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Arenas

Sobre la superficie tersa de las olas, juega la luz sus primeros pespuntes, sondeando desperezos.
Los colores nacen en las pupilas acriolladas. Los rayos que irradia el astro tonifican los órganos de
la luz, en donde bucean su finalidad, su objeto, para configurar las formas y desplegar la tela del
reconocimiento. En contrapartida, asistimos al nacimiento del instante en la apertura de los
párpados, en la sabiduría que se demora en la gracia del don, aceptando la caricia que antecede y
acompaña el regalo. Si recoge los frutos dejados por la marea nocturna, tararea en silencio la
alabanza de todas las cosas. Es un regalarse entre dos, de lo ínfimo a lo inabarcable, una inmediatez
que sólo es posible experimentar en la distancia más grande, un entregarse sin asentar prioridad ni
ejercer el rechazo, porque se intuye que la comunión es posible en el ámbito de la gratuidad, cuya
cinta abarca la gravidez del conocimiento y la voluntad para angostarlos a ambos y acercarlos así a
la línea del horizonte, donde el extremo Uno del lazo se suaviza en la hondura, vertical en la flama,
un punto en el artizado flamear.
Partiendo del desapego, nos acercamos a la roldana que regurgita la última novedad descriptiva: un
reverbero que asesta su látigo ígneo en el deambular matutino de un perfil, sombra que comulga sus
pasos calculados. Un punto sobre una superficie, una superficie sobre un cuerpo sólido, y la dilatada
violencia de la resaca marina haciendo morosos los pasos. Se inclina y nos enfrenta a un signo
mayor, una disposición al desciframiento. Quienes apelan a la hondura, en vano se esforzarán por
destilar de la imágen su potencialidad, encerrada en los anillos de lo visible-a-la-mano.
El hombre presenta un principio de calvicie sobrecogedor, que acompaña la acentuada inclinación
de sus hombros, antesala de la giba. Uno y otra son atributos que compiten en pos de ocupar el
espacio privilegiado de la sustancia única que será el hombre: de acá a unos años, el bordeado
acentuará sus aristas, y la tipología cobrará carácter de jeroglífico. Ahora sólo permanece como un
trazo más en la arena pitagórica, como el motor invisible que permite el ascenso y la cristalización
de una voz, en el amanecer del relato.
Hacemos silencio y escuchamos la voz y su sentencia:
"Los hombres son mortales porque son incapaces de juntar el principio con el fin"

Pilares
Exterior. Rectángulo de noche, noche anónima que sin trabajo aviene singular merced a la
descamada luz de una candela, descamada por la cuchilla de Dios.
El ajedrezado patio del monasterio transita los primeros rocíos del alba, templado por el humillo
que despiden las bisagras allende las últimas galerías, antes de que las madres cocineras suelten los
postigos y dejen entrar los primeros rayos del sol, liberando el aire viciado por la nocturna,
alabando la circularidad del aire del nuevo día. Mientras la pava hiperbólica suelta su vapor, ellas
regatean los últimos bostezos. Se muestra renuente el desperezarse, todo teñido de escarceos
cerosos y lentos, y los movimientos educados en el ritmo puntual de la monotonía, al gris dictado de
una gorda campanada. Como Alción, el perro de aguas, emperrado en saltar la última lengua de
agua del Leteo, gruñe y hociquea a los embates del recordarse.
La menta y la ruda juegan a desconocerse en los alfeizares y en las balaustradas, apenas un susurro
las hermana, un desgañitarse de gallo las vuelve a encauzar en remilgos de solteronas enfurruñadas.
Arredra el padre las mulas, con un leño del que penden cubas a cada lado, solfeando por el ancho
orificio de la nariz el ave maría santísima de sus juanetes. Las redomas duermen con los embudos
de cobre en sus bocas, vertederos por donde sisea el demonio.

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