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Un adverbio se le ocurre a cualquiera

Juan José Millás


Continuando con el estilo metalingüístico de la entrada anterior, así como
invocando de nuevo a Juan José Millás por su capacidad para comunicar
literariamente, traemos hoy a colación el texto con el que el valenciano fue
galardonado, allá por 2010, con el Premio Don Quijote de Periodismo. En él
confluyen varias de las características inmanentes a los articuentos, ese ser híbrido
entre el microrrelato y la columna de opinión, concebido por el susodicho escritor:
la primacía de lo ficcional sobre la realidad y la ambigüedad de ambos planos, una
estructura inductiva circular que atrapa la atención del lector, o los omnipresentes
humor, ironía, sarcasmo. El texto en cuestión, pues, es un fiel reflejo de la fuerte
voluntad de estilo que hace de esta figura heterogénea uno de los dardos más
certeros de cuantas plumas conforman la palestra cultural de este país.

Un adverbio se le ocurre a cualquiera

Hemingway cobraba los artículos por palabras. A tanto el término, lo mismo daba
que fueran adjetivos que sustantivos, preposiciones que adverbios, conjunciones que
artículos. No recuerdo de dónde saqué esa información, hace mil años (cuando ni
siquiera sabía quién era Hemingway), pero me impresionó vivamente. En mi barrio
había una tienda de ultramarinos, una mercería, una droguería, una panadería, una
lechería… Pero no había ninguna tienda de palabras. ¿Por qué, tratándose de un
negocio tan lucrativo, como demostraba el tal Hemingway? Para vender leche o pan,
pensaba yo, era preciso depender de otros proveedores a los que lógicamente había
que pagar, mientras que las palabras estaban al alcance de todos, en la calle o en el
diccionario.

Imaginé entonces que ponía una tienda de palabras a la que la gente del barrio se
acercaba después de comprar el pan. Sólo que yo las vendía a precios diferentes. Las
más caras eran los sustantivos, porque sustantivo, suponía yo, venía de sustancia. Si
la sustancia de una frase dependía de esta parte de la oración, lo lógico era que valiera
más. Después del sustantivo venía el verbo y, tras el verbo, el adjetivo. A partir de
ahí, los precios estaban tirados. Cuando un cliente, en mis fantasías, compraba tres
sustantivos, le reglaba cuatro o cinco conjunciones, para fidelizarlo. Mi padre, que
era agente comercial, utilizaba mucho el verbo fidelizar. ¿De dónde, si no, iba a sacar
yo esa rareza gramatical? En mi tienda imaginaria había también un apartado de
palabras inexistentes, para gente caprichosa o loca. Aún recuerdo algunas:
copribato, rebogila, orgáfono, piscoteba, aguhueco, escopeja…

El negocio imaginario iba bien. Todo el mundo necesitaba mis palabras. Al poco de
inaugurar la tienda tuve que contratar dos empleados porque no daba abasto. Luego
compré el piso de arriba para ampliar el negocio, pues llegó un momento en el que
la gente me pedía también frases. Puse en el sótano un taller con cuatro gramáticos
que se pasaban el día construyendo oraciones. Las había de muchos precios, claro.
Las frases hechas eran las más baratas. Recuerdo, entre las que tuvieron más éxito,
en boca cerrada no entran moscas y no rascar bola, pero a mí me gustaban mucho
también leerle a alguien la cartilla, ser un hueso duro de roer, chupar cámara, pelillos
a la mar, o mi sastre es rico. El precio de las frases aumentaba a medida que
resultaban menos comunes, o más raras. Por alguna razón que no llegué a entender,
había mucha demanda de frases absurdas. Me duelen los zapatos, por ejemplo, los
espejos fabrican harina orgánica, o las cremalleras son menos sentimentales que los
botones. Con el tiempo tuve que crear un departamento dedicado de manera
exclusiva a la construcción de frases absurdas.

La idea de la tienda de palabras y frases me resultó muy liberadora, pues siempre


pensé que ganarse la vida era condenadamente difícil. El mayor miedo de mi infancia
era el de acabar en una esquina, vendiendo pañuelos de papel. Un día que mi madre,
tras suspirar con expresión de lástima, se preguntó en voz alta qué iba a ser de mí, le
dije que no se preocupara, pues había decidido que iba a poner una tienda de
palabras. Tras meditar unos instantes, me dijo que eso era un disparate y que debía
poner mis energías en cuestiones prácticas. Ahí acabó mi sueño de vender palabras.
Luego, de mayor, comprobé que los anuncios por palabras constituían un capítulo
muy importante en la cuenta de resultados de los periódicos. Pero no le dije nada a
mamá, para que no se sintiera culpable.

De todos modos, acabé viviendo de las palabras. No tengo una tienda abierta al
público, tal como soñaba entonces, pero me levanto por las mañanas, las ordeno en
un papel, las envío al periódico o a la editorial y me pagan por ellas. A tanto la pieza.
Una pieza es un artículo. El término pieza se utiliza también entre los cazadores para
denominar a los animales abatidos. La semejanza es correcta, pues escribir un texto
se parece mucho a cazarlo. De hecho, con frecuencia se nos escapa. La otra noche, en
la cama, con los ojos cerrados, pasó volando por mi bóveda craneal un artículo
estupendo. Me levanté, cogí un cuaderno que tengo en la mesilla, apunté con el
bolígrafo, pero la pieza había desaparecido. Desde la utilización masiva de los
ordenadores, contamos los artículos por palabras. Éste que están ustedes leyendo
tendrá unas 4.700. Puedo calcular a cuánto me sale la palabra y decir que cobro en
plan Hemingway. Pero me sigue pareciendo mal que me paguen lo mismo por un
sustantivo que por un adverbio. Un adverbio se le ocurre a cualquiera.

Artículo publicado en la revista Interviú, 4 de mayo de 2009

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