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La carcajada funesta: sátira y negación en cuatro poetas mexicanos

Eduardo Medina López


Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea
Seminario de Poesía

Esconder la profunda tristeza, la melancolía, con la risa y la carcajada, aun cuando es a


expensas de un tercero, es al parecer cualidad del mexicano. Numerosos tratados
psicosociales, criminológicos y filosóficos, por lo menos desde inicios del siglo XX, se han
encargado de dilucidar el complicado carácter nuestro y sus representaciones en el arte y la
literatura.

Martha Munguía hace un repaso de esos tratados en el primer capítulo de su libro La risa en
la literatura mexicana (2012), e identifica que todos tienen algo en común: describen al
mexicano como un ser triste, solitario, melancólico y que por ende tiene predisposición al mal
humor y a la violencia. Rescata una cita de Génesis del crimen en México, tratado de Julio
Guerrero de 1901, que dice lo siguiente:

Aunque no es triste por naturaleza, el mexicano tiene largos accesos de melancolía, como lo
prueba el tono espontáneamente elegíaco de sus poetas [...], la música popular en tono menor,
y esas danzas llenas de melancolía que las bandas militares lanzan en los parques. El medio
en que habitamos suele transformar en tendencias melancólicas la gravedad del indio y la
seriedad del castellano. El uso de alcohol a veces neutraliza este resultado, [aunque]
desarrollando un aticismo duro y malévolo que hace reír del prójimo; una filosofía semi
estoica y semi burlona que hace desdeñar la vida y afrontar la muerte a puñaladas o balazos
por cualquier chiste de banquete o párrafo de gacetilla (2012, 28).

Octavio Paz, desde luego, indaga hondamente en los modos de ser del mexicano en El
laberinto de la soledad. En el capítulo tres, dedicado a las fiestas patronales, dice: “Gracias a
las Fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que
dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como
el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas” (1998, 20).

Pero advierte un poco antes: “En ocasiones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas, injurias,
balazos, cuchilladas. También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte:
quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que [...] lo incomunica” (19). El poeta ensaya
que hay algo ritual en la fiesta mexicana, una disolución de las normas sociales y un regreso a
un estado prenatal, presocial, que nos diluye en la muerte; pero esa dilución es exagerada: un
disparo al aire, fuego de artificio.

La fiesta nos devuelve, lúdico, el hecho inequívoco de la muerte, nos regresa también a
nuestro pasado indígena donde vida y muerte no eran opuestas, sino que una se extendía en la
otra. Pero si el ritual de la fiesta nos restaura ante la muerte, también lo hace ante la vida, las
relaciones de la sociedad que participa en el ritual: en la prodigalidad del gasto económico y
en la inversión de tiempo que el mexicano pone en la fiesta, se encuentra el reverso de su
soledad.

De este modo, la celebración, la fiesta, la risa mexicana es siempre una máscara y una
ruptura: una máscara que esconde la soledad, la melancolía, y que permite una apertura
radical: un abrirse el pecho ante el pedernal y afirmar la muerte negando la vida, pero riendo
a carcajadas. Paz sentencia: “afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de
China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son
siempre una burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la existencia
humana” (23).

La risa como ruptura de la melancolía, la negación burlona de la vida para afirmar la muerte y
la nada. ¿Pero cómo se inscribe esto en la literatura, y específicamente en la poesía? Munguía
Zatarain, rescata una cita de Luis G. Urbina, de 1917 que es interesante: “es de notar que si
algo nos distingue de la literatura matriz [la española] es lo que, sin saberlo y sin quererlo,
hemos puesto de indígena en nuestro verso y nuestra prosa [...]: la melancolía” (2012, 35).

A su vez, Pedro Enríquez Ureña en su conferencia sobre Juan Ruiz de Alarcón, dictada en
1913, famosamente hace un repaso por las tonalidades de la poesía mexicana desde que se
define como tal en la independencia y la describe como sobria, de “discreta mesura y tonos
melancólicos”.

Así la reconoce desde Fray Manuel de Navarrete, José Joaquín Pesado, pasando por Othon y
Gutiérrez Najera, “el poeta otoñal entre todos”; también en las “emociones delicadas y
solemnes meditaciones de Nervo, Urbina, González Martínez”, y a unque reconoce la
excepción de Díaz Mirón, concede que el poeta “de regiones tórridas y grandes ímpetus de la
tierra solar”, también ha dejado “canciones delicadas y melancólicas como Barcarola y Nox”
(1984, 27).

Anthony Stanton, en otro conocido artículo, rescata lo que señala Paz respecto de los poetas
posteriores en su ensayo de 1943, “Pura, encendida rosa”. Stanton anota lo siguiente: “Paz no
rechaza del todo aquel estereotipo [de lo melancólico] sino que trata de ampliarlo: el tono
crepuscular no es toda la poesía mexicana, pero sí constituye una línea importante y central
de la misma” (2001, 54).

Paz, a partir de las nociones de Xavier Villaurrutia vertidas en su conferencia “Introducción a


la poesía mexicana”, advierte que las notas sobresalientes de esta son “su apartamiento, su
soledad, su tono meditativo”, pero que cada poeta tiene ‘su hora específica del día’. Así, las
excepciones serían Díaz Mirón, Carlos Pellicer, poetas del mediodía y la mañana,
respectivamente. Y la regla serían Gorostiza (la madrugada) y Xavier Villaurrutia, poeta
nocturno.

Si bien estas consideraciones sobre la poesía fueron reformuladas y superadas por el propio
Paz en textos posteriores, sirven bien aquí a manera de dibujo general respecto de las formas
en que la melancolía se ha configurado en la poesía mexicana moderna, al menos hacia 1945.

Pero decíamos arriba: la risa como máscara de la melancolía, y como ruptura violenta de ésta.
¿Cómo entonces se configura la ruptura en los poetas de la segunda mitad del siglo XX? El
propio Paz lo ensaya en Los hijos del limo (1974). Expone que, hacia 1945, “la poesía de
nuestra lengua se dividía en dos academias, la del <<realismo socialista>> y los
vanguardistas arrepentidos” (1990, 208). Los iniciadores de la ruptura habrían sido La fijeza
(1944) de Lezama Lima; Libertad bajo palabra (1949) y ¿Águila o sol? (1950) del propio
Paz, y los primeros libros de Nicanor Parra, Roberto Juarroz, Álvaro Mutis, Jaime Sabines,
entre otros.

¿En qué radicó la naturaleza de esa ruptura? Paz lo expone con erudición: la poesía de estos
autores había interiorizado a la vanguardia: al surrealismo, al cubismo, al futurismo, y se
había desencantado de estos movimientos, no sólo porque se habían convertido ya en una
“tradición”, en una “academia”, sino porque dentro de ellos latía una contradicción con la
forma del poema y con la historia.
Si la vanguardia pretendía romper con el romanticismo (que a su vez rompía con la estética
neoclásica) afirmaban el espíritu romántico al pretender unir vida y arte, y en esa pretensión
revolucionaria latía una nueva forma de dogma; el simultaneísmo de Reverdy había
terminado por expulsar a la biografía y la historia del poema (177); el surrealismo, en esa
“subversión de la razón, la moral y la lógica”, había terminado por reinstalar el tiempo lineal
frente al tiempo circular del cubismo (179); y las visiones universales de Pound y su
fascinación por Oriente se habían convertido en un nacionalismo imperial (186).

Eliot cree en la iglesia y la Monarquía, Pound propone a los Estados Unidos la imagen de
Filósofo-Salvador, un híbrido de Confucio, Malatesta y Mussolini; para la vanguardia
europea, la sociedad ideal está fuera de la historia –que es el mundo de los primitivos, la
ciudad del futuro, o el pasado sin fechas o la utopía comunista y libertaria (194).

Estos poetas que habían visto ascender al nazismo, que habían visto los bombazos en
Hiroshima y Nagasaki, y que pronto vivirían los terrores de la posguerra en la Guerra Fría, y
su materialización en masacres, persecuciones y dictaduras militares, percibieron el juego de
negaciones y afirmaciones que entrañaba la vanguardia.

El territorio que atraía a estos poetas no estaba afuera ni tampoco dentro. [Sino en] la zona
donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del lenguaje [...] El lenguaje es el hombre,
pero también es el mundo. Es historia y es biografía [...] Habían aprendido a reflexionar y a
burlarse de sí mismos: sabían que el poeta es el instrumento del lenguaje [...] Veían en los
angloamericanos posteriores al modernism –Lowell, Olson, Bishop, Gingsberg– a sus
verdaderos contemporáneos [...] Conocieron a Pessoa y por Pessoa a los brasileños y
portugueses de su generación. [...] Aunque algunos eran católicos o comunistas, se inclinaban
a la disidencia individualista y oscilaban entre el trotskismo y la anarquía [...] En casi todos
ellos el horror hacia la civilización de Occidente coincide en la atracción por Oriente, los
primitivos, o a la América Precolombina (209, 210).

Esta poesía de ruptura era, también, un regreso a la vanguardia. Pero un regreso crítico,
consciente de las trampas de la historia y de la imagen en que cayó la primera. Era una
“posvanguardia” que volvía a ella para clausurarla. Ya para 1960 los poetas multiplicaron esa
ruptura hasta volver el cambio irremediable.

Hicieron una crítica del signo, abrazaron las formas no convencionales, y concibieron una
forma abierta, una “forma sin nombre”, que liberaba los versos de sus ataduras métricas, y los
inscribía más en el ritmo de la respiración, del aparato fonador del cuerpo; por lo mismo, se
dejaron filtrar por el ruido de la calle, del jazz, y de la conversación; exploraron la disolución
del yo, la transparencia de los objetos y los espacios, y criticaron severamente a los sistemas
político, económico, histórico que limitan y determinan al individuo (Ramos: 2018). Un
individuo que ya está fuera de la era moderna e inserto en otra: la posmoderna.
Las firmas más representativas de esta etapa son las que se congregaron alrededor de los
proyectos editoriales El corno emplumado (1962-1969) y La espiga amotinada (1960): Isabel
Fraire, Sergio Mondragón, Homero Aridjis, Jaime Augusto Shelley, Óscar Oliva, etcétera.

Esta condición posmoderna en que nada la poesía mexicana de los 70 en adelante está sobre
todo marcada por el descreimiento final del progreso y del futuro. En éste ya no se deposita la
esperanza de valores redentores o emancipadores, sino al contrario: el futuro es el desastre y
el horror. Dice Paz midiendo la temperatura de la época:

Lo que apenas ayer parecían las maravillas del progreso hoy son sus desastres. El futuro ya no
es depositario de la perfección sino del horror. Demógrafos, ecologistas, sociólogos, físicos y
geneticistas denuncian la marcha hacia el futuro como una marcha hacia la perdición. Unos
prevén el agotamiento de los recursos naturales, otros la contaminación del globo terrestre,
otros una llamarada atómica (1990, 213).

Es precisamente esta condición posmoderna la que mueve a cierta poesía mexicana de los 70,
80, 90 a la sátira, a la profecía y a la negación como tipos discursivos. En ellos se configura
una nueva melancolía y una nueva risa funesta y macabra. Si la imagen y su significado se
han diluido, roto, la poesía se convierte en poca cosa: a lo menos, en una herramienta para la
injuria, para el insulto venenoso, como en Salvador Novo; a lo más, en un lenguaje cifrado
que se transparenta, creando reflejos, ecos, y oscuridad, como en Jorge Fernández Granados.

Si la humanidad, pues, marcha hacia el desastre y el despeñadero, hacia la aniquilación; si el


tiempo todo lo destruye y al final del camino sólo está la muerte, entonces el poeta deberá
anunciarlo, deberá nombrarlo en una profecía para que la palabra, por poco que dure, se
quede “inscrita en la pared”. Este es el caso de José Emilio Pacheco y Jorge Fernández
Granados.

Para estos poetas, paradójicamente, esto implicó un regreso a la forma: especialmente al


soneto y al epigrama. A mi modo de ver, hay por lo menos tres explicaciones posibles para
este fenómeno. La primera tiene que ver con algo que apuntó Jorge Cuesta en su conocido
ensayo “El clasicismo mexicano”: los orígenes de la poesía mexicana están en formas
universales, dada su profunda raigambre con la tradición clásica española, que tiene
influencias profundas de las formas italianizantes; la poesía mexicana nació universal y ha
preferido las formas universales sobre las particulares; su originalidad es pues, un respeto al
origen (Pacheco: 1965). Frente a la forma abierta o forma sin nombre que imperaba en la
época, los poetas oponen un regreso a la forma como acto de conservación.

La segunda explicación deriva de la primera: este regreso a la forma clásica puede ser un acto
conservador, pero también una forma de burla: una “metaironía”, como dice Paz: ante la
caída en el abismo, la ruptura de la imagen y la muerte de la poesía, el poeta vuelve a la
forma clásica pero para anunciar su fin, para enunciar su levedad, su carácter vacuo y finito.

La tercera explicación deriva de la segunda: si los poetas mexicanos posmodernos heredan la


tradición de la vanguardia como ruptura para clausurarla, el regreso a la forma es una ironía
de la poesía, y una negación (o una crítica profunda) de la vanguardia. En cualquier caso,
estos cuatro poetas que he nombrado aquí: Novo, Lizalde, Pacheco y Granados tienen algo en
común: el uso de las formas clásicas, sobre todo soneto y epigrama, para enunciar el fin del
progreso, de la poesía, a menudo con marcas de sátira, de burla, hasta de venenoso insulto
que mueven a una risa macabra, o una risa funesta que esconde, en realidad, una profunda
melancolía.

El caso de Novo es revelador. En el tomo póstumo Sátira, editado íntegramente en 1970


(algunos poemas ya se habían publicado desde 1955), encontramos el siguiente soneto en
donde encontramos la marca melancólica.

YA NO parece bien, a mis abriles


pensar en el amor. Fuera locura
llorar, sentir, querer —¡ay!— con la pura
ilusión de los años juveniles.

No sueño más en lunas ni pensiles


ni de un ósculo pido la dulzura
al fuego que en mis sienes se apresura
—con patriótico ardor— en los desfiles.

La ley de la demanda y de la oferta


que me ha enseñado su sabiduría
lleva al fácil amor hasta mi puerta.

Y sin embargo, a veces, todavía,


sobre el crespón de mi esperanza muerta
vierte su llanto la melancolía (92).

El dolor por la pérdida de los años de juventud, la desesperanza y el desencanto ante el amor:
un amor que se ha vuelto fácil, de consumo, regido por las leyes de la oferta y la demanda,
cruzan todo el poema. Esta melancolía ante la vejez (“ya no parece bien, a mis abriles”) dará
a Novo un motivo para la burla despiadada de sí mismo, burla que dirigirá después hacia los
otros. Veamos su soneto fechado en y titulado así: 1960.

DOCE VECES menstruó 59.


¡Y en tanto tú, vencido y cabizbajo,
discurrías meciendo ese badajo
que ningún replicar yergue o conmueve!

¡Ah, cuánto fuera nuestra vida breve


para cortarle a la epopeya un gajo!
¡Cuán presto desistió de su trabajo
este huevón que no hace lo que debe!

En vano es que le invoquen o lo llamen,


amanecen, exhorten o supliquen,
estrujen, froten, rueguen o reclamen.

Perezoso y undívago cual líquen,


no pretendemos ya que nos lo mamen,
sino —¡siquiera!— que nos lo mastiquen (42).

El poemario está cruzado por esta burla del cuerpo, de la disfunción eréctil. Ante la vejez, la
pérdida de lozanía, Novo responde con la burla de sí mismo. Quizá el poema más
emblemático en este sentido sea precisamente el que abre el volúmen, y en donde expresa,
además, su desencanto ante la poesía, pues la vejez y la decrepitud le han robado hasta la
capacidad para escribir poemas.

ESCRIBIR PORQUE sí, por ver si acaso


se hace un soneto más que nada valga;
para matar el tiempo, y porque salga
una obligada consonante al paso.

Porque yo fui escritor, y éste es el caso


que era tan flaco como perra galga;
crecióme la papada como nalga,
vasto de carne y de talento escaso.

¡Qué le vamos a hacer! Ganar dinero


y que la gente nunca se entrometa
en ver si se lo cedes a tu cuero.
Un escritor genial, un gran poeta...
desde los tiempos del señor Madero,
es tanto como hacerse la puñeta (3).

El hecho de que sea este soneto el que abra el volúmen es bastante elocuente, se presenta
incluso a manera de prólogo. La exageración de los defectos corporales, la animalización
(“era tan flaco como perra galga”) y la ironía final del gran poeta corresponden a las marcas
de sátira: tono que será especialmente venoso en los demás sonetos del volúmen. En la
sección, “La Diegada”, Novo dirige su ingenio demoledor al pintor Diego Rivera.
Lo insulta de todas las formas que puede, pero la animalización será uno de los marcadores
constantes. Veamos el soneto siete de la sección dos:

EL BERRENDO mural, Tauro eminente,


becerro babilonio, Apis moderno,
chivo de la expiación, hijo del cuerno
que las nubes abolla con la frente,

para darse renombre entre esta gente


de multidiversidad y desgobierno,
tiene pincel y mugimiento alterno
de rojo y de amarillo conveniente.

Consumado cabrón, buey sin arado,


habla de los burgueses, y alquilado
del Gobierno y de gringos se amamanta.

Para que no los llene de defectos,


le pondrán los muchachos arquitectos
un asta aquí —donde le crece tanta (19).

Son particularmente interesantes los versos de la segunda cuarteta, ya que en todos los
sonetos de la sección Novo incurrirá no sólo en el insulto personal y la burla directa, sino
también a una dura crítica política y estética de la vanguardia. El soneto “La Revolución que
todo premia”, habla por sí solo:

PUES LA Revolución todo lo premia


con aproximaciones y reintegros,
y la cena fatídica de negros
está por terminar, y el tiempo apremia,

nombraron Director de la Academia,


a quien cambió una madre por dos suegros,
a quien con sus pinceles pelinegros
la pintura mural hizo epidemia.
Y hallando en mal estado el edificio,
lleno de cuarteadoras y de plastas,
púsose a meditar, con sano juicio.

Y le dijo al Rector: “Aquí no gastas,


que voy a aprovecharte de mi oficio.”
Y apuntaló los techos –con las astas.

Tenemos, pues, además de las marcas satíricas en la animalización, el insulto y la burla, una
crítica de la vanguardia. Desde luego son conocidas las inclinaciones políticas de Novo, y la
animadversión que Rivera y Novo se profesaban. De hecho, Rivera caricaturizó a Villaurrutia
y al propio Novo en uno de los murales que decoran hoy la Secretaría de Educación Pública.
Al mural lo decora la frase: “El que quiera comer, que trabaje”, con la que Rivera recrimina a
estos poetas por ser el símbolo de artistas “no comprometidos”.

Si bien los poemas de “La Diegada” se conocieron desde 1926, la sección dos, que incluye
los sonetos aquí presentados, son posteriores y no se conocieron sino hasta 1955, cuando se
publicó parcialmente el volúmen Sátira. De cualquier modo, la publicación de 1970 resulta
concomitante con las preocupaciones de la poesía de esos años, y en el libro se configura con
maestría un discurso que regresa a la forma clásica del soneto para enmascarar la melancolía
por el pasado (ese pasado de gran poeta que Novo rememora con dolor); efectuar una ruptura
con lo establecido; una ruptura violenta que incluye la burla y el insulto venenosos, y la
crítica de la vanguardia. Todo ello enmarcado en una risa macabra y funesta que expía el
dolor de quien la produce a costa de los otros y de sí mismo.

Antes de proseguir, son necesarias algunas palabras sobre la sátira. La Nueva Enciclopedia de
Poesía y Poética Princeton la define como un modo discursivo (el satírico) y un género
literario que inserta una crítica o una polémica respecto de un orden establecido (1114). Tan
vieja como la retórica, la sátira clásica en verso está comúnmente asociada a la didáctica, a
pesar de su registro cómico.

Por su parte, la sátira romana amplió los registros de la clásica, especialmente ligada a una
apología de la moral y de las buenas costumbres, y la volvió un mecanismo del discurso
hecho para evidenciar y ridiculizar con malicia todos los defectos y los males del hombre. En
este sentido, la sátira ha mezclado toda una serie de registros, entre ellos la animalización o la
bestialización, la ironía, la invectiva, el sarcasmo, la hipérbole y el eufemismo para
configurar su discurso (1115).

Sin embargo, otro brazo de la sátira (y que se practica con más constancia desde la
modernidad) no pretende ensalzar, corregir, ni reformar; tampoco, ni solamente, ridiculizar,
sino negar irónicamente cualquier orden establecido, para volverlo absurdo (1116). Steven
Weisenburger ha teorizado, por otra parte, cómo la sátira que él llamó “sátira degenerativa”
es una clase de sátira que se ajusta formal y semánticamente a una condición posmoderna
(Díez Cobo, 2006, 89).

Esta modalidad serviría para “subvertir los órdenes jerárquicos de valor, y para reflejar
sospecha ante cualquier construcción de significado, incluso en aquel que la propia sátira
propone” (Weissenburger, 1995, 3). De esta manera, la sátira posmoderna sería aquella que
arroja duda, sospecha, o abiertamente niega la relación del signo con la imagen y todos los
procesos de significación.

Sin embargo, en todos los registros y modalidades de la sátira hay algo común: el ingenio. Es
precisamente el ingenio el que vuelve tan cercanos al satirista y al orador, y a este modo de
discurso con la retórica: a través del ingenio se controlan y se matizan los alcances de la
sátira. Dice la enciclopedia Princeton: “La retórica es un modo discursivo más ajustado y
disciplinar que la sátira, pero ambos tienen suficiente similitud en el uso persuasivo del
lenguaje, y su estructuración que se beneficia siempre de los estatutos organizadores de la
retórica” (1115).

Es precisamente a través del ingenio como la sátira se une a ciertas formas métricas, como el
epigrama. El epigrama es una forma métrica breve, caracterizada por el ingenio y la agudeza
en que está compuesta. Tiene una estructura bipartita en donde la primera es introductoria y
la segunda se inscribe un remate sorpresivo, aquel que mueve a la risa (Carmona Flores, 11).

El epigrama ha sido una de las formas que ha adoptado la sátira, y Marcial es uno de sus
configuradores en la época clásica. La sátira se relaciona con el epigrama en su capacidad
para mover a la risa, a través del ingenio y la agudeza con que se escribe. También comparten
un elemento de obscenidad, de lascivia, que si bien no es exclusivo de la sátira, en el
epigrama encuentra su expresión más prístina (Cortés Tovar, 40).
Es precisamente el epigrama el que permea todo el poemario de Eduardo Lizalde, La zorra
enferma (1974), obra cargada de irreverencia, de falta de respeto a las normas establecidas en
la política, en la historia, incluso en la poesía. Se vale de la violencia, de la animalización y
de la sátira para revelar un profundo pesimismo por la existencia. Si bien la risa Lizaldeana,
la sátira que configura en sus poemas, es diferente de la de Novo, en ella también se esconde
una negación irónica de lo que nombra, o una ridiculización de lo que afirma. Veamos el
poema “Lobo, represión y eneasílabos dactílicos”:

El lobo que busca su presa


se atiene a colmillos filosos.
Es gente carente de culpa,
no es docto ni bien educado.
¿Qué esperan del lobo, carneros?
¿Bombones, caricias, besitos
tará, tararí, tarará? (179).

En el poema podemos encontrar esa ironía aguda lizaldeana; la forma bipartita del poema que
presenta una situación en los primeros cuatro versos, y que resuelve con humor e ingenio en
los tres últimos. Sin embargo, a pesar de lo humorístico del poema, la risa que provoca
entraña una violencia (los colmillos filosos del lobo) que vuelve al poeta una especie de
bestia feroz. Por otro lado, están los lectores (esos carneros) que son inocentes criaturas que
esperan del lobo “caricias y besitos”. Ridiculización de los lectores, bestialización del poeta,
e ingenio y sorpresa al final del poema.

El elemento de negación irónica, podemos encontrarlo en otro poema muy potente y brutal
del volúmen, titulado “Dios no sabe lo que hace”. Dice así:

DIOS NO SABE LO QUE HACE


¿O existe acaso? (183).

Ni siquiera es necesario explicar el poema. En todo el volúmen encontraremos estos


marcadores de negación, a través de los cuales el poeta expresa escepticismo y hasta
pesimismo por lo que nombra. Su poema, “Sol”, es a la vez una negación de la poesía, de la
supuesta belleza que entraña.

La luz del Sol,


dicen los químicos
–también lo dice Góngora–
nos da manzanas rubicundas.

Es falso:
el Sol todo lo pudre;
nosotros arrancamos
de sus garras los frutos (207).

Lizalde también descree del amor, aunque no en forma melancólica (como sí Novo), sino de
una manera radical y satirizada, a partir del elemento animal que entraña el poema “Amor”.

Aman los puercos.


No puede haber más excelente prueba
de que el amor
no es cosa tan extraordinaria (208).

Sin embargo, es al final del volúmen en donde encontramos los versos más devastadores y
humorísticos, en tanto están compuestos con marcadores de profecía. El poeta anuncia el
desastre por venir: la destrucción del planeta, el reinado de la basura (imagen que
encontraremos una y otra vez en José Emilio Pacheco) sin perder un ápice de ingenio. A
menudo el lector es movido a la risa, gracias a la ridiculización que el poeta configura en lo
que nombra: esta risa no esconde una melancolía pero sí una negación radical, casi nihilista,
de lo que nombra. En la segunda parte del primer poema que componen “Las profecías”,
encontramos lo siguiente:

No todo, por desgracia,


será destruido,
pero el planeta se convertirá
en una hermosa esfera de chicle
marca Adams (226).

Un poco más adelante, en la sección “XII”, encontramos otra marca profética unida a la
ironía satírica que mueve a la risa macabra, a la risa incluso frente a la muerte total que el
poema anuncia. Dice así:

¡Aullad!
Comencemos a impostar ahora
los aullidos de esa noche.
Salmuera para nuestras barbas.
A espada, a hierro moriremos
(matanga, dirá la changa)
que nadie duerma en veinte años (232).
De este modo, la obra de Eduardo Lizalde se vale de la forma breve, epigramática, asociada a
la sátira a través del ingenio y de las figuras del humor como la ridiculización, la
animalización, para mover a una risa que esconde una profunda violencia: la violencia de los
poemas es tan grande que en “Las profecías” anuncia una muerte total (“a hierro moriremos”)
pero cargada de humor irónico que neutraliza la brutalidad de los textos: afirmación de la
muerte a través de la negación de la vida: de su ridiculización.

Estas marcas de negación y profecía las encontraremos también en Los trabajos del mar
(1983), de José Emilio Pacheco, también especialmente cargadas de ironía satírica. Son
especialmente interesantes los poemas “Pornoágrafo”, “A Circe, de uno de sus cerdos”,
“Recuerdos etimológicos” y “A Efraín Huerta”, ya que la sátira pachequiana tendrá
abiertamente un carácter degenerativo. La animalización, la ridiculización no estarán
dirigidas a un tercero (como en Novo), tampoco hacia la historia, los órdenes políticos o
poéticos (como en Lizalde) sino a la especie humana. Pacheco erigirá un espejo frente al
lector para que se contemple, y lo que verá será a un ser destructor, asesino; o poco más que
un puerco.

El poema “Circe, de uno de sus cerdos”, es especialmente revelador y se alínea con ese
descreimiento melancólico o pesimista del amor, que se encuentra en los poemas aquí
presentados de Novo y Lizalde. También tiene el elemento de ingenio satírico, al intervenir
en una reescritura a la rapsodia X de la Odisea. Además, obviamente, de la animalización que
ridiculiza al sujeto. Dice así:

De entre todas las bestias


que en mi cuerpo lucharon contra mi alma
acabó por triunfar el cerdo.

Circe, amor mío, cuánta paz y felicidad sabernos


nada más que cerdos. No ambicionar
la aprobación de nadie [...]

Disfruta, Circe, la pasión de tus cerdos.


Paga en amor la humillación de tus cerdos (281).

En una tónica similar se encuentra el poema “Pornoágrafo (una sátira)”, en donde


encontramos la marca de este discurso abiertamente enunciada desde el subtítulo; y un juego
de palabras muy ingenioso entre “pornógrafo”, alguien que hace o se dedica a la pornografía,
y la palabra “ágrafo”: alguien que no sabe o no puede escribir. También encontraremos al
final del poema la marca profética.

Cuánta imaginación la del erótico zozobrante


que cuenta por millones y siempre cuenta
las hazañas que nunca tuvo.
[...]
Todo novela pornoágrafa.
Todo en la mente
pero hasta convencerse de que fueron verdad
sus populosas orgías y sus fornicaciones
con todo lo que camina, vuela, se arrastra
o nada (la nada) Tristeza
de la imaginación entre las cuatro paredes.
Porque van como nubes
las que sólo tocó su fantasía.
Su triste cuerpo
fue la alcoba nupcial y nadie
escribirá la dicha y el tormento
del amor más terrible
que es el amor propio (282).

El poema es interesante en varios sentidos: a través del eufemismo de los últimos versos,
Pacheco remata con un final sorpresivo que evidencia el carácter masturbatorio del sujeto al
que está dirigido el poema. Pero también tiene una carga de sátira clásica: se deja ver una
moral en los versos: “sus populosas orgías y sus fornicaciones/con todo lo que camina, vuela,
se arrastra”.

Pero también tenemos la marca de la tristeza; en la risa que nos provoca el final del poema, se
entrevé una verdad más honda: la del aislamiento. La de una sexualidad cancelada,
circunscrita al propio cuerpo: incapaz de llevarnos a la otredad. “Tristeza de la imaginación”,
dice. Se trata, pues, de un sujeto posmoderno, aislado, triste, que no tiene la oportunidad del
testimonio porque nadie escribirá el tormento de su dicha. La marca profética anuncia un
porvenir de esta naturaleza, y en ese “pornoágrafo” cabemos todos.

El advenimiento del desastre es un tema que atraviesa todo el libro de Pacheco. Su primera
sección, “Aguas territoriales”, es una representación de la naturaleza luchando contra el orden
humano: la ira de la naturaleza que restaura de pronto su orden salvaje; el orden humano que
se instala de nueva cuenta, aniquilando. En este tenor se encuentra el poema “Recuerdos
entomológicos”, en donde el ser humano es una criatura carente, deficiente frente a las
inteligencias animales. Dice así:
En marzo aparecieron las hormigas.
No unas cuantas –voraces y puntuales,
parte del mundo como siempre– sino
millones en columnas vibrantes
por todas las bodegas de este país.

Arrastraron
al fondo de los ciegos pasadizos
hasta un grano de sal o cualquier cosa mínima
que antes hubieran rechazado.

No es pensamiento mágico: se trata


de un sentido que aún no descubrimos.
Como otros animales se anticipan
a terremotos y desbordamientos,
en vísperas de crisis y escaseces
[...]
Desprécialas si quieres, o extermínalas:
No las acabarás
Han demostrado ser sin duda alguna
mucho más previsoras que nosotros (292).

El carácter regresivo de esta sátira es claro: el ser humano es un ser deficiente frente a las
inteligencias animales (previsoras); es además susceptible a las supercherías y engaños (“no
es pensamiento mágico), y aniquila lo que no entiende (“extermínalas si quieres”). Si bien
este poema no tiene un registro de humor claro, el lector esboza una sonrisa ante el ingenio
del final (estos remates ingeniosos al final del poema son firma de Pacheco, y también de
Lizalde; igualmente comparten el uso de versos aclaratorios que se ponen entre guiones y que
dosifican el ritmo del poema, ayudando al efecto final de sorpresa irónica).

Finalmente, en el poema “Para Efraín Huerta”, me parece encontrar la marca más evidente de
sátira degenerativa. En los versos finales, el poeta vuelve a poner un espejo sobre la especie
humana y lo que se ve es un desastre lleno de cadáveres. El reflejo funesto y mortuorio es
asimismo uno de los temas centrales del volúmen. Es imposible no mencionar “Prosa de la
Calavera”, u “Homenaje a Rulfo en sus palabras”. Sin embargo, en el poema a Efraín Huerta
encontramos la marca de la negación en un tono muy irónico, que contrasta con la aparente
festividad del poema. Acá la fiesta también es una máscara que esconde el desastre. El poema
dice:

¿En qué lugar del valle que no elegimos, la isla de asfixia


rodeada de miseria por todas partes, habrán quedado
tus pasos, tus palabras, tu última sombra?
Así pues, terminó el danzón.
Vámonos con la música a otra parte.
Tú no estás muerto.
En esta inmensa zona de desastre que es México
nosotros somos los cadáveres (299).

A lo largo de estos poemas hemos podido observar cómo la melancolía, la tristeza, la soledad,
han sido líneas centrales de la poesía mexicana. Especialmente después de la segunda mitad
del siglo XX, esa melancolía se configuró muy cerca de la sátira: ese modo de discurso que
utiliza la retórica, el ingenio, para maldecir, insultar, burlarse de otro: evidenciarlo y
ridiculizarlo, a menudo a través de la animalización, el eufemismo y la hipérbole.

Esta sátira muchas veces esconde la tristeza, esa melancolía por lo perdido: la juventud, el
amor, la capacidad de escribir; pero también esconde la negación de un valor, como el
progreso, o la capacidad emancipadora de la política, de la historia.

Particularmente en el caso de los poetas considerados posmodernos, aquellos que escribieron


a partir de 1970 en adelante (tocados por la idea del final definitivo, el desastre planetario y la
ruptura de la imagen con el signo) configuran esta sátira para evidenciar y profetizar el final
que se acerca, y lo hacen a partir de un regreso (que puede ser un acto de conservación, de
ironía, o de negación) a la forma clásica, especialmente el soneto y el epigrama.

En esta sátira posmoderna hay también una mirada que va de regreso, una “degeneración”
como movimiento centrípeto: un espejo en el cual podemos mirarnos como especie y lo que
vemos es una risa, pero la risa pelada de la calavera. En los tres casos, la risa a la que nos
mueven estos poetas –Novo, Lizalde y Pacheco– es funesta, macabra, violenta.

El caso de Jorge Fernández Granados es algo diferente: en los sonetos y demás poemas de El
arcángel ebrio (1992) no encontramos una satírica, pero sí una mirada profundamente
pesimista frente a la imagen, y una negación de lo que consideramos real: incluidos aquí el
amor y la poesía. Se ajustan, de esta manera, muy bien al carácter posmoderno que ya se
dibuja en Lizalde y Pacheco. Su soneto más demoledor es el seis de su serie “Transparencia”,
dice así:

Ingobernable acecho del instante


que rema en latitudes de vapor
la paciencia cautiva del dolor
a un mismo tiempo próximo y distante.

En la pujanza cae la imagen ante


los sucesivos dones del espacio,
ante el espejo torpe de los actos,
sonámbulos de sí, mudos y errantes.

¿Ajena fue la Forma al fiero arder


del polvo bajo el Tiempo condenado?
¿Ajeno este delirio en sucesión

que inventa la ficción del suceder?


¿Un coágulo de tiempo imaginado
el mentido reptar de la emoción? (18).

En este poema, el instante siempre nuevo acecha al poeta: el tiempo corre y hace arder al
polvo, y a su vez crea una sucesión de imágenes, pero las imágenes son delirios. Lo que se
percibe es una ficción, y las emociones que provocan lo visto, también. O eso, al menos, se
pregunta el poeta. Este descreimiento de la Imagen, que cruza todo el poemario, será motivo
para un profundo pesimismo, que tocará la memoria, el amor y la poesía. Esto será, desde
luego, motivo para la tristeza y para la risa funesta. En el poema “El prestidigitador”, lo
encontramos muy claro, al final del poema.

A veces tus poemas se te rinden en la boca


y le escupes a la vida el silencio más amargo,
el truco invicto de los callejones de tu pena.
A veces es más cruel la risa de tus labios ebrios,
prestidigitador,
y no hay monedas que te paguen la tristeza (39).

En la ebriedad del prestidigitador (el poeta como un truquero, un farsante burletero que crea
‘magias’ con las palabras, y las dirige a un público pueril) se expresa su risa; una carcajada
que esconde su dolor y su tristeza, pero que es cruel. No puede expresar cabalmente sus
palabras, “se le rinden en la boca”, y son además imperfectas: como “un desterrado sol que se
lava a carcajadas las rodillas/ en el charco de la fortuna y el instante”.

Si bien este poema, como dijimos arriba, no tiene una carga humorística tan evidente como
los anteriores, el título del poema da una clave: el poeta como truquero; de alguna manera es
un payaso triste que hace reír a la gente con sorpresas y novedades. Pero: “luego se
marchan/porque se hace tarde”. Al final del poema encontramos de nueva cuenta la marca de
la negación, pero lúdica; negación de la vida afirmando la muerte, una muerte de taberna.

sabes que nadie vendrá a salvarte


porque aquí se muere siempre, a todas horas,
sin mendrugos, ni medallas.
La muerte es una dama sola y displicente
con la que hay que tomarse cada noche unos tragos (39).

A partir de estos poemas podemos ver a la sátira y a los recursos del humor como registros
multifacéticos; en algunos poetas, como Novo y Lizalde, está presente en formas clásicas,
mientras que en Pacheco y Fernández Granados, hay variantes en la forma, epigramática,
soneto, o en verso libre.

También podemos observar cómo los motivos de la risa no son enteramente lúdicos:
esconden un dolor, una melancolía, pero también engendran una violencia que significa una
ruptura con un orden establecido; puede ser un orden poético, o filosófico, pero también esa
violencia puede volverse hacia uno mismo: hacia el poeta, o hacia la raza humana en general.
Esta violencia se expresa en forma de burla, de insulto, o de negación pesimista de los
valores, como el amor, el progreso, la belleza. En esta risa macabra o funesta hay también un
regreso hacia lo primigenio, una disolución del que ríe con la muerte. Su risa es negación de
la vida y afirmación de la muerte, pero absurda. Esto es especialmente evidente en poetas
considerados posmodernos.

Estudiar la risa como categoría estética en la poesía sería sin duda una empresa interesante.
Martha Munguía Zatarain reconoce que hacen falta esfuerzos para penetrar más hondamente
en ese fenómeno. La revisión que se ha hecho aquí ha revelado que esa línea de estudio es
vasta y suficientemente estable como para emprender un trabajo serio.

Bibliografía

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