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Asi hablaba Zaratustra

Zaratustra se dedica una y otra vez a recorrer el mundo. Con frecuencia, desciende de su montaña y
habla con la gente para volver luego a su soledad. En el camino no sigue una ruta definida, sino que
a veces visita la ciudad, “la vaca multicolor”, y otras veces se interna en el bosque. Siempre se
encuentra con personas o con animales con quienes conversar.

En el bosque habla con un joven pensativo que, al principio, quiere evitarlo. Zaratustra le cuenta la
parábola del árbol: cuánto más alto quiere subir, más profundamente se arraiga a la tierra, al igual
que los hombres, que en busca de lo bueno y se aferran más y más a lo malo. El joven se siente
descubierto. Los dos hablan sobre el miedo que provoca descubrir lo malo detrás de lo bueno y,
sobre todo, cómo ese miedo describe lo malo en uno mismo.

Una vez, una culebra muerde a Zaratustra en el cuello, pero Zaratustra le dice que su “veneno” es
más fuerte y terrible que el de ella. Más tarde, les explica a sus discípulos que él es la inmoralidad
encarnada, mucho más inmoral que la serpiente, considerada símbolo de la maldad. En otras cosas,
Zaratustra se burla del mundo de sus contemporáneos: la castidad y el pudor, las guerras y los
estados, las parejas, la educación, la relación entre el hombre y la mujer. Zaratustra condena al
Estado como reemplazo de la religión, que se estableció tras la muerte de Dios y que, al igual que la
religión, asume la tutela de los hombres. Además, se burla del pudor y del odio al cuerpo, y ataca a
los detractores del cuerpo: el cuerpo y las pasiones, igual que las ideas, son un componente del
hombre y, por eso, no deberían reprimirse a favor de la razón.

También, al hablar del suicidio, Zaratustra se considera un completo defensor de la libertad humana:
el hombre tiene el derecho de morir en el momento que le resulte conveniente y, por lo tanto,
puede provocar su propia muerte. Nadie debería estar obligado a tolerar la espera de una muerte
lenta. La cobardía no es una buena consejera, y Zaratustra se ríe de quienes temen al suicidio.

Muy por el contrario, alienta a los hombres a prestar atención a sus propias necesidades y pasiones,
a ser valientes y tomar riesgos, incluso el riesgo de la propia muerte. Aferrarse a la vida a toda costa
es una actitud muy difundida, pero no es correcto. Repite su negación de la vida eterna: toda idea de
la existencia de otra cosa, de algo mejor, más allá de la vida terrenal es un error.

El superhombre tampoco está más allá de la humanidad; surge de los hombres, y fue creado a partir
de la existencia humana, aunque con gran esfuerzo. Zaratustra no encuentra al superhombre ni
siquiera entre los “grandes”. El superhombre solo puede desarrollarse desde la soledad, es decir,
lejos de la masa y de sus valores y gustos. Debe crear sus propios valores. De hecho, la actividad
creativa es la única salvación para la humanidad.

Al final, Zaratustra abandona a sus pocos discípulos para que se dediquen por sí mismos a la
búsqueda del superhombre. Subraya, sin embargo, que él no es ese superhombre y que no deberían
seguirlo, sino seguirse a sí mismos. Zaratustra regresa a la montaña y deja a los discípulos librados a
su suerte.

La voluntad de poder y el eterno retorno


El ermitaño dialoga con varias personas. Por ejemplo, un jorobado se interpone en su camino y le
pregunta: “¿Por qué debo creer en ti?”. Zaratustra lo sorprende con su respuesta: un tullido no es
quién tiene una malformación, ni alguien a quien le falta una parte del cuerpo. Mucho más tullidos
son quienes solo son ojos, oídos o narices, y todas las otras partes, sobre todo el alma, están tullidas.
Les sobran algunas partes y les faltan todas las demás. El jorobado se aleja.
Zaratustra abunda ahora en la idea de que trae conocimiento a sus amigos. Afirma ser el viento del
Norte, que sopla sobre los higos maduros de los árboles de su enseñanza, y los hace caer a los pies
de sus contemporáneos para que puedan disfrutarlos. Al mismo tiempo, el tono de sus discursos se
vuelve más pesado: teme que sus teorías y enseñanzas estén en peligro. En un sueño se le aparece
un niño que le pone un espejo enfrente. Zaratustra descubre en él una mueca diabólica. Comprende
que ese sueño es una advertencia de que la teoría pura puede convertirse rápidamente en lo
contrario y ser maleza, en lugar de trigo.

En uno de sus discursos condena a las tarántulas (arañas grandes) por ser el símbolo del deseo de
venganza, que solo enfrenta a las personas, en lugar de aportar algo nuevo. Él no desea estar del
lado de los detractores de la humanidad; por el contrario, quiere ayudar a los hombres. Y pregunta:
¿Qué es la verdad, si no ya existe la verdad absoluta? Precisamente, quien crea algo nuevo, quien
es creativo y piensa por sí mismo, se pregunta: “¿Mi perspectiva es la correcta? ¿Cómo sé que lo que
quiero es lo real?”

Zaratustra vuelve a hablar sobre la idea del superhombre. El hombre creativo y creador es el que
está en el buen camino para convertirse en un superhombre que aspira a este ideal. El hombre
creador se supera a sí mismo, invierte todos los valores y establece nuevas normas. Lo que lo
impulsa, afirma Zaratustra, es la voluntad de poder. La voluntad es lo que nos libera. La voluntad
puede ayudarnos a salir de la esclavitud, si podemos liberarnos de todo lo pasado, si no nos
quedamos atrapados en lo que fue, y, en cambio, podemos decir “Fue mi voluntad”. Para todo lo
futuro, la voluntad busca aquello que es superior, sin consideración, sin conciliación alguna con las
tradiciones.

Para Zaratustra, esta voluntad de poder no es la ambición ni el enriquecimiento en el sentido político


o económico, sino la voluntad de conocer. El ermitaño admite, sin embargo, que la curiosidad
intelectual siempre esconde un deseo de poder, por lo tanto, no existe un ansia de saber sin un
deseo de poder. Es decir que, quien afirma que solo busca el saber, miente. Zaratustra no condena
este deseo de poder, por el contrario: el creador debe ser capaz de vincular su saber con el poder,
para poder establecer un nuevo mundo con valores nuevos y echar definitivamente por tierra lo
viejo.

Zaratustra anuncia entonces la idea del eterno retorno: todo lo humano se repite, y el hombre debe
contar con que volverá a vivir su vida una vez más. La idea del eterno retorno significa que el sujeto
–en especial, el sujeto pensante, creador– debe soportar el dolor que le infringe lo eternamente
igual. Tiene que aprender a aspirar a algo más elevado, aunque debe contar con que tal vez todo
siga igual. Pero, en lugar de desesperar, debe aprovechar este eterno retorno como una oportunidad
para darle sentido a las cosas: lo humano es constante y, por lo tanto, confiable. El mundo no
cambiará de manera radical ni se volverá ininteligible de un día para el otro. El sujeto debe aprender
a vivir el momento. Sin embargo, esto le resultará difícil porque Dios está muerto; es decir que no
puede escaparse de lo eternamente idéntico creyendo en otra cosa, en algo nuevo, que llegará tras
la muerte.

La fiesta
Con frecuencia, Zaratustra habla y canta en verso. Sigue buscando al sujeto superior y se ve a sí
mismo como el “cultivador” que educa a las personas para que se superen a sí mismas. Esta
evolución, empero, está en peligro: el poder de lo eternamente igual es demasiado grande,
demasiado fuerte la impresión de que la búsqueda de un cambio será un fracaso. Zaratustra se
compadece de los humanos y busca activamente al ser superior. En su caverna, reúne todo tipo de
seres maravillosos: espíritus libres, reyes, pordioseros, pensadores, magos. Todos ellos son
individuos extraordinarios a los que Zaratustra descubre feliz como “hombres superiores”. Sin
embargo, todos tienen un defecto: encarnan su enseñanza, pero no completamente. El espíritu libre
es lo que busca el ermitaño, pero se deja llevar por la arbitrariedad, algo que Zaratustra no quiere.
Es que el superhombre toma una decisión y la sostiene. Los reyes encarnan el valor y el riesgo con
sus palabras, pero no son luchadores ni adeptos a participar de la lucha.

Por la noche organiza una fiesta. Aquí, el ermitaño se encuentra con diferentes representantes del
ideario europeo. Cantan la ronda de Zaratustra, en la que el placer triunfa sobre el dolor: “Pero todo
placer busca la eternidad, la profunda, profunda eternidad”. Zaratustra se despide y abandona la
fiesta, con destino desconocido.

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