de esta situación psicológica se hallan aún más atrás. Ya durante el
veraneo pasó Juanito por estados de melancolía en los que hubo de exteriorizar ideas
análogas y que le valieron ser acogido en el lecho de la madre. Desde esta época,
aproximadamente, podemos suponerle bajo los efectos de una fuerte excitación sexual
cuyo objeto es la madre y cuya intensidad se manifiesta en dos tentativas de seducción -
la última inmediatamente anterior a la emergencia de la angustia- descargándose todas
las noches en la satisfacción onanista.
APÉNDICE (1922)
1909
INTRODUCCIÓN
LAS páginas que siguen contienen dos cosas: en primer lugar, datos fragmentarios
del historial clínico de un caso de neurosis obsesiva, que por su duración y sus
consecuencias, y según mi apreciación subjetiva, debe ser incluido entre los de cierta
gravedad y cuyo tratamiento, prolongado a través de un año entero, consiguió
reconstruir completamente la personalidad y suprimir las inhibiciones. Y en segundo,
enlazadas a este caso y a otros anteriormente analizados, algunas observaciones
aforísticas sobre la génesis y el mecanismo de los procesos anímicos obsesivos,
destinadas a continuar y ampliar mis primeros estudios sobre la materia, publicados en el
año 1896.
Creo indispensable justificar tal índice para que no se suponga que considero perfecta y
digna de imitación semejante exposición fragmentaria de un caso clínico cuando en
realidad me es impuesta por consideraciones extrínsecas e intrínsecas y habría sido,
desde luego, más explícito si hubiera podido. Pero no me es posible comunicar el
historial completo del tratamiento, porque ello me obligaría a revelar en detalle las
circunstancias personales de mi paciente. La atención importuna que toda una gran
ciudad dedica a mi actividad médica, me impide desarrollar una exposición exacta y
minuciosa, y por otro lado, las deformaciones con las cuales suele intentarse olvidar tal
inconveniente me han parecido siempre tan inadecuadas como rechazables. Limitadas,
no consiguen su objeto de proteger al paciente de la curiosidad indiscreta, y si las
Ilevamos más allá, cuestan demasiado caras, pues hacen imposible la comprensión del
caso hurtando al conocimiento del lector relaciones fundamentales enlazadas
precisamente a las pequeñas realidades de la vida del enfermo. Resulta pues,
paradójicamente más lícito dar publicidad a los más íntimos secretos de un paciente, por
los cuales no es fácil identificarle, que a las circunstancias más inocentes y triviales de
su personalidad, de todos conocidas y que Ie descubrirán en el acto.
El hecho de que la realidad no confirme la hipótesis antes apuntada depende quizá tan
solo de nuestro menor conocimiento de la neurosis obsesiva. Los neuróticos obsesivos
graves acuden al tratamiento psicoanalítico en número mucho menor que los histéricos.
Disimulan en la vida social sus estados patológicos mientras les es posible y sólo
recurren al médico en estadios muy avanzados de su enfermedad, estadios tales como
aquellos que en una tuberculosis excluyen ya el ingreso en un sanatorio. Elegimos esta
comparación porque en la neurosis obsesiva, grave o leve, pero tempranamente
combatida, pueden señalarse, como en aquella otra dolencia crónica infecciosa, toda una
serie de brillantes éxitos curativos.
En tales circunstancias no queda más posibilidad que comunicar las cosas tan
imperfectas e incompletamente como las sabemos y podemos hacerlas públicas. Los
fragmentos de conocimientos, trabajosamente extraídos, que aquí ofrecemos, podrían
parecer poco satisfactorios; pero la labor de otros investigadores se enlazará a ellos, y el
esfuerzo común podrá conseguir aquello que para uno solo es quizá demasiado arduo.
I) HISTORIAL CLÍNICO
b) Sexualidad infantil.
«Mi sexualidad fue muy precoz. Recuerdo una escena que hubo de desarroIlarse
teniendo yo de cuatro a cinco años -a partir de los seis poseo ya un claro y preciso
recuerdo de mi vida-, y que surgió en mi memoria años después. Teníamos una
institutriz joven y bonita, Fräulein Peter, y una noche que estaba leyendo echada en un
sofá y ligeramente vestida, le pedí permiso para meterme debajo de sus faldas,
dejándome ella a condición de que no se lo contara a nadie. Llevaba poca ropa encima, y
pude tocar sin dificultad sus genitales y su cuerpo todo, que me pareció singularmente
conformado. Desde entonces me quedó una ardiente curiosidad de contemplar el cuerpo
femenino. Recuerdo todavía con qué ansia esperaba que la institutriz se desnudase
cuando íbamos a bañarnos, pues aún se me permitía ir en tales ocasiones con ella y con
mis hermanas. Otros recuerdos más detallados de este género son ya posteriores a mis
seis años. Teníamos entonces otra institutriz, también joven y bonita, que sufría de
abscesos en las nalgas y se los curaba al acostarse, momento que yo esperaba con
impaciencia para saciar mi curiosidad. Y lo mismo en el baño, aun cuando Fräulein Lina
era más pudorosa que la otra. (A una pregunta mía responde que habitualmente no
dormía en el cuarto de la institutriz, sino en el de sus padres.) Recuerdo también otra
escena que debió de desarrollarse teniendo yo unos siete años. Una tarde que estábamos
juntos la institutriz, una cocinera, una doncella, un hermanito mío, año y medio menor, y
yo, oí que Fräulein Lina decía a las otras muchachas: «Con el pequeño sí se podría
hacer, pero Pablo (yo) es muy torpe y seguramente no acertaría.» No comprendí
claramente de lo que se trataba, pero sí que se me posponía a mi hermano, y me eché a
llorar. Lina me consoló y me contó que una muchacha que había hecho aquello con el
niño encomendado a su custodia había ido por unos cuantos meses a la cárcel. No creo
que Lina llegase a hacer conmigo nada ilícito, pero sí consentía que me tomara con ella
grandes libertades. Cuando estaba acostada, me llegaba a su cama y la destapaba y la
tocaba sin que protestase. No es muy inteligente y sí muy sexual. A los veintitrés años
había tenido ya un hijo, cuyo padre se casó luego con ella. Todavía la veo alguna vez
por la calle.
A los seis años tenía ya frecuentes erecciones, y recuerdo haberme quejado alguna vez a
mi madre de las molestias que me causaban, aunque no sin cierto temor, pues
sospechaba la relación de aquel fenómeno con mis imaginaciones y mi curiosidad y
andaba preocupado con la idea morbosa de que mis padres conocían mis íntimos
pensamientos por haberlos revelado yo mismo en voz alta sin darme cuenta de ello. Veo
aquí el comienzo de mi enfermedad. Había muchachas que me gustaban mucho y a las
que deseaba ardientemente ver desnudas; pero tales deseos iban acompañados de una
sensación de inquietud, como si por pensar aquellas cosas hubiera de suceder algo y
tuviera yo que hacer todo lo posible para evitarlo.»
(Interrogado por mí, señala, como ejemplo de tales temores, el de que su padre muriera.)
«La idea de la muerte de mi padre me preocupó desde muy temprana edad y durante
mucho tiempo, causándome gran tristeza.»
En este punto me entero, para mi sorpresa, de que el padre del sujeto al que todavía hoy
se refieren los temores obsesivos que le atormentan, ha muerto hace ya varios años.
Aquellos sucesos de sus seis o siete años que nuestro paciente nos describe en la primera
sesión del tratamiento no constituyen tan sólo el comienzo de su enfermedad sino ya la
enfermedad misma, una neurosis obsesiva completa, a la que no falta ningún elemento
esencial y que es, al mismo tiempo, el nódulo y el prototipo del padecimiento ulterior,
constituyendo el organismo elemental, cuyo estudio es el único medio que puede
aclararnos la complicada estructura de la enfermedad actual. Vemos al niño bajo el
dominio de uno de los componentes del instinto sexual, el placer visual, resultado del
cual es el deseo, emergente siempre de nuevo con gran intensidad, de ver desnudas a las
personas femeninas que son de su agrado. Este deseo corresponde a la idea obsesiva
ulterior, y si no entraña aún carácter obsesivo, es porque el yo no se ha situado todavía
en franca contradicción con él y no lo siente como algo ajeno a sí mismo; pero ya se
inicia, sin que sepamos de dónde procede, una oposición a tal deseo, pues un afecto
penoso acompaña regularmente la aparición del mismo. En la vida anímica del pequeño
voluptuoso hay un conflicto. Junto al deseo obsesivo existe un temor obsesivo
íntimamente enlazado a él. Siempre que el sujeto piensa algo relacionado con su deseo,
surge en él el temor de que va a suceder algo terrible, y este algo reviste ya una
indeterminación característica concomitante siempre a Ias manifestaciones de la
neurosis. Pero en el niño no es difícil descubrir lo que tal indeterminación encubre. Si
conseguimos encontrar un detalle en el que se haya concentrado alguna de las vagas
generalidades de la neurosis obsesiva, podremos estar seguros de que tal detalle encierra
el elemento original y auténtico que debía ser encubierto por la generalización. El temor
obsesivo era, pues, en este caso, reconstruido según su sentido, el siguiente: «Si tengo el
deseo de ver desnuda a una mujer, mi padre morirá.» El afecto penoso toma claramente
un matiz inquietante y supersticioso y da ya origen a impulsos tendentes a hacer algo
para alejar la desgracia, tales como se impondrán luego en las ulteriores medidas de
protección.
Hallamos, pues, un instinto erótico y una rebelión contra él mismo, un deseo (no
obsesivo aún) y un temor contrario (obsesivo ya), un afecto penoso y un impulso a la
adopción de medidas defensivas; esto es, el inventario completo de la neurosis. Y
todavía algo más: una especie de delirio o manía de contenido singular, según el cual sus
padres conocían sus más íntimos pensamientos, porque él mismo los revelaba en voz
alta sin darse cuenta. No incurriremos apenas en error al considerar esta infantil tentativa
de explicación como un presentimiento de aquellos singulares procesos anímicos que
llamamos inconscientes y de los que no podemos prescindir para la aclaración de tan
oscuro estado de cosas. Las palabras «Revelo en voz alta mis pensamientos sin darme
cuenta» suenan como una proyección al exterior de nuestra propia hipótesis de que el
sujeto entraña pensamientos de los que nada sabe; esto es, como una percepción
endopsíquica de lo reprimido.
En todos los momentos importantes del relato podía observarse en él una singular
expresión fisonómica compuesta, que sólo podía interpretarse como signo de horror ante
un placer del que no tenía la menor consciencia. Con dificultades continuó: «En aquel
mismo instante surgió en mí la idea de que aquello sucedía a una persona que me era
querida». lnterrogado, puntualizó que tal idea no era la de que él aplicara tal castigo,
sino que el mismo era aplicado impersonalmente a la persona evocada. Después de
breve reflexión, concluí que dicha persona no podía ser otra que la señora a quien el
sujeto dedicaba por entonces sus atenciones.
En este punto interrumpió el paciente su relato para indicarme cuán ajenos y opuestos a
su verdadera personalidad eran tales pensamientos y con qué extraordinaria rapidez se
desarrollaba en él todo lo que a ellos se enlazaba. Simultáneamente, a la idea surgía
siempre la «sanción»; esto es, la medida de defensa que había de poner en práctica para
que la fantasía no se cumpliera. Cuando el capitán habló de aquel horroroso castigo y
surgieron en el sujeto las ideas de que había hecho mención, todavía consiguió
defenderse de ambas con su conjuro habitual, consistente en un ademán de repulsa y la
exclamación «¡Qué tonterías se te ocurren!»
El plural «ambas» hubo de extrañarme, como sin duda habrá extrañado al lector, pues el
paciente no había referido más que una: la de que el tormento de las ratas era aplicado a
la señora de sus pensamientos. Mas ahora hubo de confesar que simultáneamente a esta
idea había surgido en él la de que el tormento se extendía también a su padre. Mas como
su padre había muerto nuchos años atrás, el temor obsesivo resultaba aún más insensato
que el primero e intentó permanecer inconfesado.
Al día siguiente el mismo capitán le entregó un paquete postal y le dijo: «El teniente A.
ha pagado por ti el reembolso. Tienes que darle el dinero.» El paquete contenía los
lentes pedidos por telégrafo a Viena. En el mismo instante surgió en él una «sanción»:
No devolveré el dinero, pues si lo hacía, sucedería aquello (se realizaría en su padre y en
la señora la fantasía de las ratas). Y conforme a una trayectoria típica ya en él, se alzó
inmediatamente para combatir tal sanción un mandato en forma de juramento: Tienes
que devolver las 3,80 coronas al teniente A., palabras que casi pronunció a media voz.
Los ejercicios militares terminaron dos días después. El sujeto realizó durante ellos
continuos esfuerzos para devolver al teniente A. la pequeña cantidad adeudada, contra lo
cual surgieron una y otra vez dificultades de naturaleza aparentemente objetiva. Al
principio intentó realizar el pago por conducto de otro oficial que iba a Correos; pero se
alegró mucho cuando él mismo le devolvió el dinero, alegando no haber encontrado al
teniente A., en las oficinas postales, pues aquel modo de cumplir su juramento no le
satisfacía por no corresponder a la forma liberal del mismo: «Tienes que devolver las
3,80 coronas al teniente A.» Por fin encontró a este último; pero el oficial se negó a
aceptar el dinero, diciendo que él no había pagado nada por su cuenta, ni siquiera estaba
encargado del correo, función que correspondía al teniente B. El sujeto quedó un tanto
perplejo viendo la imposibilidad de cumplir su juramento, por ser errónea una de sus
premisas, e imaginó toda una serie de complicados expedientes: lría a Correos con los
tenientes A. y B., y el primero daría a la encargada del servicio de paquetes postales 3,80
coronas, que la empleada entregaría a B., y entonces ya podría él cumplir al pie de la
letra su juramento dando las 3,80 coronas a A.
En la tercera sesión completó el relato, muy característico, de sus esfuerzos por cumplir
su juramento obsesivo. Por la noche se celebró la última reunión de los oficiales antes
del término del período militar. Le correspondió contestar al brindis dedicado a «los
señores reservistas» y habló elocuentemente, pero como un sonámbulo, pues en el fondo
le seguía atormentando su juramento. La noche fue espantosa. Argumentos y
contraargumentos pugnaron ruidosamente en su cerebro. El argumento principal era,
naturalmente, que la premisa fundamental de su juramento se había demostrado errónea,
ya que el teniente A. no había pagado por él ningún dinero. Pero se consoló pensando
que A. haría con ellos, al día siguiente, una parte de la marcha hasta la estación
ferroviaria de P. y podría él darle el dinero, rogándole que se lo entregase a B. Llegado
el momento, no lo hizo y dejó partir a A. sin decirle nada, encargando, en cambio, a su
asistente que le anunciara su visita para aquella misma tarde. Por su parte, llegó a las
nueve y media de la mañana a la estación, dejó su equipaje en la consigna y evacuó
diversos asuntos en la pequeña ciudad, siempre con el propósito de hacer luego su
anunciada visita a A. El pueblo en que A. se hallaba acantonado estaba a una hora en
coche de P. El viaje en ferrocarril hasta la localidad donde se hallaba la oficina de
Correos duraba tres horas: creía, pues, que habría de serle posible alcanzar, una vez
llevado a cabo su complicado plan, el último tren que salía de P. para Viena. Las ideas
que en él pugnaban eran las siguientes: Por un lado, que si no acababa de decidirse a
cumplir su juramento, era por pura cobardía, pues quería ahorrarse la molestia de pedir
aquel servicio a A. y aparecer ante él como un perturbado. Y por otro, que la cobardía
estaba precisamente en cumplir el juramento, ya que con ello se proponía tan sólo
libertarse de sus ideas obsesivas. Cuando en una reflexión se contrapesaban de este
modo sus argumentos, el sujeto acostumbraba abandonarse al azar, y así, cuando un
mozo de la estación le preguntó si iba a tomar el tren de las diez, contestó
afirmativamente y partió en dicho tren, creando un hecho consumado que le alivió
mucho. Al pasar el empleado del coche-comedor le encargó que le reservase un puesto
para la comida; pero ya en la primera estación se le ocurrió que todavía podía bajar en
ella, tomar un tren en sentido contrario hasta la localidad donde A. se hallaba, hacer con
él el viaje de tres horas hasta la oficina de Correos, etc. Sólo el encargo dado al
empleado del coche-comedor le retuvo de poner en práctica tal propósito, pero no
renunció a él por completo, sino que lo fue aplazando de estación en estación hasta
Ilegar a una en la que no podía descender por tener parientes en la localidad a la que
correspondía, y, entonces decidió seguir ya su viaje hasta Viena, buscar a su amigo,
someterle la cuestión y volver en todo caso a P. en el tren de la noche. Ante mis dudas
de que le hubiera sido posible llevar a cabo semejante plan, me aseguró que entre la
llegada de su tren y la salida del otro habría podido disponer de media hora. Pero al
llegar a Viena no encontró a su amigo en la cervecería donde esperaba hallarle, y ya a
las once de la noche le vio en su casa y le contó su perplejidad. El amigo se manifestó
asombrado de que aún dudase de que se tratara de una idea obsesiva, le tranquilizó por
aqueIla noche durante la cual durmió sin angustias, y a la mañana siguiente le acompañó
a Correos, donde impuso un giro de 3,80 coronas dirigido a las oficinas postales que
habían recibido el paquete con los lentes.
En la sesión siguiente mostró gran interés por mis explicaciones, aunque se permitió
manifestar algunas dudas sobre ellas. ¿Cómo podía producir un efecto terapéutico la
afirmación de que el reproche y la consciencia de culpabilidad eran justificados? No era
tal afirmación la que producía dicho efecto, sino el descubrimiento del contenido
incógnito, al que correspondía el reproche. Sí, pero precisamente a eso era a lo que se
refería en su pregunta. Le expliqué las ligeras indicaciones que le había dado sobre las
diferencins psicológicas entre lo consciente y lo inconsciente y sobre la merma a la que
está sometido todo lo consciente, en tanto que lo inconsciente permanece relativamente
inmutable, sirviéndome de una comparación con las antigüedades que decoraban mi
gabinete en consulta. Habían sido descubiertas en unas excavaciones, y debían su
conservación al hecho de haber permanecido enterradas. Sólo después de haber sido
descubierta corría Pompeya el peligro de caer en ruinas. Preguntó entonces si existía
alguna norma general que regulara la conducta de los enfermos ante lo descubierto. A su
juicio, unos dominarían el reproche y otros no. Nada de eso; en la naturaleza misma de
las circunstancias estaba que el afecto quedase dominado ya durante la labor analítica en
la mayoría de los casos. Así como se procuraba conservar Pompeya, los enfermos
procuraban siempre libertarse de tales ideas. Se había dicho que un reproche sólo podía
surgir por la transgresión de las leyes morales más íntimamente personales, y no de las
exteriores. Por mi parte, confirmé su opinión en este punto, agregando que quien sólo
infringe las normas externas se considera muchas veces un héroe. Tal proceso sería,
pues, únicamente posible dada una disociación preexistente de la personalidad.
¿Lograría él restablecer la unidad de la suya? Si lo conseguía, se sentiría capaz de
rendimientos nada vulgares. Existía, desde luego, una disociación de la personalidad,
pero debía fundir esta nueva antítesis, por él anunciada, entre la persona moral y el mal,
con aquella otra de la que antes habíamos hablado, entre lo consciente y lo inconsciente.
La persona moral sería lo consciente y el mal lo inconsciente. Recordaba que, a pesar de
considerarse como una persona moral, había llevado a cabo en su infancia cosas
emanadas de la otra persona. Con tal observación -le dije- había descubierto, sin
proponérselo, uno de los caracteres principales de lo inconsciente: su relación con lo
infantil. Lo inconsciente era lo infantil y precisamente aquella parte de la persona que en
dicha época se separaba de ella, no acompañándola en el resto de la evolución y
quedando por ello reprimida. Las ramificaciones de este inconsciente reprimido eran los
elementos que mantenían aquella labor mental involuntaria, en la que consistía su
dolencia. Ahora podía descubrir también por sí mismo otro carácter de lo inconsciente.
No encuentra nada más, y, en cambio, expresa la duda de que alteraciones durante tanto
tiempo subsistentes pueden ser anuladas. ¿Qué podía hacerse, por ejemplo, contra la
idea del más allá, imposible de contravertir lógicamente? Por mi parte, no negaba la
gravedad de su caso y la importancia de sus construcciones mentales; pero su edad era
muy favorable, como también lo intacto de su personalidad. En relación con esto,
expresé un juicio favorable sobre él, que le satisfizo visiblemente.
habitualmente cuando se enfrentan dos impulsos opuestos. Sólo podía suponerse que el
odio se hallaba ligado a una fuente, a un motivo, que lo hacía indestructible. Así, pues,
por un lado, tal relación impedía que el odio contra el padre fuera destruido por el
cariño, y, por otro, el cariño estorbaba que el odio se hiciera consciente, de manera que
al odio sólo le quedaba un camino: seguir subsistiendo en lo inconsciente, del cual le era
posible, sin embargo, escaparse rápidamente en algunos momentos.
El sujeto concede que todo esto le parece muy plausible; pero, naturalmente, sin el
menor convencimiento verdadero. Va a permitirse preguntarme cómo es que tal idea
puede hacer tan largas pausas, apareciendo por vez primera cuando él tenía doce años,
luego cuando ya había cumplido los veinte y, por última y tercera vez, dos años después,
no habiendo vuelto a aparecer desde entonces. No podía creer que en los intervalos se
hubiera extinguido la hostilidad contra su padre, y, sin embargo, durante ellos no había
sido atormentado por los reproches. A esta pregunta contesto que cuando alguien la
formula es que tiene ya también preparada la respuesta. No hay más que dejarle seguir
hablando. El sujeto continúa, pues -sin enlazar en apariencia sus palabras a las
inmediatamente anteriores-, manifestando que siempre había sido el mejor amigo de su
padre, como éste el suyo, coincidiendo en todo, salvo en algún tema del que evitaban
hablar, de tal modo que la intimidad que entre ellos había reinado superaba en mucho a
la que ahora presidía las relaciones con su mejor amigo. Aquella señora, a la cual había
él propuesto a su padre, al pensar en el dolor que su muerte había de causarle, le
inspiraba un intenso cariño, pero nunca había sentido hacia ella deseos auténticamente
sensuales, como los que llenaron su niñez. Sus impulsos sensuales habían sido, en
general, mucho más intensos durante su infancia que en la época de la pubertad. Le hago
observar que ha dado ya la respuesta que esperábamos, descubriendo con ella el tercer
carácter principal de lo inconsciente. La fuente de la cual extraía la hostilidad contra el
padre su indestructibilidad se hallaba relacionada evidentemente, con deseos sensuales,
para cuya satisfacción habría él de haber visto en algún modo en su padre un estorbo.
Tal conflicto entre la sensualidad y el amor filial es absolutamente típico. Las pausas a
que antes había aludido se debían al hecho de que la explosión precoz de su sensualidad
había traído consigo, como primera consecuencia, un apaciguamiento de la misma. Sólo
cuando de nuevo habían surgido en él intensos deseos amorosos, había vuelto a surgir la
hostilidad, al constituirse una situación análoga. Por último hago que me confirme no
haberle orientado por mi parte hacia el tema sexual, sino haber sido él quien
espontáneamente ha penetrado en tal terreno. El sujeto pregunta ahora por qué en la
época de su enamoramiento de aquella señora no decidió simplemente, para su gobierno,
que una oposición del padre no llegaría jamás a disminuir en nada su cariño hacia él. Le
respondo que es muy difícil acabar con alguien que está ausente, y que tal decisión sólo
habría sido posible en el caso de que el deseo reprochable hubiera surgido entonces en él
por vez primera. Pero se trataba de un deseo reprimido mucho tiempo atrás, contra el
cual no le era posible ya conducirse de distinto modo y que, por tanto, quedó sustraído a
la destrucción. Aquel deseo de hacer desaparecer al padre para que dejase de ser un
estorbo había tenido que nacer en tiempo en que las circunstancias eran muy otras; esto
es, quizá cuando el padre no le era tan querido como la persona sensualmente deseada, o
cuando él mismo no era capaz aún de una decisión clara y concreta; esto es, en su
temprana infancia, antes de los seis años, fecha a partir de la cual adquirió ya
continuidad su memoria. Con esta construcción quedó cerrada provisionalmente la
discusión.
El sujeto quiere ahora hablar de un acto delictivo en el que no se reconoce, pero que
recuerda con toda claridad, y a este respecto cita un aforismo de Nietzsche: «Esto lo he
hecho yo», dice mi memoria. «Esto no puedo haberlo hecho», dice mi orgullo, y
permanece inexorable. Por último, cede la memoria. Luego continúa: «En este caso no
ha cedido mi memoria.» -Precisamente porque para castigarse a sí mismo extrae usted
placer de sus reproches. -Con mi hermano menor, al cual me une ahora un gran cariño, y
que precisamente en estos días me tiene muy preocupado, pues quiere hacer una boda
que a mí me parece un disparate y ya se me ha ocurrido más de una vez tomar el tren y
asesinar a su novia para impedirle que se case con ella; con mi hermano menor, decía,
me he pegado muchas veces de niño. Pero, sin embargo, nos queríamos mucho y éramos
inseparables, aunque yo tenía intensos celos de él, pues era más fuerte y más guapo que
yo y todos le querían más. -Ya me ha comunicado usted tal escena de celos motivada
por unas palabras de Fräulein Lina. -Después de tal ocasión y seguramente antes de mis
ocho años, pues todavía no iba al colegio, en el que entré poco después de cumplirlos,
hice lo siguiente: Teníamos unas escopetas de juguete. Cargué la mía con la baqueta,
dije a mi hermano que si miraba por el cañón vería algo muy bonito, y cuando estaba
mirando disparé. La baqueta le dio en la frente sin hacerle nada, pero mi intención había
sido hacerle mucho daño. Inmediatamente después de disparar me tiré al suelo, fuera de
mí, y me revolqué, preguntándome: «¿Cómo he podido hacer semejante cosa? Pero lo he
hecho.» -Aprovecho la ocasión favorable a mi causa: Si había conservado en su
memoria un hecho tan contrario a su verdadera personalidad, no podía ya negar la
posibilidad de que en años todavía más tempranos hubiera realizado algo análogo contra
su padre, que hoy ya no recordase. El sujeto manifiesta que recordaba también otros
impulsos de venganza contra aquella señora de la que tan enamorado estaba y de cuyo
carácter desarrolla ahora una entusiasta descripción, afirmando que no le era fácil amar y
se reservaba para aquel al que hubiera de pertenecer un día. A él no le amaba. Cuando
tuvo la seguridad de su desvío, tejió una fantasía consciente, en la que se hacía
inmensamente rico, se casaba con otra y hacía luego en su compañía una visita a su
primer amor para irritarle. Pero en este punto le falló la imaginación, pues hubo de
confesarse que la otra mujer, en la que personificaba a su esposa, le era totalmente
indiferente; sus pensamientos se embrollaron y al final sólo vio ya claramente que la otra
debía morir. También en esta fantasía encuentra, como en el atentado contra su hermano,
el matiz de cobardía que tanto le repugna. En el curso de mi conversación con él le
advierto que, lógicamente, ha de considerarse por completo irresponsable de tales rasgos
de su carácter, pues semejantes impulsos reprochables proceden todos de la vida infantil,
correspondiendo a ramificaciones del carácter infantil subsistentes en lo inconsciente, y
como él sabe muy bien, no es posible atribuir al niño una responsabilidad ética. De la
suma de las disposiciones del niño nace en el curso del desarrollo el hombre éticamente
responsable. Pero el sujeto duda de que todos sus impulsos perversos tengan tal
procedencia, y yo le prometo demostrárselo en el curso del tratamiento.
Alega todavía que su enfermedad se ha intensificado en grado sumo desde la muerte de
su padre, y en este punto le doy la razón, en cuanto reconozco la tristeza provocada por
la muerte de su padre, como fuente principal de la intensificación de la enfermedad. Es
como si la tristeza hubiera hallado en la enfermedad una expresión patológica. En tanto
que un duelo normal se extiende en uno o dos años, una tristeza patológica como la suya
puede alcanzar duración ilimitada.
Hasta aquí llega lo que de este historial patológico puedo comunicar detalladamente y en
perfecto orden de sucesión. Coincide aproximadamente con la exposición del
tratamiento, el cual se extendió a través de once meses.
La relación de esta idea obsesiva con la vida del paciente se encuentra ya contenida en la
iniciación de su relato. Su amor estaba ausente mientras él se consagraba con toda
aplicación al estudio, para presentarse a examen cuanto antes y hacer posible su boda
con ella. Durante el estudio le invadió la nostalgia de la ausente y pensó en la causa de
su ausencia, surgiendo entonces en él algo que en un hombre normal se habría limitado a
un impulso ligeramente hostil contra la anciana enferma: «iTambién es un fastidio que
esa vieja se haya puesto enferma precisamente en el momento en que tanto deseo ver a
mi amada.» Algo análogo, pero mucho más intenso, fue lo que apareció en nuestro
paciente: un acceso inconsciente de cólera, que, junto con la nostalgia de la mujer
amada, halló su expresión en la exclamación siguiente: «¡Quisiera ir allí y asesinar a esa
vieja, que me priva de la vista de la mujer a quien quiero!» Inmediatamente sigue el
mandato punitivo: «Mátate tú para castigarte de tales impulsos coléricos y asesinos»; y
todo el proceso penetra entonces con violentísimo afecto y en sucesión inversa - primero
el mandamiento punitivo y al final la mención de los impulsos punibles - en la
consciencia del enfermo. No creo que esta tentativa de explicación parezca forzada o
entrañe demasiados elementos hipotéticos.
Otro impulso de mayor duración a un suicidio indirecto fue más difícil de aclarar porque
pudo ocultar su relación con la vida del paciente detrás de una de aquellas asociaciones
externas que tan rechazables parecen a nuestra consciencia. Un día, hallándose en una
estación veraniega, surgió de repente en su pensamiento la idea de que estaba demasiado
grueso y tenía que adelgazar. Comenzó, pues, a retirarse de la mesa antes que le
sirvieran el último plato, a correr sin sombrero por las calles bajo el ardiente sol de
agosto y a subir las pendientes de la montaña a paso gimnástico, hasta que la fatiga le
hacía detenerse bañado en sudor. Detrás de esta manía de adelgazar apareció también
una vez, sin velo alguno, el propósito suicida, cuando hallándose al borde de un
precipicio se le impuso el mandamiento de arrojarse a su fondo. La solución de estos
disparatados actos obsesivos se ofreció luego a nuestro paciente al ocurrírsele de pronto
que por aquellos días se hallaba también en la misma estación veraniega la dama de sus
pensamientos, pero acompañada de un inglés, primo suyo, que la cortejaba, inspirando
intensos celos al sujeto. Aquel primo se Ilamaba Ricardo y, según costumbre general en
lnglaterra, era Ilamado Dick. Los impulsos homicidas de nuestro paciente se dirigieron
entonces hacia este Dick, del cual estaba mucho más celoso de lo que él mismo se
confesaba, y tal fue la razón de que se impusiera como autocastigo la cura de
adelgazamiento. Aunque este impulso obsesivo parece diferente del anterior
mandamiento directo de suicidio, comparte con él un rasgo importantísimo; su génesis
como reacción a una violenta cólera, no aprehensible en su totalidad por la consciencia,
contra una persona que constituye un obstáculo al amor del sujeto.
Tales actos obsesivos en dos tiempos, cuya primera parte es anulada por la segunda, son
típicos de la neurosis obsesiva. Naturalmente, son mal interpretados por el pensamiento
consciente del enfermo, el cual los provee de una motivación secundaria,
racionalizándolos. Pero su verdadero significado está en la representación del conflicto
entre dos impulsos antitéticos de aproximadamente igual magnitud y, que yo sepa,
siempre de la antítesis de odio y amor. Presentan especial interés erótico porque nos
muestran un nuevo tipo de la formación de síntomas. En vez de encontrar, como
regularmente sucede en la histeria, una transacción en una sola representación matando
así dos pájaros de un tiro, se satisfaee aquí a ambos elementos por separado, primero a
uno y después a otro, aunque no sin llevar antes a cabo la tentativa de establecer una
especie de enlace lógico entre los elementos antagónicos desprovisto a veces de toda
lógica. (Cf. `Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad'.)
El conflicto entre el amor y el odio halló todavía en nuestro paciente otros distintos
medios expresivos. En la época en que volvió a sentirse religioso se impuso la
obligación de rezar, y el tiempo que a ello dedicaba fue siendo cada vez más largo,
prolongándose hasta hora y media, pues siempre se introducía en sus plegarias algo que
las convertía en lo contrario. Si, por ejemplo, decía: «Dios le proteja», el espíritu
maligno le añadía en el acto un `no'. En una ocasión tuvo la idea de blasfemar, seguro de
que también al hacerlo se introduciría en sus frases algo que las convertiría en lo
contrario, ocurrencia en la cual se abrió paso la intención primitiva reprimida por la
plegaria. En tal apuro, el sujeto halló la salida de abandonar sus rezos y sustituirlos por
una breve fórmula formada con las primeras letras o las primeras sílabas de distintas
oraciones, y las pronunciaba con tal rapidez, que nada podía introducirse en ella.
Una vez me relató un sueño que contenía la representación del mismo conflicto,
transferida a mi persona. Mi madre había muerto. El sujeto quería darme el pésame, pero
temía echarse a reír impertinentemente al expresarme su condolencia, cosa que ya le
había sucedido otras veces. Prefirió entonces dejarme una tarjeta con las iniciales 'p. c.'
(pour condoler) escritas en ella, pero ál escribirlas se convirtieron en 'p. f.' (pour
féliciter).
La pugna de sus sentimientos con respecto a su amada era demasiado clara para que
pudiera escapar por completo a su percepción consciente, aunque de las manifestaciones
obsesivas de la misma debemos deducir que no poseía idea exacta de la profundidad de
sus impulsos negativos.
La señora de sus pensamientos había rechazado, diez años antes, su primera declaración
amorosa, y a partir de aquella fecha el sujeto vivía, alternativamente, períodos en los que
creía amarla intensamente y otros en los que le inspiraba una absoluta indiferencia.
Durante el curso del tratamiento, siempre que había de dar algún paso que le aproximaba
a la meta de sus pretensiones, su resistencia se exteriorizaba habitualmente en la
convicción de que en realidad no la quería, convicción que, sin embargo, no tardaba en
desaparecer. En una ocasión en que cayó gravemente enferma, enfermedad que
intensificó su interés por ella, surgió en el sujeto el deseo de que tal enfermedad la
obligase a permanecer para siempre en el lecho. El paciente interpretó ingeniosamente
tal idea en el sentido de que si deseaba verla siempre enferma, era para libertarse de la
angustia insoportable que le producía el pensamiento de que una vez curada pudiese
enfermar de nuevo. De cuando en cuando ocupaba su fantasía con sueños diurnos, que él
mismo reconocía como fantasías vengativas y de los que se avergonzaba. Juzgando que
su amada concedía gran valor a la posición social de sus pretendientes, fantaseaba que se
había casado con un hombre que ocupaba un cargo oficial. Luego le era conferido a él
un puesto análogo y ascendía rápidamente, hasta quedar muy por encima del otro. Un
día aquel hombre cometía un acto punible y su antiguo amor se arrojaba a sus pies
pidiéndole que salvase a su marido. El se lo prometía y la revelaba que si en su día había
aceptado un cargo oficial, era sólo por amor a ella, pues había previsto que llegaría un
momento en el que podría serle útil. Ahora, una vez cumplida su misión, salvando a su
marido, dimitiría inmediatamente.
Según todos los informes, el padre de nuestro enfermo había sido un hombre excelente.
Antes de casarse había pertenecido al Ejército en calidad de suboficial y la vida militar
había dejado en él como residuos una cierta dureza de expresión y un gran amor a la
verdad. A más de aquellas virtudes que habitualmente atribuyen los epitafios a todos los
fallecidos, entrañaba un excelente humor, cordialísimo, y una afable bondad para con
todos sus semejantes. Este carácter no queda ciertamente, contradicho, sino más bien
completado, por el hecho de que solía ser violento y fácilmente irritable, circunstancia
que valió a sus hijos, mientras fueron pequeños y traviesos, sensibles correctivos.
Cuando los niños crecieron, el padre se diferenció de los demás en que no trató de
elevarse a la categoría de autoridad intangible, sino que reveló a sus hijos, con
bondadosa sinceridad, las pequeñas faltas y torpezas de su propia vida. No exageraba
seguramente su hijo al manifestar que sus relaciones habían sido las de dos buenos
amigos, salvo en un solo punto. De este punto debía depender que el niño pensara con
intensidad indebida e inhabitual en la muerte de su padre, que tales ideas emergieran en
el contenido lateral de sus ideas obsesivas infantiles y que llegara a desear que su padre
muriera para que cierta muchachita, compadecida por su desgracia, se mostrase más
cariñosa con él.
A estos puntos de apoyo, perfectamente firmes, viene a añadirse otro cuando tenemos en
cuenta la historia de la actividad sexual onanista de nuestro paciente. Hallamos en este
terreno una diferencia de criterio entre los médicos y los enfermos. Estos últimos se
muestran unánimes en considerar como raíz y fuente de todos sus padecimientos el
onanismo, refiriéndose con él a la masturbación de la pubertad. Los médicos no saben a
punto fijo, en general, qué juicio formar sobre él; pero influidos por la experiencia de
que también la mayoría de los hombres normales ha pasado durante la pubertad por un
período de onanismo, se inclinan casi todos a considerar exageradas las manifestaciones
de los enfermos. A mi juicio tienen más bien razón en este punto los enfermos, que
vislumbran algo perfectamente exacto, en tanto que los médicos corren el peligro de
desatender algo esencial. No es, desde luego, en la forma que los enfermos lo entienden
como el onanismo de la pubertad, casi típico y general, puede ser hecho responsable de
todos los trastornos neuróticos. Pero tal onanismo no es en realidad otra cosa que la
reviviscencia del onanismo de la edad infantil, desatendido hasta ahora y que alcanza un
punto culminante a los tres, los cuatro o los cinco años, y este onanismo es ciertamente
la manifestación más precisa de la constitución sexual del niño, en la cual buscamos
también nosotros la etiología de las neurosis ulteriores. Así, pues, los enfermos acusan
realmente por tal camino indirecto a su sexualidad infantil, y en ello tienen razón que les
sobra. En cambio, el problema del onanismo se hace insoluble cuando se quiere
considerar a este último como una unidad clínica y se olvida que representa la
derivación de Ios más diversos componentes sexuales y de las fantasías por ellas
alimentadas. La nocividad del onanismo es sólo en muy pequeña parte autónoma, o sea
condicionada por su propia naturaleza. Esencialmente coincide con la significación
patógena de la vida sexual. El hecho de que tantos individuos toleren sin perturbación
alguna el onanismo, esto es, cierto abuso de semejante actividad, nos demuestra que en
ellos la constitución sexual y el curso de los procesos evolutivos de la vida sexual han
permitido el ejercicio de la función bajo las condiciones culturales, mientras que otros, a
causa de una constitución sexual desfavorable o de una perturbación del desarrollo,
enferman en su sexualidad; esto es, no pueden llevar a cabo la represión y la
sublimación de los componentes sexuales sin inhibiciones y producción de sustitutivos.
En la aclaración de los efectos producidos por el relato que el capitán le hizo del
tormento de las ratas habremos de seguir más de cerca el curso del análisis. Surgió
primeramente una extraordinaria cantidad de material asociativo, sin que de momento se
hiciera más transparente la situación del producto obsesivo. La idea del tormento de las
ratas había excitado toda una serie de instintos y despertado una multitud de recuerdos,
adquiriendo así las ratas, en eI breve intervalo entre el relato del capitán y su advertencia
de que debía devolver el dinero, toda una serie de significaciones simbólicas, a las
cuales fueron agregándose otras muchas en lo sucesivo. Mi exposición de todo esto no
puede ser sino muy incompleta. El tormento de las ratas despertó ante todo el erotismo
anal, que había desempeñado un importante papel en la infancia del sujeto, habiendo
sido mantenido a través de años enteros por el prurito causado por las lombrices. Las
ratas adquirieron así la significación de dinero, relación que se mostró en la asociación
Raten (plazos) a Ratten (ratas). El sujeto llegó a hacer de las ratas una verdadera voluta
para su uso personal. Por ejemplo, cuando interrogado por él le manifesté el montante de
mis honorarios por cada sesión del tratamiento, la asociación que a mis palabras surgió
en él fue: «Tantos florines, tantas ratas», asociación que sólo seis meses después llegó a
comunicarme. A este lenguaje quedó traducido paulatinamente todo el complejo
económico enlazado a la herencia de su padre. Esto es, todas las ideas pertenecientes a
tal complejo fueron incorporadas a la obsesión con ayuda de la asociación «ratas-
plazos» y sometidas a lo inconsciente. Esta significación crematística de las ratas se
apoyaba, además, en la invitación del capitán a devolver el importe del envío postal con
ayuda de la asociación Spielratte, partiendo de la cual hallamos el acceso a la falta
juvenil del padre.
La rata le era conocida, además, como portadora de peligrosas infecciones y podía ser,
por tanto, utilizada como símbolo del miedo, tan justificado durante el servicio militar, a
la infección sifilítica, detrás del cual se escondían toda clase de dudas sobre la conducta
del padre durante su vida en el Ejército. En otro sentido, el mismo pene era también
portador de la infección sifilítica, y de este modo la rata se convertía en órgano genital,
significación a la que todavía podía aspirar por otra distinta circunstancia. El pene, y
especialmente el de un niño pequeño, puede ser descrito como un gusano y en el relato
del capitán las ratas pasaban por el ano como en los años infantiles del sujeto sus
parásitos intestinales. De este modo, la significación peneana de las ratas reposaba de
nuevo en el erotismo anal. La rata es, además, un animal repugnante que se alimenta de
excrementos y vive en las alcantarillas por las que corren los detritus. Es un tanto
superfluo indicar de qué amplia difusión se hizo capaz el delirio de las ratas por medio
de este nuevo significado. La asociación «tantas ratas-tantos florines» podía
considerarse, por ejemplo, como la exacta definición de un oficio femenino que a él le
repugnaba en extremo. En cambio, no es quizá indiferente que la sustitución del pene
por la rata en el relato del capitán provocase en él la idea de una situación de comercio
sexual per anum que, referida a su padre y a la mujer amada, había de parecerle
singularmente repulsiva. EI hecho de que tal situación surgiera de nuevo en la amenaza
obsesiva que emergió en él después de la invitación del capitán a que devolviera las 3,80
coronas al teniente Z. nos recuerda claramente cierta injuria muy usada entre los eslavos
del Sur y que podemos encontrar reproducida en la Anthropophyteia, de F. S. Krauss.
Todo este material y alguno más se interpoló, con la asociación encubridora referente al
matrimonio ('heiraten') en el contexto referente a las ratas.
El hecho de que el relato del tormento de las ratas hubo de despertar en nuestro paciente
todos los impulsos egoístas y sádicos prematuramente reprimidos queda testimoniado
por su propio relato y por su mímica al desarrollarlo. Mas, a pesar de todo este rico
material, la significación de su idea obsesiva no quedó aclarada hasta que un día
emergió entre sus asociaciones «la mujer de las ratas», del Pequeño Eyolf, de Ibsen,
haciendo ya inevitable la conclusión de que en muchas de las formas de sus delirios
obsesivos las ratas tenían también la significación de niños. Al investigar la génesis de
esta nueva significación tropezamos en el acto con las raíces más antiguas e importantes.
En una visita a la tumba de su padre había visto cruzar rápidamente por encima de ella
un animal al que creyó una rata. En el acto supuso que salía de la tumba de su padre y
acababa de saciar su hambre en el cadáver. De la representación de la rata es inseparable
el detalle de que roe y muerde con dientes agudos. Pero la rata no se muestra sucia,
glotona y agresiva sin castigo, pues como el sujeto había presenciado muchas veces con
horror, es cruelmente perseguida y muerta por el hombre. Muchas veces había sentido
compasión de aquellas pobres ratas. Pero él mismo había sido un animalito sucio y
repugnante que mordía a los demás en sus accesos de furor y era violentamente
castigado por ello. Hallaba así realmente su pareja en la rata. El Destino le lanzó de este
modo, en el relato del capitán, una palabra estímulo de un complejo, y el sujeto no dejó
de reaccionar a ella con su idea obsesiva.
Así, pues, las ratas eran niños, según sus primeras y más importantes experiencias. Y en
este punto comunicó algo que había mantenido alejado durante mucho tiempo del
contexto, pero que ahora aclaró por completo el interés que debían de inspirarle los
niños. La mujer a la que durante tantos años amaba sin poder decidirse a casarse con ella
había sufrido la extirpación de ambos ovarios y estaba condenada, en consecuencia, a la
esterilidad. Tal era realmente la causa de su indecisión, pues le gustaban
extraordinariamente los niños.
Pero de este modo había cometido ya el crimen de burlarse de las dos personas que le
eran más queridas: su padre y su amada; tal crimen exigía un castigo, y éste consistió en
imponerse un juramento imposible de cumplir y que obedecía estrictamente a la
invitación errónea de su superior: «Ahora tienes realmente que devolver al teniente A. el
dinero.» Poseído por una obediencia convulsiva, reprimió su perfecto conocimiento de
que el capitán fundaba su invitación en una premisa errónea: «Sí; tienes que devolver al
teniente A. el dinero, como te lo ha mandado la persona que representa a tu padre. Tu
padre no puede equivocarse.» Tampoco un rey puede equivocarse, y cuando interpela a
un súbdito con un título que no le corresponde, es que se lo otorga ya para siempre.
Su consciencia no llega a tener sino muy vaga noticia de este proceso: pero la rebelión
contra el mandato del capitán y su transformación en lo contrario se hallan también
representados en ella. Primero, «No debes devolver el dinero, pues si no sucederá…» (El
castigo de las ratas.) Y luego, el juramento ántitetico como castigo a la rebelión.
Representémonos aún la constelación en la cual tuvo lugar la formación de la gran idea
obsesiva. El sujeto se hallaba libidinosamente predispuesto por su larga abstinencia y
por la amable acogida que siempre dispensan las mujeres a los jóvenes oficiales;
además, al salir de maniobras se hallaba un tanto disgustado con su amada. Tal
intensificación de la libido le inclinó a reanudar su antigua pugna contra la autoridad de
su padre y llegó incluso a pensar en la satisfacción sexual con otras mujeres. Las dudas
en cuanto a las cualidades de su padre y la indecisión en cuanto al valor de la mujer
amada quedaron también intensificadas. En tal estado de ánimo se dejó arrastrar a
injuriar a ambos, y luego se castigó por ello. Cuando, al terminar las maniobras, vacila
durante tanto tiempo entre salir para Viena o quedarse y cumplir su juramento, no hizo
sino representar con ello en un solo conflicto los dos que desde siempre entrañaba: el de
si debía o no obedecer a su padre y el de si había de permanecer o no fiel a su amada.
Una palabra todavía sobre la interpretación del contenido de la sanción: «Si no, sufrirán
los dos el tormento de las ratas.» Tal sanción reposa en dos teorías sexuales infantiles,
de las que ya hemos hablado en otro lugar. La primera de estas teorías es la de que los
niños son paridos por el ano, y la segunda deduce, lógicamente, de tal posibilidad que
los hombres pueden tener también niños como las mujeres. Según las reglas técnicas de
Ia interpretación de los sueños, el hecho de surgir por el ano puede ser representado por
el hecho contrario de penetrar en el ano (como en el castigo de las ratas), y viceversa.
No es posible esperar, para tan graves ideas obsesivas, soluciones más sencillas, ni
tampoco lograrlas por medios distintos. Con la solución que el análisis nos procuró
quedó desvanecido el delirio de las ratas.
Ha de reconocerse también que hasta ahora no ha podido ser estudiada con algún
detenimiento la fenomenología del pensamiento obsesivo. En la defensa secundaria que
el enfermo desarrolla contra las «representaciones obsesivas» que han penetrado en su
consciencia surgen productos que merecen un nombre especial. Recuérdense, por
ejemplo, las series de ideas que ocupan a nuestro paciente durante su regreso de las
maniobras. No son reflexiones puramente razonables que el sujeto opone a sus ideas
obsesivas, sino algo como productos mixtos de ambas formas del pensamiento. Toman
ciertas premisas de la obsesión por ellas combatidas y se sitúan (con los medios de la
razón) en el terreno del pensamiento patológico. A mi juicio, tales productos merecen el
nombre de «delirios». Un ejemplo que los lectores deberán interpolar en el lugar
correspondiente del historial clínico aclarará por completo tal diferenciación. Cuando
nuestro paciente desarrolló durante toda una temporada Ios insensatos manejos que en su
lugar describimos prolongando el estudio hasta altas horas de la noche, abriendo la
puerta de su cuarto al dar las doce para facilitar la entrada al espíritu de su padre,
situándose luego ante el espejo y contemplando en él sus genitales, intentó apartar de sí
aquella obsesión, pensando en lo que diría su padre si realmente se hallase aún en vida.
Pero este argumento no tuvo eficacia ninguna mientras fue expuesto en esta forma
razonable. La obsesión cesó tan sólo cuando el sujeto integró la misma idea en la forma
de una amenaza delirante, diciéndose que si prolongaba tales insensateces, le sucedería a
su padre algo malo en el más allá.
El valor de la diferenciación -justificada, desde luego- entre defensa primaria y
secundaria queda, sin embargo, inesperadamente disminuido por el descubrimiento de
que los enfermos no conocen el texto verbal de sus propias representaciones obsesivas.
Esta afirmación parece paradójica, pero tiene pleno sentido. En efecto, durante el curso
de un psicoanálisis se intensifica no sólo la valentía de los enfermos, sino también la de
su enfermedad, la cual se aventura a exteriorizaciones más precisas. Sucede como si el
paciente, que hasta entonces rehuía con miedo la percepción de sus productos
patológicos, les dedicase ahora su atención y los experimentase más clara y
detalladamente.
Por dos caminos especiales podemos llegar, además, a un conocimiento más preciso de
los productos obsesivos. En primer lugar, nos percatamos de que los sueños pueden
ofrecernos el texto auténtico del producto obsesivo, el cual sólo mutilado y deformado,
como en un telegrama mal redactado, se nos ha dado a conocer en la vida despierta.
Tales textos aparecen en el sueño como manifestaciones orales, contra la regla general
de que las palabras contenidas en los sueños proceden siempre de las pronunciadas u
oídas por el sujeto durante el día. En segundo lugar, la investigaeión analítica de un
historial patológico nos lleva a la convicción de que, frecuentemente, varias ideas
obsesivas sucesivas, pero de texto literal diferente, son, en el fondo, una sola y la misma.
La idea obsesiva ha sido afortunadamente rechazada una primera vez y retorna luego
deformada, no siendo ya reconocida y pudiendo ofrecer así mayor resisteneia a la
defensa. Pero la forma exacta es la primitiva, la cual muestra muchas veces sin velo
alguno su sentido. Cuando, al cabo de penosa labor, conseguimos aclarar una idea
obsesiva incomprensible no es raro oír decir al enfermo que antes de la emergencia de la
idea obsesiva propiamente dicha surgió en él una ocurrencia, una tentación o un deseo,
como las que ahora le exponemos, pero que desaparecieron en seguida de su
imaginación. Desgraciadamente, la exposición de los ejemplos de este género integrados
en el historial de nuestro sujeto exigiría un lugar del que no disponemos en el presente
estudio.
Tal interpretación errónea por parte del pensamiento consciente puede comprobarse no
sólo en las ideas obsesivas mismas, sino también en los productos de la defensa
secundaria (por ejemplo, en las fórmulas protectoras), hecho del que podemos exponer
aquí dos acabados ejemplos: Nuestro paciente usaba como fórmula defensiva la palabra
aber (pero), rápidamente pronunciada y acompañada de un ademán de repulsa, y en una
de las sesiones del tratamiento manifestó luego que dicha fórmula había sufrido en los
últimos tiempos una variación, pues no decía ya áber, sino abér. Interrogado por mí
sobre el motivo de aquella transformación, indicó que la e átona de la segunda sílaba no
le ofrecía la menor garantía contra la temida aparición de algo ajeno y contradictorio,
razón por la cual había decidido acentuarla. Esta explicación, correspondiente en un todo
al estilo de la neurosis obsesiva, se demostró, sin embargo, inexacta, constituyendo,
cuando más, una racionalización. En realidad, al pronunciar abér lo que hacía era
asimilar dicha palabra a la de Abwehr (defensa), cuya significación psicoanalítica le era
conocida por nuestras conversaciones teóricas sobre el tratamiento. Así, pues, el
tratamiento había quedado aprovechado de un modo abusivo y delirante para robustecer
una fórmula de defensa. Otra vez me habló de su palabra mágica principal, formada por
él, para protegerse contra las tentaciones, con las iniciales de las oraciones más eficaces,
y a la que añadía un fervoroso «amén». Pero no me es posible transcribir aquí dicha
palabra, pues cuando el paciente me la reveló observé en el acto que no era sino un
anagrama del nombre de la señora de sus pensamientos. Tal nombre contenía una s que
el sujeto situaba al final e inmediatamente delante del «amén» agregado formando así la
palabra Samen (semilla, semen). Podemos, pues, decir que había reunido su semen con
la mujer amada; esto es, que se había masturbado pensando en ella. Pero él mismo no
había observado tan evidente relación, y la defensa se había dejado burlar por lo
reprimido. Es éste, además, un excelente ejemplo de aquella regla según la cual los
elementos que han de ser rechazados acaban por penetrar en aquello por lo que son
rechazados.
Una vez sentado que las ideas obsesivas han experimentado una deformación lo mismo
que las ideas oníricas antes de pasar a ser el contenido del sueño, habrá de interesarnos
averiguar la técnica de tal deformación, y nada se opondría a que expusiéramos aquí los
distintos medios de la misma en una serie de ideas obsesivas traducidas e interpretadas.
Pero tampoco podemos dar sino algunas muestras. No todas las ideas obsesivas de
nuestro paciente eran tan complicadas y tan difíciles de interpretar como la del tormento
de las ratas. En otras se había empleado una técnica muy sencilla, la de la deformación
por omisión -la elipsis--, que tan excelente ayuda presta en la producción de los chistes y
que también aquí cumplió su deber como medio defensivo contra la comprensión.
Una de sus ideas obsesivas más antiguas (equivalente a una advertencia o una
admonición) era, por ejemplo, la siguiente: Si me caso con la mujer a la que amo, le
sucederá a mi padre una desgracia (en el más allá). Si interpolamos ahora los elementos
intermedios omitidos descubiertos en el análisis, obtendremos el proceso mental
siguiente: Si mi padre viviera, mi propósito de casarme con esa mujer le haría
encolerizarse tanto como en aquella pretérita escena infantil de manera que también yo
me enfurecería de nuevo contra él y le desearía terribles males que la omnipotencia de
mis deseos haría caer irremediablemente sobre él.
He aquí otro caso de elaboración elíptica de una advertencia o una prohibición ascética.
Tenía una sobrinita a la cual quería mucho. Un día surgió en éI la idea siguiente: Si te
permites realizar una vez más el coito, le sucederá a la pequeña Ella una desgracia (se
morirá). Interpolando lo omitido, resulta el proceso siguiente: En todo coito, incluso con
personal venal, has de pensar que, si te casas, el comercio sexual con tu mujer no tendrá
jamás por consecuencia el nacimiento de un hijo (a causa de la esterilidad de su amada).
Ello te dolerá tanto, que te hará envidiar a tu hermana por su pequeña Ella, y tu envidia
acarreará la muerte de la niña.
La elipsis, como técnica deformante, parece ser típica de la neurosis obsesiva, y por mi
parte la he hallado también en las ideas obsesivas de otros pacientes. Recuerdo, sobre
todo, un caso de duda especialmente transparente e interesante por presentar cierta
analogía con la estructura de la representación de las ratas. Se trataba de una señora que
padecía, sobre todo, de actos obsesivos. Paseaba con su marido por la ciudad de
Nurenberg y entró con él en una tienda en la que compró diversos objetos para su hija,
entre ellos un peine. El marido, a quien aquellas compras aburrían, la indicó haber visto
antes, en el escaparate de un anticuario, unas monedas que le interesaban. Iría, pues, a
comprarlas y volvería luego a recogerla a aquella tienda. Su mujer encontró demasiado
prolongada su ausencia, y luego, al preguntarle a su retorno dónde se había demorado y
decir él que precisamente en la tienda del anticuario, se vio asaltada por la duda
atormentadora de si no había poseído, desde siempre, aquel mismo peine que había
comprado para su hija. Naturalmente, la sujeto no pudo descubrir la sencilla relación
existente entre tal idea obsesiva y la prolongada ausencia de su marido; pero nosotros
vemos en el acto que se trata de una duda desplazada y podemos completar su proceso
mental inconsciente en la siguiente forma: Si he de creer que no has estado más que en
la tienda del anticuario, también puedo creer que poseo hace ya muchos años este peine
que acabo de comprar. Nos hallamos, pues, ante una equiparación irónica y burlona,
análoga al proceso mental de nuestro paciente ante la advertencia del capitán: Sí; tan
cierto es que devolveré el dinero al teniente A. como que mi padre y mi amada pueden
tener hijos. En la señora de nuestro ejemplo, la duda dependía de sus celos
inconscientes, los cuales la hacían suponer que su marido había aprovechado el intervalo
para una visita galante.
Por esta vez no emprenderemos el estudio psicológico del pensamienlo obsesivo, aunque
nos proporcionaría seguramente valiosos resultados y contribuiría al esclarecimiento de
nuestros conocimientos de la esencia de lo consciente y lo inconsciente más que el
estudio de la histeria y de los fenómenos hipnóticos. Sería muy de desear que los
filósofos y los psicólogos que desarrollan ingeniosas teorías sobre lo inconsciente,
basándose en lo que sólo de oídas saben o en sus propias definiciones convencionales,
estudiaran directamente los fenómenos del pensamiento obsesivo, estudio del que
extraerían impresiones decisivas. Pudiera incluso exigírseles tal estudio previo si no
fuera mucho más penoso que los métodos de trabajo a los que en general se atienen. Por
mi parte me limitaré a indicar que aun en la neurosis obsesiva surgen ocasionalmente en
la consciencia, y en forma pura y no deformada, los procesos anímicos inconscientes,
que tal interrupción puede tener su punto de partida en los más distintos estadios del
proceso mental inconsciente y que las representaciones obsesivas pueden ser
reconocidas casi todas, en el momento de la irrupción, como productos existentes desde
mucho tiempo atrás. De aquí el singular fenómeno de que al investigar la primera
emergencia de una idea obsesiva en un sujeto neurótico se vea el mismo obligado a
desplazarla cada vez más atrás en el curso del análisis, hallando siempre de nuevo
primeras motivaciones de la misma.
Es indudable que el sujeto sentía la necesidad de hallar en sus vivencias tales puntos de
apoyo de su superstición, y que por tal motivo observaba tan atentamente las corrientes
casualidades inexplicables de la vida cotidiana, y cuando aquéllas no bastaban, ayudaba
al azar con su actividad inconsciente. En muchos otros neuróticos obsesivos he vuelto a
hallar tal necesidad y sospecho su existencia en casi todos. Me parece claramente
explicable por el mismo carácter psicológico de la neurosis obsesiva. Como ya hemos
explicado antes, en esta perturbación la represión no se produce por medio de la
amnesia, sino de la destrucción de las relaciones causales mediante la supresión de los
afectos. Estas relaciones reprimidas parecen conservar una cierta energía admonitoria -a
la que en otro lugar hemos comparado a una percepción endopsíquica-, pudiendo así ser
incorporadas al mundo exterior, o sea proyectadas en él como testimonio de lo psíquico
reprimido.
Otra necesidad anímica común a los neuróticos obsesivos, que entraña una cierta
afinidad con la anterior, y cuya investigación nos adentra muy profundamente en la
investigación de los instintos, es la necesidad de la inseguridad o de la duda. La creación
de la inseguridad es uno de los métodos que la neurosis emplea para extraer al enfermo
de la realidad y aislarle del mundo, tendencia integrada en toda perturbación
psiconeurótica. Los enfermos realizan un esfuerzo evidente para eludir toda seguridad y
poder permanecer en duda. Esta tendencia llega a exteriorizarse a veces en una antipatía
a los relojes, los cuales aseguran, por lo menos, la determinación de la hora, y en hábiles
manejos inconscientes encaminados a inutilizar tales instrumentos que hacen imposible
la duda. Nuestro paciente mostraba especial destreza en eludir todas aquellas
informaciones que pudieran llevarle a una solución de su conflicto. Así, desconocía en
absoluto las circunstancias más importantes de la vida de su amada y pretendía ignorar
el nombre del médico que la había operado y si la operación se había limitado a un solo
ovario o había comprendido ambos.
Pero también la conducta de otros muchos neuróticos obsesivos, a los que el Destino no
ha impuesto un primer encuentro con el fenómeno de la muerte en años tan tempranos,
es, sin embargo, muy análoga a la de nuestro paciente. Sus pensamientos se ocupan
incesantemente con la duración de la vida y la posible muerte de otras personas, y sus
tendencias supersticiosas no tuvieron en un principio otro contenido ni tienen quizá, en
general, otra procedencia. Pero, ante todo, precisan la posibilidad de la muerte para
resolver los conflictos que ellos dejan insolucionados. Su carácter esencial es el de ser
incapaces de toda decisión, sobre todo en las cuestiones amorosas. Aplazan
indefinidamente toda resolución y, penetrados constantemente por la duda de por qué
persona o por qué medida contra una persona han de decidirse, tienen su modelo en
aquel antiguo tribunal alemán, cuyos pleitos terminaban siempre porque las partes
litigantes morían antes que hubieran obtenido una sentencia. De este modo, en todo
conflicto vital acechaba la muerte de una persona importante, y casi siempre querida por
ellos, sea de su padre o su madre, de un rival o de alguno de los objetos amorosos entre
los que oscila su inclinación. Pero con este estudio del complejo de la muerte en la
neurosis obsesiva penetramos ya en la vida instintiva de los neuróticos obsesivos, de la
que ahora vamos a ocuparnos.
Estos conflictos sentimentales de nuestro paciente no son independientes entre sí, sino
que se hallan soldados por parejas. El odio contra su amada hubo de sumarse a su
adhesión al padre, e inversamente. Pero las dos corrientes contrapuestas subsistentes
después de esta simplificación, o sea la pugna entre el padre y la amada y la antítesis de
amor y odio existente en la relación del sujeto con cada una de tales personas no tienen
nada que ver una con otra, ni por su contenido ni por su génesis. El primero de ambos
conflictos corresponde a la vacilación normal entre el hombre y la mujer como objetos
de la elección amorosa, vacilación que es provocada en el niño por vez primera con la
famosa pregunta habitual: «¿A quién quieres más: a papá o a mamá ?», y que luego le
acompaña a través de toda la vida, a pesar de todas las diferencias individuales en cuanto
a la intensidad de los sentimientos y la fijación de los fines sexuales definitivos. Pero
esta oposición pierde pronto, normalmente, su carácter de dilema, haciéndose posible la
satisfacción simultánea de las exigencias desiguales de sus dos términos, aunque
también en el hombre normal la mayor estimación de uno de los sexos suceda siempre a
expensas del otro.
Más extraño nos parece el otro conflicto; esto es, el que se desarrolla entre el amor y el
odio. Sabemos que un principio de enamoramiento es percibido muchas veces como
odio, y que el amor que encuentra negada la satisfacción se torna fácilmente en odio, y
los poetas nos aseguran que en estadios tempestuosos del enamoramiento pueden
subsistir yuxtapuestos, como en una competición, ambos sentimientos contradictorios.
Pero nos asombra encontrar una yuxtaposición crónica de amor y odio, muy intensos
ambos y orientados hacia la misma persona. Habríamos esperado que el amor hubiera
dominado al odio o hubiese sido devorado por él. Realmente, tal subsistencia de los
contrarios sólo es posible bajo especiales condiciones psicológicas y con la colaboración
de lo inconsciente. El amor no ha podido extinguir el odio, sino tan sólo rechazarlo a lo
inconsciente, instancia psíquica en la cual se encuentra a salvo de la acción de la
consciencia y puede subsistir sin mengua alguna e incluso crecer. En tales
circunstancias, el amor consciente suele alcanzar, a su vez, por reacción, especial
intensidad para poder llevar a cabo constantemente y sin descanso la tarea de mantener
en la represión a su contrario. Esta singular constelación de la vida amorosa parece tener
su condición en una disociación muy temprana, acaecida en el período prehistórico
infantil, de los dos elementos antitéticos, con represión de uno de ellos, generalmente el
odio.
Pero cualquiera que sea la forma en que haya de interpretarse esta singular relación del
odio y el amor, su existencia queda indudablemente demostrada por el análisis de
nuestro paciente, y es muy satisfactorio ver cuán comprensibles se nos hacen los
enigmáticos procesos de las neurosis obsesivas en cuanto los referimos a semejante
factor. Si contra un amor intenso se alza un odio casi tan intenso como él, la
consecuencia inmediata tiene que ser una parálisis parcial de la voluntad, una
incapacidad de adoptar resolución alguna en cuanto a todos aquellos actos cuyo móvil
haya de ser el amor. Pero, además, tal indecisión no permanece limitada por mucho
tiempo a un solo grupo de actos, pues ¿qué actos de un enamorado no se relacionan con
su motivo capital? A mayor abundamiento, la conducta sexual entraña un poder
prototípico con el que actúa sobre las demás reacciones del hombre, modificándolas, y,
por último, el carácter psicológico de la neurosis obsesiva tiende típicamente a hacer el
mayor uso posible del mecanismo de desplazamiento. En consecuencia, la indecisión se
extiende paulatinamente a toda la actividad del sujeto.
Con ello queda instaurado el régimen de la obsesión y de la duda, tal y como se nos
muestra en la vida anímica de los neuróticos obsesivos.
La duda corresponde a la percepción interna de la indecisión que se apodera del
enfermo, a consecuencia de la inhibición del amor por el odio, en cuanto el mismo se
propone realizar algún acto. Duda, en realidad, de su propio amor, que debía ser para él
subjetivamente, lo más seguro, y esta duda se difunde sobre todo lo demás,
desplazándose preferentemente sobre lo más nimio e indiferente. Aquel que duda de su
amor tiene que dudar de todo lo demás, menos importante.
Es ésta la misma duda que en las medidas de protección provoca la inseguridad del
sujeto y los obliga a repetirlas una y otra vez para desvanecerla, consiguiendo al fin que
tales actos de defensa resulten tan irrealizables como la resolución amorosa
primitivamente inhibida. Al principio de mis investigaciones hube de aceptar otra
derivación más general de la inseguridad de los neuróticos obsesivos, derivación que
parecía adaptarse más fácilmente a lo normal. En efecto; cuando estamos redactando una
carta y alguien nos dirige entre tanto una o más preguntas, sentimos después una
inseguridad justificada en cuanto a lo que hemos escrito mientras nos hablaban y nos
vemos obligados a releer la carta una vez terminada. Supuse, pues, que la inseguridad de
los neuróticos obsesivos, por ejemplo, en sus oraciones, procedía de que mientras
rezaban eran perturbados incesantemente por fantasías inconscientes. Esta hipótesis era
ya exacta y resulta fácilmente conciliable con las afirmaciones que anteceden. Es cierto
que la inseguridad de haber llevado a cabo una medida de protección procede de las
fantasías inconscientes perturbadoras; pero tales fantasías contienen, además,
precisamente, al impulso contradictorio que había de ser rechazado por la oración. Así
se evidencia en nuestro paciente en una ocasión en la cual la perturbación no permanece
inconsciente, sino que es expresada en voz alta. Cuando quiere rezar, diciendo «Dios la
proteja», emerge de pronto de lo inconsciente un «no» hostil, y el sujeto adivina que se
trata de un trozo de una maldición. Si aquel «no» hubiera permanecido mudo, el sujeto
habría continuado en estado de inseguridad y habría prolongado cada vez más sus rezos;
pero en cuanto lo oyó, suprimió aquéllos en absoluto. Antes de hacerlo así había
probado, como otros neuróticos obsesivos, toda clase de métodos para evitar la aparición
del elemento contradictorio, abreviando sus oraciones o recitándolas rapidísimamente.
Pero todas estas técnicas fracasan más tarde o más temprano, y en cuanto el impulso
amoroso ha logrado realizar algo, después de desplazarse sobre un acto indiferente, es
seguido por el impulso hostil que se esfuerza en anular su obra.
Cuando el neurótico obsesivo llega luego a darse cuenta de la inseguridad de la
memoria, consigue extender generalmente, con su auxilio, la duda, incluso a los actos ya
realizados, que carecieron de toda relación con el complejo del amor y el odio, y a todo
su pasado.
Recuérdese el ejemplo de aquella señora que acababa de comprar un peine para su hija y
que, al ser asaltada por una sospecha celosa contra su marido, empezó a dudar en el acto
de si aquel peine no venía ya siendo suyo desde siempre. Es como si dijera abiertamente:
«Si puedo dudar de tu amor (y esta era tan sólo una proyección de sus dudas sobre su
propio amor a su marido), puedo dudar de todo», revelándonos así eI sentido oculto de
la duda neurótica.
Aquello que irrumpe con energía sobrada en la consciencia como idea obsesiva ha de
quedar luego garantizado contra la acción destructora del pensamiento consciente.
Sabemos ya que tal protección es conseguida por medio de la deformación que la idea
obsesiva ha experimentado antes de hacerse consciente. Pero no es éste el único medio.
Sólo muy raras veces se omite alejar a la idea obsesiva de la situación que presidió en
génesis, y en la cual sería fácilmente accesible a la comprensión, a pesar de su
deformación. Con tal propósito es creado, por un lado, un intervalo entre la situación
patógena y la idea obsesiva consecutiva, intervalo que induce en error a la investigación
causal del pensamiento consciente, y por otro, el contenido de la idea obsesiva queda
desligado de sus relaciones particulares por medio de una generalización.
La obsesión de comprensión de nuestro paciente nos ofrece un ejemplo de este orden, y
otro quizá mejor una enferma que se prohibió llevar joya ninguna, aunque la motivación
se refería a una sola joya que la sujeto había envidiado a su madre y esperaba heredar de
ella. Por último, la idea obsesiva queda también protegida contra la labor de solución
consciente por su expresión verbal indetermmada o equívoca. Tal expresión verbal, mal
interpretada, puede quedar incorporada entonces a los delirios, y los sucesivos
desarrollos o sustituciones de la obsesión se enlazarían al error de interpretación y no al
texto auténtico. Pero puede observarse que tales delirios tienden constantemente a
establecer nuevas relaciones con el contenido y el texto verbal de la obsesión no
acogidos en el pensamiento consciente.
Para una única observación volveremos aún sobre la vida instintiva de la neurosis
obsesiva. Nuestro paciente demostró ser también un 'renifleur' (olfativo). Según sus
propias manifestaciones, durante su infancia conocía a las personas por el olor, como un
perro, y las percepciones olfativas tenían todavía actualmente para él mayor
significación que para los demás. También en otros enfermos, neuróticos obsesivos o
histéricos, he observado algo análogo y he aprendido a tener en cuenta el papel
desempeñado en la génesis de las neurosis por un placer olfativo sexual reprimido en la
infancia. En general, puede plantearse la cuestión de si la disminución sufrida por el
sentido del olfato al alejar el hombre su rostro del suelo y la consecutiva represión
orgánicamente condicionada del placer olfativo no participan considerablemente en la
capacitación del hombre para las enfermedades neuróticas. Ello nos explicaría cómo es
que el incremento de la civilización exige represiones cada vez más extensas de la vida
sexual. Sabido es qué íntima relación existe en la organización zoológica entre el
instinto sexual y la función del órgano del olfato.
(«DEMENTIA PARANOIDES»)
1910 [1911]
(CASO «SCHREBER»)
Aunque en las páginas que siguen citaré textualmente aquellos pasajes de las
Memorias que apoyan mis interpretaciones, ruego, sin embargo, al lector que repase
primero, siquiera sea ligeramente, el libro de Schreber.
I) HISTORIAL CLÍNICO
EL doctor Schreber escribe: «Dos veces he estado enfermo de los nervios y ambas
a consecuencia de un exceso de trabajo intelectual. La primera, siendo magistrado en
Chemnitz, a consecuencia de la actividad desplegada en unas elecciones al Parlamento,
y la segunda, a causa de la extraordinaria labor que hube de desarrollar al hacerme cargo
del puesto de presidente del Tribunal de Dresden.»
La primera enfermedad se inició en el otoño de 1884 y curó por completo a fines
de 1885. Flechsig, en cuya clínica pasó el paciente seis meses, diagnosticó su
enfermedad, en un certificado ulterior, como un grave acceso de hipocondría. El doctor
Schreber asegura que esta enfermedad transcurrió «sin incidente alguno de carácter
metafísico».
Ni las memorias del sujeto ni los certificados de los médicos en ellas transcritos
nos informan suficientemente sobre su historia anterior ni sobre las circunstancias
particulares de su vida. No me es siquiera posible indicar cuál era su edad al enfermar
por vez primera, si bien el alto grado que ya ocupaba en la Magistratura antes de su
segunda enfermedad puede servirnos para fijar aproximadamente un mínimo.
Averiguamos que en la época de su hipocondría el doctor Schreber estaba casado hacía
ya mucho tiempo. ÉI mismo nos lo dice: «Más intensa aún fue la gratitud de mi mujer,
que veía en el profesor Flechsig al hombre que le había devuelto a su marido, y tuvo así
durante muchos años su retrato encima de su mesa de trabajo.» Y más adelante: «Una
vez curado de mi primera enfermedad, viví al lado de mi mujer ocho años felicísimos,
ricos también en distinciones externas y sólo turbados por haberse malogrado
repetidamente durante ellos nuestra esperanza de lograr descendencia.»
Agregamos que insultaba a diversas personas por las cuales se creía perseguido y
perjudicado; pero ante todo a su médico anterior, Flechsig, al que calificaba de «asesino
de almas» y del que se burlaba Ilamándole repetidamente «el pequeño Flechsig»,
acentuando intensamente la primera palabra. Se había trasladado desde Leipzig a la
clínica Sonnenstein, de Pirna, en junio de 1894, y permaneció en ella hasta la
estructuración definitiva de su estado. En el curso de los años siguientes se transformó el
cuadro clínico en una forma que el doctor Weber, director del establecimiento, describe
así:
«Sin entrar más minuciosamente en los detalles del curso de la enfermedad, nos
limitaremos a indicar cómo en el desarrollo ulterior de la psicosis aguda inicial, que
hubo de ser diagnosticada como una demencia alucinatoria, fue surgiendo cada vez más
marcadamente, o, por decirlo así, cristalizando el cuadro clínico paranoico que hoy
presenta el enfermo.» Había edificado, en efecto, por un lado, un artificioso sistema de
delirios que merece nuestro mayor interés, y por otro, había reconstruido su personalidad
hasta el punto de mostrarse perfectamente capacitado para volver a la vida normal,
presentando tan sólo algunos trastornos aislados.
En los repetidos escritos que el doctor Schreber dirigió en esta época a los
tribunales en demanda de su libertad no negaba en absoluto su perturbación ni ocultaba
su intención de dar a la publicidad sus Memorias. Muy al contrario, acentuaba el valor
de sus meditaciones en cuanto a la vida religiosa y la imposibilidad de sustituirla por las
doctrinas científicas modernas. Pero al mismo tiempo aducía la absoluta inocuidad de
todos aquellos actos a los cuales se veía obligado por el contenido de su delirio. El
ingenio y la extremada lógica de aquel hombre, sobre el cual pesaba un diagnóstico de
paranoia, acabaron por darle la victoria. En julio de 1902 fue anulada su incapacitación,
y al año siguiente aparecieron sus Memorias, si bien previamente sometidas a la censura
oficial y con lamentables mutilaciones.
Transcribiré aquí en toda su extensión los pasajes de las Memorias que así lo
prueben: «De este modo se tejió contra mí una conspiración (aproximadamente en
marzo o abril de 1894) que se proponía, una vez reconocida o supuesta la incurabilidad
de mi enfermedad nerviosa, entregarme a un hombre, de manera que mi alma quedara
esclavizada al mismo y mi cuerpo -interpretando erróneamente la tendencia antes
mencionada en la que reposa el orden universal- quedase transformado en un cuerpo
femenino, sometido a aquel hombre para que lo gozase sexualmente y abandonado luego
a la muerte y a la putrefacción.
En todo ello, y desde el punto de vista humano, que por entonces me dominaba
aún preferentemente, era natural que yo viese siempre y únicamente mi verdadero
enemigo en el profesor Flechsig o en su alma (más tarde se agregó a ella el alma de v.
W., de la que más adelante trataremos) y considerase la omnipotencia divina como mi
aliada natural, a la que recurrí en situación desesperada contra el profesor Flechsig y a la
que, por tanto, creía deber apoyar con todos los medios imaginables y hasta con el
sacrificio de mi propio ser. El hecho de que el mismo Dios pudiera ser cómplice, cuando
no instigador del asesinato de mi alma y de Ia entrega de mi cuerpo prostituido, es una
idea que se me ocurrió mucho más tarde, pues, en realidad, sólo emergió claramente en
mi consciencia al escribir las presentes líneas.
b) La actitud de nuestro paciente con respecto a Dios es tan singular y tan llena de
circunstancias contradictorias, que hace falta gran confianza para conservar la esperanza
de hallar aún, en su «demencia», un «método». Habremos, pues, de intentar orientarnos,
con ayuda de sus Memorias, sobre su sistema teológico-psicológico y exponer, en su
relación aparente (delirante), sus opiniones sobre los nervios, la bienaventuranza, la
jerarquía divina y las cualidades de Dios. En todos los trozos de su teoría hallamos una
mezcla singular de ingenio y vulgaridad y de elementos originales y prestados.
El alma humana está contenida en los nervios del cuerpo, que debemos
representarnos como elementos de extraordinaria sutileza, comparable a finas hebras de
seda. Algunos de estos nervios son adecuados para la recepción de las percepciones
sensoriales; otros (los nervios del entendimiento) producen todo lo psíquico; cada uno de
ellos representa la total individualidad espiritual del hombre, y su mayor o menor
número influye tan sólo en el período de tiempo durante el cual pueden ser retenidas las
impresiones.
En tanto que los hombres se componen de cuerpo y nervios, Dios es, desde un
principio, sólo nervio. El número de los nervios divinos no es, como el de los nervios
humanos, limitado, sino infinito o eterno. Los nervios divinos poseen todas las
propiedades de los humanos, pero en grado enormemente más intenso. En su capacidad
de crear, esto es, de transformarse en todas las cosas posibles del mundo creado, se
llaman rayos. Entre Dios y el cielo estrellado o el Sol existe una íntima relación.
Dios mismo no es un ser simple. «Por encima de las «antesalas del cielo» flotaba
Dios, el cual, para distinguirlo de estos «reinos anteriores de Dios», es llamado también
el «reino posterior de Dios». Los reinos posteriores de Dios se hallaban sometidos (y se
hallan aún actualmente) a una singular división en dos partes, según la cual se distinguía
un Dios inferior (Arimán) y un Dios superior (Ormuz).» Sobre la significación de esta
división en dos partes, Schreber nos dice tan sólo que el Dios inferior favorecía
preferentemente a los pueblos de raza morena (a los semitas), y el superior, a los pueblos
rubios (a los arios). Pero tampoco es posible exigir a un hombre un conocimiento más
detallado de tan elevadas cuestiones. Sin embargo, todavía averiguamos que «el Dios
inferior y el superior, no obstante la unidad de la omnipotencia divina, han de ser
considerados como seres distintos, cada uno de los cuales, y también en su relación entre
sí, posee su egoísmo particular y su propio instinto de conservación, e intenta, por tanto,
de continuo, desplazar al otro». Los dos seres divinos se condujeron; efectivamente, de
muy distinto modo con el desgraciado Schreber durante el período agudo de su
enfermedad.
(Pág. 55): «Domina aquí un error fundamental, que desde entonces se extiende a
través de toda mi vida, y consiste en que, según las normas del orden universal, Dios no
conoce a los hombres vivos, ni necesita realmente conocerlos, ya que, conforme a tales
normas, sólo con los cadáveres ha de tratar.»
(Pág. 141): «Este hecho… depende nuevamente de que Dios no sabe tratar con los
vivos, hallándose acostumbrado tan sólo a tratar con los cadáveres o, en todo caso, con
los hombres dormidos y mientras sueñan.»
(Pág. 246): «Increíble scritu, nos inclinaríamos a añadir y, sin embargo, todo ello
es exacto, aunque los hombres hallarán incomprensible la idea de tan absoluta
incapacidad de Dios para juzgar acertadamente a los vivos. Yo mismo he necesitado
mucho tiempo para acostumbrarme a ella, aun después de haberla comprobado en
innumerables observaciones directas.»
Sólo a consecuencia de este desconocimiento divino de los hombres vivos pudo
suceder que Dios mismo fuera el instigador de la conspiración urdida contra Schreber, y
que le creyera loco y le impusiera las más penosas pruebas. Para escapar a aquel juicio
condenatorio de Dios, se sometió el sujeto a una penosa «obligación de pensar». «Cada
vez que suspendía mi actividad mental, Dios creía extinguidas instantáneamente mis
facultades intelectuales, iniciada la esperada ruina de mi razón (locura) y conseguida así
la deseada posibilidad de alejarse.
Una de las cosas que más indignación despierta en nuestro paciente es la conducta
de Dios en la cuestión de la necesidad o las ganas de defecar. El pasaje es tan
característico, que habremos de citarlo íntegro. Para su mejor comprensión,
adelantaremos que tanto los milagros como las voces emanan de Dios: esto es, de los
rayos divinos.
El primer camino nos tentaría una vez que C. G. Jung nos ha dado el brillante
ejemplo de la interpretación de un caso grave de demencia precoz con manifestaciones
sintomáticas extraordinariamente apartadas de lo normal. También la inteligencia y la
franqueza del paciente habrían de hacernos más fácil la solución por este camino. No
pocas veces nos proporciona él mismo la clave agregando, como incidentalmente, a una
manifestación delirante una explicación, una cita o un ejemplo, o rebatiendo una
analogía en él mismo emergente. En este último caso nos bastará prescindir del disfraz
negativo, como estamos habituados a hacerlo en la técnica psicoanalítica, y considerar el
ejemplo como lo auténtico y la cita o la confirmación como su fuente de origen para
tener ante nosotros la traducción deseada del lenguaje paranoico al vulgar. Expondremos
detalladamente un acabado ejemplo de esta técnica. Schreber se lamenta de las molestias
que le causan los «pájaros encantados» o «pájaros parlantes», a los que adscribe toda
una serie de singulares cualidades (págs. 208-214). Según él, están constituidos por
restos de antiguas «antesalas del cielo»; esto es, de hombres que fueron bienaventurados,
y son hostigados contra él cargados de cadaverina. Poseen la facultad de recitar «frases
aprendidas de memoria, pero cuyo sentido no comprenden». Cada vez que descargan
sobre él la cadaverina de que vienen cargados, esto es, cada vez que le recitan las frases
que les han enseñado, se desvanecen en su alma con las palabras «iMaldito bribón!» o
«¡Maldito!», únicas cuyo sentido les es conocido. No comprenden el sentido de las
palabras que pronuncian; pero poseen una sensibilidad natural para la homofonía de los
sonidos, que tampoco necesita ser completa. Para ellos es indiferente que se diga:
`Santiago o Cartago',
`Chinesentum o Jesús Cristo',
`Abendrot [crepúsculo] o Atemnot [exhausto]',
`Arimán o Ackermann [granjero]'.
Al leer esta descripción no podemos menos de pensar que con ella se alude a las
muchachitas adolescentes, a las cuales se suele calificar, sin la menor galantería, de
pasitas o atribuir cabecitas de pájaro y de las que se afirma que sólo deben repetir lo que
a otros oyen, descubriendo, además, su incultura con el empleo equivocado de palabras
extranjeras homófonas. El «iMaldito bribón!», única cosa que dicen en serio, significaría
entonces el comentario puesto por ellas al triunfo del joven que ha logrado
impresionarlas. Y, en efecto, varias páginas más adelante tropezamos con unas cuantas
frases de Schreber que confirman nuestra interpretación: «A muchas de estas almas de
pájaros les di humorísticamente, para diferenciarlas, nombres de muchachas, ya que por
su curiosidad y su tendencia a la voluptuosidad podían ser comparadas a muchachitas
apenas adolescentes. Tales nombres femeninos fueron luego aceptados en parte por los
rayos divinos y empleados por ellos para designar a las almas de pájaros
correspondientes.» Esta fácil interpretación de los «pájaros encantados» nos procura,
además, un valioso apoyo para la explicación de las enigmáticas «antesalas del cielo».
No se me oculta que al extender nuestra labor psicoanalítica más allá de los casos
típicos de interpretación nos es preciso usar de tacto exquisito y gran prudencia y que el
lector sólo nos acompaña en cuanto se lo permite la familiaridad que ha Ilegado a
adquirir con la técnica analítica. Hemos, pues, de procurar que a nuestro mayor esfuerzo
de penetración no correspondía una disminución de la seguridad y la credibilidad de
nuestras interpretaciones. En esta situación, unos investigadores extremarán la prudencia
y otros la osadía, y sólo después de muchos tanteos y de un profundo conocimiento del
sujeto se hará posible fijar los límites del derecho a interpretar. En la investigación del
caso de Schreber se me impone la mayor prudencia por el hecho de que la resistencia
desarrollada contra la publicación de las Memorias logró al menos sustraer a nuestro
conocimiento una parte harto considerable del material, y seguramente la más
importante para su inteligencia. Así, el capítulo tercero del libro comienza con un
anuncio prometedor: «Me propongo exponer aquí algunos sucesos acaecidos a otros
miembros de mi familia, los cuales sucesos se relacionan probablemente con el
proyectado asesinato de mi alma, y todos ellos presentan un sello más o menos
enigmático, siendo difícilmente explicables con la sola ayuda de la experiencia
humana.» Pero poco después queda cortado con la frase siguiente: «La continuación del
capítulo ha sido tachada por la censura por considerarla impublicable.» Habré, pues, de
declararme satisfecho si consigo referir con alguna seguridad el nódulo del delirio a un
origen en motivos conocidos y humanos.
Con tal propósito expondremos ahora un detalle del historial patológico del que
no se hace mención alguna en los certificados médicos, aunque el paciente hubo de
presentarlo siempre en primer término. Me refiero a las relaciones de Schreber con su
primer médico, el profesor Flechsig, de Leipzig.
Sabemos ya que el caso de Schreber mostró al principio el sello peculiar de la
manía persecutoria, conservándolo hasta el primer viraje de la enfermedad, cuando el
sujeto se reconcilió ya con la idea de su transformación en mujer. A partir de este
momento, las persecuciones van haciéndose cada vez más soportables, y el hecho de que
la transformación en mujer responda a un fin obediente a las normas del orden universal
mitiga el ultraje que en sí encierra. Pero el autor de todas las persecuciones es Flechsig,
el cual continúa siendo luego su instigador durante todo el curso de la enfermedad.
Nos complacería averiguar algo más sobre el sentido de este asesinato del alma,
pero de nuevo hallamos vedado el acceso a las fuentes (pág. 28): «No me es posible
decir más sobre la naturaleza peculiar del asesinato del alma ni tampoco sobre la técnica
del mismo. Únicamente podría añadir (sigue un pasaje impublicable).» A consecuencia
de esta omisión no llegamos a averiguar a qué se alude realmente bajo el nombre de
«asesinato del alma». Más adelante citaremos la única indicación que ha logrado escapar
a la censura.
Sea como fuere, no tardó en iniciarse una evolución del delirio, que transformó las
relaciones del enfermo con Dios sin modificar para nada las que mantenía con Flechsig.
Si hasta entonces sólo en Flechsig había visto a su verdadero enemigo y había
considerado a la omnipotencia divina como su más fiel aliada, a partir de este punto no
pudo rechazar la idea de que el mismo Dios era cómplice, si no instigador, de la
conspiración urdida contra él (pág. 59). Pero Flechsig continuó siendo el tentador a cuya
influencia había sucumbido Dios (pág. 60). Había sabido escalar el cielo con toda su
alma, o por lo menos, con una parte de la misma, y erigirse allí, sin haber tenido que
pasar antes por la muerte y la purificación, en «jefe de los rayos» (pág. 56). El alma de
Flechsig conservó tal categoría, incluso cuando el enfermo se había trasladado ya de la
clínica de Leipzig al sanatorio de Pierson. La influencia del nuevo ambiente se
manifestó luego en el hecho de que el alma de v. W., enfermero jefe de aquel sanatorio,
fue a unirse a la del doctor Flechsig en los delirios del enfermo. El alma de Flechsig
pasó entonces por una «disociación», que alcanzó extraordinaria importancia, pues
durante cierto período Ilegó a dividirse en cuarenta o cincuenta almas parciales, dos de
las cuales, las almas importantes, eran designadas por el sujeto como el «Flechsig
superior» y el «Flechsig medio» (pág. 111). Idéntica conducta siguió el alma de v. W.
(el enfermero jefe). EI enfermo se divertía mucho a veces viendo cómo tales dos almas
disputaban entre sí, a pesar de su alianza, pues el orgullo aristocrático de la de v. W.
chocaba con la pedantería universitaria de la de Flechsig (pág. 113). En las primeras
semanas de su estancia en el sanatorio en Sonnenstein (verano de 1894), entró también
en acción el alma del nuevo médico, el doctor Weber, y poco después se inició aquella
evolución del delirio, en la que el sujeto Ilegó a reconciliarse con la idea de su
transformación en mujer.
Observemos ahora desde este punto de vista las relaciones anteriores del enfermo
con su médico y posterior perseguidor, el doctor Flechsig. Sabemos ya que entre 1884 y
1885 padeció Schreber una primera enfermedad nerviosa, «que transcurrió sin incidente
ninguno de carácter sobrenatural».
Mientras estaba en tal estado, descrito como `hipocondría', y no habiendo
superado su neurosis, Flechsig actuaba como su médico. Por esa época Schreber se
internó por seis meses en la clínica de Leipzig. Sabemos que después de su recuperación
tenía sentimientos cordiales hacia su médico. `El asunto principal era que luego de un
largo período de convalecencia, que lo dediqué a viajar, finalmente me mejoré, por lo
que no debería sentir hacia el profesor Flechsig sino un vivo agradecimiento. Di clara
señal de tal sentimiento tanto en una visita que le hice posteriormente como en lo que
estimé ser un adecuado honorario'. En verdad, las alabanzas de Schreber hacia su primer
tratamiento con Flechsig no estaban carentes de reservas, lo que llega a ser prontamente
comprendido si consideramos que en el intertanto había invertido tal actitud. El pasaje
que anotaremos testimonia el cálido sentimiento hacia el médico que lo trató en forma
tan exitosa: `La gratitud de mi esposa era tal vez, aún más cordial, en tanto veía en el
profesor Flechsig al hombre que le restituyó a su marido, de ahí que conservara por años
su retrato sobre su escritorio'.
Puesto que no podemos Ilegar a tener una comprensión interior sobre las causas
de su primera crisis (conocimiento a no dudar indispensable para dilucidar la segunda y
más grave crisis) tendremos que zambullirnos al azar en una concatenación desconocida
de circunstancias. Durante el período de incubación de su enfermedad, según sabemos
(esto es, entre junio de 1893, cuando fue designado para su nuevo cargo, y octubre
siguiente, cuando tomó posesión de sus labores), soñó reiteradamente que le había
vuelto su antigua enfermedad. Una vez más, estando a medio dormir tuvo el sentimiento
que después de todo sería grato ser una mujer copulando. Los sueños y la fantasía son
relatadas por Schreber en inmediata sucesión. Si nosotros también juntamos sus
contenidos podremos inferir que simultáneamente al recordar su enfermedad recordaba a
su médico, y que la actitud femenina que tomaba en la fantasía correspondía a la original
tenida hacia su médico. O que el sueño de retorno de su enfermedad correspondía a un
echar de menos: `Desearía poder ver a Flechsig de nuevo'. Nuestro desconocimiento del
contenido mental de la primera crisis nos impide proseguir en esa línea. Es posible que
ese episodio dejara tras sí una sentida dependencia hacia su médico, y que ahora, por
razones desconocidas se intensificaba hasta el punto de un deseo erótico. Tal fantasía
femenina, que aún se mantenía en forma impersonal, fue enfrentada por un indignado
repudio -una verdadera `protesta masculina'- en un sentido diferente al de Adler (según
Adler la protesta masculina tiene un rol patogénico en el síntoma, en tanto que en este
caso el paciente protesta contra un síntoma ya constituido cabalmente). Sin embargo, en
el brote psicótico que sobrevino poco después la fantasía femenina ocupó el primer
lugar. Requiere una leve corrección de la indefinición paranoica típica del lenguaje de
Schreber para permitirnos adivinar el hecho que el paciente estaba temeroso de un abuso
sexual a manos del propio médico. La causa estimulante de su enfermedad fue una
irrupción de libido homosexual, y el propio doctor Flechsig fue probablemente el objeto
de tal libido, y fue su lucha contra tales impulsos libidinales la causante del conflicto que
terminó por producir los síntomas.
Haremos alto en este punto ante una poderosa ola de reproches y objeciones que
nos amenaza. Todos aquellos que conocen la Psiquiatría actual esperarían ya verla
aparecer de un momento a otro.
¿No es acaso una ligereza, una indiscreción y una calumnia acusar de
homosexualidad a un hombre de tan relevantes cualidades morales como el magistrado
Schreber? No; el enfermo ha comunicado a sus contemporáneos la fantasía de su
transformación en una mujer, sobreponiéndose, por altos intereses científicos, a toda
consideración personal. Nos ha dado así pleno derecho a ocuparnos de tal fantasía, y su
traducción al lenguaje médico no ha añadido cosa alguna al contenido de la misma. Sí;
pero al obrar así estaba enfermo, y su delirio de ir transformándose en mujer era una
idea morbosa. No lo hemos olvidado. Precisamente lo único de que hemos de ocuparnos
es de la significación y el origen de tal idea morbosa. Nos remitiremos a su propia
diferenciación entre el hombre Flechsig y el «alma Flechsig». Nada le reprochamos: ni
que entrañara impulsos homosexuales ni que se esforzara en reprimirlos. Los psiquíatras
podían aprender mucho de este enfermo viendo cómo dentro de su delirio mismo se
esfuerza en no confundir el mundo de lo inconsciente con el de la realidad.
Será, pues, muy significativo que la experiencia nos invite a atribuir precisamente
a la fantasía optativa homosexual una relación íntima y quizá constante con la forma
patológica. Desconfiado de mi propia experiencia, he investigado durante los últimos
años, en cuanto a este punto y en unión de mis amigos los doctores C. G. Jung, de
Zurich, y S. Ferenczi, de Budapest, toda una serie de casos de la paranoia en hombres y
mujeres, de raza, profesión y posición social muy diferentes, cuyos historiales
patológicos estudiamos, descubriendo, con sorpresa, cuán claramente dejaban ver todos
ellos, en el punto central del conflicto patológico, la defensa contra el deseo
homosexual, y cómo tales sujetos habían fracasado todos en el sojuzgamiento de su
homosexualidad inconscientemente intensificada. No esperábamos de verdad tan preciso
descubrimiento. Justamente en la paranoia no es nada evidente la etiología sexual,
resaltando, en cambio, en su motivación, y sobre todo en cuanto al hombre, las
contrariedades y las postergaciones sociales. Pero no hace falta profundizar gran cosa
para reconocer que lo realmente eficaz en tales contrariedades de orden social es la
participación de los componentes homosexuales de la vida sentimental. Mientras la
actividad normal nos encubre la visión de las profundidades de la vida anímica,
podemos dudar de que las relaciones sentimentales de un individuo con sus semejantes,
en la vida social, integren, de hecho o genéticamente, relación alguna con el erotismo.
Pero el delirio descubre regularmente tales relaciones y retrotrae los sentimientos
sociales a sus raíces en deseos eróticos groseramente sexuales. Tampoco el doctor
Schreber, cuyo delirio culmina en una evidente fantasía optativa homosexual, mostró en
sus épocas de salud, según todos los informes, el menor indicio de homosexualidad en el
sentido vulgar.
En mis Tres ensayos para una teoría sexual he manifestado la opinión de que cada
uno de los estadios de la evolución de la psicosexualidad integra una posibilidad de
fijación y, con ella, de disposición a la neurosis. Aquellas personas que no han logrado
salir por completo del estadio del narcisismo, integrando, por tanto, una fijación al
mismo, que puede actuar en calidad de disposición a la enfermedad, corren peligro de
que una crecida de la libido, que no encuentre otra derivación distinta, imponga a sus
instintos sociales una sexualización y anule con ello las sublimaciones logradas en el
curso de la evolución. A un tal resultado puede Ilevar todo aquello que provoque un
retroceso de la libido, una regresión; esto es, tanto una intensificación colateral por
desilusiones experimentada cerca de la mujer, como un retroceso directo por fracaso de
las relaciones sociales con los hombres o una intensificación general de la libido,
demasiado poderosa para encontrar derivación por los caminos ya abiertos, y que rompe,
en consecuencia, los puntos débiles de los diques que trazan su curso. Habiendo
descubierto en nuestros análisis que los paranoicos intentan defenderse contra una tal
sexualización de sus tendencias sociales, se nos impone la hipótesis de que el punto
débil de su evolución ha de buscarse en el camino que se extiende entre el autoerotismo,
el narcisismo y la homosexualidad, lugar en el cual se hallaría localizada su disposición
a la enfermedad, que acaso podamos determinar más precisamente aún. Habremos
también de atribuir una análoga disposición a la demencia precoz de Kraepelin o
esquizofrenia (según Bleuler), y esperamos lograr puntos de apoyo suficientes para
fundamentar las diferencias existentes en la forma y el desenlace de ambas afecciones en
diferencias correlativas de la fijación que genera la disposición.
«Yo (un hombre) le amo (a un hombre)», e incluso agoten todas las formas
posibles de dicha contradicción.
La afirmación «Yo le amo (al hombre)» queda contradicha:
«Yo no le amo a él; la amo a ella, porque ella me ama.» Muchos casos de
erotomanía podían hacernos la impresión de fijaciones heterosexuales exageradas o
deformadas si no observásemos que todos estos enamoramientos no se inician con la
percepción interna de amar, sino con la de ser amado, procedente del exterior. Pero en
esta forma de la paranoia puede hacerse consciente también la frase intermedia «Yo la
amo», porque su oposición a la primera frase no es tan contradictoria ni tan inconciliable
como la existente entre el amor y el odio. Siempre es, en efecto, posible amarla a ella,
además de amarle a él. De este modo, puede suceder que la frase sustituida por
proyección: «Ella me ama», aparece de nuevo en la frase del `lenguaje básico': «Yo la
amo.»
(a) Delirio celoso de los alcohólicos: El papel que el alcohol desempeña en esta
afección es perfectamente comprensible. Sabemos que el alcohol suprime las
inhibiciones y anula las sublimaciones. El hombre es impulsado muchas veces hacia el
alcohol por la desilusión experimentada con las mujeres; pero ello no quiere decir
generalmente, sino que busca la sociedad de los hombres, reunidos. en la taberna o en el
bar, de la cual extrae la satisfacción sentimental que en su hogar y con su mujer echa de
menos. Si tales hombres son objeto entonces de una intensa carga libidinosa en su
inconsciente, el sujeto se defenderá contra la misma por medio de la tercera clase de
contradicción:
«No soy yo quien ama al hombre; es ella quien le ama.» Y acusará de infidelidad
a su mujer con todos los hombres a los que él se siente inclinado a amar.
La deformación provocada por la proyección falta aquí por innecesaria, pues al
cambiar el sujeto amante queda ya, en todos modos, expulsado del yo el proceso. EI
hecho de que la mujer ame a otros hombres continúa siendo una circunstancia de la
percepción exterior. En cambio, el que uno mismo no ame, sino que odie, o no ame a
esta persona, sino a aquélla, son hechos de la percepción interior.
Pudiera creerse que una frase compuesta únicamente de tres elementos, como la
de «Yo te amo», sólo habría de permitir tres formas de contradicción. Los celos
delirantes contradicen al sujeto; el delirio persecutorio, al verbo; y la erotomanía, al
complemento. Pero también es posible una cuarta modalidad de la contradicción
consistente en la repulsa general de toda la frase:
«No amo en absoluto, no amo a nadie.» Y dado que el sujeto ha de hacer algún
uso de la libido, tal aserto parece psicológicamente equivalente a este otro: «Sólo me
amo a mí mismo.» Esta modalidad de la contradicción produciría, por tanto, el delirio de
grandezas, en el que vemos una supervaloración sexual del propio «yo», y que podemos
situar al lado de la conocida supervaloración del objeto erótico.
No es raro hallar en otros historiales clínicos un análogo fin del mundo ocurrido
durante el estadio tormentoso de Ia paranoia. Aplicando nuestra hipótesis sobre la carga
de libido y dejándonos guiar por la estimación de los demás hombres como hombres
hechos a la ligera, no nos es difícil encontrar la explicación de estas catástrofes. El
enfermo ha retraído de las personas que le rodean y del mundo exterior en general la
carga de libido que hasta entonces había orientado hacia ellos, y así todo ha llegado a
serle indiferente y ajeno, teniendo que ser explicado, por una racionalización secundaria,
como «encantado y hecho a toda prisa». El fin del mundo es la proyección de esta
catástrofe interior; su mundo subjetivo se ha hundido desde que él le ha retirado su
amor.
Después de la maldición con la que Fausto se desliga del mundo, canta el coro de
espíritus: «¡Ay! Con ímpetu poderoso has destruido el mundo bello. iUn semidiós lo ha
derribado!… iTú, el más grande de los hijos de la Tierra, constrúyelo de nuevo;
constrúyelo de nuevo, más esplendoroso, en tu corazón!»
Y el paranoico vuelve, en efecto, a construirlo, no precisamente con mayor
magnificencia, pero al menos en forma que pueda volver a vivir en él. Lo reconstruye
con la labor de su delirio. El delirio, en el cual vemos el producto de la enfermedad, es
en realidad la tentativa de curación, la reconstrucción. Ésta es conseguida mejor o peor
después de la catástrofe, pero nunca completamente. El mundo ha sufrido «una profunda
modificación interior», según las palabras del propio Schreber. Pero el hombre ha
recobrado una relación con las personas y las cosas del mundo, relación a veces muy
intensa, aunque de esperanzada y cariñosa se haya convertido acaso en hostil. Diremos,
pues, que el proceso de represión propiamente dicho consiste acaso en que el sujeto
retrae su libido de las personas y las cosas antes amadas. Tal proceso se desarrolla en
silencio; no recibimos noticia alguna de él y nos vemos forzados a deducirlo de otros
consecutivos. El que sí se hace advertir ruidosamente es el proceso de curación, que
anula la represión y conduce de nuevo la libido a las personas de las que antes fue
retirada. Este proceso curativo sigue en la paranoia el camino de la proyección. No era,
por tanto, exacto decir que la sensación interiormente reprimida es proyectada al
exterior, pues ahora vemos más bien que lo interiormente reprimido retorna desde el
exterior. La investigación fundamental del proceso de la proyección, antes aplazada, nos
proporcionará ahora una definitiva certeza.
No nos contrariará comprobar que el conocimiento así logrado nos impone toda
una serie de otras discusiones.
1ª. Una inmediata reflexión nos dice que la retracción de la libido no puede ser
exclusiva de la paranoia ni tener siempre, dondequiera que se desarrolle, consecuencias
tan funestas. Es muy posible que la retracción de la libido sea el mecanismo esencial y
regular de toda represión; pero nada sabremos sobre este punto en tanto no hayamos
sometido a una investigación análoga las demás afecciones en que la represión
interviene. Lo indudable es que en la vida anímica normal (y no sólo en la melancolía)
llevamos continuamente a cabo tales procesos, en los que la libido es retirada de
personas o cosas, sin que por ello enfermemos. Cuando Fausto se desliga del mundo,
maldiciéndolo, no resulta de ello una paranoia u otra neurosis, sino un estado psíquico
especial. En consecuencia, la retracción de la libido no puede constituir por sí sola el
elemento patógeno en la paranoia, debiendo existir un carácter especial que diferencie la
retracción paranoica de la libido, de otras modalidades del mismo proceso. No es difícil
suponer cuál pueda ser tal carácter. ¿Cuál es el empleo que recibe luego la libido
retraída? Normalmente, buscamos en el acto una sustitución de la adherencia suprimida,
y hasta lograr tal sustitución conservamos la libido retraída, flotando en la psique, en la
que produce tensiones e influye sobre el estado de ánimo. En la histeria, el montante de
libido retraída se transforma en inervaciones somáticas o en angustia. Pero en la
paranoia tenemos un indicio clínico de que la libido retraída del objeto recibe un empleo
especial. Recordamos que la mayor parte de los casos de paranoia integran cierto
montante de delirio de grandezas, y que el delirio de grandezas puede constituir por sí
solo una paranoia. Deduciremos, pues, que en la paranoia la libido libertada es
acumulada al yo, siendo utilizada para engrandecerlo. Con ello queda alcanzado
nuevamente el estadio del narcisismo que nos es ya conocido por el estudio de la
evolución de la libido, y en el cual era el propio yo el único objeto sexual, basándonos
en este dato clínico, supusimos que los paranoicos integraban una fijación al narcisismo,
y concluimos que el retroceso desde la homosexualidad sublimada hasta el narcisismo
revela el alcance de la regresión característica de la paranoia.
2ª. En el historial clínico de Schreber (como en otros muchos) puede apoyarse una
nueva objeción. Se dirá, en efecto, que el delirio persecutorio (contra Flechsig) surge
evidentemente antes que la fantasía del fin del mundo, de manera que el supuesto
retorno de lo reprimido precedería a la represión misma, lo cual resulta un contrasentido.
Esta objeción nos obliga a descender de la consideración general al examen detallado de
las circunstancias reales, mucho más complicadas ciertamente. Ha de reconocerse que
una tal retracción de la libido puede ser tanto parcial, limitándose a un único complejo,
como general. La solución parcial sería la más frecuente y serviría de introducción a la
general, ya que al principio puede ser motivada, únicamente, por influencias de la vida.
El proceso puede luego limitarse a esta solución parcial o llegar a la general, la cual se
anuncia entonces claramente con el delirio de grandezas. En el caso de Schreber, la
retracción de la libido de la persona de Flechsig pudo ser el proceso primario, seguido a
poco por el delirio que devuelve a Flechsig la libido (aunque con signo negativo como
sello de la represión habida) y anula así la obra de la represión. Pero ésta se lanza de
nuevo al combate, utilizando ahora medios más enérgicos. En cuanto al objeto en torno
al cual se desarrolla la lucha, llega a ser el más importante del mundo exterior y quiere
atraer así, por un lado, toda la libido, mientras moviliza por otro contra él todas las
resistencias, podemos comparar dicha pugna con una batalla campal, en cuyo curso la
victoria de la represión se manifiesta en la convicción de que el mundo ha quedado
destruido, subsistiendo tan sólo el propio yo. Considerando las artificiosas
construcciones que el delirio de Schreber edifica en el terreno religioso (la jerarquía de
Dios, las almas purificadas, las antesalas del cielo, el Dios inferior y el superior),
podemos estimar qué riqueza de sublimación quedó destruida por la catástrofe de la
retracción general de la libido.
3ª. Una tercera reflexión sugerida por las consideraciones aquí desarrolladas
plantea la cuestión de si hemos de considerar la retracción general de la libido del
mundo exterior como suficientemente eficaz para explicar por sí sola el «fin del
mundo», y si en este caso no bastarían las cargas del yo subsistentes para mantener la
relación con el mundo exterior. Tendríamos entonces que hacer coincidir aquello que
denominamos carga de libido (interés procedente de fuentes eróticas) con el interés en
general, o admitir la posibilidad de que una amplia perturbación en la localización de la
libido pueda provocar también una perturbación correlativa en las cargas del yo. Ahora
bien, éstos son problemas para cuya solución carecemos aún de datos bastantes. Otra
cosa sería si pudiésemos partir de una teoría de los instintos suficientemente afirmada.
Pero, en realidad, no disponemos de nada semejante. Consideramos el instinto como el
concepto límite de lo somático frente a lo anímico; vemos en él el representante psíquico
de poderes orgánicos y admitimos la distinción corriente entre instintos del yo e instinto
sexual, que nos parece coincidir con la dualidad biológica del individuo, el cual tiende a
su propia conservación tanto como a la de la especie.
APÉNDICE
1911 [1912]
A este privilegio delirante de poder mirar al Sol sin ser deslumbrado se enlaza el
interés mitológico. En su obra Cultos, mitos y religiones escribe S. Reinach que los
antiguos naturalistas atribuían únicamente una tal facultad a las águilas, las cuales, como
habitantes de las más altas capas atmosféricas, se hallaban íntimamente relacionadas con
el cielo, el Sol y el rayo. Y las mismas fuentes nos informan también de que el águila
somete a sus crías a una prueba antes de reconocerlas como legítimas. Si no consiguen
mirar al Sol sin parpadear, son expulsadas del nido.
El águila que obliga a sus hijos a mirar al Sol y exige que no se muestren
deslumbrados por su luz se conduce, pues, como un descendiente del Sol, que somete a
sus hijos a una prueba de su legitimidad. Y cuando Schreber se jacta de que puede mirar
al Sol sin ser castigado ni deslumbrado, vuelve a descubrir con ello la expresión
mitológica de su relación filial con el Sol y nos confirma de nuevo en nuestra opinión de
que su Sol es un símbolo del padre. Recordando que Schreber expresa libremente en su
enfermedad el orgullo de su raza: «Los Schreber pertenecen a la más alta nobleza
celestial», y que hemos hallado en su carencia de hijos un motivo humano de su fantasía
optativa femenina, veremos ya claramente la relación de su privilegio delirante con los
fundamentos de su enfermedad.
(1906)
(1908)
Puedo afirmar que la obra del doctor Stekel se funda en copiosa experiencia y que
está destinada a oficiar de estímulo para que otros médicos confirmen con su propia
labor nuestras concepciones sobre la etiología de dichos estados. En muchas de sus
páginas, este libro abre inesperadas perspectivas hacia las realidades de la existencia que
suelen ocultarse tras los síntomas neuróticos. Seguramente convencerá a los colegas de
que su posición ante las orientaciones y explicaciones aquí enunciadas necesariamente
deberá repercutir sobre su entendimiento de estos fenómenos y sobre su acción
terapéutica frente a los mismos.
(1909)
PSICOANÁLISIS (*)
1909 [1910]
PRlMERA CONFERENCIA
CONSTITUYE algo nuevo para mí, y que no deja de producirme cierta turbación,
el presentarme ante un auditorio del continente americano, integrado por personas
amantes del saber, en calidad de conferenciante. Dando por hecho que sólo a la conexión
de mi nombre con el tema del psicoanálisis debo el honor de hallarme en esta cátedra,
mis conferencias versarán sobre tal materia, y en ellas procuraré facilitaros, lo más
sintéticamente posible, una visión total de la historia y desarrollo de dicho nuevo método
investigativo y terapéutico.
Así, pues, con el diagnóstico de la histeria varía muy poco la situación del
enfermo; mas, en cambio, se transforma esencialmente la del médico. Es fácil observar
que éste se sitúa ante el histérico en una actitud por completo diferente de la que adopta
ante el atacado de una dolencia orgánica, pues se niega a conceder al primero igual
interés que al segundo, fundándose en que su enfermedad es mucho menos grave,
aunque parezca aspirar a que se le atribuya una igual importancia. El médico, al que sus
estudios han dado a conocer tantas cosas que permanecen ocultas a los ojos de los
profanos, ha podido formarse, de las causas de las enfermedades y de las alteraciones
que éstas ocasionan (por ejemplo, las producidas en el cerebro de un enfermo por la
apoplejía o por un tumor), ideas que hasta cierto grado tienen que ser exactas, puesto
que le permiten llegar a la comprensión de los detalles del cuadro patológico. Mas, ante
las singularidades de los fenómenos histéricos, toda su ciencia y toda su cultura
anatómico-fisiológica y patológica le dejan en la estacada. No llega a comprender la
histeria y se halla ante ella en la misma situación que un profano, cosas todas que no
pueden agradar a nadie que tenga en algún aprecio su saber. Los histéricos pierden, por
tanto, la simpatía del médico, que Ilega a considerarlos como personas que han
transgredido las leyes de su ciencia y adopta ante ellos la posición del creyente ante el
hereje. Así, los supone capaces de todo lo malo, los acusa de exageración, engaño
voluntario y simulación, y los castiga retirándoles su interés.
No mereció, por cierto, el doctor Breuer este reproche en el caso que nos ocupa.
Aun cuando no halló al principio alivio alguno para su paciente, le dedicó, no obstante,
todo su interés y toda su simpatía. A ello contribuyeron en gran manera las excelentes
cualidades espirituales y de carácter de la paciente misma, de las que Breuer testimonia
en su historial. Mas la cuidadosa observación del médico halló pronto el camino por el
que se hizo posible prestar a la enferma una primera ayuda.
Pronto pudo verse -y como casualmente- que por medio de este «barrido» del
alma podía conseguirse algo más que una desaparición temporal de las perturbaciones
psíquicas, pues se logró hacer cesar determinados síntomas siempre que en la hipnosis
recordaba la paciente, entre manifestaciones afectivas, con qué motivo y en qué
situación habían aparecido los mismos por vez primera. «Había habido durante el verano
una época de un intensísimo calor y la enferma había padecido ardiente sed, pues sin que
pudiera dar razón alguna para ello, se había visto de repente imposibilitada de beber.
Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, y en cuanto lo tocaba con los labios lo
apartaba de sí, como atacada de hidrofobia, viéndose además claramente que durante los
segundos en que llevaba a cabo este manejo se hallaba en estado de ausencia. Para
mitigar la sed que la atormentaba no vivía más que de frutas acuosas: melones, etc.
Cuando ya llevaba unas seis semanas en tal estado, comenzó a hablar un día, en la
hipnosis, de su institutriz inglesa, a la que no tenía gran afecto, y contó con extremadas
muestras de asco que un día había entrado ella en su cuarto y había visto que el perrito
de la inglesa, un repugnante animalucho, estaba bebiendo agua en un vaso; mas no
queriendo que la tacharan de descortés e impertinente, no había hecho observación
ninguna. Después de exteriorizar enérgicamente en este relato aquel enfado, que en el
momento en que fue motivado tuvo que reprimir, demandó agua, bebió sin dificultad
una gran cantidad y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Desde este
momento desapareció por completo la perturbación que le impedía beber».
Permitidme que me detenga unos momentos ante esta experiencia. Nadie había
hecho cesar aún por tal medio un síntoma histérico, ni penetrado tan profundamente en
la inteligencia de su motivación. Tenía, pues, que ser éste un descubrimiento de
importantísimas consecuencias si se confirmaba la esperanza de que otros síntomas,
quizá la mayoría, hubiesen surgido del mismo modo en la paciente y pudieran hacerse
desaparecer por igual camino. No rehuyó Breuer la labor necesaria para convencerse de
ello e investigó, conforme a un ordenado plan, la patogénesis de los otros síntomas más
graves, confirmándose por completo sus esperanzas. En efecto, casi todos ellos se
habían originado así como residuos o precipitados de sucesos saturados de afecto o,
según los denominamos posteriormente, «traumas psíquicos», y el carácter particular de
cada uno se hallaba en relación directa con el de la escena traumática a la que debía su
origen. Empleando la terminología técnica, diremos que los síntomas se hallaban
determinados por aquellas escenas cuyos restos en la memoria representaban, no
debiendo, por tanto, ser considerados como rendimientos arbitrarios o misteriosos de la
neurosis. Algo se presentó, sin embargo, con lo que Breuer no contaba. No siempre era
su único suceso el que dejaba tras de sí el síntoma; en la mayoría de los casos se trataba
de numerosos y análogos traumas repetidos, que se unían para producir tal efecto. Toda
esta cadena de recuerdos patógenos tenía entonces que ser reproducida en orden
cronológico y precisamente inverso; esto es, comenzando por los últimos y siendo
imprescindible para llegar al primer trauma, con frecuencia el de más poderoso efecto,
recorrer en el orden indicado todos los demás.
Sirva este ejemplo como muestra de los muchos contenidos en nuestros Estudios
sobre la histeria.
Si me permitís una generalización, por otra parte inevitable en una exposición tan
sintética como ésta, podremos resumir los conocimientos adquiridos hasta ahora en la
siguiente fórmula: Los enfermos histéricos sufren de reminiscencias. Sus síntomas son
residuos y símbolos conmemorativos de determinados sucesos (traumáticos). Quizá una
comparación con otros símbolos conmemorativos de un orden diferente nos permita
llegar a una más profunda inteligencia de este simbolismo. También las estatuas y
monumentos con los que ornamos nuestras grandes ciudades son símbolos de esta clase.
Si dais un paseo por Londres, hallaréis, ante una de sus mayores estaciones ferroviarias,
una columna gótica ricamente ornamentada, a la que se da el nombre de Charing Cross.
En el siglo XIII, uno de los reyes de la dinastía de Plantagenet mandó erigir cruces
góticas en los lugares en que había reposado el ataúd en que eran conducidos a
Westminster los restos de su amada esposa, la reina Eleonor. Charing Cross fue el
último de estos monumentos que debían perpetuar la memoria del fúnebre cortejo. En
otro lugar de la ciudad, no lejos del puente de Londres, existe otra columna más
moderna, llamada simplemente «The Monument» por los londinenses y que fue erigida
en memoria del gran incendio que estalló el año de 1666 en aquel punto y destruyó una
gran parte de la ciudad. Estos monumentos son símbolos conmemorativos, al igual que
los síntomas histéricos; hasta aquí parece justificada la comparación. Mas ¿qué diríais de
un londinense que en la actualidad se detuviera Ileno de tristeza ante el monumento
erigido en memoria del entierro de la reina Eleonor, en lugar de proseguir su camino
hacia sus ocupaciones, con la premura exigida por las presentes condiciones del trabajo,
o de seguir pensando con alegría en la joven reina de su corazón? ¿Y qué pensaríais del
que se parara a Ilorar ante «el Monumento» la destrucción de su amada ciudad,
reconstruida después con cien veces más esplendor? Pues igual a la de estos poco
prácticos londinenses es la conducta de todos los histéricos y neuróticos: no sólo
recuerdan dolorosos sucesos ha largo tiempo acaecidos, sino que siguen experimentando
una intensa reacción emotiva ante ellos; les es imposible libertarse del pasado y
descuidan por él la realidad y el presente. Tal fijación de la vida psíquica a los traumas
patógenos es uno de los caracteres principales y más importantes, prácticamente, de la
neurosis.
Creo muy justa la objeción que, sin duda, está surgiendo en vuestro espíritu al
comparar mis últimas palabras con la historia clínica de la paciente de Breuer. En ésta
todos los traumas provenían de la época en que tuvo que prestar sus cuidados a su padre
enfermo, y sus síntomas no pueden ser considerados sino como signos conmemorativos
de la enfermedad y muerte del mismo. Corresponden, por tanto, a un gran dolor
experimentado por la paciente, y la fijación al recuerdo del fallecido padre, tan poco
tiempo después de su muerte, no puede considerarse como algo patológico, sino que
constituye un sentimiento normal en absoluto. Así, pues, concedo que tendréis razón en
pensar que la fijación a los traumas no es, en la paciente de Breuer, nada extraordinario.
Mas en otros casos, como el del tic por mí tratado, cuyos motivos de origen tuvieron
lugar quince y diez años atrás, se muestra con toda claridad este carácter de adherencia
anormal al pasado, y en el caso de Breuer se hubiera también desarrollado
probablemente tal carácter si la paciente no se hubiera sometido, tan poco tiempo
después de haber experimentado los traumas y surgido los síntomas, al tratamiento
catártico.
No hemos expuesto hasta ahora más que la relación de los síntomas histéricos con
los sucesos de la vida del enfermo. Mas también de las observaciones de Breuer
podemos deducir cuál ha de ser la idea que debemos formarnos del proceso de la
patogénesis y del de la curación. Respecto al primero, hay que hacer resaltar el hecho de
que la enferma de Breuer tuvo que reprimir, en casi todas las situaciones patógenas, una
fuerte excitación, en lugar de procurarle su normal exutorio por medio de Ia
correspondiente exteriorización afectiva en actos y palabras. En el trivial suceso del
perro de su institutriz reprimió, por consideración a ésta, las manifestaciones de su
intensa repugnancia, y mientras se hallaba velando a su padre enfermo, cuidó
constantemente de no dejarle darse cuenta de su angustia y sus dolorosos temores. Al
reproducir después ante el médico estas escenas se exteriorizó con singular violencia,
como si hasta aquel momento hubiese estado reservando y aumentando su intensidad el
efecto en ellas inhibido. Se observó, además, que el síntoma que había quedado como
resto de los traumas psíquicos llegaba a su máxima intensidad durante el período del
tratamiento dedicado a descubrir su origen, logrado lo cual desaparecía para siempre y
por completo. Por último, se comprobó que el recuerdo de la escena traumática,
provocado en el tratamiento, resultaba ineficaz cuando por cualquier razón tenía lugar
sin exteriorizaciones afectivas. El destino de estos afectos, que pueden considerarse
como magnitudes desplazables, era, por tanto, lo que regía así la patogénesis como la
curación. Todas estas observaciones nos obligaban a suponer que la enfermedad se
originaba por el hecho de encontrar impedida su normal exteriorización los afectos
desarrollados en las situaciones patógenas, y que la esencia de dicho origen consistía en
que tales afectos «aprisionados» eran objeto de una utilización anormal, perdurando en
parte como duradera carga de la vida psíquica y fuentes de continua excitación de la
misma, y en parte sufrieron una transformación en inervaciones e inhibiciones somáticas
anormales, que vienen a constituir los síntomas físicos del caso. Este último proceso ha
sido denominado por nosotros conversión histérica. Cierta parte de nuestra excitación
anímica deriva ya normalmente por los caminos de la inervación física, dando lugar a lo
que conocemos con el nombre de «expresión de las emociones». La conversión histérica
exagera esta parte de la derivación de un proceso anímico saturado de afecto y
corresponde a una nueva expresión de las emociones, mucho más intensa y dirigida por
nuevos caminos. Cuando una corriente afluye a dos canales tendrá siempre lugar una
elevación de nivel en uno de ellos, en cuanto en el otro tropiecen las aguas con algún
obstáculo.
Temo que esta parte de mi exposición no os haya parecido muy transparente. Pero
habréis de tener en cuenta que se trata de difíciles concepciones que quizá no se puedan
hacer mucho más claras, lo cual constituye una prueba de que nuestro conocimiento no
ha avanzado aún mucho. La teoría de Breuer de los estados hipnoides ha resultado
superflua y embarazosa, habiendo sido abandonada por el psicoanálisis actual. Más
adelante veréis, aunque en estas conferencias no pueda insistir sobre ello y tenga que
ceñirme a simples indicaciones, qué influencias y procesos había por descubrir tras de
los límites, trazados por Breuer, de los estados hipnoides. Después de lo hasta ahora
expuesto estará muy justificada en vosotros la impresión de que las investigaciones de
Breuer no han podido daros más que una teoría muy poco completa y una insatisfactoria
explicación de los fenómenos observados; pero las teorías completas no caen llovidas
del cielo y hay que desconfiar más justificadamente aun cuando alguien nos presenta,
desde los comienzos de sus investigaciones, una teoría sin fallo ninguno y bien
redondeada. Una teoría así no podrá ser nunca más que hija de la especulación y no fruto
de una investigación de la realidad, exenta totalmente de prejuicios.
SEGUNDA CONFERENCIA
El gran investigador francés, del que fui discípulo en los años de 1885 y 86, no se
hallaba inclinado a las teorías psicológicas. Su discípulo P. Janet fue el primero que
intentó penetrar más profundamente en los singulares procesos psíquicos de la histeria, y
nosotros seguimos su ejemplo, tomando como punto central de nuestra teoría el
desdoblamiento psíquico y la pérdida de la personalidad. Según la teoría de P. Janet -
muy influida por las doctrinas dominantes en Francia sobre la herencia y la
degeneración-, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema
nervioso, alteración que se manifiesta en una innata debilidad de la síntesis psíquica. Los
enfermos histéricos serían incapaces, desde un principio, de mantener formando una
unidad la diversidad de los procesos anímicos, siendo ésta la causa de su tendencia a la
disociación psíquica. Si me permitís una comparación trivial, pero muy precisa, diré que
el histérico de Janet recuerda a una mujer débil, que ha salido de compras y vuelve a su
casa cargada de infinidad de paquetes que apenas puede sujetar con sus brazos. En esto
se le escapa uno de los paquetes y cae al suelo. Al inclinarse para recogerlo deja caer
otro, y así sucesivamente. Mas no está muy de acuerdo con esta supuesta debilidad
anímica de los histéricos el hecho de que al lado de los fenómenos de debilitación de las
funciones se observen en ellos, a modo de compensación, elevaciones parciales de la
capacidad funcional. Durante el tiempo en que la paciente de Breuer había olvidado su
lengua materna y todas las demás que poseía, excepto el inglés, alcanzó su dominio
sobre este idioma un grado tal, que le era posible, teniendo delante un libro alemán, ir
traduciéndolo al inglés con igual rapidez, corrección y facilidad que si se tratase de una
lectura directa.
Este mismo procedimiento utilicé yo con mis pacientes. Cuando llegaba con
alguno de ellos a un punto en que me manifestaba no saber ya más, le aseguraba hasta
afirmarle que el recuerdo deseado sería el que acudiera a su memoria en el momento en
que yo colocase mi mano sobre su frente. De este modo conseguí, sin recurrir al
hipnotismo, que los enfermos me revelasen todo lo necesario para la reconstitución del
enlace entre las olvidadas escenas patógenas y los síntomas que quedaban como residuo
de las mismas. Mas era éste un penosísimo procedimiento, que llegaba a ser agotador y
no podía adoptarse como técnica definitiva.
Mas aún podía plantearse el problema de cuáles eran estas fuerzas y cuáles las
condiciones de la represión en la cual reconocemos ya el mecanismo patógeno de la
histeria. Una investigación comparativa de las situaciones patógenas llegadas a conocer
en el tratamiento catártico permitía resolver el problema. En todos estos casos se trataba
del nacimiento de una optación contraria a los demás deseos del individuo y que, por
tanto, resultaba intolerable para las aspiraciones éticas y estéticas de su personalidad.
Originábase así un conflicto, una lucha interior, cuyo final era que la representación que
aparecía en la consciencia llevando en sí el deseo, inconciliable, sucumbía a la represión,
siendo expulsada de la consciencia y olvidada junto con los recuerdos a ella
correspondientes. La incompatibilidad de dicha idea con el yo del enfermo era, pues, el
motivo de la represión, y las aspiraciones éticas o de otro género del individuo, las
fuerzas represoras. La aceptación del deseo intolerable o la perduración del conflicto
hubieran hecho surgir un intenso displacer que la represión ahorraba, revelándose así
como uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.
No expondré aquí más que uno solo de los muchos casos por mí observados, mas
en él pueden verse claramente las condiciones y ventajas de la represión, aunque, para
no traspasar los límites que me he impuesto en estas conferencias, tenga también que
reducir considerablemente la historia clínica y dejar a un lado importantes hipótesis. Una
muchacha que poco tiempo antes había perdido a su padre, al que amaba tiernamente y
al que había asistido con todo cariño durante su enfermedad -situación análoga a la de la
paciente de Breuer-, sintió germinar en ella, al casarse su hermana mayor, una especial
simpatía hacia su cuñado, sentimiento que pudo fácilmente ocultar y disfrazar detrás del
natural cariño familiar. La hermana enfermó y murió poco después, en ocasión en que su
madre y nuestra enferma se hallaban ausentes. Llamadas con toda urgencia, acudieron
sin tener aún noticia exacta de la desgracia, cuya magnitud se les ocultó al principio.
Cuando la muchacha se aproximó al lecho en que yacía muerta su hermana, surgió en
ella, durante un instante, una idea que podría quizá expresarse con las siguientes
palabras: Ahora ya está él libre y puede casarse conmigo. Debemos aceptar, sin duda
alguna, que esta idea que reveló a la consciencia de la muchacha su intenso amor hacia
su cuñado, amor que hasta entonces no había sido en ella claramente consciente, fue
entregada en el acto a la represión por la repulsa indignada de sus otros sentimientos. La
muchacha enfermó, presentando graves síntomas histéricos, y al someterla a tratamiento
pudo verse que había olvidado en absoluto la escena que tuvo lugar ante el lecho
mortuorio de su hermana y la perversa idea egoísta que en su imaginación surgió en
aquellos instantes. Luego, en el curso del tratamiento, volvió a recordarla, reprodujo el
momento patógeno, dando muestras de una inmensa emoción, y quedó curada por
completo.
El gran investigador francés, del que fui discípulo en los años de 1885 y 86, no se
hallaba inclinado a las teorías psicológicas. Su discípulo P. Janet fue el primero que
intentó penetrar más profundamente en los singulares procesos psíquicos de la histeria, y
nosotros seguimos su ejemplo, tomando como punto central de nuestra teoría el
desdoblamiento psíquico y la pérdida de la personalidad. Según la teoría de P. Janet -
muy influida por las doctrinas dominantes en Francia sobre la herencia y la
degeneración-, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema
nervioso, alteración que se manifiesta en una innata debilidad de la síntesis psíquica. Los
enfermos histéricos serían incapaces, desde un principio, de mantener formando una
unidad la diversidad de los procesos anímicos, siendo ésta la causa de su tendencia a la
disociación psíquica. Si me permitís una comparación trivial, pero muy precisa, diré que
el histérico de Janet recuerda a una mujer débil, que ha salido de compras y vuelve a su
casa cargada de infinidad de paquetes que apenas puede sujetar con sus brazos. En esto
se le escapa uno de los paquetes y cae al suelo. Al inclinarse para recogerlo deja caer
otro, y así sucesivamente. Mas no está muy de acuerdo con esta supuesta debilidad
anímica de los histéricos el hecho de que al lado de los fenómenos de debilitación de las
funciones se observen en ellos, a modo de compensación, elevaciones parciales de la
capacidad funcional. Durante el tiempo en que la paciente de Breuer había olvidado su
lengua materna y todas las demás que poseía, excepto el inglés, alcanzó su dominio
sobre este idioma un grado tal, que le era posible, teniendo delante un libro alemán, ir
traduciéndolo al inglés con igual rapidez, corrección y facilidad que si se tratase de una
lectura directa.
Este mismo procedimiento utilicé yo con mis pacientes. Cuando llegaba con
alguno de ellos a un punto en que me manifestaba no saber ya más, le aseguraba hasta
afirmarle que el recuerdo deseado sería el que acudiera a su memoria en el momento en
que yo colocase mi mano sobre su frente. De este modo conseguí, sin recurrir al
hipnotismo, que los enfermos me revelasen todo lo necesario para la reconstitución del
enlace entre las olvidadas escenas patógenas y los síntomas que quedaban como residuo
de las mismas. Mas era éste un penosísimo procedimiento, que llegaba a ser agotador y
no podía adoptarse como técnica definitiva.
Mas aún podía plantearse el problema de cuáles eran estas fuerzas y cuáles las
condiciones de la represión en la cual reconocemos ya el mecanismo patógeno de la
histeria. Una investigación comparativa de las situaciones patógenas llegadas a conocer
en el tratamiento catártico permitía resolver el problema. En todos estos casos se trataba
del nacimiento de una optación contraria a los demás deseos del individuo y que, por
tanto, resultaba intolerable para las aspiraciones éticas y estéticas de su personalidad.
Originábase así un conflicto, una lucha interior, cuyo final era que la representación que
aparecía en la consciencia llevando en sí el deseo, inconciliable, sucumbía a la represión,
siendo expulsada de la consciencia y olvidada junto con los recuerdos a ella
correspondientes. La incompatibilidad de dicha idea con el yo del enfermo era, pues, el
motivo de la represión, y las aspiraciones éticas o de otro género del individuo, las
fuerzas represoras. La aceptación del deseo intolerable o la perduración del conflicto
hubieran hecho surgir un intenso displacer que la represión ahorraba, revelándose así
como uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.
No expondré aquí más que uno solo de los muchos casos por mí observados, mas
en él pueden verse claramente las condiciones y ventajas de la represión, aunque, para
no traspasar los límites que me he impuesto en estas conferencias, tenga también que
reducir considerablemente la historia clínica y dejar a un lado importantes hipótesis. Una
muchacha que poco tiempo antes había perdido a su padre, al que amaba tiernamente y
al que había asistido con todo cariño durante su enfermedad -situación análoga a la de la
paciente de Breuer-, sintió germinar en ella, al casarse su hermana mayor, una especial
simpatía hacia su cuñado, sentimiento que pudo fácilmente ocultar y disfrazar detrás del
natural cariño familiar. La hermana enfermó y murió poco después, en ocasión en que su
madre y nuestra enferma se hallaban ausentes. Llamadas con toda urgencia, acudieron
sin tener aún noticia exacta de la desgracia, cuya magnitud se les ocultó al principio.
Cuando la muchacha se aproximó al lecho en que yacía muerta su hermana, surgió en
ella, durante un instante, una idea que podría quizá expresarse con las siguientes
palabras: Ahora ya está él libre y puede casarse conmigo. Debemos aceptar, sin duda
alguna, que esta idea que reveló a la consciencia de la muchacha su intenso amor hacia
su cuñado, amor que hasta entonces no había sido en ella claramente consciente, fue
entregada en el acto a la represión por la repulsa indignada de sus otros sentimientos. La
muchacha enfermó, presentando graves síntomas histéricos, y al someterla a tratamiento
pudo verse que había olvidado en absoluto la escena que tuvo lugar ante el lecho
mortuorio de su hermana y la perversa idea egoísta que en su imaginación surgió en
aquellos instantes. Luego, en el curso del tratamiento, volvió a recordarla, reprodujo el
momento patógeno, dando muestras de una inmensa emoción, y quedó curada por
completo.
DESEARÉIS saber ahora qué es lo que con ayuda de los medios técnicos
descritos hemos averiguado sobre los complejos patógenos y los deseos reprimidos de
los neuróticos.
Ante todo una cosa: la investigación psicoanalítica refiere, con sorprendente
regularidad, los síntomas patológicos del enfermo a impresiones de su vida erótica; nos
muestra que los deseos patógenos son de la naturaleza de los componentes instintivos
eróticos y nos obliga a aceptar que las perturbaciones del erotismo deben ser
consideradas como las influencias más importantes de todas aquellas que conducen a la
enfermedad. Y esto en amos sexos.
Entre vosotros, los que habéis acudido a estas conferencias, se hallan algunos de
mis más íntimos amigos y discípulos, que me han acompañado en mi viaje hasta aquí.
Interrogadlos, y oiréis de sus labios que también ellos acogieron al principio con
absoluta incredulidad la afirmación de la decisiva importancia de la etiología sexual
hasta que luego su propia labor analítica los obligó a aceptarla y hacerla suya.
La conducta de los enfermos no facilita ciertamente la aceptación de mi discutida
teoría. En lugar de ayudarnos, proporcionándonos de buena voluntad datos sobre su vida
sexual, intentan ocultar ésta por todos los medios. Los hombres no son generalmente
sinceros en las cuestiones sexuales. No muestran a la luz su sexualidad, sino que la
cubren con espesos mantos tejidos de mentiras, como si en el mundo de la sexualidad
reinara un cruel temporal. Y no dejan de tener razón: en nuestro mundo civilizado, el sol
y el viento no son nada favorables a la actividad sexual; ninguno de nosotros puede
realmente mostrar a los demás su erotismo, libre de todo disfraz. Mas cuando los
pacientes se dan cuenta de que pueden librarse de toda coerción durante el tratamiento,
arrojan aquella mentirosa envoltura, y entonces es cuando se halla uno en situación de
formar juicio exacto sobre el discutido problema. Desgraciadamente, los médicos no
ocupan con respecto a los demás hombres un lugar de excepción en lo relativo a la
conducta personal ante los problemas de la vida sexual, y aun muchos de ellos caen
dentro de aquella mezcla de gazmoñería y concupiscencia que en las cuestiones sexuales
rige la conducta de la mayoría de los «hombres civilizados».
Ahora sí que estoy cierto de haber excitado vuestro asombro. ¿Hay, pues, una
sexualidad infantil? -preguntaréis-. ¿No es más bien la infancia una edad caracterizada
por la ausencia del instinto sexual? Nada de eso: el instinto sexual no entra de repente en
los niños al llegar a la pubertad, como nos cuenta el Evangelio que el demonio entró en
los cuerpos de los cerdos. El niño posee, desde un principio, sus instintos y actividades
sexuales; los trae consigo al mundo, y de ellos se forma, a través de las numerosas
etapas de una importantísima evolución, la llamada sexualidad normal del adulto. Ni
siquiera es difícil observar las manifestaciones de esta actividad sexual infantil; por el
contrario, más bien es necesario poseer cierto arte para dejarlas pasar inadvertidas o
interpretarlas erróneamente.
Un favorable destino me ha puesto en situación de acogerme al testimonio de un
compatriota vuestro. Indicaré aquí un trabajo del doctor Sanford Bell, publicado en
1902, en el American Journal of Psychologie. Su autor es un antiguo discípulo de la
Clark University, la misma institución en una de cuyas aulas nos hallamos hoy reunidos.
En este trabajo, titulado A preliminary study of the emotion of love between the sexes, y
aparecido tres años antes de mi `Tres ensayos para una teoría sexual', dice el autor la
misma cosa que yo acabo de exponeros: «La emoción del amor sexual no surge por vez
primera en el período de la adolescencia, como se ha pensado hasta ahora». EI doctor
Sanford Bell ha trabajado en esta cuestión, muy a la americana, como diríamos en
Europa, reuniendo, en el transcurso de quince años, nada menos que 2.500
observaciones positivas, entre ellas 800 realizadas por él mismo. De los signos por los
que se revelan tales enamoramientos infantiles, dice en su trabajo: «Observando sin
prejuicio alguno estas manifestaciones en cientos de parejas de niños, no puede eludirse
el atribuirles un origen sexual. El ánimo más deseoso de exactitud tiene que quedar
satisfecho cuando a estas observaciones se agrega la confesión de aquellas personas que
en su niñez han experimentado tal emoción con una elevada intensidad y cuyos
recuerdos infantiles son relativamente precisos». Mas cuando el asombro de aquellos de
entre vosotros que no quieren creer en la sexualidad infantil llegará a su grado máximo,
será al oír que muchos de estos niños tempranamente enamorados no han pasado de la
tierna edad de tres, cuatro y cinco años.
Esta desordenada vida sexual del niño, muy rica en contenido, pero disociada, y
en la cual cada instinto busca por cuenta propia, independientemente de todos los demás,
la consecución de placer, experimenta una síntesis y una organización en dos
direcciones principales, de tal manera, que con el término de la pubertad queda, en la
mayoría de los casos, completamente desarrollado el definitivo carácter sexual del
individuo. Por un lado, se subordinan los diversos instintos a la primacía de la zona
genital, con lo que toda la vida sexual entra al servicio de la procreación, y la
satisfacción de dichos instintos queda reducida a la preparación y favorecimiento del
acto sexual propiamente dicho. Por otro, la elección de objeto anula el autoerotismo,
haciendo que en la vida erótica no quieran ser satisfechos sino en la persona amada
todos los componentes del instinto sexual. Mas no todos los componentes instintivos
originales son admitidos en esta definitiva fijación de la vida sexual. Ya antes de la
pubertad han sido sometidos determinados instintos, bajo la influencia de la educación, a
represiones extraordinariamente enérgicas y han aparecido potencias anímicas tales
como el pudor, la repugnancia y la moral, que mantienen, como vigilantes guardianes,
dichas represiones. Cuando luego, en la época de la pubertad, Ilega la marea alta de la
necesidad sexual, encuentra en las citadas reacciones o resistencias diques que le marcan
su entrada en los caminos, llamados normales, y la hacen imposible vivificar de nuevo
los instintos sometidos a la represión. Ésta recae especialmente sobre los placeres
infantiles coprófilos, o sea los relacionados con los excrementos, y, además, sobre la
fijación a las personas de la primitiva elección de objeto.
Un principio de Patología general expresa que cada proceso evolutivo trae consigo
los gérmenes de la disposición patológica, en cuanto puede ser obstruido o retrasado o
no tener lugar sino incompletamente. Esto mismo es aplicable al tan complicado
desarrollo de la función sexual, el cual no en todos los individuos se lleva a cabo sin
tropiezo alguno, dejando, en estos casos, tras de sí ora anormalidades, ora una
disposición a la posterior adquisición de enfermedades por el camino de la regresión.
Puede suceder que no todos los instintos parciales se someten a la primacía de la zona
genital, y entonces el instinto que ha quedado independiente constituye lo que llamamos
una perversión y algo que puede sustituir el fin sexual normal por el suyo propio. Sucede
muy frecuentemente, como ya hemos indicado, que el autoerotismo no es dominado por
completo, defecto del cual dan testimonio, en tiempos posteriores, las más diversas
perturbaciones. La original equivalencia de ambos sexos como objetos sexuales puede
también mantenerse y resultar de ella una tendencia a la actividad homosexual en la vida
adulta, tendencia que puede llegar en determinadas circunstancias a la homosexualidad
exclusiva. Esta serie de perturbaciones corresponde a las inhibiciones directas del
desarrollo de la función sexual y comprende las perversiones y el nada raro infantilismo
general de la vida sexual.
La disposición a la neurosis debe derivarse también, pero con un camino distinto,
de una perturbación del desarrollo sexual. Las neurosis son a las perversiones lo que en
fotografía el negativo a la positiva. En ellas aparecen como sustentadores de los
complejos y origen de los síntomas los mismos componentes instintivos que en las
perversiones, pero en este caso actúan desde lo inconsciente. Han experimentado, pues,
una represión; mas a pesar de la misma, pudieron afirmarse en lo inconsciente. El
psicoanálisis nos permite reconocer que una manifestación extremadamente enérgica de
estos instintos en épocas muy tempranas conduce a una especie de fijación parcial, que
constituye un punto débil en el conjunto de la función sexual. Si el ejercicio de la
función sexual normal encuentra luego algún obstáculo en la madurez, la represión de la
época evolutiva queda rota precisamente en aquellos puntos en los que han tenido lugar
fijaciones infantiles.
Me objetaréis quizá ahora que nada de esto es sexualidad. Confieso que he usado
esta palabra en un sentido mucho más amplio del que estáis acostumbrados a atribuirle.
Pero es muy discutible si no sois vosotros los que la empleáis en un sentido demasiado
estrecho cuando la limitáis a los dominios de la procreación. Haciéndolo así, sacrificáis
la inteligencia de las perversiones y la conexión entre la perversión, la neurosis y la vida
sexual normal, quedando imposibilitados de reconocer, según su verdadera importancia,
los comienzos, fácilmente observables, de la vida erótica -somática y psíquica- de los
niños. Pero os decidáis o no a dar un más amplio sentido de la palabra discutida, debéis
tener siempre en cuenta que el investigador psicoanalítico concibe la sexualidad en aquel
amplio sentido al que nos conduce la aceptación de Ia sexualidad infantil.
En la época en que el niño está todavía dominado por el complejo nódulo aún no
reprimido, dedica una importantísima parte de su actividad al servicio de los intereses
sexuales; comienza a investigar de dónde vienen los niños, y utilizando los datos que a
su observación se ofrecen, adivina de las circunstancias reales más de lo que los adultos
pueden sospechar. Generalmente, lo que despierta su interés investigatorio es la
amenaza material de la aparición de un nuevo niño en el que al principio no ve más que
un competidor. Bajo la influencia de los instintos parciales que en él actúan Ilega a
formular numerosas teorías sexuales infantiles, tales como las de que ambos sexos
poseen iguales genitales masculinos y que los niños se conciben comiendo y son paridos
por el recto, y que el comercio sexual es un acto de carácter hostil, una especie de
sojuzgamiento violento. Mas precisamente el incompleto desarrollo de su constitución
sexual y la laguna que en sus conocimientos supone la ignorancia de la forma del
aparato genital femenino (vagina) obligan al infantil investigador a abandonar su labor,
considerándola inútil. El hecho mismo de esta investigación infantil, así como las
pueriles teorías sexuales a que da lugar, presenta gran importancia como determinante
para la formación del carácter del niño y del contenido de la neurosis que puede adquirir
posteriormente.
Es inevitable y de todo punto normal que el niño haga de sus padres los objetos de
su primera elección erótica. Pero su libido no debe permanecer fija en estos primeros
objetos, sino tomarlos después únicamente como modelos y pasar de ellos a personas
extrañas en la época de la definitiva elección de objeto. El desligamiento del niño de sus
padres se convierte así en un indispensable deber educativo si el valor social del joven
individuo no ha de correr un serio peligro. Durante la época en la que la represión Ileva
a cabo la selección entre los instintos parciales de la sexualidad y después, cuando ha de
debilitarse la influencia de los padres, la cual ha proporcionado la energía necesaria para
estas represiones, recaen sobre la labor educativa importantes deberes, que actualmente
no siempre son desempeñados de una manera comprensiva y libre de objeciones.
No vayáis quizá a juzgar que con estas discusiones sobre la vida sexual y la
evolución psicosexual del niño nos hemos alejado mucho del psicoanálisis y de la labor
curativa de las perturbaciones nerviosas. Si queréis, podéis describir exclusivamente el
tratamiento psicoanalítico como una segunda educación dirigida al vencimiento de los
restos de la infancia.
QUINTA CONFERENCIA
¿Cuáles son, pues, los destinos de los deseos inconscientes libertados por el
psicoanálisis, y cuáles los caminos que seguimos para impedir que dañen la vida del
paciente? Existen varias soluciones. El resultado más frecuente es el de que tales deseos
quedan ya dominados, durante el tratamiento, por la actividad anímica correcta de los
sentimientos más elevados a ellos contrarios. La represión es sustituida por una
condenación Ilevada a cabo con los medios más eficaces. Esto se hace posible por el
hecho de que lo que se trata de hacer desaparecer son sólo consecuencias de anteriores
estadios evolutivos del yo. EI individuo no llevó a cabo anteriormente más que una
represión del instinto inutilizable, porque en dicho momento no se hallaba él mismo sino
imperfectamente organizado y era débil; mas en su actual madurez y fuerza puede,
quizá, dominar a la perfección lo que le es hostil. Un segundo término de la labor
psicoanalítica es el de que los instintos inconscientes descubiertos pueden ser dirigidos a
aquella utilización que en un desarrollo no perturbado hubiera debido hallar
anteriormente. La extirpación de los deseos infantiles no es, de ningún modo, el fin ideal
del desarrollo. El neurótico ha perdido por sus represiones muchas fuentes de energía
anímica, cuyo caudal le hubiese sido muy valioso para la formación de su carácter y para
su actividad en la vida. Conocemos otro más apropiado proceso de la evolución, la
Ilamada sublimación, por la cual no queda perdida la energía de los deseos infantiles,
sino que se hace utilizable dirigiendo cada uno de los impulsos hacia un fin más elevado
que el inutilizable y que puede carecer de todo carácter sexual. Precisamente los
componentes del instinto sexual se caracterizan por esta capacidad de sublimación de
cambiar su fin sexual por otro más lejano y de un mayor valor social. A las aportaciones
de energía conseguidas de este modo para nuestras funciones anímicas debemos
probablemente los más altos éxitos civilizados. Una temprana represión excluye la
sublimación del instinto reprimido. Mas, una vez levantada la primera, queda libre de
nuevo el camino para efectuar la segunda.
Nosotros nos inclinaríamos a creer que el pobre caballo había muerto de hambre,
y que sin una ración de avena no puede esperarse que ningún animal rinda trabajo
alguno.
XLVII
1910
SIENDO predominantemente prácticos los fines que hoy nos reúnen, he elegido
también para mi conferencia inicial un tema práctico y de interés profesional más que
científico. Conozco vuestro juicio sobre los resultados de nuestra terapia y quiero
suponer que la mayoría de vosotros ha superado ya las dos fases de su aprendizaje: la de
entusiasmo ante la insospechada extensión de nuestra acción terapéutica y la de
depresión ante la magnitud de las dificultades que se alzan en nuestro camino. Pero
cualquiera que sea el punto de esta evolución al que hayáis llegado, me propongo hoy
demostraros que nuestra aportación de nuevos medios contra las neurosis no ha
terminado aún, y que nuestra intervención terapéutica ha de ampliar considerablemente
su campo de acción en un próximo futuro.
Todos sabéis muy bien que tales pruebas se nos ofrecen también en otro lado y
que una intervención terapéutica no puede ser desarrollada como una investigación
teórica.
Vais a permitirme una breve incursión en algunos sectores en los cuales nos queda
mucho que aprender y aprendemos realmente cada día algo nuevo. Tenemos, ante todo,
el simbolismo de los sueños y de lo inconsciente, tema violentamente discutido. EI
estudio de los símbolos oníricos realizado por nuestro colega W. Stekel, sin dejarse
intimidar por la contradicción de nuestros adversarios, ha sido altamente meritorio. En
este campo nos queda aún mucho que aprender, y mi Interpretación de los sueños,
escrita en 1899, espera del estudio de este simbolismo complementos muy importantes.
Todos vosotros iréis comprobando, por experiencia propia, de qué distinto modo
se enfrenta uno con un nuevo enfermo después de haber analizado unos cuantos casos
patológicos típicos y haber penetrado hondamente en su estructura y su mecanismo.
Suponed ahora que hubiésemos logrado encerrar las características de las distintas
formas de neurosis en unas cuantas fórmulas sintéticas, como ya lo hemos conseguido
con relación a los síntomas histéricos. Nuestro pronóstico adquiría mucha mayor
seguridad. Del mismo modo que el tocólogo deduce del examen de la placenta si la
misma ha sido expulsada en totalidad o ha dejado tras de sí restos peligrosos, podríamos
decir nosotros, independientemente del resultado inmediato de la cura y del estado
momentáneo del enfermo, si nuestra labor había obtenido un éxito definitivo o eran de
temer nuevos brotes patológicos.
Así, pues, cuando sepamos ya todo lo que ahora vislumbramos y hayamos llevado
nuestra técnica hasta la perfección a que ha de conducirnos el continuo enriquecimiento
de nuestra experiencia empírica, nuestra actuación médica alcanzará una precisión y una
seguridad poco corrientes en las demás especialidades médicas.
Ad. 2. Dije al principio que también podíamos esperar mucho del incremento de
autoridad que habíamos de ir logrando con el tiempo. No creo necesario acentuar ante
vosotros la importancia de la autoridad. Sabéis muy bien que la inmensa mayoría de los
hombres es incapaz de vivir sin una autoridad en la que apoyarse, ni siquiera de formar
un juicio independiente. El extraordinario incremento de las neurosis desde que las
religiones han perdido su fuerza puede darnos una medida de la inestabilidad interior de
los hombres y de su necesidad de un apoyo. El empobrecimiento del yo a consecuencia
del enorme esfuerzo de represión que la civilización exige a cada individuo puede ser
una de las causas principales de este estado.
Esta autoridad y la enorme sugestión de ella emanada nos han sido adversas hasta
ahora. Todos nuestros éxitos terapéuticos los hemos logrado en contra de tal sugestión,
siendo ya de admirar que en semejantes circunstancias hayan podido alcanzarse
resultados positivos. No intentaré describiros los encantos de aquellos tiempos en los
que era yo el único representante del psicoanálisis. Los enfermos a los que aseguraba
poder procurarles un duradero alivio de sus padecimientos advertían la modestia de mi
instalación, pensaban en mi falta de renombre y de títulos honoríficos, y se decían, como
ante un jugador arruinado que les ofreciese una martingala infalible, que de ser ciertas
mis promesas habría de ser muy otra mi posición. Realmente, no era nada cómodo
practicar operaciones psíquicas mientras el colega a quien correspondía la función de
ayudante hallaba singular placer en escupir encima de la mesa de operaciones y los
parientes del enfermo amenazaban al operador cada vez que saltaba la sangre o hacía el
operador algún movimiento brusco. Una operación tiene que provocar necesariamente
fenómenos de reacción, y en Cirugía nos hemos habituado ya a ellos hace mucho
tiempo. Pero no se prestaba la menor fe a mis afirmaciones, ni siquiera la poca que hoy
se presta a las de todos nosotros. En tales condiciones, no es de extrañar que fracasara
alguna de mis intervenciones. Para estimar el seguro incremento de nuestras
posibilidades terapéuticas una vez que obtengamos la confianza general, habréis de
recordar la diferente situación de los ginecólogos de la Europa occidental con respecto a
sus colegas de Turquía y de Oriente. Todo lo que el médico puede hacer en estos últimos
países es tomar el pulso a la enferma, que le extiende el brazo a través de un agujero
practicado en la pared. Naturalmente, el resultado terapéutico corresponde a esta
inaccesibilidad del objeto. Nuestros adversarios occidentales pretenden reducirnos a una
situación semejante en cuanto a la investigación psíquica de nuestros enfermos. En
cambio, desde que la sugestión de la sociedad empuja a las enfermas a la consulta del
ginecólogo, se ha convertido éste en el auxiliar favorito de la mujer. No me digáis ahora
que si la autoridad de la sociedad viene en nuestro auxilio y aumenta
extraordinariamente nuestros éxitos, nada probará en favor de la exactitud de nuestras
hipótesis, puesto que la sugestión lo puede supuestamente todo y nuestros éxitos serán
entonces resultado suyo y no del psicoanálisis. Habréis de tener en cuenta que la
sugestión actúa ahora a favor de los tratamientos hidroterápicos y eléctricos de las
enfermedades nerviosas, sin que tales medidas consigan dominar las neurosis. Ya
veremos si el tratamiento psicoanalítico alcanza mejores resultados en igualdad de
condiciones.
Si esta esperanza os pareciera utópica, deberéis recordar que por este camino se
viene consiguiendo realmente la supresión de fenómenos neuróticos, si bien sea en casos
individuales. Pensad cuán frecuente era en épocas pasadas, entre las muchachas
campesinas, la alucinación, consistente en ver aparecerse a la Virgen María. Mientras
semejantes apariciones tuvieron por consecuencia la afluencia de devotos al lugar de la
visión, o incluso la erección de una capilla conmemorativa, el estado visionario de tales
muchachas permaneció inasequible a toda influencia. Hoy, hasta la Iglesia misma ha
modificado su actitud ante estas apariciones; permite que el médico y el gendarme
visiten a la visionaria, y la Virgen se aparece mucho menos. O dejadme estudiar aquí
con vosotros los mismos procesos que antes he proyectado en lo futuro, en una situación
análoga, pero más vulgar y, por tanto, más visible. Suponed que un grupo de señoras y
caballeros de la buena sociedad ha planeado una excursión a un parador campestre. Las
señoras han convenido entre sí que cuando alguna de ellas se vea precisada a satisfacer
una necesidad natural, dirá que va a coger flores. Pero uno de los caballeros sorprende el
secreto, y en el programa impreso que han acordado repartir a los partícipes de la
excursión incluye el siguiente aviso: «Cuando alguna señora necesite permanecer sola
unos momentos, podrá avisarlo a los demás diciendo que va a coger flores.»
Naturalmente, ninguna de las excursionistas empleará ya la florida metáfora. ¿Cuál será
la consecuencia? Que las señoras confesarán sin falso pudor, en el momento dado, sus
necesidades naturales, y los caballeros no lo extrañarán lo más mínimo. Volvamos ahora
a nuestro caso más serio. Un gran número de individuos situados ante conflictos cuya
solución se les hacía demasiado difícil, se han refugiado en la enfermedad, alcanzando
con ella ventajas innegables, aunque demasiado caras a la larga. ¿Qué habrán de hacer
estos hombres cuando las indiscretas revelaciones del psicoanálisis les impida la fuga,
cerrándoles el camino de la enfermedad? Tendrán que conducirse honradamente,
reconocer los instintos en ellos dominantes, afrontar el conflicto y combatir o renunciar,
y la tolerancia de la sociedad, consecuencia de la ilustración psicoanalítica, les prestará
su apoyo.
Pero no debemos olvidar que tampoco es posible situarnos ante la vida como
fanáticos higienistas o terapeutas. Hemos de confesarnos que esta profilaxis ideal de las
enfermedades neuróticas no puede ser beneficiosa para todos. Muchos de los que hoy se
refugian en la enfermedad no resistirían el conflicto en las condiciones por nosotros
supuestas; sucumbirían rápidamente o causarían algún grave daño, cosas ambas más
nocivas que su propia enfermedad neurótica.
Las neurosis poseen su función biológica, como dispositivos protectores, y su
justificación social, su ventaja, no es siempre puramente subjetiva. ¿Quién de vosotros
no ha tenido que reconocer alguna vez que la neurosis de un sujeto era el desenlace
menos perjudicial de su conflicto? ¿Deberemos acaso ofrendar a la extinción de las
neurosis tan duros sacrificios, cuando el mundo está lleno de tantas otras miserias
ineludibles?
Pero, sobre todo, todas las energías consumidas hoy en la producción de síntomas
neuróticos al servicio de un mundo imaginario, aislado de la realidad, si no pueden ser
atraídas a la vida real, reforzarán, por lo menos, el clamor en demanda de aquellas
modificaciones de nuestra civilización en las que vemos la única salvación de nuestros
sucesores.
Para terminar, quiero daros la seguridad de que cumplís vuestro deber en más de
un sentido tratando psicoanalíticamente a vuestros enfermos. Además de laborar al
servicio de la ciencia, aprovechando la única ocasión de penetrar en los enigmas de la
neurosis, y además de ofrecer a vuestros enfermos el tratamiento más eficaz que por hoy
poseemos contra sus dolencias, cooperáis a aquella ilustración de las masas de la cual
esperamos la profilaxis más fundamental de las enfermedades neuróticas por el camino
de la autoridad social.
XLVIII
1910
HACE algunos días acudió a mi consulta, acompañada de una amiga, una señora
que se quejaba de padecer estados de angustia. La enferma pasaba de los cuarenta y
cinco años, pero aparecía bien conservada y se veía claramente que no había perdido aún
su femineidad. Los estados de angustia habían surgido como consecuencia de su
separación del marido, pero se habían hecho considerablemente más intensos desde que
un médico joven al que hubo de consultar le había explicado que la causa de su angustia
era de necesidad sexual. No podía prescindir del comercio masculino, y para recobrar la
salud había de recurrir a una de las tres soluciones siguientes: reconciliarse con su
marido, tomar un amante o satisfacerse por sí misma.
Sin detenerme a describir la difícil situación en que me colocó esta visita, pasaré
directamente a examinar y aclarar la conducta del colega que me había enviado a la
enferma. Pero previamente he de hacer una advertencia importante, que espero sea
aplicable a nuestro caso. Una larga experiencia médica me ha enseñado a no aceptar
siempre, sin formación de causa, lo que los pacientes en general, y sobre todo los
neuróticos, cuentan de su médico.
Cualquiera que sea el tratamiento que emplee, el neurólogo se atrae fácilmente la
hostilidad del enfermo, e incluso tiene que resignarse, en muchos casos, a tomar sobre sí,
por una especie de proyección, la responsabilidad de los deseos secretos reprimidos del
enfermo. Luego, se da el hecho lamentable, pero muy característico, de que los otros
médicos son quienes toman más en serio semejantes acusaciones.
Creo, pues, justificado suponer que también en esta ocasión hizo la enferma una
transcripción tendenciosamente deformada de las afirmaciones de su médico, y que, por
tanto, incurro en injusticia al enlazar precisamente a este caso mis observaciones sobre
el psicoanálisis «salvaje». Pero con ellas creo evitar graves perjuicios a muchos otros
enfermos.
Supongamos, pues, que el médico habló realmente como la enferma pretendía.
Todo el mundo presentará aquí una primera objeción crítica, alegando que cuando
un médico considera necesario discurrir con una paciente sobre temas sexuales, lo debe
hacer con el mayor tacto y máxima delicadeza. Pero estas exigencias coinciden con la
observancia de ciertos preceptos técnicos del psicoanálisis, y, además el médico habría
desconocido o interpretado mal toda una serie de doctrinas científicas del psicoanálisis,
mostrando con ello haber avanzado muy poco en la comprensión de su naturaleza y sus
fines.
Comencemos por examinar los errores científicos. Los consejos del médico
revelan su concepto de la «vida sexual», concepto que coincide exactamente con el más
vulgar, en el cual sólo se entiende por necesidad sexual la necesidad del coito o de actos
análogos que provoquen el orgasmo y la eyaculación de materias sexuales. Pero el
médico no podría ignorar que precisamente se suele hacer al psicoanálisis el reproche de
extender el concepto de lo sexual mucho más allá de sus límites corrientes. El hecho en
sí es cierto, y no hemos de entrar aquí a discutir si está justificado convertirlo en un
reproche. El concepto de lo sexual comprende en psicoanálisis mucho más. Esta
extensión se justifica genéticamente. Adscribimos también a la «vida sexual» la
actuación de todos aquellos sentimientos afectivos nacidos de la fuente de los impulsos
sexuales primitivos, aunque tales impulsos hayan sufrido una inhibición de su fin
primitivo sexual o lo hayan cambiado por otro ya no sexual. Por esta razón hablamos
preferentemente de psicosexualidad y nos importa tanto que no se ignore ni se tenga en
poco el factor anímico de la sexualidad. Sabemos también, hace ya mucho tiempo, que,
dado un comercio sexual normal, puede existir, sin embargo, una insatisfacción anímica
con todas sus consecuencias, y en nuestra labor terapéutica tenemos siempre presente
que por medio del coito u otros actos sexuales no puede derivarse muchas veces más que
una pequeña parte de las tendencias sexuales insatisfechas, cuyas satisfacciones
sustitutivas combatimos bajo la forma de síntomas nerviosos.
1910
HACE poco tuve ocasión de ver a un paciente de unos veinte años que presentaba
un cuadro de demencia precoz (hebefrenia), diagnosticado también por otro médico. Al
comienzo de su enfermedad, había presentado cambios periódicos de su estado de
ánimo, alcanzó una notable mejoría y fue retirado por sus padres del sanatorio cuando se
encontraba en tan favorable estado; durante más o menos una semana se lo festejó con
toda clase de diversiones para celebrar su supuesta curación. Pasada esta semana
sobrevino al punto una recaída. Al retornar al sanatorio contó que el médico de consulta
que lo observara en el interín le había aconsejado «coqueteara un poco con su madre».
No cabe duda que en esta deformación delirante de sus recuerdos expresaba la
excitación que le había producido la reunión con su madre, motivo inmediato de su
empeoramiento.
Hace más de diez años, en una época en que los resultados y las premisas del
psicoanálisis sólo eran familiares a pocas personas, me narraron, de fuente fidedigna, el
siguiente episodio: Una joven, hija de un médico, había enfermado de histeria, con
síntomas locales; el padre negó la posibilidad de la histeria e hizo realizar diversos
tratamientos somáticos, que dieron escaso resultado. Una amiga le preguntó cierta vez a
la enferma: «¿Nunca pensó usted en consultar al doctor F…?» A lo cual respondióle
ésta: «¿Para qué habría de hacerlo? Ya sé que me preguntaría: ¿No se le ocurrió a usted
tener relaciones sexuales con su padre?» Considero superfluo afirmar que ni solía
preguntar entonces tal cosa ni lo hago actualmente. Pero es notable que muchas cosas
contadas por los pacientes como si fueran manifestaciones o actos de los médicos
pueden ser comprendidas precisamente como revelaciones de sus propias fantasías
patógenas.
L
1910
Consecuencia de todo esto fue que Leonardo llegó a no coger sino de mala gana
los pinceles, dejando inacabadas en su mayor parte las pocas obras pictóricas que
emprendía y sin que le preocuparan los destinos ulteriores de las mismas. Esta conducta
le fue ya reprochada por sus contemporáneos, para los cuales constituyó siempre un
enigma.
Varios de los admiradores posteriores de Leonardo han intentado defenderle de
este reproche de inconstancia, alegando que se trata de una peculiaridad general de los
grandes artistas. También Miguel Ángel, activo e infatigable creador, dejó inacabadas
muchas de sus obras, y sería, sin embargo, injusto tacharle de inconsciente. Por otra
parte, muchos de los cuadros de Leonardo no se hallan tan inacabados como el mismo
artista lo pretendía, pues lo que él consideraba aún como insatisfactoria encarnación de
sus aplicaciones era ya para el profano una acabada obra de arte. El maestro concebía
una suprema perfección que luego no le parecía hallar nunca en su obra. Por último,
tampoco sería justo hacer responsable al artista del destino final de sus producciones.
Por muy fundamentales que aparezcan algunas de estas disculpas no logran eximir
a Leonardo de toda responsabilidad. La penosa lucha con la obra, su abandono y la
indiferencia con respecto a su destino subsiguiente pueden ser caracteres comunes a
muchos artistas, pero Leonardo nos los muestra en su más alto grado. Solmi cita las
siguientes manifestaciones de uno de sus discípulos: «Pareva, che ad ogni ora tremasse,
quando si poneva a dipingere, e però non diede mai fine ad alcuna cosa cominciata,
considerando la grandezza dell' arte, tal che egli scorgevra errori in quelle cose, che ad
altri parevano miracoli.» Sus últimos cuadros -la Leda, la Madona de San Onofre, el
Baco y el San Juan Bautista joven- quedaron interminados, «come quasi intervenne di
tutte le cose sue…» Lomazzo, que pintó una copia de la Cena, se refiere en un soneto a
la conocida incapacidad de Leonardo para dar fin a una obra pictórica:
Es muy dudoso que Leonardo tuviese nunca amorosamente entre sus brazos a una
mujer. Tampoco sabemos que hubiera en su vida una pasión platónica, como la de
Miguel Ángel por Vittoria Colonna. Hallándose aún en el taller de Verrocchio, su
maestro, fue denunciado, en unión de otros varios jóvenes, por sospechas de
homosexualidad, denuncia que terminó con una absolución. El motivo de tales
sospechas fue, según parece, el servirse como modelo de un muchacho de dudosa fama.
Siendo ya artista de renombre, se rodeaba de bellos adolescentes y jóvenes, a los que
tomaba por discípulos. El último de éstos, Francesco Melzi, le acompañó a Francia,
permaneció con él hasta su muerte y fue su heredero. Sin participar de la segura
convicción de sus modernos biógrafos, que rechazan como una calumnia exenta de todo
fundamento la posibilidad de una relación sexual entre el maestro y sus discípulos, nos
parece lo más verosímil que las cariñosas relaciones de Leonardo con los jóvenes a los
que aleccionaba en su arte y que, según costumbre de la época, compartían su vida, no
llegaran jamás a adquirir un carácter sexual.
En realidad, parece haber seguido Leonardo esta norma durante toda su vida. Sus
afectos se hallaban perfectamente domados y sometidos al instinto de investigación. No
amaba ni odiaba, sino que se preguntaba cuál era el origen de aquello que había de amar
u odiar y cuál su significación, de manera que al principio tenía que parecer indiferente
al bien y al mal, a la belleza y la realidad. Durante esta labor de investigación
desaparecían los signos precursores del amor o el odio; se transformaban éstos en interés
intelectual. No se hallaba Leonardo desprovisto en absoluto de pasiones ni carecía del
divino rayo, que mediata o inmediatamente es la fuerza impulsora -il primo motore- de
toda actividad humana. Pero había convertido la pasión en ansia de saber y se entregaba
a la investigación con la tenacidad, la continuidad y la profundidad que se derivan de la
pasión. Luego, una vez llegado a la cima de la labor intelectual alcanzando el
conocimiento, deja libre curso al afecto retenido durante el proceso intelectivo, como se
deja volver a un río el agua tomada de él por un canal, después de haber utilizado su
energía. Cuando desde la altura de un conocimiento puede abarcar ya su vista un amplio
conjunto se entrega al pathos y ensalza con apasionadas palabras la magnificencia de
aquel trozo de la creación que ha sometido a minucioso estudio, o dando a su admiración
una forma religiosa, a su creador. Solmi ha visto muy acertadamente este proceso de
transformación que en Leonardo se desarrolla. Después de citar un párrafo en el que
Leonardo alaba la admirable necesidad de la naturaleza («O mirabile necessità…»),
dice: «Tale trasfigurazione della scienza della natura in emozione, quasi direi, religiosa,
è uno dei tratti caratteristici de' manoscritti vinciani, e si trova cento e cento volte
espressa...».
Leonardo comenzó quizá, a investigar, como opina Solmi impulsado por el deseo
de perfeccionar su arte, estudiando las cualidades y leyes de la luz, los colores, las
sombras y la perspectiva, con el fin de alcanzar la más alta maestría en la imitación de la
Naturaleza y mostrar a los demás el camino que a ella podía conducirlos. Probablemente
se formaba ya una idea exagerada del valor de estos conocimientos para el artista.
Después, y siguiendo la orientación de las necesidades pictóricas, pasó a la investigación
exterior de los objetos de la pintura, los animales, las plantas y las proporciones del
cuerpo humano, y luego a la de su estructura interna y sus funciones vitales, elementos
que también se expresan en la apariencia y demandan del arte una representación. Por
último, tomó en él esta tendencia enorme incremento, y rompiendo los lazos que aún
ligaban su actividad investigadora con las aspiraciones de su arte, le llevó a descubrir las
leyes generales de la mecánica, a adivinar la historia de las estratificaciones y
petrificaciones del valle del Arno y a aquel culminante conocimiento que anotó con
grandes letras en sus apuntaciones: «Il sole non si muove.» De este modo extendió sus
investigaciones a casi todos los sectores de las Ciencias Naturales, y fue, en cada uno de
ellos, un descubridor, o por lo menos, un precursor y un guía. Pero su anhelo de saber
permaneció orientado hacia el mundo exterior, como si hubiera algo que le alejase de la
investigación de la vida anímica del hombre. En la «Academia Vinciana», para la que
dibujó emblemas artísticamente complicados, se concedió un lugar muy pequeño a la
Psicología.
II
Que yo sepa, sólo una vez incluye Leonardo en sus apuntaciones científicas algo
referente a su infancia. En un lugar en el que trata del vuelo de los buitres se interrumpe
de repente para seguir un recuerdo de sus más tempranos años infantiles que surge en su
memoria:
Nos hallamos, pues, ante un recuerdo infantil y por cierto singularísimo, tanto por
su contenido como por la época en que es situado. No es quizá imposible que un
individuo conserve recuerdos de la época de la lactancia, pero tampoco puede
considerarse como cosa demostrada. De todos modos, el contenido de este recuerdo de
Leonardo, o sea el hecho de que un buitre se acercase a su cuna y le abriera la boca con
la cola, nos parece tan inverosímil y fabuloso, que nos inclinamos a aceptar una distinta
hipótesis, con la que eludimos las dos dificultades antes indicadas. La escena con el
buitre no constituiría un recuerdo de Leonardo, sino una fantasía ulterior transferida por
él a su niñez. Los recuerdos infantiles de los hombres no tienen a veces otro origen. En
lugar de reproducirse a partir del momento en que quedan impresos, como sucede con
los recuerdos conscientes de la edad adulta, son evocados al cabo de mucho tiempo,
cuando la infancia ha pasado ya, y aparecen entonces deformados, falseados y puestos al
servicio de tendencias ulteriores, de manera que no resultan estrictamente diferenciables
de las fantasías. Como mejor podemos explicarnos su naturaleza es pensando en el
nacimiento de la crónica histórica en los pueblos antiguos. Mientras el pueblo fue
pequeño y débil no pensó en escribir su historia y se consagró a labrar su suelo, a
defender su existencia contra sus vecinos, a ampliar sus dominios y a enriquecerse. Fue
ésta una época heroica y sin historia. Pero a ella sucedió otra en la que el pueblo
adquirió ya consciencia de sí mismo, se sintió rico y poderoso y experimentó la
necesidad de averiguar de dónde procedía y cómo había llegado a su estado actual. La
Historia, que había comenzado por anotar simplemente los sucesos de la actualidad,
dirigió entonces su mirada hacia el pasado, reunió tradiciones y leyendas, interpretó las
supervivencias del pretérito en los usos y costumbres y creó así una historia del pasado
prehistórico. Pero esta prehistoria habla de constituir, sin remedio, más bien una
expresión de las opiniones y deseos contemporáneos que una imagen del pasado, pues
gran parte de éste había caído en el olvido, otra se conservaba deformada, muchas
supervivencias se interpretaban equivocadamente bajo la influencia de las circunstancias
del momento y sobre todo no se escribía la historia por motivos de ilustración objetiva,
sino con el propósito de actuar sobre los contemporáneos. El recuerdo consciente que los
hombres conservan de los sucesos de su madurez puede compararse a esta redacción de
la Historia, y sus recuerdos infantiles corresponden, tanto por su origen como por su
autenticidad, a la historia de la época primitiva de un pueblo, historia muy posterior a los
hechos y tendenciosamente rectificada.
Si el relato de Leonardo no es, por tanto, sino una fantasía nacida en años
posteriores, juzgaremos al principio que no vale la pena de dedicarle gran atención. Para
su esclarecimiento podría bastarnos la tendencia, confesada por Leonardo, a dar a su
estudio de los problemas del vuelo de las aves la importancia de una prescripción del
Destino. Pero con esta valoración despectiva cometeríamos una injusticia análoga a la
que constituiría rechazar ligeramente el material de leyendas, tradiciones e
interpretaciones de la prehistoria de un pueblo. A pesar de sus deformaciones y sus
errores, entraña dicho material la realidad del pasado y constituye aquello que el pueblo
ha formado sobre la base de los acontecimientos de su época primitiva y bajo la
influencia de motivos poderosos por entonces y muy importantes aún en la actualidad, y
si pudiéramos deshacer, por el conocimiento de todas las fuerzas actuales, tales
deformaciones, podríamos descubrir detrás del material legendario la verdad histórica.
Igualmente sucede con los recuerdos infantiles o fantasías del individuo. No es
indiferente lo que un hombre cree recordar de su niñez, pues detrás de los restos de
recuerdos incomprensibles para el mismo sujeto se ocultan siempre preciosos
testimonios de los rasgos más importantes de su desarrollo anímico. Poseyendo, como
poseemos, en las técnicas psicoanalíticas excelentes medios auxiliares para extraer a la
luz estos elementos ocultos, podemos emprender la tentativa de cegar la laguna existente
en la historia de Leonardo por medio del análisis de su fantasía infantil. Si en esta
tentativa no conseguimos llegar a una completa certidumbre, nos consolaremos
pensando que ninguna de las investigaciones emprendidas hasta el día sobre la
personalidad de Leonardo, tan elevada como enigmática, ha tenido mejor fortuna.
Considerando la fantasía antes relatada desde el punto de vista psicoanalítico, no nos
parece ya tan singular. Recordamos, en efecto, haber encontrado muchas veces
formaciones análogas, por ejemplo, en los sueños, de manera que podemos intentar
traducir esta fantasía, de su lenguaje propio y peculiar, a un idioma generalmente
comprensible. La traducción muestra entonces una orientación erótica. La cola -«coda»-
es uno de los más conocidos símbolos y designaciones sustitutivas del miembro viril, no
sólo en italiano, sino en otros muchos idiomas. La situación contenida en la fantasía -un
buitre que abre los labios del niño con la cola, se la introduce en la boca y la mueve allí
repetidamente- corresponde a la representación de una «fellatio», de un acto sexual en el
que el miembro viril es introducido en la boca de la persona utilizada para lograr la
satisfacción activa. Esta fantasía presenta un carácter singularmente pasivo y recuerda
determinados sueños y fantasías de las mujeres o de los homosexuales pasivos (aquellos
que desempeñan en el comercio sexual el papel femenino).
Comprendemos ahora por qué transfiere Leonardo el supuesto suceso del buitre a
la época de su lactancia. Detrás de la fantasía no se esconde otra cosa que una
reminiscencia del acto de mamar del seno materno o ser amamantado por la madre, bella
escena humana que Leonardo, como tantos otros pintores, reprodujo en sus cuadros de la
Virgen con el Niño. De todos modos, nos resulta aún incomprensible que esta
reminiscencia, de igual importancia en ambos sexos, quedase transformada por
Leonardo en una fantasía homosexual pasiva. Mas, por el momento, queremos
prescindir de investigar la relación que puede unir la homosexualidad con el acto de
mamar del pecho materno, y nos limitaremos a recordar que la tradición considera a
Leonardo, realmente, como un hombre de sentimientos homosexuales. No nos importa
en absoluto que la denuncia a la que antes nos referimos y de la que fue objeto Leonardo
en sus años juveniles fuese o no justificada, pues lo que nos lleva a atribuir a una
persona la inversión no es su real actividad sexual, sino su disposición sentimental.
Nos interesa también averiguar de qué manera llegaron los antiguos egipcios a
elegir el buitre como símbolo de la maternidad. La religión y la cultura de este pueblo
fue ya para los griegos y los romanos objeto de curiosidad científica, y mucho antes que
nos fuera posible descifrar sus monumentos poseíamos gran número de datos sobre él,
por obras de la antigüedad clásica llegaba hasta nosotros. Estas obras proceden, en parte,
de autores conocidos, tales como Estrabón, Plutarco y Aminianus Marcellus, y llevan
otros nombres desconocidos, resultando así muy dudoso su origen y fecha. A esta última
categoría pertenecen la Hieroglyphica de Horapolio Nilo, y el libro de la sabiduría
sacerdotal oriental conservado bajo el nombre divino de Hermes Trismegisto. Nos
descubren estas fuentes que el buitre pasaba por ser el símbolo de la maternidad, a causa
de la creencia de que no había más que buitres hembras y que esta especie de aves
carecía de machos. La Historia Natural de los antiguos conocía asimismo una
contraparticipación de esta limitación, pues sostenía que entre los escarabajos, adorados
también por los egipcios como divinidades, no existían más que machos.
III
Las teorías sexuales infantiles nos proporcionan aquí la explicación buscada. Hay
efectivamente en la vida individual una época en la que los genitales masculinos resultan
armonizables con la representación de la madre. Cuando el niño dirige por vez primera
su curiosidad a los enigmas de la vida sexual, queda dominado por un poderoso interés
hacia sus propios genitales. Encuentra tan valiosa e importante esta parte de su cuerpo,
que no puede creer carezcan de ella las personas que le rodean y a las que se encuentra
semejante, y como no puede adivinar que existe otro tipo equivalente de formación
genital, tiene que acogerse a la hipótesis de que todos, incluso las mujeres, poseen un
miembro igual al suyo. Este prejuicio se impone tan enérgicamente al infantil
investigador, que sus primeras observaciones directas de los genitales de las niñas
pequeñas, sus compañeras de juego, resultan insuficientes para destruirlo. La percepción
directa le muestra desde luego que allí hay algo distinto de lo que él posee, pero no le es
dado aceptar como contenido de su percepción la imposibilidad de encontrar en las niñas
el miembro masculino. La carencia de este miembro es para él una representación
inquietante e insoportable, y, por tanto, busca una explicación intermedia y opina que el
miembro existe también en las niñas, pero aún muy pequeño y crecerá más adelante.
Cuando tampoco esta hipótesis queda confirmada por las observaciones ulteriores,
construye todavía otra distinta: Las niñas poseyeron también un miembro igual al suyo,
pero les ha sido cortado, quedando en lugar una herida. Este progreso de la teoría utiliza
ya experiencias propias, de carácter penoso; en el intervalo se ha visto el niño
amenazado por sus familiares con la amputación de aquel órgano tan valioso si continúa
dedicándole excesiva atención. Bajo la amenaza de la castración, transforma entonces su
concepción de los genitales femeninos. En adelante temblará por su virilidad; pero al
mismo tiempo despreciará a aquellas desgraciadas criaturas que, a su juicio, han sufrido
ya el cruel castigo. Antes que el niño quede sometido al dominio del complejo de la
castración, o sea en la época en que la mujer conserva aún para él todo su valor,
comienza a exteriorizarse en él un intenso placer visual como actividad erótica
instintiva. Desea ver los genitales de otras personas, al principio probablemente para
compararlos con los suyos. La atracción erótica emanada de la persona de la madre
culmina pronto en el deseo de su genital, que el niño supone ser un pene. Pero con el
conocimiento posteriormente alcanzado de que la mujer no posee tal miembro, se
transforma muchas veces este anhelo en su contrario, quedando sustituido por una
repugnancia que en los años de la pubertad puede constituirse en causa de impotencia
psíquica, misoginia y homosexualidad duradera. Pero la fijación al objeto antes
intensamente anhelado, o sea el pene de la mujer, deja huellas indelebles en la vida
anímica de aquellos niños en los que tal estadio de la investigación sexual infantil ha
presentado una particular intensidad. El fetichismo, cuyo objeto es el pie o el calzado
femenino, no parece considerar el pie sino como un símbolo sustitutivo del miembro de
la mujer, adorado en edad temprana y echado de menos desde entonces. Los «cortadores
de trenzas» desempeñan, sin saberlo, el papel de personas que llevan a cabo en los
genitales femeninos el acto de la castración.
No nos pondremos en situación de comprender las actividades de la sexualidad
infantil y habremos de optar por declarar inaceptables estas observaciones, mientras no
abandonemos el punto de vista de nuestro desprecio civilizado de los genitales y de las
funciones sexuales. Si queremos llegar a la comprensión de la vida anímica infantil,
habremos de buscar analogías primitivas, pues para nosotros son los genitales, hace ya
una larga serie de generaciones, las partes pudendas, objeto de vergüenza, y dada una
más madura represión sexual, incluso de repugnancia. Si echamos una amplia ojeada
sobre la vida sexual de nuestro tiempo, y especialmente sobre la de aquellas clases
sociales que son las sustentadoras de la civilización, nos sentiremos inclinados a afirmar
que sólo contra su voluntad, y sintiéndose rebajados en su dignidad humana, se someten
los hombres de hoy en día, en su mayor parte, a las leyes de la procreación. La
concepción opuesta de la vida sexual se ha refugiado actualmente entre las clases
populares más bajas y menos afinadas. En cambio, las superiores ocultan todo lo
referente a la actividad sexual, como algo despreciable desde el punto de vista cultural.
En las épocas primitivas de la raza humana no sucedía nada de esto. Los datos
trabajosamente reunidos por los investigadores de la civilización nos proporcionan la
certidumbre de que los genitales constituyeron primitivamente el orgullo y la esperanza
de los hombres; fueron objeto de un culto divino y transfirieron su divinidad a todas las
nuevas actividades humanas. De su esencia surgieron, por sublimación, innumerables
dioses, y cuando la conexión de las religiones oficiales con la actividad sexual quedó ya
oculta a la consciencia general, existieron cultos secretos, que se esforzaron en
mantenerla viva entre un escaso número de iniciados. Por último, tanto elemento divino
y santo se llegó a extraer de la sexualidad, que el agotado remanente se convirtió en
objeto de desprecio. Pero dado el carácter indeleble de todas las huellas anímicas, no
hemos de extrañar que incluso las formas más primitivas de adoración de los genitales
hayan llegado hasta épocas muy recientes, y que los usos del idioma, las costumbres y
las supersticiones de la Humanidad actual contengan supervivencias de todas las fases
de este desarrollo evolutivo.
La Mitología conservó para los fieles esta singular constitución física de la madre,
primitivamente fantaseada. La acentuación de la cola del buitre en la fantasía de
Leonardo puede ser interpretada, por tanto, en la forma siguiente: En aquella época
infantil en la que mi tierna curiosidad se dirigía hacia mi madre y le atribuía aún unos
órganos genitales iguales a los míos… Hallamos aquí un nuevo testimonio de la
temprana investigación sexual de Leonardo, decisiva, a nuestro juicio, para toda su vida
ulterior.
Una breve reflexión nos advierte ahora que no debemos dar por terminado nuestro
análisis de la fantasía infantil de Leonardo con el esclarecimiento del significado de la
cola del buitre, pues contiene aún otras varias incógnitas. La más singular de todas ellas
es la de sustituir el acto de mamar del seno materno por el hecho de ser amamantado, o
sea una situación activa por otra pasiva, y de indudable carácter homosexual. Teniendo
en cuenta la tradición histórica de que Leonardo se comportó durante toda su vida como
un hombre de sentimientos homosexuales, se nos impone la interrogación de si esta
fantasía no revela un enlace causal entre las relaciones infantiles de Leonardo con su
madre y su posterior homosexualidad manifiesta, aunque ideal. No nos atreveríamos a
deducir una tal conexión de los recuerdos deformados de Leonardo si las investigaciones
psicoanalíticas de pacientes homosexuales no nos hubieran mostrado la existencia real
de tal relación, íntima y necesaria además.
Los homosexuales han emprendido en nuestros días una enérgica campaña contra
la limitación que las leyes imponen a su actividad sexual y gustan de presentarse, por
boca de sus representantes teóricos, como una especie sexual diferenciada desde un
principio; esto es, como un grado sexual intermedio y un tercer sexo. Según ellos, son
hombres cuyas condiciones orgánicas los obligan desde su nacimiento a gustar del
hombre y a repeler, en cambio, a la mujer. Aunque por consideraciones de orden
humanitario pudiéramos inclinarnos a suscribir sus peticiones, no debemos, en cambio,
aceptar sus teorías, que han sido construidas sin tener en cuenta para nada la génesis
psíquica de la homosexualidad. El psicoanálisis nos ofrece los medios de llenar esta
laguna y contrastar las afirmaciones de los homosexuales. Le ha sido posible, en efecto,
Ilevar a cabo esta labor en cierto número, aunque no muy amplio, de sujetos, y todas las
investigaciones emprendidas hasta el momento han ofrecido el mismo sorprendente
resultado. En todos los homosexuales sometidos al análisis se descubre un intensísimo
enlace infantil, de carácter erótico y olvidado después por el individuo, a un sujeto
femenino, generalmente a la madre; enlace provocado o favorecido por la excesiva
ternura de la misma y apoyado después por un alejamiento del padre de la vida infantil
del hijo. Sadger hace resaltar que las madres de sus pacientes homosexuales eran en
muchos casos mujeres hombrunas, de enérgico carácter, que podían desplazar al padre
de su puesto en la vida familiar o sustituirle. En mis observaciones he hallado también
algunas veces estas mismas circunstancias; pero la relación causal a que nos venimos
refiriendo se me ha mostrado aún con mucha mayor evidencia en aquellos casos en los
que el padre falta desde un principio o murió dejando a su hijo en edad temprana y
entregado, por tanto, a la influencia femenina. Llega incluso a parecer que la existencia
de un padre enérgico garantiza al hijo la acertada decisión en su elección de objeto
sexual, o sea la elección de un objeto sexual del sexo opuesto.
Por escasamente conocida que nos sea la conducta sexual del gran artista e
investigador, hemos de considerar verosímil que sus contemporáneos no incurrieran en
groseros errores al juzgar su personalidad. A la luz de esta tradición se nos muestra
Leonardo como un hombre de actividad y necesidades sexuales en extremo reducidas,
cual si una aspiración más elevada le hubiera sustraído a la general necesidad animal de
los hombres.
En este Diario, que por lo demás suele silenciar -como los de otros muchos
mortales- los más importantes sucesos del día o dedicarles tan sólo dos palabras,
hallamos algunas apuntaciones que aparecen citadas por todos los biógrafos de
Leonardo, a causa de su extremada singularidad. Se refieren a pequeños gastos del
maestro, y muestran tan minuciosa escrupulosidad, que parecen provenir de un severo
padre de familia, excesivamente cuidadoso y ahorrativo, faltando, en cambio, toda
indicación sobre el empleo de sumas más cuantiosas y no existiendo nada que nos
pruebe que el artista era un hombre económico y cuidadoso de su dinero. Una de estas
anotaciones corresponde a la compra de una capa destinada a su discípulo Andrea
Salaino:
Una segunda nota, muy extensa y detallada, reúne todos los gastos que le había
ocasionado otro discípulo por sus malas cualidades y su inclinación al robo. «El día 21
de abril de 1490 comencé este libro y recomencé el caballo. Jacomo entró en mi casa eI
día de la Magdalena de 1490, a la edad de diez años. (Anotación marginal: Ladrón,
mentiroso, terco, glotón.) Al segundo día le mandé cortar un par de camisas, unos
pantalones y un jubón, y al sacar el dinero para pagar estos vestidos, me lo robó del
bolsillo, siendo imposible hacérselo confesar, aunque me constaba con absoluta
seguridad. (Nota marginal: 4 liras…) Luego continúa el relato de los crímenes del
pequeño y termina con la cuenta siguiente: `En el primer año: Una capa, 2 liras; 6
camisas, 4 liras; 3 jubones, 6 liras; 4 pares de medias, 7 liras, etc.'».
Florines
_______
SUMA.......................................................... 108
Gastos anteriores:
Al médico............................. 4
Azúcar y luces...................... 12 16
___
El poeta Merezhkovsky es el único autor que sabe decirnos quién era esta
Catalina. De otras breves anotaciones deduce que la madre de Leonardo, la pobre
labradora de Vinci, fue a Milán en 1493 para visitar a su hijo, hombre ya de cuarenta y
un años, y enfermó durante su estancia en la ciudad. Leonardo la llevó al hospital, y
cuando murió la enterró con todo decoro.
Esta hipótesis del sutil novelista ruso carece de pruebas que abonen su exactitud;
pero entraña tan alto grado de verosimilitud y se halla tan de acuerdo con todos los datos
que poseemos sobre la vida sentimental de Leonardo, que nos inclinamos a suponerla
cierta. Leonardo había logrado someter sus sentimientos al yugo de la investigación y
coartar así su libre exteriorización, pero hubo también ocasiones en las que lo reprimido
logró libertarse y surgir al exterior. La muerte de su madre habría sido una de estas
ocasiones. La cuenta antes reproducida de los gastos motivados por el entierro de
Catalina nos ofrece una manifestación, si bien deformada, hasta resultar irreconocible,
del dolor experimentado por el artista ante la muerte de su madre. Tal deformación nos
resulta incomprensible desde el punto de vista de los procesos anímicos normales. Pero
bajo las condiciones anormales de la neurosis, y especialmente de la llamada neurosis
obsesiva, hemos tropezado ya innumerables veces con procesos semejantes. Hemos
visto, efectivamente, que bajo estas condiciones queda desplazada, sobre actos
insignificantes e incluso pueriles, la manifestación de sentimientos muy intensos, pero
que la represión ha hecho inconscientes. La acción de sentimientos antinómicos a éstos
ha logrado debilitar hasta tal punto su manifestación, que su intensidad parece
insignificante; pero en la imperiosa obsesión que impone el acto pueril en el que se
exteriorizan, delata su verdadero poder, radicado en lo inconsciente y que la consciencia
quisiera negar. Sólo tal coincidencia con los procesos de la neurosis obsesiva puede
explicar la anotación hecha por Leonardo de los gastos del entierro de su madre. En su
inconsciente se hallaba Leonardo ligado aún a su madre, como de niño lo estuvo, por
una inclinación de matiz erótico. La energía contraria de la represión ulterior de este
amor infantil no permitió que le fuera erigido en el Diario un más digno monumento
conmemorativo; pero el resultado transaccional de este conflicto neurótico tenía que
hallar una exteriorización, y de este modo quedó anotada la cuenta, pasando a la
posteridad como un detalle incomprensible.
IV
Leonardo trabajó por espacio de cuatro años, quizá desde 1503 a 1507, en este
cuadro durante su segunda estancia en Florencia y contando ya más de medio siglo.
Según las noticias de Vasari, buscó las artes más escogidas para entretener a su bella
modelo y mantener en sus labios la enigmática sonrisa. De todos los delicados encantos
que su pincel reprodujo sobre el lienzo, sólo muy pocos conserva el retrato en su estado
actual. Mientras lo estuvo pintando pasó por ser lo más alto que el arte podía producir y,
sin embargo, no llegó a satisfacer a Leonardo, que no lo consideró terminado, se negó a
entregarlo a la persona que se lo había encargado y se lo llevó consigo a Francia, donde
Francisco I, su protector, lo adquirió para el Louvre.
Habremos, pues, de admitir que Leonardo halló tal sonrisa en su modelo y quedó
tan subyugado por su atractivo, que adornó con ella desde aquel momento todas las
libres creaciones de su fantasía. Esta hipótesis aparece expresada por A. Konstantinowa
en la forma siguiente:
«Durante el largo tiempo que el maestro dedicó al retrato de Monna Lisa, se
infundió con una tan intensa participación del sentimiento en los encantos de aquel
rostro femenino, que los transfirió luego -especialmente la enigmática sonrisa y la
singularísima mirada- a todos los rostros que más tarde hubo de pintar o dibujar, Así,
volvemos a hallar tales rasgos peculiarísimos en el San Juan Bautista del Louvre y sobre
todo en La Virgen con el Niño y Santa Ana, conservada también en este mismo museo.»
Pero también pudo ser otra la realidad. Algunos biógrafos de Leonardo han
sentido la necesidad de fundamentar más profundamente la perdurable fascinación que
la sonrisa de la Gioconda ejerció sobre el artista. Así, W. Pater, que ve en el retrato de
Monna Lisa «la encarnación de toda la experiencia amorosa de la humanidad civilizada»
y trata muy sutilmente de «aquella inexplicable sonrisa que en las figuras de Leonardo
parece hallarse unida a un funesto presagio», nos muestra una diferente orientación,
escribiendo:
ENTRE las anotaciones de los diarios de Leonardo hallamos una que atrae nuestra
atención por la importancia de su contenido y por una ligera falta de redacción.
El psicoanalista piensa de otro modo. Para él no hay nada, por insignificante que
aparezca, que no pueda constituir la expresión de procesos anímicos ocultos; ha
averiguado, hace mucho tiempo, que tales olvidos y repeticiones son
extraordinariamente significativos y que debemos quedar muy agradecidos a la
distracción cuando permite la revelación de sentimientos ocultos de todo otro momento.
Afirmaremos, pues, que también esta anotación, como las referentes a Catalina y a
los discípulos, corresponde a una ocasión en la que fracasó a Leonardo la represión de
sus afectos, logrando así una expresión deformada, elementos rigurosamente ocultos
durante largo tiempo. También su forma es análoga, mostrando igual pedantesco prurito
de exactitud e igual predominio de los números.
Tales repeticiones son calificadas por nosotros de perseveraciones, y constituyen
un excelente medio auxiliar para revelar la acentuación afectiva. Recuérdense, por
ejemplo, las coléricas palabras de San Pedro en el Paraíso dantesco contra su
representante en la tierra (Canto XXVII, v. 22 a 25):
Entre sus «profecías» hallamos algunas que tienen que ofender la sensibilidad de
los creyentes cristianos. Por ejemplo, una de las referentes al culto a las imágenes:
«Los hombres hablarán a hombres que nada oyen, que tienen abiertos los ojos y
no ven; hablarán con ellos y no recibirán respuesta; pedirán piedad a aquel que tiene
oídos y no oye y encenderán luces ante un ciego.»
O sobre las lamentaciones del Viernes Santo:
«En toda Europa Ilorarán innumerables pueblos la muerte de un solo hombre,
acaecida en Oriente.»
Se ha dicho que el arte de Leonardo despojó a las imágenes divinas de sus últimos
restos de rigidez eclesiástica y las humanizó para representar en ellas elevadas
sensaciones humanas. Muther le alaba, declarando que dominó un ambiente espiritual de
decadencia y devolvió a los hombres el derecho a la sensualidad y al alegre goce de la
vida. En las notas que nos muestran a Leonardo sumido en la investigación de los
grandes enigmas de la Naturaleza no faltan manifestaciones de admiración al creador,
última causa de tales magnos misterios; pero nada nos indica que quisiera conservar una
relación personal con dicho poder divino. Las frases en las que depositó la sabiduría de
los últimos años de su vida respiran la resignación del hombre que se somete a la
Ananch y las leyes de la Naturaleza, y no espera de la bondad o la gracia divinas
atenuación ninguna. Es casi indudable que Leonardo superó tanto la religión dogmática
como la personal, alejándose con su labor investigadora de la concepción cristiana del
universo.
«El gran pájaro emprenderá su vuelo desde el lomo de su gran cisne, colmando de
admiración al universo, llenando con su fama todos los escritos y conquistando eterna
gloria para el nido que le vio nacer». Probablemente esperaba llegar a volar alguna vez,
y por los sueños realizadores de deseos de los hombres sabemos qué felicidad promete la
realización de tal esperanza.
Mas, ¿por qué sueñan tanto los hombres con poder volar? El psicoanálisis nos da
la respuesta, mostrándonos que eI volar o ser un pájaro no es sino el disfraz de un deseo
distinto. La fábula de la cigüeña, con la que intentamos satisfacer la curiosidad infantil
sobre el origen de los niños; los falsos alados de los antiguos; el empleo, en alemán, de
la palabra vögeln (de Vogel: pájaro) como designación corriente de la actividad sexual,
y en italiano del sustantivo uccello (pájaro) para designar el miembro viril, son pequeños
fragmentos de una amplia totalidad demostrativa de que el deseo de poder volar en el
sueño no significa sino el ansia de ser apto para la función sexual. Es este un deseo que
surge en nuestros más tempranos años infantiles. Cuando el adulto piensa en su infancia,
se le aparece ésta como una edad dichosa, en la que gozaba del momento presente y
avanzaba hacia el futuro sin que ningún deseo le atormentase. Tal representación le hace
considerar dignos de envidia a los niños. Pero si éstos pudieran manifestarnos
tempranamente su opinión, nos proporcionarían con seguridad datos muy diferentes.
Parece, en efecto, que la infancia no es aquel dichoso idilio que luego imaginamos. Por
el contrario, los niños se sienten fustigados durante toda su infancia por el deseo de
llegar a ser mayores y poder hacer lo que los adultos. Este deseo domina todos sus
juegos. Cuando en el curso de su investigación sexual sospecha el infantil sujeto que en
este terreno, tan enigmático e importante para él, puede el adulto realizar algo muy
especial, que a él le está prohibido incluso saber, experimenta un poderoso deseo de
adquirir dicha capacidad y sueña con ella bajo el disfraz del vuelo o prepara este disfraz
para sus sueños posteriores. Así, pues, la aviación, resuelta ya, por fin, en nuestros
tiempos, posee también su raíz erótica.
Los juegos y extravagancias que Leonardo toleraba a su fantasía han inducido con
gran frecuencia en grave error a sus biógrafos, desconocedores de esta característica del
gran artista. Entre los manuscritos milaneses de Leonardo se encuentran, por ejemplo,
borradores de cartas a «Diodario de Sorio (Siria), ministro del sagrado sultán de
Babilonia», en las que se presenta Leonardo como ingeniero enviado a aquellos
territorios del Oriente para Ilevar a cabo determinados trabajos, se defiende de un
supuesto reproche de holganza, expone descripciones geográficas de ciudades y
montañas y describe, por último, un importantísimo suceso, del que fue testigo durante
su estancia en aquellos parajes.
VI
SERÍA inútil pretender engañarse ocultándose que los lectores no gustan hoy de la
Patografía. Su repulsa se disimula bajo el reproche de que la investigación patográfica
de un grande hombre no conduce nunca a la inteligencia de su significación ni de su
obra, siendo, por tanto, un inútil capricho estudiar en él cosas que podemos hallar en
cualquier ente vulgar. Pero esta crítica es tan evidentemente injusta, que sólo como
pretexto o encubrimiento de otras ideas distintas puede resultarnos comprensible. La
Patografía no se propone hacer comprensible la obra del grande hombre y mal puede
reprocharse a nadie el incumplimiento de algo que no ha prometido. Los verdaderos
motivos de la oposición son muy distintos y los hallamos en cuanto reflexionemos que
los biógrafos se muestran siempre singularmente fijados a su héroe. Con gran frecuencia
lo han elegido impulsados por motivos puramente personales, de orden sentimental, que
se lo hicieron simpático de antemano. De este modo se entregan a una labor de
idealización, que aspiran a incluir al grande hombre en la serie de sus modelos infantiles
y quizá a resucitar en él la representación paterna infantil. En favor de este deseo, borran
los rasgos individuales de su fisonomía, disimulan las huellas de sus luchas con
resistencias interiores y exteriores, le despojan de toda debilidad e imperfección
humanas y nos ofrecen entonces una helada figura ideal, ajena por completo a nosotros,
en lugar del hombre al que podíamos sentirnos afines, siquiera fuese lejanamente. Esta
conducta es muy de lamentar, pues con ella sacrifican la verdad a una ilusión y
renuncian en favor de sus fantasías infantiles a una ocasión de penetrar en los más
atractivos secretos de la naturaleza humana. Leonardo mismo, con su amor a la verdad y
su deseo de saber, no hubiera rechazado la tentativa de deducir de las pequeñas rarezas y
singularidades de su personalidad las condiciones de su desarrollo anímico e intelectual.
La mejor manera de honrarle será obrar aquí como él hubiera obrado. En nada
disminuiremos su grandeza estudiando los sacrificios que hubo de costarle el paso de la
infancia a la madurez y reuniendo los factores que imprimieron a su persona el trágico
estigma del fracasado.
Haremos constar especialmente que nunca hemos contado a Leonardo entre los
neuróticos o «enfermos de los nervios», como impropiamente se los denomina. Aquellos
que se lamentan de vernos aplicar al gran artista conocimientos de orden patológico,
muestran hallarse limitados por prejuicios a los que hoy en día no se concede ya valor
ninguno, muy justificadamente.
No creemos ya que la salud y la enfermedad, lo normal y lo nervioso, puedan ser
precisamente diferenciados ni que los caracteres neuróticos deban ser considerados
como prueba de inferioridad. Sabemos hoy que los síntomas neuróticos son formaciones
sustitutivas de ciertos rendimientos de la represión que hemos de llevar a cabo en el
curso de nuestro desarrollo desde el niño al hombre civilizado, y sabemos también que
todos producimos tales formaciones sustitutivas y que sólo su número, intensidad y
distribución justifican el concepto práctico de enfermedad y la deducción de una
inferioridad constitucional. Por los pequeños rasgos que de la personalidad de Leonardo
nos son conocidos, debemos considerarle próximo a aquel tipo neurótico que
designamos con el nombre de «tipo obsesivo», comparando su actividad investigadora
con la «mediación obsesiva» del neurótico y sus coerciones con las abulias del mismo.
Un poderoso avance de la represión puso fin a este exceso infantil y determinó las
disposiciones que habían de surgir en los años de la pubertad. EI apartamiento de toda
actividad groseramente sexual será el resultado más evidente de la transformación.
Leonardo podrá vivir en completa abstinencia y hacer la impresión de un hombre
asexual. Cuando las ondas de la excitación concomitante a la pubertad Ileguen hasta el
adolescente, no le harán, sin embargo, enfermar, obligándole a formaciones sustitutivas
costosas y perjudiciales. La parte más considerable de la necesidad del instinto sexual
podrá quedar sublimada merced al temprano predominio del ansia sexual de saber, en un
deseo general de saber, y escapará así a la represión. Otra parte, mucho menos
importante:, de la libido permanecerá orientada hacia fines sexuales y representará la
atrofiada vida sexual del adulto. A consecuencia de la represión del amor a la madre,
quedará transformado este resto de libido en una disposición homosexual y se
manifestará en forma de pederastia ideal. La fijación a la madre y a los dichosos
recuerdos de su comercio con ella quedará perdurablemente conservada en lo
inconsciente, pero permanecerá, por lo pronto, inactiva. Así, pues, las aportaciones del
instinto sexual a la vida anímica de Leonardo quedan repartidas entre la represión, la
fijación y la sublimación.
Pero, ¿no deberemos acaso rechazar los resultados de una investigación que
atribuye a los azares de la constelación paterno-materna una influencia tan decisiva
sobre el destino de un hombre, y hace depender, por ejemplo, el de Leonardo de su
nacimiento ilegítimo y de la esterilidad de Donna Albiera, su primera madrastra? No
creo haya derecho a una tal repulsa. Considerando que el azar es indigno de decidir
nuestro destino, no hacemos sino recaer en la concepción piadosa del universo, cuyo
vencimiento preparó el mismo Leonardo al escribir que el sol no se movía.
Naturalmente, nos irrita que durante nuestra temprana infancia, tan impotente y
necesitada de auxilio, no seamos protegidos por un Dios de justicia o un bondadoso
poder previsor contra tales influencias. Pero al pensar así olvidamos que realmente todo
es casual en nuestra vida, desde nuestra génesis por el encuentro del espermatozoo y el
óvulo, casualidad que por esta misma razón participa, sin embargo, en la normatividad y
necesidad de la Naturaleza, faltándole únicamente una relación con nuestros deseos e
ilusiones. La distribución de la determinación de nuestra vida entre las «necesidades» de
nuestra constitución y los «accidentes» de nuestra infancia no se halla, quizá, fijamente
establecida todavía; pero no podemos dudar de la importancia de nuestros primeros años
infantiles. En general, mostramos aún poco respeto a la Naturaleza, que, según las
oscuras palabras de Leonardo, análogas a otras del Hamlet shakesperiano, la natura è
piena d'infinite ragioni che non furono mai in isperienza: «Cada una de las criaturas
humanas corresponde a uno de los infinitos experimentos en los que estas ragioni
intentan pasar a la experiencia.»
LI
1910
(Página 7.) «Ante estos y muchos otros casos análogos de significación antitética
(véase el apéndice) no cabe duda de que por lo menos en un idioma ha habido
muchísimas palabras que designaban una cosa y simultáneamente la antítesis de la
misma. Por extraño que sea, estamos ante un hecho y hemos de contar con él.»
El autor rechaza luego la explicación de esta circunstancia por homofonía casual,
e igualmente la atribución de la misma a un nivel deficiente de la evolución intelectual
de los egipcios.
(Página 9.) «Egipto no era en modo alguno la patria de lo absurdo, sino, muy al
contrario, una de las primeras sedes de la evolución de la razón humana… Conocía una
moral pura y digna y había ya formulado gran parte de los diez mandamientos cuando
los pueblos a los que pertenece la civilización actual ofrecían aún sacrificios humanos a
ídolos sanguinarios. Un pueblo que encendió en épocas tan tenebrosas la antorcha de la
justicia y la cultura no puede haber sido estúpido en su lenguaje y en su pensamiento
cotidianos…»
Hombres que sabían fabricar el vidrio y levantar y mover, como con máquinas,
enormes bloques de piedra hubieron de tener, sin duda alguna, agudeza suficiente para
no ver una cosa simultáneamente como tal y como su contraria. Mas ¿cómo conciliar
esta idea con el hecho de que los egipcios se permitieran un lenguaje contradictorio tan
singular? ¿Con el hecho de que acostumbraran, en general, dar un solo y mismo
substrato fonético a las ideas más antagónicas y a enlazar en una especie de unión
indisoluble lo que más se oponía recíprocamente?
Sin embargo, la solución del enigma es más fácil de lo que parece. Nuestros
conceptos nacen por comparación. «Si siempre fuera día claro, no distinguiríamos entre
claridad y oscuridad y, por consiguiente, no poseeríamos el concepto de la claridad ni la
palabra correspondiente…» «Todo en este mundo es relativo, y sólo tiene existencia
independiente en cuanto es diferenciado de otras cosas y en sus relaciones con ellas…»
«Siendo así todo concepto la pareja de su antítesis, ¿cómo podría ser pensado por vez
primera y comunicado a quienes intentaban pensarlo, si no es por comparación con su
antítesis?»
(Página 15.) «No siendo posible concebir el concepto de la fuerza más que por
contraposición a la debilidad, la palabra que designaba lo «fuerte» integraba una
reminiscencia a lo «débil», por ser aquello merced a lo cual logró existencia. Tal palabra
no designaba en realidad ni lo «fuerte» ni lo «débil», sino la relación entre ambos y la
diferencia entre ambos, las cuales crearon igualmente lo uno y lo otro…» «El hombre no
ha podido conquistar sus conceptos más antiguos y más simples si no es por
contraposición a sus contrarios, y sólo paulatinamente ha aprendido a discriminar los
dos elementos de la antítesis y a pensar el uno sin necesidad de una comparación
consciente con el otro.»
Dado que el lenguaje no sirve tan sólo para la expresión de los pensamientos
propios, sino esencialmente para la comunicación de los mismos, podemos preguntarnos
en qué forma el «egipcio primitivo» daba a conocer a sus semejantes «a cuál de los
elementos del concepto ambiguo se refería en cada caso». En la escritura se hacía con
ayuda de las llamadas imágenes «determinativas», las cuales, colocadas detrás de las
letras, indicaban el sentido de las mismas, pero sin estar destinadas a la pronunciación.
(Página 18.) «Cuando la palabra egipcia ken debe significar «fuerte», lleva detrás
de su fonema, alfabéticamente escrito, la imagen de un hombre erguido y armado, y
cuando la misma palabra ha de significar «débil», sigue a las letras que representan el
fonema la imagen de un hombre acurrucado y laxo. Análogamente, la mayoría de las
demás palabras equívocas son acompañadas de imágenes aclaratorias.»
Según Abel, en el lenguaje hablado servía el gesto para dar a la palabra
pronunciada el sentido deseado.
A juicio de nuestro autor, es en las «raíces más antiguas» en las que se observa
este fenómeno del doble sentido antitético. En el curso posterior de la evolución del
lenguaje desapareció tal equívoco, y por lo menos en el antiguo egipcio se hace posible
perseguir todas las transiciones sucesivas hasta la unidad de sentido del vocabulario
moderno. «Las palabras que entrañaban originalmente dos sentidos se dividen cada una
en el lenguaje posterior en dos de sentido único ocupando cada uno de los dos sentidos
opuestos una suavización (modificación) distinta de la misma raíz.» Así, ya en los
jeroglíficos la palabra ken, «fuerte-débil», se disocia en ken, «fuerte», y kan, «débil».
«Dicho de otro modo: los conceptos que sólo antitéticamente pudieron ser hallados se
hacen ya con el tiempo lo bastante familiares al intelecto humano para otorgar a cada
uno de sus dos elementos una existencia independiente y crear para cada uno su especial
representación fonética.»
Abel hace resaltar, además, que ya el filósofo Bain, sin que al parecer tuviera
conocimiento de los fenómenos efectivamente dados, y sólo por razones puramente
teóricas, propugnó el doble sentido de las palabras como una necesidad lógica. El pasaje
correspondiente (Logic, I, 54) comienza con las frases que siguen:
«The essential relativity of all knowledge, thought or consciousness cannot but
show itself in language. If everything that we can know is viewed as a transition from
something else, every experience must have two sides; and either every name must have
a double meaning, or else for every meaning there must be two names.»
En su tratado sobre El origen del lenguaje (l.c., pág. 305) llama Abel la atención
sobre otras huellas de antiguas dificultades del pensamiento. Los ingleses dicen todavía
hoy para expresar «sin» without, o sea «consin», y lo mismo los habitantes de la Prusia
oriental (mitohne). La palabra with misma, que hoy corresponde a nuestro «con»,
significó originariamente también «sin», como puede verse todavía por las palabras
withdraw (marcharse) y withhold (sustraer). Este mismo cambio se nos muestra en las
palabras alemanas wider (contra) y wieder (unido a).
1910
Si abarcamos ahora en una ojeada los distintos elementos del cuadro descrito, o
sea las condiciones de falta de libertad y ligereza sexual de la amada, su alta valoración,
la necesidad de sentir celos, la fidelidad, compatible, no obstante, con la sustitución de
un objeto por otro en una larga serie, y, por último, la intención redentora, no
supondremos probable que todos estos caracteres tengan su origen en una sola fuente. Y,
sin embargo, la investigación psicoanalítica de la vida de estos sujetos no tarda en
descubrirnos tal fuente común. Su elección de objeto, tan singularmente determinada, y
su extraña conducta amorosa tienen el mismo origen psíquico que la vida erótica del
individuo normal. Se derivan de la fijación infantil del cariño a la persona de la madre y
constituyen uno de los desenlaces de tal fijación. La vida erótica normal no muestra ya
sino muy pocos rasgos que delaten el carácter prototípico de dicha fijación para la
ulterior elección del objeto; por ejemplo, la predilección de los jóvenes por las mujeres
maduras. En estos casos, la libido del sujeto se ha desligado relativamente pronto de la
madre. Por el contrario, en nuestro tipo, la libido ha continuado aún ligada a la madre
después de la pubertad, y durante tanto tiempo que los caracteres maternos permanecen
impresos en los objetos eróticos ulteriormente elegidos, los cuales resultan así
subrogados maternos fácilmente reconocibles. Se nos impone aquí la comparación con
la estructura craneana del recién nacido, en la que se nos ofrece un vaciado de la pelvis
materna.
Habremos de probar ahora que los rasgos característicos de nuestro tipo, tanto en
lo que se refiere a las condiciones de su elección de objeto como a su conducta amorosa,
proceden realmente de la constelación materna. Nada más fácil en cuanto a la primera
condición, la de la dependencia previa de la mujer o del «tercero perjudicado». Es
evidente que para el niño criado en familia la pertenencia de la madre al padre
constituye un atributo esencial de la figura materna. Así pues, el tercero «perjudicado»
no es sino el padre mismo. Tampoco resulta difícil integrar en la constelación materna la
exagerada valoración que lleva al sujeto a considerar único e insustituible el objeto de
cada uno de sus amoríos; nadie ha tenido más de una madre, y nuestra relación con ella
se basa en un hecho indubitable y que no puede repetirse.
Si los objetos eróticos elegidos por nuestro tipo han de ser, ante todo, subrogados
de la figura materna, nos explicaremos asimismo su repetida sustitución en serie; tan
incompatible, al parecer, con el firme propósito de fidelidad, característico de estos
sujetos. El psicoanálisis nos enseña también en casos de distinto orden que aquellos
elementos que actúan en lo inconsciente como algo insustituible suelen exteriorizar su
actividad provocando la formación de series inacabables, puesto que ninguno de los
subrogados proporciona la satisfacción anhelada. Así, el insaciable preguntar de los
niños en una edad determinada depende de una sola interrogación, que no se atreven a
formular, y la inagotable verbosidad de ciertos neuróticos es producto del peso de un
secreto que quiere surgir a la luz, pero que ellos no revelan, a pesar de todas las
tentaciones.
1910
Así, pues, si los trastornos psicógenos de la visión reposan, como hemos hallado,
sobre el hecho de que ciertas representaciones enlazadas a la visión permanecen alejadas
de la consciencia, la opinión psicoanalítica habrá de suponer que tales representaciones
han entrado en pugna con otras más fuertes, a las que reunimos bajo el nombre del yo
como concepto común, diferentemente compuesto en cada caso, y han sucumbido así a
la represión. Pero, ¿de dónde puede proceder tal pugna, conducente a la represión, entre
el yo y ciertos grupos de representaciones? Esta interrogación no podía plantearse antes
del psicoanálisis, pues con anterioridad a ella no se sabía nada del conflicto psíquico ni
de la represión. Nuestras investigaciones nos han permitido dar la respuesta demandada.
Hemos dedicado atención a la significación de los instintos para la vida ideológica y
hemos descubierto que cada instinto intenta imponerse, avivando las representaciones
adecuadas a sus fines. Estos instintos no se muestran siempre compatibles unos con
otros, y sus intereses respectivos entran muchas veces en conflicto. Las antítesis de las
representaciones no son sino la expresión de las luchas entre los diversos instintos.
Esta relación de los órganos de doble función con el yo consciente y con la visión
en los órganos motores; por más perceptible que en los órganos de la visión, en los
órganos motores; por ejemplo, cuando la mano que se proponía llevar a efecto una
agresión sexual queda inmovilizada por una parálisis histérica y no puede ya realizar
movimiento ninguno, como si persistiera siempre obstinadamente en la ejecución de
aquella única inervación reprimida, o cuando los dedos de una persona que se ha
impuesto la renuncia a la masturbación se niegan ya a ejecutar los ágiles movimientos
exigidos por el piano o el violín.
Con respecto al órgano visual, traducimos nosotros los oscuros procesos psíquicos
que presiden la represión del placer sexual visual y la génesis de la perturbación
psicógena de la visión, suponiendo que en el interior del individuo se alza una voz
punitiva que le dice: «Por haber querido hacer un mal uso de tus ojos, utilizándolos para
satisfacer tu sexualidad, mereces haber perdido la vista», justificando así el desenlace
del proceso. Interviene también aquí, en cierto modo, la idea del Talión, resultando así
que nuestra explicación de los trastornos visuales psicógenos coincide realmente con la
que hallamos en mitos y leyendas. En la bella leyenda de lady Godiva, todos los vecinos
se recluyen en sus casas y cierran sus ventanas para hacer menos penosa a la dama su
exhibición, desnuda sobre un caballo, por las calles de la ciudad. El solo hombre que
espía a través de las maderas de su ventana al paso de la desnuda belleza pierde, en
castigo, la vista. No es éste el único ejemplo que nos hace sospechar que la neurosis
encierra también la clave de la Mitología.
1910
I. COMENTARIOS PRELIMINARES
Todos los presentes habrán escuchado con profunda satisfacción el alegato del
educador que ha tomado la palabra para exonerar del peso de una acusación injustificada
a la institución que le es más cara. Bien sé que, de todos modos, sentíanse ustedes
reacios a creer con ligereza la acusación de que la escuela induciría a sus escolares al
suicidio. No dejamos, sin embargo, que nos arrastre demasiado nuestra simpatía hacia la
parte que ha sido aquí víctima de una injusticia. En efecto, no todos los argumentos del
educador que me ha precedido en el uso de la palabra me parecen irrebatibles. Si las
víctimas de los suicidios juveniles no se hallan sólo entre los escolares secundarios, sino
también entre los aprendices de artes y oficios, y también en otros, tal circunstancia no
basta para exonerar a la educación secundaria, sino que impone más bien la
interpretación de que el colegio reemplaza ante sus educandos aquellos traumas que
otros adolescentes experimentan en sus particulares condiciones de vida. La escuela
secundaria, empero, ha de cumplir algo más que abstenerse simplemente de impulsar a
los jóvenes al suicidio: ha de infundirles el placer de vivir y ofrecerles apoyo y asidero
en un período de su vida en el cual las condiciones de su desarrollo los obligan a soltar
sus vínculos con el hogar paterno y con la familia. Me parece indudable que la
educación secundaria no cumple tal misión y que en múltiples sentidos queda muy a la
zaga de constituir un sucedáneo para la familia y despertar el interés por la existencia en
el gran mundo. No es esta la ocasión de plantear la crítica de la educación secundaria en
su estado actual; séame permitido, sin embargo, destacar un único factor. La escuela
nunca debe olvidar que trata con individuos todavía inmaduros, a los cuales no se puede
negar el derecho de detenerse en determinadas fases evolutivas, por ingratas que éstas
sean. No pretenderá arrogarse la inexorabilidad de la existencia; no querrá ser más que
un jugar a la vida.
1910-1911 (1911)
HEMOS advertido hace ya mucho tiempo que toda neurosis tiene la consecuencia
de apartar al enfermo de la vida real, extrañándole de la realidad. Este hecho no hubo
tampoco de escapar a la observación de P. Janet, el cual nos habla de una pérdida de la
fonction du réel, como de un carácter especial de los neuróticos, aunque sin indicarnos el
enlace de esta perturbación con las condiciones fundamentales de la neurosis.
1) Ante todo, las nuevas exigencias impusieron una serie de adaptaciones del aparato
psíquico, sobre las cuales no podemos dar sino ligeras indicaciones, pues nuestro
conocimiento es aún en este punto, muy incompleto e inseguro.
La mayor importancia adquirida por la realidad externa elevó también la de los
órganos sensoriales vueltos hacia el mundo exterior y la de la consciencia, instancia
enlazada a ellos, que hubo de comenzar a aprehender ahora las cualidades sensoriales y
no tan sólo las de placer y displacer, únicas interesantes hasta entonces. Se constituyó
una función especial -la atención-, cuyo cometido consistía en tantear periódicamente el
mundo exterior, para que los datos del mismo fueran previamente conocidos en el
momento de surgir una necesidad interna inaplazable. Esta actividad sale al encuentro de
las impresiones sensoriales en lugar de esperar su aparición. Probablemente se estableció
también, al mismo tiempo, un sistema encargado de retener los resultados de esta
actividad periódica de la consciencia, una parte de lo que llamamos memoria.
En lugar de la represión que excluía de toda carga psíquica una parte de las
representaciones emergentes, como susceptibles de engendrar displacer, surgió el
discernimiento, instancia imparcial propuesta a decidir si una representación
determinada es verdadera o falsa, esto es, si se halla o no de acuerdo con la realidad, y
que lo decide por medio de su comparación con las huellas mnémicas de la realidad.
La descarga motora, que durante el régimen del principio de la realidad había
servido para descargar de los incrementos de estímulo el aparato psíquico, y había
cumplido esta misión por medio de inervaciones transmitidas al interior del cuerpo
(mímica expresión de los afectos), quedó encargada ahora de una nueva función, siendo
empleada para la modificación adecuada de la realidad y transformándose así en acción.
3) La sustitución del principio del placer por el principio de la realidad, con todas sus
consecuencias psíquicas, expuesta aquí esquemáticamente en una única fórmula, no se
desarrolla en realidad de una vez, ni tampoco simultáneamente en toda la línea, y
mientras los instintos del yo van sufriendo esta evolución, se separan de ellos los
instintos sexuales. Estos instintos observan al principio una conducta autoerótica,
encuentran su satisfacción en el cuerpo mismo del sujeto, y de este modo no llegan
nunca a sufrir la privación impuesta por la instauración del principio de la realidad.
Cuando más tarde se inicia en ellos el proceso de la elección de objeto, no tarda en
quedar interrumpido por el período de latencia, que retrasa hasta la pubertad el
desarrollo sexual. Estos dos factores, autoerotismo y período de latencia, provocan un
estacionamiento del desarrollo psíquico del instinto sexual y lo retienen aún por mucho
tiempo bajo el dominio del principio del placer, al cual no logra sustraerse nunca en
muchos individuos.
4) Así como el yo sometido al principio del placer no puede hacer más que desear,
laborar por la adquisición del placer y eludir al displacer, el yo, regido por el principio
de la realidad, no necesita hacer más que tender a lo útil y asegurarse contra todo posible
daño. En realidad, la sustitución del principio del placer por el principio de la realidad
no significa una exclusión del principio del placer, sino tan sólo un afianzamiento del
mismo. Se renuncia a un placer momentáneo, de consecuencias inseguras, pero tan sólo
para alcanzar por el nuevo camino un placer ulterior y seguro. Pero la impresión
endopsíquica de esta sustitución ha sido tan poderosa, que se refleja en un mito religioso
especial. La doctrina de que la renuncia -voluntaria o impuesta- a los placeres terrenales
tendrá en el más allá su recompensa no es más que la proyección mística de esta
transformación psíquica. Siguiendo consecuentemente este modelo, las religiones han
podido imponer la renuncia absoluta al placer terrenal contra la promesa de una
compensación en una vida futura. Pero no han conseguido derrocar el principio del
placer. El mejor medio para ello habrá de ser la ciencia, que ofrece también placer
intelectual durante el trabajo y una ventaja práctica final.
5) La educación puede ser descrita como un estímulo al vencimiento del principio del
placer y a la sustitución del mismo por el principio de la realidad. Tiende, por tanto, a
procurar una ayuda al desarrollo del yo, ofrece una prima de atracción para conseguir
este fin, el cariño de los educadores, y fracasa ante la seguridad del sujeto infantil de
poseer incondicionalmente tal cariño y no poder perderlo en ningún modo.
6) El arte consigue conciliar ambos principios por su camino peculiar. El artista es,
originariamente, un hombre que se aparta de la realidad, porque no se resigna a aceptar
la renuncia a la satisfacción de los instintos por ella exigida en primer término, y deja
libres en su fantasía sus deseos eróticos y ambiciosos. Pero encuentra el camino de
retorno desde este mundo imaginario a la realidad, constituyendo con sus fantasías,
merced a dotes especiales, una nueva especie de realidades, admitidas por los demás
hombres como valiosas imágenes de la realidad. Llega a ser así realmente, en cierto
modo, el héroe, el rey, el creador o el amante que deseaba ser, sin tener que dar el
enorme rodeo que supondría la modificación real del mundo exterior a ello conducente.
Pero si lo consigue es tan sólo porque los demás hombres entrañan igual insatisfacción
ante la renuncia impuesta por la realidad y porque esta satisfacción resultante de la
sustitución del principio del placer por el principio de la realidad es por sí misma una
parte de la realidad.
7) En tanto que el yo realiza su evolución desde el régimen del principio del placer al del
principio de la. realidad, los instintos sexuales experimentan aquellas modificaciones
que los conducen desde el autoerotismo primitivo, y a través de diversas fases
intermedias, el amor objetivado, en servicio de la función reproductora. Si es exacto que
cada uno de los grados de estas dos trayectorias evolutivas pueden llegar a ser el
substrato de una disposición a ulteriores afecciones neuróticas, podremos suponer que la
forma de esta neurosis ulterior (la elección de neurosis) dependerá de la fase de la
evolución del yo y de la libido en la que haya tenido efecto la inhibición del desarrollo,
causa de la disposición. Los caracteres temporales de los dos desarrollos, aún no
estudiados, y sus posibles desplazamientos recíprocos, presentan insospechada
importancia.
Para disculpar los defectos del presente trabajo, más preparatorio que expositivo,
no bastará quizá declararlos inevitables. Al referirnos a las consecuencias psíquicas de la
adaptación al principio de la realidad hemos tenido que indicar opiniones que
hubiéramos preferido reservar aún por algún tiempo, y cuya justificación ha de exigir
considerable trabajo. Pero quiero esperar que los lectores benévolos advertirán sin
dificultad dónde comienza también en este ensayo el régimen del principio de la
realidad.
LVI
1911
Este nombre se pronuncia Jehovah, dándole los signos vocales del nombre Adonai
(«Señor»), no prohibido. (S. Reinach: Cultes, Mythes et Religions, tomo I, pág. 1, 1905.)
LVII
1911
El médico habrá averiguado, desde luego, en este caso, algo que de otro modo le
hubiera escapado; pero el hecho de que el médico sepa algo no equivale a que lo sepa el
enfermo. En otro lugar estudiaremos la significación de esta diferencia en la técnica del
psicoanálisis.
Mencionaré todavía otro tipo especial de sueños que, por sus condiciones, sólo
pueden surgir en el curso de una cura psicoanalítica y suelen extrañar o inducir en error
al médico. Son éstos los llamados sueños «corroborativos», fácilmente interpretables y
cuya traducción nos ofrece solamente aquello mismo que la cura había deducido en los
últimos días del material de ocurrencias diurnas. Parece así como si el enfermo hubiese
tenido la amabilidad de producir, en forma de sueño, precisamente aquello que se le ha
«sugerido» inmediatamente antes. Pero el analista experimentado se resiste a creer en
tales amabilidades del enfermo; considera estos sueños como una grata confirmación de
sus deducciones y comprueba que sólo aparecen bajo determinadas condiciones de la
influencia ejercida por el tratamiento. La mayoría de los sueños se anticipan, por el
contrario, a la cura y ofrecen así, una vez despojados de lo ya conocido y comprensible,
una indicación más o menos precisa de algo que hasta entonces había permanecido
oculto.
LVIII
1912
Es, por tanto, perfectamente normal y comprensible que la carga de libido que el
individuo parcialmente insatisfecho mantiene esperanzadamente pronta se oriente
también hacia la persona del médico. Conforme a nuestra hipótesis, esta carga se atendrá
a ciertos modelos, se enlazará a uno de los clisés dados en el sujeto de que se trate o,
dicho de otro modo, incluirá al médico en una de las «series» psíquicas que el paciente
ha formado hasta entonces.
Conforme a la naturaleza de las relaciones del paciente con el médico, el modelo
de esta inclusión habría de ser el correspondiente a la imagen del padre (según la feliz
expresión de Jung). Pero la transferencia no tiene que seguir obligadamente este
prototipo, y puede establecerse también conforme a la imagen de la madre o del
hermano, etc. Aquellas peculiaridades de la transferencia sobre el médico, cuya
naturaleza e intensidad no pueden ya justificarse racionalmente, se nos hacen
comprensibles al reflexionar que dicha transferencia no ha sido establecida únicamente
por las representaciones libidinosas conscientes, sino también por las retenidas o
inconscientes.
Una vez vencido éste, los demás elementos del complejo no crean grandes
dificultades. Cuando más se prolonga una cura analítica y más claramente va viendo el
enfermo que las deformaciones del material patógeno no constituyen por sí solas una
protección contra el descubrimiento del mismo, más consecuentemente se servirá de una
clase de deformación que le ofrece, sin disputa, máximas ventajas: de la deformación
por medio de la transferencia, Ilegándose así a una situación en la que todos los
conflictos han de ser combatidos ya sobre el terreno de la transferencia.
¿De qué proviene que la transferencia resulte tan adecuada para constituirse en un
arma de la resistencia? A primera vista no parece difícil la respuesta. Es indudable que la
confesión de un impulso optativo ha de resultar más difícil cuando ha de llevarse a cabo
ante la persona a la cual se refiere precisamente dicho impulso. Esta imposición provoca
situaciones que parecen realmente insolubles, y esto es, precisamente, lo que quiere
conseguir el analizado cuando hace coincidir con el médico el objeto de sus impulsos
sentimentales. Pero una reflexión más detenida nos muestra que esta ventaja aparente no
puede ofrecernos la solución del problema. Una relación de tierna y sumisa adhesión
puede también ayudar a superar todas las dificultades de la confesión. Así, en
circunstancias reales análogas, solemos decir: «Delante de ti no tengo por qué
avergonzarme; a ti puedo decírtelo todo.» La transferencia sobre el médico podría, pues,
servir lo mismo para facilitar la confesión, y no podríamos explicaros por qué provoca
una dificultad.
La solución del enigma está, por tanto, en que la transferencia sobre el médico
sólo resulta apropiada para constituirse en resistencia en la cura, en cuanto es
transferencia negativa o positiva de impulsos eróticos reprimidos. Cuando suprimimos la
transferencia, orientando la conciencia sobre ella, nos desligamos de la persona del
médico más que estos dos componentes del sentimiento. El otro componente, capaz de
conciencia y aceptable, subsiste y constituye también, en el psicoanálisis como en los
demás métodos terapéuticos, uno de los substratos del éxito. En esta medida
reconocemos gustosamente que los resultados del psicoanálisis reposan en la sugestión,
siempre que se entienda por sugestión aquello que, con Ferenczi, vemos nosotros en él;
el influjo ejercido sobre un sujeto por medio de los fenómenos de transferencia en él
posibles. Paralelamente cuidamos de la independencia final del enfermo, utilizando la
sugestión para hacerle llevar a cabo una labor psíquica que trae necesariamente consigo
una mejora permanente de su situación psíquica.
Pero con todas estas explicaciones no hemos examinado aún más que uno de los
lados del fenómeno de la transferencia, y es necesario dedicar también alguna atención a
otro de los aspectos del mismo. Quienes han apreciado exactamente cómo el analizado
es apartado violentamente de sus relaciones reales con el médico en cuanto cae bajo el
dominio de una intensa resistencia por transferencia, cómo se permite entonces infringir
la regla psicoanalítica fundamental de comunicar, sin crítica alguna, todo lo que acuda a
su pensamiento, cómo olvida los propósitos con los que acudió al tratamiento y cómo le
resultan ya indiferentes deducciones y conclusiones lógicas que poco antes hubieron de
causarle máxima impresión; quienes han podido apreciar justamente todo esto sentirán
la necesidad de explicárselo por la acción de otros factores distintos de los ya citados
hasta aquí, y en efecto, tales factores existen, y no muy lejos; surgen nuevamente de la
situación psíquica en la que la cura ha colocado el analizado.
1912
En realidad, esta técnica es muy sencilla. Rechaza todo medio auxiliar, incluso,
como veremos, la mera anotación, y consiste simplemente en no intentar retener
especialmente nada y acogerlo todo con una igual atención flotante. Nos ahorramos de
este modo un esfuerzo de atención imposible de sostener muchas horas al día y evitamos
un peligro inseparable de la retención voluntaria, pues en cuanto esforzamos
voluntariamente la atención con una cierta intensidad comenzamos también, sin
quererlo, a seleccionar el material que se nos ofrece: nos fijamos especialmente en un
elemento determinado y eliminamos en cambio otro, siguiendo en esta selección
nuestras esperanzas o nuestras tendencias. Y esto es precisamente lo que más debemos
evitar. Si al realizar tal selección nos dejamos guiar por nuestras esperanzas, correremos
el peligro de no descubrir jamás sino lo que ya sabemos, y si nos guiamos por nuestras
tendencias, falsearemos seguramente la posible percepción. No debemos olvidar que en
la mayoría de los análisis oímos del enfermo cosas cuya significación sólo a posteriori
descubrimos.
Como puede verse, el principio de acogerlo todo con igual atención equilibrada es
la contrapartida necesaria de la regla que imponemos al analizado, exigiéndole que nos
comunique, sin crítica ni selección algunas, todo lo que se le vaya ocurriendo. Si el
médico se conduce diferentemente, anulará casi por completo los resultados positivos
obtenidos con la observación de la «regla fundamental psicoanalítica» por parte del
paciente. La norma de la conducta del médico podría formularse como sigue: Debe
evitar toda influencia consciente sobre su facultad retentiva y abandonarse por completo
a su memoria inconsciente. O en términos puramente técnicos: Debe escuchar al sujeto
sin preocuparse de si retiene o no sus palabras.
Lo que así conseguimos basta para satisfacer todas las exigencias del tratamiento.
Aquellos elementos del material que han podido ser ya sintetizados en una unidad se
hacen también conscientemente disponibles para el médico, y lo restante, incoherente
aún y caóticamente desordenado, parece al principio haber sucumbido al olvido, pero
emerge prontamente en la memoria en cuanto el analizado produce algo nuevo
susceptible de ser incluido en la síntesis lograda y continuarla. El médico acoge luego
sonriendo la inmerecida felicitación del analizado por su excelente memoria cuando al
cabo de un año reproduce algún detalle que probablemente hubiera escapado a la
intención consciente de fijarlo en la memoria.
En estos recuerdos sólo muy pocas veces se comete algún error, y casi siempre en
detalles en los que el médico se ha dejado perturbar por la referencia a su propia
persona, apartándose con ello considerablemente de la conducta ideal del analista.
Tampoco suele ser frecuente la confusión del material de un caso con el suministrado
por otros enfermos. En las discusiones con el analizado sobre si dijo o no alguna cosa y
en qué forma la dijo, la razón demuestra casi siempre estar de parte del médico.
Por mi parte, tampoco lo hago así, y cuando encuentro algo que puede servir
como ejemplo, lo anoto luego de memoria, una vez terminado el trabajo del día. Cuando
se trata de algún sueño que me interesa especialmente, hago que el mismo enfermo
ponga por escrito su relato después de habérselo oído de palabra.
c) La anotación de datos durante las sesiones del tratamiento podía justificarse con
el propósito de utilizar el caso para una publicación científica. En principio no es posible
negar al médico tal derecho. Pero tampoco debe olvidarse que en cuanto se refiere a los
historiales clínicos psicoanalíticos, los protocolos detallados presentan una utilidad
mucho menor de lo que pudiera esperarse. Pertenece, en último término, a aquella
exactitud aparente de la cual nos ofrece ejemplos singulares la Psiquiatría moderna. Por
lo general resultan fatigosos para el lector, sin que siquiera puedan darle en cambio la
impresión de asistir al análisis. Hemos comprobado ya repetidamente que el lector,
cuando quiere creer al analista, le concede también su crédito en cuanto a la elaboración
a Ia cual ha tenido que someter su material, y si no quiere tomar en serio ni el análisis ni
al analista, ningún protocolo, por exacto que sea, le hará la menor impresión. No parece
ser éste el mejor medio de compensar la falta de evidencia que se reprocha a las
descripciones psicoanalíticas.
h) De la actuación educadora que sin propósito especial por su parte recae sobre el
médico en el tratamiento psicoanalítico se deriva para él otra peligrosa tentación. En la
solución de las inhibiciones de la evolución psíquica se le plantea espontáneamente la
labor de señalar nuevos fines a las tendencias libertadas. No podremos entonces extrañar
que se deje llevar por una comprensible ambición y se esfuerce en hacer algo excelente
de aquella persona a la que tanto trabajo le ha costado libertar de la neurosis, marcando a
sus deseos los más altos fines. Pero también en esta cuestión debe saber dominarse el
médico y subordinar su actuación a las capacidades del analizado más que a sus propios
deseos. No todos los neuróticos poseen una elevada facultad de sublimación. De muchos
de ellos hemos de suponer que no hubieran contraído la enfermedad si hubieran poseído
el arte de sublimar sus instintos. Si les imponemos una sublimación excesiva y los
privamos de las satisfacciones más fáciles y próximas de sus instintos, les haremos la
vida más difícil aún de lo que ya la sienten. Como médicos debemos ser tolerantes con
las flaquezas del enfermo y satisfacernos con haber devuelto a un individuo -aunque no
se trate de una personalidad sobresaliente- una parte de su capacidad funcional y de
goce. La ambición pedagógica es tan inadecuada como la terapéutica. Pero, además,
debe tenerse en cuenta que muchas personas han enfermado precisamente al intentar
sublimar sus instintos más de lo que su organización podía permitírselo, mientras que
aquellas otras capacitadas para la sublimación la llevan a cabo espontáneamente en
cuanto el análisis deshace sus inhibiciones. Creemos, pues, que la tendencia a utilizar
regularmente el tratamiento analítico para la sublimación de instintos podrá ser siempre
meritoria, pero nunca recomendable en todos los casos.
LIX
1912
En realidad, esta técnica es muy sencilla. Rechaza todo medio auxiliar, incluso,
como veremos, la mera anotación, y consiste simplemente en no intentar retener
especialmente nada y acogerlo todo con una igual atención flotante. Nos ahorramos de
este modo un esfuerzo de atención imposible de sostener muchas horas al día y evitamos
un peligro inseparable de la retención voluntaria, pues en cuanto esforzamos
voluntariamente la atención con una cierta intensidad comenzamos también, sin
quererlo, a seleccionar el material que se nos ofrece: nos fijamos especialmente en un
elemento determinado y eliminamos en cambio otro, siguiendo en esta selección
nuestras esperanzas o nuestras tendencias. Y esto es precisamente lo que más debemos
evitar. Si al realizar tal selección nos dejamos guiar por nuestras esperanzas, correremos
el peligro de no descubrir jamás sino lo que ya sabemos, y si nos guiamos por nuestras
tendencias, falsearemos seguramente la posible percepción. No debemos olvidar que en
la mayoría de los análisis oímos del enfermo cosas cuya significación sólo a posteriori
descubrimos.
Como puede verse, el principio de acogerlo todo con igual atención equilibrada es
la contrapartida necesaria de la regla que imponemos al analizado, exigiéndole que nos
comunique, sin crítica ni selección algunas, todo lo que se le vaya ocurriendo. Si el
médico se conduce diferentemente, anulará casi por completo los resultados positivos
obtenidos con la observación de la «regla fundamental psicoanalítica» por parte del
paciente. La norma de la conducta del médico podría formularse como sigue: Debe
evitar toda influencia consciente sobre su facultad retentiva y abandonarse por completo
a su memoria inconsciente. O en términos puramente técnicos: Debe escuchar al sujeto
sin preocuparse de si retiene o no sus palabras.
Lo que así conseguimos basta para satisfacer todas las exigencias del tratamiento.
Aquellos elementos del material que han podido ser ya sintetizados en una unidad se
hacen también conscientemente disponibles para el médico, y lo restante, incoherente
aún y caóticamente desordenado, parece al principio haber sucumbido al olvido, pero
emerge prontamente en la memoria en cuanto el analizado produce algo nuevo
susceptible de ser incluido en la síntesis lograda y continuarla. El médico acoge luego
sonriendo la inmerecida felicitación del analizado por su excelente memoria cuando al
cabo de un año reproduce algún detalle que probablemente hubiera escapado a la
intención consciente de fijarlo en la memoria.
En estos recuerdos sólo muy pocas veces se comete algún error, y casi siempre en
detalles en los que el médico se ha dejado perturbar por la referencia a su propia
persona, apartándose con ello considerablemente de la conducta ideal del analista.
Tampoco suele ser frecuente la confusión del material de un caso con el suministrado
por otros enfermos. En las discusiones con el analizado sobre si dijo o no alguna cosa y
en qué forma la dijo, la razón demuestra casi siempre estar de parte del médico.
Por mi parte, tampoco lo hago así, y cuando encuentro algo que puede servir
como ejemplo, lo anoto luego de memoria, una vez terminado el trabajo del día. Cuando
se trata de algún sueño que me interesa especialmente, hago que el mismo enfermo
ponga por escrito su relato después de habérselo oído de palabra.
c) La anotación de datos durante las sesiones del tratamiento podía justificarse con
el propósito de utilizar el caso para una publicación científica. En principio no es posible
negar al médico tal derecho. Pero tampoco debe olvidarse que en cuanto se refiere a los
historiales clínicos psicoanalíticos, los protocolos detallados presentan una utilidad
mucho menor de lo que pudiera esperarse. Pertenece, en último término, a aquella
exactitud aparente de la cual nos ofrece ejemplos singulares la Psiquiatría moderna. Por
lo general resultan fatigosos para el lector, sin que siquiera puedan darle en cambio la
impresión de asistir al análisis. Hemos comprobado ya repetidamente que el lector,
cuando quiere creer al analista, le concede también su crédito en cuanto a la elaboración
a Ia cual ha tenido que someter su material, y si no quiere tomar en serio ni el análisis ni
al analista, ningún protocolo, por exacto que sea, le hará la menor impresión. No parece
ser éste el mejor medio de compensar la falta de evidencia que se reprocha a las
descripciones psicoanalíticas.
h) De la actuación educadora que sin propósito especial por su parte recae sobre el
médico en el tratamiento psicoanalítico se deriva para él otra peligrosa tentación. En la
solución de las inhibiciones de la evolución psíquica se le plantea espontáneamente la
labor de señalar nuevos fines a las tendencias libertadas. No podremos entonces extrañar
que se deje llevar por una comprensible ambición y se esfuerce en hacer algo excelente
de aquella persona a la que tanto trabajo le ha costado libertar de la neurosis, marcando a
sus deseos los más altos fines. Pero también en esta cuestión debe saber dominarse el
médico y subordinar su actuación a las capacidades del analizado más que a sus propios
deseos. No todos los neuróticos poseen una elevada facultad de sublimación. De muchos
de ellos hemos de suponer que no hubieran contraído la enfermedad si hubieran poseído
el arte de sublimar sus instintos. Si les imponemos una sublimación excesiva y los
privamos de las satisfacciones más fáciles y próximas de sus instintos, les haremos la
vida más difícil aún de lo que ya la sienten. Como médicos debemos ser tolerantes con
las flaquezas del enfermo y satisfacernos con haber devuelto a un individuo -aunque no
se trate de una personalidad sobresaliente- una parte de su capacidad funcional y de
goce. La ambición pedagógica es tan inadecuada como la terapéutica. Pero, además,
debe tenerse en cuenta que muchas personas han enfermado precisamente al intentar
sublimar sus instintos más de lo que su organización podía permitírselo, mientras que
aquellas otras capacitadas para la sublimación la llevan a cabo espontáneamente en
cuanto el análisis deshace sus inhibiciones. Creemos, pues, que la tendencia a utilizar
regularmente el tratamiento analítico para la sublimación de instintos podrá ser siempre
meritoria, pero nunca recomendable en todos los casos.
1913
En el presente trabajo me propongo reunir algunas de estas reglas para uso del
analista práctico en la iniciación del tratamiento. Entre ellas hay algunas que pueden
parecer insignificantes, y quizá lo sean. En su disculpa he de alegar que se trata de reglas
de juegos que han de extraer su significación de la totalidad del plan. Pero además, las
presento tan sólo como simples «consejos», sin exigir estrictamente su observancia. La
extraordinaria diversidad de las constelaciones psíquicas dadas, la plasticidad de todos
los procesos psíquicos y la riqueza de los factores que hemos de determinar se oponen
también a una mecanización de la técnica y permiten que un procedimiento
generalmente justificado no produzca en ocasiones resultado positivo alguno, o
inversamente, que un método defectuoso logre el fin deseado. De todo modos, estas
circunstancias no impiden señalar al médico normas generales de conducta.
Tanto los profanos como aquellos médicos que todavía confunden el psicoanálisis
con un tratamiento de sugestión suelen atribuir gran importancia a las esperanzas que el
paciente funde en el nuevo tratamiento. Juzgan que tal o cual enfermo no habrá de dar
mucho trabajo, por entrañar una gran confianza en el psicoanálisis y estar convencido de
su verdad y su eficacia. En cambio, tal otro suscitará graves dificultades, pues se trata de
un escéptico que niega todo crédito a nuestros métodos y sólo se convencerá cuando
experimente en sí propio su eficacia. Pero, en realidad, la actitud del paciente significa
muy poco; su confianza o desconfianza provisional no supone apenas nada, comparada
con las resistencias internas que mantienen las neurosis. La confianza del paciente hace
muy agradable nuestro primer contacto con él, y le damos, por ella, las más rendidas
gracias, pero al mismo tiempo le advertimos también que tan favorable disposición se
estrellará seguramente contra las primeras dificultades emergentes en el tratamiento. Al
escéptico le decimos que el análisis no precisa de la confianza del analizado y que, por
tanto, puede mostrarse todo lo desconfiado que le plazca, sin que por nuestra parte
hayamos de atribuir su actitud a un defecto de su capacidad de juicio, pues nos consta
que no está en situación de poderse formar un juicio seguro sobre estas cuestiones; su
desconfianza no es sino un síntoma como los demás suyos y no habrá de perturbar, de
modo alguno, la marcha del tratamiento, siempre que, por su parte, se preste él a
observar concienzudamente las normas del análisis.
Por lo general, trabajo diariamente con mis enfermos, excepción hecha de los
domingos y las fiestas muy señaladas, viéndolos, por tanto, seis veces por semana. En
los casos leves, o cuando se trata de la continuación de un tratamiento ya muy avanzado,
pueden bastar tres horas semanales. Fuera de este caso, la disminución de las sesiones de
tratamiento resulta tan poco ventajosa para el médico como para el enfermo, debiendo
rechazarse desde luego al principio del análisis. Una labor más espaciada nos impediría
seguir paso a paso la vida actual del paciente, y la cura correría el peligro de perder su
contacto con la realidad y desviarse por caminos laterales. De cuando en cuando
tropezamos también con algún paciente al que hemos de dedicar más de una hora diaria,
pues necesita ya casi este tiempo para desentumecerse y comenzar a mostrarse
comunicativo.
Al principio del tratamiento suelen también dirigir los enfermos al médico una
pregunta poco grata: ¿Cuánto habrá de durar el tratamiento? ¿Qué tiempo necesita usted
para curarme de mi enfermedad? Cuando previamente le hemos propuesto comenzar con
un período de ensayo, podemos eludir una respuesta directa a estas interrogaciones
prometiendo al sujeto que, una vez cumplido tal período, nos ha de ser más fácil
indicarle la duración aproximada de la cura. Contestamos, pues, al enfermo como Esopo
al caminante que le preguntaba cuánto tardaría en llegar al final de su viaje; esto es,
invitándole a echar a andar, y le explicamos tal respuesta alegando que antes de poder
determinar el tiempo que habrá de emplear en llegar a la meta necesitamos conocer su
paso. Con esto, salvamos las primeras dificultades, pero la comparación utilizada no es
exacta, pues el neurótico puede cambiar frecuentemente de paso y no avanzar sino muy
lentamente a veces. En realidad, resulta imposible fijar de antemano la duración del
tratamiento.
Los médicos apoyan este feliz optimismo, e incluso los más eminentes estiman a
veces muy por bajo la gravedad de las enfermedades neuróticas. Un colega que me
honra con su amistad y que después de elaborar muchos años bajo distintas premisas
científicas ha aceptado las del psicoanálisis, me escribía en una ocasión: «Lo que
necesitamos es un tratamiento cómodo, breve y ambulatorio de las neurosis obsesivas.»
Como no podía satisfacerle, me disculpé, todo avergonzado, con la observación de que
también los internistas se alegrarían mucho de poder hallar, para el cáncer o la
tuberculosis, una terapia que reuniera tales ventajas.
Por estas mismas razones podrá negarse también a todo tratamiento gratuito sin
hacer excepción alguna en favor de parientes o colegas. Esta última determinación
parece infringir los preceptos del compañerismo médico, pero ha de tenerse en cuenta
que un tratamiento gratuito significa mucho más para el psicoanalista que para cualquier
otro médico, pues supone sustraerle por muchos meses una parte muy considerable de su
tiempo retribuido (una séptima u octava parte). Un segundo tratamiento gratuito
simultáneo le robaría ya una cuarta o una tercera parte de sus posibilidades de ganancia,
lo cual podría ya equipararse a los efectos de un grave accidente traumático.
De esta conducta pasiva inicial sólo hacemos una excepción en cuanto a la regla
psicoanalítica fundamental a la que el paciente ha de atenerse y que comunicamos desde
un principio: Una advertencia aún, antes de empezar: su relato ha de diferenciarse de
una conversación corriente en una cierta condición. Normalmente procura usted, como
es natural, no perder el hilo de su relato y rechazar todas las ocurrencias e ideas
secundarias que pudieran hacerle incurrir en divagaciones impertinentes. En cambio,
ahora tiene usted que proceder de otro modo. Advertirá usted que durante su relato
acudirán a su pensamiento diversas ideas que usted se inclinará a rechazar con ciertas
objeciones críticas. Sentirá usted la tentación de decirse: «Esto o lo otro no tiene nada
que ver con lo que estoy contando, o carece de toda importancia, o es un desatino, y, por
tanto, no tengo para qué decirlo.» Pues bien: debe usted guardarse de ceder a tales
críticas y decirlo a pesar de sentirse inclinado a silenciarlo, o precisamente por ello. Más
adelante conocerá usted, y reconocerá, la razón de esta regla, que es, en realidad, la
única que habrá usted de observar. Diga usted, pues, todo lo que acude a su
pensamiento. Condúzcase como un viajero que va junto a la ventanilla del vagón y
describe a sus compañeros cómo el paisaje va cambiando ante sus ojos. Por último, no
olvide usted nunca que ha prometido ser absolutamente sincero y no calle nunca algo
porque le resulte desagradable comunicarlo.
Aquellos pacientes que creen conocer el punto de partida de su enfermedad,
comienzan, por lo general, su relato con la exposición de los hechos en los que ven el
motivo de sus dolencias; otros, que se dan cuenta de la relación de sus neurosis con sus
experiencias infantiles, suelen empezar con una descripción de su vida, desde sus
primeros recuerdos. En ningún caso debe, sin embargo, esperarse un relato sistemático,
ni tampoco hacer nada por conseguirlo. Cada uno de los detalles de la historia habrá
luego de ser relatado nuevamente, y sólo en estas repeticiones surgirán ya los elementos
que permiten al paciente establecer relaciones importantes, cuya existencia ignora, sin
embargo.
LXI
1913
A menudo éstas tienen que ver con la edad del sujeto en algún período muy
especial de su infancia. En un sueño, las cinco y cuarto de la mañana significaba la edad
de cinco años y tres meses, lo que era significativo, ya que esa era la edad del sujeto al
nacer su hermano menor. Hay muchos ejemplos por el estilo. (Este ejemplo y el
siguiente también fueron incluidos en La interpretación de los sueños.)
Una mujer sueña que iba caminando con dos pequeñas niñas cuyas edades
diferían en quince meses. La sujeto fue incapaz de ubicar a ningún familiar o conocido a
quienes calzara esa cifra. Se le ocurrió a ella misma que las dos niñas la representaban a
ella en dos diferentes períodos traumáticos de su niñez, separados por quince meses (a
los tres años y medio y a los cuatro años y tres cuartos).
Una mujer soñó que estando acostada de espaldas presionaba las plantas de sus
pies los de otra mujer. El análisis concluyó que probablemente ella estaba pensando en
escenas de brincos, sustitución mnémica de visión del acto sexual. Al despertar se dio
cuenta que, muy al contrario, yacía sobre su abdomen con los brazos cruzados, imitando
así la posición del hombre y de su abrazo.
El sujeto tuvo un sueño donde vio dos piezas (salón familiar) que se habían
transformado en una sola. Nada actual. El sueño señalaba el genital femenino y el ano,
que de niño consideraba como una sola área, el `culo' (de acuerdo con la teoría infantil
de la cloaca), y que ahora sabía de la existencia de dos cavidades y orificios separados.
Se trataba de una representación invertida. (Este ejemplo y el siguiente también fueron
incluidos en La interpretación de los sueños.)
El soñante saca a una mujer de debajo de la cama (zieht hervor), vale decir la
prefiere a otras (Vorzug). En otro sueño, el paciente, que es oficial, está sentado a la
mesa frente al emperador (gegenüber sitzen): se pone en oposición (Gegensatz) al
emperador; es decir, al padre. Ambas representaciones plásticas fueron traducidas por el
mismo paciente. (Este ejemplo y el siguiente, incluidos en La interpretación de los
sueños.)
(10) Sueños con personas muertas
Éstos a menudo contienen únicamente los símbolos referentes al tema del sueño.
Por ejemplo, en un sueño acaecido frente a impulsos homosexuales: `él iba a caminar a
un lugar con alguien'… (confuso)… globos.
1914
En algunos, muy pocos, casos recordamos luego haber oído ya, en efecto, al
enfermo el discutido relato y encontramos en el acto el motivo subjetivo, a veces muy
lejano, que ha provocado el olvido temporal. Mas, por lo general, el equivocado es el
paciente, y no nos es difícil llevarle a reconocer su error. La explicación de este
fenómeno parece ser la de que el sujeto tuvo realmente alguna vez la intención de
contarnos aquéllo, e incluso se dispuso a iniciar en una ocasión, o quizá en varias, su
relato; pero no Ilegó a cumplir nunca su propósito, por impedírselo una resistencia, y
ahora confunde el recuerdo del propósito con el de su realización.
Dejando a un lado todos aquellos cursos en los que puede caber alguna duda,
haremos resaltar otros que entrañan un singular interés teórico. Con algunos sujetos
comprobamos repetidamente que la afirmación de haber contado ya algo surge
precisamente con especial tenacidad en ocasiones en las que es absolutamente imposible
que estén en lo cierto. Lo que en estos casos suponen haber contado ya y reconocen
ahora como algo pasado, que el médico debía saber tan bien como ellos, resultan ser
recuerdos muy valiosos para el análisis, confirmaciones esperadas hace mucho tiempo o
soluciones que ponen un término a una parte del análisis y a las que el médico hubiera
enlazado seguramente penetrantes explicaciones. Ante estas circunstancias, el paciente
concede pronto que su recuerdo debe de haberle engañado, aunque no logra explicarse la
clara precisión del mismo.
El fenómeno que en estos casos nos ofrece el paciente merece el nombre de fausse
reconnaissance, y es totalmente análogo a aquellos otros en los que experimentamos
espontáneamente la sensación de habernos encontrado ya en aquella misma situación de
haber vivido ya otra vez aquello (el fenómeno de déjà vu), sin que nos sea nunca posible
confirmar nuestro convencimiento hallando en nuestra memoria la huella mnémica de
aquella vez anterior. Como es sabido, este fenómeno ha producido una multitud de
tentativas de explicación que podemos reunir en dos grupos.
Afirmo al paciente que no recuerdo haberle oído nada semejante. Insiste, cada vez
más convencido, alegando estar plenamente seguro de no equivocarse. Por último,
pongo fin a la discusión en la forma antes indicada y le pido que, de todos modos, me
repita la historia. Ya veríamos después.
«Teniendo cinco años estaba un día en el jardín con mi niñera, y jugaba con una
navajita, clavándola en la corteza de uno de aquellos nogales que desempeñan también
un papel en mi sueño. De repente advertí, con espanto indecible, que me había cortado
de tal manera el dedo meñique (¿el derecho o el izquierdo?), que sólo permanecía unido
a la mano por un trozo de piel. No sentía dolor ninguno, pero sí mucho miedo. Sin
atreverme a decir nada a la niñera, sentada a poca distancia de mí, me desplomé sobre un
banco y permanecí allí, incapaz de mirarme siquiera el dedo. Por fin, al cabo de un rato,
me serené, me miré la mano y comprobé con asombro que no me había hecho herida
ninguna.»
Creo inútil añadir nada más a la interpretación de este pequeño suceso por lo que
se refiere a su aclaración del fenómeno de fausse reconnaissance. Con respecto al
contenido de la visión del paciente he de observar que semejantes ilusiones alucinatorias
no son nada raras en conexión con el complejo de la castración, pudiendo servir también
para la corrección de percepciones indeseadas.
En 1911, una persona de formación universitaria, a la que no conozco, y cuya
edad no puedo indicar, me escribió desde una ciudad alemana, poniendo a mi
disposición el siguiente recuerdo infantil:
En este punto, acude a mí otro recuerdo que siempre ha tenido para mí gran
importancia, por ser uno de los tres únicos que constituyen mi recuerdo total de mi
madre, tempranamente fallecida. Mi madre está en pie delante del fregadero y lava en él
unos vasos y otros cacharros, mientras yo juego en el mismo cuarto y cometo alguna
travesura. En castigo, mi madre me propina unos cuantos palmetazos, y de pronto veo,
con horror, que se me desprende el dedo meñique y cae precisamente en el cubo. Como
sé que mi madre está enfadada, no me atrevo a decirle nada y presencio con espanto
cómo la criada se lleva a poco el cubo. Durante mucho tiempo tuve el convencimiento
de haber perdido un dedo, probablemente hasta la época en que aprendí a contar.
1914
NO me parece inútil recordar una y otra vez a los estudiosos las profundas
modificaciones experimentadas por la técnica psicoanalítica desde sus primeros
comienzos. Al principio, en la fase de la catarsis de Breuer, atendíamos directamente a
la génesis de los síntomas y orientábamos toda nuestra labor hacia la reproducción de los
procesos psíquicos de aquella situación inicial, para conseguir su derivación por medio
de la actividad consciente. El recuerdo y la derivación por reacción eran los fines a los
que entonces tendíamos con ayuda del estado hipnótico. Más tarde, cuando renunciamos
a la hipnosis, se nos planteó la labor de deducir de las ocurrencias espontáneas del
analizado aquello que no conseguía recordar. La resistencia había de ser burlada por la
interpretación y la comunicación de sus resultados al enfermo. Conservamos, pues, la
orientación primitiva de nuestra labor hacia las situaciones en las que surgieron los
síntomas por vez primera y hacia aquellas otras que íbamos descubriendo detrás del
momento en que emergía la enfermedad, pero abandonamos la derivación por reacción,
sustituyéndola por la labor que el enfermo había de Ilevar a cabo para dominar la crítica
contra sus asociaciones, en observancia de la regla psicoanalítica fundamental que le era
impuesta. Por último, quedó estructurada la consecuencia técnica actual en la cual
prescindimos de una orientación fija hacia un factor o un problema determinado, nos
contentamos con estudiar la superficie psíquica del paciente y utilizamos la
interpretación para descubrir las resistencias que en ella emergen y comunicárselas al
analizado. Se establece entonces una nueva división del trabajo. El médico revela al
enfermo resistencias que él mismo desconoce, y una vez vencidas éstas, el sujeto relata
sin esfuerzo alguno las situaciones y relaciones olvidadas. Naturalmente, el fin de estas
técnicas ha permanecido siendo el mismo: descriptivamente, la supresión de las lagunas
del recuerdo; dinámicamente, el vencimiento de las resistencias de la represión.
Enlazaré aquí algunas observaciones que todo analista habrá podido comprobar
prácticamente. EI olvido de impresiones, escenas y sucesos se reduce casi siempre a una
«retención» de los mismos. Cuando el paciente habla de este material «olvidado», rara
vez deja de añadir: «En realidad, siempre he sabido perfectamente todas estas cosas; lo
que pasa es que nunca me he detenido a pensar en ellas», y muchas veces se manifiesta
defraudado porque no se le ocurren suficientes cosas que pueda reconocer como
«olvidadas» y en las que no ha vuelto a pensar desde que sucedieron. Este deseo queda a
veces cumplido, sobre todo en las histerias de conversión. El «olvido» queda
nuevamente restringido por la existencia de recuerdos encubridores. En algunos casos he
experimentado la impresión de que la amnesia infantil, tan importante para nuestra
teoría, es totalmente compensada por los recuerdos encubridores. En éstos no se
conserva únicamente una parte de nuestra vida infantil, sino todo lo que en ella tuvo
importancia esencial. Trátase tan sólo de saberlo extraer de ellos por medio del análisis.
En realidad, constituyen una representación tan suficiente de los años infantiles
olvidados, como el contenido manifiesto del sueño lo es de las ideas oníricas latentes.
Sobre todo en las diversas formas de las neurosis obsesivas, el olvido se limita a
destruir conexiones, suprimir relaciones causales y aislar recuerdos enlazados entre sí.
Por lo general, resulta imposible despertar el recuerdo de una clase especial de
sucesos muy importantes correspondientes a épocas muy tempranas de la infancia y
vividos entonces sin comprenderlos, pero perfectamente interpretados y comprendidos
luego por el sujeto. Su conocimiento nos es procurado por los sueños, y la estructura de
la neurosis nos fuerza a admitirlos, pudiendo, además, comprobar que una vez vencidas
sus resistencias, el analizado no emplea contra su aceptación la ausencia de la sensación
de recordar (de la sensación de que algo nos era ya conocido). De todos modos, requiere
este tema tanta prudencia crítica y aporta tantas cosas nuevas y desconcertantes, que
preferimos reservarlo para un trabajo aislado, en el que lo estudiaremos en material
adecuado.
Con la nueva técnica, el curso del análisis se hace mucho más complicado y
trabajoso; algunos casos ofrecen al principio la serena facilidad habitual en el
tratamiento hipnótico, aunque no tarden en tomar otro rumbo, pero lo general es que las
dificultades surjan desde un principio. Ateniéndonos a este último tipo, para caracterizar
la diferencia, podemos decir que el analizado no recuerda nada de lo olvidado o
reprimido, sino que lo vive de nuevo. No lo reproduce como recuerdo, sino como acto;
lo repite sin saber, naturalmente, que lo repite.
Sobre todo, no dejará de iniciar la cura con tal repetición. Con frecuencia, cuando
hemos comunicado a un paciente de vida muy rica en acontecimientos y largo historial
patológico la regla psicoanalítica fundamental y esperamos oír un torrente de
confesiones, nos encontramos con que asegura no saber qué decir. Calla y afirma que no
se le ocurre nada. Todo esto no es, naturalmente, más que la repetición de una actitud
homosexual que se ofrece como resistencia a todo recuerdo. Mientras el sujeto
permanece sometido al tratamiento no se libera de esta compulsión de repetir, y
acabamos por comprender que este fenómeno constituye su manera especial de recordar.
Hemos visto ya que el analizado repite en lugar de recordar, y que lo hace bajo las
condiciones de la resistencia. Vamos a ver ahora qué es realmente lo que repite. Pues
bien: repite todo lo que se ha incorporado ya a su ser partiendo de las fuentes de lo
reprimido: sus inhibiciones, sus tendencias inutilizables y sus rasgos de carácter
patológico. Y ahora observamos que al hacer resaltar la obsesión repetidora no hemos
descubierto nada nuevo, sino que hemos completado y unificado nuestra teoría. Vemos
claramente que la enfermedad del analizado no puede cesar con el comienzo del análisis
y que no debemos tratarla como un hecho histórico, sino como una potencia actual. Poco
a poco vamos atrayendo a nosotros cada uno de los elementos de esta enfermedad y
haciéndolos entrar en el campo de acción de la cura, y mientras el enfermo los va
viviendo como algo real, vamos nosotros practicando en ellos nuestra labor terapéutica,
consistente, sobre todo, en la referencia del pasado.
1914 (1915)
De las diversas situaciones a que da lugar esta fase del análisis, quiero describir
aquí una, precisamente delimitada, que merece especial atención, tanto por su frecuencia
y su importancia real como por su interés teórico. Me refiero al caso de que una paciente
demuestre con signos inequívocos o declare abiertamente haberse enamorado, como otra
mortal cualquiera, del médico que está analizándola. Esta situación tiene su lado cómico
y su lado serio e incluso penoso, y resulta tan complicada, tan inevitable y tan difícil de
resolver, que su discusión viene constituyendo hace mucho tiempo una necesidad vital
de la técnica psicoanalítica. Pero, reconociéndolo así, no hemos tenido hasta ahora,
absorbidos por otras cuestiones, un espacio libre que poder dedicarle, aunque también ha
de tenerse en cuenta que su desarrollo tropieza siempre con el obstáculo que supone la
discreción profesional, tan indispensable en la vida como embarazosa para nuestra
disciplina. Pero en cuanto la literatura psicoanalítica pertenece también a la vida real,
surge aquí una contradicción insoluble. Recientemente he tenido que infringir ya en un
trabajo los preceptos de la discreción para indicar cómo precisamente esta situación
concomitante a la transferencia hubo de retrasar en diez años el desarrollo de la terapia
psicoanalítica.
Para el médico supone una preciosa indicación y una excelente prevención contra
una posible transferencia recíproca, pronta a surgir en él. Le demuestra que el
enamoramiento de la sujeto depende exclusivamente de la situación psicoanalítica y no
puede ser atribuido en modo alguno a sus propios atractivos personales, por lo cual no
tiene el menor derecho a envanecerse de aquella «conquista», según se la denominaría
fuera del análisis. Y nunca está de más tal advertencia. Para la paciente surge una
alternativa: o renuncia definitivamente al tratamiento analítico o ha de aceptar, como
algo inevitable, un amor pasajero por el médico que la trate.
Para la conducta del médico resulta decisivo el primero de los tres caracteres
indicados. Sabiendo que el enamoramiento de la paciente ha sido provocado por la
iniciación del tratamiento analítico de la neurosis, tiene que considerarlo como el
resultado inevitable de una situación médica, análogo a la desnudez del enfermo durante
un reconocimiento o a su confesión de un secreto importante. En consecuencia, le estará
totalmente vedado extraer de él provecho personal alguno. La buena disposición de la
paciente no invalida en absoluto este impedimento y echa sobre el médico toda la
responsabilidad, pues éste sabe perfectamente que para la enferma no existía otro
camino de llegar a la curación. Una vez vencidas todas las dificultades, suelen confesar
las pacientes que al emprender la cura abrigaban ya la siguiente fantasía: «Si me porto
bien, acabaré por obtener, como recompensa, el cariño del médico.»
Así, pues, los motivos éticos y los técnicos coinciden aquí para apartar al médico
de corresponder al amor de la paciente. No cabe perder de vista que su fin es devolver a
la enferma la libre disposición de su facultad de amar, coartada ahora por fijaciones
infantiles, pero devolvérsela no para que la emplee en la cura, sino para que haga uso de
ella más tarde, en la vida real, una vez terminado el tratamiento. No debe representar con
ella la escena de las carreras de perros, en las cuales el premio es una ristra de
salchichas, y que un chusco estropea tirando a la pista una única salchicha, sobre la cual
se arrojan los corredores, olvidando la carrera y el copioso premio que espera al
vencedor. No he de afirmar que siempre resulta fácil para el médico mantenerse dentro
de los límites que le prescriben la ética y la técnica. Sobre todo para el médico joven y
carente aún de lazos fijos. Indudablemente, el amor sexual es uno de los contenidos
principales de la vida, y la reunión de la satisfacción anímica y física en el placer
amoroso constituye, desde luego, uno de los puntos culminantes de la misma. Todos los
hombres, salvo algunos obstinados fanáticos, lo saben así, y obran en consecuencia,
aunque no se atreven a confesarlo. Por otra parte, es harto penoso para el hombre
rechazar un amor que se le ofrece, y de una mujer interesante, que nos confiesa
noblemente su amor, emana siempre, a pesar de la neurosis y la resistencia, un atractivo
incomparable. La tentación no reside en el requerimiento puramente sensual de la
paciente, que por sí solo quizá produjera un efecto negativo, haciendo preciso un
esfuerzo de tolerante comprensión para ser disculpado como un fenómeno natural. Las
otras tendencias femeninas, más delicadas, son quizá las que entrañan el peligro de hacer
olvidar al médico la técnica y su labor profesional en favor de una bella aventura.
1912
Pero aún nos ofrece este experimento otras enseñanzas. Nos lleva, de una
concepción puramente descriptiva del fenómeno, a una concepción dinámica. La idea
del acto prescripto durante la hipnosis no se limita a devenir en un momento dado,
objeto de la consciencia, sino que se hace eficaz, circunstancia ésta la más singular de
los hechos. Pasa a convertirse en acto en cuanto la consciencia advierte su presencia.
Dado que el verdadero impulso a la acción es la orden del médico, no podemos por
menos de suponer, que también la idea de esta prescripción ha llegado a hacerse eficaz.
Sin embargo, esta última idea no es acogida en la consciencia, como sucede con la
idea del acto, de ella derivada, sino que permanece inconsciente, siendo así, a un mismo
tiempo, eficaz e inconsciente.
La sugestión posthipnótica es un producto de laboratorio, un hecho artificialmente
provocado. Pero si aceptamos la teoría de los fenómenos históricos, iniciada Por P. Janet
y desarrollada por Breuer y por mí, se nos ofrece una multitud de hechos naturales que
muestran todavía más clara y precisamente el carácter psicológico de la sugestión
posthipnótica.
La vida anímica de los pacientes histéricos se nos muestra llena de ideas eficaces,
pero inconscientes. De ellas proceden todos los síntomas. El carácter más singular del
estado anímico histérico es, en efecto, el dominio de las representaciones inconscientes.
Los vómitos de una paciente histérica pueden ser una consecuencia de su idea de que se
halla encinta. Sin embargo, la sujeto no tiene conocimiento alguno de tal idea, aunque
no sea difícil descubrirla en su vida anímica y hacerla emerger en su consciencia por uno
de los procedimientos técnicos del psicoanálisis. Cuando se entrega a las convulsiones y
gesticulaciones que constituyen su «ataque», no se representa siquiera conscientemente
los actos que se propone, y observa, quiza, tales manifestaciones con los sentimientos de
un espectador indiferente, no obstante lo cual, puede el análisis demostrar, que
desempeña su papel en la producción dramática de una escena de su vida cuyo recuerdo
es inconscientemente eficaz durante el ataque. El análisis descubre este mismo
predominio de ideas inconscientes eficaces como el elemento esencial de la psicología
de todas las demás formas de neurosis.
Nos enseña, pues, el análisis de los fenómenos neuróticos, que una idea latente o
inconsciente no es necesariamente débil y que la presencia de una tal idea en la vida
anímica es susceptible de pruebas indirectas indiscutibles, de un valor casi idéntico a la
prueba directa suministrada por la consciencia. Nos sentimos así autorizados a acordar
nuestra clasificación con este aumento de nuestros conocimientos, introduciendo una
diferenciación fundamental de las ideas latentes e inconscientes. Estábamos
acostumbrados a pensar que toda idea latente lo era a consecuencia de su debilidad y se
hacía consciente en cuanto adquiría fuerza. Mas ahora hemos llegado a la convicción de
que existen ciertas ideas latentes que no penetran en la consciencia por fuertes que sean.
Así, pues, denominaremos preconscientes a las ideas latentes del primer grupo y
reservaremos el calificativo de inconsciente (en su sentido propio) para las del segundo,
que son las que hemos observado en las neurosis. La expresión inconsciente, que hasta
aquí no hemos utilizado sino en sentido descriptivo, recibe ahora una significación más
amplia. No designa ya tan sólo ideas latentes en general, sino especialmente las que
presentan un determinado carácter dinámico, esto es, aquellas que a pesar de su
intensidad y eficacia se mantienen lejos de la consciencia.
1º Las ideas han experimentado una modificación, un disfraz y una deformación, que
representan la participación de su aliado inconsciente.
2º Han conseguido ocupar la consciencia en una ocasión en la que la misma no debía de
haberles sido accesible.
3º Un fragmento de inconsciente ha logrado emerger en la consciencia, resultado que le
hubiera sido imposible conseguir en toda otra circunstancia.
El psicoanálisis nos ha instruído en el arte de descubrir los «restos diurnos» y las
ideas latentes del sueño. Por sus comparación con el contenido manifiesto del sueño
hemos podido formarnos un juicio sobre las transformaciones por las que dichos restos e
ideas han pasado y la forma en que las mismas han llegado a efecto.
Las ideas latentes del sueño no se diferencian en nada de los productos de nuestra
ordinaria actividad psíquica consciente. Puede aplicárseles el nombre de ideas
preconscientes, y en efecto, pueden haber sido conscientes en un momento de la vida
despierta. Mas por su enlace con las tendencias inconscientes, establecido durante la
noche, quedaron asimiladas a ellas, rebajadas hasta cierto punto al estado de ideas
inconscientes y sometidas a las leyes que rigen la actividad inconsciente. Se nos ofrece
aquí la posibilidad de averiguar algo que ni la especulación ni ninguna otra fuente del
conocimiento empírico nos hubiera permitido adivinar jamás, esto es, que las leyes de la
actividad anímica inconsciente se diferencian en alto grado de aquellas que rigen la
actividad anímica consciente. Una detallada labor nos lleva al conocimiento de las
peculiaridades de lo inconsciente y podemos esperar que mediante una más penetrante
investigación de los procesos de la formación de los sueños alcanzaremos nuevos
conocimientos.
1912
I. -INTRODUCCIÓN
No considero necesario justificar la elección del tema en una época como ésta, en
la cual se realiza por fin el intento de someter también los problemas de la vida sexual
humana a la investigación científica. Las repeticiones de determinadas ideas y
afirmaciones fueron inevitables, ya que las mismas corresponden a concordancias del
pensamiento. Por otra parte, la dirección de este simposio no podía tratar de conciliar las
numerosas discrepancias entre las concepciones de los ponentes ni tender a ocultarlas.
Esperamos que ni las repeticiones ni las contradicciones afectarán el interés de los
lectores.
En esta oportunidad nos animó el propósito de averiguar a qué caminos ha sido
impulsado el estudio de los problemas de la masturbación por la aparición de los
métodos y los procedimientos psicoanalíticos. El aplauso de los lectores, y quizá aún
más claramente su censura, demostrarían hasta dónde hemos llegado a cumplir dicho
propósito.
II. -CONCLUSIONES
LOS miembros más antiguos de nuestro círculo recordarán sin duda que hace ya varios
años emprendimos el intento de llevar a cabo una discusión colectiva como ésta sobre el
tema de la masturbación: un Symposion, como lo llaman nuestros colegas
norteamericanos. En esa oportunidad planteáronse discrepancias tan profundas entre las
opiniones expuestas, que no pudimos resolvernos a publicar las minutas de la misma.
Desde entonces nos hemos mantenido -tanto aquellas personas como las que se les
agregaron más recientemente- en permanente contacto con los hechos de la experiencia,
y mediante un continuo intercambio de ideas hemos logrado aclarar nuestras opiniones y
fundarlas sobre una base común, a punto tal que la empresa abandonada entonces ya no
nos parece hoy tan insuperable.
De mis propias contribuciones a los problemas que nos ocupan no cabe esperar
demasiado. Todos ustedes conocen mi predilección por el estudio fragmentario de un
tema, favoreciendo la insistencia respecto de aquellos puntos que considero más
sólidamente establecidos. Nada nuevo tengo que aportar, ninguna solución; sólo
repeticiones de algunas cosas ya afirmadas anteriormente, algunas defensas de esas
viejas afirmaciones contra ataques emanados de vuestro medio y por fin unas pocas
observaciones que se imponen por fuerza a todo oyente de los trabajos aquí expuestos.
Abordo ahora las objeciones que Reitler formuló contra mi argumento teleológico
en favor del carácter ubicuo de la masturbación en el lactante. Confieso que me veo
obligado a renunciar a este argumento. Si mi «teoría sexual» está destinada a tener
todavía una edición más, ya no contendrá Ia afirmación aquí objetada. Renunciaré a la
pretensión de indagar los designios de la Naturaleza y me limitaré a describir los hechos
reales.
Considero asimismo pleno de sentido y de importancia el comentario de Reitler
acerca de que ciertos elementos característicos del aparato genital humano parecerían
tener la finalidad de impedir el contacto sexual en la infancia. De aquí arrancan, empero,
mis reservas. La oclusión de la cavidad genital femenina y la inexistencia del hueso
peneano que asegura la erección, son características anatómicas dirigidas únicamente
contra el coito y no contra las excitaciones sexuales en general. A mi juicio, Reitler
concibe de manera demasiado antropomórfica el finalismo de la naturaleza, como si en
ella, igual que en las obras humanas, se tratara de la consecuente realización de un único
propósito. Hasta donde llegamos a comprenderlos, en los procesos de la Naturaleza lo
general es que toda una serie de tendencias finales transcurran paralelamente, sin
abolirse las unas a las otras. Ya que pretendemos hablar de la Naturaleza en términos
humanos, debemos decir que se nos presenta como algo que en el hombre calificaríamos
de «inconsecuente». Creo, a mi vez, que Reitler debería dejar de insistir tanto en sus
propios argumentos teleológicos. La aplicación de la teleología como hipótesis
heurística está expuesta a reservas; frente a cada caso particular, nunca se sabe si se trata
de una «armonía» o de una «disarmonía». Sucede lo mismo cuando queremos hincar un
clavo en la pared: nunca sabemos si daremos con el ladrillo o con la juntura.
Lo esencial de mis teorías sobre las neurosis actuales, que establecí en aquella
oportunidad y que hoy sigo defendiendo, radica en la afirmación, basada en Ia
experiencia, de que sus síntomas no pueden ser analíticamente descompuestos, como los
psiconeuróticos. En otros términos, que la constipación, la cefalea, la fatiga de los
denominados neurasténicos, no permiten la reducción histórica o simbólica a vivencias
efectivas, no pueden ser concebidas como satisfacciones sexuales sucedáneas, como
transacciones entre impulsos instintivos opuestos; en suma, que no pueden ser
interpretadas como los síntomas psiconeuróticos, por más que éstos se manifiesten en
forma similar a aquéllos. No creo que esta regla llegue a ser refutada por medio del
psicoanálisis. En cambio, concedo hoy -lo que entonces no podía creer- que un
tratamiento analítico llegue a tener también indirectamente influencia terapéutica sobre
los síntomas actuales, ya sea porque coloque al individuo enfermo en la situación de
sustraerse a esta nocividad actual, modificando su régimen sexual. He aquí,
evidentemente, prometedora perspectiva para nuestros afanes terapéuticos.
Sólo a disgusto tomo posición frente al problema, tan extensamente tratado por
ustedes, de los perjuicios que ocasionaría la masturbación, pues no es éste un
planteamiento correcto de los problemas que nos ocupan. Es evidente, empero, que
todos debemos opinar al respecto, pues al público no parece interesarle otra cosa en la
cuestión del onanismo. Como ustedes recordarán, en una de nuestras primeras sesiones
de discusión sobre este tema tuvimos entre nosotros como huésped a un distinguido
pediatra de esta ciudad. ¿Qué pretendía saber de nosotros el colega en sus reiteradas
preguntas? Tan sólo en qué medida la masturbación sería dañina y por qué perjudicaría a
unos y no a otros. Así, pues, nos vemos obligados a inquirir de nuestra ciencia una
respuesta a dichas cuestiones prácticas.
Si esta afirmación mía pareciese cínica, admítase que no he querido que fuera
expresión de un cinismo. Sólo pretendo que sea un fragmento de seca descripción, sin
importarme que despierte beneplácito o indignación. Sucede, simplemente, que la
masturbación, como tantas otras cosas, tiene les défauts de ses vertus, y recíprocamente
les vertus de ses défauts. Siempre que se desmenuce un complicado fenómeno fáctico, y
discerniendo con interés práctico unilateral su nocividad de su utilidad, habrá que
atenerse a comprobaciones tan ingratas como ésta.
Creo, por otra parte, que conviene discernir las consecuencias perjudiciales de la
masturbación que cabe calificar de directas, de las que surgen indirectamente de la
resistencia y de la rebeldía del yo contra esa actividad sexual. No he aludido aquí a estas
últimas repercusiones.
Agregaré algunas palabras inevitables con respecto a la segunda de las ingratas
preguntas planteadas. Suponiendo que la masturbación pueda ser perjudicial, ¿en qué
condiciones y en cuáles individuos demuestra ser nociva?
De acuerdo con la mayoría de ustedes, prefiero declinar una respuesta general a
esta cuestión. En buena parte, ella coincide con el problema más amplio de cuándo la
actividad sexual en general puede tornarse patógena para un individuo. Si deducimos
esta coincidencia quédanos la cuestión de detalle vinculada a las características
particulares de la masturbación, en la medida en que ésta representa una forma particular
de satisfacción sexual. Cabría repetir aquí cosas ya conocidas y expuestas en otro texto,
como la influencia del factor cuantitativo y de la acción sinérgica de múltiples factores
patógenos, pero, ante todo, deberíamos conceder un amplio margen a las denominadas
disposiciones constitucionales del individuo. Confesémonos, sin embargo, cuán ingrato
resulta operar con éstas. La disposición individual suele ser deducida ex postfacto; sólo
posteriormente, una vez que el sujeto ya ha enfermado, le adjudicamos tal o cual
disposición. No tenemos ningún recurso para adivinarla anteriormente. Nos conducimos
al respecto como aquel rey escocés de una novela de Víctor Hugo que se vanagloriaba
de poseer un recurso infalible para reconocer la brujería. Hacía cocer a la inculpada en
agua hirviendo y luego probaba el caldo. De acuerdo con el sabor, juzgaba: «Sí, ésta era
una bruja»; o bien: «No, ésta no era.»
Podría señalarles todavía un tema que ha sido demasiado poco tratado en nuestras
discusiones: el de la denominada masturbación inconsciente. Me refiero a la
masturbación durante el dormir, en estados anormales, en el curso de ataques. Se
recordará seguramente cuántos ataques histéricos reproducen el acto masturbatorio en
forma oculta o disfrazada, después que el individuo ha renunciado a este tipo de
satisfacción, y cuántos síntomas de las neurosis obsesivas tienden a sustituir y a repetir
esta forma de actividad sexual prohibida otrora. Se puede hablar asimismo de un retorno
terapéutico de la masturbación. Muchos habrán hecho, como yo, la experiencia de que
significa un gran progreso cuando el paciente en el curso del tratamiento, vuelve a
permitirse la masturbación, aunque sin tener el propósito de permanecer detenido en esta
fase infantil. También cabe señalar aquí que precisamente un gran número de los más
graves neuróticos no recuerdan haber tenido en las épocas históricas de su memoria
contacto alguno con la masturbación, mientras que el psicoanálisis permite demostrar
que dicha actividad sexual les fue familiar en los olvidados años de su temprana
infancia.
Creo, sin embargo, que conviene interrumpir aquí mis disquisiciones, pues todos
estamos de acuerdo en que el tema de la masturbación es poco menos que inagotable.
LXVII
1912
Contra esta perturbación los individuos que padecen la disociación erótica descrita
se acogen principalmente a la degradación psíquica del objeto sexual, reservando para el
objeto incestuoso y sus subrogados la supervaloración que normalmente corresponde al
objeto sexual. Dada tal degradación del objeto, su sexualidad puede ya exteriorizarse
libremente, desarrollar un importante rendimiento y alcanzar intenso placer. A este
resultado contribuye aún otra circunstancia. Aquellas personas en quienes las corrientes
cariñosa y sensual no han confluido debidamente viven, por lo general, una vida sexual
poco refinada. Perduran en ellas fines sexuales perversos, cuyo incumplimiento es
percibido como una sensible disminución de placer, pero que sólo parece posible
alcanzar con un objeto sexual rebajado e inestimado.
Ahora bien: esta misma incapacidad de proporcionar una plena satisfacción que el
instinto sexual adquiere en cuanto es sometido a las primeras normas de la civilización
es, por otro lado, fuente de máximos rendimientos culturales, conseguidos mediante una
sublimación progresiva de sus componentes instintivos. Pues ¿qué motivo tendrían los
hombres para dar empleo distinto a sus energías instintivas sexuales si tales energías
cualquiera que fuese su distribución, proporcionasen una plena satisfacción placiente?
No podrían ya libertarse de tal placer y no realizarían progreso alguno. Parece así que la
inextinguible diferencia entre las exigencias de los dos instintos -el sexual y el egoísta-
los capacita para rendimientos cada vez más altos, si bien bajo un constante peligro,
cuya forma actual es la neurosis, a la cual sucumben los más débiles.
1912
Por tanto la posibilidad de enfermar comienza para este tipo -en el que hemos de
incluir a la mayoría de los hombres- con la abstinencia, circunstancia que nos da la
medida de la importancia de las restricciones culturales de la satisfacción en la
causación de las neurosis. La frustración ejerce una influencia patógena, provocando el
estancamiento de la libido y sometiendo al individuo a una prueba, consistente en ver
cuánto tiempo podrá resistir tal incremento de la tensión psíquica y qué caminos elegirá
para descargarse de ella. Ante la frustración real de la satisfacción no existen sino dos
posibilidades de mantenerse sano: transformar la tensión psíquica en una acción
orientada hacia el mundo exterior, que acabe por lograr de él una satisfacción real de la
libido, o renunciar a la satisfacción libidinosa, sublimar la libido estancada y utilizarla
para alcanzar fines distintos de los eróticos y ajenos, por tanto, a la prohibición. EI
hecho de que la desdicha no coincida realmente con la neurosis, y el de que la
frustración no sea el único factor que decida sobre la salud y la enfermedad del
individuo a ella sujeto, nos indica que ambas posibilidades tienen efecto real en los
destinos de los hombres. El efecto inmediato de la frustración es el de despertar la
actividad de los factores dispositivos, ineficaces hasta entonces.
Vemos, en efecto, que los hombres enferman con igual frecuencia cuando se
apartan de un ideal que cuando se esfuerzan en alcanzarlo.
Fuera de estas diferencias, los dos tipos de adquisición de la enfermedad arriba
descritos coinciden en lo esencial y pueden ser fácilmente fundidos en uno solo. La
adquisición de la enfermedad a causa de la frustración queda también integrada en el
punto de vista de la incapacidad de adaptación a la realidad en aquellos casos en los que
la realidad niega la satisfacción de la libido. La adquisición de la enfermedad bajo las
circunstancias del segundo tipo nos conduce directamente a un caso especial de la
frustración. La realidad no niega en él toda satisfacción, pero sí aquella que el individuo
declara ser la única posible para él, y la frustración no parte directamente del mundo
exterior, sino primariamente de ciertas tendencias del yo, aunque siga siendo, de todos
modos, el factor común y principal. A consecuencia del conflicto que surge
inmediatamente en el segundo tipo, las dos clases de satisfacción, tanto la habitual como
aquella otra a la cual aspira el individuo, quedan igualmente coartadas, constituyéndose,
como en el primer tipo, un estancamiento de la libido con todas sus consecuencias.
d) Del mismo modo que el tercer tipo hubo de presentarnos casi aislada la
disposición, el cuarto nos señala en primer término otro factor, cuya acción puede
comprobarse en todos los casos, no siendo, por tanto, difícil confundirlo con otros.
Vemos, en efecto, enfermar a individuos que venían gozando de plena salud, que no han
visto alterada su vida por suceso ninguno nuevo y cuyas relaciones con el mundo
exterior no han experimentado modificación alguna, de manera que la adquisición de la
enfermedad parece presentar en ellos un carácter espontáneo. Pero al examinar con
mayor detención tales casos acabamos por descubrir la existencia de una modificación a
la que hemos de atribuir máxima importancia en la adquisición de la enfermedad. A
consecuencia de haber alcanzado el sujeto cierto período de su vida y en conexión con
determinados procesos biológicos regulares, la cantidad de libido integrada en su
economía psíquica ha experimentado un incremento suficiente por sí solo para trastornar
el equilibrio de la salud y establecer las condiciones de la neurosis. Como es sabido, este
incremento de la libido, generalmente repentino, se enlaza con regularidad a la pubertad,
a la menopausia y a determinadas edades de la mujer, pudiendo darse también en
algunos sujetos otras periodicidades desconocidas. El factor primario es aquí el
estancamiento de la libido, el cual se hace patógeno a consecuencia de la frustración
relativa, impuesta por el mundo exterior, que habría permitido la satisfacción de
aspiraciones libidinosas menos intensas. La libido, insatisfecha y estancada, puede
forzar entonces los caminos de la regresión y provocar los mismos conflictos que la
frustración externa absoluta. Se nos advierte así la imposibilidad de prescindir del factor
cuantitativo en la investigación de las causas ocasionales de la neurosis. Todos los
demás factores, la frustración, la fijación y la coerción del desarrollo, permanecen
ineficaces mientras no actúan sobre la libido, provocando su estancamiento y elevando
en cierta medida su nivel. Esta magnitud de la libido que nos parece imprescindible para
provocar una acción patógena, no es, desde luego, mensurable, y sólo nos es posible
postularla una vez surgido el resultado patológico. Sólo en un sentido podemos
determinarla más precisamente. Podemos suponer que no se trata de una cantidad
absoluta sino de la proporción entre el conjunto eficiente de libido y aquella cantidad de
libido que el yo individual puede dominar; esto es, mantener en tensión, sublimar o
utilizar directamente. De este modo un incremento relativo de la cantidad de la libido
podrá provocar los mismos efectos que un incremento absoluto. Una debilitación del yo
consecutiva a una enfermedad orgánica o motivada por una tensión de todas sus energías
podrá, pues, provocar la emergencia de neurosis, que de otro modo hubieran
permanecido latentes, a pesar de la disposición.
1913
SUEÑO: Le han dejado un niño para cuidar; la madre se fue de viaje y el niño se le ha
perdido. Yendo por la calle, pregunta a todo el mundo si por ventura le han visto. Así
llega a un gran lago y lo cruza por una estrecha pasarela. (A lo cual agrega más tarde: En
esta pasarela se le apareció de pronto, como un espejismo, la figura de otra enfermera.)
Luego llega a una región que le parece familiar, donde se encuentra con una mujer a la
que conoció de niña y que era entonces vendedora en un despacho de comestibles,
habiéndose casado más tarde. A esa mujer, que está parada ante la puerta de su casa, le
pregunta: «¿No vio usted al niño?» Pero ella no parece interesarse por su pregunta,
refiriéndole en cambio que ahora está divorciada de su marido y agregando que tampoco
en el matrimonio todo es felicidad. Entonces se despierta tranquilizada, pensando que el
niño ya acabará por encontrarse en casa de alguna vecina.
«La enfermera me dice que el niño del sueño le recuerda un caso cuya asistencia
le resultó muy grata. Tratábase de un niño que había sufrido una oftalmía blenorrágica,
estando privado de la visión. Pero la madre de este niño no se había ido de viaje sino que
participó en su cuidado. A mi vez, sé que mi marido, cuya opinión sobre esta enfermera
es excelente, le encareció me atendiera bien durante su ausencia, prometiéndole ella que
me cuidaría ¡como a un niño!»
Por otra parte, el análisis de nuestra paciente nos ha enseñado que con su
exigencia de no quitarle los ojos de encima pretende a su vez colocarse en una situación
infantil.
También en el sueño se pregunta dos veces por el paradero del niño. El hecho de
que la mujer no le responda, de que no se interese por la pregunta, quisiéramos
interpretarlo como un menosprecio de la otra sirvienta a favor de la protagonista del
sueño, que manifiesta en el mismo su superioridad sobre su colega, precisamente porque
debe enfrentar el reproche de negligencia en sus deberes.
«La mujer que aparece en el sueño no está realmente divorciada de su marido.
Toda esta parte tiene su origen en la historia de aquella otra sirvienta, a quien sólo el
imperio de sus padres alejó -divorció- de un hombre que la pretendía. Lo de que
tampoco en el matrimonio todo es felicidad, quizá represente una expresión de consuelo
que ambas mujeres bien pueden haber pronunciado en alguna conversación. Este
consuelo le servirá de modelo para el otro, el de que el niño ya acabará por encontrarse,
con el cual concluye el sueño.»
Pero este sueño, que para mi paciente sólo tenía importancia práctica, despierta en
nosotros doble interés teórico. Es verdad que termina con una consolación, pero contiene
esencialmente una confesión importante para las relaciones con su ama. ¿Cómo puede
expresar el sueño -que ha de servir a la realización de deseos- una confesión que ni
siquiera le conviene a su protagonista? ¿Acaso deberemos aceptar, junto a los sueños de
deseo y de angustia, la existencia de sueños de confesión, de advertencia, de reflexión,
de adaptación y otros por el estilo?
Ahora bien: reconozco que aún no he llegado a comprender por qué mi punto de
vista, contrario a tales categorías, formulado en mi Interpretación de los sueños, es
objeto de reservas por parte de tantos y, entre ellos, tan calificados psicoanalistas. El
distinguir sueños de deseos, de confesión, de advertencia, de adaptación, etc., no me
parece mucho más sensato que la forzosamente aceptada diferenciación de los
especialistas médicos en ginecólogos, pediatras y odontólogos, entre otros. Me tomo la
libertad de repetir aquí muy sucintamente, los pasajes respectivos de La interpretación
de los sueños.
Como perturbadores del reposo y motivadores de los sueños pueden actuar los
denominados «restos diurnos», procesos ideativos con carga afectiva, procedentes del
día anterior al sueño, que han resistido en cierto grado a la atenuación general del
reposo. Se pueden revelar estos restos diurnos reduciendo el sueño manifiesto a las ideas
oníricas latentes; aquéllos forman parte de estas últimas, perteneciendo, pues, a las
actividades -conscientes o mantenidas inconscientes- de la vigilia, que pueden
continuarse durante el reposo. Dada la multiplicidad de los procesos ideativos en lo
consciente y en lo preconsciente, estos restos diurnos poseen las más diversas y
múltiples significaciones, pudiendo consistir en deseos o temores no solucionados, así
como en propósitos, reflexiones, advertencias, tentativas de adaptación a tareas
inminentes, etc. En este sentido, ajustándose al contenido que los sueños presentan una
vez interpretados, parecería justificado caracterizarlos según las categorías mencionadas;
pero sucede que estos restos diurnos, por sí solos, aún no constituyen el sueño, pues les
falta precisamente el elemento más esencial de éste. De por sí, no son capaces de formar
un sueño. En puridad, no representan sino el material psíquico para la elaboración
onírica, tal como los casuales estímulos sensoriales y orgánicos, o las condiciones
experimentalmente provocadas, constituyen su material somático. Adjudicarles el
principal papel en la formación onírica significaría repetir en nueva versión el error
preanalítico de explicar los sueños por un empacho gástrico o una magulladura cutánea.
Tan acérrimos son los errores científicos y tal es su disposición a insinuarse bajo nuevo
disfraz, cuando se los ha rechazado.
Este factor de la terquedad infantil quizá nos suministre una relación más íntima
entre la primera y la última escena del sueño. La antigua vendedora de comestibles que
aparece en el sueño es, ante todo, la otra sirvienta de la señora, que entró en la
habitación para traer la cena, precisamente cuando ésta la interrogaba. Pero al parecer
está destinada a representar a cualquier competidora enemiga. Es menospreciada como
nodriza, al no interesarse por el niño perdido, replicando con cuestiones que atañen a su
vida personal. De modo que se desplaza a ella la negligencia en el trabajo que preocupa
a la soñante en su sueño. A ella se le adjudica también el matrimonio desgraciado y el
divorcio que la soñante podría temer si se realizaran sus más íntimos deseos. Pero
nosotros sabemos que es la tía quien ha separado a la protagonista de su novio. Así, esta
«vendedora de comestibles» (elemento que no deja de tener significación simbólica
infantil) se convierte en representante de la tía-superiora, por otra parte poco más vieja
que la protagonista del sueño, y que ocupa frente a ésta el papel tradicional de la madre
competidora. Esta interpretación es confirmada satisfactoriamente por la circunstancia
de que el lugar «conocido» del sueño donde se encuentra con la persona de referencia
parada ante la puerta de su casa es precisamente el lugar donde vive su tía.
1913
Sueño de una mujer joven que hace pocos días recibió la visita de su marido: Se
encuentra en un cuarto completamente castaño. Una pequeña puerta da a una escalera
empinada por la cual entra al cuarto un curioso hombrecillo con cabellos blancos, calva
y nariz roja, que se pone a bailotear ante ella con actitudes muy cómicas, yéndose luego
escalera abajo. Está vestido con una prenda color gris que permite reconocer todas sus
formas (Corrección: Lleva un largo gabán negro y un pantalón gris.)
ANÁLISIS: Los rasgos físicos del hombrecillo concuerdan fielmente con los de
su suegro. Pero inmediatamente se le ocurre el cuento de Rompelimpón, que bailotea tan
cómicamente como el hombrecillo del sueño, revelando así su nombre a la reina y
perdiendo con ello su derecho al primer hijo de ésta, de modo que en su cólera termina
por partirse en dos.
El día anterior al sueño, ella misma había sentido tal rabia contra su marido, que
dijo: «Podría partirlo en dos.»
El cuarto castaño comienza por ofrecer dificultades; sólo se le ocurre el comedor
de la casa paterna, que está entablado en castaño, y luego algo acerca de esas camas en
que resulta tan incómodo dormir en pareja. Hace unos días, girando la conversación
acerca de camas en otros países, dijo alguna torpeza -según cree, inocentemente- que
provocó las carcajadas de quienes la escuchaban.
El sueño ya es ahora comprensible. El cuarto castaño como la madera es ante todo
una cama, y por su relación con el comedor, una cama matrimonial. De modo que ella se
encuentra en la cama matrimonial. El curioso visitante ha de ser su joven marido, que al
cabo de varios meses de ausencia habría vuelto junto a ella para desempeñar su papel en
la cama matrimonial. Pero por el momento es el padre del marido, es decir, el suegro.
Rompelimpón está vinculado a las ideas actuales del sueño -a los restos diurnos-
por medio de una hermosa formación antitética. En el cuento aparece para quitarle a la
reina su primer hijo; el hombrecillo del sueño, en cambio, viene como padre, quizá por
haberle traído un segundo hijo. Pero Rompelimpón también nos facilita el acceso a la
capa más profunda, infantil, de las ideas oníricas. El gracioso hombrecillo cuyo nombre
nadie conoce, cuyo secreto se querría desentrañar, el que sabe hacer tan extraordinarias
tramoyas (en el cuento convierte la paja en oro); la rabia que se le tiene, o más bien a su
propietario, por envidiarle su posesión; la envidia fálica de las niñas; todos éstos son
elementos cuyas vinculaciones con los fundamentos de la neurosis sólo podemos
apuntar en esta ocasión. También los cabellos cortados del hombrecillo que aparece en
el sueño se relacionan seguramente con el tema de la castración.
II
«Soñé que era de noche y estaba acostado en mi cama (ésta tenía los pies junto a
la ventana, a través de la cual se veía una fila de viejos nogales; sé que cuando tuve este
sueño era invierno y de noche). De pronto la ventana se abre sola y veo, con gran
sobresalto, que en el grueso nogal que se alza ante la ventana hay encaramados unos
cuantos lobos blancos. Eran seis o siete, totalmente blancos, y parecían más bien zorros
o perros ovejeros, pues tenían grandes colas, como los zorros, y las orejas enhiestas,
como los perros cuando ventean algo. Presa de horrible miedo, sin duda de ser devorado
por los lobos, eché a gritar… y me desperté: Mi niñera acudió para ver qué me había
pasado, y tardé largo rato en convencerme de que sólo había sido un sueño: tan natural y
claramente se me había aparecido la imagen de la ventana que se abría y de los lobos
posados en el árbol. Por fin me tranquilicé, sintiéndome como salvado de un peligro, y
volví a dormirme.»
«La única acción del sueño fue la de abrirse la ventana, pues los lobos
permanecían sentados, quietos e inmóviles, en las ramas del árbol, a derecha e izquierda
del tronco, contemplándome. Parecía como si toda su atención estuviera fijada en mí.
Creo que fue éste mi primer sueño de angustia. Tendría yo entonces tres o cuatro años;
cinco a lo más. Desde esa noche hasta los once o los doce años siempre tuve miedo de
ver algo terrible en sueños.»
El paciente me trajo además un dibujo del árbol con los lobos que confirma su
descripción. El análisis del sueño hace aparecer el siguiente material:
El soñante siempre vinculó este sueño con el recuerdo de que en aquellos años de
su infancia sentía extraordinario miedo a la estampa de un lobo reproducida en un libro
de cuentos. Su hermana, mayor y mucho más despierta que él, solía divertirse a costa
suya exhibiéndole precisamente aquella estampa con cualquier pretexto, ante lo cual se
echaba a gritar, horrorizado. En esa imagen el lobo estaba parado en dos patas, con una
levantada, las garras extendidas y las orejas enderezadas. Cree recordar que la imagen
correspondía a una ilustración del cuento de Caperucita Roja.
¿Por qué son blancos los lobos de su sueño? Este detalle lo hace pensar en las
grandes manadas de ovejas que pastaban en los prados cercanos a la finca. Su padre en
ocasiones lo llevaba consigo cuando iba a visitar dichas manadas, favor que lo hacía
sentirse encantado y orgulloso. Más tarde, en una fecha que, según los informes
obtenidos, pudo ser poco antes del sueño, estalló una epidemia entre las ovejas. El padre
hizo venir a un discípulo de Pasteur, que vacunó a los animales; pero éstos siguieron
sucumbiendo después de la vacuna en número mayor aún que antes de la misma.
Debido a una circunstancia particular, este sueño aún habrá de ocuparme en otra
ocasión, y entonces tendré oportunidad de completar su estudio y su interpretación.
Trátase de un primer sueño de angustia recordado desde la infancia y cuyo contenido,
relacionado con otros sueños que lo siguieron al poco tiempo, así como con ciertos
acontecimientos de la niñez, despierta un particularísimo interés. Aquí nos limitaremos a
la relación del sueño con dos cuentos que presentan amplias coincidencias: Caperucita
Roja y El lobo y los siete cabritos. La impresión que estos cuentos le causaron se
manifestó en el pequeño soñante por una verdadera zoofobia, que únicamente se
diferenciaba de otros casos análogos porque el animal temido no era un objeto
fácilmente accesible a la percepción (como, por ejemplo, el perro y el caballo), sino que
tan sólo era conocido de oídas y por las estampas de un libro de cuentos.
Si para mi paciente el lobo había sido sólo el primer sustituto del padre, cabe
preguntarse si el cuento del lobo que devora a los cabritos y el de Caperucita Roja tienen
por contenido secreto algo distinto del miedo infantil al padre [*]. Por otra parte, el
padre de mi paciente tenía la costumbre del regañeo cariñoso, que tantas personas
adoptan en la relación con sus hijos, y es posible que en los primeros años de la infancia,
cuando jugaba y retozaba con el niño, ese padre, posteriormente tan severo, más de una
vez lo haya amenazado en broma: «¡Te voy a comer!» Una de mis pacientes me narró
cierta vez que sus dos hijos nunca habían podido tomar afecto al abuelo, pues éste solía
amenazarlos en sus juegos cariñosos diciéndoles que les abriría el vientre.
LXXI
1914
EL sujeto sueña que es una mujer grávida y que está tendido en la cama. Su estado
se le hace muy penoso, y exclama: «Antes que esto preferiría…» (en el análisis, después
de recordar a una persona que lo había cuidado, agregó: «picar piedras»). A la cabecera
de la cama cuelga un mapa cuyo borde inferior es mantenido tenso por un listón de
madera (Holzleiste). El soñante arranca este listón (Leiste) tomándolo por los dos
extremos; pero en vez de quebrarse en dos partes, se hiende longitudinalmente en dos.
Con esto el sujeto se siente aliviado y también facilita el parto.
Sin ayuda alguna interpreta el arrancamiento del listón (Leiste) como una «gran
hazaña» (große Leistung), por medio de la cual se libra de su desagradable situación (en
el tratamiento), arrancándose a sí mismo de su actitud femenina. Nada puede objetarse
contra esta interpretación del sujeto, pero yo no la calificaría de «funcional» por el
simple hecho de que sus ideas oníricas se refieran a su situación en el tratamiento. Tales
ideas constituyen el «material» para la formación onírica, igual que todo lo demás. No
llego a comprender por qué la actividad ideativa de un analizando no habría de referirse
a su actitud en el tratamiento. La diferenciación del fenómeno «funcional» y del
fenómeno «material», según Silberer, sólo tiene valor si existe -como en las conocidas
autoobservaciones de este autor, al dormirse- la alternativa de que la atención se ocupe
en un contenido ideacional dado, o bien en el estado psíquico del sujeto; pero no cuando
este estado mismo constituye el contenido ideacional.
1913
ES explicable que los niños mientan, cuando no hacen sino imitar las mentiras de
los adultos. Pero cierto número de mentiras de los niños de excelente educación tienen
un significado especial y debían hacer reflexionar a los padres, en lugar de indignarlos.
Dependen de intensos motivos eróticos y pueden acarrear fatales consecuencias cuando
provocan una mala inteligencia entre el infantil sujeto y la persona por él amada.
Una niña de siete años, en su segundo año de escuela primaria, pide dinero a su
padre para comprar pinturas con que teñir los huevos de Pascua. El padre rehúsa,
alegando no tener dinero. Poco después renueva la niña su demanda, pero justificándola
con la obligación de contribuir a una colecta escolar destinada a adquirir una corona para
los funerales de una persona real. Cada uno de los colegiales debe aportar cincuenta
céntimos. El padre le da diez marcos. Paga la niña su aportación, deja nueve marcos
sobre la mesa del despacho paterno y con los cincuenta céntimos restantes compra las
pinturas deseadas, que esconde en el cajón de sus juguetes. Durante la comida, el padre
le pregunta qué ha hecho con el dinero que falta y si no lo ha empleado en las pinturas.
Ella lo niega; pero su hermano, dos años mayor, la delata. Las pinturas son encontradas
entre los juguetes. El padre, muy enfadado, abandona a la pequeña delincuente en manos
de la madre, que le administra un severo correctivo. Luego, conmovida ante la intensa
desesperación de la niña, la acaricia y sale con ella de paseo, para consolarla. Pero los
efectos de este suceso, considerados por la paciente misma como «punto crítico» de su
niñez, resultan ya inevitables. La sujeto, que hasta aquel día era una niña traviesa y
voluntariosa, se hace tímida y hosca. Durante los preparativos de su boda es presa de
incomprensibles arrebatos de cólera cada vez que su madre efectúa alguna compra para
su nuevo hogar. Piensa que el dinero a tal efecto destinado es de su exclusiva propiedad,
sin que nadie, fuera de ella, tenga derecho a administrarlo. De recién casada le repugna
pedir a su marido dinero para sus gastos personales y establece una cuidadosa
separación innecesaria, entre el dinero de su marido y el «suyo». Durante el tratamiento
sucede alguna vez que los envíos monetarios de su marido sufren retraso, dejándola sin
dinero en una ciudad desconocida. Al darme una vez cuenta de ello le hago prometer
que si volvía a encontrarse en tales circunstancias, aceptaría en mí el pequeño préstamo
necesario para esperar sin apuros la llegada del giro. Me lo promete, pero al repetirse el
hecho no mantiene la promesa y prefiere empeñar una joya. A mis reproches contesta
que le es imposible aceptar de mí dinero alguno. La infantil apropiación de los cincuenta
céntimos tenía un significado que el padre no podía sospechar. Algún tiempo antes de su
ingreso en la escuela primaria había realizado la niña un acto singular, en el que también
había intervenido dinero. Una vecina la había entregado una corta cantidad para que
acompañara a un hijo suyo, más pequeño aún, a efectuar una compra. Realizada ésta,
volvía a casa con el dinero sobrante; pero al ver en la calle a la criada de la vecina,
arrojó al suelo las monedas. En el análisis de este acto incomprensible para ella misma,
surgió, como asociación espontánea, la idea de Judas, que arrojó los dineros recibidos
por su traición. Declara tener la seguridad de haber oído relatar la historia de la Pasión
antes de ir a la escuela. Pero ¿hasta qué punto está justificada su identificación con
Judas?
A la edad de tres años y medio tuvo una niñera, a la que tomó inmenso cariño.
Esta niñera entabló relaciones eróticas con un médico, a cuya consulta acudía
acompañando a la niña, la cual debió de ser testigo de distintos actos sexuales. No es
seguro que viera al médico dar dinero a la muchacha; pero sí que esta última se
aseguraba el silencio regalándole algunas monedas con las que adquirir golosinas al
retornar a casa. También es posible que el mismo médico diera alguna vez dinero a la
niña. Impulsada ésta por un sentimiento de celos, delató, sin embargo, un día los
manejos de su guardadora. Al llegar a casa se puso a jugar con una moneda de cinco
céntimos, tan ostensiblemente, que su madre hubo de interrogarla sobre la procedencia
de aquel dinero. La niñera fue despedida.
El acto de tomar dinero de alguien adquirió para ella, desde muy temprano, la
significación de la entrega física de las relaciones eróticas. Tomar dinero del padre
equivalía a hacerle objeto de una declaración de amor. La fantasía de tener al padre por
novio resulta tan seductora, que el deseo infantil de comprar pinturas con las que teñir
los huevos de Pascua se sobrepuso fácilmente, con su ayuda, a la prohibición. Pero le era
imposible confesar la apropiación del dinero. Tenía que negarla, porque el motivo del
acto, inconsciente para ella misma, era inconfesable. El castigo impuesto por el padre
constituía así una repulsa del cariño ofrecido, un doloroso desprecio, y quebrantó el
ánimo de la niña. Durante el tratamiento surgió una intensa depresión, cuyo análisis
condujo al recuerdo de lo anteriormente relatado al verme yo obligado a copiar el
desprecio paterno, rogándole que no me trajese más flores.
II
Teniendo diez años le encargaron en la clase de dibujo que trazara a pulso una
circunferencia. Pero ella hizo uso del compás, y de este modo trazó en seguida una curva
perfecta, que enseñó, triunfante, a su vecina de clase. El profesor que la oyó
vanagloriarse, examinó el dibujo, y al descubrir en él las huellas del compás, la incitó a
que confesara su engaño. La niña negó tenazmente, sin dejarse convencer por prueba
alguna, y acabó encerrándose en un hosco mutismo. El profesor puso el hecho en
conocimiento del padre; pero la buena conducta general de la muchacha los determinó a
no dar al suceso consecuencia alguna.
Las dos mentiras de la niña dependían del mismo complejo. Siendo la mayor de
cinco hermanas, había desarrollado desde muy temprano una adhesión
extraordinariamente intensa a su padre, que luego, en años ulteriores, había de hacerla
desdichada para toda su vida. Sin embargo, no pudo tardar en descubrir que su amado
progenitor no poseía aquella grandeza que tan dispuesta estaba a atribuirle. Tenía que
luchar con dificultades económicas y no era tan poderoso ni tan noble como ella había
creído. Pero la sujeto no podía aceptar tal disminución de su ideal. Acumulando, según
hábito femenino, toda su ambición en la persona del hombre amado, puso toda su alma
en apoyar a su padre contra el mundo entero. De este modo mentía vanidosamente ante
sus compañera para no disminuir a su padre. Cuando, más tarde, aprendió a identificar la
palabra Eeis (hielo) con la palabra Glade (helado), quedó abierto el camino por el cual el
reproche dependiente de estas reminiscencias pudo convertirse en un temor angustioso a
los fragmentos de vidrio (Glace=helado; Glas=vidrio).
1913
Parecía, por tanto, que la disposición a la histeria y a la neurosis obsesiva, las dos
neurosis de transferencia propiamente dichas, con temprana producción de síntomas,
habría de buscarse en fases aún anteriores de la evolución de la libido. Pero ¿en qué
habría de consistir aquí la coerción de la evolución y, sobre todo, cuál podría ser la
diferencia de fases que determinara la disposición a la neurosis obsesiva, en
contraposición a la histeria? Pasó mucho tiempo sin que nos fuera posible averiguar
nada sobre estos extremos, y hube de abandonar por estériles mis tentativas
anteriormente iniciadas para determinar tales dos disposiciones, suponiendo que la
histeria se hallaba condicionada por la pasividad y la neurosis obsesiva por la actividad
del sujeto en sus experiencias infantiles.
Al llegar a ella en el curso del análisis hube de reconocer que el proceso patógeno
se apartaba mucho de la trayectoria por mí supuesta. La neurosis obsesiva no era una
nueva reacción al mismo trauma que había provocado primero la histeria de angustia,
sino a un segundo suceso que había quitado al primero toda su importancia. (Tratábase,
pues, de una excepción -discutible aún, de todos modos-de aquel principio, antes
expuesto, en el que afirmamos que la elección de neurosis era totalmente independiente
de los sucesos vividos por el sujeto.)
En este punto viene a insertarse una parte del historial patológico de nuestro caso,
a la que aún no nos hemos referido. La vida sexual de la paciente comenzó en la más
tierna edad infantil con fantasías sádicas de flagelación. Después de ]a represión de estas
fantasías se inició un período de latencia que se prolongó más de lo corriente y en el cual
alcanzó la muchacha un alto desarrollo moral sin que despertase en ella la sensibilidad
sexual femenina. Con su temprano matrimonio se inició para ella un período de
actividad sexual normal, felizmente prolongado a través de una serie de años, hasta que
la primera gran privación (el conocimiento de que su marido no podría darle hijos) trajo
consigo la neurosis histérica. La subsiguiente desvalorización de su vida genital provocó
la regresión de su vida sexual a la fase infantil del sadismo.
e) Con respecto a la histeria, queda aún por indicar su íntima relación con la
última fase del desarrollo de la libido, caracterizada por la primacía de los genitales y la
introducción de la función reproductora. Este progreso sucumbe en la neurosis histérica
a la represión, a la cual no se enlaza una regresión a la fase pregenital. La laguna
resultante en la determinación de la disposición, a causa de nuestro reconocimiento de la
evolución del yo, se hace aquí aún más sensible que en la neurosis obsesiva.
1912-3
PRÓLOGO
Los cuatro ensayos que siguen, originalmente fueron publicados (con un título que
ahora lo dejamos de subtítulo) en los primeros dos volúmenes de Imago, una publicación
periódica dirigida por mí. Representan una primera tentativa de mi parte de aplicar el
punto de vista y los hallazgos del psicoanálisis a problemas no resueltos de psicología
social. De aquí que constituyen un contraste metodológico, por una parte, con el extenso
trabajo de Wilhelm Wundt, el que aplica las hipótesis y métodos de trabajo de la
psicología no analítica con iguales propósitos, y por otra parte, con los ensayos de la
escuela de psicoanálisis de Zurich, que, al contrario, se esfuerza en resolver los
problemas de la psicología individual con la ayuda de material derivado de la psicología
social (Cf. Jung, 1912, 1913). Me adelanto en confesar que han sido estas dos fuentes
los primeros estímulos que he recibido para mis propios ensayos.
Los avances sociales y técnicos en la historia humana han afectado a los tabúes
mucho menos que al totemismo.
Un intento se ha hecho en este volumen para deducir el significado original del
totemismo de los vestigios remanentes de él en la niñez, de alusiones emergentes en el
curso del desarrollo de nuestros propios hijos. La íntima relación entre totems y tabúes
nos conduce un paso más allá en el camino hacia la hipótesis entregada en estas páginas;
y si al final resulta que estas hipótesis ofrecen una apariencia de algo muy improbable,
no sería un argumento en contra de la posibilidad que se acercan bastante próximas a la
realidad que resulta tan difícil de reconstruir.
EL HORROR AL INCESTO
Por razones tanto exteriores como interiores escogeremos para esta comparación
las tribus que los etnógrafos nos han descrito como las más salvajes, atrasadas y
miserables, o sea las formadas por los habitantes primitivos del más joven de los
continentes (Australia), que ha conservado, incluso en su fauna, tantos rasgos arcaicos
desaparecidos en todos los demás.
Los aborígenes de Australia son considerados como una raza aparte, sin ningún
parentesco físico ni lingüístico con sus vecinos más cercanos, los pueblos melanesios,
polinesios y malayos. No construyen casas ni cabañas sólidas, no cultivan el suelo, no
poseen ningún animal doméstico, ni siquiera el perro, e ignoran incluso el arte de la
alfarería. Se alimentan exclusivamente de la carne de toda clase de animales y de raíces
que arrancan de la tierra. No tienen ni reyes ni jefes, y los asuntos de la tribu son
resueltos por la asamblea de los hombres adultos. Es muy dudoso que pueda
atribuírseles una religión rudimentaria bajo la forma de un culto tributado a seres
superiores. Las tribus del interior del continente, que a consecuencia de la falta de agua
se ven obligadas a luchar contra condiciones de vida excesivamente duras, se nos
muestran en todos los aspectos más primitivas que las tribus vecinas a la costa.
«En Australia, las relaciones sexuales con una persona de un clan prohibido son
regularmente castigadas con la muerte. Poco importa que la mujer forme parte del
mismo grupo local o que pertenezca a otra tribu y haya sido capturada en una guerra: el
individuo del mismo totem que entra en comercio sexual con ella es perseguido y
muerto por los hombres de su clan, y la mujer comparte igual suerte. Sin embargo, en
algunos casos, cuando ambos han conseguido sustraerse a la persecución durante cierto
tiempo, puede ser olvidada la ofensa. En las raras ocasiones en que el hecho de que nos
ocupamos se produce en la tribu Ta-ta-thi, de Nueva Gales del Sur, el hombre es
condenado a muerte, y la mujer, mordida y acribillada a lanzazos hasta dejarla casi
expirante. Si no se la mata en el acto, es por considerar que ha sido forzada. Esta
prohibición se extiende incluso a los amores ocasionales, y toda violación es
considerada como una cosa nefanda y merecedora del castigo de muerte.»
b) Teniendo en cuenta que también las aventuras amorosas anodinas, esto es,
aquellas no seguidas de procreación, son idénticamente castigadas, habremos de deducir
que la prohibición no se ha inspirado en razones de orden práctico.
d) Pero basta un poco de atención para darse cuenta de que la exogamia inherente
al sistema totémico tiene otras consecuencias y persigue otros fines que la simple
previsión del incesto con la madre y la hermana. Prohíbe, en efecto, al hombre la unión
sexual con cualquier otra mujer de su grupo; esto es, con un cierto número de mujeres a
las que no se halla enlazado por relación alguna de consanguinidad, pero que, sin
embargo, son consideradas como consanguíneas suyas. La justificación psicológica de
esta restricción, que va más allá de todo lo que puede serle comparado en los pueblos
civilizados, no resulta evidente a primera vista. Creemos tan sólo comprender que en
esta prohibición se toma muy en serio el papel del totem (animal) como antepasado.
Aquellos que descienden del mismo totem son consanguíneos y forman una familia en el
seno de la cual todos los grados de parentesco, incluso los más lejanos, son considerados
como un impedimento absoluto de la unión sexual.
Los nombres de parentesco que los australianos se dan entre sí no designan, pues,
necesariamente un parentesco de sangre, como sucede en nuestro lenguaje, y representan
más bien relaciones sociales que relaciones físicas. En nuestras nurseys, en las que los
niños dan el nombre de tíos y tías a todos los amigos y amigas de sus padres,
encontramos algo parecido a este sistema clasificador, y asimismo cuando empleamos
tales designaciones en un sentido figurado, hablando de «hermanos en Apolo» o
«hermanas en Cristo».
Aunque de este modo creemos haber descubierto las razones de las restricciones
matrimoniales existentes entre los salvajes de Australia, hemos de tener en cuenta que
las circunstancias reales presentan una complejidad bastante mayor, inextricable a
primera vista. No existen, en efecto, sino muy pocas tribus australianas que no conozcan
otras prohibiciones que las determinadas por los límites totémicos. La mayoría se hallan
organizadas en tal forma, que se subdividen, en primer lugar, en dos secciones, a las que
se da el nombre de clases matrimoniales (las «fratrias» [phratries] de los autores
ingleses). Cada una de estas clases es exógama y se compone de un cierto número de
grupos totémicos. Generalmente se subdividen cada clase en dos subclases (subfratrias),
y de este modo toda la tribu se compone de cuatro subclases, resultando que las
subclases ocupan un lugar intermedio entre las fratrias y los grupos totémicos.
Los dos grupos totémicos quedan reunidos en cuatro subclases y dos clases. Todas
las subdivisiones son exógenas. (El número de los totem es escogido arbitrariamente.)
La subclase c forma una unidad exógama con la subclase e, y la subclase d con la f. El
resultado obtenido por estas instituciones y, por consiguiente, su tendencia, no es nada
dudoso. Sirven para introducir una nueva limitación de la elección matrimonial y de la
libertad sexual. Si no hubiera más que los doce grupos totémicos, cada miembro de su
grupo (suponiendo que cada grupo se compusiese del mismo número de individuos)
podría escoger entre las once dozavas partes de las mujeres de la tribu. La existencia de
las dos fratrias limita el número de mujeres que pueden elegir cada hombre a seis
dozavas partes; esto es, a la mitad. Un hombre perteneciente al totem a no puede casarse
sino con una mujer que forme parte de los grupos uno a seis. La introducción de las dos
subclases limita de nuevo la elección, dejándola reducida a tres dozavas partes; esto es, a
la cuarta parte de la totalidad. Así, un hombre del totem a no puede escoger mujer sino
entre aquellas de los totems cuatro, cinco y seis.
Las relaciones históricas que existen entre las clases matrimoniales, de las que
ciertas tribus cuentan hasta ocho, y los grupos totémicos no están aún dilucidadas.
Vemos únicamente que tales instituciones persiguen el mismo fin que la exogamia
totémica y tienden incluso a ir más allá. Pero mientras que la exogamia totémica
presenta todas las apariencias de una institución sagrada, de origen y desarrollo
desconocido, o sea de una costumbre, la complicada institución de las clases
matrimoniales, con sus subdivisiones y las condiciones a ellas enlazadas, parece ser el
producto de una legislación consciente e intencional que se hubiera propuesto reforzar la
prohibición del incesto, probablemente ante un comienzo de la debilitación de la
influencia totémica. Y mientras que el sistema totémico constituye, como ya hemos
visto, la base de todas las demás obligaciones sociales y restricciones morales de la
tribu, el papel de la fratria se limita en general a la sola reglamentación de la elección
matrimonial.
En el curso del desarrollo ulterior del sistema de las clases matrimoniales aparece
una tendencia a ampliar la prohibición que recae sobre el incesto natural y el de grupo,
haciéndola extensiva a los matrimonios entre parientes de grupo más lejanos, conducta
idéntica a la de la Iglesia católica cuando extendió la prohibición que recaía sobre los
matrimonios entre hermanos y hermanas, a los matrimonios entre primos, inventando,
para justificar su medida, grados espirituales de parentesco.
En la Melanesia recaen tales prohibiciones restrictivas sobre las relaciones del hijo
con la madre y las hermanas. Así, en Lepers Island, una de las Nuevas Hébridas, el hijo
que ha llegado a una cierta edad abandona el hogar materno y se va a vivir a la casa
común (club), en la que duerme y come. Puede visitar todavía su casa para reclamar en
ella su alimento; pero cuando su hermana se halla presente, debe retirarse sin comer. En
el caso contrario puede tomar su comida sentado cerca de la puerta. Si el hermano y la
hermana se encuentran por azar fuera de la casa, debe la hermana huir o esconderse.
Cuando el hermano reconoce en la arena las huellas del paso de una de sus hermanas, no
debe seguirlos. Igual prohibición se aplica a la hermana. El hermano no puede siquiera
nombrar a su hermana y debe guardarse muy bien de pronunciar una palabra del
lenguaje corriente cuando dicha palabra forma parte del nombre de la misma. Esta
prohibición entra en vigor después de la ceremonia de la pubertad y debe ser observada
durante toda la vida. El alejamiento de madre e hijo aumenta con los años, y la reserva
observada por la madre es mayor aún que la impuesta al hijo. Cuando le lleva algo de
comer, no le entrega directamente los alimentos, sino que los pone en el suelo ante él.
No le habla jamás familiarmente, y al dirigirse a él, le dice usted en lugar de tú
(entiéndase naturalmente las palabras correspondientes a nuestro usted y nuestro tú). Las
mismas costumbres se hallan en vigor en Nueva Caledonia. Cuando un hermano y una
hermana se encuentran, se esconde esta última entre los arbustos, y el hermano pasa sin
volverse hacia ella.
Entre los basoga, tribu negra que habita en la región de las fuentes del Nilo, el
hombre no puede hablar a su suegra sino hallándose la misma en otra habitación de la
casa y oculta a sus ojos. Este pueblo tiene un tal horror al incesto, que lo castiga incluso
entre los animales domésticos.
Mientras que la intención y la significación de las demás prohibiciones
concernientes a las relaciones entre parientes no provoca la menor duda, siendo
interpretadas por todos los observadores como medidas preservativas del incesto, no
sucede lo mismo con las interdicciones que tienen por objeto las relaciones con la
suegra, interdicciones a las que ciertos autores han dado una interpretación en absoluto
diferente. Se ha encontrado con razón inconcebible que todos estos pueblos manifiesten
un gran temor ante la tentación personificada por una mujer ya madura, que sin ser la
madre del individuo de que se trate, pudiera, sin embargo, considerarle como hijo suyo.
Idéntica objeción se ha opuesto a la teoría de Fison, según la cual obedecerían
estas prohibiciones a la necesidad de llenar la laguna que en ciertos sistemas de clase
matrimoniales supone la posibilidad del matrimonio entre yerno y suegra.
Sir John Lubbock (en su obra Origin of Civilization) hace remontar al rapto
primitivo (mariage by capture) esta actitud de la suegra con respecto al yerno. «Mientras
existió realmente el rapto de mujeres, no podían los suegros ver a su yerno, el raptor,
con buenos ojos. Pero al cesar esta forma de matrimonio, no dejando tras de sí sino sus
símbolos, quedó simbolizada a su vez dicha mala voluntad, y la costumbre de que nos
ocupamos ha persistido incluso después de haber sido olvidado su origen.» Crawley ha
demostrado fácilmente que esta tentativa de explicación no tiene en cuenta la realidad de
los hechos.
E. B. Taylor opina que la actitud de la suegra con respecto al yerno no es sino una
forma del no reconocimiento (cutting) de este último por la familia de su mujer. El
hombre es considerado como un extranjero hasta el nacimiento de su primer hijo. Salvo
con relación a aquellos casos en los que, realizada esta condición, no termina la
prohibición indicada, resulta inadmisible esta interpretación de Taylor, pues no explica
que haya habido necesidad de fijar de una manera precisa la naturaleza de las relaciones
entre yerno y suegra, dejando, por tanto, a un lado el factor sexual y no teniendo en
cuenta el sagrado temor que parece manifestarse en tales mandamientos prohibitivos.
Una mujer zulú, preguntada por las razones de la prohibición, dio la siguiente
respuesta, dictada por un sentimiento de delicadeza: «El hombre no debe ver los senos
que han alimentado a su mujer».
Sabido es que incluso en los pueblos civilizados constituyen las relaciones entre
yerno y suegra uno de los lados más espinosos de la organización familiar. No existe
ciertamente entre los pueblos blancos de Europa y de América prohibición alguna
relativa a estas relaciones; pero se evitarían muchos conflictos y molestias si tales
prohibiciones existieran, aun a título de costumbres, sin que determinados individuos se
vieran obligados a establecerlas para su uso personal. Más de un europeo se sentirá
inclinado a ver un acto de alta sabiduría en las prohibiciones opuestas por los pueblos
salvajes a la relación entre dichas dos personas de parentesco tan cercano. No puede
dudarse de que la situación psicológica del yerno y la suegra entraña algo que favorece
la hostilidad y hace muy difícil su vida en común. La generalidad con la que se hace
objeto preferente de chistes y burlas a estas relaciones constituiría ya una prueba de que
entrañan elementos decididamente opuestos. A mi juicio, trátase aquí de relaciones
«ambivalentes», compuestas a la vez de elementos afectuosos y elementos hostiles.
II
EL TABÚ Y LA AMBIVALENCIA DE LOS SENTIMIENTOS
Tabú es una palabra polinesia, cuya traducción se nos hace difícil porque no
poseemos ya la noción correspondiente. Esta noción fue aún familiar a los romanos,
cuya sacer equivalía al tabú de los polinesios. El agos de los griegos y el kodausch de los
hebreos debieron de poseer el mismo sentido que el tabú de los polinesios y otras
expresiones análogas usadas por multitud de pueblos de América, África (Madagascar) y
del Asia septentrional y central.
Las restricciones tabú son algo muy distinto de las prohibiciones puramente
morales o religiosas. No emanan de ningún mandamiento divino, sino que extraen de sí
propias su autoridad. Se distinguen especialmente de las prohibiciones morales por no
pertenecer a un sistema que considere necesarias en un sentido general las abstenciones
y fundamente tal necesidad. Las prohibiciones tabú carecen de todo fundamento. Su
origen es desconocido. Incomprensibles para nosotros, parecen naturales a aquellos que
viven bajo su imperio.
«La palabra tabú no designa en rigor más que las tres nociones siguientes: a) el
carácter sagrado (o impuro) de personas u objetos. b) La naturaleza de la prohibición
que de este carácter emana; y c) La santidad (o impurificación) resultante de la violación
de la misma. Lo contrario de tabú es en polinesio noa; esto es, lo corriente, ordinario y
común.»
«Desde un más amplio punto de vista, pueden distinguirse varias clases de tabú: 1º
Un tabú natural o directo, producto de una fuerza misteriosa (mana) inherente a una
persona o a una cosa. 2º Un tabú transmitido o indirecto, emanado de la misma fuerza,
pero que puede ser: a) Adquirido; o b) Transferido por un sacerdote, un jefe o cualquier
otra persona; y 3º Un tabú intermedio entre los dos que anteceden, cuando se dan en él
ambos factores, por ejemplo, en la apropiación de una mujer por un hombre.»
«Los fines del tabú son muy diversos. Así (A): los tabú directos cumplen las
siguientes funciones: 1º Proteger a ciertos personajes importantes -jefes, sacerdotes, etc.-
y preservar los objetos valiosos de todo daño posible. 2º Proteger a los débiles -mujeres,
niños y hombres vulgares- contra el poderoso mana (fuerza mágica) de los sacerdotes y
los jefes. 3º Preservar al sujeto de los peligros resultantes del contacto con cadáveres, de
la absorción de determinados alimentos, etcétera. 4º Precaver las perturbaciones que
puedan sobrevenir en determinados actos importantes de la vida, tales como el
nacimiento, la iniciación de los adolescentes, el matrimonio, las funciones sexuales, etc.
5º Proteger a los seres humanos contra el poder o la cólera de los dioses o de los
demonios; y 6º Proteger a los niños que van a nacer y a los recién nacidos de los peligros
que a causa de la relación simpática que los une a sus padres pudieran éstos atraer sobre
ellos realizando determinados actos o absorbiendo ciertos alimentos que habrían de
comunicarles especialísimas cualidades (B): Otro de los fines del tabú es proteger la
propiedad del sujeto -sus campos, herramientas, etc.- contra los ladrones.
«Aquel que ha violado un tabú adquiere por este hecho tal cualidad. Determinados
peligros resultantes de la violación pueden ser conjurados mediante actos de penitencia y
ceremonias de purificación.»
«El tabú se supone emanado de una especial fuerza mágica inherente a ciertos
espíritus y personas y susceptible de transmitirse en todas direcciones por la mediación
de objetos inanimados. Las personas y las cosas tabú pueden ser comparadas a objetos
que han recibido una carga eléctrica; constituyen la sede de una terrible fuerza que se
comunica por el contacto y cuya descarga trae consigo las más desastrosas
consecuencias cuando el organismo que la provoca no es lo suficientemente fuerte para
resistirla. Por tanto, las consecuencias de la violación de un tabú no dependen tan sólo
de la intensidad de la fuerza mágica inherente al objeto tabú, sino también de la
intensidad del mana que en el impío se opone a esta fuerza. Así, los reyes y sacerdotes
poseen una fuerza extraordinaria, y aquellos súbditos que entrasen en contacto inmediato
con ellos, pagarían su atrevimiento con la vida. En cambio, un ministro u otra persona
dotada de un mana superior al corriente puede comunicar con ellos sin peligro, y tales
personas intermediarias resultan por su parte accesibles a sus subordinados sin peligro
para estos últimos. La importancia de un tabú transmitido depende también del mana de
la persona de que procede. Un tabú transmitido por un rey o por un sacerdote es más
eficaz que el transmitido por un hombre ordinario.»
Creo adivinar la impresión de mis lectores, suponiendo que después de haber leído
estas citas no se encuentran más instruidos que antes sobre la naturaleza del tabú y el
lugar que deben concederle entre sus conocimientos. Ello depende, desde luego, de la
insuficiencia de mis informaciones, en las que he prescindido de todo lo referente a las
relaciones del tabú con la superstición, la creencia en la inmortalidad del alma y la
religión. Pero una exposición más detallada de aquello que sobre el tabú sabemos no
habría de servir sino para complicar más la cuestión, ya de por sí harto oscura.
Dejaremos, pues, sentado que se trata de una serie de limitaciones a las que se someten
los pueblos primitivos, ignorando sus razones y sin preocuparse siquiera de
investigarlas, pero considerándolas como cosa natural y perfectamente convencidos de
que su violación les atraería los peores castigos. Existen relatos fidedignos de casos en
los que la infracción involuntaria de alguna de estas prohibiciones ha sido seguida
efectivamente de un castigo automático. Así, el inocente malhechor que sin saberlo ha
comido carne de un animal tabú, cae, al darse cuenta de su crimen, en una profunda
depresión, da por segura su muerte en breve plazo y acaba realmente por morir. Las
prohibiciones recaen en su mayoría sobre la absorción de alimentos, la realización de
ciertos actos y la comunicación con ciertas personas. Determinados tabús nos parecen
racionales, pues tienden a imponer abstenciones y privaciones. En cambio, otros recaen
sobre nimiedades exentas de toda significación, y no podemos considerarlos sino como
una especie de ceremonial. Todas estas prohibiciones parecen reposar sobre una teoría,
según la cual dependería su necesidad de la existencia de determinadas personas o cosas
que entrañarían una fuerza peligrosa, transmisible por el contacto como un contagio.
Algunas de ellas poseerían dicha fuerza en un grado mayor que otras, y el peligro sería
directamente proporcional a la diferencia de tales cargas. Lo más singular de todo esto
es que aquellos que tienen la desgracia de violar una de tales prohibiciones se
convierten, a su vez, en prohibidos e interdictos, como si hubieran recibido la totalidad
de la carga peligrosa. Esta fuerza es inherente a todas las personas que presentan alguna
particularidad -los reyes, los sacerdotes, los recién nacidos-, y también a todos los
estados excepcionales -la menstruación, el parto, la pubertad- o misteriosos -la
enfermedad y la muerte- y a todo aquello que por la facultad de difusión y contagio
queda relacionado con ellos.
Son calificados de tabú todos los lugares, personas, objetos y estados que
entrañan la misteriosa propiedad antes expuesta o son fuente de ella. Asimismo, las
prohibiciones en ella basadas, y, por último, conforme al sentido literal de la palabra,
todo aquello que es sagrado o superior al nivel vulgar, y a la vez peligroso, impuro o
inquietante.
La palabra «tabú» y el sistema que designa expresa un conjunto de hechos
psíquicos cuyo sentido nos escapa, haciéndonos suponer que sólo después de un
penetrante examen de la creencia en los espíritus y en los demonios, característica de
estas civilizaciones primitivas, nos será posible aproximarnos a su inteligencia.
Mas, ¿por qué dedicar nuestro interés a este enigma del tabú? A mi juicio, no sólo
porque todo problema psicológico merece que se intente su solución, sino también por
otras razones. Sospechamos, en efecto, que el tabú de los polinesios no nos es tan ajeno
como al principio lo parece y que la esencia de las prohibiciones tradicionales y éticas, a
las que por nuestra parte obedecemos, pudiera poseer una cierta afinidad con este tabú
primitivo, de manera que el esclarecimiento del mismo habría, quizá, de proyectar
alguna luz sobre el oscuro origen de nuestro propio «imperativo categórico».
Así, pues, nos interesará profundamente la concepción que del tabú haya podido
formarse un investigador tan autorizado como W. Wundt, y tanto más cuanto que nos
promete «explorar hasta las últimas raíces de la idea de tabú».
La noción del tabú, dice Wundt, «comprende todos los usos en los que se
manifiesta el temor inspirado por determinados objetos relacionados con las
representaciones del culto y por los actos con ellos enlazados».
Las modificaciones que el tabú presenta en los pueblos de una cultura algo más
avanzada, tales como los de la Polinesia y del archipiélago malayo, han sido reconocidas
por el mismo Wundt como puramente superficiales. La mayor diferenciación social en
ellos existente se manifiesta en el hecho de que sus reyes, jefes y sacerdotes ejercen un
tabú particularmente eficaz y se hallan asimismo más obligados y limitados que los
demás, por restricciones de este género.
Pero las fuentes verdaderas del tabú deben ser buscadas más profundamente que
en los intereses de las clases privilegiadas; «nacen en el lugar de origen de los instintos
más primitivos y a la vez más duraderos del hombre; esto es, en el temor a la acción de
fuerzas demoníacas». «No siendo, originariamente, sino una objetivación del temor al
poder demoníaco que suponía oculto en el objeto tabú, prohíbe el tabú irritar a dicha
potencia y ordena apaciguar la cólera del demonio y evitar su venganza siempre que se
ha llevado a cabo una violación, intencionada o no.»
Poco a poco va constituyéndose el tabú en un poder independiente, desligado del
demonio, hasta que llega a convertirse en una prohibición impuesta por la tradición y la
costumbre, y, en último término, por la ley. «Pero el mandamiento tácito disimulado
detrás de las prohibiciones tabú, las cuales varían con las circunstancias de lugar y
tiempo, es originariamente el que sigue: «Guárdate de la cólera de los demonios.»
Nos enseña así Wundt que el tabú es una manifestación y una consecuencia de la
creencia de los pueblos primitivos en los poderes demoníacos. Ulteriormente se habría
desligado el tabú de esta raíz y habría continuado constituyendo un poder, simplemente
en virtud de una especie de inercia psíquica, formando así la raíz de nuestras propias
prescripciones morales y de nuestras leyes. Aunque la primera de estas afirmaciones no
despierta en nosotros objeción ninguna, creo interpretar el sentimiento general de mis
lectores manifestándome defraudado por estas explicaciones de Wundt.
Habremos de formular, sin embargo, una reserva con respecto a esta tentativa. La
analogía entre el tabú y la obsesión patológica puede muy bien ser puramente exterior.
La Naturaleza gusta, en efecto, de servirse de las mismas formas en conexiones
biológicas muy distintas. Así, en las formaciones coralíferas, las plantas, determinados
cristales y algunos depósitos químicos. Sería, pues, poco prudente y harto ligero deducir
de estas coincidencias, dependientes de una analogía de las condiciones mecánicas, una
afinidad interna. Habremos, pues, de conservar presente esta reserva, aunque no por ella
debamos renunciar a la comparación intentada.
La primera y más evidente analogía que con tal tabú presentan estas prohibiciones
obsesivas (en los neuróticos) es la carencia de toda motivación y el enigma de sus
orígenes. Surgieron repentinamente un día, y desde entonces se ve obligado el sujeto a
observarla bajo la coerción de una irreprimible angustia. En estos casos resulta
absolutamente superflua una amenaza exterior de castigo, pues el sujeto posee una
convicción interior (una conciencia) de que la violación de la prohibición traería consigo
una terrible desgracia. Lo más que estos enfermos obsesionados pueden comunicarnos
es que experimentan un indefinible presentimiento de que la violación traería consigo un
grave perjuicio para una de las personas que los rodean, pero son incapaces de precisar
la naturaleza del mismo. Además, tampoco nos proporcionan, por lo general, estas vagas
informaciones con ocasión de las prohibiciones mismas, sino que las enlazan a los actos
de expiación y defensa de los que más adelante trataremos.
Por lo que a mi enferma respecta, exige que un objeto que su marido acaba de
comprar sea alejado de la casa, sin lo cual le será imposible residir en ella, pues ha oído
decir que dicho objeto ha sido comprado en una tienda situada, por ejemplo, en la calle
de los Ciervos. Ahora bien: una de sus amigas, que reside en una lejana ciudad y a la que
conoció en otros tiempos, de soltera, es actualmente la señora de Ciervo. Esta amiga es
hoy, para ella, imposible o tabú, y el objeto comprado aquí en Viena resulta tan tabú
como la amiga misma, con la cual no quiere tener relación ninguna.
Del mismo modo que las prohibiciones tabú, las prohibiciones obsesivas aportan a
la vida del sujeto enormes privaciones y restricciones, pero algunas de estas
prohibiciones pueden ser levantadas merced a la realización de determinados actos, que
tienen también, a su vez, un carácter obsesivo, y son, incontestablemente, actos de
arrepentimiento, expiación, purificación y defensa. El más corriente de estos actos
obsesivos es la ablución (ablución obsesiva). También una parte de las prohibiciones
tabú puede ser sustituida -o expiada en caso de violación- por un ceremonial semejante,
y también suele ser el agua lustral el medio preferido.
Es ley de la neurosis que tales actos obsesivos vayan entrando cada vez más al
servicio del deseo y aproximándose así paulatinamente al acto primitivo prohibido.
Intentemos ahora analizar el tabú como si fuera de igual naturaleza que las
prohibiciones obsesivas de nuestros enfermos. Sabemos de antemano que muchas de las
prohibiciones tabú de que habremos de ocuparnos son de naturaleza secundaria,
desplazada y deformada, y que deberemos declararnos satisfechos si conseguimos
proyectar alguna luz sobre las más primitivas e importantes. Por último, nos damos
perfecta cuenta de que las diferencias entre la situación del salvaje y la del neurótico son
suficientemente hondas para excluir la posibilidad de una completa coincidencia de las
prohibiciones tabú con las obsesivas.
Esta transmisibilidad del tabú queda reflejada en la neurosis por la tendencia del
deseo inconsciente a desplazarse de continuo sobre nuevos objetos, utilizando los
caminos de la asociación. Comprobamos así que a la peligrosa fuerza mágica del
mana corresponden dos distintas facultades más reales: la propiedad de recordar al
hombre sus deseos prohibidos y la de impulsarle a satisfacer su deseo violando la
prohibición. Pero estas dos funciones se funden de nuevo en una sola, en cuanto
admitimos que la vida psíquica primitiva se halla constituida de manera que el despertar
del recuerdo del acto prohibido determina el de la tendencia a llevar a cabo dicho acto.
Siendo así, coincidirían de nuevo el recuerdo y la tentación. Hemos de reconocer
igualmente que cuando el ejemplo de un hombre que ha transgredido una prohibición
induce a otro hombre a cometer la misma falta es porque la desobediencia de la
prohibición se ha propagado como un mal contagioso, en la misma forma que el tabú se
transmite de una persona a un objeto y de este objeto a otro.
El que la violación de un tabú pueda ser rescatada, en algunos casos, por una
expiación o penitencia que significa la renunciación a un bien o a una libertad, nos da la
prueba de que la obediencia a la prescripción tabú era en sí misma una renunciación a
algo que hubiéramos deseado con gusto. La inobservancia de una renunciación es
expiada por una renunciación distinta. Por lo que concierne al ceremonial tabú,
deduciremos de todo esto que el arrepentimiento y la expiación son ceremonias más
primitivas que la purificación.
Como ya hemos dicho antes, las dos principales prescripciones tabú resultan
inaccesibles a nuestro análisis, por hallarse enlazadas al totemismo. Otras prescripciones
son de origen secundario, y, como tales, no pueden interesarnos. El tabú ha acabado por
constituir en los pueblos de que nos ocupamos la forma general de la legislación, y ha
entrado al servicio de tendencias sociales más recientes que el tabú mismo. Tal es, por
ejemplo, el caso de los tabús impuestos por los jefes y los sacerdotes para perpetuar sus
propiedades y privilegios. De todos modos, queda aún un importante grupo de
prescripciones, que podemos someter a vuestro examen. Tales son, principalmente, los
tabús relativos: a) a los enemigos; b) a los jefes, y c) a los muertos. Los materiales
referentes a esta cuestión se nos ofrecen en la excelente colección reunida por J. G.
Frazer, y publicada en su gran obra The golden bough.
a) Conducta para con los enemigos.- Si nos sentimos inclinados a atribuir a los
sujetos salvajes una implacable crueldad con respecto a sus enemigos, quedaremos
sorprendidos al averiguar que la consumación de un homicidio les impone como
consecuencia la observación de determinadas prescripciones, que forman parte de las
costumbres tabú. Tales prescripciones pueden ser fácilmente agrupadas en cuatro
categorías, según exijan: 1º, la reconciliación con el enemigo muerto; 2º, restricciones;
3º, actos de expiación o de purificación del matador, o 4º, determinadas prácticas
ceremoniales. Lo incompleto de nuestras informaciones no nos permite fijar con
exactitud si esas costumbres tabú son o no generales en los pueblos de que nos
ocupamos, circunstancia, además, carente de interés para nuestros fines. De todos
modos, podemos admitir que se trata de costumbres harto extendidas, y no de
fenómenos aislados.
Idéntica costumbre se observa entre los palúes de las islas Célebes. Las gallas
ofrecen en sacrificio a los espíritus sus enemigos muertos antes de entrar en su pueblo
natal. (Según Pautitschke: Etnographie Nordostafrikas.)
Otros pueblos han hallado el medio de convertir a sus enemigos muertos en
amigos, guardianes y protectores. Este medio consiste en tratar con todo cariño las
cabezas cortadas, costumbre de la que se vanaglorian determinadas tribus salvajes de
Borneo. Cuando los dayaks de la costa de Sarawak traen consigo, al volver de una
expedición, la cabeza de un enemigo, la tratan durante meses enteros con toda clase de
amabilidades, dedicándole los nombres más dulces y cariñosos que el lenguaje posee,
introduciéndole en la boca los mejores bocados de su comida, golosinas y cigarros, y
rogándole encarecidamente que olvide a sus antiguos amigos y conceda todo su amor a
sus nuevos huéspedes, pues forma ahora parte de su casa. Se equivocaría aquel que en
esta macabra costumbre, tan horrible para nosotros, viera una intención irónica.
Varios exploradores han señalado el duelo que ciertas tribus salvajes de América
del Norte observan en honor del enemigo muerto y escalpado. A partir del día en que un
choctaw ha muerto a un enemigo, comienza para él un período de duelo, que se extiende
a través de meses enteros y durante el cual se impone graves restricciones. Lo mismo
sucede entre los indios dakotas. Después de haber conmemorado con el luto a sus
propios muertos -relata un observador-, los osagos llevan luto al enemigo, como si
hubiera sido un amigo.
Antes de hablar de las restantes costumbres tabú referentes a los enemigos,
debemos precavernos contra una posible objeción. Las razones que dictan estas
prescripciones de reconciliación, se nos dirá, con Frazer y otros, son harto sencillas, y no
tienen nada que ver con la ambivalencia. Tales pueblos se hallan dominados por el
temor supersticioso a los espíritus de los muertos, temor que la antigüedad clásica
conoció también, y que ha sido luego llevado a la escena por el gran dramaturgo inglés
en las alucinaciones de Macbeth y de Ricardo III. De esta superstición se deducirán
lógicamente todas las prescripciones de reconciliación, así como también las
restricciones y las expiaciones de que más adelante trataremos. En favor de tal
concepción testimoniarían asimismo las ceremonias que hemos reunido en el cuarto
grupo, las cuales habrán de ser interpretadas como esfuerzos encaminados a alejar a los
espíritus de los muertos, que persiguen a sus matadores. Por último, los salvajes mismos
confiesan su miedo a los espíritus de los enemigos muertos y atribuyen a él tales
costumbres tabú.
Entre los natchez de América del Norte, los jóvenes guerreros que habían
conquistado su primer scalp eran sometidos, durante seis meses, a determinadas
privaciones. No podían acostarse con sus mujeres ni comer carne, y todo su alimento
consistía en pescado y tortas de maíz. Cuando un choctaw había dado muerte y
escalpado a un enemigo, tenía qué guardarle luto durante un mes y le estaba prohibido
peinarse hasta transcurrir este plazo. Si le picaba la cabeza, no debía rascarse con la
mano, sino sirviéndose de una varita.
A pesar de todo el interés que presentaría un examen más profundo de dos detalles
y variaciones de las ceremonias de expiación y purificación prescritas después del
asesinato de un enemigo, daré aquí por terminada mi exposición por considerarla
suficiente para el fin que persigo. Añadiré tan sólo que en el aislamiento temporal o
permanente al que en nuestros días es sometido el verdugo profesional se nos muestra
todavía una huella de tales instituciones. La condición del «hombre libre» en la sociedad
medieval nos permite formarnos una idea muy aproximada del tabú de los salvajes.
b) El tabú de los soberanos.- La actitud de los pueblos primitivos hacia sus jefes,
reyes y sacerdotes se halla regida por dos principios que parecen completarse más que
contradecirse. El súbdito debe preservarse de ellos y debe protegerlos. Estos dos fines
quedan cumplidos por medio de una multitud de prescripciones tabú. Sabemos ya por
qué es necesario preservarse de los señores: son portadores de aquella fuerza mágica
misteriosa y peligrosa que, como una carga eléctrica, se comunica por contacto y
determina la muerte y la perdición de aquel que no se halla protegido por una carga
equivalente. Por tanto, se evita todo contacto directo o indirecto con la peligrosa
santidad, y para aquellos casos en los que este contacto no puede ser eludido, se ha
inventado un ceremonial destinado a alejar las consecuencias temidas. Así, los nubas del
África oriental creen que morirán si penetran en la casa de su rey-sacerdote, pero que
pueden escapar a este peligro si al entrar descubren su hombro izquierdo y obtienen que
el rey lo toque con su mano. De este modo se llega al singular resultado de que el
contacto del rey se convierte en un medio de curación y protección contra los males
resultantes de dicho contacto mismo; mas habremos de observar que el contacto curativo
es el iniciado por el rey y dependiente de su regia voluntad, mientras que el peligroso es
el resultante de la iniciativa del súbdito. Así, pues, la cualidad del contacto del rey se
halla condicionada por la actitud del súbdito -activa o pasiva- con respecto a la regia
persona.
Para hallar ejemplos del poder curativo del contacto real no necesitamos buscarlos
entre los salvajes. En una época no muy lejana ejercían este poder los reyes de Inglaterra
para curar las escrófulas, que por tal razón eran llamadas the king's evil (la enfermedad
real). Ni la reina Isabel ni ninguno de sus sucesores renunciaron a tal prerrogativa real, y
se cuenta que Carlos I curó en 1633, de una sola vez, cien enfermos. Posteriormente,
bajo el reinado de su hijo Carlos II, el vencedor de la gran Revolución inglesa, alcanzó
esta curación de las escrófulas por el contacto del rey su más amplio florecimiento.
Cuéntase, en efecto, que durante su reinado curó Carlos II a más de cien mil
escrofulosos. La afluencia de enfermos era tan grande, que varios de ellos murieron una
vez ahogados entre la multitud. El escéptico Guillermo III de Orange, rey de Inglaterra,
después de la expulsión de los Estuardos, desconfiaba de la realidad de tal poder, y la
única vez que consintió en ejercer la regia función curativa lo hizo diciendo a los
enfermos: «Que Dios os dé mejor salud y os haga más razonables».
He aquí algunos testimonios del terrible efecto del contacto activo, aunque no
intencionado, con el rey o con algo que le pertenece: Un jefe de Nueva Zelanda, hombre
de elevado rango y de gran santidad, abandona un día en la calle los restos de su comida.
Un esclavo joven, robusto y hambriento, que los ve al pasar, se apresura a comerlos;
pero en cuanto ha acabado el último bocado, un asustado espectador le advierte el
crimen que acaba de cometer, y el esclavo, que era un guerrero fuerte y valeroso, cae por
tierra ante el anuncio de su culpabilidad, es presa de terribles convulsiones y muere al
anochecer del día siguiente. Una mujer maorí ha comido algunas frutas, y averigua
luego que procedían de un determinado lugar sobre el que el tabú recaía. En el acto
exclama que el espíritu del jefe al que ha infligido tal ofensa la hará morir. El hecho
ocurrió por la tarde, y al mediodía siguiente había muerto. El eslabón de un jefe maorí
causó una vez la muerte de varias personas. El jefe lo había perdido; otros lo recogieron
y se sirvieron de él para encender sus pipas. Cuando averiguaron quién era el propietario
del eslabón, murieron todos de miedo.
Nada tiene, pues, de extraño que se haya hecho sentir la necesidad de aislar a
personas tan peligrosas como los jefes y los sacerdotes y rodearlas de una muralla que
las hace inaccesibles a los demás. En nuestros actuales ceremoniales de corte podemos
ver aún vestigios de esta muralla compuesta de prescripción tabú.
Pero la mayoría de estos tabús de los altos personajes no se deja reducir a la
necesidad de protegerse contra ellos. A la creación del tabú y al establecimiento de la
etiqueta de corte ha contribuido aún otra necesidad: la de proteger a las personas
privilegiadas contra los peligros que las amenazan.
La necesidad de proteger al rey contra todos los peligros imaginables emana de la
enorme importancia del papel que desempeña en la vida de sus súbditos. Rigurosamente
hablando, es su persona la que rige la marcha del mundo. Su pueblo debe estarle
reconocido no solamente por la lluvia y la luz del sol, que hacen crecer los frutos de la
tierra, sino también por el viento que trae los navíos a la costa y por el suelo firme que
los hombres huellan bajo sus pies.
Adorado hoy como un dios, puede ser muerto mañana como un criminal. Pero en
este cambio de actitud no tenemos derecho a ver una prueba de inconstancia ni una
contradicción. Por el contrario, permanece el pueblo lógico hasta el fin. Si su rey es su
dios -piensan-, debe mostrarse también su protector, y desde el momento en que no
quiere protegerlos, debe ceder su puesto a otro más inclinado a hacerlo; pero mientras
responde a lo que de él esperan, los cuidados que se le dedican son ilimitados y se le
obliga a cuidarse a sí mismo con igual celo. Un tal rey vive como encerrado en un
sistema de ceremonias y etiquetas y preso de una red de costumbres e interdicciones que
no tiene por objeto elevar su dignidad, ni mucho menos aumentar su bienestar, sino
únicamente impedirle cometer actos susceptibles de perturbar la armonía de la
Naturaleza y provocar así su propia pérdida, la de su pueblo y la del mundo entero.
Lejos de serle beneficiosas y agradables tales prescripciones, le privan de toda libertad,
y pretendiendo proteger su vida, hacen de ella una carga y una tortura.
Uno de los ejemplos más impresionantes de un semejante encadenamiento y
prisión de un monarca sagrado nos es ofrecido por la vida que llevaba en otros tiempos
el mikado japonés. He aquí lo que sobre ella nos dice un relato de hace más de dos
siglos: «El mikado considera incompatible con su dignidad y su carácter sagrado el tocar
el suelo con sus pies. De este modo, cuando tiene que ir a alguna parte se hace llevar a
hombros de sus servidores. Pero aún conviene menos que su persona sea expuesta al aire
libre, y es rehusado al sol el honor de iluminar su cabeza. Se atribuye a todas las partes
de su cuerpo un carácter tan sagrado, que no deben ser nunca cortados sus cabellos ni su
barba, ni tampoco sus uñas. Mas para que no padezca en absoluto de cuidados se le lava
por la noche mientras duerme, y aquello que se quita a su cuerpo en este estado es
considerado como un robo, que no puede ser atentatorio a su dignidad ni a su santidad.
En épocas pasadas debía permanecer todas las mañanas, durante algunas horas, sentado
en su trono, con la corona imperial sobre su cabeza y sin mover los brazos, las piernas,
la cabeza o los ojos, pues solamente así se pensaba que podía mantener la paz y la
tranquilidad del imperio. Si por desgracia se volvía de un lado o del otro, o si su mirada
no se dirigía durante un cierto tiempo sino sobre una única parte de su imperio, podía
resultar para el país una guerra, un hambre, una peste, un incendio u otra calamidad que
habría de devastarlo.»
Algunos de los tabús a que son sometidos los reyes bárbaros recuerdan las
restricciones impuestas a los homicidas. En Shark Point, cerca del cabo Padrón, en la
Baja Guinea (oeste africano), un rey-sacerdote kukuló vive solo en un bosque. No puede
tocar a ninguna mujer ni abandonar su casa, ni siquiera levantarse de su trono sobre el
cual duerme sentado. Si se acostase, cesaría de soplar el viento, perturbando la
navegación. Su función consiste en apaciguar las tempestades y cuidar, en general, del
mantenimiento del estado normal de la atmósfera. Cuanto más poderoso es un rey de
Loango -dice Bastian-, más numerosos son los tabús que debe observar. El sucesor al
trono es sometido a ellos desde la infancia, pero los tabús se acumulan en derredor suyo
a medida que va avanzando en la vida, y cuando llega al trono se halla literalmente
asfixiado bajo su número.
El lugar de que disponemos no nos permite (ni tampoco lo exige nuestro fin) dar
una descripción detallada de los tabús inherentes a la dignidad de rey o de sacerdote.
Digamos tan sólo que las restricciones relativas al movimiento y al género de
alimentación desempeñan entre estos tabús el papel principal. Para demostrar hasta qué
punto son tenaces las costumbres enlazadas a estas personas privilegiadas, citaremos dos
ejemplos de ceremonial tabú tomados de pueblos civilizados; esto es, que han alcanzado
fases de cultura más elevadas.
El Flamen Dialis, el gran sacerdote de Júpiter en la Roma antigua, tenía que
observar un extraordinario número de tabús. No podía montar a caballo, ni ver un
caballo ni un hombre armado, ni llevar anillo ninguno que no estuviese roto, ni ningún
nudo en su vestidura; no podía tocar la harina de trigo, ni la masa fermentada, ni
tampoco designar por su nombre ni la cabra, ni el perro, ni la carne cruda ni las habas, ni
la hiedra; sus cabellos no podían ser cortados sino por un hombre libre que utilizase para
ello un cuchillo de bronce, y debían ser enterrados, como igualmente las cortaduras de
sus uñas, bajo un árbol sagrado; no podía tocar a los muertos y le estaba prohibido salir
al aire libre con la cabeza descubierta. Su mujer, la Flaminica, se halla sometida a su vez
a prescripciones particulares: en determinadas escaleras no podía subir más de los tres
primeros peldaños y ciertos días de fiesta le estaba prohibido peinar su cabello; el cuero
de su calzado no debía provenir de un animal muerto de muerte natural, sino de un
animal sacrificado; el hecho de haber oído el trueno la hacía impura, y su impureza
duraba hasta después de haber ofrecido un sacrificio de expiación.
Ante este cuadro de las relaciones entre el hombre primitivo y sus soberanos surge
en nosotros la esperanza de que el paso desde su descripción a su comprensión
psicoanalítica no ha de sernos muy difícil. Tales relaciones son excesivamente
complicadas y no carecen de contradicciones. Se concede a los soberanos grandes
prerrogativas, paralelas a las prescripciones tabú impuestas a los hombres vulgares. Son
personajes privilegiados, tienen derecho a hacer lo que a los demás les está prohibido y a
gozar de aquello que para los demás es inaccesible; pero la misma libertad que se les
reconoce se halla limitada por otros tabús que no pesan sobre los individuos ordinarios.
Tenemos, pues, aquí una posición, casi una contradicción, entre una mayor libertad y
una mayor restricción relativas a las mismas personas. Por otro lado, se les atribuye un
poder mágico extraordinario, y se teme, por esta razón, todo contacto con sus personas o
con los objetos que les pertenecen, considerando al mismo tiempo dicho contacto como
fuente posible de los más benéficos efectos, circunstancia que a primera vista se nos
muestra como una nueva contradicción, especialmente flagrante. Pero sabemos ya que
sólo es en apariencia. El contacto del rey es benéfico cuando su iniciativa parte de la
regia voluntad con un propósito benévolo, y únicamente resulta peligroso cuando es
provocado, independientemente de la voluntad del rey, por el hombre común, sin duda
porque podría ocultar una intención agresiva. Otra contradicción menos fácil de explicar
es la de que, no obstante atribuir al soberano un amplio poder sobre las fuerzas de la
Naturaleza, se crea el pueblo obligado a protegerle con particular solicitud de los
peligros que pudieran amenazarle, como si su poder, capaz de tantas cosas, fuera
impotente para asegurar su propia protección.
4
Después de haber explorado de este modo el terreno en el que han nacido los
tabús relativos a los muertos, vamos a enlazar a los resultados obtenidos algunas
observaciones que pueden presentar gran importancia para la inteligencia del tabú en
general.
La proyección de la hostilidad inconsciente sobre los demonios, que caracteriza al
tabú de los muertos, no es sino uno de los numerosos procesos del mismo género a los
que hemos de atribuir una gran influencia sobre la formación de la vida psíquica
primitiva. En el caso que nos interesa, la proyección sirve para resolver un conflicto
afectivo, misión que desempeña igualmente en un gran número de situaciones psíquicas
conducentes a la neurosis. Pero la proyección no es únicamente un medio de defensa. La
observamos asimismo en casos en los que no existe conflicto. La proyección al exterior
de percepciones interiores es un mecanismo primitivo al que se hallan también
sometidas nuestras percepciones sensoriales y que desempeña, por tanto, un papel
capital en nuestro modo de representación del mundo exterior. En condiciones todavía
insuficientemente elucidadas, nuestras percepciones interiores de procesos afectivos e
intelectuales son, como las percepciones sensoriales, proyectadas de dentro afuera y
utilizadas para la conformación del mundo exterior en lugar de permanecer localizadas
en nuestro mundo interior. Desde el punto de vista genético se explica esto, quizá, por el
hecho de que primitivamente la función de la atención no era ejercida sobre el mundo
interior, sino sobre las excitaciones procedentes del exterior, y no recibía de los procesos
endopsíquicos otros datos que los correspondientes a los desarrollos de placer y
displacer. Sólo después de la formación de un lenguaje abstracto es cuando los hombres
han llegado a ser capaces de enlazar los restos sensoriales de las representaciones
verbales a procesos internos, y entonces es cuando han comenzado a percibir, poco a
poco, estos últimos. Hasta este momento habían construido los hombres primitivos su
imagen del mundo, proyectando al exterior sus percepciones internas, imagen que
nuestro mayor conocimiento de la vida interior nos permite ahora traducir al lenguaje
psicológico.
En segundo lugar comprobamos que la conciencia presenta una gran afinidad con
la angustia, hasta el punto de que podemos describirla sin vacilar como una «conciencia
angustiante». Ahora bien: sabemos que la angustia nace en lo inconsciente. La
psicología de las neurosis nos ha demostrado que cuando ha tenido efecto una represión
de deseos, queda transformada en angustia la libido de los mismos. A propósito de esto
recordaremos que en la conciencia hay también algo desconocido e inconsciente; esto
es, las razones de la represión y de la repulsa de determinados deseos. Este inconsciente
desconocido es lo que determina el carácter angustioso de la conciencia.
Sin extendernos sobre el origen de estas tendencias sociales y sobre sus relaciones
con las demás tendencias fundamentales del hombre, queremos hacer resaltar,
apoyándonos en un ejemplo, el segundo carácter fundamental de la neurosis. En sus
manifestaciones exteriores presenta el tabú máxima semejanza con el délire de toucher
de los neuróticos. Ahora bien: en este delirio se trata regularmente de la prohibición de
contactos sexuales, y el psicoanálisis ha demostrado de un modo general que las
tendencias que en las neurosis sufren una derivación y un desplazamiento son de origen
sexual. En el tabú, el contacto prohibido no tiene, según toda evidencia, una
significación únicamente sexual; lo que está prohibido es el hecho de afirmar, imponer o
hacer valer la propia persona. Con la prohibición de tocar al jefe o los objetos con los
cuales se halla él mismo en contacto, se intenta inhibir un impulso manifestado en otras
ocasiones por la vejatoria vigilancia del jefe e incluso por los malos tratos corporales
que les son infligidos antes de su coronación. Vemos, pues, que el predominio de las
tendencias sexuales sobre las tendencias sociales constituye un rasgo característico de la
neurosis; pero estas mismas tendencias sociales no han nacido sino de la mezcla de
elementos egoístas con elementos eróticos.
III
Todos los trabajos encaminados a aplicar a las ciencias morales los puntos de vista
del psicoanálisis han de adolecer inevitablemente de una cierta insuficiencia. Por tanto,
no aspiran sino a estimular a los especialistas y a sugerirles ideas que puedan utilizar en
sus investigaciones. Tal insuficiencia ha de hacerse notar particularmente en un capítulo
destinado a tratar de aquel inmenso dominio que designamos con el nombre de
«animismo».
En el sentido estricto de la palabra el animismo es la teoría de las representaciones
del alma; en el sentido amplio, la teoría de los seres espirituales en general. Distínguese,
además, el animatismo, o sea la doctrina de la vivificación de la Naturaleza, que se nos
muestra inanimada. A esta doctrina se enlazan, por último, el animalismo y el manismo.
El término «animismo», que servía antiguamente para designar un sistema filosófico
determinado, parece haber recibido su significación actual de E. B. Tylor.
En esta sucesión de las tres concepciones del mundo se funda la afirmación de que
el animismo, sin ser todavía una religión, implica ya las condiciones preliminares de
todas las religiones que ulteriormente hubieron de surgir. Es también evidente que el
mito reposa sobre elementos animistas. Pero las relaciones entre el mito y el animismo
no han sido aún suficientemente elucidadas.
La magia responde a fines muy diversos, tales como los de someter los fenómenos
de la Naturaleza a la voluntad del hombre, protegerlo de sus enemigos y de todo género
de peligros y darle el poder de perjudicar a los que le son hostiles. Pero el principio
sobre el que reposa la acción mágica, o, mejor dicho, el principio de la magia, es tan
evidente, que ha sido reconocido por todos los autores, y podemos expresarlo de un
modo claro y conciso utilizando la fórmula de E. B. Tylor (aunque prescindiendo de la
valoración que dicha fórmula implica): Mistaking an ideal connexion for a real one
(«Tomar por error una relación ideal por una relación real»). Vamos a demostrar esta
circunstancia en dos grupos de actos mágicos.
Los actos mágicos fundados en estos mismos principios y motivados por iguales
representaciones son innumerables. Citaré dos de ellos que han desempeñado siempre un
papel importante en los pueblos primitivos y se conservan aún, en parte, en el mito y el
culto de pueblos más avanzados. Trátase de las prácticas mágicas destinadas a provocar
la lluvia y a lograr una buena cosecha. Se provoca la lluvia por medios mágicos,
imitándola y reproduciendo artificialmente las nubes y la tempestad. Diríase que los que
ruegan «juegan a la lluvia». Los ainos japoneses, por ejemplo, creen provocar la lluvia
vertiendo agua a través de un cedazo y paseando procesionalmente por el pueblo una
gran artesa provista de vela y remos, como si fuese un barco. La fertilidad de la tierra
queda mágicamente asegurada ofreciéndole el espectáculo de relaciones sexuales. Así,
para no citar sino un ejemplo entre mil, en determinadas regiones de las islas de Java,
cuando se aproxima el momento de la floración del arroz, los labradores y las labradoras
van por las noches a los campos, con el fin de estimular, mediante su ejemplo, la
fecundidad del suelo y garantizar una buena cosecha. Por el contrario, las relaciones
sexuales incestuosas son temidas y malditas a consecuencia de su nefasta influencia
sobre la fertilidad del suelo y la abundancia de la cosecha.
Los ejemplos de este último grupo son ejemplos de magia contagiosa a la que
Frazer distingue de la magia imitativa. Lo que confiere eficacia a la magia contagiosa no
es ya la analogía, sino la relación en el espacio; esto es, la contigüidad, y su
representación o su recuerdo. Mas como la analogía y la contigüidad son los dos
principios esenciales de los procesos de asociación, resulta que todo el absurdo de las
prescripciones mágicas queda explicado por el régimen de la asociación de ideas.
Vemos, pues, cuán verdadera es la definición que Tylor ha dado de la magia, definición
que ya citamos antes: Mistaking an ideal connexion for a real one. Frazer la define
aproximadamente en los mismos términos: Men mistook the order of their ideas for the
order of nature, and hence imagined that the control which they have, or seem to have,
over their throughts, permitted them to exercise a corresponding control over things.
Con respecto a la mayor parte de estos casos, pudo explicarse por sí mismo en el
curso del tratamiento cómo se había producido la engañosa apariencia y lo que él había
añadido por su parte para dar más fuerza a sus supersticiosos temores. Todos los
enfermos obsesivos son supersticiosos como éste, y casi siempre en contra de sus más
arraigadas convicciones.
La conversación de la «omnipotencia de las ideas» se nos muestra en la neurosis
obsesiva con mayor claridad que en ninguna otra, por ser aquella en la que los resultados
de esta primitiva manera de pensar logran aproximarse más a la consciencia. Sin
embargo, no podemos ver en la «omnipotencia de las ideas» el carácter distintivo de esta
neurosis, pues el examen analítico nos lo revela también en las demás. En todas ellas es
la realidad intelectual, y no la exterior, lo que rige la formación de síntomas. Los
neuróticos viven en un mundo especial, en el que, para emplear una expresión de que ya
me he servido en otras ocasiones, sólo la valuta neurótica se cotiza. Quiero decir con
esto que los neuróticos no atribuyen eficacia sino a lo intensamente pensado y
representado afectivamente, considerando como cosa secundaria su coincidencia con la
realidad. El histérico reproduce en sus accesos y fija por sus síntomas sucesos que no se
han desarrollado sino en su imaginación, aunque en último análisis se refieran a sucesos
reales o constituidos con materiales de este género. Así, pues, interpretaríamos
equivocadamente el sentimiento de culpabilidad que pesa sobre el neurótico si lo
quisiéramos explicar por faltas reales. Un neurótico puede sentirse agobiado por un
sentimiento de culpabilidad que sólo encontraríamos justificado en un asesino varias
veces reincidente, y haber sido siempre, sin embargo, el hombre más respetuoso y
escrupuloso para con sus semejantes. Mas, no obstante, posee dicho sentimiento una
base real. Fúndase, en efecto, en los intensos y frecuentes deseos de muerte que el sujeto
abriga en lo inconsciente contra sus semejantes. No carece, pues, de fundamento, en
cuanto no tenemos en cuenta los hechos reales, sino las intenciones inconscientes. La
omnipotencia de las ideas, o sea el predominio concedido a los procesos psíquicos sobre
los hechos de la vida real, muestra así la ilimitada influencia sobre la vida afectiva de los
neuróticos y sobre todo aquello que de la misma depende. Al someterle al tratamiento
psicoanalítico, que convierte en consciente a lo inconsciente, observamos que no le es
posible creer en la absoluta libertad de las ideas y que teme siempre manifestar sus
malos deseos, como si la exteriorización de los mismos hubiera de traer consigo
fatalmente su cumplimiento. Esta actitud y las supersticiones que dominan su vida nos
muestran cuán próximo se halla al salvaje, que cree poder transformar el mundo exterior
sólo con sus ideas.
Los espíritus y los demonios no son, como en otro lugar lo indicamos, sino las
proyecciones de sus tendencias afectivas. El primitivo personifica estas tendencias y
puebla el mundo con las encarnaciones así creadas, de igual manera que Schreber, ese
inteligente paranoico, encontró una reflexión de sus acercamientos y alejamientos
libidinosos en las vicisitudes de sus confabulados `rayos de Dios'. De este modo vuelve
a hallar en el exterior sus propios procesos psíquicos.
La primera creación teórica de los hombres, esto es, la de los espíritus, provendría,
pues, de la misma fuente que las primeras restricciones morales a las que los mismos se
someten, o sea las prescripciones tabú. Pero la identidad de origen no implica, en ningún
modo, una simultaneidad de aparición. Si la situación de los supervivientes con respecto
a los muertos fue realmente lo que hizo reflexionar al hombre y le obligó a ceder a los
espíritus una parte de su omnipotencia y sacrificar una parte de su libertad de acción,
podemos decir que estas formaciones sociales representan un primer reconocimiento de
la Anagch, (necesidad) que se opone al narcisismo humano. El primitivo se inclinaría
ante la fatalidad de la muerte con el mismo gesto por el que parece negarla.
Sin temor a equivocarnos podemos admitir que en otros casos cerraba los ojos
ante tales ocasiones, y entonces decía que «el día había sido bueno». Asimismo
adivinamos fácilmente la causa real de la prohibición relativa a las navajas de afeitar.
Tratábase de un acto de defensa contra el placer que la paciente experimentaba ante el
pensamiento de que al servirse de las navajas recientemente afiladas podía su marido
cortarse fácilmente el cuello.
Exactamente del mismo modo podemos reconstruir y detallar una perturbación de
la deambulación, una abasia o una agorafobia, en los casos en que uno de estos síntomas
ha conseguido sustituir o un deseo inconsciente y a la defensa contra el mismo. Todas
las demás fantasías inconscientes o reminiscencias eficaces del enfermo utilizan
entonces tal exutorio para imponerse, a título de manifestaciones sintomáticas, y entrar
en el cuadro formado por la perturbación de la deambulación, afectando relaciones
aparentemente racionales con los demás elementos. Sería, pues, una empresa vana y
absurda querer deducir, por ejemplo, la estructura sintomática y los detalles de una
agorafobia del principio fundamental de la misma.
Volviendo al sistema que aquí nos interesa más particularmente, o sea al del
animismo, podemos concluir, por lo que de otros sistemas psicológicos sabemos, que
tampoco entre los primitivos es la «superstición» la motivación única o necesaria de las
prohibiciones y costumbres tabú. Habremos, pues, de investigar los motivos ocultos que
en el fondo puedan constituir su base real. Bajo el reinado de un sistema animista, toda
prescripción y toda actividad tienen que presentar una justificación sistemática que
denominaremos «supersticiosa»; pero la «superstición» es, como la «angustia», el
«sueño» o el «demonio», una de aquellas construcciones provisorias que caen por tierra
ante la investigación psicoanalítica. Desplazando estas construcciones, colocadas a
manera de pantalla entre los hechos y el conocimiento, comprobados que la vida
psíquica y la cultura de los salvajes se hallan aún muy lejos de haber sido estimadas en
su verdadero valor.
Las innumerables prescripciones tabú a las que son sometidas las mujeres de los
salvajes durante la menstruación aparecen motivadas por el temor supersticioso a la
sangre, y es ésta, desde luego, una razón real. Pero sería injusto no tener en cuenta las
intenciones estéticas o higiénicas, a cuyo servicio resulta hallarse este temor; intenciones
que han debido disimularse en todos los casos bajo disfraces mágicos.
Advertimos perfectamente que con estas tentativas de explicación nos exponemos
al reproche de atribuir al salvaje actual una sutileza psíquica que traspasa los límites de
lo verosímil. Pienso, sin embargo, que con la psicología de los pueblos que han
permanecido en la fase animista podría sucedernos lo que con la vida anímica infantil,
cuya riqueza y sutileza no han sido justamente estimadas durante mucho tiempo por la
falta de comprensión de los adultos.
IV
Para formarnos una idea exacta de los caracteres del totemismo nos dirigiremos a
un autor que ha consagrado a este tema una obra en cuatro volúmenes, en los cuales nos
ofrece una completísima colección de observaciones y una detenida y profunda
discusión de los problemas que las mismas plantean. Aunque nuestra investigación
psicoanalítica nos haya conducido a resultados distintos de los suyos, no olvidaremos
nunca lo mucho que a Frazer debemos ni el placer y las enseñanzas que la lectura de su
obra fundamental, Totemism and Exogamy, nos ha proporcionado.
La restricción tabú correlativa consiste en que los miembros del mismo clan
totémico no deben contraer matrimonio entre sí y deben abstenerse en general de todo
contacto sexual. Nos hallamos aquí en presencia de la exogamia, el famoso y enigmático
corolario del totemismo. A ella hemos consagrado ya todo el primer capítulo de la
presente obra y, por tanto, nos limitaremos a recordar: primero, que es un efecto del
pronunciado horror que el incesto inspira al salvaje; segundo, que se nos hizo
comprensible como prevención contra el incesto en los matrimonios de grupo, y tercero,
que primitivamente se halla encaminada a preservar del incesto a la generación joven, y
sólo después de un cierto desarrollo llega a constituir también una traba para las
generaciones anteriores.
Conforme se fue haciendo más evidente que el totemismo representaba una fase
normal de toda cultura, fue también imponiéndose la necesidad de llegar a su
inteligencia y elucidar el enigma de su naturaleza. Todo es enigmático en el totemismo,
pero hemos de ver sus problemas capitales en los relativos a los orígenes de la
genealogía totémica, a la motivación de la exogamia y del tabú del incesto por ella
representado y a las relaciones entre la genealogía y la exogamia; esto es, entre la
organización totémica y la prohibición del incesto. Nuestra inteligencia de la singular
institución totémica habrá de ser a la vez histórica y psicológica y esclarecer tanto las
condiciones en las que se ha desarrollado como las necesidades psíquicas del hombre, de
las que constituye una expresión.
Parece natural admitir que si lográsemos aproximarnos más a los orígenes del
totemismo y de la exogamia, no nos sería ya nada difícil penetrar en la esencia de ambas
instituciones. Mas para juzgar acertadamente nuestra situación ante estas materias
habremos de conservar siempre presente la observación de Andrew Lang de que
tampoco los pueblos primitivos han conservado las formas originales de dichas
instituciones ni las condiciones de su formación, de manera que nos vemos obligados a
suplir con hipótesis las lagunas que la observación directa ha de presentar
necesariamente. Entre las tentativas de explicación desarrolladas hasta ahora hay
algunas que el psicólogo tiene que rechazar desde el primer momento como inadecuadas
por ser demasiado racionalistas y no tener en cuenta el lado efectivo de la materia o
parecer basadas en premisas aún no confirmadas por la observación. Otras, por último,
se apoyan en materiales que podrían ser interpretados más justificadamente en un
distinto sentido. No es, en general, difícil refutar las diferentes opiniones expuestas,
pues, como siempre sucede, muestran los autores un mayor acierto en las críticas de que
se hacen objeto unos a otros que en la parte positiva de sus trabajos. El resultado final de
sus consideraciones sobre cada uno de los puntos tratados suele ser, en la mayoría de
ellos, un non liquet. Así, pues, no extrañaremos comprobar que en las obras más
recientes sobre estas materias, de las que sólo habremos de citar aquí una pequeña parte,
se manifiesta una tendencia cada día mayor a declarar imposible la solución general de
los problemas totémicos. (Véase, por ejemplo, el estudio de B. Goldenweiser en el
Journal of Amer. Folklore, XXIII, 1910; trabajo resumido en el Britannica Year Book,
1913). En la mención de tales hipótesis contradictorias habré de permitirme prescindir
de su orden cronológico.
Max Müller ha expresado también este punto de vista en sus Contributions to the
Science of Mythology. Según él, un totem sería: 1º una insignia del clan; 2º un nombre
del clan; 3º el nombre de un antecesor del clan; 4º el nombre de un objeto venerado por
el clan. En 1889 escribía J. Pikler: «Los hombres reconocieron la necesidad de dar a
cada colectividad y a cada individuo un nombre permanente, fijado por la escritura… El
totemismo no nació, pues, de una necesidad religiosa, sino de una necesidad prosaica y
práctica. El nódulo del totemismo, esto es, la denominación, constituye una
consecuencia de la técnica de la escritura primitiva. El carácter del totem es también el
de los signos gráficos, fáciles de reproducir. Pero una vez que los salvajes se dieron el
nombre de un animal, dedujeron de ello la idea de un parentesco con el mismo.
Lord Averbury (más conocido con el nombre de sir John Lubbock) explica
exactamente del mismo modo, aunque sin insistir en el error de interpretación, el origen
del totemismo. Si queremos explicar el culto de los animales, dice, no debemos olvidar
la frecuencia con que los hombres suelen tomar nombres zoológicos. Los hijos o los
partidarios de un hombre que haya recibido el nombre de oso o de león, convirtieron,
naturalmente, este nombre en nombre de familia o de tribu, resultando así que el animal
mismo llegó luego a ser objeto de un cierto respeto y hasta de un culto.
Contra esta teoría que deduce los nombres totémicos de los individuales, formula
Fison una objeción, al parecer irrefutable. Invocando las informaciones que sobre
Australia poseemos, muestra que el totem es siempre una designación de un grupo de
hombres y nunca la de un individuo. Si el totem hubiese sido primitivamente el nombre
de un individuo, no habría podido transmitirse jamás a los hijos, dado el régimen de
sucesión materna.
Todas estas teorías que acabamos de citar son, además, manifiestamente
insuficientes. Explican por qué las tribus primitivas llevan nombres de animales, mas no,
en cambio, la importancia que esta denominación ha adquirido para ellas, o sea el
sistema totémico. La teoría más notable de este grupo es la desarrollada por Lang en sus
obras Social origins (1903) y The secret of the totem (1905). Esta teoría considera
también la denominación como el nódulo del problema pero hace intervenir a dos
interesantes factores psicológicos y pretende resolver así, de un modo definitivo, el
enigma del totemismo.
Según Lang, importa poco de qué modo llegaron los clanes a darse nombres de
animales. Basta con admitir que hubo un día en el que advirtieron que llevaban tales
nombres, sin que supieran determinar la causa. El origen de los mismos había sido
olvidado. Entonces habrían intentado obtener una explicación especulativa de su
denominación, y dada la importancia que atribuían a los nombres, tenían que llegar
necesariamente a todas las ideas contenidas en el sistema totémico. Los nombres no eran
para los primitivos, como tampoco lo son para los salvajes de nuestros días, e incluso
para nuestros niños, algo convencional e indiferente, sino atributos significativos y
esenciales. El nombre de un individuo es una de las partes esenciales de su persona y
quizá incluso de su alma. El hecho de llevar el mismo nombre que un animal dado debió
de inclinar al primitivo a admitir un importante y misterioso enlace entre su persona y la
especie animal cuyo nombre llevaba. ¿Y qué otro enlace hubiera podido concebir sino la
consanguinidad? Pero admitido éste, fundándolo en la identidad de nombre, todas las
prescripciones totémicas, incluso la exogamia, habían de derivarse de él como
consecuencia directa del tabú de consanguinidad.
«No more than these three things -a group animal name of unknown origin; belief
in a trascendental connection between all bearers, human and bestial, of the same name;
and belief in the blood superstition- was needed to give rise to all the totemic creeds and
practices, including exogamy.» (Secret of the totem, página 126.)
La explicación de Lang es, por decirlo así, de dos tiempos. La primera parte de su
teoría deduce el sistema totémico, con una necesidad psicológica, de la existencia del
nombre totémico, partiendo de la hipótesis del olvido del origen de dicho nombre. La
segunda procura descubrir tal origen, y, como pronto veremos, es de naturaleza muy
diferente.
Esta segunda parte no se aleja, en efecto, gran cosa de las demás teorías
nominalistas. La necesidad práctica de distinguirse obligó, según ella, a las tribus a
atribuirse denominaciones diferentes, y cada una de ellas se atuvo preferentemente a
aquella que las demás le daban. Este naming from without constituye la característica de
la teoría de Lang. El hecho de que fueran nombres de animales los adoptados no tiene
por qué extrañarnos, tanto menos cuanto que tales denominaciones zoológicas no podían
ser consideradas por los hombres primitivos como un baldón o una burla. Lang cita,
además, numerosos casos de épocas históricas más próximas, en los que nombres dados
a título de burla fueron gustosamente aceptados por los interesados (`Les Gueux', los
whigs y los tories). La hipótesis de que el origen del nombre totémico fue olvidado en el
curso de los tiempos enlaza esta segunda parte de la teoría de Lang a la primera,
precedentemente expuesta.
Otros autores han buscado argumentos más concretos en apoyo de esta tesis que
atribuye a las tendencias sociales un papel predominante en la formación de las
instituciones totémicas. Así, A. C. Haddon supone que toda tribu primitiva se alimentaba
al principio de una sola especie de animales o plantas, e incluso comerciaba quizá con
ella, utilizándola como medio de cambio contra productos proporcionados por otras
tribus. Era, pues, natural que esta tribu acabase por ser conocida para los demás bajo el
nombre del animal que desempeñaba en su vida tan importante papel. Al mismo tiempo
debió de nacer en ella una familiaridad particular con el animal de referencia y una
especie de interés hacia él, fundado únicamente en la más elemental y más urgente de las
necesidades humanas, o sea en el hambre.
La primera de las tres teorías que Frazer ha formulado sobre el origen del
totemismo es una teoría psicológica. Más adelante hablaremos de ella.
La segunda, de la que vamos ahora a ocuparnos, le fue sugerido por un importante
trabajo de dos investigadores sobre los indígenas de la Australia Central.
Spencer y Guillen describían en su obra toda una serie de singularísimas
instituciones, costumbres y creencias observadas en un grupo de tribus conocidas con el
nombre de nación arunta, y Frazer se adhirió a su conclusión, según la cual debían ser
consideradas tales singularidades como rasgos de un estado primario, resultando así
susceptibles de informarnos sobre el sentido primero y auténtico del totemismo.
Dos hechos parecen haber sugerido a Frazer la opinión de que las instituciones de
los arunta representan la forma más antigua del totemismo. En primer lugar, la
existencia de ciertos mitos que afirman que los antecesores de los arunta se alimentaron
regularmente de su totem y no se casaron jamás sino con mujeres pertenecientes al
mismo totem que ellos. En segundo, la importancia aparentemente secundaria que los
arunta atribuyen al acto sexual en su teoría de la concepción. Estos hombres, que no han
reconocido que la fecundación es consecuencia de las relaciones sexuales, pueden ser
considerados, justificadamente, como los más primitivos entre todos los actualmente
existentes.
Otra teoría del totemismo ha sido formulada por varios excelentes etnólogos
americanos, tales como Fr. Boas, Hill-Tout y otros. Apoyándose en observaciones
realizadas en tribus totémicas americanas, afirma esta teoría que el totem tiene su origen
en un espíritu tutelar, concebido en un sueño a un antepasado de la tribu y transmitido
por éste a su posteridad. Pero ya indicamos anteriormente las dificultades que se oponen
a la explicación de los orígenes del totemismo por la transmisión hereditaria e
individual. Además, las observaciones realizadas en Australia no justifican en ningún
modo tal relación de origen entre el totem y un espíritu tutelar.
La teoría psicológica más reciente, esto es, la de Wundt, considera como decisivos
los dos hechos siguientes: El de que el objeto totémico más primitivo y difundido sea el
animal y el de que los animales totémicos más extendidos sean aquellos a los que se
atribuye un alma. Ciertos animales, como las serpientes, los pájaros, los lagartos y los
ratones, parecen muy apropiados, por su gran movilidad, su poder de volar y otras
propiedades que inspiran sorpresa u horror, para constituirse en portadores de las almas
que han abandonado los cuerpos. El animal totémico sería, pues, un producto de los
avatares zoológicos del alma humana. Así, pues, el totemismo, según Wundt, se
enlazaría directamente con la creencia en las almas; esto es, con el animismo.
«Debo rogar al lector -dice- que tenga siempre presente el hecho de que las dos
instituciones, el totemismo y la exogamia, son fundamentalmente distintas por su origen
y su naturaleza, aunque se entrecrucen y se mezclen accidentalmente con un gran
número de tribus.» (Totemism and Exogamy, I, prefacio, página XII.)
Este autor nos pone directamente en guardia contra el punto de vista opuesto, en el
que ve una fuente de dificultades y de interpretaciones erróneas. Contrariamente a
Frazer, han hallado otros autores el medio de ver en la exogamia una consecuencia
necesaria de las ideas fundamentales del totemismo. Durkheim expone en sus trabajos
que el tabú enlazado al totem debía implicar necesariamente la prohibición del contacto
sexual con las mujeres pertenecientes al mismo totem. El totem es de la misma sangre
que el hombre, y, por tanto, el tabú de la sangre tiene que prohibir necesariamente
(refiriéndose en particular a la desfloración y a la menstruación) las relaciones sexuales
con una mujer del mismo totem. A. Lang, de acuerdo con Durkheim en este punto, llega
incluso a opinar que no es necesario invocar el tabú de la sangre para motivar la
prohibición de las relaciones sexuales con mujeres de la misma tribu. El tabú totémico
general, que prohíbe, por ejemplo, sentarse a la sombra del árbol tabú, bastaría para ello.
Como más adelante veremos, sustenta aún este mismo autor otra teoría diferente sobre
los orígenes de la exogamia, dejando, por cierto, en la oscuridad la relación que puede
unir a esta segunda teoría con la precedentemente expuesta. Por lo que concierne a la
sucesión en el tiempo, opina la mayoría de los autores que el totemismo es anterior a la
exogamia.
En este perfecto acuerdo entre el niño y el animal, surge a veces una singular
perturbación. El niño comienza de repente a sentir miedo de ciertos animales y a evitar
el contacto e incluso la vista de todos los representantes de una especie dada. Se nos
presenta entonces el cuadro clínico de la zoofobia, una de las afecciones psiconeuróticas
más frecuentes de esta edad y quizá la forma más temprana de este género de
enfermedades. La fobia recae, por lo regular, sobre animales hacia los que el niño había
testimoniado hasta entonces un vivo interés, y no presenta relación ninguna con un
determinado animal particular. La elección del animal objeto de la fobia aparece harto
limitada en nuestras grandes ciudades, y, por tanto, encontramos con gran frecuencia
como tales objetos los caballos, los perros y los gatos; más raras veces, los pájaros, y, en
cambio, muy repetidamente, animales de pequeñas dimensiones, tales como los
escarabajos y las mariposas. Asimismo pueden constituirse en objeto de una fobia
animales que el niño no conoce sino por sus libros de estampas o por los cuentos que ha
oído relatar.
En el curso de su estudio hace Wulff el siguiente resumen de este caso: «Su fobia
de los perros no es, en el fondo, sino el miedo que su padre le inspira, desplazado sobre
dichos animales, pues la singular exclamación «¡Perrito, seré bueno!» (esto es, «no me
masturbaré»), se dirige propiamente a su padre, que es quien le ha prohibido la
masturbación. Más adelante consigna este autor en una nota una indicación que no se
halla completamente de acuerdo con nuestras observaciones, y testimonia, además, de la
frecuencia de estos casos: «Estas fobias (fobias de los caballos, de los perros, de las
gallinas y de otros animales domésticos) son tan frecuentes en el niño como el pavor
nocturnus, y el análisis nos revela siempre su origen en el desplazamiento sobre un
animal del miedo que el padre o la madre inspiran al infantil sujeto. Lo que no puedo
afirmar es si la fobia de los ratones y las ratas, tan difundida, presenta o no el mismo
mecanismo.»
El análisis nos descubre todos los trayectos asociativos, tanto los de contenido
importante como los accidentales, a lo largo de los cuales se efectúa tal desplazamiento,
y nos permite adivinar los motivos de este último. El odio nacido de la rivalidad con el
padre no ha podido desarrollarse libremente en la vida psíquica del niño, por oponerse a
él el cariño y la admiración preexistentes en la misma. El niño se encuentra, pues, en una
disposición afectiva equívoca -ambivalente- con respecto a su padre, y mitiga el
conflicto resultante de tal actitud desplazando sus sentimientos hostiles y temerosos
sobre un subrogado de la persona paterna. Pero este desplazamiento no consigue
resolver la situación, estableciendo una definida separación entre los sentimientos
cariñosos y los hostiles. Por el contrario, persisten el conflicto y la ambivalencia, pero
referidos ahora al objeto del desplazamiento. Así, comprobamos que no es sólo miedo lo
que los caballos inspiran a Juanito, sino también respeto e interés. Una vez apaciguados
sus temores, se identificó con el temido animal y jugaba a correr y saltar como un
caballo, mordiendo a su padre. En otro período de mejoría de la fobia identificó sin
temor alguno a sus padres con otros distintos animales de crecido tamaño.
La causa del interés que le inspiraba todo lo que en el corral sucedía no presenta
para Ferenczi la menor duda: «Las relaciones sexuales entre el gallo y la gallina, la
puesta de los huevos y la salida del pollito» satisfacían su curiosidad sexual, orientada
realmente hacia la vida familiar humana. Concibiendo de este modo los objetos de sus
deseos, conforme a lo que había visto en el gallinero, dijo un día a una vecina: «Me
casaré contigo, con tu hermana, con mis tres primas y con la cocinera… O no; mejor con
mi madre que con la cocinera.»
La forma más antigua del sacrificio, anterior a la agricultura y al uso del fuego,
era, pues, el sacrificio animal, en el que la carne y la sangre eran consumidas en común
por el dios y sus adoradores, siendo requisito esencial que cada partícipe recibiese su
porción.
Tales sacrificios constituían una ceremonia pública y una fiesta celebrada por el
clan entero. La religión era, en general, algo común, y el deber religioso, una obligación
social. Los sacrificios y las fiestas coincidían en todos los pueblos, pues cada sacrificio
comportaba una fiesta y no había fiesta sin sacrificio. El sacrificio-fiesta era una ocasión
de elevarse alegremente por encima de los intereses egoístas y hacer resaltar los lazos
que unían a los miembros de la comunidad entre sí y con la divinidad.
Mas ¿por qué causa se atribuye esta fuerza de unión al acto de comer y beber en
compañía? En las sociedades más primitivas no existe sino un solo lazo que ligue sin
condiciones ni excepciones: la comunidad de clan (kinship). Los miembros de esta
comunidad son solidarios unos de otros. Un kin es un grupo de personas cuya vida
forma tal unidad física, que puede considerarse a cada una de ellas como un fragmento
de una vida común. Así, cuando un miembro del kin muere de muerte violenta, no dicen
los demás: «Ha sido vertida la sangre de Fulano», sino «Ha sido vertida nuestra sangre».
La frase hebrea con la que se reconoce el parentesco de tribu dice: «Tú eres hueso de
mis huesos y carne de mi carne.» Kinship significa, pues, formar parte de una sustancia
común. De este modo, la kinship no aparece fundada únicamente en el hecho de ser el
individuo una parte de la sustancia de la madre de que ha nacido y de la leche que le ha
alimentado, sino que se adquiere o se refuerza posteriormente por la absorción de
alimentos con los que el sujeto mantiene y renueva su cuerpo. Participando de una
comida con la divinidad, se expresaba la convicción de que se era de la misma sustancia
que ella, pues no se compartía nunca una comida con aquellos que eran considerados
como extranjeros.
La comida de sacrificio era, pues, primitivamente una comida solemne que reunía
a los miembros del clan o de la tribu, conforme a la ley de que sólo los miembros del
clan podían comer reunidos. En nuestras sociedades modernas la comida reúne a los
miembros de la familia, pero en la comida de sacrificio no desempeñaba ésta papel
ninguno. La kinship es una institución anterior a la vida de familia. Las más antiguas
familias que conocemos se componían regularmente de personas unidas por diferentes
órdenes de parentesco. Los hombres casaban con mujeres pertenecientes a otros clanes,
y como los hijos quedaban adscritos al clan de la madre, no existía ningún parentesco de
tribu entre el padre y los demás miembros de su familia. En tales familias no se
celebraban pues, comidas comunes. Todavía actualmente comen los salvajes por
separado, pues las prohibiciones religiosas del totemismo relativas a los alimentos les
hace imposible comer con sus mujeres y sus hijos.
A pesar del temor que protegía la vida del animal sagrado, como si fuese un
miembro de la tribu, se imponía de cuando en cuando la necesidad de sacrificarlo
solemnemente en presencia de toda la comunidad y distribuir su carne y su sangre entre
los miembros de la tribu. El motivo que dictaba estos actos nos revela el sentido más
profundo del sacrificio. Sabemos que en épocas posteriores toda comida hecha en
común y toda participación en la misma sustancia creaban, al penetrar en los cuerpos, un
lazo sagrado entre los comensales; pero en tiempos más remotos no era atribuida esta
significación sino a la consumición en común de la carne del animal sagrado. El misterio
sagrado de la muerte del animal se justifica por el hecho de que solamente con ella
puede establecerse el lazo que une a los partícipes entre sí y con su dios.
Este lazo no es otro que la vida misma del animal sacrificado, la vida que reside
en su carne y en su sangre y se comunica por medio de la comida de sacrificio a todos
aquellos que en ellos toman parte. Esta representación continúa constituyendo la base de
todos los pactos de sangre hasta épocas bastante recientes. La concepción
eminentemente realista de la comunidad de sangre como una identidad de sustancia
explica por qué se juzgaba necesario renovar de cuando en cuando esta identidad por el
procedimiento puramente físico de la comida de sacrificio.
De este análisis del sacrificio dedujo Robertson Smith que la muerte y absorción
periódicas del totem en las épocas que precedieron al culto de divinidades
antropomórficas constituían un importantísimo elemento de la religión totémica. El
ceremonial de una comida totémica de este género se halla, a su juicio, detallado en una
descripción de un sacrificio de época posterior. San Nilo habla del rito seguido en sus
sacrificios por los beduinos del desierto de Sinaí a finales del siglo IV de nuestra era. La
víctima, un camello, era colocada sobre un grosero altar de piedra, y el jefe de la tribu,
después de hacer dar a los asistentes tres vueltas en derredor del ara entonando cánticos
rituales, le infería la primera herida y bebía con avidez la sangre que de ella manaba. A
continuación se arrojaba la tribu entera sobre el animal, y cada uno cortaba con su
espada un pedazo de la carne aún palpitante, consumiéndolo en el acto. Tan rápidamente
sucedía todo ello, que en el breve intervalo entre la salida de la estrella matutina, a la
cual era ofrecido el sacrificio, y el momento en que dicho astro comenzaba a palidecer
ante los rayos del sol naciente, desaparecía por completo el animal sacrificado hasta el
punto de no quedar de él ni carne, ni huesos, ni piel, ni entrañas. Este rito bárbaro que,
según todas las probabilidades, se remonta a una época muy antigua, no era, como
parecen demostrarlo otros testimonios, una costumbre aislada, sino la forma primitiva
general del sacrificio totémico, sometida luego, en el curso de los tiempos, a las más
diversas atenuaciones.
Frazer relata detalladamente estos casos y otros análogos en las dos partes
últimamente publicadas de su gran obra. Una tribu india de California, que adora a una
gran ave de presa (el cóndor), mata todos los años en el curso de una solemne ceremonia
un individuo de esta especie, después de lo cual es llorada la víctima y conservada su
piel y sus plumas. Los indios zuni de Nuevo Méjico proceden del mismo modo con su
tortuga sagrada.
En la ceremonia intichiuma de las tribus de Australia Central se ha observado una
particularidad que confirma las hipótesis de Robertson Smith. Toda tribu que recurre a
procedimientos mágicos para garantizar la multiplicación de su totem, del cual no tiene,
sin embargo, el derecho de gustar por sí sola, es obligada en el curso de la ceremonia a
absorber un pedazo de su totem antes que las demás tribus puedan tocar en él. El más
interesante ejemplo de ingestión sacramental de un totem intangible en circunstancias
ordinarias, nos es proporcionado según Frazer, por los beni del África Occidental y se
enlaza al ceremonial de inhumación existente en estas tribus.
Por nuestra parte, nos agregamos a la opinión de Robertson Smith, según la cual
la muerte sacramental y la consumición en común del animal totémico, intangible en
tiempo normal, deben ser consideradas como caracteres importantísimos de la religión
totémica.
Pero a este duelo sigue una regocijada fiesta en la que se da libre curso a todos los
instintos y quedan permitidas todas las satisfacciones. Entrevemos aquí sin dificultad la
naturaleza y la esencia misma de la fiesta.
Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado, una violación solemne de una
prohibición. Pero el exceso no depende del alegre estado de ánimo de los hombres,
nacido de una prescripción determinada, sino que reposa en la naturaleza misma de la
fiesta, y la alegría es producida por la libertad de realizar lo que en tiempos normales se
halla rigurosamente prohibido.
Pero ¿qué significa el duelo consecutivo a la muerte del animal totémico y que
sirve de introducción a esta alegre fiesta? Si la tribu se regocija del sacrificio del totem,
que es un acto ordinariamente prohibido, ¿por qué lo llora al mismo tiempo?
Sabemos que la absorción del totem santifica a los miembros de la tribu y refuerza
la identidad de cada uno de ellos con los demás y de todos con el totem mismo. El hecho
de haber absorbido la vida sagrada, encarnada en la sustancia del totem, explica la
alegría de los miembros de la tribu, con todas sus consecuencias.
Los dos tabúes del testimonio, con los cuales se inicia la moral humana, no poseen
igual valor psicológico. Sólo uno de ellos, el respeto al animal totémico, reposa sobre
móviles afectivos; el padre ha sido muerto y no hay ya nada que pueda remediarlo
prácticamente. En cambio, el otro tabú, la prohibición del incesto, presenta también una
gran importancia práctica. La necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide.
Los hermanos, asociados para suprimir al padre, tenían que convertirse en rivales al
tratarse de la posesión de las mujeres. Cada uno hubiera querido tenerlas todas para sí, a
ejemplo del padre, y la lucha general que de ello hubiese resultado habría traído consigo
el naufragio de la nueva organización. En ella no existía ya ningún individuo superior a
los demás por su poderío que hubiese podido asumir con éxito el papel de padre. Así,
pues, si los hermanos querían vivir juntos, no tenían otra solución que instituir -después
de haber dominado quizá grandes discordias- la prohibición del incesto, con la cual
renunciaban todos a la posesión de las mujeres deseadas, móvil principal del parricidio.
De este modo salvaban la organización que los había hecho fuertes y que reposaba,
quizá, sobre sentimientos y prácticas homosexuales, adquiridos durante la época de su
destierro. Quizá de esta situación es de lo que nació el derecho materno descrito por
Bachofen y que existió hasta el día en que fue reemplazado por la organización de la
familia patriarcal.
Al otro tabú, esto es, el destinado a proteger la vida del animal totémico, se
enlaza, en cambio, la aspiración del totemismo a ser considerado como la primera
tentativa de una religión. El animal totem se presentaba al espíritu de los hijos como la
sustitución natural y lógica del padre y la actitud que una necesidad interna les imponía
con respecto al mismo expresaba algo más que la simple necesidad de manifestar su
arrepentimiento. Mediante esta actitud con respecto al subrogado del padre podía
intentarse apaciguar el sentimiento de culpabilidad que los atormentaba y llevar a efecto
una especie de reconciliación con su víctima. El sistema totémico era como un contrato
otorgado con el padre y por el que éste prometía todo lo que la imaginación infantil
puede esperar de tal persona -su protección y su cariño-, a cambio del compromiso de
respetar su vida; esto es, de no renovar con él el acto que costó la vida al padre
verdadero. En el totemismo había también, sin duda, un intento de justificación: «Si el
padre nos hubiera tratado como nos trata el totem, no habríamos sentido jamás la
tentación de matarle.» De este modo contribuyó el totemismo a mejorar la situación y a
hacer olvidar el suceso al que debía su origen.
Este proceso dio nacimiento a ciertos rasgos que luego hallamos como
determinantes del carácter de la religión. La religión totémica surgió de la consciencia
de la culpabilidad de los hijos y como una tentativa de apaciguar este sentimiento y
reconciliarse con el padre por medio de la obediencia retrospectiva. Todas las religiones
ulteriores se demuestran como tentativas de solucionar el mismo problema, tentativas
que varían según el estado de civilización en el que son emprendidas y los caminos que
siguen en su desarrollo, pero que no son sino reacciones idénticamente orientadas al
magno suceso con el que se inicia la civilización y que no ha dejado de atormentar desde
entonces a la Humanidad.
La respuesta podía ser la de que en el intervalo había surgido -sin que sepamos de
dónde- la idea de Dios, idea que se habría apoderado de toda la vida religiosa, de manera
que la comida totémica habría quedado obligada, como todo lo que quería subsistir a
adaptarse al nuevo sistema. Pero la investigación psicoanalítica del individuo nos ha
evidenciado que el mismo concibe a Dios a imagen y semejanza de su padre carnal, que
su actitud personal con respecto a Dios depende de la que abriga con relación a dicha
persona terrenal y que, en el fondo, no es Dios sino una sublimación del padre. También
aquí, como antes en el totemismo, nos aconseja el psicoanálisis que creamos a los fieles
que nos hablan de Dios como de un padre celestial, lo mismo que en épocas remotas
hablaron del totem como de su antepasado. Si los datos del psicoanálisis merecen, en
general, ser tomados en consideración, habremos de admitir que, sin perjuicio de
aquellos otros orígenes y significaciones posibles de Dios sobre los cuales no puede
proyectar nuestra disciplina luz ninguna, tiene que ser muy importante la participación
de la idea de padre en la idea de Dios. Pero siendo así, figuraría el padre doblemente en
el sacrificio primitivo, primero como dios y luego como víctima del sacrificio.
Habremos, pues, de preguntarnos si es realmente posible esta noble representación, y en
caso afirmativo, qué sentido hemos de atribuirle.
Así, pues, en la escena del sacrificio ofrecido al dios de la tribu se halla realmente
presente el padre, a doble título; como dios y como víctima del sacrificio. Pero en
nuestra tentativa de llegar a la inteligencia de esta situación debemos ponernos en
guardia contra aquellas interpretaciones superficiales que tienden a mostrárnosla como
una simple alegoría, sin tener para nada en cuenta la estratificación histórica. La doble
presencia del padre corresponde a dos significaciones sucesivas de la escena, en la cual
han hallado una expresión plástica de la actitud ambivalente con respecto al padre y el
triunfo de los sentimientos cariñosos del hijo sobre sus sentimientos hostiles. La derrota
del padre y su profunda humillación han proporcionado los materiales para la
representación de su supremo triunfo. La general importancia adquirida por el sacrificio
depende de que otorga al padre satisfacción por la violencia de que fue objeto,
precisamente con el mismo acto que perpetúa la memoria de tal violencia.
Más tarde pierde el animal su carácter sagrado y desaparecen las relaciones entre
el sacrificio y la fiesta totémica. El sacrificio se convierte en una simple ofrenda a la
divinidad, esto es, en un acto de desinterés y de renunciamiento en favor suyo. Dios
aparece ya tan por encima de los hombres, que éstos no pueden comunicar con él sino
por mediación de sus sacerdotes. Simultáneamente surgen en la organización social
reyes revestidos de un carácter divino que extienden al estado el sistema patriarcal.
Observamos, pues, que el padre, restablecido en sus derechos, se venga cruelmente de su
antigua derrota elevando a un grado máximo el poder de la autoridad. Los hijos
aprovechan estas nuevas circunstancias para eludir aún más su responsabilidad por el
crimen cometido. No son ya ellos, en efecto, los responsables del sacrificio; es Dios
mismo quien lo exige y ordena.
A esta fase pertenecen los mitos en los que el mismo dios da muerte al animal que
le está consagrado, esto es, se da muerte a sí mismo, negación extrema del gran crimen
que ha señalado los comienzos de la sociedad y el nacimiento de la consciencia de la
responsabilidad. No resulta difícil reconocer una segunda significación del sacrificio.
Expresa éste también, en efecto, la satisfacción por haber abandonado el culto del totem
a cambio del tributado a una divinidad, esto es, de haber establecido una sustitución del
padre superior a la totémica. La traducción simplemente alegórica de la escena a la que
nos venimos refiriendo coincide aquí en cierto modo con su interpretación psicoanalítica
al pretender que dicha escena está destinada a mostrar que el dios ha superado la parte
animal de su ser.
Sería, sin embargo, erróneo creer que los sentimientos hostiles pertenecientes al
complejo paterno enmudecen por completo en esta época del restablecimiento de la
autoridad del padre. Por el contrario, las primeras fases del régimen de las dos nuevas
formaciones sustitutivas del padre, esto es, de los dioses y de los reyes, son las que nos
ofrecen las manifestaciones más acentuadas de esta ambivalencia, que permanece
característica de la religión.
En su obra The golden bough ha emitido Frazer la hipótesis de que los primeros
reyes de las tribus latinas eran extranjeros que desempeñaban el papel de una divinidad,
siendo sacrificados solemnemente como tales en una fiesta determinada. El sacrificio
anual de un dios parece haber sido un rasgo característico de las religiones semitas. El
ceremonial de los sacrificios humanos efectuados en los más diversos puntos de la
Tierra habitada muestra innegablemente que las víctimas eran sacrificadas a título de
representantes de la divinidad, y esta costumbre se mantiene aún en épocas muy
posteriores, con la única diferencia de que los hombres vivos quedan reemplazados por
modelos inanimados (maniquíes-muñecos). El sacrificio divino teoantrópico, del que
desgraciadamente no puedo tratar aquí tan detalladamente como antes del sacrificio
animal, proyecta una viva luz sobre el pasado y nos revela el sentido de las formas de
sacrificio más antiguas. Nos muestra con toda certidumbre que la víctima era siempre la
misma: el dios al que se tributaba culto, o sea, en último análisis, el padre. La cuestión
de las relaciones entre los sacrificios animales y los hombres encuentra ahora una
sencilla solución. El sacrificio animal primitivo se hallaba ya destinado a reemplazar un
sacrificio humano, la solemne muerte del padre, y cuando la representación sustitutiva
del padre hubo recobrado los rasgos humanos, pudo transformarse de nuevo el sacrificio
animal en un sacrificio humano.
Admitamos ahora como un hecho comprobado que los dos factores determinantes,
los sentimientos rebeldes del hijo y la consciencia de su culpabilidad, no desaparecen
jamás en el desarrollo ulterior de las religiones. Toda tentativa de solución del problema
religioso, esto es, de conciliación de los dos poderes psíquicos opuestos, acaba por ser
abandonada, probablemente bajo la influencia combinada de las transformaciones de la
civilización, los sucesos históricos y las modificaciones psíquicas internas.
La tendencia del hijo a ocupar el lugar del dios padre se exterioriza cada vez con
mayor claridad. La introducción de la agricultura aumentó en la familia patriarcal la
importancia del hijo, el cual se permite nuevas manifestaciones de su libido incestuosa,
que encuentra una satisfacción simbólica en el cultivo de la madre tierra. Nacen
entonces las figuras divinas de Attis, Adonis, Tammuz y otras, espíritus de la vegetación
y divinidades juveniles que gozan de los favores amorosos de las divinidades maternas y
realizan con ellas el incesto, desafiando al padre. Pero la consciencia de la culpabilidad,
no mitigada por estas creaciones, se expresa en los mitos que asignan a los jóvenes
amantes una corta vida o los castigan con la castración o la cólera de la ofendida
divinidad paterna, representada bajo la forma de un animal. Adonis es muerto por un
jabalí, el animal sagrado de Afrodita. Attis, el amante de Cibeles, muere castrado. Las
lamentaciones que siguen a la muerte de estos dioses y la alegría que saluda su
resurrección han pasado a constituir parte integrante del ritual de otra divinidad solar,
predestinada a más duradero reinado.
7
Un acontecimiento como la supresión del padre por la horda fraterna tenía que
dejar huellas imperecederas en la historia de la Humanidad y manifestarse en
formaciones sustitutivas, tanto más numerosas cuanto menos grato era su recuerdo
directo. Resistiendo a la tentación de perseguir tales huellas, fácilmente evidenciables en
la Mitología, pasaré a otro terreno, explorado ya por S. Reinach en su interesantísimo
ensayo sobre la muerte de Orfeo.
En la historia del arte griego hallamos una situación que presenta singulares
analogías, al par que profundas diferencias, con la escena de la comida totémica descrita
por Robertson Smith. Me refiero a la situación que nos muestra la tragedia griega en su
forma primitiva. Un cierto número de personas reunidas bajo un nombre colectivo e
idénticamente vestidas -el coro- rodea al actor que encarna la figura del héroe,
primitivamente el único personaje de la tragedia, y se muestra dependiente de sus
palabras y sus actos. Más tarde se agregó a éste un segundo actor, y luego un tercero,
destinados a servir de comparsas al héroe o a representar partes distintas de su
personalidad. Pero el carácter del héroe y su posición con respecto al coro
permanecieron inalterados. El héroe de la tragedia debía sufrir, y tal es aún hoy en día el
contenido principal de una tragedia. Ha echado sobre sí la llamada culpa trágica, cuyos
fundamentos resultan a veces difícilmente determinables, pues con frecuencia carece de
toda relación con la moral corriente. Casi siempre consistía en una rebelión contra una
autoridad divina o humana y el coro acompañaba y asistía al héroe con su simpatía,
intentando contenerle, advertirle y moderarle, y le compadecía cuando, después de llevar
a cabo su audaz empresa, hallaba el castigo considerado como merecido.
Mas, ¿por qué debe sufrir el héroe de la tragedia y qué significa la culpa trágica?
Debe sufrir porque es el padre primitivo, el héroe de la gran tragedia primera, la cual
encuentra aquí una reproducción tendenciosa. La culpa trágica es aquella que el héroe
debe tomar sobre sí para redimir de ella al coro. La acción desarrollada en la escena es
una deformación refinadamente hipócrita de la realidad histórica. En esta remota
realidad fueron precisamente los miembros del coro los que causaron los sufrimientos
del héroe. En cambio, la tragedia le atribuye por entero la responsabilidad de sus
sufrimientos, y el coro simpatiza con él y compadece su desgracia. El crimen que se le
imputa, la rebelión contra una poderosa autoridad, es el mismo que pesa, en realidad,
sobre los miembros del coro; esto es, sobre la horda fraterna. De este modo queda
promovido el héroe -aun contra su voluntad- en redentor del coro.
Pero una más detenida reflexión mostrará al lector que no es únicamente nuestra
la responsabilidad de tales atrevimientos. Sin la hipótesis de un alma colectiva y de una
continuidad de la vida afectiva de los hombres que permita despreciar la interrupción de
los actos psíquicos individuales resultantes de la desaparición de la existencia no podría
existir la psicología de los pueblos. Si los procesos psíquicos de una generación no
prosiguieran desarrollándose en la siguiente, cada una de ellas se vería obligada a
comenzar desde un principio el aprendizaje de la vida, lo cual excluiría toda posibilidad
de progreso en este terreno. En relación con este particular se nos plantean dos nuevas
interrogaciones, relativas, respectivamente, a la amplitud que debemos atribuir a la
continuidad psíquica dentro de estas series de generaciones y a los medios y caminos de
que se sirve cada generación para transmitir a la siguiente sus estados psíquicos. Estos
dos problemas no han recibido aún solución satisfactoria, y la comunicación directa o la
tradición no constituyen tampoco una explicación suficiente. En general, la psicología
de los pueblos se preocupa muy poco de averiguar por qué medios queda constituida la
necesaria continuidad de la vida psíquica en las generaciones sucesivas. Tal continuidad
queda asegurada en parte por la herencia de disposiciones psíquicas, las cuales precisan,
sin embargo, de ciertos estímulos en la vida individual para desarrollarse. En este
sentido es como habremos quizá de interpretar las palabras del poeta: «Aquello que has
heredado de tus padres, conquístalo para poseerlo.» El problema se nos mostraría aún
más intrincado si pudiéramos reconocer la existencia de hechos psíquicos susceptibles
de sucumbir a una represión que no dejase la menor huella de ellos. Pero sabemos que
no existen hechos de esta clase. Las más intensas represiones dejan tras de sí
formaciones sustitutivas deformadas, las cuales originan a su vez determinadas
reacciones. Habremos, pues, de admitir que ninguna generación posee la capacidad de
ocultar a la siguiente hechos psíquicos de cierta importancia. El psicoanálisis nos ha
enseñado, en efecto, que el hombre posee en su actividad espiritual inconsciente un
aparato que le permite interpretar las reacciones de los demás; esto es, rectificar y
corregir las deformaciones que sus semejantes imprimen a la expresión de sus impulsos
afectivos. Merced a esta comprensión inconsciente de todas las costumbres, ceremonias
y prescripciones que la actitud primitiva con respecto al padre hubo de dejar tras de sí,
es quizá como las generaciones ulteriores han conseguido asimilarse la herencia afectiva
de las que precedieron.
Las concepciones psicoanalíticas nos permiten echar por tierra otra objeción.
Hemos concebido las primeras prescripciones y restricciones de orden moral como
reacción a un acto que proporcionó a sus autores la noción de crimen. Arrepintiéndose
de la comisión de dicho acto, decidieron excluir su repetición y renunciar a los
beneficios que el mismo podría haberles procurado. Esta fecunda consciencia de la
culpabilidad no se ha extinguido aún entre nosotros. Volvemos a hallarla especialmente
y con una eficacia asocial entre los neuróticos, en los que produce nuevos preceptos
morales y continuas restricciones a título de expiación de los crímenes cometidos y de
precaución contra la ejecución de otros nuevos. Pero cuando investigamos en estos
neuróticos los actos que han despertado tales reacciones, quedamos defraudados. La
consciencia de su culpabilidad no se basa en actos ningunos, sino en impulsos y
sentimientos orientados hacia el mal, pero que jamás se han traducido en una acción. La
consciencia de la culpabilidad que agobia a estos enfermos se basa en realidades
puramente psíquicas y no en realidades materiales. Los neuróticos se caracterizan por
situar la realidad psíquica por encima de la material, reaccionando a las ideas como los
hombres normales reaccionan tan sólo a las realidades.
¿No podía acaso haber sucedido algo análogo entre los primitivos? Podemos
atribuirles, justificadamente, una extraordinaria sobreestimación de sus actos psíquicos
como fenómeno parcial de su organización narcisista. Por tanto, los simples impulsos
hostiles contra el padre y la existencia de la fantasía optativa de matarle y devorarle
hubieran podido bastar para provocar aquella reacción moral que ha creado el totemismo
y el tabú. De este modo eludiríamos la necesidad de hacer remontar los comienzos de
nuestra civilización, que tan justificado orgullo nos inspira, a un horrible crimen,
contrario a todos nuestros sentimientos. El encadenamiento causal que se extiende desde
tales comienzos hasta nuestros días no quedaría interrumpido por este hecho, pues la
realidad psíquica bastaría para explicar todas las consecuencias indicadas. Se nos
objetará que la transformación social de la horda paterna en el clan fraterno constituye,
sin embargo, un hecho incontestable. El argumento, aunque fuerte, no es, sin embargo,
decisivo. La transformación de la sociedad pudo efectuarse en una forma menos violenta
y contener de todos modos las condiciones necesarias para la manifestación de la
reacción moral. Mientras se hizo sentir la opresión ejercida por el antepasado primitivo,
los sentimientos hostiles contra él se hallaban justificados, y el remordimiento por ellos
causado hubo de esperar una época distinta para manifestarse. Igualmente inconsistente
es la otra objeción, según la cual todo lo deducido de la actitud ambivalente con respecto
al padre, o sea al tabú, y las prescripciones relativas al sacrificio, presentaría los
caracteres de la más concreta y profunda realidad. Pero el ceremonial y las inhibiciones
de nuestros neuróticos atormentados por ideas obsesivas presentan también tales
caracteres, no obstante lo cual permanecen siempre dentro de la realidad psíquica, no
pasando nunca de proyectos jamás traducidos en hechos concretos. Habremos, pues, de
guardarnos de aplicar al mundo del primitivo y del neurótico, rico únicamente en
sucesos interiores, el desprecio que nuestro mundo prosaico, lleno de valores materiales,
experimenta por las ideas y los deseos puros.
Nos hallamos aquí ante una cuestión difícil de decidir. Comenzaremos, sin
embargo, por declarar que la diferencia indicada, que algunos podrían hallar
fundamental, carece a nuestro juicio de toda relación con la esencia del tema discutido.
Si los deseos y los impulsos presentan para el primitivo un valor de hechos, sólo de
nosotros depende intentar comprender esta concepción, en lugar de obstinarnos en
corregirla conforme a nuestro propio modelo. Intentaremos pues, formarnos una idea
precisa de la neurosis, puesto que es ella la que ha hecho surgir en nosotros las dudas
que acabamos de señalar. No es cierto que los neuróticos obsesivos, que en nuestros días
sufren la presión de una supermoral, no se defiendan sino contra la realidad psíquica de
las tentaciones y se castiguen tan sólo por impulsos no traducidos en actos. Tales
tentaciones e impulsos entrañan una gran parte de realidad histórica. Estos hombres no
conocieron en su infancia sino malos impulsos, y en la medida en que sus recursos
infantiles se lo permitieron, los tradujeron más de una vez en actos. Durante su infancia
pasaron, en efecto, por un período de maldad, por una fase de perversión, preparatoria y
anunciadora de la fase supermoral ulterior. La analogía entre el primitivo y el neurótico
se nos muestra, pues, mucho más profunda si admitimos que la realidad psíquica, cuya
estructura conocemos, ha coincidido también al principio, en el primero, con la realidad
concreta; esto es, si suponemos que los primitivos llevaron a cabo aquello que según
todos los testimonios tenían intención de realizar.
Sin embargo, no debemos dejarnos influir con exceso en nuestros juicios sobre los
primitivos por la analogía con los neuróticos. Es preciso tener también en cuenta las
diferencias reales. Cierto es que ni el salvaje ni el neurótico conocen aquella precisa y
decidida separación que establecemos entre el pensamiento y la acción. En el neurótico,
la acción se halla completamente inhibida y reemplazada totalmente por la tarea. Por el
contrario, el primitivo no conoce trabas a la acción. Sus ideas se transforman
inmediatamente en actos. Pudiera incluso decirse que la acción reemplaza en él a la idea.
Así, pues, sin pretender cerrar aquí con una conclusión definitiva y cierta la discusión
cuyas líneas generales hemos esbozado antes, podemos arriesgar la proposición
siguiente: «en el principio era la acción».
LXXV
1913
CAPÍTULO I
Dejaré, pues, a un lado, por ahora, el interés médico del psicoanálisis y trataré de
demostrar, con una serie de ejemplos, mis anteriores asertos sobre nuestra joven ciencia.
Tanto en el hombre normal como en los enfermos tropezamos con una serie de
expresiones mímicas y verbales y con numerosos productos mentales que no han llegado
a ser hasta ahora objeto de la Psicología por haberlos considerado meramente como
resultados de una perturbación orgánica o de una disminución anormal de la capacidad
funcional del aparato anímico. Me refiero a las funciones fallidas (equivocaciones orales
o en la escritura, olvidos, etc), a los actos casuales y a los sueños de los normales y a los
ataques convulsivos, delirios, visiones, ideas y actos obsesivos de los neuróticos. Estos
fenómenos -en cuanto no han pasado, como las funciones fallidas, totalmente
inadvertidos- se ha venido adscribiendo a la Patología, esforzándose en hallarles
explicaciones fisiológicas que jamás han resultado satisfactorias. El psicoanálisis ha
demostrado, en cambio, que todos estos fenómenos pueden ser explicados e integrados
en el conjunto conocido del suceder psíquico por medio de hipótesis de naturaleza
puramente psicológica. Nuestra disciplina ha restringido así el radio de acción de la
Fisiología, conquistando, en cambio, para la Psicología una parte considerable de la
Patología. La máxima fuerza probatoria corresponde aquí a los fenómenos normales, sin
que pueda acusarse al psicoanálisis de transferir a lo normal conocimientos extraídos del
material patológico, pues aporta sus pruebas independientemente unas de otras en cada
uno de dichos sectores y muestran así que los procesos normales y los llamados
patológicos siguen las mismas reglas.
De los fenómenos normales a que nos venimos refiriendo, esto es, de los
observables en hombres normales, dedicaremos atención preferente a dos: las funciones
fallidas y los sueños.
Las funciones fallidas, o sea el olvido ocasional de palabras y nombres, el de
propósitos, las equivocaciones orales en la lectura y la escritura, el extravío de objetos,
la pérdida definitiva de los mismos, determinados errores contrarios a nuestro mejor
conocimiento, algunos gestos y movimientos habituales, todo esto que reunimos bajo el
nombre común de funciones fallidas del hombre sano y normal ha sido, en general, muy
poco atendido por la Psicología, atribuyéndose a la «distracción» y considerándose
derivado de la fatiga, de la falta de atención o de un afecto accesorio de ciertos leves
estados patológicos. La investigación analítica ha demostrado con suficiente certeza que
tales factores últimamente citados constituyen, todo lo más, circunstancias favorables a
la producción de los fenómenos de referencia, pero nunca condiciones indispensables de
la misma. Las funciones fallidas son verdaderos fenómenos psíquicos y entrañan
siempre un sentido y una tendencia, constituyendo la expresión de determinadas
intenciones, que a consecuencia de la situación psicológica dada no encuentran otro
medio de exteriorizarse. Tal situación, es, por lo general, la correspondiente a un
conflicto psíquico y en ella queda privada de expresión directa y derivada por caminos
indirectos la tendencia vencida. El individuo que comete el acto fallido puede darse
cuenta de él y puede conocer separadamente la tendencia reprimida que en su fondo
existe, pero ignora, en cambio, casi siempre y hasta que el análisis se lo revela, la
relación causal existente entre la tendencia y el acto. Los análisis de las funciones
fallidas son, muchas veces, fáciles y rápidos. Una vez advertido el fallo por el sujeto, su
primera ocurrencia suele traer consigo la explicación buscada.
Los actos fallidos constituyen el material más cómodo para confirmar las hipótesis
psicoanalíticas. En un trabajo que data de 1904 he reunido numerosos ejemplos de este
orden, con su interpretación correspondiente, colección que ha sido luego aumentada por
las aportaciones de otros observadores.
El motivo que más frecuentemente nos mueve a reprimir una intención,
obligándola así a contentarse con hallar expresión indirecta en un acto fallido, es la
evitación de displacer. De este modo olvidamos tenazmente un nombre propio cuando
abrigamos hacia la persona a quien corresponde un secreto enfado o dejamos de realizar
propósitos que sólo a disgusto hubiéramos llevado a cabo, forzados, por ejemplo, por las
conveniencias sociales. Perdemos un objeto cuando nos hemos enemistado con la
persona a quien nos recuerda o que nos lo ha regalado. Tomamos un tren equivocado
cuando emprendemos el viaje a disgusto y hubiéramos querido permanecer en donde
estábamos a trasladarnos a lugar distinto. Donde más claramente se nos muestra la
evitación de displacer como causa de estos fallos funcionales es en el olvido de
impresiones y experiencias, circunstancia observada ya por autores preanalíticos. La
memoria es harto parcial y presenta una gran disposición a excluir de la reproducción
aquellas impresiones a las que va unido un afecto penoso, aunque no siempre lo consiga.
No nos es posible llevar a cabo, dentro de los límites de este trabajo, una
exposición completa del interés psicológico de la interpretación de los sueños. Dejando
bien afirmado que los sueños son un fenómeno pleno de sentido, y como tal objeto de la
Psicología, pasaremos a ocuparnos de los descubrimientos aportados a la Psicología por
el psicoanálisis en el terreno patológico.
CAPÍTULO II
A) Interés filológico.
B) Interés filosófico.
Todavía existe otro aspecto desde el cual puede la Filosofía recibir el impulso del
psicoanálisis, y es pasando a ser objeto de la misma. Los sistemas y teorías filosóficas
son obra de un limitado número de personas de individualidad sobresaliente, y la
Filosofía es la disciplina en la que mayor papel desempeña la personalidad del hombre
de ciencia. Ahora bien: el psicoanálisis nos permite dar una psicografía de la
personalidad (véase luego su interés sociológico). Nos enseña a conocer las unidades
afectivas -los complejos dependientes de los instintos- que hemos de presuponer en todo
individuo, y nos inicia en el estudio de las transformaciones y los resultados finales
generados por estas fuerzas instintivas. Descubre las relaciones existentes entre las
disposiciones constitucionales de la persona, sus destinos y los rendimientos que puede
alcanzar merced a dotes especiales. Ante la obra artística le es posible adivinar, con más
o menos seguridad, la personalidad que tras de ella se esconde, y de este modo puede
descubrir la motivación subjetiva e individual de las teorías filosóficas, surgidas de una
labor lógica imparcial, y señalar a la crítica los puntos débiles del sistema. Esta crítica
no es ya cometido del psicoanálisis, pues, naturalmente, la determinación psicológica de
una teoría no excluye su corrección científica.
C) Interés biológico.
El psicoanálisis no ha tenido, como otras ciencias modernas, la suerte de ser
acogida con un esperanzado interés por parte de aquellos a quienes preocupan los
progresos del conocimiento. Durante mucho tiempo se le negó toda atención, y cuando
no fue ya posible desoírla, los que se habían tomado el trabajo de someterla a un
detenido enjuiciamiento la hicieron objeto de una violenta hostilidad dependiente de
razones afectivas. La causa de tan contraria acogida ha sido el descubrimiento hecho por
nuestra disciplina en sus primeros objetos de investigación de que las enfermedades
nerviosas eran la expresión de un trastorno de la función sexual, descubrimiento que la
condujo a consagrarse a investigar dicha función, tanto tiempo desatendida. Ahora bien:
cualquiera que se mantenga fiel al principio de que los juicios científicos no deben sufrir
la influencia de las actitudes afectivas, habrá de reconocer a esta orientación
investigadora del psicoanálisis un alto interés biológico, viendo en las resistencias a ella
opuestas una nueva prueba de sus afirmaciones.
El psicoanálisis establece una íntima relación entre todos estos rendimientos del
individuo y de las colectividades, al postular para ambos la misma fuente dinámica.
Parte de la idea fundamental de que la función capital del mecanismo psíquico es
descargar el ser de las tensiones generadas en él por las necesidades. Una parte de esta
labor se soluciona por medio de la satisfacción extraída del mundo exterior, y para este
fin se hace preciso el dominio del mundo real. Pero otra parte de tales necesidades, y
entre ellas esencialmente ciertas tendencias afectivas, se ve siempre negada por la
realidad toda satisfacción. Esta circunstancia da origen a la segunda parte de la labor
antes indicada, consistente en procurar a las tendencias insatisfechas una distinta
descarga. Toda historia de la civilización es una exposición de los caminos que
emprenden los hombres para dominar sus deseos insatisfechos, según las exigencias de
la realidad y las modificaciones en ella introducidas por los progresos técnicos.
G) Interés sociológico.
H) Interés pedagógico.
Cuando los educadores se hayan familiarizado con los resultados del psicoanálisis,
le será más fácil reconciliarse con determinadas fases de la evolución infantil, y entre
otras cosas, no correrán el peligro de exagerar la importancia de los impulsos instintivos
perversos o asociales que el niño muestre. Por el contrario, se guardarán de toda
tentativa de yugular violentamente tales impulsos al saber que tal procedimiento de
influjo puede producir resultados tan indeseables como la pasividad ante la perversión
infantil, tan temida por los pedagogos. La represión violenta de instintos enérgicos,
llevada a cabo desde el exterior no produce nunca en los niños la desaparición ni el
vencimiento de tales instintos y sí tan sólo una represión, que inicia una tendencia a
ulteriores enfermedades neuróticas. El psicoanálisis tiene frecuente ocasión de
comprobar la gran participación que una educación inadecuadamente severa tiene en la
produccción de enfermedades nerviosas o con qué pérdidas de la capacidad de
rendimiento y de goce es conquistada la normalidad exigida. Pero también puede
enseñar cuán valiosas aportaciones proporcionan estos instintos perversos y asociales del
niño a la formación del carácter cuando no sucumben a la represión, sino que son
desviados por medio del proceso llamado sublimación, de sus fines primitivos y
dirigidos hacia otros más valiosos. Nuestras mejores virtudes han nacido, en calidad de
reacciones y sublimaciones, sobre el terreno de las peores disposiciones.
1913
Así, pues, resulta que nuestro pequeño problema nos ha conducido de nuevo a un
mito astral. Pero no podemos dar por terminada con esta aclaración nuestra labor
investigadora. No compartimos, en efecto, la opinión de algunos mitológicos, según los
cuales los mitos fueron leídos en el cielo. Por el contrario, juzgamos más bien, con Otto
Rank, que fueron proyectados en el cielo después de haber nacido en otro lugar y bajo
condiciones puramente humanas. Y este contenido humano es lo que en ellos nos
interesa.
Por nuestra parte, nos limitaremos a los casos de Cordelia, Afrodita, la Cenicienta
y Psiquis. Las cuatro mujeres, de las cuales la tercera es la más excelente, deben
suponerse en algún modo afines, ya que nos son presentadas siempre como hermanas.
No es contrario a esta hipótesis el hecho de que en el caso del rey Lear se trate de las tres
hijas del sujeto elector, pues ello responde tan sólo a la ancianidad del mismo. A un
anciano no se le puede hacer fácilmente elegir de otro modo entre tres mujeres; por eso
se convierte a éstas en sus hijas.
Ahora bien: ¿quiénes son estas tres hermanas y por qué la elección ha de recaer
siempre en la tercera? Si pudiéramos dar respuesta a esta interrogación, habríamos
hallado la interpretación buscada. Antes nos hemos servido ya en una ocasión de la
técnica psicoanalítica cuando interpretamos los tres cofrecillos como representación
simbólica de tres mujeres. Si ahora nos aventuramos de nuevo a emplear el mismo
procedimiento, emprenderemos un camino que al principio nos llevará a lo imprevisto e
incomprensible, y luego, por un rodeo, quizá a un fin satisfactorio.
Las antiguas narraciones griegas del juicio de París no dicen nada de tal reserva de
Afrodita. Cada una de las tres diosas habla al joven pastor e intenta decidir su elección
con gratas promesas. Pero en una elaboración moderna de la misma escena surge
singularmente aquel rasgo de la tercera, que en los otros casos nos ha llamado la
atención. En el libreto de Offenbach La bella Helena, París, después de hablarnos de las
promesas de las otras dos divinidades, nos cuenta cómo se condujo Afrodita en aquel
concurso de belleza:
Elegiremos para tal objeto uno de los cuentos de Grimm, titulado Los doce
hermanos. Un rey y una reina tenían doce hijos, varones todos. Entonces dijo el rey que
si su decimotercer retoño era una niña, haría matar a todos sus hermanos, y en espera del
nacimiento de la niña hizo construir doce ataúdes. Pero los doce hijos, ayudados por la
madre, huyeron a un bosque y juraron matar a cualquier muchacha que cayera en sus
manos.
La reina da, efectivamente, a luz una niña, la cual, al cabo del tiempo, averigua
que tenía doce hermanos. Decide salir en su busca, y encuentra, por fin, en el bosque, al
menor, el cual la reconoce, pero quisiera ocultarla a causa de su juramento. La hermana
dice: «No me importa morir si con ello puedo salvar a mis doce hermanos.» Mas éstos la
acogen cariñosamente, y la muchacha se queda a vivir con ellos y gobierna su casa.
En el jardín que rodea la casa crecen doce lirios: la muchacha los corta para
ofrecer uno de ellos a cada uno de sus hermanos. Pero, en el mismo instante, se
convierten éstos en cuervos y desaparecen con la casa y el jardín. Los cuervos son aves
funerarias, y la muerte de los doce hermanos por su hermana queda representada de
nuevo por la corta de las flores, como antes por los ataúdes y por la desaparición de los
hermanos. La muchacha, nuevamente dispuesta a salvar de la muerte a sus hermanos,
averigua que para conseguirlo deberá enmudecer durante siete años, y se somete a tan
dura prueba, que llega incluso a poner en peligro su vida; esto es, muere ella misma por
sus hermanos, según lo prometió antes de encontrarlos. A los siete años de silencio
absoluto consigue, por fin, desencantar a los cuervos.
II
Dejemos de momento a un lado la cuestión de cómo hemos de integrar en nuestro
mito la interpretación buscada y acudamos a los mitólogos para documentarnos sobre la
función y el origen de las diosas del destino. La mitología griega más antigua conoce tan
sólo una Moira como personificación del destino ineluctable (en Homero).
La evolución de esta única Moira hasta una asociación fraterna de tres divinidades
(más raramente de dos) se cumplió probablemente por asimilación a otras figuras
divinas, afines a las Moiras: las Charitas y las Horas.
Las Horas fueron originariamente las divinidades de las aguas celestes, las que
distribuían la lluvia y el rocío, y también de las nubes, de las cuales caen las lluvias. Y
como las nubes eran consideradas como un tejido, se atribuyó a estas diosas la condición
de hilanderas, que luego pasó a las Moiras. En los países mediterráneos, miniados por el
sol, la fertilidad del suelo depende de la lluvia, por cuyo motivo las Horas se
convirtieron en ellos en diosas de la vegetación. A ellas se debían la belleza de las flores
y la abundancia de los frutos, y se las adornó con múltiples rasgos amables y graciosos.
Luego pasaron a ser las representantes divinas de las estaciones del año, a lo cual
podríamos atribuir, acaso, su número trino, si el carácter sagrado del número tres no
fuera ya suficiente para explicarlo. Pues estos pueblos antiguos no distinguían, al
principio, más que tres estaciones: invierno, primavera y verano. El otoño fue agregado
luego en época grecorromana, y entonces el arte aumentó también a cuatro, en sus
plásticas, el número de las Horas.
La relación de las Horas con el tiempo se conservó siempre intacta; como antes
las épocas del año, presidieron luego las divisiones del día y les dieron su nombre. Las
Normas de la mitología alemana, afines en su esencia a las Horas y a las Moiras, revelan
ya, en su nombre, su significación temporal. Pero no podía menos de suceder que la
esencia de estas divinidades fuera más profundamente aprehendida y preferida a la
normatividad del curso del tiempo. Las Horas pasaron de este modo a ser las
guardadoras de la ley natural y de aquel orden sagrado que hace retornar en la
Naturaleza las mismas cosas en sucesión inmutable.
La misma diosa del Amor, que pasó ahora a ocupar el puesto de la diosa de la
Muerte, había sido antaño idéntica con ella. Todavía la Afrodita griega no carecía
totalmente de relaciones con el Averno, aunque ya hubiera traspasado desde mucho
antes su función ctónica a otra deidades: a Perséfone, la trimorfa Artemisa-Hécate.
Todas las grandes divinidades maternales de los pueblos orientales parecen haber sido
tanto generatrices como destructoras; diosas de la vida y de la generación y, al mismo
tiempo, de la muerte. De este modo, la sustitución por una antítesis optativa en nuestro
tema se refiere regresivamente a una identidad primordial.
Una consideración más detenida nos muestra, además, que las deformaciones del
mito primitivo no son lo bastante fundamentales para no delatarse en ciertos residuos. La
elección libre entre las tres hermanas no es, en realidad, una libre elección, pues tiene
que recaer necesariamente en la tercera si no se quiere que suscite, como en El rey Lear,
toda clase de desgracias.
La más bella y mejor que ha ocupado el lugar de la diosa de la Muerte ha
conservado rasgos inquietantes que nos permiten adivinar lo encubierto.
Lear es un anciano. Y ya hicimos observar que ésta es la razón de que las tres
hermanas aparezcan convertidas en sus tres hijas. La relación paternal, de la que podían
fluir tantos y tan fértiles impulsos dramáticos, no es utilizada más allá del drama. Pero
Lear no es tan sólo un anciano, sino un moribundo. La singular premisa del reparto de la
herencia pierde así todo carácter extraño. Pero este hombre acechado por la muerte se
resiste a renunciar al amor de la mujer; quiere oír cuánto es amado. Recuérdese ahora la
conmovedora escena final del drama, una de las cumbres más elevadas de la dramaturgia
moderna: Lear aparece trayendo en brazos el cadáver de Cordelia. Cordelia es la muerte.
Si invertimos la situación, se nos hace en el acto comprensible y familiar. Es la diosa de
la Muerte, que lleva en sus brazos al héroe muerto en el combate, como la walkiria de la
mitología alemana. La eterna sabiduría, bajo las vestiduras del mito primitivo, aconseja
al anciano que renuncie al amor y elija la muerte, reconciliándose con la necesidad de
morir.
Pero el anciano busca en vano el amor de la mujer, tal como primero lo obtuvo de
su madre, y sólo la tercera de las mujeres del Destino, la muda diosa de la Muerte, le
tomará en sus brazos.
LXXVII
1913 [1914]
Pero las obras de arte ejercen sobre mí una poderosa acción, sobre todo las
literarias y las escultóricas, y más rara vez, las pictóricas. En consecuencia, me he
sentido impulsado a considerar muy detenidamente algunas de aquellas obras que tan
profunda impresión me causaban, y he tratado de aprehenderlas a mi manera; esto es, de
llegar a comprender lo que en ellas producía tales efectos. Y aquellas manifestaciones
artísticas (la Música, por ejemplo) en que esta comprensión se me niega, no me produce
placer alguno. Una disposición racionalista o acaso analítica se rebela en mí contra la
posibilidad de emocionarme sin saber por qué lo estoy y qué es lo que me emociona.
Y no es que los peritos en arte o los entusiastas no encuentren palabras cuando nos
ponderan una de estas obras de arte. Muy al contrario, encuentran incluso demasiado.
Pero, generalmente, ante estas creaciones magistrales del artista dice cada uno algo
distinto, y nadie algo que resuelva el enigma planteado al admirador ingenuo. Lo que tan
poderosamente nos impresiona no puede ser, a mi juicio, más que la intención del
artista, en cuanto el mismo ha logrado expresarla en la obra y hacérnosla aprehensible.
Sé muy bien que no puede tratarse tan sólo de una aprehensión meramente intelectual;
ha de ser suscitada también nuevamente en nosotros aquella situación afectiva, aquella
constelación psíquica que engendró en el artista la energía impulsora de la creación.
Mas, ¿por qué no ha de ser posible determinar la intención del artista y expresarla en
palabras, como cualquier otro hecho de la vida psíquica? En cuanto a las grandes obras
de arte, acaso no puede hacerse sin auxilio del análisis. La obra misma tiene que facilitar
este análisis si es la expresión eficiente en nosotros de las intenciones y los impulsos del
artista. Y para adivinar tal intención habremos de poder descubrir previamente el sentido
y el contenido de lo representado en la obra de arte; esto es, habremos de poderla
interpretar. Es pues, posible que una obra de arte precise de interpretación, y que sólo
después de la misma pueda yo saber por qué he experimentado una impresión tan
poderosa. Abrigo incluso la esperanza de que esta impresión no sufrirá minoración
alguna, una vez llevado a buen término el análisis.
Mas, ¿por qué califico de enigmática esta plástica ? Es indudable que representa a
Moisés, el legislador de los judíos, con las tablas de la Ley. Pero esto es lo único seguro.
Recientemente (1912), un crítico de arte, Max Saverlandt, ha podido decir lo que sigue:
«Sobre ninguna obra de arte han recaído juicios tan contradictorios como sobre este
Moisés. Ya en la simple interpretación de la figura hallamos las mayores
contradicciones...» Sobre la base de una colección de juicios, reunida por mí hace años,
expondré cuáles son las dudas que se enlazan a la interpretación de la figura de Moisés,
y no creo que haya de serme muy difícil mostrar cómo detrás de tales dudas se ocultan
los elementos esenciales y mejores para la comprensión de esta obra de arte.
CAPÍTULO I
Ha habido también otros a los que el Moisés de Miguel Ángel no les decía nada, y
fueron lo bastante sinceros para manifestarlo así. Tal es, por ejemplo, un articulista de la
Quarterly Review (1858): There is an absence of meaning in the general conception,
which precludes the idea of a self-sufficing whole. Y nos extraña comprobar, por último,
que otros no han hallado en el Moisés nada admirable, y se han alzado contra él,
reprochando la brutalidad de la figura y la animalidad de la cabeza. Lo que el maestro
dejó aquí escrito en la piedra, ¿lo escribió realmente con letra tan imprecisa o tan
equívoca que puede hacer posibles lecturas tan diferentes?
Pero hay otra interrogación a la que se subordinan fácilmente las dudas apuntadas.
¿Quiso Miguel Ángel crear en este Moisés una obra de carácter y expresión, ajena al
tiempo, o ha representado al héroe bíblico en un momento determinado y muy
importante de su vida? La mayoría de los críticos se decide por esto último e indica
también la escena de la vida de Moisés que el artista ha plasmado eternamente. Tal
escena sería aquella en que a su descenso del Sinaí, donde ha recibido de manos de Dios
las tablas de la Ley, advierte Moisés que los judíos han construido entre tanto un becerro
de oro, en derredor del cual danzan jubilosos. Este cuadro es el que sus ojos contemplan
y el que suscita en él los sentimientos que sus rasgos expresan y que habrán de
impulsarle, en el acto, a obrar con máxima energía. Miguel Ángel ha elegido el instante
de la última vacilación, de la calma precursora de la tempestad. En el instante inmediato.
Moisés se erguirá violento -el pie izquierdo se alza ya del suelo-, arrojará de sus manos,
quebrándolas, las tablas de la Ley y descargará su ira sobre los apóstatas.
En el detalle de esta interpretación difieren nuevamente sus mantenedores: J.
Burckhardt: «Moisés aparece representado en el momento en que advierte la adoración
del becerro de oro y va a alzarse irritado. Late en su figura la preparación a un
movimiento violentísimo, que la potencia física de su figura hace terriblemente
amenazador.»
W. Lübke: «Como si sus ojos, que fulminan rayos, acabaran de descubrir la
adoración del becerro de oro, un impulso interior recorre violentamente toda la figura.
Estremecido, se coge con la mano derecha la barba caudalosa, cual si quisiera dominar
aún por un momento su impulso para darle curso después con más terrible energía.»
Springer se adhiere a esta opinión, no sin formular cierta reserva, sobre la cual
habremos de volver más adelante:
«Penetrado de energía y de celo, el héroe domina con inmenso esfuerzo su
agitación interior... Por eso imaginamos involuntariamente una escena dramática y
juzgamos que Moisés está representado en el momento en que advierte la adoración del
becerro de oro y va a alzarse ardiendo en cólera. Sin embargo, no creemos fácil que esta
hipótesis coincida con la verdadera intención del artista, y que la figura de Moisés, lo
mismo que las otras cinco estatuas sedentes del proyectado monumento funerario,
habían de producir un efecto predominantemente decorativo; pero sí podemos
considerarla como una prueba concluyente de la plenitud de vida y la esencia
personalísima de la figura de Moisés.»
Algunos autores, que no se deciden precisamente por la escena del becerro de oro,
coinciden, sin embargo, con esta hipótesis en el punto esencial de que Moisés aparece
representado en el momento de alzarse y pasar a la acción.
Hermann Grimm: «La figura aparece penetrada de una elevación, de una
consciencia de la propia personalidad y de un sentimiento tales, como si este hombre
dispusiera de los rayos del cielo; pero se dominará, antes de desencadenarlos, en espera
de que los enemigos a los que quiere exterminar se atrevan a atacarle. Está sentado como
disponiéndose a alzarse, con la cabeza orgullosamente erguida, con la mano, bajo cuyo
brazo reposan las tablas de la Ley, asida a la barba que fluye caudalosa sobre su pecho,
con las aletas de la nariz muy abiertas y con una boca en cuyos labios parecen temblar
las palabras.»
Heath Wilson dice que Moisés ha visto algo que ha captado su atención y se
dispone a levantarse bruscamente, pero vacila todavía. La mirada, en la que se mezclan
la indignación y el desprecio, puede aún transformarse en compasiva.
Wölfflin habla de «movimiento inhibido». El motivo de la inhibición yace aquí en
la voluntad de la persona misma; es el último instante de contención antes de iniciar una
acción violenta; esto es, antes de ponerse bruscamente en pie.
C. Justi ha sido quien más minuciosamente ha razonado la interpretación según la
cual Moisés acaba de advertir la adoración del becerro de oro, y refiere a ella detalles de
la estatua no observados antes. Nos hace notar la posición singular, en efecto, de las dos
tablas de la Ley en vías de resbalar al asiento: «Así, pues, o Moisés mira en dirección al
lugar desde el cual llegan a él los rumores, o es la visión misma del sacrilegio la que le
hiere como un golpe conmocionante. Estremecido de horror y de dolor, se ha dejado
caer en su asiento. Había permanecido cuarenta días y cuarenta noches en la cima de la
montaña. Un suceso de magnas proporciones, un gran destino, un gran delito o incluso
una gran felicidad puede ser, desde luego, percibido en un instante; pero no aprehendido
en cuanto a su esencia, su alcance y sus secuelas. Por un instante le parece destruida su
obra y desespera de aquel pueblo. En tal momento, la agitación interior se delata en
pequeños movimientos involuntarios. Deja que las tablas de la Ley, que mantenía en su
mano derecha, resbalen hasta quedar de canto sobre el asiento de piedra, sujetas con el
antebrazo contra el costado. La mano, en cambio, se acerca al pecho y a la barba, y al
girar la cabeza hacia la derecha, tira de la barba hacia la izquierda, alterando la simetría
del frondoso ornato masculino; parece como si los dedos juguetearan con la barba, como
el hombre civilizado, en momento de agitación, con la cadena del reloj. La izquierda se
hunde en el ropaje del regazo (en el Antiguo Testamento son las entrañas la sede de los
afectos). Pero la pierna izquierda aparece ya echada hacia atrás, y adelantada la derecha;
en el momento inmediato, Moisés se levantará airado, la energía psíquica pasará de la
sensación a la voluntad, el brazo derecho se moverá, las tablas de la Ley caerán al suelo
y ríos de sangre lavarán la afrenta de la apostasía...» «No es éste aún el momento de
tensión del hecho. Domina todavía, casi paralizante, el dolor anímico.»
Muy análogamente se expresa Fritz Knapp, salvo que sustrae la situación inicial a
la reserva que antes expusimos, y analiza más consecuentemente el movimiento
indicado de las tablas: «Moisés, que acababa de hallarse a solas con Dios, se ve distraído
por rumores humanos. Oye ruido; los cánticos que acompañan las danzas le arrancan de
sus ensueños. Su cabeza y sus ojos se vuelven hacia el ruido. Sobresalto, cólera, toda la
furia de hirvientes pasiones recorren la figura gigantesca. Las tablas de la Ley
comienzan a resbalar de sus manos, y caerán, quebrándose, al suelo al levantarse
bruscamente la figura, para lanzar a las masas apóstatas tonantes palabras de cólera...
Este momento de máxima tensión es el elegido.» Knapp acentúa, pues, la preparación a
la acción, y niega la representación de la inhibición inicial por una agitación demasiado
intensa.
Pero dos observaciones de Thode nos arrebatan lo que ya creíamos haber logrado.
Declara, en efecto, que para él las tablas de la Ley no están en trance de resbalar, sino
perfectamente quietas, y hace notar «la posición resueltamente inmóvil de la mano
derecha sobre las tablas, puestas de canto». Si ahora consideramos nosotros este detalle
de la estatua, habremos de reconocer sin reserva alguna que Thode está en lo cierto. Las
tablas de la Ley están firmemente sujetas y no corren peligro alguno de resbalar. La
mano derecha las apoya o se apoya en ellas. Lo cual no explica desde luego su posición,
pero sí la invalida para la interpretación de Justi y de otros. Una segunda observación
resulta aún más decisiva. Thode recuerda que «esta figura fue proyectada como
elemento de una serie de seis y que aparece representada en posición sedente. Ambas
circunstancias contradicen la hipótesis de que Miguel Ángel quiso fijar un momento
histórico determinado. Pues en cuanto a lo primero, la tarea de presentar figuras sedentes
yuxtapuestas como tipos de la naturaleza humana (vita activa, vita contemplativa)
excluye la idea de distintos acontecimientos históricos. Y con respecto a la segunda, la
posición sedente, condicionada por la concepción artística total del monumento,
contradice el carácter de aquel acontecimiento; esto es, del descenso desde el Sinaí al
campamento.»
Así, pues, este Moisés no debe querer levantarse; tiene que poder permanecer en
soberana calma, como las demás figuras y como la proyectada estatua del Papa mismo
(que Miguel Ángel no llegó a realizar). Pero entonces el Moisés que contemplamos no
puede ser la representación del hombre poseído de cólera, que, al descender del Sinaí, ve
a su pueblo entregado a la apostasía y arroja contra el suelo, quebrándolas, las tablas de
la Ley. Y, realmente, recuerdo yo mi decepción cuando en anteriores visitas a la iglesia
de San Pietro in Vincoli me senté ante la estatua, esperando ver cómo se alzaba violenta,
arrojaba las tablas al suelo y descargaba su cólera. Nada de ello sucedió; por el
contrario, la piedra se hizo cada vez más inmóvil; una calma sagrada, casi agobiante,
emanó de ella, y sentí necesariamente que allí estaba representado algo que podría
permanecer inmutable, que aquel Moisés permanecería allí eternamente sentado y
encolerizado.
CAPÍTULO II
MUCHO antes de toda actividad psicoanalítica supe que un crítico de arte ruso,
Iván Lermolieff, cuyos primeros trabajos publicados en alemán datan de los años 1874 a
1876, había provocado una revolución en las galerías de pinturas de Europa, revisando
la atribución de muchos cuadros a diversos pintores, enseñando a distinguir con
seguridad las copias de los originales y estableciendo, con las obras así libertadas de su
anterior clasificación, nuevas individualidades artísticas. A estos resultados llegó
prescindiendo de la impresión de conjunto y acentuando la importancia característica de
los detalles secundarios, de minucias tales como la estructura de las uñas de los dedos, el
pabellón de la oreja, el nimbo de las figuras de santos y otros elementos que el copista
descuida imitar y que todo artista ejecuta en una forma que le es característica. Me
interesó luego mucho averiguar que detrás del seudónimo ruso se había ocultado un
médico italiano llamado Morelli, muerto en 1891, cuando ocupaba un puesto en el
Senado de su patria. A mi juicio, su procedimiento muestra grandes afinidades con el
psicoanálisis. También el psicoanálisis acostumbra deducir de rasgos poco estimados o
inobservados, del residuo -el «refuse» de la observación-, cosas secretas o encubiertas.
Pues bien: en dos partes de la figura de Moisés hallamos detalles que hasta ahora
no han sido atendidos, ni siquiera exactamente descritos. Son éstos la posición de la
mano derecha y la de las tablas de la Ley. Puede decirse que esta mano media de un
modo singularísimo, forzado y necesitado de explicación, entre las tablas y... la barba
del héroe encolerizado. Se ha dicho que hunde sus dedos entre la barba, que juguetea
con los rizos de la misma mientras apoya el borde del dedo meñique en las tablas. Pero
esto no es exacto. Vale la pena examinar más cuidadosamente lo que hacen los dedos de
esta mano derecha y describir con exactitud la frondosa barba con la cual entran en
contacto.
Vemos entonces, con toda claridad, lo siguiente: el pulgar de esta mano queda
oculto, y el índice, y sólo él, entra en contacto eficaz con la barba. Pero se hunde tan
profundamente en las blandas masas pilosas, que éstas sobresalen del nivel del dedo, por
encima y por debajo de él. Los otros tres dedos, doblados por sus falanges, se apoyan en
el pecho, y el último rizo de la derecha, que continúa hasta más abajo de ellos, no hace
más que rozarlos. Se han sustraído, por decirlo así, al contacto de la barba. No puede,
por tanto, decirse que la mano derecha juguetea con la barba o se hunde en ella; lo único
exacto es que el dedo índice aparece colocado sobre una parte de la barba y produce en
ella una profunda depresión. Apretar un dedo contra la barba es, ciertamente, un ademán
singular y difícilmente comprensible.
La tan admirada barba de Moisés cae desde las mejillas, al labio superior y la
barbilla, en multitud de rizos, cuyo curso podemos distinguir, sin embargo, por
separado. Uno de los rizos extremos del lado derecho parte de la mejilla y llega al borde
superior del dedo índice, por el cual queda sujeto. Podemos suponer que se desliza hacia
abajo, entre el índice y el pulgar oculto. El rizo correspondiente del lazo izquierdo fluye,
casi sin desviación, hasta muy abajo del pecho. La espesa masa de cabellos que va desde
este último rizo hasta la línea media ha corrido una suerte singularísima. No puede
seguir el movimiento de la cabeza hacia la izquierda y se ve obligada a formar una curva
blandamente enrollada, un fragmento de guirnalda, que cruza por encima de la masa de
cabellos interiores de la derecha. Es sujetada, en efecto, por la presión del índice derecho
aunque ha nacido a la izquierda de la línea media, y constituye, en realidad, la parte
principal de la mitad izquierda de la barba. De este modo, la masa principal de la barba
aparece llevada a la derecha, aunque la cabeza se vuelva resueltamente hacia la
izquierda. En el lugar en que se hunde el índice derecho se ha formado algo como un
remolino de cabellos: rizos de la parte izquierda se superponen a otros de la derecha,
comprimidos por el dedo índice. Sólo más allá de este lugar surgen ya libres las masas
de cabellos, desviadas de su dirección para caer perpendiculares hasta que sus extremos
son acogidos por la mano izquierda, que reposa, abierta, sobre el regazo.
Prosigamos, sin embargo, nuestro análisis bajo la premisa de que también estos
detalles entrañan un sentido. Hallamos entonces una solución que suprime las
dificultades y nos deja vislumbrar un sentido nuevo. El hecho de que en la figura de
Moisés los rizos izquierdos de la barba aparezcan sujetos por la presión del índice
derecho, puede, quizá, ser explicado como resto de un contacto de la mano derecha con
la mitad izquierda de la barba, contacto que en un instante anterior al representado
habría sido mucho más estrecho. La mano derecha había asido mucho más
enérgicamente la barba, llegando hasta el borde izquierdo de la misma, y al retraerse a la
posición que en la estatua vemos, la siguió una parte de la barba, dando así testimonio
del movimiento ejecutado. La guirnalda que la barba forma sería la huella de la
trayectoria seguida por dicha mano.
Entre tanto, su furia, que se sabe aún alejada de su objeto, se dirige, en un ademán,
contra el propio cuerpo. La mano impaciente dispuesta a la acción ase la barba, que
había seguido el movimiento de la cabeza, y la aprieta convulsivamente, entre el pulgar
y la palma, con los dedos cerrados, gesto de una fuerza y una violencia que recuerdan
otras creaciones de Miguel Ángel. Pero luego, no sabemos aún cómo ni por qué, hay una
transición: la mano derecha, adelantada y hundida en la barba, retrocede rápidamente,
soltando su presa; los dedos se separan de la barba; pero se habían hundido tan
profundamente en ella, que al retirarse arrastran consigo un gran mechón hacia la
derecha, donde queda cruzado, bajo la presión de uno de los dedos, el superior, y más
extendido, por encima de los mechones de la derecha. Y esta nueva posición, que sólo
por su derivación de la inmediatamente anterior se nos hace comprensible, queda ya
mantenida.
Surgen en este punto las hipótesis de que también las tablas han llegado a esta
posición a consecuencia de un movimiento ya cumplido; que tal movimiento dependió
del cambio de lugar de la mano derecha, antes incluido, y que obligó a su vez a aquella
mano a su posterior retroceso. Los procesos cumplidos por la mano y las tablas se
reúnen en la unidad siguiente. En un principio, cuando la figura se hallaba
tranquilamente sentada, sostenía derechas las tablas bajo el brazo derecho. La mano
derecha asía sus bordes inferiores, y encontraba al hacerlo un apoyo en el saliente,
dirigido hacia adelante. Esta mayor facilidad para su sostén explica la posición invertida
de las tablas. Luego llegó el momento en que la tranquilidad fue perturbada por el ruido.
Moisés volvió la cabeza, y al ver la escena movió el pie izquierdo, disponiéndose a
alzarse; la mano soltó las tablas y avanzó hacia la izquierda y hacia arriba, asiendo la
barba como para desahogar su violencia en el propio cuerpo. Las tablas quedaron
entonces confiadas a la presión del brazo derecho, que debía apretarlas contra el pecho.
Pero esta sujeción no fue suficiente, y empezaron a resbalar hacia adelante y hacia
abajo; el borde superior, antes horizontal, se dirigió también hacia adelante y hacia
abajo, y el inferior, privado de su sostén, se acercó con su punta anterior al asiento de
piedra. Un momento más y las tablas habrían basculado sobre su nuevo punto de apoyo,
dando en el suelo con el borde, antes anterior, y rompiéndose. Para evitarlo, la mano
derecha retrocede, soltando la barba, parte de la cual es arrastrada sin querer en el
movimiento; alcanza aún las tablas, y se apoya cerca de su esquina posterior, ahora
superior. De este modo, el conjunto que constituyen la barba, la mano y las tablas,
descansando sobre una esquina, singularmente forzado, al parecer, se deriva del
movimiento apasionado de la mano y de sus evidentes consecuencias. Si se quieren
borrar las huellas del movimiento ejecutado, tendremos que levantar el ángulo anterior
superior de las tablas y hacerlo retroceder hasta el plano de la figura, y con ello separar
del asiento el ángulo anterior inferior (con el saliente), bajar la mano y situarla cogiendo
el borde inferior de las tablas, que habrá quedado en posición horizontal.
CAPÍTULO III
SI no me engaño mucho, ha de sernos permitido ahora cosechar el fruto de
nuestros esfuerzos. Hemos visto a cuántos de los que han contemplado detenidamente la
estatua y meditado sobre la impresión que en ellos despertaba se les ha impuesto la
interpretación de que Moisés aparecía representado en ella bajo los efectos de la visión
de la apostasía de su pueblo. Pero esta interpretación hubo de ser abandonada, pues tenía
su continuación en la expectativa de que Moisés había de alzarse en el instante
inmediato, quebrar las tablas y llevar a cabo la obra de la venganza, lo cual contradecía
el destino de la estatua como elemento del sepulcro de Julio Ii, junto con otras cinco, u
otras tres figuras sedentes. Ahora podemos ya recoger esta interpretación antes
abandonada, pues nuestro Moisés no se alzará ya airado ni arrojará lejos de sí las tablas.
Lo que en él vemos no es la introducción a una acción violenta, sino el residuo de un
movimiento ya ejecutado. Poseído de cólera, quiso alzarse y tomar venganza, olvidando
las tablas; pero ha dominado la tentación y permanece sentado, domada su furia y
traspasado de dolor, al que se mezcla el desprecio. No arrojará ya las tablas,
quebrándolas contra la piedra, pues precisamente a causa de ellas ha dominado su ira,
refrenando para salvarlas su apasionado impulso. Cuando en el primer momento se
abandonó a su violenta indignación hubo de descuidar su custodia, soltando de ella la
mano con que las sujetaba. Entonces, las tablas empezaron a resbalar y corrieron peligro
de quebrarse contra el suelo. Esto le sirvió de advertencia. Pensó en su misión, y
renunció por ella a la satisfacción de su deseo. Su mano retrocedió y salvó las tablas, que
resbalaban, antes que pudieran caer. En esta actitud permaneció ya quieto, y así le ha
eternizado Miguel Ángel.
(14) Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su
pueblo.-(15) Y volvióse Moisés, y descendió del monte, trayendo en su mano las dos
tablas del testimonio; las tablas, escritas por ambos lados; de una parte y de otra estaban
escritas.-(16) Y las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios, grabada
sobre las tablas.- (17) Y oyendo Josué el clamor del pueblo, que gritaba, dijo a Moisés:
`Alarido de pelea hay en el campo.' (18) Y él respondió: `No es eco de algazara de
fuertes, ni eco de alaridos de flacos; algazara de cantar oigo yo.'-(19) Y aconteció que
como llegó él al campo y vio el becerro y las danzas, enardeciósele la ira a Moisés, y
arrojó las tablas de sus manos, y quebrólas al pie del monte.-(20) Y tomó el becerro que
habían hecho, y quemólo en el fuego, y moliólo hasta reducirlo a polvo, que esparció
sobre las aguas, y diólo a beber a los hijos de Israel...
(30) Y aconteció que al día siguiente dijo Moisés al pueblo: `Vosotros habéis
cometido un gran pecado; mas yo subiré ahora a Jehová; quizá le aplacaré acerca de
vuestro pecado.'-(31) Entonces volvió Moisés a Jehová y dijo: ` Ruégote, pues este
pueblo ha cometido un gran pecado, porque se hicieron dioses de oro.'-(32) `Que
perdones ahora su pecado, y si no ráeme ahora de tu libro que has escrito.'-(33) Y Jehová
respondió a Moisés: `Al que pecare contra Mí, a éste raeré yo de mi libro.'-(34) Ve,
pues, ahora; lleva a este pueblo donde te he dicho; he aquí mi ángel; irá delante de ti;
que en el día de mi visitación yo visitaré en ellos su pecado.-(35) Y Jehová hirió al
pueblo, porque habían hecho el becerro que formó Aarón.»
La influencia de la crítica bíblica moderna nos hace imposible leer estos pasajes
sin encontrar en ellos señales de una síntesis poco hábil de varias fuentes. En el
versículo octavo, el Señor mismo comunica a Moisés que su pueblo se ha apartado del
camino recto y se ha hecho un ídolo. Moisés ruega por los pecadores. Pero en el
versículo (18) se conduce ante Josué como si no supiera nada, y en el (19) arde en ira al
contemplar la escena de idolatría. En el versículo (14) ha logrado ya el perdón de Dios
para su pueblo pecador, pero en el (31) y siguientes sube de nuevo a la montaña para
implorar tal perdón; informa al Señor de la apostasía del pueblo, y recibe la seguridad de
que el castigo será aplazado. El versículo (35) se refiere a un castigo del pueblo por
Dios, del que nada se dice cuando ya en los versículos del (20) al (30) se ha descrito el
juicio y la sentencia, que el mismo Moisés ha hecho cumplir. Sabido es que las partes
históricas de este libro, que trata del Exodo, aparecen plagadas de incongruencias y
contradicciones aún más palmarias.
Para los hombres del Renacimiento no existía, naturalmente, tal actitud crítica
ante los textos bíblicos; tenían que suponer coherente el relato, y hallaron entonces acaso
que no ofrecía un buen punto de apoyo al arte escultórico. El Moisés del pasaje de la
Biblia había sido ya informado de la idolatría de su pueblo, y había optado por la
benignidad y el perdón; no obstante, sucumbía luego a un ataque de ira a la vista del
becerro de oro y de la multitud danzando jubilosa en derredor del mismo. No sería, pues,
de extrañar que el artista, cuyo propósito era representar la reacción del héroe a esta
dolorosa sorpresa, hubiera prescindido del texto bíblico por motivos internos. Tales
desviaciones de la literalidad de la Sagrada Escritura por motivos más fútiles no era nada
inhabitual ni estaban vedadas al artista. Un famoso cuadro del Parmigiano, conservado
en su ciudad natal, nos muestra a Moisés sentado en la cumbre de una montaña y en el
momento de arrojar contra el suelo las tablas de la Ley, aunque el versículo bíblico dice
textualmente: «... y quebrólas al pie del monte.» Ya la representación de un Moisés
sedente se desvía del texto bíblico y parece dar más bien la razón a aquellos críticos
según los cuales la estatua de Miguel Ángel no intenta reproducir momento alguno
determinado de la vida del héroe.
CAPÍTULO IV
APÉNDICE
1927
Una de las dos estatuillas estudiadas por Mitchell es un Moisés (de unos 23
centímetros de altura), indudablemente caracterizado por las tablas de la Ley, visible a
su izquierda. También este Moisés se nos muestra sentado y envuelto en un manto de
múltiples pliegues; su rostro ofrece una expresión apasionadamente movida, quizá
dolorosa, y su mano derecha ase la larga barba y aprieta sus rizos entre el pulgar y la
palma como con unas tenazas, ejecutando, por tanto, el mismo movimiento supuesto en
el citado ensayo, como estudio preliminar de aquella actitud en la que hoy vemos
petrificado al Moisés de Miguel Ángel.
Una ojeada a la reproducción adjunta nos hará ver la diferencia capital entre las
dos representaciones, separadas por más de tres siglos. El Moisés del artista de Lorena
sostiene las tablas por su borde superior con su mano izquierda y las apoya sobre la
rodilla; si transferimos las tablas al otro lado y las confiamos al brazo derecho,
tendremos la situación inicial correspondiente al Moisés de Miguel Ángel. Y si mi
concepción del gesto de asirse la barba es admisible, el Moisés del año 1180 reproducirá
un instante de la tempestad de afectos, y en cambio, la estatua de San Piero in Vincoli, la
calma después de la tempestad. Creo que el hallazgo aquí comunicado incrementa la
verosimilitud de la interpretación por mí intentada en 1914.
Quizá algún crítico de arte pueda llenar el intervalo temporal entre el Moisés de
Nicolás de Verdún y el del maestro del Renacimiento italiano con la Indicación de otros
tipos de Moisés intermedios.
LXXVIII
1914
Hace unos diez años aún podía tener instantes en que de pronto volvía a sentirme
completamente joven. Cuando, ya barbicano y cargado con todo el peso de una
existencia burguesa, caminaba por las calles de la ciudad natal podía suceder que me
topara inesperadamente con uno u otro caballero anciano pero bien conservado, al que
saludaba casi humildemente, reconociendo en él a un antiguo profesor del colegio. Pero
luego me detenía y, ensimismado, lo seguía con la mirada: ¿Realmente es él, o sólo
alguien que se le asemeja a punto de confusión? ¡Cuán joven parece aún, y tú ya estás
tan viejo! ¿Cuántos años podrá contar? ¿Es posible que estos hombres, que otrora
representaron para nosotros a los adultos, sólo fuesen tan poco más viejos que nosotros?
El presente quedaba entonces como oscurecido ante mis ojos, y los años de los
diez a los dieciocho volvían a surgir de los recovecos de la memoria, con todos sus
presentimientos y desvaríos, sus dolorosas trasmutaciones y sus éxitos jubilosos, con los
primeros atisbos de culturas desaparecidas -un mundo que, para mí al menos, llegó a ser
más tarde un insuperable medio de consuelo ante las luchas de la vida-; por fin, surgían
también los primeros contactos con las ciencias, entre las cuales creíamos poder elegir
aquélla que agraciaríamos con nuestros por cierto inapreciables servicios. Y yo creo
recordar que durante toda esa época abrigué la vaga premonición de una tarea que al
principio sólo se anunció calladamente, hasta que por fin la pude vestir, en mi
composición de bachillerato, con las solemnes palabras de que en mi vida querría rendir
un aporte al humano saber.
Llegué, pues, a médico, o más propiamente a psicólogo, y pude crear una nueva
disciplina psicológica -el denominado «psicoanálisis»- que hoy embarga la atención y
suscita alabanzas y censuras de médicos e investigadores oriundos de los más lejanos
países, aunque, desde luego, preocupa mucho menos a los de mi propia patria.
Como psicoanalista, debo interesarme más por los procesos afectivos que por los
intelectuales; más por la vida psíquica inconsciente que por la consciente. La emoción
experimentada al encontrarme con mi antiguo profesor del colegio me conmina a una
primera confesión: no sé qué nos embargó más y qué fue más importante para nosotros:
si la labor con las ciencias que nos exponían o la preocupación con las personalidades de
nuestros profesores. En todo caso, con éstos nos unía una corriente subterránea jamás
interrumpida, y en muchos de nosotros el camino a la ciencia sólo pudo pasar por las
personas de los profesores: muchos quedaron detenidos en este camino y a unos pocos -
¿por qué no confesarlo?- se les cerró así para siempre.
En efecto, nos ha enseñado que las actitudes afectivas frente a otras personas,
actitudes tan importantes para la conducta ulterior del individuo, quedan establecidas en
una época increíblemente temprana. Ya en los primeros seis años de la infancia el
pequeño ser humano ha fijado de una vez por todas la forma y el tono afectivo de sus
relaciones con los individuos del sexo propio y del opuesto; a partir de ese momento
podrá desarrollarlas y orientarlas en distintos sentidos, pero ya no logrará abandonarlas.
Las personas a las cuales se ha fijado de tal manera son sus padres y sus hermanos.
Todos los hombres que haya de conocer posteriormente serán, para él, personajes
sustitutivos de estos primeros objetos afectivos (quizá, junto a los padres, también los
personajes educadores), y los ordenará en series que parten, todas, de las denominadas
imagines del padre, de la madre, de los hermanos, etc. Estas relaciones ulteriores
asumen, pues, una especie de herencia afectiva, tropiezan con simpatías y antipatías en
cuya producción escasamente han participado; todas las amistades y vinculaciones
amorosas ulteriores son seleccionadas sobre la base de las huellas mnemónicas que cada
uno de aquellos modelos primitivos haya dejado.
En esta fase evolutiva del joven hombre acaece su encuentro con los maestros.
Comprenderemos ahora la actitud que adoptamos ante nuestros profesores del colegio.
Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres de familia, se convirtieron para
nosotros en sustitutos del padre. También es ésta la causa de que, por más jóvenes que
fuesen, nos parecieran tan maduros, tan remotamente adultos. Nosotros les transferíamos
el respeto y la veneración ante el omnisapiente padre de nuestros años infantiles, de
manera que caíamos en tratarlos como a nuestros propios padres. Les ofrecíamos la
ambivalencia que adquiriéramos en la vida familiar, y con ayuda de esta actitud
luchábamos con ellos como habíamos luchado con nuestros padres carnales. Nuestra
conducta frente a nuestros maestros no podría ser comprendida, ni tampoco justificada,
sin considerar los años de la infancia y el hogar paterno.
Pero como colegiales también tuvimos otras experiencias no menos importantes
con los sucesores de nuestros hermanos, es decir, con nuestros compañeros. Estas
empero han de quedar para otra ocasión, pues el jubileo del colegio orienta hacia los
maestros la totalidad de nuestros pensamientos.
LXXVIII
1914
Hace unos diez años aún podía tener instantes en que de pronto volvía a sentirme
completamente joven. Cuando, ya barbicano y cargado con todo el peso de una
existencia burguesa, caminaba por las calles de la ciudad natal podía suceder que me
topara inesperadamente con uno u otro caballero anciano pero bien conservado, al que
saludaba casi humildemente, reconociendo en él a un antiguo profesor del colegio. Pero
luego me detenía y, ensimismado, lo seguía con la mirada: ¿Realmente es él, o sólo
alguien que se le asemeja a punto de confusión? ¡Cuán joven parece aún, y tú ya estás
tan viejo! ¿Cuántos años podrá contar? ¿Es posible que estos hombres, que otrora
representaron para nosotros a los adultos, sólo fuesen tan poco más viejos que nosotros?
El presente quedaba entonces como oscurecido ante mis ojos, y los años de los
diez a los dieciocho volvían a surgir de los recovecos de la memoria, con todos sus
presentimientos y desvaríos, sus dolorosas trasmutaciones y sus éxitos jubilosos, con los
primeros atisbos de culturas desaparecidas -un mundo que, para mí al menos, llegó a ser
más tarde un insuperable medio de consuelo ante las luchas de la vida-; por fin, surgían
también los primeros contactos con las ciencias, entre las cuales creíamos poder elegir
aquélla que agraciaríamos con nuestros por cierto inapreciables servicios. Y yo creo
recordar que durante toda esa época abrigué la vaga premonición de una tarea que al
principio sólo se anunció calladamente, hasta que por fin la pude vestir, en mi
composición de bachillerato, con las solemnes palabras de que en mi vida querría rendir
un aporte al humano saber.
Llegué, pues, a médico, o más propiamente a psicólogo, y pude crear una nueva
disciplina psicológica -el denominado «psicoanálisis»- que hoy embarga la atención y
suscita alabanzas y censuras de médicos e investigadores oriundos de los más lejanos
países, aunque, desde luego, preocupa mucho menos a los de mi propia patria.
Como psicoanalista, debo interesarme más por los procesos afectivos que por los
intelectuales; más por la vida psíquica inconsciente que por la consciente. La emoción
experimentada al encontrarme con mi antiguo profesor del colegio me conmina a una
primera confesión: no sé qué nos embargó más y qué fue más importante para nosotros:
si la labor con las ciencias que nos exponían o la preocupación con las personalidades de
nuestros profesores. En todo caso, con éstos nos unía una corriente subterránea jamás
interrumpida, y en muchos de nosotros el camino a la ciencia sólo pudo pasar por las
personas de los profesores: muchos quedaron detenidos en este camino y a unos pocos -
¿por qué no confesarlo?- se les cerró así para siempre.
En efecto, nos ha enseñado que las actitudes afectivas frente a otras personas,
actitudes tan importantes para la conducta ulterior del individuo, quedan establecidas en
una época increíblemente temprana. Ya en los primeros seis años de la infancia el
pequeño ser humano ha fijado de una vez por todas la forma y el tono afectivo de sus
relaciones con los individuos del sexo propio y del opuesto; a partir de ese momento
podrá desarrollarlas y orientarlas en distintos sentidos, pero ya no logrará abandonarlas.
Las personas a las cuales se ha fijado de tal manera son sus padres y sus hermanos.
Todos los hombres que haya de conocer posteriormente serán, para él, personajes
sustitutivos de estos primeros objetos afectivos (quizá, junto a los padres, también los
personajes educadores), y los ordenará en series que parten, todas, de las denominadas
imagines del padre, de la madre, de los hermanos, etc. Estas relaciones ulteriores
asumen, pues, una especie de herencia afectiva, tropiezan con simpatías y antipatías en
cuya producción escasamente han participado; todas las amistades y vinculaciones
amorosas ulteriores son seleccionadas sobre la base de las huellas mnemónicas que cada
uno de aquellos modelos primitivos haya dejado.
En esta fase evolutiva del joven hombre acaece su encuentro con los maestros.
Comprenderemos ahora la actitud que adoptamos ante nuestros profesores del colegio.
Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres de familia, se convirtieron para
nosotros en sustitutos del padre. También es ésta la causa de que, por más jóvenes que
fuesen, nos parecieran tan maduros, tan remotamente adultos. Nosotros les transferíamos
el respeto y la veneración ante el omnisapiente padre de nuestros años infantiles, de
manera que caíamos en tratarlos como a nuestros propios padres. Les ofrecíamos la
ambivalencia que adquiriéramos en la vida familiar, y con ayuda de esta actitud
luchábamos con ellos como habíamos luchado con nuestros padres carnales. Nuestra
conducta frente a nuestros maestros no podría ser comprendida, ni tampoco justificada,
sin considerar los años de la infancia y el hogar paterno.
II
No quiero dejar de señalar una diferencia de orientación que ya se hacia notar por
entonces entre ambas escuelas. En 1897 había yo publicado ya el análisis de un caso de
esquizofrenia; pero mostrando éste un marcado sello paranoico no podía su análisis
anticipar la impresión causada luego por los de Jung. Ahora bien: lo importante para mi
no hubo de ser entonces la interpretabilidad de los síntomas, sino el mecanismo psíquico
de la enfermedad y, sobre todo, la coincidencia de este mecanismo con el de la histeria,
ya conocido. Las diferencias entre ambos quedaban aún por entonces en la oscuridad,
pues en aquella época tendía yo principalmente a una libidoterapia de las neurosis, que
había de explicar todos los fenómenos neuróticos y psicóticos, atribuyéndolos a destinos
anormales de la libido, o sea al hecho de haber sido ésta desviada de su empleo normal
Este punto de vista escapó a los investigadores suizos. Que yo sepa, sostiene todavía
Bleuler hoy en día la causación orgánica de las formas de la demencia precoz, y Jung,
cuyo libro sobre esta enfermedad apareció en 1907, defendió en 1908, en el Congreso de
Salzburgo, la teoría tóxica de la misma, que va más allá de la teoría de la libido, aunque
sin excluirla. En esta misma cuestión ha naufragado luego (1912), sirviéndose con
exceso de la materia que antes no había querido utilizar.
Entre los países europeos, Francia es hasta ahora el que menos acogedor se
muestra al psicoanálisis, no obstante existir meritorios trabajos del zuriqués A. Maeder,
que ofrecen al lector francés un cómodo acceso a sus doctrinas. Los primeros signos de
interés surgieron fuera de la capital. Morichau-Beauchant (Poitiers) fue el primer francés
que confesó públicamente el psicoanálisis. Régis y Hesnard (Burdeos) han intentado
recientemente (1913) disipar los prejuicios de sus compatriotas contra nuestras teorías
con una minuciosa exposición de las mismas, no siempre comprensiva, sobre todo en lo
que respecta al simbolismo. En París parece reinar aún la convicción, tan
elocuentemente expresada por Janet en el Congreso Médico Internacional de Londres
(1913) de que todo lo bueno del psicoanálisis no hace sino repetir, con escasas
modificaciones, las opiniones de Janet mismo, siendo absolutamente rechazable lo
demás. En este mismo Congreso tuvo Janet que tolerar una serie de rectificaciones por
parte de E. Jones, el cual le demostró su escaso conocimiento de la materia. No obstante,
nos es imposible olvidar, aun rechazando las aspiraciones en tal ocasión manifestadas
los grandes merecimientos de Janet en la psicología de las neurosis.
Para descubrir la situación del psicoanálisis en Alemania bastará hacer constar que
ocupa el punto central de la discusión científica y despierta, tanto entre los médicos
como entre los profanos, vivas manifestaciones contrarias, que hasta ahora no se han
acallado, repitiéndose siempre de nuevo con intensificaciones periódicas. Ninguna
institución pedagógica oficial ha acogido hasta ahora el psicoanálisis, y son todavía muy
pocos los médicos que lo practican. Sólo dos establecimientos médicos, el de
Binswanger, en Kreuzlingen (Suiza alemana), y el de Marcinowsky, en Holstein, le han
abierto hasta el día sus puertas. En el terreno crítico de Berlín se afirma uno de los más
ilustres representantes del psicoanálisis: el doctor K. Abraham, antiguo ayudante de
Bleuler. Este estancamiento del movimiento psicoanalítico en Alemania podría extrañar
si no advirtiésemos que la anterior descripción no refleja más que la apariencia externa.
No debe exagerarse, en efecto, la importancia de la actitud adoptada por los
representantes oficiales de la ciencia, los directores de establecimientos médicos y sus
respectivos estados mayores. Es comprensible que nuestros adversarios eleven la voz,
guardando en cambio nuestros partidarios un tímido silencio. Algunos de estos últimos,
cuyas primeras aportaciones parecían muy prometedoras, se han visto obligados a ceder
a la presión de las circunstancias, retirándose de la lucha. Pero el movimiento
psicoanalítico continúa progresando en silencio: adquiere cada vez más partidarios entre
los psiquiatras y los profanos; aporta a la literatura analítica un número creciente de
lectores, y obliga así a los adversarios a tentativas de defensa cada vez más violentas.
Durante este solo año he leído una docena de veces, en artículos referentes a la
celebración de ciertos congresos o a la aparición de determinadas publicaciones, la
noticia de que el psicoanálisis había muerto, habiendo sido definitivamente vencido y
deshecho. La respuesta hubiera sido semejante al telegrama dirigido por Mark Twain al
periódico que había dado la noticia de su muerte: «La noticia de mi fallecimiento es
considerablemente exagerada.» Después de cada uno de estos funerales ha reclutado el
psicoanálisis nuevos partidarios o creado nuevos órganos de difusión.
Muy distinto cuanto ofreció el cuarto Congreso, celebrado en Munich dos años
después (1913). Dirigido por Jung de un modo violento e incorrecto, los conferenciantes
vieron limitado su tiempo y las discusiones ahogaron casi las Memorias. El malicioso
Hoche, al que un perverso capricho del azar había llevado a hospedarse en la misma casa
en que los analíticos celebraban sus sesiones, tuvo ocasión de convencerse de lo absurdo
de su comparación de nuestro núcleo con una secta fanática que seguía dignamente a su
jefe. Después de fatigosos debates, nada satisfactorios, fuere elegido Jung para la
presidencia de la Asociación Psicoanalítica Internacional, puesto que aceptó, no obstante
haber negado su confianza las dos quintas partes de los presentes. Al separarnos no
sentíamos ciertamente la necesidad de vernos de nuevo.
Entre tanto, y a principios de 1912, había sido fundada por los doctores Hans
Sachs y Otto Rank una nueva revista, titulada Imago (H. Heller, Viena), consagrada
exclusivamente a las aplicaciones del psicoanálisis a las ciencias del espíritu. Imago se
encuentra hoy en la mitad de su tercer año y ha sabido despertar un creciente interés,
incluso en núcleos ajenos al análisis médico.
Aparte de estas cuatro publicaciones periódicas (Schriften zur angewandten
Seelenkunde, Jahrbuch, Internationale Zeistchrift e Imago), existen otras, tanto alemanas
como extranjeras, que publican trabajos a los cuales se ha de señalar un puesto en la
bibliografía psicoanalítica. El Journal of Abnormal Psychology, publicado por Morton
Prince, contiene regularmente tantas y tan interesantes colaboraciones analíticas, que
debe ser considerado como representación principal de la literatura analítica en América.
En 1913 han creado White y Jelliffe, en Nueva York, una nueva revista consagrada
exclusivamente al psicoanálisis (The psychoanalytic Review) y encaminada a obviar la
dificultad que el idioma alemán supone para la mayor parte de los médicos americanos a
quienes interesan nuestras teorías.
Otra sensible circunstancia, que viene a hacer más penosa mi labor defensiva, es
la de serme imposible eludir por completo un esclarecimiento analítico de los dos
movimientos adversos. Ahora bien: el análisis no se presta a usos polémicos. Presupone
la aquiescencia total del analizado y la existencia de un superior y un subordinado. De
este modo, quien emprenda un análisis con fines polémicos habrá de esperar que el
analizado vuelva a su vez contra él, el análisis, tomando así la discusión un cariz que
excluye toda posibilidad de convencer a una tercera persona imparcial. Por tanto,
limitaré el empleo del análisis, y con él la indiscreción y la agresión, a un estricto
mínimo y advierto que no baso en este medio una crítica científica. No tengo que
habérmelas con el eventual contenido de verdad de las teorías que de rechazar se trata ni
me propongo rebatirlas. Esta labor se queda para otros autorizados psicoanalistas y ha
sido ya en parte realizada. Quiero tan sólo mostrar que dichas teorías se oponen -y en
qué puntos- a los principios fundamentales del análisis y no pueden, por tanto, acogerse
bajo su nombre. Necesito, pues, únicamente el análisis para hacer comprensible cómo
tales divergencias pudieron surgir precisamente en analistas, y claro está que en algunos
puntos habré también de defender, con observaciones puramente críticas, el buen
derecho del psicoanálisis.
Estas aspiraciones de Adler han tenido, por otra parte, una consecuencia
beneficiosa para el análisis. Cuando las divergencias de criterio por él manifestadas me
obligaron a separarle de la redacción de nuestro órgano periódico, se separó también de
la Asociación y fundó una nueva, que adoptó en un principio, con dudoso gusto, el título
de «Asociación de Psicoanálisis Libre». Mas para las gentes ajenas al psicoanálisis es,
por lo visto, tan difícil aprehender las diferencias existentes entre las ideas de dos
psicoanalistas como para nosotros, europeos, darnos cuenta de los matices que
diferencian los rostros de dos individuos de raza amarilla. El psicoanálisis «libre»
permaneció bajo la sombra de la «oficial» u «ortodoxa», no siendo considerada sino
como una rama de la misma. Adler dio entonces un paso muy de agradecerse. Rompió
toda relación con el psicoanálisis y dio a su teoría el nombre de «psicología individual».
Hay en la Tierra sitio para todos, y nada puede oponerse a quienes quieran y puedan
vagar por ella con plena independencia. En cambio, no es agradable seguir viviendo bajo
un mismo techo con gentes con las cuales no nos entendemos ya y a las que no podemos
aguantar. La «psicología individual» de Adler es ahora una de las muchas orientaciones
psicológicas contrarias al psicoanálisis, para el cual resulta indiferente su posterior
evolución.
(1910)
Sigmund Freud
LXXXI
1911
LA antigua ciudad griega de Efeso, en Asia Menor, cuyas ruinas han motivado
precisamente tan meritorios estudios de la escuela arqueológica austríaca, era
principalmente renombrada en la antigüedad por su magnífico templo consagrado a
Artemisa (Diana). Emigrantes jónicos se apoderaron, posiblemente en el siglo VIII, de la
ciudad, habitada desde tiempo atrás por tribus asiáticas, descubriendo en ella el culto de
una antigua divinidad materna que quizá haya llevado el nombre de Oupis y a la cual
identificaron con Artemisa, deidad de las regiones de que eran oriundos. Según el
testimonio de las excavaciones, en el curso de los siglos se elevaron en el mismo lugar
varios sucesivos templos en honor de la divinidad. Fue el cuarto de estos templos el que
en el año 356, en la misma noche en que nació Alejandro Magno, quedó destruido por
un incendio ocasionado por Eróstrato, el alucinado. Fue reconstruido con mayor
esplendor aún. Con su abigarrado tráfico de sacerdotes, magos, peregrinos; con sus
tiendas, en las que se ofrecían amuletos, recuerdos, exvotos, la gran ciudad comercial de
Efeso podía compararse a la moderna Lourdes.
Hacia el año 54 de nuestra era el apóstol Pablo llegó a Efeso y permaneció allí
varios años predicando, haciendo milagros y conquistando una numerosa grey entre el
pueblo. Perseguido y acusado por los judíos, separóse de ellos y fundó una comunidad
autónoma de cristianos. La difusión de sus doctrinas comenzó a perjudicar al gremio de
los orfebres, que habían fabricado para los creyentes y peregrinos de todo el mundo los
recuerdos del lugar sagrado, las pequeñas imágenes de Artemisa y de su templo [*].
Pablo era un judío demasiado rígido para permitir que la vieja divinidad subsistiera con
otro nombre junto a la suya; para rebautizarla, como los conquistadores jónicos habían
procedido con la diosa Oupis. Así, los piadosos artífices y artistas de la ciudad debían
temer por su diosa, a la vez que por su pan. Se rebelaron, y al grito incesantemente
repetido de «¡Grande es Diana Efesia!», recorrieron la calle principal Arcadiana hasta el
teatro, donde su dirigente, Demetrio, pronunció un discurso incendiario contra los judíos
y contra Pablo. Sólo con grandes esfuerzos las autoridades lograron aplacar la rebelión,
aseverando al pueblo que la majestad de la magna diosa era intocable y que estaría por
encima de todo ataque.
La congregación de Efeso, fundada por Pablo, no le mantuvo fidelidad durante
mucho tiempo. Cayó bajo la influencia de Juan, un hombre cuya personalidad ha
planteado los más arduos problemas a la crítica. Quizá fuera el redactor del Apocalipsis,
plagado de invectivas contra el apóstol Pablo. La tradición lo unificó con el apóstol
Juan, a quien se atribuye el cuarto Evangelio. De acuerdo con este Evangelio, Jesús en la
cruz habría gritado a su discípulo predilecto, señalándole a María: «Ve, ésa es tu
madre», y desde ese momento Juan llevó consigo a María. Por tanto, si Juan se dirigió a
Efeso, también María habría llegado con él allí. Así, en Efeso erigióse, junto a la iglesia
del apóstol, la primera basílica en loor de la nueva deidad materna de los cristianos, de la
cual se hallan ya testimonios en el siglo IV. La ciudad había recuperado a su magna
diosa, sin que, salvo el nombre, cambiara mucho en las condiciones anteriores; también
los orfebres volvieron a encontrar trabajo, confeccionando imágenes del templo y de la
divinidad para los nuevos peregrinos; sólo la función de Artemisa, expresada en su
atributo, el Koupotpios, transfirióse a un santo Artemidorus, que asistía a las mujeres en
los dolores del parto.
Luego sobrevino la conquista de la ciudad por las fuerzas del Islam y finalmente
su decadencia y devastación, cuando las arenas cegaron el cauce del río. La gran diosa
de Efeso, empero, no renunció con ello a sus pretensiones. Aún en nuestros días se le
apareció, en la forma de la Santa Virgen, a Katharina Emmerich, una pía muchacha
alemana de Dülmen, describiéndole su viaje a Efeso, el mobiliario de la casa que allí
había habitado y en la cual murió, la forma de su lecho, etc. Y la casa y la cama
halláronse, en efecto, tal como la doncella las había descrito, y una vez más son la meta
de peregrinación para legiones de creyentes.
(1913)
(1913)
(1913)
Más tarde, cuando la labor psicoanalítica me permitió conocer las formas en que
el hombre civilizado enfrenta actualmente el problema de su carnalidad, tuve múltiples
ocasiones para advertir que la limpieza corporal se vincula mucho más fácilmente al
pecado que a la virtud. Sin duda, el hombre se siente avergonzado de cuanto pueda
recordarle con excesiva claridad su índole animal. Pretende imitar a los «ángeles
perfectísimos» que en la escena final de Fausto se lamentan porque
Destaquemos tan sólo la consecuencia que más nos interesa aquí, es decir, la de que a la
ciencia le ha sido vedado ocuparse de tales manifestaciones de la vida humana, pues
quien estudie estos asuntos será considerado casi tan «indecente» como el que
efectivamente realiza lo indecente.
Sin embargo, el psicoanálisis y la ciencia del folklore no se han dejado arredrar
por estas prohibiciones, de tal modo que pudieron enseñarnos muchas cosas
indispensables para el conocimiento del hombre. Limitándonos en esta oportunidad a los
descubrimientos referentes a la escatología, podemos mencionar, como resultado
principal de la investigación psicoanalítica, el hecho de que la criatura humana está
obligada a repetir, durante las primeras etapas de su desarrollo, aquellos cambios de la
actitud del hombre frente a lo escatológico que probablemente se produjeron cuando el
Homo sapiens se incorporó de la madre tierra. En los primeros años de la infancia no
existe ningún indicio de vergüenza por las funciones excrementicias, de repugnancia
ante los excrementos. El niño pequeño les concede profundo interés, igual que a otras
excreciones de su cuerpo; siente gran placer en ocuparse de ellos y sabe derivar
múltiples goces de esta ocupación. Como partes integrantes de su cuerpo y como
productos de su organismo, los excrementos participan en el aprecio -denominado por
nosotros «narcisisto»- que el niño dedica a cuanto pertenece a su persona. Así, se siente
orgulloso de sus excreciones, las utiliza al servicio de su autoafirmación frente a los
adultos. Bajo la influencia de la educación, las tendencias y los instintos coprófilos son
reprimidos poco a poco. El niño aprende a ocultarlos, a avergonzarse de ellos y a sentir
repugnancia ante sus objetos. Pero, en sentido estricto, esta repugnancia jamás llega a
grado tal que afecte las excreciones propias, sino que se limita al rechazo de esos
productos cuando proceden del prójimo. El interés que hasta ahora se dirigió a los
excrementos es derivado hacia otros objetos; por ejemplo; de las materias fecales al
dinero, que sólo ulteriormente adquiere para el niño una significación propia. De la
represión que sufren esas tendencias coprófilas surgen o se refuerzan importantes
componentes de la formación del carácter.
1914 [1918]
I. Observaciones preliminares.
EL caso clínico que nos disponemos exponer -aunque de nuevo tan sólo
fragmentariamente- se caracteriza por toda una serie de particularidades que habremos
de examinar previamente. Trátase de un hombre joven que enfermó a los dieciocho
años, inmediatamente después de una infección blenorrágica, y que al ser sometido,
varios años después, al tratamiento psicoanalítico se mostraba totalmente incapacitado.
Durante los diez años anteriores a su enfermedad, su vida había sido aproximadamente
normal y había llevado a cabo sus estudios de segunda enseñanza sin grandes trastornos.
Pero su infancia había sido dominada por una grave perturbación neurótica que se inició
en él, poco antes de cumplir los cuatro años, como una histeria de angustia (zoofobia), se
transformó luego en una neurosis obsesiva de contenido religioso y alcanzó con sus
ramificaciones hasta los diez años del sujeto.
En el presente ensayo nos ocuparemos tan sólo de esta neurosis infantil. A pesar
de haber sido expresamente autorizados por el paciente, hemos rehusado publicar el
historial completo de su enfermedad, su tratamiento y su curación, considerándolo
técnicamente irrealizable e inadmisible desde el punto de vista social. Con ello
desaparece también toda posibilidad de mostrar la conexión de su enfermedad infantil
con su posterior dolencia definitiva, sobre la cual podemos sólo indicar que el sujeto
pasó a causa de ella años enteros en sanatorios alemanes, en los cuales se calificó su
estado de «locura maniaco-depresiva». Este diagnóstico hubiera sido exacto aplicado al
padre del paciente, cuya vida, intensamente activa, hubo de ser perturbada por repetidos
accesos de grave depresión. Pero en el hijo no me fue posible observar, en varios años
de tratamiento, cambio alguno de estado de ánimo que por su intensidad o las
condiciones de su aparición pudiera justificarlo.
A mi juicio, este caso, como muchos otros diversamente diagnosticados por la
Psiquiatría clínica, debe ser considerado como un estado consecutivo de una neurosis
obsesiva llegada espontáneamente a una curación incompleta.
Mi exposición se referirá, pues, tan sólo a una neurosis infantil analizada no
durante su curso, sino quince años después, circunstancia que tiene sus ventajas y sus
inconvenientes. El análisis llevado a cabo en el sujeto neurótico infantil parecerá, desde
luego, más digno de confianza, pero no puede ser muy rico en contenido. Hemos de
prestar al niño demasiadas palabras y demasiados pensamientos, a pesar de lo cual no
lograremos quizá que la consciencia penetre hasta los estratos psíquicos más profundos.
El análisis de una enfermedad infantil por medio del recuerdo que de ella conserva el
sujeto adulto y maduro ya intelectualmente no presenta tales limitaciones, pero
habremos de tener en cuenta la deformación y la rectificación que el propio pasado
experimenta al ser contemplado desde años posteriores. El primer caso proporciona
quizá resultados más convenientes, pero el segundo es mucho más instructivo.
De todos modos, podemos afirmar que los análisis de neurosis infantiles integran
un alto interés teórico. Contribuyen a la exacta comprensión de las neurosis de los
adultos, tanto como los sueños infantiles a la interpretación de los sueños ulteriores. Mas
no porque sean más transparentes ni más pobres en elementos. La dificultad de
infundirse en la vida anímica infantil hace que supongan una ardua tarea para el médico.
Pero la falta de las estratificaciones posteriores permite que lo esencial de la neurosis se
transparente sin dificultad. La resistencia contra los resultados del psicoanálisis ha
tomado actualmente una nueva forma. Hasta ahora nuestros adversarios se contentaban
con negar la realidad de los hechos afirmados por el análisis, claro está que sin tomarse
el trabajo de comprobarla. Este procedimiento parece ahora irse agotando lentamente. Y
es sustituido por el de reconocer los hechos, pero interpretándolos de manera que
supriman las conclusiones que de ellos se deducen, eludiendo así una vez más las
novedades contra las cuales se alza la resistencia. Pero el estudio de las neurosis
infantiles prueba la inanidad de semejantes tentativas de interpretación tendenciosa.
Muestra la participación predominante de las fuerzas instintivas libidinosas, tan
discutidas, en la estructuración de la neurosis y revela la ausencia de las remotas
tendencias culturales, de las que nada sabe aún el niño y que, por tanto, nada pueden
significar para él.
Otro rasgo que recomienda a nuestra atención el análisis que aquí vamos a
exponer se relaciona con la gravedad de la dolencia y la duración de su tratamiento. Los
análisis que consiguen en breve plazo un desenlace favorable pueden ser muy
halagüeños para el amor propio del terapeuta y demostrar a las claras la importancia
terapéutica del psicoanálisis; pero, en cambio, no favorecen de ninguna manera el
progreso de nuestros conocimientos científicos, pues nada nuevo nos enseñan. Nos han
llevado tan rápidamente a un resultado favorable porque ya sabíamos de antemano lo
que era necesario hacer para alcanzarlo. Sólo aquellos análisis que nos oponen
dificultades especiales y cuya realización nos lleva mucho tiempo pueden enseñarnos
algo nuevo. Unicamente en estos casos conseguimos descender a los estratos más
profundos y primitivos de la evolución anímica y extraer de ellos la solución de los
problemas que plantean las estructuras ulteriores. Nos decimos entonces que sólo
aquellos análisis que tan profundamente penetran merecen en rigor el nombre de tales.
Claro está que su único caso no nos instruye sobre todo lo que quisiéramos saber. O
mejor dicho, podría instruirnos sobre todo ello si nos fuera posible aprehenderlo todo,
sin que la limitación de nuestra propia percepción nos obligara a contentarnos con poco.
El presente caso no dejó nada que desear en cuanto a tales dificultades fructíferas.
Los primeros años de tratamiento apenas consiguieron modificación alguna. Una
afortunada constelación permitió, sin embargo, que todas las circunstancias externas
hicieran posible la continuación de la tentativa terapéutica. En circunstancias menos
favorables hubiera sido necesario suspender el tratamiento al cabo de algún tiempo. En
cuanto a la actitud del médico, puedo sólo decir que en tales casos debe mantenerse tan
ajeno al tiempo como lo es lo inconsciente y saber renunciar a todo efecto terapéutico
inmediato si quiere descubrir y conseguir positivamente algo. Asimismo, pocos casos
exigen por parte del enfermo y de sus familiares tanta paciencia, docilidad, comprensión
y confianza. Para el analista ha de decirse que los resultados conquistados después de
tan largo trabajo en uno de estos casos habrán de permitirle abreviar esencialmente la
duración de otro tratamiento ulterior de un caso análogamente grave y dominar así
progresivamente, luego de haberse sometido a ella una vez, la indiferencia de lo
inconsciente en cuanto al tiempo.
El paciente del cual nos disponemos a tratar permaneció durante mucho tiempo
atrincherado en una actitud de indiferente docilidad. Escuchaba y comprendía, pero no
se interesaba por nada. Su clara inteligencia se hallaba como secuestrada por las fuerzas
instintivas que regían su conducta en la escasa vida exterior de que aún era capaz. Fue
necesaria una larga educación para moverle a participar independientemente en la labor
analítica, y cuando a consecuencia de este esfuerzo surgieron las primeras liberaciones
desvió por completo su atención de la tarea para evitar nuevas modificaciones y
mantenerse cómodamente en la situación creada. Su temor a una existencia
independiente y responsable era tan grande, que compensaba todas las molestias de su
enfermedad. Sólo encontramos un camino para dominarlo. Hube de esperar hasta que la
ligazón a mi persona llegó a ser lo bastante intensa para compensarlo y entonces puse en
juego este factor contra el otro.
Decidí, no sin calcular antes la oportunidad, que el tratamiento había de terminar
dentro de un plazo determinado, cualquiera que fuese la fase a la que hubiera llegado.
Estaba decidido a observar estrictamente dicho plazo, y el paciente acabó por advertir la
seriedad de mi propósito. Bajo la presión inexorable de semejante apremio cedieron su
resistencia y su fijación a la enfermedad, y el análisis proporcionó entonces, en un plazo
desproporcionadame breve, todo el material, que permitió la solución de sus
inhibiciones y la supresión de sus síntomas. De esta última época del análisis, en la cual
desapareció temporalmente la resistencia y el enfermo producía la impresión de una
lucidez que generalmente sólo se consigue en la hipnosis, proceden todas las
aclaraciones que me permitieron llegar a la comprensión de su neurosis infantil.
De este modo, el curso del tratamiento ilustró el principio ha largo tiempo sentado
por la técnica analítica de que la longitud del camino que el análisis haya de recorrer con
el paciente y la magnitud del material que por este camino haya de ser dominado no
significan gran cosa en comparación con la resistencia que haya de surgir durante tal
labor, y sólo han de tenerse en cuenta en tanto son proporcionales a la misma. Sucede en
esto lo que ahora, en tiempo de guerra, cuando un ejército necesita semanas y meses
enteros para avanzar una distancia que en tiempo de paz puede recorrerse en pocas horas
de tren y que poco tiempo antes ha sido recorrido efectivamente por el ejército contrario
en unos cuantos días.
Una tercera peculiaridad del análisis que aquí nos proponemos exponer ha
dificultado también considerablemente mi decisión de publicarlo. Sus resultados han
coincidido con nuestros conocimientos anteriores o se han enlazado perfectamente a
ellos. Pero algunos detalles me han parecido tan singulares e inverosímiles, que me han
asaltado escrúpulos de exigir a otros su admisión. En consecuencia, he invitado al
paciente a someter a una severa crítica sus recuerdos; mas por su parte no encontró en
ellos nada inverosímil. Los lectores pueden estar seguros por lo menos de que sólo
expongo aquello que surgió ante mí como vivencia independiente y no influida por mi
expectativa. Por tanto, sólo me queda remitirme a la sabia afirmación de que entre el
Cielo y la Tierra hay muchas más cosas de las que nuestra filosofía supone. Quien
supiera excluir más fundamentalmente aún sus propias convicciones descubriría
seguramente más cosas.
Por su parte se hallaba encomendado a los cuidados de una niñera, mujer del
pueblo, anciana ya y nada instruida, que le consagraba infatigable ternura, pues
constituía para ella el sustituto de un hijo que había perdido en edad temprana. La
familia vivía en una finca durante el invierno y pasaba en otra los veranos. El día en que
sus padres vendieron las dos fincas y se trasladaron a la ciudad cercana, a ambas dividió
en dos períodos la infancia del sujeto. Durante el primero solían pasar largas temporadas
con ellos, en alguna de las fincas, distintos parientes: los hermanos del padre, las
hermanas de la madre, con sus hijos y los abuelos maternos. Durante el verano, sus
padres solían ausentarse por unas cuantas semanas. Un recuerdo encubridor le mostraba
al lado de su niñera contemplando cómo se alejaba el coche que conducía a sus padres y
a su hermana y volviendo luego tranquilamente a casa cuando el carruaje se hubo
perdido de vista. En la época de este recuerdo debía de ser aún muy pequeño. Al verano
siguiente, sus padres dejaron también en casa a su hermana y tomaron una institutriz
inglesa, a la que encomendaron la guarda de ambos niños.
En años posteriores sus familiares le relataron muchos detalles de su infancia, de
los cuales ya recordaba él espontáneamente algunos, aunque no pudiera situarlos en
fechas determinadas o relacionadas entre sí. Uno de estos recuerdos, repetidamente
evocados por sus familiares con ocasión de su posterior enfermedad, nos da a conocer ya
el problema, cuya solución habrá de ocuparnos. Según él, el sujeto había sido al
principio un niño apacible y dócil, hasta el punto de que los suyos se decían que él había
debido ser la niña y su hermana mayor el niño. Pero al regresar sus padres de una de sus
excursiones veraniegas le hallaron completamente cambiado. Se mostraba descontento,
excitable y rabioso; todo le irritaba, y en tales casos gritaba y pateaba salvajemente. Ello
sucedió en aquél mismo verano en que los niños quedaron confiados a la institutriz
inglesa, la cual demostró ser una mujer arbitraria e insoportable y aficionada, además, a
la bebida. En consecuencia, la madre se inclinó a atribuir a su influjo la alteración del
carácter de su hijo, suponiendo que la forma en que le había tratado era la causa de su
excitación. La abuela materna, que había pasado el verano con los niños, opinó, en
cambio, con mayor clarividencia, que la irritabilidad de su nieto había sido provocada
por la discordia surgida entre la inglesa y la niñera, pues la institutriz había insultado
varias veces a la anciana criada, llamándola bruja, y la había echado repetidamente de la
habitación donde los niños estaban. En estas escenas el niño se había puesto siempre al
lado de su amada chacha y había mostrado su odio a la institutriz. En consecuencia, la
inglesa fue despedida a poco de volver los padres; pero su desaparición no modificó ya
la excitación del niño.
Los años posteriores del paciente se caracterizaron por una profunda alteración de
sus relaciones afectivas con su padre, al que, después de repetidos accesos de depresión,
le era imposible ocultar los aspectos patológicos de su carácter. En los primeros años de
su infancia tales relaciones habían sido, en cambio, extraordinariamente cariñosas, y así
lo recordaba claramente el niño. El padre le quería mucho y gustaba de jugar con él, que
por su parte se sentía orgulloso de su progenitor y manifestaba su deseo de llegar a ser
algún día «un señor como su papá». La chacha le había dicho que su hermana era sólo
de su madre, y, en cambio, él sólo de su padre, revelación que le llenó de contento. Pero
al término de su infancia los lazos afectivos que a su padre le unían desaparecieron casi
por completo, pues le irritaba y le entristecía verle preferir claramente a su hermana.
Posteriormente, su relación filial quedó regida por el miedo al padre como factor
dominante.
Hacia los ocho años desaparecieron todos los fenómenos que el paciente integraba
en aquella fase de su vida, que se inició con la alteración de su carácter. No
desaparecieron bruscamente, sino que fueron espaciándose cada vez más, hasta
desvanecerse por completo, proceso que el sujeto atribuye a la influencia de los maestros
y tutores que sustituyeron a su servidumbre femenina. Vemos, pues, que los problemas
cuya solución se plantea en este caso al análisis son, a grandes trazos, los de descubrir de
dónde provino la súbita alteración del carácter del niño, qué significación tuvieron su
fobia y sus perversidades, cómo llegó a su religiosidad obsesiva y cuál es la relación que
enlaza a todos estos fenómenos. Recordaré de nuevo que nuestra labor terapéutica se
refería directamente a una posterior enfermedad neurótica reciente y que sólo era posible
obtener algún dato sobre aquellos problemas anteriores cuando el curso del análisis nos
distraía por algún tiempo del presente, obligándonos a dar un rodeo a través de la
historia infantil del sujeto.
Su significación se nos reveló luego, de una sola vez, cuando el paciente recordó
de pronto que, «siendo todavía muy pequeño y hallándose aún en la primera finca», su
hermana le había inducido a realizar actos de carácter sexual. Surgió primero el recuerdo
de que al hallarse juntos en el retrete le invitaba a mostrarse recíprocamente el trasero,
haciéndolo ella la primera, y poco después apareció ya la escena esencial de seducción
con todos sus detalles de tiempo y lugar. Era en primavera y durante una ausencia del
padre. Los niños jugaban, en el suelo, en una habitación contigua a la de su madre. La
hermana le había cogido entonces el miembro y había jugueteado con él mientras le
contaba, como para justificar su conducta, que la chacha hacía aquello mismo con todo
el mundo; por ejemplo, con el jardinero, al que colocaba cabeza abajo y le cogía luego
los genitales.
Para nuestro paciente, su hermana fue durante toda su infancia -dejando aparte el
hecho de la iniciación sexual- una peligrosa competidora en la estimación de sus padres,
y su superioridad, implacablemente ostentada, le agobió de continuo con su peso. La
envidiaba, sobre todo, la admiración que su padre mostraba ante su gran capacidad, en
tanto que él, intelectualmente cohibido por su neurosis obsesiva, tenía que contentarse
con una estimación mucho más tibia. A partir de sus catorce años comenzaron a mejorar
las relaciones de ambos hermanos, pues su análoga disposición espiritual y su común
oposición contra los padres acabaron por establecer entre ellos una afectuosa
camaradería. En la tormentosa excitación sexual de su pubertad, el sujeto intentó
aproximarse físicamente a su hermana, y cuando ésta le hubo rechazado con tanta
decisión como habilidad, se volvió en el acto hacia una muchachita campesina que
servía en la casa y llevaba el mismo nombre que su hermana. Con ello dio un paso
decisivo para su elección heterosexual de objeto, pues todas las muchachas de las que
posteriormente hubo de enamorarse, con evidentes indicios de obsesión muchas veces,
fueron igualmente criadas, cuya ilustración e inteligencia habían de ser muy inferiores a
la suya. Ahora bien: si todos estos objetos eróticos eran sustitutivos de su hermana, no
conseguida, habremos de reconocer como factor decisivo de su elección de objeto una
tendencia a rebajar a su hermana y a suprimir aquella superioridad intelectual suya, que
tanto le había atormentado en un período de su vida.
El análisis no dejó lugar alguno a dudas en cuanto a que tales tendencias pasivas
hubieran de aparecer al mismo tiempo que las activas sádicas o inmediatamente después
de ellas. Así corresponde la ambivalencia del enfermo, extraordinariamente clara,
intensa y persistente, que se exteriorizó aquí por vez primera en el desarrollo idéntico de
los pares de instintos parciales antitéticos. Tal circunstancia continuó luego siendo
característica en el sujeto; tan característica como la anteriormente mencionada de que
en realidad ninguna de las posiciones de su libido desaparecía nunca por completo, al
surgir otras distintas, sino que subsistía junto a ellas, permitiéndole una continua
oscilación que se demostró inconciliable con la adquisición de un carácter fijo.
Las tendencias masoquistas del sujeto nos conducen a un punto distinto cuya
solución hemos omitido hasta ahora, ya que sólo el análisis de la fase inmediatamente
ulterior nos lo descubre con plena certeza. Dijimos que, después de ser rechazado por la
chacha, el sujeto desligó de ella sus esperanzas libidinosas y eligió otra persona como
objeto sexual. Pues bien: tal persona fue la de su padre, ausente por entonces. A esta
elección fue seguramente llevado por una coincidencia de distintos factores, casuales
muchos de ellos, como el recuerdo del encuentro con la serpiente, a la que había partido
en pedazos. Pero, ante todo renovaba con ella su primera y más primitiva elección de
objeto, llevada a cabo correlativamente al narcisismo del niño pequeño, por el camino de
la identificación. Hemos oído ya que el padre había sido su ideal y que, al preguntarle lo
que quería ser, acostumbraba responder que un señor como su papá. Este objeto de
identificación de su tendencia activa pasó a ser, en la fase sádico-anal el objeto sexual de
una tendencia pasiva. Parece como si la seducción de que su hermana le había hecho
objeto le hubiera impuesto el papel pasivo y le hubiera dado un fin sexual pasivo. Bajo
la influencia continuada de este suceso, recorrió luego el camino desde la hermana y
pasando por la chacha hasta el padre, o sea desde la actitud pasiva con respecto a la
mujer hasta la actitud pasiva con respecto al hombre, hallando, además, en él un enlace
con su fase evolutiva espontánea anterior. El padre volvió así a ser su objeto; la
identificación quedó sustituida, como correspondía a un estadio superior de la evolución,
por la elección de objeto, y la transformación de la actitud activa en una actitud pasiva
fue el resultado y el signo de la seducción acaecida en el intervalo: en la fase sádica no
le habría sido, naturalmente, tan fácil llegar a una actitud activa con respecto al padre
prepotente. Cuando el padre regresó a finales de verano o principios de otoño, los
accesos de cólera del niño hallaron una nueva finalidad. Contra la chacha habían servido
para fines sádicos activos; contra el padre perseguían propósitos masoquistas.
Exteriorizando su maldad, obligaba al padre a castigarle y pegarle, esto es, a procurarle
la deseada satisfacción sexual masoquista. Así, pues, sus accesos de cólera no eran sino
tentativas de seducción. Correlativamente a la motivación del masoquismo, hallaba
también en tales castigos la satisfacción de su sentimiento de culpabilidad. Recuerdo
cómo en uno de tales accesos de cólera redobló sus gritos al ver acercarse a su padre.
Pero el padre no le pegó, sino que intento apaciguarle, jugando a la pelota con la
almohada de su camita.
No sé con cuánta frecuencia tendrían sus padres ocasión de recordar esta relación
típica ante la inexplicable conducta del niño. El niño que se conduce tan indómitamente
confiesa con toda evidencia que desea atraerse un castigo. Busca simultáneamente en la
corrección el apaciguamiento de su consciencia de culpabilidad y la satisfacción de sus
tendencias sexuales masoquistas.
La posterior aclaración de nuestro caso la debemos a la precisa aparición del
recuerdo de que todos los síntomas de angustia y miedo se agregaron a la alteración del
carácter justamente después de un cierto suceso. Antes del mismo el sujeto no había
sentido nunca miedo, y sólo después de él comenzó ya a atormentarle. Fue posible fijar
exactamente la fecha de ese cambio en los días inmediatamente anteriores a aquel en que
cumplió los cuatro años. La época infantil de la que hemos de ocuparnos queda así
dividida, por este punto de referencia, en dos fases: un primer período de maldad y
perversidad, desde la seducción, acaecida cuando el niño tenía tres años y tres meses,
hasta su cuarto cumpleaños, y otro, sucesivo y más prolongado, en el que predominan
los signos de la neurosis. Y el suceso que nos permite llevar a cabo esta división no es
un trauma exterior, sino un sueño del que el sujeto despertó presa de angustia.
«Soñé que era de noche y estaba acostado en mi cama (mi cama tenía los pies
hacia la ventana, a través de la cual se veía una hilera de viejos nogales. Sé que cuando
tuve este sueño era una noche de invierno). De pronto, se abre sola la ventana, y veo,
con gran sobresalto, que en las ramas del grueso nogal que se alza ante la ventana hay
encaramados unos cuantos lobos blancos. Eran seis o siete, totalmente blancos, y
parecían más bien zorros o perros de ganado, pues tenían grandes colas como los zorros
y enderezaban las orejas como los perros cuando ventean algo. Presa de horrible miedo,
sin duda de ser comido por los lobos, empecé a gritar…, y desperté. Mi niñera acudió
para ver lo que me pasaba, y tardé largo rato en convencerme de que sólo había sido un
sueño: tan clara y precisamente había visto abrirse la ventana y a los lobos posados en el
árbol. Por fin me tranquilicé sintiéndome como salvado de un peligro, y volví a
dormirme.
El único movimiento del sueño fue el de abrirse la ventana, pues los lobos
permanecieron quietos en las ramas del árbol, a derecha e izquierda del tronco, y
mirándome. Parecía como si toda su atención estuviera fija en mí. Creo que fue éste mi
primer sueño de angustia. Tendría por entonces tres o cuatro años, cinco a lo más. Desde
esta noche hasta mis once o doce años tuve siempre miedo de ver algo terrible en
sueños.»
El sujeto dibujó la imagen de su sueño tal y como la había descrito. El análisis nos
procuró el material siguiente:
¿Por qué eran blancos los lobos de su sueño? Este detalle le hace pensar en los
grandes rebaños de ovejas que pastaban en los prados cercanos a la finca. Su padre le
llevaba algunas veces consigo cuando iba a visitar dichos rebaños favor que el pequeño
sujeto agradecía encantado y orgulloso. Más tarde -según los informes obtenidos, pudo
ser poco tiempo antes del sueño- estalló entre las ovejas una mortal epizootia. El padre
hizo venir a un discípulo de Pasteur, que vacunó a los animales; pero éstos siguieron
sucumbiendo a la enfermedad, a pesar de la vacuna y en mayor número aún que antes de
la misma.
¿Cómo aparecen los lobos subidos en el árbol? Con esta idea asocia el sujeto un
cuento que había oído contar a su abuelo. No recuerda si fue antes o después de su
sueño; pero el contenido del relato testimonia claramente en favor de lo primero. Tal
cuento fue el siguiente: un sastre estaba trabajando en su cuarto, cuando se abrió de
pronto la ventana y entró por ella un lobo. El sastre le golpeó con la vara de medir… O
mejor dicho -rectifica en el acto el paciente-, le cogió por la cola y se la arrancó de un
tirón, logrando así que el lobo huyese asustado. Días después, cuando el sastre paseaba
por el bosque, vio venir hacia él una manada de lobos y tuvo que subirse a un árbol para
librarse de ellos. Los lobos se quedaron al principio sin saber qué hacer; pero aquel a
quien el sastre había arrancado la cola, deseoso de vengarse de él, propuso a los demás
que se subieran unos encima de otros hasta que el último alcanzase al sitiado,
ofreciéndose él mismo a servir de base y de sostén a los demás. Los lobos siguieron su
consejo; pero el sastre, que había reconocido a su mutilado visitante, gritó de pronto:
«¡Cogedle de la cola!», y el lobo rabón se asustó tanto al recuerdo de su desgraciada
aventura, que echó a correr e hizo caer a los demás.
Este cuento integra el antecedente del árbol en el cual aparecen encaramados los
lobos en el sueño. Pero también contiene una alusión inequívoca al complejo de la
castración. El sastre mutiló al viejo lobo arrancándole la cola. Las largas colas de zorro
que los lobos ostentan en el sueño son seguramente compensaciones de tal mutilación.
¿Por qué son seis o siete los lobos? El paciente pareció no poder responder a esta
interrogación hasta que yo puse en duda que la estampa que le daba miedo pudiera
corresponder al cuento de la Caperucita Roja. Este cuento no da, en efecto, ocasión más
que a dos ilustraciones correspondientes, respectivamente, al encuentro de la Caperucita
con el lobo en el bosque y a la escena en la que el lobo aparece acostado y con la cofia
de la abuela puesta. Detrás del recuerdo de aquella estampa debía, pues, de ocultarse
otro cuento. Así orientado, el sujeto no tardó en hallar que tal cuento sólo podía ser el
del lobo y las siete cabritas. En él aparece el número siete, pero también el seis, pues el
lobo devora tan sólo a seis cabritas, ya que la séptima se esconde en la caja del reloj.
También el color blanco aparece en este cuento, pues el lobo se hace blanquear una pata
por el panadero para evitar que las cabritas vuelvan a reconocerle, como otra vez
anterior, al mostrársele en su pelaje gris. Ambos cuentos tienen, por lo demás, muchos
puntos comunes. En ambos hallamos que el lobo devora a alguien y que luego le abren
el vientre, sacando a las personas o a los animales devorados y sustituyéndolos por
piedras, y también acaban los dos con la muerte de la malvada fiera. En el cuento de las
siete cabritas aparece, además, un árbol, pues luego de comerse a las cabritas, el lobo se
tumba a dormir a la sombra de un árbol y ronca desaforadamente.
Si detrás del contenido del sueño habíamos de suponer existente una tal escena
desconocida, o sea olvidada en el momento del sueño, tal escena debía de haber sido
muy anterior. El sujeto nos dice que en la época de su sueño tenía tres o cuatro años,
cinco a lo más, y por nuestra parte podemos añadir que el sueño le recordó algo que
había de pertenecer a una época todavía más temprana.
El descubrimiento del contenido de tal escena debía sernos facilitado por aquello
que el sujeto hacia resaltar en el contenido onírico manifiesto, o sea por el atento mirar
de los lobos y su inmovilidad. Esperamos, naturalmente, que este material reproduzca
con una deformación cualquiera el material desconocido de la escena buscada,
deformación que tal vez pueda consistir en una transformación en lo contrario.
Del primer análisis incompleto del sueño dedujimos, además, que el lobo era una
sustitución del padre, de manera que este primer sueño de angustia habría exteriorizado
aquel miedo al padre, que desde entonces había de dominar la vida del sujeto. Tal
conclusión no era aún, en modo alguno, obligada. Pero si reunimos como resultado del
análisis provisional todo lo que se deduce del material proporcionado por el sujeto,
dispondremos ya de los siguientes fragmentos para la reconstrucción:
¿Y si también el otro detalle acentuado por el sujeto se hallara deformado por una
inversión? Entonces, en lugar de inmovilidad (los lobos se mantenían quietos mirándole
fijamente, pero sin moverse) se trataría de un agitado movimiento. Así, pues, el sujeto
habría despertado de repente y habría visto ante si una escena muy movida, que
contempló con intensa atención. En el primer caso la deformación habría consistido en
una transposición de sujeto y objeto, actividad y pasividad, ser mirado en vez de mirar, y
en el segundo en una transformación en lo antitético; inmovilidad en lugar de
movimiento.
Otra asociación que emergió de repente nos procuró una nueva aproximación a la
inteligencia del sueño. El árbol era el árbol de Navidad. El sujeto recordaba ahora haber
soñado aquello pocos días antes de Nochebuena, hallándose agitado por la expectación
de los regalos que iba a recibir. Como el día de Nochebuena era también su cumpleaños,
pudimos ya fijar, con toda seguridad, la fecha del sueño y de la transformación de la cual
fue el punto de partida. Había sido poco antes de cumplir los cuatro años. El infantil
sujeto se había acostado excitado por la expectación que despertaba en él la proximidad
del día que había de traerle dobles regalos. Sabemos que en tales circunstancias los
niños anticipan fácilmente en sus sueños el cumplimiento de sus deseos. Así, pues, en el
de nuestro paciente era ya Nochebuena y el contenido del sueño le mostraba colgados
del árbol los regalos a él destinados. Pero tales regalos se habían convertido en lobos, y
en el sueño terminó sintiendo el niño miedo a ser devorado por el lobo (probablemente
por el padre) y refugiándose al amparo de la niñera. El conocimiento de su evolución
sexual anterior al sueño nos hace posible cegar la laguna existente en el mismo y aclarar
la transformación de la satisfacción en angustia. Entre los deseos productores del sueño
hubo de ser el más fuerte el de la satisfacción sexual que por entonces ansiaba recibir de
su padre. La intensidad de tal deseo consiguió reavivar la huella mnémica, olvidada
hacía ya mucho tiempo de una escena en la que él mismo presenciaba cómo su padre
procuraba a alguien satisfacción sexual, y el resultado de esta evolución fue la aparición
del miedo-terror ante el cumplimiento de su deseo, represión del impulso representado
por el mismo y, en consecuencia, huida lejos del padre y junto a la niñera, menos
peligrosa.
Ahora bien: ¿cuál podía ser la imagen conjurada por la actuación nocturna del
deseo sexual, con poder suficiente para apartar, temeroso, al sujeto del cumplimiento de
sus deseos? De acuerdo con el material suministrado por el análisis tal imagen había de
llenar una condición, pues tenía que ser adecuada para fundamentar el convencimiento
de la existencia de la castración. El miedo a la castración fue luego el motor de la
transformación de los efectos.
Llega aquí el punto en el que he de separarme del curso del análisis y temo sea
también aquel en que abandone por completo la confianza del lector.
Tal impresión visual es la correspondiente a las posturas que el niño vio adoptar a
la pareja parental: erguido el padre, y agachada, en posición animal, la madre. Hemos
visto ya que en el período de miedo infantil del sujeto solía asustarle su hermana
mostrándole una estampa del libro de cuentos, en la que aparecía el lobo andando en dos
pies, con las garras extendidas y las orejas enderezadas. Durante el tratamiento se tomó
el trabajo de rebuscar en las librerías de viejo hasta que encontró aquel libro de cuentos
de su infancia, y reconoció la estampa que tanto le asustaba en una ilustración del cuento
del lobo y las siete cabritas. Opinaba que la postura del lobo en aquella estampa había
podido recordarle la de su padre en la escena primaria. Tal estampa fue, de todos modos,
el punto de partida de ulteriores medios. Cuando teniendo ya siete u ocho años le
comunicaron que al día siguiente vendría a darle clase un nuevo profesor, soñó por la
noche que tal profesor, en figura de león, y en la misma postura que el lobo en la famosa
estampa, se acercaba rugiendo a su cama y de nuevo despertó, presa de angustia. Como
el sujeto había dominado ya su fobia al lobo, se hallaba en situación de elegir un nuevo
animal en calidad de objeto de angustia, y en aquel sueño ulterior elevó al anunciado
profesor a la categoría de sustituto del padre.
El lobo que le daba miedo era, indudablemente, el padre, pero su miedo al lobo se
hallaba ligado a la condición de que el mismo se mostrara en posición erecta. Su
memoria le recordaba con toda precisión que otras estampas que representaban al lobo
andando a cuatro pies o metido en la cama, como en la ilustración de la Caperucita Roja,
no le habían asustado nunca. No fue ciertamente menor la importancia adquirida por la
postura que, según nuestra reconstrucción de la escena primaria, había visto adoptar a la
mujer, pero tal importancia permaneció limitada al terreno sexual.
Por último, la adaptación del material del cuento del sastre y el lobo al contenido
del cuento de las siete cabritas, del que tomó el número siete, impuso una nueva
modificación al contenido onírico.
La transformación del material -escena primordial, cuento del lobo, cuento de las
siete cabritas -refleja la progresión del pensamiento durante la elaboración del sueño:
deseo de alcanzar la satisfacción sexual con ayuda del padre -reconocimiento de la
condición de la castración, a ella enlazada-, miedo al padre.
Quizá encontremos más adelante un nuevo punto de apoyo para demostrar que ya
en la época de su percepción, o sea a partir del año y medio del sujeto, provocó
determinados efectos.
Cuando el paciente profundizaba en la situación de la escena primordial extraía a
la luz las siguientes autopercepciones:
Había supuesto al principio que el proceso observado era un acto violento, pero tal
hipótesis no armonizaba con la expresión placentera que había advertido en el rostro de
su madre, debiendo así reconocer que se trataba de una satisfacción.
V. Discusión.
En favor de esta teoría hablan no sólo el deseo que a todos nos es común de hallar
una racionalización y una simplificación de nuestra difícil labor, sino también ciertos
factores efectivos. Y también podemos librarla desde un principio de una objeción que
habría de surgir precisamente en el ánimo del analista práctico. Hemos de confesar, en
efecto, que el hecho de que tal concepción de estas escenas infantiles se demostrase
exacta, no traería consigo modificación alguna inmediata en la práctica del análisis. Una
vez que el neurótico entraña la perniciosa particularidad de apartar su interés del
presente y adherirlo a tales sustituciones regresivas, producto de su fantasía, no podemos
hacer más que seguirle en su camino y llevar a su consciencia dichos productos
inconscientes; pues, aunque carezcan de todo valor de realidad, son para nosotros muy
valiosos como substratos actuales del interés por el enfermo, interés que queremos
apartar de ellos para orientarlo hacia las tareas del presente. Por tanto, el análisis seguiría
exactamente el mismo curso de aquellos otros en los que el analista. ingenuo y confiado,
cree verdaderas tales fantasías. La diferencia surgirá tan sólo al final del análisis, una
vez descubiertas las fantasías de referencia. Diríamos entonces al enfermo: «Su neurosis
ha transcurrido como si en sus años infantiles hubiera usted recibido tales impresiones y
hubiese luego edificado sobre ellas. Pero reconocerá usted que ello no es posible. Se
trataba simplemente de productos de su actividad imaginativa destinados a apartarle a
usted de tareas reales que le planteaba la vida. Ahora investigaremos cuáles eran tales
tareas y qué caminos de enlace han existido entre las mismas y sus fantasías.» A esta
solución de las fantasías infantiles podría luego seguir una segunda fase del tratamiento
orientada ya hacia la vida real.
Técnicamente, sería imposible hacer más corto este camino, o sea modificar el
curso hasta ahora habitual de la cura psicoanalítica. Si no hacemos conscientes al
enfermo tales fantasías en toda su amplitud, no podremos facilitarle la libre disposición
del interés a ellas ligado. Si le apartamos de ellas en cuanto llegamos a sospechar su
existencia y vislumbrar sus contornos generales, no haremos más que apoyar la obra de
la represión, por la cual han llegado a ser inaccesibles a todos los esfuerzos del enfermo.
Y si las despojamos prematuramente de su valor, comunicando, por ejemplo, al sujeto
que se tratará tan sólo de fantasías carentes de toda significación real, no lograremos
nunca su colaboración para llevarlas hasta su consciencia. Así, pues, procediendo
correctamente, la técnica analítica no experimentará modificación alguna, cualquiera que
sea el valor que se conceda a las escenas infantiles discutidas.
Hemos dicho que la concepción de estas escenas como fantasía regresiva puede
alegar en su apoyo ciertos factores afectivos. Ante todo, el siguiente: Estas escenas
infantiles no son reproducidas en la cura como recuerdos: son resultados de la
construcción. Seguramente, habrá alguien que crea ya resuelto el problema con esta sola
confesión.
Pero no quisiera ser mal interpretado. Todo analista sabe muy bien y ha
comprobado infinitas veces que, en una cura llevada a buen término, el paciente
comunica multitud de recuerdos espontáneos de sus años infantiles, de cuya aparición -
o, mejor quizá, de cuya primera aparición- el médico no se siente en modo alguno
responsable, ya que nunca ha orientado al enfermo con ninguna tentativa de
reconstrucción hacia tales contenidos. Estos recuerdos, antes inconscientes, no tienen
siquiera que ser verdaderos; pueden serlo, pero muchas veces han sido deformados
contra la verdad y entretejidos con elementos fantaseados, como sucede con los
llamados recuerdos encubridores, los cuales se conservan espontáneamente. Quiero
decir tan sólo que estas escenas como la de nuestro sujeto, pertenecientes a tan temprana
época infantil, con tal contenido y de tan extraordinaria significación en la historia del
caso, no son generalmente reproducidas como recuerdos, sino que han de ser adivinadas
-construidas -paso a paso y muy laboriosamente de una suma de alusiones e indicios.
Ahora bien: no soy de opinión que estas escenas tengan que ser necesariamente
fantasías porque no sean evocadas como recuerdos. Me parece por completo equivalente
al recuerdo el hecho de que sean sustituidas como en nuestro caso por sueños cuyos
análisis nos conducen regularmente a la misma escena y que reproducen,
transformándolos infatigablemente, todos y cada uno de los fragmentos del contenido de
la misma. El soñar es también un recordar aunque bajo las condiciones del estado de
reposo y de la producción onírica. Por este retorno en los sueños me explico que en el
paciente mismo se forme paulatinamente una firme convicción de la realidad de las
escenas primarias, convicción que no cede en absoluto a la fundada en el recuerdo.
Sin embargo, mis adversarios no han de verse obligados a abandonar la lucha ante
este argumento, dándola ya por perdida, pues, como es sabido, existe la posibilidad de
orientar los sueños de un tercero. Y de este modo, la convicción del analizador puede ser
un resultado de la sugestión, para la que aún se sigue buscando un papel en el juego de
fuerzas del tratamiento analítico. El psicoterapeuta de la antigua escuela sugeriría a su
paciente que había recobrado la salud, dominando sus inhibiciones, etc. Y, en cambio, el
psicoanalítico le sugeriría haber tenido de niño tal o cual vivencia que ahora le era
preciso recordar para curarse. Tal sería la sola diferencia entre ambos.
Me permito llamar aquí la atención de mis lectores sobre el hecho de que las
objeciones formuladas hasta hoy contra el psicoanálisis siguen, generalmente, la forma
de tomar la parte por el todo. Se extrae de un conjunto altamente compuesto una parte de
los factores eficientes, se los proclama verdaderos y se niega luego, en favor suyo, la
otra parte y el todo. Examinando más de cerca qué grupo ha sido objeto de semejante
preferencia, hallamos que es siempre aquel que integra lo ya conocido por otros caminos
a lo que más fácilmente puede enlazarse a ello. Jung elige así la actualidad y la
regresión, y Adler los motivos egoístas. En cambio, es abandonado y rechazado como
erróneo cuanto de nuevo y de peculiarmente propio integra el análisis. Por este camino
es por el que resulta más fácil rechazar los progresos revolucionarios del incómodo
psicoanálisis.
No será inútil acentuar que ninguno de los factores en los que nuestros contrarios
apoyan su concepción de las escenas infantiles ha tenido que ser enseñado por Jung
como una novedad. El conflicto actual, el apartamiento de la realidad, la satisfacción
sustitutiva en la fantasía y la regresión al material del pasado; todo ello ha constituido
desde siempre, precisamente en el mismo ajuste y quizá con menos modificaciones
terminológicas, una parte integrante de mi propia teoría. Pero no la constituye toda, sino
tan sólo el fragmento que integra aquella parte de la motivación que colabora en la
producción de las neurosis, actuando desde la realidad como punto de partida y en
dirección regresiva. Junto a ella he dejado lugar suficiente para una segunda influencia
progresiva que actúa partiendo de las impresiones infantiles, muestra el camino a la
libido que se retira de la vida y hace comprensible la regresión a la infancia, inexplicable
de otro modo. Así, pues, según mi teoría, los dos factores colaboran en la producción de
síntomas. Pero existe aún una colaboración anterior que me parece igualmente
importante, pues la influencia de la infancia se hace ya sensible en la situación inicial de
la producción de las neurosis, en cuanto determina, de un modo decisivo, si el individuo
ha de fracasar en la superación de los problemas reales de la vida y en qué lugar ha de
fracasar.
Si suponemos como premisa indiscutida que una tal escena primaria ha sido
irreprochablemente desarrollada desde el punto de vista técnico, que es indispensable
para la solución sintética de todos los enigmas que nos plantea el cuadro de síntomas de
la enfermedad infantil y que todos los efectos emanan de ella como a ella han llevado
todos los hilos del análisis, tal escena no podrá ser, en cuanto a su contenido, más que la
reproducción de una realidad vivida por el niño. Pues el niño, lo mismo que el adulto,
sólo puede producir fantasías con material adquirido en alguna parte. Ahora bien: los
caminos de tal adquisición se hallan en parte cerrados al niño (por ejemplo, la lectura), y
el tiempo de que dispone para ella es corto y puede ser investigado fácilmente en busca
de las fuentes correspondientes.
A este respecto, recordamos que la hermana del sujeto, al seducirle cuando tenía
tres años y tres meses, lanzó contra la honrada y anciana niñera la singular calumnia de
que ponía a los hombres cabeza abajo y les cogía después los genitales. En este punto
hubo de imponérsenos la idea de que quizá también la hermana hubiera presenciado en
años igualmente tempranos la misma escena que luego su hermano, habiendo extraído
de ellas el estímulo a colocar a los actores cabeza abajo en el acto sexual. Esta hipótesis
nos señalaría también una de las fuentes de su propia precocidad sexual.
En favor de esta hipótesis testimonia, sobre todo, el hecho de que los lobos del
sueño fueron, en realidad, perros de ganado y aparecieron también como tales en el
dibujo del paciente. Poco tiempo antes del sueño el niño había sido llevado varias veces
por su padre a visitar los rebaños donde pudo ver tales perros blancos y de gran tamaño
y observarlos probablemente también en el acto del coito. Con esta circunstancia puede
relacionarse también la triple repetición que el paciente asignó al acto sin motivación
ninguna, suponiendo conservado en su memoria el hecho de haber sorprendido en tres
distintas ocasiones a los perros del ganado en tal situación. Lo que luego se agregó a ello
en la excitada expectación de la noche de su sueño fue la transferencia de la huella
mnémica recientemente adquirida, con todos sus detalles, sobre los padres, y esta
transferencia fue ya lo que provocó los intensos afectos que sabemos. Se desarrolló
entonces una comprensión a posteriori de aquellas impresiones recibidas quizá pocas
semanas antes, proceso que todos conocemos por haberlo experimentado con nosotros
mismos. La transferencia de los perros en el acto del coito, sobre los padres, no fue
llevada a cabo por el sujeto mediante un proceso deductivo verbal, sino buscando en su
memoria el recuerdo de una escena real en la cual aparecieran juntos sus padres y que
pudiera fundirse con la situación del coito. Tal escena podía reproducir fielmente todos
los detalles descubiertos en el análisis del sueño, pero haber sido totalmente inocente,
consistiendo tan sólo en que una tarde de verano y durante su enfermedad el niño habría
despertado y visto a sus padres ante sí vestidos con blancos trajes estivales. Todo el resto
lo habría añadido, tomándolo de las observaciones realizadas en las visitas a los rebaños
el ulterior deseo del sujeto, poseído por la curiosidad sexual de sorprender también a sus
padres en el acto del coito, y entonces la escena así fantaseada desplegó todos los efectos
reseñados, los mismos exactamente que si hubiera sido real y no artificialmente
construida con dos elementos, anterior e indiferente el uno, y posterior y muy
impresionante el otro.
Vemos en el acto cuán disminuido queda así el margen de credulidad que se nos
achaca. No necesitamos ya suponer que los padres realizaron el coito en presencia de un
hijo suyo, aunque fuera muy pequeño, cosa que para muchos de nosotros constituía una
imagen displaciente, y el intervalo entre la escena primaria y sus efectos queda también
muy abreviado, comprendiendo tan sólo unos cuantos meses del cuarto año del sujeto
sin llegar ya a los primeros oscuros años de la infancia. En la conducta del niño que
transfiere a sus padres lo observado en los perros y se asusta del lobo en lugar de
asustarse de su padre no queda ya apenas nada desconcertante. Se encuentra, en efecto,
en aquella fase de su concepción del universo a la que en nuetro apartado IV de estas
Obras Completas (Totem y tabú), hemos calificado de retorno al totemismo. La teoría
que intenta explicar las escenas primordiales de la neurosis como fantasías regresivas de
épocas posteriores parece hallar un firme apoyo en nuestra observación, no obstante la
temprana edad de nuestro neurótico (cuatro años). A pesar de ella ha conseguido
sustituir una impresión recibida a los cuatro años por un trauma imaginario
supuestamente experimentado cuando tenía año y medio. Pero esta regresión no nos
parece enigmática ni tendenciosa. La escena que se trataba de construir había de llenar
ciertas condiciones que, dadas las circunstancias de la vida del sujeto, sólo podían
haberse cumplido en aquella temprana edad; por ejemplo, la de hallarse durmiendo en la
alcoba de sus padres.
Por tercera vez sufrió el sujeto un influjo que modificó su evolución en forma
decisiva. Cuando llegó a los cuatro años y medio sin que su estado de irritabilidad y de
miedo continuo hubiera mejorado, la madre decidió enseñarle la Historia Sagrada con la
esperanza de distraerle así y reanimarle. Y, en efecto, lo consiguió, pues la iniciación de
los dogmas religiosos puso un término a la fase de angustia; pero, en cambio, trajo
consigo una sustitución de los síntomas de angustia por síntomas obsesivos. Si hasta
entonces le había costado trabajo conciliar el sueño porque temía soñar cosas terribles,
como en aquella noche próxima a la Navidad, ahora tenía que besar, antes de acostarse,
todas las estampas de santos que colgaban de las paredes de su alcoba y trazar
innumerables cruces sobre su propia persona y su cama.
Comenzaré por exponer sus recuerdos y sólo después buscaré el camino que ha de
llevarnos a la comprensión de los mismos.
Como ya hemos dicho, la impresión que el contenido de la Historia Sagrada
produjo al infantil sujeto no fue al principio nada grata. Comenzó por extrañar el
carácter pasivo de Cristo en su martirio y luego todo el conjunto de su historia, y orientó
sus más severas críticas contra Dios Padre. Siendo omnipotente, era culpa suya que los
hombres fuesen malos y atormentasen a sus semejantes, yendo luego por ello al infierno.
Debía haberlos hecho buenos y, por tanto, era responsable de todo el mal y de todos los
tormentos. El mandamiento de tender una mejilla cuando había sido uno abofeteado en
la otra le resultaba incomprensible así como que Cristo hubiese deseado que apartase de
El aquel cáliz, e igualmente que no hubiera sucedido ningún milagro para demostrar que
era realmente el Hijo de Dios. Su penetración, así despertada, supo buscar, con
implacable rigor, los puntos débiles del poema sagrado.
El otro sueño ulterior, en el que el símbolo femenino había sido sustituido por el
masculino, le recordaba un determinado suceso acaecido poco antes del mismo. Una
tarde que paseaba a caballo por la finca pasó al lado de un campesino dormido en el
suelo y acompañado Por un niño que debía de ser su hijo. Este último despertó a su
padre y le dijo algo que le hizo levantarse y ponerse a insultar y a perseguir a nuestro
sujeto, el cual tuvo que picar espuelas para librarse de él. Además de este recuerdo,
asoció al sueño el de que en la misma finca había árboles completamente blancos por
estar plagados de nidos de orugas. De lo que el sujeto huyó realmente fue de la
realización de la fantasía de que el hijo dormía con su padre, y el recuerdo de los árboles
blancos fue evocado para restablecer un enlace con el sueño de angustia de los lobos
blancos encaramados en el nogal. Se trataba, pues, de una explosión directa de angustia
ante aquella actitud femenina con respecto al hombre, contra la cual se había protegido
primero con la sublimación religiosa y había pronto de protegerse, mucho más
eficazmente aún, con la sublimación militar.
Ya hicimos constar en otra ocasión que nos parecía muy extraña la forma en que
se había consolado de la pérdida de su hermana, que en los últimos años había llegado a
ser su mejor camarada, pensando en que su muerte le evitaba tener que partir con ella la
herencia de sus padres. Más singular era quizá la serenidad con la que así lo reconocía,
como si no se diese cuenta de la mezquindad que tal confesión revelaba. El análisis le
rehabilitó, mostrando que el dolor por la muerte de su hermana había sufrido un
desplazamiento, pero ello hacía más incomprensible aún que hubiese querido hallar en el
incremento de su fortuna una compensación.
El hecho de que el excremento hubo de tener para él mucho tiempo antes del
análisis la significación de dinero, se desprende de toda una serie de incidentes, dos de
los cuales expondremos aquí. En un período en que su intestino permanecía aún
totalmente ajeno a sus padecimientos, visitó un día en una gran ciudad a un primo suyo,
que vivía estrechamente. Después de su visita se reprochó no haberse ocupado hasta
entonces de procurar algún dinero a aquel pariente suyo, e inmediatamente sufrió «el
apretón más grande de su vida». Dos años después comenzó realmente a pasar una renta
a aquel primo suyo. Otra vez, teniendo dieciocho años, y en ocasión de hallarse
preparando el examen de madurez, fue a visitar a uno de sus compañeros de estudio para
tomar, de acuerdo con él, aquellas precauciones que su miedo a fallar (`Durchfall') [*]
les aconsejaba. Decidieron, pues, sobornar al bedel encargado de la vigilancia de los
candidatos, y la parte con que nuestro paciente contribuyó a la suma necesaria fue,
naturalmente, la mayor. De vuelta a su casa pensó que daría con gusto aún más dinero
con tal de que en el examen no se le escapara ningún disparate, y, efectivamente, antes
de llegar a la puerta de su casa se le escapó algo distinto.
No habrá de sorprendernos descubrir que en su enfermedad posterior padeció
trastornos intestinales muy tenaces, aunque sujetos a oscilaciones, dependientes de
variadas circunstancias. Cuando acudió a mi consulta, se había habituado a las
irrigaciones, que le eran practicadas por uno de sus criados, y pasaba meses enteros sin
defecar espontáneamente ni una sola vez, salvo cuando experimentaba una determinada
excitación, que tenía la virtud de restablecer por algunos días la normalidad de su
actividad intestinal. Se quejaba principalmente de que el mundo se le mostraba envuelto
en un velo o de hallarse separado del mundo por un velo. Y este velo se rasgaba tan sólo
en el momento en que la irrigación le hacia descargar el intestino, después de lo cual se
sentía de nuevo bueno y sano.
Sabemos ya la importancia que integra la duda para el médico que analiza una
neurosis obsesiva. Constituye el arma más fuerte del enfermo y el medio preferido por
su resistencia. Merced a esta duda pudo conseguir nuestro paciente, atrincherado en una
respetuosa indiferencia. que todos los esfuerzos terapéuticos resbalaran durante años
enteros sobre él. No experimentaba el menor alivio ni había medio alguno de
convencerle. Por último, descubrí la importancia que para mis propósitos entrañaban los
trastornos intestinales. Representaban, en efecto, aquella parte de histeria que hallamos
regularmente en el fondo de toda neurosis obsesiva. Prometí al sujeto el total
restablecimiento de su actividad intestinal; hice surgir a plena luz con tal promesa su
incredulidad, y tuve luego la satisfacción de ver desvanecerse sus dudas cuando el
intestino comenzó a «intervenir» en nuestra labor, y acabó por recobrar en el curso de
unas cuantas semanas su función normal, durante tanto tiempo perdida.
La madre, enferma temía en aquel tiempo tanto por sí misma como por sus hijos,
y es muy probable que el temor del niño se apoyase no sólo en sus motivos propios, sino
también en la identificación con su madre.
Ahora bien: ¿qué podía significar tal identificación?
Entre el atrevido empleo de la incontinencia, a los tres años y medio, y el espanto
que a los cuatro años y medio le produjo, se desarrolló el sueño, con el que comenzó su
período de miedo, y que le procuró una comprensión a posteriori de la escena vivida al
año y medio, y la explicación del papel correspondiente a la mujer en el acto sexual. No
es nada aventurado relacionar con esta magna transformación la de su conducta en
cuanto al acto de defecar. La disentería era seguramente para él la enfermedad de la que
había oído quejarse a su madre y con la que era imposible vivir. Así, pues, para él, su
madre padecía una dolencia intestinal y no genital. Bajo la influencia de la escena
primordial dedujo que la madre había enfermado por aquello que el padre había hecho
con ella, y su miedo a echar sangre al defecar, o sea a estar tan enfermo como su madre,
era la repulsa de su identificación con su madre en aquella escena sexual; la misma
repulsa con la que había despertado de su sueño. Pero la angustia era también la prueba
de que en la elaboración ulterior de la escena primordial se había sustituido él a su
madre, envidiándole aquella relación con el padre.
Existe desde luego la contradicción señalada, y las dos teorías opuestas son
inconciliables. Pero la cuestión está tan sólo en si realmente es necesario que sean
compatibles. Nuestra extrañeza procede de que siempre nos inclinamos a tratar los
procesos anímicos inconscientes en la misma forma que los conscientes olvidando la
profunda diversidad de ambos sistemas psíquicos.
Cuando la agitada expectación del sueño de Nochebuena le surgió la imagen
observada (o construida) de un coito entre sus padres, surgió seguramente en primer
término la antigua interpretación del comercio sexual, según la cual el lugar que acogía
el pene era el final del intestino. ¿Qué otra cosa podía haber creído cuando a la edad de
año y medio fue espectador de aquella escena? [*]. Pero luego vinieron los nuevos
sucesos, acaecidos a los cuatro años. Las vivencias correspondientes al intervalo y a los
indicios sobre la posibilidad de la castración despertaron y arrojaron una duda sobre la
«teoría de la cloaca» aproximándole al descubrimiento de la diferencia de los sexos y del
papel sexual de la mujer. Pero el sujeto se condujo en esto como todos los niños cuando
se les procura una explicación indeseada, sexual o no. Rechazó lo nuevo en nuestro caso
por motivos dependientes del miedo a la castración y conservó lo antiguo. Se decidió
por el intestino y contra la vagina del mismo modo y por análogos motivos a como
después hubo de tomar partido en contra de Dios y a favor de su padre. La nueva
explicación fue rechazada y mantenida la antigua teoría, la cual suministró entonces el
material de aquella identificación con la mujer, surgida luego en forma de miedo a morir
de una enfermedad intestinal y de las primeras preocupaciones religiosas sobre si Cristo
había tenido un trasero, etc., por otra parte, sería equivocado creer que el nuevo
descubrimiento permaneció ineficaz; por el contrario, desarrolló un efecto
extraordinariamente intenso, convirtiéndose en un motivo de mantener reprimido el
proceso onírico y excluido de toda ulterior elaboración consciente. Pero con ello se
agotó su eficacia y no ejerció ya influencia alguna en la decisión del problema sexual.
Constituyó desde luego una contradicción que después de aquel momento subsistiera
aún el miedo a la castración, al lado de la identificación con la mujer por medio del
intestino; pero se trata sólo de una contradicción lógica, que no supone gran cosa en este
terreno. Todo el proceso resulta más bien característico de la forma de laborar de lo
inconsciente. Una represión es algo muy distinto de una repulsa.
Así, pues, habremos de añadir a las corrientes sexuales que ya conocemos otra
nueva, emanada, como las demás, de la escena primordial, reproducida en el sueño. En
la identificación con la mujer (con la madre) se halla dispuesto a regalar a su padre un
niño, y siente celos de su madre, que ya lo ha hecho, y volverá quizá a hacerlo. Por un
rodeo, que atraviesa el punto de partida común de la significación de regalo, puede ahora
el dinero incorporarse la significación del niño y llegar así a constituirse en expresión de
la satisfacción femenina (homosexual). Este proceso se desarrolló en nuestro paciente en
ocasión de hallarse con su hermana en un sanatorio alemán, y ver que el padre le
entregaba dos billetes de Banco. Este hecho despertó los celos del sujeto, que en su
fantasía había sospechado siempre de las relaciones de su padre con su hermana, y en
cuanto se quedó a solas con ella le exigió que le entregase su parte de aquel dinero, y
ello con tal violencia y tales reproches, que la hermana se echó a llorar y le entregó la
totalidad. Pero no había sido únicamente el dinero real lo que le había excitado, sino más
aún el niño que significaba, o sea la satisfacción sexual anal, recibida del padre. En
consecuencia, sus mezquinos pensamientos a la muerte de su hermana sólo significaban
en realidad lo siguiente: Ahora soy el único hijo, y mi padre no puede querer a nadie
más que a mí. Pero el fondo homosexual de esta reflexión, absolutamente capaz de
consciencia, era tan intolerable, que hubo de ser disfrazada de codicia para gran alivio
del sujeto.
Sabemos que a los cuatro años y medio, y después de trabar conocimiento con la
Historia Sagrada, se inició en él aquella intensa labor mental, que culminó en su
devoción obsesiva.
Podemos, pues, suponer que la alucinación expuesta se desarrolló en el período en
que el sujeto se decidió a reconocer la realidad de la castración, constituyendo quizá la
exteriorización de aquel paso decisivo. También la pequeña rectificación del paciente
tiene cierto interés. El hecho de que alucinase el mismo suceso temeroso que el Tasso
hace vivir a su héroe Tancredo en La Jerusalén libertada justifica la interpretación de
que también para el pequeño paciente era el árbol una mujer. Desempeñaba, pues, el
papel del padre, y relacionaba las hemorragias de su madre con la castración de las
mujeres, con la «herida» por él comprobada.
VIII. Complementos de la época primordial y solución.
En otra ocasión había dicho el paciente que la historia de Juan Huss le había
impresionado mucho, quedando fija especialmente su atención en los haces de
sarmientos que el pueblo añadía a la pira en la que había de ser quemado. Ahora bien: la
simpatía hacia Huss despierta en nosotros una determinada sospecha, pues la hemos
hallado con frecuencia en pacientes juveniles y siempre hemos descubierto para ella
idéntica explicación. Uno de tales pacientes había incluso compuesto un drama, cuyo
argumento era la vida y muerte de Juan Huss, habiéndolo empezado a escribir el mismo
día que le había arrebatado la mujer a la que amaba en secreto. La muerte en la hoguera
hace de Huss, como de otros que sufrieron igual suplicio, un héroe preferido de aquellos
sujetos que padecieron de neurosis en su infancia. Nuestro paciente enlazaba los haces
de sarmiento de la hoguera de Huss con la escobilla que utilizaba la niñera para fregar.
Todo este material permitió cegar fácilmente las lagunas que presentaba el
recuerdo de la escena con Gruscha. Al ver a la muchacha fregando el suelo, el sujeto se
había puesto a orinar ante ella, que le dirigió entonces, seguramente en broma, una
amenaza de castración.
No sé si los lectores habrán adivinado ya el motivo que me ha impulsado a
exponer tan detalladamente este episodio infantil. Establece, en efecto, un enlace
importantísimo entre la escena primaria y la posterior obsesión erótica que tan decisiva
llegó a ser para los destinos del sujeto, introduciendo, además, una condición erótica que
explica dicha obsesión.
El acto realizado por el niño de dos años y medio en la escena con Gruscha es el
primer efecto visible de la escena primordial; nos presenta al sujeto como una
reproducción de su padre y nos descubre una tendencia evolutiva, orientada en aquella
dirección, que más adelante habrá de merecer la calificación de masculina. Pero la
seducción le reduce a una pasividad, preparada ya de todos modos por su conducta como
espectador del comercio sexual entre sus padres.
En este período del tratamiento experimentamos la impresión de que la solución
de la escena con Gruscha, esto es, de la primera vivencia que el sujeto podía recordar y
había recordado sin que yo lo esperase ni le ayudara a ello marcaba el término favorable
de la cura, pues a partir de tal momento desapareció toda resistencia, y nuestra tarea
quedó reducida a reunir datos y ajustarlos. La antigua teoría traumática, basada en
impresiones de la terapia psicoanalítica, volvía de pronto a demostrarse valedera.
Por puro interés crítico intenté todavía imponer al paciente una vez más una
interpretación distinta y más admisible de su historia. Según ella, no se podía dudar de la
realidad de la escena con Gruscha; pero tal escena no supondría nada por sí misma y
habría sido identificada ex post facto por regresión por los sucesos de su elección de
objeto, la cual se habría transferido desde su hermana a las criadas por el influjo de su
tendencia a rebajar al objeto erótico. En cambio, la observación del coito habría sido tan
sólo una fantasía construida en años ulteriores y cuyo nódulo histórico había sido el
hecho de haber presenciado como una irrigación o incluso el de haber sido él mismo
objeto de ella. Algunos de mis lectores opinarán probablemente que sólo con esta
hipótesis llegué a aproximarme en realidad a la comprensión del caso. Pero el paciente
me miró atónito y con cierto desprecio al exponerle yo tal interpretación y no volvió a
reaccionar a ella. Por mi parte, ya he expuesto en páginas anteriores mis propios
argumentos contra una tal racionalización.
Ahora bien: la escena con Gruscha no contiene tan sólo las condiciones decisivas
de la elección de objeto del paciente, preservándonos así del error de conceder un valor
excesivo a la significación de la tendencia a rebajar a la mujer. Integra también una
justificación de mi conducta anterior al resistirme a ver la única solución posible en una
referencia de la escena primordial a la observación de un coito animal realizada por el
sujeto poco antes de su sueño.
La escena con Gruscha había emergido espontáneamente en la memoria del paciente, sin
intervención alguna por mi parte. El miedo ante la mariposa amarilla, que a ella hemos
referido, demostró que había tenido un importante contenido o, por lo menos, que había
sido posible adscribir a posteriori a su contenido una tal importancia. Tal contenido
importante faltaba en la reminiscencia del sujeto; pero pudo ser descubierto e integrado
en ella, completándola mediante las asociaciones que a ella enlazó el paciente y las
conclusiones que de las mismas dedujimos. Resultó entonces que el miedo a la mariposa
era totalmente análogo al miedo al lobo, tratándose en ambos casos de miedo a la
castración, referido primero a la persona que había sido la primera en proferir la
amenaza correspondiente y transferido luego a aquella otra a la cual había de enlazarse
conforme al prototipo filogénico. La escena con Gruscha se había desarrollado teniendo
el sujeto dos años y medio, y, en cambio, aquella otra en la que había sentido miedo de
la mariposa amarilla era seguramente posterior al sueño de angustia. No era difícil
comprender que el reconocimiento posterior de la posibilidad de la castración había
desarrollado a posteriori la angustia, tomándola de la escena con Gruscha; pero esta
escena misma no contenía nada repulsivo ni inverosímil, sino tan sólo detalles triviales
de los que no había por qué dudar. Nada nos invitaba, pues, a reducirla a una fantasía del
niño, ni tampoco parece posible hacerlo.
Surge ahora la cuestión de si en el acto de orinar llevado a cabo por el niño ante la
muchacha que fregaba el suelo arrodillada podemos ver una prueba de excitación sexual.
Tal excitación testimoniaría entonces de la influencia de una impresión anterior que
podía ser tanto la realidad de la escena primordial como una observación de un coito
animal realizado antes de los dos años y medio. ¿O acaso la situación descrita era
absolutamente inocente y por completo casual la micción del niño, habiendo sido
ulteriormente sexualizada la escena en su memoria después de haber reconocido como
muy importantes otras situaciones análogas?
Sólo poco antes del término de la cura recordó haber oído que había nacido
«cubierto» [*]. Se tenía, pues, por un ser especialmente afortunado, al que nada malo
podía pasar, confianza que sólo le abandonó cuando contrajo la blenorragia y hubo de
reconocerse vulnerable. Aquella grave ofensa inferida a su narcisismo provocó su
derrumbamiento y su caída en la neurosis. Con ello repitió un mecanismo que ya se
había desarrollado en él una vez. También su fobia al lobo había surgido al enfrentarse
con la posibilidad de una castración, a la cual equiparó luego la blenorragia.
La «cofia de buena suerte» con la que había nacido era, pues, el velo que le
ocultaba el mundo y le ocultaba a él para el mundo. Su lamento es, en realidad, el
cumplimiento de una fantasía optativa que le muestra devuelto nuevamente al claustro
materno, o sea la fantasía optativa de la huida del mundo. Su traducción sería la
siguiente: «Soy tan desdichado en la vida, que tengo que refugiarme de nuevo en el
claustro materno.»
Pero ¿qué pueden significar los hechos de que este velo simbólico, que había sido
real en una ocasión, se desgarrase en el momento de la deposición, conseguida con
ayuda de una irrigación, y que su enfermedad cesara bajo tal condición? El análisis nos
permite responder lo siguiente: Cuando el velo de su nacimiento se desgarra, vuelve el
sujeto a ver el mundo y nace así de nuevo. El excremento es el niño en el cual nace el
sujeto, por segunda vez, a una vida mejor. Tal sería, pues, la fantasía del nuevo
nacimiento sobre la cual ha llamado Jung la atención y a la que atribuye importancia
predominante en la vida optativa de los neuróticos.
Todo esto estaría muy bien si bastara con ello. Pero ciertos detalles de la situación
y la necesidad de un enlace con el historial particular del paciente nos obligan a
continuar la interpretación. El nuevo nacimiento tiene por condición que la irrigación le
sea administrada por otro hombre (al cual le obligó luego la necesidad a sustituirse), y
esta condición sólo puede significar que el sujeto se ha identificado con su madre, que el
auxiliar desempeña el papel del padre y que la irrigación repite la cópula cuyo fruto es la
deposición, el niño excremental, o sea el paciente mismo. La fantasía del nuevo
nacimiento aparece pues, íntimamente enlazada con la condición de la satisfacción
sexual por el hombre. La traducción sería ahora la siguiente: Sólo cuando le es dado
sustituir a la mujer, o sea a su madre, para hacerse satisfacer por el padre y darle un hijo
es cuando desaparece su enfermedad. En consecuencia, la fantasía del nuevo matrimonio
era tan sólo, en este caso, una reproducción mutilada y censurada de la fantasía optativa
homosexual.
Examinando más detenidamente la situación, observamos que el enfermo no hace
sino repetir en esta condición de su curación la situación de la escena primordial: Por
entonces quiso sustituirse a la madre, y como ya supusimos antes, produjo, en la misma
escena, el niño excremental, hallándose todavía fijado a aquella escena, decisiva para su
vida sexual, y cuyo retorno en el sueño de los lobos marcó el comienzo de su
enfermedad. El desgarramiento del velo es análogo al hecho de abrir los ojos y al de
abrirse la ventana. La escena primordial ha quedado transformada en una condición de
su curación.
Creo que el presente ejemplo arroja también luz sobre el sentido y el origen de las
fantasías de volver al claustro materno y ser parido de nuevo. La primera nace
frecuentemente, como en nuestro caso, de la adhesión al padre. El sujeto desea hallarse
en el claustro materno para sustituir a la madre en el coito y ocupar su lugar en cuanto al
padre. La fantasía del nuevo nacimiento es, probablemente siempre una atenuación, un
eufemismo, por decirlo así, de la fantasía del coito incestuoso con la madre o, para
emplear el término propuesto por H. Silberer una abreviatura anagógica de la misma. El
sujeto desea volver a la situación durante la cual se hallaba en los genitales de la madre,
deseo en el cual se identifica el hombre con su propio pene y se deja representar por él.
En este punto se nos revelan ambas fantasías como antítesis en las cuales se expresará,
según la actitud masculina o femenina del sujeto correspondiente, el deseo del coito con
el padre o con la madre. No puede rechazarse la posibilidad de que en el lamento y en la
condición de curación de nuestro paciente aparezcan unidas ambas fantasías y, por tanto,
ambos deseos incestuosos.
Quiero intentar, una vez más, interpretar los últimos resultados del análisis
conforme a las teorías de nuestros contradictores: El paciente llora su huida del mundo
en una fantasía típica de retorno al claustro materno y ve tan sólo una posibilidad de
curación en un nuevo nacimiento, expresando éste en síntomas anales, correlativamente
a su disposición predominante. Conforme al prototipo de la fantasía anal del nuevo
nacimiento ha construido una escena infantil que repite sus deseos con medios
expresivos simbólicos arcaicos. Sus síntomas se encadenan entonces como si emanaran
de una tal escena primordial. Tuvo que decidirse a todo este retroceso porque la vida le
planteó una labor para cuya solución era demasiado indolente o porque tenía razones
suficientes para desconfiar de su inferioridad y creía hallar máxima protección por
medio de tales manejos.
Todo esto estaría muy bien si el infeliz no hubiera tenido ya a los cuatro años un
sueño con el que empezó su neurosis, que fue estimulado por el cuento del sastre y el
lobo y cuya interpretación hace necesaria la hipótesis de una tal escena primaria.
Es indudable que un caso como el que aquí describimos podría dar pretexto a
discutir todos los resultados y problemas del psicoanálisis, pero ello constituiría una
labor interminable y absolutamente injustificada. Hemos de decirnos que un solo caso
no puede proporcionarnos todos los conocimientos y soluciones deseados y habremos de
contentarnos con utilizarlo en aquellos aspectos que más claramente nos muestre. En
general, la labor explicativa del psicoanálisis es harto limitada. Lo único que ha de
explicar son los síntomas, descubriendo su génesis, pues en cuanto a los mecanismos
psíquicos y los procesos instintivos, a los que así somos conducidos no se tratará de
explicarlos, sino de describirlos. Para extraer de las conclusiones sobre estos dos últimos
puntos nuevas generalidades son necesarios muchos casos como el presente, correcta y
profundamente analizados. Y no es fácil encontrarlos, pues cada uno de ellos representa
el trabajo de muchos años. En este terreno sólo muy lentamente puede progresarse. No
será, pues, imposible la tentación del contentarse con «rascar» ligeramente la superficie
psíquica de un cierto número de sujetos y sustituir la labor restante por la especulación
situada bajo el signo de una cualquiera doctrina filosófica. En favor de este
procedimiento pueden alegarse necesidades prácticas, pero las necesidades científicas no
quedan satisfechas con ningún subrogado.
Los usos del lenguaje han tomado de esta fase oral la sexualidad de determinados
gritos y califican así de «apetitoso» a un objeto erótico o de «dulce» a la persona amada.
Recordaremos aquí que nuestro pequeño paciente no quería comer más que cosas
dulces. Las golosinas y los bombones representan habitualmente en el sueño caricias
conducentes a la satisfacción sexual.
Parece ser que a esta fase corresponde también (naturalmente en caso de
perturbación) una angustia que aparece como miedo a la muerte y puede adherirse a todo
aquello que es mostrado al niño como adecuado. En nuestro paciente fue utilizada para
la superación de su anorexia e incluso para la supercompensación de la misma. El hecho
de que la observación de la cópula de sus padres, de la que tantos efectos posteriores
hubieron de emanar, fuera anterior al período de anorexia, nos descubre su posible
fuente. Podemos quizá suponer que apresuro los procesos de la maduración sexual y
desarrollo así efectos directos, aunque inaparentes.
La escena de Gruscha (a los dos años y medio) nos muestra a nuestro infantil
paciente al principio de una evolución que puede ser calificada de normal, con la sola
salvedad de su precocidad: identificación con el padre y erotismo uretral en
representación de la masculinidad. Se halla por completo bajo la influencia de la escena
primaria. Hasta ahora hemos atribuido a la identificación con el padre un carácter
narcisista; pero teniendo en cuenta el contenido de la escena primaria, hemos de
reconocer que corresponde ya al estadio de la organización genital. El genital masculino
ha empezado a desempeñar su papel y lo continúa bajo la influencia de la seducción por
la hermana.
Hemos llevado la descripción hasta las proximidades del cuarto cumpleaños del
sujeto, fecha en la cual el sueño de los lobos activa la observación del coito parental
realizado al año y medio y hace que desarrolle a posteriori sus efectos. Los procesos que
a partir de este momento se desarrollan escapan en parte a nuestra aprehensión, y
tampoco nos es posible describirlo satisfactoriamente. La activación de la imagen que
ahora, en un estadio más avanzado de la evolución intelectual, puede ya ser
comprendida, actúa como un suceso reciente, pero también como nuevo trauma, como
una intervención ajena análoga a la seducción. La organización genital interrumpida es
continuada de nuevo, pero el progreso realizado en el sueño no puede ser conservado.
Sucede más bien que un proceso comparable tan sólo a una represión determina la
repulsa de los nuevos descubrimientos y su sustitución por una fobia.
Nos inclinaríamos quizá a modificar desde este punto de partida toda una parte de
la teoría psicoanalítica. Parece, en efecto, evidente que es el conflicto entre las
tendencias masculinas y las femeninas, o sea la bisexualidad, lo que engendra la
represión y la producción de la neurosis. Pero esta deducción es incompleta. Una de las
dos tendencias sexuales en conflicto se halla de acuerdo con el yo, pero la otra contraría
el interés narcisista y sucumbe por ello a la represión. Así, pues, también es en este caso
el yo la instancia que desencadena la represión en favor de una de las tendencias
sexuales. En otros casos no existe un tal conflicto entre la masculinidad y la femineidad,
habiendo tan sólo una tendencia sexual, que quiere ser admitida, pero que tropieza con
determinados poderes del yo, y es, por tanto, rechazada. Más frecuentes que los
conflictos nacidos dentro de la sexualidad misma son los que surgen entre la sexualidad
y las tendencias morales del yo. En nuestro caso falta un tal conflicto moral. La
acentuación de la bisexualidad como motivo de la represión sería, por tanto insuficiente,
y, en cambio, la del conflicto entre el yo y la libido explica todos los procesos.
Imagino las dificultades que plantea al lector la precisa distinción inhabitual, pero
imprescindible, de activo-masculina y pasivo-femenina, y no ahorraré, por tanto,
repeticiones. El estado posterior al sueño puede, pues, ser descrito de la siguiente forma:
Las tendencias sexuales han quedado disociadas; en lo inconsciente ha sido alcanzado el
estadio de la organización genital y se ha constituido una homosexualidad muy intensa.
Sobre ella subsiste (virtualmente en lo consciente) la anterior tendencia sexual sádica y
predominantemente masoquista, y el yo ha cambiado por completo de actitud en cuanto
a la sexualidad se halla en plena repulsa sexual y rechaza con angustia los fines
masoquistas predominantes, como quien reaccionó a los más profundos homosexuales
en la génesis de una fobia. Así, pues, el resultado del sueño no fue tanto la victoria de
una corriente masculina como la reacción contra una corriente femenina y otra pasiva.
Sería harto forzado adscribir a esta reacción el carácter de la masculinidad, pues el yo no
integra corrientes sexuales, sino tan sólo el interés de su propia conservación y del
mantenimiento de su narcisismo.
Una reflexión más detenida nos descubre que esta primera enfermedad de nuestro
paciente (dejando aparte la anorexia) no se limita a la fobia, sino que ha de ser
considerada como una verdadera histeria, a la que, además de los síntomas de angustia,
corresponden fenómenos de conversión. Una parte de la tendencia homosexual es
conservada en el órgano correspondiente, y el intestino se conduce a partir de este
momento, e igualmente en la época ulterior, como un órgano histérico. La
homosexualidad, inconsciente y reprimida, se ha refugiado en el intestino. Precisamente
esta parte de histeria nos presta luego, en la solución de la enfermedad ulterior, los
mejores servicios.
La influencia que provoca este cambio es la iniciación del sujeto en las doctrinas
de la religión y en la Historia Sagrada, iniciación que alcanza los resultados educativos
deseados. La organización sexual sádico-masoquista es llevada paulatinamente a un fin;
la fobia al lobo desaparece rápidamente, y en lugar de la repulsa temerosa de la
sexualidad surge una forma más elevada del sojuzgamiento de la misma. El fervor
religioso llega a ser el poder dominante en la vida del niño. Pero estas superaciones no
son conseguidas sin lucha, la cual se exterioriza en las ideas blasfemas y provoca una
exageración obsesiva del ceremonial religioso.
La resistencia inicial del sujeto contra la religión tuvo tres distintos puntos de
partida. En primer lugar, conocemos ya por otros ejemplos su característica resistencia a
toda novedad. Defendía siempre toda la posición de su libido, impulsado por el miedo de
la pérdida que había de traer consigo su abandono, y desconfiando de la posibilidad de
hallar una compensación en la nueva. Es ésta una importante peculiaridad psicológica
fundamental, de la que he tratado en mis Tres ensayos para una teoría sexual,
calificándola de capacidad de fijación. Jung ha querido hacer de ella, bajo el nombre de
«inercia» psíquica, la causa principal de todos los fracasos de los neuróticos.
Equivocadamente, a mi juicio, pues va mucho más allá, y desempeña también un papel
principalísimo en la vida de los sujetos no neuróticos. La movilidad o la adhesividad de
las cargas de energía, libidinosas o de otro género, son caracteres propios de muchos
normales y ni siquiera de todos los neuróticos. Hasta ahora no han sido relacionados con
otros, siendo así como números primos, sólo por si mismos divisibles. Sabemos tan sólo
que la movilidad de las cargas psíquicas disminuye singularmente con la edad del sujeto,
procurándonos así una indicación sobre los límites de la influencia psicoanalítica. Pero
hay personas en las cuales esta plasticidad psíquica traspasa los límites de edad, y en
cambio otras que la pierden en edad muy temprana. Tratándose de neuróticos, hacemos
el ingrato descubrimiento de que, dadas las condiciones aparentemente iguales, no es
posible lograr en unos modificaciones que en otros hemos conseguido fácilmente. De
modo tal que al considerar la conversión de energía psíquica debemos hacer uso del
concepto de `eutropía' con no menor razón que con la energía física, lo que se opone a la
pérdida de lo que ya ha ocurrido.
Un segundo punto de ataque le fue procurado por el hecho de que las mismas
doctrinas religiosas no tienen como base una relación unívoca con respecto a Dios
Padre, sino que se desarrollan bajo el signo de la ambivalencia que presidió su génesis.
El sujeto advirtió pronto esta ambivalencia, descubriendo en el que le ayudó mucho la
suya propia, tan desarrollada, y enlazó a ella aquellas penetrantes críticas, que tanto nos
maravilló hallar en un niño de cinco años. Pero el factor más importante fue desde luego
un tercero, a cuya acción hubimos de atribuir los resultados patológicos de su pugna
contra la religión. La corriente que le impulsaba hacia el hombre, y que había de ser
sublimada por la religión, no estaba ya libre, sino acaparada en parte por la represión, y
con ello sustraída a la sublimación y ligada a su primitivo fin sexual. Merced a esta
conexión la parte reprimida tendía a abrirse camino hacia la parte sublimada o a relajarla
hasta sí. Las primeras cavilaciones, relativas a la personalidad de Cristo, contenían ya la
pregunta de si aquel hijo sublime podía también satisfacer la relación sexual con el padre
tal y como la misma se conservaba en lo inconsciente del sujeto. La repulsa de esta
tendencia no tuvo otro resultado que el de hacer surgir ideas obsesivas, aparentemente
blasfemas, en las cuales se imponía el amor físico a Dios bajo la forma de una tendencia
o rebajar su personalidad divina. Una violenta pugna defensiva contra estos productos de
transacción hubo de llevar luego al sujeto a una exageración obsesiva de todas aquellas
actividades, en las cuales había de encontrar la devoción, el amor puro a Dios: un
exutorio trazado de antemano. Por último, triunfó la religión; pero su base instintiva se
demostró incomparablemente más fuerte que la adhesividad de sus sublimaciones, pues
en cuanto la vida procuró al sujeto una nueva sustitución del padre, cuya influencia se
orientó en contra de la religión, fue ésta abandonada y sustituida por otra cosa.
Recordemos aún la interesantísima circunstancia de que el fervor religioso surgiera bajo
la influencia de las mujeres (la madre y la niñera) y fuera, en cambio, una influencia
masculina la que liberase de él al sujeto.
1915
HACE algunos años un conocido abogado solicitó mi dictamen sobre un caso, que
le ofrecía algunas dudas. Una señorita había acudido a él en demanda de protección
contra las persecuciones de que era objeto por parte de un hombre con el que había
mantenido relaciones amorosas. Afirmaba que dicho individuo había abusado de su
confianza en él para hacer tomar por un espectador oculto fotografías mientras se hacían
el amor, pudiendo ahora exhibir tales fotografías y desconceptuarla, a fin de obligarla a
dejar su colocación. El abogado poseía experiencia suficiente para vislumbrar el carácter
morboso de tal acusación; pero opinaba que en la vida ocurren muchas cosas que
juzgamos increíbles y estimaba que el dictamen de su psiquiatra podía ayudarle a
desentrañar la verdad. Después de ponerme en antecedentes del caso quedó en volver a
visitarme acompañado de la demandante.
(Antes de continuar mi relato quiero hacer constar que he alterado en él, hasta
hacerlo irreconocible, el milieu en el que se desarrolló el suceso cuya investigación nos
proponemos, pero limitando estrictamente a ello la obligada deformación del caso. Me
parece, en efecto, una mala costumbre deformar, aunque sea por los mejores motivos,
los rasgos de un historial patológico, pues no es posible saber de antemano cuál de los
aspectos del caso será el que atraiga preferentemente la atención del lector de juicio
independiente y se corre el peligro de inducir a este último a graves errores.)
La paciente, a la que conocí poco después, era una mujer de treinta años, dotada
de una belleza y un atractivo nada vulgares. Parecía mucho más joven de lo que
reconocía ser y se mostraba delicadamente femenina. Con respecto al médico, adoptaba
una actitud defensiva, sin tomarse el menor trabajo por disimular su desconfianza.
Obligada por la insistencia de su abogado a nuestra entrevista, me relató la siguiente
historia, que me planteó un problema del que más adelante habré de ocuparme. Ni su
expresión ni sus manifestaciones emotivas denotaban la violencia que hubiera sido de
esperar en ella al verse forzada a exponer sus asuntos íntimos a personas extrañas. Se
hallaba exclusivamente dominada por la preocupación que habían despertado en su
ánimo aquellos sucesos.
Desde años atrás estaba empleada en una importante empresa, en la que
desempeñaba un cargo de cierta responsabilidad a satisfacción completa de sus jefes. No
se había sentido nunca atraída por amoríos o noviazgos y vivía tranquilamente con su
anciana madre, cuyo único sostén era. Carecía de hermanos y el padre había muerto
hacía muchos años. En la última época se había acercado a ella otro empleado de la
misma casa, hombre muy culto y atractivo, al que no pudo negar sus simpatías.
Circunstancias de orden exterior hacían imposible un matrimonio; pero el hombre
rechazaba la idea de renunciar por tal imposibilidad a la unión sexual, alegando que
sería insensato sacrificar a una mera convención social algo por ambos deseado, a lo
cual tenía perfecto derecho, y que sólo podía hacer más elevada y dichosa su vida. Ante
su promesa de evitarle todo peligro, accedió, por fin, nuestra sujeto a visitar a su
enamorado en su pisito de soltero. Después de mutuos besos y abrazos, se hallaba ella en
actitud abandonada, que permitía admirar parte de sus bellezas, cuando un ruidito seco
vino a sobresaltarla. Dicho ruido parecía haber partido del lugar ocupado por la mesa del
despacho, colocada oblicuamente ante la ventana. El espacio libre entre ésta y la mesa se
hallaba velado en parte por una pesada cortina. La sujeto contaba haber preguntado en el
acto a su amigo la significación de aquel ruido, que el interrogado atribuyó a un reloj
colocado encima de la mesa. Por mi parte, me permitiré enlazar más adelante con esta
parte del relato una determinada observación.
Ante este estado de cosas, lo más sencillo era renunciar a derivar generalmente de
la homosexualidad, el delirio persecutorio y abandonar todas las deducciones enlazadas
con este principio. O de lo contrario, agregarse a la opinión del abogado y reconocer,
como él, en el caso un suceso real, exactamente interpretado por la sujeto, y no una
combinación paranoica. Por mi parte, vislumbré una tercera salida, que en un principio
aplazó la decisión. Recordé cuántas veces se juzga erróneamente a los enfermos
psíquicos por no haberse ocupado de ellos con el detenimiento necesario y no haber
reunido así sobre su caso datos suficientes. Por tanto, declaré que me era imposible
emitir aún un juicio y rogué a la sujeto que me visitase otra vez para relatarme de nuevo
el suceso más ampliamente y con todos sus detalles accesorios, desatendidos quizá en su
primera exposición. Por mediación del abogado conseguí la conformidad de la sujeto,
poco inclinada a repetir su visita. El mismo abogado facilitó mi labor, manifestando que
consideraba innecesaria su asistencia a la nueva entrevista.
Los nuevos datos aportados desvanecen, en primer lugar, toda duda sobre la
naturaleza patológica de la sospecha. Reconocemos sin dificultad que la anciana
directora, de blancos cabellos, es una sustitución de la madre; que el hombre amado es
situado, a pesar de su juventud, en lugar del padre, y que el poderío del complejo
materno es el que obliga a la sujeto a suponer la existencia de un amorío entre dos
protagonistas tan desiguales, no obstante la inverosimilitud de tal sospecha. Pero con
ello desaparece también la aparente contradicción de las teorías psicoanalíticas, según
las cuales el desarrollo de un delirio persecutorio presupone la existencia de una intensa
ligazón homosexual. El perseguidor primitivo, la instancia a cuyo influjo quiere escapar
la sujeto, no es tampoco en este caso el hombre, sino la mujer. La directora conoce las
relaciones amorosas de la joven, las condena y le da a conocer este juicio adverso por
medio de misteriosos signos. La ligazón al propio sexo se opone a los esfuerzos de
adoptar como objeto amoroso un individuo del sexo contrario. El amor a la madre toma
la representación de todas aquellas tendencias que en calidad de «conciencia moral»
quieren detener a la joven sus primeros pasos por el camino, múltiplemente peligroso,
hacia la satisfacción sexual normal, y consigue, en efecto, destruir su relación con el
hombre.
De nuestra paciente sabemos que había perdido a su padre hacía muchos años, y
podemos suponer que no habría permanecido alejada de los hombres hasta los treinta
años si no hubiese encontrado un firme apoyo en una intensa adhesión sentimental a su
madre. Pero este apoyo se convierte para ella en una pesada cadena en cuanto su libido
comienza a tender hacia el hombre a consecuencia de una apremiante solicitación. La
sujeto intenta entonces libertarse de su ligazón homosexual. Su disposición de la que no
necesitamos tratar aquí permite que ello suceda en la forma de la producción de un
delirio paranoico. La madre se convierte así en espía y perseguidora hostil. Como tal
podría aún ser vencida si el complejo materno no conservase poder suficiente para lograr
el propósito, en él integrado, de alejar del hombre a la sujeto. Al final de este conflicto
resulta, pues, que la enferma se ha alejado de su madre y no se ha aproximado al
hombre. Ambos conspiran ahora contra ella. En este punto, el enérgico esfuerzo del
hombre consigue atraerla a sí decisivamente. La sujeto vence la oposición de la madre y
accede a conceder al amado una nueva cita. La madre no interviene ya en los
acontecimientos sucesivos. Habremos, pues, de retener el hecho de que en esta fase el
hombre no se convierte en perseguidor directamente, sino a través de la madre y a causa
de sus relaciones con la madre, a la cual correspondió en el primer delirio el papel
principal.
Medio desnuda sobre el diván y tendida al lado del amado, oye de repente la
sujeto un ruido semejante a un chasquido, una percusión o un latido, cuya causa no
conoce, imaginándola luego, al encontrar en la escalera de la casa a dos hombres, uno de
los cuales lleva algo como una cajita cuidadosamente empaquetada. Adquiere entonces
la convicción de que su amigo la ha hecho espiar y fotografiar durante su amoroso tête-
à-tête. Naturalmente, estamos muy lejos de pensar que si aquel desdichado ruido no se
hubiera producido tampoco hubiera surgido el delirio paranoico. Por lo contrario,
reconocemos en este accidente casual algo necesario que había de imponerse tan
obsesivamente como la sospecha de una liaison entre el hombre amado y la anciana
directora elevada a la categoría de subrogado materno. La sorpresa del comercio sexual
entre el padre y la madre es un elemento que sólo muy raras veces falta en el acervo de
las fantasías inconscientes, revelables por medio del análisis en todos los neuróticos y
probablemente en todas las criaturas humanas. A estos productos de la fantasía
referentes a sorprender el acto sexual de los padres, a la seducción, a la castración, etc.,
les damos el nombre de fantasías primarias, y dedicaremos en otro lugar a su origen y a
su relación con la vida individual un detenido estudio. El ruido casual desempeña, pues,
tan sólo el papel de un agente provocador que activa la fantasía típica de la sorpresa del
coito entre los padres, integrada en el complejo parental. Es incluso dudoso que
podamos calificarlo de «casual». Según hubo de advertirme O. Rank, constituye más
bien un requisito necesario de la fantasía de la sorpresa del coito de los padres y repite el
ruido en que se delata la actividad sexual de los mismos o aquel con el que teme
descubrirse el infantil espía. Reconocemos ya ahora el terreno que pisamos. El amado
continúa siendo un subrogado del padre, y el lugar de la madre ha sido ocupado por la
propia sujeto. Siendo así, el papel de espía ha de ser adjudicado a una persona extraña.
Se nos hace visible la forma en que nuestra heroína se ha liberado de su dependencia
homosexual de su madre. Lo ha conseguido por medio de una pequeña regresión. En
lugar de tomar a la madre como objeto amoroso, se ha identificado con ella, ocupando
su lugar. La posibilidad de esta regresión descubre el origen narcisista de su elección
homosexual de objeto y con ello su disposición a la paranoia. Podría trazarse un proceso
mental conducente al mismo resultado que la siguiente identificación: si mi madre hace
esto, también yo lo puedo hacer; tengo el mismo derecho que ella.
En el examen de los accidentes casuales del caso podemos avanzar aún algo más,
aunque sin exigir que el lector nos acompañe, pues la falta de más profunda
investigación analítica nos impide abandonar aquí el terreno de las probabilidades. La
enferma había afirmado en nuestra primera entrevista que en el acto de advertir el ruido
había inquirido sus causas y que su amigo lo había atribuido a un pequeño reloj
colocado encima de la mesa. Por mi parte, me tomo la libertad de considerar esta parte
del relato de la paciente como un error mnémico. Me parece mucho más probable que no
manifestara reacción alguna a la percepción del ruido, el cual sólo adquirió para ella un
sentido después de su encuentro con los dos desconocidos en la escalera. La tentativa de
explicación referente al reloj debió de ser arriesgada más tarde por el amigo, que quizá
no había advertido el tal ruidito, al ser atormentado por las sospechas de la joven. «No sé
lo que puedes haber oído; quizá el reloj de la mesa, que hace a veces un ruido como el
que me indicas.» Esta estimación ulterior de las impresiones y este desplazamiento de
los recuerdos son, precisamente, muy frecuentes en la paranoia y característicos de ella.
Pero como no he hablado nunca con el protagonista de esta historia ni pude tampoco
proseguir el análisis de la joven, me es imposible probar mi hipótesis.
Todavía podía aventurarme a avanzar más en el análisis de la «casualidad»
supuestamente real. Para mí no existió en absoluto ruido alguno. La situación en que la
sujeto se encontraba justificaba una sensación de latido o percusión en el clítoris, y esta
sensación fue proyectada luego por ella al exterior, como percepción procedente de un
objeto. En el sueño se da una posibilidad análoga. Una de mis pacientes histéricas
relataba un breve sueño al que no conseguía asociar nada. El sueño consistía tan sólo en
que oía llamar a la puerta del cuarto despertándola tal llamada. No había llamado nadie,
pero en las noches anteriores la paciente había sido despertada por repetidas poluciones
y le interesaba despertar al iniciarse los primeros signos de excitación genital. La
llamada oída en el sueño correspondía, pues, a la sensación de latido del clítoris. Este
mismo proceso de proyección es el que sustituimos en nuestra paranoia a la percepción
de un ruido casual. Naturalmente, no puedo garantizar que la enferma, para quien yo no
era sino un extraño, cuya intervención le era impuesta por su abogado, fuera
completamente sincera en su relato de lo acaecido en sus dos citas amorosas, pero la
unicidad de la contracción del clítoris coincide con su afirmación de que no llegó a
entregarse por completo a su enamorado. En la repulsa final del hombre intervino así,
seguramente, a más de la «conciencia», la falta de satisfacción.
1914
Hago constar de nuevo que no pretendo dar aquí una explicación del problema de
la esquizofrenia, ni siquiera profundizar en él, limitándome a reproducir lo ya expuesto
en otros lugares, para justificar una introducción del narcisismo.
Nuestras observaciones y nuestras teorías sobre la vida anímica de los niños y de
los pueblos primitivos nos han suministrado también una importante aportación a este
nuevo desarrollo de la teoría de la libido. La vida anímica infantil y primitiva muestra,
en efecto, ciertos rasgos que si se presentaran aislados habrían de ser atribuidos a la
megalomanía: una hiperestimación del poder de sus deseos y sus actos mentales la
«omnipotencia de las ideas» una fe en la fuerza mágica de las palabras y una técnica
contra el mundo exterior: la «magia», que se nos muestra como una aplicación
consecuente de tales premisas megalómanas. En el niño de nuestros días, cuya evolución
nos es mucho menos transparente, suponemos una actitud análoga ante el mundo
exterior. Nos formamos así la idea de una carga libidinosa primitiva del yo, de la cual
parte de ella se destina a cargar los objetos; pero que en el fondo continúa subsistente
como tal viniendo a ser con respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo de un
protozoo con relación a los seudópodos de él destacados. Esta parte de la localización de
la libido tenía que permanecer oculta a nuestra investigación inicial, al tomar ésta su
punto de partida en los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta libido, las cargas
de objeto, susceptibles de ser destacadas sobre el objeto o retraídas de él, fueron lo único
que advertimos, dándonos también cuenta, en conjunto, de la existencia de una
oposición entre la libido del yo y la libido objetal. Cuando mayor es la primera, tanto
más pobre es la segunda. La libido objetal nos parece alcanzar su máximo desarrollo en
el amor, el cual se nos presenta como una disolución de la propia personalidad en favor
de la carga de objeto, y tiene su antítesis en la fantasía paranoica (o auto percepción) del
«fin del mundo». Por último, y con respecto a la diferenciación de las energías
psíquicas, concluimos que en un principio se encuentran estrechamente unidas, sin que
nuestro análisis pueda aún diferenciarla, y que sólo la carga de objetos hace posible
distinguir una energía sexual, la libido, de una energía de los instintos del yo.
Ante la falta de toda teoría de los instintos, cualquiera que fuese su orientación, es
lícito, e incluso obligado, llevar consecuentemente adelante cualquier hipótesis, hasta
comprobar su acierto o su error. En favor de la hipótesis de una diferenciación primitiva
de instintos sexuales e instintos del yo testimonian diversas circunstancias, además de su
utilidad en el análisis de las neurosis de transferencia. Concedemos, desde luego, que
este testimonio no podría considerarse definitivo por sí sólo, pues pudiera tratarse de una
energía psíquica indiferente, que sólo se convirtiera en libido en el momento de investir
el objeto. Pero nuestra diferenciación corresponde, en primer lugar, a la división
corriente de los instintos en dos categorías fundamentales: hambre y amor. En segundo
lugar, se apoya en determinadas circunstancias biológicas. El individuo vive realmente
una doble existencia, como fin en sí mismo y como eslabón de un encadenamiento al
cual sirve independientemente de su voluntad, si no contra ella. Considera la sexualidad
como uno de sus fines propios, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte
claramente que él mismo no es sino un agregado a su plasma germinativo, a cuyo
servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer, que no es sino el substrato
mortal de una sustancia inmortal quizá. La separación establecida entre los instintos
sexuales y los instintos del yo no haría más que reflejar esta doble función del individuo.
En tercer lugar, habremos de recordar que todas nuestras ideas provisorias psicológicas
habrán de ser adscritas alguna vez a substratos orgánicos, y encontraremos entonces
verosímil que sean materias y procesos químicos especiales los que ejerzan la acción de
la sexualidad y faciliten la continuación de la vida individual en la de la especie. Por
nuestra parte, atendemos también a esta probabilidad, aunque sustituyendo las materias
químicas especiales por energías psíquicas especiales.
II
Nos dejaremos orientar aquí por la experiencia de que tampoco en las demás
neurosis faltan sensaciones somáticas displacientes comparables a las hipocondriacas.
Ya en otro lugar hube de manifestarme inclinado a asignar a la hipocondría un tercer
lugar entre las neurosis actuales. al lado de la neurastenia y la neurosis de angustia. No
nos parecía exagerado afirmar que a todas las demás neurosis se mezcla también algo de
hipocondría. Donde mejor se ve esta inmixtión es en la neurosis de angustia con su
superestructura de histeria. Ahora bien: en el aparato genital externo en estado de
excitación tenemos el prototipo de un órgano que se manifiesta dolorosamente sensible y
presenta cierta alteración, sin que se halle enfermo, en el sentido corriente de la palabra.
No está enfermo y, sin embargo, aparece hinchado, congestionado, húmedo, y constituye
la sede de múltiples sensaciones. Si ahora damos el nombre de «erogeneidad» a la
facultad de una parte del cuerpo de enviar a la vida anímica estímulos sexualmente
excitantes, y recordamos que la teoría sexual nos ha acostumbrado hace ya mucho
tiempo a la idea de que ciertas otras partes del cuerpo -las zonas erógenas- pueden
representar a los genitales y comportarse como ellos, podremos ya aventurarnos a dar un
paso más y decidirnos a considerar la erogeneidad como una cualidad general de todos
los órganos, pudiendo hablar entonces de la intensificación o la disminución de la misma
en una determinada parte del cuerpo. Paralelamente a cada una de estas alteraciones de
la erogeneidad en los órganos, podría tener efecto una alteración de la carga de libido en
el yo. Tales serían, pues, los factores básicos de la hipocondría, susceptibles de ejercer
sobre la distribución de la libido la misma influencia que la enfermedad material de los
órganos.
Naturalmente nuestro deseo de saber nos planteará la interrogación de por qué tal
estancamiento de la libido en el yo ha de ser sentido como displacentero. De momento
quisiera limitarme a indicar que el displacer es la expresión de un incremento de la
tensión, siendo, por tanto, una cantidad del suceder material la que aquí, como en otros
lados, se transforma en la cualidad psíquica del displacer. El desarrollo de displacer no
dependerá, sin embargo, de la magnitud absoluta de aquel proceso material, sino más
bien de cierta función específica de esa magnitud absoluta. Desde este punto, podemos
ya aproximarnos a la cuestión de por qué la vida anímica se ve forzada a traspasar las
fronteras del narcisismo e investir de libido objetos exteriores. La respuesta deducida de
la ruta mental que venimos siguiendo sería la de que dicha necesidad surge cuando la
carga libidinosa del yo sobrepasa cierta medida. Un intenso egoísmo protege contra la
enfermedad; pero, al fin y al cabo, hemos de comenzar a amar para no enfermar y
enfermamos en cuanto una frustración nos impide amar. Esto sigue en algo a los versos
de Heine acerca una descripción que hace de la psicogénesis de la Creación: (dice Dios)
`La enfermedad fue sin lugar a dudas la causa final de toda la urgencia por crear. Al
crear yo me puedo mejorar, creando me pongo sano'.
A nuestro aparato psíquico lo hemos reconocido como una instancia a la que le
está encomendado el vencimiento de aquellas excitaciones que habrían de engendrar
displacer o actuar de un modo patógeno. La elaboración psíquica desarrolla
extraordinarios rendimientos en cuanto a la derivación interna de excitaciones no
susceptibles de una inmediata descarga exterior o cuya descarga exterior inmediata no
resulta deseable. Mas para esta elaboración interna es indiferente, en un principio, actuar
sobre objetos reales o imaginarios. La diferencia surge después, cuando la orientación de
la libido hacia los objetos irreales (introversión) llega a provocar un estancamiento de la
libido. La megalomanía permite en las parafrenias una análoga elaboración interna de la
libido retraída al yo, y quizá sólo cuando esta elaboración fracasa es cuando se hace
patógeno el estancamiento de la libido en el yo y provoca el proceso de curación que se
nos impone como enfermedad.
Quizá no sea inútil asegurar que esta descripción de la vida erótica femenina no
implica tendencia ninguna a disminuir a la mujer. Aparte de que acostumbro
mantenerme rigurosamente alejado de toda opinión tendenciosa, sé muy bien que estas
variantes corresponden a la diferenciación de funciones en un todo biológico
extraordinariamente complicado. Pero, además, estoy dispuesto a reconocer que existen
muchas mujeres que aman conforme al tipo masculino y desarrollan también la
hiperestimación sexual correspondiente.
También para las mujeres narcisistas y que han permanecido frías para con el
hombre existe un camino que las lleva al amor objetal con toda su plenitud. En el hijo al
que dan la vida se les presenta una parte de su propio cuerpo como un objeto exterior, al
que pueden consagrar un pleno amor objetal, sin abandonar por ello su narcisismo. Por
último, hay todavía otras mujeres que no necesitan esperar a tener un hijo para pasar del
narcisismo (secundario) al amor objetal. Se han sentido masculinas antes de la pubertad
y han seguido, en su desarrollo, una parte de la trayectoria masculina, y cuando esta
aspiración a la masculinidad queda rota por la madurez femenina, conservan la facultad
de aspirar a un ideal masculino, que en realidad, no es más que la continuación de la
criatura masculina que ellas mismas fueron.
Y a las personas sustitutivas que de cada una de estas dos parten en largas series.
El caso c) del primer tipo habrá de ser aún justificado con observaciones ulteriores.
El narcisismo primario del niño por nosotros supuesto, que contiene una de las
premisas de nuestras teorías de la libido, es más difícil de aprehender por medio de la
observación directa que de comprobar por deducción desde otros puntos. Considerando
la actitud de los padres cariñosos con respecto a sus hijos, hemos de ver en ella una
reviviscencia y una reproducción del propio narcisismo, abandonado mucho tiempo ha.
La hiperestimación, que ya hemos estudiado como estigma narcisista en la elección de
objeto, domina, como es sabido, esta relación afectiva. Se atribuyen al niño todas las
perfecciones, cosa para la cual no hallaría quizá motivo alguno una observación más
serena, y se niegan o se olvidan todos sus defectos. (Incidentemente se relaciona con
esto la repulsa de la sexualidad infantil.) Pero existe también la tendencia a suspender
para el niño todas las conquistas culturales, cuyo reconocimiento hemos tenido que
imponer a nuestro narcisismo, y a renovar para él privilegios renunciados hace mucho
tiempo. La vida ha de ser más fácil para el niño que para sus padres. No debe estar
sujeto a las necesidades reconocidas por ellos como supremas de la vida.
III
Las perturbaciones a las que está expuesto el narcisismo primitivo del niño, las
reacciones con las cuales se defiende de ellas el infantil sujeto y los caminos por los que
de este modo es impulsado, constituyen un tema importantísimo, aún no examinado, y
que habremos de reservar para un estudio detenido y completo. Por ahora podemos
desglosar de este conjunto uno de sus elementos más importantes, el «complejo de la
castración» (miedo a la pérdida del pene en el niño y envidia del pene en la niña), y
examinarlo en relación con la temprana intimidación sexual. La investigación
psicoanalítica que nos permite, en general, perseguir los destinos de los instintos
libidinosos cuando éstos, aislados de los instintos del yo, se encuentran en oposición a
ellos, nos facilita en este sector ciertas deducciones sobre una época y una situación
psíquica en las cuales ambas clases de instintos actúan en un mismo sentido e
inseparablemente mezclados como intereses narcisistas. De esta totalidad ha extraído A.
Adler su «protesta masculina», en la cual ve casi la única energía impulsora de la
génesis del carácter y de las neurosis, pero que no la funda en una tendencia narcisista,
y, por tanto, aún libidinosa, sino en una valoración social.
El estímulo para la formación del ideal del yo, cuya vigilancia está encomendada
a la conciencia, tuvo su punto de partida en la influencia crítica ejercida, de viva voz,
por los padres, a los cuales se agrega luego los educadores, los profesores y, por último,
toda la multitud innumerable de las personas del medio social correspondiente (los
compañeros, la opinión pública).
De este modo son atraídas a la formación del ideal narcisista del yo grandes
magnitudes de libido esencialmente homosexual y encuentran en la conservación del
mismo una derivación y una satisfacción. La institución de la conciencia fue primero
una encarnación de la crítica parental y luego de la crítica de la sociedad, un proceso
como el que se repite en la génesis de una tendencia a la represión, provocada por una
prohibición o un obstáculo exterior. Las voces, así como la multitud indeterminada,
reaparecen luego en la enfermedad, y con ello, la historia evolutiva de la conciencia
regresivamente reproducida. La rebeldía contra esta instancia censora proviene de que el
sujeto (correlativamente al carácter fundamental de la enfermedad) quiere desligarse de
todas estas influencias, comenzando por la parental, y retira de ellas la libido
homosexual. Su conciencia se le opone entonces en una manera regresiva, como una
acción hostil orientada hacia él desde el exterior.
[1915] (1917)
Como punto de partida, podemos elegir la impresión general de que los conceptos
de excremento, dinero, regalo, niño y pene no son exactamente discriminados y sí
fácilmente confundidos en los productos de lo inconsciente. Al expresarnos así sabemos,
desde luego, que transferimos indebidamente a lo inconsciente términos aplicados a
otros sectores de la vida anímica, dejándonos seducir por las comodidades que las
comparaciones nos procuran. Repetiremos, pues, en términos más libres de objeción,
que tales elementos son frecuentemente tratados en lo inconsciente como equivalentes o
intercambiables.
No nos es difícil indicar el destino que sigue el deseo infantil de poseer un pene
cuando la sujeto permanece exenta de toda perturbación neurótica en su vida ulterior. Se
transforma entonces en el de encontrar marido, aceptando así al hombre como un
elemento accesorio inseparable del pene. Esta transformación inclina a favor de la
función sexual femenina un impulso originariamente hostil a ella, haciéndose así posible
a estas mujeres una vida erótica adaptada a las normas del tipo masculino del amor a un
objeto, la cual puede coexistir con la de tipo femenino propiamente, derivada del
narcisismo. Pero ya hemos visto que en otros casos es el deseo de un hijo el que trae
consigo la transición desde el amor a sí mismo narcisista al amor a un objeto. Así, pues,
también en este punto puede quedar el niño representado por el pene.
Por otro camino se hace también utilizable en la fase de la primacía genital una
parte del erotismo de la fase pregenital. El niño es considerado aún como un «mojón»
(cf. el análisis de Juanito), como algo expulsado del cuerpo por el intestino. Cierta
cantidad de catexis libidinosa ligada originalmente al contenido intestinal puede por
extensión de esto aplicarse al recién nacido. El lenguaje corriente nos ofrece un
testimonio de esta identidad en la expresión «regalar un niño» (ein Kind schenken). El
excremento es, en efecto, el primer regalo infantil. Constituye una parte del propio
cuerpo, de la cual el niño de pecho sólo se separa a ruegos de la persona amada o
espontáneamente para demostrarle su cariño, pues, por lo general, no ensucia a las
personas extrañas. (Análogas reacciones, aunque menos intensas, se dan con respecto a
la orina.) En la defecación se plantea al niño una primera decisión entre la disposición
narcisista y el amor a un objeto. Expulsará dócilmente los excrementos como
«sacrificio» al amor o los retendrá para la satisfacción autoerótica y más tarde para la
afirmación de su voluntad personal. Con la adopción de esta segunda conducta quedará
constituida la obstinación (el desafío), que, por tanto, tiene su origen en una persistencia
narcisista en el erotismo anal.
En el hombre se hace mucho más perceptible otro fragmento del proceso, que
surge cuando la investigación sexual del niño le lleva a comprobar la falta del pene en la
mujer. El pene queda así reconocido como algo separable del cuerpo y relacionado, por
analogía, con el excremento, primer trozo de nuestro cuerpo al que tuvimos que
renunciar. El antiguo desafío anal entra de este modo en la constitución del complejo de
la castración. La analogía orgánica, a consecuencia de la cual el contenido intestinal se
constituyó en precursor del pene durante la fase pregenital, no puede entrar en cuenta
como motivo. Pero la investigación sexual del niño le procura una sustitución psíquica.
Al parecer, el niño es reconocido por la investigación sexual como un `mojón' y es
revestido de un poderoso interés erótico-anal. Esta misma fuente aporta al deseo de un
niño un segundo incremento cuando la experiencia social enseña que el niño puede ser
interpretado como prueba de amor y como un regalo. Los tres elementos -masa fecal,
pene y niño- son cuerpos sólidos que excitan al entrar o salir por una cavidad mucosa (el
intestino ciego y la vagina, cavidad como arrendada a él, según una acertada expresión
de Lou Andreas-Salomé) [*]. De este estado de cosas, la investigación infantil sólo
puede llegar a conocer que el niño sigue el mismo camino que la masa fecal, pues la
función del pene no es generalmente descubierta por la investigación infantil. Pero es
interesante ver cómo una coincidencia orgánica llega a manifestarse también en lo
psíquico, después de tantos rodeos, como una identidad inconsciente.
LXXXIX
1915
HEMOS oído expresar más de una vez, la opinión de que una ciencia debe hallarse
edificada sobre conceptos fundamentales, claros y precisamente definidos. En realidad,
ninguna ciencia ni aun la más exacta, comienza por tales definiciones. El verdadero
principio de la actividad científica consiste más bien, en la descripción de fenómenos,
que luego son agrupados, ordenados y relacionados entre sí.
Ya en esta descripción se hace inevitable aplicar al material determinadas ideas
abstractas, extraídas de diversos sectores y, desde luego, no únicamente de la
observación del nuevo conjunto de fenómenos descrito. Más imprescindibles aún
resultan tales ideas -los ulteriores principios fundamentales de la ciencia- en la
subsiguiente elaboración de la materia. Al principio, han de presentar un cierto grado de
indeterminación y es imposible hablar de una clara delimitación de su contenido.
Mientras permanecen en este estado, nos concertamos sobre su significación por medio
de repetidas referencias al material del que parecen derivadas, pero que en realidad, les
es subordinado. Presentan, pues, estrictamente consideradas, el carácter de
convenciones, circunstancia en la que todo depende de que no sean elegidas
arbitrariamente sino que se hallen determinadas por importantes relaciones con la
materia empírica, relaciones que creemos adivinar antes de hacérsenos asequibles su
conocimiento y demostración. Sólo después de una más profunda investigación del
campo de fenómenos de que se trate, resulta posible precisar más sus conceptos
fundamentales científicos y modificarlos progresivamente, de manera a extender en gran
medida su esfera de aplicación, haciéndolos así irrebatibles. Éste podrá ser el momento
de concretarlos en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera tampoco la
inalterabilidad de las definiciones. Como nos lo evidencia el ejemplo de la Física,
también los «conceptos fundamentales» fijados en definiciones experimentan una
perpetua modificación de contenido.
Un semejante principio básico convencional, todavía algo oscuro, pero del que no
podemos prescindir en Psicología, es el del instinto. Intentaremos establecer su
significación, aportándole contenido desde diversos sectores.
En primer lugar, desde el campo de la Fisiología. Esta ciencia nos ha dado el concepto
del estímulo y el esquema de reflejos, concepto según el cual, un estímulo aportado
desde el exterior al tejido vivo (de la substancia nerviosa) es derivado hacia el exterior,
por medio de la acción. Esta acción logra su fin sustrayendo la substancia estimulada a
la influencia del estímulo, alejándola de la esfera de actuación del mismo.
¿Cuál es, ahora, la relación del «instinto» con el «estímulo»? Nada nos impide
subordinar el concepto de instinto al de estímulo. El instinto sería entonces, un estímulo
para lo psíquico. Mas en seguida advertimos la improcedencia de equiparar el instinto al
estímulo psíquico. Para lo psíquico existen evidentemente otros estímulos distintos de
los instintivos y que se comportan más bien de un modo análogo a los fisiológicos. Así,
cuando la retina es herida por una intensa luz, no nos hallamos ante un estímulo
instintivo. Sí, en cambio, cuando se hace perceptible la sequedad de las mucosas bucales
o la irritación de las del estómago.
Cuando después hallamos que toda actividad, incluso la del aparato anímico más
desarrollado, se encuentra sometida al principio del placer, o sea, que es regulada
automáticamente por sensaciones de la serie «placer-displacer», nos resulta ya difícil
rechazar la hipótesis inmediata de que estas sensaciones reproducen la forma en la que
se desarrolla el vencimiento de los estímulos, y seguramente en el sentido de que la
sensación de displacer se halla relacionada con un incremento del estímulo y la de placer
con una disminución del mismo. Mantendremos la amplia indeterminación de esta
hipótesis hasta que consigamos adivinar la naturaleza de la relación entre la serie
«placer-displacer» y las oscilaciones de las magnitudes de estímulo que actúan sobre la
vida anímica. Desde luego, han de ser posibles muy diversas y complicadas relaciones
de este género.
Por perentoriedad (`Drang') de un instinto se entiende su factor motor, esto es, la suma
de fuerza o la cantidad de exigencia de trabajo que representa. Este carácter perentorio
es una cualidad general de los instintos, e incluso constituye la esencia de los mismos.
Cada instinto es una magnitud de actividad, y al hablar, negligentemente, de instintos
pasivos, se alude tan sólo a instintos de fin pasivo.
El fin (`Ziel') de un instinto es siempre la satisfacción, que sólo puede ser alcanzada por
la supresión del estado de excitación de la fuente del instinto. Pero aun cuando el fin
último de todo instinto es invariable, puede haber diversos caminos que conduzcan a él,
de manera, que para cada instinto, pueden existir diferentes fines próximos susceptibles
de ser combinados o sustituídos entre sí. La experiencia nos permite hablar también de
instintos «coartados en su fin», esto es, de procesos a los que se permite avanzar un
cierto espacio hacia la satisfacción del instinto, pero que experimentan luego una
inhibición o una desviación. Hemos de admitir, que también con tales procesos se halla
enlazada una satisfacción parcial.
El objeto (`Objekt') del instinto es aquel en el cual, o por medio del cual, puede el
instinto alcanzar su satisfacción. Es lo más variable del instinto, no se halla enlazado a él
originariamente, sino subordinado a él a consecuencia de su adecuación al logro de la
satisfacción. No es necesariamente algo exterior al sujeto sino que puede ser una parte
cualquiera de su propio cuerpo y es susceptible de ser sustituído indefinidamente por
otro, durante la vida del instinto. Este desplazamiento del instinto desempeña
importantísimas funciones. Puede presentarse el caso de que el mismo objeto sirva
simultáneamente a la satisfacción de varios instintos (el caso de la trabazón de los
instintos, según Alfred Adler). Cuando un instinto aparece ligado de un modo
especialmente íntimo y estrecho al objeto, hablamos de una fijación de dicho instinto.
Esta fijación tiene efecto con gran frecuencia, en períodos muy tempranos del desarrollo
de los instintos y pone fin a la movilidad del instinto de que se trate, oponiéndose
intensamente a su separación del objeto.
Por fuente (`Quelle') del instinto se entiende aquel proceso somático que se desarrolla en
un órgano o una parte del cuerpo y es representado en la vida anímica por el instinto. Se
ignora si este proceso es regularmente de naturaleza química o puede corresponder
también al desarrollo de otras fuerzas, por ejemplo, de fuerzas mecánicas. El estudio de
las fuentes del instinto no corresponde ya a la psicología. Aunque el hecho de nacer de
fuentes somáticas sea en realidad lo decisivo para el instinto, éste no se nos da a conocer
en la vida anímica sino por sus fines. Para la investigación psicológica no es
absolutamente indispensable un más preciso conocimiento de las fuentes del instinto y
muchas veces pueden ser reducidas éstas del examen de los fines del instinto.
¿Cuántos y cuáles instintos habremos de contar? Queda abierto aquí un amplio margen a
la arbitrariedad, pues nada podemos objetar a aquellos que hacen uso de los conceptos
de instinto de juego, de destrucción o de sociabilidad cuando la materia lo demanda y lo
permite la limitación del análisis psicológico. Sin embargo, no deberá perderse de vista
la posibilidad de que estos motivos de instinto, tan especializados, sean susceptibles de
una mayor descomposición en lo que a las fuentes del instinto se refiere, resultando, así,
que sólo los instintos primitivos e irreductibles podrían aspirar a una significación.
Por nuestra parte, hemos propuesto distinguir dos grupos de estos instintos primitivos: el
de los instintos del Yo o instintos de conservación y el de los instintos sexuales. Esta
división no constituye una hipótesis necesaria, como la que antes hubimos de establecer
sobre la tendencia biológica del aparato anímico. No es sino una construcción auxiliar,
que sólo mantendremos mientras nos sea útil y cuya sustitución por otra no puede
modificar sino muy poco, los resultados de nuestra labor descriptiva y ordenadora. La
ocasión de establecerla ha surgido en el curso evolutivo del psicoanálisis, cuyo primer
objeto fueron las psiconeurosis, o más precisamente, aquel grupo de psiconeurosis a las
que damos el nombre de «neurosis de transferencia» (la histeria y la neurosis obsesiva),
estudio que nos llevó al conocimiento de que en la raíz de cada una de tales afecciones,
existía un conflicto entre las aspiraciones de la sexualidad y las del Yo. Es muy posible
que un más penetrante análisis de las restantes afecciones neuróticas (y ante todo de las
psiconeurosis narcisistas, o sea de las esquizofrenias), nos imponga una modificación de
esta fórmula y con ella, una distinta agrupación de los instintos primitivos. Mas, por
ahora, no conocemos tal nueva fórmula ni hemos hallado ningún argumento
desfavorable a la oposición de instintos del Yo e instintos sexuales.
Dudo mucho que la elaboración del material psicológico pueda proporcionarnos datos
decisivos para la diferenciación y clasificación de los instintos. A los fines de esta
elaboración, parece más bien necesario, aplicar al material, determinadas hipótesis sobre
la vida instintiva, y sería deseable, que tales hipótesis pudieran ser tomadas de un sector
diferente y transferidas luego al de la psicología. Aquello que en esta cuestión nos
suministra la biología no se opone ciertamente a la diferenciación de instintos del Yo e
instintos sexuales. La biología enseña que la sexualidad no puede equipararse a las
demás funciones del individuo, dado que sus tendencias van más allá del mismo y
aspiran a la producción de nuevos individuos, o sea a la conservación de la especie.
Dado que el estudio de la vida instintiva desde la consciencia presenta dificultades casi
insuperables, continúa siendo la investigación psicoanalítica de las perturbaciones
anímicas, la fuente principal de nuestro conocimiento. Pero, correlativamente al curso de
su desarrollo, no nos ha suministrado, hasta ahora, el psicoanálisis, datos satisfactorios
más que sobre los instintos sexuales, por ser éste el único grupo de instintos que le ha
sido posible aislar y considerar por separado en las psiconeurosis. Con la extensión del
psicoanálisis a las demás afecciones neuróticas, quedará también cimentado
seguramente, nuestro conocimiento de los instintos del Yo, aunque parece imprudente
esperar hallar en este campo de investigación, condiciones análogamente favorables a la
labor observadora.
De los instintos sexuales podemos decir, en general, lo siguiente: son muy numerosos,
proceden de múltiples y diversas fuentes orgánicas, actúan al principio
independientemente unos de otros y sólo ulteriormente quedan reunidos en una síntesis
más o menos perfecta. El fin al que cada uno de ellos tiende es la consecución del placer
orgánico, y sólo después de su síntesis entran al servicio de la procreación, con lo cual se
evidencian entonces, generalmente, como instintos sexuales. En su primera aparición, se
apoyan ante todo en los instintos de conservación, de los cuales no se separan luego sino
muy poco a poco, siguiendo también en el hallazgo de objeto, los caminos que los
instintos del Yo les marcan. Parte de ellos permanece asociada a través de toda la vida, a
los instintos del Yo, aportándoles componentes libidinosos, que pasan fácilmente
inadvertidos durante la función normal y sólo se hacen claramente perceptibles en los
estados patológicos. Se caracterizan por la facilidad con la que se reemplazan unos a
otros y por su capacidad de cambiar indefinidamente de objeto. Estas últimas cualidades
les hacen aptos para funciones muy alejadas de sus primitivos actos finales (es decir,
capaces de sublimación).
Siendo los instintos sexuales aquellos en cuyo conocimiento hemos avanzado más, hasta
el día, limitaremos a ellos nuestra investigación de los destinos por los cuales pasan los
instintos en el curso del desarrollo y de la vida. De estos destinos, nos ha dado a
conocer, la observación, los siguientes:
La transformación en lo contrario.
La orientación contra la propia persona.
La represión.
La sublimación.
Para la concepción del sadismo hemos de tener en cuenta que este instinto parece
perseguir, a más de su fin general (o quizá mejor: dentro del mismo) un especialísimo
acto final. Además de la humillación y el dominio, el causar dolor. Ahora bien, el
psicoanálisis parece demostrar que el causar dolor no se halla integrado entre los actos
finales primitivos del instinto. El niño sádico no atiende a causar dolor ni se lo propone
expresamente. Pero una vez llegada a efecto la transformación en masoquismo, resulta el
dolor muy apropiado para suministrar un fin pasivo masoquista, pues todo nos lleva a
admitir, que también las sensaciones dolorosas, como en general todas las displacientes
se extienden a la excitación sexual y originan un estado placiente, que lleva al sujeto a
aceptar de buen grado el displacer del dolor. Una vez que el experimentar dolor ha
llegado a ser un fin masoquista, puede surgir también el fin sádico de causar dolor, y de
este dolor goza también aquel que lo inflige a otros, identificándose, de un modo
masoquista, con el objeto pasivo. Naturalmente, aquello que se goza en ambos casos no
es el dolor mismo, sino la excitación sexual concomitante, cosa especialmente cómoda
para el sádico. El goce del dolor sería, pues, un fin originariamente masoquista, pero que
sólo dado un sadismo primitivo puede convertirse en fin de un instinto.
Para completar nuestra exposición añadiremos que la compasión no puede ser descrita
como un resultado de la transformación de los instintos en el sadismo sino como una
formación reactiva contra el instinto. Más adelante examinaremos esta distinción.
La investigación de otro par antitético, de los instintos cuyo fin es la contemplación y la
exhibición («voyeurs» y exhibicionistas, en el lenguaje de las perversiones), nos
proporciona resultados distintos y más sencillos. También aquí podemos establecer las
mismas fases que en el caso anterior:
El hecho de que en tal época ulterior del desarrollo se observe, junto a cada movimiento
instintivo, su contrario (pasivo), merece ser expresamente acentuado con el nombre de
«ambivalencia», acertadamente introducido por Bleuler.
La subsistencia de las fases intermedias y el examen histórico de la evolución del
instinto nos han aproximado a la inteligencia de esta evolución. La amplitud de la
ambivalencia varía mucho, según hemos podido comprobar, en los distintos individuos,
grupos humanos o razas. Los casos de amplia ambivalencia en individuos
contemporáneos, pueden ser interpretados como casos de herencia arcaica, pues todo
nos lleva a suponer, que la participación de los movimientos instintivos no modificados,
en la vida instintiva, fué en épocas primitivas, mucho mayor que hoy.
Recordamos aquí, que hasta ahora sólo hemos traído a discusión los dos pares antitéticos
«sadismo-masoquismo» y «placer visual-exhibición». Son éstos los instintos sexuales
ambivalentes mejor conocidos. Los demás componentes de la función sexual ulterior no
son aún suficientemente asequibles al análisis para que podamos discutirlos de un modo
análogo. Podemos decir de ellos, en general, que actúan autoeróticamente, esto es, que
su objeto desaparece ante el órgano que constituye su fuente y coincide casi siempre con
él.
XC
LA REPRESIÓN (*)
1915
OTRO de los destinos de un instinto puede ser el de tropezar con resistencias que
aspiren a despojarle de su eficacia. En circunstancias cuya investigación nos
proponemos emprender a seguidas, pasa el instinto al estado de represión. Si se tratara
del efecto de un estímulo interior, el medio de defensa más adecuado contra él, sería la
fuga. Pero tratándose del instinto, la fuga resulta ineficaz, pues el Yo no puede huir de sí
mismo. Más tarde, el juicio de repudio del instinto (condena), constituyen para el
individuo un excelente medio de defensa contra él (**). La represión, concepto cuya
fijación ha hecho posible el psicoanálisis (***), constituye una fase preliminar de la
condena, una noción intermedia entre la condena y la fuga.
Tenemos, pues, fundamentos, para suponer una primera fase de la represión, una
represión primitiva, consistente en que la representación psíquica del instinto (*), se ve
negado el acceso a la consciencia. Esta negativa produce una fijación, o sea que la
representación de que se trate perdura inmutable a partir de este momento, quedando el
instinto ligado a ella. Todo ello depende de cualidades, que más adelante examinaremos,
de los procesos inconscientes.
Bajo la influencia del estudio de las psiconeurosis, que nos descubre los efectos
más importantes de la represión, nos inclinaríamos a exagerar su contenido psicológico
y a olvidar que no impide a la representación del instinto perdurar en lo inconsciente,
continuar organizándose, crear ramificaciones y establecer relaciones. La represión no
estorba sino la relación con un sistema psíquico: con el de lo consciente.
El psicoanálisis nos revela todavía algo distinto y muy importante para la
comprensión de los efectos de la represión en las psiconeurosis. Nos revela que la
representación del instinto se desarrolla más libre y ampliamente cuando ha sido
sustraída, por la represión, a la influencia consciente. Crece entonces, por decirlo así, en
la oscuridad, y encuentra formas extremas de expresión, que cuando las traducimos y
comunicamos a los neuróticos tienen que parecerles completamente ajenas a ellos y les
atemorizan, reflejando una extraordinaria y peligrosa energía del instinto. Esta engañosa
energía del instinto es consecuencia de un ilimitado desarrollo de la fantasía y del
estancamiento consecutivo a la negativa de la satisfacción. Este último resultado de la
represión nos indica dónde hemos de buscar su verdadero sentido.
Pero antes, quisiéramos decir algo en general, sobre ambos destinos, labor que se
nos hace posible en cuanto conseguimos orientarnos un poco. El destino general de la
idea que representa al instinto no puede ser sino el de desaparecer de la consciencia, si
era consciente, o verse negado el acceso a ella, si estaba en vías de llegarlo a ser. La
diferencia entre ambos casos carece de toda importancia. Es, en efecto, lo mismo, que
expulsemos de nuestro despacho o de nuestra antesala a un visitante indeseado, o que no
le dejemos traspasar el umbral de nuestra casa. El destino del factor cuantitativo de la
representación del instinto puede ser triplemente vario. El instinto puede quedar
totalmente reprimido y no dejar vestigio alguno observable; puede aparecer bajo la
forma de un afecto cualquiera, y puede ser transformado en angustia. Estas dos últimas
posibilidades nos fuerzan a considerar la transmutación de las energías psíquicas de los
instintos en afectos, y especialmente en angustia, como un nuevo destino de los
instintos.
LO INCONSCIENTE (*)
1915
I. Justificación de lo inconsciente
El psicoanálisis nos obliga, pues, a afirmar, que los procesos psíquicos son
inconscientes y a comparar su percepción por la consciencia con la del mundo exterior
por los órganos sensoriales. Esta comparación nos ayudará, además, a ampliar nuestros
conocimientos. La hipótesis psicoanalítica de la actividad psíquica inconsciente,
constituye, en un sentido, una continuación del animismo, que nos mostraba por
doquiera, fieles imágenes de nuestra consciencia, y en otro, la de la rectificación llevada
a cabo por Kant, de la teoría de la percepción externa. Del mismo modo que Kant nos
invitó a no desatender la condicionalidad subjetiva de nuestra percepción y a no
considerar nuestra percepción idéntica a lo percibido incognoscible, nos invita el
psicoanálisis a no confundir la percepción de la consciencia con el proceso psíquico
inconsciente, objeto de la misma. Tampoco lo psíquico necesita ser en realidad tal como
lo percibimos. Pero hemos de esperar que la rectificación de la percepción interna no
oponga tan grandes dificultades como la de la externa y que el objeto interior sea menos
incognoscible que el mundo exterior.
Pero la situación es, aquí, completamente distinta. Puede suceder, en primer lugar,
que un afecto o sentimiento sea percibido, pero erróneamente interpretado. Por la
represión de su verdadera representación, se ha visto obligado a enlazarse a otra idea, y
es considerado, entonces, por la consciencia, como una manifestación de esta última.
Cuando reconstituimos el verdadero enlace, calificamos de «inconsciente» el
sentimiento primitivo, aunque su afecto no fué nunca inconsciente y sólo su
representación sucumbió al proceso represivo. El uso de las expresiones «afecto
inconsciente» y «sentimiento inconsciente», se refiere, en general, a los destinos que la
represión impone al factor cuantitativo del movimiento instintivo. (Véase nuestro
estudio de la represión). Sabemos que tales testimonios son en número de tres: el afecto
puede perdurar total o fragmentariamente como tal; puede experimentar una
transformación en otro montante de afecto, cualitativamente distinto, sobre todo en
angustia, o puede ser reprimido, esto es, coartado en su desarrollo. (Estas posibilidades
pueden estudiarse más fácilmente quizá, en la elaboración onírica, que en las neurosis).
Sabemos también, que la coerción del desarrollo de afecto es el verdadero fin de la
represión, y que su labor queda incompleta cuando dicho fin no es alcanzado. Siempre
que la represión consigue impedir el desarrollo de afecto, llamamos inconscientes a
todos aquellos afectos que reintegramos a su lugar al deshacer la labor represiva. Así,
pues, no puede acusársenos de inconsecuentes en nuestro modo de expresarnos. De
todas maneras, al establecer un paralelo con la representación inconsciente surge la
importante diferencia de que dicha representación perdura, después de la represión y en
calidad de producto real, en el sistema Inc., mientras que al afecto inconsciente, sólo
corresponde, en este sistema, una posibilidad de agregación, que no pudo llegar a
desarrollarse. Así, pues, aunque nuestra forma de expresión sea irreprochable, no hay
estrictamente hablando, afectos inconscientes, como hay representaciones inconscientes.
En cambio, puede haber muy bien en el sistema Inc. productos afectivos que, como
otros, llegan a ser conscientes. La diferencia procede, en su totalidad, de que las
representaciones son cargas psíquicas y en el fondo cargas de huellas mientras que los
afectos y los sentimientos corresponden a procesos de descarga cuyas últimas
manifestaciones son percibidas como sensaciones. En el estado actual de nuestro
conocimiento de los afectos y sentimientos no podemos expresar más claramente esta
diferencia.