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carcaj.cl/principios-de-lo-sin-precio/
Ilustración:
"Les vérités du
jour, ou le
grand diable
d'argent",
1837 (Fuente:
Gallica)
31 de octubre
2023
Pensamiento
Podría argumentarse que, bajo el nombre de dinero [money], el espíritu del mercado debería
contraponerse a su letra, es decir, a la fraseología de los intercambios, al elemento físico de
la realidad monetaria que puede medirse, registrarse y traducirse en cifras. El espíritu del
mercado se referiría, entonces, entre otras cosas, a todo lo que, bajo el nombre de dinero,
no pertenece a la esfera económica. El dinero como espíritu del mercado sería la parte de
un intercambio que, o bien no pertenece estrictamente a la economía vista en sentido
estricto, y que no puede ser comprendida en un marco teórico a través de números y de
criterios objetivos, o bien es una parte que, aun perteneciendo al orden económico, va más
allá de la fiscalización de los bienes materiales, de los intercambios comerciales o de la
producción de mercancías.
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En ambos casos, el espíritu del mercado se aplicaría, al menos en el ámbito de las
dificultades que pudieran surgir, a un conjunto de reglas, motivos y fines subyacentes al
sistema comercial sin formar parte de él. Este elemento determinante podría estar contenido
en el dinero, bien como valor no económico, bien como valor económico de tipo superior,
fuera del ámbito de la moneda [currency]. Puede decirse entonces que el dinero es más y
menos que su equivalente efectivo.
Habría que repetir, una vez más, que sólo la sabiduría convencional distingue en ciertas
circunstancias entre moneda y dinero.
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los felices días de una moneda natural y fiable, como si la decisión de dar un valor
determinado a un metal que se encuentra bajo tierra (el oro y la plata) no fuera artificial o
ficticia. El juicio de valor emitido contra esta caída en el mundo de lo inauténtico, esta
distancia que se estable en relación con el mundo de la naturaleza, se apoya en todo un
conjunto de pronunciamientos morales basados en el valor intrínseco del oro y la plata, una
especie de código ético para las actividades económicas que sería conveniente investigar
en sí mismo. Está relacionado con otras manifestaciones del fetichismo (sea en dinero o en
bienes), que se tocarán más adelante. El análisis clásico del fetichismo, que a veces bordea
la denuncia, especialmente en este campo, tal como lo hacen Marx o Freud, se basa en
premisas filosóficas que plantean por sí mismas una serie de interrogantes, pero que no
entran en el alcance de este artículo.
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Los efectos de estas disposiciones mentales fugaces se pueden observar pero nunca
analizarse en su totalidad. Son capaces de lograr la máxima velocidad, gracias a los
satélites y a la información tecnológica, hacen malabares con los husos horarios de todo el
planeta, y pueden desencadenar desprendimientos históricos susceptibles de afectar a los
pueblos durante largos periodos, decidir sobre la guerra y la paz, las perspectivas de trabajo
y la pobreza, condicionar el modo en que la humanidad vivirá hasta en los pueblos
aparentemente más alejados de las Bolsas de Wall Street, Londres, París y Tokio. Como la
especulación económica en general, el escenario de las cotizaciones bursátiles es el de la
contabilidad, la información, la comunicación y la tecnología, pero también el de un lenguaje
y un vocabulario que nunca podrán formalizarse completamente. Se trata de un fenómeno
“humano” que no puede reducirse a meros números.
No cabe duda de que hay un espíritu del mercado, en el sentido de que éste es lenguaje y
que no puede reducirse a cifras ni ponerse en categorías. Este espíritu no lleva a la
economía a una descrédito como ciencia, pero pone un límite a sus ambiciones, a su
autonomía y especificidad, le niega el control total a través de números.
Estas observaciones se referían al espíritu del mercado como lenguaje, pero ahora quisiera
sugerir otra que concierne al dinero y al lenguaje. La distinción entre dinero y moneda es
universal en general, pero no se expresa de la misma manera en todas las lenguas. La
secuencia alemana o la inglesa no pueden traducirse automáticamente al francés sin
solícitas consideraciones, ya que el modismo idiomático sólo tiene una palabra para aplicar
al metal que se encuentra en la naturaleza, el dinero como moneda o símbolo monetario y el
dinero como inversión dotada, debido a su relación con el mineral natural, con todo tipo de
valores derivados de la acción compleja y determinante del deseo y el odio, el apetito y el
asco, la austeridad anal que conduce a la retención, o el rechazo del gasto, etc. Lo que en
francés llamamos “argent” (que no es simplemente un símbolo monetario ni el cambio que
se paga tras una compra, ni el metal que se encuentra en las minas o en las joyas) no
puede traducirse con una sola palabra en inglés ni en alemán como silver o Silber, ni
siquiera estrictamente hablando como Geld o money.
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insinuarse: la operación se lleva a cabo dentro de las estrictas limitaciones impuestas por la
lengua individual. Se supone, sin embargo, que las palabras se aplican al objeto más
universal, que no conoce barreras culturales y que, por tanto, sería fácil de traducir. El
dinero se considera neutro, impersonal, el equivalente general de cualquier intercambio o
transacción, un sustituto universalmente aceptado y compartido en todo el mundo (aunque
desigualmente distribuido). Se supone que el mismo carácter universal aplica cuando se
considera el dinero como el eje en torno al cual gravitan impulsos contradictorios o
ambiguos (anhelo de algo noble o rechazo de algo vil que, por un lado, puede apropiarse y
convertirse en sinónimo de todo lo que se posee, pero también puede identificarse con algo
a lo que hay que renunciar, presentado por pura generosidad o por cualquier otro motivo).
Sobre todo, el hecho de que el dinero pertenezca al mundo ilimitado del lenguaje y de la
palabra escrita –la inscripción– significa que no puede ser contenido en la contabilidad
monetaria ni en la economía objetiva. El dinero impulsa la empresa en dirección al infinito o
hacia regiones desconocidas para los contables, al borde de un abismo de especulación
que se encuentra fuera del campo de la bolsa de valores o de los límites de las instituciones
que regulan las transacciones económicas.
Nos encontramos ante la distinción sugerida por primera vez por Aristóteles, una distinción
preñada de muchas ideas aunque pueda parecer descabellada por las razones antes
mencionadas. Destaca la diferencia entre “crematística” y “economía”.
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Este fenómeno de difuminación de las fronteras, siendo auto-evidente e intrínseco, tiene
consecuencias de largo alcance, precisamente porque su efecto no puede calcularse,
especialmente en el ámbito que concierne al dinero. Esta es probablemente la raíz de toda
especulación, es decir, de la rentabilidad financiera del capital que se acumula sin trabajo
alguno, de la acumulación fetichista de bienes y divisas, pero también hace posible ir más
allá de la mera necesidad, como presumiblemente también lo hace la acción del deseo.
También permite liberarse de los imperativos de la hoja de balance, al igual que el acto de
dar, si es lo hay.
Dando otra interpretación al dicho, podría afirmarse que el dinero es el equivalente del
tiempo. En este caso, no porque el tiempo permita ganar dinero, como se dice, ya sea en
forma de horas de trabajo o porque el dinero mismo se haga fructificar, sino porque el dinero
ahorra tiempo. Como sustituto de cualquier cosa, ahorra tiempo durante el proceso de
intercambio de bienes y propiedades; acelera sin fin las transacciones, no sólo al hacer
posible encontrar sustitutos, sino al poner fin al principio del trueque. Al dar el paso al reino
de la repetición, de la sustitución, es decir, al neutralizar las características individuales de
los objetos concernidos en el intercambio, permite cuantificarlos y darles un valor
matemático, lo que, en primer lugar, plantea una neutralización flagrante del tiempo.
Esta es la razón por la que, por cierto, el ahorro de tiempo conseguido por la nueva
tecnología de la comunicación en las operaciones de la Bolsa de valores, junto con los
movimientos especulativos, no puede haberse producido por casualidad. Valida la ecuación
entre dinero y tiempo, mostrando una aceleración del ritmo de la sociedad, actuando como
medio de medición y gestión del tiempo. El dinero es tiempo ganado, tiempo ahorrado
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(comencé mi ponencia mencionando la necesidad de ahorrar tiempo) o un vacío en el
tiempo, una pausa que ayuda a ahorrar tiempo. Entre el espíritu del mercado y las técnicas
modernas no hay escisión, siguen las mismas reglas. La economía del tiempo como medida
significa que el tiempo está dotado de una dimensión espacial. A este respecto, el dinero es
–no sólo como moneda, sino como espíritu del mercado– como la fuerza detrás del deseo
crematístico que se proyecta más allá del mundo económico –en el sentido estricto en que
lo entendía Aristóteles–, una economía del tiempo, un reloj en el que la tecnología –
especialmente la informática, si puede distinguirse de la tecnología en sentido general– no
desempeña simplemente el papel de un instrumento, sino que lo arrastra con su propio
impulso.
Estas pocas observaciones sacan a la luz al menos dos problemas (se trata de los
problemas, por una parte, de la ética y, por otro, de la firma, cuestiones que están
íntimamente ligadas) que sólo puedo esbozar en sus líneas generales. Ambos tienen que
ver con los conceptos fundamentales de sustitución, repetición y neutralización
mencionados anteriormente. Estas tres palabras tienen en común un elemento de
indiferencia. El dinero es indiferente porque sus símbolos deben ser iguales y similares (no
hay diferencia entre dos monedas de diez francos o dos billetes de cincuenta francos;
indiferencia básica debida a las reglas de la convención, elección arbitraria de símbolos que
lleva a la repetición, posibilidad de transferencia de un lugar a otro en todo el mundo). Lo
mismo se aplica a la fuente o al portador del dinero que, como dice el dicho, no tiene olor.
Estos tres ejemplos de indiferenciación (sustitución, repetición y neutralización) no pueden
separarse y son un componente esencial del concepto de dinero: como valor cuantificable,
como símbolo monetario o como expresión de lo deseable, infinitamente deseable, ya sea
en una forma simple o ambivalente.
Examinemos ahora las cuestiones de la ética y la firma. La ética tomada en sentido amplio
pertenece a las esferas moral, legalista y política. Al despreocuparse de los casos
específicos, la experiencia de las finanzas puede considerarse como una introducción a las
operaciones de sustitución, repetición y neutralización. Debido a esta falta de preocupación,
unida a las connotaciones de no-valor (el dinero representa el gasto, el excremento, un
objeto de deseo fetichista, un vehículo para la codicia y la retención anal, pero “inodoro”),
por consideraciones morales, legalistas o políticas, la razón humana debería liberarse de las
garras del dinero: no sólo de las de la economía, la contabilidad monetaria, sino sobre todo
del espíritu del mercado. A menudo dando origen a un sentimiento de vergüenza, el dinero,
según Freud, pertenece a una categoría de cosas que pueden sustituirse unas a otras:
excremento, niño, pene, arma, regalo. Entre éstas, parece indicar una equivalencia y, en
consecuencia, una posibilidad de sustitución dentro de la serie debido a la indiferenciación
básica. Freud tempranamente insistió en el rol que desempeña el pago en el tratamiento
psiquiátrico y subrayó el hecho de que las personas civilizadas consideran el dinero como
un objeto sexual, con gran trato de hipocresía e incoherencia.
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Ahora bien, la actitud de desprecio del dinero no está exenta de contradicciones. Éstas se
expresan en declaraciones ideológicas y en aires de superioridad que algunos adoptan: el
terrateniente se enorgullece de estar por encima del comerciante, del especulador, del
usurero, a menudo representado como alguien del levante mediterráneo o un judío por
artistas cristianos occidentales. Estas líneas divisorias atraviesan la comunidad de los
filósofos; hay algunos que se ocupan de asuntos financieras y otros que dicen no estar
interesados. Entre las elevadas declaraciones que contraponen moralidad y principio de
mercado, recordemos la distinción que plantea Kant entre dos nociones estrechamente
relacionadas pero separadas: dignidad y precio, Wurde y Preis. La dignidad está investida
de un valor incondicional que debe ser respetado como un absoluto debido a que emana de
la ley moral. No está sujeta a negociación y está por encima del mercado. A diferencia de la
dignidad, cuyo valor no puede medirse, el precio es condicional, hipotético, negociable y se
expresa en cifras.
“En el reino de los fines –escribe Kant– todo tiene o bien un precio o bien una dignidad. Lo
que tiene un precio puede ser reemplazado a voluntad por alguna otra cosa como
equivalente; a la inversa, lo que está por encima de cualquier precio, lo que no puede
encontrar jamás un equivalente, está dotado de dignidad”[1]. En otras palabras, como está
por encima del precio, la dignidad pertenece a una categoría que se califica como “sin
precio” [“priceless”}. El prójimo, por ser infinitamente precioso, en su dignidad, no tiene
precio. Viceversa, todo lo que en una persona (en mí mismo tomado como individuo) es
valioso y respetable en sentido absoluto, que no es negociable, lleva el sello de la dignidad
como fin en sí mismo. Pero ¿qué es tal, en el ego de alguien o en el mío? Esta
característica inexplicable o sin cuenta sigue siendo difícil de definir. ¿Puede ser un ego?
¿Es el elemento más secreto o el más universal? ¿Qué ocurre con los rasgos individuales?
¿Llamaríamos ser razonable a lo que está por encima del precio de mercado? o, al
contrario, ¿El sujeto es susceptible, como unidad de trabajo, de convertirse en mercancía?
Kant continúa:
Lo que toca a las inclinaciones humanas y a las necesidades generales tiene un valor
comercial [marktpreis]; lo que corresponde a un gusto particular, sin responder a una
necesidad, es decir, que satisface nuestro anhelo de ejercitar nuestras capacidades
mentales, puede decirse que tiene un precio emocional [Affectionpreis]; pero la condición
que hace posible decir que algo es un fin en sí mismo [Zweck an sich selbst], no tiene solo
un valor relativo, es decir un precio, sino un valor interno, es decir dignidad [Wurde].[2]
El problema de horrendo carácter que plantea esta distinción básica se insinuaba cuando
tocamos la cuestión del ser y radica en el hecho de que si la dignidad está amenazada por
el precio estimado, por el mercado o por el dinero (por ejemplo la dignidad humana, la de un
ser razonable, pero también la de cualquier fin en sí mismo, siendo el derecho humano el
mejor de todos en opinión de Kant), igualmente como principio de equivalencia y sustitución
representa el elemento necesario de igualdad entre entidades específicas, haciendo, pues,
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moralmente imposible, impensable incluso, elegir entre dos absolutos, dos entidades. Dos
hombres, por ejemplo, comparten una igual cantidad de dignidad moral, jurídica y política,
cualesquiera que sean sus diferencias en cualquier ámbito (social, económico, biológico,
sexual, psicológico o intelectual, etc.). Se precisa hacer una elección entre estos dos datos
equivalentes que se neutralizan entre sí, dos entidades heterogéneas que no difieren en
valor, pero esta elección es peligrosa: está expuesta a una amenaza constante y la mayoría
de las veces es imposible de llevar a cabo o es sólo una contrariedad.
En este punto, debemos negociar lo que no es negociable. Este imperativo no es una opción
fácil tomada a partir de consideraciones empíricas, la propia dificultad de llegar a una
decisión nos lo impone. Se añade una nueva dimensión y con ella la responsabilidad moral,
jurídica y también política. Esto ocurre ante y antes de cualquier negociación entre lo
imperativo y lo hipotético, entre lo incondicional y lo condicional, lo no negociable y lo
negociable. En efecto, es la existencia de un dinero, de un precio, es decir, del principio de
equivalencia, lo que permite también neutralizar las diferencias y alcanzar el núcleo
individual en el que se basan la dignidad y el derecho universal. La realización de la
dignidad de otra persona, él o ella, implica la conciencia de su diferencia única, por
supuesto, pero sólo se hace posible a través de una medida de indiferencia, a través de la
neutralización de las diferencias sociales, económicas, étnicas, sexuales, etc. Más allá del
campo del conocimiento y de cualquier criterio objetivo, sólo esta neutralización abre paso al
reino de la dignidad, es decir, al hecho de que cada uno y todos valen tanto como próximo
hombre o mujer, en el sentido de que están, él o ella, más allá del valor, es decir, no tienen
precio. El rechazo del dinero o de su principio de indiferencia abstracta, el desprecio del
cálculo, van mano a mano con la destrucción de la moral, del derecho, por ejemplo en el
caso de la democracia electoral que sólo se preocupa de los “votos”, etc.
Siempre es útil considerar los opuestos, y debería prestarse la misma atención y devoción al
análisis de los aspectos contrarios del dinero y del atractivo fetichista de los bienes.
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o imitada, resta la validez fundamental del compromiso del portador del nombre de cubrir el
pago, el reconocimiento de la deuda, etc. La des-materialización del dinero, sin restaurar el
anonimato al portador, se corporizó en el sistema de moneda metálica y billetes de banco e
impuso una firma numérica, sin nombre personal manuscrito. Este tipo de firma sustituyó
tanto a la no numérica como al símbolo monetario, sea su expresión en papel o en metal. Lo
que se denomina des-materialización no significa la desaparición o espiritualización de la
materia (aun así se podría argumentar que se ha ocurrido una idealización del dinero
basada en un soporte “material”), sino que es sólo el cambio de un soporte por otro, de algo
visible como cosa que el portador lleva en la mano o en el bolsillo (metal o papel) a un
soporte electrónico que introduce datos ajenos a la persona. Aunque la autoridad de un
nombre, de un compromiso personal está implicado en una cierta fase, y sigue siendo una
condición del sistema monetario electrónico (ya que, a la vez, alguien debe firmar con su
“propia” mano al recibir el número de código secreto), estas diferencias fenoménicas, estos
cambios en la expresión física de los intercambios comerciales están destinados a tener
enormes repercusiones en los sujetos individuales y en las sociedades en lo que se refiere a
la experiencia vital, la conciencia del cuerpo, las relaciones con la propia vestimenta, la
mano, con lo que se da y se recibe en general. De hecho, la conciencia del propio nombre
será afectada, ya que puede ser sustituido por un número secreto.
Como ya he tomado demasiado tiempo de la audiencia y dado que tengo por principio no
mencionar un libro que haya publicado recientemente sobre un tema relacionado, propongo
concluir con una anécdota que tuvo lugar recientemente en una estación de París. En mi
camino de regreso desde el norte, tuve que utilizar el teléfono. Al ver a una joven pareja
inglesa avergonzada por no tener tarjeta telefónica, les marqué el número que querían con
mi propia tarjeta y se las dejé. Hicieron como si pagaran por ella, y yo les saludé para
despedirles. ¿Les di algo? ¿Cuánto? Creo firmemente que es mejor dejar la pregunta sin
respuesta, y explicaré el motivo si hay tiempo para una discusión.
*
**
[1]
Véase Kant, I., Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Trad. Roberto R.
Aramayo. Madrid: Alianza, p. 148. [trad. modif.].
[2]
Idem. [trad. modif].
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