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Hall, C. y Rose, S. O. (eds.). At Home with the Empire.

Metropolitan Culture and the


Imperial World. New York, Cambridge University Press, 2006.

Capítulo 1: “Introducción: Convivir con el imperio”

Catherine Hall y Sonya Rose

¿Cuál fue el impacto del Imperio británico en la metrópoli entre finales del siglo XVIII y
el presente?1 Esta es la cuestión que se aborda, de diversas maneras y a través de diferentes
escalas temporales, en este libro. Esa pregunta tiene una historia que quizás conviene recordar,
ya que es tanto una repetición y una reconfiguración de una larga preocupación por las
interconexiones entre lo metropolitano y lo imperial. ¿Era posible estar “en casa” con un
imperio y con los efectos de un poder imperial, o había algo peligroso y dañino en ese vínculo?
¿Los imperios traían riquezas, pero también corrupción? ¿Las cargas y responsabilidades que
el Imperio traía consigo valían los gastos efectuados? Estas preguntas fueron objeto de debate
al menos desde mediados del siglo XVIII y fueron formuladas y respondidas de diferentes
maneras según el momento histórico como las simpatías políticas de los involucrados.
Las conexiones entre la formación del Estado británico y la construcción del Imperio se
remontan mucho tiempo atrás, definitivamente al período moderno temprano.2 Sin embargo,
fue el cambio desde un imperio comercial y marítimo hacia un imperio de conquista lo que hizo
que los efectos políticos y económicos del Imperio impactaran en casa de forma novedosa.
Mientras que la guerra de independencia estadounidense planteó un conjunto de problemas
respecto a los hijos nativos que reclamaban por autonomía, las conquistas en Asia plantearon
otros sobre los costos económicos, políticos y morales de la expansión territorial.3 Desde la
década de 1770 las cuestiones sobre los efectos del Imperio en la metrópoli nunca estuvieron
completamente fuera de la agenda política, ya sea por las preocupaciones por el impacto del
despotismo oriental o la práctica de la esclavitud en el extranjero sobre las libertades de los
ingleses, los debates como el estatus de los súbditos británicos y la ley británica a lo largo del


Traducción de Federico Ramírez para uso de la cátedra Historia General V (FaHCE-UNLP).
1
Agradecemos los comentarios de Bill Schwarz y los demás autores que escriben en este libro.
2
Para una discusión del material relevante, véase David Armitage, “Greater Britain: A Useful Category of
Historical Analysis?” American Historical Review, 104 (2) (1999), 427-55. Véase también su The Ideological
Origins of the British Empire (Cambridge, 2000).
3
Véase, por ejemplo, Eliga Gould, The Persistence of Empire: British Political Culture in the Age of the American
Revolution (Chapel Hill, 2000); P. J. Marshall, “Empire and Authority in the Later Eighteenth Century”, Journal
of Imperial and Commonwealth History, 15 (2) (1987), 105-22.
imperio o las esperanzas por construir una “gran Gran Bretaña” [Greater Britain] que pudiera
expandirse por todo el mundo.4 Durante el período que se cubre en este libro hubo momentos
de profunda controversia respecto al Imperio, sobre qué forma debería tomar y cuál debía ser
su propósito. La forma en que se concebía la postura imperial de Gran Bretaña siempre estaba
en discusión y cambió durante el transcurso del tiempo. Pero hubo muy pocas voces que
sostuvieran que el Imperio debía disolverse y que Gran Bretaña ya no debía permanecer como
una nación imperial. Asuntos importantes se consideraban en juego en la relación metrópoli-
colonia y tanto los partidarios como los críticos del Imperio reconocían que el poder imperial
británico podía tener consecuencias para su población nativa, sin considerar los efectos sobre
las poblaciones más lejanas.
Sin embargo, los capítulos de este libro no se refieren únicamente a los debates políticos
o ideológicos sobre el Imperio, por más críticos que sean. Más bien, sostenemos que el Imperio
fue, de manera importante, dado por sentado como un aspecto natural del lugar de Gran Bretaña
en el mundo y en su historia. Nadie dudaba que Gran Bretaña era un Estado nación imperial,
parte de un imperio. De forma famosa, J. R. Seeley sostuvo que los británicos “parecían haber
conquistado y poblado medio mundo en un arrebato de ausencia de ánimo”.5 Comentando esta
afirmación, Roger Louis nota que “[Seeley] estaba llamando la atención sobre la aceptación
inconsciente por parte del público inglés de las cargas del Imperio, particularmente en la
India”.6 Es esta “aceptación inconsciente”, tanto de los costos como de los beneficios del
Imperio, la que, en parte, se explora en este volumen. La influencia del Imperio sobre la
metrópoli fue indudablemente dispar. Hubo momentos en que simplemente estaba ahí, sin ser
objeto de la consciencia crítica popular. En otros momentos fue muy visible y hubo una
consciencia generalizada de los asuntos imperiales por parte del público, así como de quienes
estaban encargados de administrarlos. La mayor parte del tiempo, la mayoría de los británicos
de la época probablemente no fueron ni muy entusiastas imperialistas ni ávidos
antiimperialistas, aunque sus vidas cotidianas estuvieron imbuidas de una presencia imperial.
Asimismo, importantes procesos e instituciones políticas y culturales fueron formados por y
dentro del contexto imperial. Por lo tanto, nuestra pregunta no es tanto si el Imperio tuvo un

4
Sobre Hastings, véase por ejemplo Nicholas Dirks, The Scandal of Empire (Cambridge, 2006); sobre la
esclavitud, David Brion Davis, The Problem of Slavery in the Age of Revolution, 1770-1823 (Ithaca, 1975); sobre
Morant Bay, Bernard Semmel, The Governor Eyre Controversy (Londres, 1962); sobre la tradición de crítica
radical del imperialism, Miles Taylor, “Imperium et Libertas? Rethinking the Radical Critique of Imperialism
during the Nineteenth Century”, Journal of Imperial and Commonwealth History, 19 (1) (1991), 1-23.
5
J. R. Seeley, The Expansion of England: Two Courses of Lectures (Londres, 1883), 10.
6
Wm. Roger Louis, “Introduction”, en Robin W. Winks (ed.), The Oxford History of the British Empire, vol. V:
Historiography (Oxford, 1999), 9.
impacto en casa, fatal o no.7 Más bien, nos preguntamos cómo el Imperio vivía a través de
prácticas cotidianas: en las iglesias y capillas, en las lecturas que se hacían en los hogares, cómo
se encarnaba en las sexualidades o en las formas de ciudadanía, cómo se narraba en las historias.
¿Hasta qué punto las personas pensaban de manera imperial, no en el sentido de afiliaciones
políticas a favor o en contra del Imperio, sino simplemente asumiendo que éste estaba allí como
parte del mundo dado que los había hecho quienes eran?
Esta pregunta es posible precisamente porque ya no convivimos con un imperio. Se trata
de una pregunta que es, a la vez, igual y distinta a las cuestiones que preocupaban tanto a los
partidarios como a los críticos del Imperio antes de la descolonización. Es una reconfiguración,
una nueva forma de ver asociada con un momento histórico diferente. El Imperio siempre
estuvo ahí entre el siglo XVIII y la década de 1940, aunque en diversas formas y con
imperativos distintos de acuerdo con la coyuntura particular y con diferentes cuestiones que
provocaban el debate respecto a la relación metrópoli-colonia. Pero todas estas cuestiones eran
concebidas dentro de un paradigma imperial. Luego de la descolonización, ese marco
desapareció y el fin del Imperio trajo consigo nuevos problemas y preocupaciones. En las
décadas de 1940 y 1950, el Imperio estaba en descomposición, a pesar de los intentos de
Churchill y otros por resistir. Lo que captaba la imaginación pública en la época eran los
conflictos sectarios e intertribales que tenían lugar a medida que se garantizaba la
independencia de las antiguas colonias. La descolonización fue considerada por el gobierno y
por gran parte de la prensa como relativamente libre de conflictos. A diferencia de los franceses
que estaban peleando una guerra total para mantener su dominio sobre Argelia, el público
británico generalmente entendió que Gran Bretaña estaba haciendo una salida elegante,
defendiendo la Commonwealth y poniendo los intereses de los pueblos colonizados al frente de
sus políticas. No obstante, ahora sabemos y hasta cierto punto se sabía entonces pero no siempre
se registraba conscientemente, que la retirada de Malasia y Kenia no fue para nada pacífica. En
el caso de Kenia, como se ha demostrado recientemente, la rebelión Mau Mau fue retratada en
la prensa como un estallido de salvajismo total de parte de los Kikuyu en nombre de un
nacionalismo exacerbado. Fue reprimida con horrible brutalidad por la administración colonial,
con el completo conocimiento y complicidad del gobierno británico.8 Los sospechosos de
participación activa con los Mau Mau fueron juzgados y colgados al mismo tiempo que el

7
La referencia es P. J. Marshall, “No Fatal Impact? The Elusive History of Imperial Britain”, Times Literary
Supplement, 12 de marzo de 1993, 8-10.
8
Caroline Elkins, Britain’s Gulag: The Brutal End of Empire in Kenya (Londres, 2005).
Parlamento debatía la abolición de la pena capital por ahorcamiento en la metrópoli.9 Miles de
personas más, incluyendo mujeres y niños, fueron llevados a campos de concentración donde
sufrieron hambre, enfermedades y la muerte. Caroline Elkins ha arrojado luz sobre esta terrible
historia, indicando que los hechos sobre estos campos se debatían en el Parlamento y recibían
cierta cobertura en la prensa. Sin embargo, no hubo protestas públicas. Sostiene que la razón
para esto fue que los Mau Mau habían sido retratados en la prensa y por el gobierno como
exponentes del más primitivo y violento salvajismo africano.10 Algunos inmigrantes
afrocaribeños que llegaron a Inglaterra durante este período descubrieron que se los percibía a
través de lentes kenianos: por ejemplo, a Beryl Gilroy le preguntaron si era una mujer Mau
Mau.11
El Imperio había desaparecido y era mejor olvidarlo. Se pensaba que los antillanos y los
surasiáticos que estaban llegando eran inmigrantes de posguerra y no súbditos imperiales con
una larga historia que los conectaba con Gran Bretaña. Luego de la Segunda Guerra Mundial,
el gran conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética dominó la política global. Gran
Bretaña, ahora ya no más una potencia imperial, fue arrastrada a la Guerra Fría, como fiel
partidaria y amiga de Estados Unidos, parte del Occidente unido en contra del comunismo.
Ahora que las colonias eran una cosa del pasado, la modernización solucionaría los problemas
del subdesarrollo. No fue hasta la década de 1980 que las cuestiones sobre el “después del
imperio” ocuparon un lugar destacado en la agenda política. Esto estaba asociado tanto con la
emergencia de nuevas formas de globalización como, a finales de los años 70 y principios de
los 80, con las ahora importantes comunidades urbanas de segunda generación de británicos
negros que reclamaban por una mayor igualdad. Al mismo tiempo, el fracaso de las nuevas
naciones establecidas luego de la descolonización trajo consigo una crítica de los límites del
nacionalismo y el reconocimiento de que, mientras las formas políticas del Imperio habían sido
desmanteladas, el neocolonialismo y las formas coloniales de pensar estaban todavía vivas y
fuertes. Fue esta reconfiguración la que hizo posible la emergencia de una crítica poscolonial
desde los años 80, levantando el velo de amnesia sobre los imperios y haciendo imperativo
reconocer la persistencia de sus legados. Como sostiene Derek Gregory, la crítica del
poscolonialismo interrumpió la “trayectoria progresiva y unilineal de las historias episódicas

9
David Anderson, Histories of the Hanged: The Dirty War in Kenya and the End of Empire (Nueva York, 2005),
7.
10
Elkins, Britain’s Gulag, 307-9.
11
Beryl Gilroy, Black Teacher (Londres, 1976), 121, citada en Wendy Webster, Englishness and Empire, 1939-
1965 (Oxford, 2005), 123.
que envían el pasado al archivo”.12 El colapso del bloque soviético y el fin de la Guerra Fría
implicó que Estados Unidos emergió como la superpotencia y las cuestiones del Imperio
comenzaron a emerger nuevamente, junto a discursos reconfigurados de la civilización y la
barbarie. El dique que antes se había erigido contra el recuerdo del Imperio británico se
derrumbó y, en años recientes, libros y programas de televisión y radio exploraron ese legado
de innumerables y diversas maneras. En este momento posterior a un tipo de imperio (el
británico) y contemporáneo a otro (el de Estados Unidos), se ha vuelto no sólo posible sino
necesario repensar la relación imperial a la luz del presente, ya no dentro sino por fuera de un
paradigma poscolonial que seguía siendo, sin embargo, imperial.
Somos conscientes de los peligros de concentrarnos una vez más en los británicos,
negando así las vidas de los pueblos colonizados a lo largo del Imperio. No obstante, nuestro
objeto aquí es la metrópoli y las formas en las cuales se constituyó, en parte, gracias al propio
Imperio. De este modo, nuestro foco se coloca en el período en el cual el Imperio existió y fue
una presencia crucial en la vida metropolitana, no en el tema –igualmente importante– de los
efectos del Imperio luego de la descolonización. Nuestro objeto de estudio es la historia de Gran
Bretaña. Los historiadores del Imperio siempre pensaron la metrópoli, la sede del gobierno y el
poder, en multiplicidad de formas, pero los historiadores de Gran Bretaña, aquellos interesados
con las cuestiones nacionales y domésticas, negaron completamente el lugar del Imperio en esa
historia. Estamos convencidas de que la historia de Gran Bretaña tiene que ser transnacional,
reconociendo las formas en las cuales nuestra historia ha sido una historia de conexiones a
través del globo, aunque en un contexto de relaciones desiguales de poder. Los historiadores de
Gran Bretaña necesitan ampliar la historia nacional e imperial, desafiando ese binarismo y
analizando críticamente las formas en las cuales éste funcionó como una forma de normalizar
las relaciones de poder y ocultar nuestra dependencia y explotación de otros. Al explorar las
formas en las que los británicos “convivieron” con su Imperio, buscamos desarmar aquellas
relaciones y explorar los peligrosos parámetros de la cultura británica blanca.

Una nota sobre terminología


Es importante definir los términos que utilizamos. No es una tarea fácil ya que, como han
sugerido varios investigadores, los términos centrales “imperio” e “imperialismo”, “colonia” y
“colonialismo”, “raza” y “racismo” son escurridizos, controvertidos y sus referentes históricos
han cambiado con el tiempo. Este no es el lugar para reseñar y evaluar los diferentes usos

12
Derek Gregory, The Colonial Present (Oxford, 2004), 265.
disponibles de estos conceptos. En vez de eso, recurriremos al trabajo de otros investigadores
para clarificar qué queremos decir cuando usamos estos términos.
El imperio es una gran entidad política expansionista, diversa y geográficamente dispersa.
Una característica central de esta unidad es que “reproduce la diferenciación y la desigualdad
entre las personas que incorpora”.13 De este modo, en el fondo, el imperio es una cuestión de
poder y “usualmente es creado a partir de la conquista y dividido entre un centro dominante y
periferias subordinadas y a veces distantes”.14 Al desafiar el tradicional foco en la relación
centro-periferia, los investigadores han enfatizado recientemente la importancia de las
conexiones a través de los imperios, las redes que operaban entre las colonias y la importancia
de los centros de poder fuera de la metrópoli, como Calcuta o Melbourne. De esta manera, “las
redes comerciales, de conocimiento, de migraciones, de poder militar e intervención política
que permitieron a ciertas comunidades afirmar su influencia (…) sobre otros grupos” son
constitutivas de los imperios.15 Los imperios también pueden ser considerados como “redes” a
través de las cuales, en diferentes sitios dentro de ellos, “se crearon y recrearon discursos
coloniales en lugar de ser simplemente transferidos o impuestos”.16
Por lo tanto, el imperialismo es el proceso de construcción del imperio. Es un proyecto
que se origina en las metrópolis y conduce a la dominación y control sobre los pueblos y
territorios de la periferia.17 De forma muy útil, Ania Loomba indica que el colonialismo es “lo
que sucede en las colonias como consecuencia de la dominación imperial”. Así, sugiere que “el
país imperial es la ‘metrópoli’ desde la cual fluye el poder, y la colonia (…) es el lugar que ésta
penetra y controla”.18 Uno podría agregar que, a menudo, la penetración fue extremadamente
dispar y que la resistencia por parte de los colonizados fue central para esa disparidad. Como
acertadamente sostuvo Guha, “la insurgencia fue (…) la necesaria antítesis del colonialismo”.19
Robinson y Gallagher afirmaron hace tiempo que el imperialismo puede funcionar sin
colonias formales, pero que la posesión de colonias es esencial para hablar de colonialismo. 20

13
Frederick Cooper, Colonialism in Question: Theory, Knowledge, History (Berkeley, 2005), 26.
14
Stephen Howe, Empire: A Very Short Introduction (Oxford, 2002), 30.
15
Tony Ballantyne, Orientalism and Race: Aryanism in the British Empire (Basingstoke, 2002); véase también
Tony Ballantyne y Antoinette Burton, “Introduction”, en Ballantyne y Burton (eds.), Bodies, Empires and World
History (Durham, 2005), 3.
16
Alan Lester, Imperial Networks: Creating Identities in Nineteenth-century South Africa and Britain (Londres,
2001), 4.
17
Ania Loomba, Colonialism/Postcolonialism (Londres, 2005), 12.
18
Ibid.
19
Ranajit Guha, Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India (Nueva Delhi, 1983), 2. [Existe trad.
esp.: “Aspectos elementales de la insurgencia campesina en la India colonial”. En Guha, R. Las voces de la historia
y otros estudios subalternos. Barcelona: Crítica, 2002, 95-112]
20
Ronald Robinson y John Gallagher, “The Imperialism of Free Trade”, Economic History Review, 6 (1) (1953),
1-15.
Las colonias en sí mismas difieren enormemente incluso dentro de un imperio particular como
el británico. El proceso de colonización involucra la adquisición de un territorio particular, la
apropiación de sus recursos y, en el caso del Imperio británico, la migración de personas de la
metrópoli hacia el exterior para administrar o habitar las colonias. De cualquier forma, la
colonización implica varias formas de desposesión de aquellos que vivían en las tierras antes
de ser colonizados.21 Como afirma Loomba, la colonización significaba “deshacer o reformar
las comunidades que ya existían allí”, a menudo de forma violenta, y ése era el caso tanto si la
gente de la metrópoli iba o no para formar sus propias comunidades permanentes. Además, los
imperios coloniales como el británico no eran omnipotentes. Tenían que administrar y asegurar
el control bajo restricciones “intrínsecas a la inmensidad y diversidad de los espacios
imperiales”, que inevitablemente generaron descontento entre aquellos que fueron
subordinados en el proceso. Al mismo tiempo, la autoridad imperial intentó insistir sobre la
idea de que el Imperio era una “forma de gobierno legítima en la que todos los miembros
estaban interesados”.22 Un modo de ejercer el poder imperial dependía de las negociaciones con
los detentadores del poder colonial existentes, ya sean los rajás indios, los “caciques” africanos
o las elites mercantiles o culturales, alineando así al Imperio con jerarquías culturales y sociales
preexistentes. Pero esta estrategia coexistió con los intentos por ofrecer a todos los súbditos del
Imperio una forma de pertenecer y con la persistente utilización de las distinciones raciales
como una forma de enfatizar la superioridad.23
Aunque, como sostienen James Donald y Ali Rattansi, incluso hoy la gente continúa
actuando como si la raza fuera una categoría fija y objetiva, la mayoría de los investigadores
reconoce no sólo que la raza no es una categoría esencial y “natural”, sino que los significados
y el valor de la raza han cambiado históricamente.24 Tanto durante el apogeo del Imperio
británico como en sus efectos, la raza, en sus diversas formas, “naturaliza la diferencia” y
reinscribe la distinción siempre inestable entre colonizador y colonizado. Como lo han
demostrado un sinnúmero de investigadores, las ideas sobre la diferencia colonial se volvieron
crecientemente influyentes en la medida en que “se conectaron y ayudaron a reformular los
discursos domésticos británicos sobre las diferencias de clase, etnia y género”.25 Asimismo, el

21
Howe, Empire, 31.
22
Cooper, Colonialism, 28.
23
Ibíd.
24
James Donald y Ali Rattansi (eds.), ‘Race’, Culture and Difference (Londres, 1992), 1-4.
25
Alan Lester, “Constructing Colonial Discourse”, en Alison Blunt y Cheryl McEwan (eds.), Postcolonial
Geographies (Londres, 2002), 38. Véase también Ann L. Stoler, Race and the Education of Desire: Foucault’s
History of Sexuality and the Colonial Order of Things (Durham, 1995), 104; Leonore Davidoff, “Class and Gender
in Victorian England”, en Judith L. Newton, Mary P. Ryan y Judith R. Walkowitz (eds.), Sex and Class in Women’s
History (Londres, 1983), 17-71; Joanna de Groot, “’Sex’ and ‘Race’: The Construction of Language and Image in
proceso a partir del cual los significados de la raza se volvieron el foco y el producto de la
investigación científica estuvo íntimamente ligado con el Imperio. 26 Y aunque hubo
controversias sobre la fijeza de las distinciones raciales durante el período abordado en este
libro, la base de la diferencia en la autoridad “científica” y la creación de “lo natural” fue un
proceso político que involucró tanto a la colonia como a la metrópoli. 27 Históricamente, el
racismo y la autoridad “científica” detrás de la noción de una diferencia inmutable basada en la
biología fueron co-constitutivos. La idea de raza, al igual que la de las diferencias esenciales
entre hombres y mujeres, se iba a extender lo suficiente como para ser parte del mundo de “lo
dado por sentado” en el cual vivían las personas de la metrópoli. Como sostuvo G. R. Searle,
“la superioridad de ‘los blancos’ sobre ‘los negros’ fue considerada autoevidente”. 28 No
obstante, esto no significa que todos eran racistas, del mismo modo que no todos eran
imperialistas. En Gran Bretaña, el conflicto abierto entre personas de diferentes orígenes
“raciales” o “étnicos” era constante y, como sugiere el ensayo de Laura Tabili en este libro, la
violencia y el antagonismo raciales bien pueden haber sido el producto de momentos
particulares de crisis económicas e imperiales. Sostiene que fuera de estas coyunturas
particulares, las personas de diferentes etnicidades podían –y, de hecho, lo hacían– vivir de
manera relativamente armónica. Pero, cuando estallaba el conflicto, los británicos adoptaban y
adaptaban visiones propias del sentido común respecto a la diferencia “natural” que habían
estado y continuaban presentes en la cultura metropolitana.
(…)
La perspectiva de este libro
Quienes escriben en este libro llegaron a las cuestiones metropolitanas y coloniales
influenciados variablemente por el feminismo, el marxismo y el poscolonialismo. La
inspiración para involucrarse en la historia imperial provino del movimiento feminista y racial,
tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos, desde los años 80. Las cuestiones de clase se
han complejizado gracias al género. A su vez, la categoría de género fue afectada en la medida
en que los asuntos de raza y etnicidad se volvieron más urgentes en la sociedad británica. Una
vez que el Imperio “volvió a casa”, desestabilizada la brecha geográfica entre metrópoli y
colonia a partir de la llegada de gran número de hombres y mujeres antillanos y surasiáticos,

the Nineteenth Centur”, en Catherine Hall (ed.), Cultures of Empire: Colonizers in Britain and the Empire in the
Nineteenth and Twentieth Centuries (Manchester, 2000), 37-60.
26
Catherine Hall, “Introduction: Thinking the Postcolonial, Thinking the Empire”, en Hall (ed.), Cultures, 19.
27
Nancy Stepan, The Idea of Race in Science: Great Britain, 1800-1960 (Londres, 1982); también véase su “Race,
Gender, Science and Citizenship”, en Hall (ed.), Cultures, 61-86.
28
G. R. Searle, A New England? Peace and War, 1886-1918 (Oxford, 2004), 32.
las cuestiones sobre el legado del poder imperial en los núcleos de Londres, Birmingham o
Glasgow se volvieron más urgentes. ¿Cuál era el lugar de la raza en la sociedad y la cultura
británicas? ¿Cuál era la relación entre feminismo e imperialismo? ¿Estaban conectadas las
construcciones de la masculinidad en Gran Bretaña y en otras partes del Imperio? Y si lo
estaban, ¿de qué manera? Estas fueron algunas de las primeras preguntas que ocuparon a las
historiadoras feministas que comenzaron a explorar la relación entre un pasado imperial y un
presente poscolonial.29
El feminismo transnacional, con su foco en la construcción de sujetos racializados y
atravesados por el género, fue crítico de este trabajo, pero también lo fueron Fanon –como ya
lo sugerimos–, Said (con su insistencia en que lo colonial estaba en el corazón de la cultura
europea), Foucault (con una nueva comprensión de la naturaleza del poder y de las tecnologías
de la gubernamentalidad) y muchos otros.30 En el centro del proyecto común de crítica colonial
hay un foco en las políticas de la diferencia: cómo se produce y reproduce, se mantiene y se
discute la diferencia, es decir, la desigualdad (como en el caso de las sociedades coloniales).
¿Cuál fue la norma imperial de la diferencia en un momento histórico determinado? Y a pesar
de que los imperios definitivamente no crearon la diferencia, prosperaron con las políticas de
la diferencia: no sólo aquellas asociadas con la raza y la etnicidad, sino también las vinculadas
con el género y la clase, la sexualidad y la religión.31
(…)
Una nueva coyuntura histórica a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX trajo
consigo concepciones renovadas de la raza, la nación y el Imperio: el punto de partida de nuestro
volumen. El pensamiento revolucionario y el resurgimiento religioso, la derrota del Imperio
napoleónico, el fin de un imperio británico y la expansión de otro engendraron nuevas formas
de dominio colonial.32 Los sistemas de clasificación se volvieron centrales, asociados en parte
con nuevas tecnologías de medición como el censo. Como Nancy Stepan sostuvo hace mucho
tiempo, una vez que se abolió la esclavitud en el Imperio británico en 1834, hubo que encontrar

29
Antoinette Burton, Burdens of History: British Feminists, Indian Women and Imperial Culture, 1865-1915
(Chapel Hill, 1994); Mrinalini Sinha, Colonial Masculinity: The “Manly Englishman” and the “Effeminate
Bengali” in the Late Nineteenth Century (Manchester, 1995); Catherine Hall, White, Male and Middle Class:
Explorations in Feminism and History (Cambridge, 1992); Vron Ware, Beyond the Pale: White Women, Racism
and History (Londres, 1992); Clare Midgley, Women Against Slavey: The British Campaigns, 1780-1870
(Londres, 1992).
30
M. Jacqui Alexander y Chandra Talpede Mohanty (eds.), Feminist Genealogies, Colonial Legacies, Democratic
Futures (Nueva York, 1997); para dos relatos de algunas de las influencias que aquí operan, véase Hall (ed.),
Cultures of Empire, esp. 12-16; Catherine Hall, Civilising Subjects (Cambridge, 2002), 8-20.
31
Para la noción de Partha Chatterjee del “dominio de la diferencia colonial”, véase The Nation and its Fragments:
Colonial and Post-Colonial Histories (Princeton, 1993), 10.
32
Bayly, Imperial Meridian.
nuevas formas de explicar las desigualdades entre las personas: el discurso racial fue un
instrumento clave en este proceso.33 La creciente clasificación también puede estar asociada,
como lo sugirió Frederick Cooper, con el cambio de un estatus asociado con la tierra a una
nueva política asociada con los derechos, aunque un argumento semejante funcionaría mejor
para Francia que para Inglaterra.34 Después de 1815, los funcionarios coloniales británicos y
sus colaboradores explícitamente constituyeron a las poblaciones en súbditos específicos en
términos de raza y género, clasificaron a las personas como diferentes y las dominaron de
acuerdo con tales diferencias. Utilizaron categorías y clasificaciones que legitimaron las
desigualdades de poder. Marcar las diferencias a través del Imperio nunca tuvo que ver sólo
con la raza, ni con el binarismo colonizador/colonizado. Más bien, hubo múltiples ejes de poder.
Pero la raza fue importante para el poder imperial porque los imperios estaban constituidos por
diversas personas que vivían en sitios diversos, algunas de las cuales dominaban a otras. Como
sostiene Ann Stoler, “la raza es una técnica de clasificación colonial fundamental” y, “como
todas las técnicas de clasificación, se basa en establecer categorías y escalas de comparación”.35
Esto puede funcionar tanto en el registro de la biología como de la cultura. Estas diferencias
nunca pueden fijarse ya que no son naturales ni autoevidentes. Y el Imperio británico, con su
complejo registro de diferencias a lo largo de territorios europeos, surasiáticos, africanos,
caribeños, polinesios y norteamericanos, nunca produjo un conjunto de dicotomías estables
entre colonizador y colonizado, ciudadanos y súbditos; más bien, esto siempre fue objeto de
discusión. Dado que los imperios dependen de cierta noción de pertenencia común, hubo un
proceso constante de trazado y rediseño de líneas de inclusión y exclusión. El Imperio británico
se mantuvo unido en parte por la promesa de inclusión –todos los súbditos británicos eran
iguales–, pero al mismo tiempo estaba fracturado por muchas exclusiones. Estas incluían las
prácticas de la ciudadanía y la sexualidad, como muestran los capítulos de Philippa Levine y
Keith McClelland y Sonya Rose en este libro.
La clasificación de los súbditos a través del Imperio también fue un proceso de
posicionamiento en un espacio social demarcado por nociones de lo metropolitano y lo colonial
(aquí/allí, entonces/ahora, en casa/lejos). Como hemos visto, disolver estas dualidades
idealizadas e insistir en considerar a la metrópoli y la colonia dentro del mismo marco analítico
ha sido una preocupación de muchos historiadores en las décadas pasadas. Los capítulos de este

33
Stepan, The Idea of Race in Science.
34
Cooper, Colonialism in Question, 28.
35
Ann L. Stoler, “Haunted by Empire: Domains of the Intimate and the Practices of Comparison”, en Stoler (ed.),
Haunted by Empire (Durham, en prensa).
libro borran el binarismo metrópoli/colonia, una ficción que estaba en el centro de la visión
naturalizada de Gran Bretaña como una potencia imperial, al mostrar cómo, en formas
diferentes que variaron en el tiempo, la metrópoli británica fue un “hogar” imperial. Como
sostuvo Alan Lester, “la colonia y la metrópoli, la periferia y el centro, fueron y son co-
constitutivas”.36 Sostenemos que, mientras “el hogar” –la Gran Bretaña metropolitana– era
parte de un imperio, fue imaginada por aquellos que estaban dentro de la metrópoli como un
lugar apartado del Imperio, a pesar del rol de Gran Bretaña dentro de él. Este sentido imaginario
de fronteras infranqueables habilitó –y fue promulgada por– una sensibilidad histórica que
retrataba a Gran Bretaña como una “nación-isla” en su mayor parte despreocupada por su
proyecto imperial.
La especificidad histórica también es importante para nuestro proyecto. El detalle de
cómo las relaciones cambiaron en el tiempo y el espacio, las diversas cronologías –de ideologías
políticas, pensamiento racial, tradiciones de resistencia, patrones de producción y consumo,
creencia religiosa, clase, relaciones de género, formas familiares, cultura popular–, todas estas
y muchas otras variables deben explorarse si queremos comprender apropiadamente el lugar
del Imperio en la vida metropolitana.
(…)
Como quedó claro en ese momento de “volver a casa”, el Imperio vinculó la vida de las
personas en la metrópoli con los circuitos globales de producción, distribución e intercambio,
y con la explotación y opresión de millones de otros súbditos del Imperio. Las historias
nacionales y locales estaban imbricadas en un sistema mundial diseñado por el imperialismo y
el colonialismo. Como sostiene Mrinalini Sinha, necesitamos “un modo de análisis que sea
simultáneamente global en su alcance y coyuntural en su foco”.37 Al mismo tiempo, antes de la
descolonización, “ser imperial” simplemente era parte de toda una cultura, que debería
investigarse no como algo separado sino como parte integral de la vida de las personas. El
proyecto imperial de Gran Bretaña afectó lo cotidiano de formas que moldearon lo que era
“dado por sentado”, que de ese modo no era necesariamente objeto de discusión. Con la
excepción de aquellos que desempeñaban roles oficiales o cuasi oficiales, para la mayoría de
las personas el Imperio sólo estaba ahí afuera. Era común y corriente.38 No sostenemos que el
Imperio fue la única influencia en la constitución de la identidad británica, que siempre fue una

36
Lester, “Constructing Colonial Discourse”, 29.
37
Mrinalini Sinha, “Mapping the Imperial Social Formation: A Modest Proposal for Feminist History”, Signs, 25
(4) (2000), 1077-82.
38
Gail Lewis, “Racialising Culture is Ordinary”, en Elizabeth B. Silva y Tony Bennett (eds.), Contemporary
Culture and Everyday Life (Durham, 2004), 111-29.
forma inestable de identidad o pertenencia nacional. Influencias del continente y, después de
finales del siglo XVIII, provenientes de Estados Unidos, Rusia, Turquía y Japón se sentían en
Gran Bretaña. Sin embargo, es importante tener en cuenta que durante el período que cubre este
libro, los imperios europeos fueron importantes desde una perspectiva histórica mundial y, en
ocasiones, tuvieron un impacto directo en la metrópoli británica, como lo demuestra el ensayo
de Laura Tabili en este libro.
Incluso cuando la identidad británica en sí misma fue rechazada como identidad nacional
por personas dentro de Gran Bretaña, ese mismo rechazo bien podía indicar la insidiosa
presencia de la Gran Bretaña imperial en la vida de sus habitantes. Por ejemplo, cuando le
preguntaron a Raymond Williams si recordaba de su infancia si los galeses se consideraban
británicos, respondió: “No, el término no se usaba mucho, excepto por las personas de las que
uno desconfiaba. El término ‘británico’ casi nunca se usaba sin que lo siguiera ‘Imperio’, y por
eso nadie lo usaba, incluido el pequeño granjero”.39 A pesar de que esto podría indicar que el
Imperio no tuvo ninguna influencia en Gales a principios del siglo XX, la afirmación de
Williams sugiere que ayudó a apuntalar una identidad nacional galesa en contraposición a otra
británica o inglesa.

El Imperio y lo cotidiano
Citando a Patrick Wright, el Imperio era omnipresente en la vida cotidiana de las “personas
ordinarias”, estaba allí como parte de lo rutinario: era parte de “un mundo familiar y pragmático
que, bajo circunstancias normales, está dado por sentado, ni cuestionado ni valorado
especialmente”.40 El rol imperial de Gran Bretaña y su presencia dentro de la metrópoli dio
forma a las identidades de las personas como británicas y conformó sus actividades prácticas y
cotidianas.41 Fue parte de lo que Michael Billig definió como “nacionalismo banal”.42 Billig
sugiere que a la gente se le recuerda de muchas maneras “su lugar nacional en un mundo de

39
Raymond Williams, Politics and Letters (Londres, 1979), 26. Para un análisis de la afirmación de Williams en
conexión con un “hogar” inglés/británico idealizado, véase Simon Gikandi, Maps of Englishness (Nueva York,
1996), 28-9.
40
Patrick Wright, On Living in an Old Country (Londres, 1985), 6. Agradecemos a Geoff Eley por recordarnos el
análisis de Wright respecto a la nación y la vida cotidiana.
41
Estas ideas se basan en las de Pierre Bourdieu y, para usar su lenguaje, sostenemos que el estatus de Gran Bretaña
como nación imperial y la presencia del Imperio dentro de la metrópoli dieron forma a lo que Bourdieu llamó el
habitus o el conjunto de predisposiciones más o menos duraderas que conducen a los individuos a actuar de ciertas
maneras. Véase Pierre Bourdieu, Logic of Practice (Cambridge, 1990). [Existe trad. esp.: El sentido práctico.
Madrid: Siglo XXI, 2008]. Para una buena introducción a las ideas de Bourdieu, véase la “Introducción” de John
B. Thompson a Pierre Bourdieu, Language and Symbolic Power (Cambridge, 1991).
42
Michael Billig, Banal Nationalism (Londres, 1995). [Existe trad. esp.: Nacionalismo banal. Madrid: Capitán
Swing, 2014]
naciones. Sin embargo, este recordatorio es tan familiar, tan continuo, que no se registra
conscientemente como tal. La imagen metonímica del nacionalismo banal no es una bandera
ondeada conscientemente con ferviente pasión, es la bandera colgada y pasando inadvertida en
un edificio público”.43 El pensamiento racial también era parte de lo cotidiano, vinculado
íntimamente, aunque no contenido, por lo imperial. El color de piel, la estructura ósea, el tipo
de cabello, así como otros marcadores de distinción menos visibles –el supuesto tamaño del
cerebro, la capacidad de razonar o la sexualidad– fueron algunas de las maneras en que los
metropolitanos modernos se diferenciaban a sí mismos y de otros. Como sostiene Thomas Holt,
“la raza aún vive porque es parte integrante de los medios de vida”. 44 La historia de cómo se
naturalizó la raza, cómo se la hizo parte de lo común y corriente, se vincula y va más allá de la
historia del Imperio. Pero, como sugieren varios capítulos de este libro, hay momentos
históricos particulares en los cuales esas ideas cotidianas y naturalizadas se cuestionan o se
subrayan conscientemente. Estos incluyen momentos de crisis imperial como el Motín de la
India, la rebelión de Morant Bay y la masacre de Amritsar, períodos en los cuales se
generalizaron temores de que “hordas” de “extranjeros” amenazaran el tejido nacional,
momentos de amplio debate político sobre cuestiones imperiales tensas, como la autonomía de
Irlanda, o en tiempos de guerra, cuando la nación imperial y el Imperio estaban amenazados o
se percibían bajo amenaza. Por ejemplo, como notó Paula Krebs, las contradicciones del
imperialismo se expusieron a la vista del público durante la guerra de los Bóer “a través de la
publicidad otorgada por los periódicos a los campos de concentración” que albergaban a
mujeres y niños bóer.45 Como consecuencia, ideas tales como “el derecho de los británicos a
controlar África parece haber pasado de la esfera de la hegemonía ideológica al ámbito
abiertamente negociable de la opinión pública”.46 Lo extraordinario está presente dentro de lo
cotidiano, pero es sólo en momentos particulares –instancias de perturbación o de alguna
experiencia intensa– que genera una consciencia y la posibilidad de crítica.47 De este modo, la
cotidianeidad del imperio tenía en sí misma un potencial de visibilidad y crítica que su propia
cotidianeidad ocultaba.48

43
Ibid., 8.
44
Thomas C. Holt, “Race, Race-making and the Writing of History”, American Historical Review, 100 (1) (1995),
1-20.
45
Paula Krebs, Gender, Race and the Writing of Empire: Public Discourse and the Boer War (Cambridge, 1999),
35.
46
Ibid.
47
Ben Highmore, Everyday Life and Cultural Theory: An Introduction (londres, 2002), 115. Highmore se basa
aquí en las ideas de Henri Lefebvre.
48
Elizabeth B. Silva y Tony Bennett, “Everyday Life in Contemporary Culture”, en Silva y Bennett (eds.),
Contemporary Culture and Everyday Life, 5.
Es esta “cotidianeidad” o “naturalidad” del imperio en la metrópoli británica lo que
queremos subrayar al titular este libro En casa con el Imperio. Estar en casa tiene diferentes
resonancias. La palabra “casa” implica un espacio “doméstico” que hace referencia tanto al
dominio “privado” de la familia cuyos miembros están relacionados entre sí en virtud del
parentesco, como a la metrópoli imperial.49 El término “doméstico” también tiene una
diversidad de resonancias diferentes. De acuerdo con el Oxford English Dictionary, desde 1545
concierne al propio país o nación de uno; desde 1611 su significado incluye la pertenencia a un
hogar o familia; y desde 1660 también significa indígena, hecho en el hogar. En un análisis muy
provocador, Amy Kaplan sostiene que “‘doméstico’ y ‘extranjero’ no son (…) descripciones
legales y espaciales neutras, sino metáforas muy fuertemente imbuidas de asociaciones de raza
y género, de forastero y nativo, de súbditos y ciudadanos”.50 Sugiere que “doméstico tiene un
doble significado que vincula el espacio de la unidad familiar con la nación, imaginando ambas
en oposición a cualquier cosa que se encuentre fuera de los límites geográficos y conceptuales
del hogar”.51 Las conexiones metafóricas entre, por un lado, lo doméstico, el hogar y la nación
y, por otro, su contraposición al Imperio fueron especialmente evocadas durante el siglo XIX y
principios del XX, a medida que el Imperio se expandía y la ideología de la domesticidad de la
clase media se volvía dominante en Inglaterra. Hacia fines del siglo XIX, cuando la ideología
de la domesticidad se vio amenazada por el crecimiento del feminismo y cuando se percibió
que la nación imperial estaba en peligro, por un lado, de deterioro y, por el otro, debido a la
competencia de otros Estados nacionales imperiales y, más tarde, por los movimientos
nacionalistas en las colonias, el poder emocional de la conexión entre el hogar, lo doméstico y
la metrópoli imperial se fortaleció. Se trataba de lugares seguros, asociados con la familia y los
vínculos emocionales.
Esto implica la comodidad de ser conducido al seno de una familia, estar completamente
a gusto. Como sugiere Guha, se trata de un mundo de “límites conocidos” y, como se trata de
un espacio de “absoluta familiaridad”, por fuera de él se encuentra su opuesto: lo “incómodo e
inimaginable”.52 En otras palabras, el afuera es considerado como el mundo de la diferencia. El
hogar se construye sobre un “patrón de inclusiones y exclusiones seleccionadas”.53 Esta es una
visión utópica, en tanto la diferencia también está incómodamente presente dentro de lo familiar

49
Para un buen análisis de este punto, véase Alison Blunt y Robyn Dowling, Home (Londres, 2005), esp. cap. 4.
50
Amy Kaplan, The Anarchy of Empire in the Making of U.S. Culture (Cambridge, 2002), 3.
51
Ibid., 25.
52
Ranajit Guha, “Not at Home in Empire”, Critical Inquiry, 23 (3) (199¿7), 483.
53
Rosemary Marangoly George, The Politics of Home: Postcolonial Relocations and Twentieth-century Fiction
(Cambridge, 2002), 3.
y la familia está dividida en cuanto tal a partir de las diferencias de género y de edad, diferencias
que perturban el sentido imaginado de absoluta unidad que implica la palabra “hogar”. Del
mismo modo que la distinción, propia del siglo XIX, entre la esfera doméstica o privada y la
esfera pública fue una construcción social, también las fronteras entre el “hogar” y su “afuera”
son ilusorias. De hecho, la asociación entre el “hogar” y el confort o la sensación de seguridad
y protección puede entenderse como parte del reino de la fantasía. Como tal, siempre es
inestable y un espacio que debe ser defendido. Como plantean Morley y Robins, el “hogar”

consiste en mantener fronteras y delimitaciones culturales. En este sentido,


pertenecer es proteger identidades exclusivas y, por lo tanto, excluyentes frente a
quienes son vistos como extranjeros. El “Otro” es siempre y continuamente una
amenaza para la seguridad e integridad de quienes comparten una casa común.54

Además, “convivir” con el Imperio implica imaginar el mundo imperial bajo el control
de la metrópoli y un estado de cosas con el cual “se puede vivir”. Pero esta sensación de estar
a cargo continuamente está acechada por las consecuencias de la violencia sobre la cual se basa
ese control.
Irónicamente, “convivir” con el Imperio, sentirse cómodo con la idea de ser imperial,
acostumbrarse a su, por momentos, vaga presencia, fomentaba y a su vez dependía de una
imaginación geográfica que dividía el espacio político y económico del imperio en un “hogar”
delimitado que estaba física y culturalmente separado del “otro” colonizado.55 Como sostiene
Rosemary Marangoly George, “en definitiva, (…) la distancia en sí misma se vuelve
diferencia”. En tanto hogar, como un lugar que era absolutamente familiar, fue concebido para
ser esencialmente impermeable al Imperio del cual era parte. El hogar mantuvo a distancia a
los “otros” pueblos del Imperio, “sus” climas extraños, frutas, vegetales y personas de color
vivían en lugares que eran inconmensurables. En cuanto a las zonas templadas, era más sencillo
imaginar un hogar más allá del hogar, pero siempre atravesado por la diferencia: Australia tenía
sus plantaciones de azúcar y bosques tropicales, así como sus ovejas, sus pueblos aborígenes y
sus robustos colonos. Sin embargo, la noción de “hogar” fue conformada por tópicos de
comodidad material asociados con la comida, la limpieza, etc., que eran en sí mismos
dependientes de los productos imperiales.

54
David Morley y Kevin Robins, Spaces of Identity, Global Media, Electronic Landscapes and Cultural
Boundaries (Londres, 1995), 89.
55
Edward W. Said, Orientalism (Londres, 1978), 55. [Existe trad. esp.: Orientalismo. Barcelona: Debolsillo,
2018]. Para un mayor análisis, véase Gregory, The Colonial Present, 17.
Como sugiere el ensayo de Catherine Hall sobre Macaulay. debe comprenderse la historia
del hogar como una historia impulsada internamente por virtudes especiales inherentes a un
pueblo homogéneo. La delimitación imaginada de un “hogar” metropolitano estaba basada en
una historia geográfica, construida a partir del sentido común, de una nación-isla que, en su
mayor parte, no estaba atravesada por su proyecto imperial. Esta geografía imaginaria de
separación fue una lógica de diferencia crucial que le permitió al Imperio persistir y luego
disolverse, haciéndolo de formas que inexorablemente atravesaron la vida metropolitana.
De forma muy útil, Henri Lefebvre teorizó la diferencia entre los aspectos subjetivos y
objetivos del espacio. Subjetivamente, el espacio social es el ambiente del grupo y del individuo
dentro del grupo. Aparece como “el horizonte en el centro del cual se colocan a sí mismos y en
el cual viven. Objetivamente, (…) el espacio social está formado por un tejido relativamente
denso de redes y canales. Este tejido es una parte integral de la vida cotidiana”.56 Como sostiene
Doreen Massey, las nociones de un espacio geográfico “llamado hogar” a menudo están
asociados popularmente con un sentido de pertenencia que depende de nociones “que recurren
al pasado, de una continua coherencia de carácter, de un recinto acotado aparentemente
reconfortante”.57 Sugiere que tales visiones tienen lugar especialmente en relación con el
nacionalismo y, podríamos argumentar, son centrales para un nacionalismo imperial que debe
mantener un límite imaginario impermeable que distingue y distancia a la metrópoli de la
colonia, al hogar del imperio. Massey afirma que “tal comprensión de la identidad de los lugares
requiere que sean recintos cerrados, que tengan límites y –por esa razón o de forma sumamente
importante– que establezcan su identidad a través de una contraposición negativa con el Otro
que está más allá de los límites”.58 Al igual que Massey, sostenemos que lo que distingue a
Gran Bretaña como lugar, como un “espacio hogareño”, “no deriva de cierta historia
internalizada. En gran parte, deriva precisamente de la especificidad de su interacción con el
‘afuera’ (…) En parte, es la presencia del exterior en el interior lo que ayuda a construir la
especificidad del espacio local”.59
Al mismo tiempo que Gran Bretaña era concebida como un hogar delimitado y compuesto
geográficamente por un pueblo homogéneo, el Imperio fue entendido, frecuente y muy
insistentemente, como “un asunto de familia”.60 La metáfora de la familia imperial era útil de

56
Henri Lefebvre, Critique of Everyday Life, 2 vols. (Londres, 1991-2002), vol. II: Foundations for a Sociology
of the Everyday (2002), 231.
57
Doreen Massey, Space, Place and Gender (Cambridge, 1994), 168.
58
Ibid., 169.
59
Ibid., 169-70.
60
Véase, por ejemplo, Percy Hurd, The Empire: A Family Affair (Londres, 1924).
varias maneras diferentes. Podía usársela para sugerir, como en el término frecuentemente
utilizado de “parientes y amigos” [kith and kin], que las colonias de asentamiento –los
dominios– estaban naturalmente relacionados entre sí y con la “madre patria”. En un libro
publicado en 1924, Percy Hurd, un exmiembro conservador del Parlamento, escribió:

Gran Bretaña es el hogar familiar, la patria. A su alrededor se encuentran los


Dominios, las cinco naciones libres del Imperio: Canadá, Australia, Nueva Zelanda,
Sudáfrica, Terranova (…) Las cinco (…) deben lealtad al mismo Soberano; tienen
tradiciones comunes con el pueblo de Gran Bretaña, una ciudadanía común e
intereses comunes. Todo está basado en el consentimiento libre y la benevolencia.61

Para estas áreas del Imperio, la metáfora familiar insinuaba “vínculos de sangre” y una
lealtad basada sobre “el consentimiento libre y la benevolencia”. Hurd continuaba diciendo que
“un Dominio es como una hija en casa de su madre y dueña de su propia casa”. Sin embargo,
“las colonias de la corona todavía están bajo el cuidado parental”. 62 Y, como madre
benevolente, era responsabilidad de Gran Bretaña entrenar al pueblo de esas colonias “para que
se volvieran autónomas ‘cuando fuera el momento’”. Como sostiene Elizabeth Buettner, “amor,
confianza, adoración, reverencia y gratitud eran términos recurrentes para describir las
interacciones, al mismo tiempo armónicas y jerárquicas, entre colonizador y colonizado”.63 De
este modo, el discurso familiar marcaba “tanto el parentesco como una brecha entre los
individuos y los grupos con un acceso profundamente desigual al poder”.64 El tópico de la
familia naturaliza las jerarquías sociales y ayuda a promover la domesticación de las relaciones
imperiales de Gran Bretaña en el ámbito interno. En otras palabras, los términos hogareños de
la familia ayudaron a convertir al imperio en algo ordinario y en parte de la vida cotidiana.
La diferencia de género intervino de forma compleja en la construcción del tópico familiar
del imperio. Gran Bretaña fue retratada como la “madre patria” y así, en tanto nación imperial
que eleva a su progenie hacia una futura independencia, la metáfora de la familia habla de un
paternalismo patriarcal. De forma simbólica, la construcción y el mantenimiento del imperio
eran tareas masculinas, mientras que el espacio-hogar estaba feminizado. Los roles de las
mujeres británicas en las colonias fueron concebidos como la construcción de nuevos hogares
fuera del hogar. La “madre patria” era “un hogar” para sus hijos, que serían educados y guiados

61
Ibid., 3.
62
Ibid., 5.
63
Elizabeth Buettner, Empire Families: Britons and Late Imperial India (Oxford, 2004), 262.
64
Hall, Civilising Subjects, 19.
hacia la autonomía “cuando fuera el momento” por los varones imperiales en las colonias. Esas
metáforas, utilizadas en varias arenas discursivas metropolitanas, también ayudaron a
naturalizar y a hacer comunes y corrientes las relaciones imperiales de Gran Bretaña.
El género también fue relevante de otras maneras para hacer que los metropolitanos se
sintieran en casa con su imperio. Los capítulos de Philippa Levine y Jane Rendall abordan la
cuestión de la mujer y la sexualidad. Philippa Levine examina cómo y por qué el imperio fue
una fuente crucial de preocupaciones sobre la sexualidad femenina, pero también un lugar para
su puesta en práctica. Jane Rendall explora el lugar del imperio en los textos escritos por
mujeres y cómo las percepciones de las relaciones de género en el Imperio sirvieron como una
“regla de diferencia” para distinguir la metrópoli de la colonia.65
Hubo numerosos otros caminos a través de los cuales el imperio se volvió un lugar común.
Como ya hemos sugerido, John MacKenzie y sus colegas han demostrado la introducción de
los asuntos imperiales en la vida cultural de la metrópoli. Otros investigadores resaltaron el rol
de la escuela, especialmente a finales del siglo XIX y principios del XX. Como recientemente
ha mostrado Stephen Heathorn, de manera muy importante a partir de la década de 1880, los
niños pequeños aprendían a leer por primera vez en la escuela primaria gracias a libros de texto
que presentaban historias de aventuras imperiales, “otros raciales” e imágenes de su hogar
nacional.66 Sostiene que esos textos eran “utilizados para promover la alfabetización entre niños
que aún estaban en las primeras etapas de su escolarización formal”.67 Heathorn propone que
los “límites de la subjetividad de los estudiantes estaban circunscritos por el vocabulario y la

65
El tema de la masculinidad es analizado en el capítulo de Keith McClelland y Sonya Rose, y en el análisis de
James Epstein sobre la importancia del imperialismo para la vida de la clase alta. Como existe amplia literatura
que explora cómo el imperialismo dio forma a la masculinidad en casa y a las concepciones de “otros” masculinos
en las colonias, no incluimos un capítulo específico sobre los hombres y la masculinidad. Por cuestiones de
espacio, sólo podemos citar una pequeña porción de esa literatura, por ejemplo, Sinha, Colonial Masculinity; John
Tosh, A Man’s Place: Masculinity and the Middle-Class Home in Victorian England (New Haven, 1999), esp.
cap. 8; Graham Dawson, Soldier Heroes: British Adventure, Empire and the Imagining of Masculinities (Londres,
1994); Hall, Civilising Subjects; A. James Hammerton, “Gender and Migration”, en Philippa Levine (ed.), Gender
and Empire (Oxford, 2004), 156-80; Richards (ed.), Imperialism and Juvenile Literature, esp. los capítulos de
Richards y John Springhall; Robert H. MacDonald, “Reproducing the Middle-Class Boy: From Purity to Patriotism
in the Boys’ Magazines, 1892-1914”, Journal of Contemporary History, 24 (1989), 519-39; Kelly Boyd,
Manliness and the Boys’ Story Paper in Britain: A Cultural History, 1855-1940 (Basingstoke, 2003), esp. 123-52;
John Springhall, Youth, Empire and Society, 1883-1940 (Londres, 1977); J. A. Mangan (ed.), “Benefits
Bestowed”? Education and British Imperialism (Manchester, 1988) y Making Imperial Mentalities: Socialisation
and British Imperialism (Manchester, 1990); Joseph Bristow, Empire Boys: Adventures in a Man’s World
(Londres, 1991); John M. MacKenzie (ed.), Popular Imperialism and the Military (Manchester, 1992).
66
Stephen Heathorn, For Home, Country, and Race: Constructing Gender, Class, and Englishness in the
Elementary School, 1880-1914 (Toronto, 2000). Sobre la escuela, véase también Valerie E. Chancellor, History
for their Masters: Opinion in the English History Textbook, 1900-1914 (Bath, 1970); J. A. Mangan, Athleticism in
the Victorian and Edwardian Public School (Cambridge, 1981); J. A. Mangan, The Games Ethic and Imperialism:
Aspects of the Diffusion of an Ideal (Harmondsworth, 1986); Alan Penn, Targeting Schools: Drill, Militarism and
Imperialism (Londres, 1999).
67
Heathorn, Home, Country, and Race, 19.
sintaxis de la identidad que se les presentaba en el proceso de alfabetización (…) Por lo tanto,
aprender a leer el alfabeto y aprender la nación fueron de la mano”. 68 De forma importante,
mantiene que las ideas imperialistas fueron “una parte integral de una ideología nacionalista
hegemónica y en evolución que fue (…) fundamentalmente característica del currículum. En
otras palabras, el nacionalismo imperial fue una parte constituyente de los parámetros de la
hegemonía cultural contemporánea”.69 Al igual que Heathorn, sostenemos que la cultura de la
vida cotidiana estaba imbuida de un nacionalismo imperial estructurado alrededor de lógicas de
diferencia que operaban “tanto de manera consciente como inconsciente”.70 Como reflexionaba
Bob Crampsey respecto a los libros, películas y textos a los cuales fue expuesto mientras crecía
en Glasgow en los años 30, “los marineros asiáticos que conocimos en las calles de Glasgow,
arrastrando los pies a través del clima invernal en grupos, muertos de frío, desconcertados y
miserables, simplemente eran ‘culíes’. No había nada conscientemente degradante o peyorativo
en nuestro uso de esta palabra para referirnos a ellos, simplemente no conocíamos otra”.71
La religión, el consumo y la literatura fueron otras rutas a través de las cuales el imperio
se volvió un lugar común. Como Susan Thorne analiza en su ensayo, dada la importancia de la
religión en la sociedad victoriana, la actividad misionera trajo al Imperio a casa para que los
feligreses, incluso aquellos que no eran evangélicos devotos, pudieran volverse parte del
esfuerzo misionero a través de sus vidas religiosas rutinarias. Como sostiene Thorne, “el
movimiento misionero en el exterior constituyó un canal institucional a través del cual las
representaciones de los pueblos colonizados y, a veces, los propios pueblos colonizados fueron
presentados al público británico en una escala que ninguna otra fuente proveniente de las
colonias pudo igualar”. Asimismo, las personas consumían los productos del imperio, así como
los anuncios que retrataban los espacios y lugares sobre los que ondeaba la bandera británica.
Como Joanna de Groot sugiere en su capítulo, en la medida en que participaba de los frutos del
imperio, lo exótico fue domesticado y normalizado. Como sostiene Cora Kaplan, la literatura
de ficción brindó un espacio en el cual los deseos relacionados con el imperio y sus descontentos
podían expresarse como historias y figuras realzadas y sumamente condensadas, soldando
elementos dispares en el imaginario nacional. Los lectores absorbieron y se identificaron con
la cargada poética del imperio, de modo que las fantasías sociales incrustadas en la ficción y la
poesía se tejieron en sus propias subjetividades y, por lo tanto, en su vida cotidiana.

68
Ibid., 20.
69
Ibid., 211.
70
Ibid., 212. Cursivas en el original.
71
Bob Crampsey, The Empire Exhibition of 1938: The Last Durbar (Edimburgo, 1988), 18, 20.
Hasta ahora, hemos destacado la cotidianeidad del imperio: cómo cobró vida la nación
imperial y se volvió parte de lo que simplemente fue “dado por sentado” en Gran Bretaña. Por
el contrario, el capítulo de Antoinette Burton muestra cómo y en qué sentido el imperio era
cualquier cosa excepto algo subyacente u ordinario. Se concentra en la política imperial del
siglo XIX, donde el imperio estaba en primer plano. Su ensayo resalta los hechos y procesos
políticos, aún poco analizados, que permite revelar un nuevo enfoque sobre cómo el imperio
afectó la vida metropolitana. Entre otros temas, toma nota de la impermeabilidad de las historias
de tendencia liberal o de izquierda respecto a los asuntos imperiales y analiza los beneficios de
extender el estudio transnacional de la reforma social y el desarrollo del Estado de bienestar
para incluir a las colonias. Por otro lado, como Clare Midgley aborda en su capítulo, el Imperio
tampoco fue común y corriente para las mujeres que participaban en los movimientos pro y
antiimperialistas y que, a través de sus actividades, llevaron los asuntos imperiales al corazón
de la metrópoli. Midgley muestra cómo un análisis del activismo imperial de las mujeres brinda
un conocimiento importante de las maneras en que el género dio forma a las ideologías de clase,
y sostiene que muchas mujeres de clase media y alta eran completamente conscientes de cómo
se entrelazaban lo doméstico y lo imperial. Por su parte, el ensayo de James Epstein toma un
camino histórico menos explorado para indagar cómo el imperio influyó de manera desigual en
las relaciones, significados e identidades de clase en Gran Bretaña. Como sugirieron otros
historiadores, la influencia imperial fue posiblemente más visible y significativa en la
configuración del poder de la elite, pero Epstein también analiza las complejas maneras en que
el movimiento antiesclavista afectó la política de las clases. También sugiere, para el caso de
los soldados de clase trabajadora que prestaban servicio en el ejército imperial, que las
percepciones del imperio y las identidades de clase se constituían mutuamente, aunque no de
manera uniforme. Por último, explora cómo los intereses imperiales daban forma a las actitudes
hacia los pobres y sugiere la posibilidad de que el lenguaje racial del “anglosajonismo” pudiera
haber penetrado en el pensamiento metropolitano de formas que trascendían las divisiones de
clase. Como Keith McClelland y Sonya Rose exploran en su ensayo de forma muy importante,
el “tomar por sentado” el imperio permite la movilización de las preocupaciones imperiales en
los debates metropolitanos sobre cuestiones “domésticas”, como el sufragio femenino.

Conclusión
Por lo tanto, los capítulos de este libro exploran de diferentes maneras las formas en que el
estatus de Gran Bretaña como potencia imperial se volvió parte de la vida de los británicos. Y,
asimismo, muestran algunas de las contribuciones de esa hegemonía imperial para procesos
históricos significativos. La importancia del Imperio para los británicos que estaban “en casa”
no dependía de si eran o no conscientemente “imperialistas”, o de si apoyaban o denunciaban
el imperialismo. El Imperio era una cuestión importante en la vida y la historia metropolitana
de Gran Bretaña de una manera muy ordinaria pero profundamente significativa: simplemente,
era parte de la vida. Como sostenemos en este libro, esto siempre fue reconocido y los críticos
contemporáneos del imperio, a pesar de que frecuentemente realizaban poderosas críticas al
modo en que operaba el poder imperial, rara vez desafiaron al imperio en sí mismo. Al volver
a la cuestión del lugar del imperio en los siglos XIX y XX, en este período posterior al fin del
Imperio británico, pero en el cual el neocolonialismo y nuevas formas de poder imperial son
demasiado evidentes en el mundo, esperamos dirigir la atención a los efectos dañinos y los
silencios engañosos que se derivan de “convivir” con el imperio.
Sexualidad e imperio1
Philippa Levine

Traducción de Tomás Viera


Revisión técnica de Federico Ramírez

Las mujeres del sur de Asia que llegaron a los aeropuertos de Londres a fines de la
década de 1970 se sintieron impactadas al descubrir que se les podía exigir que se
sometieran a una prueba para determinar si habían tenido relaciones sexuales
previas. Estas 'pruebas de virginidad' fueron una de las medidas más notorias promovidas
para discriminar entre los migrantes “genuinos” y los "deshonestos" que provenían del
sur de Asia. Las destinatarias de esta práctica, basada en una serie de supuestos sobre el
género y la sexualidad que podemos rastrear fácilmente hasta la época colonial, eran las
mujeres que llegaban para casarse con hombres surasiáticos ya radicados en Gran
Bretaña. El servicio de inmigración asumía que las prometidas provenientes del Asia
meridional que intentaban ingresar al Reino Unido debían ser vírgenes. Por ende,
comprobar ese hecho permitiría identificar a quienes pretendían entrar al país de forma
ilegitima. Si bien este controvertido test fue abandonado en respuesta a las protestas
públicas y las efectivas campañas de mujeres, su uso no obstante señala, de manera
llamativa, cómo las ideas y supuestos sobre la sexualidad colonial encontraron expresión
en Gran Bretaña2. Ejemplos como este no sólo demuestran los efectos del pasado colonial
dentro de Gran Bretaña, sino que también revelan el papel central que jugó la sexualidad
en la configuración de ese complejo legado.
Aunque las sociedades occidentales modernas se han configurado en torno a los
binarios paralelos de lo público y lo privado, y lo masculino y lo femenino, el mundo
supuestamente privado de la sexualidad constantemente ha desdibujado esos contornos
tan inestables. Los temores sobre la sexualidad derivan tanto del desafío que esta
inestabilidad plantea para una reduccionista división entre los mundos de lo masculino y
lo femenino como de las proscripciones y prescripciones religiosas que han vinculado tan
estrechamente procreación y sexualidad. Asimismo, esta incapacidad para crear

1
Levine, P. (2006). Sexuality and empire. en C. Hall & S. Rose (Eds.), At Home with the Empire:
Metropolitan Culture and the Imperial World (pp. 122-142). Cambridge: Cambridge University Press
2
Ver, por ejemplo, los artículos reimpresos en The Spare Rib Reader, ed. Marsha Rowe (Harmondsworth,
1981), 501-3.

1
distinciones fijas y efectivas se halla en el centro de la relación entre sexualidad y
colonialismo, y permite entender por qué la sexualidad fue tan importante entre las
preocupaciones asociadas con el imperialismo. Ana Laura Stoler ha argumentado de
manera convincente que los discursos sobre la sexualidad rastreables sobre las rutas
imperiales “han mapeado los parámetros morales de las naciones europeas”,
estableciendo una conexión profunda que rastrea los efectos del imperio hacia su propio
centro, y que indica la flexibilidad de los valores y prácticas sexuales3.
Sexualidad es un término por momentos escurridizo y ciertamente muy
controvertido. Aquí lo utilizo no como una categoría biológica, sino social y cultural, que
refiere a un conjunto de prácticas infinitamente flexibles para dar un sentido al deseo. En
el ambiente cristiano del imperio británico, el deseo era algo que debía ser restringido y
controlado para que no agobiase a su opuesto metafórico: la razón. Los regímenes de
disciplinamiento corporal producidos durante la era imperial (que regulaban la edad de
consentimiento y de matrimonio, los vínculos sexuales, el autoerotismo y mucho, mucho
más) indican el lugar central que ocupaba la sexualidad tanto en el espacio público como
en el privado. El argumento de Robert Young de que la literatura británica del período
imperial estaba obsesionada con las relaciones sexuales interraciales nos señala el
carácter racial de estos disciplinamientos corporales, mientras que el trabajo de Anne
McClintock ilumina sus especificidades de género4. Esta potente convergencia de algunas
de las cuestiones sociales más preocupantes de la época (en torno a la raza, el género y el
sexo) suscitó una atención especial por las sexualidades coloniales (reales e imaginarias,
corporales y fantásticas), con importantes implicancias dentro de Gran Bretaña.
Los temores y las leyes en torno a la sexualidad se centraron casi exclusivamente en
el control de las mujeres, y es en esta asociación entre mujeres y sexualidad donde se
configuró el pensamiento colonial sobre la sexualidad. Ya fuera que se tratase del miedo
a la mujer sexualizada que desafiaba a la autoridad masculina o, por el contrario, del
miedo a que la mujer dócil tradicional fuese violada sexualmente por los habitantes
lujuriosos e ingobernables de las colonias, estas preocupaciones hicieron del sexo una
dimensión fundamental del miedo, la preocupación y la acción imperiales. Tal
nerviosismo de carácter colonial no se circunscribía sólo a las fronteras lejanas del

3
Ana L. Stoler, Race and the Education of Desire: Foucault’s History of Sexuality and the Colonial Order
of Things (Durham, NC, 1995), 7.
4
Robert J. C. Young, Colonial Desire: Hybridity in Theory, Culture and Race (London, 1995), 2–3; Anne
McClintock, Imperial Leather: Race, Gender and Sexuality in the Colonial Context (New York, 1995), 5

2
imperio, sino que también tenía una incidencia considerable y tenaz al interior del Reino
Unido.
(…)
La noción de que la cultura surasiática era conservadora y restrictiva para las mujeres
se basaba en una larga tradición colonial de considerar que las culturas de la India y de
otras colonias controlaban estrictamente a las mujeres, y que por lo tanto eran atrasadas
y premodernas. Esta visión recalcaba ciertas suposiciones fundamentales sobre la
sexualidad colonial que resultaron influyentes para la política local. Sobre todo, se tendía
a tratar a los inmigrantes del sur de Asia, provenientes de distintas regiones y culturas,
como si fuesen una masa homogénea. (…)
Los funcionarios de inmigración británicos creían que esta imaginaria cultura
homogénea india controlaba más la sexualidad femenina que la sociedad británica, una
suposición que revela el vínculo entre colonialismo y sexualidad. Al menos desde el siglo
XVIII, los científicos y filósofos venían asociando el carácter civilizado de las sociedades
con la forma en que se trataba a las mujeres5. En este sentido, la fórmula de James Mill
es sólo la más conocida de muchas similares: 'Entre la gente inculta, las mujeres
generalmente son degradadas; entre la gente civilizada, son exaltadas”6. Para el
pensamiento colonial, cuanto más brutal era el trato a las mujeres, más primitiva era la
sociedad. Pero la brutalidad podía tomar muchas formas y el control estricto sobre la
sexualidad femenina (la novia virginal) era sólo una de las variantes de un tópico
extraordinariamente flexible. Se consideraba que las sociedades primitivas confinaban a
las mujeres y aceptaban la promiscuidad como algo cotidiano, lo cual era evidencia de un
comportamiento incivilizado. Los relatos del siglo XIX sobre las sociedades coloniales
están llenos de cuentos acerca de hombres aborígenes que venden a sus mujeres a
buceadores de perlas japoneses durante la temporada, y acerca de 'castas' de la India en
las que la prostitución era la ocupación que le correspondía a las mujeres7. Estas historias
terroríficas coexistían con otros cuentos igualmente impactantes sobre mujeres cautivas
en harenes y en purdah, que no podían caminar solas o sin abundantes ropas que las
escondieran de la mirada pública8. El temor a que los británicos pudieran verse afectados

5
Ver el capítulo de Jane Rendall en este libro.
6
James Mill, History of British India (1818), 2 vols. (New York, 1968), 309–10.
7
Varios ejemplos en Philippa Levine, Prostitution, Race and Politics: Policing Venereal Disease in the
British Empire (New York, 2003).
8
Janaki Nair, ‘Uncovering the Zenana: Visions of Indian Womanhood in Englishwomen’s Writings, 1813–
1940’, Journal of Women’s History, 2 (1) (1990), 8–34.

3
o infectados por la inmoralidad extranjera acecha en la literatura ya desde el siglo XVIII,
y, yo argumentaría, continua influyendo en los sentimientos anti-inmigratorios que
emergieron con tanta fuerza en la Gran Bretaña de posguerra. (…) Este caso también deja
en evidencia el grado en que las actitudes coloniales continuaron acechando a la Gran
Bretaña poscolonial.
Las actitudes coloniales contrastantes del conservadurismo y la obsesión sexual no
son tan difíciles de conciliar como podría parecer a primera vista: Se trataba de
estereotipos, aunque muy polarizados, que servían para separar la racionalidad británica
de la supuesta sinrazón pasional e incontrolable propia de los sujetos coloniales; su falta
de razón en cuestiones sexuales reflejaba su incapacidad para el autogobierno. Por eso es
relevante el hecho de que cuando los comentaristas hablaban de sexualidades coloniales,
rara vez lo hacían en referencia a australianos y canadienses, sino a las gentes de color,
distinguibles de los colonos blancos por su temperamento y sus rasgos físicos, y por sus
peculiares actitudes hacia la sexualidad y la desnudez. Para los británicos, la sexualidad
fue una profunda medida de la alteridad colonial. En general, las colonias de asentamiento
fueron vistas como versiones ligeramente inferiores de la propia Gran Bretaña, donde las
poblaciones de colonos podrían recrear con éxito los valores y las estructuras social
británicas. Aun así, los temores en torno a la sexualidad colonial permanecieron en
vigencia, sobre todo en aquellas colonias asentadas en zonas de climas tropicales que
convivían con poblaciones ‘nativas’. Había una preocupación constante, oficial y
extraoficial, por saber en qué medida los hábitos y la moral que se asociaba al carácter
supuestamente libidinoso de los trópicos terminaría impregnando a sus nuevos residentes.
Particularmente en Australia septentrional y en Sudáfrica, estas preocupaciones se
agitaban constantemente por debajo de la superficie, volviéndose más visibles por
momentos, sobre todo en relación a cuestiones laborales y sexuales. Algunas de las
legislaturas coloniales australianas debatieron durante la década de 1890 si las leyes sobre
la edad de consentimiento de las mujeres debían ser modificadas para adecuarse a las
recientemente aprobadas en Gran Bretaña, ya que muchos creían que la edad de
menarquía llegaba más temprano para las jóvenes criadas en climas cálidos9. Tales ideas
derivaban directamente de las nociones de sexualidad colonial forjadas en Gran Bretaña,
que a su vez dependían de la percepción de la alteridad sexual en las colonias.

9
Ross Barber, ‘The Criminal Law Amendment Act of 1891 and the ‘‘Age of Consent’’ Issue in
Queensland’, Australia and New Zealand Journal of Criminology, 10 (1977), 95–113; Queensland
Parliamentary Debates 1887 (LII), 1889 (LVIII), 1891 (CXIII).

4
Ya desde el siglo XVII, tanto en Gran Bretaña como en Europa, la exhibición de
africanos y otros "exóticos" era comercialmente exitosa. En estas exhibiciones con fines
de lucro, personas clasificadas como ‘pigmeos’, guerreros zulúes y mujeres con grandes
nalgas eran expuestas junto con individuos que padecían de llamativas condiciones
médicas, como quienes sufrían de elefantiasis10. Se trató de una manía que generó grandes
ganancias a los empresarios de Inglaterra, Europa continental y Estados Unidos11. La más
conocida de estas exhibiciones humanas fue Sara (también conocida como Saartjie para
sus amos holandeses en el Cabo) Baartman, quien fue presentada esporádicamente en
Gran Bretaña y Francia desde 1810 hasta su prematura muerte en 1816. De este modo,
con el astuto título de la 'Venus hotentote’, las características sexuales de Baartman fueron
remarcadas por su atractivo comercial; los grabados, caricaturas e impresiones de la época
destacan que era presentada con un corto vestido diseñado para llamar la atención sobre
sus pechos, genitales y glúteos12. La exhibición de Baartman es, en cierto sentido, la
culminación de varios siglos de fascinación por la sexualidad colonial femenina. Los
rumores sobre la diferencia sexual sudafricana respecto a la europea se remontan al menos
al siglo XVII. El término 'hotentote', utilizado para describir a los pueblos khoisan del
Cabo de Buena Esperanza tiene un linaje aún más largo pero, según Linda Merians, el
interés por sus genitales data sólo de finales del siglo XVII13. El interés más temprano de
los europeos por las gentes Khoisan no estuvo motivado por sus mujeres, sino por la
práctica realizada entre los hombres de remover un testículo. La edición de 1797 de la
Encyclopaedia Britannica clasifica a los hotentotes como 'Monstruos', ' que se extirpan
un testículo'14. Para la edición de 1842, el interés por los hombres ha desaparecido, pero
las 'protuberancias' de las mujeres se señalan como comunes15.

10
Richard D. Altick, The Shows of London (Cambridge, 1978); Susan Stewart, On Longing (Durham,
1993); Rosemarie Garland Thomson (ed.), Freakery: Cultural Spectacles of the Extraordinary Body (New
York, 1996).
11
Bernth Lindfors, ‘‘‘The Hottentot Venus’’ and Other African Attractions in Nineteenth-Century
England’, Australasian Drama Studies, 1 (2) (1983), 83–104; Anne Fausto-Sterling, ‘Gender, Race, and
Nation: The Comparative Anatomy of ‘‘Hottentot’’ Women in Europe, 1815–17’, in Kimberley Wallace
(ed.), Skin Deep, Spirit Strong: The Black Female Body in American Culture (Ann Arbor, 2002), 78.
12
Z. S. Strother, ‘Display of the Body Hottentot’, in Bernth Lindfors (ed.), Africans on Stage: Studies in
Ethnological Show Business (Bloomington, 1999), 25. Véase también, Sander L. Gilman ‘Black Bodies,
White Bodies: Toward an Iconography of Female Sexuality in Late Nineteenth-Century Art, Medicine, and
Literature’, in Henry Louis Gates (ed.), ‘Race’, Writing and Difference (Chicago, 1986), 223–61.
13
Linda E. Merians, Envisioning the Worst: Representations of ‘Hottentots’ in Early-modern England
(Newark, London and Cranbury, 2001), 130.
14
‘Man’, Encyclopaedia Britannica, 3rd edn (1797), vol. X, 508.
15
Africa’, ibid., 7th edn, (1842), vol. II, 226.

5
De este modo, las sexualidades coloniales fueron patologizadas, en parte mediante
una excesiva atención a los aspectos físicos de los pueblos coloniales, especialmente a
sus genitales, y en parte mediante la asociación de lujuria y primitivismo. Según Yvette
Abrahams, la exposición de Baartman en Europa representa 'el punto de inflexión hacia
la exhibición de lo salvaje como sexualidad pura’16. Esta interpretación de los pueblos
colonizados que tomaba como eje su sexualidad tuvo por efecto reforzar las jerarquías
preexistentes. La sospecha de que las gentes 'primitivas' tendrían genitales también
primitivos se encontraba en el centro de la fascinación por la desafortunada Baartman17.
Su denominado delantal labial18, que colgaba casi como un pene flácido, no sólo invocaba
al fantasma de la mujer masculinizada, cuyos órganos sexuales eran difíciles de discernir
de los masculinos, sino que, con igual importancia, planteaba una sexualidad
completamente diferente, ajena a la occidental. De este modo, un conjunto de genitales
prominentes, vulgares y de gran tamaño podían expresar la tosquedad del individuo
'primitivo', quien estaría demasiado preocupado por lo carnal como para interesarse por
la razón de Occidente. El mundo colonial era fecundo y exuberante, hipercargado y
sobreabundante, e incluso donde había sido colonizado por británicos, resultaba necesario
domar el entorno local para que no destruyera los frágiles pero esenciales lazos que unían
a los colonos con la civilización. Esta fundamental separación entre pasión y razón, entre
lo sexual y lo racional, determinó que las sexualidades coloniales fueran temidas y
sometidas.
(…)
Como ha argumentado Jennifer Morgan, 'Europa tenía una larga tradición de
identificar a los otros a través de la fisonomía monstruosa y el comportamiento sexual de
las mujeres', lo cual podía ser contrastado con el carácter correcto, ordenado y blanco de
lo civilizado -en este caso, lo británico19. Las complejas formas en que la naturaleza era
representada como femenina y por ende como controlable y explotable fueron
profundamente importantes aquí, combinándose de forma no siempre consciente con las

16
Yvette Abrahams, ‘Images of Sara Bartman: Sexuality, Race and Gender in Early Nineteenth- Century
Britain’, in Ruth Roach Pierson and Nupur Chaudhuri (eds.), Nation, Empire, Colony: Historicizing Gender
and Race (Bloomington, 1998), 227.
17
T. Denean Sharpley-Whiting, Black Venus: Sexualized Savages, Primal Fears, and Primitive Narratives
in French (Durham, 1999), 29.
18
*N. del T.: Práctica de ciertos pueblos Khoisan del África subsahariana, consistente en el estiramiento
de los labios menores de los genitales femeninos, asociado a los rituales femeninos de maduración sexual
durante la pubertad.
19
Jennifer L. Morgan, ‘‘Some Could Suckle over Their Shoulder’’: Male Travelers, Female Bodies, and
the Gendering of Racial Ideology, 1500–1770’, William and Mary Quarterly, 54 (1) (3rd ser.) (1997), 170.

6
asociaciones entre colonialismo y conquista, que tan rápidamente fueron difundidas a
partir del siglo XVIII20. No es una coincidencia menor el hecho de que la filosofía europea
del siglo XVIII enfatizara el potencial del saber clasificatorio como medio para controlar
la naturaleza, justamente en el mismo momento en que el colonialismo europeo expandía
su control sobre el mundo. Las fuentes y los recursos coloniales fueron cruciales tanto
para las empresas comerciales como para las intelectuales. En esta línea, Anne Fausto-
Sterling argumenta que el interés científico por el cuerpo de Sara Baartman fue moldeado
por la expansión colonial, que desde sus inicios había estado preocupada por la diferencia
sexual. De hecho, el cuerpo de Baartman también fue objeto de explotación comercial e
intelectual, en un contexto que sólo puede ser explicado a partir del impacto que el
imperialismo tuvo en la región donde ella había nacido21. Paula Giddings señala que el
interés por el cuerpo de Baartman coincidió con los debates sobre la esclavitud y la trata
de esclavos, una asociación que subraya aún más el vínculo entre el colonialismo y la
visión "monstruosa" de la sexualidad colonial22. Asimismo, el Cabo era, al momento de
la presentación inicial de Baartman en Londres, una de las colonias más recientes de Gran
Bretaña (1806), y una donde el activismo misionero recibía una protección especial por
parte de los Khoisan, en respuesta a la brutalidad holandesa. Estos eran cuerpos que
podían mantenerse bajo dominio colonial, a veces por lucro, a veces por protección, y
eran cuerpos altamente sexualizados, como sugiere la larga tradición de atención dedicada
a los genitales 'hotentotes'.
El contraste suscitado por la exhibición de Baartman en Londres y en París era entre
la civilización y la barbarie, entre la razón y la pasión, entre la belleza y la monstruosidad.
La sexualidad cristalizó todos estos factores, operando como matriz de las críticas hacia
los sujetos coloniales, quienes ya se presentaban feminizados ante la mirada occidental
por el hecho de haber sido conquistados. Entonces, a lo largo del período colonial, tanto
en Gran Bretaña como en las colonias, la sexualidad represento el tópico literario de una
metáfora constantemente recalibrada en función de la necesidad del dominio colonial.
¿Pero cómo operó esto en la propia Gran Bretaña? Claramente, la exhibición de mujeres
como Baartman reforzó la noción de una diferencia sexual entre los británicos y aquellos

20
Carolyn Merchant, The Death of Nature: Women, Ecology, and the Scientific Revolution (San Francisco,
1980).
21
Fausto-Sterling, ‘Gender, Race, and Nation’, 67
22
Paula Giddings, ‘The Last Taboo’, in Toni Morrison (ed.), Race-ing Justice, En-Gendering Power:
Essays on Anita Hill, Clarence Thomas and the Construction of Social Reality (New York, 1992), 444 y
445.

7
a quienes colonizaron, una diferencia con una calidad estética fundamental. Ya sea que
analicemos los libros de historia natural de fines del siglo XVIII y el siglo XIX o los
bocetos hechos en la década de 1870 por el funcionario de rango menor Arthur Munby,
lo que salta a la vista es una preocupación generalizada en Gran Bretaña por la relación
entre raza, sexualidad y belleza. Los colonizados eran retratados como feos en
comparación con las refinadas características de los europeos. Se asemejaban más a
simios que a humanos.
(…)
Notoriamente, aunque en ese momento era un secreto, Munby se casó con la sirvienta
Hannah Cullwick en 1873. Su vida en pareja señala los vínculos profundos entre un
colonialismo erotizado y las fantasías sexuales del siglo XIX. Las fotografías de Hannah,
desnuda y posando como esclava, el uso de 'Massa' (amo) como nombre cariñoso para
Munby, las ‘correas de esclavo' que Cullwick llevaba alrededor de su muñeca y su cuello
para él (por las que fue despedida de un trabajo en 1864) vinculan estrechamente sus
fantasías sexuales con el mundo de la esclavitud colonial, tal como ellos la
imaginaban. En este juego sexual figuraban la negrura, la dominación, la sumisión y la
lealtad, aunque Carol Mavor acertadamente nos recuerda que, en esta pareja, la elección
de juego sexual a menudo era por acuerdo mutuo23. (…)
William Sharpe, al escribir en 1879 La causa del color entre las razas, argumentó
que la piel oscura, a la cual consideraba fea, era el resultado del deterioro civilizatorio. Su
miedo de que una degeneración similar fuera ahora 'común en el corazón mismo de
nuestra civilización europea' trajo estos temores -tan fundamentales en su visión-
literalmente al centro del Imperio24. Para la época, era sentido común considerar a los
pobres como similares a los salvajes, un paralelismo que fue mucho más común en la era
del alto imperialismo que en épocas anteriores. La mayoría de las veces, esta
correspondencia se basaba en analogías sexuales: la raza a menudo se definía desde el
sexo o en relación al mismo, en igual y a veces mayor frecuencia que a través de
significantes visibles como el color de la piel. (…)
Las mujeres de la clase trabajadora también eran vistas como cercanas a los
colonizados, en sus hábitos sexuales, sus preferencias sexuales, su supuestamente mayor

23
Carol Mavor, Pleasures Taken: Performances of Sexuality and Loss in Victorian Photographs (Durham,
1995), esp. 86.
24
William Sharpe, The Cause of Colour Among Races, and the Evolution of Physical Beauty (London,
1879), esp. 12–13.

8
libido y en su aparente falta de modestia. Como veremos, las autoridades británicas
consideraron prudente en diversas situaciones mantener una separación lo más amplia
posible entre las mujeres británicas de clase trabajadora y los hombres de las colonias,
para que no cruzaran límites raciales y sexuales prohibidos. Esta política fue
implementada tanto en sitios coloniales como domésticos. Pero como muchas más
mujeres blancas residían en Gran Bretaña, la cuestión era de particular importancia allí.
Uno de los escenarios más comunes en los que encontramos expresiones locales de
esta preocupación ante la sexualidad colonial es en las discusiones sobre la prostitución.
Era sentido común en el siglo XIX creer que una gran cantidad de las trabajadoras
sexuales en Gran Bretañas, y especialmente en Londres, eran extranjeras. Asimismo, se
rumoreaba que las inocentes habitantes de la Inglaterra rural eran presa fácil para los
traficantes extranjeros, a quienes se imaginaba como judíos de Europa del Este o
franceses. Junto con estas representaciones xenófobas de fenómenos anti-británicos como
el comercio sexual, crecía el debate acerca de los efectos de la prostitución colonial sobre
Inglaterra. Esta cuestión se volvió particularmente preocupante a fines del siglo XIX y
principios del XX, a medida que se enviaban cada vez más soldados a las colonias, donde,
a través de un sistema militar de burdeles -oficiales o extraoficiales-, podían acceder
fácilmente y de forma regulada a la venta de sexo heterosexual25. Los defensores de la
regulación de la prostitución colonial argumentaban que si no fuera por la supervisión
británica, los hombres contraerían enfermedades de transmisión sexuales a través de
variedades tropicales mucho más peligrosas que sus versiones domésticas, lo cual
implicaba asociar la sexualidad tropical y colonial con un mayor riesgo. Otros señalaban
un peligro diferente: que las asociaciones sexuales de los hombres con mujeres no blancas
comprometerían o erradicarían su carácter británico. Aunque estos temores sobre la
sexualidad colonial destacaran los supuestos riesgos sexuales involucrados, lo que les
preocupaba principalmente eran aquellos elementos que en caso de llegar a Gran Bretaña
podrían desestabilizar las sexualidades locales.
(…)
Anne McClintock ve a la prostituta como ‘la versión metropolitana de la
promiscuidad africana', un inquietante recordatorio de la necesidad de controlar la

25
Kenneth Ballhatchet, Race, Sex and Class Under the British Raj: Imperial Attitudes and Policies and
their Critics, 1793–1905 (London, 1980); Levine, Prostitution, Race, and Politics; David J. Pivar, ‘The
Military, Prostitution, and Colonial Peoples: India and the Philippines, 1885–1917’, Journal of Sex
Research, 17 (3) (1981), 256–69; Douglas M. Peers, ‘Privates off Parade: Regimenting Sexuality in the
Nineteenth-Century Indian Empire’, International History Review, 20 (4) (1998), 823–54.

9
sexualidad, especialmente las sexualidades femeninas y coloniales26. El argumento de
McClintock se basa en una extensa literatura que explora la presencia africana como
representativa de la anormalidad y, más aún, de la monstruosidad en el discurso europeo
y estadounidense. Sin embargo, esta es una generalización demasiado vaga como para ser
satisfactoria27. Sin embargo, el argumento puede ser viable si lo extendemos más
ampliamente, ya que la asociación entre promiscuidad y sociedad colonial fue un tema
constante en Gran Bretaña. (…)
En el contexto británico, la vigilancia sobre la sexualidad colonial se extendió mucho
más allá de los estrechos límites de la prostitución. Las vidas de los sujetos coloniales
residentes en Gran Bretaña a principios del siglo XX estaban bajo un estricto control. Con
la excepción de judíos e irlandeses, los inmigrantes que ingresaban a Gran Bretaña antes
de la década de 1970 eran en su mayoría hombres28.(…) Mientras que la cantidad de
hombres migrantes de color se mantuvo bastante reducida, sobre todo antes de la década
de 1950, aun así resonaba una constante inquietud por sus relaciones potenciales y reales
con mujeres blancas. Ian Spencer advierte sobre una sospecha generalizada en Gran
Bretaña de que los hombres de las Antillas vivían principalmente de las ganancias de las
mujeres prostitutas29. Tal mito coincidía perfectamente, por supuesto, con la firme
creencia de que la prostitución británica estaba controlada por extranjeros. El Jefe de
Policía Criminal de la División de Investigación de la Policía Metropolitana, F.S. Bullock,
informó con bastante orgullo en 1907 que los hombres que dirigían el comercio sexual
'son, casi sin excepción, extranjeros, y su ocupación repugna a los hombres de raza
inglesa’30. Era una sospecha autocumplida; los reportes del tribunal policial de
Marlborough Street de Londres en 1917 muestran que prácticamente todos los acusados
de haber administrado burdeles eran extranjeros31.
Pero mientras que la prostitución podía ser interpretada como un fenómeno
antinatural y no-británico, impuesto sobre víctimas inocentes y vulnerables, las relaciones
interraciales entre mujeres británicas y hombres coloniales que residían en Gran Bretaña

26
McClintock, Imperial Leather, 56.
27
Toni Morrison, Playing in the Dark: Whiteness and the Literary Imagination (Cambridge, MA, 1992)
and Jan Niederven Pieterse, White on Black: Images of Africa and Blacks in Western Popular Culture (New
Haven, 1992); Morgan, ‘Some Could Suckle’.
28
Panikos Panayi, Immigration, Ethnicity and Racism in Britain, 1815–1945 (Manchester, 1994), 58.
29
Ian R. G. Spencer, British Immigration Policy since 1939: The Making of Multi-Racial Britain (London,
1997), 79, 111.
30
National Archives, London (hereinafter NA). MEPO2/558. PP (Cd. 3453) Misc. No. 2 (1907).
Correspondence Respecting the International Conference on the White Slave Traffic Held in Paris, October
1906, Annex 1.
31
NA. HO45/10837/331148 (19).

10
resultaban más difíciles de pasar por alto. (…) Paul Edwards y James Walvin han
encontrado en panfletos pruebas de antipatía pública hacia los vínculos sexuales entre
mujeres británicas y hombres negros en la Gran Bretaña de finales del siglo XVIII32. (…)
Así por ejemplo, la afectación colonial de asociar la feminidad británica con la
moderación sexual y el decoro se deshacían cuando las mujeres adoptaban como parejas
sexuales a hombres que (por su tinte colonial) tenían un carácter excesivamente sexual y
no-británico. Tales asociaciones no sólo obligaban a repensar la sexualidad femenina
británica, sino que también insinuaban una elección activa por parte de las mujeres, lo
cual constituía otra causa de alarma para una sensibilidad colonial y patriarcal.
Las relaciones entre mujeres blancas y hombres de color siempre provocaron mayor
incomodidad que los vínculos que los hombres blancos tenían con las mujeres
colonizadas. Se solía dar por descontado que este último tipo de relaciones era un efecto
inevitable de la sexualidad masculina normativa. Este peculiar doble estándar, que, en
esencia, autorizaba a la heterosexualidad masculina blanca a perseguir cualquier vía del
deseo, refuerza las asociaciones entre sexualidad y raza, que nunca estuvieron lejos de la
superficie en el contexto imperial. Las ideas, opiniones y estudios sobre la sexualidad
colonial invariablemente remitían a y se apoyaban sobre consideraciones raciales. Estas
consideraciones raciales también estuvieron siempre atravesadas por el género, en formas
que permitieron y, de hecho naturalizaron, una mayor libertad (hetero)sexual para los
hombres, lo cual resulta igualmente relevante a la hora de desentrañar las jerarquías que
dominaron la era del colonialismo británico, siendo esta última a su vez una empresa
concebida como natural y esencialmente masculina. De este modo, las divisiones de
género trabajaron para reforzar las jerarquías coloniales. La conquista colonial, al ser
simbolizada por las relaciones sexuales del hombre blanco con las mujeres colonizadas,
no podía ser fácilmente revertida. Las mujeres blancas que elegían relacionarse con
hombres coloniales representaban una amenaza para el estado colonial y para la
supremacía de los hombres blancos. Tales asociaciones debían ser denunciadas como
desviadas y desordenadas, mientras que si los hombres blancos dormían con mujeres de
color, se lo veía como un efecto natural de su estadía en las colonias, y ciertamente como
algo preferible ante la perspectiva de posibles vínculos sexuales entre hombres, que
habrían deshecho por completo las jerarquías coloniales, tan cuidadosamente construidas
y delimitadas por estas normas de género.

32
Paul Edwards and James Walvin, Black Personalities in the Era of the Slave Trade (Baton Rouge, 1983),
20.

11
Al interior de Gran Bretaña, las relaciones interraciales entre mujeres blancas y
hombres coloniales de color eran bastante habituales. Las uniones entre mujeres
británicas blancas, mayormente pobres, y súbditos coloniales negros eran consideradas
"muy indeseables" por la Oficina Colonial33. Esta desaprobación es parte del largo debate
sobre la inmigración de hombres de las colonias de ultramar hacia Gran Bretaña. Mientras
que a finales del siglo XX el principal temor era que su presencia conduciría a un aumento
de la población inmigrante, a principios de siglo lo que llamaba la atención era el miedo
de que estos migrantes masculinos "robarían" a las mujeres locales. Ambos casos revelan
que las preocupaciones sexuales estaban en la base de las decisiones políticas y de las
reacciones públicas.
(…)
Los supuestos sobre la naturaleza y el carácter vulgar de la sexualidad colonial -
siempre demasiado, siempre potencialmente, si no concretamente, incontrolado-
desdibujaban la frontera entre la respetabilidad y el relajamiento sexual, entre Gran
Bretaña y sus pueblos sometidos. Después de todo, si las cualidades de lo británico eran
identificadas con la conquista y posesión del Imperio, entonces la mezcla sexual con
súbditos imperiales que eran inherentemente inferiores implicaría, con toda certeza, diluir
la fuerza británica y desestabilizar el imperialismo británico. Fue sobre este punto que se
erigió gran parte de la preocupación por el mestizaje, ya que el miedo a la reproducción
de razas mixtas no estaba compuesto únicamente por el aborrecimiento del mestizaje. Al
menos desde finales del siglo XVIII, destacados científicos se preguntaban si la progenie
de padres de razas diferentes podía resultar estéril, como ocurre con las mulas34. Otros
destacaban menos la infertilidad que el potencial para la degeneración, es decir el hecho
de heredar los caracteres más débiles de cada padre. Enlazada a esta suposición se hallaba
la creencia de que aquellos que estaban dispuestos a cruzar las fronteras raciales en sus
encuentros sexuales eran ya de por si especímenes de mala calidad. Irónicamente, ese
argumento tendía a apuntar a quienes tenían relaciones sexuales permanentes por sobre
los vínculos más pasajeros y de conveniencia que solían entablar los hombres
colonizadores en el extranjero. Así, cuando se trataba de vínculos sexuales interraciales
y coloniales, ¡la promiscuidad era irónicamente una mejor opción que la fidelidad y la
crianza de los hijos! A lo largo del siglo XIX, las autoridades coloniales pasaron de la

33
NA. CO535/72/4296, citado en Tabili, 8, n. 16.
34
Sander L. Gilman, Difference and Pathology: Stereotypes of Sexuality, Race, and Madness (Ithaca,
1985), 107.

12
promoción cautelosa de las relaciones sexuales entre locales (aunque sólo para los
hombres blancos y las mujeres coloniales, y nunca al revés) hacia la creciente prohibición
de tales relaciones35. En los primeros años del imperio, este tipo de relaciones eran
consideradas como una ruta valiosa hacia las culturas locales; en años posteriores, fueron
vistas como amenazas para el poderío colonial e impulsoras de la inestabilidad política.
En los primeros años del colonialismo, el concubinato había sido visto como una
barrera contra la homosexualidad, y el fantasma del sexo entre hombres perturbaba las
discusiones sobre sexualidad, raza y colonialismo. Los funcionarios británicos vigilaban
a los hombres influyentes de las colonias, sospechados de relacionarse con personas del
mismo sexo, y la homosexualidad era a menudo vista como un fenómeno de origen
extranjero o colonial. Era al mismo tiempo una metáfora de la debilidad y el indicador de
la ineptitud racial. Paul Fussell y Cynthia Enloe en particular han establecido más allá de
toda duda las múltiples y a veces complejas asociaciones entre la guerra y la sexualidad36.
Al tratarse de un proyecto sostenido y producido fundamentalmente por la fuerza militar,
el colonialismo no puede sino ser leído en términos sexuales. Pero la erótica de la guerra
también planteó la cuestión del deseo del mismo sexo, ya que las guerras han sido
históricamente fenómenos homosociales, con una profunda dependencia de la
camaradería, la confianza y la intimidad entre hombres. La construcción de imperios y
las guerras, en tanto entornos predominantemente masculinos, fueron por lo tanto zonas
de peligro no sólo por la mortalidad sino también por la moralidad, en relación a la
heteronormatividad. Únicamente configurando la preferencia o la práctica de la
homosexualidad como un producto colonial -como un 'vicio' colonial sin paralelo en el
ámbito civil o doméstico-, era posible sostener la ficción de la normatividad sexual
británica. Al canalizar las discusiones sobre homosexualidad a través de referencias al
salvajismo y al primitivismo, se la podía mantener -simbólicamente, ya que no realmente-
a raya. Uno de los grandes miedos suscitados por las sexualidades coloniales en general
era que de alguna manera estas desatarían deseos homosexuales, especialmente entre
hombres, socavando aquellos tropos nacionales que concebían la heterosexualidad y la
masculinidad como indudablemente británicas.

35
Ronald Hyam, ‘Concubinage and the Colonial Service: The Crewe Circular (1909)’, Journal of Imperial
and Commonwealth History, 14 (3) (1986), 170–86.
36
Paul Fussell, The Great War and Modern Memory (Oxford, 1975); Cynthia Enloe, The Morning After:
Sexual Politics at the End of the Cold War (Berkeley, 1993).

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La sexualidad fue un lienzo complejo sobre el cual pudo bosquejarse la política del
colonialismo. Fue una herramienta maleable e invaluable, que ayudó a regular los
comportamientos sexuales apropiados y a definir la masculinidad y la feminidad correcta
e incorrecta, además de las prácticas sexuales adecuadas e inadecuadas. No obstante, estos
ordenamientos siempre estaban en peligro de deshacerse, y tal vez en ninguna parte fue
esto tan así como en la evocación de lo colonial en el ámbito de la fantasía sexual, una
arena siempre abierta y resistente al control. En la ficción y la fotografía pornográfica, en
el arte y la literatura predominantes, el mundo colonial se convirtió en un lienzo sobre el
cual estaban escritas toda clase de fantasías sexuales -tanto homosexuales como
heterosexuales, interraciales y mucho más. No obstante, por fuera de los límites del
gobierno -a menudo abiertamente hostiles hacia las respetabilidades imperantes-, la
fantasía sexual reconocía el atractivo erótico del mundo colonial para los británicos que
vivían en una era imperial. La venta del cuerpo de Sara Baartman al público es un potente
ejemplo de tal encanto. A partir del siglo XVIII, ya fuera como caricatura o como
estimulante, el Imperio representó un medio de expresión para el deseo sexual, la
innovación, el atrevimiento y el comercio de dibujantes, artistas, fotógrafos, escritores,
editores y actores. El sitio imperial que se mostraba 'en casa' era un lugar donde podían
manifestarse deseos que de otra manera hubieran sido inexpresables.
En consecuencia, es a través del deseo y de sus aterradoras connotaciones para la
autoridad imperial donde tal vez podamos apreciar mejor cómo la sexualidad, tal vez más
que cualquier otra dimensión, ilumina la propuesta de Simon Gikandi sobre la
ambivalencia imperial británica: el orgullo por la conquista y el dominio imperial rara
vez se traducía en una presencia colonial real dentro de Gran Bretaña, la cual era
frecuentemente vista como una amenaza37. Después de todo, las relaciones sexuales entre
colonos y locales naturalmente derivarían en la presencia y reproducción de una
población colonial más permanente en Gran Bretaña. Sin embargo, esos temores también
transmitían el hecho ineludible de que nunca existió algo así como una ‘sexualidad
colonial’, lo cual era tal vez particularmente transparente en su eficaz maleabilidad al
interior del discurso político y las páginas de la pornografía. Ante la visibilidad de las
relaciones entre coloniales y locales en Gran Bretaña, no existían fronteras claras entre la
sexualidad colonial y la doméstica, entre la mesura británica y la excesiva indulgencia
colonial. A pesar de ser una construcción de la imaginación imperial, la sexualidad

37
Simon Gikandi, Maps of Englishness: Writing Identity in the Culture of Colonialism (New York, 1996),
4ff

14
colonial tuvo consecuencias potentes, inevitables y continuas tanto en Gran Bretaña como
en el extranjero, y funcionó tanto para consolidar las definiciones británicas del yo y la
sexualidad como para marcar las supuestas debilidades de los sujetos coloniales. De este
modo, los peligros del deseo sexual serían contenidos más eficazmente si se lograba que
las preocupaciones sobre sexualidad en Gran Bretaña fueran eficazmente desviadas hacia
los márgenes coloniales, descontándolas como elementos raciales y étnicos de alteridad
no británica.
Las sexualidades coloniales fueron un componente clave de las nociones, verdaderas
o falsas, del imaginario británico sobre el mundo imperial. El Imperio y la sexualidad
estaban inextricablemente vinculadas por las múltiples formas en que las representaciones
y definiciones de lo que significaba ser británico o colonial se asociaban a la sexualidad.
Las distinciones esenciales que ansiosamente fueron trazadas entre las sexualidades
británicas y las coloniales, la recurrente necesidad de separar urgentemente entre opuestos
aparentemente inconmensurables, hizo de la sexualidad un componente inevitable y
siempre esencial en la comprensión y las practicas del imperio. Para esta discusión, son
fundamentales las múltiples exploraciones de Ann Stoler sobre las formas en que los
regímenes coloniales sobre la sexualidad (y otros comportamientos 'indeseables')
moldearon los preceptos morales de la burguesía europea38. Por lo tanto, al ser un efecto
de prácticas en el tiempo, al ser una construcción, la sexualidad en el espacio británico es
un efecto del imperio, una categoría construida y moldeada por preocupaciones
imperiales, nunca estable, siempre en peligro de escaparse de sus confines, destinada a
ser vigilada y custodiada para siempre. (…)

38
Ver, entre otros, su colección reciente de ensayos, Carnal Knowledge and Imperial Power: Race and the
Intimate in Colonial Rule (Berkeley, 2002).

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