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Los fantasmas de envejecer.

El
acompañamiento terapéutico en un proceso
depresivo
[…] Hay quienes imaginan el olvido

como un depósito desierto


una cosecha de la nada y sin embargo
el olvido está lleno de memoria
Mario Benedetti

Actualmente pertenecer a la tercera edad no conlleva ninguna ventaja.

Todo en la sociedad está pensado por y para la gente joven. La publicidad nos invade con imágenes
de cuerpos esbeltos y treintañeros. En contraposición a esas imágenes repetidas constantemente,
la vejez está caracterizada por aspectos deficitarios, enfermedades, pérdidas, etc. Con este
panorama por delante, ¿quién querrá pertenecer al grupo de la tercera edad?

La problemática de la vejez se enfrenta con nuestra ideología, sedimento de nuestra historia


personal, familiar y de las experiencias vividas. Genera conflictos, no sólo al que está en esa etapa
vital, sino también a aquéllos que sin ser ellos mismos viejos, están en contacto diario con
los mayores por sus roles profesionales: doctores, enfermeros, familiares: hijos, nietos, (eliminar, me
parece que no queda claro: o individuos cualesquiera de la sociedad: vecinos, socios, amigos.)

Socialmente, aparecen muchos prejuicios sobre la vejez que discriminan y apartan al anciano de la
vida cotidiana, de los objetos de consumo, de una vida activa, haciendo que se refugien en el pasado
porque el presente nos les depara satisfacción alguna.

En algunos casos, expresan esta distancia con frases como “Las cosas en mi tiempo…” marcando
que éste ya no es su tiempo.

En otros, intentan mantener todas las actividades que hacían antes, competir con el que eran hace
20 años. Competencia fallida que genera mucha angustia e insatisfacción, porque a esa edad no se
trata que trabaje la misma cantidad de horas, que vaya al gimnasio cuatro veces a la semana y
mantenga la vida sexual que tenía a los cuarenta años, sino que encuentre el mismo nivel de
satisfacción en aquello que hace, “el secreto del buen envejecer estará dado por la capacidad que
tenga el sujeto de aceptar y acompañar estas inevitables declinaciones sin insistir en mantenerse
joven a cualquier precio”. 1

Nuestra labor terapéutica consiste en promover una vida activa, promover la participación en
actividades sociales, mantener los posibles vínculos laborales, suscitando así el deseo y, según el
caso, procurando sustitutos cuando sea necesario.

Proponemos una vejez productiva considerando las transformaciones que acontecen en el anciano
y su entorno:
• El mundo exterior, que se restringe, al transformar su lugar de sujeto activo-productivo cediendo
esas funciones a favor de las generaciones siguientes.

• El cuerpo declina sus funciones y modifica la imagen de sí.

• Los otros, frente a la transformación de las posiciones identificatorias que se han ocupado y a los
cambios en la realidad (pérdidas) se modifican las relaciones intersubjetivas. (no queda claro…de
donde lo sacamos’? puede ser del libro tuyo? lo tenes marcado?)

En nuestro quehacer, la queja más extendida por parte de los viejos es la pérdida de la vida social.
A medida que pasan los años van perdiendo sus lugares en la sociedad, retrayéndose más al ámbito
doméstico con la consecuente pérdida de ideales y proyectos. A su vez, se producen cambios a nivel
corporal: modificaciones en la visión, disminución en la audición, alteraciones fisiológicas, pérdida
de turgencia en la piel, acumulación de grasa, etc. Y a nivel cognitivo: pérdida de la memoria de
hechos recientes, disminución de la curiosidad, irritabilidad, etc. Esto conlleva una serie de duelos
de esos lugares, capacidades y objetos perdidos que satisfacían sus deseos.

Para afrontar estos duelos, es necesario que el adulto mayor cuente con recursos para procesar
psíquicamente ese momento de su vida, ya que los duelos no resueltos pueden conducir a una
depresión.

Llamamos depresión a la reacción que aparece, no solamente frente a la pérdida de una persona
amada, sino también a la pérdida de una abstracción como puede ser en este caso la pérdida de la
juventud, ideales y proyectos, que se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente
dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la
inhibición de toda productividad y una disminución de la estima personal.

Hay, en el transcurso de nuestra vida, momentos de crisis, algunos de los cuales sobrevienen por
sorpresa y otros no. Una crisis es una situación en la que los recursos con que se resolvía la vida
hasta ese momento no alcanzan para poder con la nueva etapa. Todos conocemos los estados
depresivos que muchas veces sobrevienen a continuación de la jubilación, la tristeza que conlleva
la pérdida de un familiar querido, la depresión derivada de la falta de proyectos de vida, etc.

La tercera edad es un momento vital donde finaliza la vida productiva en cuanto a lo laboral -ya que
la productividad en otros campos no tiene por qué terminar- y esto implica una serie de cambios
orgánicos, psíquicos y cognitivos frente a los cuales, los recursos con los que se resolvía las
situaciones vitales que se le planteaban se muestran insuficientes.
Muchas son las vicisitudes que pueden rodear este momento y contribuir de esa manera a agravar
o aliviar las consecuencias de este estado. Es una época en la que suelen coincidir el momento del
fallecimiento de los seres más cercanos: pareja, amigos, y el nacimiento de los nietos.

También sabemos que cada uno de los actos, orientaciones y decisiones que damos a nuestra
vida –aún los más inocentes- responden a frases, ideas, prejuicios que, la mayoría de las veces,
son desconocidos, inconcientes para nosotros mismos.

Aceptando esto, un anciano y un sujeto de cualquier edad que –aún sin saberlo- viva de acuerdo a
la idea que dice que en la vejez uno ya no sirve para nada, vivirá este momento como el final de su
vida útil, verá por delante un páramo donde el sentido de su vida ha desaparecido. Y esto se puede
manifestar como una depresión, una ansiedad desbordada, preocupaciones angustiosas sobre
enfermedades corporales y el deterioro cognitivo, etc.
Si, por el contrario, su vida responde a pensamientos que colocan a la vejez más cerca de las
palabras que de los deterioros, seguramente podrá disfrutar de la insidiosa dicha de envejecer.

Uno de los cambios que acontece en la vejez es la percepción del tiempo. A lo largo de nuestras
vidas, es difícil tomar conciencia de nuestro envejecimiento y pensar la muerte propia,
generalmente lo hacemos a través de la mirada de otros: cuando nos encontramos con alguien que
hace años que no vemos y observamos en él lo que los años hicieron, automáticamente
reflexionamos acerca del paso de tiempo en nosotros.

También comienza a darse un cambio de direccionalidad, ya no pensamos lo que hicimos desde el


nacimiento, sino que aparece lo que podemos llegar a hacer en función de lo que falta por vivir:
cantidad de libros que podré leer, sitios donde podré viajar, etc.

A su vez, la muerte de amigos y pares hace de la muerte una posibilidad más cercana, ya no es un
acontecer lejano que nada tiene que ver con uno. Sobreviene una pérdida, nos sorprende una muerte
cercana a nuestro amor.

La muerte se torna palpable, cercana e inquietante, pero el sujeto puede hacer como si nada hubiera
pasado, ponerle un plato al muerto todas las noches para la cena y querer –eufórico- vivir cincuenta
años más. Pero puede, también trabajar el duelo, renunciar a lo perdido, hacerse mortal aceptando
que si no renuncia a lo perdido es porque no soporta enterarse de que alguna vez será lo perdido.

Y junto con esto la preocupación por la trascendencia ocupa un lugar importante: a nadie le gusta
pensar que su paso por esta vida no dejó huella alguna, abriendo una serie de preguntas y
planteamientos acerca de la vida que llevó, de las cosas que hizo y de los motivos por los cuales
piensa que será recordado o no.

En este trabajo presentaremos un tratamiento posible para un caso de depresión en la vejez.


Haremos un breve desarrollo de un caso clínico y el dispositivo terapéutico utilizado.

El acompañamiento terapéutico a María comienza en noviembre del 2003 a pedido de un familiar


que detecta ciertas dificultades en su quehacer cotidiano. A María le cuesta recordar si ha
efectuado las comidas, cuando sale a la calle se encuentra desorientada y con imposibilidad de
recordar hacia dónde quiere ir, tampoco recuerda si ha retirado dinero del banco, si ha pagado
algunos gastos menores, si ha tomado correctamente la medicación o si ha asistido a sus
compromisos sociales. A estas cuestiones se le suma que María quedó viuda hace cuatro años y
dicha pérdida la sume en una depresión: tiene dificultades para interesarse y disfrutar de las
actividades que realiza, sostener los vínculos sociales y familiares, está desganada, no le interesa
arreglarse, etc. En cuanto al estado de ánimo es de tinte triste, lo único que le importa es contar los
días que pasaron desde que su marido murió, recordar las cosas que hacían juntos y
desinteresarse por los familiares y amigos que aún están vivos.

Dadas las dificultades diarias descritas y el estado depresivo, María pide, al familiar más directo,
ayuda para poder desenvolverse mejor en sus hábitos diarios y para no estar largas horas en
soledad. En este momento, se inicia un trabajo conjunto entre la familia y el terapeuta que trata a
María. Evalúan la posibilidad de un ingreso en una residencia, pero queda descartado por los
bruscos cambios que conllevaría.

Entendemos que para determinados casos de vejez es adecuado montar un dispositivo clínico en el
propio domicilio en vez de retirar al anciano de sus cosas de toda la vida. Entonces, aparece como
un recurso posible para incluirse en el tratamiento individual, el acompañamiento terapéutico.
El acompañamiento terapéutico es un recurso terapéutico eficaz para la asistencia ambulatoria de
pacientes que atraviesan una situación crítica o padecen los efectos de cuadros clínicos que implican
un deterioro crónico del paciente. El acompañamiento se desempeña en el entorno habitual – familiar
y social – del sujeto: desde el domicilio a la calle, así como también en bares, cines, clubes, parques,
centros comerciales, etc.

Es recomendable que el acompañamiento terapéutico esté en coordinación con el tratamiento


clínico, ya que por sí solo perdería su eficacia.

Los objetivos del acompañamiento fueron tender a mejorar la calidad de vida, sostener los lazos
familiares y sociales y acompañar a María en las tareas que presentaban más dificultades y de
alguna manera funcionar como su ayuda memoria ante sus olvidos.

El lugar del acompañante es poder escuchar cuando algo insiste para hacerse oír. Esto no quiere
decir que el acompañante confunda su posición con la del terapeuta; pero ante la falta del mismo
en la vida cotidiana, podemos ubicar una cierta suplencia de esta función.

Cuando se inicia el trabajo, María se encontraba en una situación de independencia imaginaria con
la que quería borrar la demanda inicial de ayuda. Como primera estrategia pensamos en crear un
espacio en el que pudiese recordar sus dificultades y diera lugar a la acompañante incluyéndolo en
dos actividades que a María le interesaban: leer e ir al cine. El acompañante terapéutico le llevaba
libros y fijaron un día para asistir a las sesiones de cine. Con el sostén de estas dos actividades
que siempre realizaba en soledad, María fue aceptando el acompañamiento y, a su vez, fue
aumentando su interés por las otras actividades: taller de memoria y de pintura, que realizaba con
otras personas de su edad. La labor consistía en que María las sostenga para no romper dichos
vínculos.

Durante cinco años de acompañamiento, los logros fueron la construcción de un espacio de diálogo
con la acompañante sobre aquellas cosas que le producían cierto malestar como es la pérdida de la
memoria reciente y la afloración de recuerdos de la infancia y de la juventud. Con la sorpresa que la
acompañante respondía con una escucha activa, propiciando la palabra de María, que muchas veces
silenciaba para no preocupar a sus familiares. Su calidad mejoró notablemente llegando a decir hoy
que no se siente como una vieja de 91 años, sino como una mujer mayor con deseos de hacer sus
cosas.

El dispositivo en sus inicios se pensó con treinta horas semanales tratando de llenar los vacíos de
actividad y la compañía en la vida diaria. A lo largo del tiempo se evaluó la necesidad
de tener cuidadoras durante las veinticuatro horas del día que se encargan de su alimentación y de
sus cuidados debido a petición de María, que ya no podía realizar las tareas mínimas por sí misma,
sin que éstas conlleven un peligro para ella.

De este modo, la labor del acompañante terapéutico quedo reducida a un encuentro semanal en el
que se la acompaña al cine, se coordina el trabajo de las cuidadoras, se la lleva a los controles
médicos y se informa a los familiares y al terapeuta sobre estas cuestiones.

Ahora, María comparte con la acompañante las películas que ven juntas, los libros y las noticias que
lee, habla acerca de las cuidadoras, sin dificultad alguna. El deterioro cognitivo, inevitable para su
edad, sigue su curso pero su calidad de vida no se ve dañada por ello.

A través del tiempo, el acompañamiento fue prestando, con su presencia y su sostén, un tiempo
para que re-construyera su espacio contando con lo que dispone y no únicamente con las marcas
de las pérdidas de familiares, amigos, compañeros de trabajo, de la juventud, de la memoria, etc.
De esta manera, María hoy vive un tiempo en el que la añoranza de lo perdido no es lo único
importante, convive con ello y disfruta de lo presente.

Hasta la muerte hay que aprender a vivir. Con la muerte convivimos y aprenderemos hasta morir.

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