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Cumbres Borrascosas
Cumbres Borrascosas
- ¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! -dijo, al cabo con desesperación. Y la miró con
tal intensidad que creí que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus ojos,
aunque ardían de angustia, permanecían secos.
-Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff -dijo Catalina, mirándole
ceñuda-. Y ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te
compadezco. Has conseguido tu objeto: me has matado. Tú eres muy fuerte. ¿Cuántos años
piensas vivir después de que yo me muera?
Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero ella le
sujetó por el cabello y le forzó a permanecer en aquella postura.
-Quisiera tenerte así --dijo- hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que sufras.
¿Por qué no has de sufrir? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo haya sido enterrada?
Dentro de veinte años dirás quizá: «Aquí está la tumba de Catalina Earnshaw. Mucho la he
amado, pero la perdí y ya ha pasado todo.
Luego he amado a otras muchas. Quiero más a mis hijos que lo que la quise a ella y me
apenará más morir y dejarles que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que quise.»
¿Verdad que dirás eso Heathcliff? -No me atormentes Catalina que me siento tan loco como
tú -gritó él.
-Sin duda te hayas poseída del demonio -dijo él con ferocidad- al hablarme de esa manera
cuando te estás muriendo. ¿No comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria
como un hierro ardiendo y que seguiré acordándome de ellas cuando tú ya no existas? Te
consta que mientes al decir que yo te he matado, y te consta también que tanto podré
olvidarte cómo olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico egoísmo el pensar que,
cuando tú descanses en paz yo me retorceré entre todas las torturas del averno?
Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su corazón con tumultuosa
irregularidad.
Cuando pudo dominar el frenesí que la embargaba, dijo más suavemente:
-No te deseo Heathcliff, penas más grandes que las que he padecido yo. Sólo quisiera que
nunca nos separáramos. Si una sola palabra mía te doliera, piensa que yo sentiré cuando
esté bajo tierra tú mismo dolor. ¡Perdóname: ven! Arrodíllate. Nunca me has hecho daño
alguno. Si estás ofendido ello me dolerá a mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No
quieres?
Heathcliff se recostó en el respaldo de la silla de Catalina y volvió el rostro. Ella se ladeó
para poder verle, pero él para impedirlo se volvió de espaldas, se acercó a la chimenea y
permaneció callado.
La señora Linton le siguió con los ojos. Encontrados sentimientos nacían en su alma. Al fin,
tras una prolongada pausa, exclamó, dirigiéndose a mí: