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Esto sucedió días atrás en un local de una cadena de librerías. De ésas con
muchas sucursales que repiten el mismo diseño, las mismas alfombras, los mismos
uniformes, la misma iluminación, la misma base de datos, el mismo desodorante de
ambiente y el mismo ciclo que va de la vidriera al depósito. La librería está en un
shopping suburbano. De los que tienen hipermercados, patios de comida, complejos
de cine y un estacionamiento casi siempre desierto del tamaño de varias canchas
de fútbol. Este shopping está en una ciudad suburbana de veinticinco mil
habitantes, alguna vez un importante centro industrial y ferroviario, ya no. La
ciudad suburbana está pegada a la ciudad capital, donde viven más de tres millones
de personas. O, más que pegada, está separada por un rio contaminado y
maloliente cuyo saneamiento ya nadie parece tomarse en serio. El shopping se
construyó a finales del siglo XX en unos terrenos ferroviarios de mala fama, llenos
de yuyos y chatarra, quizás abandonados, quizás con poco uso, quizás a la espera
de un negocio mejor. Al frente de esos terrenos de mala fama estaba una sede de
la universidad más importante del país y, según cuentan, la más valorada de
Iberoamérica. La calle de la universidad era de tierra y cuando llovía las aulas se
llenaban de barro. A esa calle la asfaltaron más o menos en el mismo momento en
que construyeron el shopping. No fue en la época de las carretas. Kurt Cobain ya se
había muerto.
Durante mucho tiempo los shoppings fueron vistos como todo lo que estaba
equivocado en los suburbios. Una Estrella de la Muerte para la historia, las
relaciones y la identidad de las comunidades. Desde hace menos, en especial en
Estados Unidos, donde los shoppings suburbanos, ahora en decadencia, esperan
desahuciados a las bolas de demolición, empezó a contemplarse que, después de
todo, tampoco estaban tan mal. Por ejemplo, escribió la arquitecta Alexandra Lange
en Meet Me by the Fountain: An Inside Story of the Mall, libro publicado en estas
semanas, varias ciudades podrían aprender mucho de los shoppings respecto a los
accesos y comodidades para personas ancianas o con discapacidades motrices. Ni
hablar de las señalizaciones, los bancos o los baños públicos.
Entre las décadas de 1940 y 1970 existió una cosa que no había existido
hasta entonces y que tampoco existiría mucho después. Era una cosa poderosa,
ineludible, capaz de estructurar conversaciones públicas, temarios estatales, fondos
financieros, programas políticos e intelectuales. Todo parecía pasar por esta cosa.
Nada parecía excederla. Esa cosa novedosa, ahora relegada a papeles amarillentos
archivados en estantes de bibliotecas llenas de polvo y de fantasmas, es la ciudad
latinoamericana.
Hay que repasar cómo sucedió. Hubo, a partir de los años 30 y 40 del siglo
veinte, una concurrencia entre las migraciones masivas hacia las ciudades, la alta
producción académico-intelectual sobre el tema y la importancia que se le dio a
este conocimiento en la elaboración y aplicación de políticas públicas. Las ciencias
sociales crearon nuevas herramientas para tratar el fenómeno. Con lo que eso
conlleva: instituciones, programas, carreras, becas y subsidios que dieron forma a
un campo académico específico, la planificación urbana y regional, cuyas
propuestas técnicas se tradujeron en proyectos estatales. Algunos estridentes,
como la creación de Brasilia y Ciudad Guayana, otros menos estridentes, pero igual
de contundentes.
Hay sitio para todo, pero al pasar, como visto desde un bus de techo
abierto. La comida callejera de Roma en el siglo II, Tony Soprano conduciendo por
el túnel Lincoln, la relación entre suburbios y amenaza atómica, la pregunta de si
los templos precedieron a los cultivos, o viceversa, el café de Constantinopla, el
Poema de Gilgamesh y “Jesus of Suburbia” de Green Day, los flâneurs parisinos del
siglo XIX y las bibliotecas de la comuna 13 de Medellín, el islam y los camellos, los
aspersores de los jardines, la larga esperanza de vida de los coyotes urbanos en
comparación con la corta vida de los coyotes rurales, los bombardeos aéreos sobre
Varsovia, Hiroshima a 4000 grados bajo 64 toneladas de plutonio, las excavaciones
arqueológicas en la antigua Mesopotamia, el planeta visto desde el espacio y
N.W.A. mandando a la mierda a la policía a ritmo de hip hop. En cuanto se le
agarra el compás y se entienden sus cláusulas, funciona más que bien. Alguien lo
expresó de maravillas hace décadas: no culpes a un parque temático por no ser
una catedral.
Vivir en una ciudad es excitante. En las ciudades brotaron las ideas y las
técnicas, las revoluciones y las innovaciones que marcaron la historia. En el año
1800, solo el 3 o 4 por ciento de la población humana residía en ciudades, y sin
embargo, dice Wilson, ese 3 o 4 por ciento urbano cambió el mundo. Las ciudades
son lugares de comidas y bebidas, de compras y chismes, de juego, sexo, placeres,
seguridad y emociones, de duchas con agua caliente y de fiestas, de mirar las cosas
que pasan, de rituales en cafeterías, plazas y estadios. Las ciudades son también
sitios de plagas, pandemias y enfermedades, de estrés y polución, de basura y
excrementos. Pueden ser grandes, impersonales y alienantes, entornos duros y
despiadados, “hervideros de ruido, contaminación y hacinamiento que destrozan los
nervios”, escribe Wilson, que estudió en la Universidad de Cambridge y publica en
diarios y revistas como The Spectator, GQ y The Guardian.
Esos seis mil años tienen dos extremos. De un lado está Uruk, en la ribera
del río Éufrates, la primera ciudad, donde se inventó la urbanidad y donde llegaron
a vivir entre 50 y 80 mil personas; del otro lado está Lagos, en Nigeria, la ciudad
definitiva del siglo XXI: “Gigantesca, inconmensurable, ruidosa, sucia, caótica,
masificada, estresante, peligrosa, Lagos representa los peores rasgos de la
urbanización moderna. Pero también evidencia algunos de los mejores”. ¿Cuáles
son los mejores? Para Wilson, la economía de subsistencia y los asentamientos
informales, el urbanismo DIY, de hacerlo vos mismo, de arreglártelas como puedas,
la cultura del rebusque: “Los arrabales miserables e insanos de las ciudades de
países en desarrollo son algunos de los lugares más emprendedores del planeta, y
albergan sofisticadas redes de apoyo mutuo que hacen más llevaderos los reveses
y las tensiones de la vida en la megalópolis”.
Si las ciudades se expanden hacia arriba, también lo hacen hacia los lados.
El crecimiento urbano empuja a las ciudades hacia humedales, selvas, estuarios,
manglares, llanuras aluviales y terrenos agrícolas. Las ciudades pierden densidad
en sus núcleos. Las periferias crecen, se urbanizan, hacen sus propias torres,
erosionan la diferencia entre lo urbano y lo suburbano: “El problema del siglo XXI
no es que nos hayamos convertido en una especie urbana demasiado deprisa, sino
que aún no nos hemos urbanizado lo suficiente”. Eso no sería importante, dice
Wilson, si pudiéramos despilfarrar los recursos del planeta a gusto. Si no
tuviéramos que mover, por ejemplo, a varios millones de personas de las periferias
a los centros, y luego el camino inverso, cada día de la semana.
En este relato, las ciudades son el producto del cambio climático. Hace siete
mil años, el golfo Pérsico se elevó dos metros por encima del nivel actual, en el
punto álgido del clima del Holoceno, cuando la temperatura y el nivel de los mares
aumentaron en todo el planeta. Los humedales resultantes en el delta del Tigris y el
Éufrates atrajeron pobladores. Había mucho alimento y fácil de obtener. Se
quedaron. Cuando los humedales del sur mesopotámico se secaron, la civilización
urbana, tras un milenio de existencia, ya estaba madura. Pudo tratar con los
cambios y ajustarse.
Y si esto ocurre, dice Wilson, no será gracias a las torres vidriadas, las
ciudades inteligentes, los sensores, los tecnócratas y los planificadores. Si hay una
salida, una forma de arreglarlo, saldrá de aquellos millones que viven en
asentamientos informales y en economías sumergidas, pues eso es lo que han sido
muchos urbanitas durante los últimos cinco mil años: “Cuando se agoten las
fuentes de energía y las ciudades se calienten, cuando sea más duro vivir en ellas,
serán ellos los que improvisen las soluciones, si se les permite. Si algo nos enseña
la historia, es que son ellos quienes lo lograrán”.
Cuando apenas faltan tres páginas para acabar su recorrido, nuestro guía
todavía tiene tiempo de agregar más información. Otro dato, otro detalle, pero
rápido, sin detenerse, pues ya viene el próximo contingente de turistas. Es el giro
de la trama. Estilo Shyamalan, al final de Split, cuando la cámara gira en la
cafetería y aparece el personaje de Bruce Willis en El protegido.