Michel de Montaigne Fragmento del Capítulo XIII “De la Experiencia”
Ningún deseo más natural que el deseo de conocer. Todos los medios que a él pueden conducirnos los ensayamos, y, cuando la razón nos falta, echamos mano de la experiencia, que es un medio mucho más débil y más vil; pero la verdad es cosa tan grande que no debemos desdeñar ninguna senda que a ella nos conduzca. Tantas formas adopta la razón que no sabemos a cual atenernos: no muestra menos la experiencia; la consecuencia que pretendemos sacar con la comparación de los acontecimientos es insegura, puesto que son siempre de semejantes. Ninguna cualidad hay tan universal en esta imagen de las cosas como la diversidad y variedad. Y los griegos, los latinos y también nosotros, para emplear el más expreso ejemplo de semejanza nos servimos del de los huevos: sin embargo, hombres hubo, señaladamente uno en Delfos, que reconocía marcas diferenciales entre ellos, de tal suerte que jamás tomaba uno por otro; y, como tuviera unas cuantas gallinas sabía discurrir de cuál era el huevo de que se tratara. La disimilitud se ingiere por sí misma en nuestras obras; ningún arte puede llegar a la semejanza; ni Perrozet ni ningún otro pueden tan cuidadosamente pulimentar y blanquear el anverso de sus cartas que algunos jugadores no las distingan tan sólo al verlas escurrirse en las manos ajenas. La semejanza es siempre menos perfecta que la diferencia. Diríase que la naturaleza se impuso al crear el no repetir sus obras, haciéndolas siempre distintas. Apenas me place, sin embargo, la opinión de aquel que pensaba por medio de la multiplicidad de las leyes sujetar la autoridad de los jueces cortándoles en trozos la tarea; no echan de ver los que tal suponen que hay tanta libertad y amplitud en la interpretación de aquéllas como en su hechura; y están muy lejos de la seriedad los que creen calmar y detener nuestros debates llevándonos a la expresa palabra de la Biblia; tanto más cuanto que nuestro espíritu no encuentra el campo menos espacioso al fiscalizar el sentido ajeno que al representar el suyo propio; y cual si no hubiera menos animosidad y rudeza al glosar que al inventar. Quien aquello sentaba vemos nosotros claramente cuánto se equivocaba, pues en Francia tenemos más leyes que en todo el resto del universo mundo, y más de las que serían necesarias para gobernar todos los mundos que ideó Epicuro; ut olim flagitiis, sic nunc legibus laboramus. Y sin embargo, dejamos tanto que opinar y decidir al albedrío de nuestros jueces, que jamás se vio libertad tan poderosa ni tan licenciosa. ¿Qué salieron ganando nuestros legisladores con elegir cien mil cosas particulares y acomodar a ellas otras tantas leyes? Este número no guarda proporción ninguna con la infinita diversidad de las acciones humanas, y la multiplicación de nuestras invenciones no alcanzará nunca la variación de los ejemplos; añádase a éstos cien mil más distintos, y sin embargo no sucederá que en los acontecimientos venideros se encuentre ninguno (con todo ese gran número de millares de sucesos escogidos y registrados) con el cual se puede juntar y aparejar tan exactamente que no quede alguna circunstancia y diversidad, la cual requiera distinta interpretación de juicio. Escasa es la relación que guardan nuestras acciones, las cuales se mantienen en mutación perpetua con las leyes, fijas y móviles: las más deseables son las más raras, sencillas y generales: y aún me atrevería a decir que sería preferible no tener ninguna que poseerlas en número tan abundante como las tenemos. Naturaleza, las procura siempre más dichosas que las que nosotros elaboramos, como acreditan la pintura de 1a edad dorada de los poetas y el estado en que vemos vivir a los pueblos que no disponen si no es de las naturales. Gentes son éstas que en punto a juicio emplean en sus causas al primer pasajero que viaja a lo largo de sus montañas, y que eligen, el día del mercado, uno de entre ellos que en el acto decide todas sus querellas. ¿Qué daño habría en que los más prudentes resolvieran así las nuestras conforme a las ocurrencias y a la simple vista, sin necesidad de ejemplos ni consecuencias? Cada pie quiere su zapato. El rey Fernando, al enviar colonos a las Indias, ordenó sagazmente que entre ellos no se encontrara ningún escolar de jurisprudencia, temiendo que los procesos infestaran el nuevo mundo, como cosa por su naturaleza generadora de altercados y divisiones, y juzgando con Platón «que es para un país provisión detestable la de jurisconsultos y médicos». ¿Por qué nuestro común lenguaje, tan fácil para cualquiera otro uso, se convierte en obscuro o ininteligible en contratos y testamentos? ¿Por qué quien tan claramente se expresa, sea cual fuere lo que diga o escriba, no encuentra en términos jurídicos ninguna manera de exteriorizarse que no esté sujeta a duda y a contradicción? Es la causa que los maestros de este arte, aplicándose con particular atención a escoger palabras solemnes y a formar cláusulas artísticamente hilvanadas, pesaron tanto cada sílaba, desmenuzaron tan hondamente todas las junturas, que se enredaron y embrollaron en la infinidad de figuras y particiones, hasta el extremo de no poder dar con ninguna prescripción ni reglamento que sean de fácil inteligencia: confusum est, quidquid usque in pulverem sectum est. Quien vio a los muchachos intentando dividir en cierto número de porciones una masa de mercurio, habrá advertido que cuanto más la oprimen y amasan, ingeniándose en sujetarla a su voluntad, más irritan la libertad de ese generoso metal, que va huyendo ante sus dedos, menudeándose y desparramándose más allá de todo cálculo posible: lo propio ocurre con las cosas, pues subdividiendo sus sutilezas, enséñase a los hombres a que las dudas crezcan; se nos coloca en vías de extender y diversificar las dificultades, se las alarga y dispersa. Sembrando las cuestiones y recortándolas, hácense fructificar y cundir en el mundo la incertidumbre y las querellas, como la tierra se fertiliza cuanto más se desmenuza y profundamente se remueve. Difficultatem facit doctrina. Dudamos, con el testimonio de Ulpiano, y todavía más con Bartolo y Baldo. Era preciso borrar la huella de esta diversidad innumerable de opiniones y no adornarse con ellas para quebrar la cabeza a la posteridad. No sé yo qué decir de todo esto, mas por experiencia se toca que tantas interpretaciones disipan la verdad y la despedazan. Aristóteles escribió para ser comprendido: si no pudo serlo, menos hará que penetren su doctrina otro hombre menos hábil, y un tercero menos que quien sus propias fantasías trata. Nosotros manipulamos la materia y la esparcimos desleyéndola; de un solo asunto hacemos mil, y recaemos, multiplicando y subdividiendo, en la infinidad de los átomos de Epicuro. Nunca hubo dos hombres que juzgaran de igual modo de la misma cosa; y es imposible ver dos opiniones exactamente iguales, no solamente en distintos hombres, sino en uno mismo a distintas horas. Ordinariamente encuentro qué dudar allí donde el comentario nada señaló; con facilidad mayor me caigo en terreno llano, como ciertos caballos que conozco, los cuales tropiezan más comúnmente en camino unido. ¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, puesto que no se ve ningún libro humano ni divino, con el que el mundo se ataree, cuya interpretación acabe con la dificultad? El centésimo comentario se remite al que le sigue, que luego es más espinoso y escabroso que el primero. Cuando convenimos que un libro tiene bastantes, ¿nada hay ya que decir sobre él? Esto de que voy hablando se ve más patente en el pleiteo: otórgase autoridad legal a innumerables doctores y decretos, así como a otras tantas interpretaciones; ¿reconocemos, sin embargo, algún fin o necesidad de interpretar? ¿Se echa de ver con ello algún progreso y adelantamiento hacia la tranquilidad? ¿Nos precisan menos abogados y jueces que cuando este promontorio jurídico permanecía todavía en su primera infancia? Muy por el contrario, obscurecemos y enterramos la inteligencia del mismo; ya no lo descubrimos sino a merced de tantos muros y barreras. Desconocen los hombres la enfermedad natural de su espíritu, el cual sólo se ocupa en bromear y mendigar; va constantemente dando vueltas, edificando y atascándose en su tarea, como los gusanos de seda, para ahogarse; mus in pice: figúrase advertir de lejos no sé qué apariencia de claridad y de verdad imaginarias, pero mientras a ellas corro, son tantas las dificultades que se atraviesan en su camino, tantos los obstáculos y nuevas requisiciones, que éstos acaban por extraviarle y trastornarle. No de otro modo aconteció a los perros de Esopo, los cuales descubriendo en el mar algo que flotaba semejante a un cuerpo muerto, y no pudiendo acercarse a él, decidieron beber el agua para secar el paraje, y se ahogaron. Con lo cual concuerda lo que Crates decía de los escritos de Heráclito, o sea «que habrían menester un lector que fuera buen nadador», a fin de que la profundidad y el peso de su doctrina no lo tragaran y sofocaran. Sólo la debilidad individual es lo que hace que nos contentemos con lo que otros o nosotros mismos encontramos en este perseguimiento de la verdad; uno más diestro no se conformará, quedando siempre lugar para un tercero, igualmente que, para nosotros mismos, y camino por donde quiera. Ningún fin hay en nuestros inquirimientos; el nuestro está en el otro mundo. El que un espíritu se satisfaga, es signo de cortedad o de cansancio. Ninguno que sea generoso se detiene en cuanto emplea su propio esfuerzo; pretendo siempre ir más allá, transponiendo sus fuerzas; posee vuelos que exceden, que sobrepujan los efectos: cuando no adelanta, ni se atormenta ni da en tierra, o no choca ni da vueltas, no es vivo sino a medias; sus perseguimientos carecen de término y de forma; su alimento se llama admiración, erradumbre, ambigüedad. Lo cual acreditaba de sobra Apolo hablándonos siempre con doble sentido, obscura y oblicuamente; no saciándonos, sino distrayéndonos y atareándonos. Es nuestro espíritu un movimiento irregular, perpetuo, sin modelo ni mira: sus invenciones se exaltan, se siguen y se engendran las unas a las otras. (Montaigne, 1580).
LA SOCIOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Ágnes Heller Fragmento del capítulo III “la consciencia del nosotros” Como hemos visto, la «consciencia del nosotros» se desarrolla en el particular paralelamente a la consciencia del yo. Solamente el egoísta-individualista consciente no tiene una «consciencia del nosotros», pero esto no constituye en él el punto de partida, sino más bien un efecto: el efecto de la reflexión y del modo de vida. Cuando decimos que las dos consciencias se desarrollan paralelamente, no pretendemos negar que la afectividad de la particularidad emerge con más fuerza en la consciencia del yo. Pero también el nosotros aparece investido de la afectividad más elemental cuando el yo se identifica con él. Lo que, evidentemente, no es sólo válido para las comunidades, sino para cualquier integración, incluidas las integraciones de grupo absolutamente casuales. Después del ocaso de las comunidades naturales. los particulares (fuesen conscientes o no) han intentado a menudo pertenecer a un grupo precisamente para «prolongar» de este modo su particularidad. Hasta la persona más débil e inhábil puede transformarse en un vencedor cuando, identificándose con un equipo de fútbol, dice: «¡hemos vencido!». Hemos visto, examinando el hombre particular, que la misma particularidad es una categoría homogénea. Sin embargo, los diversos afectos particulares no siempre se desarrollan el uno junto al otro sin suscitar problemas. Nos hemos detenido ya sobre un punto: hemos recordado que hasta el hombre más particular tiene necesidad de dominarse para poder «existir en el mundo». ¿Pero qué significa dominarse si no frenar la particularidad un determinado sentido? Es decir, incluso entre los afectos particulares surge una jerarquía: la fuerza o debilidad de las características «innatas» v el «mundo», en que éstas deben hacerse valer, deciden cuál de sus afectos deberá sacrificar el particular en aras de otro (o de otros). Estos «sacrificio»:» — siempre, aunque no se trate de la elevación del particular a la individualidad, sino sólo del enfriamiento de ciertos afectos particulares— conducen a menudo a los denominados «complejos». Estamos de acuerdo con Bloch cuando afirma que el «complejo» deriva siempre de la ofensa de la particularidad; el individuo consciente de sí conoce sus motivaciones e intenta plasmar su propia personalidad de acuerdo con las exigencias externas siempre de tal modo que pueda afirmar: «yo soy yo». Por consiguiente, podrá tener conflictos (incluso consigo mismo), pero no complejos. La simple represión de los afectos (y eventualmente de las características) particulares, su «inhibición», sirve a un doble fin. En parte y ante todo es un interés del desarrollo genérico. En el mundo de la propiedad, de la sociedad de clases, de la alienación, la cual, como hemos visto, produce prevalen temen te hombres organizados sobre la particularidad, las exigencias genéricas — así como el resto de las exigencias sociales— sólo pueden afirmarse a través de la represión o de la «desviación» de los afectos y características particulares del particular. Han sido necesarios medios draconianos para conseguir que no se matase, violentase, depredase, lo que naturalmente ha comportado la violación de la particularidad respectiva. Contemporáneamente la «inhibición» se ha convertido en un interés fundamental de la particularidad misma; ésta no habría estado a la altura de su objetivo prioritario — conservarse en el mundo— si no hubiese «colaborado» con las exigencias sociales reprimiendo algunos de sus afectos particulares. (Hay que precisar que, cuando hablamos de afectos particulares, no nos referimos sólo o principalmente a los instintos originarios, sino también a las motivaciones particulares cultivadas en la sociedad clasista, como la envidia, el impulso a la posesión, etcétera.) Pero son necesarias dos precisiones. En primer lugar, la necesidad de regular determinados sentimientos particulares no desaparece conjuntamente con la sociedad clasista; se trata en efecto de la condición fundamental de toda convivencia humana. Al mismo tiempo el contenido y el objetivo del sistema de normas sociales y la valoración de los afectos se encuentran en una correlación recíproca. En el caso de las normas draconianas, la sociedad —y el particular que interioriza las exigencias de la sociedad— puede juzgar como particulares algunas motivaciones que tienen, por el contrario, un contenido genérico, pero cuyos valores genéricos son olvidados por el sistema de normas predominante. En la ciudad del sol de Campanella, por ejemplo, no es admitido el derecho de elegir libremente un compañero amoroso; quien escoge libremente su compañero es condenado, sobre la base del sistema de normas sociales vigentes, como «prisionero de sus pasiones». Sin embargo, es indudable que la libre elección del compañero —no sólo a los ojos de la posteridad, sino también de una parte de los contemporáneos de Campanera— representa en sí un valor genérico; por consiguiente, tal aspiración, en sí no particular, es degradada al nivel de la particularidad solamente en aquel sistema de normas determinado. La «represión» de los sentimientos particulares, la estructuración de su jerarquía y su canalización según las expectativas son tarea en primer lugar de la moral, de la religión y del derecho. Y no es casual que las dos primeras se basen siempre en la consciencia del nosotros. ¿Por qué? El nosotros —bien se trate de una comunidad natural o de elección, o bien de un grupo— es considerado por el particular como una «prolongación» de sí mismo. El particular puede tener ab ovo intereses, objetivos, sistemas de costumbres comunes con el nosotros, o bien esta unidad surge sobre la base de la elección; pero esto es ahora indiferente para los fines de nuestro discurso. Por lo tanto, la base de la consciencia del nosotros no está en las regiones de las ideas, sino sobre un suelo completamente terrestre. El particular es parte de una integración; las victorias de la integración son realmente victorias del particular: en cuanto aquélla realiza los intereses de éste es posible que le «llene» la particularidad. Cuando el pueblo al que pertenezco entra en guerra con el pueblo lindante y vence, yo me convierto en más rico; si es derrotado soy hecho prisionero. Por consiguiente, en este sentido mi comunidad es efectivamente yo. Sin embargo —y también en esto se equivocan los defensores del egoísmo razonable— el yo no se identifica con el nosotros calculando las posibles ventajas y desventajas; la consciencia del nosotros — al menos en las sociedades comunitarias (y también hoy cuando se trata de la nación)— es interiorizada espontáneamente. El particular es capaz de llevar a cabo incluso los máximos sacrificios —v recordemos la mencionada contradicción de la particularidad— por él nosotros, por la comunidad. Puede orientar sus afectos hacia este nosotros, renunciar a su patrimonio, sacrificar su propia familia. La comunidad de intereses toma parte en la formación y en la consolidación de la consciencia del nosotros, vero no participa necesariamente en\ cada acción orientada hacia la comunidad. Como va hemos indicado, la moral y la religión se basan fundamentalmente en esta potencia de arrastre del nosotros que trasciende los intereses. Por lo tanto, la motivación o el afecto particulares pueden en casos extremos sacrificarse completamente en beneficio del nosotros. Sin embargo, no se puede afirmar que la consciencia del nosotros y la acción correspondiente basten para superar el comportamiento particular. Ante todo, porque en la identificación con el nosotros la superación de la particularidad vale exclusivamente para la propia integración. Si mi pueblo está en peligro, voy a la guerra, soy herido, soporto hambre y fatigas; pero si después torturo hasta la muerte a mi enemigo derrotado, violo a sus mujeres, mato a sus hijos. todo ello no perjudica en lo más mínimo mi completa identificación con la consciencia del nosotros. Y al contrario, porque la completa identificación con la consciencia del nosotros, con las acciones de mi comunidad, deriva siempre de la ofensa de la particularidad; el individuo consciente de sí conoce sus motivaciones e intenta plasmar su propia personalidad de acuerdo con las exigencias externas siempre de tal modo que pueda afirmar: «yo soy yo». Por consiguiente, podrá tener conflictos (incluso consigo mismo), pero no complejos. La simple represión de los afectos (y eventualmente de las características) particulares, su «inhibición», sirve a un doble fin. En parte y ante todo es un interés del desarrollo genérico. En el mundo de la propiedad, de la sociedad de clases, de la alienación, la cual, como hemos visto, produce prevalentemente hombres organizados sobre la particularidad, las exigencias genéricas — así como el resto de las exigencias sociales— sólo pueden afirmarse a través de la represión o de la «desviación» de los afectos y características particulares del particular. Han sido necesarios medios draconianos para conseguir que no se matase, violentase, depredase, lo que naturalmente ha comportado la violación de la particularidad respectiva. Contemporáneamente la «inhibición» se ha convertido en un interés fundamental de la particularidad misma; ésta no habría estado a la altura de su objetivo prioritario —conservarse en el mundo— si no hubiese «colaborado» con las exigencias sociales reprimiendo algunos de sus afectos particulares. (Hay que precisar que, cuando hablamos de afectos particulares, no nos referimos sólo o principalmente a los instintos originarios, sino también a las motivaciones particulares cultivadas en la sociedad clasista, como la envidia, el impulso a la posesión, etcétera.) Pero son necesarias dos precisiones. En primer lugar, la necesidad de regular determinados sentimientos particulares no desaparece conjuntamente con la sociedad clasista; se trata en efecto de la condición fundamental de toda convivencia humana. Al mismo tiempo el contenido y el objetivo del sistema de normas sociales y la valoración de los afectos se encuentran en una correlación recíproca. En el caso de las normas draconianas, la sociedad —y el particular que interioriza las exigencias de la sociedad— puede juzgar como particulares algunas motivaciones que tienen, por el contrario, un contenido genérico, pero cuyos valores genéricos son olvidados por el sistema de normas predominante. En la ciudad del sol de Campanella, por ejemplo, no es admitido el derecho de elegir libremente un compañero amoroso; quien escoge libremente su compañero es condenado, sobre la base del sistema de normas sociales vigentes, como «prisionero de sus pasiones». Sin embargo, es indudable que la libre elección del compañero —no sólo a los ojos de la posteridad, sino también de una Darte de los contemporáneos de Campanella— representa en sí un valor genérico; por consiguiente, tal aspiración, en sí no particular, es degradada al nivel de la particularidad solamente en aquel sistema de normas determinado. La «represión» de los sentimientos particulares, la estructuración de su jerarquía y su canalización según las expectativas son tarea en primer lugar de la moral, de la religión y del derecho. Y no es casual que las dos primeras se basen siempre en la consciencia del nosotros. ¿Por qué? El nosotros—bien se trate de una comunidad natural o de elección, o bien de un grupo— es considerado por el particular como una «prolongación» de sí mismo. El particular puede tener ab ovo intereses, objetivos, sistemas de costumbres comunes con el nosotros, o bien esta unidad surge sobre la base de la elección; pero esto es ahora indiferente para los fines de nuestro discurso. Por lo tanto, la base de la consciencia del nosotros no está en las regiones de las ideas, sino sobre un suelo completamente terrestre. El particular es parte de una integración: las victorias de la integración son realmente victorias del particular: en cuanto aquélla realiza los intereses de éste es posible que le «llene» la particularidad. Cuando el pueblo al que pertenezco entra en guerra con el pueblo lindante y vence, yo me convierto en más rico; si es derrotado soy hecho prisionero. Por consiguiente, en este sentido mi comunidad es efectivamente yo. Sin embargo — y también en esto se equivocan los defensores del egoísmo razonable— el yo no se identifica con el nosotros calculando las posibles ventajas y desventajas; la consciencia del nosotros — al menos en las sociedades comunitarias (y también hoy cuando se trata de la nación)— es interiorizada espontáneamente. El particular es capaz de llevar a cabo incluso los máximos sacrificios —y recordemos la mencionada contradicción de la particularidad— por el nosotros, por la comunidad. Puede orientar sus afectos hacia este nosotros, renunciar a su patrimonio, sacrificar su propia familia. La comunidad de intereses toma parte en la formación y en la consolidación de la consciencia del nosotros, ñero no participa necesariamente en cada acción orientada hacia la comunidad. Como va hemos indicado, la moral y la religión se basan fundamentalmente en esta potencia de arrastre del nosotros que trasciende los intereses. Por lo tanto, la motivación o el afecto particulares pueden en casos extremos sacrificarse completamente en beneficio del nosotros. Sin embargo, no se puede afirmar que la consciencia del nosotros y la acción correspondiente basten para superar el comportamiento particular. Ante todo porque en la identificación con el nosotros la superación de la particularidad vale exclusivamente para la propia integración. Si mi pueblo está en peligro, voy a la guerra, soy herido, soporto hambre y fatigas; pero si después torturo hasta la muerte a mi enemigo derrotado, violo a sus mujeres, mato a sus hijos, todo ello no perjudica en lo más mínimo mi completa identificación con la consciencia del nosotros. Y al contrario, porque la completa identificación con la consciencia del nosotros, con las acciones de mi comunidad, incluso puede desencadenar totalmente mis sentimientos particulares. Puedo, por ejemplo, perder mi comprensión moral y mi prudencia de juicio frente a quien no haya realizado esta identificación. En nombre de mi comunidad doy entonces libre curso a mis instintos más bajos, sintiéndome por añadidura perfectamente noble. Mi venganza asume la forma del cumplimiento de la ley. Los fenómenos más terribles de este tipo se dan cuando la integración no exige de mí ningún sacrificio, pero no sólo en este caso. Hasta ahora hemos dejado aparte el contenido de valor de la integración con que se identifica el particular. Pero es evidente que la particularidad es tanto más cumplida por la «consciencia del nosotros», cuanto más la comunidad dada se encuentra en contraste con el desarrollo genérico, cuanto más ésta le elimina los contenidos de valor. En este caso nuestro juicio ni siquiera toma en consideración el sacrificio personal del particular (por ejemplo, cuando el particular se identifica con la «comunidad nacional» del nazismo). Por el contrario, en el caso de contenidos iguales de valor, nuestro juicio también espontáneamente considera mejor el comportamiento de quien se ha identificado con una causa perdida (porque el sacrificio de la particularidad es aquí máximo y la posibilidad de gozar de las alegrías de la vida, mínima); victrix causa diis placuit, sed victa Catoni. Por lo tanto, la consciencia del nosotros y la identificación o la colaboración con el nosotros pueden reprimir (incluso por propia iniciativa) el punto de vista, las características y los afectos particulares o también darles libre curso. En cada caso hacen fácil y simple (de nuevo una motivación de la particularidad) la orientación en el mundo. A un italiano le parecen buenos los pueblos a los que les gusta Italia y malos los anti-italianos; es bueno lo que va en favor de Italia; los italianos son los hombres más capaces de la tierra, etc. Se trata de esquemas extremadamente simples, que pueden ser asimilados, aunque no se posea una particular sabiduría moral y con los cuales en el ambiente dado — en este caso en el ambiente italiano— se puede operar con éxito, encontrar consenso, evitar conflictos, etcétera. Esta identificación, como precisamente hemos indicado, puede también constituir un sucedáneo del éxito del yo. En la vida no he conseguido nada, pero por lo menos mi pueblo ha tenido éxito. O al contrario: no he conseguido nada porque el grupo al que pertenezco está oprimido. (Aunque las dos afirmaciones fuesen exactas, no obstante, es característico de la particularidad poner en relación el éxito y el fracaso de toda la vida personal con el éxito o el fracaso de la integración.) El denominado orgullo nacional a menudo no es otra cosa que un modo de manifestarse de la motivación particular, pero no siempre: si una nación se eleva a vanguardia del género humano como consecuencia de alguna de sus gestas (por ejemplo, por haber hecho una revolución), y si yo he tomado parte en ella personalmente, puedo estar orgulloso de ella con pleno derecho y sentirla como orgullo personal. En este caso no opera mi particularidad; de hecho, yo refiero las gestas de mi nación (y las mías) a valores genéricos. Pero si mi nación no ha cumplido ninguna acción genérica especial, el orgullo nacional no es más que una prolongación de la particularidad. Estoy orgulloso de ser italiano, es una afirmación que vale tanto como decir que estoy orgulloso de haber nacido macho. Algo que no depende de mí (un casual modo de nacer) lo sitúo como valor y como rango, mientras que no posee ningún contenido de valor en sí. Es función del orgullo nacional, a través de la consciencia del nosotros, hinchar mi particularidad, su significado (no es cierto que no sea nadie, soy un italiano o un macho); de este modo yo sustituyo las acciones y las formas de comportamiento portadoras de un verdadero contenido de valor, que requerirían esfuerzo, que exigirían un desarrollo efectivo y tal vez de superación de la particularidad, y de las cuales yo justamente podría estar orgulloso. Pero la motivación particular entra también en la consciencia del nosotros de un modo más complicado e indirecto (un fenómeno frecuente en las comunidades y grupos de elección). A saber, si yo me he entregado ya a una comunidad o grupo, «mantener firme» la identificación con él significa defender mi vida, defender mi comportamiento hasta ese punto; en suma, defenderme a mí mismo. Si se pusiese de relieve que aquella comunidad no merecía que yo me identificase con ella, que sus contenidos de valor eran dudosos, etcétera, entonces — en el caso de que yo sea un hombre particular— mi vida ha sido inútil. Por consiguiente, estoy obligado a atarme a la identificación, debo resistir todas las «tentaciones» de desligarme de ella (aun a costa de destruir al «tentador»). La precisión «en el caso de que yo sea un hombre particular» es necesaria, porque el hombre que se ha elevado a la individualidad no pierde su propia vida ni siquiera en tales circunstancias. Sabe sacar las consecuencias, sabe aprender también del error y sabe modificar su personalidad y sus elecciones a la luz de lo que ha aprendido. Llegados a este punto queremos observar que no pretendemos agotar aquí las posibilidades de reacción de la particularidad. La estamos examinando simplemente en una perspectiva restringida, desde el ángulo de la consciencia del nosotros. Por ello decimos entre paréntesis que es igualmente frecuente la reacción particularista del particular que de improviso se rebela contra la integración elegida por él, pasando del amor al odio; en este caso «defiende» su vida volcando sobre la integración precedentemente elegida la responsabilidad de todos sus equívocos y errores. En este caso también se identifica con ella, pero con un signo negativo. (Pasar del amor al odio cuando la cosa amada no responde a las esperanzas que se habían depositado en ella, cuando «sale a la luz» algo, es a todas luces la reacción más universal de la particularidad y es típica también cuando no se trata de las integraciones. Hemos intentado clarificar hasta ahora la complejidad de la relación de identificación entre particularidad e integración. Añadamos —como se desprende de cuanto se ha dicho— que la •ascensión» a la integración, la identificación con la integración, la consciencia del nosotros, por si solas no producen nunca la individualidad. Así como el individualista burgués, que niega toda comunidad, hincha sus exigencias particulares considerándolas como las únicas genéricas, así el particular que se identifica incondicionadamente con su comunidad abandona todos sus afectos particulares que la comunidad dada le promueve a abandonar y desarrolla aquellos que pueden prosperar libremente a pesar de la identificación con la comunidad o, quizá, precisamente a través suyo. Es especialmente evidente la simbiosis entre la identificación y la particularidad en la sociedad burguesa, donde la escisión antes latente se convierte en un abismo en la contradicción. ya examinada, entre bourgeois y citoyen. El individuo, por el contrario, no se escinde en un particular sometido ciegamente a las exigencias externas y en un particular que, de un modo igualmente irreflexivo, da libre curso a sus instintos según las posibilidades. El individuo tiene las reacciones unitarias de una personalidad unitaria tanto con respecto al mundo, como con respecto de sí mismo. Pero este modo de vivir del individuo solamente será típico de las sociedades después que se haya eliminado la alienación. «Sólo cuando el hombre real, individual, asume en sí al ciudadano abstracto, y como hombre individual en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones sociales ha llegado a ser ente genérico, sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus “propias fuerzas” como fuerzas sociales, y por ello ya no separa de sí la fuerza social en la figura de la fuerza política, solamente entonces se habrá cumplido la emancipación humana.»(Heller, 1977). ÉTICA O CONOCETE A TI MISMO Pedro Abelardo Fragmento “Del vicio del alma que afecta a las costumbres” Se ha de notar también que existen vicios o cualidades en el alma que no afectan para nada a las costumbres. Ni tampoco hacen que por ello la vida humana sea objeto de menosprecio o de alabanza. Tal sería, por ejemplo, la estupidez del alma o la prontitud de ingenio, ser olvidadizo o tener pronta memoria, la ignorancia o la ciencia. Todo esto se da igual entre los malvados y en los buenos. No influye directa mente en el ordenamiento de la conducta o costumbres, ni hace que la vida sea torpe u honesta. Con toda razón, pues, a la definición que adelantamos arriba de «vicios del alma», añadimos ahora: «que nos disponen a obrar m al», excluyendo así a los que acabamos de menciona. De modo que los vicios del alma son aquellos que empujan a la voluntad hacia algo que de ningún modo debe hacerse o dejar de hacerse. Fragmento “El acto es bueno por la buena intención” Llamamos buena, esto es, recta, a la intención por sí misma. A la obra, en cambio, la llamamos buena no porque contenga en sí bien alguno, sino que nace de una intención buena a acción de un hombre, por ejemplo, que hace lo mismo en distintos momentos, unas veces se califica de buena y otras de mala, según la diversidad de intenciones. De esta manera parece que se cambia en lo tocante al bien y al mal. La proposición «Sócrates está sentado» — o, si se prefiere, su interpretación — varía en cuanto a su verdad o falsedad según que Sócrates esté sentado o de pie. Esta variación en la verdad o falsedad de las proposiciones —-dice Aristóteles 1—- se da no porque lo verdadero y lo falso sufran cambio alguno. Es el objeto, esto es, Sócrates, el que cambia en sí mismo, dejando de estar sentado para estar de pie, o viceversa. Fragmento “¿Por qué hemos de llamar buena a una intención?” Hay quienes piensan que se da una buena y recta intención siempre que uno cree que obra bien y que lo que hace agrada a Dios. Sirvan de ejemplo los que perseguían a los mártires. De ellos dice la Verdad en el Evangelio: «E incluso llegará la hora en que todo el que os m ate piense que da culto a Dios» Y el m ismo Apóstol se compadece de su ignorancia diciendo: «Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento». Tienen ciertamente en gran fervor y un deseo de hacer aquello que creen del agrado de Dios. Pero, como están engañados por su celo o por su voluntad, su intención es errónea. N i el ojo de su corazón es tan simple que pueda ver con claridad, es decir, que pueda librarse del error. Con todo cui dado, pues, distinguió el Señor las obras de acuerdo con la intención recta o no recta. Y llamó simple al ojo de la mente — esto es, a la intención sim ple y casi libre de mancha— cuando puede ver con clariad. Y «tenebrosa» en el caso contrario. Dice así: «Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso». Esto es, si tu intención es recta, toda la suma de obras que de ella proceden — y que pueden verse como se ven las cosas corporales— será digna de la luz, es decir, buena. Y viceversa. No se ha de llamar, pues, buena a una intención porque parezca buena, sino porque además de parecer lo es realmente. Tal sucede, por ejemplo, cuando el hombre cree agradar a Dios en aquello que pretende y, además, no se engaña en su estimación. De lo contrario, hasta los mismos infieles — lo mismo que nosotros— harían obras buenas. También ellos, al igual que nosotros, creen que se salvan y agradan a Dios por sus obras (Abelardo, 1990.