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CLAUDIA MÁRSICO
editores
Editorial Biblos
Bieda, Esteban
Ética, política y estética en la Grecia clásica: ensayos en homenaje a Victoria E.
Juliá / editado por Estaban Bieda; Claudia Mársico. - 1a ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires: Biblos, 2019.
302 p.; 23 x 16 cm.
ISBN 978-987-691-685-1
1. Filosofía. 2. Ética. I. Mársico, Claudia II. Mársico, Claudia, ed. III. Bieda,
Esteban, ed. IV. Título.
CDD 172
La fórmula y su traducción
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Anatoli Bailly, Louis Séchan y Pierre Chantraine (1980: 1618, col. 2-3, s.v.
prásso) así como también el alemán de Wilhelm Gemoll, Karl Vrestka y
Heinz Kronasser (1988: 627, col. 1-2, s.v. prásso) confirman esta interpreta-
ción general del significado de la expresión. No parece haber, pues, mayor
dificultad, a la hora de establecer el significado global de la fórmula com-
puesta empleada por Aristóteles, la cual, siguiendo la sugerencia de Pabón
y Fernández-Galiano para el caso del segundo miembro de la conjunción,
debería traducirse simplemente por “(el) vivir bien y (el) irle bien a uno”.1
Siendo así las cosas, resulta sorprendente comprobar la notoria inco-
modidad que han experimentado los traductores al castellano, a la hora de
hacer justicia a un giro cuyo significado resulta poco menos que diáfano.
Como es sabido, tenemos la fortuna de contar en nuestra lengua con unas
cuantas traducciones de Ética a Nicómaco de buena e incluso muy buena
calidad general. Se trata de traducciones que pueden ser empleadas con
confianza, más allá de las imperfecciones de detalle que pudieran contener
y que resultan poco menos que inevitables en los trabajos de este tipo, por
mucho que sea el cuidado puesto al realizarlos, y más allá del mayor o me-
nor acierto que, en cada caso, se esté dispuesto a conceder a determinadas
decisiones que conciernen al modo de verter al español el vocabulario
técnico. Lo cierto es que, entre las obras de Aristóteles, Ética a Nicómaco es
probablemente la que más veces ha sido traducida al español y, en términos
generales, una de las que mejor traducidas está. Tanto más llamativo resul-
ta, por lo mismo, el hecho de que en la traducción de una fórmula tan poco
exigente como la antes citada las dificultades sean notorias y generalizadas.
Dado que las dificultades no pueden responder aquí a problemas situados
en el plano propiamente lingüístico, es razonable sospechar que hay mo-
tivos de otra índole operando en el trasfondo. Mostraré a continuación,
sobre la base de ejemplos, a qué tipo de dificultades me estoy refiriendo.
Pero antes avanzo una observación general, que puede servir de guía para
1. A lo sumo, podría quedar, tal vez, alguna duda acerca de si la partícula kaí expresa
aquí realmente una conjunción (= “y”) o tiene, más bien, un alcance meramente expli-
cativo o cuasi explicativo (= “es decir”). Pero esta alternativa no afecta gravemente el
significado global de la fórmula, al menos, en una primera aproximación. Una cuestión
diferente es si la decisión por uno u otro miembro de la alternativa traería o no consigo
determinadas consecuencias sistemáticas más generales. Es una cuestión interesante, sin
duda. Pero, para no complicar demasiado la discusión, la dejaré de lado en esta ocasión.
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el desarrollo de lo que sigue, a saber: lo que a menudo se constata en las
traducciones españolas, a la hora de traducir la fórmula citada, es una cierta
resistencia a admitir que pueda tener un significado todavía neutral, desde
el punto de vista propiamente moral, de modo tal que se procede entonces
a forzar las cosas, con el fin de introducir en la versión castellana un cierto
sesgo moralizante. El recurso empleado para tal fin consiste en traducir
la expresión eû práttein por medio de giros que, en castellano, sugieren
la presencia de una connotación de carácter moral, ausente en el griego.
Veamos ahora los ejemplos.
Me limitaré a las cinco traducciones españolas que, a mi modo de ver,
pueden considerarse las más valiosas. Mencionadas en el orden cronoló-
gico que determina el año de la primera edición, ellas son la de Antonio
Gómez Robledo (1954), la de María Araujo y Julián Marías (1959), la de
Julio Pallí Bonet (1985), la José Luis Calvo Martínez (2001) y, por último,
la de Eduardo Sinnott (2007). Desde luego, hay todavía algunas otras
traducciones, mejores o peores, y hay también, lamentablemente, algunas
que son completamente inutilizables.2 Pero las mencionadas pueden ser
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señaladas, pienso, como las más meritorias y algunas de ellas, en razón de
haber sido publicadas con mayor antelación, son también las más emplea-
das hasta el presente. Pues bien, un simple vistazo muestra que, en lo que
concierne a la traducción de la fórmula que nos ocupa, las cinco versiones
citadas pueden dividirse convenientemente en tres grupos.
Un primer grupo está formado por las tres versiones cronológicamente
más antiguas, a saber: la de Gómez Robledo, la de Araujo y Marías y la de
Pallí Bonet. En los tres casos se opta aquí por una y la misma traducción de
la fórmula, a saber: “(el) vivir bien y (el) obrar bien”, y se lo hace sin intro-
ducir ninguna nota destinada a justificar la versión adoptada. En particular,
no se aclara por qué razón la expresión eû práttein debería entenderse en
el sentido de la expresión “obrar bien”, que en castellano posee con mucha
frecuencia, si es que no siempre, una connotación de carácter claramente
moral. En efecto, decimos habitualmente que alguien “obra bien” o que
“obró bien”, cuando lleva a cabo una actuación o produce una conducta
que satisface determinados patrones de enjuiciamiento moral. En dichos
usos, que son ampliamente prevalentes, la expresión “obrar bien” tiene un
significado cercano al de expresiones tales como “hacer lo que se debe” y
otras semejantes. Pero, como se dijo ya, la expresión griega eû práttein no
tiene este significado, pues no connota, en su uso habitual, nada que esté
directamente vinculado con la corrección moral ni menos aún con el deber
moral.
Un segundo grupo corresponde al caso de la traducción de Calvo Martí-
nez, quien vierte por “(el) vivir bien y (el) bien-estar”. A primera vista, Cal-
vo Martínez parecería dejar de lado, por tanto, el sesgo moralizante presen-
te en la traducción por “(el) vivir bien y (el) obrar bien”. En la nota añadida
al pasaje, Calvo Martínez comienza dando una explicación completamente
correcta del significado del segundo miembro de la conjunción. Señala,
en efecto, que “la expresión que se utiliza aquí (eû práttein) significa «irle
puntos decisivos y está plagado de errores de todo tipo, sin mencionar lo que concierne
a las notas añadidas para explicarlo, cuyo nivel de temeridad y falta de competencia
resulta, en muchos casos, igualmente asombroso. No se comprende, verdaderamente,
la publicación de versiones a tal punto deficientes y, en ocasiones, hasta disparatadas
de un texto tan importante y tan minuciosamente estudiado como Ética a Nicómaco,
mucho menos, si cabe, cuando se contaba ya en nuestra lengua con varias traducciones
serias y reputadas.
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bien a uno», «encontrarse bien»…”. Sin embargo, añade inmediatamente:
“[Y] se refiere, por tanto, a un estado resultante del bien obrar” (subrayado
de Calvo Martínez). Esta segunda observación hace difuso el alcance de la
interpretación del pasaje que se pretende ofrecer, justamente, en la medida
en que reintroduce el sesgo moralizante que había sido evitado en primera
instancia, al retomar en la explicación ofrecida la expresión “obrar bien”,
empleada por los traductores del primer grupo. Sobre esta base, sostiene
Calvo Martínez (2001: 50 n. 4), ahora ya sin base alguna en el propio texto
traducido, que el “estar-bien” en el que consiste la felicidad o el ser feliz
constituye el resultado del “obrar bien”. Su interpretación queda así, de
hecho, a medio camino entre la interpretación moralizante sugerida por
el giro castellano “obrar bien”, con la que Calvo Martínez parece no querer
romper definitivamente, y la interpretación moralmente neutra que sugiere
la expresión griega eû práttein, tomada en su sentido habitual de “irle bien
a uno” o “encontrarse bien”, y que el propio Calvo Martínez traduce ade-
cuadamente ya como “bien-estar”, ya como “estar-bien”, según se trate del
texto y la nota, respectivamente.
Por último, en un tercer grupo se ubica la traducción de Sinnot, quien
retorna a la versión “(el) vivir bien y (el) obrar bien”, pero, a la vez, a dife-
rencia de los traductores del primer grupo, intenta ofrecer una justificación
de la versión adoptada. Así, en la nota correspondiente, Sinnott (2007: 9 n.
35) declara que la expresión eû práttein “dice al mismo tiempo «obrar bien»
y «estar bien»”, a lo cual añade la siguiente explicación: “[L]a lengua griega
no discierne entre ambas cosas y sugiere de ese modo que hay una equiva-
lencia entre ellas, o que el que obra bien no puede sino estar bien”. A modo
de remate, Sinnott señala respecto de Aristóteles: “[E]sta equivalencia es
un supuesto tácito constante en el planteo aristotélico”. Como se ve, Sin-
nott retorna a la interpretación moralizante, pero lo hace sobre la base del
recurso a una tesis más general referida a las relaciones entre “obrar bien” y
“estar bien”. Su posición dista, sin embargo, de ser clara en su alcance, dado
que combina tres afirmaciones diferentes e independientes entre sí, sin
explicar adecuadamente la conexión que se busca establecer entre ellas, a
saber: 1) eû práttein significa tanto “obrar bien” como “estar bien”; 2) dicha
expresión griega, en la medida en que no discierne entre ambos significa-
dos, sugiere la equivalencia de aquello designado por cada uno de ellos, y
3) el que obra bien no puede sino estar bien. Mientras que las afirmaciones
1) y 2) conciernen al plano semántico, la afirmación 3), presentada como
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una posible alternativa o tal vez como un complemento de las anteriores,
se sitúa, en cambio, en el plano de la psicología moral, pues introduce la
tesis de la suficiencia del “obrar bien” para producir el estado designado
por el “estar bien”. Todo parece indicar que por medio de 3) Sinnott intenta
recoger la conexión entre acto y resultado sugerida por la interpretación de
Calvo Martínez, sin base en el texto mismo. A su vez, en lo que concierne
a 1) y 2), la posición fijada por Sinnott no resulta convincente, puesto que
se basa en una simple retroproyección hacia la expresión eû práttein de una
ambivalencia que ella misma no contiene y que, en rigor, solo surge a partir
del empeño por traducirla al castellano como “obrar bien”. Sobre esta base,
Sinnott sugiere, finalmente, que la alegada equivalencia de “(el) obrar bien”
y “(el) estar bien” proveería un supuesto básico del que parte tácitamente la
concepción de Aristóteles, la cual continuaría así, en este punto, algo que
estaría implicado ya en el uso corriente de la lengua griega. Nada de esto re-
sulta aceptable. Por una parte, en el empleo habitual del griego la expresión
eû práttein no comporta la sugerencia implícita de la equivalencia o bien la
indistinción de lo que en español se designa por medio de las expresiones
“(el) obrar bien” y “(el) estar bien”, respectivamente. Por otra parte, lo que
Aristóteles afirma expresamente en el texto, sobre la base de la referencia a
lo que todos admiten, no es la supuesta equivalencia entre “(el) obrar bien”
y “(el) estar bien”, sino, más bien, la equivalencia entre “(el) vivir bien” y
“(el) estar bien” o “(el) irle bien a uno”, de un lado, y la “felicidad” o el “ser
feliz”, del otro. Se trata, en este caso, de una simple aclaración terminológi-
ca que resulta poco menos que obvia, para la cual no hace falta, por tanto,
dar mayores explicaciones. En cambio, ni la tesis de que “(el) estar bien”
se identifica con “(el) obrar bien” ni tampoco la tesis según la cual quien
“obre bien” necesariamente “estará bien” pueden considerarse como obvias
o evidentes de suyo, ni, por lo mismo, como no necesitadas de ulterior
apoyo argumentativo.
Una llamativa resistencia a adoptar la traducción moralmente neutra de
la fórmula por parte de los traductores al castellano es, a todas luces, lo que
da lugar al reiterado intento por introducir aquí un sesgo moralizante que
no encuentra respaldo lexicográfico. ¿Pero de dónde surge tal resistencia?
¿Cuáles son los presupuestos en los que se apoya? ¿Qué hay de correcto
y de erróneo en ellos? Para responder, siquiera en alguna medida, a estas
preguntas, conviene dividir la discusión que sigue en dos aspectos diferen-
tes, uno metódico y uno sustantivo. Se trata, sin embargo, de dos aspectos
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complementarios e inseparables, en la medida en que forman parte de una
concepción unitaria, como pretende ser la que Aristóteles elabora en el
marco de su teoría del bien humano y la felicidad. Me propongo, pues, mos-
trar a continuación cómo una debida articulación del aspecto metódico y
el aspecto sustantivo permite reconstruir de modo consistente la posición
elaborada por Aristóteles, sin necesidad de forzar interpretativamente las
cosas desde el comienzo mismo, con el fin de poder garantizar de antemano
determinadas conclusiones a las que, con razón, se espera poder arribar.
El aspecto metódico
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y nunca como medio para otra cosa. Dicho fin último sería, pues, el bien
(tò agathón), en el sentido preciso de aquello que es lo mejor de todo (tò
áriston) (cf. I 1 [i-iii]).
A continuación, (2) por medio del recurso al uso habitual del lenguaje
y las opiniones comúnmente aceptadas, Aristóteles establece que el nom-
bre de un fin de tal índole, que cumple la función de fin último deseado
siempre por sí mismo, no es otro que el de “felicidad” (eudaimonía) (cf. I 2
[iv], 1095a14-20). En ella, la felicidad, reside, pues, en lo que propiamente
puede llamarse el bien humano (tò anthópinon agathón), para decirlo con
una expresión a la que Aristóteles apela más adelante (cf. I 6 [vii], 1098a16).
Ahora bien, (3) el siguiente paso consiste en poner de relieve que el
unánime acuerdo sobre el nombre de tal fin último no excluye, en modo
alguno, la existencia de notables discrepancias, a la hora de establecer cómo
ha de determinarse su contenido material, vale decir, a la hora de establecer
en qué consiste o debe consistir propiamente la felicidad, como tal. Por
el contrario, en este punto no solo discrepan la mayoría y los sabios, sino
que incluso una misma persona puede tener opiniones diferentes, según
la situación en la que se encuentre en cada caso, por ejemplo, cuando se
mantiene sano y una vez que ha perdido la salud (cf. I 2 [iv], 1095a20-b14).
No puede sorprender, pues, que haya en circulación diversas concepciones,
algunas de larga tradición, acerca de lo que sería una vida propiamente
feliz, tales como la vida del placer (hedoné), la vida del lucro centrada en
la riqueza (ploûtos), la vida política centrada en el honor (timé) o bien en
la virtud (areté) y también la vida contemplativa propia del filósofo (cf. I
3 [v]).
Sobre esta base, y antes de proceder a fijar su propia posición en el deba-
te sobre el carácter y el contenido de la vida feliz, (4) Aristóteles considera
el lado lógico-semántico de la cuestión, que concierne a la pregunta de si
la noción de bien (tò agathón), tal como se la emplea allí donde se dice
que tal o cual cosa es “buena”, tiene un único significado, tal como, según
Aristóteles, habría asumido Platón con su concepción referida a la Idea
del Bien, o bien más de uno, como parece indicar la variedad de las cosas
que se consideran buenas y también las diversas concepciones del bien
humano y la vida feliz. La respuesta de Aristóteles articula dos aspectos
complementarios: por una parte, “bueno” se dice de muchas maneras y no
de una sola, más precisamente de tantas maneras como “ser”, en la medida
en que se predica al interior de cada una de las categorías del ser; por otra,
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al igual que en el caso de “ser”, tal multiplicidad de significados de “bueno”
no implica la ausencia de todo tipo de unidad significativa, pues no se está
aquí en presencia de una equivocidad meramente azarosa o accidental (apò
týkhes), sino, más bien, de un caso de significación focal (aph’ hén é pròs
hén) o bien analógica (kat’ analogían) (cf. I 4 [vi]).
Finalmente, Aristóteles fija su propia posición. Para ello, en primer lu-
gar, (5) completa la caracterización formal del fin último llamado felicidad,
poniendo de relieve dos características que necesariamente le pertenecen, a
saber: debe ser un fin final o perfecto (téleion), en el sentido ya indicado de
que es siempre querido por sí mismo no puede ser buscado en ningún con-
texto como medio para otra cosa, y debe ser, además, un fin autosuficiente
(aútarkes), en el sentido preciso de que su consecución basta para hacer la
vida desable y no necesitada de nada más (cf. I 5 [vii]).
Por último, (6) Aristóteles ofrece su propia versión acerca de cómo debe
ser caracterizada la felicidad, entendida como el bien propiamente huma-
no, desde el punto de vista que atiende a la determinación del contenido
material de la vida feliz. Y, como es sabido, lo hace por medio del recurso
al famoso argumento de la función (érgon) propia del ser humano, el cual,
a partir de la identificación de la función racional como su función más
propia y específica, caracteriza la vida feliz para el ser humano como una
vida de actividad (enérgeia) de la capacidad racional del alma, según su
virtud más propia (kat’ aretén) o bien según aquella que fuera la más per-
fecta, si se diera el caso de que tales virtudes son más de una (cf. I 6 [vii],
1097b22-1098a20).
Hasta aquí el desarrollo de la argumentación elaborada por Aristóteles.
El lugar preciso en el cual Aristóteles recurre a la fórmula que caracteriza
la felicidad como “(el) vivir bien y (el) irle bien a uno” se encuentra en el
paso (2) de la argumentación. Allí, inmediatamente después de señalar
que tanto la “mayoría” (hoi polloí) como los “cultivados” o “instruidos”
(hoi kharíentes) llaman a dicho fin “felicidad”, Aristóteles añade que “asu-
men”, “dan por supuesto” o bien “entienden” (hypolambánousi) que “(el)
vivir bien y (el) irle bien a uno” se identifican con el “ser feliz” (cf. I 2 [iv],
1095a19 s.). Aunque el verbo de la segunda sentencia (“asumen”, “dan por
supuesto”, “entienden”) no tiene sujeto expreso, el contexto no deja lugar
a dudas de que se trata del mismo sujeto que en la sentencia anterior, es
decir, de los dos grupos de personas mencionados. Lo que se tiene aquí
es, pues, a todas luces, una simple suposición u opinión compartida por
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todos, la gente del común y los sabios.4 Se trata, más precisamente, de un
éndoxon, vale decir una opinión plausible y reputada, que provee un punto
de partida de la discusión que Aristóteles pretende llevar a cabo. Por lo
mismo, no se está aquí todavía en presencia de una tesis que incorporara
ya determinados resultados o consecuencias de la concepción sustantiva a
la que el propio Aristóteles finalmente arriba, sobre la base de la discusión
elaborada posteriormente. De hecho, resulta completamente inverosímil
suponer que Aristóteles introduce, de modo subrepticio y sin preparación
previa, su propia concepción de la vida feliz en un pasaje que precede
incluso a la constatación de la existencia de una amplia discrepancia res-
pecto de la cuestión de en qué consiste o debe consistir la felicidad, que es,
precisamente, lo que se pone de manifiesto en el paso (3) de la argumenta-
ción. Más bien, si se atiende debidamente a lo que exige el desarrollo de la
argumentación, se advierte enseguida que lo que Aristóteles busca poner
de relieve, en la secuencia que va del paso (2) al paso (3), es una situación
que resulta altamente paradójica, a saber: la de que nadie parece estar de
acuerdo a la hora de decir en qué consiste algo a lo que todo el mundo llama
del mismo modo, felicidad, y que todo el mundo se representa, al menos,
formalmente, de la misma manera, esto es, como aquello querido siempre
por sí mismo, que se identifica con “(el) vivir bien y (el) irle bien a uno”.
Sobre esta base, el tratamiento de la cuestión del significado de la noción
de bien, tal como se lo lleva a cabo en el paso (4), viene, en cierto modo, a
agravar las cosas, en la medida en que aumenta la tensión dramática, por
así decir, generada en la secuencia que va del paso (2) al paso (3). En efec-
to, a la luz de lo que se muestra en (4), se hace patente que el debate sobre
el contenido material de la felicidad, en la cual como fin último deseado
siempre por sí mismo reside el bien humano, compromete una noción que,
como la de bien, no resulta en modo alguno unívoca. Esto no precisamente
facilita las cosas, cuando se trata de saldar las discrepancias acerca de la
cuestión de en qué consiste propiamente la felicidad, que no es sino la vida
buena, esto es, “(el) vivir bien y (el) irle bien a uno”. Desde este punto de
vista, la distinción de los diversos significados en los cuales se dice que algo
es “bueno” constituye ya ella misma un presupuesto imprescindible para
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la elaboración de una respuesta satisfactoria a la cuestión del contenido
material que debe concederse a una adecuada representación de la vida
feliz. En particular, como Aristóteles señala expresamente, hay que tener
presente en todo momento la importantísima diferencia entre las cosas que
(se dice que) son buenas “por sí mismas” (tà kath’ hautá), por un lado, y
las cosas que solo (se dice que) son buenas “en virtud de aquellas <otras>”
(dià taûta), por el otro. Como muestra el contexto, se trata básicamente
de la diferencia entre bienes o fines buscados por sí mismos, por un lado,
y bienes o fines de carácter meramente instrumental, que se buscan con
vistas a otra cosa, cuya obtención hacen posible, por el otro (cf. I 4 [vi],
1096b7-14). Finalmente, la tensión dramática, sutilmente elaborada en la
transición que va de (2) a (3) y luego reforzada en (4), queda resuelta por
medio de la secuencia argumentativa contenida en los pasos (5) y (6). Así,
siguiendo las advertencias provistas ya en (4), Aristóteles refuerza primero,
en (5), la caracterización formal del fin último, enfatizando su perfección
y autosuficiencia, de modo tal de excluir toda posible interpretación ins-
trumentalista, para luego, en (6), proceder a ofrecer su propia respuesta a
la pregunta por el contenido material de una adecuada representación de
la vida feliz.
Como nadie ignora, el núcleo de la respuesta que Aristóteles ofrece en el
paso 6), por medio del recurso al famoso argumento de la función (érgon)
propia del ser humano, reside en la tesis según la cual una adecuada res-
puesta a la pregunta de en qué consiste la vida feliz, que no es sino la vida
feliz para el ser humano, no puede hallarse más que a través de la referencia
a aquellas capacidades que lo distinguen, como ser dotado de razón. En la
medida en que constituye no solo lo bueno sino también lo mejor de todo,
la felicidad no podrá consistir, pues, más que en un tipo de vida que esté
centrada en el ejercicio virtuoso o excelente de las capacidades racionales
constitutivas del ser humano, como tal. Esta respuesta constituye, como
es obvio, un resultado alcanzado a través de una elaboración teórica que,
como tal, ya no forma parte ella misma de los presupuestos del sentido co-
mún ni del empleo habitual del lenguaje. Se trata, por el contrario, de una
teoría estrictamente filosófica, que se presenta, además, como superadora
de las que habían sido elaboradas con anterioridad por otros filósofos. En
tal sentido, no podría haber sido introducida desde el comienzo, por así
decir, de contrabando, esto es, sin formularla de modo expreso y sin una
argumentación específica destinada a justificarla. Dicho de otro modo: la
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concepción de la felicidad que Aristóteles elabora por medio de esta com-
pleja y refinada argumentación no podría, en modo alguno, estar presente
ya, camuflada bajo la apariencia de un éndoxon, en el empleo de la fórmula
que identifica el ser feliz con lo que en el texto se denomina tò eû zên kaì tò
eû práttein. También desde el punto de vista que atiende al contexto queda
claro, pues, que no hay nada que justifique aquí el recurso a una traducción
que no sea la lexicográficamente correcta, en alguna de sus posibles varian-
tes, por caso: “(el) vivir bien y (el) irle bien a uno”.
El aspecto sustantivo
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a la pregunta por el contenido material de la representación de la vida feliz
para el ser humano. Que Aristóteles no se deshace, sin más, de la fórmula
contenida en el éndoxon unánimemente aceptado, sino que, más bien, la
retiene, sobre la base de una adecuada (re)interpretación de su significa-
do, lo muestra claramente el hecho de que vuelva a apelar a esa misma
fórmula, una vez que ya ha establecido su propia posición respecto del
contenido material de la felicidad. Así lo hace, en efecto, en el marco de
la reconsideración de las opiniones reputadas sobre la felicidad que lleva
a cabo en Ética a Nicómaco I 8 (viii), con el fin de mostrar que la caracte-
rización que él mismo ha ofrecido resulta compatible, hasta cierto punto,
con ellas. Entre otras cosas, Aristóteles afirma allí que su propia concepción
concuerda con la opinión, antigua y compartida por muchos filósofos, que
asigna prioridad a los bienes del alma frente a los bienes del cuerpo y los
bienes exteriores. Ello es así en la medida en que él mismo ha hecho residir
la felicidad en determinadas actividades del alma (cf. 1098b12-20). Del
mismo modo, en la medida en que caracteriza la felicidad como una vida
de ejercicio virtuoso o excelente de las capacidades racionales del alma, la
concepción elaborada concuerda también, explica Aristóteles, con la opi-
nión que identifica el “ser feliz” con “(el) vivir bien y (el) irle bien a uno”,
pues lo que se ha dicho por medio de la caracterización ofrecida no es otra
cosa, en la práctica (skhedón), sino que la felicidad consiste en una cierta
forma de “vida buena” (euzoía) y “actuación exitosa” o “lograda” (eupraxía)
(cf. 1098b21 s.).
Ahora bien, lo que se tiene aquí no es, sin embargo, un simple retorno
al punto de partida, puesto que, en ambos casos, es el verdadero alcance
del éndoxon el que queda determinado por referencia a la concepción ela-
borada, y no viceversa. La intuición básica articulada en cada uno de los
éndoxa considerados queda así reinterpretada y puesta al servicio de una
concepción de conjunto basada en toda una serie de nociones, distinciones
y argumentos, que van mucho más allá de lo que puede establecerse por
medio del simple recurso a las opiniones compartidas y el uso habitual del
lenguaje. En particular, es la concepción de la propia felicidad y el bien
humano elaborada por Aristóteles la que proporciona una nueva base
para determinar, con arreglo a ella, en qué consiste propiamente algo así
como “(el) vivir bien” y “(el) irle bien a uno”. Si tal concepción es correcta,
se sigue entonces que, a la hora de determinar el genuino alcance del ad-
verbio “bien” (eû) empleado en el éndoxon no se ha de apelar a ninguna
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concepción, no importa cuán difundida o popular sea, que haga residir
la felicidad, sin más, en los bienes del cuerpo o en bienes exteriores, del
tipo que fueran. En suma: Aristóteles concede, desde el primer momento,
el mencionado éndoxon como punto de partida de la discusión, pero a
continuación, y sobre esa misma base, elabora una concepción sustantiva
que conduce a una determinación precisa de su verdadero alcance, bajo
exclusión de otras posibles interpretaciones, basadas en asunciones erró-
neas respecto del contenido de la felicidad y la naturaleza del bien humano.
Las presuposiciones más habituales implícitas en el éndoxon que identifica
la felicidad con “(el) vivir bien” y “(el) irle bien a uno” quedan sujetas así,
repentinamente, a una profunda revisión, que trae consigo, como si fuera
a modo de peripecia, poco menos que una inversión del orden de priorida-
des más usualmente aceptado: solo las actividades del alma racional deben
verse, a juicio de Aristóteles, como genuinos elementos constitutivos de la
vida feliz para el ser humano, mientras que todas las demás cosas que son
llamadas buenas, sean los bienes del cuerpo o los diversos bienes exteriores,
reciben ese nombre solo en la medida en que representan, de uno u otro
modo, condiciones necesarias para la realización virtuosa o excelente de
tales actividades.
Sobre la base de lo dicho, se puede responder ahora la segunda pregunta
planteada al comienzo de este apartado, a saber: si la traducción de sesgo
moralizante, a pesar de ser lexicográficamente errónea, puede reclamar
para sí algún punto de apoyo en la concepción aristotélica, considerada
como un todo. La respuesta, como es obvio, no puede ser sino positiva.
En efecto, la caracterización aristotélica de la felicidad por referencia al
ejercicio virtuoso o excelente de las capacidades racionales del alma, tal
como es presentada en Ética a Nicómaco I 6 (vii), resulta lo suficientemente
amplia como para cubrir tanto el uso teórico-contemplativo de la razón
como su uso práctico. De hecho, en el argumento de la función (érgon) del
ser humano se deja, por lo pronto, abierta la cuestión de si la referencia
a la virtud del alma racional alude a una o varias virtudes, y no se aclara
tampoco si lo que se tiene en vista son las virtudes que el propio Aristóteles
llamará posteriormente “éticas” o “del carácter”, las que denominará “dia-
noéticas” o “del intelecto”, o bien ambas. En un pasaje posterior, que explica
la transición que va desde el tratamiento de la felicidad al tratamiento de
la(s) virtud(es), Aristóteles mismo indica expresamente el alcance de la
conexión establecida: dado que, de acuerdo con la caracterización ofreci-
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da en Ética a Nicómaco I 6 (vii), la felicidad consiste en una actividad del
alma según su virtud perfecta, se sigue entonces que, para comprender
cabalmente en qué consiste la felicidad, hay que proceder necesariamente
a estudiar la virtud (cf. EN I 13 [xiii], 1102a5-7). Y eso es, precisamente,
lo que se hace en la parte principal de los libros que siguen (cf. II-IX), que
contienen el tratamiento extensivo de ambos tipos de virtudes, las éticas
y las dianoéticas. Por último, hay que añadir que, en el nuevo tratamiento
de la felicidad llevado a cabo en el libro con el que se cierra la obra (cf. X),
Aristóteles reconoce expresamente la existencia de dos formas posibles
de la felicidad, a saber: por un lado, la que corresponde a la vida política
centrada en el ejercicio de las virtudes éticas y la virtud intelectual de la
prudencia (phrónesis), concomitante con ellas; por otro, la vida teóri-
co-contemplativa, centrada en el ejercicio del intelecto (voûs) que apunta
a la sabiduría (sophía). Y sostiene que la vida teórico-contemplativa debe
verse como la más alta forma de vida feliz para el ser humano, mientras
que la vida política, aunque situada por debajo de aquella, representa una
forma específica de la felicidad humana, la segunda mejor posible (cf. X
6-9 [vi-viii]). Todo esto es bien conocido y presenta, además, una cantidad
de aspectos que han sido objeto de amplísima discusión en la investiga-
ción especializada. Mi única intención aquí, al mencionar estos puntos,
es hacer notar que la concepción aristotélica de la felicidad efectivamente
incorpora elementos que pertenecen a lo que nosotros llamaríamos la
esfera de la moralidad, y ello, justamente, en la medida en que conecta
felicidad y virtud y en que hace lugar, además, a una forma específica de la
vida feliz caracterizada por referencia al ejercicio de las virtudes éticas y la
prudencia. Ahora bien, ¿justifica algo de esto la opción por una traducción
de sesgo moralizante de la fórmula tò eû zên kaì tò eû práttein? La respues-
ta es claramente que no, y vale para todos los empleos de la fórmula a lo
largo del desarrollo de la argumentación elaborada en Ética a Nicómaco I.
No obstante, tener en cuenta las conexiones antes indicadas puede brin-
dar alguna mayor claridad a la hora de explicar dónde residen las fuentes
motivacionales del reiterado empeño por traducir la fórmula de un modo
forzado, que introduce indebidamente un sesgo moralizante. Como quiera
que fuere, la anterior discusión debería haber dejado suficientemente claro
que el precio de ceder a tal tentación no se limita aquí solamente a tener
que ir en contra de la evidencia lexicográfica. Incluye, además, tener que
desdibujar irreparablemente la sofisticada estrategia metódica que Aristó-
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teles despliega a lo largo del notable tratamiento de la felicidad elaborado
en Ética a Nicómaco I, privándola así del componente de peripecia, bajo la
forma de la resolución de una tensión dramática previamente elaborada y
agudizada, en el cual reside uno de sus rasgos, si no más decisivos desde el
punto de vista del contenido, cuando menos, más característicos desde el
punto de vista del método.
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integral del texto. Nada comparable, por cierto, a la magistral dramaturgia
desplegada una y otra vez por el genio literario de Platón. Pero tampoco
nada que no pudiera esperarse, a su modo, de ese lúcido teórico de la peri-
pecia que supo ser el propio Aristóteles.5
Referencias bibliográficas
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