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PATRICK BAZIN*

Después del orden del libro**


El proyecto Google de “Biblioteca universal” fue vivido por las autoridades francesas
como un desafío por vencer. Sin embargo, esas reacciones muy legítimas no podrían
hacernos olvidar que la transición del orden del libro al orden digital, que conmociona
las nociones de obra, autor, lector y saber, significa un cambio de mundo.
Al anunciar que digitalizaría quince millones de obras de algunas grandes
bibliotecas norteamericanas, la compañía Google acaba de provocar un verdadero
sismo. El presidente de la Biblioteca Nacional de Francia sonó la alarma, y el
presidente de la República en persona decidió enfrentarse al desafío en un marco
europeo.
En efecto, nos explican que, al monopolizar las herramientas que permiten
estructurar los documentos y acceder a ellos, Estados Unidos, incluso sin pretenderlo,
impondrá su punto de vista a obras del pensamiento que ellos mismos no han
producido y les arrebatará a los pueblos del mundo el dominio de su propia memoria
cultural, hasta de su modo de pensar actual. Dicho de otro modo, a lo que se apunta
por primera vez de manera tan oficial es a la relación estratégica que los nuevos
dispositivos de formateo de los conocimientos mantienen con los contenidos, es a la
necesidad de hacer frente activamente a un giro en la historia de los modos de lectura
y escritura de la humanidad.
Sin embargo, para medir la amplitud del asunto, es necesario esforzarse en no
ponerse las viejas gafas. Nosotros, bibliotecarios de otro talante, sentimos bien que
vivimos una mutación profundamente paradójica, en la cual se manifiestan al mismo
tiempo la reaparición de los aspectos más arcaicos de la civilización del libro (como el
gusto por la caligrafía y la bibliofilia) y la emergencia de nuevas formas de lectura y de
escritura.
Por un lado, se perfila al fin en el horizonte esa biblioteca universal que es la
utopía por excelencia del modelo bibliotecario y que cada biblioteca lleva en sí como el
ideal, intelectual y político, de un saber unánimemente compartido; por otro lado,
muchas formas de relación con el saber, que pasaban por una relación física y casi
carnal con los libros, y sus santuarios, parecen hundirse inexorablemente en la noche,
como dan testimonio la desafección creciente de las bibliotecas universitarias o el
retroceso de las humanidades en numerosos países.
Sin embargo, hay un hilo rojo para salir del laberinto de las paradojas: la
“bibliotecarización del mundo”, a la que le corresponde tratar la realidad bajo el ángulo
de la indexación y del archivo. Del simple particular que clasifica sus fotografías
digitales e indexa los blogs de sus amigos a la secuenciación del genoma, pasando
por la transformación de los periódicos en bases de datos o por el deseo creciente que
cada comunidad experimenta de archivar su propia memoria y de hacerla conocer,
todo ocurre como si lo real se convirtiera en una vasta biblioteca, o más bien como si,
en adelante, solo pudiera ser aprehendido a través de la rejilla de un hipertexto que
conecta en cada punto del espacio y del tiempo con todos los demás.
De hecho, gracias a la diseminación general de nuevas herramientas de
indexación digitales (más flexibles, más abiertas y menos costosas), el dominio de las
técnicas documentales, que permanecía aún hasta hace poco, como atributo de una
pequeña corporación de bibliotecarios y archivistas, se encuentra de hoy en adelante
en vías de ser compartido de forma universal, como lo fue en su tiempo la escritura,
después de la dominación de los escribas. De ahora en adelante, ya no es la sola
capacidad de escribir la que se generaliza, sino la de experimentar con un material

* Patrick Bazin es director de la Biblioteca municipal de Lyon. Su último libro es Les Vingt-Cinq ans de la BPI, Paris,
BPI-Centre Pompidou, 2003.
** Tomado de: Médium, Transmettre pour innover, n° 4, julio-agosto-septiembre, 2005, pp. 7-21.

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textual sin límites. Dicho de otro modo, la paradoja ilustrada por el anuncio de Google
era solo aparente: la zaga del texto busca solamente nuevas armas y nuevos modos
de pensamiento para rebotar mejor.
A menudo se tiene tendencia, sobre todo en Francia, a sobreestimar el cara a cara
del lector consigo mismo a través de la página. Ese enfoque solipsista, influenciado sin
duda por una concepción contemporánea de la literatura como experiencia interior, se
choca con otro aspecto, en mi opinión más fundamental: el papel del libro como vector
de comunicación, que tiene que ver con dos características conjuntas, la estabilidad y
la repetición. El libro funciona ante todo como una interfase estable entre dos
subjetividades, la del autor y la del lector. La estabilidad del texto, con su virtud de
autorizar una conversación diferida entre ambos protagonistas, no tiene que ver
solamente con su inscripción perenne en un soporte como el papel o el pergamino.
También tiene que ver, en el caso del libro impreso llegado a su perfección moderna,
con un proceso de validación económica y jurídica que comienza por la selección de lo
bueno para imprimir. Esa validación, que fija el texto en su letra, despega de alguna
manera a este último de los caprichos de su creador. Es entonces cuando interviene la
segunda característica, la de la reproducción idéntica, que permite entregar el texto,
sin alteración alguna, a la apreciación de millares de lectores presentes y futuros, y
hacer lo mismo con otra cantidad de textos. Como cápsulas de sentido circulante en el
espacio y en el tiempo, los libros producen una multitud de bucles interpretativos que,
por una parte, crean una diversidad siempre creciente de pensamientos y, por otra, en
razón de que esos bucles evocan siempre literalmente textos estables, estructuran un
espacio común de conversación diferida (entre autores y lectores, pero también y
sobre todo entre lectores): en suma, una comunidad de pensamiento. El orden del libro
es entonces, ante todo, un sistema de comunicación que tiene como particularidad, a
diferencia de la cultura oral –la de los grandes relatos–, la de promover la diversidad
organizándola y organizarla para acrecentarla cada vez más.
Claro está, como escribe Marcel Proust, la lectura “es ese milagro fecundo de una
comunicación en el seno de la soledad”, y sería absurdo negar la dimensión íntima de
un acto que, sobre todo después de la invención de la lectura silenciosa en la época
de San Agustín, consiste en recrear todo un mundo en el espacio privado del fuero
interno. Es incluso indispensable comprender bien el lazo estrecho que une, en esa
extraordinaria máquina de pensamiento que es el libro, la linealidad discursiva del
texto (el hecho singular de que existan un comienzo y un fin conjuntamente
aprehensibles) con la afirmación de una conciencia individual. La figura del intelectual
moderno está ligada de forma irremediable a la del lector solitario y crítico que practica
una lectura en profundidad, vertical, intensiva, y vuelve sin cesar hacia los textos
fundamentales. Por lo demás, la posible desaparición de esa figura en provecho de un
internauta experto en zapping y distraído, virtuoso en una lectura extensiva llamada
navegación, es lo que más nos inquieta hoy. Sin embargo, al encerrarse demasiado en
la mitología del yo lector se pierde de vista un fenómeno de otro modo importante en la
larga duración: la proliferación y la diseminación crecientes de los textos gracias a los
aligeramientos de sus soportes. Con la imprenta, el texto ganó incluso más en
liviandad, con respecto al códice medieval, puesto que la rapidez de una reproducción
idéntica le permite expandirse fácilmente a los cuatro rincones de Europa y le confiere
una ubicuidad sin precedentes que amplía más el círculo de la conversación diferida.
La digitalización no hará sino prolongar ese movimiento.
Las bibliotecas no escaparán a esa inevitable separación, después de haber
jugado un papel central en la configuración de la cultura del libro, para la cual han sido,
a la vez, una herramienta potente y un modelo de referencia. Como herramienta, han
favorecido el acceso a un máximo de libros y, por ese hecho, han acelerado los
intercambios de ideas: han actuado como condensadoras del pensamiento colectivo y
acumuladoras de este último en el hilo del tiempo. En tanto modelo, han puesto en
escena, en su organización material e intelectual, la concepción enciclopédica del
saber, tan típica del universo libresco.

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La organización de una biblioteca funciona como un pozo de decantación donde la
más extrema diversidad de publicaciones pasa por el tamiz de una sucesión de filtros
relativamente independientes de los contenidos, desde la disposición de las salas
hasta los ficheros, pasando por la clasificación en estantes. Así, en la superficie se
exhiben las obras sintéticas y consensuales, llamadas usuales u obras de referencia;
en los trasfondos se acumulan las producciones más singulares, las menos ortodoxas,
el todo estructurado de tal manera que cualquier elemento pueda encontrar su lugar
en la disposición de los diversos niveles de generalidad a medida que llega. Tal
organización encarna perfectamente la manera enciclopédica que supone que el
mundo pueda volverse objeto de una representación adecuada. La teoría del
conocimiento subyacente a esa concepción parte del principio de que la realidad
misma, a pesar de su complejidad, está organizada en un solo sistema jerarquizado y
coherente del cual se trata de dar cuenta mediante cambios de enfoque sucesivos. En
la perspectiva enciclopédica, el saber está entonces ya inscrito en la naturaleza como
un paisaje en la bruma. Las ignorancias y los errores son percibidos allí como tantos
terrae incognitae o zonas de vaguedad, de aproximaciones o de desviaciones, que no
vuelven a cuestionar de ninguna manera el hecho de que el mapa del saber todavía
existe, al menos bajo forma de esbozo, y puede mejorarse sin cesar, por medio de una
exploración siempre más avanzada del territorio. La biblioteca tiene como misión dar
una versión abreviada de ese mapa. Lo único que exige esa versión abreviada es,
claro está, enriquecerse, pero sus impulsos y sus puntos de referencia, sus
clasificaciones, sus índices, a pesar de su arborescencia floreciente, conservan intacta
su estructura básica. Verdadero microcosmos, la biblioteca reproduce el mundo a su
escala.
Hay que resaltar otro aspecto de la relación que une enciclopedia y biblioteca: su
carácter universalista. En efecto, si la biblioteca constituye eso que se podría llamar un
espacio público del conocimiento, es no solamente porque todo el mundo puede entrar
en ella, sino también y sobre todo porque ningún punto de vista singular o partidista
preside su organización o caracteriza a sus usuarios. Si acoge en sus estantes todas
las ideas, todas las sensibilidades, y si no tiene en cuenta las opciones personales de
sus lectores, es precisamente porque postula, más allá de la diversidad de los puntos
de vista, una base común, enciclopédica y, por ende, universal, que vuelve posible una
verdadera comunidad de saber, y por vía de consecuencia, una comunidad ciudadana.
Del mismo modo que el bibliotecario, figura a veces insulsa, muy alejada de la
exuberancia de otros actores culturales, permanece en la retaguardia para ejercer
mejor su arte de barquero, al entrar en la biblioteca el lector se despoja de sus signos
exteriores, de sus pasiones, y se retira en su fuero interno para dejar actuar en toda
confianza la transubstanciación de la lectura. Eso no quiere decir que la biblioteca no
pueda proveer a sus lectores las armas de la crítica. Por el contrario, y en muchos
aspectos, la historia del libro y de las bibliotecas se confunde con la de la crítica social
y política. Pero esa crítica, para poder ejercerse, exige la conmensurabilidad de los
argumentos, es decir un marco de referencia admitido por todos. En ese aspecto, la
biblioteca es realmente el espacio paradigmático donde mejor se encarna, de forma
abreviada, el orden del libro: un espacio donde el compartir una misma cultura supone,
paradójicamente, siempre más diversidad, la de los libros y la de los bucles
interpretativos que proliferan en torno, en una conversación sin fin; pero un espacio
también donde la confianza indispensable para los intercambios nace de la estabilidad
de los soportes y los puntos de referencia.
Ahora bien, la mutación que vivimos en este momento cuestiona radicalmente ese
dispositivo. El cambio no reside tanto en el aumento exponencial de los datos y la
rapidez acrecentada de los intercambios (pues estos últimos no hacen sino prolongar
las potencialidades desarrolladas por el orden del libro), sino más bien en la volatilidad
de las referencias que se derivan de ello, trátese de los soportes, de los lenguajes de
indexación o de los dispositivos jurídico-económicos.

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Por ejemplo, la posibilidad de establecer lazos hipertextuales a través de Internet
entre una secuencia de texto y otra cualquiera, de volverlos públicos y modificarlos a
voluntad (como ocurre corrientemente con los blogs) crea una nueva realidad
documental, en perpetuo movimiento. Seguramente, esa posibilidad puede parecer
cercana a la que consiste tradicionalmente en constituir una documentación personal
con fichas sacadas de múltiples lecturas. Sin embargo, a diferencia de esta última, que
permanece puramente personal, cuantitativamente limitada y fijada en la lógica de una
clasificación personal única, la información en línea puede ser compartida entre un
número indeterminado de corresponsales, realmente no tiene límites y, sobre todo,
puede ser estructurada y reestructurada según ciertos usos y ciertos puntos de vista.
El trabajo de anotación que en el orden del libro continuaba dependiendo de la
estabilidad de la obra impresa y permanecía confinado en la lógica privada del lector
solitario, se vuelve entonces un momento de una obra colectiva en movimiento, se
convierte en la obra misma. Sin embargo, es una obra (y esa no es la menor paradoja)
que no anula el procedimiento personal, sino que, al contrario, lo integra como una
secuencia de un work in progress.
Dicho de otro modo, lo que el orden libro separaba (la obra estable, validada y
pública, por un lado; la esfera privada, móvil y creativa, por el otro), el orden digital
tiende a confundirlo con todas las implicaciones cognitivas, jurídicas y económicas que
conocemos. En efecto, ¿cuál será el quid del asunto? ¿Ciertos criterios de validación
de la información en un contexto en el cual, a diferencia del orden del libro, los meta-
datos que permiten ponerle referencias al documento son la expresión misma de
documentos y no elementos de identificación impuestos desde el exterior? ¿Quid del
asunto también, la noción misma de obra y su corolario, la de propiedad, que a su vez
funda toda una economía?
Ciertamente, las obras producto del orden del libro están lejos de haber desertado
de Internet, como lo prueba el proyecto de digitalización de Google o el programa
Gallica de la BNF. Sin embargo, ¿cómo podría creerse que más allá de un uso
patrimonial, el concepto de biblioteca digital pueda constituir el futuro de Internet y
representar algo más que una supervivencia del orden del libro, en un entorno que le
será cada vez más extraño? Es evidentemente indispensable digitalizar un máximo de
libros para preservarlos y facilitar el acceso a ellos con fines de investigación, pero la
fuerza viva de la revolución digital no es de naturaleza mimética. Ella no apunta hacia
la reproducción en el espacio virtual de lo que el orden del libro logró muy bien con la
tinta, el papel y los medios de transporte clásicos. El fracaso del libro electrónico es,
por otra parte, una prueba entre otras de los callejones sin salida que hay que evitar,
como hemos podido demostrarlo en Lyon, en 2003, en el momento de una
experimentación de varios meses: el libro electrónico sólo convence de hecho a los
lectores profesionales que buscan explorar, más por juego que por necesidad, las
potencialidades de la lectura intensiva, tales como la investigación de ocurrencias o la
anotación; sólo sirve para reproducir el “contrato de lectura” tradicional, pero sin la
dimensión ergonómica, sensorial y afectiva del verdadero libro, y sin la apertura hacia
la dinámica de las redes del saber.
Esa dinámica, lo hemos visto, es debida ampliamente a la potencia del hipertexto y
de la interactividad, que hace de cada lector un autor potencial, apto para intervenir en
el flujo textual al cual accede. También, esa capacidad de intervención modifica
sensiblemente la relación con la escritura. La forma misma del texto y el lenguaje
empleado se modifica para apuntar hacia una mayor eficacia, más allá de lo que la
prensa había ya comenzado en el universo de lo impreso. La escritura adquiere una
performatividad, es decir, una capacidad de acción y de reacción frente a los textos de
los otros actores del sistema, a tal punto que estos últimos se convierten en casi
interlocutores. La comunicación mediante textos interpuestos se vuelve cada vez
menos diferida y se aproxima a una casi oralidad, o más bien a una mixtura de
oralidad y textualidad que, decididamente, nos aleja radicalmente del orden del libro, al
mismo tiempo que persigue, finalmente, el mismo objetivo.

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La dinámica textual, al desplegarse a través de Internet, comporta otra
característica, igualmente vertiginosa: engloba casi todas las formas de expresión, no
solamente escritas sino también sonoras y visuales, en un continuo digital donde todo
se vuelve texto. En efecto, ¿qué es una imagen digital (necesariamente imagen de
síntesis) si no una cadena de códigos tejiendo, tal como la fila india de los caracteres
tipográficos, un mundo simulado, a diferencia de la fotografía en nitrato de plata que,
por su parte, sí lo manifiesta? Dicho de otro modo, hay pantextualización. En efecto, el
movimiento de la posmodernidad no se hace de lo escrito hacia la imagen, del
universo distanciado de las palabras hacia la manifestación inmediata de la realidad,
sino, al contrario, de la imagen en tanto que representación e índice de la realidad (la
famosa aura de Walter Benjamin) hacia una reconstrucción del mundo, sea visual,
sonora o escrita, a través de un encadenamiento de algoritmos, es decir a través de un
trabajo que tiene que ver más con la escritura y el discurso que con la pintura.
Además, el libro, esa imagen fija de una conversación global, esa manera de poner
entre paréntesis la temporalidad, puede ser considerado como un último intento de
contener todavía la textualidad en el orden de la representación pictórica o
monumental, en continuidad con los frisos egipcios o con los manuscritos hieráticos en
caracteres romanos de la alta Edad Media. Aunque vector eficaz de comunicación, el
libro da todavía la ilusión de detener lo que no obstante permanece fundamentalmente
como el momento de un proceso de argumentación sin fin, como lo sugiere muy bien
Richard Rorty: “El mejor servicio que pudiéramos darnos a nosotros, los autores –
escribía en 1979– consiste en tratar los libros de cada quien, no como entidades
monolíticas, sino más bien (para tomar prestada una imagen de Wittgenstein) como
cuerdas tejidas de hilos cruzados, cada salida pudiendo ser escogida y entrelazada
con otros hilos tomados prestados a otras cuerdas”. Ahora bien, he ahí precisamente
lo que es liberado hoy por lo digital, lo que el libro había creído fijar, a saber, la
escritura y que le permite investir, gracias a su flexibilidad, todas las formas de
expresión.
La noción de saber constituido, de enciclopedia y de transmisión por difusión,
propia de la cultura del libro, es sustituida en las redes digitales, casi subrepticiamente,
por la experiencia de un conocimiento profundamente relativo, por no decir relativista,
que se transmite compartiéndose y transformándose. En ese verdadero cambio de
topología reside quizás el mayor desafío al cual nos hallamos visto confrontados, pues
afecta al sentido que damos al conocimiento y a la manera como concebimos la
educación.
Ciertamente, el relativismo y la duda no son nuevos, tampoco la idea de una
pedagogía participativa opuesta a la difusión vertical del curso magistral. El
cuestionamiento permanente es, por otra parte, intrínseco al pensamiento occidental,
desde hace siglos. Sin embargo, ese cuestionamiento continuaba, hasta hoy,
inscribiendo la topología de un “conocimiento aproximado” (para retomar la expresión
de Gaston Bachelard), es decir de un conocimiento que, por aproximaciones y
rectificaciones sucesivas, pretendía aproximarse, incluso si era de manera parcial y
asintótica, cuando no a una verdad final, al menos a un saber constituido, transmisible,
en el marco de una tradición. Sucediendo al inmovilismo de las verdades reveladas, la
duda fue un motor potente de diversidad (puntos de vista, métodos, interpretaciones)
que permitía abrir el campo del conocimiento a experiencias más ricas y más
numerosas y, por ende, a innumerables innovaciones técnicas. También la duda
encontraba en el libro, lo hemos visto, el mejor de los propagandistas. Sin embargo,
como el libro, la duda del hombre occidental permanecía al mismo tiempo ligada a la
fiabilidad de referentes estables, aunque fueran temporales. Sin caer en la ilusión de
llegar un día definitivamente a buen puerto, esa era de todas maneras la utopía
reguladora de un mundo ordenado que lo motivaba finalmente, y no un nihilismo
destructor. Además, ¿habrá habido más bella encarnación de esa ambivalencia
fecunda entre la duda y la confianza en un orden oculto, que la biblioteca? ¿Qué es lo
que nos hacía entonces tan felices cuando evocábamos una verdadera biblioteca, si

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no era el sentimiento deliciosamente contradictorio y típicamente humanista de un
orden oculto en el caos? Ahora bien, esta manera de gestionar la pregunta por el
sentido parece haber tenido larga vida. Hoy se trata de inventar dispositivos y
comportamientos adaptados a un entorno donde los puntos de referencia evolucionan
con la ruta. Para nosotros, bibliotecarios o pedagogos, se trata de imaginar modos de
mediación y de transmisión que evolucionen con los usos que se hace de ellos.
La pregunta puede resumirse así: ¿Qué significa conservar flujos textuales en
evolución permanente y sometidos, además, a causa de la caducidad rápida de las
herramientas de lectura, a migraciones frecuentes de programas de computador hacia
otros programas que les modifican la estructura? La pregunta ya no es por los
soportes de la memoria (su capacidad, su perennidad, su conservación), sino más
bien por el contenido de la memoria misma y de su transformación permanente.
Paradójicamente, el problema no reside en un posible déficit de memoria o en un
eterno presente al cual nos condenaría la sociedad de la información. En muchos
aspectos, por el contrario, esa sociedad nos condena a reactivar siempre más
memoria. Del ruido de fondo de los astrofísicos que permite reconstituir los orígenes
del universo a la posibilidad de establecer la procedencia de los alimentos, pasando
por la patrimonialización de la cultura, la menor huella cobra sentido, y el presente,
más que nunca, está invadido por un pasado que lo obsesiona. En realidad, la
dificultad proviene de la facilidad creciente que tenemos, gracias a lo digital, de
reactivar la memoria para producir novedad y, haciendo esto, de reconfigurar
incesantemente esa memoria, un poco a la imagen de la memoria biológica que
perdura porque se transforma sin cesar. La separación nítida, dominante hasta hoy,
entre, por una parte, un patrimonio cultural hecho de la acumulación de huellas más o
menos numerosas pero tangibles, como en las bibliotecas y, por otra parte, su
explotación en el presente, tiende a disolverse. Así, en el espacio-tiempo del
hipertexto, diacronía y sincronía se compenetran, exigiendo de los bibliotecarios que
ya no consideremos la pregunta por el patrimonio escrito exclusivamente en términos
de acumulación y de conservación de las huellas. ¿Qué pensar, por ejemplo, de los
diversos proyectos de conservación de la Web a partir de instantáneas realizadas de
manera aleatoria o de la memorización completa de los sitios supuestamente
significativos? Ciertamente, permitirán en el futuro tener una vaga idea de lo que se
producía hoy, pero pasarán de largo por aquello que forma la esencia de la cultura
Internet, es decir, el cambio y la interacción permanentes. Dicho de otro modo,
naufragarán en gran parte en su proyecto de preservación de la memoria porque la
cuestión de la memoria cambió de naturaleza y siguen considerando una realidad
cultural totalmente nueva con las gafas del pasado.
Frente a esa dificultad y todas las que he subrayado, no tengo solución global para
proponer. Sólo diré que, ante todo, no debemos engañarnos respecto a la naturaleza
del desafío, como acabo de intentarlo y, seguidamente, debemos encontrar el
movimiento al mismo tiempo que avanzamos, experimentar nuevas vías.
En 1994, en el coloquio de Umberto Eco sobre el futuro del Libro, en Saint-Marin,
yo había propuesto como hilo conductor el concepto de meta-lectura. En mi
concepción, ese concepto significaba que había que alistarse para considerar de
ahora en adelante la lectura libresca (y el objeto libro) como un subconjunto de una
realidad más vasta y más compleja donde iban a interferir diversos modos de lectura y
donde, sobre todo, la competencia esencial consistiría en hacer cooperar esos
diversos modos, en realizar procedimientos dinámicos, transversales, interactivos,
meta-leer, de alguna manera. Mi idea era que había que preparar a las bibliotecas, si
ellas deseaban continuar jugando un papel en la difusión de los conocimientos, para el
desarrollo de un saber-hacer en la materia, en interacción estrecha con los usuarios y,
de hecho, en diez años, el inmenso éxito de Internet y la transición hacia lo digital de
todas las formas de comunicación vieron emerger nuevos procedimientos de acceso a
la información y de compartir conocimientos que dibujan ya los contornos de una
verdadera cultura de la meta-lectura. Es necesario admitir, sin embargo, que los

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primeros esbozos de esa cultura se han desarrollado ampliamente por fuera de las
bibliotecas, y estas últimas, por eso, comienzan a conocer un déficit de imagen,
incluso un comienzo de desafección. Otros factores juegan evidentemente en esa
crisis de las bibliotecas: lo inhospitalario de los espacios, horarios inadecuados,
servicios deficientes, actividades culturales demasiado clásicas, ausencia de
estrategia de marketing, etc. Sin embargo, al fin de cuentas, de lo que se trata es
realmente de la misma cosa, es decir la dificultad que experimentan las bibliotecas
para salir de un modelo auto-centrado dando muy poco lugar a la interacción con los
usos y los usuarios. Ahora bien, más que todo otro parámetro del cambio, es sin duda
la cultura digital la que conmociona más profundamente los hábitos, es ella la que, en
mi opinión, saca todo el resto, es en ella donde hay que invertir en primer lugar para
cambiar verdaderamente la partida.
Sin embargo, no basta digitalizar nuestro patrimonio cultural, dándonos así la
impresión de continuar dominándolo, o instalar accesos de Internet un poco por todas
partes. El verdadero desafío no reside ya solamente, ni siquiera principalmente, en el
dominio de los recursos, sino también y sobre todo en el dominio de los procesos
dinámicos de mediación y de compartir. Debemos asumirlo, si queremos que las
bibliotecas continúen jugando un papel significativo en el ordenamiento de un espacio
público del conocimiento.
Traducido del francés por JORGE MÁRQUEZ VALDERRAMA,
Medellín, octubre de 2005.

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