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3 artículos sobre la mortificación del pecado

- Libres para morir, por Joseph Pipa

- Con premeditación y alevosía, por Kris Lundgaard

- La práctica de la mortificación, por Sinclair Ferguson

Publicados originalmente por


Libres para morir
Por Joseph Pipa
La unión del creyente con Cristo Jesús es primordial en la práctica de la
mortificación. En Romanos 6:1-13 específicamente, Pablo muestra la relación
entre nuestra unión con Cristo y nuestro deber de hacer morir la carne. En
Romanos 6, el apóstol refuta la idea de que la justificación promueve el pecado. Él
enseña que la obra de Cristo en la cruz, la cual es la base de la justificación,
también es la base para la santificación.

Pablo basa su argumento en la unión del creyente con la muerte y resurrección


de Cristo. Él dice: “Porque si hemos sido unidos a Él en la semejanza de Su
muerte, ciertamente lo seremos también en la semejanza de Su resurrección”
(Rom 6:5).

La Biblia establece esta unión de dos maneras: el creyente está unido a Cristo a
través de un pacto y a través de su conversión. En primer lugar, el creyente está
unido a Cristo por medio de un pacto. En 1 Corintios 15:21-22, Pablo establece
que toda la humanidad fue llevada al pecado y a la condenación porque estaba en
pacto con Adán. De manera similar, todos los elegidos son salvos porque están en
unión con el Señor Jesucristo.

Cuando Cristo vino al mundo, Él obedeció la ley de Dios perfectamente y ofreció


Su vida sin pecado como sacrificio por los pecados de Su pueblo. Debido a que
Cristo es la Cabeza federal de Su pueblo, actuó por todos Sus elegidos, y ellos
actuaron en Él. Cuando Él obedeció, ellos obedecieron; cuando Él murió, ellos
murieron; cuando Él resucitó de entre los muertos, ellos resucitaron también. De
este modo, la culpa de sus pecados le fue imputada a Él mientras colgaba en la
cruz, saciando así la ira de Dios; y en consecuencia, sus pecados les son
perdonados (Rom 3:24-26). Además, ya que Cristo obedeció perfectamente la
Ley, Su obediencia perfecta les es imputada, y Dios los declara justos (Rom 6:7; 2
Co 5:21). Este perdón e imputación de Su justicia es la justificación del creyente.
En segundo lugar, el creyente está unido a Cristo por su conversión. Lo que Cristo
hizo por nosotros legalmente, mientras estuvo en la tierra, llega a ser nuestro
personalmente cuando nacemos de nuevo, nos arrepentimos y creemos en Él
(conversión). Cuando nos convertimos somos injertados en Cristo personalmente
ya que Su Santo Espíritu mora en nosotros. Esta unión personal con Cristo es la
base de nuestra santificación.

En cuanto a la santificación, dos cosas ocurren en el momento de nuestra


conversión. Primero, debido a nuestra unión con Cristo, cuando nacemos de
nuevo, el viejo hombre muere (Rom 6:6). En la conversión, la muerte de Cristo es
aplicada a nosotros, provocando así la muerte de nuestra naturaleza pecaminosa,
por lo tanto, estamos muertos al pecado. Aunque Dios en Su providencia ha
dejado un remanente de pecado en nosotros y debemos luchar para matarlo
(mortificación), nuestra unión con Cristo en Su muerte garantiza la victoria en
esta lucha.

Segundo, cuando nacemos de nuevo, somos librados del poder del pecado. Pablo
dice que el poder que resucitó a Cristo de entre los muertos es el mismo poder
que nos regenera y que está obrando continuamente en nosotros (Rom 6:8-9; Ef
1:18-20). Así que, vivimos por el poder de Su resurrección (Gál 2:20); y por lo
tanto, nuestra unión con Cristo certifica que la obra de la mortificación no fallará.
¿Cómo, pues, utilizamos la realidad de nuestra unión en la muerte y resurrección
de Cristo para luchar contra el pecado? Primero, Pablo nos llama a practicar el
deber del pensamiento espiritual positivo (Rom 6:11). La doctrina sobre el poder
del pensamiento positivo es errónea, pero hay poder en el pensamiento
espiritual. Pablo nos exhorta a pensar espiritualmente sobre nuestra unión con
Cristo y considerarnos muertos al pecado.

Cuando te encuentras frente a la tentación, cuando la lujuria se levanta en tu


interior para atacarte, considérate muerto al pecado. Cuando te lamentas por tu
falta de amor a Dios y falta de crecimiento en Su gracia, debes recordarte que
vives una nueva vida en Cristo y que por Él puedes crecer en santidad. Desarrolla
el poder del pensamiento espiritual.

Segundo, practica el deber del enlistamiento espiritual. Pablo utiliza un concepto


militar en los versículos 12-13. Como el pecado ya no es nuestro amo, no
debemos permitirle gobernar nuestros cuerpos para obedecer sus lujurias. Él usa
el término cuerpo porque las perversidades del pecado en el alma normalmente
se manifiestan en los apetitos del cuerpo, y así el cuerpo se convierte en un
instrumento del pecado: nuestros ojos, lengua, manos y pies.
Pablo dice: deja de enlistar a los miembros de tu cuerpo para servir al pecado;
más bien, ofrécete a Dios como uno que ha resucitado de entre los muertos y que
le pertenece. La mortificación es el resultado de nuestra consagración a Dios.
Tercero, haz uso de tu bautismo. Debido a la unión con Cristo, el bautismo es una
herramienta dada por Dios para ayudarnos a mortificar el pecado. En los
versículos 3-4, Pablo usa el bautismo para comprobar que no debemos continuar
en el pecado.

El Catecismo Mayor de Westminster (#167) da respuesta a la pregunta “¿Cómo


debemos aprovechar nuestro bautismo?” con lo siguiente:
“El deber muy indispensable (pero muy olvidado) de aprovechar nuestro
bautismo debemos cumplirlo a lo largo de toda nuestra vida, especialmente en
tiempos de tentación, y cuando estemos presentes en el bautismo de otros; por
medio de una consideración seria y agradecida acerca de su naturaleza y los
propósitos por los cuales Cristo lo instituyó, los privilegios y beneficios que por
consiguiente confiere y sella, y de nuestro voto solemne que en ello hemos hecho.
Mediante el humillarnos por nuestra suciedad pecaminosa, por estar lejos de y
caminar contrario a la gracia del bautismo y nuestros compromisos; mediante el
crecimiento hacia la seguridad del perdón del pecado, y en todas las demás
bendiciones con las cuales hemos sido sellados en el bautismo; mediante el
fortalecerse de la muerte y resurrección de Cristo (en quien hemos sido
bautizados) para la mortificación del pecado y el avivamiento de la gracia; y
mediante el esforzarse por vivir por fe, a fin de vivir en santidad y justicia, como
los que en su bautismo han rendido sus nombres a Cristo; y para andar en amor
fraternal, como corresponde a quienes hemos sido bautizados por un mismo
Espíritu en un solo cuerpo”.

“Aprovechar” quiere decir apropiar el bautismo a nuestra vida. Nota de manera


particular que nos apropiamos de los beneficios del bautismo “mediante el
fortalecerse de la muerte y resurrección de Cristo (en quien hemos sido
bautizados) para la mortificación del pecado y el avivamiento de la gracia”. El
bautismo nos recuerda que estamos unidos a Cristo y que hemos muerto al
pecado y a su poder en nosotros. A medida que reflexionamos en el bautismo y su
significado, obtenemos fuerzas por la muerte y resurrección de Cristo. Además, el
bautismo nos recuerda nuestra obligación de arrepentirnos, mortificar nuestro
pecado y buscar la santidad. Por lo tanto, el bautismo es un puente útil para
conectar lo que somos en Cristo con nuestra lucha contra la tentación y el pecado.
Nuestra unión con Cristo garantiza nuestra mortificación. Debemos recordarnos
del poder que tenemos en Cristo, enlistar nuestros cuerpos al servicio de la
justicia y usar nuestro bautismo como el medio para lograr estos fines.
Con premeditación y alevosía
Por Kris Lundgaard
Cuando Genoveva le dijo a Liz que se había puesto la blusa al revés, Liz
estaba mortificada. El verbo mortificar proviene de una palabra en latín que
significa muerte, por lo tanto, aplica en la situación de Liz, ella quería morirse.
Hoy en día, rara vez usamos la palabra en otro sentido que no sea el de esta
vergüenza común que sienten los adolescentes, pero hubo un tiempo en que los
creyentes usaban “mortificar” y su sustantivo mortificación para referirse a
nuestro deber de hacer morir el pecado (Rom 8:13; Col 3:5). Si empleamos el
significado original, la mortificación resulta ser una perspectiva renovada para la
vida cristiana, dándonos una comprensión más profunda de lo que significa
seguir a Cristo. En otras palabras, se puede pensar en cualquier práctica o deber
bíblico en términos de la mortificación.

Pongamos a prueba mi teoría. Empecemos desde arriba: ¿Qué pasaría si


amáramos a Dios con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas? De seguro
que mientras más lo amamos, más disminuye el pecado. La segunda prueba es
como la primera: ama a tu prójimo como a ti mismo y el egoísmo se desvanece.
Sigamos: honra a tu padre y a tu madre y terminarás matando de hambre tu
deseo de rebelarte. Pon las necesidades de una hermana antes que las tuyas y tu
orgullo muere. Regocíjate en la esposa de tu juventud y calmarás el deseo de
regocijarte en la esposa de tu vecino. Comparte tus bienes con un amigo en
necesidad y la avaricia menguará. Debido a estas verdades es que no puedo
imaginarme una vida cristiana saludable sin la mortificación, tal como no me
puedo imaginar una moneda con una sola cara.

Podrías pensar: “Si no puedo evitar mortificar la carne cuando vivo fielmente,
entonces, ¿por qué no solo concentrarme en la fe, la esperanza y el amor, y así
dejar que la mortificación ocurra por su propia cuenta? (siendo esta una manera
positiva de enfrentar el problema)”. Es cierto que si crecemos en fe, esperanza y
amor, el pecado disminuye; sin embargo, Dios dice claramente que Él quiere que
hagamos morir el pecado (Rom 8:13; Col 3:5), un llamado que requiere atención
(Rom 8:5-8). El lente de la mortificación nos permite apuntar a pecados
específicos para debilitarlos, herirlos y hasta matarlos de una manera más
directa. Piensa en cómo cuidas tu jardín: desyerbándolo y alimentándolo.
Alimentar tu jardín representa el cultivar la fe, esperanza y el amor; mientras que
desyerbar es encontrar esa mala yerba del pecado y arrancarla desde sus raíces.
Aun así, algunos consideran que la mortificación es como una cirugía opcional,
como si el doctor hubiera dicho que puedes pasar tu vida entera sin hacértela,
aunque pudiera ser que experimentes algunas molestias. Sobre la base de esta
premisa, algunos sopesan los supuestos beneficios de mortificar el pecado contra
el trabajo duro y obvio que representaría, y deciden que la recompensa es
demasiado pequeña. Podrían declararse “cristianos carnales”, sellar sus boletos
para ir al cielo y continuar con vida a la ligera: comiendo, bebiendo y
divirtiéndose.

Pero considera esto: “Si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el
Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom 8:13); “y todo el que
tiene esta esperanza puesta en Él, se purifica” (1 Jn 3:3); y “ninguno que es nacido
de Dios practica el pecado” (1 Jn 3:9). Esta cirugía no es electiva; ninguno que
espera vivir en Dios puede rechazarla.

No me malinterpreten, no estoy diciendo que la mortificación es una manera de


justificarnos a nosotros mismos. Decir eso me convertiría en un hereje, y también
en un tonto. Lo que tengo en mente es más bien esto: la mortificación es algo que
la vida de Dios hace en nosotros. Haber nacido de Dios nos hace criaturas nuevas
viviendo vidas nuevas en el Espíritu, y un aspecto esencial de esa nueva vida es
darle golpes de muerte al pecado que aún permanece. No matamos la carne para
ganarnos la salvación; debemos nacer de nuevo antes de poder siquiera levantar
un dedo en contra del pecado. “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la
carne…”
Otros artículos en esta serie nos ayudarán a refinar más nuestro enfoque en la
mortificación, pero comencemos echando un vistazo a nuestra lucha contra la
carne para empezar a entrenar nuestras manos para la batalla.

La mortificación es exasperante. Aprendemos esto primero, y nos desconcierta


tanto que puede desafiar el fundamento de nuestra esperanza. Pero escuchemos
a Pablo decirnos con espíritu fraternal: “Porque lo que hago, no lo entiendo;
porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago”
(Rom 7:15). ¿Está Pablo aquí describiendo su vida antes o después de estar en
Cristo? Estoy convencido de que está quejándose de un aguijón que perforó su
corazón después de ser cristiano, no porque logra expresar perfectamente la
confusión de mi alma, ni porque cada creyente que he conocido tiene la misma
queja, sino porque tal irritación solo tiene sentido en aquel que ha nacido de
Dios. Pablo le dijo a los de Galacia que lo que los detenía de hacer lo que querían
hacer era una batalla entre su carne y el Espíritu dentro de ellos (Gál 5:17). De
hecho, solo los esclavos del pecado están libres de esta batalla (Rom 6:20).
Pensamos que el pecado no debería dominarnos con tanta frecuencia porque el
Espíritu reside en nosotros. Confundidos y frustrados, cuestionamos la obra de
Dios en nosotros. Nuestras expectativas deben ser reajustadas a las de Pablo: así
es, el pecado no tiene dominio sobre nosotros (Rom 6:14), y será completamente
removido de nosotros (Rom 7:24), pero no hasta que seamos glorificados con
Cristo; así que debemos continuar luchando por purificarnos hasta nuestro
último día (1 Jn 3:2-3). Irónicamente, esta misma lucha nos asegura que hemos
nacido de Dios.
La mortificación es intencional. Empecé diciendo contemplativa: eso implica un
pensamiento profundo y suena espiritual. Pero quise sugerir la idea de asesinato,
tal como en la frase “con premeditación y alevosía”. Alguien que está
determinado a matar su carnalidad debe analizar todo como lo hace un asesino,
estudiando los hábitos de su víctima para planificar su destrucción. Ya que
nuestros corazones son engañosos (Jer 17:9), nuestra única esperanza es
preparar nuestras mentes para tomar acción (1 Pe 1:13) y ser tan vigilantes
contra las artimañas de la carne como lo estamos contra Satanás (1 Pe 5:8).
Tal como estudiamos las Escrituras para conocer a Dios, así mismo debemos
escudriñarnos a nosotros mismos para conocer nuestro pecado. Todos tenemos
diferentes grietas en nuestra armadura. Por ejemplo, nunca he sido tentado a
embriagarme; mi placer por el vino se limita a la santa cena y una copa de vino
tinto que tomo de vez en cuando con un amigo. Pero con los años he aprendido
que cuando me siento agotado o estresado, soy un campo de minas: exploto con
la más mínima provocación y le grito a mi esposa e hijos. Reconociendo esto,
ahora puedo tomar la delantera a mi carne. Cuando sin razón le hablo mal a mis
seres queridos, me reviso: ¿estoy cansado? ¿estoy estresado? Y cuando le presto
atención al Espíritu, entonces confieso que estoy de mal humor y que necesito
descansar un poco antes de poder hablar. Tales lecciones no se aprenden sin
cicatrices.

La mortificación es radical. Mi equipo de trabajo verifica software de fábrica


antes de entrar en producción. Las fallas de fábrica son costosas, así que cuando
algún error se nos escapa, investigamos para poder implementar medidas
preventivas; no podemos permitirnos el mismo error dos veces. Sabemos que
tenemos que encontrar la causa principal, la raíz. Si no cavamos profundamente,
terminamos jugando el “Machaca-el-Topo”, martillando un topo solo para ver que
aparecen tres más.
Tal mortificación puede ser el resultado de la ignorancia —no sabiendo cómo ver
más allá de los síntomas para llegar a las fuentes más profundas del pecado— o
de pereza espiritual. Cuando Pablo dice que “la raíz de todos los males es el amor
al dinero” (1 Tim 6:10), él da por sentado que hay otras raíces del mal, y que una
raíz puede producir diferentes males. Por ejemplo, la falta de dominio propio de
un niño frente a una lata de galletitas puede convertirse en la falta de dominio
propio de un hombre ante la pantalla de su computadora. Si no identificamos
estas raíces, no las podemos desarraigar; y si no sacamos al pecado desde sus
raíces bueno, espero que hayan leído El Principito y sepan de los árboles de
baobab: “un baobab es algo de lo cual nunca, nunca podrás librarte si te ocupas
de él muy tarde”.

La mortificación es colaborativa. La oración y meditación privada son


esenciales, pero si fueran nuestras únicas armas contra la carne, nuestro enemigo
estaría más armado que nosotros. “Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna
falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo” (Gál 6:1). Pablo no quiere decir
“si alguien es atrapado con las manos en la masa”, no, él quiere dar a entender “si
alguien está atrapado, embrollado en la arena movediza del pecado”. Tarde o
temprano todos nos enredamos; hay momentos en que no podemos lograr
desenredarnos a menos que confesemos humildemente nuestro pecado a un
hermano.

Dietrich Bonhoeffer conocía el poder de la confesión mutua y lo expuso en el


libro Vida en Comunidad, desarrollando la enseñanza de Santiago 5:16. Él
entendía que un hombre podía arrepentirse en privado y confesar su pecado ante
Dios una y otra vez, año tras año, y nunca lograr debilitar el dominio del pecado
sobre su vida. Pero que si se atrevía a sacar su pecado a la luz ante un hermano
en Cristo de confianza, este pecado se secaría y moriría. Escuchar las confesiones
uno del otro es una manera en la que “llevamos los unos las cargas [más pesadas]
de los otros” (Gál 6:2).

Al final, Dios nos librará de este desesperante “cuerpo de muerte” (Rom 7:24-25).
Hasta entonces, por el Espíritu, libremos esta guerra —esta guerra santa
intencional, radical y colaborativa— con premeditación y alevosía.
La práctica de la mortificación
Por Sinclair Ferguson
Las consecuencias de una conversación pueden cambiar nuestra opinión sobre
su importancia. Mi amigo, un ministro más joven, se sentó conmigo en su iglesia
al terminar una conferencia y me dijo: «Antes de que nos retiremos esta noche,
solo muéstrame los pasos necesarios para ayudar a alguien a mortificar o hacer
morir el pecado». Estuvimos sentados hablando de esto por un poco más de
tiempo y luego nos fuimos a descansar; espero que se haya sentido tan bendecido
como yo con nuestra conversación. Todavía me pregunto si estaba haciendo su
pregunta como pastor o simplemente para sí mismo, o ambos.

¿Cuál es la mejor manera de responder a su pregunta? Lo primero que debes


hacer es: ir a las Escrituras. Sí, recurrir a John Owen (¡nunca es una mala idea!) o
a algún otro consejero vivo o muerto. Pero recuerda que tenemos más que solo
buenos recursos humanos en este tema. Necesitamos ser enseñados desde «la
boca de Dios» para que los principios que estamos aprendiendo a aplicar lleven
consigo tanto la autoridad de Dios como la promesa de Dios de hacerlos eficaces
en nosotros.

Varios pasajes vienen a la mente para este estudio: Romanos 8:13; Romanos
13:8-14 (texto de Agustín); 2 Corintios 6:14-7:1; Efesios 4:17-5:21; Colosenses
3:1-17; 1 Pedro 4:1-11; 1 Juan 2:28-3:11. Es importante destacar que solo dos de
estos pasajes contienen el verbo «mortificar» («dar muerte»). De igual manera es
importante notar que el contexto de cada uno de estos pasajes va más allá de la
exhortación a mortificar el pecado solamente. Como veremos, esta es una
observación que resulta ser de gran importancia.
De estos pasajes, Colosenses 3:1-17 es probablemente el mejor lugar para
comenzar.

Aquí vemos cristianos relativamente jóvenes que habían disfrutado de una


maravillosa experiencia de conversión del paganismo a Cristo; entrando así al
mundo de la gracia, gloriosamente nuevo y liberador. Tal vez, si leemos entre
líneas, podríamos decir que ellos sintieron por un momento como si hubiesen
sido liberados no solo del castigo del pecado, sino también de su influencia en sus
vidas; tan maravillosa fue su nueva libertad. Pero luego, por supuesto, el pecado
volvió a asomar su horrenda cabeza. Habiendo experimentado el «ya» de la
gracia, ahora estaban descubriendo el doloroso «todavía no» de la santificación
progresiva. ¡Suena familiar!

Al igual que en nuestra subcultura evangélica de soluciones rápidas para


problemas de largo plazo, si los colosenses no tenían una comprensión firme de
los principios del Evangelio, entonces ahora se encontraban en peligro; pues
justo en este momento los nuevos creyentes tienden a ser presa relativamente
fácil para los falsos maestros con nuevas promesas de una vida espiritual más
elevada. Eso fue lo que Pablo temió (Col 2:8, 16). Los métodos para “producir
santidad” estaban ahora en boga (Col 2:21-22) y parecían ser muy espirituales,
justo lo que los nuevos creyentes necesitaban. Pero, de hecho, «carecen de valor
alguno contra los apetitos de la carne» (Col 2:23). No son los métodos nuevos,
sino es el entender cómo obra el Evangelio lo único que puede proporcionar el
fundamento y el patrón de conducta adecuados para enfrentar el pecado. Este es
el tema de Colosenses 3:1-17.

Pablo nos da el patrón y el ritmo que necesitamos. Al igual que los saltadores de
longitud olímpicos, no tendremos éxito a menos que volvamos del punto de
acción a un punto en el cual podamos recobrar energía para el arduo trabajo de
luchar contra el pecado. ¿Cómo, entonces, nos enseña Pablo a hacer esto?

En primer lugar, Pablo enfatiza lo importante que es para nosotros el estar


familiarizados con nuestra nueva identidad en Cristo (3:1-4). Muy a menudo,
cuando fallamos espiritualmente, lamentamos el haber olvidado quiénes
realmente somos: somos de Cristo. Tenemos una nueva identidad. Ya no estamos
«en Adán» sino «en Cristo»; ya no estamos en la carne, sino en el Espíritu; ya no
estamos dominados por la vieja naturaleza, sino que vivimos en la nueva
naturaleza (Rom 5:12-21; 8:9; 2 Co 5:17). Pablo toma tiempo para explicarlo de
esta manera: hemos muerto con Cristo (Col 3:3; incluso, fuimos sepultados con
Cristo, 2:12); hemos sido resucitados con Él (3:1), y nuestra vida está escondida
en Él (3:3). Ciertamente estamos tan unidos a Cristo que también seremos
manifestados con Él en gloria (3:4).
Nuestra incapacidad de lidiar con la presencia del pecado a menudo es
consecuencia de una amnesia espiritual, olvidamos nuestra nueva, verdadera y
real identidad en Cristo. Como creyente, soy alguien que ha sido liberado del
dominio del pecado, por lo tanto, soy libre y estoy motivado a luchar contra el
ejército del pecado que batalla en mi corazón. Por consiguiente, el principio
número uno es: conocer, confiar, pensar y actuar según tu nueva identidad: estás
en Cristo.

En segundo lugar, Pablo continúa exponiendo cómo trabaja el pecado en cada


área de nuestras vidas (Col 3:5-11). Si vamos a luchar contra el pecado
bíblicamente, no debemos cometer el error de pensar que podemos limitar
nuestro ataque a una sola área de debilidad en nuestras vidas. Todo pecado debe
ser tratado, así que, Pablo habla en contra de la manifestación del pecado en la
vida privada (v. 5), en la vida pública y cotidiana (v. 8) y en la vida en la iglesia (v.
9-11, «los unos a los otros», refiriéndose a la comunión en la iglesia). El desafío
de la mortificación es similar al desafío de una dieta (¡en sí misma una forma de
mortificación!): cuando comenzamos, descubrimos que hay todo tipo de razones
por las que tenemos sobrepeso. Realmente estamos luchando contra nosotros
mismos, no solamente con el controlar las calorías. ¡Yo soy el problema, no las
papas fritas! Mortificar el pecado produce un cambio que impacta todas las áreas
de la vida.

En tercer lugar, la exposición de Pablo nos proporciona una guía práctica para
mortificar el pecado. A veces parece como si Pablo diese exhortaciones («Haced
morir …», 3:5, RV60) sin dar ayuda «práctica» para responder a nuestras
inquietudes de cómo aplicar esas verdades a nuestras vidas. A menudo, hoy en
día, los cristianos van a Pablo para que les diga qué hacer, pero luego se dirigen a
una librería cristiana para descubrir cómo hacerlo. ¿Por qué este desvío?
Probablemente porque no nos detenemos lo suficiente para analizar lo que Pablo
está diciendo. No meditamos profundamente ni nos sumergimos lo suficiente en
las Escrituras. Digo esto porque, usualmente, cada vez que Pablo emite una
exhortación, la rodea con pistas sobre cómo podemos y debemos ponerla en
práctica.

Esto es absolutamente cierto aquí. Observa cómo este pasaje ayuda a responder
nuestro «¿cómo lo hago?”
1. Aprende a reconocer el pecado por lo que realmente es. Llama las cosas tal
como son; llámalo «inmoralidad sexual» no «estoy siendo tentado un poco»,
llámalo «impureza» y no «estoy luchando con mis pensamientos», llámalo «malos
deseos, que es idolatría» en vez de «creo que necesito organizar mis prioridades
un poco mejor». Este patrón corre a través de toda esta sección. ¡Qué manera tan
poderosa de desenmascarar el autoengaño y ayudarnos a quitarle la máscara al
pecado que acecha en lo recóndito de nuestros corazones!

2. Mira tu pecado por lo que realmente es ante la presencia de Dios. «Por causa
de estas cosas vendrá la ira de Dios» (3:6). Los maestros de la vida espiritual
hablaron de arrastrar nuestros deseos (aunque griten y pataleen) hasta la cruz, al
Cristo que llevó la ira de Dios sobre Sí mismo en nuestro lugar. Mi pecado me
conduce no solo a un placer efímero, sino también a un disgusto espiritual. Mira
la verdadera naturaleza de tu pecado a la luz del castigo que merece. Con mucha
facilidad pensamos que el pecado es menos serio en los cristianos que en los no
creyentes: «Es perdonado, ¿no es así?» ¡No si continuamos en él (1 Jn 3:9)! Ve el
pecado desde una perspectiva celestial y siente la vergüenza de aquello en lo que
una vez caminaste (Col 3:7; ver también Rom 6:21).

3. Reconoce la inconsistencia de tu pecado. Tú has desechado al «viejo hombre» y


te has vestido del «nuevo hombre» (3:9-10), así que ya no eres el «viejo hombre».
La identidad que tenías «en Adán» se ha ido. El viejo hombre fue «crucificado con
Él [Cristo] para que nuestro cuerpo de pecado [probablemente «la vida en el
cuerpo dominado por el pecado»] fuera destruido, a fin de que ya no seamos
esclavos del pecado» (Rom 6:6). Las nuevas criaturas viven vidas nuevas;
cualquier cosa que me lleve fuera de esa verdad es una contradicción a la
realidad de quién soy «en Cristo».
4. Mortifica al pecado (Col 3:5). Es tan «simple» como eso. Rehúsalo, haz que
muera de hambre y recházalo. No puedes «mortificar» el pecado sin
experimentar el dolor de la muerte. ¡No hay otra manera!
Pero nota que Pablo establece esto en un contexto muy importante y más amplio.
La tarea negativa de mortificar el pecado no se logra sin cumplir con el llamado
positivo del Evangelio de «revestirse» del Señor Jesucristo (Rom 13:14). Pablo
explica esto en Colosenses 3:12-17. Barrer y limpiar la casa simplemente nos deja
disponibles para una nueva invasión del pecado. Pero cuando verdaderamente
comprendemos el principio del «intercambio glorioso» en el Evangelio de la
gracia, entonces comenzamos a experimentar un avance real en la santidad. El
nombre y la gloria de Cristo son manifestados y exaltados en y entre nosotros
(3:17) porque los deseos y hábitos pecaminosos no solo se rechazan, sino que se
intercambian por gracias (3:12) y acciones (3:13) Cristocéntricas, ya que
estamos revestidos del carácter de Cristo y Sus gracias se mantienen unidas a
través del amor (v. 14) tanto en nuestra vida privada como en la comunión con la
iglesia (v. 12-16).

Estas son algunas de las cosas que mi amigo y yo hablamos aquella noche
inolvidable. No tuvimos la oportunidad de preguntarnos el uno al otro «¿cómo te
ha ido?» porque fue nuestra última conversación; él murió unos meses después.
A menudo me he preguntado cómo fueron los meses en su vida luego de esta
conversación. De cualquier manera, la seria preocupación personal y pastoral de
su pregunta aún resuena en mi mente. Tiene un efecto similar a lo que Charles
Simeon dijo que veía transmitido en los ojos de su amado retrato del gran Henry
Martyn: «¡No juegues con eso!»

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