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12/5/2016 "Beethoven. Filosofía de la música", de T. W.

Adorno ­ Sinfonía Virtual

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BEETHOVEN. FILOSOFÍA DE LA MÚSICA. (Ed. AKAL, 2003)


LOS APUNTES DE ADORNO SOBRE BEETHOVEN
Daniel Martín Sáez
Director de Sinfonía Virtual
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(Nº 21, OCTUBRE, 2011) RESEÑAS

Para Adorno, que había sido discípulo de Alban Berg, la superioridad del arte de
vanguardia, incluso frente a la propia filosofía, consistía en su capacidad para
negar la irracionalidad –o la racionalidad instrumental– del capitalismo, así
como evitar ejercer, junto a ello, cualquier tipo de violencia contra lo particular o
lo no­idéntico como forma de ser propia de la naturaleza. En este sentido, el arte
realizaba para Adorno una tarea esencialmente utópica, basada en su capacidad
para plasmar la realidad en su diferencia, en la singularidad irreductible de sus
discontinuidades, como algo que el pensamiento identificante de la filosofía,
pero sobre todo del pensamiento científico, jamás podría lograr.

En muchos sentidos, esta lectura puede parecernos completamente errada.


En primer lugar, porque limita la filosofía a una determinada forma de
expresión, como si eso no tuviera discusión; en segundo lugar, porque exagera la
naturaleza del arte; finalmente, porque la filosofía del arte entra en
contradicción consigo misma, siendo de antemano una tarea imposible y, por
tanto, incapaz de aceptar o denegar lo que el arte es o deja de ser, como
pretendería el mismo Adorno. Sin embargo, esta perspectiva utópica le permitió
a su autor tomar una posición crítica muy poderosa frente al arte, en la que el
filósofo se permitía condenar sin remordimientos a cientos de artistas y
pensadores, en una actitud que, si bien parte de una consideración inadecuada,
acierta en el blanco cuando busca los déficit de las teorías y las creaciones que
critica.

Para comprender sus reflexiones sobre Beethoven, demasiado fragmentarias


como para ser leídas por cuenta propia, es esencial dirigirse en primer lugar a la
Filosofía de la Nueva Música, que debería entenderse siempre, según
manifestaba su autor en el prólogo de 1948, como un añadido a la Dialéctica de
la Ilustración (1947), lecturas ambas que debemos acompañar con su Teoría
Estética (1969), que estuvo escribiendo –como sus anotaciones sobre
Beethoven– hasta el final de sus días. En todos los casos, se trata de denunciar la
victoria de la razón subjetiva, de la división del trabajo que inunda incluso el
ámbito de lo espiritual, de una sociedad incapaz de pensar sus fines y donde
toda actividad con sentido se convierte en comercio, en una relación abstracta
entre productores, trabajadores y consumidores.

El gusto por el Romanticismo y el Clasicismo Vienés, que desde el punto de


vista de la Historia de la Música, en un momento como el siglo XX, son
productos accesibles y fáciles de comprender, son para Adorno la imagen del
conformismo ante la sociedad, como podemos ver sin duda en la situación actual
y en nuestra propia incapacidad, todavía radical, para denunciar los absurdos de
la propia época en relación con la música. No olvidemos, por ejemplo, que a
pesar de disponer de uno de los mejores repertorios de la Historia de la Música,
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el siglo XX apenas conoce su propia música, algo que, a juzgar por la calidad del
producto, sería como acercarse a Grecia sin Homero y Platón, a Roma sin Julio
César y Cicerón, a Inglaterra sin Hamlet, a España sin Cervantes. ¿No habría en
todo ello algo de hipócrita e imbécil? Pero la estupidez de hoy consiste en algo
muchísimo peor: en que ni siquiera se siente la pérdida.

A pesar de todo, la acusación adorniana va demasiado lejos cuando elige a


sus personajes. Elgar, Sibelius, Shostakovich, Stravinski y Benjamin Britten son
para Adorno la imagen misma de la degeneración de la música en Industria
Cultural, esto es, en alimento fetichista para las masas, en puro consumo y
entretenimiento, en espejo de la autosatisfacción burguesa. Todos ellos tienen
en común, siempre según Adorno, «el gusto por la falta de gusto», una carencia
que él identificaba con la eliminación de todo lo desagradable y el
establecimiento del orden musical como tapadera del caos de la realidad
existente. Por el contrario, los músicos de la Segunda Escuela de Viena se
negarían a representar en música lo que supondría una reproducción de la
sociedad, una relación cordial con ella, precisamente cuando los individuos no
están en armonía, y ante esta negativa harían posible esa mímesis a través de la
cual los hombres podrían encarar el sufrimiento. Por su parte, una vez más,
Stravinsky haría una concesión a la estupidez del público, centrada más bien en
el éxito artístico que en la emancipación, ayudando así a mantener las
condiciones de una sociedad abocada al desmoronamiento.

A pesar de su radicalidad, todos sabemos que Adorno no estaba


desencaminado al criticar la Industria Cultural y la adecuación de algunos
compositores a ella, aunque quizá deberíamos considerar «parcial» lo que
Adorno considera «total».

Para comprender las reflexiones de Adorno sobre Beethoven, editadas con la


calidad a que la editorial AKAL nos tiene acostumbrados, y bajo aquél proyecto
con que dicha editorial quiso obsequiarnos con la totalidad de su creación, sobra
decir que la visión de Adorno sobre la evolución musical, en sus reflexiones
sobre Schönberg y Stravinsky, se encuentra ocasionalmente sesgada por su
pasión ante la música germana, pues, contra algunas tesis taxativas de Adorno,
hoy resulta innegable que el atonalismo de Schönberg es sólo una de las muchas
maneras en que la tonalidad fue desapareciendo, y no necesariamente la más
crítica ni la más valiosa.

Aunque parezca indudable, al menos sobre la partitura, que el atonalismo


fue la más consecuente y la única que aceptó, a inicios del siglo XX, la
desaparición total e inevitable de todos los principios tonales, eso no es óbice
para negar las continuas tramas de transformación que se estaban llevando a
cabo y que son igualmente importantes. Quizá, muchas de las aportaciones de
otros países podrían considerarse más importantes por situarse del lado de la
construcción, y no tanto de la destrucción, como un fenómeno también
necesario cuando se habla de una renovación musical, y acompañado,
obviamente, con sus diversos y quizá incontables epifenómenos.

Desde esta óptica, resulta obligado aceptar que otros países, y no sólo
Alemania, crearon pautas para una construcción de este estilo, no ajena de todas
formas a la destrucción. Stravinsky, sin ir más lejos, ya en su primera etapa jugó
un papel esencial en la disolución de la tonalidad, a través del legado ruso de
Rimsky­Korsakov y sus colaboraciones con Diaghilev. A veces se nos olvida que
dicha disolución no implica solamente el trastrocamiento y la confusión de los
modos mayores y menores, sino también la desaparición de la tensión entre
tónica y dominante, o entre la sensible y las séptimas y sus respectivas
resoluciones, que requieren también una desaparición de la distinción entre
consonancia y disonancia. Pero esto no pertenece sólo a Schönberg, sino
también, por ejemplo, –y a veces de un modo mucho más significativo– a
Debussy.

En este aspecto, parece que Adorno es incapaz de valorar en su esencial


revolución a las tradiciones rusa o francesa (incluidos sus respectivos

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nacionalismos), quizá porque se centró demasiado en un análisis interválico,


determinado por la tradición alemana e incapaz de reconocer que los desarrollos
musicales no dependen sólo del entramado armónico, sino también del colorido,
la dinámica o el ritmo, que a veces pueden jugar un papel imprescindible a la
hora de transformar, precisamente, ese entramado armónico y, por cierto, sin
que el cambio de ese entramado resulte un auténtico desastre sin sentido (como
ocurre todavía hoy con mucha música contemporánea, respaldada
ridículamente en ideas progresistas).

En todo caso, como digo, no me parece que eso perjudique en lo esencial la


importancia del análisis sociológico de Adorno, a pesar de su parcialidad, que
sólo requiere ser sacada a la luz para tomar ciertas precauciones y valorar en su
justa medida las reflexiones sobre Beethoven, pero no para invalidarlas. Quizá,
la solución al atolladero consistiría en aplicar el análisis de Adorno a otros
músicos y no sólo a aquellos por los que éste sentía una predilección intelectual.

La música respaldada por Adorno –la que va de Beethoven a Schönberg–


representa en su análisis la irrupción de la música verdadera, lo que significa,
esencialmente, una música donde la aparición de las contradicciones sociales no
se encuentra oculta. Si las disonancias son desagradables para los burgueses, no
es porque la nueva música sea ininteligible, sino porque habla a éstos de su
propia situación en un lenguaje que no pueden soportar. Las disonancias de la
vanguardia son, en este sentido, como el martillazo en la cabeza de la falsedad
escondida y el consiguiente descubrimiento del engaño. Pero esto hace también
imposible escuchar a los grandes músicos del pasado: la música ligera se
complementa en su estupidez con las creaciones autónomas de la tradición,
repetidas una y otra vez como productos ya conocidos.

En este punto, la consideración de la música de Beethoven se convierte en


una tarea doblemente complicada, que remite una y otra vez a la música de
Schönberg y a la Filosofía de la Nueva Música. Como ciertas obras de música
pop y jazz, según Adorno, también el Romanticismo y el Clasicismo se
convierten con el capitalismo en mera mercancía de fácil consumo, en una
actitud compartida por los músicos neoclásicos –como hemos visto–, que parten
de ese lugar. Por eso, quien desee enfrentarse a la verdad objetiva y al valor de
las composiciones clásico­románticas (que Adorno no niega) tendrá la doble
tarea de romper el barniz del consumo y enfrentarse a la complejidad esencial y
objetiva de la composición pre­(mal)­conocida.

Por eso –esto es clave– no hay otra manera de entender la Filosofía de la


Música más que dirigiéndose a las Vanguardias. Ellas son las únicas que
comprenden la situación del presente, las únicas que pueden liberar a la música
de hoy, pero también a la del pasado. Por eso afirma Adorno que no existe la
Filosofía de la Música, sino solamente la Filosofía de la Nueva Música. Dicho de
otra manera: en rigor, jamás entenderemos a Beethoven sin Schönberg. ¿Quién
se atrevería a negarlo? En esto, Adorno parte de la única lectura hegeliana
esencialmente cierta: la verdad acaecida conceptualmente, artísticamente,
culturalmente y, por tanto, históricamente, sólo puede ser comprendida en su
objetividad en la consideración del proceso, donde se encuentra incluido tanto el
origen como el resultado.

Esta situación requiere también, por tanto, comprender la esencia de la


música del pasado en la óptica de su desarrollo. Podría parecer curioso que
Adorno apenas mencionara esta necesidad de «empezar por el tejado» (si se me
permite la broma), en sus reflexiones sobre Beethoven, pero quizá lo
comprendamos mejor si nos fijamos en sus conclusiones sobre el estilo tardío de
Beethoven, que Adorno consideraba de la más estricta contemporaneidad y que,
en el fondo, se erige en el momento de comprensión del resto de su obra.

Sólo entonces estamos preparados para conocer el pasado, donde resulta


fundamental deconstruir el proceso de descomposición de la música tonal. Por
supuesto, esto implica comprender la tonalidad –como quiere Schönberg en su
Tratado de Armonía– en su singularidad histórica y en su carácter arbitrario.

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En esto, el hegelianismo es abandonado como mera mitología (burguesa). La


nueva música, de hecho, no tiene nada de reconciliación, y tampoco de
consumación. Al contrario, ella no es más que un eslabón más del proceso
musical, en realidad tan carente de sentido como cualquier otro. La única
diferencia es su conciencia de dicha falta.

Por eso mismo, que la música de vanguardia se aparezca a sus oyentes como
más cerebral, frente a una supuesta naturalidad en la tonalidad, es sólo una
causa de no haber comprendido nuestra historia y, paradójicamente, nuestro
propio pasado. En el fondo, no hay más que mirar la riqueza cromática del
Pierrot Lunaire o el Erwartung de Schönberg, o la ópera Lulú, de Berg, para
percatarse de la maravillosa espontaneidad y expresión del lenguaje
vanguardista. ¿Y acaso no podemos decir lo mismo del estilo tardío
beethoveniano, que tanto disgustó a los oídos de su tiempo?

Es cierto que hoy se ha perdido cierta ingenuidad –la incultura de los


artistas, y sobre todo de los músicos, que ha desaparecido justamente a partir de
Beethoven–, pero ella no era más que la sombra deleznable del «progreso». Que
los artistas vanguardistas se vuelquen a la reflexividad no es una falta de
naturalidad, ni de espontaneidad, sino solamente una muestra de su capacidad
crítica. Obviamente, esto hace a la música más compleja, pero no menos natural.
Más bien sucede lo contrario: cuando uno se percata objetivamente de su valor,
no hay nada más artificial que un arte estúpido y convencional, por mucho que
sus acólitos lo vean como lo más natural del mundo.

Los músicos incapaces de crítica se entregan irreflexivamente a materiales


ya obsoletos, como ocurre con la utilización de patrones ya pasados y puramente
decorativos, que el público conoce de forma directa y automática. Aquí,
obviamente, lo que tenemos no es naturalidad, sino un público acostumbrado a
recibir sin pensar, a acomodar lo conocido en unas estructuras mentales ya
dispuestas. La superioridad del arte de vanguardia y, en el siglo XIX, de la
música de Beethoven, es su capacidad para mostrar todo aquello que la sociedad
querría olvidar: que sus estructuras mentales y sociales, a las que tanto adora,
no son más que fantasmas que favorecen una situación de estupidez
generalizada. (No olvidemos que Adorno está analizando la sociedad de masas
que permitió la mayor masacre de la Historia Universal.) Hasta tal punto fue así
que el nuevo arte, aquél al que se refiere Adorno, sería el único capaz de aspirar
a la superación de la dialéctica de la Ilustración. Schönberg aparece en este
marco como un garante de la Ilustración total precedido por Beethoven.

El problema, como es sabido, es que el arte se convierte entonces en la


antítesis de su sociedad y acaba en el aislamiento más absoluto. Que la sociedad
capitalista haya llegado a una situación limítrofe de miseria artística y humana,
especialmente a partir de los campos de concentración, hace que el arte se
convierta también en un límite de sí mismo. De ahí que el verdadero artista,
como quería Ortega, se encuentre deshumanizado y que el arte ya no pueda ser
romántico­realista.

En definitiva, ya no estamos ante la expresión del genio, sino ante el artista


que sacrifica incluso su propia personalidad ante las contradicciones de la
sociedad que detesta. Esta es la antinomia de la nueva música: quiere
comunicar su disgusto con la sociedad, pero al sumergirse en su propia ley
objetiva para evitar a ésta, termina por hacer imposible la expresión y la
comunicación. Sin embargo, su humanidad secreta consiste en negar al hombre
realmente existente. Y es así como la música pierde su sentido contra el
optimismo ingenuo del hegelianismo mitológico. La antinomia consiste ahora en
una forma de afirmación que acaba destruyendo su propia ley.

Pero, ¿qué lugar ocupa Beethoven en toda esta maraña de problemas? Para
Adorno, Beethoven es el renovador absoluto: cada una de sus piezas constituye
una novedad con respecto a la anterior, algo que no ocurre en los compositores
anteriores. Beethoven, diríamos, es anti­convencional incluso con su propia
música. Esto es algo que podemos sentir en sus cuartetos y, de una manera quizá

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más visible, en sus sinfonías. Obviamente, todas guardan entre sí un espíritu


común, que solemos llamar «estilo», pero se trata de un estilo que no se hace
concesiones a sí mismo, que continuamente se critica y está abierto a la
metamorfosis. Las sinfonías de Beethoven se distancian la una de la otra de
manera tal que, si nos situáramos en cualquiera de ellas, jamás podríamos
imaginar la siguiente.

En todo caso, el lugar privilegiado de composición de Beethoven se


encuentra para Adorno, y creo que pocos pueden discutírselo, en los cuartetos
de cuerda, y concretamente en sus últimos cuartetos, a los que denomina con la
pomposa noción de «estilo tardío». En ellos, Beethoven estaría renegando de su
pasado clásico, como si hubiera descubierto de pronto la falsedad de sus formas,
en un camino que, en el fondo, habría descubierto en su más tierna juventud y
que estaría, como en germen, ya en sus primeras obras. Pero hay algo que
Beethoven no pudo mantener en sus últimas composiciones: ese espíritu que
Adorno relaciona una y otra vez con el idealismo hegeliano y en el que lo
objetivo y lo subjetivo se encuentran mágicamente fundidos. Esta es la tesis más
importante de todo el libro y sin lugar a dudas la más interesante. Beethoven
aparece como el espíritu más representativo de la burguesía (estilo medio) y, al
mismo tiempo, como el crítico de la burguesía que descubre el engaño del
clasicismo y, por tanto, de la propia burguesía (estilo tardío), con sus ideales
progresistas, ilustrados y reconciliadores.

Pero Beethoven fue por tanto un burgués en la mayor parte de su obra,


aunque también entonces un burgués «libre». Pensemos en su periodo
intermedio, antes del estilo tardío. «Es el prototipo musical de la burguesía
revolucionario» –nos dice Adorno–, pero también «el de una música evadida de
su tutelaje social, completamente autónoma desde el punto de vista estético». Es
lo que Adorno llama «un clasicismo sin muletas» y que sitúa en el «momento
histórico en que la música y no la poesía convergió con la filosofía». Frente al
burgués y acomodado Wagner, Beethoven es el burgués gruñón, que está
enfadado porque ama al mundo y no puede soportar verlo sumergido en su
sordidez. «En Beethoven –afirma Adorno– un burgués puede hablar como un
rey sin avergonzarse». Este Beethoven todavía no crea formas, sino que más
bien reproduce las formas desde la libertad alcanzada. De ahí que la tonalidad
sea esencial en él, aunque la someta a la máxima violencia y marque con ello el
inicio de su disolución.

En el fondo, la música de Beethoven expresa por ello «el secreto de la


tonalidad», que habíamos considerado necesario incluso para conocer la nueva
música de Schönberg (y así la consideraba el propio músico, que siempre
declaró su revolución como una consecuencia de la tradición). La tonalidad no
es sino «el lenguaje de la burguesía», donde la «expresión» sólo tiene sentido
dentro del sistema (como ocurre en Hegel). Sólo que Beethoven, con esa
búsqueda de la novedad y la eliminación de cualquier patrón sistemático, estaría
realizando una crítica a la tonalidad, por así decirlo, desde la tonalidad misma.
Pero la música, entonces, se encuentra en una posición complicada: «La rabia de
Beethoven tiene que ver con la prioridad del todo sobre la parte. Rechazo por así
decir de lo limitado, lo finito. La melodía gruñe con rabia porque nunca es el
todo».

Por el contrario, el estilo tardío es definido bellamente por Adorno como


«fragmentos de una música oculta». No hay totalidad a la que referirse, ni
siquiera armónica. La polifonía y la monodia ya no son opuestos; la armonía es
sólo un velo donde la tonalidad aparece como insustancial, aunque siga
presente: «A la armonía en el último Beethoven le sucede lo mismo que a la
religión en la sociedad burguesa: perdura, pero olvidada». En otra ocasión,
Adorno añade lo siguiente: «la tonalidad está retenida, pero al mismo tiempo
rota». En su última etapa, Beethoven ha conseguido expulsar fuera de sí la
necesidad del sistema, de la melodía preparada y asentada, del efecto esperado.
El sentido ya no está mediado por la totalidad. Beethoven consuma su actitud
crítica: su música anterior no había sido más que una mentira burguesa,
encerrada en su utopismo ideológico. Ahora, la totalidad ha sido superada por el
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fragmento: los temas no son realmente tales y en ocasiones basta una simple
ráfaga, como si fuese una idea condensada, para expresar el contenido que antes
requería una sonata entera. Pero con ello se ha roto la autonomía y el
subjetivismo: «La música habla el lenguaje de lo arcaico, de los niños, de los
salvajes y de Dios, pero no del individuo. Todas las categorías del último
Beethoven son desafíos al idealismo».

Es una pena que Adorno no consiguiera cerrar y publicar nunca su obra


sobre Beethoven, que a pesar de todo sigue siendo una de las reflexiones más
profundas sobre la música de Beethoven y también sobre la música en general.
La presente edición, como es sabido, no son más que sus apuntes, fragmentarios
y dispersos, publicados aquí –de forma muy acertada– junto a algunas
reflexiones sueltas y más generales que sí decidió publicar, pero que no
abordaban la filosofía general beethoveniana que se había propuesto, sino
solamente algunos aspectos parciales de la misma. La causa de haber dejado
inacabado este proyecto beethoveniano se debió a su honor intelectual,
relacionado, según él mismo afirmó en los años sesenta, con su incapacidad para
comprender el lugar de la Missa Solemnis (1818) en el conjunto de la estética
beethoveniana.

La reflexión de Adorno no puede ser más interesante, más aún cuando el


estilo tardío de Beethoven –al que no se había prestado demasiada atención
hasta la llegada de Adorno– sigue siendo uno de los enigmas más fascinantes de
la Historia de la Música. Por supuesto, una vez más, Adorno se muestra
demasiado convencido y radical en un planteamiento ambiguo y no siempre
justificado. Parece un error de principiante, por ejemplo, considerar el «estilo
tardío» en relación con la conciencia de la propia muerte, algo que en el caso de
Beethoven no puede ser encuadrado en ningún acontecimiento de su vida. Sin ir
más lejos, ni era anciano ni estaba especialmente desvalido en relación a otras
épocas de su vida. Pero esta es sólo una prueba de la ligereza ocasional de
Adorno, apoyada quizá en un punto de vista psicoanalítico demasiado
dogmático, igualmente innombrado en su obra y que no sabemos de dónde ha
obtenido.

Los apuntes son de muy complicada lectura, como sabrá cualquier lector de
Adorno. Si su obra es ya de por sí dificultosa –y, por qué no decirlo, tan
innecesariamente como lo fue la obra de su padre tutelar, Hegel–, la conjunción
fragmentaria de sus notas lo es todavía más. Para los que se atrevan a adquirir y
estudiar esta obra, les recomiendo comenzar por la conferencia de 1966, incluida
en el apéndice de esta edición de Akal. Se trata de una ponencia radiofónica
celebrada en Hamburgo que versa sobre el estilo tardío y que, por su carácter
improvisado, puede entenderse sencillamente. A partir de ahí, lo más
interesante es continuar con los artículos publicados y, finalmente, lanzarse a la
aventura de los fragmentos, que conforman la mayoría de esta obra, y sin duda
la más sugestiva.

La edición original de estos fragmentos y textos fue realizada por Rolf


Tiedemann y han sido traducidos en España, en un trabajo de innegable valor,
por Antonio Gómez Schneekloth y Alfredo Brotons Muñoz. Los textos y
fragmentos han sido organizados por temas bajo los siguientes títulos: (I)
Preludio, (II) Música y concepto, (III) Sociedad, (IV) Tonalidad, (V) Forma y
reconstrucción de la forma, (VI) Crítica, (VII) Fase temprana y ‘clásica’, (VIII)
Vers une analyse des symphonies, (IX) Estilo tardío (1), (X) Obra tardía sin
estilo tardío, (XI) Estilo tardío (2) y (XII) Humanidad y desmitologización. A
ello se añade un apéndice formado por tres textos, entre los que encontramos la
conferencia citada, y finalmente las notas del editor, una tabla comparativa de
los fragmentos y dos índices, uno según las obras de Beethoven citadas por
Adorno y otro de las personas.

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Escrito por Daniel Martín Sáez


Desde España
Fecha de publicación: Octubre de 2011
Artículo que vió la luz en la revista nº 21 de Sinfonía Virtual.
ISSN 1886­9505

SINFONÍA VIRTUAL. TU REVISTA DE MÚSICA Y REFLEXIÓN MUSICAL

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