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EL NUNCIO

PARA JOSÉ GRANÉS, in memoriam

PARA CARLOS AUGUSTO HERNANDEZ, por Picasso

Mientras caminaba, sentía el crujido de los restos de hielo en la acera. Pensó en la tranquilidad que
traen los años. Las pocas veces que miró a las alturas remontando el panal de infinidad de
ventanas y cúpulas y azoteas con pararrayos y antenas, un cielo más lejano por la altura de los
rascacielos empezaba a abrirse detrás de la espesura gris y lechosa. Disfrutaba el azul sereno y
límpido que se anunciaba y hacía consistente el frío del invierno. Ese helaje de acero congelado sin
vientos cortantes ni escarcha abrupta en el aire. El sentimiento de tranquilidad ocupó su atención
porque fue consciente de que no iba apresurado. No lo empujaba la idea de atender la rutina y
después sentirse libre. La verdad es que nunca conoció el horizonte de libertad que esperaba
después de cumplir los deberes. Ahora era distinto. Como si se hubiera alterado el orden de cuanto
le importaba. El ruido le llegó mitigado por el encierro: vapor de las cafeteras, algarabía de
metales, conversaciones solitarias, páginas de periódicos, la voz de urgencia falsa de las noticias en
el televisor y sus destellos contra los vidrios de la calle, el ronroneo seguido del timbre de las
registradoras. Era el café abierto veinticuatro horas cerca de su almacén.

(Al señor Lan le gustaba llegar de este lado. Ningún motivo especial. A veces efectuaba un rodeo
sin consecuencias en la distancia y se adentraba por callejones con gatos que restregaban el pelaje
contra los depósitos de las basuras. Otra verificación lo sorprendió sin sobresalto:

ninguna de las veces se había encontrado en la calle con alguien conocido. Se dio cuenta de que
atribuyó a los años la plácida manera en que había llegado al almacén.

Por un momento dejó divagar ideas sobre aquello que los romanos en los tiempos de Justiniano
describieron como negocio. Se sintió con argumentos para no llamar a su l almacén negocio ni
establecimiento. Se conformó con la indefinición de almacén y sin rencor aceptó que igualar no Es
democracia sino desconocimiento, haraganería, pereza en observar el entorno, el interno, la vida,
los sueños, el infinito de lo diferente.

Respiró hondo y se supo contento al hallar los motivos de su ánimo: había dejado atrás, sin percibir
con exactitud el momento, las ataduras de asumir la vida como una obligación, imperiosa, tirana,
que generaba culpas terribles por su incumplimiento. Se acuclilló y se sacó el guante de la mano
derecha para buscar las llaves. Con la izquierda enguantada acomodó el candado de bronce oscuro
que aseguraba el ojal de la reja de cobre tejido con la argolla de acero del muro. Rompió la tela de
hielo en la cerradura y manipuló con pericia el mecanismo, desobediente por la temperatura
ártica. Repitió la operación al otro extremo de la puerta. Eran siete metros protegidos por la
cortina metálica de rombos y detrás de la cual estaban las vidrieras sobre el antepecho de listones
de madera pintados de verde ocre. Se puso el guante para equilibrar la fuerza que iba a hacer.
Situado en el centro de la reja y con los dedos entre los alvéolos de cobre, la levantó. El polvorín de
escarcha le cayó encima y una vez que llegó a su altura la empujó hasta donde le dieron sus brazos
estirados.
Volvió a quitarse el guante para sacudir sus cabellos y se rió porque año tras año se había
prometido comprar un sombrero. Por un rato observó las vitrinas y pensó que ninguna vez se
había detenido a contemplarlas o dar la aprobación del arreglo mensual a su asistente: una mujer
de soltería constante que se graduó en artes en Yale.

La apreciaba. La querida señorita Munro, quien tomaba las vacaciones durante esta estación
helada. Ella no cambiaba de clima porque se iba a Canadá a visitar los familiares que le quedaban,
cada año eran menos, y a desayunar con puro syrup maple. Así recordaba ella su niñez de ardillas
en el jardín y venados en las calles.

Le gustó la disposición de los objetos en la vitrina. Sin reproche, se aseguró a él mismo que la
felicitaría cuando volviera. Nunca antes lo había hecho. Se disculpó al atribuir a la urgencia de las
obligaciones, a su presión incansable, al convencimiento de que los deberes se cumplen bien
porque es la única manera de hacerlo, esta omisión de la que hoy tomaba conciencia. Celebró que
los libros y manuscritos estuvieran en el mismo espacio de las lámparas marinas, de los destellos
en desuso de los faros, de las boyas extraviadas en el Pacífico, de las botellas con mensajes del
Báltico. En la otra vidriera, la que estaba a la derecha del paseante, vio los iconos viajeros, las
cruces de Bizancio, las astillas de la cruz del Gólgota, alguna manzana conservada en formol del
árbol del bien y del malo.

Empujó la puerta con el hombro y escuchó el tintineo de las figuras móviles en cerámica que
pendían sobre ella. Avanzó por el ámbito que él llamaba la edad de metal: campanas, espadas,
dagas, armaduras, cañones, linternas de navegación, brújulas de norte inalcanzable, mosquetes,
relojes, instrumentos de telegrafía, calderas de buques y de trenes, cofres sin abrir, astrolabios,
calderos de brujas, catalejos. Siempre lo sintió frío, aun en la semana de verano que abría el
almacén, por una obligación que él se impuso. Sabía que la gente de la ciudad se iba a los bosques
o a los lagos o a las playas. La masa en sandalias y pantalones cortos, sudorosa y agobiada, que
recorría con cámaras de fotografía y silbatos del guía las calles solas, no era su clientela. La palabra
clientela lo detuvo. Se negó a llamar a sus compradores clientes. Es distinto, reafirmó. Caminó al
fondo, su territorio preferido, donde tenía su mesa y el sillón confortable, y tomaba café. Cada año
lo cambiaba de grano después de haber estudiado sus características. Se ufanaba de haber
probado muchos a plena conciencia del gusto. Así lo explicaba a sus contertulios. Y ahora
preparaba uno cultivado por la tribu de los kogis, aborígenes sobrevivientes que entienden el
mundo como un terido de rueca que no puede detenerse, y viven en la sierra con nieve de
Colombia, un país que algunos confunden con Columbia y que su presidente llama Bolivia.

El señor Lan ninguna vez padeció apremio por conocer las tierras de las cuales venía su café
preferido. Investigaba en sus libros, en su atlas y en su mapamundi, y era suficiente. Hacer un viaje
por voluntad propia era para él una incomodidad. Recordó cuando sus padres arribaron a América.
Lo hicieron por voluntad forzada: guerras, amenazas, desplazamientos. La locura de un mundo que
piensa que todos deben ser iguales y destruye la diferencia.

Se quitó el abrigo, puso los guantes en un bolsillo y embutió la bufanda en una manga. Allí se
sentía bien. No sólo por la visión que tenía de quienes ingresaban.

Lo confortaban los libros, los pergaminos y el ambiente tibio de la calefacción. El espejo de Felipe
el Hermoso donde hallaba su imagen y lo hacía sonreír la travesura que un día se encontrara con la
cabeza adornada por la peluca real empolvada. Dispuesto a mirar la correspondencia, sobres,
paquetes pequeños, que había recogido al entrar, antes encendió el computador. Le gustaba por el
diseño y su contraste de líneas que invocaban el movimiento, la bendita seducción del
movimiento, sobre su mesa pesada de algún san Ambrosio o san Agustín y de la cual aún no se
decidía a despojarse por estar investigando su origen.

En la indiscriminada y abundante lista de mensajes del internet que fue borrando con paciencia,
aparecía de todo: saludos, ofertas, manifiestos de apoyo, ventas de ocasión, denuncias, consultas,
las matanzas de delfines en Finlandia y los avisos de la asociación de anticuarios que a veces
incluían advertencias de un robo, del intento de introducir falsificaciones de objetos o del hallazgo
de una carta extraviada de Vermeer de Delft. La intuición del señor Lan se sobreponía a la asepsia
electrónica y se entretenía poniéndola a prueba en este espacio que no dejaba de recordarle los
mensajes arrojados por los náufragos en una botella que se llevan las corrientes de los océanos del
planeta. Ahora que había dejado de agobiarse con los deberes impuestos por él se pondría, alguna
vez, a meditar en el significado de que alguien enviara un mensaje para muchos, y cómo se parecía
esto a la botella anónima que sobreaguaba en los días y las noches flotando en los altos y bajos de
las mareas y llegaba a cualquiera que no tenía cómo responder por la misma ruta en otro correo
semejante. Prefería la carta con destinatario. En ella era posible recuperar el rostro de quien la
recibía. Imaginarlo leyéndola. Verificar si el hilo de la comunicación sobrevivía a las ausencias o era
necesario reinventarlo, reconocerse otra vez, o aceptarse extraño.

En las líneas escuetas de un mensaje, leyó que quien escribía saldría de Buenos Aires tres horas
más tarde para Nueva York y le solicitaba una entrevista para mostrarle algo que suponía de su
interés. Al señor Lan le agradó la gentileza de que escribiera suponer y no esas palabras imperiosas
de sin duda es de su mayor interés que no pellizcaban su cultivada curiosidad y que cada vez que
las recibía las rechazaba por altaneras, lenguaje de chantaje.

La circunstancia que viniera de Buenos Aires le resultó indiferente. La misma indiferencia que si
hubiera leído Polonia, Bangkok, Manzanillo del Mar, Kingston, Jaén, Río IV. No era una tranquilidad
surgida del orgullo. Sabía que era la convicción de que si volver a la tierra de la cual él y sus
ascendientes fueron desterrados era imposible, no quería moverse más. ¿Por qué estar invadiendo
solares “ajenos”, incomodando?? Tantos filmes, documentales de televisión, periódicos y revistas,
cartografías en internet le bastaban para no asumir el inconveniente de moverse, de soportar las
sospechas discriminatorias y groseras de los aduaneros, las requisas desconsideradas, los
interrogatorios imbéciles.

Tenía bastante con el esfuerzo diario de enseñar a los vendedores de cachivaches que la
antigüedad no era un efecto simple y mecánico del paso del tiempo. Que era un valor distinto,
cuya importancia surgía del vínculo con lo humano. ¿Qué hacer con una plancha vieja de carbón si
desconocía la historia que le daba identidad, el esfuerzo de las manos, las telas que alisó? Pensó en
los chinos que pusieron las primeras lavanderías en esta ciudad de irlandeses e italianos, de judíos
y de orientales, de apaches borrachos y de africanos nostálgicos y dolidos. Y no se refirió a su
familia. Escribió un aviso breve: Lo espero en la tarde: Señaló el símbolo de enviar y oprimió el
mouse. Se burlo de quienes dicen digitar y agregó: Los dedos piensan.

Cuando recibió de Holanda el tubo con lentes que le vendió Lippershey, se dedicó a desarmarlo,
volverlo a armar, agregarle lentes, cambiarles la distancia. Probar las curvaturas: cóncava aclara lo
lejano, convexa aumenta lo cercano. Quería hacer otro por los beneficios que le habían ofrecido.
Los soldados de la república de Venecia tendrían entonces la ventaja de divisar en la lejanía y
prepararse para atacar de sorpresa a los ejércitos enemigos y a las embarcaciones de asalto de los
insistentes turcos.

Las primeras explicaciones sobre cómo lo lejano se veía próximo le recordaron con temor a un
pintor florentino que había nacido a finales del siglo xiv: Paolo di Dono, al que llamaban Uccello, y
quien se había quedado algunos años en Venecia. Muchas veces el matemático estuvo alelado y
con deseos de escribir la teoría de los prodigios que al comienzo consideró artilugios en El diluvio
universal que contemplaba en el Claustro Verde de Santa María Novella. Estudió los enredijos de
líneas, puntos y curvas, su obsesión por la perspectiva. Preguntó a los ancianos que encontraba
sentados en el puerto si sabían algo del tal Uccello. Sospechaba que, más que pintar pájaros,
perseguía el vuelo. Pintor, no gastes pólvora y tela y pinceles y colores en alas: hazlo volar. Pero no
logró descubrir su método.

El señor Galilei logró treinta aumentos en su catalejo y una noche, después de muchas
experiencias para ensayarlo, pensó otra vez en el misterio que guardaba Paolo Uccello y que lo
llevaba a pintar de noche. Sin deliberación y con descuido, tomó su anteojo y lo dirigió a la noche
despejada, más allá de la telaraña de aparejos, mástiles, cuerdas, banderas que se mecían al ritmo
del oleaje en el puerto del golfo, más allá de las nubes. Se le escapó la risa cuando dijo: Y más allá
de Aristóteles, desde acá, desde esa casa en Padua, con la mujer observándolo con cierta devoción
curiosa que no eximía las ganas de abrazarlo.

Como si tuviera una sonda de aire y de inmensidad se dedicó a tantear el cielo oscuro hasta dar
con la Luna. Esa noche arrojaba su resplandor de ceniza sobre la ciudad casi dormida, recorrida por
el sigilo tenso de amantes y mensajes clandestinos. Una emoción contenida lo embargó cuando
pudo establecer que ese objeto de luz no era liso, ni de divisiones perfectas entre la sombra y la
claridad, y una especie de viento. áspero la circundaba. Quién lo iba a creer, se preguntó. Miraba y
miraba: la parte clara y la parte oscura. Además de las manchas extensas que todos podían ver,
descubrió numerosas manchas pequeñas que se regaban por toda la superficie, en especial sobre
la parte más luminosa. Un pensamiento lo estremeció: conque la luna y los cuerpos celestes no
son perfectos e inmutables y hechos de éter o luz sagrada. La superficie de la Luna no es lisa, no es
uniforme, tampoco de esfericidad exactísima. Conque no son.

El señor Galileo Galilei se empeñó en determinar que sus sentidos no lo engañaban. Cuántas
noches pasaba en vela escudriñando el cielo y sus destellos. Hasta el agotamiento que era
derrotado por la exaltación. Apenas dormía cuando la noche se nublaba, pero soñaba con lo que
estaba mirando y se despertaba. El sueño más poderoso que el catalejo atravesaba las nubes. Esa
relación entre los sentidos y la realidad le trajo una vez más la curiosidad por el señor Uccello
mientras pintaba a santo Tomás hundiendo su dedo en la herida del señor Jesucristo. Ver. Sentir. Su
anteojo era quizá como el dedo del que quería creer, pero también saber. El señor Uccello no tuvo
suerte y nadie supo qué pintó: si la duda o la certeza; si la fe o la experiencia; si el asco suave de
una herida viva o la pared de piel reseca de una caverna. O quizá pintó el dolor y se olvidó de la
razón.
Sabía que mucho de lo que veía se veía por primera vez. Se apresuró a escribirle al dux de Venecia
y le explicó lo de la perspectiva, el principio de la fuga. En algún instante se inquietó por la
percepción de que él, el señor Galileo Galilei, no admitía el azar.

El inevitable azar no era asunto de la razón. Cuando su mente alegre quiso conducirlo a la pregunta
por las revelaciones, esas verdades sin antecedentes que se imponían con una fuerza desconocida
que expulsaba las dudas, las preguntas impertinentes, y que eran custodiadas por un poder
inclemente, la objetó. Un saber que venía de algún abismo de sus meditaciones lo protegía: no hay
que topar con la Iglesia. Lo recorrió un escalofrío que nunca antes había sentido y lo invadió la
sentencia que le habían contado que le dijo el padre inquisitore al maestro Bruno en el
interrogatorio del 2 de junio de 1592: O confiáis en el hombre, y declaráis mentira la palabra de
Dios; o confiáis en Dios, y os dejáis sacar por él del espantoso abismo que se llama hombre.

Por un breve instante se preguntó si Dios tendría contados las estrellas y los cuerpos celestes.
Avistaba muchas estrellas fijas que sin el anteojo no se veían. Encontró cuatro estrellas del orden
de las vagantes en torno a Júpiter. Eso le daba felicidad. Se dio cuenta de cómo noche tras noche
aumentaban sus hipótesis y las explicaciones a lo que veía. No pudo evitar una conjetura traviesa
que quiso olvidar enseguida: si el hombre es un abismo espantoso, ergo su Creador cometió una
imperfección en el plan divino.

Borró la irreverencia con la línea de frontera que trazó entre sus observaciones del mundo y
aquello que correspondía a los voceros de Dios. El solo se dedicaría a lo demostrable, las maravillas
que aparecen en el exterior y que si fueron previstas por Dios deben ser estudiadas por su criatura
predilecta. Y si acaso se aceptaba que esa criatura era un abismo espantoso, sería espantoso por su
vacío, y tendría que ser colmado de conocimiento, más preguntas, amor, belleza, para que ese
espanto se volviera ansias y deseos de inmortalidad y agotamiento del designio del Creador. De
otra manera, el abismo espantoso atraería como un imán más horror, crímenes, envidia,
esclavitud, guerras, despojos, traiciones. El espantoso abismo que se llama hombre.

La tarde de invierno instaló una luz de hielo que se filtró por las láminas de aluminio de la persiana.
El señor Lan dormitó un poco sin olvidar su cita. Cuando se levantó, pudo reparar en el mobiliario y
los objetos del apartamento que lo habían acompañado siempre y cuya disposición no cambió al
quedar viudo ni cuando los hijos se fueron. Tallas africanas. Utensilios de metal de la India:
religiosos y de uso doméstico. Un atril que había adquirido hacía cincuenta años en una carpintería
de barrio en Roma. Allí reposaba la Biblia que heredó de sus antepasados, abierta en algún pasaje
del Génesis desde que observó que los hoteles siempre ofrecían los Salmos. Pasaba del Génesis a
Salomón, y le bastaba. No había muchos libros.

Sobre la mesa de noche permanecía con igual constancia que la lámpara el libro que le dedicó Paul
Celan, en París, la semana en que se suicidó. No podía dormir si no leía, aunque fuera una línea de
los poemas que apreciaba con felicidad y dolor más que cualquier cosa. De noche, por la fiebre de
Dios, tu cuerpo es moreno. Despejó la modorra del entresueño con palmadas de agua tibia en el
rostro y la colonia de aroma vegetal estimulante. Antes de salir, miró por los ventanales de la sala
el cielo apenas habitado por una bandada de gansos y la cinta refulgente con placas de escarcha
del río Hudson recorrida por barcazas lentas.
Llegó a la tienda por la ruta habitual, entre personas de abrigos pesados y largos. Caminaban de
prisa, con el mentón hundido en el pecho. Los automóviles trituraban la nieve con las cadenas de
las llantas y las máquinas quitanieves de destellos intensos por las lámparas giratorias de luz
naranja dejaban montoncitos en los bordes. Se dijo que el nombre que más le gustaba para su
negocio era tienda. La palabra tenía humildad y le agradaba. Una ausencia de estridencias que le
permitía mantener su ritmo reposado de acuerdos tranquilos, convincentes El señor Lan estaba
persuadido de que la vida era un estallido de instantes, y para sentirse bien, realizado, había que
gastarlos a fondo, que no quedaran rescoldos de insatisfacción de aquellos actos incompletos que
torturan y son irremplazables.

Lo logrado se vuelve parte del manto de protección dichosa que deja vivir a cada quien. Lo
malogrado taladra y taladra sin las compasiones del olvido, sin las variaciones de la fantasía. Allí
por siempre: cobro impagable. Tienda: la que más se asemejaba a refugio. Entonces una hilera de
camellos atravesó a su andar los pensamientos y pensó que uno se la pasaba construyendo
refugios, escudos para la intemperie, puertos para esa deriva inclemente de la existencia. Se puso
a enumerar sus refugios. Se puso a buscar su acto incompleto. Dejaba la calefacción encendida
durante la pausa del almuerzo. El ambiente estaba confortable y todavía no eran las tres. El reloj
de pared continuaba con su antigua caída del tiempo. Lo exhibía al lado de una armadura que
había negociado con unos comerciantes venidos de la orilla del Moldava a las afueras de Cracovia.
Se puso a examinar mapas de piratería con la lupa en tanto esperaba.

Vio entrar al hombre, quien le dio la espalda para cerrar la puerta y enseguida se dirigió al fondo,
adonde él estaba. Antes de que se levantara, el hombre le tendió la mano. Se detuvo junto al
escritorio y en tanto lo saludaba con un apretón entusiasta, lo llamó por su nombre y le dijo que
Kalmanovitz el librero de viejos de la calle Talcahuano, lo mandaba saludar. El señor Lan demoró
unos segundos en reconocer la referencia. No la pensó cuando leyó sin extrañeza el mensaje por
internet. Ahora recuperó a su fiel corresponsal. Con él mantenía una comunicación oportuna cada
vez que llegaban ofertas de cartas de los luchadores de la independencia de los países
latinoamericanos. Al comienzo, cuando conoció las primeras esquelas y después los extensos
memoriales, crónicas del corazón y del mando, de la ilusión y del desmadre, no entendía por qué
escribían tanto. Por una circunstancia fortuita, acudió en su ayuda Kalmanovitz, quien además de
explicarle la proliferación de la letra como un exorcismo o consolación ante realidades obstinadas
que no se doblegaban con ningún proyecto de orden igualitario, también le propuso un equilibrado
arreglo comercial. Consistía en que, si sabía de esta clase de documentos, le avisaría. De
interesarle, debía comprarlos en su nombre. Los tenedores de esos papeles preferían venderlos en
zonas de moneda dura y no en las tierras empobrecidas, escenario de desmanes y derrotas,
felonías y oportunismo, que vieron poner las rúbricas, y donde fuera de las vanidades familiares
por erigir héroes del hogar que alimentaran privilegios, no había el menor interés en esclarecer un
pasado de humillación y fracaso.

En reciprocidad, el librero Kalmanovitz procedería de igual manera con los libros de ciencia, en
especial aquellos donde la ciencia se revolvía con la filosofía o la religión, que eran la predilección
del señor Lan. De alguna manera lo conmovían el esfuerzo por integrar las conquistas de la
inteligencia y un sentimiento que no había sido desalojado del corazón. Después de muchas
lecturas precedidas de las caricias a lomos antiguos, de la olfateada a papeles inmunes por siglos,
de argumentaciones entre la observación y la fe, de pasmado asombro ante la tipografía, de
corroborar la lucha de dramática inteligencia entre el deseo y la realidad, él había llegado a la
convicción secreta, indestructible, serena, ajena a las polémicas, de que la única, posible y
verdadera revelación concedida a los seres humanos estaba en la poesía. Rogó a la vida inspiración
y tiempo para escribir un opúsculo, sin nombre de autor, y dejar testimonio de ese, para él
irrebatible, anuncio. Quería escribirlo a pesar de que los años lo habían convencido de que
ninguna certeza individual era transmisible. La debilidad de las sectas radicaba justo ahí, en que la
inconmensurable zona de comprensión individual, rica en matices y distinciones, resultaba
incompatible con los mensajes de sus líderes. Para ellas era aconsejable un propósito elemental y
en lo posible el silencio.

El señor Lan retuvo el nombre del visitante: Azevedo, quien pidió permiso y puso el portafolio de
cuero pulido por el uso y con rastros de la pelusa de la nevada sobre el escritorio mientras se
sacaba el abrigo. El anticuario se lo recibió y lo colgó en la percha. Le indicó que se sentara y una
vez que lo hizo él también, lo miró y solo dijo: ¿Y bien?

Azevedo, callado, soltó las correas de la cartera y sin mirar metió la mano. La retiró con un sobre
encerado de tamaño grande y doblado por la mitad. Lo puso sobre sus piernas y lo abrió. Extrajo
un envoltorio delgado en tela satinada y, después que lo deshizo, apartó dos láminas de corteza
que protegían un libro. Antes de tocarlo tomó su pañuelo que, al sacudirlo en el aire para
extenderlo, dejó un aroma suave a lavanda. Con el pañuelo sostuvo el libro. El señor Lan se
apresuró a ponerse los guantes de tela que guardaba en un aparador bajo, detrás de su silla. El
rostro de Azevedo se mantuvo imperturbable, como el del señor Lan, que empezó a leer:

SIDEREVS

NUNCIVS

Magna, Longeqve Admirabilia

Spectacula pandens, fufpiciendaque proponens

vnicuique, praefertim veró

PHILOSOPHIS, atói ASTRONOMIS, que á

GALILEOGALILEO

PatritioFlorentino

y no soportó la curiosidad. Se fue al final de la tapa para ver la fecha: MDcx. Y se dijo: 1610, la
edición de Venecia, la primera, de poco tiraje. Con ojo tranquilo y manos pacientes fue hojeando y
ojeando las 28 hojas numeradas dentro de la caja en la parte superior del tiro. Sin hacer
aspavientos ni detenerse, observó en la hoja 8 una acuarela de la luna en la mitad inferior; en el
respaldo de la 9, otra con igual ubicación; en la 10, una más en la mitad superior; en el respaldo de
la 10, dos lunas ocupaban la página. Eran las cinco lunas con el color de agua de la acuarela. La luz
de un amarillo con blanco desvaído, y las tinieblas con un sepia oscurecido con negro. Enseguida
supo que era la primera vez que veía las acuarelas y casi apostó a que no había otro ejemplar de
esa edición veneciana con las lunas en colores de acuarela. Avanzó hasta el FINIS. Y tradujo:

La falta de tiempo me impide proseguir; espere candidus lector más acerca de estas cosas en
breve.

El señor Lan esperó que su respiración honda no fuera interpretada y mientras miraba a Azevedo,
en cuyo rostro creyó percibir un vapor leve, candoroso, de solaz, volvió a su expresión predilecta:
¿Y bien?

El hombre, como la mayoría de los venidos de la lejanía austral, no medía riesgos y se lanzaba a las
afirmaciones rotundas, con la estructura cerrada de las sentencias: frases que parecían piedras de
mar, y a veces llegaban y a veces se perdían. Sin acomodarse en la silla, sentado con rigidez, no
dejó de mirarlo directo para decirle: Usted, señor Lan, lo sabe. Tal vez lo sabe mejor que yo. Usted
es un profesional, yo apenas un amateur. El anticuario no pudo rechazar el pensamiento de que
Azevedo disfrutó al decir amateur, dejó la palabra en sus labios como restos de helado.

No quiero mortificarlo con observaciones sobre detalles, dijo el señor Lan, sin apartar su mirada de
los ojos de Azevedo. Lo que usted llama profesionalismo le impide a uno la fascinación curiosa
sobre la novedad. Como si una clasificación universal y eterna tuviera un lugar reservado para
todo. Y es probable que cada cosa tenga predispuesta una hornacina. A mí me gusta, y es lo que
me interesa, ponerine a buscar la huella o el guiño que las cosas traen para quien las posee. Esto lo
agregó en el tono de equilibrio sereno en que salía su voz despojada de vehemencia. Con suavidad
le preguntó: ¿Usted cree que el revólver con el cual han matado a tres personas es igual al revólver
del cual han salido tiros al aire para espantar a ladrones de gallina?

Azevedo se movió en la silla sin incomodidad y sin dejar de mirarlo. Con el aire de una picardía que
no supo ocultar, habló: Acabo de comprender que resultaría decepcionante para el señor Lan - dijo
su nombre a la manera de quien se refiere a un tercero ausente si yo respondiera que para mí los
revólveres son iguales si proceden de una antigüedad idéntica o estuvieron en la misma guerra.
Sólo soy un vendedor de piezas curiosas. A veces esa curiosidad que despiertan algunas cosas se
une a los años que las hacen viejas. El óxido. La madera oscurecida. El estilo Esos restos del tiempo
que pasa. Es probable que nuestro común amigo de la calle Talcahuano me haya aconsejado la
importancia de ver al señor Lan para ayudarme a ser alguien más que un buhonero de antiguallas.
Debo reconocerlo con gratitud.

Con una sonrisa de buenos modales, el señor Lan interrumpió al visitante para decirle que el de la
calle Talcahuano cometía una generosa exageración. Usted sabrá, Azevedo, que las causas por las
cuales alguien compra objetos del pasado rara vez tienen relación con un requerimiento virtuoso.
Por lo general, es una vanidad que lleva a quien compra a tener algo distinto para mostrar, exhibir,
adornar, en estos tiempos de aburrida uniformidad. Son pocos los que quieren completar una
tradición familiar, o rendir veneración a un objeto apreciado que se perdió en una guerra, en una
enfermedad, en una tragedia de la naturaleza. O los menos aún que establecen vínculos curiosos
con el tiempo y la historia y tienen la compulsión de organizar reliquias y hacer conjeturas sobre
ese destino humano que rebasa con creces la aventura personal.
Se detuvo, con cierta vergüenza, y preguntó a Azevedo si disponía de tiempo. El vendedor asintió
con un gesto de complacido interés. Pues ya verá: no he resuelto la curiosidad por quienes
coleccionan pinturas. Las que valen la pena están en los museos y hay que robarlas. Entonces no
las pueden tener a la vista y las cuelgan en algún sótano secreto. Cada día van con sigilo y.… no
puedo saber cuál es la emoción, si la del poseedor que completa su personalidad con las
propiedades, o un éxtasis estético que les compromete la vida. Se imagina. El cuadro está ahí:
ofrece su superficie, sus colores, sus figuras humanas, animales y del paisaje.

Usted va y lo mira. Y lo mira. Y lo mira. Aprende a transferir un instante de su vida que empieza o
siempre se deslizó por allí. Cada día la visión se renueva. ¿Quién espera en la estación de De
Chirico? ¿Quién se duele y sufre en los fusilamientos de Goya? ¿Quién se burla del espejo en
Velázquez? ¿Quién quiere hundir el abrelatas en el tarro de sopa de tomate, para preparar un
bloody mary, de Warhol?

Eso ocurre en la pintura, la inocente superficie cede a una densidad insólita de socavón. No es así
en los libros, Azevedo. Los libros hay que abrirlos. Una vez abiertos, usted se enfrenta a ese tren de
palabras rescatadas de algún naufragio para devolverles su sentido. Debe seguir página tras página
porque las palabras muestran sin pena lo que las pinceladas ocultan en las capas que antecedieron
al cuadro terminado. La pintura ofrenda el logro.

El libro ofrece el camino, largo o de instante, por el cual se alcanzó un escalón más o un escalón
menos en la escala de revelaciones y dudas. El mirón de pinturas, de un golpe de ojo tiene a la
vista, atractiva, misteriosa, la ciudad de Delft en el cuadro de Vermeer. En los libros, el lector debe
peregrinar para ver a La Mancha; o para saber dónde están la torre las tierras de alrededores y las
montañas que se despertaban y que fueron bendecidas tres veces; o conocer la ciudad por cuya
lejanía pregunta en el muelle un joven de sombrero de paja y corbata a rayas blancas y azules; o
visitar ese lugar llamado Comala al que vino alguien porque vivía su padre; o Macondo; o recorrer
Santa María con su astillero de aguas muertas; y cuando Horacio responde a la guardia: Amigos del
país, ¿cuál será?

El señor Lan volvió a interrumpirse y resignado dijo:

Es una fatalidad, pero la gente hoy sabe de muchos libros sin siquiera abrirlos.

Con la voz más baja que antes y un tono que dejaba filtrar algún temor, Azevedo intervino. El señor
Lan no cree que tantos pensamientos son privilegio de pocos, que la gente huye de las
complicaciones y fuera de los delirios de la riqueza lo poco y único que quiere es una vida sin
sobresaltos, de renuncia a cualquier ambición, una vida sin atributos distintos de lo que pide el
animal: comida, sexo, las alegrías tontas de la reproducción y no saber que se muere.

El anticuario miró con admiración y sorpresa visibles a Azevedo. Se sintió enfrentado a un reto
inminente: debía y quería evitar que su conversación tuviera la sospecha de que él enfatizaba en
los obstáculos del libro para así desinflar la aspiración económica del vendedor. Optó por recordar
algo risible. Y le confió: Usted sabrá, por el amigo Kalmanovitz, el episodio aquel de trastos viejos.
Le envié a un señor de edad; de alguna tribu primitiva de Ecuador, que aseguraba tener algo muy
importante que había pertenecido a una mujer del círculo de poder de los guerreros que hicieron
la independencia americana. Creo que era la señora Sáenz o la señora Thorne, no recuerdo. ¿Sabe
qué era? Una bacinilla.
Sin hallar un instante de sosiego y bajo el impulso del regocijo que parecía recorrerle el cuerpo
entero, el señor Galilei terminó sus observaciones del cielo. Se sintió vanidoso de la factura de las
cinco lunas que había reproducido a lápiz y carbón y del nombre con que bautizó a los cuatro
planetas, cuatro estrellas reservadas a tu ínclito nombre, y no del número gregario y menos insigne
de las inerrantes, sino del ilustre orden de las vagantes, las cuales con movimientos entre sí
dispares realizan sus cursos y órbitas en torno a la estrella Júpiter, la más noble de todas, a modo
de su natural progenie, a la vez que todas juntas realizan en doce años, con unánime acuerdo,
grandes revoluciones en torno al centro del mundo, esto es, en torno al mismo Sol.

No requirió mayores consideraciones para entregar con urgido entusiasmo los papeles al impresor.
Entre la felicidad, la travesura y el orgullo preparó el proemio dedicado al gran duque de Toscana,
el serenísimo Cosme II de Médicis. En el agitado revoloteo de las palabras que debían dar cuenta
de gratitudes, aspiraciones, peligros, políticas, riesgos, protecciones, telescopio, cielo, astros
mediceos, Luna, lo sobresaltó, en ese estado donde pensó no cabía un estímulo más, la sensación
tibia en la espalda, justo en el nacimiento del cuello, de la mano de Marina Gamba. Percibió el
disloque del tiempo cuando el sentimiento condensa la experiencia, si acaso podría ser experiencia
esa síntesis en uno de la vida en dos que produce lo amoroso.

Ella lo había acompañado noche tras noche a su peregrinaje por el cielo oscuro, a sus rayas y
mediciones en el papel que adosó con un artefacto al anteojo, sin ninguna incomodidad de
exclusión por su entrega embebida, y a veces al percibir su temblor sin temor le llevaba una copa
de vino espumoso de Austria que le había enviado un amigo. La mano de Marina Gamba, con
quien había tenido hijos, le mostró el apreciable cuadro del amor iluminado por la cercanía
asediada del principio.

A Marina Gamba la conoció en una de las fiestas de incontenible expansión de Venecia. Fiestas
donde el instante alteraba la eternidad y hacía cosquillas al destino rígido, imperioso. ¿Qué los
llamó? El señor Galilei tenía cada vez presente la sonrisa.

Nunca dejó de creer que las pasiones largas se anuncian con una sonrisa inevitable, fácil,
espontánea, escapada sin aviso ni deliberación, de esas sonrisas que despiertan la del otro. En esa
fiesta, la primera donde vio a la mujer y respondió su sonrisa, supo que era mirado por ella y se
aplicó a su ejercicio de gestos, ironías, críticas, encantador de escuchas, con su humor por esos
días salvado de la iracundia que le causaban las supersticiones. En la fiesta siguiente, Marina
Gamba lo saludó sin reato y agrego al saludo algo que lo halagó: cómo avanzan las invenciones del
discutidor. Y en el laberinto de bromas, vinos, música, risas de esa noche, tuvo dos breves
conversaciones con ella que ejercía una habilidad, parecía innata, de romper sin brutalidad su
inhibición frente a una sombra del azar que no podía controvertir sino con él mismo.

En la celebración posterior demoró el señor Galileo un poco en aceptar que su atención y sus ojos
buscaban a la mujer. Sería capaz de inventar un anteojo para mirar y escrutar con tal de
encontrarla, pensó. No la encontró y ni siquiera el vino servido con abundancia generosa lo curó
del desasosiego. Cuando se despidió del palacio de Sagredo, era de los pocos que se despedían, ya
que las fiestas no parecían acabar, los invitados salían y volvían, caminó con la carga del vacío
reciente, desconocido, por las callejas de Santa Sofía. Disfrutaba el olor a astillero v la delicada
salinidad que flotaba traída por el aire nocturno cuando al resplandor de la luna llena sobre el
puerto distinguió a la mujer. Salía de una casa grande de esquina. Ella lo vio y caminó a su
encuentro. Estaba cerca y él recibió otra vez su sonrisa.

Marina Gamba no dudó un solo instante en irse con el discutidor a Padua. Ni en dejar a su noble
con quien sostenía una relación sin tensiones ni esperanzas de cambio y que le permitía el gozo de
un territorio fastuoso sin tener que abandonar. las sorpresas de la calle. Le encantaba enterarse de
las intrigas de la corte. Nunca hablaron del instinto que la llevó a cambiar los amoríos del poder
político, la economía boyante, por un hombre que después ni siquiera tendría para aportar la dote
de sus hijas y antes no había tenido cómo atender a su familia una vez muerto el padre. Sin
embargo, le gustaba la casa en Padua, las conversaciones con el señor Galilei, su alegría en la cama
donde jugaba con su cuerpo lleno, la piel capaz de derrotar la oscuridad con su resplandor en
reposo y los dedos de él trazando cursos del deseo, bautizando con nombres propios de un poeta
las cúspides, los lunares, los labios, la medusa central, los conos de erupción láctea de sus volcanes
erguidos, mansos, silenciosos.

La verdad es que Marina Gamba encontró placer y sentido en ser una vecina amada, y lo prefería
sin conformidad quisquillosa a ser una inquilina sometida. Ahora Marina Gamba insistía en
preguntarle cómo sabía del movimiento de la Tierra. No era perceptible. Él y ella estaban de pies y
no rodaban, no se caían. ¿Cómo haces, Galileo, para afirmar ocurrencias en contra de la
experiencia? Acepto que el Sol no se mueva porque es muy grande. Piensa en una mujer grande,
grande, grande, que no quepa en la plaza, para qué va a moverse si tiene todo a su alcalice.

Reunió los papeles y se fue a Venecia. Los entregó al impresor Tommaso Baglioni con quien se
conocía, y se quedó para hacer el trabajo de edición del libro con la misma prisa enardecida con
que lo escribió. Corregía plancha tras plancha y los folios impresos uno por uno los revisaba una y
otra vez, seducido por el olor de la tinta fresca, el papel de vetas y su latín ajustado. Antes de un
mes estaba a punto la edición de quinientos cincuenta ejemplares. Había convenido veinte
ejemplares para el autor. Tomó uno y lo envió, antes que la edición circulara, con el mejor
telescopio al gran duque Cosme II.

El señor Galilei sabía medir alabanzas y dirigir adulaciones y lisonjas para obtener lo que quería. Se
había dado cuenta de que la protección del poder a los artistas era más fácil. Apenas consistía en
mantenerlos. Las irreverencias de poner el rostro de la Virgen tomado de una cortesana, o dejar
visible la noción de la fealdad, o resaltar la sensualidad escondida en el lujo caprichoso de los
vestidos, implicaban menos peligros. Pero la ciencia natural y la filosofía eran otra cosa. Eran la
liberación total por el conocimiento. La decisión de una forma de vida a con-ciencia, personal,
poderosa, limpia. Presentía que cuando él quería ser leído, escuchado, entendido y discutido como
filósofo no respondía a una vanidad. Era su percepción de que al reordenar un universo cuya
construcción humana partía de limitaciones de la percepción, de errores de la experiencia, de
aprovechamiento de nigromantes, de la explotación de la ignorancia, lo que iba a conseguir era
desterrar los miedos del ser humano, ampliar su infinito, que observaran el cielo y contemplaran
las piedras como eran, y a lo mejor pudieran encontrar allí una forma de belleza que reconciliaba la
verdad con la libertad y la libertad con la vida, la vida: esa brevedad asediada.

Quizás esto llevaba al señor Galileo Galilei a la necesidad de protección y reconocimiento, y al


impulso incesante de que sus observaciones, pensamientos y conclusiones se divulgaran sin
limitación. Empezó a dar los pasos para abandonar Venecia. La Serenísima, con su libertad, su
franqueza en las discusiones, la fortaleza de lo secular en el gobierno y la vida, empezaba a ceder
ante Roma. Él jamás mencionaría a Bruno, pero no era tonto para desestimar el significado de esa
muerte y tampoco era ajeno a la belleza y valentía del discurso del dominico

Giordano, enfermo de infinito, como el Creador, y tomado preso en Venecia. Ni se le escapaba la


horrible acción de quien atacó en una calleja de Venecia a cuchilladas a su amigo, el fraile Paolo
Serpi, consejero en teología del dux, y esa herida reveladora de cuchillo en la cabeza para que
saliera el demonio. Se dijo que ya poseía un pedazo de Venecia: Marina Gamba. Desde las afueras
miró a Venecia por el anteojo y sonrió contento cuando observó en los puentes, campaniles y
terrazas a la gente arremolinada alrededor de quienes contemplaban las lejanías del cielo, el mar,
las islas, las ondulaciones de la tierra sembrada, con un telescopio.

Su libro El mensaje sideral se agotó con fervor en medio del entusiasmo por el cielo y la vanidad de
los soberanos que instaban al señor Galilei a descubrir otras estrellas y bautizarlas con los nombres
de la realeza y el mando. Al autor apenas le entregaron diez ejemplares de los veinte acordados. Al
volver a Padua con los originales se llevó un libro armado por él, sin que le hubieran estampado las
cinco figuras de la Luna.

El señor Lan se refugió por un momento en la trinchera de las sonrisas para sortear la pequeña
incomodidad que le causaba ya la propuesta que iba a hacer. Se levantó de la silla y le dijo a
Azevedo que quería ese ejemplar. Preguntó si no tendría inconveniente en dejárselo una semana
para examinarlo. El vendedor, sin ningún remilgo ni silencio reflexivo, le respondió con seguridad:
Por supuesto. El señor Lan le agradeció y sentándose otra vez, le pareció de lealtad caballerosa
explicarle. No tengo ninguna duda y reconozco que ese libro, el de mayor importancia en el siglo
xvII, es una joya. Pero quiero recuperar un poco su momento, la astrología de la época que
indicaba a los gobernantes las fatalidades o los buenos augurios, y así les sirvo mejor a mis clientes
a quienes puedo relatarles que lo mejor y admirable de la antigüedad es la búsqueda intrépida de
la modernidad. Muchos nos sentimos en un mundo viejo, asfixiados. Si no hablo con ellos, es como
vender bacinillas de metal astillado que ya no sirven a los médicos para estudiar las enfermedades
de la orina. Ni a los diseñadores.

Azevedo le dijo que iba a quedarse un par de semanas en Nueva York. Tenía unas ofertas para
museos y galerías que no se las hacía al señor Lan. No vaya a creer que es por menosprecio sino
porque es un asunto de pinturas que sé que le interesan poco. Y mucho menos lo que voy a
conversar. En las afueras de Buenos Aires, en Santos Lugares, en una de las casonas rodeadas de
araucarias y cipreses donde los espejos desconocen la luminosidad solar, conoció al señor Vincent
Menard, el rehacedor de novelas clásicas y hermano mayor de Pierre Menard. Le habrá referido de
él nuestro común amigo de la calle Talcahuano. Vincent tiene un taller de arte. Estudia a los
maestros antiguos y los reproduce con una pasmosa autenticidad, como de mano reencarnada
cada vez. Introduce una minúscula travesura que disfrutan los expertos: una hoja de más en el
árbol, una lengua de fuego menos en la fogata, una línea de luz en el cielo de tinieblas. Y lo mejor:
no le pone la firma del copiado ni la de él. Lo curioso es su pericia para Bosch, Velázquez, Gova, y
también para Chagall, Picasso, Miró, Bacon, Torres García y De Szyszlo. Voy a sugerir que fundemos
una sala de imitadores anónimos memorables para vender por encargo. Al señor Lan no se le
escapa el impacto de esto en el precio de las firmas. Acabaríamos la locura del mercado, la
expropiación de la belleza por el dinero. Azevedo acentuó el aire de pillería que le erizaba la cara y
consultó al señor Lan si estaba enterado del Botero rifado por una fábrica de cervezas en alguno de
los países americanos. El anticuario agregó extrañeza a la curiosa persistencia con que lo oía y su
gesto transmitió desconocimiento: ni sospecha de lo que me cuenta.

Sí. Un cuadro rifado por esa manía de los contemporáneos de entregarse sin desvíos a la
especialidad. No les parecía a los empresarios algo digno tener una pintura en sus torres de malta.
Usted habrá disfrutado los sellos del agua embotellada de Viena con diseño de Hundertwasser. O
las tiendecitas de carretera, último suspiro, última lágrima de la pobreza, con sus nombres
pintados en letras de escoba o brocha gorda que se aprenden los camioneros:

Macondo, Casa Verde, Gran Sertón, Flor Estévez, Germania de la Concepción, El Sur. Y no le voy a
mentir por exageración. Lo ganó una mujer negra que sostenía su techo en un caserío al borde de
la selva, por el río Atrato, en el Chocó. Vilas fotografías de su vivienda. En los listones de madera
cruda cabía un pedazo de espejo y un calendario chino. El cuadro valía más que el caserío con su
tierra y sus mejoras. Piense en ese cuadro de formas en creciente arrinconado en la humedad, los
aguaceros repentinos, los pájaros, la humareda de los chontaduros cocinados en agua de sal y los
pescados del río Atrato asados. ¿Qué hace la mujer? ¿Cobrar por verlo?

El señor Lan acompañó al visitante hasta la puerta. Lo vio partir. Un cielo de acero nuevo y pelusas
de nieve sin cuajar revoloteaban mientras oscurecía. Se instaló de nuevo en su mesa del fondo y
mientras contenía las ganas de acariciar el libro tomó el cuaderno con los números de teléfonos.
Hacía meses que no hablaba con su amiga, la profesora de Historia de la Ciencia y de Astronomía
de la Universidad de Princeton, Dédé Bernall. Le respondió pronto y convinieron un almuerzo de
horario apacible para el día siguiente. No le anticipó el motivo del encuentro. La profesora va
aceptaba sus invitaciones que él alternaba con gentilezas despojadas de un tema inminente,
dispuesta a una curiosa sorpresa y a una conversación de conjeturas inteligentes. Se rió cuando él
le anticipó miraremos el cielo juntos.

En la pequeña habitación, detrás del recibo con el escritorio y las sillas, un poco ocultos por los
estantes, tenía los libros de la contabilidad, la correspondencia de comercio y una caja fuerte. Allí
guardó el SIDEREVS NUNCIVS, contrariando el impulso de ansiedad de llevarlo a casa. Subordinó el
deseo a la prudencia por el riesgo de los raposos y ladrones callejeros de ocasión. Antes de
dormirse, volvió a quedar atrapado en el delicado trazo de las acuarelas de la Luna y su orografía.

Al despertarse, o en sus palabras, al recordar, a pesar de la calefacción, sintió la atmósfera del


invierno. En el baño se puso la bata y fue a la cocina con la intención de tomar un vaso de agua y el
primer café. El silbido tenue del gas en algún fogón de la estufa le advirtió que la señora que hacía
la limpieza, arreglaba la ropa, y en ocasiones cocinaba, había llegado. Iba tres veces por semana
desde todos los años que vivía en este piso con su esposa, más los de la viudez. Tan pronto como
se saludaron tuvo la idea de hacer el almuerzo ahí, en la mesa redonda junto al ventanal del
comedor. Muerta su esposa, había perdido el gusto por las reuniones. Y aunque recorría los
espacios amplios de la casa, los cuadros y los tapices, la ausencia de la mujer fue imponiendo un
sentir de extrañamiento, de familiaridad que se fugaba. Consultó con la ayudante, una señora de
Martinica que, además de la memoria y la imaginación que compensa los huecos del recuerdo,
tenía una sazón y unas manos de prodigio para la cocina créole.
Ella sugirió las muelas de cangrejo con un soplo de ajos y salpicadas de jengibre. El señor Lan la
escuchó y una avalancha de años perdidos atravesó su afecto pasmado.

Recuperó con alegría agradecida las buenas mesas y se, decidió por un mero restregado con
naranjas y horneado en leche de coco, cortada con un chorrito de ron de Trinidad como plato
central. Pensó, por esos motivos íntimos que dejan satisfacciones, que sería un homenaje a su
amigo librero ofrecer un vino blanco de Mendoza. Le dejó dinero a Odette, como se llamaba la
martiniqueña, y le indicó que, al volver de la pescadería, en la tienda de quesos, jamones, pastas y
vinos del italiano Donato, le pidiera un consejo sobre el blanco argentino y agregara un par de
botellas de Chablis.

Caminó a la tienda de antigüedades con un ánimo liviano en medio del invierno de cielo despejado
y luz de diamante. Atendió a un banquero español que quería llevarse, y lo hizo, tres cartas de
madame de Recamier al vizconde de Chateaubriand, en cuyos márgenes había notas manuscritas
sobre la libertad, la monarquía y los Borbones. Si bien la mayoría de sus visitantes acudían a la
tienda con cita y sobre una expectativa determinada, esa mañana llegó uno de los esporádicos.
Tenía interés en un samovar que las certificaciones atribuían a la vaiilla de los Romanov y sobre el
cual había hablado en detalle con la señorita Munro. El señor Lan tenía presente que ese samovar
lo obtuvo mediante un canje con el profesor Nabokov, a quien le dio una colección de mariposas
desconocidas que le había enviado de Panamá el canciller Ritter en gratitud por haberle
conseguido una carta de Gauguin desde el hospital de inválidos del canal en la isla de Taboga. No
siempre eran tan particulares las ventas.

Aceptó: Sin duda es un día especial. Había cancelado la reservación en el restaurante y se sentó
con una complacida exaltación a repasar el libro de Galileo Galilei mientras llegaba la profesora. Sin
la menor duda sobre la legitimidad de la edición de 1610, veneciana, no encontraba cómo
entender lo de las cinco acuarelas con las lunas puestas allí donde en los ejemplares conocidos
aparecen impresas. Era un misterio Dedé Bernall llegó a la tienda con la exactitud con que iniciaba
sus clases en la universidad. Según ella, no lo hacía por transmitir cierta moralidad del
cumplimiento puntual sino por alejarse de los arrepentimientos sin absolución del tiempo que
desaparecido nunca vuelve. Ella sostenía que si el azar ha de venir lo hará en cualquier momento.

Caminaron al piso del señor Lan. A la profesora le agradó mucho volver y saludar a madame
Odette, como la nombraban los cercanos. Para acercarse a los motivos de la invitación y después
de evocar a la esposa del anticuario, sin lamentos le dijo: Como todas las veces que usted convida,
aquí en esta mesa entrañable o en el restaurante que usted escoge todas las veces, en Manhattan,
la comida es memorable y los temas apasionantes para mí. Pero esta vez percibí en su voz algo
distinto. No lo pude descifrar. Él sonrió.

Pasaron a la mesa, y al levantar la servilleta suave y liviana de lino húngaro, protegido en una
escafandra de cristal, la profesora Bernall vio el libro. Lo observó con dedicación antes de ponerse
los guantes que ahí estaban y atreverse a tomarlo. Por algún hábito adquirido en sus
investigaciones documentales que apreciaba porque le servían para darle asidero a su intuición
certera cuando examinaba artefactos inconclusos, experiencias de laboratorio detenidas y
protegidas por las telarañas, se dio cuenta de que el nombre del autor aparecía GALILEO GALILEO.
Ese detalle le saltaba a la vista por cuanto los falsificadores de documentos, monedas, pinturas,
tienen una admirable propensión a la perfección y por lo regular corrigen el original que... La
detuvo el pensamiento de si acaso la palabra adecuada era adulteran, y no se atrevió. Tantos
falsificadores copian por admiración, amor, reconocimiento a la grandeza, consuelo ante la
impotencia. El señor Lan le confió a la profesora su punto de desconcierto. No guardaba la menor
duda de la edición. Coincidía en todo con las que él conoció. El tremor del papel entre las yemas de
los dedos. La emanación del libro al abrirse que atravesó siglos, estanterías, lecturas, manos, ojos
rabiosos o fervientes. Pero las cinco acuarelas de las lunas lo apartaban de una comprensión del
texto. Era obvio que esas acuarelas no eran de hoy ni de ayer, y fuera del tamaño, de diámetro un
poco mayor, su trazado se correspondía milímetro a milímetro con las lunas impresas en la edición
conocida. Como los retos excitantes abren el apetito, comieron las muelas de cangrejo y su
atractiva reminiscencia de flores extrañas del mar con la voracidad elegante de los buenos
comensales. Ello despertó los aplausos de Odette. Estaba plena de satisfacciones y orgullo. Y
cuando sirvió el helado de yogur con fresas calientes, julianas de jengibre y raspado de panela,
antes del café con una ración de reserva de Barbacourt, supo que no cabía ya en el mundo.

Dédé Bernall se llevó el SIDEREVS NVNCIVS para corroborar los guiños de su instinto. El señor Lan
aceptó que era inútil volver a la tienda y padeció en ese instante la ausencia de su mujer, con quien
se iba a la cama después de la despedida de los invitados, dejaba en el equipo de sonido la música
que apreciaban y se amaban con el sonido de la lluvia picoteando las ventanas. Recordó la lluvia, la
lenta y perezosa levantada de los cuerpos tibios, y la mirada huidiza entre la sombra del inicio de la
noche por el feliz entrañamiento. Entonces encendían la lámpara. Ahora la oscuridad anticipada
del invierno esparcía su penumbra de bosque. Madame Odette se despidió, y él quedó absorto en
el reguero de luces desiguales: la claridad suave de las lámparas en las ventanas de los edificios
vecinos; los bulbos de intermitencia roja coronando las antenas; las hileras de postes del
alumbrado público; el parpadeo sincrónico de los semáforos; el avance lento de las luces de
navegación de los remolcadores que remontan el río; los faros de los automóviles con sus lenguas
de iluminación amarillas y los puntos rojos de la cola; algún tren alejándose; el ramalazo fugaz,
luminoso y perdido de un faro; los puntos temblorosos y anónimos de tantos seres que inician un
cigarrillo en la calle; las sombras de una fogata de maderos, cartones y trapos en una torre
desguazada, donde los peregrinos de hoy resisten a la demolición. En medio de su inventario
sonrió y se burló de sí: Galileo Lan, observador de las estrellas de la ciudad.

Cuando a la mañana siguiente levantó el auricular del teléfono en la tienda, estaba ahí en pleno
revoloteo de turpiales alegres la voz de la profesora Bernall que le decía: Apuesto todo a que son
lunas pintadas por la mano de Galileo. Le ruego me permita tres días más. Anoche hablé con el
titular de la Cátedra Galileiana de la Universidad de Padua.

Al final de ese día de sol transitorio, mientras el señor Lan examinaba un Manual de Cortejo
Femenino, en reuniones públicas, en encuentros privados y de casualidad. por esquelas con
perfume y esquelas sin perfumar, esquelas con pétalo de flor recién cortada y de flor conservada,
escrito con seudónimo por un confesor víctima de encierro por delitos de solicitación y el pecado
nefando, recibió otra llamada. Su amiga, la científica Bernall, le contaba que el profesor italiano
guardaba temores de falsificación en estos tiempos donde la llamada realidad era un concepto
relativo, muchas veces superado por su imitación. Para argumentarlo, mencionó la televisión y el
cubrimiento de las guerras. ¿Qué ocurre? El éxito de la locura y la carencia de información es
lograr que cada quien crea tener la realidad irrebatible. La única. Se fragmenta la noción de
totalidad y apenas queda un montón de esquirlas.
El profesor de Padua había llamado al director del Instituto de Historia del Arte de la Universidad
Humboldt, de Berlín. El señor Lan comprendía, sin alterarse, la agitación de la profesora y la
urgencia de los colaboradores. A pesar de ello, apenas llegó el veredicto, se sintió satisfecho. La
decisión rotunda era que el papel, el color de origen vegetal, los trazos de un dibujante refinado,
daban la seguridad total: era Galileo Galilei.

Lan y Bernall se encontraron otra vez. Ella le devolvió el libro en la cubierta de cartulina fuerte y
acolchado interior del correo rápido que lo trajo de Italia. El anticuario imitó una respiración honda
de alivio y sin reproche le dijo a su amiga que dónde escondía tanta temeridad para hacer esos
envíos sin seguro. Ella sonrió sin más respuesta, reconoció el peligro y bajó la cabeza en señal de
entrega al castigo. El propuso que fueran al bar del Waldorf Astoria para celebrar este misterio.
Caminaron hasta Park Avenue sin prisa y hablaron botando los pequeños dirigibles de aliento
condensado por la nariz y la boca. En el silencio acogedor y la luz domesticada, escogieron la
bebida: la doctora Bernall, un ron oscuro de Jamaica; el señor Lan, una ración de malta cuyo golpe
Atlántico recordaba: Bowmore.

El señor Galilei se encerró unos días en su casa. Ablandó los pinceles y fue sorprendido por una
constatación sin mayor consecuencia. Su primera disertación en público fue una celebrada visión,
con medidas y formas, de aquello que estaba debajo de la Tierra. Lo habían llamado los literatos
para que dijera cómo fra el Infierno de Dante Y hoy estaba investigando cómo era el cielo encima
de la Tierra. Sintió entonces el ámbito de su ambición: el Infierno; el movimiento sobre la tierra y
su experimento desde lo alto de la torre de Pisa; y hoy el cielo, el abismo al revés. Pensó que su
empecinada aplicación a ser aceptado como filósofo no era una simple vanidad.

Desde la ocasión en que logró mostrar la talla del diablo con la precisión de un sastre, el señor
Galilei quedó convencido de un hilo secreto entre la ciencia y la literatura. Ahora que pintaba las
lunas con su acuarela y guiado por el único propósito de regalarle ese ejemplar a Marina Gamba,
volvió a esa convicción que lo llevaba a disfrutar con provecho sus reuniones rociadas de vino con
pintores y poetas. El vino, luz mezclada con humor, lo llamaba él. Admiraba el surgimiento de las
intuiciones que no requerían argumentación y que aparentaban salir de la nada.

Eran intuiciones que no necesitaban una laboriosa reflexión. Y nunca acabó de meditar sobre el
poder del amor que llevó a Dante a la desmesura del arte. Descifrar un laberinto de muertos
silenciosos, regalarle palabras y probar sin intención que lo perdurable, la duración, está escondida
en la literatura, el único arte que puede declarar desde su ejecución, torpe o feliz, una
interpretación propia, contrariando su designio.

Se rió solo por el pensamiento perverso de que el obsedido por la perspectiva, Uccello, pintaba a
las personas con la cabeza cubierta por un acto de compasión con su especie: cubrir las vergüenzas
de una cabeza vacía. Como las ironías del señor Galilei tenían la constancia incisiva de un
tirabuzón, no pudo evitar otra maldad: o a lo mejor el señor Paolo, enviciado de pájaros, les tapaba
la cabeza para preservarla de la estúpida superstición imperante y mantenerlas limpias para el
advenimiento de ideas dignas, serias, nobles, que permitieran convivir sin la pequeñez mezquina
del engendro loco del poder. Cabezas llenas de libertad. Cocos con el agua de la felicidad. Lo
asaltaron las ternuras restauradoras de la carne, el muelle amoroso que ancla un instante, fondea
en la tormenta y devuelve la energía de una dirección a la vida.
Pensaba que las explicaciones que él podía hacer sobre sus observaciones del mundo, la geometría
de los movimientos de la naturaleza que buscaba en sus variables de espacio, tiempo, velocidad, se
enfrentaban a una concepción ideal del mundo cuyo fundamento no era virtuoso. En este
momento le resultaba nítido que cuanto estaba auscultando y probando en el mundo iba a socavar
los artilugios de la dominación. Tuvo la ingenuidad de concebir que los poderosos aceptarían la
verdad y así un mundo distinto surgiría para bien y belleza de todos. En tanto tendría que
protegerse si quería avanzar en sus experiencias, que contrariaban las evidencias comunes.

El centro es el lugar de lo pesado. Quedó satisfecho con las acuarelas de las lunas. Más por su
destino, regalarle ese ejemplar a Marina Gamba, que por su ejecución. Esta muestra de amor era
también una señal de su inclinación por la pintura que se reducía al gozo de compartir felicidades y
vino con sus artífices.

Aceptó que la vida y su breve estadía en cada ser eran una condena que lo conducía a seguir en
una senda que una vez escogida, con deliberación o por azar, se abría al infinito, a la búsqueda de
lo improbable, a devolverse con cobardía, o a la contumacia por una convicción que bien vista
siempre sería inofensiva, que no requeriría ni ejércitos, ni leyes, ni calabozos. Pero tantos siglos,
años, eras, días, horas, estaciones, habían erigido una sociedad deforme. Y sintió que su empeño
de escarbar el cielo, su deseo de compartir, los libros, no serían amparados por Venecia con su
libertad de expresión, su comercio libre y sus mujeres rubias de cara con ángulos y recogidas desde
dentro.

Sabía que al hallar otro amparo sería inevitable dejar a Marina Gamba. Ya había logrado ingresar a
las hijas al convento para esquivar los conflictos por la dote, y tal vez equilibrar los desquicies de la
forma social. Pudo comprobar cómo las palabras despreciativas en el registro eclesiástico de la
primera hija se apaciguaron después y se hicieron sutiles en la inscripción de la segunda hija,
porque él, el padre Galilei, ya era alguien considerado y protegido por la nobleza. Pensó que el día
en el cual las leyes de la ciudad declararan a todos los nacimientos dignos, criaturas del Creador,
los conventos se quedarían vacíos; al perder su carácter de sumidero de las manchas sociales y de
paño de los sufrimientos sin cura, no prestarían más sus oficios celestes. Con Virginia, sor María
Celeste en el austero designio de las clarisas, mantuvo una alegre comunicación que lo alentó. Se
confiaban las risas. Una vez, durante la epidemia y las hambrunas, el señor Galilei envió al
convento una canasta con huevos de búfala. Sor María Celeste pensó que eran huevos como los de
las aves y echo las bolas de queso al agua hirviendo para preparar huevos duros. Las cortezas
sueltas de la mozarela flotando entre los globos de espumas reventándose, y el rocío caliente que
producía silbidos en la leña de troncos y estiércol de oveja, la hacía ceder a una risa abierta,
prolongada y ruidosa, limpia de malicia como cosquillas de ángeles, rompiendo los silencios
severos del claustro, cada vez que en la cocina volvía el recuerdo del regalo de su padre.

Una correspondencia entre el orden aparente de la sociedad y el orden que se fundaba en un error
sobre los movimientos y el concepto de armonía y de perfección del firmamento y los cuerpos
celestes que eran piedras, piedras que utilizó David para derribar a Goliat, obligaron al señor Galilei
a tener más cuidado, a pesar de su fogosa intemperancia contra las supercherías y los dogmas.

Un día, se dijo, tendré que meditar sobre el pobre y sangriento artilugio del poder y su rechazo de
imanes del mismo polo con la verdad. Para el señor Galilei, la verdad no requería más que una
cuidadosa observación con estudios de la experiencia. Y ella no debería ser motivo de represiones,
expulsiones, cárcel, hogueras. Las guerras más destructivas son por nada. Si la luna es luz de Dios o
polvo de estrellas, qué puede importar. Pero en estos tiempos él sabía que esta distinción era
necesaria para espantar fantasmas que aprisionaban la libertad y destruir miedos sin causa que
eran explotados por otros.

Las diferencias precisas y determinadas permiten un acuerdo que respeta la diversidad de


percepción. Detuvo un instante sus elucubraciones para pensar que atribuir a la verdad una
condición de permanencia, de eternidad, era una equivocación, un desespero por detener el
movimiento. A lo mejor todo cambia si el cielo y la tierra cambian, concluyó. Dejó secar las
acuarelas y se encaminó a la casa de Marina Gamba. No se atrevió a anunciarle que las gestiones
con Florencia iban bien. Se quedó en silencio cuando Marina le hablo de las hijas, lo hacía muchas
veces, de la madre que fue a robarse los lentes y se jalaron los cabellos, de los días sin él. Apenas
deseaba tener el instante de enterrarse en ella, en algún meandro de su piel suave y de
palpitaciones secretas que lo llamaban, y allí olvidarse de todo. Marina Gamba se le aparecía como
una geometría acogedora, natural, sin amaneramientos ni elipsis que se fugan. La podía admirar y
a la vez estar en ella. Se había deslizado a su vera cuando refiriéndose al regalo, ella dijo: Las lunas
son lejanía cercana.

El señor Lan pasó el día en la tienda. A veces lo distraía la incertidumbre de dos estados de ánimo
que confluían: la alegría por un hallazgo desconocido y el avivamiento de la ausencia de su esposa.
Desde que murió no había ocurrido otro acontecimiento imprevisto de los que dignificaban su
oficio de anticuario y lo salvaban del aburrimiento con pequeños vértigos de la compraventa y que
él compartía con ella para rasguñar los misterios extraviados en el tiempo. En tanto esperaba, leía
las líneas del libro sin orden.

Se admiraba de algo que vibraba en las afirmaciones de Galileo Galilei y no se atrevía a calificar si
era arrogancia, temeridad, inocencia. «(...) me da la impresión de que muchos se verán aquí
asaltados por grandes dudas, vencidos por tan grandes dificultades cuales la de verse obligados a
poner en entredicho una conclusión ya establecida y por tantas apariencias confirmadas (...)».
Pensó que el rechazo humano a aceptar lo distinto, la apariencia de novedad que lo envuelve, más
que un acto de arrogancia era un acto compasivo del ser humano consigo mismo. Una especie de
inutilidad desolada que carece de tiempo para rectificarse y que obliga a cada quien a morir con las
verdades o mentiras con las cuales vivió. Se mantuvo tranquilo hasta el día siguiente después del
almuerzo que prefirió tomarlo frugal en el café cercano.

Para calentarse pidió un potaje de garbanzos, una ración de queso azul y una copa de un vino rojo,
húngaro de buen cuerpo, que le habían alabado. Empezó a inquietarse por Azevedo. No se le
ocurrió preguntarle en cuál hotel se había hospedado. Miró la hora y eran las cuatro de la tarde.
Utilizó la dirección de la que disponía en el internet y escribió un mensaje de pocas palabras en el
que le decía a Azevedo que lo esperaba.

A las siete no tenía respuesta y decidió llamar al amigo de la calle Talcahuano. Recordó las noches
largas de un peculiar esplendor de vida deteniéndose en los kioscos de libros, revistas, periódicos,
flores; las confiterías y las discusiones inacabables en voz alta sobre los partidos de fútbol: la
sombra del señor Borges del brazo de una mujer caminando por Florida; el café de Guido y Junín
con el señor Sábato hablándoles a unos muchachos del maleficio de los ciegos; la galería Imagen
con el poeta Viñals mostrando trazos, colores, de Berni y Pont-Vergés; las librerías abiertas a
medianoche. Fue la única vez que viajó a ver a su amigo con el pretexto incómodo de un congreso
sobre su oficio. Después, apenas le llegaba el eco siniestro de las noches vacías atravesadas por el
ulular de los transportes policiales y del ejército llevándose a la gente para desaparecerla en los
desiertos, en el mar, en las nubes, en los sótanos herméticos sin dirección, en la pampa con
viñedos abandonados y ovejas errabundas.

Habló con el librero varios minutos. Un tiempo prudente, en cuyo transcurrir aguardo que su
amigo aludiera a Azevedo y los motivos de la visita. Le extrañó que no lo hiciera. Tan pronto como
vinieron las pausas, cuando quedaron agotados los saludos, las preguntas generales que quieren
abarcar los años de ausencia y se está atento a la razón de la llamada, el señor Lan le contó de la
inesperada oferta y su portador. De cómo había invocado su nombre para generar confianza.
Cuando su amigo le contestó con extrañeza que no sabía nada de lo que le hablaba y no conocía a
ningún Azevedo, se quedó sin más que decir. Parecía incomprensible un misterio que no tenía
necesidad.

El libro de Galilei era auténtico y ganaba en curiosidad al tener el valor de ejemplar único por las
acuarelas de las lunas de mano del autor. No había pensado en el precio que ofrecería por su
hábito de conocer primero la aspiración del vendedor. Lo puso otra vez en la caja de seguridad y
esperó. Se entretuvo mirando caer la nevada sobre la calle y entre las luces. Estaba tranquilo, pero
al no entender la tardanza de Azevedo se abstenía de hacer conjeturas. Cerró y se fue a su casa sin
sacar las manos de los bolsillos tibios del abrigo. Descubrió sin sorpresa una fascinación repentina
por el señor Galileo y la falta de cualquier expectativa de comercio.

Los días se gastaron sin alteraciones extraordinarias ni sobresaltos. El invierno continuó con sus
nevadas ligeras y el frío constante de ventiscas moderadas. No recibió llamadas. Ni visitas. Ni
cartas. Ni mensajes por internet. Nada dio razón o pista de Azevedo. El anticuario contemplaba el
libro con su lupa, se entretenía con el latín esmerado del fisgón del cielo, y volvía a la sensación de
clandestinidad que protegía en su infancia cuando asomaba el ojo por la hendija de un baño que
aparentaba cobrar por los alivios del cuerpo y lo hacía en verdad por la visión de las bailarinas
quitándose con desenfado las ropas al ritmo de una orquesta de circo.

Había transcurrido un mes sin señales de Azevedo cuando la profesora Bernall lo llamó para
preguntarle si había adquirido el SIDEREVS NVNCIVS. Dijo que sí. Ella observó que no sentía
entusiasmo en su logro. Intentó animarlo con expresiones referidas a la buena suerte y a la
importancia del texto. Lo felicitó por tener en las manos esa copia única y ennoblecida por una
leyenda de amor. Después de dos meses, el señor Lan se llevó el libro para su piso. En el estante
donde habían ordenado con su esposa una Biblia, una edición príncipe de Moby Dick, los
diccionarios, un manuscrito empastado de Henry Roth, lo acomodó.

El domingo de pereza ininterrumpida, todavía en piyama, con el cielo y los olores sueltos de la
primavera, mientras pasaba con lenta indolencia las hojas del New York Times se detuvo en un
recuadro de texto breve. Anunciaban la deportación de un cadáver desconocido que por algunos
indicios parecía de nacionalidad argentina. Agregaba que la policía y las autoridades de migración
investigaban la identidad y la causa de la muerte. Lo alertó la corazonada de que ese cadáver fuera
Azevedo. Sin saber qué hacer con el presentimiento, se levantó para llamar a su amigo el librero y
sin adelantar más pasos que los suficientes para salir de la alcoba padeció la inutilidad de que sería
hablarle con fundamento en una ocurrencia cuyos elementos de veracidad no sabía cómo
encontrar, ni dónde. Fantaseó con una conspiración de los comerciantes de arte. Y tomó del
mueble el SIDEREVS NVNCIVS.

Se entregó a la admiración de las lunas. Después del mediodía, sin haberse metido bajo la ducha,
puso unos pistachos en un plato y se sirvió una copa de oporto. Consideró que a su edad apenas
los años le servían para completar un destino. No podía convertirse en policía para desentrañar
enigmas y muertes. Entonces se dijo que llamaría a la profesora Bernall para saber más de Marina
Gamba. La invitaría al Birdland y le pediría que indagara si había línea de descendencia de sus
hijas.

Al final de la tarde había tomado la decisión: guardaría el libro de las lunas del señor Galilei para
las descendientes de Marina Gamba.

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