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Infobae, Buenos Aires, 23 de julio de 2022

Malditas hermosas ciudades


Marcelo Pisarro
Ben Wilson recorre el trayecto de las urbanizaciones desde los primeros
asentamientos hasta la pandemia de Covid-19; Adrián Gorelik examina ese
exitoso producto de la imaginación social que fue la ciudad latinoamericana.
Ambas historias se cruzan en una librería de shopping suburbano.

Esto sucedió días atrás en un local de una cadena de librerías. De ésas con
muchas sucursales que repiten el mismo diseño, las mismas alfombras, los mismos
uniformes, la misma iluminación, la misma base de datos, el mismo desodorante de
ambiente y el mismo ciclo que va de la vidriera al depósito. La librería está en un
shopping suburbano. De los que tienen hipermercados, patios de comida, complejos
de cine y un estacionamiento casi siempre desierto del tamaño de varias canchas
de fútbol. Este shopping está en una ciudad suburbana de veinticinco mil
habitantes, alguna vez un importante centro industrial y ferroviario, ya no. La
ciudad suburbana está pegada a la ciudad capital, donde viven más de tres millones
de personas. O, más que pegada, está separada por un rio contaminado y
maloliente cuyo saneamiento ya nadie parece tomarse en serio. El shopping se
construyó a finales del siglo XX en unos terrenos ferroviarios de mala fama, llenos
de yuyos y chatarra, quizás abandonados, quizás con poco uso, quizás a la espera
de un negocio mejor. Al frente de esos terrenos de mala fama estaba una sede de
la universidad más importante del país y, según cuentan, la más valorada de
Iberoamérica. La calle de la universidad era de tierra y cuando llovía las aulas se
llenaban de barro. A esa calle la asfaltaron más o menos en el mismo momento en
que construyeron el shopping. No fue en la época de las carretas. Kurt Cobain ya se
había muerto.

Lo que sucedió, días atrás, en esta cadena de librerías de shopping de


ciudad suburbana, es que juntaron dos libros en una mesa de novedades. Uno al
ladito del otro. Pegados. Nada que amerite una placa conmemorativa. Nada que
aliente una visita del intendente para tomarse una fotografía. Pero los libros
estaban juntos y, si este suceso tiene un sentido, es que contamos con suficiente
historia cultural para que nos resulte significativo. En lo más literal del término:
para que signifique algo.

Durante mucho tiempo los shoppings fueron vistos como todo lo que estaba
equivocado en los suburbios. Una Estrella de la Muerte para la historia, las
relaciones y la identidad de las comunidades. Desde hace menos, en especial en
Estados Unidos, donde los shoppings suburbanos, ahora en decadencia, esperan
desahuciados a las bolas de demolición, empezó a contemplarse que, después de
todo, tampoco estaban tan mal. Por ejemplo, escribió la arquitecta Alexandra Lange
en Meet Me by the Fountain: An Inside Story of the Mall, libro publicado en estas
semanas, varias ciudades podrían aprender mucho de los shoppings respecto a los
accesos y comodidades para personas ancianas o con discapacidades motrices. Ni
hablar de las señalizaciones, los bancos o los baños públicos.

En marzo, en un artículo en CityLab, Lange escribió sobre la nostalgia por las


cadenas de librerías de shoppings suburbanos. Eran grandes negocios, seguro, pero
también espacios de reunión informal y sitios de encuentros fortuitos de los que
habitualmente carecen las ciudades chicas. En esta ciudad suburbana de veinticinco
mil habitantes, antaño industrial y ferroviaria, ya no, la librería del shopping es la
única con novedades y catálogo y “ahora no lo tenemos pero podemos pedirlo”.
Hay también, en esta ciudad, una librería de saldos, al frente de la plaza central, y
otra, en una avenida venida a menos, especializada en revistas de segunda mano
dignas de un consultorio odontológico de 1970. Todo lo demás que lleva el nombre
de librería vende cartulinas y sacapuntas. Si alguien quiere un libro que no esté
saldado o sacado de un contenedor de basura, o bien va al shopping, o bien cruza
el río contaminado y maloliente hacia la ciudad capital.

Lange destaca otro atributo de estas cadenas de librerías de shopping,


oportuno para la anécdota que aquí nos convoca: están menos curadas. Tienen
menos pruritos a la hora de juntar novedades editoriales. Lo que permite que libros
que de otro modo no serían debidamente presentados se pongan a dialogar. Eso
ocurrió en el shopping. Acomodaron La ciudad latinoamericana de Adrián Gorelik
junto a Metrópolis de Ben Wilson. Uno al lado del otro. Pegados. Podías levantar
uno, ojearlo, levantar el otro, lo mismo. Ambos están escritos por historiadores y
tratan sobre ciudades. Y no podrían ser más diferentes. Uno es un paciente estudio
sobre el nacimiento y el declive de la ciudad latinoamericana. El otro es un
desenfrenado viaje urbano desde los primeros asentamientos humanos hasta los
confinamientos por Covid-19. En las librerías curadas de la ciudad capital, al otro
lado del río contaminado y maloliente, los acomodaron en diferentes estantes.
Lejos. Sin comunicación. En los shoppings suburbanos funciona de otra manera.
Nada que amerite la placa conmemorativa ni la visita del intendente. Pero
significativo, a su manera.

Entre las décadas de 1940 y 1970 existió una cosa que no había existido
hasta entonces y que tampoco existiría mucho después. Era una cosa poderosa,
ineludible, capaz de estructurar conversaciones públicas, temarios estatales, fondos
financieros, programas políticos e intelectuales. Todo parecía pasar por esta cosa.
Nada parecía excederla. Esa cosa novedosa, ahora relegada a papeles amarillentos
archivados en estantes de bibliotecas llenas de polvo y de fantasmas, es la ciudad
latinoamericana.

Escrito por el historiador y arquitecto Adrián Gorelik, La ciudad


latinoamericana: Una figura de la imaginación social del siglo XX es un trabajo
histórico meticuloso acerca de la creación y la caída de este concepto: “La ciudad
latinoamericana de la que se habla en este libro no tiene una existencia material;
no es ―digamos― una ‘ciudad real’, sino un artefacto de la inteligencia, que
organizó en torno a la cuestión urbana una serie de representaciones sobre el
pasado y el presente de América Latina, y muy especialmente, sobre los rumbos
necesarios para su transformación”.

Esta construcción intelectual, la ciudad latinoamericana, se volvió


inseparable de las nociones de modernización y desarrollo. Venían en paquete.
Como un combo de hamburguesa, papas fritas y Coca Cola. Y la inclinación anímica
al respecto era de optimismo. Inclinación anímica que no cambió entre los años
cuarenta y setenta del siglo XX. A pesar de que, al final de este ciclo, todo lo demás
sí había cambiado: se cuestionó el papel de los centros urbanos, las teorías del
desarrollo fueron barridas por las teorías de la dependencia y el reformismo
modernizador cedió ante la radicalización revolucionaria. Pero el optimismo se
mantuvo. Sólo que desde posiciones opuestas: la transformación latinoamericana
ya no se realizaría por intermedio de la ciudad, sino a pesar de la misma, o en su
contra.

Hay que repasar cómo sucedió. Hubo, a partir de los años 30 y 40 del siglo
veinte, una concurrencia entre las migraciones masivas hacia las ciudades, la alta
producción académico-intelectual sobre el tema y la importancia que se le dio a
este conocimiento en la elaboración y aplicación de políticas públicas. Las ciencias
sociales crearon nuevas herramientas para tratar el fenómeno. Con lo que eso
conlleva: instituciones, programas, carreras, becas y subsidios que dieron forma a
un campo académico específico, la planificación urbana y regional, cuyas
propuestas técnicas se tradujeron en proyectos estatales. Algunos estridentes,
como la creación de Brasilia y Ciudad Guayana, otros menos estridentes, pero igual
de contundentes.

El vertiginoso proceso de urbanización, vinculado a las migraciones del


campo a la ciudad, no fue un fenómeno estrictamente latinoamericano. La
experiencia coincidió con la de muchas ciudades del Tercer Mundo (otra categoría
de época). Pero en América Latina, a diferencia de África y Asia, ya existía una
tradición de planes urbanos: la ciudad latinoamericana había sido, desde el siglo
XVI, “un experimento de avanzada del pensamiento europeo que moldeó el
continente y fue moldeado por él”, escribió Gorelik, investigador del Conicet y
docente de la Universidad de Quilmes, autor de libros como Miradas sobre Buenos
Aires y La grilla y el parque.

Este experimento de la ciudad latinoamericana —o más bien, este


laboratorio en el cual experimentar― se armó bajo el amparo del paradigma
estructural-funcionalista y las teorías de la modernización. Pero con algunos
ajustes. Pues estos países latinoamericanos, en los que se propuso la ciudad como
motor productivo, no tenían el mismo desarrollo industrial que los países en los que
estas corrientes de pensamiento se habían cocinado, horneado y aireado en la
ventana. Así que lo que había sido un proceso histórico cultural occidental (la
modernidad), explica Gorelik, se convirtió en un proceso técnico de difusión de la
civilización industrial como modelo de desarrollo universal (la modernización). En el
espacio de experimentación de América Latina, el desafío consistía en modernizar
sin exacerbar los problemas que la modernidad había traído a los países
desarrollados desde la posguerra.

El papel de la academia estadounidense fue fundamental en la creación de la


ciudad latinoamericana: de allí salieron autores, libros, especialistas, ideas,
instituciones, categorías, fondos y centros de estudios multidisciplinarios, que
dieron forma a una red de pensamiento urbano panamericana, como la llama
Gorelik. Anduvo bien. Al rato se discutía a la ciudad latinoamericana valiéndose del
continuo folk-urbano o la cultura de la pobreza, se seguía a la Escuela de Chicago o
se participaba de la polémica Redfield-Lewis, se investigaban distintas formas de
marginalidad propiamente urbanas (la villa miseria, la favela, la barriada) con
apoyo de la fundación Ford o Rockefeller. Las relaciones entre campo y ciudad
nunca recibieron tanta atención teórica, ni fueron objeto de tanta experimentación,
como en este momento. Es importante porque este movimiento migratorio, en
pocas décadas, convirtió a América Latina en un “continente urbano”, tan precario y
desigual como antes, dice Gorelik, cuando era un “continente rural”, sólo que ahora
con una nueva vidriera que lo puso en lo alto de las preocupaciones públicas.

En los años sesenta el desarrollismo empezó a perder terreno ante las


teorías de la dependencia: la urbanización, lejos de haber producido una Wakanda
latinoamericana, explicaba la perpetuación del subdesarrollo. El estructuralismo
marxista de tradición francesa le sacó terreno al funcionalismo. Aparecieron voces
anti-urbanas más duras. La oposición campo/ciudad, disuelta por las nociones de
continuum y transición, volvió a primer plano.

Hacia el final de este ciclo, en la década de 1970, las promesas de desarrollo


y modernización no parecían haberse cumplido. La ciudad latinoamericana dejó de
pensarse como la vanguardia del desarrollo de la región y comenzó a verse con
desconfianza, como obstáculo para cualquier transformación revolucionaria. La
ciudad burguesa y contrarrevolucionaria, se afirmó, nunca había abandonado su
papel de productora y reproductora de relaciones de poder del sistema capitalista.
La transformación continental, a la que continuaba mirándose con optimismo,
residía fuera de las urbanizaciones; estaba en el campo, ese par antagónico de las
ciudades latinoamericanas.

Luego de eso, tras el optimismo primero desarrollista y luego revolucionario,


siempre reformista, en el que no pocas veces se mantuvieron los mismos actores,
las mismas instituciones y los mismos problemas, la ciudad latinoamericana dejó de
existir.

Por tratarse de una figura de la imaginación social, explica Gorelik en su


libro publicado por Siglo XXI, la ciudad latinoamericana “existió mientras hubo
voluntad intelectual de construirla como objeto de conocimiento y acción, mientras
hubo teorías para pensarla y mientras hubo actores e instituciones dispuestos a
hacer efectiva esa vocación. Y esas condiciones especiales, esa particular coyuntura
histórica, tuvo lugar en un momento preciso: entre las décadas del cuarenta y el
setenta del siglo XX”.

No es que la ciudad, en América Latina, no haya sido considerada


importante antes de este período. Lo fue, claro, pero siempre en contextos
nacionales: ciudades peruanas, o argentinas, o bolivianas, pero no
latinoamericanas. Tanto si la ciudad podía encarrillar la organización del estado
nacional moderno, tanto si representaba los vicios y la decadencia frente a una
nación tradicional añorada, no existía una vocación intelectual por tomarlas en
conjunto. Después de este ciclo, a partir de la década de 1980, ya sin el peso del
pasado desarrollista ni revolucionario, la ciudad latinoamericana, como concepto,
dejó de expresar una realidad teóricamente productiva. Suele aparecer para
nombrar los males que se le achacan: pobreza, marginalidad, narcotráfico,
fragmentación, violencia, corrupción, etc. Y, en el mismo movimiento, se explicita
la imposibilidad comparativa y el problema de las generalizaciones; por eso, ahora,
suelen examinarse ciudades específicas. Si algo las atraviesa, acaso, es esa
construcción llamada “cultura urbana latinoamericana”, pero, en todo lo demás, la
perspectiva, como la define Gorelik, es poslatinoamericana.

La ciudad latinoamericana es un libro cuidadosamente tallado. Un trabajo de


archivos y bibliotecas, metódico y bien documentado, un texto a la vez abierto y
letrado, puntodevisteano (por la revista Punto de Vista, en la cual Gorelik se
desempeñaba como subdirector el momento de su cierre), que se toma su tiempo
para trazar una hipótesis clara, desarrollarla, hacerla crecer, acotarla, ponerle
presión para ver si aguanta, o no, y dejar que emerja una conclusión.

Todo lo contrario al libro que le tocó en suerte como vecino en el shopping


suburbano. Aunque, si se quedan hasta el final, justo antes de los títulos, verán un
giro de la trama digno de M. Night Shyamalan.

Metrópolis: Una historia de la ciudad, el mayor invento de la humanidad,


escrito por el historiador y periodista londinense Ben Wilson y publicado en 2020,
ahora en español a través del sello Debate, apuesta por narrar la historia de las
ciudades. Así, en general. No es una empresa sencilla. El riesgo de resbalarse y
caerse en Wikipedia es grande. Sin embargo, el libro se sale con la suya. Y lo hace
en su propia ley. Nada de textos metódicos ni hipótesis claras. Metrópolis es un
recorrido frenético y enredado con un guía turístico altamente informado y
motivado, que señala allá, acá, más allá, que arroja mil datos, ejemplos y
referencias por segundo; un expositor comprometido y simpático, sin dudas
entretenido, pero siempre apresurado, sin tiempo para ahondar ni desarrollar:
vamos, no se detengan, tenemos que cubrir seis mil años en quinientas páginas.

Hay sitio para todo, pero al pasar, como visto desde un bus de techo
abierto. La comida callejera de Roma en el siglo II, Tony Soprano conduciendo por
el túnel Lincoln, la relación entre suburbios y amenaza atómica, la pregunta de si
los templos precedieron a los cultivos, o viceversa, el café de Constantinopla, el
Poema de Gilgamesh y “Jesus of Suburbia” de Green Day, los flâneurs parisinos del
siglo XIX y las bibliotecas de la comuna 13 de Medellín, el islam y los camellos, los
aspersores de los jardines, la larga esperanza de vida de los coyotes urbanos en
comparación con la corta vida de los coyotes rurales, los bombardeos aéreos sobre
Varsovia, Hiroshima a 4000 grados bajo 64 toneladas de plutonio, las excavaciones
arqueológicas en la antigua Mesopotamia, el planeta visto desde el espacio y
N.W.A. mandando a la mierda a la policía a ritmo de hip hop. En cuanto se le
agarra el compás y se entienden sus cláusulas, funciona más que bien. Alguien lo
expresó de maravillas hace décadas: no culpes a un parque temático por no ser
una catedral.

Vivir en una ciudad es excitante. En las ciudades brotaron las ideas y las
técnicas, las revoluciones y las innovaciones que marcaron la historia. En el año
1800, solo el 3 o 4 por ciento de la población humana residía en ciudades, y sin
embargo, dice Wilson, ese 3 o 4 por ciento urbano cambió el mundo. Las ciudades
son lugares de comidas y bebidas, de compras y chismes, de juego, sexo, placeres,
seguridad y emociones, de duchas con agua caliente y de fiestas, de mirar las cosas
que pasan, de rituales en cafeterías, plazas y estadios. Las ciudades son también
sitios de plagas, pandemias y enfermedades, de estrés y polución, de basura y
excrementos. Pueden ser grandes, impersonales y alienantes, entornos duros y
despiadados, “hervideros de ruido, contaminación y hacinamiento que destrozan los
nervios”, escribe Wilson, que estudió en la Universidad de Cambridge y publica en
diarios y revistas como The Spectator, GQ y The Guardian.

La rápida propagación de Covid-19 por todo el planeta, dice, “fue una


especie de impuesto siniestro que hubo que pagar por el triunfo de la ciudad del
siglo XXI. El virus se expandió por toda la compleja red social que las hace tan
exitosas y tan peligrosas para nosotros”. Cuando los urbanitas abandonaron las
ciudades y se marcharon al campo, fueron recibidos con disgusto, incluso
rechazados: no solo traían el virus, sino que además habían abandonado a sus
vecinos. “Aquella reacción fue un recordatorio del antagonismo que se ha dado a lo
largo de la historia entre la ciudad y lo que no lo es: las metrópolis como lugares de
privilegio y fuentes de contaminación; lugares que prometen riqueza y prosperidad,
pero de los que se huye a la más mínima señal de peligro”.

Pronto, escribe Wilson, no habrá muchos lugares adonde huir. A mediados


de este siglo, dos tercios de la población humana residirán en ciudades, o en
espacios urbanos, que incluye los suburbios. Para finales del siglo XXI habrá
terminado un proceso de seis mil años del que saldremos como una especie
totalmente urbanizada.

Esos seis mil años tienen dos extremos. De un lado está Uruk, en la ribera
del río Éufrates, la primera ciudad, donde se inventó la urbanidad y donde llegaron
a vivir entre 50 y 80 mil personas; del otro lado está Lagos, en Nigeria, la ciudad
definitiva del siglo XXI: “Gigantesca, inconmensurable, ruidosa, sucia, caótica,
masificada, estresante, peligrosa, Lagos representa los peores rasgos de la
urbanización moderna. Pero también evidencia algunos de los mejores”. ¿Cuáles
son los mejores? Para Wilson, la economía de subsistencia y los asentamientos
informales, el urbanismo DIY, de hacerlo vos mismo, de arreglártelas como puedas,
la cultura del rebusque: “Los arrabales miserables e insanos de las ciudades de
países en desarrollo son algunos de los lugares más emprendedores del planeta, y
albergan sofisticadas redes de apoyo mutuo que hacen más llevaderos los reveses
y las tensiones de la vida en la megalópolis”.

El siglo urbano será de rascacielos y barrios marginales. A imitación de


Shanghái y otras metrópolis chinas, en el siglo XXI la construcción de rascacielos
aumentó un 402 por ciento en todo el planeta. En menos de veinte años, los
edificios de 150 metros y cuarenta pisos pasaron de 600 a más de 3200. A
mediados de este siglo habrá 41.000. Este paisaje vertical da a entender muchas
cosas. Por ejemplo, que es allí en la ciudad donde está el dinero. Porque
efectivamente es allí en la ciudad donde está el dinero.

La economía global se mueve alrededor de unas pocas ciudades y de sus


regiones: en 2025, 440 ciudades con una población total de 600 millones de
habitantes, o sea el 7 por ciento de la población mundial, representarán la mitad
del producto interno bruto del planeta. Ciudades como San Pablo, Moscú y
Johannesburgo producen por sí solas entre un tercio y la mitad de la riqueza total
de sus respectivos países. Si Lagos, con el 10 por ciento de la población de Nigeria
y el 60 por ciento de la riqueza, proclamara su independencia, se convertiría en el
quinto país más rico de África.

Esto no es nuevo: desde la antigua Mesopotamia y la Mesoamérica


precolombina, durante el ascenso de la polis griega o en el apogeo de la ciudad-
estado medioeval, un selecto grupo de metrópolis monopolizó el mercado. Lo que
destaca al siglo XXI es que en esos centros de riqueza haya, también, tanta gente
que la pasa tan mal.

Según las Naciones Unidas, los asentamientos informales y los barrios


marginales carentes de infraestructura básica se están convirtiendo en la forma de
vivienda dominante del planeta: “El futuro estilo de vida de la mayoría de las
personas se puede discernir con mayor precisión en las áreas densas,
autoedificadas y autogestionadas de Bombay y Nairobi que en los resplandecientes
distritos centrales de Shanghái o Seúl, o en la fastuosa expansión de Houston o
Atlanta. En la actualidad, mil millones de personas —uno de cada cuatro habitantes
de la ciudad— viven en un barrio pobre, en chabolas, en una favela, en una
comuna, un gueto, un kampung, un campamento, un gecekondu, una ‘villa
miseria’, o como se quiera llamar a este tipo de áreas urbanas que carecen de
planificación y que se han ido construyendo sobre la marcha”. Y que es, para
nuestro guía, uno de los mejores rasgos de la urbanización moderna.

Si las ciudades se expanden hacia arriba, también lo hacen hacia los lados.
El crecimiento urbano empuja a las ciudades hacia humedales, selvas, estuarios,
manglares, llanuras aluviales y terrenos agrícolas. Las ciudades pierden densidad
en sus núcleos. Las periferias crecen, se urbanizan, hacen sus propias torres,
erosionan la diferencia entre lo urbano y lo suburbano: “El problema del siglo XXI
no es que nos hayamos convertido en una especie urbana demasiado deprisa, sino
que aún no nos hemos urbanizado lo suficiente”. Eso no sería importante, dice
Wilson, si pudiéramos despilfarrar los recursos del planeta a gusto. Si no
tuviéramos que mover, por ejemplo, a varios millones de personas de las periferias
a los centros, y luego el camino inverso, cada día de la semana.

En este relato, las ciudades son el producto del cambio climático. Hace siete
mil años, el golfo Pérsico se elevó dos metros por encima del nivel actual, en el
punto álgido del clima del Holoceno, cuando la temperatura y el nivel de los mares
aumentaron en todo el planeta. Los humedales resultantes en el delta del Tigris y el
Éufrates atrajeron pobladores. Había mucho alimento y fácil de obtener. Se
quedaron. Cuando los humedales del sur mesopotámico se secaron, la civilización
urbana, tras un milenio de existencia, ya estaba madura. Pudo tratar con los
cambios y ajustarse.

Es natural que sean las ciudades, y no los estados nacionales, quienes


encabecen la lucha contra el cambio climático, pues son, también, las principales
damnificadas. La densificación poblacional es vital para conseguir la sostenibilidad
medioambiental. La idea no es que todo el mundo se apiñe en los centros de las
ciudades, pues allí no hay sitio suficiente, sino que las barriadas periféricas y los
suburbios, al urbanizarse, adopten la forma, las funciones y la diversidad de usos,
así como el desorden espacial, asociados normalmente con el centro.

Y si esto ocurre, dice Wilson, no será gracias a las torres vidriadas, las
ciudades inteligentes, los sensores, los tecnócratas y los planificadores. Si hay una
salida, una forma de arreglarlo, saldrá de aquellos millones que viven en
asentamientos informales y en economías sumergidas, pues eso es lo que han sido
muchos urbanitas durante los últimos cinco mil años: “Cuando se agoten las
fuentes de energía y las ciudades se calienten, cuando sea más duro vivir en ellas,
serán ellos los que improvisen las soluciones, si se les permite. Si algo nos enseña
la historia, es que son ellos quienes lo lograrán”.

Cuando apenas faltan tres páginas para acabar su recorrido, nuestro guía
todavía tiene tiempo de agregar más información. Otro dato, otro detalle, pero
rápido, sin detenerse, pues ya viene el próximo contingente de turistas. Es el giro
de la trama. Estilo Shyamalan, al final de Split, cuando la cámara gira en la
cafetería y aparece el personaje de Bruce Willis en El protegido.

Wilson habla de un fenómeno propio de Los Ángeles: el urbanismo latino.


Dice que es una manera completamente novedosa y deseable de habitar las
ciudades del norte global. Los inmigrantes latinos y sus descendientes tienen
menos autos que el resto de la población, caminan más, usan el transporte público,
se encuentran al aire libre, conversan, utilizan sus jardines para redefinir lo público
y lo privado, crean nuevas microcomunidades y tejen lazos, hacen a las ciudades
más resilientes y sostenibles. Los supermercados son coloridos, la música está alta,
hay fiestas en los parques y comida callejera, decenas de miles de vendedores
ambulantes informales convierten a las avenidas en mercadillos, creando un
urbanismo desordenado, el modelo de ciudad del sur global, que es como siempre
han sido las metrópolis. Si la ciudad latinoamericana, tal como Gorelik documentó
su existencia entre los años 40 y 70 del siglo XX, ya no existe, la idea de una
cultura urbana latinoamericana mantiene, especialmente en el llamado norte global,
mucho del optimismo transformador que caracterizó a ese ciclo. Basta escuchar a
Wilson, cuando afirma que el urbanismo latino nos recuerda que las calles no son
solo para realizar trayectos, sino que son sitios en los que vivir y jugar: “Son el
alma de la ciudad”, dice, y da por terminado el tour.

Marcelo Pisarro, “Malditas hermosas ciudades”, Infobae, Buenos Aires, 23


de julio de 2022.

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