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El Romanticismo*

La añoranza en la pintura del siglo XIX


Hacia 1800, filósofos, literatos y artistas propagan en Alemania una nueva visión del mundo,
bajo la bandera del Romanticismo. En esta cosmovisión tienen cabida tanto un panteísmo que
atribuye un alma divina a la naturaleza y una inmersión de la fantasía individual en contextos
cósmicos, como la profunda soledad del alma creativa y la añoranza de armonía entre el hombre
y el mundo que resulta de aquélla.
El nuevo programa se dirigía, sobre todo, contra el Neoclasicismo, encorsetado en tradiciones
antiguas; en su lugar, subrayaba aquello que de inconcluso y de pionero tenía una época con
ideas modernas. Al dirigirse preferentemente a temas extraídos de la Baja Edad Media y de los
comienzos del Renacimiento, subrayaba la herencia cristiana de Europa, pues consideraba que
sólo con su ayuda podría alcanzarse la utopía de un futuro política y espiritualmente purificado.
Este ideal “aperturista” que sólo podía interpretarse de manera subjetiva, permite comprender
que el Romanticismo no quiso ni pudo formar ningún estilo artístico normalizado. Antes, al
contrario, en los diferentes países europeos -y partiendo de éstos, también en Estados Unidos-
se sirvió de los más diferentes lenguajes: desde el ensimismamiento sereno hasta la puesta en
escena espectacular. Gracias a esta complejidad, la pintura romántica ejerce una fascinación
cuyo eco seguirá latente en numerosas corrientes de los siglos XIX y XX.

Romanticismo: precisiones e imprecisiones de un término


“¡Ah, mi querido amigo! Cuánto mejor sería que no se hubiera inventado el Romanticismo”. Así
suspira Fortunat, el héroe de la novela escrita en 1834 por el romántico Joseph von Eichendorff,
un suspiro con el que suele mostrarse de acuerdo la investigación moderna, pues parece
imposible dar una definición precisa a este término -que se emplea para designar una época
determinada-; y, sin embargo, pese a su desconcertante ambigüedad, es un concepto que resulta
imprescindible.
El uso actual del lenguaje conoce un sinnúmero de acepciones del adjetivo “romántico”: la
industria turística elogia las “rutas románticas” y sus hoteles románticos; en otro orden de cosas,
existe el “amor romántico” de las películas de Hollywood y de los folletines televisivos, y
también el ambiente romántico que crea una puesta de sol tras las palmeras o el que rodea a un
cenador a la luz de la luna. El concepto “romántico” se utiliza, asimismo, para determinadas
corrientes de la literatura, la música y las artes plásticas. El epíteto “romántico” tiene
connotaciones de íntimo y sentimental, poético, exaltado y soñador, pero puede alcanzar la
extravagancia y la locura. Siempre tiene algo de fantástico y mucho de irreal, entreverado de
añoranza. Con lo “romántico” contrasta lo cotidiano y lo banal, la pedantería.
Las diferentes ciencias no consiguieron hacer del “Romanticismo” más que un concepto
aproximado, pues su materia está abierta a interpretaciones controvertidas y a valoraciones más
bien subjetivas. Sólo son unánimes en considerar el Romanticismo como una cesura artística en
el paso del siglo XVIII al XIX. El mero hecho de intentar una delimitación temporal plantea ya
problemas: mientras que en la música se denomina románticos a la mayoría de los compositores
desde Ludwig van Beethoven hasta Richard Strauss, la literatura romántica se concentra en dos
o tres décadas en torno a 1800. La historia del arte romántico puede bien limitarse al periodo
comprendido entre 1790 y 1840, o bien ampliar enormemente su campo de acción para
considerar como pintura romántica la del siglo XVIII hasta el XX, lo que inevitablemente la hace
interferir con otros estilos.
Por ejemplo, por su tendencia a lo visionario e irracional se considera al arte romántico como
una de las corrientes que forman parte del Simbolismo, que -según esta teoría- comienza,
después de varios intentos, con el movimiento de reacción contra la Ilustración que en Alemania
se conoce como Sturm und Drang (“Tempestad y empuje”), a finales del siglo XVIII, para
conocer su momento culminante en la segunda mitad del siglo XIX. Por otro lado, el aspecto

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sentimental e “íntimo” del Romanticismo plantea problemas de delimitación con respecto a un
estilo de características similares, que en Alemania se conoce con el nombre de Biedermeier y
que se extiende de 1815 a 1850. Pero, por último, como la pintura romántica no sólo tiende a lo
irreal, sino que también se vuelve hacia la realidad visible, es posible encontrar denominaciones
como “naturalismo romántico”, “naturalismo idealista”, etc. En el fondo, con todos esos
nombres se intenta poner orden en la situación confusa creada por fenómenos artísticos que, a
diferencia de estilos anteriores como el Renacimiento o el Barroco, no permiten una
sistematización precisa.
El término en sí se remonta al romanz del francés antiguo; al igual que en castellano antiguo, se
empleaba para designar las “lenguas romances” frente al latín, el idioma culto. “Romances” fue
el nombre que, más tarde, se dio a las narraciones -en verso o en prosa- de las aventuras
caballerescas. En francés y en alemán, el nombre de roman se emplea, aún hoy, con el
significado de novela. En este sentido, romántico significa “como en un roman, como en una
novela”: un fantástico mundo de aventuras. En el siglo XVII nos encontramos con dos
acepciones de la palabra: cuando el inglés Thomas Baily emplea por primera vez el adjetivo
romantick, en 1650, lo hace para criticar la inverosimilitud de las ficciones novelescas. Sin
embargo, al mismo tiempo, “romántico” puede ser un término positivo para denominar los
cuadros de paisajes de Claudio de Lorena (1600-1682), Nicolas Poussin (1594-1665) y Salvator
Rosa (1615-1673). Al mundo de fábula y de ensoñación de las novelas se vino a añadir, por tanto,
lo “pintoresco”, lo “pictórico” de una reproducción de la naturaleza que subrayaba el
sentimiento.
En el siglo XVIII se pusieron de moda historias espeluznantes que se desarrollaban en la Edad
Media; se añadieron entonces al término nuevas connotaciones: lo tenebroso y lo estremecedor.
La excéntrica fantasía convirtió a esas novelas en obras de seductor suspense. En Francia, los
traductores de Shakespeare, Letourneur y Emile de Girardin, utilizaron en 1776 el adjetivo
romantique para caracterizar las cualidades emotivas de una escena. En sus Ensoñaciones de un
caminante solitario (1777), Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) otorgó definitivamente a este
concepto carta de ciudadanía francesa.
Desde entonces, el término se utilizará durante mucho tiempo como sinónimo de la materia
usual de las novelas: caballerosidad medieval y aventuras fantásticas. Novalis (Friedrich van
Hardenberg, 1772-1801) fue el primero en hablar de “románticos” en 1799: con ese nombre
designaba a los escritores de novelas. Novalis formaba parte de una generación joven de las
letras alemanas, que -hacia 1800- dio al término una dimensión completamente nueva. Es suya
la quizás más conocida definición del Romanticismo: “Dar a lo corriente un sentido sublime, a lo
cotidiano una apariencia misteriosa, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito un
semblante infinito”. A la pregunta de por qué lo que sólo vive en la nostalgia y en el recuerdo,
todo lo lejano, muerto y desconocido, tiene el encanto de lo idealizado, Jean Paul (1763-1825)
respondía diciendo que, de ese modo, se pone en movimiento la fuerza mágica de la imaginación
y comienza a divagar hasta el infinito. Fue, de nuevo, Novalis quien estableció una regla que
tuvieron en consideración también muchos pintores: “En la distancia, todo se vuelve poesía:
montes lejanos, seres humanos lejanos, sucesos lejanos. Todo se vuelve romántico”.
Por el contrario, el pintor inglés Joshua Reynolds (1723-1792), en un discurso pronunciado en la
Academia, denunció los cuadros que sólo expresan una idea vaga y que dejan de lado todas las
reglas, la ciencia y la erudición, tal y como las definió el arte de la antigüedad clásica. Atacaba así
a las formas prerrománticas, en favor de una claridad clásica que -en el sentido de la pedagogía
académica- tenía como objetivo perfeccionar al hombre, también moralmente. Desde ese
momento, se considera lo romántico como el paradigma de lo anticlásico: ya el hecho de extraer
sus temas del mundo medieval y del cristianismo europeo se contrapone al repertorio de
materias de la Antigüedad clásica.
En 1820, Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) hablaba de “clásicos y románticos en Italia,
combatiéndose duramente”. Según él, ser moderno no significa dejar de lado la formación
clásica, ni tampoco negar el ideario procedente de la Biblia. Sin embargo, la gran mayoría “se da
por satisfecha con llamar romántico a todo lo que es oscuro, necio, confuso e incomprensible”.
Tampoco se puede considerar “perteneciente a lo romántico” todo “lo que es patriótico y

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autóctono”. Goethe, a quien los alemanes consideran su escritor clásico por excelencia, pero al
que en el extranjero se le suele calificar de romántico, proporcionó con el Fausto el paradigma
de la unión -tantas veces buscada- entre un tema clásico y el entusiasmo por lo medieval, entre
claridad y ensoñación. No es casualidad que la primera traducción francesa del Fausto,
publicada en 1827, impulsara con vehemencia el romanticismo francés. A Goethe mismo, las
ilustraciones que hizo Eugene Delacroix (1798-1863) para esa edición le gustaron sobremanera,
por ser puramente “mefistofélicas”.
Las primeras, las más enfáticas y amplias teorías sobre el arte romántico que se desarrollaron en
el ámbito cultural alemán proceden de hacia 1800. Por este motivo suele afirmarse que los
alemanes fueron los inventores de este estilo, que esa mentalidad y posición artística se adecua
especialmente a la “idiosincrasia alemana”, como hizo el norteamericano Gordon Craig en su
libro The Germans (Los alemanes), una obra que despertó gran expectación al publicarse en
1982. Considera que la melancolía, una añoranza indefinida, la irrealidad, la exaltación y la
tendencia a sentimientos profundos, lo apolítico, la disolución del yo en las misteriosas fuerzas
de la naturaleza y de Dios, un pesimismo que acaba por impregnarlo todo y una obsesión por la
muerte son síntomas de una alianza enfermiza. Algunas de estas afirmaciones son correctas,
pero otras están sacadas de su contexto histórico.
El Romanticismo, aunque tuviera en Alemania un eco inmenso, fue sin duda un fenómeno que
se propagó por toda Europa en las postrimerías del siglo XVIII y en la transición sociedad
industrializada del siglo XIX. E incluso, superó las fronteras europeas para estimular la pintura
norteamericana de finales del XIX a crear una versión propia, en particular en la representación
del paisaje.
Por lo que se refiere a lo irreal, a la afición por lo lúgubre, lo malvado y lo tenebroso como
ingredientes del estado de ánimo romántico, también en la literatura y en el arte ingleses o
franceses se encuentran suficientes ejemplos, en ocasiones incluso más pronunciados, de lo que
se intenta caracterizar con el nombre de “Romanticismo negro”.
Muy significativa, en este contexto, es la interpretación que se hizo de la obra de Giovanni
Battista Piranesi (1720-1778). Piranesi fue un artista extravagante, extravagancia que culminó
en las imágenes de cárceles, sus Carceri (il. superior), espacios interiores que abrogan las leyes
de la lógica espacial y que, con sus instrumentos de tortura, hacen pensar en orgías de violencia.
Lo obsesivo de estas obras estimuló al escritor inglés Thomas de Quincey (1785-1859) a escribir
sus Confessions of an English Opium-Eater (1822), que causaron sensación en toda Europa e
influenciaron sobre todo el Romanticismo francés. Alfred de Musset (1810-1857) tradujo este
libro en 1828 e inspiró fantasías de miedo y la “estética del mal” en Charles Nodier (1780-1844),
Victor Hugo (1802-1885), Théophile Gautier (1811-1872) y Charles Baudelaire (1821 - 1867).

Inspiraciones del siglo XVIII


El ejemplo de Piranesi muestra la gran importancia del siglo XVIII para la gestación del
Romanticismo. Muchas de las materias de reflexión que se habían desarrollado entonces, se
retornaron hacia 1800 para crear una nueva cosmovisión filosófica y artística.
Por ejemplo, desde finales del siglo XVII y durante unas cuantas décadas del XVIII, a los artistas
e intelectuales -de Francia y de otros países-, les preocupaba hasta qué punto habían de atenerse
al ejemplo de la antigüedad clásica. Los representantes de lo “moderno” dudaban de la vigencia
de lo clásico. De esta restricción surgió no sólo una nueva evaluación de la cultura europea y
cristiana, sino que como consecuencia de ello, también se planteó un nuevo problema: ¿qué
nuevo parámetro debía ocupar el puesto de las normas clásicas?
En Inglaterra y Francia, la estética basada en valores inamovibles fue sustituida por una teoría
de la belleza, caracterizada por el gusto y el sentir individuales. La emotividad, el sentimiento de
cada artista y de cada observador del arte ocuparon el puesto decisivo. En último término, esto
significaba una comprensión psicológica del arte. Desde mediados de siglo hubo una tendencia a
tratar lo sensacional.
La desviación de lo normal y de lo ordinario conducen al campo de lo novelesco, como decía el

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filósofo Charles de Monstesquieu (1689-1755), al ámbito del suspense, a lo llamativo y
espectacular, que se resumió con el concepto de “interesante”. La espontaneidad artística, el
éxtasis creativo que desdeña genialmente todas las fronteras y que está en condiciones de
introducirse en el mundo de lo bárbaro, lo arcaico y lo exótico, se valoraron como nuevos
medios de experimentación estética.
El inglés Edmund Burke (1729-1797) acabó de allanar el camino de la estética del sobresalto
solemne del horror con fruición, con su A Philosophical Enquiry into the Origins of Our Ideas
of the Sublime and Beautiful (Indagación filosófica del origen de nuestras ideas de lo sublime y
lo bello, 1757), en el que trataba de fundamentar las artes plásticas en una teoría de pasiones
humanas. Desde entonces, las categorías de lo magnífico, de lo arcaico y bruto, de lo que
estimula los estados de ánimo extravagantes, oscuros y caóticos, e incluso lo escandaloso,
pasaron a introducirse cada vez más en el pensamiento europeo, hasta ser consideradas como
las fuerzas creadoras de las obras de arte realmente grandiosas.
En la misma época en que se publicó la obra de Burke, el concepto de lo pintoresco y pictórico se
convirtió en una palabra clave de la época. Al igual que los paisajes “románticos” de Claudio de
Lorena, de Poussin y de Rosa, también ese término se refiere al sentimiento, a estados
psicológicos, que se experimentan frente a determinadas materias, pero también frente a
aspectos formales. En 1795 se publican los Essays on the Picturesque de Uvedale Price; en los
umbrales del siglo XIX, Richard Payne afirma que lo pictórico se debe principalmente a la luz y
al color. De este modo, anticipa teóricamente la desintegración de los objetos en efectos de
colorido, que llevó a la práctica poco después William Turner (1775-1851) en acuarelas y óleos
que bien pueden considerarse románticos. Es decir, gran parte de lo que puso en marcha el
Romanticismo, hacia 1800 y después de esta fecha, estaba ya preparado desde hacía tiempo en
la teoría. Y lo mismo puede afirmarse de la praxis artística.
Por ejemplo, el jardín paisajista inglés, que había comenzado a desarrollarse hacia 1720 y que
oponía sus formas orgánicas de crecimiento aparentemente espontáneo al corsé geométrico del
jardín barroco francés, estuvo considerado desde un principio como toda una reserva para la
pintura. Por algo se componían sus vistas de acuerdo con los cuadros “románticos” de Claudio
de Lorena. Después de aparecer el librito de Burke sobre lo sublime, los jardines comenzaron a
llenarse de ruinas decorativas de capillas góticas, pagodas chinas y quioscos moros. El impulso
“sublime” a lo temporal y lejano en lo espacial, que caracterizará la pintura romántica posterior,
la afición por lo exótico y la añoranza de la Edad Media, caracterizan a estos jardines.
Incluso cabe decir aún más, el arquitecto de jardines William Chambers (1726-1786) describe
jardines del “terror” y de la melancolía, que se introducen directamente en la novela de
suspense: en ruinas arrasadas por un incendio e inundadas viven animales salvajes
hambrientos, hay instrumentos de tortura esparcidos por el suelo, se oyen los gritos de los tortu-
rados en las mazmorras; de volcanes artificiales manan nubes de fuego. Quien visita el parque
encuentra, en cuevas misteriosas, los cuerpos de cera de reyes famosos y de los criminales más
sangrientos de todos los tiempos, mientras que órganos acuáticos tocan una música
espeluznante. El paseante es maltratado no sólo visual y acústica, sino también físicamente por
terremotos artificiales, descargas eléctricas, aguaceros mecánicos y explosiones repentinas. Se
pretende que el paseo por el jardín se convierta en un espectáculo teatral lleno de suspense.
El neogótico inglés del siglo XVIII, estrechamente unido a los jardines, se convierte en una
autorrepresentación de los primeros clientes, de carácter romántico. Por ejemplo, Strawberry
Hill fue creado según las ideas de Horace Walpole (1717-1797), un coleccionista noble de arte,
autor además de una de las primeras novelas de terror de la historia: The Castle of Otranto
(1764). Para decorar su casa se inspiró en las catedrales y capillas funerarias góticas. Rodeó su
extravagante mundo privado con una misteriosa aura sacral de la Edad Media. El libro de
caballerías, cuya acción se desarrolla en la Edad Media, había encontrado así su escenario
concreto. Y esto sucedía aún más en el caso de Fonthill Abbey (1796-1807). También en esta
ocasión, el constructor, William Beckford (1759-1844), era autor de una novela de terror: Vathek
(1786). Planeada inicialmente como iglesia, galería de pintura y sepultura, este enorme complejo
de edificios de formas góticas pronto se convirtió en vivienda, en el que el hombre se pierde en
las exageradas dimensiones de las salas y se estremece entre las escaleras abismales.

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Entre los fenómenos del siglo XVIII que pueden incluirse en una prehistoria del Romanticismo,
hay que citar, en segundo lugar, los cambios experimentados en el modo de sentir lo lejano y lo
extraño. Estos cambios afectan, en primer lugar, a Italia, el país en el que desde siempre se
concentra la nostalgia europea. Hacía ya dos siglos que los jóvenes de la alta sociedad
acostumbraban a viajar a Italia para ampliar sus conocimientos con los testimonios de la
antigüedad y con el arte renacentista. Además del interés formativo de estos viajes, en el siglo
XVIII se apreciaba también, cada vez más, un deseo de cultivar estados de ánimo, sentimientos
y emociones. Ahora pretendían gozar también de la belleza del paisaje italiano. Sobre todo, los
ingleses iban acompañados de acuarelistas que plasmaron lo que veían en cuadros expresivos.
Desde Burke y desde su palabra mágica de lo sublime centraban cada vez más su atención en los
paisajes que conocían durante el viaje y que se caracterizaban por sus especiales cualidades
pictóricas, y por una singular mezcla de horror y fruición. Mientras que los Alpes suizos, el
paisaje sublime por antonomasia, ya habían sido objeto de un cuadro de William Pars (1742-
1782) en los años sesenta, Lord Byron (1788-1824) hizo del Rin y de Venecia la quintaesencia
del paisaje romántico; verdaderas oleadas de turistas siguieron sus huellas. El escritor Byron se
convirtió, para los intelectuales artistas jóvenes, en el símbolo de la melancolía romántica; con
sus viajes a Albania y a Grecia, donde se sumó a las guerras de liberación contra los turcos,
encarna además el anhelo por lo más lejano aún, por lo todavía más exótico, un anhelo
igualmente anclado en el siglo XVIII.
En Alemania, hacia 1770, Johann Gottfried Herder (1744-1803) intentó acercar Oriente;
Friedrich Schlegel (1772-1829) asumió ese enfoque y afirmó en 1800 que “lo romántico más
sublime” ha de buscarse en el Oriente -entendiendo como tal el norte de África y toda Asia-. Por
otro lado, se entusiasmó con los relatos de viaje de Georg Forster (1754-1794), quien acompañó
al capitán Cook en una expedición a los mares del Sur, realizada entre 1772 Y 1775. En Francia,
los héroes de las novelas del Abbé Prevost (Manon Lescaut, 1797) y Bernardin de Saint-Pierre
(Paul et Virginie, 1788), hastiados de la civilización, viven sus aventuras en el Nuevo Mundo, del
mismo modo que también René, el héroe romántico de Chateaubriand (1768-1848), tendrá
como escenario de aventuras la América francesa (René, 1802).
Por último, hay que mencionar también el nuevo papel que desempeña la pintura de paisajes.
Las teorías artísticas de épocas anteriores habían devaluado este género por no estar a la altura
de las aspiraciones clásicas, que sólo era capaz de cumplir el cuadro de historia. En los estudios
académicos, este juicio siguió siendo válido hasta bien entrado el siglo XIX.
En el siglo XVIII, que -con Rousseau, Denis Diderot (1713-1784) y Friedrich Schiller (1759-
1805), entre otros- sintió que el hombre se distanciaba de la naturaleza, el concepto de paisaje
cambió completamente. Ahora lo que se consideraba digno de estimación de un paisaje era lo
subjetivamente expresivo, lo que no permite reducirse a reglas. Burke consideró el paisaje como
el campo de acción de lo sublime; en este momento comienza a atraer la atención la naturaleza
salvaje e irrefrenable, los pantanos escoceses y las cadenas montañosas de los Alpes… o también
escenarios dramáticos, lugares donde se desarrollan escenas terribles. Éste es el sentido que el
francés Claude-Joseph Vernet (1714-1789) da a sus tormentas y naufragios. Philippe Jacques de
Loutherbourg (1740-1812), natural de Estrasburgo, parte de los temas de Vernet para, por
último, trasladar los efectos sensacionales preferentemente a los paisajes industrializados de
Inglaterra (il. Superior). Gran parte de los pintores románticos alemanes e ingleses posteriores a
1800, y también el romanticismo norteamericano del siglo XIX, elevaron el paisaje a tema
preferido, el más cargado de simbolismo.

A la cabeza: la literatura y la filosofía


En muchos aspectos, el Romanticismo recurrió como hemos visto, al rico material del siglo
XVIII; ahora bien, no lo continuó simplemente, sino que elaboró una nueva visión del mundo.
Ésta se anunció por primera vez en 1800 en la literatura y la filosofía alemanas.
En sus comienzos se encuentran el Torquato Tasso (1790) de Goethe y el Ardinghello (1787) de
Wilhelm Heinse (1746-1803), fantasías italianas llenas de añoranza prerromántica. En las
Efusiones sentimentales de un monje amigo de las artes de Wilhelm Heinrich Wackenroder

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(1773-1798) y las Caminatas de Franz Sternbald de Ludwig Tieck (1773-1853), Italia ya no es el
país del arte clásico, sino de las iglesias, palacios y museos, la sede del Papado y el centro de la
cristiandad. Especialmente importantes para la génesis de las ideas románticas fueron la novela
Enrique de Ofterdingen (1802) y el ciclo lírico Himnos a la noche (1800), obras las dos del
joven Novalis. Las novelas de terror no sólo continuaron en la literatura trivial, sino que
también experimentaron una sucesión genial en la realidad esquizofrénica de un E.T.A
Hoffmann (1776-1822).
Entre 1799 y 1801, Tieck tradujo el Don Quijote de Miguel de Cervantes, “la perfecta obra
maestra del sublime arte romántico”, como diría poco después August Wilhelm Schlegel (1767-
1845). Schlegel se interesó, además, por la literatura italiana de los siglos XIV a XVI. Pero sobre
todo tradujo, a partir de 1797, las obras de Shakespeare, con lo que introdujo al gran
“anticlásico” inglés en el canon romántico. Toda Europa, pero especialmente Alemania, acogió
impaciente el Ossian, la gran sensación literaria de la segunda mitad del siglo XVIII; aunque
pretendía ser considerado como un antiguo poema gaélico, se trataba en realidad de una
falsificación del escocés James Macpherson. El Ossian venía a complacer el entusiasmo
romántico por todo lo lejano en el tiempo, como se manifestó en el interés por la Edad Media
alemana: por la canción de Los Nibelungos y por la poesía cortesana de la época Staufen. A este
mester de juglaría vino a añadirse el mester de clerecía: los maestros cantores de, por ejemplo,
la Núremberg de un Hans Sachs (1494-1576) Para Tieck y Wackenroder, lo “alemán” de la época
de Durero se unía armónicamente con lo “güelfo”, con la Italia del Renacimiento, con la poesía y
con la pintura de Miguel Ángel (1475-1564) y de Rafael (1483-1520).
Considerando en su conjunto, se escribía o transformaba una literatura que subraya la
embriaguez por el sentimiento, los cuadros de impresiones ante paisajes de viaje, lo mismo que
la abolición subjetiva de las reglas clásicas. La necesidad de crear contextos universales se
manifestó en el recurso a las épocas y culturas más dispares y, sin embargo, al subrayar el
cristianismo se tenía lo actual en el punto de mira; al dirigirse al pasado autóctono se atendía
también a la conciencia nacional. Este último aspecto se pone especialmente de manifiesto en
los cuentos eruditos, así como en las colecciones de cuentos y de canciones populares de la
época. Los dos campos estaban predestinados a convertirse en un depósito de fantasía
romántica: abrían un mundo de maravillas, pero también de lo tenebroso y del horror. Los
cuentos que, por ejemplo, recopilaron los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm (1812) buscaban
sacar a la luz las fuentes secretas del alma del pueblo alemán.
La literatura desempeñó ese papel de catalizador también en otros países europeos: en
Inglaterra existió, desde el siglo XVIII hasta muy entrado el XIX, una tradición ininterrumpida
de novelas de suspense, que culminó en las obras de Jane Austen (1775-1817), Mary Shelley
(Frankenstein, 1818) y, por último, en las del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849).
Desde el siglo XVIII siguieron notándose también las consecuencias del Ossian, del Paraíso
perdido y del Paraíso redescubierto (1667) de John Milton (1608-1674), así como de los
Pensamientos nocturnos (1742-1745) de Edward Young (1683-1765). El prólogo que William
Wordsworth (1770-1850) escribió en 1798 a las Baladas líricas de Coleridge se considera como
el comienzo del Romanticismo inglés, por presentar la naturaleza como imagen positiva opuesta
a la sociedad.
En la Francia posterior a la Revolución, la de la era napoleónica hacia 1800, surgieron versiones
propias de lo Romántico. Un enfoque similar al alemán vino dado por Chateaubriand, en 1802,
al publicar El espíritu del cristianismo o Las bellezas de la religión cristiana, de la que
formaban parte las novelas Atala y René. Chateaubriand reinterpreta el cristianismo sobre una
base estética. Con fragilidad típicamente romántica se funden la fe y la duda, la esperanza y la
melancolía, el entusiasmo por una vida universal y el miedo ante los abismos del alma.
El libro de Madame Germaine de Staël (1766-1817) sobre Alemania, que se publicó en Londres
en 1813 y, tras la caída de Napoleón, en 1814, también en París, dio a conocer en estos dos países
la filosofía y la literatura del Romanticismo; a los franceses les recomendaba abandonar su ya
trasnochado Neoclasicismo.
En Jena se publicó entre 1789 y 1800 la revista Athenäum, que puede considerarse como el
primer y más claro manifiesto del Romanticismo. En la revista colaboraban, además de literatos,

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algunos filósofos como los hermanos Schlegel, Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), Friedrich
Wilhelm Schelling (1775-1854) y el teólogo protestante Friedrich Schleiermacher (1768-1834).
Su principal objetivo era sustituir la imagen científico-empírica del mundo por una visión
“poética”: el presente carece de una mitología cuyos símbolos y elementos pudieran ilustrar lo
que no puede comprenderse racionalmente, es decir, lo que sólo puede surgir del seno del
idealismo. Así, la historia moderna desembocaría en un verdadero reino de Dios en el mundo,
un reino que precisaba trasladar las formas externas y confesionales de la religión a la
conciencia del alma individual. Sólo el yo creador puede avanzar adecuadamente hacia el
infinito; en ese proceso, corresponde a la naturaleza un importante papel mediador. August
Wilhelm Schlegel comparó el diálogo mudo entre el observador y la naturaleza con la comunión,
y ciertos teólogos protestantes asimilaron la experiencia de la naturaleza a la experiencia
sacramental. También el arte se acercó al ámbito de la religión: toda la creatividad y el
pensamiento humanos deben conducir a una revolución de la vida y proclamar la libertad del
sujeto con todas las consecuencias entre omnipotencia triunfal y abandono impotente.
Precisamente de esa contraposición surge, según esta teoría, la elevación del hombre sobre sí
mismo. El cambio y las alteraciones, la abolición de normas y la difuminación de los límites se
convierten en el programa del Romanticismo. Las contradicciones y las crisis existenciales no
han de verse como algo negativo, sino como un elemento creativo que fomenta lo “progresivo”
(Schlegel), el eterno devenir. A pesar del planteamiento positivo de este programa, su sublime
objetivo conllevaba también el peligro de un absoluto tedio de la vida.
Jean Paul dio a esta sensación el nombre de “melancolía de la vida”; pero ya antes,
Chateaubriand y Lord Byron habían creado figuras literarias que personificaban esas
características y que se convirtieron en el mito romántico, en el mito moderno.
El Romanticismo se consideraba a sí mismo como la nueva mitología de la Europa moderna,
una especie de resumen y continuación “progresiva” de lo que había pensado y creado Europa
desde la Edad Media cristiana para emancipar al ser humano, para darle una patria, en un
momento en que las revoluciones política e industrial daban un sello de auténtica urgencia a la
pregunta por el sentido de la vida.
A pesar de toda su “melancolía vital”, al menos en sus comienzos y en sus mejores obras, el
Romanticismo no ha de identificarse con sentimentalismo; al contrario, se apoya en el
optimismo que acompaña una nueva época, en el idealismo que deseaba elevar a un plano nuevo
y pionero una vida integral formada por la religión, la filosofía, la política, el arte, la psicología y
el destino individual. Este objetivo universal permite comprender que los románticos tomaran
prestados continuamente elementos de épocas pasadas y, sin embargo, llegaran a resultados
completamente distintos. Sólo cuando sus ideales fracasaron contra la realidad política y
económica, el Romanticismo se transformó -en muchas ocasiones- en un intimismo falto de
compromiso.

Algunos principios de la pintura romántica.


Su programa se basaba en el cambio en sí, lo que explica por qué existe una literatura, una
música y una pintura (incluido el dibujo) románticas, pero no arquitectura ni escultura del
Romanticismo. En Enrique de Ofterdingen (1802), Novalis creó el símbolo erótico de la flor
azul, que pronto se convirtió en el mito de la melancolía y la añoranza de países lejanos: el color
azul, sinónimo de la noche, de los sentimientos suaves y nostálgicos. La pintura es el medio para
expresar lo ilimitado; desde la Teoría de los colores de Goethe, los artistas estudian una y otra
vez el simbolismo de la luz y los colores. En este contexto hay que destacar especialmente a
Philipp Otto Runge (1777-1810) y a Turner.
El predominio de la luz y del color hizo posible que los pintores románticos abandonaran en sus
cuadros el orden racional de la perspectiva central, a favor de un espacio indefinible que acoge
ideas universales. Caspar David Friedrich (1774-1840) creó el paradigma en su cuadro Monje
junto al mar, y Turner continuó este principio hasta un extremo que casi anuncia la abstracción
moderna.

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Es fácil de comprender que, en muchos países, en particular en Inglaterra y Alemania, el paisaje
se convirtiera en el tema preferido de la pintura romántica: en el paisaje, la naturaleza aparece
como escenario de fuerzas superiores. La infinitud del mar, el sublime mundo montañoso, la
vista panorámica hasta el horizonte lejano y la “soledad del bosque” -un término clave para el
Romanticismo alemán, acuñado por Ludwing Tieck en 1797- parecen simbolizar la divinidad de
la naturaleza elemental, que se refleja en el observador contemplativo. Pero también pueden
expresar el abandono y la soledad humana frente al universo. En último término, no se
representa a la naturaleza por sí misma, sino que refleja lo que sucede en el interior del sujeto.
Según Carl Gustav Carus (1789-1869), pintor e importante teórico, el objetivo de los cuadros de
paisajes era transparentar los estados anímicos del autor mediante los correspondientes estados
de la naturaleza. Por esto, Runge atribuyó al paisaje el puesto central en el arte futuro. Pero en
muchas ocasiones, los paisajes románticos desean plasmar la historia de la naturaleza y, en
general, procesos del devenir y desvanecerse, de ahí la enorme importancia de los ciclos de
paisajes que muestran el curso del día o del año, símbolos del ciclo natural; de ahí también que
en los paisajes aparezcan signos del pasado histórico: catedrales góticas, monasterios y castillos,
ruinas, monumentos megalíticos poblados de monjes, ermitaños y caballeros; y de ahí el estudio
geológico del paisaje representado, porque así se pueden ilustrar los procesos de génesis y
decadencia de la naturaleza, aunque este camino pueda conducir desde el Romanticismo a una
descripción del paisaje sobria y prosaica, nada romántica.
En este contexto resultan característicos los “cuadros de ventanas”, es decir los paisajes vistos a
través de ventanas o de puertas abiertas. Carus introduce dos de sus Nueve cartas sobre la
pintura paisajística (1831) con una sugestiva descripción de un espacio interior, que bien puede
remitir al Fausto de Goethe (II, 2° acto): “lo que es artificial exige un espacio cerrado. Al natural,
ni el universo le basta”. La tensión entre la amplitud del paisaje exterior y la intimidad del
interior refleja extraordinariamente la “apariencia de infinitud” en lo finito que había
reivindicado Novalis.
En la Mujer en la ventana de Caspar David Friedrich (1822) -según se ha interpretado-, el
oscuro interior simboliza la estrechez del mundo terreno, al que llega la luz a través de la
apertura a lo supraterrenal. La otra orilla del río que fluye por debajo de la ventana significa el
más allá, en un sentido religioso; mientras que los mástiles del barco que pueden verse en la
ventana reinterpretan de un modo cristiano el motivo antiguo del río que separa el mundo de los
infiernos y que cruza Caronte en su balsa. Al margen de que se hayan planteado serias
objeciones contra esta interpretación puramente teológica, no se puede dudar de que aquí se
representa el aislamiento del ser humano frente a la naturaleza. En el espartano aposento, con la
estructura lineal o enrejado, la figura que aparece de espaldas -la mujer del artista- parece como
si estuviera encerrada. Sólo está abierto el elemento central de la ventana inferior; la luz que
penetra por él y por el acristalamiento de la ventana superior resalta vigorosamente la clara
amplitud del cielo y de la naturaleza.
En su cuadro Caspar David Friedrich en su estudio, Georg Friedrich Kersting (1785-1847)
muestra al retratado delante del caballete, reflexionando mientras se apoya en una silla. El
lienzo que está pintando queda fuera del alcance del observador. Lo que le ha movido
interiormente a pintar sólo puede presentirse en su mirada ausente. Una de las ventanas del
sencillo interior está herméticamente cerrada, la otra tiene los postigos inferiores echados; sólo
en la parte superior se abre dejando ver un cielo azul grisáceo.
El pintor que no sea capaz de ver un mundo en sí mismo, es mejor que deje de pintar, dijo
Friedrich. Así trabaja con la ventana cerrada y crea el mundo desde su interior. El exterior sólo
aparece en una pequeña sección, mostrándose como la imagen de lo que quiere plasmar: una
existencia superior en la que se sumerge el alma.
Un estilo que ha hecho del cambio continuo su lema, que pretende llegar hasta lo desconocido,
lo que aún apenas se ha sondeado, diferirá necesariamente de una artista a otro, de un país a
otro. Por tanto, es de gran importancia observar las características del Romanticismo
estudiando los diferentes países y pintores.

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La pintura alemana
En Alemania, los románticos asumieron pocas cosas de la pintura del siglo XVIII. En el sur de
Alemania y en las regiones alpinas dominó hasta después de 1770 el Rococó, que conoció su
último punto culminante en el arte religioso. En otras regiones se difundió, a finales de siglo, un
Neoclasicismo importado de Francia, en ocasiones mezclado con trazos que expresan estados de
ánimo. En este contexto hay que mencionar, sobre todo, a Asmus Jakob Carstens (1754-1798),
quien -renunciando al color- creó composiciones inspiradas especialmente en Miguel Ángel, que
en ocasiones evocan características sentimentales. Sin embargo, no sería exacto denominarlas
románticas, pues el Neoclasicismo europeo siempre había conocido corrientes que evitaban toda
pedantería académica y que presentaban el vocabulario formal clásico sin renunciar a los
sentimientos.
Por este mismo motivo resulta problemático asociar los paisajes “heroicos” del tirolés Joseph
Anton Koch (1768-1839) con el Romanticismo… problemático, pero no imposible, pues como él
mismo dijo, siguiendo el espíritu romántico: “El alma creadora ha de asumir los detalles más
nimios para crearlo todo desde su propio interior, como de una pieza, bajo el relámpago de la
fantasía idealizante”.
En el Paisaje heroico con arco iris, cuya versión de 1815 la adquirió la Academia de Munich por
considerarla como modelo de pintura paisajista -que en esas escuelas de arte suele ser
despreciada-, Koch demuestra la inexistencia de límites fijos entre el Neoclasicismo y el
Romanticismo. Este cuadro lleva al observador a un mundo remoto y desaparecido, de pastores
y pastoras. Desde el primer plano, la mirada vaga a lo largo de líneas claras de composición,
pasando por matorrales y suaves valles fluviales hasta llegar a riberas soleadas y montes
quebrados, en cuyas pendientes se extienden ciudades antiguas y medievales, imágenes ideales
de una vida en comunidad. El arco iris, símbolo de la gracia divina, une el cielo y la tierra, las
formas de vida clásica y cristiana, formando una unidad cósmica armónica. Friedrich Schiller
dijo en este contexto que el sentimiento del pasado se une al presente melancólica y dulcemente.
Por otro lado, con su posterior obra Las cataratas de Schmadribach, Koch da muestra de una
fidelidad en los detalles que impulsó no tanto la pintura romántica como las corrientes
naturalistas del siglo XIX.
Para los románticos, el modo más fácil de abordar la pintura era continuar las huellas que había
dejado lo “sublime”, en particular los paisajes montañosos bellos y lúgubres. El suizo Caspar
Wolf (1735-1798), que trabajó algún tiempo con Loutherbourg en París, pintó paisajes que, con
su irrealidad, evocaban lo romántico.
En 1798, Friedrich Schlegel incluyó entre las mayores tendencias de la época la filosofía de
Fichte, que impuso como parámetros el yo autónomo, el Wilhelm Meister de Goethe -esa novela
pedagógica con sus viajes de descubrimientos al alma- y la Revolución Francesa. Los
intelectuales de una Alemania fragmentada en pequeños estados, que aún usaba el pomposo
título de Sacro Imperio Romano, de una Alemania feudal, sin capital ni centro cultural, sin
burguesía responsable políticamente y sin industria, vieron en la Revolución Francesa de 1789 la
oportunidad de un nuevo comienzo, no tanto político como, sobre todo, intelectual.
El ciudadano emancipado se uniría -creían- a los de otros países para formar la burguesía
mundial, bajo el signo del intelecto y de la romántica abolición de fronteras. Schlegel consideró
como un objetivo revolucionario el instaurar el Reino de Dios; para él, significaba el comienzo
de la educación progresiva y de la historia moderna.
Pero pronto quedaron decepcionados de los resultados de la Revolución. Las guerras de
liberación contra Napoleón no favorecían el pensamiento político universal, sino que
fomentaban el nacional. Con todo, entre los prerrománticos éste seguía unido al deseo de una
emancipación de la burguesía y a un planteamiento vital nuevo y progresivo, por ejemplo,
cuando Schleiermacher, en 1807, asoció el movimiento neoprotestante con el resurgimiento
nacional.
Aunque la habitual división del Romanticismo alemán entre el protestante del norte y el católico
del sur sea exteriormente correcta –en la pintura del sur de Alemania dominan los temas
católicos y un cierto carácter conservador-, los pintores del norte de Alemania se consideraron

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vinculados no tanto al protestantismo, en el sentido de un dogmatismo confesional, como a una
religiosidad que quería ser universal, es decir humana, en el sentido anteriormente expuesto. En
este contexto resulta significativo que la Cruz en las montañas de Friedrich, después de varios
cambios, acabara destinándose para la capilla de palacio de un noble católico, sin que el artista
ni el liberal comprador tuvieran inconveniente en hacerlo, como le reprocharon algunos
contemporáneos, y como siguen haciéndolo algunos investigadores modernos. Es cierto que era
romántico, pero un romántico que tenía los ojos abiertos a su tiempo y al medio ambiente. No es
tampoco nacionalismo alemán lo que hizo que Friedrich odiara a los franceses, sino el
convencimiento de que Napoleón había traicionada la revolución -claro que la visión que los
románticos tenían de ésta estaba muy idealizada- y que había humillado a Alemania. Los
bloques de rocas, las rocas erráticas, los robles, abetos y píceas adquieren un nuevo valor en la
pintura de Friedrich: se convierten en símbolos de lo alemán, en alusiones ciertamente ocultas,
pues siempre había que prever la censura francesa. Sin embargo, no aceptó la llamada a las
armas, llamada que siguieron con gran entusiasmo sus amigos los artistas y poetas Kersting,
Theodor Körner (1791-1813), Friedrich de la Motte Fouqué (1777-1843), Philipp Veit (1793-1877)
y Ferdinand Olivier (1784-1841). Se consideraba demasiado viejo para hacerlo, pero se hizo
cargo de parte de los gastos del regimiento de voluntarios que se reclutó contra Napoleón.
El ejemplo de Friedrich convirtió a Dresde en uno de los centros más importantes de la pintura
romántica: para Johan Christian Clausen Dahl (1788-1857), Carus, Kersting, Ernst Friedrich
Oehme (1797-1855) y muchos otros, el tema principal de sus cuadros era el paisaje, en el que las
potencias del alma, la omnipotencia cósmico-divina y la utopía confluían en un futuro armónico.
Philipp Otto Runge, pintor que trabajaba en Hamburgo, proporcionó la fundamentación teórica
más amplia de la nueva pintura, la romántica, y declaró que el paisaje era su objetivo más noble.
Para Runge, el paisaje no era sólo la composición en un cuadro de una escena natural, sino la
revelación por el sentimiento. Por lo tanto, el rostro de una persona, o una escena de figuras,
también podían convertirse en un “paisaje de sentimientos”. Por esto, los colores puros eran
para él símbolos de una ilimitada inspiración divina del universo, que se extiende entre la luz y
las tinieblas. Runge desarrolló imágenes alegóricas, cuyo panteísmo se refleja especialmente en
“Los momentos del día”, concebidos en 1802/03. Este ciclo fundía motivos cristianos y
mitológicos, plantas y paisajes en una composición ornamental, símil de la vida humana.
Obviamente, el arte intelectual de Runge, frecuentemente místico, no creará escuela, a
diferencia del simbolismo más sencillo de Friedrich.
Los nazarenos, la rama católica del Romanticismo alemán, pretendían basar el arte nacional que
perseguían en tradiciones cristianas medievales. Para desarrollar -frecuentemente de un modo
sentimental- sus tremas nostálgicos y políticamente conservadores, preferían la forma cerrada y
lineal. La prehistoria comienza en 1809, cuando algunos estudiantes, insatisfechos con el
Neoclasicismo que se enseñaba en la Academia, fundaron en Viena una “orden”, la primera
comunidad de artistas, inspirada en el culto a la amistad del Romanticismo. Tomaron el nombre
de hermanos de Lucas, según el evangelista San Lucas, patrón de los pintores.
Las condiciones para ser admitido en la hermandad eran el rechazo de las normas académicas y
la observancia de principios éticos y religiosos. En 1810 se trasladaron de Viena a Roma, donde
se establecieron en el monasterio secularizado de S. Isidoro. Al círculo inicial formado por
Johann Friedrich Overbeck (1789-1869), Franz Pforr (1788-1812) y otros, se añadieron durante
los años siguientes más artistas como Peter von Cornelius (1783-1867), Wilhelm von Schadow
(1788-1862), Johann y Philipp Veit, Julius Schnorr von Carolsfeld (1794-1872) y Ferdinand y
Friedrich Olivier (1791-1859). Por su larga cabellera, con la raya en el centro, los romanos les
llamaron -no sin cierta ironía- “nazarenos”.
El hábito era expresión de su programa: en Roma no buscaban la antigüedad clásica, sino la
“sacra” Edad Media; los contemporáneos de Alberto Durero (1471-1528) y los pintores italianos
anteriores a Rafael, en particular Fra Angelico (hacia 1387-1455) y Perugino (hacia 1445-1523),
se convirtieron en el modelo para una renovación de la pintura penetrada de profundidad de
sentimientos y de un catolicismo popular. A éste carácter religioso se vino a añadir un
patriotismo “neoalemán”, supuestamente anclado en el sentir popular. Hasta 1830,
aproximadamente, encarnaron una forma de Romanticismo que -siguiendo una utopía

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retrógrada, el ideal del estado estamental medieval- combatió las ideas republicanas inspiradas
en la Ilustración y la Revolución Francesa. Los temas bíblicos y simbólicos, y los extraídos de la
historia antigua y del mundo mitológico alemanes, se presentaron con un estilo narrativo
ingenuo y popular, de bellas líneas.
El principal objetivo de los nazarenos era elevar la pintura mural, con esos medios, al rango de
un nuevo gran arte nacional. Pero sólo lograron hacerlo a una escala muy modesta: algunos
frescos en el Palazzo Zuccaro de Roma (1816/17), habitado por el Cónsul general prusiano
Bartholdy, y después en el Casino Massimo. Sólo Cornelius trabajó en obras monumentales
después de 1818, primero en Munich y a continuación en Berlín. No obstante, el ideal de
renovación de la pintura mural religiosa hizo que, entre las corrientes románticas alemanas,
fueran precisamente los nazarenos quienes despertaran el mayor interés durante algunas
décadas. Gran parte del interés cultural de los nazarenos reside en el redescubrimiento de la
pintura primitiva alemana, a la que se concedió un importante espacio en los museos, como hizo
por ejemplo Philipp Veit, desde 1830 director del Städelsches kunstinstitut.
Junto a las dos corrientes principales mencionadas había un buen número de artistas que
seguían en solitario los ideales románticos, o parte de ellos. Los dos más importantes fueron
Karl Blechen (1798-1840) y Carl Anton Joseph Rottmann (1797-1850). El primero comenzó a
pintar al estilo de Friedrich, pero a lo largo de su obra se dedicó a una pintura al aire libre más
realista y atrevida. Los paisajes ideales de Rottmann evolucionaron desde los comienzos
románticos hasta una monumentalización de lo pictórico, imposible de clasificar en un estilo
tradicional.
Después de la caída de Napoleón, Metternich inicia la Restauración en el Congreso de Viena de
1815; los Acuerdos de Karlsbad provocaron la “persecución de los demagogos” contra
universidades y periodistas sospechosos de intrigas revolucionarias. Las dos grandes potencias
alemanas -el Imperio Austríaco y el Reino de Prusia- se mantienen firmes en sus viejas
prerrogativas feudales y religiosas; entre ellas se extiende un auténtico mosaico de estados
pequeños, diminutos, de espíritu provinciano. Sólo con la revolución de marzo de 1848 -el
mismo año en que Marx y Engels publicaron su Manifiesto Comunista- se imponen, por breve
periodo de tiempo, las ideas parlamentarias.
Sin embargo, antes de marzo de 1848 -el periodo que se ha dado en llamar “Premarzo”- los
grandes objetivos nacionales y democráticos se habían paralizado, la burguesía estaba
resignada, sumisa; y se había refugiado en la estrecha vida doméstica. En 1848, Victor von
Scheffel (1826-1886) publicó la colección de poesías La tranquilidad del pequeño burgués y La
lamentación del bohemio en la revista Fliegende Blätter de Munich. Algunos años más tarde,
otro autor tomó de ellas el pseudónimo Biedermaier para fustigar el espíritu pequeño burgués
del Premarzo. La nueva “profundidad de sentimientos” impregna también la pintura de la
época, que no se caracteriza tanto por un estilo definido como por una postura intelectual. Lo
sencillo y lo modesto se exterioriza en composiciones carentes de patetismo, de pequeño
formato, para estancias privadas, representaciones de paisajes naturales y urbanos, que se ven a
través de pequeñas secciones a los que se añaden figuras de adorno. En los retratos, individuales
y de grupo, de sencilla y discreta dignidad, es donde la pintura de la época Biedermeier obtuvo
sus mejores logros.
Del Romanticismo se pasa al Biedermeier sin solución de continuidad, cosa que puede decirse
tanto de las escenas costumbristas en los estrechos espacios cerrados que pintó Kersing, como
de los paisajes y escenas mitológicas de Adrian Lundwig Richter (1803-1884) y Moritz von
Schwind (1804-1871). En ciertos cuadros que siguen teniendo muchos admiradores aún hoy en
día, Richter transformó el paisaje prerromántico, reflejo del estado de ánimo, y que incluye
acontecimientos cósmicos, en un “idilio de jardín”. En sus cuadros, la naturaleza rodea al ser
humano como un ornamento suave; domesticado: uno se siente a gusto en ella, es acogedora. La
tranquilidad es lo que priva: ¿dónde puede encontrarse mejor que “fuera”, en la naturaleza?
Más popular aún se hizo Schwind, tanto con los frescos que realizó desde 1832 para la Residenz
de Munich, como con los bocetos de acuarelas para el castillo de Hohenschwangau, para el
Wartburg de Turingia (desde 1853) y para la Ópera de Viena (desde 1866), y con los ciclos de
cuentos y óleos como Rübezabl, que pinto entre 1851 y 1859. Pero el pintor más popular del

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Biedermeier fue Carl Spitzweg (1808-1885), con sus anécdotas meditabundas que, a pesar de
todo su ambiente apacible, también son una caricatura de la pequeña burguesía. Los
extravagantes temas de la obra tardía de Spitzweg no deben hacer que se pierda de vista su
modo libre de aplicar el color, casi impresionista.
El programa romántico de un progresivo avance desde lo finito a lo infinito tenía como
consecuencia la renuncia a toda cosmovisión clásica, acabada; por el contrario, sus
composiciones eran tanto material como formalmente abiertas, lo que frecuentemente fue
tachado de misticismo por sus contemporáneos. El artista romántico se convirtió en muchas
ocasiones en una persona trágicamente marginal: el fracaso de los objetivos utópicos solía
expresarse en melancolía, en el culto a la amistad entre las pocas personas que compartían las
mismas ideas, en un refugiarse en la naturaleza solitaria. Sólo durante los dos o tres primeros
decenios del siglo esa postura alcanzó tal hipérbole existencialista: no obstante, en
prácticamente toda la pintura alemana del siglo XIX pueden encontrarse rasgos románticos,
tanto en el Biedermeier como en la pintura paisajista naturalista.
Durante el último tercio de siglo, volvió a articularse el Romanticismo con toda vehemencia. Son
dignos de mencionar los cuadros de Arnold Böcklin (1827-1901) plenos de melancolía, angustias
mortales y símbolos míticos.
También puede citarse el programa artístico de Luis II de Baviera, el “rey de los cuentos de
hadas”: siguiendo el espíritu de las óperas de Richard Wagner hizo decorar el palacio
neorrománico de Neuschwanstein con temas extraídos de las óperas Tristan e Isolde,
Lohengrin, Tannbäuser y Parsifal (desde 1868). El ambiente romántico no lo explica todo en
los palacios de Luis II, pero sí ilustra que se sumiera en mundos de ensueño, y ayuda a
comprender por qué ordenó que se destruyeran los palacios después de su muerte.
Ahora bien, esto no tiene ya nada que ver con el Prerromanticismo alemán de 1800 y con sus
dimensiones profético-políticas. El Romanticismo servía ahora para escaparse de una realidad
desencantada, para dejarse cautivar por lo exótico, como hizo cada vez más la burguesía de
nuevos ricos a partir de 1850: los salones se bañaron en una luz tenue, mientras que las cortinas
pseudo-orientales mantenían alejada la vida cotidiana; los recuerdos de viajes proporcionaban
los temas para el sueño y el escapismo del aburguesado, que se vinieron a añadir a las
reminiscencias de la Edad Media con sus castillos y ventanucos emplomados. En casa se seguía
soñando, pero la vida real se desarrollaba en las oficinas y las fábricas, en los cuarteles y
dependencias oficiales.

Gran Bretaña
Como ya se ha expuesto, los románticos ingleses del siglo XIX podían recurrir a una tradición
realmente densa de tendencias románticas en el siglo precedente. El jardín inglés era un arsenal
de lo pictórico y del sentimiento; con sus decoraciones exóticas correspondía a la añoranza de lo
lejano. Con los edificios y las ruinas neogóticas asociaba, en muchas ocasiones, los escenarios de
las novelas de terror, cuya tradición del gothic romance llegaría plenamente al siglo siguiente.
El Ossian, el Paraíso perdido de Milton y los Pensamientos nocturnos de Young: Inglaterra
había producido ejemplares literarios que, con su mitificación y demonización de materias
cristianas, con su sondear en las profundidades anímicas y melancólicas, se convirtieron en
modelos indispensables para todo el Romanticismo europeo. Shakespeare, al que tenían gran
estima muchos románticos, formaba parte de la herencia nunca cuestionada de Gran Bretaña, la
nación que podía presentar al propagador más importante de lo sublime: Burke.
La filosofía inglesa de comienzos del siglo XVIII, con el llamado sensualismo, abrió camino a la
penetración psicológica del arte y la cultura humanas.
Como en ningún otro país en esa época, en Inglaterra se produjo la transición del trabajo
manual a la producción en masa, con la división del trabajo. Pese a que en 1763 Adam Smith se
quejaba de que los trabajadores se embrutecían cada vez más, la revolución industrial ya no
podía detenerse; como consecuencia, las ciudades crecieron enormemente, y en ellas barrios de
chabolas y un proletariado que aumentaba a gran velocidad. Cuando más se embrutecía el

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mundo del trabajo y más inhumanas eran las condiciones de vida, tanto más vehementemente
se formaron en la literatura y el arte las fuerzas que, a la miseria y a lo prosaico, oponían el
poder de la fantasía y de la creatividad individual. Cuando, en 1771, el francés Philippe Jacques
de Loutherbourg se estableció en Londres y destacó pintando escenas naturales dramáticas, que
daban a las plantas industriales un efecto grandioso y lúgubre a la vez, expresaba la
demonización y romantización con la que muchos artistas hicieron frente a la nueva situación
en Inglaterra.
En un cuadro como El experimento de la bomba neumática, Joseph Wright of Derby (1734-
1797) resumió de modo ejemplar, en 1768, los objetivos de su época. El inventor, realzado casi
demoníacamente en el centro, acaba de hacer el vacío en un recipiente de vidrio. De su voluntad,
casi divina, depende que la paloma, que ya ha caído al suelo, sea devuelta a la vida. En los
espectadores de la escena nocturna se desarrollan, dependiendo de la edad y de la evolución de
sus sentidos, las más diversas reacciones: desde curiosidad y fascinación hasta preocupación y
duelo, desde la aceptación de las nuevas posibilidades científicas hasta su rechazo.
Una corriente caudalosa de imágenes de fantasía, fantásticas o, en una palabra, prerrománticas,
atraviesa la pintura inglesa del siglo XVIII. Entre estas obras pueden citarse los paisajes de un
Richard Wilson (1714-1782) y las obras de John Runciman (1744-1768) y de Benjamin West
(1738-1820), norteamericano que trabajaba en Inglaterra.
Johann Heinrich Füssli (1741-1825), pintor suizo que vivió en Inglaterra desde 1778 hasta su
muerte en 1825, ilustró obras de Dante, Milton y Shakespeare y, después de 1800, también la
saga de Edda, la canción de los Nibelungos y Undine, el cuento de Fouqué (1811). Es conocido
fundamentalmente por sus diversas versiones de La pesadilla, en el que toman forma lo irreal y
lo lúgubre. Los engendros y monstruos de la fantasía caracterizan su obra y llevan, en los
cuadros, a deformaciones de la forma clásica, así como a la renuncia de toda lógica espacial.
Con Füssli se ha hecho ya la transición a un romanticismo demoníaco, al igual que con las obras
de William Blake (1757-1827). Era Blake poeta y pintor; iluminó textos propios, y también
biblias y las obras de Dante, Milton y Young, con extraordinarias ilustraciones. Con razón ha
sido denominado el gran mitólogo y visionario del Prerromanticismo inglés. Las pasiones
creadoras y destructoras del alma humana, capaces de abrir el cielo y el infierno, eran las bases
dominantes de sus obras que -aun más que Füssli- rompían los esquemas convencionales.
En el campo de la pintura paisajística, la transacción del siglo XVIII al Romanticismo se hizo
por cauces más tranquilos, que primero subrayaban sólo el estado de ánimo sereno. Con sus
temas, plasmados en óleo o en acuarela, se creó un mundo opuesto a la revolución industrial, en
la que parecía haberse abolido el desgarramiento del hombre y la naturaleza.
El punto de partida en el siglo XVIII fue la moda que se impuso de finalizar la formación de los
jóvenes nobles y de la alta burguesía con un viaje por el continente, que les llevaba hasta Italia.
En muchos casos iban acompañados de pintores de acuarelas, cuyas series de imágenes
cumplían el mismo objetivo que las actuales fotos de los turistas. Los viajes para ver atracciones
pictóricas, pero también el nuevo interés por las regiones autóctonas, tuvieron como
consecuencia un avance incomparable de la pintura paisajística inglesa entre 1800 y 1840.
Entre artistas de este género como Thomas Girtin (1775-1802) John Crome (1782-1821),
Richard Parkes Bonington (1802-1828) o John Sell Cotman (1782-1842) destacaba John
Constable (1776-1837); sus descripciones naturales de pincelada suelta entusiasmaron a
Delacroix y a Théodore Géricault (1791-1824). Más tarde influirían también sobre los pintores
de Barbizon y aún sobre los impresionistas.
Pero el pintor más sobresaliente es William Turner; sus cuadros descompuestos en color y luz
fueron defendidos apasionadamente contra sus detractores por John Ruskin (1819-1900), el
teórico más importante del Romanticismo inglés, en su libro Modern Painters (1843). Turner,
miembro y profesor de la Royal Academy, se orientó en un primer momento por la pintura
paisajística clásica de Claudio de Lorena y por las reflexiones de Burke sobre lo sublime y lo
bello. En 1802 viaja por primera vez a Europa continental, a Suiza; dos años más tarde, abre una
galería propia y comienza a pintar óleos, acuarelas y dibujos cada vez más experimentales, hasta
el virtuoso refinamiento de su obra tardía. Siguiendo la Teoría de los colores de Goethe,

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desarrolló una reproducción revolucionaria de la luz y un colorido que se intensificaron hasta
llegar a estructuras impresionistas e incluso de carácter abstracto, como muestran sus cuadros
de Venecia de los años cuarenta. Turner consideraba la naturaleza ilimitada como enigma
irresoluble, que concibió como destino cósmico en una serie de escenas paisajísticas míticas.
Partiendo de los polos de luz y oscuridad, creó una equivalencia pictórica del devenir y
desvanecerse que -en su efecto visionario- superó en mucho toda la poetización del paisaje en el
Romanticismo.
Como en Alemania y en otros países, también en Inglaterra el Romanticismo tardío cayó, en
ocasiones, en una superficialidad exenta de compromiso o intentó compensar con
escenificaciones teatrales la falta de profundidad intelectual. Las composiciones de un John
Martin (1789-1854), que en su histrionismo recuerdan frecuentemente las películas
monumentales de Hollywood, son buena prueba de ello.
La pintura inglesa alcanzó relativamente tarde, con los prerrafaelistas, un impresionante
momento culminante de tendencias románticas. En los años veinte del siglo XIX, bajo la
dirección de Benjamin Robert Haydon (1786-1846), algunos admiradores de William Blake
fundaron una comunidad de artistas de vida retirada. Como los nazarenos alemanes, a los que
conocían, también ellos rechazaban el materialismo moderno y querían emular el ejemplo
religioso de la Edad Media, volviendo su mirada a la pintura italiana anterior a Rafael y al
Neogótico.
Así comenzó la hermandad de los prerrafaelitas, fundada en 1848 en Londres. En la protesta
antiacadémica se unieron, por ejemplo, John Everett Millais (1829-1896), William Holman
Hunt (1827-1910) y los hermanos William y Dante Gabriel Rosseri, para formar un grupo que
existió hasta 1853; aunque no eran miembros oficiales, también hay que clasificar en este grupo
a William Dyce (1806-1864), Edward Burne-Jones (1833-1898) y Ford Madox Brown (1821-
1893).
Todos ellos aspiraban a temas de gran alcance simbólico-social, que consideran formulados
ejemplarmente en las sagas y en la literatura en general de la Edad Media, en la Biblia y en
Shakespeare. Con todo, sus ideales no se agotaban en una vista al pasado, sino que moralmente
también se enfrentaron a problemas presentes. Frecuentemente, se revestían de ropaje arcaico y
alegórico al tratar temas sexuales y mórbido-psicológicos que eran tabú en la moral victoriana.
De este modo, sus cuadros adquirieron una nota inconfundible, con un colorido que recuerda la
vidriera gótica, con una precisión de detalles inaudita que, en su “hiperrealismo”, pretendía
surgir un simbolismo sutil.
Esa asociación poco convencional de contenidos sociales y estudiosos realistas de objetos y de la
luz fue propagada también por John Ruskin, el crítico más influyente de la Inglaterra del siglo
XIX; de ella se sirvió para defender a los prerrafaelitas contra los críticos de su tiempo. Las
obras de éstos han de clasificarse entre el sueño romántico, la ética ideal y una interpretación de
la realidad que tiende a lo surreal. Su realismo hasta los detalles, unido a estructuras de colores
intensos y ornamentales, se transfirió a las artes decorativas en la segunda mitad de siglo.
Brown, Burne-Jones, Rossetti y otros proporcionaron bocetos a la empresa de artes aplicadas
fundada por el utopista social William Morris (1834-1896), empresa que pretendía sustituir la
mercancía mecanizada en masa por obras de artesanía; al hacer hincapié en el ornamento, se
convirtieron en precursores del Modernismo.

La pintura romántica en otros países europeos


De lo dicho hasta ahora, se deduce que la pintura romántica tuvo sus principales centros, sin
duda, en Alemania e Inglaterra; es en el paisaje donde se manifestó más claramente la
disolución del yo y su fusión con el universo, como exigía la teoría. En Francia, el Romanticismo
adquiere un carácter peculiar, con predominio de la pintura de historia y de costumbres; en
ocasiones resulta muy difícil diferenciar estilos. Lo mismo suele suceder cuando se amplía la
visión a la pintura de otros países europeos.
Ahora bien, ese problema no se presenta en Escandinavia. El punto de partida del

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Romanticismo fue la Academia de Copenhague. A pesar de que Nicolai Abraham Abilgaard
(1743-1809) trabó amistad con Roma con Füssli y Alexander Runciman, de quines tomó ciertos
trazos subjetivos y deformaciones formales a favor de una expresión elevada, hizo que la
Academia se guiara fundamentalmente por los modelos neoclásicos. Y esa orientación es la que
siguió también Jens Juel (1745-1802), director de la Academia; sin embargo, en algunos
pequeños paisajes de 1800 adelantó el naturalismo que poco después se extendería en Alemania
por obra de, por ejemplo, Wilhelm von Kobell (1766-1856). La Academia de Copenhague
trasmitió a los alemanes Friedrich y Runge una formación, que éstos siempre estimaron mucho.
Aquí se establecieron las primeras relaciones entre ellos y el maestro indiscutido del
Romanticismo escandinavo, el noruego Johan Christian Dahl, que se estableció en Dresde en
1818, muy cerca de su amigo Friedrich, cuya influencia reconocía sin tapujos.
El Romanticismo belga, si es que se puede hablar de éste, se movió exclusivamente en el ámbito
de la pintura de historia. Su jefe de fila, Gustave Wappers (1803-1874), cuyas obras despertaron
gran entusiasmo, y no sólo en Bélgica, se dio por satisfecho con una provinciana concentración
en el pasado flamenco, mientras que, por ejemplo, los prerrománticos alemanes intentaron
conjugar la conciencia nacional con la historia universal. Un rasgo muy marcado fue su
imitación de Rubens; pero en esto le superaba aún Antoine Wiertz (1806-1865): su veneración
por Rubens adquirió un carácter casi patológico. También en los Países Bajos -por ejemplo, en la
obra de Wijnand Jaan Joseph Nuyens (1813-1839)- puede verse cómo las corrientes románticas
estaban estrechamente relacionadas con la pintura nacional barroca.
Resulta curioso que España e Italia se cerraran en general al Romanticismo. De esta manera,
este estilo adquirió un cierto carácter de corriente “nórdica”. En la transición del siglo XVIII al
XIX, España contó con uno de los principales maestros de la pintura europea: Francisco de
Goya. Sólo en sus comienzos es posible clasificar la obra de Goya dentro de un estilo: las
primeras pinturas son de carácter rococó; pero toda la obra posterior se caracteriza
precisamente por su autonomía. Goya no puede considerarse en absoluto romántico. Con todo,
el modo en que reprodujo, en sus óleos y grabados, la estulticia humana, la superstición y la
clerical estrechez de miras de sus compatriotas, la degeneración de la familia real, los bestiales
abismos que -en cada persona individual y en las masas fanatizadas- se descubren en la lucha
contra Napoleón, las visiones y pesadillas que, hacia 1820, plasma en la “Quinta del Sordo”, se
mueven en un campo que al menos era familiar al Romanticismo. Sin embargo, los puntos de
vista de Goya son demasiado implacables, demasiado amargos como para despertar únicamente
un estremecimiento. En comparación de su modo de ver el mundo, la “melancolía” romántica
resulta un ademán francamente superficial.
Pintores españoles como Leonardo Alenza (1807-1845) o Eugenio Lucas y Padilla (1824-1870)
explotaron a Goya como modelo y lo romantizaron, mientras que Francisco Lameyer (1825-
1854) estuvo influenciado por Delacroix, como marcó la pintura paisajística del Romanticismo
inglés a Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854).
Italia, uno de los países soñados de Romanticismo, también se mostró reacia a ese movimiento.
Por un lado, la herencia clásica -entre la que contaba también con poetas como Dante y Tasso,
que en otros lugares fueron considerados como “anticlásicos”- pesaba demasiado; por otro lado,
la pintura italiana de alrededor de 1800 había perdido, hacía ya tiempo, el rango internacional.
Con todo, las geniales primeras obras de Tommaso Minardi (1787-1871) funden un duro
realismo con sentimientos de melancolía. Francesco Hayez (1791-1881) mezcló sus cuadros
neoclásicos de figuras con trazos de un sentimiento cultivado. Éstos son, a grandes rasgos, los
polos del Romanticismo italiano, entre los que se movió también un Giovanni Migliara (1785-
1837). Los “puristas” con Luigi Mussini (1815-1888) a la cabeza, quienes -entre otras corrientes-
también se guiaron por los nazarenos alemanes, publicaron en Roma, en 1843, un manifiesto en
el que exigían una vuelta a la pintura del Quattrocento. De esta manera, ponen de manifiesto
que, en la Italia del siglo XIX, como en toda Europa, surgieron una y otra vez tendencias
románticas, que se mezclaron con las nuevas corrientes de cada momento.
El eslabón de unión entre Rusia y los centros de la pintura europea de historia Karl Paulovich
Brüllow (1799-1852). Con El último día de Pompeya creó una visión apocalíptica teatral, que
escritores como Alexander Puskin (1799-1837) y Nicolai Gogol (1809-1852) descubrieron con

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entusiasmo, pues -como muchos otros rusos- vieron realizada en esta obra la incorporación
tanto tiempo anhelada del arte ruso a los estándares internacionales.
Mientras que en Alexei Venetsianov (1780-1847) o Alexander Ivanov (1806-1858) aún pueden
encontrarse ecos monumentales, la pintura rusa, al margen de plasmar temas de historia,
pronto se dedicó a la representación naturalista de la vida diaria, que en ocasiones tiene rasgos
sentimentales, pero sin la disolución del yo propiamente romántica. De un modo similar a lo
que ocurrió en Rusia, también en Polonia los vacilantes inicios de una pintura romántica -habría
que destacar a Pjotr Michalowski (1800-1855)- se ven desplazados por el Realismo desde los
años treinta del siglo XIX.
Raden Saleh Ben Jaggia (¿1801? -hacia 1880), un príncipe de Java, estudió pintura en los Países
Bajos y viajó por Europa entre 1841 y 1846. Si al principio influyó sobre él Delacroix, en Dresde
le impresionaron Dahl y la escuela de Friedrich. Con su regreso a Batavia, algo de Romanticismo
viajó a esos parajes lejanos a los que -al menos con el pensamiento- se sintió tan unido.

La pintura romántica en Estados Unidos


Cuando, a comienzos del siglo XVII, los primeros puritanos emigraron de Inglaterra para
sustraerse de los conflictos religiosos de su país, no sólo pretendían colonizar el Nuevo Mundo,
sino también penetrarlo con sus ideas de historia de la salvación.
Buscaban erigir un Estado teocrático en Nueva Inglaterra, en la nueva Canaán, como ellos
decían. En su éxodo, la marcha por regiones inexploradas, en la fundación de un estado
teocrático en América, vieron un paralelismo con el caminar de los judíos por el desierto hacia la
“Tierra Prometida”. Nueva Inglaterra se consideraba parte de la historia cristiana prevista por
Dios; los colonizadores se atribuyeron el privilegio de ser un pueblo elegido, la fe en un posible
paraíso terrenal marcó sus ideas sobre el destino de América.
En este marco propagaron el presente en Estados Unidos como el punto de partida de un
progreso secular sin límites, ideas que se mantuvieron vigentes, aunque cambiara su expresión
exterior. La naturaleza salvaje y virgen se seguía teniendo por manifestación sublime de lo
divino. Se sumergió en una religión de lo sublime y, al mismo tiempo, se elevó a símbolo
patriótico. Esta circunstancia explica por qué también en Estados Unidos, a partir de 1800, el
paisaje se convirtió en el medio predilecto de la pintura romántica, en el símbolo de un nuevo
país -equiparado al paraíso terrenal-. El modelo frecuente de esos paisajes fueron los cuadros de
Claudio de Lorena con sus vistas idealizadas y su luz y colores “paradisíacos”.
La Arcadia de Claudio se transformó en una visión de América. Por eso, Thomas Cole (1801-
1848), procedente de Inglaterra y fundador de la Escuela del Río Hudson, en su Estudio sobre el
paisaje americano (1836), calificó el paisaje salvaje del Nuevo Mundo como creación divina. En
este sentido, un discípulo de Cole, Frederic Edwin Church (1826-1900), en Las cataratas del
Niágara elevó la maravilla natural al rango de símbolo de la energía política del pueblo y país
“elegidos”. Sus cuadros de Sudamérica evocan un paraíso exótico. Albert Bierstadt (1830-1902),
alemán de nacimiento, descubrió para la pintura el Oeste americano, son sus composiciones
romántico-visionarias.
La apropiación artística del “salvaje Oeste” o de los trópicos ha de entenderse también como
“escapismo”. Cuanto más destruyera la civilización las regiones de Estados Unidos
antiguamente primitivas, tanto más obligados a recurrir a reservas naturales exóticas se veían
los artistas, si querían seguir viviendo el sueño de la “tierra prometida”, si querían seguir
añorando la utopía romántica de reconciliar al hombre moderno con la naturaleza elemental.

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* Texto extraído del libro:
Wolf, Norbert. La pintura del Romanticismo. Colonia: Editorial Taschen, 1999.

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