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La gestión social de la pandemia: ¿Hacia un punto final de la sociabilidad?

¿Qué quedará de nosotros cuando la pandemia termine? De nosotros como colectivo hecho
de grupos variables, como gente que se reúne y relaciona sólo por el mero placer de hacerlo.
Una mirada prospectiva exige tener en cuenta los precedentes sobre los que la gestión de la
sociabilidad en la calle se ha sustentado durante las últimas décadas.

El modo más elemental de gestión de la pandemia parte de una lógica sencilla: la limitación de
las interacciones sociales tomada como “remedio”. Esta antigua regla no se ha impuesto
siempre como enclaustramiento, ni ha obedecido sólo a cuestiones sanitarias cada vez que se
ha aplicado. Caben multitud de circunstancias no excluyentes: aislamiento por categorías
grupales, separación de los espacios, tasado de los tiempos o restricciones de facto según el
poder adquisitivo. Cárceles, guetos, psiquiátricos, hospitales, hábitats de acceso privado,
bunkerización de vecindarios, urbanismo defensivo, toques de queda..., podrían considerarse
ejemplo de “programas máximos” de este paradigma.

Su particularidad no sirve, desde luego, para dar cuenta de lo que supone la actual regulación
de la sociabilidad. Y mucho menos para pensar qué puede esperarse en el futuro. Sin embargo,
la segregación se ha naturalizado como una posibilidad legítima y una condición implícita en la
idea moderna de ciudad. Es precisamente su rutinización, y no el hecho en sí, lo que la constituye
en precedente para adelantar qué puede traer el alejamiento entre sujetos y de los sujetos con
respecto a sus espacios de encuentro. En definitiva: la gestión social de la pandemia sólo ha
llovido sobre lo mojado. Si el virus “ha llegado para quedarse”, el espíritu de las medidas de
separación con las que se le combate ya estaba presente.

La genealogía del control nos enseña que hay desencadenantes que dan lugar a
reordenaciones capaces de cambiar en poco tiempo y para siempre las formas de estar junto
a otros en los espacios públicos

Puede maliciarse que, dilatados en el tiempo, el alejamiento entre sujetos o el tasado de sus
tiempos de las interacciones quedarían tan diluidos en la costumbre que éstas acabarían
contaminadas una vez se levanten todas las restricciones. Habrían dejado de ser lo que eran, no
tanto en su apariencia como en su estructura. Habrían dejado de ser el fermento de la dinámica
social para convertirse en subsidiarias de una lógica deshumanizada del empleo del espacio. La
sociabilidad, bien es cierto, varía históricamente. Pero la genealogía del control nos enseña que
hay desencadenantes, a veces triviales, a veces no tanto, que dan lugar a reordenaciones
generales o circunstanciales capaces de cambiar en poco tiempo y para siempre las formas de
estar junto a otros en los espacios públicos.

Hacia una desamortización del espacio urbano

Puede conseguirse un repliegue masivo hacia lo privado. Llegados a ese punto, la vuelta atrás
sería más que improbable. Inhabilitado para albergar gente de manera espontánea y autónoma,
el espacio urbano llegaría a salir del horizonte de las experiencias colectivas. Podría petrificarse
en mero significante y transformarse en simple escenario del consumo. Es, a todas luces, una
desamortización: desposeer de un bien común para entregarlo a una gestión orientada a la
puesta en valor. O, peor aun, convertirlo en nada: en espacio vacío. Las calles son sus usos y los
usos son sus agentes. Sin agentes podremos llamarlas calles, pero sólo por una inercia del
lenguaje.

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En esa transformación el punto de fuga parece ser el de la urbe hipervigilada y censitaria
convertida en medio de monocultivo económico (inmobiliario, turístico, comercial). Y la
codificación de usos necesaria para alcanzarlo sigue el mismo vector: vetar los que no estén
tasados, no sean museificables y no sirvan a la reproducción ampliada del beneficio o la
entorpezcan. El reglamentismo en que se ha envuelto hasta ahora esta maniobra ha sido la voz
institucional de los prejuicios maniqueos sobre aquellos. De ahí que la opinión de los medios sea
un acicate imprescindible. Pero en sí mismos, los objetivos que han justificado las legislaciones
no coinciden con los que se han conseguido realmente. Y además, su aplicación sólo puede ser
diferencial y arbitraria, dependiendo de qué se usa, cómo se usa, quién lo usa y dónde.

El control del espacio es imprescindible para todo control de masas, es decir, para la promoción
de unas costumbres (expresiones de unas condiciones de vida) en detrimento de otras. Una
labor que opera sobre el continente (la parte física), el contenido (la parte simbólica) y los
tiempos. Su largo precedente histórico, repetimos, impregna la reglamentación de los
encuentros y la acotación temporal durante la pandemia. Es una acción que, más allá de su
objetivo de atajar contagios, tiene consecuencias que pueden en última instancia, si no se
limitan sus efectos secundarios, favorecer unos determinados intereses dentro de la lucha por
el territorio urbano. E incluso superarlos, arrojando de la bañera el agua de lo que de indeseable
hay en lo urbano y al niño de la ciudad idealizada y sin conflictos.

ninguna sociabilidad es un “extra”

La regulación de los tiempos y los espacios que estamos sufriendo obliga a reconsiderar lo ya
dicho, a separar en sus ocasiones y sus elementos primarios algo que se piensa a bulto. La
sociabilidad y sus efectos no se han estudiado con suficiente profundidad, como una necesidad
de la pirámide de Maslow. Fuera de su análisis dentro de las identidades colectivas, de la
cuestión de género, del devenir de las clases subalternas y poco más, lo que queda de la
sociabilidad, la sociabilidad en sí y para sí, la confluencia conflictiva en los espacios públicos, ha
sido reducida a banalidad pasto de las políticas de orden público. Y ninguna sociabilidad es un
“extra”. Los seres humanos necesitan de ciclos ritualizados, balizar las horas del día, los días de
la semana y los tránsitos anuales. Trasplantar ese aserto etnográfico a nuestras sociedades
contemporáneas implica reconocer que, por necesidad, hay grupos cuyas condiciones de
existencia les obligan a celebrar de otra manera el estar juntos reventando incluso los límites
temporales y espaciales generando situaciones conflictivas.

Era cuestión de tiempo que los viejos discursos sobre “degradación”, “inseguridad ciudadana”,
“botellonas”, “niñatos”, ... que parecían hechos para segregar a ciertos sectores sociales,
acabarán cayendo sobre la ciudadanía común, bajo otras formas, pero con los mismos efectos,
esta vez más extendidos e indiscriminados

Perder ese extremo de vista y haber naturalizado la represión sobre esos márgenes sociales
incómodos convierte en paradójica la desazón generalizada que provoca esa gestión de la
pandemia. Era cuestión de tiempo que los viejos discursos plañideros sobre “degradación”,
“inseguridad ciudadana”, “ocupas”, “botellonas”, “derecho al descanso”, “niñatos”, “bullas”,
“locales ruidosos”, etc. que parecían pergeñados para segregar a ciertos sectores sociales,
acabaran cayendo sobre la ciudadanía común, bajo otras formas, pero con los mismos efectos,
esta vez más extendidos e indiscriminados.

Sobrevivir a la pandemia renunciando a los otros (todavía más) dentro de un modo de


producción fundado en el comercio parece un contrasentido, pero no lo es en absoluto. No, si
de lo que se trata es de convertir la sociabilidad en un lujo. El amplio catálogo de excepciones a

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la veda de beber en la calle, que ya procuró que sólo pudieran hacerlo quienes dispusieran de
recursos o se amparasen en celebraciones festivas o de culto legítimas, es sólo un ejemplo. El
resto, tendría que pechar con sanciones administrativas. La novedad de esta nueva situación
está en su escala, en la aplicación del conocimiento acumulado para la gestión de las masas, en
que el enemigo es real, no un elenco de problematizaciones y fantasmagorías, y en que ya no
hay excepciones salvo las consideradas para el ámbito privado.

porque queremos juntarnos

Para la lógica del control, una ciudad jamás será lo suficientemente segura, ni limpia, ni
silenciosa. La lógica del control tiende a la exacerbación, a devenir fin en sí mismo y tomar vida
propia. Se infiltra en los discursos, incluso en los más bienintencionados, y, como se ha dicho, se
rutiniza. Recordemos que muchos procesos de gentrificación han venido pregonados como
“rehabilitación de espacios degradados”, prefigurando una suerte de reconquista y apelando al
ethos civilizador que tiene el avecindamiento de una ciudadanía legítima, solvente y acreditada.
La gestión social de la pandemia no ha puesto en suspenso ese pensamiento, le ha dado aliento
como el rabino Loew al Gólem, y es muy posible que el triunfo del control urbano abandonado
a sí mismo nos deje a todos sin espacios que habitar. Que habitar porque sí, porque queremos
estar juntos.

Marcos Crespo Arnold

Manuel Losada Gómez

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