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El Gran pez

Por: Maribel Balaguera

Mami: “acuérdese de que son de río”, me decía papá cada vez que salíamos
de pesca al río Magdalena para hacer referencia a lo firmes y fuertes que
debían estar mis brazos a la hora de pescar uno de estos animales poderosos.
“Mija, acuérdese que son de río y esos berracos dan la pelea”.
Mi papá acostumbraba recorrer lugares remotos en los que pudiéramos ir de
pesca, junto a mi mamá y mi primer hermano, solíamos atravesar pueblos
enteros buscando “buenas orillas decía papá”, en donde pudiéramos “tirar
vara”.
El Magdalena siempre nos acogió, nos dio los mejores momentos en familia,
nos alimentó, nos contó historias y nos cobijó durante noches soñadas y
estrelladas. Sus orillas fueron testigo de mis sonrisas más sinceras, los
mejores recuerdos que atesoro y uno que otro susto, algunas veces creí morir
entre sus caudales.
Visitar el río, era por mucho, las vacaciones soñadas; a veces sus rocas me
servían para inventar ciudades enteras, creo que llegué a construir entre sus
playas las mejores carreteras nunca antes vistas; y qué decir de la “búsqueda
de oro con mi hermanito” o la pelea de arena que se formaba entre los dos y
que siempre terminaba con su llanto; de esto, lo último que recuerdo, eran
sus quejidos mientras mi madre le limpiaba los ojos de unos cuantos granos
que quedaban en sus ojos.
Luego, la vista siempre volvía donde mi padre. Mi padre y el río que siempre
corría, mi padre y una gorra desteñida por el sol, mi padre y su concentración
casi irrompible; el silencio y mi padre como si fueran uno solo, el silencio
suspendido entre mis pasos; mis pasos cautelosos que se acercaban a él, a mi
padre y al silencio que lo rodeaba, para llevarle una piedrita blanca que
encontraba o una lombriz de carnada. Mi padre, el silencio, mis pasos, la
lombriz… yo sólo para verlo pescar… “mija, coja la vara que se pegó uno, no lo
deje volar pues”.
Con papá, aprendí a “preparar la vara de pesca”, a ponerle el carrete, el
anzuelo, la carnada (cualquiera que tuviéramos en el momento). Mi papá me
enseñó a recorrer el tiempo que no tiene límites cuando se está amando,
cuando se está pescando: porque entre la primera vibración del nailon y el
enganche del pez pueden suceder muchas cosas, incluso muchas horas.
Entre esas horas de espera feliz y el sol, a mi papá se le iba tostando la piel y a
mí hinchando el corazón de orgullo; fue él quien guio mis pasos siempre
entre la arena de los ríos, sobre todo de ese caudaloso e imponente. Papá me
enseñó a respetar el tiempo del río, sus ritmos, sus notas, sus colores; me
enseñó a agradecer por sus frutos y a limpiarme el alma con sus aguas.
Hoy, el río repleto de signos caudalosos, contenedor de historias y prácticas
ancestrales, dador de vida y de representaciones culturales también ha
significado muerte. De niña: peces, de adulta también el camino que recorren
los muertos, de los que aún no ascienden o de los que son felices habitando
en esencia su cauce, como él. Hoy papá navega por el Magdalena como el
gran pez: “acuérdese pa´, que son de río, acuérdese pa´ que esos berracos
dan la pelea”.

Año 1990. Mi padre José Balaguera y yo, cruzando el río Magdalena en lancha
a un lugar que la memoria no me permite recordar.

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