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Ellos

Otra vez, sí, como todos los días, el uno sobre el otro, despachurrados. Hoy más temprano y
ellos más contentos, salieron antes. Forman, allí tirados, una extravagante imagen, mientras el
eco del subte que se perdieron por molestarse pegándose en las orejas aún suena y ningún
vagón inservible frena lentamente para salir picando. Ambos ven la estación con desgana,
alguno bosteza y el otro lo sigue. Frente a ellos, la gente del otro andén. El suyo desierto y, el
otro, eternamente contingente: Los vagones pasan y la gente vuelve y rellena lo que parecía,
por momentos, calmo y callado. Y es, sí o sí, la gente esa que, cansada y con ojeras, olor a
café aún en la boca, o con los dientes negros monotonía, va a algún lugar. Hablan sobre
alguna cosa y cada tanto ríen.
Se esparcen sobre el único banco y alrededor no hay nadie, todavía, mirándolos mal y con las
piernas cansadas (salieron antes, y la media mañana no es de esa gente). Saben, sin saberlo,
que siempre vuelven: A su casa luego de haber salido de la escuela o a alguna estación para
perderse un rato. Se suben al vagón desde el andén vacío y siguen hablando de la escuela y de
sus temas mientras se sientan e intentan volverse a imprimir el uno sobre el otro. Y parece la
tarde calurosa, por el vagón repleto de otros parajes, y la gente durmiendo y babeando como
en la hora de la siesta. Él está aburrido, y le duele el hombro por la cabeza del otro. La gente
que no duerme mira a la nada desanimada. A él le parece, acertadamente, que aquellos otros
van a algún lugar al que en verdad no quieren ir, y que solo esperan poder hacer ese mismo
viaje pero a la inversa. Parece que esa gente del andén había tomado el suyo, con su olor a
sueño y baba seca. Y él cree, sin poder expresarlo en palabras, que hasta cuando van,
vuelven. Siempre vuelven. Y tras la ventana se intercala el negro apresurado con estaciones
que se confunden, todas idénticas. Y gente sube, y gente baja… Y alguna que otra cara es de
esas que no van, alguna pérdida en el mar de hastío. Él espera con tristeza que esa sensación
no se le pegue nunca, y que siempre que fuera a algún lugar fuese con esa ansia de volver a
un lugar querido. ¡Es eso!, se dijo callado y bien despierto. Pensar lo mantenía alerta. Y el
vagón avanza y él da cuenta de que siempre vuelven a lo conocido o a lo inexplorado y, por
consecuencia, lo eternamente rico de novedades extraordinarias. ¿Es eso?, piensa mientras lo
despierta, y ambos se bajan en alguna de las estaciones.
Un fuerte abrazo rodeado de gente con la que chocan y una separación poética: El otro hacia
allá, y él hacia acá. Uno sube esas escaleras y, por allá, el otro sube las suyas mientras se
distancian y cada uno piensa vagamente en esa distancia y en el otro, sin que nadie se entere,
pisando escalones deformes y esquivando gente apurada. Vuelven y piensan que vuelven
porque vuelven a sus hogares y pasan por calles familiares. Y uno pasa por aquí. El otro pasa
por allí. Cruzan la calle. Y este sabe cuánto tarda el semáforo en cambiar. Y este otro cuál de

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todos los hombres va a estar allí tirado, y tiene preparado el par de monedas. Sonríe, y le
sonríen: ¡Buen día!. Están contentos, son libres. Andan, ambos, felices y despreocupados.
Avanzan casi iguales, porque se conocen tan bien, y les gusta tanto molestarse, que van como
haciendo este juego de nenes, ese copiarse tan imposible y tan certero. Si supieran que se
están copiando, ¿se cansarían y llegarían a su casa medio hartos? No, porque son libres, y
habiendo salido antes están imbuidos en el mundo como peces en un mar inmenso. Van
aleteando felices y sincronizados como dos relojes: Abren la puerta, y esta rechina, y esta se
traba, pero, de alguna forma, ambos a la vez se despachurran en su sillón o cama, y su perro o
gato se acerca y ambos, bien temprano, piensan en lo bien que conocen su casa. Y su madre
les grita que la comida va a estar más tarde, que se había olvidado que salían antes. Y ellos
disfrutan y pueden disfrutar porque tienen este tiempo que les regaló el destino. Solo importa
este momento, estos minutos de puro ocio, este pensar en el otro sin que nadie sepa. Esa es la
verdad que resguarda sus corazones: Nadie lo piensa, y nadie se da cuenta, solo el tiempo
que, con un poco de malicia, espera que crezcan y se olviden de este encanto, de este amor,
de esta curiosidad innata… ¿Será esa su verdad?

Este se para y el otro lo copia,


frena el vagón, no oyen lo que el otro dice,
se saludan, se abrazan.
Uno se queda, y frente a sí una estación desierta
que parecía, solo ahora, haberse vaciado, “cuánta espera…”
En las sombras su certeza ciega de haber creído algo,
de haber tenido un sutil y hondo Capricho
que se olvidó de sí mismo dejando huella,
en las paredes, en las sombras:
Lejano recuerdo, veraz ausencia...

Otra vez, sí, como en aquellos días,


el uno junto al otro en la estación vacía.

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