Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Eduardo Grüner
Si un célebre tema musical pop de los años 60 pudo llevar como título “Los sonidos
del silencio”, quizá eso pueda entenderse como una banalización festiva del
famoso gesto vanguardista de John Cage al “componer” una pieza musical que
hacía estricto silencio durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. El silencio,
parece decirnos Cage, tiene valor por sí mismo, no como mera ausencia de sonido.
Por supuesto, los músicos saben muy bien esto: el intervalo silencioso es decisivo
para el valor de la nota; es el contraste entre el sonido y el silencio lo que articula la
estructura de la música. Eso es fácil de detectar en “el arte de combinar los
sonidos” (y por lo tanto, los silencios). Pero, ¿qué decir de otras formas de arte –la
pintura, la escultura- que, siendo por naturaleza “silenciosos”, logran a veces, y
por ello mismo, hacernos escuchar el silencio tanto como Cage?
Permítasenos, para ilustrar imperfectamente esa rareza, poner en contigüidad
arbitraria –como si dijéramos en una panoplia del Atlas Mnemosyne de Aby
Warburg- cuatro o cinco imágenes de la historia del arte que representan gritos,
aullidos, alaridos: cosas como El Grito de Munch, la trasposición que hace Francis
Bacon del Retrato de Inocencio X de Velázquez, el anónimo Laocoonte de la
antigüedad griega, el canónico fotograma de la nurse gritando en El Acorazado
Potemkin de Eisenstein. Hay muchos otros, sin duda.
El cuadro de Munch, para empezar por él, ostenta una importante prosapia en la
teoría psicoanalítica: siendo un objeto para la mirada, le sirve a Lacan para
introducir el estatuto de un objeto privilegiado, la Voz. Pero, paradójicamente, en
articulación con lo que en apariencia le es más opuesto: el silencio. “El resto es
silencio”, dice Hamlet. Y en efecto, el silencio es un resto, producido por una
operación de la voz. Sin embargo, más allá o más acá de Lacan, lo que nos importa
ahora es constatar la aporía –obvia solo en apariencia- de que un grito sea
representable por una pintura. Es decir: por un arte por definición silencioso, mudo.
Tampoco se trata de un caso inaudito. El oxímoron del grito mudo tiene bien
ganados galones en la historia del arte. Un paradigma es el Retrato del Papa
Inocencio X según Velázquez pintado por Bacon en 1953 como una “re-visión” del
famoso Retrato de Inocencio X de Velázquez, de 1650. Se recordará cómo, en Bacon,
el rostro firme, severo, de mirada admonitoria, de Inocencio aparece desencajado
en un alarido de horror abisal, sus ojos antes serios ahora vueltos hacia una sima
de muerte y de locura. Bacon sabe lo que hace: es el contraste imposible entre el
silencio de la imagen fija y esa boca abierta en un grito lo que le otorga todo su
valor de espanto a la “mudez”. ¿Se ha inspirado en Bacon otro Francis, Ford
Coppola, para esa famosa escena de El Padrino III en la que suspende el sonido
cuando don Corleone abre la boca en un alarido de angustia ante el cadáver de su
hija asesinada en las escalinatas del teatro?
Muchísimo antes, más de dos mil años atrás, ese grito mudo juega su propia
imposibilidad con su cuerpo –y el de sus hijos- de piedra, envuelto por las
monstruosas serpientes que el ánimo vengativo de Minerva le ha enviado. Que se
trate de una escultura –arte de la inmovilidad y el silencio por excelencia, más aún
que la pintura- tiene una enorme relevancia, que Lessing, en su tratado llamado
precisamente Laocoonte (un texto seminal en la estética moderna) no ha dejado de
captar finamente: es porque Laocoonte permanece mudo –si bien la imagen muestra
inequívocamente su grito- que podemos contemplarlo con compasión; si realmente
pudiéramos escuchar su aullido, ese espectáculo nos resultaría insoportable,
horroroso, siniestro. Y sin embargo el cine, arte del movimiento por excelencia, ha
podido casi hacer lo mismo, y mucho antes de Coppola: allí está el famoso
fotograma de Eisenstein que citábamos antes (por supuesto, Potemkin es un film
“mudo”: pero tomar en cuenta esa limitación técnica de su época no hace menor el
efecto sobre un espectador actual).
Todo lo anterior nos sirve para introducir una vacilante hipótesis –o ni siquiera:
apenas una ocurrencia-: el “grito mudo”, o la representación en imagen silenciosa
de un gesto que convoca “naturalmente” al sonido (el del alarido, para el caso)
puede ser una buena metáfora del modo en que el arte, el que realmente importa,
está hecho de lo que le falta: es en sus “silencios” –allí donde debería haber
“sonido”- que se resguarda un sentido todavía incompleto, un misterio a develar,
un todavía-no (para decirlo con Ernst Bloch) que demanda una experiencia de
interpretación, es decir de construcción de sentido, allí donde los fetichismos de la
“comunicación” (hoy presentes hasta la saturación de la vista y el oído) quisieran
hacernos creer que los sentidos están hechos. Que a cada sonido corresponde un
sentido, y que el silencio es sin-sentido por antonomasia. Y bien, no: una defensa del
silencio (que a veces sí es “salud”) todavía, o nuevamente, es una trinchera de
resistencia ante el embate fascista del “sonido y la furia” comunicacional.
1.
2.
Hace ya varias décadas, el etnógrafo Marcel Griaule informó que los dogon de
Senegal guardan durante toda su vida un celosísimo secreto, que se llevan a la
tumba, que no revelan ni a sus padres, ni a sus hijos, ni a sus mujeres, que
constituye el núcleo único e inaccesible de su subjetividad (los dogon tienen una
vida extremadamente “pública”): ese íntimo secreto es su nombre. Quiero decir: su
verdadero nombre, el que eligen para ellos, y no el nombre falso que usan para
“comunicarse” con el resto de la tribu. Su nombre auténtico, en cambio, permanece
en eterno silencio. O sea, un dogon no puede realmente ser interpelado, en el sentido
althusseriano; hay una distancia infinita, irreductible y no suturable entre los dos
“nombres” de este sujeto literalmente dividido.
Es una situación interesante para pensar en ciertos espejismos: entre los dogon, la
ilusión comunicativa está sostenida por ese núcleo estrictamente incomunicable, por
la existencia de una palabra radicalmente inaccesible, misteriosa, desconocida,
callada para siempre, con la que sin embargo tienen que contar los miembros de esa
sociedad -todos los dogon tienen un nombre secreto; para cada uno de ellos, por lo
tanto, hay cientos, miles de signos desconocidos que deben ser descontados del
lenguaje social para que la “comunicación” sea posible-.
Tomemos otro caso, no muy lejano geográficamente de los dogon. Los luba del
sudeste del Zaire -relata Adolfo Colombres- utilizan para emitir mensajes el cyondo,
tambor que presenta en la parte superior una larga hendidura con dos labios (ellos
mismos los llaman labios). El más grueso emite un sonido bajo, al que se llama “la
voz hembra”. El otro emite un sonido agudo, la “voz macho”. Esto resulta de
especial relevancia, pues la lengua luba tiene una oposición de duración (vocales
breves y vocales largas) y otra de tonalidad (tono alto, tono bajo y tono complejo).
El cyondo registra estas cualidades, y si bien no alcanza a emitir sílabas
(consonantes y vocales), sí logra comunicar las características de duración y de
tono de esas sílabas. Mediante el procedimiento de la amplificación, los tambores
son capaces de desarrollar una frase, una palabra o una idea básica desplegándola
con diversas técnicas, que incluyen el uso de fórmulas estereotipadas (las
“holofrases”), constituidas por uno o varios versos. Pero también recurren a las
metáforas, dando una forma alambicada, poética, a mensajes que podrían emitirse
de un modo sencillo, referencial. Así, muchas epopeyas africanas sobreviven
durante siglos en la piel tensa del cyondo, transmitiendo de generación en
generación una tradición que no obstante es diferente en cada versión, ya que
recurre a distintas “metáforas”. Los cyondo, de más está decirlo, son tocados por
“profesionales” que tardan muchos años en formarse, y que se llevan a la tumba el
secreto de su técnica.
Último ejemplo. Entre los oualof de Senegal existe el gewel o griot, el recitador oficial
de los mitos de la tribu. El griot también debe sufrir un largo y trabajoso
aprendizaje secreto para alcanzar, en su recitado, la más absoluta y monótona
neutralidad, ya que el mito, a través de los siglos, debe ser narrado exactamente de
la misma manera, sin la más mínima alteración semántica ni sintáctica, en el
mismo tono de voz. Se trata de una cuestión de supervivencia: de otra manera, el
cosmos perfectamente ordenado y en equilibrio que el mito representa se
derrumbaría catastróficamente, y la sociedad oualof como tal desaparecería. De
modo que el relato del griot está sometido a una estrecha vigilancia por parte del
tribunal de griots retirados que han sido sus maestros, para evitar que la más
ínfima transgresión de un punto o una coma, el más imperceptible cambio de
pronunciación, desate el apocalipsis: hay muy pocos casos como este de los que
pueda decirse que el Ser entero de una sociedad pende del delgado hilo de “las
palabras de la tribu”. Y de sus silencios.
3.
4.
5.
6.