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ZARUMA, UN ‘COFRE’ DE LEYENDAS Y

MISTERIOS

Escondida entre los cerros australes de


la provincia de El Oro se encuentra
Zaruma. Un poblado sin urgencias por
adoptar las modas del mundo. Sus portones de madera y calles empedradas
invitan a añorar tiempos más sencillos, rústicos y mágicos.
Así lo cree el Dr. Gonzalo Rodríguez Calderón, un zarumeño de 82 años que ha
dedicado su vida a la educación y a la difusión de cuentos y leyendas de su
cantón. Hasta la fecha posee 30 publicaciones y tiene planificado lanzar 2 más
en los próximos meses.
Según Rodríguez, las leyendas son parte de Zaruma desde su origen, mismo
que tuvo lugar en 1533, cuando los españoles decidieron asentarse en ese lugar,
atraídos por el oro. “Para llegar hasta aquí, los conquistadores tuvieron que vivir
mil y un aventuras; ríos correntosos, montañas empinadas y difíciles accesos.
Esto forjó la identidad de Zaruma”.
Durante sus primeros años de vida, Rodríguez pudo convivir con muchas de las
limitaciones que acompañaron al poblado por cientos de años. “Aquí, el
aislamiento nutrió la tertulia y la unión familiar, esto permitió que los abuelos
pasaran las leyendas a sus nietos: de generación en generación”.
La bestia de 7 cabezas
Hace muchos años, en la época de la Colonia, se usaban mulas para trasladar
herramientas al interior de las minas y asimismo extraer desechos.
Una vez, debido al intenso trabajo al que eran sometidos, murieron 7 animales
en el interior del agujero.
Con mucho esfuerzo, los mineros sacaron sus cuerpos descompuestos, dejando
las cabezas, para reducir el peso.
Al día siguiente las cabezas habían desaparecido, así que retomaron sus
trabajos en la oscuridad del socavón. Mientras se adentraban, los mineros
observaron luces en lo más profundo de la mina. Pensaron que se trataba del
brillo del oro reflejado por sus linternas y se apresuraron a extraerlo, sin
embargo
se encontraron con una enorme bestia con 7 cabezas de mula. Huyeron
despavoridos sin mirar atrás y hasta los mineros tienen miedo de descender.
Los Ajíes de oro
En la parte oriental de Zaruma vivía un hombre muy pobre. Para poder cocinar,
el hombre debía proveer a su esposa de leña, que se recogía al otro lado del
cerro.
Una tarde, al retornar a su hogar, vio una planta de ají. Él sabía que no era
mucho, pero decidió tomar algunos para condimentar los escasos alimentos que
podía conseguir.
Al llegar a su casa, dejó la bolsa con ajíes sobre la mesa y se arrodilló a
encender
el fogón con los leños recolectados.
- “He traído unos ajíes que encontré en el camino”. Dijo a su señora, sin voltear.
Mas, cuando esta se disponía a tomar los ajíes para elaborar una salsa, no logró
levantar la bolsa, pues le era muy pesada. Al abrirla, notaron que los ajíes eran
de oro sólido.

Consumido por la ambición, el hombre tomó otra bolsa y corrió hasta el arbusto
donde había cosechado los ajíes, pero este había desaparecido.
El Cura difunto
Un joven de la zona rural de Zaruma había llegado a la cima del poblado, muy
tarde por la noche, en busca de medicinas para un pariente enfermo de
gravedad.
Debido al cansancio, decidió pedir posada en una casa de la calle Colón, que
aún existe.
Tras descansar, el joven que se preparaba para salir en busca de los remedios
fue detenido por la dueña de casa.
- “No se vaya en esta noche tan tenebrosa, espere un poco”, le dijo.
Pero su preocupación por la vida de su familiar fue mayor y el joven salió.
Camino a la casa de un boticario, observó que dentro de la iglesia sobre la calle
San Francisco, los faroles estaban encendidos y las puertas abiertas, por lo que
entró para pedir a Dios por sus familiares enfermos.
Ya en la iglesia se topó con un cura encapuchado, quien se ofreció celebrarle
una misa. Juntos recitaron varias oraciones, hasta que el joven se acercó al
sacerdote y observó que este tenía parte de su piel carcomida, los ojos
desorbitados y la quijada desencajada, estaba muerto.
El joven quedó helado del miedo sin poder moverse, entonces el cura le dijo -
“No huyas, yo era sacerdote y fui castigado por Dios, porque tenía aventuras
amorosas y cobraba demasiado por las misas, por eso estoy condenado a
celebrar misas en las madrugadas”. Al joven poco le importó la explicación y
huyó.
Al llegar a la casa donde había pedido asilo, completamente pálido, fue atendido
por la dueña del hogar y algunos vecinos.
- “Yo le advertí que no salga en esta noche tenebrosa”, le increpó la señora.
- “Pero tengo que volver por las medicinas”, respondió él, aún tembloroso.
La dama suspiró al notar su terquedad y le obsequió una botella de agua bendita.
El joven se subió a su caballo y fue directo hacia el boticario sin voltear a ver a
la iglesia y aferrándose al agua bendita.
Al obtener las medicinas, cabalgó a toda velocidad hasta su hogar para dárselas
a su pariente, quien logró salvarse. (F)

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